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Soy un teólogo feliz

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EDELWEISS 25

Otros títulosde la colección EDELWEISS

- Gregorio Mateu, La aventura de ser joven.- A. Cencini, Vocaciones: de la nostalgia a la profecía.- J. L. Martín Descalzo, Un cura se confiesa.- C. Bertola, Fraternidad sacerdotal.- J. R. Ramón Flecha, Buscadores de Dios, I.

Buscadores de Dios, II.

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EDWARD SCHILLEBEECKX

SOY UN TEOLOGO FELIZ

ENTREVISTA CON FRANCESCO STRAZZARI

INTRODUCCION DE ROSINO GIBELLINI

SEGUNDA EDICION

SOCIEDAD DE EDUCACION ATENAS MADRID 1994

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Título del original italiano, Sono un teologo felice Centro Editoriale Dehoniano - Bologna 1993 Traducción: Francisco Pérez Miguel

Cubierta: Maite Rozas

© S o c ie d a d d e E d u c a c ió n A te n a s Mayor, 81 - 28013 Madrid

ISBN: 84-7020-353-3 Depósito legal: M. 30.403.— 1994

Impreso en España porArtes G ráficas Be n z a l , S. A. V irtu d es, 7. 28010 M a d rid

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INTRODUCCIÓN

SINCEROS PARA CON EL MUNDO. LA TEOLOGIA DE FRONTERA DE EDWARD SCHILLEBEECKX

Si todo gran pensador -según Heidegger- está siempre guiado por un único pensamiento, que desarrolla en múlti­ples variantes, se puede afirmar que el pensamiento-guía de la investigación y de la reflexión teológica de Edward Schillebeeckx es un planteamiento de frontera: la relación entre experiencia cristiana y experiencia humana. Teólogo belga de lengua flamenca, docente de teología primero en Lovaina (Bélgica) y después (desde 1958) en la facultad de teología de la Universidad católica de Nimega (Holan­da) la figura de Schillebeeckx comenzó a destacarse en el panorama teológico y eclesial en la primera mitad de los años sesenta, con ocasión del concilio Vaticano II, en el que participó como teólogo consultor del entonces diná­mico episcopado holandés. Uno de los temas más innova­dores del concilio, el que, según la denominación corrien­te, se conocía con el nombre de «Iglesia y mundo», en­contró, en las conferencias y artículos de este teólogo, su intérprete más sensible y más agudo, como confirmaría después la serie de volúmenes con el título general Ensa­

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yos teológicos (*) (5 vol., 1964-1972), que recoge los di­versos ensayos con los cuales estaba participando tanto en el debate conciliar como en el debate teológico internacio­nal.

En la obra de E. Schillebeeckx (1914) se pueden distin­guir dos períodos. En el primero -entre los inicios de su actividad académica en la inmediata posguerra, en 1946, y el inmediato posconcilio, en 1966-1967- su reflexión se coloca en la línea de un tomismo abierto: de este primer período son sus estudios sobre la teología de los sacra­mentos y su reconstrucción histórica de la teología sacra­mental en La economía sacramental de la salvación (1952), así como la sistematización posterior desarrollada en Cristo, sacramento del encuentro con Dios (1958). Los escritos de este período están caracterizados por el método histórico, que reconstruye la historia de la doctrina antes de proceder a su elaboración sistemática -método aprendi­do en la escuela de Le Saulchoir y en la École des Hautes Études de la Sorbona (donde el ex-rector de Le Saulchoir, Chenu, impartía cursos de especialización)-; y por el pers- pectivismo gnoseológico, aprendido en Lovaina en la es­cuela de De Petter, que proponía una síntesis entre tomis­mo y fenomenología.

En el segundo período, que se inicia inmediatamente después del concilio y que encuentra su primera expresión en las conferencias americanas de 1967, Dios, futuro del hombre, se da -como indica el teólogo norteamericano Robert Schreiter, ex-discípulo de Schillebeeckx y uno de

(*) Citamos todos los títulos de las obras de E. Schillebeeckx en castella­no para facilidad del lector. Al final se ofrece un elenco de las obras de E. Schillebeeckx publicadas en castellano.

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los mejores conocedores de su teología- un «cambio nota­ble». A partir de aquí tiene lugar un giro que lleva al teó­logo dominico a abandonar el tomismo de escuela (tam­bién en la re-interpretación de sus maestros lovanienses y parisinos), que en las obras precedentes representaba el marco conceptual de referencia, para confrontarse con las nuevas hermenéuticas y para dialogar más directamente con la experiencia del hombre secular de la modernidad y de la contemporaneidad. En este segundo período -el más original y creativo- el teólogo de Nimega se encuentra con la problemática hermenéutica, la introduce en la teología sistemática católica y la aplica con rigor y radicalidad al corazón mismo de la tratadística católica, es decir, a la cristología.

La teoría hermenéutica plantea el problema de la inter­pretación, es decir, de la inteligibilidad de los textos de la revelación, de su actualización y de la relevancia expe- riencial de las fórmulas de fe. Esta había hecho su entrada en la teología evangélica con la hermenéutica de Schleier- macher, y resueltamente en nuestro siglo con la herme­néutica existencial de Bultmann, de Fuchs y de Ebeling en los años cuarenta y cincuenta. El intento de los ensayos hermenéuticos de Schillebeeckx -recogidos en el quinto volumen de sus Ensayos teológicos con el título Interpre­tación de la fe (1972)- es el de ofrecer una contribución a la introducción de la hermenéutica en la teología sistemá­tica católica.

La teología católica posconciliar, que comenzaba a confrontarse con la cultura secular, ha puesto de manifies­to que las fuentes de la reflexión teológica son dos: la re­velación y la tradición cristiana, por una parte, y la expe­riencia humana, por otra. Y el trabajo hermenéutico a de­

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sarrollar es el de realizar una constante correlación entre las dos fuentes (o los dos polos): fe cristiana y experiencia humana. Pero la misma fe, como adhesión a la revelación (primera fuente de la teología), tiene una estructura expe- riencial; la fe es una experiencia, y una experiencia de ex­periencias, es decir, es experiencia cristiana de experien­cias humanas (la experiencia de sí y del mundo que los cristianos tienen en cuanto seres humanos). En su inicio no fue una doctrina, sino que «comenzó con una experien­cia muy precisa» que puso en marcha una «historia de ex­periencias» que aún continúa. En los orígenes del Nuevo Testamento, en efecto, se da un encuentro de Jesús con sus discípulos, los cuales, en dicho encuentro, «sorpren­dente y desconcertante», han tenido una experiencia-de- salvación que, después, han interpretado y puesto por es­crito. También la interpretación forma parte de la expe­riencia, en cuanto toda experiencia contiene elementos in­terpretativos, es un percibir interpretando. El Nuevo Tes­tamento es, en definitiva, el relato de una experiencia-de- salvación interpretada: la experiencia se cifra en un men­saje y el mensaje se transmite, generando en el oyente una experiencia-de-vida. El mensaje remite a una experiencia como origen y genera experiencia como resultado. La re­velación divina no es, en su origen, una doctrina, sino la libre iniciativa de Dios que se comunica manifestándose en hechos que determinan una experiencia-de-salvación, la cual es interpretada y fijada en un mensaje escrito. El mensaje contiene una doctrina, pero no es la doctrina el elemento primario, sino la experiencia. La doctrina es co­mo un re ordenar en el plano de la reflexión y de la pro­fundización ese contenido de experiencia que está en su origen, y sirve para la transmisión y la activación de tal8

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experiencia-de-salvación. Y, por tanto, se inserta en la vi­va tradición cristiana formando experiencia: «En definiti­va se trata de una historia cristiana de experiencia que continúa».

Pero, para que la «historia cristiana de experiencia» continúe, el mensaje transmitido debe ser comprensible también para el hombre de hoy, y no sólo aceptado sobre la base de una autoridad institucional que es su mediado­ra. En la sociedad secular, la experiencia religiosa no es ya una high experience, una experiencia fuerte generalizada, sino que se configura como «experiencia de experien­cias»; debe, por tanto, insertarse en el contexto de las ex­periencias humanas seculares para hacerse convicción y experiencia personal. El mensaje de la tradición debe ser propuesto en una «catequesis de experiencia» como inter­pretación posible de las experiencias humanas, como «proyecto de búsqueda» para la búsqueda de sentido del ser humano y debe poder ser experimentado como «res­puesta de liberación» a los interrogantes vitales que el ser humano se plantea. La teología está llamada a mantener abierta la comunicación entre los contenidos tradicionales de la fe y la experiencia humana, en una constante corre­lación crítica entre las dos fuentes, la tradición bíblica (primera fuente) y nuestro mundo actual de experiencia y de vida (segunda fuente).

El teólogo flamenco ha afrontado concretamente este compromiso en un vasto «proyecto cristológico» en tres densos volúmenes: Jesús. La historia de un viviente (1979), donde la experiencia cristiana fundamental es analizada en la tradición sinóptica; Cristo y los cristianos. Gracia y liberación (1977), donde la experiencia cristiana funda­mental es analizada en las otras tradiciones neotestamen-

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tarias, en particular en la tradición paulina y en la joánica, y donde, en una sugestiva síntesis conclusiva, se indivi­dualizan los elementos estructurales sea de la tradición cristológica de la Iglesia, sea de la experiencia del hombre secular; El hombre, imagen de Dios (1989), donde se muestra cómo el corazón del mensaje cristiano, salvación- en-Jesús-por-parte-de-Dios, puede ser de nuevo experi­mentado en la historia de la humanidad.

Estos tres libros del teólogo de Nimega representan la obra cristológica más ambiciosa y más creativa de nuestro siglo. Es innovadora desde el punto de vista metodológi­co: Schillebeeckx no sigue el hilo conductor de la tradi­ción de la Iglesia (como es normal en los tratados cristoló­gicos), sino que acepta el reto de negaciones radicales, practicando con radicalidad el método histórico-crítico. Schillebeeckx pretende introducir un saber histórico que sea lo más intransigente posible, pero su investigación histórica está sostenida por el intento teológico de recons­truir la génesis de la confesión cristológica de la Iglesia y de mostrar su pertinencia también para los contemporá­neos de la ciudad secular. El método es, en sí, legítimo y no lleva a una racionalización del hecho cristológico; la discusión subsiguiente -también a nivel oficial- se refiere sólo a algunas modalidades de ejecución de lo que puede ser llamado, con toda propiedad, un verdadero «experi­mento en cristología».

Schillebeeckx no considera que la secularización inva­lide el discurso teológico, en cuanto la autocomprensión humana secular permanece abierta al misterio, como se evidencia por la confianza radical en la realidad, por el compromiso con los otros, por la llamada a realizar el bien y luchar contra el mal. Por el contrario, la secularíza­lo

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ción resitúa el discurso teológico, y tarea de la hermenéu­tica es la de ayudar a determinar una situación que permi­ta a la autocomprensión secular transcenderse y abrirse al misterio de la vida y de la realidad, que ha hallado decisi­va y definitiva revelación en la figura de Cristo. Las defi­niciones de fe y los enunciados teológicos no son deduci- bles de la experiencia, pero deben tener la cobertura de la experiencia, o sea, deben estar en condiciones de iluminar la experiencia, de hablar a la experiencia del hombre secu­lar; de otra forma no serían defendibles y se llegaría a una ruptura de la comunicación.

Para lograr esto la teología debe poner constantemente en correlación la respuesta de la fe con la pregunta huma­na que brota de la experiencia. Y esta correlación se obtie­ne si la pregunta humana se puede configurar como pre­gunta de sentido sobre la realidad y sobre la existencia, a la que siguen respuestas humanas que intentan articular un sentido, pero que sólo de la respuesta cristiana recibe una sobreabundancia de sentido, un sentido último y defi­nitivo. La respuesta cristiana es, entonces, la respuesta re­solutiva al buscar humano, que se articula en pregunta ra­dical y en respuestas parciales. A la pregunta radical sobre la realidad sólo la fe responde radicalmente, pero la res­puesta cristiana no cae perpendicularmente de lo alto, sino' que se inserta en un contexto de experiencias en el que ad­quiere sentido, confiriendo sobreabundancia de sentido. Y esta sobreabundancia de sentido debe probarse no sólo en la teoría, sino que debe bajar también al terreno de la pra­xis. En este sentido se habla de «hermenéutica de la expe­riencia y de la praxis».

La teología de Schillebeeckx no busca la contraposi­ción y el enfrentamiento con la cultura secular -esta es la

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actitud del pensamiento religioso fundamentalista, incluso de firma católica- sino que se hace partícipe de la búsque­da humana, está atenta a los diversos proyectos antropoló­gicos que va elaborando la cultura secular, los cuales, a pesar de su fragmentariedad, se revelan como tematiza- ción de una experiencia universal de búsqueda de sentido que remite a un horizonte de plenitud de la humanidad, que es el horizonte de la fe.

Una teología, por tanto, que mantiene vivo el sentido de la integridad del humanum, en sus dimensiones antro­pológica, social y cultural, teórica y práctica, utópica y re­ligiosa. Una teología que elabora una soteriología en clave moderna, en cuanto guiada por la preocupación, en senti­do negativo, por el humanum amenazado (Bloch) y por la historia de sufrimiento y muerte de la humanidad; y, en sentido positivo, por el souhaitable humain (Ricoeur) con plenitud e integridad del humanum: ambas preocupacio­nes son compartidas, a su nivel, por los movimientos se­culares de emancipación y de liberación, pero encuentran en la salvación cristiana radicalidad y plenitud de interpre­tación y de sentido. No se puede hablar de la salvación cristiana prescindiendo de, censurando, o denigrando la historia de la emancipación-liberación humana para hacer sitio a la salvación religiosa. Lo que unifica la cultura en la época moderna y contemporánea es la búsqueda no de una salvación exclusivamente religiosa, como podía darse en épocas pasadas, sino la búsqueda de una humanidad sa­na, íntegra y digna de ser vivida. Todas las ciencias, que no existían en las épocas pasadas, trabajan en esta direc­ción. La redención cristiana no es reductible a la emanci- pación-liberación histórica, pero a ella «permanece, sin embargo, ligada por una relación crítica de solidaridad».12

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Dándole la vuelta al título de un best-seller de los prime­ros años sesenta, Honest to God («Sinceros para con Dios») -que, en su tiempo, tuvo en el teólogo de Nimega uno de sus más lúcidos recensores-, se podría caracterizar la ins­tancia que guía la reflexión -hermenéutica, cristológica y teológica- de Edward Schillebeeckx por la exigencia de ser «sinceros para con el mundo».

Rosino Gibellini

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PREFACIO

Desde enero de 1958, el dominico belga Edward Schi- llebeekx, discutido teólogo de la escuela de Nimega, vive en el Albertinum o convento de San Alberto Magno. Es un grandioso edificio construido al final de los años vein­te, abierto oficialmente el 8 de septiembre de 1932. En otro tiempo vivían en él unos ciento veinte hermanos do­minicos, ahora son solamente unos treinta. Desde 1942 al 1945 fue ocupado por el ejército alemán y los frailes mar­charon al exilio.

Al final de la guerra, el Albertinum se llenó de herma­nos y estudiantes. Pero en los sesenta, en plena crisis de religiosos, una parte del edificio fue alquilada a la Univer­sidad católica de Nimega.

Allí he ido para encontrarme con el gran teólogo Schi­llebeeckx.

Había ido ya no sé cuántas veces para discutir con él de teología y para escuchar lo que pensaba sobre importantes problemas de actualidad. Siempre me impresionaron el enorme edificio, el silencio del convento, la oración de los frailes y también aquellos rostros de gente arrojada al mar

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por la tempestad. Porque hubo tempestad en el convento, cuando muchos decidieron marcharse porque no compren­dían ya la vida religiosa, para elegir otros lugares más ín­timos y, al mismo tiempo, más insertos en la vida de los hombres. Me impresionaron siempre aquellos árboles que resistían a los vientos y a las lluvias, que en Holanda son frecuentes y tienen siempre algo de misterioso. Expresión y afirmación de resistencia y valor, de una cierta obstina­ción, una especie de calvinismo, herencia del pasado. Por­que esta gente de los Países Bajos no se calla con nada, no ahorra críticas, no deja pasar las cosas por formalismo o diplomacia. Esta gente busca siempre la luz, no se conten­ta con meros reflejos, abre la ventana para tenerla toda y que ilumine todos los rincones.

A los Países Bajos el P. Schillebeeckx ha traído la no­vedad, con una enseñanza cada vez más atrayente, pero también vista cada día con más recelo; con una reflexión cada vez más madura y, al mismo tiempo, más lejana de los esquemas habituales.

En su estancia, sobrecargada de libros -detrás de una cortina está su cama de fraile-, me ha hablado durante ho­ras de su vida: de la infancia feliz a los desasosiegos sobre la elección de hacerse religioso; de los estudios humanísti­cos, filosóficos y teológicos a la enseñanza universitaria en Nimega. Una vida valiente, con los primeros ataques a su apertura desde los tiempos de su actividad con los estu­diantes de la orden. Y también las fases de su investiga­ción, los procesos romanos, las noches pasadas estudiando la Escritura y la tradición, a los modernos y contemporá­neos, para responder a los interrogantes del hombre in­quieto por el silencio de Dios o fascinado por la gratuidad de su presencia.

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De tú a tú con Schillebeeckx, uno de los más grandes teólogos del siglo, un verdadero gigante de la ciencia teo­lógica. Pero no se siente uno incómodo con él. Habla co­mo si se encontrase contigo en la calle y te pidiese alguna información sobre algún sitio. Como si estuviese sentado en una mesa de café o frente al mar, que tanto lo fascina.

Lo he escuchado días y días, sin interrumpirlo apenas, dejándole hablar de su historia y de su pensamiento, de sus amistades y de sus enfrentamientos, de su pasado y de su presente, con la mirada siempre puesta sobre ese último tiempo (la escatología), hacia el descubrimiento de un ca­mino que manifieste la grandiosidad de la misericordia de Dios en el encuentro final con cada hombre.

Muy pocas preguntas, las necesarias para recordarle que yo estaba con el hombre de la calle que se interroga sobre el Dios creador, sobre Jesús de Nazaret que lo anun­cia, sobre el Cristo que inicia la historia de una nueva for­ma de vivir, de una nueva praxis. Y también sobre el Espí­ritu, que anima a una Iglesia siempre por reformar, hacia la que todo afecto no es nunca suficiente.

No quería de Schillebeeckx una respuesta a los miles interrogantes del hombre de la calle, sino la búsqueda ra­cional, la intuición, la sorpresa incluso hasta la poesía, porque Schillebeeckx es también poeta, tal como aparece en algunas páginas de su tercer libro de cristología.

No he buscado en él ni la audacia ni la ironía. Mucho menos la acritud hacia la Iglesia institución que, por otra parte, tantas veces lo ha incordiado.

He buscado sólo la historia de un teólogo que ha escri­to Jesús. La historia de un viviente-, Cristo y los cristia­nos. Gracia y liberación; Los hombres, relato de Dios. Los tres volúmenes de su cristología.

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El me ha contado su historia, a veces con voz firme, otras con voz grave, teniendo siempre presente su cora­zón, que desde hace algún tiempo le causa problemas.

Schillebeeckx está en estas páginas, casi dictadas, ge­neralmente en francés, pero a veces en alemán o en inglés, para hablar de la riqueza de su trabajo.

Pero Schillebeeckx está también en la vida del conven­to, en la celebración festiva del día del Señor, con sus ho­milías sobre distintos temas, en el esparcimiento del final de la tarde, cuando los hermanos, fuera ya de sus habita­ciones o habiendo regresado de la ciudad o los pueblos vecinos, se encuentran para conversar y bromear, bebien­do vino o cerveza. O en la comida extremadamente frugal, recíprocamente servida.

Teólogos y exégetas hablarán aún largamente sobre es­te hombre con cara de chico, que les organiza de las su­yas, pero al que es imposible no perdonar su pasión, que va siempre acompañada con una penetrante perspicacia.

Es el Schillebeeckx que el día de santo Domingo de 1989, memoria del fundador de la orden de predicadores, escribía al comienzo de su tercer volumen: «Espero, ade­más, que entre mis lectores figurarán también algunas au­toridades, que prestarán oído a un teólogo que no ha he­cho otra cosa, durante toda su vida, que buscar a tientas y balbuciendo qué significa Dios para el hombre».

Este es el Schillebeeckx que el lector encontrará en es­te libro y en sus textos inéditos.

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LA AVENTURA DE UN TEÓLOGOI

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DE KORTENBERG A NIMEGA1

Soy el sexto de mis hermanos; éramos catorce: nueve hombres y cinco mujeres. Nunca hemos estado todos jun­tos porque, cuando nació mi última hermana, mi hermano mayor era jesuita y estaba en la India. Aún vive. Fue maes­tro de novicios durante varios años, y después padre pro­vincial. A sus 87 años trabaja todavía con los pobres. Fue también profesor de dogmática. Ha venido de la India en dos ocasiones para ver a nuestros padres. Antes, cuando uno se marchaba a la India, era muy difícil regresar. Vol­vió para celebrar las bodas de diamante de nuestros pa­dres. Se le pidió al padre general -que entonces era Jan- sen, un flamenco- quien dijo a mi hermano que debía re­gresar a Kortenberg para la fiesta. Pero, en aquel momento -era el mes de febrero-, estaban en plenos ejercicios espi­rituales ignacianos, que duran un mes. Nos hizo saber que no vendría a Bélgica en febrero, sino un mes después. Pe­ro, durante ese tiempo, mis hermanos que vivían en Amé­rica ya se habían ido. Conclusión: no tenemos ni una foto en la que estemos todos juntos. Falta el jesuita.

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Nací el 12 de noviembre de 1914. Fue una casualidad que naciera en Amberes (Bélgica). Mis padres vivían en Kortenberg, entre Bruselas y Lovaina, pero se habían esta­blecido en Holanda durante la invasión alemana. En aquel momento se encontraban en Amberes de vuelta para Kor­tenberg.

Tuve una juventud libre y muy feliz porque estábamos siempre con la gente de Kortenberg. El pueblo era peque­ño y nos conocíamos todos. Eramos unos cien chicos y chicas. El principio educativo de mis padres era este: so­mos muchos y nos educamos mutuamente. Mi padre era, sí, severo, pero de una severidad muy racional. Discutía, pedía el parecer de todos y aceptaba los puntos de vista diferentes. Trabajaba de experto contable, y mi madre se dedicaba a las faenas de la casa. Tenía bastante trabajo con catorce hijos.

A la edad de seis años comencé a ayudar a Misa. Re­cuerdo mi emoción cuando, en la elevación de la sagrada forma, tocaba la campanilla. Pensaba: también yo seré un día sacerdote. Me gustaba cantar. Mi madre tenía una voz bellísima. Recuerdo la Navidad...

E N LO S JESUITA S D E T U R N H O U T

Fui al gran colegio de los jesuítas de Turnhout a los on­ce años. Era un internado. Allí estuve hasta los diecinueve años.Tuve que hacer dos cursos preparatorios porque las escuelas de mi pueblo no eran muy buenas y la prepara­ción no era suficiente. No estaba en condiciones de seguir los estudios del colegio. Después empecé los estudios de latín y de griego. Fueron ocho años de estudio duro: un

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programa fundamentado puramente en los clásicos, sin ningún curso de inglés o alemán.

¿Cómo y por qué, a los diecinueve años, se hizo domi­nico?

Aquí sí que tengo que contarlo desde el principio, por­que yo no conocía a los dominicos. Sólo conocía a los re- dentoristas, que venían al pueblo a hacer la misión, y a los jesuítas, lógicamente. Al tener un hermano jesuita, mi in­tención era hacerme jesuita, ir a la India, estudiar el hin- duismo y el budismo. Pero la disciplina del colegio no me gustaba nada. Un día, en tiempo de silencio, ayudé a un compañero en sus estudios. Había infringido la regla del silencio. Fui severamente reprendido. Me defendí dicien­do que había ayudado a un compañero. Se me respondió: Debes respetar el silencio por principio. ¡El principio!

Experimentaba dentro de mí una profunda rebelión. Sin embargo, por otra parte, en los jesuitas de entonces había algo que me atraía: era el compromiso con la cuestión so­cial.

Me las ingenié para acompañar a los muchachos de do- ce-trece años de Turnhout, que no tenían ni ropa ni comi­da. Y ninguna instrucción. El P. De Wit me encargó darles el catecismo. Incluso puse en circulación un pequeño pe­riódico para estos muchachos. Era una publicación men­sual hecha prácticamente por mí, con breves artículos de carácter religioso, informativo, recreativo.

En aquel tiempo, a la edad de diecisiete-dieciocho años, escribí algún artículo para una revista de espiritualidad di­rigida por el P. De Wit, que estaba muy atento a las cues­tiones sociales. El fue quien me metió dentro el interés

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por la cuestión obrera. Leí muchos libros sobre el tema. Eran los tiempos de Cardjin, el fundador de la JOC; los tiempos de las grandes figuras en el campo social.

¿Cuáles eran sus materias preferidas?

En aquel momento, antes de hacerme dominico, prefe­ría los clásicos. En los jesuítas se estudiaban mucho los clásicos, tanto los latinos como los griegos. Pero este estu­dio de los clásicos era más bien de vocabulario, gramati­cal, sin llegar a la belleza de los textos. Yo prefería el grie­go. La verdad es que sobresalía en él; me gustaba hasta el punto de improvisar conversaciones en griego. Pensaba que un día sería profesor de griego. Cuando estudié filoso­fía con el célebre profesor De Petter, que fue después pro­fesor de Lovaina, pensaba ser filósofo. En Gante, donde hice tres años de filosofía en el estudiantado de los domi­nicos, me enamoré de la filosofía.

Pero volvamos un momento hacia atrás, y cuente cómo y por qué se hizo dominico.

Hacia el final de mis estudios en el colegio de los jesuí­tas de Turnhout, tuvimos una especie de retiro en una casa de los jesuítas. Lo dio un jesuita bastante austero. Me con­vencí de que no sería jesuita. ¡No, basta con los jesuítas, te arruinan la vida! No conocía ninguna otra orden religio­sa. Yo quería ser religioso, sacerdote religioso. Leí la vida de san Benito, la de san Ignacio, la de san Francisco de Asís y la de santo Domingo, la escrita por el P. Clérissac: El espíritu de santo Domingo. Me impresionaron el equi­librio del santo, su alegría, su apertura al mundo, el estu­

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dio, la investigación, la teología centrada en la predica­ción. Saqué la conclusión: Me hago dominico. Una vez había escuchado predicar a uno en una iglesia y me impre­sionó: era el P. van Gestel, que fue después prior mío en Lovaina y era sociólogo. No tuvo una influencia directa sobre mi elección, pero cuando, después de la lectura de la vida de santo Domingo, decidí hacerme dominico, recordé la predicación de van Gestel.

Me preguntaba qué tendría que hacer para ponerme en contacto con los dominicos. No sabía siquiera dónde ten­drían un convento. Un amigo me dio la dirección de los dominicos de Gante. Escribí al prior, que era el P. Matt- hijs, después profesor de metafísica en el Angélico. Me respondió: Venga a verme a Gante. Una carta preciosa, que conservo aún entre mis cosas más bellas.

Puso dentro una estampa de santo Domingo abrazando a san Francisco, de Fray Angélico. Me confirmó en la de­cisión de entrar en los dominicos. Durante las vacaciones del último año de estudios humanísticos -tenía entonces diecinueve años- me trasladé al noviciado de los domini­cos de Gante y participé en la vida de los novicios. Era una vida durísima. Nos levantábamos a las tres de la ma­drugada para rezar maitines: una hora de oración. Después volvíamos a dormir. ¡Terrible! No lo habría resistido du­rante toda la vida, pues mi salud era más bien frágil. A los dos días pedí marcharme. Fui entonces dispensado de le­vantarme en la madrugada. Me sentí un poco mejor. Re­cuerdo aquella experiencia como traumática. Después de la guerra la disciplina se suavizó.

Con todo, la visita a Gante me gustó. Me sentí satisfe­cho.

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Terminé los estudios en el colegio de los jesuítas, hice los exámenes finales ante tres jesuitas venidos de fuera, muy conocidos por su cultura clásica. Uno de ellos me di­jo: ¡Quépena que usted no se haga jesuita!

El superior del colegio sabía que había escrito a Gante porque, en aquel tiempo, las cartas se abrían y se leían. También la respuesta del prior de Gante era conocida por el superior, que me preguntó: ¿ Usted ha escrito a los do­minicos de Gante? ¿Tiene, verdaderamente, la intención de hacerse dominico? Le respondí: Sí. He leído la vida de santo Domingo y me gustaría mucho hacerme dominico. Añadió: Usted es un tipo que razona mucho y estoy segu­ro que lo ha pensado bien. Siga su vocación. Aprecié mu­cho sus palabras. A los jesuitas no les agradó mi elección, pero no pusieron ningún obstáculo. Yo estaba entre los primeros de la clase, entre los mejores en estudios huma­nísticos

NO VICIO D O M INICO E N G A N TE

Pasadas las vacaciones, en septiembre de 1934 entré en el noviciado de los dominicos de Gante. Me acompañó mi padre y me entregó a los frailes. La vida era muy dura: el oficio en plena noche; el ayuno desde el 14 de septiem­bre, fiesta de la exaltación de la Cruz, hasta la Pascua. Por la mañana, sólo un trozo de pan. Al final del noviciado es­taba deshecho. Me desvanecía con frecuencia. Me marea­ba durante la meditación. A los veinte años me encontraba mal de salud. Eramos ¿mos ochenta novicios en una capilla donde se respiraba con dificultad. Me desvanecí muchas veces en la iglesia. Tenía una anemia fortísima. Se me dispensó de la cuaresma y me repuse.

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Comencé el estudio de la filosofía bajo la dirección de De Petter. Enraizada en la tradición, su enseñanza era muy abierta a la modernidad. En Lovaina había aprendido fe­nomenología. Intentaba una síntesis entre el tomismo y la fenomenología de Husserl. Era, sobre todo, un antropólo­go y sabía hacer la síntesis entre las adquisiciones anti­guas y las nuevas. Yo estaba realmente prendido por sus clases.

Estudié filosofía tres años y, antes de entrar en teolo­gía, en Lovaina, hice un año de servicio militar. Durante el servicio, por algunas horas de la tarde, estábamos bajo la vigilancia de eclesiásticos, con la posibilidad de fre­cuentar cursos de teología. También se hacía así con los protestantes y con los rabinos. Por eso recibí la ordena­ción sacerdotal en 1941, después de sólo dos años de teo­logía, porque el año de teología durante el servicio militar se consideraba válido para la ordenación.

Reemprendí después los estudios de teología en el estu­diantado dominico de Lovaina. Eran unos estudios de tipo tomista clásico.

Durante dos años fui lector de teología, es decir, ense­ñante, en el estudiantado dominico y, después de la gue­rra, en 1945, fui enviado a Le Saulchoir y a París para ha­cer el doctorado.

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EN LA ESCUELA DE LOS GRANDES TEOLOGOS

Allí encontré a los grandes: Chenu1, Congar2,... Fue so­bre todo Chenu el que tuvo una gran influencia. No era profesor en aquel momento en Le Saulchoir, porque en fe­brero de 1942 había sido retirado de la enseñanza por dis­posición del Santo Oficio. Era profesor en Hautes Études. A Le Saulchoir -en las afueras de París- yo iba sólo los lu­nes; el resto de la semana iba a París para asistir a la Sor- bona, donde enseñaban los grandes filósofos: René Le Senne, Louis Lavelle, Jean Wahl. Bajo la dirección de Chenu leí a santo Tomás desde el punto de vista histórico, en el contexto de la filosofía de su tiempo, y no sólo lite­ralmente. En Le Saulchoir aprendí a afrontar los proble­mas desde un punto de vista histórico. En mis cursos, des­pués, recorrí sucesivamente el Antiguo y el Nuevo Testa­mento, las enseñanzas de los padres, de santo Tomás y de la época post-tridentina. Estaba convencido de que la fe y la reflexión sobre la fe deben estar en estrecho contacto con la tradición.

Seguí también las lecciones del filósofo Gilson, cuyos

1 Dominico francés (1895-1990), rector de la facultad de Le Saulchoir desde 1920 hasta 1942; autor de Le Saulchoir: una escuela de teología (1937), incluido en el Indice en febrero de 1942. Perito en el concilio Vatica- no II y a'ufóir de varios libros, entre ellos P ara una te o ío g ía d e l trabajo (19557,7.a teología como acontecimiento en el siglo XIII (1927).

2 Dominico francés nacido en 1905; discípulo de Chenu en Le Saulchoir, de donde fue profesor de teología fundamental y eclesiología. Encausado por el Santo Oficio, marchó a Israel, a Jerusalén, y después a GranBretáña, a CambridgeTVuélto del exilio, fue acogido por el obispo de Estrasburgo, don­de enseñó teología en la universidad hasta 1968. Perito conciliar y autor de muchas obras de eclesiología -Verdaderas y fa lsas reformas en la Iglesia (1950), Jalones para una teología del laicado (1953) -y de ecumenismo-ZJi- versidad y comunión (1982), El Espíritu Santo 3 vol. (1979-80).

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estudios sobre Dante, santo Tomás, san Buenaventura, Duns Escoto figuran entre los más importantes en el cam­po de la investigación medieval. Fueron estas personas quienes me abrieron a la dimensión histórica.

EN LOVAINA

Vuelto a Lovaina en 1947, tuve presente, en mi ense­ñanza, la experiencia francesa y propuse un acercamiento a santo Tomás desde el punto de vista histórico.

Era responsable de todos los cursos en teología dogmá­tica. En cuatro años enseñaba de todo: desde la teología de la creación a la escatología. Durante diez años.

Me dediqué al estudio de la Escritura por mi cuenta. Estudié, sobre todo, al gran exégeta de Lovaina, Cerfaux. No conocía en absoluto a los exégetas alemanes, la Form- geschichte3, la Redaktiosngeschichte4.

Vuelvo un poco hacia atrás. Después de mi vuelta de París y tras un año de enseñanza, me nombraron maestro espiritual de los estudiantes. Era profesor de toda la dog­mática, tenía muchas horas de clase, era también confesor en un colegio, tenía la dirección espiritual de unos sesenta estudiantes, durante algún tiempo confesor de religiosas y por seis años confesor de presos. Un trabajo enorme. Fue­ron años bellísimos.

Me identifiqué con los estudiantes. Me encontraba a gusto con ellos. Los estudiantes, en aquel tiempo, eran

- 3 La Formgeschichte es el método usado, sobre todo, por los exégetas ale­manes. Se basa en el presupuesto de que los Evangelios están formados por pequeñas unidades sueltas preexistentes.

4 La Redaktiongeschichte es el método que trata de descubrir la concep­ción total de cada redactor (evangelista).

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una categoría separada totalmente de los profesores y de los superiores. Estando con ellos, llegué al punto de no te­ner contacto con los frailes. Vivía con ellos, comía con ellos, jugaba con ellos. Estaba convencido de la necesidad de reestructurar la vida de los estudiantes. Decía que la teo­logía debe servir para hacer algo. Era también redactor je­fe de la revista Tijdschrift voor Geestelijk Leven (Revista de vida espiritual). Me llovieron encima las críticas y tuve las primeras dificultades importantes. Tuve conflictos con mis superiores porque yo juzgaba desfasado aquel tipo de disciplina. Por suerte, el padre provincial me defendía. El consevadurismo era oprimente. Resistí los ataques de los conservadores durante más de diez años. Llevaba muy dentro mi relación con los estudiantes, una relación es­pontánea, sincera, serena.

En el capítulo provincial de la orden tuve una especie de reprimenda, una reprensión grave, tanto que el nuevo provincial, que venía del Congo, donde enseñaba teología, hubo de llevar el caso a Roma, donde el Maestro general, el P. Suárez, le escuchó. Comprendió la situación y dijo al provincial que suspendiese los cánones contra mí. Fue contra las Constituciones, que establecen que los cánones de un capítulo provincial deben ser cumplidos. Los cáno­nes permanecían, pero el Maestro general decidió sobre­seerlos. El padre provincial me pidió, con gran amabili­dad, que me hiciese más presente en la vida conventual, cosa que cumplí.

E N N IM EG A , H O L A N D A

El profesor G. Kreling, que enseñaba dogmática en la Universidad católica de Nimega, estaba cercano a la jubi­30

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lación y buscaba un sucesor. La facultad de teología pre­sentó mi candidatura a propuesta del célebre profesor Grossouw. El provincial de los dominicos se opuso: Le necesitamos como maestro de estudiantes. He formado a unos 150. Todavía me llaman Padre maestro o, simple­mente, Edward. Entonces, desde Nimega se envió una carta al Maestro general, el P. Brown, futuro cardenal, que respondió: Cuando un dominico tiene la ocasión de ser profesor de universidad, ese es su puesto.

Obligó al padre provincial a dejarme libre. Fui al pro­vincial y le dije que estaba dispuesto a ir a Nimega. Como provincial -me dijo- soy responsable de la provincia y us­ted, en mi opinión, es necesario aquí. Por eso me he opuesto. Pero, si por el bien de la orden es usted llamado a otro sitio, estoy contento de ello.

Fui nombrado profesor de dogmática y de historia de la teología de la Universidad católica de Nimega en 1957. Vine aquí, al Albertinum, en enero de 1958 y, tres sema­nas después, comencé mis cursos de teología. Era todo nuevo para mí. También la lengua. El flamenco y el ho­landés, aun siendo la misma lengua, tienen diferencias de pronunciación y de léxico. Son un poco como el inglés y el americano.

¿Cómo se encontró en el nuevo ambiente? Me parece que fue usted mismo quien dijo que le parecía haber vuel­to a la Edad Media.

Para mí se trató de una nueva inculturación. Después de la separación de Bélgica y Holanda (1839), los dos paí­ses aumentaron sus diversidades culturales y recorrieron un camino distinto. Tuve la impresión de que Holanda era

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más formalista, más rígida, calvinista. Pero, con todo, no me costó mucho ambientarme.

En aquellos años, la teología católica en Holanda era prácticamente nula, paupérrima. Yo venía de Bélgica, donde la filosofía y la teología habían alcanzado un alto nivel de cientificidad. Piénsese en la Universidad de Lo­vaina. La Universidad de Nimega tiene una historia re­ciente, desde junio de 1923.

Cuando comencé a enseñar, la Universidad tenía sólo dos mil estudiantes; ahora son dieciséis mil. Traía yo una teología progresista, en relación con la que se enseñaba aquí. Me esforzaba por no enseñar un cuerpo de doctrina, sino por analizar la historia para descubrir en ella la ac­ción salvadora de Dios y, con esta base, llegar al presente. El teólogo debe reflexionar sobre la situación actual, afrontar los problemas de hoy, de otro modo habla en el vacío. Lo he constatado en mis cursos y seminarios. Cuan­do la rebelión estudiantil, cada miércoles tenía un curso sobre las cuestiones más candentes.

Lo primero que hice fue comenzar la publicación de una nueva revista teológica, Tijdschrift voor Theologie (Revista de teología), de la que fui redactor jefe, que se contraponía a la revista Studia Catholica de la facultad. En el primer número se hacía un balance de la nueva teo­logía, tanto moral como exegética o dogmática. Era un programa para toda la facultad. En realidad, no podía de­cirse que fuera la nueva revista de toda la facultad, sino de un camino totalmente nuevo.

¿ Usted ha tenido siempre la pasión de escribir?

Sí; siendo aún un muchacho, en el colegio de los jesui-

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tas de Turnhout -como le decía- comencé a escribir. Des­pués, de estudiante, he escrito sobre teología y espirituali­dad. Publiqué enseguida algunos estudios de investiga­ción. Escribir para mí es como una segunda naturaleza. Me gusta.

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LOS TIEMPOS DEL CONCILIO2

En la Universidad de Lovaina se enseñaba una teología histórica. Desde el modernismo se huía de la teología es­peculativa, pues se la consideraba demasiado peligrosa. Se impulsaron, entonces, los estudios teológicos desde el punto de vista histórico, y salieron teólogos y exégetas de fama internacional.

En Holanda, en cambio, se enseñaba una teología de manual. Fui llamado aquí con motivo de mi grueso volu­men De sacraméntele heilseconomie (La economía sacra­mental de la salvación, con el subtítulo: Reflexión teológi­ca sobre el contenido de los sacramentos en santo Tomás a la luz de la tradición y de la problemática sacramental ac­tual, 1951).

Era mi tesis doctoral de Le Saulchoir. Un libro de 689 páginas, que analizaba los sacramentos desde el punto de vista histórico. El libro abría horizontes nuevos y aquí, en Nimega, en aquel momento, había mucha admiración por

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el libro. Un libro contra la magia sacramental, contra el ex opere operato5.

Como profesor joven, en Lovaina me dediqué a revisar la doctrina de los sacramentos desde el punto de vista fe- nomenológico. Todo el libro estaba inspirado en la feno­menología.

En Nimega retomé los cursos impartidos en Lovaina. Mi predecesor, el padre Kreling, gran dogmático de aquel tiempo, leía a santo Tomás de un modo original, pero au­ténticamente tomista, de escolástico puro, sin la dimensión histórica. Se leía a santo Tomás siguiendo a Cayetano, teó­logo de la reforma católica, y a los teólogos tomistas del siglo pasado. En este sentido, mi predecesor abrió la puer­ta a nuevos desarrollos en la lectura de santo Tomás.

Cuando llegué a Nimega, Kreling me dijo que comen­zase con el De Deo uno. Pero comencé con la escatología6. El no sabía nada de escatología. Absolutamente nada. Du­rante sus tres años de enseñanza no había hablado nunca de ella. Se puso furioso y nuestra relación se rompió. Era dominico, como yo. Vivió aún unos diez años, cada vez más aislado, en una pequeña parroquia dirigida por los do­minicos.

Comencé, pues, con la escatología, influenciado, en aquel momento, por los estudios del suizo J. L. Leuba -un autor protestante de Neuchátel- sobre la historia de la sal­vación.

5 Los sacramentos son de por sí eficaces en orden a producir la gracia.6 Eschata quiere decir últimos, novísimos. Todo lo que se refiere al senti­

do definitivo, más profundo y último de la vida humana se denomina escato­lógica. La escatología no sólo trata de las cosas post-terrenas, sino también de lo que se refiere al sentido definitivo de la vida, al tiempo final, en el sentido de tiempo de salvación.

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Y así comenzó mi reflexión sobre la historia de la sal­vación, concepto desconocido para los tomistas. Era, in­dudablemente, una renovación de largo alcance en Holan­da. Los estudiantes, aquellos que habían asistido a las cla­ses del padre Kreling, encontraron, al principio, cierta di­ficultad, pero los más jóvenes se entusiasmaron. Mi teolo­gía no podía considerarse escolástica1 o neo-escolástica. Hubo una ruptura entre los neo-escolásticos y mi presen­cia en la Universidad. Encontré un fuerte apoyo en aque­llos que, ya desde hacía tiempo, impulsaban en Holanda los estudios de psicología y sociología: las ciencias huma­nas, en una palabra. Para mí fue un reto. Comprendí la im­portancia de las ciencias humanas, porque la ciencia histó­rica como tal, que yo seguía, no es de suyo una ciencia humana. Los Países Bajos, en aquella fase de mi investi­gación, me estaban aportando mucho. Empezó, entonces, la influencia recíproca entre mi teología y los estudios de las ciencias humanas; una influencia que aportó una nueva dimensión a mi investigación teológica.

Los dominicos tenían la revista De Bazuin (La Trom­ba), muy abierta, en contraste con las opciones de la or­den. Hubo conflictos, tensiones, pero no ruptura; de he­cho, con el paso del tiempo, las ideas de De Bazuin llega­ron a ser patrimonio de la mayor parte de los católicos ho­

7 Propiamente, la filosofía cristiana del medievo. El escolástico, en los primeros siglos del medievo, era el maestro de artes liberales y, después, el docente de filosofía o teología, que tenía sus lecciones primero en la escuela del claustro o de la catedral, después en la universidad. El escolástico, no fiándose de las solas fuerzas de la razón, apelaba a la Sagrada Escritura y a la tradición. En el s. XIX, los papas propugnaron un retorno a la escolástica (neo-escolástica) para recuperar, en el marco de la problemática moderna y contemporánea, las tradiciones del pensamiento teológico y filosófico del me­dievo.

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landeses. De Bazuin se comprometió a fondo en la prepa­ración del concilio.

Pero las exigencias de aquel tiempo se abrían camino y urgían una reflexión. También la facultad de teología ne­cesitaba una reforma seria. Entonces asistían a ella sola­mente los que querían licenciarse en dos años. Después del concilio comenzaron a asistir también los que querían completar todos los estudios teológicos.

Eran los tiempos en que enseñaba, entre otros, el famo­so dogmático jesuita Piet Schoonenberg8. Así se empezó a hablar de la escuela de Nimega. Las ciencias humanas en­traban a formar parte de la reflexión teológica.

A menudo se dice que el Vaticano II trajo la renovación de la teología. No es del todo exacto. El Vaticano II supuso una especie de confirmación de cuanto habían hecho los teó­logos antes del concilio: Rahner9, Chenu, Congar y otros.

Se trataba de una renovación teológica fuera de los cau­ces de la neo-escolástica. Rahner no es un escolástico, es un autor clásico, como también lo es Schoonenberg. La teolo­gía neo-escolástica fue abandonada ya antes del concilio.~, Por tanto, el concilio no fue, de hecho, el punto de par­tida de una nueva teología, sino solamente el sello de lo que algunos autores ya habían hecho antes; teólogos que habían sido condenados, apartados de la enseñanza, envia­dos al exilio, y cuya teología triunfó en el concilio. Por eso hubo después una reacción por parte de los teólogos

8 Holandés, autor de Un Dios de los hombres (1969) y de La aventura de la cristología (1971): una audaz reinterpretación de la fórmula del concilio de Calcedonia sobre la divinidad y la humanidad de Jesucristo.

9 Jesuita alemán (1904-1984), uno de los máximos teólogos del siglo, suspendido de la enseñanza, rehabilitado y perito del concilio, autor de nume­rosas obras.

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tomistas y neo-escolásticos, que en el concilio no tuvieron influencia. Ya al final del concilio se podía prever una es­pecie de restauración, pues no se estaba, en absoluto, en condiciones para admitir la renovación de la teología. Así que, inmediatamente después del concilio, se desarrolló una corriente muy fuerte contra los teólogos, que se convirtie­ron en blanco de sospechas y calumnias. Es una constata­ción histórica.

R EC O R D A N D O FT V A T IC A N O II

Ahora puedo decir libremente y con toda franqueza lo que pienso del Vaticano II. El concilio fue un compromi­so. Por una parte, fue un concilio liberal, que consagró los nuevos valores modernos de la democracia, de la toleran­cia, de la libertad. Todas las grandes ideas de la revolu­ción americana y francesa, combatidas por generaciones de papas; todos los valores democráticos fueron aceptados por el concilio. Por otra, el concilio no pudo dar una res­puesta a los síntomas de cambio que ya se advertían. Es la ironía de la historia. Un concilio que se abría a la historia, al mundo, a la sociedad, se veía, inmediatamente después, superado por las nuevas ideas.

A mí el concilio no me aportó grandes novedades. Hizo alguna alusión a nuestra teología, confirmándonos en nues­tra investigación teológica. Nos sentimos libres como teó­logos y liberados de sospechas, del espíritu de inquisición y de condena. Pesaba sobre nosotros el espíritu de la Hu-' mani generis'0 (1950), la encíclica de Pío XII que conde­

10 La encíclica sometía a crítica “las nuevas tendencias que sacudían a las ciencias sagradas”, sobre todo por obra de la Nouvelle Théologie (Nueva teo­logía), un movimiento teológico francés del período inmediatamente posterior

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nó a Le Saulchoir y la Fourviére: las escuelas de los domi­nicos y de los jesuitas.

Todos nosotros eramos sospechosos antes del concilio y el concilio nos liberó. Los obispos, en su actividad pas­toral, eran abiertos, pero su teología se había quedado vieja. Había, en aquel momento, una fractura entre la teo­logía escolástica y la práctica pastoral.

PRIM ER AS E SC A R A M U Z A S

A principios de 1961 apareció una carta pastoral, con fecha del 24 de diciembre de 1960, firmada por todos los obispos holandeses. El papa Juan XXIII había anunciado el concilio. Los siete obispos holandeses se declaraban a favor de la renovación de la fe y de la Iglesia. Al final del documento, el episcopado expresaba su reconocimiento a los colaboradores: «Damos las gracias al prof. E. Schille­beeckx o.p. de la Universidad de Nimega y a la Comisión para el apostolado por los preciosos servicios que nos han prestado en la redacción del texto de esta carta». Con ra­zón los funcionarios del Santo Oficio me consideraron el verdadero redactor de la carta. La había escrito yo de la a a la zeta. La carta suscitó un verdadero pandemonio, in­cluso fuera de Holanda, y fue traducida a varias lenguas. Desde entonces, el Santo Oficio comenzó a ocuparse de mí.

a la segunda guerra mundial. La teología era replanteada a la luz de la Biblia y de la patrística, para responder a las nuevas exigencias filosóficas y cultura­les.

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EL CENTRALISMO ROMANO

En la primera sesión del concilio (12 de octubre-9 de diciembre de 1962), por mis muchos contactos con los obispos comprendí que existían profundos resentimientos contra la curia romana, incluso por parte de los obispos conservadores. Los obispos de las misiones, sobre todo, tenían mucho que decir. Manifestaban abiertos sentimien­tos anticuriales los cardenales Frings, de Colonia; Liénart, de Lille; Kóning, de Viena... Muchos obispos no querían tanto un nuevo planteamiento de la teología, cuanto elimi­nar el poder de la curia en cuanto tal, que se colocaba por encima de los obispos. Ni hecho a posta, la Santa Sede, en aquel momento, nombró obispos a todos los secretarios de las comisiones conciliares y a un buen número de curiales. La curia se fortaleció aún más con estos nombramientos.

Puedo confirmar, con la distancia de los años, que los obispos tenían a la curia entre ceja y ceja, y que esta, por otra parte, no comprendía nada de cuanto estaba sucedien­do en la Iglesia y en el mundo. Hubo una gran alegría cuan­do el papa Juan, a petición de muchos obispos, dio un giro al concilio, rechazando el esquema sobre la Revelación.

Todos los esquemas del concilio son un compromiso. Se lo dije a mons. Philips, de Lovaina, gran teólogo, sena­dor belga, hábil diplomático: Después del concilio tendre­mos muchas dificultades por la poca claridad de los do­cumentos conciliares. No era de mi opinión. Pero después del concilio se verificó lo que yo temía. Philips volvió a Lovaina y la curia, poco a poco, recuperó su poder. Ahora parece que sea sólo el cardenal Ratzinger11 el único auto­

11 Alemán, nacido en 1927. Profesor de dogmática, arzobispo de Munich desde 1977 a 1981, cardenal en 1977, prefecto de la Congregación para la

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rizado para interpretar auténticamente el concilio. Esto va contra toda la tradición. En este sentido reafirmo que se está traicionando el espíritu del concilio.

El centralismo romano, sobre todo en la primera se­sión, estaba en boca de todos los obispos, que no podían ya soportarlo. Era urgente y necesario eliminarlo. Con la idea de la colegialidad se pensaba que el centralismo ten­dría los días contados, pero el 16 de noviembre de 1964 apareció aquella famosa Nota explicativa previa, que ex­plícitamente afirmaba que el papa puede hacer solo algu­nos actos que no competen en absoluto a los obispos, co­mo convocar y dirigir el colegio, aprobar las normas de acción, etc. Además, el sumo pontífice, como pastor su­premo de la Iglesia, puede ejercer la propia postestad en todo momento a su discreción, tal como lo requiere su mismo oficio.

Esto frenará la renovación posconciliar.¿Qué recuerdo de aquel período? ¡Oh, sí!, el famoso

discurso de apertura de Juan XXIII, el 11 de octubre de 1962. ¡Qué respiro! El papa decía, entre otras cosas, que una cosa es la substancia de la antigua doctrina del depósi­to de la fe y otra cosa es la formulación de su presentación.

En Holanda, antes del concilio, nos habíamos reunido para proponer algunas cuestiones que enviar a Roma. Por ejemplo: el restablecimiento del diaconado. No se dijo na­da de la colegialidad, poco sobre la renovación del matri­monio. A decir verdad no fue una gran discusión precon- ciliar.

El discurso del papa Juan abrió horizontes también en

doctrina de la fe (1981), presidente de la Comisión bíblica y de la Comisión teológica internacional.

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Holanda. Se empezó a revalorizar al papa, que con el sí­nodo de Roma (enero de 1960) -una auténtica farsa- había perdido mucho prestigio. Se temía que el concilio tuviese el mismo fin. El discurso de apertura -verdaderamente profético- trajo un gran deseo de abrirse al Espíritu. Se co­menzó a pensar que no sería como el sínodo de Roma, si­no algo realmente nuevo.

Estas son las tres grandes novedades del concilio: la aportación de los teólogos anteriormente condenados; el anticurialismo de los obispos venidos a Roma; el discurso de apertura de Juan XXIII. Tres factores de enorme inte­rés, que nos trajeron a todos la esperanza de que algo se movería, de verdad, en la Iglesia. Pero, a decir verdad, no estábamos muy seguros de ello.

En el mes de noviembre de 1962, cuando se debía deci­dir sobre el aparcamiento o no del esquema sobre la Reve­lación, el papa intervino para sacar al concilio de un calle­jón sin salida. En efecto, los opuestos al esquema no habían logrado la mayoría de dos tercios, por lo que se debía con­tinuar el examen del esquema. Juan XXIII tomó la deci­sión de interrumpir la discusión, modificar su contenido y encargar de ello a una comisión especial con algunos car­denales, miembros de la Comisión teológica y miembros del Secretariado para la unidad de los cristianos. Fue una decisión muy importante, un giro que influiría sobre todos los trabajos conciliares. Juan XXIII realizó un gesto que pasaría a la historia. Era un valiente. El cardenal Alfrink12 era miembro de la presidencia y me contaba lo que se co­cía entre bastidores. Como, por ejemplo, aquella vez que

12 Cardenal holandés (1900-1987), famoso arzobispo de Utrecht, miem­bro de la comisión central del concilio y valedor del Nuevo catecismo holan­dés.

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me dijo: «Mañana por la mañana, a las nueve, habrá una noticia sensacional: el esquema será rehecho por una nue­va comisión, pero es necesario no divulgar la noticia».

Nosotros, los holandeses, nos reuníamos todas las tar­des una media hora con la prensa para hacer un balance de la situación. Alfrink estaba contentísimo. De vuelta a mi habitación, oí que, desde el teléfono del pasillo, el obispo de Hertogenbosh, Bekkers, estaba dando la noticia a la prensa holandesa. Tanta era su felicidad. Le dije: «Exce­lencia, ¿qué está haciendo?». Era la primera vez que me tomaba la libertad de reprender al obispo de mi diócesis. Me respondió asombrado: «Alfrink nos ha pedido que nos callemos, pero esto no significa que no se pueda comuni­car la alegría». Bekkers era así. Pero fue el comienzo de la ruptura entre Alfrink y Bekkers. Al final del concilio ya no se hablaban. No entendí nunca el verdadero motivo de la ruptura. Quizá una especie de relación de odio-amor por parte de Alfrink. Ciertamente, Bekkers, en su ingenui­dad, cometió algún error, pero Alfrink -me disgusta decir esto- no le perdonaba su modo de hacer las cosas. Puedo entender la reacción de Alfrink, pero era exagerada. Cuan­do Bekkers, enfermo de cáncer, fue ingresado en el hospi­tal, Alfrink fue a verlo y hubo una cierta reconciliación. El hecho nos producía un gran dolor. En la segunda sesión no se sabía aún nada de su enfermedad. Pero Bekkers no era el mismo. Lloraba a menudo y por nada. Tenía fortísi- mos dolores de cabeza.

AJ-FRINK Y PABLO VI

Entre Pablo VI y Alfrink existía una relación muy cor­dial. Ya en la primera sesión del concilio, cuando Montini

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era aún arzobispo de Milán, Alfrink fue invitado a dar una conferencia en Milán y todos conocían la amistad entre ellos. Alfrink, lo sé directamente, tenía gran admiración por Pablo VI; más que por Juan XXIII. Eran dos intelec­tuales abstractos, pero atentos a los problemas del mundo y de la Iglesia. Extremadamente sensibles, externamente serenos, casi fríos, pero interiormente en ebullición. De vez en cuando, ese intelectualismo le jugaba a Alfrink al­guna mala pasada. Como la vez en que trató mal a mons. Bekkers, que era de pueblo y le encantaba pasar algunos días en la granja de su casa, rodeado de animales. Le gus­taban, sobre todo, los caballos. Alfrink fue a verlo. Estaba yo también. «Ha elegido usted un caballo muy inteligen­te», le dijo Alfrink con sutil ironía. Bekkers lo entendió y le sentó mal, pues sabía que no era un intelectual y que así era considerado.

Tengo algunas críticas respecto a Alfrink. Tenía miedo de Pablo VI, un miedo tal que no se atrevía a pedirle ser recibido en audiencia. En aquel momento era necesario que los dos hablasen sobre la situación de nuestra Iglesia holandesa. No alcanzo todavía a comprender por qué Al­frink tenía miedo de Pablo VI. Quizá porque provenía de un pequeño pueblo de rigor calvinista, y él era un poco calvinista. El rector del colegio holandés le decía: «Es ne­cesario que usted vea al papa y le explique nuestra situa­ción». También yo le decía a menudo: «Eminencia, debe hablar con el papa de este o de aquel problema». Pero él no me hacía caso. Yo le decía que fuese a ver al cardenal Ottaviani13.

13 Cardenal romano, prefecto del Santo Oficio, conocido por su rigidez. Se opuso denodadamente a la Nueva Teología francesa.

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Cuando, por fin, tuvo una audiencia con el papa, estuvo contento. Después del concilio fue llamado a Roma para aclarar la postura sobre la cuestión de la catolicidad de la Universidad de Nimega. Yo era el presidente de la comi­sión universitaria y defendí la opción aperturista de la Universidad. El Prefecto de la Congregación romana para la educación católica (seminarios y universidades) era el cardenal Garrone14. El profesor van der Ploeg, un domini­co que vive en Nimega, pero que no tiene relaciones con el convento, me había denunciado a Roma. Había traduci­do en un pésimo francés el informe de la Comisión y se lo había enviado a Garrone, por lo que tuve que ir a Roma para aclarar la posición de la Universidad.

Alfrink, entre tanto, había sido llamado a Roma por Se- per15, prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe. Estaba en cuestión el matrimonio del profesor Gros- souw, el gran exégeta, que había escrito muchos libros, uno de los artífices de la apertura de la Iglesia en Holanda. Un escritor de espiritualidad bíblica, leído por miles de personas, que se había enamorado y quería casarse. Ya ha­bía sido fijado el día de la boda. Cuatro días antes, Alfrink recibió un telegrama del cardenal Seper. Se obligaba a Grossouw a dimitir como profesor de la Universidad de Nimega. Alfrink me mandó llamar y me habló del caso. Le dije: «Eminencia, todo está dispuesto para la boda». Alfrink no habló con Grossouw. En el telegrama se decía, explícitamente, que era condición sine qua non, para la

14 Ex arzobispo de Toulouse, nacido en 1901. Miembro de la comisión doctrinal en el concilio. En 1966 fue nombrado por Pablo VI pro-prefecto de la congregación de seminarios y universidades.

15 Ex arzobispo de Zagreb, figura relevante en el Vaticano II. Sucedió al cardenal Ottaviani como prefecto del ex Santo Oficio.

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validez del matrimonio, la renuncia de Grossouw a la en­señanza. Le dije a Alfrink que Roma no podía poner tal condición para la validez porque la ley natural prevalece sobre la disposición eclesiástica. Alfrink fue de la misma opinión y no le dijo nada a Grossouw, que se casó en un clima de gran devoción y recogimiento. Fue a poner flores en el altar de la Virgen. Grossouw no sabía nada del tele­grama. Más tarde se lo conté.

En Roma, a la puerta del colegio holandés, me encon­tré con Alfrink, que venía de una entrevista con Seper. Es­taba todo sonriente. Me contó el encuentro y me refirió las palabras de Seper: «Eminencia, como pastor yo habría he­cho lo que usted». Alfrink era como un muchacho con problemas. Vivía en un estado de continua ansiedad.

¿Tiene usted algún recuerdo especial dfPablo VIZ

En 1971 ó en el 72, en el Consejo pastoral nacional ho­landés, la mayoría defendía la separación sacerdocio-celi­bato. El Consejo en cuanto tal pedía explícitamente que Roma tomase en consideración el celibato opcional. Fue el comienzo del fuerte litigio entre la Santa Sede y Holan­da, mucho más que aquella famosa carta de 1960 de los obispos holandeses sobre El sentido del concilio. El secre­tario de estado, Villot16, defendió a Alfrink y le dijo al pa­pa que no tomase ninguna disposición. Alfrink fue a ver al papa y le explicó la petición del Consejo sobre el celibato opcional. El papa le dijo: «Yo soy de la opinión de que el celibato sea opcional, pero no quiero pasar a la historia

16 Ex arzobispo de Lión. Uno de los cinco subsecretarios del concilio. Fue llevado a Roma por Pablo VI.

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como el papa que abolió el celibato obligatorio». Lo dijo explícitamente.

Escribí el libro El celibato ministerial (1965) cuan­do supe por Alfrink lo que había dicho Pablo VI. Lo hice con la finalidad de preparar a los católicos holandeses para la separación entre ordenación sacerdotal y celibato. Esa era mi intención: preparar al pueblo para el celibato opcio­nal. Los más progresistas me atacaron porque el libro era poco fuerte. Yo estaba convencido -y lo estoy todavía para otras cuestiones- de que, si el pueblo no está preparado, se comete un gran error y se hace mal al introducir noveda­des que pueden hacer daño, antes que hacer progresar la vida de la Iglesia. Por ejemplo, la ordenación de mujeres. El pueblo debe ser informado, instruido, hecho partícipe de la cuestión, de otro modo se hace daño. Alfrink, por lo que toca al libro sobre el celibato, estaba totalmente de acuerdo.

-AUDIENCIA CON PABLO VI

Antes de terminar el concilio, Alfrink pidió al papa una audiencia para mí. Le dijo que él había pedido en dos oca­siones que yo fuese nombrado perito oficial del concilio, sin éxito. Pablo VI le dijo a Alfrink que deseaba verme. No sabía que el cardenal Ottaviani se había opuesto siem­pre a mi nombramiento como perito oficial. Me comuni­caron la audiencia con el papa. Fui a verle el 4 de diciem­bre de 1965. Estuve con él poco más de media hora. No logré decirle casi nada. Intentaba hablarle, pero él me in­terrumpía enseguida y bruscamente. Hablaba perfecta­mente en francés. Quería decirle algo, pero no me lo per­mitía. ¡Fue algo penoso! Más tarde le dije a Alfrink que la

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audiencia había sido una desilusión. El papa me dijo: «Es­toy verdaderamente contento de lo que usted ha dicho en la conferencia sobre la eucaristía, en la Domus Mariae». Yo defendía entonces la transignificación. Acababa de aparecer la encíclica Mysterium fidei (septiembre de 1965) y comencé la conferencia alabando la encíclica. Dije que estaba contra la transignificación entendida como puro simbolismo, y que la transubstanciación17 es una transig- nificación en sentido ontológico18. El papa me dijo« «Me han dicho que ya es usted uno de los'nuestros». No entendí el sentido de sus palabras. Tuve la sensación de no haber sido claro. ¿Por qué sería ahora «uno de los nuestros»? Yo soy de la Iglesia. ¿Quienes son estos «nuestros»?

Tenía, por supuesto, observaciones que hacer sobre la encíclica, pero las expuse blandamente. Tenía observacio­nes sobre la transignificación como puro simbolismo. Para mí se trata de una transignificación ontolóqica. que es al­go totalmente distinto a una transignificación física. Algu­no intentó explicarme la expresión usada por Pablo VI, en

Cl7 Transubstanciación: tfgnsformación o conversión del pan en el cuerpo y del vino en la sangre. La “transignificación” es una transformación radical del sentido final de lo que es el pan después de la consagración. Antes de la consagración el pan es un alimento para el cuerpo, mientras que tras la consa­gración el pan es totalmente alimento espiritual.

^ “Transfinalizacióü^el pan es un alimento espiritual, pero la finalidad del pan consagrado p.s nn alimento espiritual, don de Cristo salvador.

^^Tránsignificacióp)’ y “ transfinalización” son conceptos más cercanos a la mentalidad moderna. Con estos nuevos términos, Schillebeeckx pretende cap­tar mejor el sentido antropológico de la presencia eucarística por la relación que ella tiene con el creyente y con la Iglesia.

Con la consagración cambia la finalidad profunda del pan.18 Después de la consagración, la “realidad” del pan es algo distinto, pre­

cisamente el cuerpo de Cristo.

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el sentido de que el papa no era contrario a mis ideas so­bre la eucaristía.

De todos modos, para mí era una expresión poco feliz.Me animó a continuar la investigación, se mostró con­

tento de las conferencias. Yo quería defenderme de cuanto se andaba diciendo sobre mi teología, pero no me lo per­mitió. Al final de la audiencia sacó de una caja un rosario: «Lléveselo a su padre». ¿Y para mi madre? Me dio otro. Llamó después al secretario, que hizo entrar al fotógrafo.Y la audiencia terminó.

En la puerta encontré al abad benedictino inglés Hume, que llegaría a ser arzobispo de Westminster. Me dijo: «Pa­dre Schillebeeckx, adelante, siga así».

LOS DOCUMENTOS CONCILIARES: UN COMPROMISO

Repito lo que, en parte, ya he dicho: el concilio afirmó los valores liberales, modernos, que la Iglesia había com­batido en el pasado. El concilio hizo propios estos valores: el respeto a la libertad de conciencia, de religión, la tole­rancia. Valores de la modernidad como tal, que la Iglesia combatió hasta Pío XII. El concilio aceptó todo esto. En este sentido se trató de un concilio que hizo propios algu­nos valores de la modernidad. Se puede definir como un concilio moderno liberal. Ciertamente, no hizo la crítica de la sociedad, como hicieron después los movimientos estudiantiles del 68. Es verdad que la constitución conci­liar Gaudium et spes (La Iglesia en el mundo contemporá­neo; 7 de diciembre de 1965) es un poco demasiado opti­mista, pero con todo derecho, porque parte del principio de que el Espíritu actúa por doquier. En realidad, los años sesenta eran años llenos de esperanza. Después vendría la

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contestación social. Es una especie de ironía: el concilio, por una parte, hace propios los valores liberales; por otra, es inmediatamente superado por los movimientos críticos con la sociedad moderna. Un concilio moderno, por tanto, en el sentido de que aceptaba los valores modernos, pero en un momento en que ya asomaba la postmodernidad. Ya comenzaba la crisis de los valores liberales y se abrían ca­mino las exigencias de solidaridad. Estaba ya presente la reflexión sobre la Iglesia de los pobres, pero no tuvo una influencia dominante en los textos conciliares. Los diver­sos mensajes finales del concilio (diciembre de 1965) de­jan entrever que se entraba ya en otro camino. Pero los textos conciliares son fruto de compromisos. Gutierrez19 mismo, el padre de la teología de la liberación, me decía haberse inspirado más en los mensajes conciliares, para iniciar su teología, que en los textos conciliares mismos.

HOLANDA EN CONCILIO

Usted me pregunta qué recuerdo tengo del discutido Consejo pastoral holandés, llamado por algunos «conci­lio» o «sínodo». Fue idea de mons. de Vet, obispo de Bre- da, el que se podía tener en Holanda una especie de conci­lio para retomar todos los temas del Vaticano II. El carde­nal Alfrink aceptó. Yo lo animé. Después de algún tiempo se empezó a preparar el Consejo pastoral. Se constituye­ron una docena de comisiones. La crítica que se hizo al Consejo pastoral fue que se trató de un Consejo hecho por

19 Teólogo peruano, autor de la Teología de la liberación (1971), primer tratado sistemático de esta teología. Autor de publicaciones atentas a la reali­dad de América Latina.

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intelectuales, profesores de Universidad, hombres de cien­cia, gente culta y de prestigio, comprometida en la direc­ción de los movimientos eclesiales, sociales y empresaria­les. El Consejo se preparó de una forma bastante seria y minuciosa. Se tuvieron varios encuentros y asambleas y, al final, las doce comisiones presentaron sus informes. Obviamente, muy abiertos. Se trataba de una nueva puesta al día con respecto al Vaticano II. Cada comisión hacía re­ferencia al Vaticano II, pero se fue más allá en todos los campos. La comisión sobre la fe, por ejemplo, fue mucho más allá que la del concilio. Y también la comisión sobre los ministerios. Estaban todos los grandes teólogos: dog­máticos, exégetas, moralistas. Se trataba de un sínodo, pe­ro, como la palabra daba miedo, se llamó Consejo pastoral de ios Países Bajos.

Roma no lo vio bien desde el principio, porque no ha­bía distinción entre jerarquía y laicado. En Bélgica, des­pués del concilio, se tuvo también una especie de Consejo pastoral, pero no se cargó la mano sobre la separación y Roma quedó satisfecha. Pero Holanda no es tierra de com­ponendas.

El Consejo tuvo un enorme éxito. Cada sesión duraba varias semanas, y se discutieron los distintos informes hasta 1972. Se avanzaba cada vez más hacia una apertura que molestaba a Roma. Salía continuamente el problema del ministerio y, consecuentemente, el problema del celi­bato. En el Consejo había conservadores, aunque pocos, que atacaban continuamente los informes de las comisio­nes con gran dureza. Llegaron hasta el punto de denunciar a varias personas a Roma, y así fue aumentando la des­confianza respecto a la Santa Sede.

Es verdad que, dentro del Consejo pastoral, hubo ata­

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ques por parte de gente sencilla, de obreros, por ejemplo, que eran sólo tres o cuatro. Manifestaron abiertamente su desacuerdo y esto impresionó mucho. Ciertamente, en Holanda no se tuvo en consideración a la clase obrera, que no es como en Bélgica, donde es muy fuerte en el interior de la Iglesia, aunque muchos obreros la abandonaron du­rante la industrialización. Valonia se apartó de la Iglesia; Flandes menos. En Holanda, en cambio, la clase obrera no abandonó la Iglesia y no se la tuvo en cuenta en el Conse­jo pastoral, donde no tuvo peso. La gente de la calle no es­taba representada. La olvidaron. Hubo dos encuentros li­bres en los que tomaron parte obreros, estudiantes, jóve­nes, gente sencilla, que pudieron hablar libremente.

Hubo testimonios de gran efecto, conmovedores. En las comisiones se integraron otros elementos. Con Roma había tal enfrentamiento que en 1972 se clausuró el Consejo20 con cierta satisfacción porque, a pesar de la oposición de Roma, nos sentíamos un pueblo compacto, después de es­cuchar a la gente de la calle.

El Consejo hizo suyos los distintos informes y en las parroquias se siguió discutiendo y profundizando. Las conclusiones carecían de la aprobación de la Santa Sede, pero a esto no se le dio gran importancia.

LA SANJAJSEDE-¥-4íQLANDA EN LA TORMENTA: EL CATE­CISMO HOLANDÉS

Hubo también el asunto del catecismo. Roma impuso

20 El Consejo pastoral holandés, en realidad, siguió cansadamente des­pués de 1972. Tras la clausura de la tercera asamblea (6 de enero de 1984), fue obligado a modificar su Estatuto. Desde entonces fue convocado por los obispos y siguió un orden del día dispuesto por la jerarquía.

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correcciones, pero Alfrink lo defendió. En Holanda el su­plemento con las correcciones no fue tomado nunca en consideración, ni siquiera se vendió.

Llegados a este punto, interrumpimos la conversación e incluimos un apartado sobre el asunto del catecismo ho­landés, que tanto dio que hablar.

El 1 de marzo de 1966, en Utrech, el arzobispo carde­nal Bernard Alfrink daba el imprimatur al De Nieuwe Ka- techismus. Geloofsverkondiging voor volwassenen (El nuevo catecismo. Anuncio de la fe a los adultos). Escribían los obispos en la introducción: «Pero no entendamos mal la expresión “nuevo”. No quiere decir que hayan cambiado algunos puntos de la fe, mientras todo lo demás habría quedado como antes. De ser así, hubiera bastado modifi­car algunas páginas del catecismo anterior. Pero no es así. Es exactamente al revés. Todo el mensaje, la fe en su tota­lidad sigue siendo la misma, y sin embargo es nueva la manera de acercarnos a ella, es nuevo el aspecto del con­junto. Todo lo vivo permanece igual a sí mismo y se re­nueva. El mensaje de Cristo es algo vivo. Por eso, este Ca­tecismo para adultos se esfuerza por anunciar la fe impe­recedera en una forma moderna».

El libro -más de seis años de trabajo- era, sin duda, sin­gular. Su estilo fascinante, su lenguaje moderno lo impu­sieron a la atención de la gente tanto en los Países Bajos como fuera de ellos, provocando, por una parte, una ola de entusiasmo, y, por otra, desconcierto y peticiones de precisiones. Hasta tal punto que la Santa Sede no pudo se­guir callada. Hubo un encuentro entre tres teólogos nom­

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brados por Roma y otros tres elegidos por el episcopado holandés. Discutieron juntos desde el 8 al 10 de abril de 1967. El Vaticano pidió que se introdujesen en el catecis­mo precisiones bien meditadas. Los holandeses se nega­ron. Pablo VI quería que se efectuaran algunos cambios; por ejemplo, sobre la concepción virginal de Jesucristo, sobre la doctrina de la existencia de los ángeles, sobre el carácter sacrificial de la redención de Cristo. Una comi­sión de cardenales (Frings, de Colonia; Lefebvre, de Bour- ges; Jaeger, de Paderborn; Florit, de Florencia) fue la en­cargada de examinar el texto.

Los cardenales se reunieron los días 27 y 28 de junio de 1967, con la participación de teólogos que sabían ho­landés. Decidieron que, antes de proceder a la publicación de nuevas ediciones y traducciones, el Catecismo holan­dés debía ser diligentemente revisado y corregido.

Se constituyó una segunda comisión de teólogos perte­necientes a siete naciones, a los que se asignó la tarea de examinar el texto y emitir su parecer. Los cardenales, to­mada cuenta de las observaciones de los teólogos, en la reunión de los días 12-14 de diciembre de 1967, dieron a conocer las modificaciones que debían introducirse y dis­pusieron que lo hiciese por una comisión restringida, com­puesta por dos teólogos del episcopado holandés y otros dos elegidos por la comisión cardenalicia. Estos terminaron el trabajo en febrero de 1968; lo sometieron a la Santa Se­de, a la comisión de cardenales y al episcopado holandés.

Entre tanto, el Catecismo holandés fue publicado, sin la aprobación del episcopado holandés y sin ninguna correc­ción, primero en inglés y después en alemán y en francés. La edición italiana, con la Declaración de la comisión

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cardenalicia y el Suplemento al Nuevo Catecismo, recibía el imprimatur del arzobispo de Turín, cardenal Michele Pellegrino, el 31 de mayo de 1969.

Volvamos a Schillebeeckx, que lo comenta así:

Ante todo hay que tener en cuenta que el catecismo fue concebido y redactado antes del concilio Vaticano II. Fue publicado después, en 1966, pero las ideas de fondo son preconciliares. No están, pues, todas las innovaciones apor­tadas por el concilio. En aquel momento, cuando las dis­cusiones eran bastante fuertes, el cardenal Alfrink me pi­dió que examinara atentamente el texto, obra admirable del equipo de jesuitas de Nimega bajo la dirección del pa­dre van Hemert. Lo leí entero y pedí que se cambiase so­lamente una fórmula que se repetía unas veinte veces: que Jesús era una persona humana, dando la impresión de que no era Dios.

La corrección fue aceptada. En esto consistió toda mi aportación. Dicho ya que se trata de un catecismo precon- ciliar, lo encuentro demasiado individualista. Le falta la dimensión político-social. Es un texto muy pío. Con esto no quiero quitarle nada de su belleza, que destaca en todo el libro. Es un libro que tiene una fecha concreta y se re­siente de la atmósfera de aquellos años, los sesenta.

HOLANDA SE DIVIDE: LOS NUEVOS OBISPOS

El Consejo pastoral fue, indudablemente, un aconteci­miento importante para Holanda. Se fue más allá del Vati­cano II, y estalló la reacción. Mons. Simonis, por ejemplo, se opuso a él con todas sus fuerzas. Siendo aún estudiante

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en Roma, en tiempos del concilio, estaba en contra del Va­ticano II y de los obispos holandeses. Después del Vatica­no II se hicieron en Holanda algunos nombramientos de obispos contrarios a la apertura conciliar. Simonis y Gij- sen fueron nombrados, respectivamente, obispos de Rot­terdam y Roermond, en el momento de la tormenta del Consejo pastoral, para hacer frente a las nuevas ideas y romper la unidad interna de la conferencia episcopal. Se proponían la restauración, y aprovechaban cualquier oca­sión para criticar al Consejo pastoral. Poco a poco, tam­bién otros obispos, bajo la presión de Roma, hicieron caer el silencio sobre el Consejo; pero en las parroquias se ac­tuaba como antes. La ruptura con Roma era cada vez más clara. Sacerdotes y fieles no entendían ya a sus obispos, y la fosa se ensanchaba cada día más. No solamente, pues, la fricción con Roma, sino, sobre todo, la desunión en el interior de la Iglesia holandesa. Es el drama de este mo­mento.

Por las dificultades con Roma el pueblo no sufrió mu­cho, pero por las fricciones dentro de la comunidad ecle­sial, está aún sufriendo bastante. Entre obispos y fieles continúa sin haber diálogo. Es el desastre provocado por nombramientos discutibles.

Yo no estoy en contra de los obispos conservadores, pero se han nombrado algunos obispos21 que no tienen la inteligencia necesaria para comprender la historia. Se pue­

21 En 1982 fueron nombrados cuatro obispos auxiliares: de Kok y Niéu- haus para Utrech, Casterman para Roermond, Bar para Rotterdam. En 1983 Simonis pasó a Utrech y Bomers fue nombrado para Haarlem. En 1985 Ter Schure sucedió a Bluyssen en Hertogenbosch. Muchos católicos, sacerdotes y laicos, se sintieron heridos y atacaron a la Santa Sede por el ejercicio autorita­rio del poder.

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de ser conservador, pero conservador inteligente a nivel pastoral. Simonis, antes de ser nombrado obispo, era muy buen pastor; pero ahora, como obispo, para él ya no cuen­ta la pastoral sino el principio: la obediencia a Roma. Y de una forma poco inteligente, por cierto. Algunos obispos dicen cosas increíbles sobre la fe, Jesucristo, la sexuali­dad, la mujer.

Muchos intelectuales, en su momento líderes de movi­mientos, han abandonado la Iglesia. Una pérdida que está pesando mucho en la vida eclesial. Muchos se han vuelto indiferentes. La Iglesia ya no interesa. El resultado de es­tos nombramientos es una profunda tristeza general. No es, ciertamente, una situación normal. Continúa la lucha entre los curas de las parroquias y sus obispos. Hay mu­cha tensión en algunas parroquias: pro Roma, contra Ro­ma; pro Simonis, contra Simonis; pro Gijsen, contra Gij- sen; pro Bomers, contra Bomers. Roma, la Santa Sede es para los católicos holandeses la curia romana, burocrática y oprimente. Antes del concilio, los católicos de Holanda estaban vinculadísimos a Roma y al papa; ahora todo ha cambiado. Del papismo preconciliar se ha pasado a los ataques, a la indiferencia, al silencio. Es una situación tris­te y anormal.

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LOS PROCESOS3

PRIMER PROCESO SOBRE ALGUNOS ENSAYOS TEOLÓGI­COS (1968)

Yo no sabía nada de que estaba en curso un proceso contra mí. Me lo dijo Rahner, que me pidió ir a verme, «pero no al convento, porque uno de sus hermanos domi- nicos lo ha denunciadora Roma». Se trataba del profesor van der PloégTque enseñaba exégesis en la Universidad de Nimega. Fundó dos revistas, de signo muy conserva­dor, donde atacaba a obispos y teólogos. Rahner me dijo que no podía hablarme por teléfono, dada la delicadeza del asunto. Le invité a la secretaría de la revista Concilium, en Nimega. Rahner había sido designado relator pro auc- tore (abogado) con el objetivo de defenderme de los ata­ques y de las sospechas. Me entregó un dossier con todas las denuncias en mi contra por parte de hermanos míos y del pro-nuncio. Lo leí de un tirón. Había hasta entrevistas concedidas a periódicos y revistas en América.

El primer proceso se refería a mis ideas sobre la secula­rización. Mi pensamiento era este: los campos del hombre

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son autónomos en cuanto tales. Rahner recogió el dossier prometiéndome devolvérmelo después, pero la muerte le ha impedido dármelo. Sé que se encuentra en Innsbruck, en el archivo de Rahner.

Sólo él sabía que yo estaba siendo procesado. A Rah­ner se le había impuesto el secreto bajo pena de pecado grave, pero él decía que el dereghojiatural prevalece sobre una disposición oBjetiva. No hablé con nadie. Después de treso 'a íátrcrn^^ en América, dando unas confe­rencias- hablé con mi secretario, el R Truyman, dominico, experto en medios de comunicación. Me dijo: «¿Puedo decírselo a Fesquet, el informador religioso de Le Monde? ¿Puedo pedirle que haga indagaciones en Roma, a ver si es verdad que hay un proceso contra usted?». Todo era se­creto. El P. Chenu, en 1942, se enteró por la radio de que había sido condenado. Tres meses después, Truyman fue a París y habló con Fesquet; este le prometió que no divul­garía la noticia antes de una rigurosa investigación.

Un años después, Truyman me contó que Fesquet había recogido toda la información. El 24 de septiembre, la noti­cia apareció en el periódico francés Le Mondé22.

Pero, ¿quién había hablado, sin tener en cuenta la obli­gación de secreto bajo pena de pecado grave? ¿Quién ha­bía roto el secreto? El Santo Oficio montó en cólera, mien­tras el mundo eclesial tomaba postura contra los procedi­mientos inquisitoriales de Roma. Rahner fue llamado en­

22 «La agitación levantada por la encíclica Humanae vitae está lejos de aplacarse. Hoy se ha sabido que la Congregación para la doctrina de la fe ha incoado una especie de proceso, con desconocimiento del interesado, bajo sospecha de herejía contra el P. E. Schillebeeckx, en el que el cardenal A l­frink tiene, desde hace años, su confianza y que está considerado como el teó­logo del episcopado holandés» {Le Monde, 24 de septiembre de 1968).

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seguida a Roma. Se pensaba que había sido él quien había hablado. Era imposible que hubiese sido algún miembro del Santo Oficio. El secretario de la Congregación romana era en aquel tiempo mons. Philippe, un dominico. Rahner me dijo enseguida que había sido interrogado, durante tres horas, por Philippe. «No he dicho nada a Schillebeeckx», repetía una y otra vez el gran teólogo alemán ante Philip­pe. Este, finalmente, se dio por vencido y se excusó con Rahner.

Había sido Rahner quien me había dicho que estaba procesado, pero que para él era un deber moral decírmelo. Según él era una verdadera injusticia portarse así. El, co­mo abogado, debía poder hablar con su cliente... «En esta ocasión la conciencia me ha exigido la restricción men­tal23», me repetía Rahner.

El teólogo alemán Lehmann, asistente de Rahner, escri­bió el texto de defensa. Rahner hacía trabajar mucho a sus asistentes. Encargó a Lehmann leer todas mis publicacio­nes y escribir la defensa.

El lunes 7 de octubre de 1968, Rahner habló ante los consultores de la Congregación -quizá unos diecinueve- y todos debían darle su valoración sobre mis escritos. Supe que no estaba presente Danneels, muy abierto, que sería después obispo de Amberes y hoy es arzobispo de Mali- nas-Bruselas. Creo que ni fue invitado. Estaban presentes solamente los teólogos de la escuela romana.

Rahner tomó la palabra después de la intervención de

23 La «restricción mental» es un acto interno de la mente, por el cual, mientras se habla, las palabras se refieren a un sentido que no es su sentido obvio.

Para que sea lícita es necesario que esconder la verdad sea beneficioso o, al menos, útil y no haya otros medios disponibles.

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los consultores de la Congregación. Criticó el método adoptado y denunció la desconfianza respecto a los teólo­gos, culpables solamente de no recurrir al vocabulario or­dinario. Habló con pasión.

Su exposición causó un enorme efecto. Aquel día no se tomó ninguna decisión. El resultado fue comunicado a la asamblea plenaria de los cardenales de la Congregación, que, a su vez, elevaron un informe al papa. Ni Rahner ni yo fuimos informados de los resultados de la votación.

Rahner me telefoneó dos horas después de la conclu­sión del debate y me dijo que muchos consultores de la Congregación estaban de acuerdo con mis ideas, quizá dos tercios.

El 15 de enero de 1971, el prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, Hamer, hacía públicas las nuevas normas sobre los procedimientos procesales. De hecho, en mi segundo proceso, en 1979, todo se desarrolló conforme al nuevo procedimiento. Pero, ahora, estas normas, con Ratzinger, no se respetan, porque él tiene coloquios infor­males con el teólogo acusado, sin un procedimiento for­mal. En mi opinión, esto es mucho peor. Todo queda a su arbitrio, mientras que las normas de Hamer marcaban un camino bien preciso. Estas normas pueden ser criticables, pero el acusado puede defenderse de un modo serio y or­denado.

SEGUNDO PROCESO SOBRE LA CRISTOLOGÍA (1979)

Se había iniciado otra investigación secreta, por parte de la Congregación para la doctrina de la fe, sobre mi li­bro de cristología Jesús. La historia de un viviente (1974).62

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Redactaron un cuestionario, que me fue enviado el 20 de octubre de 1976.

En la introducción se decía que en mi obra había nume­rosas afirmaciones que, tanto desde el punto de vista de los principios metodológicos como de los resultados de la investigación exegética, o de la teología dogmática, cau­saban graves perplejidades. Se me pedía aclarar mi pensa­miento:

1.- sobre la preferencia dada a ciertas corrientes exegé- ticas y el uso de la hermenéutica;

2.- sobre el Jesús histórico: lo referente a su persona humana, a su misión profético-escatológica, a su relación con el Padre, y, finalmente, a su resurrección;

3.- sobre los misterios de la encarnación y de la Trini­dad; sobre la concepción virginal de Jesús y sobre la Igle­sia.

El 13 de abril de 1977 respondí detalladamente, por es­crito y en francés, a todas las cuestiones propuestas por la Congregación.

El 18 de julio de 1978 recibí un segundo cuestionario de la Congregación. Algunas cuestiones podían darse por aclaradas y resueltas, pero permanecían en suspenso otros puntos de doctrina. Comprendí que me había topado con otro proceso sobre cuestiones distintas de las que me en­viaron en 1976.

A través del cardenal Willebrands24, arzobispo de

24 Holandés, nacido en 1909; cardenal en 1969, arzobispo de Utrecht des­de 1975 a 1983, presidente emérito del Consejo Pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos. Camarlengo del Colegio cardenalicio. Es una de las figuras eminentes de la Iglesia católica.

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Utrecht, el 6 de julio de 1978 se me pidió ir a Roma para aclarar mi postura sobre nuevas cuestiones cristológicas.

En diciembre de 1979 fui a Roma y comparecí ante tres teólogos, bajo la presidencia del prefecto de la Congrega­ción. El 13 de diciembre, Hamer leyó un texto de intro­ducción en el que se decía que la Congregación se atenía a las prescripciones del 15 de enero de 1971; se recordaban los cuestionarios enviados el 20 de octubre de 1976 y mi respuesta del 26 de abril de 1977. Hamer hacía votos para que el coloquio, previsto por las normas, se desarrollase en un «espíritu eclesial de respeto y mutua confianza».

El prefecto podía ser sustituido por el secretario, y fue mons. Bovone quien presidió el coloquio. Estaba el gran exégeta de Lovaina, mons. A. Descamps, al que conocía bien; el dominico A. Patfoort, profesor del Angelicum y el jesuita de la Gregoriana, J. Galot. Patfoort era flamenco, de Lille; conocía un poco mi libro sobre los sacramentos, pero no mis otras publicaciones. ¡Daba pena, el pobre! Galot sacó las entrevistas que yo había concedido antes de mi llamada a Roma. Me opuse diciendo que lo que yo pensaba estaba en mis libros y no en las entrevistas, nece­sariamente incompletas. Después sacó texto y foto de una celebración con ocasión del matrimonio de un sacerdote en una parroquia holandesa, en cuya boda dije unas pala­bras. Le dije con firmeza a Galot que nada de esto tenía que ver con el proceso.

En cierto momento, Bovone intervino: «Schillebeeckx tiene razón. Hay que discutir sobre su obra». Pero Galot no se daba por vencido, y Bovone le mandó callar. Galot quedó bastante mal. Estaba furioso.

Cada uno de los tres teólogos disponía de media hora para hablar. Patfoort me dio pena. Me hacía preguntas

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fuera de lugar, de ingenuo. Me dijo que le explicase la hermenéutica. Le respondí con un dicho de santo Tomás (era un tomista convencido): Quidquid recipitur, ad mo- dum recipientis, recipitur. «Ah, ahora comprendo. Bien, bien...» Eso fue todo.

Descamps me conocía bien. Me había invitado varias veces a Lovaina, a dar conferencias, y también a dar reti­ros a los sacerdotes. Me hizo algunas precisiones desde el punto de vista exegético: «Yo estoy aquí como exégeta y no como teólogo dogmático». Con gran competencia y elegancia había recensionado, en la revista teológica de Lovaina, mi libro (1975) y yo tuve en cuenta sus críticas.

En el coloquio, aun reafirmando sus críticas, elogió mi investigación

El proceso se desarrolló sobre mi libro Jesús. La histo­ria de un viviente, aunque ya había sido publicado el se­gundo: Cristo y los cristianos. Gracia y liberación (1977).

El coloquio-proceso duró dos días y medio. Los teólo­gos leían su intervención ya preparada, mientras que yo debía responder, sin preparación previa, sobre cualquier cuestión. Me encontraba, de hecho, frente a un nuevo pro­ceso, pues al primero ya había respondido por escrito en 1977. Se intentó, sin éxito, hacerme caer. No fui condena­do. Quedaron algunas cuestiones en suspenso. El proceso, pues, concluyó bien para mí.

El 20 de noviembre de 1980 recibí una carta de la Con­gregación que me invitaba a aclarar algunos puntos y a eliminar algunas ambigüedades. No había ninguna conde­na en la carta. Quedaron abiertas algunas cuestiones sobre las que no estoy de acuerdo con la doctrina de la Iglesia, pero no contra la fe. Esto es muy importante.

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Fue sobre el libro El ministerio eclesial: responsables en la comunidad cristiana (1980). El proceso se inició siendo aún prefecto Hamer, al que conocía bien, porque estábamos juntos en Lovaina, pero fue conducido hasta el final por Ratzinger, que fue nombrado prefecto de la Con­gregación en noviembre de 1981.

Entre tanto, en septiembre de 1982, dejé la enseñanza en la Universidad de Nimega; ya no estaba, pues, bajo el gran canciller de la Universidad, el cardenal Simonis, ar­zobispo de Utrecht.

El Maestro general de la orden, Vincent de Couesnon- gle, recibió un dossier contra mí que después me fue en­tregado por el padre provincial. Se pedía formar una co­misión de teólogos holandeses para examinar la obra. Fue constituida la comisión. Se pronunció por unanimidad di­ciendo que no había nada contra la fe; que, de hecho, teo­lógicamente hablando, la presencia del ministro extraordi­nario existe en casi todos los sacramentos, reconocida por la doctrina oficial de la Iglesia. Yo sostenía que, en ciertas circunstancias extraordinarias, se puede recurrir a la presi­dencia de un ministro extraordinario.

Ratzinger recibió el informe de la comisión de los teó­logos holandeses. El 6 de agosto de 1983, publicó la carta sobre el ministerio sacerdotal en la que sostenía que la ex­clusión de un ministro extraordinario para la eucaristía ha­bía sido decretada por el concilio Lateranense IV. Ratzin­ger forzaba el texto del concilio y sacaba una conclusión lógica, porque el concilio decía solamente que sólo los sa­cerdotes ordenados pueden presidir la celebración eucarís- tica, dándose en aquel tiempo casos de diáconos que la

TERCER PROCESO SOBRE EL MINISTERIO (1984)

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presidían. Eran casos comunes en Oriente. Cuando el obis­po no podía estar presente, era el diácono quien presidía como representante del obispo. Ratzinger decía que la cues­tión quedaba cerrada.

Dos o tres meses después de la publicación de la carta, el mismo Ratzinger me comunicaba que la cuestión estaba cerrada, y que no hay lugar para el ministro extraordinario en la presidencia de la eucaristía. La última palabra ha si­do dicha, pero es la palabra de Ratzinger. Ciertamente, el papa ha dado su consentimiento, pero no se trata de un ac­to del papa. No entiendo que sea una cuestión cerrada. Es sorprendente. He escrito un epílogo a la edición francesa de mi libro sobre el ministerio. En él critico a Ratzinger, que se arroga el derecho de interpretar a su modo un con­cilio, el Lateranense IV.

Después de la publicación del documento de Ratzinger, escribí un nuevo libro sobre el ministerio. Ya no hablo en él del ministro extraordinario, pero pido una especie de sacramento para los agentes pastorales, es decir, que pue­dan recibir una ordenación en el ámbito de los ministerios sacramentales. Por tanto, no hablo ya de un ministro ex­traordinario para presidir la eucaristía, pero, diciendo lo mismo, utilizo otra categoría.

El Maestro general me dijo que tenía que ir a Roma pa­ra un coloquio con Ratzinger. Estaba también el secretario de Ratzinger, un americano, y hablamos en inglés, un idioma que Ratzinger habla bien. El coloquio duró unos tres cuartos de hora y fue muy cordial. No se trató de un proceso según las normas de 1971, sino de un simple co­loquio, sin ninguna formalidad. Es un procedimiento peor que un proceso regular. Me encontré cara a cara con Rat­zinger y recordé los tiempos del concilio. Ya entonces ha­

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bía en él algo que no me convencía. En las reuniones, du­rante el concilio, no hablaba nunca. Estaban Rahner, Che­nu, Congar, y él no opinaba

Durante nuestra conversación fue muy gentil. Le dije que en el nuevo libro no hablaba ya del ministro extraor­dinario. Pedía solamente una nueva ordenación con la epí- clesis25. Me preguntó qué estaba haciendo en aquel mo­mento, una vez dejada la enseñanza en la Universidad. Le respondí que trabajaba más que antes. Yo me decía: «Para mí esta forma de coloquio puede estar bien, porque ya tengo cierta edad, pero, para los más jóvenes, esto es una manera gentil de segarles la hierba bajo los pies. Ellos no pueden saber qué hay detrás de su gentileza y afabilidad».

Salimos acompañados por su secretario. El Maestro ge­neral hizo intención de decir que tenía alguna observa­ción que hacer sobre el coloquio, pero el secretario lo in­terrumpió diciendo: «Este será, quizá, el nuevo procedi­miento de la Congregación: un coloquio entre Ratzinger y el teólogo». El Maestro general y yo nos miramos. Des­pués apareció en L ’Osservatore romano una nota al pue­blo cristiano en la que se decía que, para la Congregación, quedaban aún algunos puntos en desacuerdo con la doctri­na oficial de la Iglesia, pero no contrarios a la fe.

En conclusión, en ninguno de los tres procesos he sido condenado.

25 Es la oración de la eucaristía con la cual, especialmente en las liturgias orientales, se invoca al Espíritu Santo sobre las ofrendas del sacrificio para que sean cuerpo y sangre de Cristo y, así, principio de salvación para aquellos que participan en la eucaristía.

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No diría que mucho. En el primero, cuando Rahner me comunicó que estaba procesado, sin saber por qué, me quedé aterrado. Recuerdo que le dije a Rahner: «¡Vaya tratamiento que nos dan a los que trabajamos día y noche por la Iglesia!». En el segundo proceso estaba un poco molesto, pero me sentía libre ante la Congregación, ante los teólogos inquisidores, ante mí mismo. Era un proceso a cara descubierta y me encontré a mis anchas, aunque la presencia de Galot me fastidiase. Me preguntaba cómo era posible todo esto en la Iglesia de Dios. No somos infali­bles como teólogos, pero hay maneras y maneras de tratar a las personas.

¿No se le ha pasado nunca por la cabeza abandonar la Iglesia o dejar la orden, como ha hecho recientemente el teólogo brasileño Leonardo Boff?

Nunca. Jamás. Yo pertenezco a la Iglesia católica ro­mana, pero no quiero decir que esta Iglesia no cometa ton­terías. De hecho las comete y es necesario tener el coraje de decirlo. ¿Salir de la orden de los dominicos? No he puesto nunca en discusión la opción que hice a los dieci­nueve años. Me duele la opción de Boff, un amigo muy querido, unido a los pobres; pero lo que ha hecho me des­concierta. Me duele mucho.

Concluyendo el capítulo de los procesos, digo que, has­ta el presente, y espero que para siempre, no he tenido ningún tipo de condena y, a pesar de los problemas, soy feliz por pertenecer a esta Iglesia y a la orden de santo Domingo.

¿Ha sufrido mucho por estos procesos?

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LA INVESTIGACIÓN TEOLÓGICA4

En mi reflexión teológica hay una evolución. Comencé comentando qué quiere decir sacra doctrina en santo To­más. No es la sacra doctrina de la Iglesia, sino la Sagrada Escritura, que comprende no sólo la Biblia, sino también la patrística y toda la tradición cristiana. Hay dos corrien­tes en santo Tomás: una acepta el uso de sacra doctrina refiriéndose a la teología, la otra sostiene que la teología comienza con la Biblia y la Biblia es el fundamento de to­da la teología. La teología es la Biblia que se propaga en la historia. En la primera fase de mi reflexión teológica he seguido el método de la sacra doctrina.

En los años sesenta, con la irrupción de las ciencias hu­manas, hizo su aparición la crítica de la sociedad, de la cultura, de la ideología y también de la teología como dis­ciplina teológica. He seguido esta corriente. He entrado, por tanto, en la fase de la hermenéutica, que, en realidad, desarrollé contemporáneamente a la fase crítica. He afron­tado el problema de la interpretación de los textos porque la hermenéutica en cuanto tal, tanto en los ambientes cató-

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licos como en los protestantes, no era conocida en absolu­to. Se hablaba más bien de evolución de los dogmas. Pri­mero hablé de evolución de los dogmas, después de evo­lución de la tradición cristiana y, en los años sesenta, de hermenéutica26.

Estudié, después, la corriente del estructuralismo27.La hermenéutica para mí no es sólo el problema her-

menéutico o interpretativo: es la ciencia de la interpreta­ción que indaga sobre los presupuestos de una interpreta­ción. En el primer capítulo del tercer volumen de la cristo­logía, trazo una síntesis de la estructura cognoscitiva de la experiencia humana. Hablo de la experiencia de fe en la 'Biblia, no entendida como una teología de la palabra, por­que la palabra de Dios es la palabra de los hombres que hablan de Dios. Decir «sic et simpliciter» que la Biblia es la palabra de Dios no se corresponde con la verdad. Es só­lo indirectamente la palabra de Dios. Los escritos bíblicos son testimonios de hombres de Dios que han vivido una historia y han manifestado a Dios. Cuando la Biblia dice: «Dios ha dicho, Cristo ha dicho...» no es Dios quien lo ha dicho, no es Cristo quien lo ha dicho en sentido estricto, sino los hombres que han contado su experiencia de rela­

26 Hermeneusis es «interpretación», hermenéutica la «ciencia de la inter­pretación» que indaga sobre los presupuestos de una hermeneusis o interpre­tación (p. e. de la Biblia). Tal investigación es necesaria a causa del progresi­vo ensanchamiento del horizonte de nuestras experiencias, de nuestra refle­xión y de nuestro modo de enunciar tales experiencias.

27 El término «estructuralismo» se aplica a escuelas lingüísticas bastante diversas, que tienen en común el hecho de que fundamentan la lingüística so­bre el estudio de los enunciados realizados, tratando de definir su estructura (la arquitectura, la independencia de sus elementos internos), mientras que to­do aquello que se refiere a la enunciación (es decir, el sujeto y la situación) no se toma en consideración.

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ción con Dios. Su experiencia viene del Espíritu y, en este sentido, se puede decir justamente que la Biblia está inspi­rada.

Pero, al mismo tiempo, es necesario tener presente la mediación humana, histórica, contingente. No se da nunca un encuentro directo, de tú a tú, de Dios con el hombre, sino siempre a través de mediaciones. Son los hombres los que hablan de Dios.

Para la investigación teológica y para entender la evo­lución de los dogmas, esto es muy importante. No se pue­de comprender la nueva teología sin este concepto de re­velación mediada por la historia, por la experiencia inter­pretativa de los hombres. Cuando no se acepta la media­ción, se cae necesariamente en el fundamentalismo.

Mi método teológico se fundamenta sobre la experien­cia humana y cristiana, comunitaria y personal. Lo aplico a la tradición, que es una experiencia que se prolonga. La individualidad está comprendida en esta experiencia co­munitaria. En mi reflexión teológica continúo aplicando el método de la experiencia.

CARA A LA MODERNIDAD

He analizado la modernidad desde el Cusano hasta Descartes, Leibnitz, Pascal. Un año tuve un curso sobre Marx, producto de la modernidad, por una parte, y crítico de la subjetividad, que es el núcleo de la modernidad, por otra.

Ahora observo que existe la tendencia a ponerse contra la modernidad, considerada como una especie de anticris­to. El papa actual parece negar la modernidad con su pro­yecto de reevangelizar Europa: es necesario -dice el papa-

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retornar a la antigua Europa de Cirilo y Metodio, santos eslavos, y de san Benito. El retorno al catolicismo del pri­mer milenio es, para Juan Pablo II, el gran reto. Después siguen los siglos de la ruptura, primero con Oriente y, más tarde, en el interior del Occidente cristiano. En el segundo milenio, Europa ha decaído y, con ella, ha decaído toda la cultura occidental. Para reevangelizar Europa es necesario superar la modernidad y todos los valores modernos y re­gresar el primer milenio. Regresar al cristianismo rural, modelo de toda la cristiandad. Entonces -añado yo- sería necesario tener el coraje de aceptar también la teología del ministerio del primer milenio. Pero esto el papa no lo di­ce. Es la cristiandad premoderna, agrícola, no crítica, la que, según el pensamiento del papa, es el modelo de la cristiandad. «Francia, ¿qué has hecho de tu bautismo?». Es la expresión típica de este retorno. Yo critico este retor­no porque los valores modernos de la libertad de concien­cia, de religión, la tolerancia no son, desde luego, los va­lores del primer milenio.

En un tiempo, usted hablaba de secularización. Fue ppcfcesadopor ello. ¿Cree superado este concepto?

Para mí, secularización es un concepto que no se ha en­tendido bien. Yo entiendo la secularización como un fenó­meno histórico-cultural en el que el mundo y la sociedad se proyectan dentro de un horizonte cognoscitivo racional. El hombre proyecta el mundo y a sí mismo mirando a un futuro obra de sus manos y, de este modo, desaparece una fuente de la que, en el pasado, se había alimentado la reli­giosidad. Entiendo secularización en el sentido de autono­mía de lo terreno. Los obispos y Roma ven en la seculari­

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zación la causa de todos los males. Acusan a la seculariza­ción de haber apagado el sentido religioso, etc. Evidente­mente, se da el secularismo, pero es un fenómeno distinto de la secularización.

Por eso prefiero hablar de modernidad, de postmoder­nidad, aunque sean términos inflados y ambivalentes. Es una postmodernidad en las condiciones actuales, en las que el hombre es una estructura.

MIS LIBROS

Debe hacerse una distinción entre el proyecto que yo he tenido siempre en la cabeza, y las obras ocasionales. En la Universidad de Nimega no fui obligado a dar cursos preestablecidos, sino solamente a tratar cuestiones. Yo po­día elegir los temas. Hacía el final de los sesenta, en el tiempo de las grandes contestaciones, los estudiantes me llevaron a un compromiso: seguir teniendo mi curso y tra­tar algunos temas de actualidad. En Lovaina tuve cursos obligatorios, en Nimega podía elegir. Centré la reflexión sobre la escatología y la cristología. Pero, por otra parte, las circunstancias me llevaban a afrontar temas específi­cos, motivados por situaciones particulares. En las revis­tas teológicas (Concilium, Tijdschrift voor Theologie...) publicaba artículos referentes a situaciones de la Iglesia y del mundo. En un cierto sentido, por una parte, he hecho una teología contextual y, por otra, he continuado mi pro­yecto. Los tres volúmenes de la cristología han sido, tam­bién ellos, motivados por la crisis de la cristología en el panorama teológico, tanto protestante como católico. Es un proyecto personal que me ha entusiasmado siempre. En los últimos años he comenzado a tratar de la creación

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en relación con la escatología. Es una investigación que aún continúa.

Los libros sobre el ministerio, sin embargo, han nacido de la situación pastoral en Holanda y, de reflejo, en el mun­do católico.

En conclusión: por una parte, algunos escritos son con­textúales, ocasionados por acontecimientos y problemas tanto del mundo como de la Iglesia, y, por otra, hay obras que tienen su origen en mi proyecto personal. Sobre todo, las obras de cristología.

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TEMAS DE INVESTIGACIÓNII

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LA CREACIÓN5

Quiero ahora referirme a algunos temas específicos de mi investigación a los que yo doy mucha importancia. So­bre algunos de estos temas es la primera vez que expreso con franqueza mis ideas, consciente de que suscitaré algu­nas perplejidades. Son temas que estoy estudiando día y noche, pues me apasionan mucho.

Comienzo por la creación.Considero que la creación es el fundamento de toda la

teología. En estos momentos hay una especie de demanda, desde muchos frentes, para que la teología ponga a la crea­ción en el lugar que le corresponde. Se ha hablado tanto de la historia de la salvación que se advierte la necesidad de una nueva reflexión sobre el concepto de creación, por­que, cuando se dice de la nada, no se dice nada. Sería ne­cesario encontrar nuevas palabras para decir qué es la crea­ción. Se sabe bastante del evolucionismo, pero de la crea­ción no se sabe casi nada. Los mismos cristianos tienen problemas con la creación. Ya en Lovaina no hablaba mu­cho de creación de la nada -concepto filosófico-, sino de participación.

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He vuelto a este concepto al final de mi carrera univer­sitaria. Durante dos años he dado cursos sobre la creación. La he analizado en el Génesis, la he estudiado en los pue­blos asirio-babilónicos y en muchos otros relatos. He en­contrado las mismas imágenes que en el Génesis. He tra­zado un panorama de la creación en la patrística, en el me­dievo, sobre todo en santo Tomás. He estudiado la polémi­ca entre evolucionistas y creacionistas, atacando el con­cepto de causalidad referido a la creación, que se puede comprender si se conoce la filosofía, pero a un cristiano no se le pide tal conocimiento.

He examinado el concepto de contingencia y de néant (nada) en Sartre, que le ha llevado a no aceptar a Dios. Sartre hace un análisis profundo del contingente sin la aceptación de Dios. Yo me pregunto: ¿cuál es la diferencia entre la experiencia de la contingencia hecha por un cre­yente y la experiencia de la contingencia hecha por un no creyente? ¿Es la misma experiencia?

La experiencia de la contingencia de un creyente es distinta de la experiencia de la contingencia de un ateo porque, aun tratándose de la misma experiencia de la con­tingencia, de hecho se trata de una contingencia vacía. Sin Dios, la experiencia de la contingencia es totalmente dis­tinta de la contingencia que se remite a Dios. Es una cues­tión muy delicada. He reflexionado mucho para encontrar la palabra justa, porque los humanistas me hacían obser­var que se trata de la misma experiencia, ¿y por qué, en­tonces, introducir la interpretación, que es una superes­tructura? Pero no es una superestructura, porque la expe­riencia de la contingencia de un ateo es, de hecho, una ex­periencia interpretativa atea. Es una experiencia atea, to­talmente diferente de la experiencia de un creyente. Por

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una parte, es la misma experiencia de la contingencia, pe­ro, por otra, es una experiencia que puede ser distinta se­gún sea de un creyente o de un ateo. Me doy cuenta de que es muy difícil formular el pensamiento.

En la conclusión de mi curso he dicho que hay una di­ferencia entre Dios y la criatura, pero la diferencia no está en Dios, sino en nosotros.

El núcleo de mi reflexión sobre la creación es el con­cepto de experiencia, que en un tiempo no era aceptado en absoluto por la filosofía atea, pero ahora, con Sartre, la fi­losofía atea afirma la experiencia del contingente humano. La creación es la experiencia de la contingencia, pero en relación con Dios.

Hay un creciente interés hacia la creación también en el campo teológico. Se advierte la necesidad de hacer ex­periencia de lo creado, de la contingencia. Es una necesi­dad profunda. Basta pensar en la New Age (Nueva era). Personalmente estoy en contra de este tipo de interioriza­ción de todos los problemas. Por otra parte, en todas las corrientes místicas cristianas existe, de hecho, la interiori­zación, pero pienso que no está fundamentada desde el punto de vista antropológico porque, para entrar en sí mis­mo, hay que pasar por la exterioridad. Esto es tomismo. Interiorizar bloqueando la exterioridad es, para mí, un ca­mino falso. Es el vacío. Interiorización y exteriorización no se pueden separar. La dicotomía es un fenómeno mo­derno que viene de la filosofía cartesiana. La interioriza­ción se da siempre a través de la exterioridad. La interiori­dad debe llenarse de exterioridad.

El dualismo espíritu-materia cambia la relación con la contingencia y, consecuentemente, con la creación. Por eso estoy contra todas estas corrientes: New Age, trans-

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cendentalismo, ... Es difícil encontrar en estas corrientes un sitio para Jesucristo. De hecho, Jesucristo no es nece­sario. No hay mediación de la historia; no hay más que vacío en esta interiorización sin exteriorización. No recu­rrir a la experiencia histórica es caer en el vacío, y, sin la historia, la humanidad del hombre está vacía. ¿Qué es la psique sin la exterioridad? ¿Qué es el alma sin la corporei­dad? La creación es para mí cada vez más una antropolo­gía. Cuando la naturaleza, el cosmos, vienen asumidos por la historia humana, se tiene una noción equilibrada de la creación. De otro modo, sin el mundo, se tiene solamente una noción ficticia, imaginaria, fantástica. La subjetividad moderna no puede llegar a Dios dejando de lado la natura­leza. Se tiene sólo subjetividad y, quizá, imaginaria.

La New Age es el apogeo de la modernidad en su di­mensión peor. Para ella, sólo la espiritualidad del hombre es importante e interesante.

¿Qué relación hay entre la oración y la interiorización?

Los ejercicios de interiorización no son la oración. La oración, para un cristiano y para los seguidores de las reli­giones monoteístas, es ponerse ante una persona con la que se puede hablar, dialogar, y a la que se puede escu­char. En todas estas místicas no cristianas no se da la rela­ción con una persona, sino con un misterio indefinido. Pa­ra nosotros, los cristianos, es Dios quien se revela. En la New Age, en la meditación transcendental, es el individuo quien logra el éxito, no se da el concurso de la gracia. Es el hombre mismo quien se redime solo, descendiendo a la profundidad de su ser. Pero, ¿qué encuentra allí? Quizá el vacío. Cuando se hace sin la naturaleza y sin la historia, ahí se acaba.82

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Hay, en estos movimientos, una búsqueda seria de la persona, pero la solución está equivocada. Es necesario, de todos modos, encontrar el porqué del desarrollo de es­tos fenómenos. Sin duda está siendo puesta en cuestión nuestra espiritualidad, que tiene bastantes lagunas. Se han olvidado las verdaderas corrientes místicas. La misma Igle­sia se ha mostrado, con frecuencia, recelosa. En todas las religiones monoteístas, que son proféticas, al misticismo se le mira con recelo. Hay una corriente mística en el ju ­daismo, la hay en el cristianismo, por no hablar del islam. Las religiones monoteístas son religiones místicas. El fun­damento del misticismo es la relación con Dios como per­sona. En las religiones orientales, Dios es impersonal. Pa­ra nosotros, Dios es visible en Jesucristo en la historia del hombre.

La mística es, para mí, la forma más intensa de la expe­riencia de Dios que acompaña siempre a la fe. Es esencial­mente la vida divina. No es un sector reservado de la vida cristiana, accesible sólo a algunos privilegiados.

La verdadera mística no es una fuga del mundo, sino, a partir de una experiencia destructora del origen, es una simpatía integradora y conciliadora con cada cosa: un acercamiento ardiente, no una fuga.

LáUoción de creación es, pues, fundamental para com­prender la historia de la salvación. Cristo es la creación concentrada, condensada. Todo el fenómeno-Cristo está en relación con la creación. En Cristo, la criatura está per­fectamente cristalizada. Es la consecuencia de la acepta­ción de la creación. Dios se ha hecho hombre. El hombre- jesús es la manifestación personal de Dios, pero en la in­tegridad de su humanidad.

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La criatura-Jesús es una creación concentrada, conden- sada, en la que toda la participación con Dios se realiza de una manera única, no realizada en los demás hombres.

Se puede concebir al hombre sin relación con Dios. Es lo que hacen los ateos. Pero no se puede concebir a Jesús de Nazaret en cuanto hombre sin relación con Dios. Esta es la explicación de las tres personas de la Trinidad.

LA TRINIDAD

Acerquémonos a tientas y balbuciendo a este misterio. Se trata, primero de todo, de Dios que se manifiesta en la creación y, de manera singular, en el pueblo hebreo como pueblo de Dios. Segundo: Dios se manifiesta en Jesús, y entonces se habla de Hijo de Dios. % tercero, se da una manifestación de Dios en la vida de la Iglesia y en toda la creación: es el Espíritu Santo. Es el mismo Dios: Dios en el Antiguo Testamento, Dios en Jesucristo, Dios en el Es­píritu Santo; pero son modos de existencia de Dios en la historia.

El cristianismo habla de Trinidad divina. Pero, por lo que respecta a la Trinidad, yo soy más bien reticente. Di­ciendo que Dios es tres personas, temo caer en una espe­cie de triteísmo: tres dioses, tres personas, como una espe­cie de familia. Tengo miedo de hacer una teología especu­lativa sobre las tres personas y sobre las relaciones entre ellas. A través de Jesucristo, Hijo de Dios, se da la relación con Dios Padre y, después de su resurrección, Cristo nos da a Dios en la forma del Espíritu, como don escatológico de Dios y suyo. Se puede hablar de Trinidad: pero, ¿qué quiere decir tres personas? Acepto la personalidad de Dios, pero el modo divino de esta personalidad no lo conocemos.

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La Trinidad es el modo de Dios de ser persona. En esto soy plenamente ortodoxo y en sintonía con el dogma.

Esto es lo que el dogma nos pide, porque las tres perso­nas en cuanto personas no constituyen el dogma en cuanto tal. El concilio de Toledo1 habla de «tres res» (tres entida­des) en Dios: hay Trinidad de Dios, que se refiere a la per­sonalidad, al modo divino de ser de una persona.

No soy seguidor del «modalismo», la doctrina teológi­ca de los siglos II y III según la cual las tres personas de la Trinidad son tres formas de aparecer de una sola persona divina; tres formas de aparecer al exterior, al mundo, de una sola y misma persona.

Rechazo el «modalismo» porque para mí la naturaleza divina es trinitaria, y personalmente trinitaria. No digo ex­plícitamente tres personas porque es ambiguo (triteísmo), sino que digo que la naturaleza de Dios es ella misma per­sonal con una estructura trinitaria.

El personalismo divino es una estructura trinitaria. Ha­blar de tres personas puede poner en peligro a la Trinidad como tal.

Es la primera vez que manifiesto mi reflexión sobre la Trinidad tan abiertamente. Para mí, la Trinidad es el modo de Dios de ser persona. Todas las exigencias del dogma

1 El IX concilio de Toledo (675), que no fue ratificado por el papa Ino­cencio III, como erróneamente se ha dicho a menudo, consagró las fórmulas agustinianas de la Trinidad. No estaba en juego una definición de las tres per­sonas en cuanto personas, sino las relaciones entre el Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo: «Tres en uno».

No se quiere consagrar el término «persona» en cuanto tal (es presupuesto y conocido por los lectores); se reacciona contra el triteísmo («No son tres dioses») pero la definición (de un sínodo local, por otra parte) no se refiere al término «persona» en cuanto tal. La intención se refiere al Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, de una misma substancia, y a sus relaciones recíprocas.

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las admito sin correr el riesgo de hablar de tres personas, de una especie de familia y, de hecho, de un triteísmo, que es bastante popular en la fe cristiana,

¿ Usted critica a las teologías que todavía surgen sobre la Trinidad?

En verdad no comprendo la especulación sobre la Tri­nidad. Respeto las especulaciones de santo Tomás, por ejemplo, pero no le dicen nada a mi espiritualidad. Se es­pecula demasiado sobre la Trinidad. ¿Dónde está la utili­dad para la fe de todas estas especulaciones? El P. De Pet- ter, mi maestro de filosofía y director espiritual, se pre­guntaba: «¿Qué es la Trinidad? Para mí es la confianza que Dios nos manifiesta diciéndonos que es en tres perso­nas, mientras nosotros no entendemos nada». Nos confía un misterio sin decirnos que es un misterio. Dios es Trini­dad (¡esto es dogma!), pero no es tres personas. Sería tri­teísmo. No he escrito nunca sobre este tema porque tengo miedo. No quiero hacer especulaciones, pero siento que es algo grandioso, fascinante. Hay una Trinidad en la natura­leza personal de Dios.

¿Y cómo hace su profesión de fe?

Como he dicho ahora. Acepto plenamente el Credo, pero en la profesión de fe no están las tres personas divi­nas. Creo en Dios omnipotente; en Jesús el Cristo, el ama­do del Padre, Hijo de Dios por excelencia; creo en el Espí­ritu Santo, que para mí es el verdadero problema. En la Biblia el Espíritu es un don, no la tercera persona: es el mo­do mismo de ser Dios, que se da a los hombres. Es siem­

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pre la personalidad de Dios, pero la personalidad de Dios en la historia de la Iglesia, en la historia de la salvación.

El Padre, el Hijo, el Espíritu son la Trinidad, una Trini­dad que no se puede diseccionar, como en los grandes tra­tados de san Agustín, de san Buenaventura, de santo To­más y, más cercanos a nosotros, de Rahner, de Schoonen­berg. Son, a fin de cuentas, tratados que pecan de inmo­destia con relación al misterio de la Trinidad.

Por lo que respecta al Espíritu Santo, me quedo siem­pre perplejo cuando los teólogos modernos, al afrontar la cuestión, dicen que la teología ha olvidado al Espíritu Santo. Pero, cuando se leen sus libros, no se sabe mucho más del Espíritu. No saben decir apenas nada. Es realmen­te verdad que es como el viento que sopla donde y como quiere y no se sabe de dónde viene.

Pero existen los efectos del Espíritu. Por esencia, el Es­píritu es el innominado y, por eso, me resulta muy difícil personalizarlo. Soy, por tanto, muy modesto, casi agnósti­co con relación a una teología trinitaria.

Confieso la Trinidad, pero es necesario tener una espe­cie de reticencia respecto a la racionalización de las rela­ciones de las tres personas.

Algunos grandes nombres de la teología también han afrontado el tema del Espíritu Santo. El gran Congar, por ejemplo. Sus tratados son, sin duda, muy interesantes; me dicen mucho sobre Dios, pero siempre sobre Dios. Para mí, cuando hablan del Espíritu, es siempre el mismo Dios desde diversos aspectos y puntos de mira. El Espíritu San­to es la unión entre el Padre y el Hijo: ¿esto qué quiere de­cir? Hay, ciertamente, una relación entre Dios y Jesús de Nazaret. Es una relación interpersonal. Pero esta relación entre Dios y Jesús ¿es una tercera persona? Yo me lo pre­

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gunto. No estoy en contra de estas especulaciones, pero no veo qué añaden a mi vida espiritual. Diría que no aña­den nada.

La personalidad de Dios, que es una personalidad con una estructura trinitaria, un misterio que acepto, no signi­fica tres personas en cuanto tales. Repito: no es un dogma que se deban aceptar tres personas. Hay que aceptar la Trinidad, pero, ¿cómo explicar la Trinidad? Se dice: fides quaerens intellectum, pero la inteligencia pone un límite a la razón. La Trinidad de muchas especulaciones teológi­cas es una Trinidad racional y no una Trinidad de la fides quaerens intellectum. Es una Trinidad de la razón. Es de­masiado.

¿ Usted prefiere permanecer en el misterio?

Confieso la Trinidad, pero estas especulaciones sobre las relaciones entre las tres personas no me dicen nada. No se puede racionalizar el misterio y, cuando se raciona­liza, como hacen san Agustín, san Buenaventura, Rahner, etc., el resultado es que estas teologías trinitarias no dicen nada sobre el misterio de Dios que sea aprovechable para la espiritualidad. Son pura racionalización, quizá muy in­teresante, pero de una frialdad...

HOMBRE-CRISTO-DIOS

El hombre es imagen de Dios Trinidad. Es una afirma­ción fundamental. Imagen de Dios significa que, así como en la antigüedad se erigían las imágenes del emperador romano en todos los países del imperio para decir: «aquí el emperador es el señor», Dios ha hecho lo mismo en la

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creación. Ha puesto su imagen en ella para decir: Yo soy el Señor, el soberano de toda la creación. Y esta imagen de Dios es el hombre. Cuando se habla de vicario de Dios se entiende el hombre como tal. Es el vicario de Dios en toda la creación.

Se pueden hacer especulaciones sobre la imagen de Dios, pero creo que, recurriendo a la imagen del empera­dor, el concepto está más claro: Yo soy el Señor.

El hombre como imagen de Dios quiere decir que la humanidad en cuanto tal es vicaria de Dios. El hombre es imagen de Dios donde y cuando obra la justicia, respeta la integridad de lo creado, practica la solidaridad. Se puede decir que allí donde Dios reina, el hombre tiene el derecho de ser hombre. En su humanidad, el hombre manifiesta el reino de Dios en la historia. Es el hombre la mediación de la presencia del reino de Dios. Evidentemente, el reino de Dios es Dios, la gracia de Dios, la gratuidad de Dios me­diada por el hombre. Por esto es por lo que la antropología y la soteriología están vinculadas la una a la otra.

El hombre es imagen de Dios y Cristo también es ima­gen de Dios, como dice la carta a los colosenses. Pero hay una diferencia: la imagen de Dios en Jesucristo está con­centrada, es decir, Cristo es la imagen de Dios con una unicidad exclusiva. El hombre puede ser considerado au­tónomo con relación a Dios, como es, de hecho, el ateo. El hombre es también inteligible sin relación con Dios. Los campos del hombre son autónomos y puede haber una antropología sin Dios. Pero esto es imposible para Cristo como tal. Su humanidad en cuanto tal humanidad está en relación con Dios. Es la relación filial con Dios lo que constituye la humanidad de Jesús. La humanidad de los hombres puede estar en relación con Dios en su autono­

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mía. También en Jesucristo hay autonomía humana, pero esa autonomía está constituida por la relación filial con Dios. Tanto Jesucristo como el hombre, aunque de modo diverso, son imagen de Dios

LA GRATUIDAD DE DIOS

En el tercer volumen de su cristología usted habla de la gratuidad de Dios con acentos altamente líricos, que impresionan profundamente.

La esencia de Dios es libertad absoluta. En la filosofía escolástica se distingue entre naturaleza ele Dios y libertad de Dios. Es una distinción que hace también santo Tomás. La naturaleza de Dios no es necesidad, sino Yíoertad abso­luta. Respecto a nosotros, la naturaleza de Dios es nueva en cada momento, porque es libertad absoluta. Es sorpresa en todos los momentos de nuestra vida, hasta en la eterni­dad. Es sorpresa absoluta. Por tanto, no hay distinción en­tre la naturaleza de Dios y su libertad. De otro modo se hace de la libertad de Dios un libre arbitrio, es decir, la ca­pacidad de elegir entre el bien y el mal. Y sería una liber­tad finita y limitada. La naturaleza de Dios, sin embargo, es libertad infinita y absoluta.

Por eso Dios es, por naturaleza, pura gratuidad. Y por eso no se puede probar la existencia de Dios con argumen­tos racionales. Se puede decir, solamente, que en nuestra vida humana, individual o comunitaria, existen puntos, lu­gares en los que hablar de Dios es inteligible. Pero, para nosotros, la existencia de Dios es pura gratuidad. Y la gra­tuidad no se puede probar; es y basta.

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En cada momento él es nuevo para nosotros porque es gratuidad, es libertad absoluta. Pueden darse lugares don­de el discurso sobre Dios es inteligible, pero esto no es pro­bar la existencia de Dios: es probar que está racionalmen­te fundamentado hablar de Dios. Se puede probar sólo la inteligibilidad del discurso sobre Dios.

Santo Tomás, con sus famosas cinco vías, quiso sola­mente explicar que la fe en la existencia de Dios tiene un fundamento racional, es decir, que es inteligible para los hombres. Se puede, por tanto, hablar de Dios; no es absur­do el discurso sobre Dios, pero esto no es probar la exis­tencia de Dios.

Yo hablo siempre de la presencia gratuita y absoluta de Dios con relación a las criaturas. Aunque Dios quede en silencio, su presencia se da, y nosotros creemos en la gra­tuidad de esta presencia. Nuestra experiencia puede con­tradecir su presencia.

EL DIOS ESCONDIDO Y SILENCIOSO

Su presencia es fundamental, sobre todo, en referencia a la presencia del mal y del sufrimiento en el mundo. No es Dios quien quiere el sufrimiento, pero él está presente de una forma silenciosa. En el momento de la muerte de Jesús, Dios estaba presente, pero de forma silenciosa. La muerte cuando Dios calla es el sufrimiento supremo. El hombre que cree en Dios sabe que su silencio no es ausen­cia. Se puede, por tanto, confiar en Dios incluso en el mo­mento del silencio supremo.

Es la conexión entre antropología y gracia: la presencia absoluta de Dios es gratuita y salvadora para el hombre.

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Dios no es solamente una presencia, sino que es una pre­sencia gratuita, personal; por eso se puede hablar a Dios, gritarle el dolor.

El silencio absoluto de Dios revela su presencia absoluta.

EL ATEÍSMO

La presencia absoluta de Dios es una presencia silen­ciosa. Se puede uno quedar en la experiencia de la contin­gencia, como los ateos, sin ir más allá, sin ponerse en rela­ción con Dios. Cuando se afirma, como cristianos, que Dios puede permanecer en silencio, la posibilidad del ateís­mo es un hecho. No se puede probar la existencia de esta presencia silenciosa. El ateísmo es posible. En la antigüe­dad y en el medievo había también ateísmo, pero en la épo­ca moderna el ateísmo se apoya sobre fundamentos teóri­cos. Se puede interpretar el silencio de Dios como no-exis­tencia de Dios. El ateísmo es una posibilidad humana. Hay una especie de racionalidad en el ateísmo. La experiencia de la contingencia puede llevar a Dios o a negarlo, a no sentirlo en absoluto. Tanto el teísmo como el ateísmo no

i se pueden probar. Pertenecen a la experiencia interpretati- ¡ va de la realidad. Rechazo afirmar que los ateos no creen | y que sólo los miembros de una religión son creyentes. i Todos son creyentes, pero la creencia tiene contenidos dis- I tintos. Hay quien, de la experiencia de la contingencia, de­

duce la gratuidad de Dios y hay quien, en la contingencia, vive la experiencia de la nada, del vacío. La experiencia de la contingencia coloca al hombre frente a una opción: o la fe en la gratuidad de Dios o el rechazo de un Dios que calla.

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Dado que la presencia de Dios es absoluta, no se la puede localizar en nuestro mundo. Dios abarca toda la creación. Es inmanente y transcendente. Es palabra y si­lencia.

m silencio puede hacer nacer la plegaria, pero puede también hacer experimentar el vacío. Se puede aceptar la presencia silenciosa, pero sin descubrir el misterio de for­ma personal. Se puede recurrir a la oración entendida co­mo inmersión en el misterio sin pedir nada, sin dialogar con nadie. No es la oración de los creyentes, sino la pura inmersión en el océano de lo infinito. Una especie de pasi­vidad mística. Frente a la gratuidad de Dios hay, pues, tres posibilidades: la aceptación que lleva a la oración perso­nal, el ateísmo, la pasividad. Pero sobre esto volveremos enseguida.

JESÚS, DON GRATUITO

Usted ha dicho y escrito muchas veces que Jesucristo es el centro de su reflexión teológica. Hay quienes mani­fiestan ciertas reticencias sobre «su» Jesús. Pero, ¿quién es Jesús para usted?

Es el don gratuito de Dios. La creación en cuanto tal es un don gratuito de Dios, que ha puesto al hombre en su autonomía. La creación es el presupuesto para entrar en relación con Dios. El, creando, ha colocado al hombre en su humanidad, y el hombre, en su espiritualidad autóno­ma, puede entrar en relación personal con Dios. A esta re­lación la llamamos gracia. Hay una gran diferencia entre creación y gracia. La creación es una especie de gracia, pero no es la gracia de la vida teologal, es decir, el diálogo

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intenso entre el hombre y Dios. La creación es poner al hombre como otro respecto a Dios, y los dos pueden en­trar en relación recíproca, intersubjetiva. La intersubjetivi- dad entre el hombre-criatura y Dios es la vida de la gracia. Esto presupone la creación del hombre como una persona que puede entrar en relación con Dios. Antes de darse una intersubjetividad o una interpersonalidad, es decir, la vida de gracia entre Dios y el hombre, debe existir una criatura. Por tanto, hay distinción entre gracia y creación. La alian­za entre Dios y el hombre es la intersubjetividad, es la vi­da teologal del hombre.

Esta vida teologal está concentrada de manera única en Cristo, porque en él se da la plenitud de relación entre Pa­dre e Hijo. Nuestra vida teologal es una participación en la vida de Cristo. En su filiación divina. Nosotros partici­pamos de la relación Padre-Hijo, no somos esta relación. Sólo Jesús es relación interpersonal, nosotros solamente tomamos parte en ella. Aquí está la unicidad de Jesucristo.

Las religiones orientales hablan de la relación con Dios, pero no de la revelación de Dios. No conocen este con­cepto. Hay en ellas una mística del hombre, que, en su in­terioridad, encuentra a Dios; una especie de redención rea­lizada por el hombre mismo, que entra en sí mismo y en­cuentra a Dios en su intimidad. El origen de la relación con Dios es el hombre mismo.

Hay una gran diferencia entre estas religiones y las re­ligiones monoteístas: en estas, Dios, como persona, se co­munica. En la religiones orientales se entra en el misterio, a menudo una especie de vacío. No hay oración, no se ruega a Dios: es, solamente, sentirse en el misterio. Hay en ellas algo que fascina, pero sólo en las religiones mo­

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noteístas se da el Dios personal al que podemos dirigirnos con confianza, como hijos que hablan a un padre.

Por otra parte, hasta en la relación religiosa de Jesús la experiencia es teocéntrica. Dios es el Dios de todos los hombres, quiere la salvación de todos y hay mediaciones para llegar a Dios al margen de Jesús. En las otras religio­nes se accede directamente a Dios. Si, por una parte, no se puede aceptar el exclusivismo de que la salvación esté concentrada sólo en Jesús, afirmo, por otra, la unicidad absoluta de Cristo en la historia de las religiones, soste­niendo el valor positivo de las religiones no cristianas, por­que son humanas. El criterio es la humanización. Si se da una religión que ofende y destruye al hombre y la dignidad humana, se trata de una religión que se niega a sí misma. Una religión que humilla al hombre es, por definición, una forma equivocada de creer en Dios o, por lo menos, una religión que ha perdido el sentido de su propia inter­pretación así como el contacto con sus raíces auténticas.

Son ideas muy densas, que deben ser desarrolladas y profundizadas. El sufrimiento del hombre, la muerte de los inocentes, las enfermedades; todo esto pone en cues­tión el silencio de Dios, que, sin embargo, está presente de forma gratuita.

Dios que se da gratuitamente, Dios que habla callando e inquietando; todo esto lo considero fundamental para la espiritualidad cristiana. Se puede decir que la religión pro­fética cristiana es una religión de abandono místico y, al mismo tiempo, una religión de alta profecía, que compro­mete contra las injusticias por la liberación y la felicidad del hombre. Abandono y compromiso son los dos pilares de la religión cristiana, mientras que las otras religiones se caracterizan más por el abandono. El compromiso contra

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la injusticia es, para nosotros, esencial. Ahí es donde está la apuesta de Jesús mismo. Incluso sobre cruz el cristiano ve la presencia gratuita, elocuente, benévola de Dios. Que no quiere el sufrimiento, presente en la estructura misma de la creación. Dios está para vencer el mal y la injusticia. El hombre puede querer el mal, pero Dios no está obliga­do por este querer del hombre. Dios se opone a él con la mediación del hombre, que está llamado a luchar contra el mal.

SANTIDAD Y ORACIÓN

¿Qué es, para usted, la santidad?

Es la voluntad de Dios comunicada a los hombres. So­mos nosotros los que debemos buscar qué es el bien. So­mos nosotros los que debemos tener experiencia del bien. La santidad es la conciencia de la presencia absoluta y gratuita de Dios; es el compromiso por los demás en la justicia y en la caridad. Es la integridad del hombre, pero asumida en la intersubjetividad de Dios. No digo que ser humanos y ser cristianos sea lo mismo, porque se puede ser humano sin una relación viva con Dios; pero la santi­dad es una humanidad inserta en la vida teologal de Dios. Santidad y vida teologal, o vida de gracia, son la misma cosa. Fe, esperanza y caridad son las virtudes que nos re­fieren directamente a Dios. La vida teologal presupone y asume la vida ética, pero la teologalidad es más que la éti­ca, y no se puede reducir la vida cristiana a la vida ética, que, por otra parte, es, evidentemente, esencial para la vi­da cristiana.

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La oración tiene un aspecto místico, es decir, es la ex­periencia de la presencia gratuita de Dios; es reconocer la presencia de Dios. Esto ya es oración. Pero la oración tiene un aspecto de petición, como se ve en el Padre Nuestro.

Se pide a Dios la venida del reino; se ruega que se haga su voluntad; se pide el perdón de las culpas y el pan coti­diano. Son peticiones. La oración, en las religiones mono­teístas, tiene un carácter de petición. Se pide algo para uno mismo cuando se ruega la venida del reino, que es la feli­cidad del hombre, pero en el abandono en la presencia ab­soluta de Dios. En la oración están presentes siempre es­tos dos aspectos: la alabanza a Dios, con la aceptación de su presencia absoluta, y la petición de algo para uno mis­mo y para los demás.

Usted ha concentrado mucho su reflexión sobre el hombre, sobre su relación consigo mismo, con Dios, con la creación. ¿Por qué tanto interés por el hombre?

El hombre es la imagen de Dios. Allí donde está el hom­bre, allí donde actúa y construye la historia de una forma humana, Dios realiza la salvación. El hombre es un ser li­bre; puede escribir una historia de pecado o una historia de salvación. En la construcción de una historia que levan­ta a la humanidad, en este compromiso humano, Dios nos da la salvación a través de la mediación del hombre. Es Dios quien hace de la historia una historia de salvación con la mediación del hombre.

¿Yla oración?

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MARÍA: LA GRAN HERMANA DE LOS CRISTIANOS

No le parezca extraño si, en este momento, le pregunto por María

Inmediatamente después del concilio, en estos treinta años, ha habido una especie de pausa en la mariología; no se ha hablado mucho de María. Ahora se reemprende la investigación con otras perspectivas, poniendo el acento en la relación entre María y el Espíritu Santo. Ahora es una mariología cristo-pneumatológica, que puede ser aceptada también por las otras Iglesias, porque en sus mariologías está la relación entre María y el Espíritu Santo. Todos los títulos marianos son títulos eclesiológicos. Las letanías hacen referencia a la Iglesia. En mi opinión, también los títulos eclesiológicos derivan de títulos pneumatológicos. La madre de la Iglesia no es la Virgen, sino el Espíritu San­to. María está junto a los fieles y, puesto que el Espíritu Santo es la madre de todos los miembros de la Iglesia, María es la gran hermana de todos los cristianos. Es un punto de vista feminista: el acento se pone sobre la «soro- ridad» de María más que sobre la maternidad de la Iglesia. El concilio no ha querido consagrar la invocación «Madre de la Iglesia»; solamente ha dicho que María es llamada por algunos «Madre de la Iglesia». Yo opino que se debe elaborar una mariología pneumatológica.

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LA ESCATOLOGÍA6-

El hombre es un ser histórico, puesto en la historia para hacer historia. Por eso su itinerario es un itinerario recorri­do con Dios, porque es criatura de Dios. Pero puede ser, también, un recorrido sin Dios o, incluso, contra Dios. El hombre es un ser histórico en relación con el Dios eterno. Esta relación del hombre histórico con el Dios eterno plantea el problema de la escatología. Puesto que la vida es una vida contingente, con un principio y un final, ¿pue­de sobrevivir el hombre? ¿Puede mirar más allá? ¿hay una vida después de la muerte? ¿Hay un cielo para el hombre que ha obrado el bien? ¿hay un infierno para quien ha co­metido el mal? El problema se plantea por la historicidad del hombre. La respuesta cristiana a todos estos proble­mas constituye la escatología. La vida eterna no es un da­to inserto en la naturaleza del ser contingente. Aunque el hombre tiene un alma espiritual, no se puede decir que la espiritualidad del alma humana es el fundamento de una vida más allá de la vida. Esta no es, en absoluto, una idea cristiana es una idea griega. El fundamento de la fe en la resurrección, en la vida eterna, está en la intersubjetividad

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entre el Dios eterno y el hombre contingente. Por tanto, el fundamento de la vida eterna del hombre está en la vida teologal, en la vida de comunión con Dios, y no en la es­piritualidad del hombre.

Por eso el Nuevo Testamento habla siempre de resu­rrección y no de inmortalidad del alma. Que deba ser la espiritualidad en cuanto tal el fundamento de la vida eter­na es una concepción griega y pagana. El hombre es un espíritu encarnado, que inicia un camino y después lo aca­ba. En la Biblia no se dice que el alma vive y el cuerpo muere. Es la vida teologal, es la vida de gracia el funda­mento de la resurrección, y esta vida teologal es más fuer­te que la muerte.

PARAÍSO. INFIERNO Y PURGATORIO

Usemos la terminología del hombre de la calle. ¿Qué es el cielo? ¿Qué es el paraíso? ¿Qué es el infierno?

El cielo y el infierno son posibilidades antropológicas. Yo sostengo que hay una asimetría entre la noción de cielo y la noción de infierno, es decir, no se pueden colocar en el mismo plano. Si el fundamento de la supervivencia es esta relación vivida con Dios, me pregunto qué habrá cuando no hay, en absoluto, esta relación vivida con Dios, es decir, cuando el hombre hace el mal con voluntad defi­nitiva.

No se sabe si hay hombres que hagan el mal con volun­tad definitiva, rechazando la gracia y el perdón de Dios; pero si hay hombres -es una hipótesis- que no tienen rela­ción teologal con Dios, estos no tienen ni siquiera el fun­damento de la vida eterna. El infierno es el final de quie­

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nes hacen el mal de forma definitiva. Su muerte física es también su final absoluto. Por tanto, desde el punto de vis­ta escatológico, sólo existe el cielo.

Es una cosa totalmente distinta de la apocatástasis o re­capitulación general de Orígenes2 y otros. Repito: no se si existirán hombres tan perversos que rechacen la gracia y el perdón de Dios. Es posible que todos los hombres estén destinados al cielo; pero, en todo caso, si eventualmente existiesen hombres malvados, en el sentido de definitiva­mente malvados, su muerte física sería el final de su exis­tencia. Existe sólo el cielo, y no junto a un infierno donde los hombres sufren el fuego y las penas para toda la eter­nidad. Va contra la naturaleza de Dios, que es amor, el que los hombres sean castigados eternamente. Para mí, como hombre de fe, es impensable que, mientras la alegría inun­da el cielo, haya personas, a dos pasos, en medio de sufri­mientos infernales y eternos. No puede existir un infierno que sea el reverso de la alegría eterna del reino de Dios. No existe más que el reino de Dios.

Cielo e infierno son posibilidades antropológicas por­que el hombre es finito, su libertad es finita, puede elegir el bien o el mal de una forma definitiva. Es un dato antro­pológico. Si existen estos hombres que optan por el mal, no lo sé. Pero, aun admitiendo que existan, el infierno no existe3. No hay una vida infernal. Si hay alguno que en su

2 Escritor eclesiástico, nacido en torno al año 185 en Egipto, quizá en Alejandría; muerto hacia el año 253-4 en Tiro.

En el mundo cristiano, la apocatástasis fue afirmada sobre todo por los padres orientales y por Orígenes, entendida como retomo de toda la creación a un estado de plena felicidad.

3 Para aclarar estas expresiones un poco expeditivas, comprensibles en el género de la entrevista, tomamos del volumen de R. Gibellini, La teología de

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vida es capaz de separarse totalmente y de forma definiti­va de la comunión con el Dios de la vida, este está desti­nado a la aniquilación de su propio ser.

Algunos teólogos me dicen: «Entonces no hay castigo por el mal que se comete». Respondo: no se entiende lo que quiere decir estar con Dios durante toda la eternidad. Para los hombres no habría una vida de comunión con Dios... Es terrible. Dios no tiene sentimientos de vengan­za. Para mí es imposible esta coexistencia del cielo eterno para los buenos y el infierno para los malos, que reciben un castigo eterno. El «eschaton» o el cumplimiento último es exclusivamente positivo: no existe un «eschaton» nega­tivo. Es el bien, no el mal, el que tiene la última palabra. Este es el mensaje y esta es la praxis de vida de Jesús de Nazaret.

X X secolo (Queriniana, Brescia 1992, 367-368): «Para Schillebeeckx no se da una simetría entre “paraíso” e “infierno”; y, por lo tanto, el infierno no puede hacer de contrapunto del paraíso, como generalmente se ha afirmado en la teo- logía-de-escuela. Pero Schillebeeckx no acepta ni siquiera la revisión realiza­da en este punto por los teólogos no “infernalistas” (según la expresión de von Balthasar), como Teilhard de Chardin, Rahner y el mismo von Balthasar, que consideran el infierno como una posibilidad real de desastre final pero, al mis­mo tiempo, insisten en el deber de “esperar para todos”. Schillebeeckx formula otra solución: la lógica del bien, tal como se expresa en la praxis del reino, lleva, sobre la base de la promesa y de la gracia, al cumplimiento final de la felicidad eterna; la lógica del mal no lleva, en cambio, a ninguna parte; y si hay alguno que es capaz, en su vida, de separarse total y definitivamente de la comunión con el Dios de la vida, este está destinado a la aniquilación de su propio ser: “Pero no hay ningún reino de sombras infernal junto al reino de Dios de la felicidad eterna. [...] El éschaton, o sea, lo que es último, es exclu­sivamente positivo. No hay ningún éschaton negativo. El bien, no el mal, tie­ne la última palabra. Este es el mensaje y la característica de la praxis humana de Jesús de Nazaret, a quien, por esto, los cristianos confiesan como el Cris­to” (E. Schillebeeckx, Los hombres, relato de Dios).

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La noción de purgatorio es una noción católica que considero esencial para la escatología. Aun cuando el hombre haya elegido el bien y tenga una vida eterna en el cielo, no es un santo como Jesucristo. Tiene imperfeccio­nes, culpas. Aun cuando el hombre muera en estado de gracia, como se suele decir, sigue siendo un pecador. En el primer encuentro con Dios en el cielo, el Dios de la santi­dad, el primer acto de amor de Dios es una especie de ca­tarsis, de purificación. El primer acto de caridad de Dios es la purificación de todas nuestras imperfecciones. En un instante.

El purgatorio, por tanto, no es un lugar, como tampoco lo son el cielo y el infierno, sino un estado, que no se puede representar. El primer acto de amor de Dios en el cielo es un acto de iluminación. Dios proyecta su luz sobre el hom­bre, lo ilumina y lo purifica. Es una especie de radicación en Dios. Es el primer momento de la visión beatífica. To­dos los hombres, pues, pasan a través del purgatorio antes de entrar en la visión beatífica de Dios.

No hay, por tanto, fuego purificador de las penas. El mismo santo Tomás se preguntaba cómo un alma separada del cuerpo puede ser purificada por el fuego. No se trata del fuego del castigo, sino del fuego de la purificación. El fuego es solamente una imagen.

Hay teólogos que sostienen que la vida eterna es la vi­da terrena de los hombres que creen, que están en comu­nión con Dios. Para estos teólogos la muerte física es el fi­nal del hombre. No habría una vida después de la muerte. Se entra en el seno de Dios sin una existencia personal. Para ellos, la vida acaba y no hay ninguna relación entre

¿Y el purgatorio?

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la vida llevada en la tierra y la vida en el seno de Dios. Pero, entonces, la vida sería una farsa. Hablan de inmorta­lidad y de supervivencia, pero, después de la muerte, se desaparece en Dios sin una existencia propia, personal.

Es una teoría que, por desgracia, se está abriendo cami­no y contra la cual lucho, porque no concibo que mi vida física acabe en el anonimato, aunque sea divino.

El dominico francés Pohier es de esta opinión, aunque ahora acepta la resurrección de Cristo. Y ahora me parece aún más estúpido: aceptar, por un lado, la resurrección de Cristo y, por otro, no aceptar la resurrección del hombre.

Pero, estos teólogos ¿ cómo explican las palabras del Credo sobre la resurrección de la carne?

Diciendo que en el hombre se da un deseo infantil de supervivencia, como una forma de megalomanía. También yo digo que no tenemos ningún derecho a una vida eterna, que es, por el contrario, pura gratuidad de Dios. San Pablo dice que sin la resurrección la vida está vacía. Y es ver­dad.

ESCATOLOGÍA Y PROTOLOGÍA4

Quisiera, ahora, decir algo sobre el paraíso. En el Anti­guo Testamento se habla de la escatología mirando a la protología. En todo el Génesis, la idea del paraíso y del hombre que lo habita es un reflejo de la escatología sobre

4 El término griego «proton» significa «primero», el «inicio», lo contrario de «eschaton», último y final. La protología se refiere a la concepción religio­sa (extracientífica) de los orígenes del mundo y de la humanidad (narraciones de la creación).

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la protología. La creación es la proyección de cómo los profetas concebían la idea del paraíso en el que había sido puesto el hombre. Es una trasposición de la escatología profética al inicio de la humanidad. Se ha tratado de dar una explicación a esta historia, en la que Dios habla al hombre de salvación. Se ha transferido el mensaje de los profetas al inicio de la creación. Dios ha puesto al hombre en el paraíso, pero el hombre ha pecado, ha sido expulsa­do de él y ha comenzado una historia de pecado.

La noción de paraíso pertenece a la escatología. Toda la narración del Génesis está inserta en la escatología. Pa­ra los padres griegos, el hombre escribe enseguida una historia de pecado. Los padres latinos, por el contrario, describen al hombre en el paraíso, el hombre perfecto que después ha pecado. Es una mistificación de los padres lati­nos. El paraíso, en el pensamiento de los padres griegos, es el porvenir del hombre. El hombre va hacia el paraíso. Toda la protología está encuadrada en la escatología por­que ha sido redactada con una perspectiva escatológica. Los profetas dicen que en el reino de Dios el león y los ni­ños jugarán juntos. San Agustín y los padres latinos refie­ren estas imágenes al paraíso. Es verdad que era intención de Dios que la historia fuese así, pero es necesario decir que el hombre no la ha comenzado dotado de ciencia y sa­biduría, sino que, partiendo del pecado, se encamina hacia el reino de Dios. La protología, por tanto, debe leerse a la luz de la escatología.

j Y e l pecado original qué es?

Las nuevas teorías sobre el pecado original fueron con­denadas por Roma. Ahora se prefiere callar. Creo en el pe-

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cado original; creo que hay un pecado del mundo, que las estructuras del mundo están hechas por hombres pecado­res y que se llega al mundo con el pecado. Pero el pecado es anterior al hombre. El hombre viene a un mundo donde hay pecado. Por una parte, entra en una historia de salva­ción, pero, por otra, entra en una historia de pecado. Es un pecado que transciende la voluntad personal del hombre. La situación misma está afectada por el pecado del hom­bre. Toda nuestra historia se desarrolla «desde el pecado al pecado», como dice el concilio de Trento. Esta es la his­toria del hombre.

El hombre ha pecado en Adán, pero Adán en los rela­tos del Génesis no es una persona histórica: es la humani­dad entera. El pecado es preexistente a nuestra voluntad. Esto es lo que fue definido por el concilio de Trento. Las imágenes oscurecen la noción de pecado original. La Con­gregación para la doctrina de la fe es muy abierta respecto a las teorías del pecado original. Es el único dogma del que se acepta su desmitificación. Yo creo en el pecado ori­ginal, aunque otros teólogos sostienen que se trata de un puro mito. Para mí, el pecado del mundo, como lo llama san Juan, es una realidad. Es necesario también tener el coraje de desmitificar la protología para recuperar el nú­cleo de la narración, que es que el pecado del mundo es una realidad muy fuerte que supera nuestra voluntad y la inclina al mal.

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LA ÉTICA5

No existe una ética cristiana. San Pablo dice que hay que vivir in Domino, es decir, «en el Señor». Toda la ética de san Pablo está fundada sobre la ética de la stoa5, sobre todo cuando se refiere al matrimonio. Pero san Pablo aña­de que hay que vivir «en el Señor». Es una ética autóno­ma, no cristiana, humana; pero esta ética humana, autóno­ma, debe vivirse a la luz de la vida teologal. Todos, sean cristianos o no, ateos y humanistas, buscan normas. Cuan­do se busca unidos una solución, por ejemplo, para el aborto o la eutanasia, se aducen argumentos y, al final, se llega a un «consenso»; esto lo hace suyo la vida teologal.

En la historia se puede constatar que no siempre han si­do los cristianos los que han percibido la situación de in­justicia. Tomemos, por ejemplo, la esclavitud. Los cristia­nos la aceptaron. San Pablo dice: como cristiano soy libre, no hay distinción entre esclavos y libres, pero, en la vida social, el esclavo debe seguir siendo esclavo. Y esta situa-

5 Una de las grandes escuelas filosóficas de la época helenística, así lla­mada por el «pórtico pintado» en el que fue fundada, en torno al año 300 a.C. por Zenón de Zitio. Afirma el primado del problema moral sobre los proble­mas teóricos.

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ción duró siglos y siglos. No fueron los cristianos quienes dijeron que la esclavitud era un mal. Fue la conciencia hu­mana quien dijo no a la esclavitud. San Pablo no llegó a concluir que la esclavitud era un mal. Podía deducirlo de la cristología, pero no lo hizo. La moral en cuanto tal es autónoma, pero debe ser vivida por los cristianos en un contexto religioso. Se da una especie de interrelación en­tre la ética autónoma y el contexto cristiano en el que se asume tal autonomía.

Por eso estoy en contra de ciertas posiciones éticas de la Iglesia oficial, que se hacen pasar por cristianas pero que, de hecho, no lo son, porque pertenecen a una filoso­fía determinada. Piénsese en el exasperado fixismo res­pecto a la sexualidad y al matrimonio. La Iglesia oficial algunas veces sigue una determinada corriente filosófica, la escolástica, que tiene una determinada concepción de la naturaleza humana. Las normas éticas humanas y cristia­nas tienen como fundamento la dignidad humana. Este es el criterio en todos los campos de la moral: los cristianos buscan con los demás aquello que, en determinadas cir­cunstancias está permitido o prohibido. Buscan con los demás las normas, no los privilegios.

No hay revelación con respecto a la ética; esta es un proceso humano. No es Dios quien dice: «Esto está ética­mente permitido o prohibido». Es el hombre quien, con su reflexión y su experiencia, debe decirlo y establecerlo. No existe, pues, una ética cristiana.

Para el Islam el discurso es distinto; tiene una ética.Para el cristiano, ni la revelación ni la fe imponen nor­

mas éticas, aunque de ellas puedan venir inspiraciones y orientaciones.

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RELIGIÓN Y ÉTICA

La religión no se reduce a la ética. Pero existe una vin­culación íntima entre fe y moral. El cristiano percibe la ética autónoma de la humanidad en el contexto de una práctica acorde con el reino de Dios, donde se sitúa su ex­periencia. La espiritualidad de la ética cristiana, que en cuanto ética no es un plus de la moral autónoma, se coloca en el plano de la vida teologal, es decir, de la relación con Dios. La ética, de todos modos, tiene necesidad de un Dios que sea más grande que la ética. Cuanto más calla­mos sobre este Dios meta-ético, fuente primera y horizon­te de toda ética, y más lo declaramos muerto, más nos ata­mos a los falsos dioses, a los ídolos que nosotros fabrica­mos.

Pero Dios no es compatible con los ídolos; es un Dios celoso que, por el bien del hombre, no entra nunca en con­flicto con su dignidad. Al contrario, la eleva y la honra.

¿ Usted qué piensa de la actitud de la Iglesia respecto a los homosexuales?

Tampoco en lo que respecta a la homosexualidad existe una ética cristiana. Es un problema humano, que debe ser resuelto de forma humana. No hay normas específicamen­te cristianas para juzgar la homosexualidad. Los obispos americanos han protestado recientemente por la carta del cardenal Ratzinger sobre la homosexualidad. Va contra to­das las nuevas adquisiciones de la ciencia. Hay homose­xuales por naturaleza. ¿Qué se puede decir? No hay aún un «consenso» sobre la materia, pero decir que la discri­minación en la vida social está éticamente permitida, esto

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no; esto va contra el cristianismo. Recurrir a la Biblia para condenar la homosexualidad no es justo. Comprendo que es necesario reflexionar mucho y ser cautos, pero ni la condena ni la discriminación son cristianas. Estas perso­nas sufren.

En conclusión: la noción de ética autónoma, que debe vivirse «en el Señor», en un contexto cristiano, no está aún admitida por la Iglesia. Pesa todavía la concepción de santo Tomás, cuya ética es aristotélica, basada en la pura racionalidad.

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LOS MINISTERIOS EN LA IGLESIA8

No estoy en contra de las instituciones de la Iglesia. Pero son instituciones humanas, históricas, que deben evolucionar para el bien de los cristianos. Esto se ve por las cartas post-paulinas. Las instituciones se fundamentan en el hecho de que existe la Iglesia, pero la institución co­mo tal es una institución humana. Por ejemplo, no se pue­de decir que los obispos, los presbíteros, los diáconos, han sido instituidos por Jesucristo. Son fruto de una evolución. El episcopado, el sacerdocio y el diaconado, tal como son hoy, los tenemos desde la segunda mitad del siglo segun­do. Son el fruto de una evolución lícita y positiva, pero no veo por qué no pueden cambiar.

En los documentos del Vaticano II -lo había ya señala­do el concilio de Trento- ya no se dice que son una institu­ción de Cristo. El concilio de Trento decía por disposición divina, es decir, han evolucionado históricamente por la acción de Dios. Trento corrigió la expresión por institu­ción divina, prefiriendo la expresión por disposición divina. El Vaticano II eligió una tercera expresión: ab antiquo, es

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decir, desde la antigüedad, porque, de hecho, la articula­ción jerárquica de la Iglesia evolucionó siguiendo leyes sociológicas. Se da, sin duda, la vinculación con el Cristo histórico. El gran exégeta Descamps sostiene que los Do­ce tienen una conexión con Cristo. La Iglesia es el nuevo Israel. En la comunidad de los Doce existe el ministerio petrino. Es un dato neotestamentario en cuanto la direc­ción de la Iglesia pertenece a los Doce. Pero, ¿como pue­de ser ejercido el ministerio petrino? ¿Puede ser, por ejem­plo, un triunvirato? ¿O un colegio? ¿O un sínodo? Es una cuestión histórica, sujeta a cambios.

En el Vaticano II se habló de colegialidad: Pedro y los otros Once rigen la Iglesia colegialmente. La colegialidad, como ha demostrado Botte, es una noción patrística. En la Nota explicativa previa del Vaticano II se quiso disminuir el alcance de la colegialidad: el papa puede obrar incluso sin el colegio. En el tiempo de las monarquías absolutas, esto aún se podía entender, pero ahora, en el tiempo de la democracia y del pluralismo, no. La autoridad es necesa­ria, pero no el autoritarismo. Se puede ejercer el poder de forma democrática, pero no contra los fieles. Hay que es­cuchar a la base.

Aunque Cristo no haya instituido directamente la Igle­sia, porque creía próximo el fin del mundo y no creía en una historia temporalmente larga, de hecho, después de su muerte continuó la proclamación del significado universal y definitivo del mensaje y de la praxis de vida de Jesús.

La imagen que la Iglesia primitiva tenía de sí misma desde el comienzo era la de ser el pueblo de Dios del final de los tiempos, cuando todo el pueblo de Israel se reuniría por fin en una misma fe en Jesús y en su mensaje evangé­lico. Por tanto, Jesús nos ha transmitido simplemente un

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movimiento, una comunidad viva de creyentes, conscien­tes de ser el nuevo pueblo de Dios: la «cosecha» escatoló­gica, obra de Dios, primero de todo Israel, y de todos los hombres después.

En otras palabras: un movimiento de liberación escato­lógica con el fin de reunir a los hombres en uno, en una misma paz, paz entre ellos, paz entre los pueblos, paz con el ambiente.

La eclesiología deriva, pues, de esta visión escatológi­ca, del mensaje escatológico de Jesús.

Toda la institución es un ministerio para preservar la li­bertad de los hijos de Dios. La jerarquía es un servicio al pueblo de Dios. El episcopado tiene la función de velar por que el mensaje de Cristo mantenga su integridad, pero sin herir la humanidad de los cristianos. Hay que respetar la ley de la Iglesia, el derecho canónico, pero, cuando se comprueba que estas leyes no son aceptadas por los fieles porque son consideradas inhumanas, estas normas deben ser cambiadas. Y al contrario, si son para el bien de los cristianos deben aceptarse.

La estructura de la Iglesia debe ser desmitificada, a pe­sar de que la institución es necesaria para preservar la li­bertad en la Iglesia. Cuando la Iglesia se hace servidora, es una Iglesia creíble y es acogida con simpatía.

ECLESIOLOGÍA EN TONO MENOR

La Iglesia hoy peca por omisión. Hay muchas posibili­dades en el mundo que hoy mira a la Iglesia. Pero los cris­tianos, muchas veces, no se sienten comprendidos por la jerarquía. La Iglesia es necesaria, porque sin la Iglesia se­ría el caos.

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Sufrir por causa de la Iglesia y por la Iglesia forma parte de nuestra vida cristiana. Pero esto no quiere decir que se deba callar. Se debe tener el coraje de criticar, porque la Iglesia tiene siempre necesidad de purificación y de refor­mas.

Prefiero una eclesiología en tono menor, no una gran eclesiología. Muchos cristianos no están de acuerdo con la visión de una Iglesia grande y potente. Están más por una eclesiología modesta.

¿Cuál es el centro del Vaticano II? La Iglesia. No es Dios, ni el mensaje de Dios para todos los hombres. Tene­mos, quizá, necesidad de un concilio que hable de Dios en este nuestro tiempo. El concilio analizó meticulosamente la Iglesia, dejando a Dios muy en el fondo. La Iglesia de­bería ser, más bien, un apéndice, un corolario de lo que decimos sobre Dios. Cuando esto se haga, la Iglesia ten­drá más voz en el mundo.

La Gaudium et spes estudió el mundo, aunque ahora vemos que refleja aquel momento histórico particular de gran euforia. Eran los años sesenta.

En este sentido tiene razón Ratzinger cuando dice que la Gaudium et spes es demasiado optimista. Eran los tiem­pos del «homo faber» de una sociedad maravillosa. Pero Ratzinger es un agustiniano, y su crítica refleja su propia concepción del mundo.

Iglesia «semper reformanda», ¿cómo ve los ■fhinisteriosf

feri'S 'lglesia hay muchos ministerios que deben ser aceptados por la Iglesia. La tríada obispos-presbíteros-diá- conos debe mantenerse, pero hay otros ministerios que de­

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ben admitirse con una ordenación, es decir, con un reco­nocimiento oficial por parte de la Iglesia. La separación entre la tríada y los otros ministerios debe superarse, aun­que se diga que esos tres pertenecen al clero y los otros al laicado. También en Holanda se dice: «los agentes de pas­toral hacen un trabajo maravilloso, necesario, pero son lai­cos». Pero, ¿esto qué significa? ¿Qué quiere decir que son sola y simplemente laicos? Yo me lo pregunto. De hecho, hacen mucho más en las parroquias que los presbíteros. Muchas veces son ellos los que llevan sobre sí la comuni­dad. Y así, los sacerdotes son vistos como los hombres de los sacramentos. Es una reducción peligrosa.

LOS NUEVOS MINISTROS

Se discute si todavía son válidos los seminarios. Sabe­mos que fueron fundados después del concilio de Trento. En Holanda se abolieron después del Vaticano II, pero ahora se trata de reactivarlos. Los candidatos al sacerdo­cio reciben una formación teológica en la universidad, pe­ro no una espiritualidad apropiada. Alguna vez puede que se dé, pero no es tarea de las facultades teológicas dar una formación espiritual y pastoral. Es necesaria una forma­ción específica para el sacerdocio. ¿Cómo realizarla? En pequeñas comunidades, como ya se está experimentando hoy en muchas partes. Ya no sirven los grandes semina­rios, los conventos, los monasterios, sino las comunidades pequeñas, con una regla adecuada. Los candidatos buscan más un lugar de espiritualidad que un seminario pre-cons- tituido, con normas ya predeterminadas. Los candidatos prefieren darse ellos reglas de vida, reglas que pueden cambiar según las diversas exigencias. Creo que estas co­

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munidades tienen futuro para la formación al ministerio sacerdotal.

celibato Vo lu nta rio

En el curso de nuestra larga conversación usted se ha referido al problema del celibato. ¿Quiere añadir algo so­bre el tema?

Es una cuestión que, en mi opinión, depende cada vez más de los obispos, que continúan interpelando a la Santa Sede para que reflexione seriamente sobre el problema. Hay cardenales y obispos que piden explícitamente que se revise la ley. Desde muchas partes se pide que el celibato sea una opción. Cara al futuro, si no se deja el celibato co­mo opcional, habrá problemas serios para la Iglesia. Hay sacerdotes que han aceptado el celibato obligatorio y que continúan renovando su opción, pero hay muchos otros que ya no lo aceptan y mantienen relaciones con mujeres. En una Iglesia autoritaria esto se puede entender. Sería más honesto obrar al descubierto. Tanto quien está casado como quien no lo está es un posible candidato al ministe­rio sacerdotal. El celibato es un carisma. El ministerio sa­cerdotal se ofrece a todos los cristianos. Comprendo que se piense: «si se hace así, todo se irá al desastre, a la deri­va». Pero, ¿por qué? La Iglesia protestante no va a la deri­va, ni la Iglesia ortodoxa, ni la Iglesia católica de rito oriental. ¿Dichas Iglesias son menos santas? ¿Cuándo ven­drá esto? No lo se. Pero, mientras tanto, se pierde tiempo. Muchos sacerdotes han abandonado a causa del celibato. Miles y miles. ¿Por qué se deja al pueblo sin eucaristía? El Vaticano II dijo que la eucaristía dominical es el cora-

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zón, el alma de la vida cristiana. ¿Y, entonces, por qué de­jar a comunidades cristianas enteras sin la eucaristía do­minical?

Es una pregunta dramática que no recibe respuesta.

LA ORDENACIÓN/tfE MUJERES

De hecho, son más las mujeres comprometidas en la vi­da de la Iglesia que los hombres. Pero no tienen autoridad, no tiene jurisdicción. Es una discriminación. Cristo eligió mujeres, auténticas apóstoles a su modo. Es una mujer la primer testigo de la resurrección. La exclusión de las mu­jeres del ministerio es una cuestión puramente cultural que ahora no tiene sentido. ¿Por qué las mujeres no pue­den presidir la eucaristía? ¿Por qué no pueden recibir la ordenación? No hay argumentos para oponerse al sacerdo­cio de las mujeres.

En una sociedad moderna, las mujeres pueden desem­peñar todos los roles, pueden ocupar todos los puestos. ¿Y por qué no está permitido en la Iglesia? Hay que preparar al pueblo. Cuando no se le prepara, pueden darse cismas dolorosos que deben evitarse. Personalmente me he empe­ñado, con mis escritos, en informar al pueblo sobre estos problemas. ¿Y por qué no hablar de ello en las homilías, con mucho respeto, delicadeza y serenidad?

He seguido por la radio el debate que se ha desarrolla­do en el Sínodo general de la Iglesia de Inglaterra (11 de noviembre de 1992). Ha sido un debate de un nivel alto y profundo, con una fuerte preocupación pastoral, en sus di­ferencias con los opositores, por mantener la unidad de la Iglesia.

En este sentido, estoy contento de la decisión de confe­

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rir el sacerdocio también a las mujeres, y, en mi opinión, se trata de una gran apertura para el ecumenismo, más que de un obstáculo, porque muchos católicos van en la mis­ma dirección.

LA VIDA RELIGIOSA EN EL SEÑOR

Digo algo sobre la vida religiosa, que me afecta de cer­ca como dominico. No es una vida separada de la vida cristiana. Es la elección de un camino especial, que com­promete con los votos.

Los votos religiosos son posibilidades de la existencia humana en general. También los no religiosos pueden vi­vir una vida célibe por una opción diversa de vida. Por la política, por ejemplo. En la base de la vida religiosa hay posibilidades antropológicas. Es el mismo discurso que he hecho para la ética. Hay una posibilidad humana autóno­ma, que se puede vivir in Domino, en el Señor. El celibato por el reino de Dios es una posibilidad humana, que se vi­ve en el Señor, con la perspectiva del reino de Dios. El ce­libato en cuanto tal no es un «plus» en relación con la vida matrimonial; es, simplemente, una posibilidad humana distinta que el religioso vive por el reino de Dios.

Así también, la pobreza como tal no es una virtud. Es una situación humana. Se puede vivir la pobreza volunta­riamente para ser solidarios con los pobres del mundo. Se puede, por tanto, vivir in Domino por el reino de Dios.

La obediencia es también una posibilidad humana. Se puede vivir en el Señor. La vida religiosa en su conjunto es, pues, una posibilidad que puede ser vivida comunita­riamente por razones que pueden ser distintas del reino de Dios.

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Son posibilidades de la existencia humana que los reli­giosos asumen por el reino de Dios. La vida religiosa es la vida cristiana en cuanto tal, pero vivida de modo diverso. Es un estado de vida especial en relación con la vida cris­tiana común, pero no se puede decir que esta vida sea un «plus», algo que transciende la vida cristiana. Se dice co­munmente que la vida religiosa es una vía superior. Yo no pienso eso. Es una acentuación, una posibilidad humana en perspectiva religiosa. El religioso se compromete con el mundo de una forma especial porque pone el acento so­bre el carácter escatológico de la vida cristiana, no esca­pando del mundo. La vida religiosa -órdenes, congrega­ciones, institutos- es un signo escatológico y, por tanto, tiene una función crítica con relación al mundo y a la Igle­sia. En la Iglesia los religiosos han tenido siempre esta función crítica sobre todo respecto a la Iglesia, para la que muchas veces son unos enfants terribles, unos contra-co- rriente. Estimulan y critican a la Iglesia.

¿ Cómo explica la crisis actual de la vida religiosa ?

Se dice que se debe a la falta de sentido religioso. No lo creo. Al contrario, creo que aumenta el sentido religio­so en el mundo. No se puede decir que en occidente so­mos víctimas de la secularización. Es más bien la institu­ción Iglesia la que no se comprende tal como se presenta en algunos de sus aspectos. En esta crisis de la vida reli­giosa veo, sobre todo, una reacción al sobrenaturalismo de la vida religiosa entendida como fuga del mundo, como ponerse al resguardo de las desgracias del mundo. Hay hoy día muchos jóvenes en el tercer mundo y son laicos. Ellos son los nuevos sacerdotes, los nuevos misioneros.

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Lo que en un tiempo hacían los sacerdotes y misioneros, hoy son los laicos quienes lo hacen. Hay solamente un desplazamiento, no una pérdida del sentido religioso. Se comprende cada vez más que el sentido religioso debe en­carnarse en la humanidad y, por tanto, en la solidaridad social para cambiar las estructuras. Son muchos los laicos cristianos que se comprometen en el mundo. Antes eran sólo los sacerdotes y los religiosos. Se da, pues, un des­plazamiento, no una pérdida.

Esta crisis anuncia tiempos nuevos. No tanto la necesi­dad de nuevas órdenes, congregaciones, institutos, cuanto, sobre todo, de una nueva orientación de estos, que com­porta obviamente un cambio de las mismas estructuras. Este convento, por ejemplo, el Albertinum, grande, inmen­so, está ocupado por unos pocos hermanos. Ha cumplido su tiempo. Para mí se trata de una crisis de crecimiento, de aggiornamento de la vida religiosa.

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LA CONFESIÓN DE UN TEÓLOGO9

Usted, en la introducción al último volumen de su cris­tología, escribe: «Espero que este libro sea fructífero pa­ra muchos lectores. Para mí se trata de la confesión de fe de un teólogo que se considera racionalmente coherente, consciente de la catolicidad en la que se sitúa; que quiere, que debe, a partir de ella, dirigirse a sus hermanos y her­manas en humanidad, para ofrecerles lo que sigue» ¿ Qué sentido tienen estas expresiones al final de nuestra con­versación?

Soy racional al ciento por ciento. Estoy contra la fe del carbonero. Ratzinger dijo hace algún tiempo que es nece­sario tener una forma de fe un poco ingenua. No reflexio­nar mucho sobre la fe... Como si la reflexión sobre la fe fuese sólo competencia de la jerarquía. Como creyente soy racional y busco argumentos racionales. Así me siento cien por cien creyente. No hay en ello ninguna contradic­ción, como alguno me ha querido hacer ver. Ser creyente no quiere decir ser irracional. La fe es confesión de un hombre racional. La racionalidad de la fe debe ser siempre explorada y clarificada. Toda mi teología es teología de un

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creyente. Fides quaerens intellectum. La razón humana debe usarse al cien por cien en el campo de la fe. Sacar a colación la obediencia y cerrar los ojos no es cristiano, no es católico. Es necesario ser creyentes racionales. Santo Tomás es santo en su racionalidad porque usó la razón pa­ra afrontar la fe. Es cada vez más necesaria la racionalidad sobre todo para reaccionar ante el fundamentalismo6, que mina cada vez más a la Iglesia. El fundamentalismo, pre­sente también hoy en algunas comunidades cristianas, lle­va al oscurantismo. Es un gran peligro, porque se niega la razón humana.

Es cierto que no se debe dejar a la razón humana como suficiente en sí misma, porque se corre el peligro de llegar a un puro positivismo. La fe cumple la función de crítica y de corrección para no caer en el racionalismo y cerrarse al misterio. Sin la razón humana la fe se convierte en funda­mentalismo. Ambas, fe y razón, cumplen la función de crítica recíproca.

¿Cómo juzga su actividad teológica?

En un tiempo se hablaba de escuelas teológicas: había maestros y discípulos. Ahora ya no. La idea de hacer es­cuela es una idea superada. Las grandes síntesis, que per­manecen para varios siglos, ahora ya no existen. Yo no es­cribo para la eternidad, sino para el hombre de hoy, que se encuentra en una determinada situación histórica. Trato de

6 Movimiento americano iniciado a finales del siglo XIX. En nombre de una radical y absoluta fidelidad a la Biblia se opuso a las interpretaciones fun­damentadas sobre métodos científicos, favoreciendo una exégesis puramente verbal.

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responder a sus preguntas. La teología tiene, pues, una fe­cha, es contextual; pero, al mismo tiempo, quiere ir más allá de la misma situación. Hay una intención universal en mis obras porque me esfuerzo por tomar en consideración el porqué de los hombres de toda la humanidad. De otro modo no sería una buena teología. La actualidad de una teología no es una actualidad efímera. Vendrán después otros teólogos para otros tiempos.

Estoy satisfecho de haber dicho algo para el hombre de hoy y, quizá, algo interesará también a la generación futu­ra. Cuando una teología puede nutrir a la generación si­guiente es una gran teología, continúa la gran tradición teo­lógica.

¡SOY VERDADERAMENTE UN HOMBRE FELIZ!

Es difícil trazar una línea de división neta entre mi ex­periencia personal y mi vida de teólogo. Ambos aspectos se desarrollan en el espacio de esta celda del Albertinum y en el ámbito de la Universidad de Nimega, desde hace más de treinta años.

Dos textos de las Escrituras me han sostenido y aún me sostienen: las palabras de san Pedro: «estad siempre dis­puestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os pida explicaciones» (1 Pe 3, 15b) y de san Pablo: «No apaguéis la fuerza del Espíritu; no menospreciéis los do­nes proféticos. Examinadlo todo y quedaos con lo bueno» (1 Tes 5, 19-21).

Es el Espíritu el que habla a través de estos dos textos. De una parte, en el continuo esfuerzo de reorientarme en las direcciones insospechadas hacia las que el Espíritu so­pla; este mismo Espíritu ha dado a mi trabajo teológico un

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carácter de esperanza, liberador y constructivo, que abre a la esperanza, según me han comunicado mis lectores, ver­balmente y por escrito, con gran alegría por mi parte.

Por otro lado, el Espíritu ha sido también fuente del inextinguible carácter crítico de mis escritos, de la actitud crítica que en el curso de estos últimos años me ha llevado a recibir un cierto número de cartas en las que hermanos cristianos me han definido como «un demonio en carne y hueso» y «un lobo con piel de cordero», «un hereje de la peor especie» y «un emigrado a Holanda, que por el bien de la Iglesia y de la sociedad haría mejor volviéndose a su tierra de origen».

Mi trabajo científico significa todavía para mí, de ma­nera muy consciente, una forma de apostolado y, en parti­cular, una forma de predicación dominica de la Buena No­ticia: el Evangelio de Jesús, Mesías del Dios liberador, elegido por el Espíritu.

Sin embargo, con el transcurso del tiempo, he aprendi­do por experiencia que, si la religión es el mayor bien del hombre y para el hombre, es también muchas veces com­pletamente instrumentalizada para humillar y hasta para torturar al hombre (en el cuerpo y en el espíritu).

Por eso, sobre todo en los últimos años, mi reflexión teológica ha preferido defender al ser humano, hombre y mujer, contra las exigencias inhumanas de la religión, más que defender a esta contra nuestras ilusorias exigencias de hombres pecadores, como somos todos.

En los dos aspectos de mi pensamiento teológico, el crítico y el constructivo, he querido testimoniar a los de­más la esperanza y la alegría que hay en mí: ¡soy verdade­ramente un hombre feliz! Estoy también muy reconocido por la libertad que mis superiores dominicos, tanto fla-124

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meneos como holandeses, me han dado, desde el princi­pio, generosamente, en provecho de mi trabajo teológico.

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¡NO TENGÁIS MIEDO! (El salmo oración)

Por petición del poeta holandés Huub Oosterhuis com­puse este salmo-oración, con el que querría terminar estos días de conversación, en los que he dictado el testamento de un teólogo apasionado por Dios y por los hombres.

¿Eres un Dios cercanoy no un Dios distante? Jer 23, 23

Verdaderamentetú eres un Dios escondido. Is 45,15

¿O acaso nos ocultas tu rostropara ver, así, cuál será nuestra suerte? Dt 32, 20

Sin embargo,tú no te complaces en castigar y afligir a los hombres. Lam 3, 33

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Das respuesta a los que no te preguntan; vas al encuentro de los que no te buscan; dices «aquí estoy»a quien no te invoca. Is 65,1

Y yo ¿te busco en el vacío? Is 4 5 ,19b

Oigo tu voz, Señor, que dice:«Yo soy el Señor, que digo lo que es justoy proclamo lo que es recto» Is 4 5 ,19c

Pero los desvalidos y los pobres buscan agua y no la encuentran; su lengua está reseca por la sed. Is, 41,17

¿Cómo puedo esperar en silenciotu llegada, ¡oh Dios!, mi salvación? Sal 62,1

Acoge, Señor, a quien actúa rectamente. Is 64, 4

Entonces podremos decir a todos:Tú eres nuestro Dios, tú haces libres a los hombres.Tú has escuchado mi grito.

Tú te me has acercadoy me has dicho: «¡No temas!» Lam 3, 57

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«Mira, voy a hacer algo nuevo,ya está brotando, ¿no lo notas?» Is 43, 19

Creo, Señor,pero ayúdame a tener más fe. Mc 9, 24

Soy un pobre ser, Señor,¡enséñame a orar! (Guido Gezelle)

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«VENGA A VERME A GANTE...»

Gante, 16 mayo 1933

Querido Edward,

Con gran placer he leído tu gentil y honesta carta del catorce de este mes y no quiero tardar en hacerte, quizá, un servicio. Ante todo quisiera expresarte mi más cordial enhorabuena, porque el Señor te ha concedido la gracia del noble deseo de dedicarte enteramente a él y al cuidado de las almas. Mis oraciones quieren serlo contigo y por ti, para que puedas continuar y ver claramente qué orden ele­gir para realizar este tu ideal. Tengo la impresión, por tu carta, de que tú ya has leído algo sobre la orden de santo Domingo: sabes que es una orden de monjes-sacerdotes y monjes-apóstoles que tienen como palabra de orden «con- templata aliis tradere» y como lema «veritas». Con gusto te daría una idea global de la orden y una respuesta ex­haustiva a todas tus preguntas. Pero sería demasiado arries­gado. Personalmente me siento tan feliz en el hábito blan­co de santo Domingo que no quiero ser embarazoso para alguien que quizá tenga la misma vocación. Prefiero ad­mitir que en pocas líneas sólo puedo indicarte algunos da­

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tos aburridos. Quizá podrías venir aquí alguna vez para es­cuchar algo sobre nuestra orden y, algo aún más importan­te, compartir durante algunos días nuestra vida. Aprende­rías mucho más que en todos los libros y en todas las car­tas, porque son cosas que debes experimentar o ver de cer­ca para poder hacerte una idea. Así podrías darte cuenta fácilmente si tu puesto está aquí, con nosotros. Podrías ve­nir, por ejemplo, la tarde del sábado, víspera de Pentecos­tés, y quedarte hasta el lunes.

He aquí una breve respuesta a tus preguntas:1.- El estudio en los dominicos. Nuestra orden es cono­

cida como la orden del estudio por excelencia. Ya desde su origen. Para promover el estudio, los superiores están obligados por la regla dominica a conceder algunas dis­pensas a los hermanos, por ejemplo, del ayuno y del oficio nocturno. El estudio, junto con la vida de oración, ocupa la parte principal; la orden fue fundada sobre: oración y estudio.

2.- Se estudian, sobre todo, filosofía y teología, con otras disciplinas conexas, como por ejemplo, la sociolo­gía.

3.- Dado que la orden se ocupa sobre todo en estudios superiores, los dominicos han fundado pocos colegios. En Francia, el padre Lacordaire instituyó una congregación tercera de santo Domingo para enseñar en los colegios. Recientemente esta tercera orden ha sido equiparada a la primera. En Holanda tenemos un gran colegio en Nimega. En Bélgica se fundará un colegio, probablemente, dentro de pocos años, cerca de Amberes.

Muchos dominicos enseñan en institutos universitarios, como en Roma (el Angelicum), en Friburgo, en Nimega, etc.132

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4.- Aparte de la santa Misa, rezamos, como verdaderos monjes, el oficio de las horas, de día y de noche.

5.- La orden tiene misiones en todo el mundo. Nuestra provincia tiene una en el Congo belga, «In den Uele», fun­dada en 1911.

6.- Brevemente, este es el curriculum de un padre do­minico:

a. Postulante (tras completar la escuela superior y un examen de admisión); diez días.

b. Imposición del hábito. Inmediatamente después del comienzo del noviciado. Un año de noviciado.

c. Primera profesión por tres años. Tres años de estudio de filosofía. Después, la profesión solemne, definitiva.

d. Cuatro años de teología en Lovaina. Ordenación sa­cerdotal durante estos años de estudio.

e. Al concluir estos estudios, los estudiantes mejores son enviados a otras universidades para especializarse en alguna materia específica (Roma, Friburgo, Jerusalén, Lo­vaina).

7.- El horario diario aquí, en Gante. No muy diferente de las otras casas.

De noche, a las tres, maitines y laudes (alrededor de una hora). A las seis y cuarto: primera meditación hasta las siete. Sigue la santa Misa. Desde las ocho y cuarto hasta las once y media, clases. A las once y media: tercia, sexta y nona. A las doce comida con recreación hasta la una y media. Siguen las vísperas, y después clases o estu­dio.

(Dos paseos todas las semanas: lunes y jueves)Siete menos cuarto: cena y recreación hasta las ocho

menos cuarto.Ocho menos cuarto: completas y oración de alabanza.

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Tenemos conventos en Lovaina, Amberes, Bruselas, Ostende, Tienen, La Sarte. Pronto se abrirá una casa en Genk, cerca de las minas de carbón. Los flamencos per­manecerán en su tierra: tenemos dos noviciados para los flamencos, aquí en Gante, y un solo noviciado para los francófonos en La Sarte (Huy). También para la filosofía hay dos conventos, los mismos. Sucesivamente todos los estudiantes se reunirán en Lovaina para la teología. Allí la lengua es libre y las clases se dan en latín. Algunas mate­rias en flamenco para los flamencos y en francés para los valones. La cuestión de la lengua no representa ninguna dificultad entre nosotros.

He aquí, querido Edward, algunos datos. Si no puedes venir y deseas más informaciones, estoy dispuesto a dárte­las en lo que me sea posible. Te aconsejo, de todos modos, no tomar ninguna decisión antes de haberte documentado bien sobre la vida dominica. Porque tengo la impresión por tu carta de que a ti te iría bien el hábito blanco de san­to Domingo. Pero es sólo una impresión y no debería in­fluir en tu opción. Podría, quizá, servir para convencerte de hacer una visita al convento de Gante, donde muchos hermanos te acogerían en el amor de Cristo.

Recibe, querido Edward, con mi bendición sacerdotal, también la seguridad de mi gran deseo de hacerte feliz.

S.M. MatthijsPrior de los dominicosHoogstraat 39. Gante

P.D. He usado una máquina de escribir para no cansarte con mi caligrafía.

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EN RECUERDO DE MARIE DOMINIQUE (MARCEL) CHENU O.P.

(7 enero 1895 - 11 febrero 1990)

M.D. Chenu murió en Saint-Jacques, en París; tenía 95 años. Estaba prácticamente ciego desde hacía diez años y caminaba con dificultad; pero mantuvo la agudeza de es­píritu hasta el final. Los funerales se celebraron en la igle­sia de Notre Dame, en París; concelebraron el cardenal Lustiger de París; Damian Byrne, maestro general de la orden dominica; el P. Marneffe, provincial de París, y seis obispos. Algunos cientos de dominicos venidos de toda Francia y del exterior llenaban las dos naves laterales, mientras que la central estaba repleta de fieles conmovi­dos. Durante la celebración se leyó un telegrama del papa, firmado por el cardenal Casaroli, en el que el pontífice ex­presaba el agradecimiento por todo lo que Chenu había hecho por la Iglesia.

Ya antes de la «teología de la esperanza», de la «teolo­gía política», de la «teología económica» y de las varias ramas de la teología de la liberación, Chenu comenzó la renovación teológica. Etienne Gilson dijo una vez: «un padre Chenu sólo se da una vez en un siglo». No se sabe bien si admiraba más la genialidad creadora de Chenu o

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su humano y cálido corazón. Claude Gefré escribió justa­mente, con ocasión de su muerte: «Chenu era maestro de teología y de humanidad» (Témoignage Chrétien, n. 2380, 19-25 febrero, 1990).

En 1913 Chenu entró en el convento Le Saulchoir (una casa «ad salices») de los dominicos franceses, en la zona de Kain, en Bélgica, porque muchas órdenes religiosas es­taban aún prohibidas en Francia. Estudió también duran­te un tiempo en Roma y regresó a Kain en 1920. Cultivó su sentido histórico con los padres Mandonnet y Lemon- nyer, entonces decano de la facultad de Le Saulchoir, don­de enseñaba también el gran exégeta R Lagrange. En 1932 fue nombrado «regens studiorum», maestro de estudios y, después, rector de dos facultades. Poco antes de la gue­rra, el convento de Le Saulchoir fue trasladado a Etiolles, cerca de París y dispuesto en un nuevo edificio en forma de castillo. En 1942 Chenu tuvo que encajar el primer gol­pe. El librito, inocente y brillante, Une Ecole de Théolo- gie: Le Saulchoir (1937) fue condenado por Roma: resul­tado de siniestras instrumentalizaciones, como bien sabía Chenu. Desde entonces no volvió a poner los pies en Le Saulchoir.

Algunos años después, le llegaba la petición de parte de la École des Hautes Études de la Sorbona de tener una clase semanal sobre el medievo. Yo mismo frecuenté sus lecciones en el curso académico 1945-46. Sus publicacio­nes sobre el medievo son todas fruto de estas lecciones. Fue el mismo gran maestro medievalista Jacques Le Goff quien, en nombre de la Sorbona, de la École des Annales y de los medievalistas parisinos, rindió homenaje al P. Chenu en la liturgia fúnebre. Quiero citar una frase de su

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oración: «El padre Chenu me ha enseñado, como quizá muchos historiadores hubieran querido sin ser capaces de ello, a esclarecer el desarrollo y la actividad de la teología y del pensamiento religioso en la historia, situándolos en el centro de la historia universal, donde, sin depender de ellas, pueden situarse junto a la historia económica y la historia social, la historia de las ideas y la historia ecle­siástica en todas sus dimensiones materiales y espiritua­les». El no creyente Le Goff era el único que aplaudía ca­lurosamente en la iglesia de Notre Dame. Todos los pre­sentes le oían: el honor postumo al gran maestro Chenu era más que merecido. Le Goff concluyó diciendo: «Adiós, padre. Gracias por lo que ha sido, por lo que ha dicho, por lo que ha escrito, por lo que ha hecho. Pero us­ted permanece, en espíritu y en nuestros corazones, con nosotros, porque nosotros tendremos siempre necesidad de usted».

No debemos olvidar que Chenu no era en absoluto un estudioso ajeno al mundo. Fue también el gran animador de los curas obreros franceses. Por ello fue exiliado de Pa­rís, en 1954, por intervención del Vaticano. Una historia dolorosa que ha sido valorada y analizada en sus mínimos detalles en un reciente estudio del padre Frangois Leprieuro.p., Quand Rome condamme. Dominicains et prétes-ouv- riers (París 1989). Chenu no practicaba una «teología es­peculativa». Era teólogo apoyándose en los hechos, en los acontecimientos, en los movimientos; tanto pasados como actuales. Era un buscador: siempre en búsqueda, como nin­gún otro, de los «signos de los tiempos» (véase su artículo «Los signos de los tiempos» en Nouvelle Revue Théologi- que 97 (1965), 29-39). Por eso su teología era muy viva y presente en todos los ámbitos: en el nacimiento de la JOC

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de J. Cardijn, ya en 1933, cuando Chenu vivía en Bélgica; en la fundación de las revistas Esprit, Sept y Témoignage chrétien; en la institución de la «Misión de París» y de la «Misión de Francia»; y, por fin, en la fundación de Conci- lium en 1962. De edad muy avanzada escribió todavía una pequeña obra maestra, La «doctrine sociale» de l ’Église comme idéologie (1979), en la que analiza todas las encí­clicas sociales de los papas. Junto con su hermano en la orden, Y. Congar, Chenu redactó el texto de un «Mensaje de los Padres del Concilio al mundo», en los años del con­cilio Vaticano II, hablando de la Iglesia de los pobres. Con muchas correcciones, muy debilitado, este mensaje fue enviado al mundo. El mensaje inspiraría después a los pri­meros teólogos de la liberación de América Latina, sobre todo a Gustavo Gutiérrez.

Después de su condena, Chenu optó por irse a vivir a Saint-Jacques, convirtiéndose en el eje de la vida intelec­tual y espiritual de la ciudad universitaria. Todos los sába­dos por la tarde, la mitad del clero de París se trasladaba a Saint-Jacques donde Chenu hablaba de libros nuevos, dando autorizados consejos sobre qué libros leer o no. Era una especie de forum donde Chenu, como en su tiempo santo Tomás en sus «Quodlibeta», respondía a todas las preguntas del clero parisino. Yo asistí varias veces a estos encuentros: era realmente un acontecimiento, algo así co­mo un torneo medieval, con ese aire entre vanidoso e in­genuo que corresponde.

Aprendí de Chenu que el «pensar» es sagrado: «es lo intelectual que contiene lo espiritual». Sin embargo, más que ninguna otra cosa, me embarga aún el gran calor comu­nicativo del padre Chenu. Era un hombre de esperanza, un optimista de la gracia. Por eso era tomista hasta el fondo.

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Cuando Chenu cumplió setenta años, fue homenajeado en presencia del cardenal Feltin. Este alabó a Chenu por haber aceptado humildemente y sin desobedecer las san­ciones impuestas por Roma. Chenu se levantó como mo­vido por un resorte y dijo: «Eminencia, no era obediencia, porque la obediencia es una virtud moral más bien medio­cre. Era la fe que tenía en la Palabra de Dios, frente a la cual las dificultades y los incidentes del camino no son nada; y porque tenía fe en Cristo y en su Iglesia». Este era Chenu: un hombre al que amar.

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EL AMOR MUTUO COMO MANDAMIENTO DE VIDA.

«AQUEL MOMENTO» (Jn 14, 20)

Quinto domingo de Pascua (ciclo C)Lecturas: Ap 21, l-5a; Jn 13, 31-35Albertinum, 17 mayo 1992Presidente de la asamblea: P. Edward Schillebeeckx

Para comprender lo que se conoce como el «nuevo mandamiento» del amor, debemos traer a la mente la si­tuación en que las comunidades de la tradición joánica se encuentran después de la desaparición de Jesús: Cristo ha­bía sido arrestado y muerto, ¿qué ocurriría después? En este evangelio, el nuevo mandamiento, un mandamiento de amor hasta la muerte, es la respuesta al problema de la ausencia física de Jesús (Jn 13, 33-34).

Según el evangelio de Juan, la muerte de Jesús es, por una parte, «la victoria del príncipe de este mundo» (14, 30; ver 12, 31) y, por otra, según su verdadero y real sig­nificado, la vuelta de Jesús a la «casa del Padre», la vuel­ta, por tanto, a su casa (7, 34-36; 8, 21-22; 13, 33-36). La pasión, la muerte y la resurrección de Jesús, su sentarse a la derecha de Dios y el envío del Espíritu; aquel Jesús que

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en aquel momento -el momento preciso de «su hora»- con el Padre, en el Espíritu, en el día de Pascua viene a «habi­tar» definitivamente entre sus discípulos, constituye para la tradición joánica un único e indivisible acontecimiento: la glorificación, o santificación, del nombre de Dios y por medio de él, y al mismo tiempo, la glorificación de Jesús a través de Dios. Según el cuarto evangelio, nuestro amor fraterno es testimonio presente, visible, participación efec­tiva, casi tangible, en la única, liberadora venida de Cris­to. El amor de Dios es un acontecimiento que Dios puede realizar sólo en nosotros y por medio de nosotros, es decir, si nosotros realizamos un amor como el de Jesús: si es ne­cesario -aunque no preferiblemente- hasta la muerte.

La novedad de la que se habla en el evangelio de Juan en el discurso de despedida de Jesús, que antes de su par­tida deja a sus discípulos el mandamiento del amor como mandamiento de vida, no se pone en contraposición con los preceptos del Antiguo Testamento. Ya en la base de ese mandamiento hay un elemento de novedad: como Je­sús, es necesario, eventualmente, estar dispuestos a sacri­ficar la propia vida para permanecer fieles a ese amor cuando ningún otro camino es transitable sin traicionar el propio mandamiento de vida. Las últimas cartas de Juan, que muestran una nueva situación en las comunidades cristianas, ponen, por este motivo, el acento sobre el he­cho de que tal mandamiento del amor se concretiza en la observancia de los mandamientos de Dios y en el segui­miento de Cristo. Uniendo ambos aspectos, estas cartas reaccionan contra algunos miembros de la comunidad de los creyentes que interpretan el patrimonio religioso joáni- co en una dirección mística unilateral y provocan una rup­tura entre el entusiasmo místico auténticamente cristiano,

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originariamente joánico, «de la presencia recíproca de Dios en el hombre y del hombre en Dios» y el doloroso y humillante camino de la cruz que Jesús tuvo que andar. (Esa ruptura, aparte de un fondo «dogmático», tenía tam­bién que ver con una polémica y una rivalidad en el inte­rior de la comunidad cristiana: el hecho de que Pedro -por tradición autor de una línea muy distinta en la Iglesia anti­gua-, por la causa de Jesús el Cristo, fue llevado a la muer­te como mártir, mientras el místico «discípulo al que Jesús amaba», origen de la comunidad que vivía según la tradi­ción joánica, murió de forma natural, sin ningún tipo de martirio. En una parte central, añadida posteriormente, del evangelio de Juan (ver Jn 21, 18-23) se hace una clara alu­sión a esa rivalidad).

Un grupo de la comunidad minusvaloraba el significa­do de la muerte de Jesús en la cruz. Estos cristianos unían el don santificante de la vida eterna -que de hecho, en toda la tradición joánica, se inicia ya en esta tierra-, con la en­carnación de Jesús como tal, por su «descenso de lo alto» y su ser lleno de espíritu, por su «origen celeste», y no te­nían en cuenta su respuesta humana a la invitación de cum­plir la voluntad de Dios, un camino que al final lleva a una muerte humillante. Era, sin embargo, una muerte que fue transfigurada por el amor de Jesús en salvación liberadora para todos nosotros (1 Jn 4, 7-11; Jn 3,16).

En suma, podemos decir ahora que algunos miembros de la comunidad compartían una cierta ligereza de vida con todos aquellos que posteriormente interpretaron mal el incisivo dicho de Agustín: «ama et fac quod vis»: ama y haz lo que quieras. Las cartas de Juan reaccionan contra la falsa aplicación de este dicho que, interpretado de modo correcto, resume en sí todo el mandamiento de vida que

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está en la unión entre las promesas y los mandamientos ya recibidos: en «palabras» de Dios, o por los llamados «diez mandamientos». Según el cuarto evangelio, sería no sólo una traición para con el espíritu de los mismos mandamien­tos, sino que convertiría el mandamiento bíblico del amor en algo completamente distinto a cuanto Jesús, desde el principio de su predicación, entendió y enseñó. Dice la primera carta de Juan: «Queridos, el mandamiento acerca del que os escribo no es nuevo, sino un mandamiento anti­guo, que tenéis desde el principio. Este mandamiento anti­guo es la palabra que oísteis» (1 Jn 2, 7-8); es decir, desde el principio, el mandamiento del amor dado por Jesús, unido a la observancia de los mandamientos de Dios, es el corazón del mensaje cristiano: la exaltación mística en Dios y el compromiso ético en defensa del prójimo, típicos de Juan, pertenecen estrechamente la una al otro. La una no puede existir sin el otro (aunque esta sectaria tradición joá­nica, con el término «prójimo», entendía aún, lamentable­mente, casi exclusivamente los hermanos cristianos).

Hasta aquí, el verdadero alcance del concepto de amor como nuevo mandamiento de vida, según el significado del cuarto evangelio, no ha sido aún plenamente desvela­do. Aparece de modo evidente que, mientras los evange­lios sinópticos hablan de la cena y de la «nueva alianza» en el cuerpo y sangre de Jesús, el cuarto evangelio, en la narración de la última cena, no menciona nunca la institu­ción de la eucaristía como recuerdo de la «nueva alianza» y habla, sin embargo, del servicio del lavatorio de los pies, explicando ese gesto como símbolo del nuevo manda­miento. La novedad de tal amor tiene que ver con el nue­vo pacto del que hablan las otras tradiciones cristianas.

La palabra «novedad» -tanto de la alianza como del

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mandamiento del amor mutuo- alude en ambos casos a una misma verdad. En ella se expresa algo que es típico de Jesús y también de Juan. Dada la condición humana, la alianza de Dios con los hombres, con su pueblo, es por definición siempre una nueva alianza. Es esencial para el eterno pacto de Dios con los hombres frágiles y mortales que se trate de un pacto nuevo ya en el Antiguo Testamen­to y lo será siempre, en el sentido de pacto renovado (Jer 31, 31-34). «Alianza» significa también la relación de obe­diencia de Israel en lo que respecta a la entrega soberana y libre de Dios a los hombres, en una situación típica y ca­racterística de la humanidad, es decir, la situación en que Israel ha infringido y continúa infringiendo la relación de libertad instituida por Dios. No se puede ignorar el hecho de que el mismo evangelio de Juan, así como habla de la novedad del mandamiento del amor, habla también, repe­tidamente, del «pecado del mundo» como ningún otro evangelio. Para el pensamiento de Juan no se trata tanto del «mundo» como creación buena de Dios, sino de «este mundo», escenario de la lucha entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, un mundo en el que el mal y la muerte parecen triunfar: «el mundo entero yace en poder del ma­ligno» (1 Jn 5, 19). Hoy más que nunca, basándonos en análisis científicos, sabemos que todo hombre entra en un mundo que, en muchos aspectos, está ya estructurado so­bre un plano humano, colectivo y social. Además de un doloroso aspecto personal, el mal tiene también una es­tructura histórica, es un poder anónimo. A causa de esta estructura, «este mundo» es fuente de discriminación y marginación, un mundo de fuerza bruta, un ambiente vital lleno de enemistad y exclusión de los demás. Traducido en términos modernos, la expresión joánica «este mundo»

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significa que la economía mundial, los sistemas de gobier­no y las relaciones de fuerza geo-políticas llevan consigo injusticias, pobreza y dolor, violencia y muerte y, final­mente, destrucción de la naturaleza. Este es el pecado del mundo. Aparte de la connotación física (o incluso fisioló­gica) de la expresión «pecado original», nosotros cristia­nos no podemos ignorar (sobre todo hoy, como quizá al­gunos quisieran) la estructura pecaminosa de nuestra he­rencia cultural y social, una estructura que precede a nues­tro hacer personal y a nuestras culpas y que, al mismo tiempo, inevitablemente nos viene atribuida. La dimen­sión del pecado original es, por desgracia, un duro aspecto de nuestra realidad cotidiana, que no puede ser simple­mente liquidada por una sofisticada teología moderna. Así fue desde el comienzo de nuestra historia: así era en el tiempo de la comunidad joánica. Así es ahora, sólo que hoy, nosotros, con los medios de comunicación, nos en­contramos continuamente con esta realidad a escala mun­dial y local.

Según el evangelio de Juan también Jesús se encontró en un campo de batalla similar, en la posición vulnerable entre las fuerzas del bien y del mal. Jesús tomó una clara opción de bando por la justicia y el amor, contra las fuer­zas del mal. Su modo de vivir lo demuestra: arremete con­tra el templo, que se ha convertido en un lugar de comer­cio para beneficio de los invasores romanos y de la clase sacerdotal de los saduceos (Jn 2). Arremete contra los pre­juicios de los judíos que se posesionan de Dios como pro­piedad suya, excluyendo a los samaritanos como herejes (Jn 4). Combate contra la ceguera de algunos fariseos que ponen la ley por encima de la vida de los hombres (Jn 5.9). Se opone a la violencia del sistema moral que es cau­

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sa de muerte antes que de perdón (Jn 8). En esta lucha también Dios participa y se compromete. Parece estar de la parte de Jesús. Según Jesús, el Hijo del hombre del evangelio de Juan, quien trabaja por la libertad, la verdad y la vida cumple la obra de Dios. Por el contrario, según el octavo capítulo de este evangelio, quien crea esclavitud, mentira y muerte hace el juego al demonio (Jn 8, 31-34). Este evangelio de Juan, con dos caras, no ha pasado aún por el filtro del iluminismo moderno, no conoce matices modernos; es blanco o negro; bien o mal. No hay vía me­dia. Pero, no obstante todas las legítimas críticas sobre el universo conceptual de este evangelio, por su innegable sectarismo ligado a una determinada situación exclusiva­mente interior de la Iglesia, su lectura permanece para no­sotros como recuerdo peligroso y provocador. En esta na­rración evangélica, para nosotros decididamente esotérica, se habla de un Dios que estrecha un pacto con una huma­nidad siempre nuevamente pecadora, mientras él perma­nece siempre coherentemente fiel a su promesa sin condi­ciones, a pesar de los continuos fallos y debilidades de los hombres. Dios no comercia con los hombres, no dice: «si vosotros hacéis esto, yo Dios haré esto otro». No pone condiciones; da sin razón y permanece fiel a tal sinrazón. En lo que respecta a los hombres, continuamente pecado­res, Dios es fiel a su pacto, siempre sorprendentemente nuevo. Como ya Pablo escribía: «Dios nos ha mostrado su amor... cuando aún éramos pecadores» (Rom 5, 8), así di­ce también la primera carta de Juan: «El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo para librarnos de nuestros pecados» (1 Jn 4, 10). Y lo mismo afirma una tradición pospaulina en la carta a los cristianos de Éfeso:

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«Pero Dios, que es rico en misericordia y nos tiene un in­menso amor, aunque estábamos muertos por nuestros pe­cados, nos volvió a la vida junto con Cristo...» (Ef 2, 4). ¡El eterno pacto de Dios con la humanidad es, de hecho, cada día, una novedad para los hombres pecadores!

En fin, queda aún un elemento muy delicado en la na­rración del evangelio de Juan que hoy hemos escuchado en esta liturgia. El evangelio lo expresa en términos muy misteriosos para nosotros, en el contexto de un ambiente místico-cultural marginal al hebraísmo, con el que pocos de nosotros pueden identificarse.

Durante la última cena, poco después de haberse mar­chado Judas a cumplir su traición, según la contemplativa reflexión del cuarto evangelio sobre todo lo que había su­cedido a Jesús según la tradición, Jesús dijo: «Ahora va a manifestarse la gloria del Hijo del hombre, y Dios será glorificado en él. Y si Dios va a ser glorificado en el Hijo del hombre, también Dios lo glorificará a él, Dios mismo dará a conocer su propia gloria. Y lo va a hacer muy pron­to» (Jn 13, 31-32). Después de estas misteriosas palabras, Jesús, a punto de despedirse, deja a sus discípulos el nue­vo mandamiento del amor: el amor, que Jesús a su vez ha­bía recibido del Padre, se convierte así en la herencia de los cristianos redimidos y creadores de liberación. ¡Por ese amor deben los cristianos hacerse reconocer como hombres felices y salvados! En términos misteriosos para nosotros, tomados del ambiente cultural, el evangelio de Juan no dice nada distinto de lo que los primeros evange­lios expresaron sobriamente en la oración de súplica del Padre Nuestro: «Santificado sea tu nombre, venga a noso­tros tu reino». La justicia y el amor entre los hombres constituyen el honor y la gloria de Dios. El amor compar­

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tido por los hombres entre ellos es la manifestación visi­ble, por medio de los signos humanos de una amorosa so­lidaridad y ternura, del acontecimiento salvífico por el que en el hombre Jesucristo, al mismo tiempo, Dios viene va­lorado y el hombre santificado. ¡Dios, Jesús y el hombre son honrados en él! «Y los tres son una misma cosa».

Esta es, pues, la visión profética del «mundo nuevo» del que habla la primera lectura de esta liturgia. Ya no hay un templo separado de nuestra vida: «Esta es la tienda de campaña que Dios ha montado entre los hombres. Habita­rá con ellos; ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos» (Ap 21, 3). Se ve aquí la ciudad del amor, la ciudad transparente con sus puertas abiertas hacia los cua­tro puntos cardinales. Allí ya no habrá extranjeros ni inmi­grantes humillados. Todos son hermanos y hermanas, un único amor y una misma solidaridad. Esta es la humanísi­ma visión final de aquella experiencia de fe, historiada y con dos caras, de Juan. Pero lo que permanece vivo para nosotros de su provocador y estimulante mensaje es la profesión de fe plenamente cristiana según la cual la ma­jestad de Dios se hace visible como salvación del hombre en el radical amor de Jesús por la humanidad, y que, con­secuentemente, en nuestra andadura día a día, año a año, siempre, dicha majestad divina y dicha salvación humana permanecen visibles, incluso palpables en medio de noso­tros, en la medida en que nosotros (la siempre nueva ge­neración de cristianos) vivamos en la misma longitud de onda del amor de Jesucristo. El hombre viviente, amoroso y comprometido con el hombre sufriente, es el honor y la gloria de Dios: todos santifican su Nombre.

La pregunta que el evangelio de hoy nos plantea con fuerza, aquí y ahora, es la siguiente: ¿es cierto que noso­

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tros, en este año, en medio de lo que sucede en nuestro mundo, tan lejano a veces y otras tan próximo, incluso en nuestro mismo barrio, en nuestra propia familia o comuni­dad, en nuestra vida personal, somos reconocibles como hombres liberados y portadores de libertad, salvados y portadores de salvación, reconciliados y portadores de re­conciliación?

Porque es este el provocador mensaje del evangelio de hoy.

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¡ABBA, PADRE! TODO TE ES POSIBLE (Mc 14, 36)

Decimoséptimo domingo ordinario (ciclo C)Lecturas: Gn 18, 20-32; Lc 11,1-3 Albertinum, 26 julio 1992Presidente de la asamblea: P. Edward Schillebeeckx

En ningún otro lugar como en las dos versiones del Pa­dre Nuestro, usadas ya en la Iglesia antigua y provenientes de una fuente anterior, común a Mateo y a Lucas, la pri­mera comunidad cristiana imprimió en su memoria de modo tan preciso el recuerdo de las palabras de Jesús so­bre Dios y hacia Dios. Hay también una tercera versión, que se remonta al mismo período en la Didaché no canó­nica, que contiene el conocido añadido litúrgico: «Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria...». En esta oración, co­mo reflejado por un prisma en la vida de oración de sus discípulos, vemos lo que conmovía más profundamente a Jesús. Esta es, además, la llave de todo el Nuevo Testa­mento. El contenido y el significado del ejemplo de Jesús (no directamente accesible a nosotros) vienen reflejados y llegan, por eso, a ser comprensibles también para noso­tros, en el seguimiento que los discípulos hacen de Jesús.

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Es de notar que, al contrario que Mateo, la narración de Lucas sobre la enseñanza del Padre Nuestro por parte de Jesús está situada en un contexto de oración: «Un día esta­ba Jesús orando en cierto lugar». En esta narración, no obstante algunas posibles referencias a una tensión entre el movimiento bautista de Juan, que enseñó a orar a sus discípulos, y el primitivo movimiento cristiano en torno a Jesús, parece que Lucas quiera decir, sobre todo: como Je­sús ora, así quieren orar también sus discípulos. De aquí viene su petición a Jesús: ¡Enséñanos a orar!

La que acabamos de escuchar es la versión de Lucas de lo que nosotros llamamos hoy el Padre Nuestro -una ver­sión más breve que la de Mateo, que usamos en nuestra li­turgia-. En su eficaz concisión, la fórmula de oración de Lucas, a pesar de su carácter menos decididamente he­breo, se encuentra quizá más cercana a las palabras efecti­vamente pronunciadas por Jesús, desconocidas para noso­tros, el cual nos enseñó cómo y, sobre todo, por qué debe­mos orar. Sobre todo en la versión de Lucas, se trata de una oración extremadamente concentrada, reducida a lo esencial. Conociendo la tradición hebrea de la oración, nos esperaríamos lo primero una solemne introducción de alabanza, de homenaje y exaltación de Dios, una doxolo- gía (así la llaman los liturgistas), un canto de alabanza en el que, con gran riqueza de palabras, es exaltada la gran­deza de Dios. Justo, pero, desde el punto de vista humano, se da a menudo en las personas recogidas en oración la gratificante conciencia de ser los hijos privilegiados de es­te Dios tan altamente alabado. ¡No hay nada tan sutilmen­te peligroso! Jesús mira con sospecha un exceso de auto- glorificación del hombre en oración que se sabe amorosa­mente cuidado por Dios. Eso se convierte en fuente de mu­

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chas mistificaciones (como sugiere el contexto en el que Mateo sitúa el Padre Nuestro: Mt 6, 5-13; ver Lc 18, 11).

Olvidemos por un momento, y olvídenlo también las mujeres aquí presentes, la legítima pregunta feminista so­bre el carácter patriarcal, determinado por la cultura, de la introducción: «Padre». ¿Por qué no igualmente «Madre»? Olvidémoslo por un momento. El problema se resuelve solo a partir del texto mismo, aunque así no se justifique el abuso histórico religioso del término «padre».

La palabra aramea «Abba» puede ser traducida de una forma muy precisa como «querido padre». Es, sin embar­go, un malentendido pensar que el término «Padre» signi­fique aquí el nombre propio de Dios, como si fuese la pa­labra «padre» la que debiese ser santificada. «Santificar el nombre de Dios» es una expresión corriente. El «Nom­bre» o la «santidad» de Dios es como el aspecto exterior de Dios que se auto-revela, que refleja fielmente lo que acontece en la insondable profundidad de la «interiori­dad» de Dios. En este sentido, el «Nombre» es la expre­sión que sirve para indicar a Dios mismo en su inescruta­ble existencia misteriosa, en cuanto, por medio de su es­plendor, llena la tierra, la historia y la humanidad, y preci­samente ahí debe ser reconocido por nosotros. Con fre­cuencia esto es muy difícil en nuestra situación concreta, cargada de tantos injustos sufrimientos y que, precisamen­te por eso, se revela contraria al esplendor del nombre de Dios. Reconocer el nombre de Dios «en nuestro tiempo» no es empresa fácil: en el tiempo en el que acontecen co­sas incomprensibles en la ex-Yugoslavia y en otros luga­res, y también en este duro invierno para la Iglesia.

El nombre de Dios es la esencia misma de Dios: su ser Dios, ese mismo nombre debe ser santificado (Ez 36, 22-

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28; ver 2 Sam 6, 2; Jer 7, 11; Am 9, 12). «Santificar el nombre» tiene el mismo significado que «exaltar el nom­bre» (ver Is 59, 19; Zc 14, 9) o hacerlo «público». Tomar en serio a Dios, el santo e incomparable: de eso se trata. «Santificar el nombre de Dios» es una exigencia dirigida a nuestra más profunda fidelidad. En otros términos, ¿a quién elegir al final?

Al contrario, la palabra «Padre» (y precisamos: en el contexto socio-cultural del tiempo de Jesús) dice solamen­te algo sobre la naturaleza de la relación recíproca y mu­tua de Jesús y sus discípulos hacia Dios: aun en toda su majestad, Dios es un misterio al que podemos dirigirnos, un Tú personal. Aun por encima de los hombres, es posi­ble, no obstante, individuarlo en lo mejor que podemos experimentar en los padres, es decir, el amor paterno y materno. Las relaciones hebreas de parentela, si están bien logradas y son felices (recuérdese el mandamiento hebreo: «honra a tu padre y a tu madre»), se ponen aquí en parte como modelo de la relación entre el discípulo de Jesús y Dios. Por tanto, dice Jesús, lo mejor es dirigirse a él como «querido padre», si bien todo creyente hebreo sabe que la voluntad del padre es ley. Por eso la oración de Lucas no contiene la súplica que encontramos en Mateo: «Hágase tu voluntad en la tierra y en el cielo». La fórmula «padre» contiene ya ese pensamiento; no es necesario explicitarlo después.

Característico de la especificidad cristiana de todo el Padre Nuestro es que se trata de súplicas, de peticiones; no de una contemplación mística. Lucas lo subraya aún más: «Pedid y recibiréis; buscad y encontraréis; llamad, y os abrirán». A excepción de dos casos (Mt 11, 25; Jn 11, 41), todas las oraciones de Jesús en el Nuevo Testamento

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son oraciones de petición: ni mística, ni doxología. Jesús se dirige a Dios suplicándole. Para él no es humillante pe­dir algo a Dios, por ejemplo: «Padre, pase de mí este cá­liz», de igual modo que nosotros, no raramente, debemos pedir: «¡Dios mío, esto no!». Por eso no sirven los párra­fos largos y complicados para dirigirse a Dios. Es mejor hacer como los niños: pedir, pedir, pedir aún, importunar hasta que se obtiene algo. Lo mismo hemos oído en la pri­mera lectura, cuando Abraham suplica a Dios regateando y haciendo tratos con él: «¿Perdonarías a la ciudad peca­dora si encontraras en ella cincuenta justos?... ¿Y si sólo hubiera cuarenta y cinco?... ¿Y si hay sólo cuarenta?...». Al final pide insistentemente, casi con impertinencia: «¿Y si hubiera sólo diez?». Y Dios responde. ¡Sí!

Pero en todas estas peticiones de súplica está la única petición universal, radical, que presenta dos caras: «Santi­ficado sea tu nombre» y «Venga tu reino». Los exégetas llaman doctamente «pasivo teológico» la construcción de esta frase, es decir, una construcción en forma pasiva en la que el nombre de Dios está silenciado, siendo Dios el su­jeto de la frase, como decir que sólo Dios puede santificar su propio nombre, imponerse como Dios («Haré que se reconozca la grandeza de mi nombre», leemos en Ez 36, 23). Además, sólo Dios puede realizar su reino; nosotros, en el mejor de los casos, únicamente somos siervos de po­co valor. Dejemos que Dios sea Dios: el que afirma su propia majestad y quien, por medio de la fuerza de su pro­pia acción y de su reino entre los hombres, lleva a pleni­tud al hombre mismo. Se trata, en suma, del honor de Dios y de la felicidad de los hombres. Dios pone su honor en la felicidad y en la santidad de los hombres: este es el objeti­vo de todo el Padre Nuestro en cuanto petición u oración

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de súplica. Suplicamos a Dios para llegar a los hombres. Suplicamos a Dios ser capaces de desearlo en todo. Evi­dentemente, esto no lo podemos hacer solos. Quizá, en la práctica, ni siquiera lo deseamos. No pedimos, en efecto, desear sólo a Dios; también fuera de él hay muchas cosas buenas, verdaderas y hermosas, todas ellas aspectos exte­riores y limitados de la universal bondad, verdad y amor de Dios. En el Padre Nuestro pedimos a Dios que realice para nosotros su reino y su ser Dios. ¡Que esto se cumpla! ¿Llegamos, de verdad, a orar así? En realidad, esto es lo que nos pregunta Jesús. A pesar, -o mejor- gracias a la justa formulación de esta oración como súplica o «ruego»; es este modo de orar la más alta mística cristiana, que Eckhardt llama «abandono»: pedir ser capaces de dejar es­pacio a Dios como Dios. Mística y salvación humana son frutos de una oración de súplica a Dios más que resultado de una autoliberación, de una ascesis o de un esfuerzo es­piritual. De este modo enseña Jesús a orar a los cristianos.

Por tanto, en el Padre Nuestro están en juego dos inte­reses, el de Dios y el del hombre. En lo que se refiere al primero, encontramos dos plegarias. Con las palabras: «Santificado sea tu nombre» y «Venga tu reino», el cris­tiano que ora expresa como esencia profunda de su preo­cupación e interés vital lo más íntimo del corazón de Dios, precisamente que Dios sea Dios y que se realice en su intangible santidad en los hombres, en la naturaleza, en la historia, en toda la creación. Y, al mismo tiempo, que este santo y majestuoso Dios sea un Dios de los hombres y construya su reino de libertad y justicia, de amor y de bondad entre los hombres. Se trata de un gobierno divino y real sobre todas las relaciones humanas, de una política y de una gestión en la que tanto Dios como los hombres

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puedan realizarse y, en suma, alcanzar la felicidad -recí­procamente confirmados y ambos, por ello, felices-. Me parece una peculiaridad del cristianismo el que Dios y el hombre sean felices juntos.

En lo que se refiere al segundo aspecto, encontramos una triple plegaria. Con las palabras: «Danos hoy el pan de cada día - perdona nuestras ofensas - no nos dejes caer en tentación», el cristiano que ora presenta a Dios una sú­plica profundamente humana. Así, como antes habíamos pedido que lo más íntimo del corazón de Dios llegase a ser nuestro más íntimo deseo, en la segunda parte del Pa­dre Nuestro pedimos que también Dios, a su vez, haga su­yo, en su corazón, lo que nosotros, sobre todo los más po­bres, juzgamos de importancia vital: tener lo necesario pa­ra vivir, día tras día (en aquel tiempo, en Palestina, lo ne­cesario eran tres pequeños panes), ser liberados del peso del pecado que agarrota nuestra existencia cotidiana, una ofensa de la que Dios nos libera si nosotros perdonamos las ofensas de los demás (pedir el perdón de Dios es inse­parable de la misma disponibilidad humana de perdonar). Es, en fin, una oración de súplica contra la amenaza de la desesperación: pedimos poder continuar creyendo en la vida hasta el fondo, a pesar de todo. Pedimos no llegar a la peligrosa situación de perder la fundamental confianza en la vida: débil confianza humana que encuentra, sin em­bargo, una base segura en la fe en Jesucristo, Señor y «au­tor de la vida» (Ap 3, 15). Pedimos, pues, no traicionar la fe cristiana, en tiempos hostiles para la Iglesia y para el mundo, tiempos de «dolores mesiánicos», como los defi­nen las Escrituras (Lucas dice «peirasmós»),

En la relación de alianza y de amor entre Dios y el hom­bre, lo que cuenta para Dios, es decir, el ser reconocido en

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la santidad de su Nombre en la llegada de su Reino entre los hombres, es también, para los cristianos, una cuestión que afecta al hombre, como también los intereses de los hombres afectan a Dios y están unidos a su voluntad de salvación. De este modo, nosotros los hombres podemos experimentar el amor auténtico, que es corresponsabilidad por el bien y la salvación del otro, participación en las exi­gencias de la vida de los demás, siempre tan diversas. No podría ser de otro modo, y nuestra relación con Dios no puede ser sino esta. Para Lucas, esto quiere decir: orando de esta forma, Dios -sea lo que se le pida- dará su Espíritu Santo y escuchará así toda oración. Esto es lo que nos dice el «Querido Padre» que el mismo Jesús nos ha enseñado.

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OBRAS DE E. SCHILLEBEECKX EN CASTELLANO

El celibato ministerial, Sígueme, Salamanca 1968.

Revelación y teología, Sígueme, Salamanca 1969.

Dios, futuro del hombre, Sígueme, Salamanca 1970.

El mundo y la Iglesia, Sígueme, Salamanca 1970.

Los católicos holandeses, DDB, Bilbao 1970.

Interpretación de la fe, Sígueme, Salamanca 1973.

Cristo y los cristianos. Gracia y liberación, Cristiandad, Madrid 1983.

El ministerio eclesial: responsables en la comunidad cris­tiana, Cristiandad, Madrid 1983.

En torno al problema de Jesús, Cristiandad, Madrid 1983.

Jesús. La historia de un viviente, Cristiandad, Madrid 1983.

Jesús en nuestra cultura, Sígueme, Salamanca 1987.

Los hombres, relato de Dios (en preparación), Sígueme, Salamanca.

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INDICE

IntroducciónSINCEROS PARA CON EL MUNDO.LA TEOLOGÍA DE FRONTERADE EDWARD SCHILLEBEECKX............................ 5

PREFACIO .................................................................. 15

/. - LA AVENTURA DE UN TEÓLOGO..................... 19

1. DE KORTENBERG A NIMEGA .................... 21

En los jesuitas de Turnhout ............................ 22Novicio dominico en Gante ............................ 26En la escuela de los grandes teólogos ........... 28En Lovaina......................................................... 29En Nimega, Holanda ......................................... 30

2. LOS TIEMPOS DEL CONCILIO .................... 35

Recordando el Vaticano II ................................. 39Primeras escaramuzas......................................... 40El centralismo romano ..................................... 41Alfrink y Pablo VI ............................................. 44Audiencia con Pablo V I ..................................... 48Los documentos conciliares: un compromisoHolanda en concilio ......................................... 50La Santa Sede y Holanda en la tormenta:El catecismo holandés........................................ 52Holanda se divide: los nuevos obispos ........... 56

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3. LOS PROCESOS ............................................. 59

Primer proceso sobre algunos ensayosteológicos (1968) ............................................. 59Segundo proceso sobre la cristología (1979)... 62Tercer proceso sobre el ministerio (1984) ....... 66

4. LA INVESTIGACIÓN TEOLÓGICA ........... 71

Cara a la modernidad......................................... 73Mis libros .......................................................... 75

II. - TEMAS DE INVESTIGACIÓN......................... 77

5. LA CREACIÓN................................................. 79

La Trinidad.......................................................... 84Hombre-Cristo-Dios ......................................... 88La gratuidad de Dios ......................................... 90El Dios escondido y silencioso ........................ 91El ateísmo .......................................................... 92Jesús, don gratuito ............................................. 93Santidad y oración ............................................. 96María: la gran hermana de los cristianos ....... 98

6. LA ESCATOLOGÍA ......................................... 99

Paraíso, infierno y purgatorio............................ 100Escatología y protología..................................... 104

7. LA ÉTICA .......................................................... 107

Religión y ética ................................................. 109

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8. LOS MINISTERIOS EN LA IGLESIA........... 111

Eclesiología en tono menor ............................ 113Los nuevos ministros......................................... 115Celibato voluntario............................................. 116La ordenación de mujeres ................................. 117La vida religiosa en el Señor ............................ 118

9. LA CONFESIÓN DE UN TEÓLOGO ........... 121

¡Soy verdaderamente un hombre feliz! ........... 123

¡NO TENGÁIS MIEDO!(EL SALMO ORACIÓN) ..................................... 127

«VENGA A VERME A GANTE...» .................... 131

EN RECUERDO DE MARIE DOMESTIQUE (MARCEL) CHENU O.P.(7 ENERO 1895 - 11 FEBRERO 1990)................ 135

EL AMOR MUTUO COMO MANDAMIENTO DE VIDA. «AQUEL MOMENTO» (Jn 14, 20)... 141

¡ABBA, PADRE! TODO TE ES POSIBLE(Mc 14, 3 6 ) .............................................................. 151

OBRAS DE E. SCHILLEBEECKX EN CASTELLANO ............................................. 159

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