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escritos ¡pánicos _os Una comunidad

atestigua su fe Yves-Marie Blanchard

verbo divino

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Editorial Verbo Divino Avenida de Pamplona, 41 31200 Estella (Navarra), España Teléfono: 948 55 65 11 Fax: 948 55 45 06 Internet: www.verbodivino.es E-mail: [email protected]

Cuadernos bíblicos 138

Traducción: Pedro Barrado y M3 del Pilar Salas. Título original: Les écrits johanniques, Une communaute temoigne de sa foi,

© Les Editions du Cerf © Editorial Verbo Divino, 2008. Impreso en España - Printed in Spain. Fotocomposición: Megagrafic, Pamplona. Impresión: Gráficas Astarriaga, Abarzuza (Navarra).

Depósito Legal: NA. 294-2007

ISBN 978-84-8169-793-3

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Y V E S - M A R I E BLANCHARD

Los escritos joánicos Una comunidad atestigua su fe

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urante mucho tiempo, un único nombre, Juan, ha cubierto con su autoridad escri­tos muy diversos: el cuarto evangelio, las tres cartas y el Apocalipsis. Por otra parte, este Juan era identificado, sin demasiada discusión, con el apóstol hijo de Zebedeo.

El análisis histórico, tan atento a la letra, desgajó en primer lugar, por razones de crítica in­terna, el Apocalipsis del resto del corpus. Después distinguió entre la primera carta y las otras dos. Por último negó la relación tradicional entre el hijo de Zebedeo y el «Discípulo amado» que reivindica ser el autor del evangelio (Jn 21,24). Al hacer esto, nos ha hecho sen­sibles a la diversidad de escrituras, al lento proceso redaccional que desemboca en los tex­tos actuales, a los contextos de su elaboración y a la vida de las comunidades que son sus portadoras.

En el trabajo, sin renegar en modo alguno de estos resultados, Yves-Marie Blanchard ha querido volver sobre la unidad del corpus. En particular se detiene en las comunidades cris­tianas de Asia Menor que, de una manera u otra, están referidas al «Discípulo amado». Más aún, combinando el método histórico y el análisis narrativo, se interesa en cada escrito, y con numerosos ejemplos como apoyo, en lo que se llama la «voz» del narrador. La perso­nalidad histórica de los autores cuenta poco aquí. Pero, en la escucha de la «voz narrativa» aparece un juego sutil -¡qué actual y eficaz!- de presencia y de autoridad entre el «yo» que narra o argumenta, el «nosotros» de la comunidad cristiana y el «él» de la palabra prime­ra, la de Jesucristo. Al final, la cuestión del discípulo ya no se plantea a propósito de aque­llos que vieron en otro tiempo la salvación de Dios, sino de aquellos y aquellas que la leen hoy, en los escritos joánicos y en la vida. La argumentación de Yves-Marie Blanchard es ri­gurosa. Asimismo, de forma muy pedagógica, propone al final de cada una de las etapas una pequeña clave de lectura «para trabajar personalmente» los textos. Una primera ver­sión de este estudio apareció en verano en la revista Esprit et Vie 153-157 (2006).

En el apartado de «Actualidad» se rinde homenaje a un poeta, lector amoroso de los es­critos joánicos -los tradujo y comentó-: Jean Grosjean, fallecido en abril de 2006.

Gérard BILLÓN

• Yves-Marie Blanchard, presbítero de la diócesis de Poítiers, es profesor de exégesis del Nuevo Testamento y de teología patrística en el Instituto Católico de París, donde es tam­bién director del Instituto Superior de Estudios Ecuménicos. Ha colaborado en varios «Cua­dernos Bíblicos»: n. 84, Evangelio y reino de Dios {* 2000); n. 118, El sacrificio de Cristo y de ios cristianos (2004), y n. 128, Relectura de los Hechos de los Apóstoles (2006). Sobre el corpus joánico ya ha publicado: Des signes pour croire? Une lecture de l'évangile de Jean. París, Cerf, 1995; Saint Jean. París, Éd. de l'Atelier, 1999, y ÜApocalypse. París, Éd. de l'A-telier, 2004.

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Los escritos joanicos son diversos (un evangelio, tres cartas y un apocalipsis) y están referidos a tres autores (el discípulo evangelista, el presbítero de las cartas y el profeta apocalíptico). Aho­ra bien, la tradición editorial los ha reunido bajo el único nombre de Juan, y la investigación his­tórica nos orienta hacia la misma región de Éfeso, Algunas comunidades cristianas cercanas geo­gráficamente habrían sido inspiradas por una misma teología, la del misterioso «Discípulo amado». Conversando aquí con el método histórico, el análisis narrativo enriquece esta percep­ción del «autor», voz anónima que vacila entre el «yo» y el «nosotros», y que propone al lector no sólo apropiarse del recuerdo del pasado, sino renacer cada día en la fe en Jesucristo, que só­lo «cuenta» a Dios,

Por Yves-Marie Blanchard

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1 g parte: aproximación histórica

Los escritos joánicos constituyen un conjunto complejo (un evangelio; tres cartas, en la que la primera es muy diferente de las otras dos, éstas muy breves; y un apocalipsis), repartido en dos lugares del Nuevo Testamento. Así, a pesar de su originalidad con respecto al modelo común de los sinópticos, el cuarto evangelio se unió a los

otros tres, sin duda con la finalidad de afirmar la unidad y la complementariedad del único Evangelio con cuatro ros­tros (griego: tetramorfos), tan querido para Ireneo de Lyon (AH 111,11,8), pero con el inconveniente de disociar la se­cuencia lucana constituida por el tercer evangelio y el libro de los Hechos de los Apóstoles.

En cuanto a las tres cartas joánicas, figuran al final de las cartas católicas, y están así próximas al Apocalip­sis, también designado como perteneciente a san Juan. Una colección así es a la vez única en el seno del Nuevo Testamento y notablemente dispar, por lo que estamos autorizados a plantear varias cuestiones re­lativas a:

I - La cuestión de

Para quien se contentara con consultar los leccionarios litúrgicos o las ediciones corrientes de la Biblia, incluso los grandes manuscritos griegos, la unidad de autor pare­cería evidente.

- la pretendida unidad de autor entre los tres tipos de escritura (evangelio, cartas, apocalipsis),

- la identidad del autor, singular o plural, que se escon­de bajo el patronímico común de Juan,

- la historia de la comunidad que subyace a los escritos tradicionalmente atribuidos a san Juan.

la unidad de autor

Sólo un pequeño matiz distingue, por una parte, el evan­gelio «según Juan» (kata lóannén) y, por otra, las cartas y el Apocalipsis «de Juan» (genitivo lóannou).

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El nombre de Juan hace pensar naturalmente en el hijo de Zebedeo, uno de los Doce junto con su hermano San­tiago, y, según los sinópticos, compañero cercano de Je­sús junto a Pedro. Los Hechos de los Apóstoles presen­tan igualmente a Juan como el alter ego de Pedro, en los primerísimos comienzos de la comunidad de Jerusa-lén. El mismo Pablo, presionado para obtener la legiti­mación de sus iniciativas misioneras, se dirige a Jerusa-lén para encontrarse con Santiago, Cefas y Juan, los cuales, en su opinión, «parecían ser las columnas» (Gal 2,9). El Santiago en cuestión es aquí ciertamente el «her­mano del Señor» (Gal 1,19), ya mencionado entre los que disfrutan de las apariciones pascuales (1 Cor 15,7), y na­da impide ver en Juan al hijo de Zebedeo.

Los escritos joánicos gozarían, pues, de una autoridad apostólica común, referida al testimonio de uno de los Doce que tuvo un lugar central, especialmente junto a Pedro, a la vez en el tiempo de la vida pública de Jesús (según los sinópticos) y en la primera época de la Iglesia, con el testimonio concordante de Pablo y los Hechos (Gal 2,9; Hch 31,1-4,22). En realidad, las cosas no son tan sen­cillas, puesto que los escritos en cuestión no proporcio­nan las informaciones que confirmarían el sentimiento general. En efecto, por una parte, la mención del nom­bre de Juan se limita sólo al libro del Apocalipsis y, por otra, la designación de los autores recurre a términos di­ferentes en los tres tipos de textos.

El Discípulo amado

En el evangelio es claro que el autor es aquel que el na­rrador llama con insistencia «el discípulo al que Jesús tanto quería» -o bien, según la expresión hoy común: «el Discípulo amado»-, sin que sepamos de entrada si

esta 33 persona le conviene al mismo narrador, según un modo de presentación corriente en la literatura, o si se trata de un tercero, de alguna manera anterior al diálo­go establecido entre la voz narrativa y el lector destina­tario del relato. En todo caso, la función «autorial» del personaje está claramente expresada, según un registro más amplio que la sola actividad de escritura. Esto sur­ge de dos pasajes: Jn 19,25-36 y Jn 21,24-25.

Un testigo ocular. A la hora de la muerte en la cruz, cuando Jesús ha entregado el «aliento» (o el «espíritu», 19,30) y después la sangre y el agua (v. 34), el Discípulo amado, que, por su parte, acaba de recibir por adopción el estatuto de hermano menor de Jesús (vv. 26-27), se encuentra en posición de testigo ocular del aconteci­miento central del misterio cristiano: «Aquel que ha vis­to da testimonio» (v. 35). Además, el testimonio así da­do se encuentra, por la redoblada intervención del narrador, gratificado con un sello de verdad absoluta: «Su testimonio es verdadero» y «ése sabe que dice la verdad». Por último, la finalidad del testimonio está claramente enunciada: «... para que vosotros también creáis».

En el momento de la última conclusión del libro, en 21,24, el narrador reafirma la posición de testigo reconocida al Discípulo amado y menciona además su participación, in­cluso su iniciativa, en el origen de la actividad redaccional que da cuerpo al evangelio: «Éste es el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito». Por otra parte, al apelar a la experiencia de la comunidad («sabe­mos», como un eco del «hemos visto su gloria» en el pró­logo: Jn 1,14), recuerda la veracidad del testimonio así da­do: «Sabemos que su testimonio es verdadero».

El Discípulo amado es considerado así como el autor del cuarto evangelio; es decir, no solamente el promotor de

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la redacción (21,24), sino en primer lugar y ante todo el testigo ocular (19,35), cuya «autoridad» propia funda­menta la legitimidad del evangelio y garantiza la auten­ticidad de los hechos referidos (19,35 y 21,24). Estos dos pasajes tienen, pues, la mayor importancia en cuanto a la cuestión del autor, pero eso no es todo,

Otros cuatro textos ponen en escena al Discípulo ama­do, en situaciones que contribuyen a fundamentar su autoridad, por otra parte únicamente debido a su rela­ción privilegiada con Jesús, tanto antes de su muerte co­mo en la mañana de Pascua y después.

Una relación privilegiada con Jesús. En primer lu­gar, en Jn 13, en la escena del lavatorio de los pies, el Dis­cípulo amado se encuentra muy próximo a Jesús, literal­mente: «Recostado en el pecho de Jesús» (13,23), en una postura que bien podría ser la del heredero, teniendo el contacto físico valor de transmisión directa de un men­saje antes de ser transmitido tras la muerte del Maestro (cf. recuadro). Además, su privilegiada posición le permi­te ejercer casi la función de intérprete entre Jesús y Pe­dro, situado demasiado lejos como para poder hacerse oír y conversar directamente con Jesús: «Simón Pedro le [es decir, al Discípulo amado, cuya posición acaba de ser descrita] hizo señas para que le preguntara [a Jesús] quién era aquel del que hablaba, Estando recostado en el pe­cho de Jesús, le dice: "Señor, ¿quién es?"» (vv. 24-25).

Después, en Jn 19, justo antes de la muerte de Jesús, el Discípulo amado -que es, por otra parte, el único perso­naje masculino que ha seguido a Jesús hasta el pie de la cruz (19,25)- ve cómo se le confía la Madre de Jesús, y se encuentra así cualificado como el propio hermano del Señor: «Jesús, viendo a su madre y al discípulo que es­taban allí de pie, dijo a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu

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hijo". Después dijo al discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Y desde ese día el discípulo la acogió con él» (vv. 26-27), A continuación, en Jn 20, en la mañana de Pascua, ha­biendo corrido al sepulcro en compañía de Pedro, no sola­mente el discípulo llega el primero antes de difuminarse ante Pedro, sino sobre todo se nos presenta como el ini­ciador del acto de fe pascual: «Vio y creyó» (20,8). La au­sencia de complemento de objeto en el verbo «creer» su­giere que, a diferencia de Pedro, que se detiene a examinar los objetos funerarios dejados en la tumba (vv. 6-7), el dis­cípulo ha llegado de entrada al núcleo de la fe pascual, vin­culada a la misteriosa presencia del Resucitado más allá de cualquier evidencia sensible o percepción material.

Del mismo modo, en Jn 21, después de Pascua, durante la pesca nocturna en Galilea, si Pedro se arroja al agua

El heredero La actitud del Discípulo amado durante la Cena siempre ha in­trigado. Nosotros la interpretamos como la del heredero, tenien­do en cuenta un texto del judaismo antiguo que relata la muerte de Abrahán, asistido por su nieto Jacob. La presencia del nieto en los últimos momentos del abuelo le designa como el heredero, encargado de las promesas y de las exigencias de la Alianza. Los largos discursos de Abrahán desarrollan ampliamente estos mo­tivos. Ahora bien, en el momento de la muerte del antepasado, el joven Jacob está precisamente «dormido sobre el pecho de Abra­hán, el padre de su padre», o incluso «recostado en sus brazos». Así, a la transmisión de la palabra se añade el contacto físico, ase­gurando doblemente la autoridad de Jacob en cuanto heredero del padre de los creyentes.

El Libro de los Jubileos, capítulos 22-23, traducido por A. CA-QUOT, se puede leer en Écrits intertestamentaires, I. Col. «Bi-bliothéque de la Pléiade». París, Gallimard, 1987, pp. 723-724 (ed. española, con introducción y notas de F. CORRIENTE / A. PI­NERO, en Apócrifos del Antiguo Testamento II. Madrid, Cristian­dad, 1982, pp. 65-188).

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al encuentro del Señor (21,7) es porque primero el Discí­pulo amado ha reconocido al Resucitado y se lo ha indi­cado a Pedro en estos términos: «¡Es el Señor!».

Así, sin que sea necesario recurrir a otros textos que men­cionan sin mayor precisión a un discípulo anónimo, espe­cialmente durante la escena inicial junto a Juan Bautista (1,35-40) o incluso en el patio del sumo sacerdote la mis­ma noche de la pasión (18,15-16), es claro que todas las menciones del discípulo al que Jesús tanto quería vienen a calificar al personaje como la autoridad fundadora del testimonio apostólico transmitido por el cuarto evange­lio. En este sentido, el Discípulo amado es sin duda el au­tor cabal que reivindica el narrador, portante mucho más que un redactor en el sentido literario del término.

El presbítero de las cartas

Si consideramos las cartas, la situación es más compleja. En primer lugar, sólo la segunda y la tercera adoptan la forma epistolar y se presentan como breves billetes dirigi­dos, el uno a una comunidad nombrada de forma extra­ña: «la Señora elegida» (2 Jn 1), el otro a un responsable de la Iglesia de nombre Gayo, saludado como «muy que­rido» (agapétós) y «aquel a quien amo de verdad» (3 Jn 1).

Los dos billetes. En ambos casos, el locutor se designa no sólo como un anciano (lit. «presbítero»), sino como el Anciano, con artículo definido, sugiriendo así una posición jerárquica que le sería propia. Esta posición le situaría por encima de otros responsables, de ahí su manera de for­mular algunas apreciaciones, favorables o no, al encon­trarse con personajes sin duda con la vista puesta en las comunidades: así Diotrefes, al que se le reprocha justa­mente codiciar el primer lugar (3 Jn 9), mientras que Ga­

yo y Demetrio se benefician, por el contrario, de excelen­tes testimonios por parte de sus condiscípulos (3 Jn 3.6.12). Observemos que el vocabulario empleado parece designar una época tardía, que se puede calificar con Ray-mond E. Brown de «subapostólica», y que se sitúa vero­símilmente en torno al paso del siglo i al n.

La exhortación. En cuanto a la primera carta, no in­cluye ni encabezamiento ni destinatarios característicos de una carta. Se trata más bien de una larga exhorta­ción dirigida a «hijitos» (teknia o paidía), también llama­dos «amados» (agapétoi), por un locutor cuya autoridad personal -sin duda fuerte si tenemos en cuenta los jui­cios categóricos que se expresan en el texto- no siem­pre es amparada con un enunciado plural bajo el modo del «nosotros». Incluso habría que saber a quién puede designar este «nosotros». ¿Un grupo de responsables unidos a aquel a quien se ha convenido en llamar el pres-bíteroy que asume solidariamente la responsabilidad del mensaje? ¿O bien la parte sana de la comunidad, su­puestamente homogénea y capaz de oponer un frente común a las disidencias que deplora el locutor? O inclu­so, de forma más retórica, los propios adversarios, de al­guna manera provocados a reconocerse en las palabras del autor y con ese motivo empujados a la adhesión. La estrategia puesta en práctica en esta primera carta si­gue siendo oscura: a falta de saber más sobre el autor, habitualmente se recurre a los datos de las otras dos car­tas, y así se habla también del presbítero.

El profeta de Patmos

El Apocalipsis es el único escrito joánico que menciona a un tal Juan, profeta cristiano exiliado en Patmos en un

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contexto de persecuciones: «Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la prueba, la realeza y la constancia en Jesús, me encontraba en la isla llamada Patmos, a cau­sa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús» (Ap 1,9). Beneficiario de una visión, sobrevenida el día del Se­ñor (v. 19), Juan se propone escribirla en un libro dirigido a siete Iglesias de Asia Menor (v, 11).

La autoridad literaria del personaje es reconocida -en efecto, le corresponde redactar y después difundir el li­bro-, sin que por ello sea considerado como la fuente misma del mensaje y, por tanto, la autoridad garante del contenido.

Dios, autor de la revelación. En efecto, el título del libro, inserto en el propio texto, se presenta así: «Apo­calipsis [o Revelación] de Jesucristo». Ciertamente, el ge­nitivo griego es ambiguo: ¿objetivo?, y entonces el libro versa sobre Jesucristo; ¿subjetivo?, y Jesús debe ser con­siderado como aquel que proporciona la revelación y, por tanto, el autor en sentido pleno del término. Pero la con­tinuación del versículo precisa las posiciones respectivas: «Dios se la entregó para mostrar a sus siervos lo que va a suceder pronto; envió a su Ángel y, por él, se lo hizo sa­ber a su siervo Juan» (1,1). Así pues, el verdadero autor de la revelación no es otro que Dios mismo, aunque Je­sús figura como el mediador a través del cual la revela­ción es llevada al conocimiento humano, en este caso'el de los discípulos, designados como «siervos».

Ahora bien, en el seno de la comunidad en cuestión, el profeta, él mismo siervo, recibe un acceso privilegiado a la revelación, pero es de nuevo al precio de una media­ción, ejercida esta vez por un ángel. La situación propia­mente apocalíptica, comenzada con la visión inaugural del capítulo 1, no empieza verdaderamente hasta el ca­

pítulo 4. Entre tanto se insertan los siete mensajes a las Iglesias, de los que aún se discute para saber si se trata de un núcleo más antiguo o de un complemento añadi­do posteriormente. En todo caso, la presencia de las sie­te cartas, dirigidas a siete Iglesias concretas e históricas, asigna al Apocalipsis joánico un estatuto diferente al de otras obras que pertenecen al mismo género literario. El arraigo histórico y la finalidad eclesial del mensaje están aquí claramente enunciados, como preludio a la apertu­ra de los cuadros celestiales que constituyen el cuerpo del libro.

El locutor del Apocalipsis -en este caso el «yo» ante el que se abre la puerta del cielo y que, como respuesta a la llamada de la Voz, se levanta hasta la apertura (Ap 4,1)- no es, pues, más que el último eslabón de una ca­dena de testigos entre los que el principal es el propio Je­sús, Por otra parte, al final del libro se recordará tanto al ángel mediador como al profeta Juan su común con­dición de siervos, así como para Juan el hecho de su per­tenencia a un colegio profético: «Pero él [el ángel] me di­jo: "No hagas eso, yo soy un siervo como tú y tus hermanos profetas y los que observan las palabras de es­te libro; adora sólo a Dios"» (Ap 22,9).

El portavoz. Así, contrariamente al evangelio y a las cartas -aunque quizá se deba a la propia naturaleza del género apocalíptico-, el libro del profeta Juan es el me­nos seguro en cuanto a la autoridad del locutor huma­no. Simple portavoz -por otra parte, ¿acaso no es la eti­mología griega de la palabra «profeta»?-, el Juan del Apocalipsis atestigua el carácter colegial del profetismo cristiano e invita a sus lectores a mostrarse a la vez dó­ciles a la Palabra y atentos al texto escrito: «Dichoso aquel que lea, así como los que escuchan las palabras de

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la profecía y observan lo que está escrito en ella. En efec­to, el tiempo está cerca» (Ap 1,3).

En todo caso, la figura del autor está situada de forma muy diferente en cada uno de los tres escritos joánicos, y se entiende que la cuestión de la unidad de autor del cor-pus joánico haya sido debatida desde la antigüedad y ape­nas haya encontrado soluciones incluso en nuestros días.

La solución de Ireneo de Lyon

Desde la antigüedad se está en presencia de dos solu­ciones a este respecto. La primera, conforme a lo que se convertirá en la tradición corriente de las Iglesias, consi­dera los tres escritos joánicos como la obra de un único autor, el Discípulo amado del cuarto evangelio, identifi­cado con el apóstol Juan, hijo de Zebedeo.

Estas informaciones figuran en diversos pasajes del Ad-versus haereses {Contra ¡as herejías, abreviado AH). Ire­neo de Lyon, a finales del siglo n, se interesa menos por el «cómo» que por el «porqué» de los escritos bíblicos. Su propósito no es primeramente describir el proceso re-daccional -que hoy aguza nuestra curiosidad-, sino jus­tificar la autoridad canónica de un escrito más que de otro. Para hacer esto, narra los comienzos apostólicos de los libros en cuestión. Que los datos referidos sean le­gendarios o históricamente exactos, eso importa menos para él que su «verdad»; a saber, la autoridad común de los únicos cuatro evangelios, con la exclusión de las pro­ducciones gnósticas, desprovistas de un sello auténtica­mente apostólico.

Por lo que concierne a los escritos joánicos, podemos leer: «Juan, el discípulo del Señor, el mismo que se había recostado en su pecho, publicó también el Evangelio

mientras permanecía en Asia» (AH 111,1,1); «Algunos le [= Policarpo] oyeron contar que Juan, el discípulo del Señor, una vez que fue a los baños de Éfeso, se enteró de que Cerinto estaba allí; salió corriendo fuera de las termas sin bañarse, gritando: "Salvémonos, por miedo que las ter­mas se derrumben, pues dentro se encuentra Cerinto, el enemigo de la verdad"» (AH lll,3,4); «Es esta misma fe que anunció Juan, el discípulo del Señor. En efecto, que­ría extirpar, por el anuncio del Evangelio, el error sem­brado entre los hombres por Cerinto y, mucho antes que él, por aquellos a los que llaman nicolaítas, se trataba de una ramificación de la gnosis de nombre embustero» (AH 111,11,1)'.

En estos tres pasajes, Ireneo quiere mostrar a la vez la plena cualificación apostólica del cuarto evangelio, su arraigo en el ambiente asiático de Éfeso y la pertinencia de su utilización en el conflicto que opone a los movi­mientos gnósticos con la gran Iglesia de finales del siglo II. Además, Ireneo extiende esta atribución de autor a las cartas -al menos a la primera (AH 111,16,5 y 16,8), yaque no es seguro que conociera las otras dos- y al Apocalip­sis (AH V,30-3-4). Por otra parte, para este último libro no hay allí ninguna información nueva: el nombre de Juan figura en algunas ocasiones en el texto (Ap 1,1.1.4.9; 22,8), aunque ya Justino de Roma, a mediados del siglo n, podía hablar del «apocalipsis -o revelación-llegado a Juan» (Diálogo con Trifón 81,4), sin que se se­pa bien si hablaba del mismo libro o de la tradición apo­calíptica consignada en el libro.

1. Sobre Cerinto, cf. Y.-M. BLANCHARD, «Ireneo de Lyon, lector de los Hechos de los Apóstoles», en O. FLICHY et al., Relecturas de los Hechos de los Após­toles. Cuadernos Bíblicos 128. Estella, Verbo Divino, 2006, pp. 51-52, y J.-P. LÉMONON, Los judeocristianos: testigos olvidados. Cuadernos Bíblicos 135. Estella, Verbo Divino, 2007, p, 19,

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La posición de Eusebio de Cesárea

Opuesto a Ireneo, Eusebio de Cesárea, a comienzos del siglo iv, se hace eco de tradiciones tan antiguas como las del obispo de Lyon, según las cuales habría que conside­rar dos autores con el mismo nombre, Juan el discípulo, apóstol y evangelista, y Juan el presbítero, mencionado en las cartas. Eusebio comienza citando a Papías, obispo de Hierápolis, en Frigia, a principios del siglo n,

Papías menciona a dos personajes de nombre Juan, uno que forma parte de los Doce, el segundo califica­do de «presbítero» en compañía de un tal Aristión, que, evidentemente, jamás tuvo el estatuto de após­tol. Éste es el texto de Papías, citado por Eusebio en su Historio eclesiástica (abreviado: HE): «Si de alguna parte venía alguien que había estado en compañía de los pres­bíteros, yo me informaba de las palabras de los presbíteros: lo que dijeron Andrés o Pedro, o Felipe, o Tomás, o Santiago, o Juan, o Mateo, o algún otro de los discípulos del Señor, y lo que dicen Aristión y el presbíte­ro Juan, discípulos del Señor. No pensaba que las cosas que provinieran de libros santos me fueran tan útiles co­mo las que vienen de una palabra viva y perdurable» (HE 111,39,4).

El comentario que sigue no deja ninguna duda sobre la interpretación dada por Eusebio: para él, igual que pa­ra nosotros, es claro que Papías conoció con el nom­bre de Juan a dos personajes diferentes: «Aquí es con­veniente observar que Papías menciona dos veces el nombre de Juan: señala al primero de los dos junto con Pedro y Santiago y Mateo y los otros apóstoles, e in­dica claramente al evangelista; para el otro Juan, des­pués de haber detenido su enumeración, lo sitúa con otros fuera del número de los apóstoles: lo hace pre­

ceder por Aristión y lo designa claramente como pres­bítero» (HE 111,39,5).

Ahora bien, al testimonio citado de Papías, Eusebio aña­de dos informaciones que son propias suyas: en primer lugar, la referencia a una tradición local presente en Éfe-so, cuya realidad histórica no es verificable, aunque pre­senta el interés de confirmar la amplitud de miras de los antiguos con respecto a la difícil cuestión del autor o los autores del corpus joánico; después, una apreciación personal que atribuye el cuarto evangelio al discípulo y el Apocalipsis al presbítero: «Así, con estas mismas pala­bras se muestra la verdad de la opinión según la cual hu­bo en Asia dos hombres con ese nombre, y en Éfeso hay dos tumbas que aún hoy se llaman de Juan. Es necesa­rio prestar atención a esto, pues es verosímil que el se­gundo Juan, si no se quiere que lo sea el primero, es quien contempló la revelación transmitida bajo el nom­bre de Juan» (HE 111,39,5-6).

Ciertamente, los comentaristas modernos apenas ha­brían podido seguir a Eusebio en este reparto, por cuan­to el nombre del presbítero parece íntimamente ligado a las cartas. Quedémonos, no obstante, con la consta­tación antigua según la cual el Apocalipsis no indica la misma escritura que el cuarto evangelio, sin olvidar, por otra parte, el caso particular de las cartas y su declara­da relación con un misterioso presbítero. Finalmente, parece prudente tener en cuenta lo que los mismos li­bros nos declaran sobre su propio origen:

• la relación del cuarto evangelio con el discípulo al que Je­sús quería, sean cuales sean, por lo demás, su identidad y su estatuto (¿es Juan de Zebedeo, uno de los Doce?),

• la designación del presbítero como locutor de al me­nos dos de las cartas,

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la figura del profeta Juan de Patmos en el núcleo del proceso visionario presentado como la fuente de ins­piración del libro del Apocalipsis.

Conclusión

Así pues, podemos arriesgarnos a hablar de tres «auto­res» o autoridades reconocidas por los propios libros: el discípulo evangelista, el presbítero de las cartas y el pro­feta apocalíptico. Sin embargo, en el seno de este con­junto, la extrema originalidad del Apocalipsis, tanto en el plano del género literario, tan particular, como en el de la lengua, tan diferente de la del evangelio, lleva a los investigadores a considerar el último libro de la Biblia co­mo un texto en sí, sin relación clara con la tradición joá-nica, A partir de ahí, parece más pertinente explicar el Apocalipsis de Juan en el contexto de otras producciones apocalípticas, judías o judeocristianas, subrayando a la

vez las constantes del género literario y la fuerte origi­nalidad del Apocalipsis joánico.

No obstante, no deberíamos decidirnos definitivamente por esta opción metodológica. Ciertamente, el Apocalip­sis es distinto, pero el solo hecho de que mencione explí­citamente el nombre de Juan -al que la tradición edito­rial recurrirá igualmente para el encabezamiento del cuarto evangelio y de las tres cartas de la misma inspira­ción- establece una relación formal entre las tres tablas del corpus así constituido. En cuanto a saber si ésta rela­ción presenta una consistencia histórica, eso es otro asun­to... Dicho de otra manera, entre la comunidad que sub-yace a la tradición del cuarto evangelio y las Iglesias del Apocalipsis, ¿es una relación únicamente de proximidad geográfica (región de Éfeso, en Asia Menor)? ¿O bien po­demos reconocer una afiliación más estrecha, de alguna manera ocultada por la singularidad del género apocalíp­tico y su profunda diferencia, tanto formal como estruc­tural, con el conjunto de libros del Nuevo Testamento?

Para trabajar personalmente:

1. Leer atentamente los dos prólogos lucanos (Le 1,1 -4; Hch 1,1-5) y comparar con los tex­tos del cuarto evangelio citados más arriba. Buscar las semejanzas y las diferencias:

- en cuanto al estatuto del autor,

- en cuanto al trabajo de composición literaria,

- en cuanto a las finalidades del acto de comunicación apuntado por el libro.

2. Evaluar así la originalidad del modo de escritura «evangélica» con relación a otros tipos de literatura, especialmente profana.

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II - La identidad del autor La cuestión de la unidad de autor ya nos ha puesto en presencia de un fondo legendario relativo a la presencia de Juan el apóstol en Éfeso, con los coloristas episodios de un ministerio considerado como agitado. A los textos de Ireneo citados antes añadamos este pasaje de Polícrates de Éfeso (primera mitad del siglo n), conservado igual­mente por Eusebio de Cesárea: «Es en Asia donde repo­san grandes astros, que resucitarán el día de la parusía del Señor, cuando venga desde los cielos con gloria y busque a todos los santos: Felipe, uno de los doce apóstoles, que descansa en Hierápolis con sus dos hijas, que velaron en la virginidad, y su otra hija, que vivió en el Espíritu Santo, descansa en Éfeso; e incluso Juan, que se reclinó en el pe­cho del Señor, que fue presbítero y llevó la lámina de oro, mártir y didáscalo: éste reposa en Éfeso; también Policar­po de Esmirna, obispo y mártir» (HE V,24,2-4),

Dos cartas de Ireneo

La relación entre Juan y Policarpo figura también en dos cartas de Ireneo conservadas por Eusebio de Cesárea.

La carta a Florino. Este primer texto está dirigido a un amigo de la infancia, Florino, convertido en gnóstico. El obispo de Lyon hace memoria de su juventud en Esmirna; en este contexto, evoca no sólo la alta figura de Policarpo, sino las relaciones de éste con Juan, por otra parte tra­tado como «presbítero bienaventurado y apostólico»: «Yo puedo señalar el lugar en el que se sentaba el bie­naventurado Policarpo para hablar, cómo entraba y sa­lía, su forma de vivir, su aspecto físico, las conversacio­nes que mantenía ante la muchedumbre, cómo contaba

sus relaciones con Juan y los otros que habían visto al Señor, cómo recordaba sus palabras y las cosas que les había escuchado decir con respecto al Señor, sus mila­gros, su enseñanza; cómo Policarpo, después de haber recibido todo esto de testigos oculares de la vida del Ver­bo, lo refería conforme a las Escrituras. Estas cosas, tam­bién entonces, por la misericordia de Dios que ha venido sobre mí, yo las he escuchado con atención y las he ano­tado no sobre papel, sino en mi corazón; y siempre, por la gracia de Dios, las he rumiado con fidelidad, y puedo atestiguar ante Dios que, si ese presbítero bienaventu­rado y apostólico hubiera escuchado algo semejante [a lo que tú dices, Florino], se habría puesto a gritary se ha­bría tapado los oídos, diciendo, según lo que se acostum­bra: "Oh, buen Dios, para qué tiempos me has reservado, ¿para que soporte esto?". Y habría huido del lugar en que, sentado o de pie, hubiera escuchado semejantes pala­bras» (HE V,20,6-7).

Aquí encontramos, además de la ambigüedad del título de «presbítero apostólico» -¿no lleva a cabo Ireneo la fu­sión de dos personajes, el apóstol y el presbítero?-, la alusión al carácter arrebatado de Juan, rasgo verosímil­mente legendario tomado de las tradiciones sinópticas, que atestiguan la violencia de los hijos de Zebedeo, por lo demás llamados por Jesús «hijos del trueno»2. Confe-

2. Más que un rasgo psicológico, este apodo (Me 3,17) quizá haya que in­terpretarlo en un contexto apocalíptico que recurre a imágenes violentas para designar el advenimiento de los últimos tiempos llevados a cabo en la persona, la enseñanza y los milagros de Jesús. Así, en Le 9,54, los dos hermanos apelan al fuego del cielo como castigo a la incredulidad sama-ritana. Semejante rasgo está evidentemente en las antípodas del cuarto evangelio.

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El cuarto evangelio en Asia Menor

El arraigo asiático del cuarto evangelio es afirmado por las pa­labras de Polícrates. De hecho, existe en Efeso un sepulcro lla­mado de san Juan, en el centro de la grandiosa basílica levan­tada por el emperador Justiniano en el siglo VI. Pero debemos observar que el nombre del lugar (Ayasoluk) procede de la de­formación del griego Hagios Theologos, literalmente «el Santo Teólogo», dicho de otra manera, la figura autorial tradicional-mente atribuida a los tres textos joánicos. A pesar de que es más fácil llamarlo por costumbre «Juan», la figura designada me­diante la perífrasis «el Santo Teólogo» podría ser perfectamen­te una mezcla de varios personajes «reales», de los que uno o varios podrían haberse llamado Juan.

La mención que hace Polícrates de Felipe de Hierápolis, junto a Juan de Efeso, va en el sentido de la tradición asiática del cuar­to evangelio. Este Felipe parece ser una mezcla del apóstol («uno de los Doce») y del personaje del libro de los Hechos, miembro del colegio de los Siete (Hch 6), evangelizador de Sa­maría y del eunuco etíope en el camino de Gaza (Hch 8), co­nocido igualmente por sus hijas «vírgenes que profetizaban» (en número de cuatro, según Hch 21,8-9). El cuarto evangelio con­cede una importancia particular a Felipe el apóstol, considera­do como uno de los primeros llamados (Jn 1,43) y, junto con su compatriota Andrés (son originarios de Betsaida, según Jn 1,44), en posición de intermediario entre Jesús y los griegos (Jn 12,20-22). Activo desde el comienzo del evangelio, va al en­cuentro de Natanael y le presenta a Jesús como «aquel del que Moisés había escrito en la Ley, así como los profetas» (1,45). Después parece ser un interlocutor privilegiado de Jesús, no só­lo durante la multiplicación de los panes (6,5-7), sino también durante las últimas conversaciones de Jesús con sus discípulos. En efecto, es él quien expresa la famosa petición: «Señor, mués­tranos al Padre, y eso nos basta» (14,8), y quien recibe la céle­bre réplica: «Tanto tiempo con vosotros y no me conoces, Feli­pe. Quien me ve a mí, ve al Padre. ¿Cómo dices tú: "Muéstranos al Padre?"» (14,9).

sernos que un retrato como éste cuadra mal con la ¡dea que podemos hacernos del Discípulo amado sobre la úni­ca base del cuarto evangelio...

La carta al papa Víctor. Este segundo texto se Inscri­be en el contexto de la polémica relativa a la fecha de la Pascua cristiana. Al papa Víctor, tentado de romper con las Iglesias asiáticas por una simple cuestión de calenda­rio, Ireneo predica la moderación. Para hacer esto, ape­la a la autoridad antigua del gran Policarpo, él mismo discípulo de Juan el apóstol: «El bienaventurado Policar­po, habiéndose detenido en Roma bajo Aniceto, man­tuvieron el uno con el otro divergencias sin importancia, pero pronto hicieron las paces y sobre este extremo no disputaron entre sí, En efecto, Aniceto no podía persua­dir a Policarpo de no observar lo que, con Juan el discí­pulo de nuestro Señor y los otros apóstoles con los que vivió, siempre había sido observado; y, por su parte, Po­licarpo no persuadió a Aniceto de guardar la observan­cia; pues decía que había que conservar la costumbre de los presbíteros anteriores a él. Y como las cosas estaban así, comulgaron el uno con el otro, y en la iglesia Anice­to cedió la eucaristía a Policarpo, evidentemente por de­ferencia; se separaron el uno del otro en paz; y en toda la Iglesia había paz, ya se observara o no el día decimo­cuarto» (HEV,24,16-17).

De esta manera, como vemos, en Ireneo la referencia a Juan, «discípulo de nuestro Señor», por mediación de Po­licarpo, constituye un argumento tradicional que afecta tanto al origen del cuarto evangelio como al arreglo de las crisis contemporáneas. Para Ireneo, Juan es la figura apostólica propia de las Iglesias de Asia Menor. La litera­tura apócrifa dedicada a Juan, especialmente varias ver­siones de los Hechos de Juan a partir del siglo n, explo-

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tara el filón de las misiones y las pruebas vividas por el discípulo en territorio asiático, especialmente en Éfeso y Patmos3.

El Fragmento de Muratori

Sin embargo, la identificación entre Juan y el Discípulo amado, que parece evidente a los ojos de Ireneo, no lo es tanto como parece. Como prueba, la aplicación de al­gunos autores a poner al Discípulo amado en relación de dependencia con respecto a un personaje de la época apostólica distinto a Juan el hijo de Zebedeo. Dos textos son, por lo que a esto se refiere, muy iluminadores.

El primero es el famoso -y enigmático- Fragmento de Muratori (probablemente de finales del siglo n, aunque algunos lo datan en el siglo iv). Propone una extraña puesta en escena de la redacción joánica. En efecto, se­gún este documento, el redactor es Juan, rodeado de «condiscípulosy epíscopos», términos que siguen siendo más acordes a la época postapostólica, la misma que la del presbítero, que a los tiempos propiamente apostóli­cos. Pero dos rasgos singulares afectan al proceso de re­dacción: por una parte, el llamado Juan escribe bajo el control de un grupo de autores investidos con los mis­mos títulos que él (discípulo y epíscopo) y, por otra, la au­toridad propiamente apostólica es conferida por Andrés, uno de los Doce, el primer llamado (protokíétós), según la intriga del cuarto evangelio (Jn 1,40):

3. Cf. la traducción anotada por É. JuNcoy J.-D. KAESTuen Écrits apocryphes chrétiens I. Col. «Blbliothéque de la Pléiade», París, Gallimard, 1997, pp. 973-1037 (en español puede verse: Hechos apócrifos de (os Apóstoles. I. Hechos de Andrés, Juan y Pedro. Ed. crítica bilingüe preparada por A. PINE­RO y G. DEL CERRO. Madrid, BAC, 2004, pp. 239-481).

«El cuarto de los evangelios es el de Juan.

Escribió bajo la presión de sus condiscípulos y epíscopos.

Les dijo: "Ayunad conmigo hoy durante tres días

y todo lo que nos sea revelado, lo contaremos". La misma noche le fue revelado a Andrés, uno de los apóstoles, que con el reconocimiento de todos Juan escribiría todo y en su propio nombre».

(Fragmento de Muratori, líneas 7-14).

Sin duda se trata de una piadosa leyenda al servicio de la operación de legitimación de un evangelio diferente (por otra parte, la continuación del relato es explícita so­bre este punto), pero el camino emprendido merece ser subrayado. Ya se llame o no Juan, el discípulo autor del cuarto evangelio es presentado como dependiente de una autoridad apostólica previa a su propia actividad li­teraria. En el caso del Fragmento de Muratori, no se ve bien por qué Juan el apóstol tendría necesidad de la ga­rantía de Andrés el apóstol, si no es porque, a los ojos de los redactores del mencionado Fragmento, se trata probablemente de otro Juan, perteneciente a una ge­neración distinta a la del apóstol. Sin duda, el Fragmen­to de Muratori es un texto demasiado particular y de­masiado enigmático como para que se le pueda conceder en este terreno un verdadero crédito histórico. No obstante, resulta estimulante registrar las dificulta­des de los antiguos con respecto al autor del cuarto evangelio, así como de las cartas, cuyo texto menciona explícitamente en estrecha relación con las líneas dedi­cadas al evangelio:

«Así pues, qué hay de extraño en que Juan afirme vigo­rosamente cada cosa también en sus cartas, diciendo a este respecto: "Lo que hemos visto

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con nuestros ojos y escuchado con nuestros oídos, lo que nuestras manos han tocado, lo hemos escrito".

Así se presenta no solamente como espectador y oyente, sino también como escritor de todos los hechos admirables del Señor, en su orden».

{Fragmento de Muratorí, líneas 17-24).

Andrés en el cuarto evangelio Igual que Felipe (cf. p. 13), Andrés es un personaje clave del am­biente joánico. En el cristianismo antiguo, nadie ignora que es el hermano de Simón Pedro; así es, por otra parte, como entra en escena en Jn 1,40; con este hecho, el joanismo da cuenta de su arraigo apostólico en sentido estricto. Andrés goza incluso de una auténtica prioridad, puesto que es él en persona quien lleva a Si­món Pedro a Jesús (vv. 41-42). Esto no le impide estar en la van­guardia, no sólo en el sentido del grupo de los discípulos (inter­viene inmediatamente después que Felipe en el relato de la multiplicación de los panes: 6,8-9), sino incluso en la relación con los extranjeros que representan a los griegos que acuden a Je-rusalén por la Pascua (12,21-22). En resumen, igual que Felipe y después Tomás, Andrés parece representativo de una comunidad que reivindica a la vez su antigüedad apostólica y su vocación de apertura universal.

El capítulo 21 del evangelio

Aunque la autoridad propia en el Fragmento de Mura­torí sigue siendo incierta, por el contrario es muy inte­resante observar que un mismo camino de legitimación apostólica se emprende a favor del Discípulo amado en un segundo texto que se encuentra dentro del cuarto evangelio. Se trata del capítulo 21, en el que la legitima­ción tiene lugar en el estadio de un añadido tardío, lle­vado a cabo después de la muerte del discípulo (clara­mente mencionada en 21,23).

Sin renegar en absoluto de la autoridad propia del Discí­pulo amado (cf. p. 5), este capítulo suplementario del cuarto evangelio centra la mirada en Simón Pedro, ins­tituido pastor del rebaño por voluntad expresa del Re­sucitado, al final de un trastornador diálogo en el que se apela al amor como la única justificación de cualquier cargo jerárquico (Jn 21,13-17).

Tras las huellas de Pedro. Ahora bien, al final de es­te pasaje, después de una palabra de Jesús que anuncia el martirio de Pedro (vv. 18-19), el narrador sitúa al Discí­pulo amado en posición secundaria, es decir, siguiendo tanto a Jesús como a Pedro: «Volviéndose, Pedro ve al discípulo al que Jesús tanto quería que les sigue,..» (o bien: «siguiéndoles», participio presente akolouthoumta, v. 20; así pues podemos traducir, bien «tras las huellas de él» -sin precisar si el discípulo sigue a Jesús o a Pedro-, bien «tras sus huellas» -incluyendo a Pedro en el dúo de cabeza, con Jesús-). El hecho de que Pedro se vuelva an­tes de observar al Discípulo sugiere que va delante, Así pues, el Discípulo amado está detrás, en un estado de su­bordinación confirmada por el empleo del mismo verbo akoíoutheln en la escena de llamada de los primeros dis­cípulos: «Los dos discípulos le oyeron hablar [a Juan Bau­tista] y siguieron a Jesús» (Jn 1,37). La paradoja es que, a partir de ahora, el Discípulo amado se encuentra no so­lamente tras las huellas de Jesús, sino también detrás de Pedro, Dicho de otra manera, Pedro se ha puesto por en­cima del Discípulo, igual que Jesús lo había hecho con res­pecto a Juan Bautista y a los primeros discípulos al prin­cipio del evangelio (Jn 1,15.30.37). De esta manera, en el momento de concluir el libro, confiándolo a la buena vo­luntad del lector (Jn 21,25), el narrador pone la autoridad del discípulo-autor en dependencia de una autoridad pri­mera, la de Simón Pedro, sin embargo poco valorada a lo

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largo del relato evangélico, pero tardíamente rehabilita­do con motivo de su martirio.

Un personaje enmascarado. Una operación así plan­tea de nuevo la cuestión de saber si el Discípulo puede ser aún uno de los Doce, dada la aplicación de los antiguos a dotarlo de una cualificación propiamente apostólica: la de Pedro (Jn 21), la de Andrés (Fragmento de Muratori) o la de Juan (Ireneoy la tradición posterior), comenzando por los manuscritos que designan la obra del Discípulo ama­do como «evangelio según Juan». En estas condiciones, ¿aún hay que tratar de identificar al Discípulo amado? Las hipótesis no faltan -así Lázaro, al que precisamente Je­sús quería (11,3.5.36) y que, como el Discípulo amado, ocupa un lugar de honor en una comida en torno a Je­sús (12,1-2)-, pero, a falta de la menor prueba, no hay ninguna propuesta que fuerce la convicción1.

Por el contrario, si tomamos en cuenta la expresión re­currente: «el discípulo al que Jesús tanto quería», hasta el punto de ver en ella una intervención decisiva del re­dactor, el debate cambiaría singularmente de sentido. En lugar de dedicarnos a buscar una referencia histórica, sin duda real, aunque inaprensible, ¿acaso no sería más per­tinente preguntarse por la función de este enunciado tan absolutamente original? En efecto, no existe ningún caso semejante en el cuarto evangelio, y menos aún en los sinópticos. En el caso del evangelio de Juan, los per­sonajes son, bien anónimos (una mujer de Samaría, un funcionario real en Cana, un paralítico en la piscina pro-bática, un ciego de nacimiento, etc.), bien designados por

4. El asunto ha sido muy bien resumido por É. COTHENET, La tradítionjo-harmique. «Introducción á la Bible», tomo III, vol. IV. París, Desclée, 1977, pp. 284-292; cf. también: Les écrits de Saint Jean. Col. «Petite Bibliothéque des Sciences Bibliques», NT 5, París, Desclée, 1984, pp. 146-148.

su nombre, enriquecido a menudo con informaciones sobre su condición social o familiar: así, por ejemplo, Ni-codemo o incluso Lázaro y sus hermanas. El Discípulo amado es el único personaje que no es ni nombrado ni anónimo, sino que se presenta enmascarado bajo una especie de pseudónimo que tiene como efecto, en pri­mer lugar, impedir el acceso a su nombre propio: una buena advertencia al lector, tentado de forzar el secre­to, con la ausencia de resultados que conocemos.

El anonimato del Discípulo amado

Un enunciado enigmático. Al examinar el enunciado: «el discípulo al que Jesús tanto quería», constatamos que su contenido informativo es escaso. Ciertamente, Jesús «ama» también a Lázaro, pero ¿no ocurre lo mismo con todos los discípulos: «Ya no os llamo siervos [...] sino ami­gos, pues todo lo que he aprendido de mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15)? Sin embargo, desde un punto de vista apologético, el enunciado no es inútil: el hecho de que Jesús ame particularmente al Discípulo sólo puede abogar por la autoridad reivindicada en su favor (cf p, 5). El enunciado presenta sobre todo un real interés pragmáti­co, desde el momento en que trata sobre el lector y el lu­gar en la imposibilidad de conocer la identidad exacta de un personaje sin embargo esencial en el testimonio joánico.

Insistimos. El contenido informativo, relativo al amor de Jesús por un discípulo particular, no ofrece ningún ele­mento de identificación, puesto que Jesús ama a todos los discípulos; por el contrario, no es inútil precisarlo si se trata de defender la autoridad propia de un personaje, por lo demás considerado algo disidente,.. Al hacer esto, el na­rrador lleva a cabo una «veladura» perfectamente eficaz: al insistir en la calidad del Discípulo en lugar de ofrecer su

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identidad, el narrador no hace más que abrir una puerta para cerrar mejor otra. El lector atento comprende inme­diatamente que no hay nada que buscar por el lado del nombre propio, sino que el asunto está en prestar con­fianza a la palabra de aquel que permanece anónimo.

La razón de un anonimato. Así pues, la cuestión no es tanto saber quién es el Discípulo amado cuanto la ra­zón por la cual es importante silenciar su nombre pro­pio, incluso aunque sea el compañero de personajes tan reales como Pedro, Andrés, la Madre de Jesús y los otros actores del relato evangélico.

Si relacionamos este hecho con el interés de los antiguos por el arraigo apostólico de los escritos neotestamenta-rios -así Ireneo, vinculando a Mateo, Marcosy Lucas más o menos directamente con la predicación originaria de Pedroy Pablo-, podríamos concluir que el anonimato del Discípulo tendría como función preservar la autentifica-ción apostólica del cuarto evangelio, evitando difundir la identidad de un autor al que le faltaría precisamente el sello apostólico.

Ciertamente, esto no es más que una hipótesis, pero ¿aca­so no está confirmada por el hecho de que, en el estadio de la recepción del evangelio, tanto el capítulo 21 como el Fragmento de Muratoñ e Ireneo se aprovechan del anoni­mato del Discípulo, bien para vincularlo a las autoridades apostólicas de Pedro o Andrés, bien para identificarlo pu­ra y simplemente con Juan de Zebedeo, uno de los Doce? En cualquier caso, la operación logra el objetivo: a pesar de su carácter singular, el evangelio del Discípulo es aceptado por las Iglesias, que finalmente se pondrán de acuerdo pa­ra reconocer en él el evangelio «según Juan».

Así pues, aunque el interés principal de la cuestión del Discípulo parece ser posterior -es decir, por parte de la

recepción del cuarto evangelio con vistas a su plena ca­nonización-, sin embargo no impide dibujar una especie de retrato robot del personaje real, habiendo podido de­sempeñar un papel de primer orden en el nacimiento de la comunidad joánica y su perseverancia en una forma de testimonio algo diferente a la norma sinóptica.

Fuera de los Doce. Con todo rigor metodológico, con­viene tener en cuenta solamente las únicas recurrencias del enunciado característico: «El discípulo al que Jesús tanto quería», Entonces resulta claro que este discípulo se une al grupo de Jesús en el momento de la última ce­na (cap. 13), sin excluir evidentemente que conociera a Jesús en fecha más antigua. Está ya suficientemente cerca del Maestro como para «reclinarse en el seno de Jesús» (13,23), antes de «recostarse en el pecho» de és­te (v. 25), en una actitud que no deja de recordar la del heredero (cf. p. 6). Aunque permanece mudo durante las conversaciones antes de la pasión (caps. 14-17), lo en­contramos al pie de la cruz: testigo de los últimos instan­tes de Jesús, ha recibido antes el cuidado de su Madre, convirtiéndose de hecho en el propio hermano adoptivo del Señor (19,26-27).

Sin duda apelando a esta estrecha relación con el Señor, es como será a la vez el primero de los discípulos que lle­ga al sepulcro vacío y, sobre todo, el primero en com­prometerse explícitamente en el acto de fe pascual -«Vio y creyó» (20,8)-, antes de ser incluso el primero en reco­nocer al Resucitado presente en la pesca de los discípu­los: «Entonces el discípulo a quien Jesús tanto quería di­jo a Pedro: "¡Es el Señor!"» (21,7), Sin embargo, al final del recorrido se le pedirá que pase por detrás de Pedro (21,20), sellando con este hecho -¡a título postumo!- el encuentro de su comunidad particular con la Gran Igle-

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sia, simbólicamente reunida en torno a la figura de Pe­dro, muerto mártir varias decenas de años antes.

De esta manera, el Discípulo amado podría ser ese ju-daíta cercano a los ambientes sacerdotales al que desde hace mucho tiempo se creyó reconocer tras la redacción joánica. En todo caso, el perfil así esbozado excluiría que fuera uno de los Doce, de los que Pedro recuerda que só­lo son testigos cualificados de la resurrección primera­mente por haber «acompañado a Jesús durante todo el tiempo de su vida entre nosotros, comenzando por el bautismo de Juan, hasta el día en que fue llevado al cie­lo» (Hch 1,21-22).

La pertenencia sacerdotal

del Discípulo a m a d o

La pertenencia del Discípulo a los ambientes sacerdotales sigue siendo hipotética. A menudo se deduce del hecho de que habría tenido acceso fácilmente a la residencia del sumo sacerdote (18,15); pero este argumento se viene abajo enseguida si tenemos en cuenta las únicas recurrencias del sintagma «el discípulo ama­do», con exclusión de las alusiones más vagas a «otro discípulo». Con frecuencia se ha observado la importancia de las fiestas li­túrgicas en el cuarto evangelio, con insistencia en la subida a Je-rusalén para estas ocasiones. Esto es justo, pero las referencias son demasiado generales como para que se esté en el derecho de exigir al autor una cultura sacerdotal precisa. Además, como sa­bemos, la tradición joánica manifiesta una fuerte hostilidad hacia el Templo.

En resumen, nada obliga a atribuir al Discípulo amado una as­cendencia sacerdotal: contrariamente a otros personajes evangé­licos (por ejemplo el padre de Juan Bautista, en Lucas), el Discí­pulo-autor jamás es mostrado en el Templo. Solamente le vemos en la esfera privada, incluso familiar, de Jesús: en la sala de la úl­tima cena, con el círculo de los íntimos; al pie de la cruz, en com­pañía de la madre de Jesús, en el sepulcro vacío, a invitación de María de Magdala y sólo con Simón Pedro...

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A título anecdótico, quizá podríamos identificarlo con el anfitrión de la última cena, al que el evangelio según Ma­teo asigna justamente una especie de pseudónimo: «Je­sús les dijo: "Id a la ciudad a casa de fulano [ton deina] y decidle: El Maestro manda decirte: Mi hora está cerca, voy a celebrar en tu casa la Pascua con mis discípulos"» (Mt 26,18). Entonces se entendería la posición privilegia­da del Discípulo, justo al lado del invitado Jesús, y por tanto en disposición de hacer circular la palabra entre el Maestro y los invitados, comenzando por Simón Pedro, relegado a un lugar menos ventajoso.

El misterioso presbítero

Por tanto, la identidad del Discípulo amado sigue siendo un misterio, que no podría ser iluminado más que si se descubrieran algunos elementos externos... Reducido a la única documentación ofrecida por el cuarto evange­lio, el lector no puede desvelar el secreto: el pseudónimo portado por el autor desempeña plenamente su papel. ¿Qué ocurre entonces con el autor designado de las car­tas, el misterioso presbítero de 2 Jn 1 y 3 Jn 1 ?

A decir verdad, ya no se filtra nada sobre su identidad. Podemos pensar muy justamente en un sucesor del Dis­cípulo amado, él mismo en posición de líder con respec­to a una comunidad presa de profundas divisiones. Si, en el nivel de la primera carta, el locutor parecía conservar la esperanza de restaurar la unidad, mediante un cierto número de clarificaciones que se esfuerza por aportar a sus lectores, por el contrario la segunda carta y la terce­ra parecen indicar una situación incluso agravada. En el estadio de la tercera carta, la autoridad del presbítero se encuentra discutida, por el hecho mismo de que Diotre-fes (sin duda el jefe de una pequeña comunidad del ta-

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maño de una casa-iglesia) rehusa practicar los deberes de la hospitalidad con respecto al presbítero y a otros hermanos. A esto se añaden diversas actuaciones de he­cho, tales como palabras malévolas contra el presbítero y maniobras de intimidación con respecto a hermanos, expulsados buenamente de la comunidad (3 Jn 9-10).

En el otro extremo, dos personajes atraen todos los elo­gios: Gayo, el destinatario de la carta, que es presenta­do como un modelo de verdad y de caridad, incluido en el apoyo financiero concedido a los «misioneros» despa­chados por la comunidad (3 Jn 3.5); y Demetrio, del que todos dan igualmente el mejor testimonio por la calidad de su conducta (3 Jn 12).

El profeta del Apocalipsis

Permanece la pregunta por la identidad del profeta Juan mencionado en el Apocalipsis. ¿Se trata del apóstol? Eso parece poco verosímil, teniendo en cuenta la datación tardía unánimemente aceptada, la del reinado de Do-miciano, en torno al 95.

A partir de ahí podemos imaginar cualquier cosa: ¿un segundo Juan, confundido con el presbítero, como pen­saba Eusebio de Cesárea basándose en los datos recibi­dos de Polícrates de Éfeso? ¿Incluso un tercer Juan, dis­tinto a la vez tanto del discípulo evangelista como del presbítero de las cartas? ¿Y por qué no volver a Juan el apóstol?

Si podemos vincular el Apocalipsis con el apóstol, evi­dentemente no es como redactor directo, sino como au­toridad de referencia según el principio de la pseudoepi-grafía, familiar en el mundo de los apocalipsis. Así, los dos grandes apocalipsis judíos contemporáneos al de

Juan nos han llegado bajo los nombres de Cuarto Esdras y Apocalipsis siríaco de Baruc: en ambos casos, el autor ficticio es más antiguo que el libro en torno a seis siglos y medio... ¿Por qué entonces el Apocalipsis de Juan no podría ser puesto bajo la autoridad antigua del apóstol Juan, él mismo contemporáneo de las persecuciones su­fridas en tiempo de Nerón? Por otra parte, en el libro del Apocalipsis no faltan las alusiones a una persecución más antigua que la que es temida por el autor y que motiva la expresión de un mensaje a la vez de resistencia al pa­ganismo totalitario y de esperanza en la victoria final de Dios. A título de ejemplo, observemos la referencia al mártir Antipas, muerto en Pérgamo en tiempos ante­riores: «No renegaste de mi fe, incluso en los días de An­tipas, mi testigo fiel, que murió entre vosotros allá don­de habita Satanás» (Ap 2,13).

Los «dos testigos» del capítulo 11, asesinados en una Ciudad Santa que es también Sodoma -es decir, Roma-podrían evocar indirectamente las altas figuras de Pedro y Pablo, asociados tanto en el martirio como en la exal­tación gloriosa. Asimismo, si el profeta Juan es el após­tol, se entiende que su función es «autorial», fijando el mensaje apocalíptico en una tradición apostólica consi­derada a caballo entre dos momentos: el de Jesús y el de la Iglesia. Jesús está rodeado por sus compañeros his­tóricos. La Iglesia está sumergida en la inmensidad del Imperio romano, más precisamente en una época de ri­gidez ideológica (reinado de Domiciano) y en vísperas de duras persecuciones,

Conclusión

Finalmente, la unidad del corpus joánico (evangelio, car­tas, apocalipsis) quizá no es solamente una convenien-

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cía editorial. A través del baile de personajes (discípulo, presbítero, profeta), la antigua figura de Juan, hijo de Ze-bedeo, apóstol del Señor, parece asegurar una cierta for­ma de continuidad. Quizá la común referencia a Juan es el rasgo de unión entre libros ciertamente distintos,

Durante mucho tiempo centrada en el análisis redaccio-nal de los textos, con identificación de fuentes e inten­to de reconstrucción de estratos literarios sucesivos, la exégesis joánica parece hoy más sensible a la historia de la propia comunidad, Naturalmente, las dos aproxima­ciones se condicionan mutuamente, primero porque prácticamente no hay otras fuentes históricas que los textos del Nuevo Testamento; después, porque la co­munidad estudiada es precisamente la que ha produci­do los textos, a lo largo de un complejo proceso redac-cional escalonado en un tiempo consiguiente. En este terreno, los trabajos de Raymond E. Brown son ejem­plares, incluso aunque algunas hipótesis puedan dar lu­gar a revisión.

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aunque surgidos de comunidades próximas, a la vez en el espacio (en este caso las ciudades de Asia Menor de la región de Éfeso) y en el testimonio, sin duda amplia­mente inspirado en la teología propagada por el Discí­pulo amado a través del cuarto evangelio.

Sin duda, el extremo más importante de la investigación así emprendida consiste en el hecho de proyectar el de­sarrollo de la comunidad joánica en un eje diacrónico considerando el orden: 1) el corpus del cuarto evangelio, 2) las cartas, y 3) el capítulo 21 del evangelio. Por el con­trario, el Apocalipsis es considerado aparte, según el sen­timiento aún dominante de que se trata de un mundo distinto, a pesar de la referencia formal a san Juan.

Por otra parte, la lectura del propio evangelio tiende a dis­tinguir: 1) las informaciones relativas a los comienzos de la comunidad joánica en el seno del grupo apostólico con­temporáneo de Jesús, 2) los elementos relativos a un pri­mer período postpascual, vivido en Palestina, 3) los datos

Para trabajar personalmente:

1. Retomar los encabezamientos y las conclusiones de las cartas del Nuevo Testamento, ya sean atribuidas a Pablo o a otras figuras apostólicas:

- ¿cuáles son las constantes y las variantes?,

- ¿qué se puede deducir de ello en cuanto al modo de comunicación propio de este género literario?

2. En comparación, apreciar la originalidad de las cartas joánicas, muy particularmente el texto presentado como la primera carta de Juan.

III - La historia de la comunidad joánica

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De Bultmann a Brown

Desde los trabajos de R. Bultmann se distinguen en el cuarto evan­gelio tres «formas» o modos de expresión literaria: los relatos de mi­lagros o signos, supuestamente surgidos de un librito específico o «fuente de los signos» (Semeiaquelle); los discursos de revelación (Offenbarungsrede), que algunos han imaginado procedentes de fuentes gnósticas; por último, el relato de la pasión y resurrección, a la vez cercano a los sinópticos y sensiblemente diferente en cuanto a la tonalidad general.

A partir de este modelo primero, a la vez sincrónico (tres «formas» que subsisten en el evangelio acabado) y diacrónico (tres documen­tos fuente que han sufrido múltiples retoques), se desarrolló después el análisis propiamente redaccional, con mayor o menor precisión en la identificación de los múltiples estratos y opciones hermenéuticas

relativos a la emancipación de la comunidad joánica, tras­ladada fuera de Palestina y confrontada con un entorno diversificado, aunque finalmente considerado como glo-balmente hostil, y 4) los indicios que anuncian la grave cri­sis de identidad cuyo desencadenamiento acompañará la redacción de las cartas, antes de que se exprese una so­lución de compromiso a través del añadido del capítulo 21.

Ciertamente pueden existir otros modelos, pero éste pa­rece hoy el más convincente y el más ampliamente ad­mitido. Por tanto, vale la pena quedarse con sus princi­pales elementos, con la preocupación de bosquejar el retrato, si no exacto, al menos verosímil, de la comuni­dad cristiana que subyace a los escritos joánicos. Varios rasgos parecen así imponerse.

El arraigo bautista

La comunidad joánica no nació tardíamente, por ejem­plo en Asia Menor, por el hecho del encuentra de misio-

i- diversas, según se conceda el primado a tal o cual estadio del desa-i- rrollo redaccional. La presentación de estos trabajos ya antiguos se o encontrará en las introducciones generales al cuarto evangelio, espe-n cialmente en las dos obras de É. Cothenet (cf. biliografía). e a La lectura de R. E. Brown, La comunidad del Discípulo amado a (trad. española de 1987), se queda en este terreno absolutamente su­

gestivo, a pesar de que el autor es el primero en reconocer -con hu­mor- la parte de arbitrariedad inherente a cualquier intento de re-

» construcción histórica. Sólo queda que un trabajo semejante cumple i- perfectamente su función «heurística» que consiste no en agotar la s materia, sino en abrir pistas que constantemente habrá que conti-n nuar afinando por medio de hipótesis renovadas, ellas mismas re-s visables.

ñeros cristianos, al modo de los Hechos de los Apósto­les. Los «cristianos de san Juan» -lo mismo que en In­dia se habla incluso hoy de los «cristianos de santo To­más»- echan raíces en el mismo comienzo del ministerio de Jesús en Palestina, más precisamente en el seno del movimiento bautista transjordano. R. E, Brown inter­preta así la insistencia propiamente joánica en el arrai­go bautista de Jesús. En efecto, más que llamar a sus primeros discípulos a orillas del lago, como en los sinóp­ticos, el Jesús del cuarto evangelio los recibe de la mano misma de Juan Bautista (Jn 1).

También podemos suponer no sólo el origen apostólico de la comunidad joánica, sino el peso inicial de elemen­tos procedentes del ambiente bautista. Naturalmente, hoy se excluye confundir los ambientes bautistas con la tradición esenia presente en Qumrán. Aunque aún se co­nozcan mal los grupos bautistas de Samaría o de Trans-jordania, es claro que la práctica de un único bautismo (o inmersión) no es del mismo orden que la repetición de

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ritos de ablución o de purificación. En los primeros se tra­ta de manifestar simbólicamente la reunión del pueblo de la Alianza, más allá de las fronteras de la pureza ri­tual, y la vinculación a la persona de un profeta supues­tamente capaz de guiar al nuevo Israel al encuentro con el rey mesiánico esperado para pronto. En los segundos, la finalidad es, por el contrario, procurar un espacio de pureza máxima, no solamente apartándose del mundo, sino del seno mismo de la comunidad, a la espera de una restauración del antiguo Israel, restablecido en las con­diciones de una santidad ideal. Así pues, la forma en que los cristianos joánicos afirmaron su distancia con res­pecto al Templo no sería contradictoria con un arraigo primero en ambiente bautista.

El encuentro con los samaritanos

La comunidad joánica supo superar muy pronto la tra­dicional hostilidad del pueblo judío con respecto a la di­sidencia samaritana, de ahí la importancia concedida al encuentro de Jesús con una mujer de Samaría (Jn 4), en el centro mismo del país considerado como enemigo. De ahí a imaginar que el diálogo con los samaritanos enri­queciera la cristología joánica, en el sentido de una figu­ra soteriológica más universal que el Mesías davídico -el Taheb- no hay más que un paso, alegremente dado por R. E. Brown. Sin embargo, podemos preguntarnos por la pertinencia de este punto de vista: ¿no es demasiada concesión a un grupo religioso manifiestamente arcaico, cuya especificidad continúa siendo ampliamente desco­nocida?

Por el contrario, el alcance misionero del encuentro con la samaritana no alberga ninguna duda: no sólo las pa­labras de Jesús sobre la cosecha (4,34-38), sino el esta-

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blecimiento de una comunidad local (4,39-42) atestiguan el precoz compromiso de la comunidad joánica en la mi­sión con respecto a los samaritanos, considerados como la primera etapa de un proceso de evangelización univer­sal, de acuerdo con la universalidad de un culto nuevo (4,21-24). En este sentido, la comunidad joánica parece próxima a algunas iniciativas misioneras del grupo de los Siete, especialmente Felipe, comprometido precisamen­te en Samaría según el testimonio de Hch 8. Además de la crítica al Templo, considerada ella misma como carac­terística del compromiso de los Siete (cf. el discurso de Es­teban en Hch 7), los cristianos joánicos compartirían con los helenistas de Jerusalén la preocupación prioritaria por la evangelización de los samaritanos.

La acogida de los griegos

La comunidad joánica manifestó desde sus comienzos una real capacidad de acogida con respecto a los grie­gos, es decir, judíos helenizados que frecuentan Jerusa­lén con ocasión de las grandes fiestas de peregrinación. En el relato evangélico, dos apóstoles -portadores ade­más de nombres griegos: Andrés y Felipe- parecen es­pecializados en el encuentro con los griegos (12,20-22)5. Este retorno a los tiempos de Jesús es tanto más signi­ficativo cuanto que, en una fase posterior de su desa­rrollo, la comunidad estará sumergida en el mundo pa-

5. Cf. lo que se ha dicho más arriba (pp. 13 y 15) de los apóstoles Andrés y Felipe, que, por su misión entre los griegos, respetan el origen helénico de sus nombres, sin por ello constituirse en personalidades tardíamente in­sertadas en el grupo de los discípulos. Dicho de otra manera, en la tradi­ción joánica, la atención deliberada al mundo griego reivindica como su arraigo propio la diversidad del ambiente judío en la Palestina del tiempo de Jesús.

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gano de lengua y cultura griegas, en Éfeso, según una localización tradicional que nada permite discutir for­malmente.

Incluso ahí, la dificultad consiste en saber si una insis­tencia como ésa es primeramente el reflejo de una si­tuación comunitaria relativamente tardía o bien si ca­racteriza ya al grupo joánico en sus mismos comienzos, bien en el propio tiempo de Jesús (como lo sugiere la fic­ción narrativa), bien en los comienzos de la vida eclesial postpascual. Así pues, si parece difícil distinguir las épo­cas históricas, hábilmente anudadas en el relato evan­gélico, por el contrario no hay duda de que la comuni­dad joánica habría atestiguado así su proximidad cultural con el mundo griego y el lugar concedido en su seno a personalidades familiares del helenismo. Por otra parte, la propia redacción del texto evangélico sugiere seme­jante parentesco, como se deduce de muchos trabajos exegéticos ya antiguos.

El diálogo con el judaismo

Más allá de la propia Pascua, la comunidad joánica pare­ce haber atravesado dos épocas muy diferentes. En un primer momento, las relaciones con el judaismo parecen fáciles, a pesar de que el debate hace que aparezcan sen­sibles diferencias entre el movimiento fariseo dominan­te y la fe crística confesada por el grupo joánico. El fra­casado diálogo con Nicodemo (Jn 3) resulta significativo de esta primera situación: los «cristianos de san Juan» aún no se han desgajado del judaismo, aunque sus pro­puestas cristológicas contengan todo para turbar al in­terlocutor judío habitual, No obstante, los autores del cuarto evangelio no niegan la importancia del arraigo ju­dío de la fe cristiana: frente a la samaritana, incluso in­

vitando a relativizar los particularismos étnicos, tanto ju­díos como samaritanos (4,21-24), Jesús no deja de ex­presar la convicción de que «la salvación viene de los ju­díos» (v. 22). Dicho de otra manera, la novedad cristiana, por irreductible que sea para la tradición de Israel, reco­noce su deuda con respecto a la primera Alianza. Aun­que para la comunidad joánica es claro que «la gracia y la verdad han venido con Jesucristo» (1,17), sigue siendo cierto que la Ley mosaica es un don, con lo que eso su­pone de valor positivo. Del mismo modo, en la boda de Cana (2,1-12), el vino nuevo y superabundante no exclu­ye la precedencia de las aguas de purificación judías: es de las seis tinajas de agua lustral judía de donde los sir­vientes sacan el vino mesiánico, atestiguando el adveni­miento de los tiempos nuevos cumplidos en Cristo.

Así, la comunidad joánica parece desde su origen fuer­temente vinculada al mundo judío. Por otra parte, es verosímil que en este primer estadio de su desarrollo, la comunidad se encuentre establecida aún en Palesti­na, en los años que rodean la guerra del 70. Estimula­da por el diálogo interno con el judaismo, profundiza su fe en Cristo y afina su propio discurso. No hay duda de que el Discípulo amado ejerce ya una fuerte influencia sobre el grupo y, en la medida en que el evangelio co­menzó a ser expuesto, asume en el seno de la comu­nidad la función de autor y maestro de obra del traba­jo de escritura.

El encuentro con los paganos

En un segundo momento, sin duda consecutivo a los acontecimientos del 70, la comunidad joánica se en­cuentra trasplantada a un ambiente griego, probable­mente en Éfeso, aunque algunos piensan también en Si-

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ría. En efecto, en su opinión, esta región tendría la ven­taja de hacer presente la cultura griega pagana, los am­bientes judíos orientales y los grupos religiosos de orien­tación gnóstica.

Por otra parte, el interés propiamente joánico por el apóstol Tomás, llamado Dídimo (14,5 y 20,24-29), y cu­ya recepción como figura emblemática de las Iglesias si­rias conocemos, hace verosímil si no la hipótesis de una estancia duradera en Siria, al menos la existencia de es­trechas relaciones con las regiones situadas al este de Antioquía. Sea lo que fuere del lugar geográfico -a falta de otra mejor, la localización tradicional en Éfeso con­serva todas las bazas-, la confrontación con la cultura griega es vivida primeramente de forma positiva: en una hermosa tarea de inculturación, como se dice hoy, los responsables de la comunidad, comenzando por el evan­gelista, saludan a este «mundo» al que «Dios tanto amó», hasta el punto de «entregar a su único Hijo, pa­ra que cualquiera que crea en él no perezca, sino que po­sea la vida eterna» (3,16).

En este estadio de la misión y de la escritura se experi­menta el interés de la tradición joánica por un lenguaje religioso más universal que el lenguaje puramente ju-deocristiano. De esta manera, más que anunciar el Rei­no de Dios -la expresión, omnipresente en los sinópti­cos, no figura más que dos veces en el cuarto evangelio, y justamente además en el diálogo con Nicodemo (3,3.5); es decir, en el nivel del diálogo interno del mundo judeo-cristiano-, el cuarto evangelio es proclive a los términos generales como verdad, conocimiento, vida, amor, y los símbolos universales como la luz, el agua y el pan. En es­te sentido, el lenguaje joánico encontraría muchas afini­dades con el pensamiento religioso del mundo griego, ya fuera poco o muy «gnóstico» o, más ampliamente, «her-

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mético», en todo caso de origen distinto al bíblico o j u -deocristiano.

Joanismo y hermetismo

Los trabajos, ya antiguos, de Ch. H. Dodd hicieron mucho por acreditar la idea de un estrecho parentesco entre los discursos joá-nicos y la sensibilidad religiosa propia de la corriente pagana, lla­mada «hermética» en referencia al dios Hermes, considerado co­mo el inspirador de una mística purificada, familiar para las élites de la antigüedad tardía.

Sin embargo, como en el caso de las influencias gnósticas des­cubiertas por R. Bultmann (y frecuentemente repetidas después), hoy conviene no sólo verificar las cronologías, muchas veces fa­vorables a la anterioridad de la corriente joánica, sino incluso pre­guntarse por la significación de las semejanzas observadas. Más que ver en ellas unilateralmente influencias pasivamente sufridas por la tradición joánica, podemos interpretarlas como otros tan­tos indicios de una trayectoria voluntaria, inspirada por el deseo de dirigirse al mundo pagano circundante y de ser entendido por éste. A partir de ahí conviene no concluir demasiado rápidamen­te con la ausencia de perspectiva misionera en el seno del joa­nismo. En efecto, hoy podemos ser sensibles al hecho de que la misión cristiana tiene razón en considerar otras modalidades dis­tintas de la «estrategia de conquista», puesta en práctica a la ma­nera de una pesca con red cuyos los resultados cuantitativos per­miten calificar de «milagrosa».

La ruptura con el judaismo

Paralelamente al encuentro con el «mundo», la comu­nidad joánica experimenta dolorosamente el hecho de que sus propias concepciones cristológicas la alejan cada vez más de la sinagoga. De hecho -y estamos probable­mente a finales del siglo i-, los dos grupos religiosos to­man claramente conciencia de lo que les separa, identi­ficándose cada uno de ellos más con lo que le distingue

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más nítidamente del otro. Semejante situación de rup­tura es vivida como una verdadera «excomunión».

Como da testimonio de ello la presencia en tres ocasio­nes en el cuarto evangelio del adjetivo opo-synagógos, que designa de forma precisa la expulsión, si no de la si­nagoga como edificio, al menos de la comunidad judía reunida en asamblea (synagógé). Es de destacar que, a pesar de su inserción en el relato del ministerio de Jesús, el adjetivo en cuestión está siempre presente como una amenaza o una advertencia para el futuro. La ruptura entre judíos y cristianos no tuvo lugar evidentemente en la época de Jesús. Se produjo a finales de siglo, en un cli­ma de extrema tensión, en el cual hay que lamentar que, refluyendo intacto en el relato evangélico, haya podido contribuir a oscurecer la imagen de los judíos en gene­ral. Las tres menciones del adjetivo apo-synagógos se presentan así:

• en el relato del ciego de nacimiento, sus padres rehu­san comprometerse «porque tenían miedo de los ju­díos; pues los judíos ya estaban convencidos de que si alguien confesaba a Cristo sería excomulgado» (9,22); observemos el adverbio «ya», que anticipa un tiempo posterior;

• al final de la vida pública de Jesús, «muchos entre las autoridades creían en él, pero, a causa de los fariseos, no lo confesaban, por miedo a ser excomulgados» (12,42); la proposición final en subjuntivo expresa una amenaza aún no llevada a la práctica;

• en el propio discurso de Jesús antes de la cruz, los dis­cípulos reciben la advertencia de que serán excomul­gados -«os excomulgarán» (16,1)- e incluso asesina­dos por gente que creerá que así rinde culto a Dios (16,2); naturalmente se trata del anuncio de aconte­cimientos futuros, Por tanto, podemos decir que el

evangelio mezcla pura y simplemente diversos hori­zontes históricos. Ciertamente, las dificultades de f i ­nales del siglo i refluyen en el relato evangélico, pero el lector atento está en disposición de discernir lo que compete al futuro de la comunidad joánica.

El antijudaísmo del cuarto evangelio

La virulencia de las palabras antijudías constituye un permanen­te motivo de queja con el que se encuentra el cuarto evangelio. La cuestión es demasiado difícil para ser tratada en pocas pala­bras. Digamos solamente que:

a) en el fondo, el cuarto evangelio no es más antijudío que los de­más textos del siglo i cristiano; así, la existencia de un Nicode-mo atestigua la complejidad de la relación judía con respecto a Jesús;

b) en la forma, el cuarto evangelio es, en cierta manera, víctima del apasionado clima fruto de las peripecias, para nosotros mal conocidas, de lo que se ha dado en llamar «la excomunión sina­goga!», con graves consecuencias en cuanto a la seguridad de las comunidades cristianas, a partir de ese momento aisladas en el seno del todopoderoso paganismo. Tomar en cuenta el Apocalip­sis puede ayudar a sentir el clima de inseguridad que afecta a las comunidades joánicas a finales del siglo i.

La ruptura con el mundo

Cuando la ruptura con el judaismo se encuentra consu­mada, las relaciones con el mundo, es decir, la sociedad pagana circundante, comienzan a deteriorarse. A partir de ese momento, a la comunidad joánica le parece que el mundo no está dispuesto, desde luego no más que los judíos, a acoger el testimonio relativo a Jesús, Hijo de Dios.

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Así, no sólo el prólogo del evangelio lamenta que el mun­do no haya «conocido» al Verbo (1,10), sino que el conjunto de los discursos antes de la cruz (Jn 14-17) enuncian con respecto al mundo un juicio francamente negativo. El propio Jesús declara: a) que «el mundo no recibió al Espíritu de verdad, porque no lo veía ni le co­nocía» (14,17); b) que el mundo es incapaz también de ver a Jesús después de su desaparición (v. 19), de dar a los hombres la paz verdadera (v. 27); c) que el mundo só­lo puede odiar a los discípulos, en la medida en que és­tos no pertenecen al mundo, sino a Cristo (15,18-19). Fi­nalmente, el mundo parece entregado a las potencias del mal (lit.: «el príncipe de este mundo», cf. 14,30 y 16,11).

En estas condiciones, el Espíritu «Paráclito», en posición de abogado, no tendrá ninguna dificultad en establecer la «culpabilidad del mundo» (16,8). En efecto, éste se muestra profundamente hostil tanto con respecto a Je­sús como a sus discípulos: «Estáis en el mundo en si­tuación de angustia; pero tened ánimo: yo he vencido al mundo» (16,33). A partir de ahí, la oración de Jesús no se dirige en beneficio del mundo (17,9), sino a favor de los discípulos (vv. 9-11). Éstos, lo mismo que Jesús, están en el mundo sin ser del mundo (17,14-16), y no han sido enviados al mundo (v. 18) más que para dar testimonio, corriendo riesgos y peligros, de la condición divina de Jesús, de manera que el mundo crea que Je­sús es el enviado del Padre (vv. 21 -23) y venga así en re­conocer hasta qué punto los discípulos son amados de Dios (v. 23).

En resumen, la requisitoria es particularmente severa: la comunidad joánica, ya maltrecha por la ruptura con los judíos, vive dolorosamente la masiva increencia con res­pecto al mensaje evangélico, hasta el punto de que es­

ta desgraciada experiencia constituye una especie de leit­motiv del discurso testamentario de Jesús, incluso por medio de la última y solemne oración dirigida al Padre en favor de los discípulos (Jn 17: oración comúnmente llamada «sacerdotal»).

La crisis interna y la cuestión de la unidad

Mientras la comunidad experimenta así tanto el rechazo de los judíos como la hostilidad del mundo pagano (cf. el prólogo: 1,9-11), aparece una dificultad añadida, esta vez interna a la vida comunitaria. Se trata de profundas divi­siones de las que la primera carta nos informa que afec­tan tanto a la autenticidad de la fe en Cristo como a la verdad de las relaciones entre los hermanos. A decir del presbítero, el comportamiento desviado es tan grave que sitúa a sus adeptos prácticamente fuera de la comuni­dad, en acuerdo profundo con el espíritu del mundo, di­cho de otra forma: la lógica pagana ya vigorosamente denunciada en el discurso antes de la cruz: «Han surgido de nosotros, pero no eran de los nuestros; si hubieran si­do de los nuestros, se habrían quedado con nosotros; pe­ro era preciso que se manifestara que no eran de los nuestros» (1 Jn 2,19).

La actitud denunciada vuelve, si no a negar la humani­dad de Cristo, al menos a minimizar el alcance real de la encarnación con respecto a la salvación. De alguna for­ma estaríamos ante una corriente mística que lleva al extremo la teología joánica del conocimiento o ilumina­ción, proporcionando un acceso casi directo al misterio de Dios, independientemente de la existencia concreta de Jesús, comenzando por su muerte en la cruz. De es­ta manera, el autor de la primera carta puede formular

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como criterio de ortodoxia una confesión cristológica centrada en la plena realidad de la encarnación: «Es a és­te al que reconocemos el espíritu de Dios: todo espíritu que confiese a Jesucristo venido en la carne es de Dios; y todo espíritu que no confiese a Jesús [se sobreentien­de: venido en la carne] no es de Dios. En él está el espí­ritu del Anticristo, del que sabéis que viene. Y he aquí que ya está en el mundo» (1 Jn 4,2-3).

Asimismo, la indiferencia manifestada con respecto a los hermanos, incluida en el plano del compartir material (1 Jn 2,9-11; 3,16-18; 4,20-21), traduce la misma negación de lo real en beneficio de una mística desencarnada, sin duda anticipadora de los movimientos gnósticos a los que -según parece- finalmente se uniría una parte de la comunidad joánica, En todo caso, a los ojos del autor, la situación es lo suficientemente grave como para em­plear acentos escatológicos: «Hijitos, es la hora final, y como sabéis que el Anticristo viene, ahora incluso mu­chos Anticristos están presentes, por eso sabéis que es la hora final» (1 Jn 2,18). El agravamiento de la crisis, con­firmado principalmente en la tercera carta, dará la razón a los temores del presbítero: en este estadio de su de­sarrollo, la comunidad joánica está en muy mala situa­ción. A simple vista humana no se ve bien cómo podría escapar, no sólo a la ruptura, sino a la simple y llana de­saparición, llevándose en su ruina -desgraciadamente, tres veces por desgracia- el rico testimonio del Discípu­lo amado.

El epílogo del capítulo 21

Cuando la comunidad joánica parece así al borde del hun­dimiento, el capitulo 21 -añadido al cuerpo del evange­lio con voluntad expresa de asegurar una continuidad

con los veinte primeros capítulos (cf. los vv. 1 y 20)- ates­tigua una reorientación completa de la intención.

El acento pasa de la cristología a la eclesiología, con la preocupación por establecer las respectivas posiciones de Pedro y del Discípulo amado. Aunque el primado de es­te último permanece, en cuanto testigo apto para re­conocer al Resucitado (21,7), por tanto igualmente en cuanto autor garante de la autenticidad evangélica (v, 24), Pedro no resulta menos rehabilitado por una triple declaración de amor (vv. 15-17), disipando en alguna me­dida la triple negación. Por este hecho pasa por delante del Discípulo amado (v. 20) y se encuentra investido con una tarea «pastoral» -«Apacienta mis corderos, apa­cienta mis ovejas» (vv. 15-17)- a la que la propia comu­nidad joánica está llamada a unirse. Además -indicio for­mal de esta relación con un modelo de Iglesia, digamos de tipo sinóptico-, las propias modalidades de la escri­tura evolucionan profundamente, con un relato de pes­ca milagrosa más lucano que joánico (cf. Le 5,4-10). El mismo vocabulario evoluciona, y no es hasta la lista de discípulos implicados en la pesca cuando se traduce una voluntad de compromiso (v. 2). En efecto, junto a Pedro y el Discípulo amado, el cual no será nombrado, por lo demás, hasta el v. 7, figuran a la vez dos personajes fa­miliares al ambiente joánico, «Tomás, llamado Dídimo» (referencia a Jn 20,24ss, sin olvidar 14,5) y «Natanael, de Cana de Galilea» (recuerdo de Jn 1,43ss e indirectamen­te de Jn 2 y 4), así como los hijos de Zebedeo, tan que­ridos para los sinópticos y misteriosamente ausentes del relato joánico.

No se puede soñar mejor reconciliación de dos modelos de Iglesia. Mientras los miembros se juntan para no for­mar más que un solo grupo, las tareas son cuidadosa­mente repartidas entre los dos líderes: a Pedro le co-

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rresponde el primado «pastoral», mientras que el Discí­pulo conserva su función de guía «espiritual». Observe­mos, sin embargo, que el reparto de puestos sólo afec­ta simbólicamente a los dos héroes de la era apostólica. En efecto, tanto el uno como el otro ya han muerto: Pe­dro como mártir, lo que honra grandemente su memo­ria -«[Jesús] indicaba así con qué muerte glorificaría [Pe­dro] a Dios» (21,19)-; el Discípulo, al final de una larga existencia, hasta el punto de que se había podido consi­derarlo inmortal, cosa que desmiente categóricamente el narrador: «Entre los discípulos se había extendido el rumor de que ese discípulo no moriría; pero Jesús no ha­bía dicho que no moriría» (21,23).

A partir del siglo n, varios escritos apócrifos tratarán de llenar el «déficit de martirio» que afecta al Discípulo amado. Identificado con el apóstol Juan, no sólo deberá afrontar múltiples pruebas y persecuciones en la región de Asia Menor cercana a Éfeso, incluidas tempestades y naufragios, sino que una leyenda romana lo expondrá al suplicio del aceite hirviendo, haciéndole salir de él in­demne para honrar el rumor expresado en Jn 21,23. Por otra parte, el Apocalipsis concede un lugar central al «testimonio peligroso», literalmente el martirio exigido a los cristianos, en directa continuidad con el compro­miso de Jesús, él mismo el «Amén, el testigo [martys] fiel y verdadero» (Ap 3,14). La situación del visionario y locutor Juan es precisamente la de una relegación for­zada, «a causa de la Palabra de Dios y del testimonio [martyría] de Jesús» (Ap 1,9).

Queda la cuestión de saber quién es justamente el locu­tor de este suplemento al evangelio: no puede ser el Dis­cípulo amado, ya muerto; ¿se trata del presbítero de las cartas? ¿0 hay que considerar a un sucesor del presbíte­ro, probablemente a comienzos del siglo n? Qué impor­

ta. Igual que en el corpus paulino, la comunidad joánica practica ampliamente la pseudoepigrafía: incluso des­pués de su muerte, el Discípulo continúa hablando y es­cribiendo; más aún, su mensaje pasará pronto por ser el de Juan el apóstol. En todo caso, el intento de acerca­miento llevado a cabo por el autor del capítulo 21 dará todos sus frutos: no solamente el evangelio del Discípu­lo amado pasará a la posteridad, sino que su teología propia ejercerá una influencia considerable en el conjun­to de la Iglesia, especialmente a través de los primeros concilios y de la obra de los Padres de la Iglesia.

La situación propia en el Apocalipsis

¿Qué pasa entonces con el Apocalipsis? Ciertamente -ya lo hemos visto más arriba-, sería tentador considerarlo aparte del movimiento joánico y no estudiarlo más que en función de las características literarias y teológicas del género apocalíptico, por tanto en el seno de un corpus es­pecífico constituido por apocalipsis antiguos, judíos o cris­tianos, cuando no de ambos a la vez, dadas las interpola­ciones cristianas introducidas en textos de origen judío.

Sin embargo, tratemos de imaginar que pudiera ser, en alguna medida, joánico. Entonces habría que centrar el estudio a la vez en los discursos testamentarios del evan-gelioiln 14-17) y en la primera carta. En efecto, allí en­contraríamos al menos dos datos singularmente cerca­nos al libro del Apocalipsis: por una parte, el tema del enfrentamiento con un mundo hostil y perfectamente impermeable al mensaje cristiano, consiguientemente con la amenaza de persecuciones que pueden llegar has­ta la muerte de los discípulos; por otra, la dramatización escatológica de la crisis presente, con referencia a la úl­tima hora, como en el caso del Anticristo (1 Jn 1,18).

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El Apocalisis podría provenir así de un círculo de profe­tas, familiares al género apocalíptico y pertenecientes a Iglesias de origen joánico presentes en Asia Menor, no solamente en Éfeso, citada la primera (Ap 1,11) -lugar tradicionalmente querido para la comunidad joánica-, sino también en las ciudades circundantes de Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea. La refe­rencia al profeta Juan de Patmos, enfrentado él mismo a la persecución en tiempos más antiguos -que podrían ser los del mártir Antipas de Pérgamo (2,13)-, participa­ría entonces de un proceso de designación de una auto­ridad primera, concebida como estrictamente apostóli­ca y, por tanto, perfectamente pseudoepigráfica.

Por otra parte, esto no debería extrañar a ningún lector de la Biblia, por cuanto el procedimiento es corriente en

el Antiguo Testamento y, de igual manera, a través del Nuevo Testamento, se trata de evangelios «según» o bien de varias cartas manifiestamente postumas,

Conclusión

La cuestión del autor sería subyacente, por tanto, al conjunto de los escritos joánicos, como le cuadra a una literatura original y probablemente surgida de un am­biente, si no marginal, al menos portador de vigorosas especificidades. La recepción y la canonización de tales escritos sería en alguna medida milagrosa: sólo se en­tendería así la insistencia común en cuestiones final­mente vitales para el reconocimiento y la supervivencia de tales libros,

Para trabajar personalmente:

1. Leer todo seguido el cuarto evangelio, tratando de señalar algunas de las tensiones o contradicciones que afectan a la mirada dirigida sobre:

- los judíos (autoridades o individuos),

- el mundo (en el sentido de la sociedad pagana),

- la comunidad (papel y función de cada cual).

2. ¿En qué cosas contiene en sí mismo el cuarto evangelio todo un «mundo», reflejo de la experiencia de varias generaciones? ¿Cuálesson entonces las aportaciones específicas de las cartas y -por qué no- del Apocalipsis?

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IV - Una comunidad, varios libros La complejidad del recorrido histórico llevado a cabo por la comunidad joánica sugiere que la redacción de los li­bros se desarrollará en un largo período de tiempo, con todo un juego de citas y relecturas establecidas en rela­ción con las situaciones vividas sucesivamente.

¿Versiones sucesivas? En el caso del único evangelio «según san Juan», parece casi seguro que las dos princi­pales localizaciones (Palestina antes del 70; Éfeso a fina­les de siglo) marcaron profundamente la redacción, has­ta el punto de que algunos autores actuales no dudan en considerar que la última edición habría podido con­sistir en reunir y armonizar dos versiones sucesivas.

Así se explicaría la existencia de numerosos dobletes, no solamente en el detalle del texto, sino incluso en el nivel de unidades más largas, tales como las dos explicaciones distintas de la multiplicación de los panes (las dos partes del discurso sobre el pan de vida: 6,26-51 a; 51b-58)odel lavatorio de los pies (diálogo de Jesús con Pedro: 13,6-11; después discurso dirigido al conjunto de los discípu­los presentes: 13,12-17). Asimismo, en cuanto el Apoca-lisis, parece posible considerar dos mezclas de la misma obra, con un primer núcleo contemporáneo de Nerón y largas ampliaciones del tiempo de Domiciano.

Por último, por lo que respecta a la primera carta, no es­tá más seguro que sea de un solo trazo: el estilo repetiti­

vo aboga más bien en favor de una redacción extendida en el tiempo, tal como una meditación proseguida en la escuela del presbítero y en continuidad con su enseñanza.

El espesor histórico de los libros. La historia redac-cional del cuarto evangelio, así como -aunque en menor medida- las de la primera carta y el Apocalipsis, ya ha da­do un buen número de resultados, Tales estudios con­servan todo su interés y aún pueden ganar en la expre­sión de nuevas hipótesis. De todas formas, los «modelos» propuestos sobre la materia pretenden menos describir exactamente una realidad histórica, que sigue siendo ¡n-verificable, que sugerir claves que permitan hacerse una cierta idea de un proceso de otro modo complejo.

Más allá del mero interés por la reconstrucción de las si­tuaciones vividas por el cristianismo antiguo, el lector de los escritos joánicos habrá ganado con ello un sentido más agudo del «espesor» histórico de los libros, por tan­to una mayor atención a la riqueza semántica de textos susceptibles de combinar varios horizontes de lectura. Semejante precaución debe ser mantenida a condición de que no resulte en el desmantelamiento de los libros, incluso de los textos en el orden del capítulo o de la pe-rícopa, en un cierto número de fragmentos breves, casi autónomos y prácticamente libres de cualquier estrate­gia literaria global,

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2q parte: aproximación narrativa

La exegesis histórico-crítica a veces está casi exclusivamente centrada en la búsqueda de las fuentes y el estudio

de la génesis de los textos. Por el contrario, el interés actual por los textos bíblicos en cuanto obras literarias de

pleno derecho invita a considerar cada una de las cinco obras del corpus joánico como un libro cabal, que res­

ponde a una estrategia de comunicación deliberada y que obedece a leyes claramente enunciadas.

A partir de ahí, junto a la investigación-histórica relativa a

los diversos escritores que hubieran podido contribuir a la

producción de los libros -y sin descuidar, por lo demás,

la cuestión teológica de la autoridad apostólica que pue­

da ser reconocida al escrito-, el análisis narrativo invita

Desde una perspectiva estrictamente histórico-crítica, el texto bíbli­co es tratado como una «ventana» que da acceso a la historia del cris­tianismo antiguo, en continuidad con la historia de Israel, ella misma evocada a lo largo del Antiguo Testamento. Desde una perspectiva así, la identificación y la clasificación de los estratos redaccionales tienen evidentemente la mayor importancia. En efecto, el método tra­ta de remontarse más allá de los montajes literarios llevados a cabo por la redacción a partir de unidades primitivas, consideradas más próximas a las situaciones y los hechos históricos.

Desde una perspectiva narratológica, el texto es considerado como un «espejo» en el cual el lector aprende a leer su propia historia, a tra-

a reconocer en el texto todos los indicios que remiten a

la actividad del «autor implícito».

Con esta expresión se designa no una personalidad his­

tórica que de hecho ha desempeñado una función capi-

vés de una compleja relación de identificación y distanciamiento, bien estudiada en los trabajos de Paul Ricoeur. No obstante, si que­remos evitar la arbitrariedad de una lectura puramente subjetiva (véa­se la observación frecuentemente escuchada: «Me gusta este libro porque me veo reflejado en él»), es importante estudiar cuidadosa­mente las reglas del pacto de comunicación inscrito en la propia le­tra del libro por la voluntad explícita del autor. A partir de ahí, los procedimientos literarios que señalan el montaje llevado a cabo por los redactores, muy particularmente en el estadio terminal de la edi­ción, revisten una gran importancia. De ahí el interés hacia el libro acabado, en su totalidad, más que por unidades simples, tratadas ais­ladamente por el hecho de un recorte más o menos arbitrario.

La ventana y el espejo

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tal en la producción de tal o cual escrito, sino una «fun­ción» interna en el proceso de comunicación asumida por el libro, desde el momento en que no constituye so­lamente una pieza de archivo, aislada y destinada a la mera conservación, sino que pretende el estatuto de obra acabada destinada a la comunicación.

Ahora bien, esta cualidad de obra literaria es claramente reivindicada por los escritos joánicos, y sólo podría nacer del hecho de que, de forma deliberada, fueran entregados a la edición, y por tanto destinados a los lectores y pues-

Además de las figuras, histórica del escritor y teológica del autor, hoy se plantea la cuestión del locutor -o de la voz narrativa-; es decir, en el seno mismo del libro, el lu­gar de aquel que habla, el sujeto enunciador responsable de la palabra enunciada. Es probable que las situaciones sean diferentes según los libros. Es importante verificar la situación propia en cada uno de los escritos joánicos.

El discípulo y el narrador

En el caso del cuarto evangelio, la insistencia en la auto­ridad del Discípulo amado le asigna casi la posición de lo­cutor, en la medida en que él mismo se nos presenta co­mo testigo ocular, fuente y garante del mensaje (19,35 con confirmación en 21,24).

Pero las cosas no son tan sencillas, primero porque el Dis­cípulo amado figura siempre en 3s persona, por tanto a distancia del «yo» de la enunciación. Ciertamente, esto puede ser el efecto de una convención literaria bien co­

tos al servicio de un mensaje. De ello se derivan sutiles for­mas de organización, sensibles en el estadio de libros aca­bados -los únicos, por lo demás, de los que dispondría­mos-, y, en cierto aspecto, deudores de la postrera mano editorial, responsable en último término del perfil literario de la obra. La atención a tales elementos parece actual­mente en disposición de iluminar nuestra comprensión del hecho mismo de la escritura joánica, bajo el doble aspec­to de una irreductible pluralidad (tres tipos de obras, muy diferentes) y de una misma voluntad de abrir a los lecto­res el acceso al testimonio de la comunidad joánica,

nocida: el autor es frecuentemente el primero en hablar de sí mismo en 39 persona; pero, por ficticio que sea y sin alcance en el plano de la investigación histórica sobre la identidad del personaje, semejante desdoblamiento tiene como efecto situar al autor externo al libro bajo la dependencia de una voz narrativa interna al texto.

Personaje (pasado) y voz narrativa (presente). En el caso del Discípulo amado al pie de la cruz (19,35), asis­timos a una doble y extraña distancia. En efecto, leemos en primer lugar: «El que ha visto da testimonio, y su tes­timonio es verdadero» (v. 35a); el verbo está en partici­pio, precedido por el artículo (ho heórakós), mientras que el posesivo se traduce normalmente por el genitivo del pronombre personal (autou); no hay aquí nada distinto de la expresión ordinaria del relato «en 3^ persona». Por el contrario, la segunda parte del versículo consigue el efecto de un recargo que tiene valor de sobrepuja. La voz narrativa insiste en la verdad de un testimonio destina­do a apoyar la fe de aquellos a los que se dirige el libro.

I - Las instancias de enunciación

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Ahora bien, esta vez el Discípulo amado es designado por medio del pronombre demostrativo que sugiere lejanía: «Aquél [ekeinos] sabe que dice la verdad, para que tam­bién vosotros creáis» (v. 35b),

El solo hecho de recurrir al deíctico ekeinos, más que al artículo definido o al pronombre de llamada, como ocu­rría doblemente en el caso de la primera proposición, lle­va a cabo un distanciamiento real de aquel que se con­sidera que transmite el testimonio fundador. A partir de ahí, algunos comentaristas han creído posible ver en ello una designación del propio Jesús, Incluso de Dios Padre, reclamados como ayuda para autentificar la autoridad asignada aquí al discípulo. Además de que eso parece po­co verosímil y sin fundamento textual -Jesús está muer­to y el Padre, ausente del relato desde hace tiempo-, es más sencillo ver en ello el desenlace de un movimiento de distanciamiento entre el autor oficial (el discípulo) y el locutor real, cuya conclusión será precisamente la eman­cipación de éste, en el capítulo 21, después de la muer­te comprobada del discípulo (21,23).

La posición de alejamiento, sugerida en el relato de la cruz por el hecho de la recarga que afecta al 19,35, se en­cuentra plenamente confirmada al final del libro. Al co­mienzo del capítulo 21, la entrada en escena del Discípu­lo amado comporta ya el demostrativo de alejamiento ekeinos: «El discípulo aquel que Jesús quería» (21,7), con­trariamente a las ocurrencias precedentes de la expresión (13,23; 19,26; 20,2), en las que simplemente figuraba el artículo definido. Por el contrario, un poco más adelante (21,20), cuando se trata de situar al discípulo siguiendo a Jesús, y sin duda a Pedro, encontramos nuevamente la expresión usual «el discípulo» (con artículo). Pero es para introducir una proposición relativa que tiene como efec­to volver atrás en el tiempo (analepsis), llevando al lector

a la escena de la última cena, precisamente la posición del discípulo recostado en el pecho de Jesús (13,25). Di­cho de otra manera, el personaje del discípulo pertenece al pasado: no debería ser confundido con la voz narrati­va, forzosamente contemporánea a la enunciación,

El locutor ante el discípulo-autor. De la misma for­ma, en el penúltimo versículo del libro (21,24), el Discípu­lo amado es de nuevo el objeto de un distanciamiento mediante el recurso al demostrativo houtos6, valorado además por su posición en cabeza de la frase, literal­mente: «Éste es el discípulo que da testimonio de estas cosas,..». A continuación, la proposición recupera el mo­do narrativo ordinario -«... y que las ha escrito [participio precedido de artículo], y nosotros sabemos que su testi­monio [genitivo del pronombre de llamada] es verdade­ro»-, pero en dependencia del enunciado precedente: «Éste es el discípulo».

Sin duda se podrá objetar que la distinción entre el Dis­cípulo amado y la voz narrativa del texto no es explícita más que en el estadio del capítulo 21, mientras que la muerte del discípulo es una realidad comprobada, aun­que puesta en duda por algunos, como atestigua la in­sistencia del v. 23: «Entre los discípulos se había extendi­do el rumor de que aquel discípulo [de nuevo ekeinos, el

6. La atención dispensada aquí a los demostrativos es característica del procedimiento narrativo. Insertados en la categoría de los «deícticos» (del verbo griego deiknymi, lit.: mostrar), los demostrativos tienen como efec­to designar el contenido del texto, desde un punto de vista exterior a la narración. Dicho de otra manera, atestiguan la actividad del locutor, quien, dentro de su texto, inserta elementos de apreciación que indican su pro­pia perspectiva sobre el texto. A partir de ahí, los demostrativos merecen toda la atención del narratólogo, entregado a desenmascarar la presen­cia del autor «implícito» en el centro mismo del proceso de comunicación puesto en práctica por el relato.

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pronombre demostrativo más fuerte en términos de alejamiento] no moriría; pero Jesús no había dicho que no moriría». Sin embargo, hay que tener en cuenta el hecho de que la recarga de 19,35b tiene justamente co­mo efecto introducir, en el centro mismo del evangelio, y en el momento más decisivo en cuanto al fundamen­to de la autoridad reconocida al Discípulo amado, el mis­mo efecto de distancia entre el personaje del fundador y la voz del locutor.

Mientras que una aproximación histórico-crítica se sen­tiría satisfecha con una explicación mediante la historia redaccional que distingue entre el capítulo 21 y el cuerpo del evangelio -a costa de cerrar los ojos ante la dificultad planteada por 19,35-, una aproximación inspirada por el análisis narrativo deberá dar cuenta del hecho de que ya en 19,35 se lleva a cabo el proceso de diferenciación en­tre el discípulo y el locutor. A partir de ahí, es el libro en­tero el que, en su estadio final, atestigua la pretendida distinción entre el discípulo autor, contemporáneo de Je­sús, y por eso presente al pie de la cruz, y el locutor de un texto dirigido a lectores cuya primera particularidad es no haber conocido ni a Jesús ni al Discípulo, incluso aunque éste hubiera gozado de una notable longevidad. Como vemos, las consideraciones del capítulo 21 sobre la muer­te del Discípulo no tienen solamente como efecto admi­nistrar los conflictos de poder acaecidos entre la comu­nidad joánica y un modelo de Iglesia más amplia, habitualmente referida a la autoridad de Pedro. Esta perspectiva, absolutamente pertinente desde un punto de vista histórico (cf. los sugestivos trabajos de R. E. Brown), gana cuando es completada con una aproxima­ción narrativa, atenta no ya a las condiciones que han presidido la escritura del libro, sino mucho más al proce­so de su recepción a través de un acto de lectura, a la vez

infinito y cuidadosamente regulado mediante la instan­cia autorial que asume la responsabilidad del libro.

El narrador y la comunidad

No sólo la voz del narrador parece distinta de la figura de autoridad constituida por el Discípulo amado, sino que ella misma se encuentra inserta en una voz colegial que engloba la totalidad del relato evangélico, desde el prólogo hasta el capítulo 21. Razón de más para no ais­lar estos dos fragmentos: su composición, verosímilmen­te posterior al cuerpo del libro -pero ¿no es ése ya el ca­so de las introducciones y conclusiones de la mayor parte de los textos redactados?- no altera para nada su inte­gración en el libro completo, por la voluntad expresa del último redactor. De esta manera, el sujeto «nosotros» (19

persona del plural) figura en cuanto voz narrativa en dos ocasiones solamente: en el prólogo y en el estadio del epí­logo. Una inclusión como ésta tiene como efecto, natu­ralmente, situar el conjunto del cuarto evangelio bajo el registro de una enunciación comunitaria, a la vez referi­da a la autoridad del discípulo y mediatizada por un na­rrador omnipresente y absolutamente discreto, hasta el punto de que parece confundirse con la voz autorial re­servada al Discípulo amado.

En el prólogo. El primer sujeto «nosotros» (1,14) cua­lifica a la comunidad joánica en cuanto sujeto de un «ver» cuyo objeto no es otro que la realidad puesta en escena a lo largo de relato joánico, a saber: la manifes­tación histórica (lit.: la carne) del Verbo de Dios -«Y el Ver­bo se hizo carne, y nosotros hemos visto su gloria...»- en calidad de la condición filial reconocida al Unigénito (Afo-nogenes): «... gloria como la que un Hijo único [tiene] de

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su Padre». El evangelio no tendrá otra función que la de «contar» (1,18) esta «epifanía» en «la carne» del Verbo de Dios, preexistente a toda criatura, y, a través de la per­sona de Jesús, plenamente comprometido en la histo­ria. Ahora bien, esta historización del Verbo -también podríamos hablar de su «humanización»: actualización de la palabra tradicional «encarnación»- se revela a la

comunidad en cuanto tal: «Nosotros hemos visto su glo­ria»; incluso aunque le corresponda al narrador añadir in­mediatamente la nota explicativa: «Gloria [es decir], lo que un hijo [tiene] de su padre». El objeto de esta nota es aclarar el significado de la palabra «gloria», llevando a cabo a la vez la conjunción entre un enunciado primero relativo al «Verbo» de «Dios» y una interpretación se­gunda que apela a la vida trinitaria, en este caso la rela­ción que une «al Padre» y «al Hijo».

La función devuelta aquí al narrador parece ejercerse en un doble registro: primero, en cuanto portavoz del «no­sotros» comunitario, considerado como el verdadero su­jeto del discurso relativo a la encarnación del Verbo; por otro lado, en cuanto responsable de un «comentario ex­plícito» que apunta no sólo a explicar el sentido de las palabras en su acepción particular, sino también a am­pliar el alcance del enunciado designando un contexto teológico más amplio, el mismo que se desarrollará en los numerosos discursos puestos en labios de Jesús a lo largo del cuarto evangelio.

En el epílogo. La segunda mención del sujeto «noso­tros» figura al final del libro, bajo la forma de un juicio de valor emitido con respecto al testimonio dado por el discípulo autor: «Éste es el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero» (21,24). Así, entre el Discípulo amado, considerado como la autoridad funda­dora del testimonio joánico al mismo tiempo que el maestro de obra de la redacción evangélica, y la voz na­rrativa encargada del enunciado conclusivo (vv. 24-25), la comunidad en cuanto tal («nosotros sabemos») está en situación de intermediario obligado. No sólo la comuni­dad recoge el testimonio del Discípulo y confía al narra-

Los comentar ios

explícitos

El cuarto evangelio ofrece la particularidad de incluir un cierto número de «notas explicativas», insertadas a lo largo de la narra­ción, que tienen como efecto explicar, incluso corregir, algunos elementos del enunciado. Por ejemplo, cuando se acaba de decir que a la vista de los signos llevados a cabo en Jerusalén durante la fiesta de Pascua muchos judíos creyeron en Jesús (2,23), el na­rrador insiste inmediatamente en que no nos dejemos engañar: de hecho, Jesús no tiene ninguna confianza en ellos, «porque los co­nocía a todos [...] y sabía lo que hay en el hombre» (2,24-25). O bien, en plena descripción de la actividad bautista de Jesús (4,1), el narrador precisa: «Aunque no era Jesús el que bautizaba, sino sus discípulos» (4,2). O también, cuando Jesús declara a los Do­ce que entre ellos hay un diablo, es decir, uno que divide (6,69), el narrador señala al lector que se está hablando de Judas, pues «éste, uno de los Doce, tenía que entregarlo» (6,70). Y así a lo largo del evangelio...

Naturalmente, la presencia de tales añadidos redaccionales con­firma el hecho de una escritura extendida en el tiempo, que ape­la a un cierto número de correctivos, característica de lo que se ha podido llamar una hermenéutica «escalonada». Por otra parte, aquí estamos ante elementos que pertenecen a lo que se llama el «comentario explícito»; dicho de otra manera, la intervención di­recta del narrador, en posición de juez y arbitro con respecto a su propio texto, concediéndose omnisciencia para ofrecer al lector un cierto número de explicaciones o claves de interpretación que tienen como efecto facilitar la lectura orientándola.

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dor la misión de hablar en su propio nombre, sino que lleva a cabo la verificación del contenido así transmitido, ejerciendo de esta manera una real autoridad con res­pecto a la palabra emitida.

Sin embargo, el narrador no queda totalmente diluido en el colectivo, cuyo mandato parece ostentar. En efec­to, justo después de la segunda ocurrencia del «noso­tros» figura la única mención de un «yo» en posición de sujeto de la enunciación. Se trata de la última frase -so­bre la que volveremos, por cuanto es rica en informa­ciones relativas al estatuto del libro- con la presencia del verbo «pienso», en posición principal rigiendo una su­bordinada de infinitivo: «Jesús hizo aún otras muchas cosas; suponiendo [modo eventual] que se escribieran una a una, pienso que no cabrían en el mundo los libros escritos» (v. 25). La última palabra del libro le correspon­de, pues, al narrador, en situación de editor, no hablan­do en su propio nombre («pienso») más que una vez, en el momento de entregar el libro acabado a los lectores, a partir de ese momento dueños del juego.

En el cuerpo del relato. De esta manera, el narrador afirma su existencia y su función, al mismo tiempo que declara su dependencia con respecto a la comunidad. Es notable que, en vahas ocasiones, el pronombre «noso­tros» se inserte en la trama narrativa del evangelio, ape­lando así a grupos más amplios que los protagonistas in­dividuales.

Por ejemplo, en el diálogo de Jesús con Nicodemo (Jn 3), los dos interlocutores se ponen de repente a hablar en plural: «nosotros - vosotros». Desde un punto de vista histórico, es absolutamente legítimo ver el eco de los diá­logos judeocristianos, proseguidos después de Jesús y que ponen en presencia a dos grupos distintos: la sina­

goga farisea, vinculada a su interpretación de las Escritu­ras, y la joven Iglesia, que propone un nuevo sentido, ca­lificado ya de «espiritual». Asimismo, al comienzo de Jn 9 (curación del ciego de nacimiento), la crítica textual ates­tigua la vacilación entre un texto en singular («Tengo que cumplir las obras del que me ha enviado»), que concier­ne sólo a Jesús, y una versión en plural que comprome­te a la comunidad joánica en su conjunto [«Tenemos que cumplir las obras del que nos ha enviado»), La aparición del «nosotros» en labios de Jesús supone dos conse­cuencias desde el punto de vista del lector, en alguna me­dida puesto en disposición de apropiarse de un enuncia­do formalmente atribuido a Jesús.

Desde el prólogo al epílogo, la comunidad refuerza la au­toridad del narrador haciendo incesantemente referen­cia al testimonio del Discípulo amado. La voz narrativa que conduce el texto de principio a fin parece, pues, iden-tificable con el «yo» del último versículo del evangelio, en la medida en que éste se presenta a la vez como porta­voz de la comunidad («Hemos visto... sabemos...»: Jn 1,14; 21,24) y el fiel heredero del discípulo autor: «Éste es el que da testimonio de estas cosas y el que las ha es­crito» (21,24).

El presbítero y la tradición

Esta singular imbricación del «nosotros» y el «yo» se en­cuentra también en el nivel de las tres cartas, como si se tratara de una constante del modo de comunicación que subyace a los escritos joánicos, sea cual sea, por lo de­más, la diferencia de géneros literarios, Pero, mientras que la primera carta utiliza constantemente el «noso­tros» en un contexto retórico que mezcla reprimenda y voluntad de persuasión, los billetes segundo y tercero se

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inician y acaban con el «yo» del locutor, autodesignado como el presbítero (o el Anciano).

La primera carta. No es éste el lugar para estudiar de­talladamente los modos de argumentación puestos en práctica a lo largo de la primera carta, con todos los ma­tices perceptibles a través de un discurso cohortativo que recurre al pronombre «nosotros», Por el contrario, con­viene subrayar que, igual que el evangelio, la primera car­ta se inicia con una serie de verbos (1 Jn 1,1-4) que co­mentan el «hemos visto» del prólogo evangélico (Jn 1,14) y se cierra precisamente con un triple «sabemos» (1 Jn 5,18.19.20), ecos igualmente del evangelio (Jn 21,24).

Ahora bien, la serie de los verbos iniciales, todos relativos a la revelación acaecida en Cristo, mezcla varios tiempos gramaticales, Mientras que el aoristo parece designar la realidad misma de la experiencia pascual (especialmente la expresión: «Lo que nuestras manos palparon»: verbo psélafaó, atestiguado en Le 24,39), los verbos de percep­ción «ver» (horaó: vv, 1.2.3) y «escuchar» (akouó: vv, 1.3), empleados en perfecto, evocan más bien la continuidad de una confesión de fe, nacida sin duda del encuentro con Jesús, pero transmitida igualmente a lo largo de genera­ciones de creyentes, Asimismo, el aoristo del verbo theaomai (hemos constatado, observado: v. 1) parece remitir no solamente al prólogo del evangelio (el mismo verbo «ver» -etheasametha- en Jn 1,14), sino también al «realismo» de los relatos de aparición pascual (actitud de Pedro dentro del sepulcro: verbo theóreó en Jn 20,7), se­gún una modalidad del «ver» distinta del camino de la fe iniciado por el Discípulo amado y justamente expresado con el verbo horaó.

Sobre la base de esta fe (metáfora de los verbos de per­cepción «ver» y «escuchar» en perfecto), vivida tras las

huellas de las generaciones postapostólicas y en refe­rencia a la experiencia fundadora de los testigos históri­cos (metáforas de la vista y del tocar, en aoristo), el autor de la carta se dirige a sus lectores, en forma de anuncio, con el presente de indicativo: «Lo que hemos visto y oí­do [en perfecto; es decir, que no hemos dejado de ver y de escuchar], os lo anunciamos a vosotros para que es­téis en comunión con nosotros» (v. 3). Después, preci­sando el modo de comunicación al que recurre, el autor añade: «Y esto os lo escribimos, para que nuestra ale­gría sea completa» (v. 4).

La primera carta de Juan se inicia, pues, con la autode-signación de un locutor colectivo, sujeto de un anuncio (casi un «evangelio», como será llamado en el versículo si­guiente: «Éste es el anuncio que hemos escuchado de él y que os anunciamos de nuevo», v. 5) y responsable de un acto de escritura destinado a establecer a la comunidad en la unidady la alegría compartida. Ahora bien, este «no­sotros» del locutor-escritor proviene en línea recta de su­cesión de otro «nosotros», identificable con el linaje de los creyentes postpascuales, ellos mismos herederos de los testigos «históricos» de la encarnación, especialmente a través de las apariciones pascuales, Así, jugando con la polifonía del «nosotros», el locutor de la primera carta a la vez afirma su inserción en un colegio o una comunidad responsable de la palabra aquí emitida («anunciamos», «escribimos»: verbos en presente) y declara su depen­dencia con respecto a una tradición eclesial nacida del tes­timonio apostólico («hemos constatado», «nuestras ma­nos palparon»: verbos en aoristo) y desplegada siguiendo a las generaciones postpascuales («no hemos dejado de ver y de escuchar»: verbos en perfecto).

Igual que en el cuarto evangelio, la voz narrativa apela a una comunidad («anunciamos», «escribimos», vv. 3-

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4); pero esta última no es sólo contemporánea del ac­to de escritura; se inscribe en el tiempo y pretende re­coger los frutos de una tradición relativa a «eso mismo que estaba desde el comienzo», dicho de otra manera: «Lo que concierne al Verbo de la vida» (v. 1), o incluso: «La vida eterna que estaba [imperfecto: én] junto al Pa­dre y que se nos manifestó [aoristo: efaneróthé]» (v. 2). Las referencias al prólogo del evangelio son aquí evi­dentes: el «nosotros» del locutor reconoce su deuda con respecto a la primera comunidad joánica, la misma que, evocando la encarnación del Verbo, declaraba orgullo-sámente: «Hemos visto su gloria» (Jn 1,14). El mismo «nosotros» se atreverá a cerrar la primera carta con la triple afirmación de un saber («sabemos») relativo a la verdad de la condición filial concedida a los discípulos por el hecho mismo de la filiación divina de Jesús, en consecuencia con una plena seguridad frente al mundo pecador y la fuerza de concluir con una bella confesión cristológica: «Estamos en el Verdadero, en su Hijo Jesu­cristo; él es el Dios verdadero y la vida eterna» (1 Jn 5,20). A partir de ahí, hay que huir de cualquier ilusión o de cualquier pretexto falso (lit.: cualquier «ídolo»): «Hijitos, guardaos de los ídolos»; éstas serán las últimas palabras de la carta.

En oposición a semejante expansión o dilatación del lo­cutor en el tiempo y el espacio, las cartas segunda y ter­cera valoran el sujeto personal «yo», dicho de otra ma­nera, «el presbítero» (2 Jn 1; 3 Jn 1).

La segunda carta. Así, varios verbos principales de la segunda carta están en 19 persona del singular: «El An­ciano a la Señora elegida y a sus hijos, a los que amo en verdad» (v. 1); «Me alegro mucho de que, entre tus hi­jos, haya encontrado que caminan en la verdad» (v, 4); «Ahora te pido, Señora, aunque no sea un mandamien­

to nuevo el que te escribo...» (v. 5); «Habiéndoos escrito otras muchas cosas, no he querido hacerlo [...], aunque espero dirigirme junto a vosotros» (v. 12). Sin embargo, el sujeto singular hace referencia a un «nosotros» cada vez que apela a la autoridad de su mensaje o pretende expresar su contenido. En el v. 1, la expresión: «A los que amo en verdad», es corregida inmediatamente en estos términos: «No sólo yo, sino todos los que conocen la ver­dad», antes de proseguir: «A causa de la verdad que per­manece en nosotros y estará con nosotros para siem­pre». Lo mismo sucede en el v. 4: el singular «Me alegro mucho» es referido inmediatamente a la experiencia co­munitaria: «... de que, entre tus hijos, haya encontrado que caminan en la verdad, conforme el mandamiento que hemos recibido del Padre».

Asimismo, incluso al final de la carta (v. 12), mientras que la voluntad personal del sujeto «yo» es enunciada claramente, hasta el punto de considerar un encuen­tro personal (literalmente: boca a boca), el objeto bus­cado no es otro que la plenitud de «nuestra alegría», asociando así a las esperanzas del autor no sólo a los destinatarios de la carta, sino también, sin duda, a la comunidad a la cual él mismo pertenece7. Esto es lo que sugiere la fórmula de conclusión (v. 13): «Te saludan los hijos de tu Hermana elegida». Se trata, por tanto, de dos comunidades o Iglesias hermanas, puestas en re-

7. De hecho, la crítica textual de este versículo manifiesta de nuevo la va­cilación entre «vuestra» y «nuestra» alegría. Sin duda es una característi­ca principal de las cartas joánicas administrar el pacto de comunicación, a la vez según la modalidad dialogal que asigna al interlocutor la postura del «vosotros» con respecto al enunciador, y según la estrategia de convic­ción-seducción, anticipándose en alguna medida a la adhesión del desti­natario (cf. la expresión familiar: «Estamos de acuerdo»; resulta demasia­do claro que nos ahorraríamos un enunciado como éste si justamente la unanimidad estuviera adquirida a priorí).

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lación a través de esta carta: primero, la Señora elegi­da, destinataria del mensaje (v, 1); después la Herma­na elegida, emisora del mensaje (v, 13) por mediación del presbítero (v. 1), no sólo escritor (v. 5), sino también embajador despachado al lugar (v. 12), a fin de mante­ner conversaciones particulares con algunos de los miembros de la comunidad amiga. Así, la personaliza­ción del locutor no altera para nada el carácter inter­comunitario del intercambio llevado a cabo por medio de la segunda carta de Juan.

La tercera carta. En la tercera carta, la personalización está aún más subrayada, puesto que no sólo el remi­tente es el presbítero, que se expresa en 19 persona del singular («amo; deseo; me alegro mucho; estoy feliz» -vv. 1-4; «he escrito; si voy; recordaré» - vv. 9-10; «ten­dría muchas cosas que escribirte; no quiero; espero» -vv. 13-14), sino que también el destinatario está indivi­dualizado («el amable Gayo»: v. 1), y por tanto tratado en 2s persona del singular: «En todas las cosas te deseo que estés bien y que tengas buena salud, lo mismo que tu alma esté bien» (v. 2); «los hermanos dan testimonio de tu verdad» (v. 3); «caminas en la verdad» (v. 3); «ac­túas fielmente en lo que haces por los hermanos» (v. 5); «han dado testimonio de tu caridad ante la Iglesia» (v. 6); «harás bien en socorrerlos» (v. 6).

Asimismo, la conclusión de la carta se dirige primero a Gayo personalmente: «Tendría muchas cosas que escri­birte, pero no he querido hacerlo...» (v. 13); «Espero ver­te pronto, y hablaremos de viva voz» (v. 14). El presbíte­ro llega incluso a escribir, con respecto a Gayo y a otros miembros de la comunidad, alabados por su fidelidad: «Mis propios hijos» (v. 4), proporcionando así una nota absolutamente personal con el título de «hijos», omni­

presente en la primera carta, pero entonces desprovisto del adjetivo'posesivo, No obstante, la dimensión colegial no se descuida; así, el saludo final asocia a los dos co­rrespondientes (el presbítero y Gayo) dos colectivos de personas cercanas: «La paz sea contigo. Te saludan los amigos. Saluda a los amigos, a cada uno en particular» (v. 15). Sobre todo, en el centro de los debates que apun­tan a la autoridad que hay que conceder a algunos per­sonajes considerados como peligrosos (Diotrefes: vv, 9-11) o, por el contrario, presentados como perfectamente seguros, como Demetrio (v. 12) y el propio Gayo (vv. 3-7), el autor apela al testimonio y compromiso colectivos de la Iglesia: «Debemos acoger a gente así, para que sean colaboradores en la verdad» (v. 8); «También nosotros damos testimonio, y tú sabes que nuestro testimonio es verdadero» (v. 12).

De esta manera, las tres cartas de Juan atestiguan a la vez la dimensión colegial de la escritura joánica y la im­portancia de la figura personal del locutor, primero fun­dida en el «nosotros» de una comunidad que apela a la unidad de la Tradición (primera carta), y después progre­sivamente individualizada (segunda carta) conforme a los progresos de una crisis que opone a los individuos en­tre sí en el seno de la comunidad (tercera carta).

El profeta Juan de Patmos

El profeta del Apocalipsis es el único locutor joánico que es designado por su nombre propio: Juan (Ap 1,1.4.9; 22,8), en este caso un nombre de apóstol susceptible de asegurar al conjunto del corpus la plena cualificación apostólica, sean cuales fueren las condiciones históricas que hubieran presidido la redacción de los tres tipos de escrito reunidos bajo el nombre del mismo «autor».

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Si consideramos las cuatro menciones del nombre «Juan» en el Apocalipsis, constatamos que figura, bien en un enunciado de 39 persona, bien en compañía del pronombre de 1 s persona.

Incipit. -En la introducción (1,1-3), el narrador comenta el título puesto en el encabezado de la obra: «Apocalip­sis [o Revelación] de Jesucristo», Al hacer esto, enumera todos los eslabones de la transmisión del mensaje, des­de el propio Dios hasta el lector (¡en singular!) y los oyen­tes (¡en plural!), pasando por Cristo, el Ángel y el propio Juan. Este último se encuentra a partir de esos mo­mentos calificado de «siervo», con una función propia doble: «Dar testimonio de la Palabra de Dios y del testi­monio de Jesucristo en todo lo que ha visto», remitien­do de hecho a las dos fuentes del mensaje (Dios mismo y Jesucristo), dando por supuesto que la visión constitu­ye la forma de expresión de una palabra semejante («en todo lo que ha visto»).

Visión inaugural. Después, al comienzo de la visión inaugural, Juan está en posición de locutor del mensaje dirigido a las siete Iglesias de Asia (v. 4). La frase es no­minal, no incluyendo ni verbo ni pronombre personal: «Juan a las siete Iglesias que están en Asia». Sigue el sa­ludo, que emana a la vez de Dios («El que es, el que era, el que viene»), de los «siete Espíritus que están delante de su trono» y de Jesucristo en persona, calificado de «testigo fiel, primogénito de los muertosy príncipe de to­da la tierra». Así pues, se trata de nuevo de una especie de título que introduce en el enunciado un mensaje divi­no propiamente ternario si no explícitamente trinitario.

«Yo, Juan...» Un poco después (Ap 1,9), en el momen­to de descubrir el cuadro que representa el señorío de

Cristo sobre las siete Iglesias, el nombre de Juan es in­troducido mediante el pronombre personal «Yo», confi­riendo al profeta la función de locutor que traduce en mensaje verbal lo que a él mismo se le ha permitido ver con sus propios ojos: «Yo, Juan, vuestro hermano y com­pañero en la prueba, la realeza y la paciencia en Jesús, me encontraba en la isla de nombre Patmos, a causa de la palabra de Dios y del testimonio del Espíritu» (v. 9). A partir de ahí, el conjunto de la visión inaugural es pre­sentado en dependencia de la voz narrativa del que a la vez disfruta de la visión y cuenta lo que se le ha conce­dido ver: «Fui [arrebatado] en espíritu; escuché; me vol­ví; vi; caí a sus pies; puso su mano sobre mí» (vv. 10.1.17),

Las cartas a las siete Iglesias interrumpen el relato du­rante dos capítulos; después, sin aviso previo, el «yo» del locutor se introduce de nuevo en la narración: «Después de esto vi que una puerta estaba abierta en el cielo; y la voz que había escuchado al principio como una trompe­ta conversando conmigo, me dijo [,..]; inmediatamente fui [arrebatado] en espíritu» (4,1-2). A partir de ahora, los cuadros celestiales se van a encadenar, de forma ca­si autónoma, entrecortados por incesantes referencias al «yo» del narrador: «Y vi» (5,1.2.6.11; 6,1.2.5.8.9.12, etc.), o bien: «Y escuché» (5,11; 6,1.3.5,6.7, etc.), a veces con algunos rasgos más realistas, como la expresión: «Y lloré mucho, porque no había encontrado a nadie digno de abrir el libro y mirarlo [es decir: leerlo]» (5,4).

«Yo, Juan...» / «Yo, Jesús...» La expresión: «Yo, Juan», vuelve a aparecer al final del libro (22,8), para afirmar a la vez el papel propio de Juan, literalmente en posición de voz narrativa del conjunto del libro («Soy yo, Juan, el que vio y escuchó esto»), y su posición segunda, no sólo con relación al ángel intermediario (22,9), sino sobre to­do con respecto al propio Jesús, considerado como el pri-

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mer locutor, en alguna medida superior al visionario na­rrador Juan.

A partir de ahí, no es extraño que el «yo» de Jesús tome ventaja y precise: «Yo, Jesús, he enviado a mi ángel pa­ra dar testimonio junto a vosotros de lo que se refiere a las Iglesias; yo soy el vastago y la descendencia de David, la estrella radiante de la mañana» (22,16). De ahilos úl­timos versículos del libro, atribuidos al locutor Jesús en persona: «Yo doy testimonio dirigido a todo aquel que oye las palabras de la profecía de este libro...» (v. 18); «El que da testimonio de esto afirma: "Sí, vengo pronto"» (v. 20), a lo que responde, a modo de sanción, la acla­mación litúrgica que invoca el retorno del Señor: «Amén. Ven, Señor Jesús». Ya no queda más que concluir con un saludo que vuelve a confesar en el propio Jesús la fuen­te de toda gracia («La gracia del Señor Jesús esté con to­dos vosotros»: v. 21), en cuanto que también es prime­ramente el remitente -incluso el locutor- del libro, por mediación de la voz narrativa, ella misma asumida por el profeta Juan de Patmos.

Conclusión

De esta manera, los tres grupos de escritos, tradicio-nalmente recibidos como «joánicos», presentan mu­chas similitudes en la designación de las instancias de enunciación.

Aunque el Apocalipsis es el más explícito en la nomina­ción de un locutor personal, sin embargo no deja de re-lativizar la función narrativa personal, que finalmente se reduce a no ser más que uno de los relevos de una pa­labra originariamente divina transmitida a los hombres por la mediación del propio Cristo.

Por su parte, las cartas juegan hábilmente con la tensión entre un modelo colegial de gestión de las dificultades internas a la comunidad y la referencia a la autoridad personal de un líder presentado como el único Anciano o «presbítero».

Por último, en el estadio del evangelio, la insistencia en la autoridad del Discípulo amado no compromete un modo de enunciación que combina el «nosotros» co­munitario y el «yo» editorial, bajo la apariencia de un re­lato objetivo administrado por la voz anónima del om­nipresente narrador. Ahora bien, este último se muestra tanto más eficaz cuanto que no es identificable con nin­guna de las figuras conocidas (el discípulo: «él»; el editor: «yo»; la comunidad: «nosotros»), por la sencilla razón de que probablemente es la síntesis literaria (autor implíci­to) de las diversas instancias así evocadas.

Finalmente, ateniéndonos solamente a los datos litera­rios, sin prejuzgar realidades históricas subyacentes, po­demos afirmar que, de la confesión de los propios tex­tos, el locutor joánico («Yo») se designa a sí mismo con el nombre apostólico de «Juan» (Apocalipsis) y se atri­buye la cualidad de «presbítero» o Anciano (cartas). De esta manera declara asumir también la edición del cuar­to evangelio, pero se difumina ante una voz narrativa anónima, la cual no se confunde pura y simplemente con la figura de autoridad evocada bajo el pseudónimo: «el Discípulo al que Jesús tanto quería»,

En todos los casos, el sutil juego de los autores atesti­gua el carácter colegial de una escritura que apela al «nosotros» de la comunidad, no solamente en un mo­mento determinado de su desarrollo (sincronía), sino también en la viva continuidad (diacronía) de una tradi­ción anclada en el acontecimiento pascual y el testimo-

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nio apostólico. En este sentido, el prólogo de la prime­ra carta desempeña una función de bisagra entre el evangelio, con múltiples autores, y las escrituras más

Durante mucho tiempo tratados como simples colec­ciones de fragmentos casi autónomos (como las piezas de los archivos, acumuladas en cajas en nuestros depó­sitos), los libros bíblicos son actualmente recibidos como obras literarias cabales, ellas mismas reunidas en la f i­gura de un libro en el sentido pleno del término. Por otra parte, hay que recordar que los textos bíblicos no nos han llegado en el estado de hojas volanderas, ni siquie­ra de libhtos independientes, sino bajo la encuadema­ción de Biblias completas (los famosos manuscritos grie­gos Sinaítico, Vaticano y Alejandrino datan de los siglos iv o v), editadas en grandes formatos que atestiguan el primado del uso litúrgico y de la lectura comunitaria. A partir de ahí conviene verificar en qué medida determi­nado libro bíblico lleva la marca de una voluntad litera­ria afirmada, es decir, de un proyecto de comunicación con respecto a unos destinatarios, por el hecho mismo

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personalizadas que constituyen las cartas segunda y tercera así como el Apocalipsis.

de la edición de un texto a partir de ese momento se­parado de su autor y entregado a la buena voluntad de sus lectores. Podemos sugerir además que, sin esta cua­lidad propiamente literaria, los escritos bíblicos no cons­tituirían un best-seller de la edición mundial, mucho más allá de las fronteras de las Iglesias cristianas, muy parti­cularmente en las sociedades pluralistas de hoy.

Ahora bien, encontramos que, en su propia diversidad, los escritos joánicos atestiguan precisamente la clara vo­luntad de hacer del texto un libro, es decir, de abrir los caminos a una lectura infinita, mucho más allá de los es­critores históricos que intervinieron en el proceso redac-cional. El más elocuente en la materia es sin duda el cuar­to evangelio, aunque las cartas y el Apocalipsis no están menos desprovistos de observaciones significativas del proyecto editorial concebido por sus autores.

Para trabajar personalmente:

Releer atentamente las introducciones o prólogos, así como las conclusiones o epílogos de los cinco libros joánicos (evangelio, cartas, Apocalipsis). Estudiar en cada caso:

- cómo hace el autor para abrir o cerrar el libro,

- qué tipo de relación establece con el lector,

- qué reglas de lectura se valoran,

- qué efectos se llevan a cabo así en la totalidad del libro en cuestión, incluso en el conjunto de los escritos joánicos.

II - La conciencia editorial

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El autor «implicado»

Siguiendo a la crítica literaria anglosajona, hoy se habla de autor «implícito» o, mejor, «implicado» (implied author), para desig­nar el «puesto» conservado por el autor en el centro mismo del proceso narrativo desplegado por el libro. Ya no se trata del au­tor (o los autores) histórico(s) que hayan podido contribuir a la composición del libro, sino de una «función» inscrita en el pro­pio texto y necesaria para el «funcionamiento» de éste.

Simétricamente se hablará también del lector «implicado» o «im­plícito» (implied reader), el cual no es ni pura y simplemente el primer lector histórico al que se dirige el autor real, ni, por su­puesto, la suma de todos los lectores escalonados en el tiempo y diseminados en el espacio, sino una especie de retrato-robot del mejor lector que pueda recibir el mensaje sugerido por el autor implícito a lo largo de los meandros de la narración. Igual que el autor implícito puede considerarse como la resultante de los di­versos autores reales que hayan participado en la redacción joá-nica, así el lector implícito es una especie de ideal al que los lec­tores reales son invitados, si no a identificarse (pues entonces la lectura sería perfectamente unívoca, lo que no ocurre nunca en el caso de las grandes obras literarias), al menos a aproximarse lo más posible, en un sutil juego que compromete tanto la libertad del lector intérprete como el respeto a las sujeciones del texto.

En este terreno aplicado al cuarto evangelio, la obra de referen­cia sigue siendo el magistral estudio de R. Alan CULPEPPER, Ana-tomy of the Fourth Gospel. A Study in Literary Design. Filadel-fia, Fortress Press, 1983.

La clausura del evangelio

A primera vista se podría decir que el cuarto evangelio no acaba de cerrarse, puesto que a la primera conclu­sión, absolutamente explícita y perfectamente adap­tada a su objeto (20,30-31), se añade una segunda conclusión, no menos deliberada (21,24-25). De ahí la hi­pótesis, aparentemente indiscutible, que atribuye el ca­

pítulo 21 a una última fase redaccional, sin que esto afecte a la autoridad común del conjunto del libro (caps. 1 a 21). Añadidas la una a la otra, las dos conclusiones suponen varias informaciones relativas al último estadio de cualquier composición literaria, el de la edición.

La primera conclusión. Primeramente, en 20,30-31, el autor define sucesivamente:

- el material literario, a la vez biográfico y narrativo, puesto que se trata de acciones cumplidas por Jesús du­rante el tiempo de su vida terrena y bajo la mirada de sus compañeros de existencia: «Jesús hizo en presencia de sus discípulos muchos otros signos que no están es­critos en este libro»;

- el proceso de escritura, que consiste, por una parte, en seleccionar («Jesús hizo muchos otros...») algunas de las acciones de Jesús consideradas como significativas del conjunto de su obra, y, por otra, en interpretarlas justa­mente en función de su capacidad de remitir al sentido ofrecido por los cristianos a la existencia de Jesús («mu­chos otros signos que no están escritos en este libro»);

- la finalidad del proyecto, dirigido a destinatarios con­siderados como compañeros por medio del acto de lec­tura («Estas cosas han sido escritas para que vosotros...») y, por ese hecho, llamados no solamente a creer en la propia persona de Jesús, Hijo de Dios («para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios»), sino a hacer de este acto de fe una experiencia existencial de comunión con el ser mismo de Cristo («y para que creyendo ten­gáis vida en su nombre»).

Así, es claro que el autor sabe lo que hace, no solamen­te antes del texto (recogida y separación de materiales), sino también a través de un acto de escritura delibera­damente teológico («Estos [signos] han sido escritos»), y

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ciertamente después, en dirección a los lectores invita­dos a una fe «cristiana», es decir, explícita en cuanto a la identidad de «Jesús el Cristo, el Hijo de Dios» y concre­tada en formas de existencia que estén ellas mismas realizadas «en el nombre» de Cristo. Ya en el estadio de la primera conclusión (20,30-31), el autor se constituye, pues, en editor, en la medida en que afirma su deseo de ser leído, con la ambición de que su texto pueda contri­buir a la edificación cristiana de los lectores,

La segunda conclusión. Es aún más explícita (21,24-25). No solamente reafirma la autoridad del discípulo testigo, así como su participación en el acto de escritu­ra, bajo el control de una comunidad apta para juzgar sobre la verdad de su testimonio (v, 24), sino que vuelve sobre la operación selectiva, necesariamente previa a cualquier composición de tipo biográfico: «Jesús hizo otras muchas cosas...».

La deficiencia del libro con relación al exceso de mate­rial previo ya fue subrayada en la primera conclusión, pero las consecuencias que aquí se deducen son abso­lutamente originales. Así, a los ojos del último redac­tor, el carácter de obra incompleta del libro constituye la condición para que continúe enriqueciéndose, no só­lo por medio de escritos segundos, como los innume­rables estudios y comentarios compuestos desde la época patrística, sino primeramente por medio del jue­go infinito de las relecturas, que tienen valor de rees­crituras. En realidad, en |a lengua griega del texto, no se trata de una potencialidad -como se sobreentiende en la traducción usual: «Si se escribieran una a una...»-, sino de un eventualidad, que sugiere el carácter a la vez futuro y repetitivo del proceso de lectura, asimilado a una trayectoria de reescritura: «Cada vez que se las es­criba una a una...».

Así pues, el editor es absolutamente consciente de que al ofrecer al público un libro forzosamente incompleto, le abre a éste una cantera infinita de relecturas que se­rán, en cada ocasión, otras tantas ejecuciones nuevas del texto compuesto. Dicho de otra manera, es preciso que el proceso de escritura se acabe y que el libro tenga su clausura para que comience el acto infinito de lectura, que tiene como efecto dilatar el texto, sin otros límites que las lindes del mundo habitado: «Si se escribieran una a una, pienso que el mundo no podría contener los libros escritos» (v, 25). Así, por una especie de subrepuja con respecto a la primera conclusión, el añadido del capítulo 21 constituye paradójicamente un acto de cierre que abre al libro acabado el espacio ilimitado de la lectura. No se podría expresar mejor el destino de una obra lite­raria y su vocación de vivir mucho más allá del proceso de su propia composición.

El Discípulo-autor. Por otra parte, sucede lo mismo en cuanto al estatuto del autor. Algunos versículos an­tes se había dicho que el Discípulo amado estaba en esos momentos muerto y que su excepcional longevidad ne debía acreditar la leyenda de su inmortalidad: «Entre los discípulos se había extendido el rumor de que ese discí­pulo no moriría; pero Jesús no había dicho que no mo­riría» (v. 23). Sin embargo, Jesús le promete a la vez «per­manecer hasta que [él] vuelva», dicho de otra manera, hasta el final de los tiempos: «Jesús dijo a Pedro: "Si yo quiero que permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?" [,..] Jesús no le había dicho que no moriría, sino: "Si quie­ro que permanezca hasta que vuelva"» (vv. 22-23).

¿De qué supervivencia puede tratarse, sino de la «in­mortalidad» tan querida a los escritores? No solamente memoria que reconoce por parte de los lectores, sino permanencia del autor en su función propia (autor im-

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plídto), con la única condición de que los lectores le per­mitan existir, por el hecho de que ellos mismos se com­prometen en un proceso de lectura, no solamente tan amplio como el mundo, sino tan duradero como el tiem­po histórico. De esta manera, es preciso que el autor his­tórico muera (de igual manera que la redacción del libro tiene un fin) para que el hecho mismo de la lectura ofrez­ca al autor una inmortalidad del mismo orden que la ex­tensión espacial ofrecida al libro,

Una conciencia literaria así es raramente tan explícita en los escritos bíblicos. Parece cualificar al cuarto evangelio como una obra cabal, careciendo de otra existencia que la de la lectura, por otro lado infinita y sin otro término que el final de la historia. En todo caso, la clausura del li­bro (con la muerte del autor histórico como corolario) constituye una operación hermenéutica de gran enver­gadura: transforma el texto en libro; hace de él una obra entregada a la lectura, y por eso inmortal. Así, el editor es a la vez la última mano redaccionaly, sobre todo, una especie de ejecutor testamentario al que le corresponde la tarea, por una parte, de atestiguar el fallecimiento del autor y, por otra, de firmar el «imprímase» sin que el tex­to quede en letra muerta, cuando su destino es vivir sin límites mediante el juego infinito de lecturas y relectu­ras. A este precio, el propio autor se convierte en in­mortal; y eso no carece de importancia cuando se trata de preparar la venida del Resucitado al final de la histo­ria y más allá de las fronteras del mundo habitado.

Las conclusiones del presbítero

Mientras que el último redactor del cuarto evangelio, en posición de editor, no cierra el libro más que para abrir­lo a lectores que aguardan hasta el fin del mundo (lite­

ralmente: la «venida» del Señor, 21,22-23) y que pre­sienten qué deben extenderse por toda la faz de la tie­rra (21,25), el presbítero de las cartas segunda y tercera concluye con una no menos curiosa apertura,

La tinta y la voz viva. En ambos casos comienza por declarar la insuficiencia del texto escrito, habida cuenta de la abundante materia para la discusión que en algu­na medida aún guarda. ¿No dice acaso: «Teniendo mu­chas cosas que escribiros...» (2 Jn 12) o bien: «Tengo -o tendría- muchas cosas que escribirte» (3 Jn 13)? Eviden­temente pensamos en las dos conclusiones del evange­lio: «Jesús hizo otros muchos signos que no están escri­tos en este libro» (20,30) y «Jesús hizo otras muchas cosas» (21,25). Una de las primeras cualidades de un es­critor es reconocer que el libro no es nunca la mera co­pia de lo real: en efecto, comprometerse en el acto de escritura supone que se ha renunciado al fantasma de la totalidad, ya se trate de hechos narrados (evangelio), ya se trate de ideas compartidas (cartas). Una lucidez como ésta atestigua el compromiso de escritores perfecta­mente conscientes de lo que hacen.

Pero esto no es todo. Inmediatamente después de ha­ber confesado así la debilidad constitutiva de cualquier escritura con respecto a un dato siempre mayor, el pres­bítero declara orgullosamente: «No he querido escribir [estas cosas] con tinta y pluma» (3 Jn 13). Además de la alusión a las técnicas usuales de escritura (papiro, tinta, caña cortada), observamos la insistencia en el deteni­miento deliberado del texto (dos veces un verbo que ex­presa la voluntad: boulesthai y thelein). El autor sabe pertinentemente que no sirve para nada prolongar in­definidamente el mensaje: saber terminar a tiempo participa también de la cualidad literaria buscada por un

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escritor preocupado por su arte. Sobre todo, la clausu­ra establecida de esta manera se considera que abre a una conversación posterior, mantenida esta vez de viva voz (literalmente: boca a boca): «Espero dirigirme a vo­sotros y hablaros de viva voz» (2 Jn 12) o «Espero verte pronto, y hablaremos de viva voz» (3 Jn 13).

Así, en ambos casos, el mensaje enviado no es más que el preámbulo de un encuentro real, con la esperanza de mantener entonces una verdadera conversación que permita darle vueltas a múltiples cuestiones que quedan en suspenso. No sólo el autor apela a este intercambio de todos sus deseos (dos veces el verbo «esperar»), sino que insiste en la alegría que se espera por este diálogo: «Para que nuestra alegría sea completa» (2 Jn 12). Una vez concertada esta cita, el autor puede concluir con una nota calurosa y fraternal: «Te saludan los hijos de tu Her­mana elegida» (2 Jn 13) o «La paz sea contigo. Te salu­dan los amigos. Saluda a los amigos, a cada uno en par­ticular» (3 Jn 15). Así, a pesar del conflicto subyacente, la escritura se supone capaz de allanar las dificultades y de recrear el clima de confianza indispensable para una con­versación posterior, hecha oralmente.

El lector convocado. Desde una perspectiva histórica podemos recibir tales informaciones en el único plano de la situación comunitaria, vivida antaño en el ambiente joánico de Asia Menor, probablemente a comienzos del siglo II. En este caso podemos imaginar las visitas pasto­rales del presbítero, preparadas de alguna manera me­diante breves mensajes que tienen como efecto iniciar el debate. Tales consideraciones no son desdeñables: nos informan sobre el modo de gobierno practicado con res­pecto a las comunidades, a la vez distintas y emparen­tadas. Cuadran bien con la figura de las siete Iglesias asiá-

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Un espacio de diálogo

El final de las cartas segunda y tercera, bajo la forma de un has­ta pronto que apela a una cita posterior, resulta absolutamente cla­rificador de la dualidad de puntos de vista posibles y perfecta­mente compatibles.

Desde un punto de vista histórico podemos suponer que el autor real invita a sus lectores contemporáneos, destinatarios inmedia­tos del mensaje, a estar dispuestos con vistas a un encuentro pos­terior que permita retomar y profundizar, de viva voz, las cues­tiones aquí tratadas. Esto resulta absolutamente verosímil. Por el contrario, nada nos permite decir si el mencionado encuentro tu­vo efectivamente lugar: la investigación histórica debe saber re­conocer sus límites...

Desde un punto de vista literario, la convocatoria expresada aquí concierne naturalmente al lector, sea quien sea, en cualquier tiem­po y lugar. Por la propia declaración del lector implícito, la fina­lidad de semejante escritura es abrir un debate interior, una es­pecie de «boca a boca» existencial, que debe proseguir mucho más allá del mero desciframiento de las palabras escritas en el pa­pel... La primera conclusión del evangelio ya apelaba no sólo a creer, sino a vivir de la fe en Cristo. Asimismo, las cartas tienen como finalidad abrir un espacio de diálogo interior, en una reso­nancia de palabras que vaya más allá de la carta. Así, como Sn toda escritura bíblica, las cartas de Juan no se cierran en un con­tenido considerado como clausurado y suficiente: más bien se presentan como un camino siempre abierto y sólo piden que se abra al hilo de las relecturas.

ticas del Apocalipsis, ellas mismas objeto de la solicitud pastoral del profeta Juan, relegado momentáneamente en Patmos.

No obstante, para el lector actual, al que no le basta el interés por la reconstrucción histórica, los finales de 2 y 3 Juan presentan una actualidad real. En efecto, pode­mos ver en ellos la convocatoria dirigida al lector para que él mismo sepa mantener con el autor implícito, por me-

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dio del texto y más allá incluso de las palabras, una ver­dadera conversación que no sólo sea fuente de alegría -porque ése es el placer de la lectura-, sino que también le aporte un enriquecimiento personal de un orden dis­tinto al del desciframiento del texto escrito. De esta ma­nera, la lectura tiene vocación de ser un diálogo vivo, un «boca a boca», conforme a la atrevida imagen de nues­tras cartas; es decir, un frente a frente en que las dos partes, autor y lector, sean igualmente sujetos de la pa­labra, como conviene en una conversación equilibrada.

Sólo podemos admirar la finura del presbítero, quien no sólo administra su propia agenda de citas, sino que a la vez se metamorfosea como autor «implícito» que llama a generaciones de lectores a la alegría (2 Jn 12) y vive la aventura del encuentro. Incluso ahí, la relación con el evangelio salta a la vista: el locutor del capítulo 21 lla­maba de la misma manera a nubes de lectores a apo­derarse del libro hasta el punto de llenar el mundo en­tero con sus propias lecturas, consideradas como otras tantas reescrituras (Jn 21,25). Los escritores de la escue­la joánica comparten, pues, una misma ambición litera­ria: si escriben es para ser leídos; y si, llegado el mo­mento, paran de escribir es justamente para dejar lugar a la lectura.

El final del Apocalipsis

Los últimos versículos del Apocalipsis constituyen igual­mente un epílogo, destinado no sólo a cerrar el texto, si­no a la vez a decidir su devenir. Las dos funciones están estrechamente imbricadas.

Salvaguardar el libro. La voz del autor -que acaba de ser identificado con Jesús en persona, «la raíz y vastago

de David, la estrella radiante de la mañana» (Ap 22,16)-se compromete solemnemente en el servicio a la inte­gridad formal del texto escrito: «Yo doy testimonio [...]: si alguien añade algo a esto, Dios le añadirá a él las pla­gas descritas en este libro; y si alguien suprime palabras del libro de esta profecía, Dios suprimirá su parte del ár­bol de la vida y de la Ciudad santa descritas en este libro» (vv. 18-19). Ciertamente, la insistencia recae en el obje­to formal constituido por el libro (nombrado tres veces) y en las realidades «descritas», es decir, literalmente «es­critas» en el texto: la preocupación es asegurar la con­servación material y la integridad literal del libro. No obs­tante, el compromiso del locutor se adquiere ante «cualquiera que escucha -o escuche- las palabras de la profecía de este libro» (v. 18),

El celo mostrado por la salvaguarda del manuscrito ter­minó con su transmisión a numerosos lectores u oyen­tes, destinados a recibir el texto como «profecía», por tanto como palabra portadora de un mensaje y que ape­la a una escucha; es decir, una conversación, por el he­cho mismo del encuentro con el otro del texto, El len­guaje estereotipado, referido a una concepción casi mágica de la preservación de los textos, no debe inducir a error a propósito las intenciones del autor, en esta oca­sión el propio Jesús. Se trata -como en el taso del pres­bítero de las cartas- de apelar a una escucha que sea en­cuentro, más allá de las fronteras del tiempo y el espacio, mediante los recursos ilimitados de la lectura.

Encontrar. La llamada al encuentro es, por otra parte, absolutamente explícita en estos pocos versículos. En efecto, inmediatamente después de la autodesignación del locutor Jesús (v. 17), y antes de su compromiso de salvaguardar la integridad del texto (vv. 18-19), el inciso

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del v. 16 introduce un breve diálogo entre el Espíritu y la Esposa. Este diálogo es el de Dios -por la mediación de su Palabra viva, Cristo- con la Iglesia, llamada a reunir a la humanidad en el seno de la realidad nueva del Reino cumplido, expresada aquí con la metáfora joánica del don del agua viva, Ahora bien, el contenido de este diá­logo reside en una llamada mutua a un encuentro («¡Ven!»: imperativo expresado dos veces) que sea con­versación: «El que escuche diga: "¡Ven!"»; es por tanto compartir y comunión en la misma fuente de vida: «El que tenga sed, que venga. ¡El que quiera, reciba el don del agua viva! (literalmente: el agua de vida). No se pue­de sugerir mejor el misterio de la lectura como aconte­cimiento del encuentro, presentado aquí según el sim­bolismo nupcial que impregna los últimos capítulos del Apocalipsis y en referencia al simbolismo joánico del agua viva (cf. el diálogo con la Samaritana, en el capítu­lo 4 del evangelio).

Las últimas palabras del libro, antes del breve saludo f i ­nal (v. 21), no hacen más que conectar con la realización de esta promesa por medio de la lectura esperada: «El que da testimonio de esto declara: "Sí, vengo pronto" -Amén, ¡ven, Señor Jesús!». La perfecta simetría del «sí» griego (adverbio nal) y del amén hebreo inicia el cara a cara del Señor y su Iglesia, en un acto de lectura llama­do a no ser otra cosa que una mutua venida del uno ha­cia el otro. Lo mismo que en el caso de la supervivencia material del texto, la promesa se adecúa aquí al solem­ne compromiso del Señor: «El que da testimonio decla­ra,..», No hay duda de que el acontecimiento llega a ca­da lectura, como la «gracia del Señor Jesús», de la que se dice al final que esté «con todos». La última palabra del Apocalipsis -que es también la última palabra de la Biblia cristiana- no es otra que el pronombre indefinido

«todos». Dicho de otra manera, igual que el evangelis­ta, que llamaba al «mundo entero» a tratar de conte­ner la suma de las lecturas del cuarto evangelio, el Cris­to del Apocalipsis invita a las multitudes al encuentro con el libro, según la figura de un banquete ofrecido a los sedientos con la inefable promesa del don del agua viva (v, 16).

El pacto de comunicación. Ahora bien, al comienzo de este formidable epílogo, el locutor Jesús, por mediación del ángel que les ha enviado, ha designado a las Iglesias como primer destinatario del mensaje (v. 16). Semejante observación remite naturalmente a la sección de las car­tas a las siete Iglesias, introducidas por la visión inaugu­ral del capítulo 1 y reunidas a continuación en los capítu­los 2 y 3. Por otra parte, uno de los títulos asignados a Jesús en el v. 16 se hace eco justamente de la cuarta car­ta, en la que se promete a la Iglesia de Tiatira recibir la estrella de la mañana (astér pro/nos) como recompensa por su fidelidad (2,28). Sobre todo, la mutua invitación a un encuentro amistoso recuerda la conclusión del men­saje dirigido a la Iglesia de Laodicea, al final de la serie de las siete cartas: «He aquí que estoy a la puerta y llamo: si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (3,30).

Ciertamente, la invitación se dirige formalmente a la Iglesia de Laodicea, llamada a acoger al Señor cuando se presente en su puerta y venga a compartir la comida co­munitaria. Pero no porque la Iglesia de Laodicea haya de- , saparecido el mensaje ha perdido su pertinencia. Es a to­dos los lectores a los que a partir de ahora se dirige la invitación a una amistad recíproca (yo con él y él conmi­go), por medio de una conversación en la que el lector recibirá un «agua viva» capaz de apagar su sed espiritual:

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«¡El que tenga sed, que venga! ¡El que quiera, recibirá el don del agua viva!» (22,17).

Así, ya se trate del libro entero o sólo de la sección de las siete cartas, los términos del pacto de comunicación son claramente enunciados. El autor invita al lector a un en­cuentro que sea a la vez caluroso y nutricio.

El día del Señor. A partir de ahí se impone la imagen de la comida compartida, con tanta más evidencia cuan­to que el Apocalipsis nos ha sido presentado como el fru­to de una visión tenida «el día del Señor» (1,10) -nuestro domingo- en un contexto que incluye verosímilmente el «banquete cristiano», al que también podría aludir la ex­clamación final; «¡Ven, Señor Jesús!» (cf el Maranthá de 1 Cor 16,22), El libro no es solamente la recopilación de visiones recibidas antes de la escritura y recogidas con el único fin de la conservación (como los archivos); su fina­lidad consiste más bien en suscitar, después del texto, lec­tores que se sientan invitados a vivir, cada uno por sí mis­mo, el acontecimiento de un encuentro tan familiar como una conversación de mesa y tan nutricio como una comida compartida. Como trasfondo, sin duda hay que reconocer la experiencia eclesial de la comida dominical, considerada como lugar originario de una palabra que in­vita a desear y reconocer al Señor como muy cercano: «Dichosos el lectory los oyentes de las palabras de la pro­fecía, y aquellos que observan las cosas que están escri­tas en ella, porque el momento está cerca» (1,3); «Sí, ven­go pronto. - Amén, ¡ven, Señor Jesús!» (22,20).

La advertencia de la primera carta

Así pues, si el cuarto evangelio, el Apocalipsis y las bre­ves segunda y tercera cartas de Juan presentan conclu­

siones elaboradas con la finalidad de abrir el espacio in­finito de la lectura, ¿cómo se puede entender el carác­ter abrupto de la primera carta, que acaba con estas enigmáticas palabras: «Hijitos, ¡guardaos de los ídolos!» (1 Jn 5,21)?

Un peligro teológico. Incluso ahí es posible y perfecta­mente legítima una lectura histórica ordenada. Así, es probable que el autor invite a sus contemporáneos a des­marcarse de falsificaciones cristológicas denunciadas a lo largo de la carta, y atribuibles en buena parte a miem­bros desviados surgidos de la comunidad pánica. Además del peligro propiamente teológico, que vuelve a poner en cuestión el lugar central de la encarnación en la expe­riencia cristiana de la salvación, el deplorable «cisma» también tiene como efecto comprometer gravemente el ideal de vida comunitaria y de afectar las relaciones de compartimiento y solidaridad esperadas de los miembros de la comunidad.

Semejante lectura histórica se encuentra por otra parte abierta a todas las formas de actualización: en todos los lugares y en todos los tiempos, las comunidades cristia­nas deben estar vigilantes, tanto sobre la autenticidad de su confesión cristológica como sobre la verdad de las relaciones internas de la vida comunitaria. Las últimas palabras de la primera carta son para todos los tiempos: «Sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado la inteligencia para que conozcamos lo verdadero. Y es­tamos en el Verdadero, en su Hijo Jesucristo: él es el Dios verdadero y la vida eterna, Hijitos, ¡guardaos de los ído­los!» (1 Jn 5,20-21).

Ahora bien, semejante llamada al discernimiento puede aplicarse no sólo al actuar cristiano en el contexto his­tórico que sea, sino a constituir una especie de regla her-

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menéutica aplicable primeramente al acto de lectura de­seada por el autor.

El riesgo de una lectura superficial. En efecto, estos últimos versículos de la carta tienen como efecto afirmar que Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, es precisamente el cri­terio absoluto de verdad, A partir de ahí, no hay verdad más que en él, lo mismo que no hay acceso a la vida di­vina (lit.: la vida eterna) más que por su mediación.

Así pues, el cristiano es aquel que, siendo uno con Cris­to, se adhiere tan estrechamente a la verdad de Dios que puede, sin riesgo de error, discernir la verdad y «guar­

darse de los ídolos»; es decir, las ilusiones y los falsos pre­textos, las «imágenes» engañosas y desprovistas de con­sistencia. Una pretensión como ésta puede sorprender; no es menos coherente con lo que ha sido enunciado an­tes en la carta: «Tenéis la unción [recibida] del Santo, y todos lo sabéis» (2,20); «En cuanto a vosotros, la unción que habéis recibido de él [el Hijo] permanece en vosotros, y no tenéis necesidad de que se os enseñe; pero, desde el momento en que su unción os enseña sobre todas las cosas, y que ella es verdadera y está desprovista de men­tira, desde el momento en que ella os ha enseñado, per­manecéis en él [el Hijo]»8.

Dicho de otra manera, antes incluso de considerar la apli­cación de la consigna final a las modalidades de la exis­tencia cristiana en contextos socioculturales determina­dos, parece posible considerar la advertencia de 1 Jn 5,21 como aplicándose directamente al acto de lectura. Inclu­so podríamos hablar del acto de institución de un lector, si no ideal, al menos conforme al pacto de comunicación apuntado por el autor, Un lector así deberá «guardarse» de los «ídolos» o falsedades que produciría en este caso una lectura superficial o puramente mundana.

Sería grande el riesgo de reducir los significados a su sim­ple apariencia, es decir, no conceder a las palabras más

8. La interpretación de la mencionada unción no concita la unanimidad de los comentaristas. ¿Se trata del Espíritu Santo, presente en el mismo co­razón de los discípulos, según la promesa de Jesús? ¿O bien de la Palabra, siempre activa por el hecho de la acción del Espíritu, en plena conformi­dad con el compromiso de Jesús de no dejar a sus discípulos huérfanos? Quizá se pueda ver en esta palabra «unción» (griego: chrisma) algo así co­mo la marca de Cristo (christós: el que ha recibido la unción) inscrita en ca­da fiel gracias al don del Espíritu como contrapartida al compromiso del discípulo a ser él mismo portador de una Palabra que no es otra que la de Cristo, vivo y activo en el seno de su Iglesia.

«¡Guardaos de los ídolos!»

La traducción literal mediante la palabra «ídolos» tiene la venta­ja de proporcionar una expresión fuerte, cuya resonancia al final del libro puede sorprender al lector. No obstante, el riesgo de pro­ducir un falso sentido es grande: se trata, según parece, menos de una advertencia contra el paganismo, idólatra por naturaleza, que de una advertencia a escuchar en ei interior de la confesión cris­tiana.

Anticipando las herejías cristológicas futuras, el autor llama a un verdadero discernimiento en cuanto a la persona de Cristo real­mente «venido en la carne». Dicho de otra manera, no basta con afirmar con los labios la encarnación del Hijo único; hay que ad­herirse a él plenamente y vivir de él (cf. el doble mandamiento de Jn 20,31: creer y vivir). Ahora bien, como ha subrayado R. E. Brown en su libro La comunidad del Discípulo amado, semejan­te rigor en la confesión cristológica invita a un doble recentra-miento de la vida cristiana: primero sobre el misterio de la cruz de Cristo, como cumplimiento de una vida plenamente dada pa­ra la salvación del mundo; después, sobre las exigencias de una vida comunitaria realmente fraterna. Opuesto a todo docetismo, el presbítero de la primera carta recuerda a los cristianos la se­riedad de una vida encarnada, siguiendo a Cristo y, por tanto, dis­ponible al amor fraterno.

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que su sentido usual, naturalmente inadecuado para la expresión de un misterio que excede cualquier represen­tación humana. Por el contrario, por poco que esté «en Cristo» y viva una real conformidad con el ser filial de Je­sús, el lector será, por así decir, establecido en la verdad y en disposición de discernir lo verdadero. Su vida está implicada en ello: el hecho de leer no es una simple di­versión; cuando se trata de las Escrituras, lo que se ven­tila es de otra naturaleza, ya que concierne nada menos que a la vida eterna, es decir, a la capacidad de acceder a la vida en Dios o con Dios.

La clave de las Escrituras. De esta manera, Cristo en persona resulta ser la clave de las Escrituras, la instancia suprema de verdad, el «lugar» mismo en el seno del cual es posible leer los textos sagrados por lo que son, más allá de las engañosas apariencias (los ídolos del v. 21) y otras ilusiones mantenidas por toda forma literaria. Igual que el evangelista y el presbítero de las cartas segunda y tercera reconocían la diferencia entre el contenido del mensaje y la exigüidad del texto, así el autor de la primera carta ad­vierte a su lector contra el peligro de una lectura superfi­cial, practicada de forma autónoma, independientemen­te de una relación viva con Aquel que es el único que posee la clave del verdadero sentido, el mismo Cristo, que no es otro que «el Dios verdadero y la vida eterna» (v. 20).

A ejemplo del evangelista, del presbítero y del profeta de Patmos, el autor de la primera carta cierra su texto con una apertura dirigida a la lectura. La llamada a la vigi­lancia, a fin de salvaguardar la autenticidad, no está des­tinada sólo a corregir las desviaciones dogmáticas y éti­cas que afectan a la comunidad joánica y amenazan, después de ella, a cualquier grupo cristiano tentado de replegarse sobre sí mismo. También tiene como efecto primero plantear las condiciones de una lectura autén­

ticamente cristiana, es decir, centrada en Cristo, no co­mo un objeto abstracto, sino como el foco de una «vi­da» quesea también una «ciencia» de lo verdadero y, por tanto, una capacidad de discernimiento del sentido de las Escrituras más allá de las apariencias formales, sus­ceptibles de convertirse en «ídolos»; dicho de otra ma­nera, de ser consideradas por sí mismas, independiente­mente de su contenido teológico.

Escritor anónimo y portavoz de una tradición continua arraigada en el acontecimiento pascual (1 Jn 1,1-4), el autor de la primera carta espera de sus lectores que en­tren en el juego de una lectura confesante, alimentada con una auténtica vida en Cristo. Al hacer esto, el autor en cuestión se inscribe en la continuidad del evangelista, cuando escribe: «Para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Jn 20,31). Sin embargo, las perspectivas se in­vierten: si el evangelista escribe para que sus lectores crean en Cristo y vivan de esta fe, el autor de la primera carta espera de sus lectores que crean ya en Cristo y vivan en él, de modo que puedan producir una lectura «verdade­ra» del libro, más allá de las palabras -semejante fijación podría ser considerada como «idolátrica»- y en la bús­queda del sentido propiamente religioso o teológico. A este respecto, los Padres de la Iglesia hablarán con razón de un sentido «espiritual», por otra parte en conformi­dad con el debate hermenéutico que subyace a la gran escena de Nicodemo en Jn 3.

El principio de toda enunciación

Hemos visto la insistencia con la que los autores de los escritos joánicos sitúan su propio discurso en dependen­cia de una autoridad previa y superior.

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En el caso del evangelio se trata tanto de la referencia al testimonio del Discípulo amado como de la designación de un sujeto colectivo («nosotros»), presentado a la vez como el primer beneficiario de la revelación acaecida en Cristo («Hemos visto su gloria»: 1,14) y como la última instancia de verificación y de autentificación: «Sabemos que su testimonio es verdadero» (21,24). Por su parte, el autor anónimo de la primera carta apela prioritaria­mente a la continuidad y a la unanimidad de la tradición apostólica, mientras que el presbítero de las cartas segunda y tercera, por el hecho mismo del título ecle­siástico así adoptado, sitúa sus palabras en un contexto comunitario jerarquizado. Por último, el profeta del Apo­calipsis -el único de la lista que lleva un nombre perso­nal: Juan- no deja de advertir contra cualquier culto a la personalidad, tanto con respecto a sí mismo como al án­gel mediador, y remite finalmente al mismo Cristo, a la vez autor y destinatario de la revelación, secundaria­mente transmitida al profeta visionario y desde ahí con­fiada a la escritura.

Desde el origen. Así pues, si consideramos el desafío de tratar los escritos joánicos según la tradición que les asigna un estrecho parentesco (sean cuales fueren las condiciones históricas de sus redacciones y sin negar, por tanto, las diferencias formales que pueden afectar a la aparente unidad del corpus), estamos en nuestro dere­cho de considerar el prólogo del evangelio como una es­pecie de preámbulo que designa a priori, de forma casi trascendental, la condición de posibilidad de las diferen­tes modalidades de discurso, respetadas en los cinco li­bros de la colección joánica.

En efecto, encontramos que el texto de Jn 1,1-18 co­mienza remitiendo al tiempo mítico del origen, es de­

cir, a un antes del tiempo histórico, o incluso a un tiempo anterior al tiempo. Además de la cita de la pri­mera palabra del Génesis -«En el principio» (griego: arjé)-, son fáciles de reconocer los elementos del pri­mer relato de la creación: separación de la luz y las t i ­nieblas; surgir de la vida, que se hace posible por el he­cho de la existencia de la luz; extensión de la obra creadora así cumplida; perfecta eficacia de la palabra di­vina en posición de sujeto tanto enunciador como ope­rador. Ahora bien -y esto no es extraño en la tradición judía antigua-, la palabra divina se encuentra casi per­sonificada, según la polisemia de la palabra griega Lo-gos (Verbo), que designa tanto la Palabra creadora co­mo la Razón universal a la que le corresponde la función de asegurar la coherencia y la permanencia de todo el ámbito creado,

Semejante remisión al lugar mítico del origen natural­mente tiene valor de enseñanza sobre la naturaleza del universo creado, su dependencia con respecto a Dios creador, su seguridad de poder perdurar desde el mo­mento en que la tiniebla no dispone del poder de conte­ner la difusión de la luz generadora. Además del hecho de la asimilación de Jesús no sólo al Hijo único revestido con la gloria del Padre, sino al Verbo creador, considera­do como el que está permanente ante Dios, el prólogo designa la figura de Cristo como el punto focal de toda la historia, a la vez fuente, centro y finalidad tanto de la humanidad como del universo entero.

Ahora bien, semejante representación de Jesucristo, el Hijo unigénito y Verbo encarnado, recurre al término Lo-gos, dicho de otra manera, el término más usual para designar la comunicación entre los hombres, tanto oral como por escrito, mientras que la lectura es siempre un acto de enunciación infinitamente retomada en una su-

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til alianza de repetición y de invención. Por este hecho, la trascendental posición asignada al Cristo Logos con­cierne también -y de forma privilegiada- al proceso de comunicación iniciado por los tres tipos de escritos que constituyen el corpusjoánico.

La Palabra primera. A partir de ahí podemos consi­derar que la condición a priori de todo discurso humano no es otra que el Logos divino, preexistente a cualquier realidad terrena al mismo tiempo que identificada con el ser histórico (lit: la carne) de Jesús. Así pues, si los au­tores joánicos tienen derecho a la palabra es porque la Palabra primera, dicho de otra forma, Cristo, jamás ha dejado de hablar en ellos.

Antes que los locutores humanos, ellos mismos inter-dependientes e indisociables de la comunidad, está la Pa­labra misma como instancia a priori de cualquier enun­ciación. Ésta es la afirmación central del prólogo joánico: los locutores humanos pueden reivindicar perfectamen­te el título de autores y, de esta manera, dirigirse a los lectores; no serían nada si ya antes que ellos y en ellos no se hubiera expresado el Verbo primordial, dicho de otra forma, Jesús. Semejante autoridad del locutor Je­sús, que se encontrará a lo largo del evangelio, no será más que por medio de la singular fórmula de enuncia­ción: «Amén, amén, yo os digo...» (Jn 1,51, etc.), o bien incluso la audaz expresión de autodesignación: «Yo soy» (6,35; 8,12, etc.). En el primer caso, Jesús se da a sí mis­mo su propia respuesta, no esperando ni al final de las palabras ni a la intervención de un tercero, como se ha­ce en el uso del amén litúrgico. En el segundo caso, Je­sús se aplica a sí mismo el acto de enunciación divina practicado con respecto a Moisés en la famosa escena de la zarza ardiente (Ex 3,14).

Semejantes procedimientos retóricos ilustran la singu­laridad de Jesús: no sólo es el protagonista en el rela­to evangélico, sino instancia primera de la enunciación, a priori de todo discurso. Manifestada principalmente en el relato evangélico -«A Dios nadie le ha visto ja­más; el Hijo [...] lo ha contado» (1,18)-, la autoridad propia y primordial de Jesús continúa ejerciéndose a lo largo del corpus joánico. Los autores humanos son muy conscientes de ello: como prueba, las múltiples precauciones tomadas a fin de no dejar creer que el lo­cutor o el narrador se otorgue a sí mismo su legitimi­dad o tenga en sí mismo la fuente de su propia auto­ridad. De esta manera, el corpus joánico ofrece una contribución absolutamente original a las fuentes de una teología cristiana de la inspiración, preocupada por respetar tanto la plena responsabilidad de los autores humanos como su total dependencia con respecto a la autoridad primera, reconocida en Jesús, el Verbo o Lo­gos encarnado.

Conclusión

Particularmente adaptados a la investigación histórica sobre las comunidades cristianas de la era apostólica, los escritos joánicos pueden constituir también un fragmento escogido en el contexto de los estudios ac­tuales inspirados por la narratología. En efecto, los au­tores joánicos manifiestan claramente su implicación en el acto de escritura. De ello surge una situación au-torial compleja y rica en imbricaciones múltiples. El aná­lisis y la interpretación de estos datos pueden enrique­cer la comprensión del hecho mismo de la escritura y contribuir a la renovación de una teología de la inspi­ración bíblica.

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Por tanto, no sería bueno oponer las dos aproximacio­nes -histórica y narrativa- consideradas como exclusivas e incompatibles, mientras que el lector de las Escrituras habrá ganado, por el contrario, con una «conversación» entre los métodos.

a) Por una parte, la aproximación histórica sigue siendo necesaria si se quieren evitar las trampas de una lectu­ra «descontextualizada», y por tanto ahistórica y ex­puesta a múltiples falsos sentidos, e incluso de auténti­cos contrasentidos. En efecto, la lengua del texto es en buena parte tributaria de acontecimientos y situaciones históricas subyacentes, así como más ampliamente del campo simbólico inherente a cualquier ámbito cultural.

A título de ejemplo, el vino de Cana es portador de sig­nificados religiosos sin común medida con los valores cul­turales actuales. Por tanto, se impone un tiempo de exé-gesis histórico-crítica si se quiere leer el texto en su propia lengua y no como el único reflejo de nuestras sen­sibilidades actuales.

b) Por otra parte, la aproximación literaria (en este caso el análisis narrativo), además de su actualidad con res­pecto a las investigaciones contemporáneas en materia de crítica literaria, parece en disposición de respetar los textos bíblicos en cuanto obras cabalmente destinadas

a un público y portadoras de un mensaje que puede re­cibir cualquier lector, a poco que éste quiera plegarse a las reglas hermenéuticas inscritas en la letra misma del texto, sin por ello abdicar de la parte de creatividad in­herente a todo acto de lectura. Eso sería insultar a los li­bros bíblicos y ver en ellos únicamente piezas de archivo, acumuladas sin otra intención que conservar la huella de un pasado muerto,

En cuanto obras literarias, los escritos bíblicos -muy par­ticularmente el corpus simbólicamente atribuido al apóstol Juan- ponen en práctica una verdadera estrate­gia de comunicación y proponen a los lectores de todos los tiempos, no sólo apropiarse el recuerdo del pasado, sino cumplir a su vez un cierto número de trayectorias susceptibles de suscitar en ellos -o bien de fortalecer- un recorrido de fe que reconozca en Jesucristo al Hijo de Dios, no como un título formal, sino como una expe­riencia existencial susceptible de cambiar el curso de la vida: «Para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Jn 20,30-31).

No se trata de un mito, sino de una historia, ciertamente anclada en el pasado, pero para renacer cada día al hilo de la lectura, en todos los lugares de la tierra (Jn 21,25) y hasta el fin del mundo (Jn 21,23).

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Para trabajar personalmente:

1. Hacer una lectura seguida de los escritos pánicos, prestando atención a todas las seña­les inscritas en el texto:

- bien con el objetivo de unificar el libro relacionando las perícopas, con ios efectos, entre otros, de anuncio (prolepsis) o de recuerdos (analepsis), así como las diferen­tes formas de «montaje» que asegura el desarrollo de la intriga (encajamiento, re­petición, etc.);

- bien con la intención de abrir al lector las claves de comprensión, dicho de otra ma­nera, lo que señala el comentario, explícito o implícito, es decir, visible a simple vis­ta o sólo sugerido de forma sutil, especialmente por medio de referencias o alusio­nes intertextuales que apelan a la cultura bíblica del lector (propiamente hablando, su «enciclopedia» personal).

2. Preguntarse por los enriquecimientos de la lectura que conducen a tales formas de aten­ción a la continuidad de la obra literaria, primero en el seno de cada libro, después en el nivel de los agrupamientos editoriales que nos han permitido hablar de un corpus de es­critos joánicos.

Lista El heredero

El cuarto evangelio en Asia Menor

Andrés en el cuarto evangelio

La pertenencia sacerdotal del Discípulo amado

De Bultmann a Brown

Joanismo y hermetismo

de recuadros p.6

p. 13

p. 15

p. 18

p. 21

p. 24

El antijudaísmo del cuarto evangelio

La ventana y el espejo

Los comentarios explícitos

El autor «implicado»

Un espacio de diálogo

«¡Guardaos de los ídolos!»

p. 25

p. 31

p. 35

p. 43

p. 46

p. 50

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P a r a c o n t i n u a r e l e s t u d i o

Y.-M. BLANCHARD, Saint Jean. Col. «La Bible tou t simplement». Pa­rís, Ed. de l'Atelier, 1999.

R. E. BROWN, Que sait-on du Nouveau Testament? París, Bayard, 2000, pp. 376-450 y 830-870.

E. COTHENET, La tradición johannique, Col. «Introducción á la Bible», t. III, v. IV. París, Desclée, 1977.

- Les écrits de saint Jean. Col, «Petite Bibliothéque des Sciences Bibliques», NT 5. París, Desclée, 1984.

J. ZUMSTEIN, «L'évangile selon Jean» y «LesépTtresjohanniques», en D. MARGUERAT(ed.), Introducción au Nouveau Testament. Gine­bra, Labor et Fides, 2000; 22004, pp. 345-386.

Y.-M, BLANCHARD, L'Apocafypse. Col, «La Bible tou t simplement». París, Ed. de l'Atelier, 2004.

E. COTHENET, Le message de l'Apocalypse. París, Mame-Plon, 1995.

E. CUVILLIER, «L'Apocalypse de Jean», en D. MARGUERAT (ed,), Intro­duction au Nouveau Testament, Ginebra, Labor et Fides, 2000; 22004, pp. 387-403.

J.-P. PRÉVOST, Para leer el Apocalipsis. Estella, Verbo Divino, 1994 (nueva ed. francesa; Ottawa-París, Novalis-Cerf, 2006).

Y. SAOÜT, Je n'ai pas écrit l'Apocalypse pour vous faire peur. París, Bayard, 2000.

R, E, BROWN, La comunidad del Discípulo amado. Estudio de la ecle-siología juánica. Col. «Biblioteca de Estudios Bíblicos», 43. Sa­lamanca, Sigúeme, 1987,

E. COTHENET, La chame des témoins dans l'évangile de Jean. De Jean-Baptiste au Disciple bien-aimé. Col. «Lire la Bible», 142, París, Cerf, 2005,

A. MARCHADOUR, Les personnages dans l'évangile de Jean. Miroir pour une christologie narrative. Col, «Lire la Bible», 139, París, Cerf, 2004.

D, MARGUERAT / Y. BOURQUIN, Cómo leer los relatos bíblicos. Iniciación al análisis narrativo. Col. «Presencia Teológica», 106, Santan­der, Sal Terrae, 2000.

El Cuaderno Bíblico n. 124, 1001 libros sobre la Biblia. Estella, Verbo Divino, 2004, de Xabier Pikaza, propone otros t í t u ­los (todos en español) en las pp. 71 -74 y 88 -90 . Remit imos all í al lector que desee ampl iar la precedente selección.

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HOMENAJE

La obra de Jean Grosjean Por Pierre-Marie Beaude

Universidad de Metz

Nacido en 1912, Jean Grosjean nos dejó el 11 de abril de 2006. Desde Terre du temps, en 1946, su obra cuen­ta con una buena treintena de publicaciones. Traducciones, poemas y relatos continúan ofreciéndose a ¡a lectura fiel de aquellos a los que no les desaniman los itinerarios discretos, Grosjean se salió fuera de los

caminos con mucha circulación, prefiriendo los paseos a través de la Champagne, a donde se retiraba todos los veranos.

La comunicación y la retórica, tan ensalzadas en este si­glo, fueron a sus ojos tan vanas como la «circulación de las personas, las ideas y los bienes...» {Araméennes, p, 80) \ Por otra parte, Dios no comunica nada; dialoga. Y Dios no circula, «Ronda tímidamente a través de los universosy co­mo excusándose. Cuando vino visiblemente a rondar por Palestina, no fue más que a pie o a veces en barca, pero incluso sobre el mar prefería ir a pie» {Araméennes, p. 94),

9. Jean GROSJEAN, Araméennes. Conversations avec R, Bouhéret, D, Bourg et O, Mongin. París, Cerf, 1988. Todas las citas siguientes de este libro fi­guran como Araméennes, seguido de la página,

Aquí tenemos un buen ejemplo de esa ironía que recorre sus relatos, ironía necesaria para entender al Mesías,

Evoquemos la sabiduría de un escritor que supo guardarse de los ambientes literarios, en los que, sin embargo, hizo carrera como director de la prestigiosa NRF. Contó con ami­gos famosos, como Malraux, Sus ideas sobre la literatura no son enfáticas: «En un libro se debería encontrar lo-que se debería encontraren una persona: una iluminación más o menos bien revelada, o una experiencia de primera o de segunda mano, o uaarquetipo más o menos revivido, Cier­tamente, en ellos encuentra uno también, como en el ve­cino, una información útil y, como en todo el mundo y en

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sí mismo, una cierta participación en una mentira inmen­sa, Pero este vaho engañoso está tramado por los ánge­les, que tan pronto nos sonríen como nos hacen llorar, por­que tienen la voz del alma, tan pronto nos tocan solamente el codo o el hombro...» (Araméennes, pp. 84-85).

Jean Grosjean tradujo el Corán, los profetas, los trágicos griegos, el Nuevo Testamento. Entró en el seminario -me confió un día- para estudiar la Biblia; y cuando abandonó el presbiterado, no la abandonó de ninguna manera. La mayoría de sus libros son un comentario suyo. Es el caso de Le Messie, Les Beaux Jours, Élie, Darius, Pílate, Joñas, Samson, La reine de Saba, Adam et Éve... pero incluso de L'ironie christique, que es un comentario al evangelio de Juan, y de su Lecture de l'Apocalypse. Añadamos las recopilaciones de poemas La gloire, Vasistas, La rumeur des cortéges..., donde la inspiración bebe a menudo en las fuentes bíblicas al mismo tiempo que en el terruño.

«Es necesaria la Biblia -escribe Grosjean- para que en­cuentre un lenguaje que me concierna» {Araméennes, p, 66). La Biblia es considerada tierra de poema, al abrigo de las claridades dogmáticas, Así pues, Grosjean organizó su vida en función de su apasionado descubrimiento. Pagó con su persona -un amor de esta clase no'tiene precio-, se proveyó de las lenguas semíticas, residió en el Próximo Oriente para captar su espíritu. Vino de Damasco, donde fue instructor de jóvenes sirios, incluso con un conoci­miento del árabe suficiente como para traducir el Corán.

Entrar en la obra del escritor es comprender que la pa­labra bíblica escapa a los cuerpos instituidos y se sitúa antes de cualquier cristalización conceptual, Grosjean tiene para las instituciones palabras definitivas: «Una mala institución es tan buena como una buena institu­ción; incluso es mejor: incita más a desembarazarse de ella» (Araméennes, p. 98). No hay ninguna ternura con

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respecto a la Roma imperial: «Para esquematizar, se po­dría decir: los romanos son tan religiosos que son ateos, por tanto inmorales y por tanto eficaces. De ahí su con­quista del mundo antiguo, pero incluso este éxito (como el de las ciencias en la actualidad) los pone frente a fren­te de un universo vacío que los deja atónitos, porque, ante este vacío ¿para qué el hombre? ¡Qué pronto cam­biamos! Pilato ya no es víctima de las dimensiones so­ciales de los hombres. Conocí a un viejo colonial inglés que era eso. Ante ese vértigo es cuando Plutarco trató de reconstruir a los héroes» {Araméennes, pp. 55-56).

«Ni judío ni griego.» El cristianismo salió del dilema al pro­poner un «tercer hombre», el cristiano, pálida copia del ver­dadero discípulo. La visibilidad maternal de la Iglesia eclip­sa «la misericordia del Padre, a la vez tan íntima y tan intimidante»; «el acceso al Hijo» ya sólo es «gregario o con­gresista» {Araméennes, p. 108). El matrimonio con Roma, su derecho, sus instituciones, abrió a los cristianos a las di­mensiones de la historia universal. Allí perdieron su alma.

La hermenéutica de Jean Grosjean recuerda la de las teo­logías liberales del siglo xix. Igual que Renán, fue seducido por la tierra original. Lo mismo que él, ve en las estructu­ras una fuerza de opacificación del mensaje del Galileo. Grosjean vivió de una convicción enunciada de esta mane­ra: «No carece de significado que la revelación esté absolu­tamente ligada a culturas semíticas (podemos decir inclu­so que griego bíblico incluido). Las culturas semíticas son las que menos se alejan del fondo del hombre» {Araméennes, p, 103). En Oriente existe un aroma fundamental de verdad no cosificada, una atención a las personas. Esto es lo que se da también en el evangelio. Lejos de las tradiciones y cul­turas que no se elevan a la altura de la palabra evangélica, está la patria aramea. Al entrar en Europa, esa tierra de do­madores de caballos, el evangelio cristalizó en sistema, «Pa­ra entender el Evangelio, más vale despertar al arameo que

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duerme en el fondo de nosotros mismos» {Araméennes, p. 103). ¿Qué supone este despertar?

«Escucha el ruido que hacen los siglos, su alboroto de to­neles que ruedan por los patios interiores de la historia», dice Kleist {Kleist. París, Gallimard, 1985, p. 83). La histo­ria hace ruido y causa muertos. «Que el conjunto del uni­verso mejore, ¿por qué no?, pero la hipótesis es poco ve-rificable» [Araméennes, p, 61). Lo es mucho menos, en opinión de Grosjean, porque su experiencia de la guerra le mostró la barbarie. Los únicos vanos de redención fue­ron esos gestos de solidaridad en los campos de prisio­neros, encuentros personales algunos de los cuales se transformaron en amistades duraderas, con André Mal-raux por ejemplo. El empeño constante de los cristianos por dotar de sentido a la historia deja al escritor en el ar­cén. No caminará. Por otra parte, el Mesías se desintere­só por la mejora de las estructuras objetivas que consti­tuyen el esqueleto de la historia. Expulsó a los mercaderes del Templo una vez, pero no dos. Los mercaderes volvie­ron allí como mercaderes, el Mesías volvió allí como a un lugar santo superado. Y fue a confiar sus ideas sobre la inutilidad de los templos a una samaritana.

Queda el individuo. Su fin de los tiempos es su propia muerte. El evangelio se dirige a él «en la cotidianidad de un tiempo de vida». Porque el evangelio no se ocupa del sentido de la historia, sino del prójimo. La verdadera na­turaleza del alma, tal como nos la enseña el Mesías, es salir de sí. Grosjean construyó todo su Clausewitz sobre esta idea de que «el alma no es nada, pero desde que sale, existe» {Clausewitz. París, Gallimard, 1972; cf Ara­méennes, p. 61). La ontología griega no retuvo esta idea. El propio dogma se fijó olvidando esta necesaria fragili­dad del ser. «Estar contento consigo mismo es entrar en la noche», leemos en Uironie christique.

El Mesías de Dios, que es Hijo, tiene como naturaleza el diálogo. Es lenguaje («en el principio era el lenguaje», tra­duce Grosjean). Está en incesante diálogo, pues la natu­raleza del lenguaje es ser diálogo. El Hijo conversa en Dios, con una conversación que introduce en Él el movimiento: «El éxodo es la naturaleza del dios, de ninguna manera el viaje que supone retorno [..,], sino la invencible usura de sí, el deslizamiento irreversible de la existencia que deso­rienta al ser» (La gloire, 1969, p. 180), Lenguaje y divini­dad están así puestos bajo el signo del éxodo. Y Dios creó al hombre a su imagen pasajera. Y Sansón, figura crística, declara: «No encuentro en mí ningún reposo. Mi vida no es más que el dios que pasa» {Samson, 1989, p, 79).

A partir de ahí, el poeta defiende el lenguaje como la tie­rra del dios, una tierra que hay que purificar de eruditas abstracciones, San Pablo olvidó esto. Adopta una «espe­cie de retórica apasionada de los militantes políticos o de los viajantes de comercio» (Araméennes, p. 102). La len­gua usual es la única capaz de transmitir la experiencia de la vida, con la imagen de Rimbaud, que hace sentir, tocar con los dedos. Por su parte, Grosjean encontró esta sen­cillez en los evangelios, que él aisla soberbiamente del res­to del Nuevo Testamento (exceptuando la obra joánica) en un gesto que se opone, dicho sea de paso, al de Lu-tero, que encontraba en Pablo la llave del paraíso, En sus traducciones, Grosjean evita confundir traducir y embe­llecer, Se guardará del poder fascinante de las ideas y las imágenes para vincularse a su fragilidad: «Cuando resul­tan alusivas, cursivas y como moribundas, las ideas y las imágenes son excelentes» [Araméennes, p, 138).

Todos los personajes de Grosjean ganan así el lugar ac­tual del lenguaje ordinario. Balkis, reina de Saba, «habla llanamente», lejos de las ornamentaciones orientales. Respira la sencillez de esa noche de luna llena en que, es-

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tando adormecida y en camino, se pone a soñar que ca­minaba. El gran Salomón aprovecha «la canícula para ha­cer que le lleven la antracita del Ruhry las briquetas del Sarre-Union». Ambos, Baikisy Salomón, se unen así a los lugares y las palabras diarios. Lejos del gran relato, se evitan amorosamente y se buscan, dialogan y conver­san. Tienen necesidad de la luz cotidiana para liberar su figuración del misterio, porque «cada día es una fuente tan singular como la fuente de los días» (La reine de 5a-ba, 1987, pp. 16-17, 47 y 57; cf. Araméennes, p. 68). Li­brados del encierro en la gran historia, se encuentran a gusto en el tiempo de la gente del común: se encuen­tran en Lure, visitando al subprefecto, tan bien como en Jerusalen. Están liberados de las exigencias del chronosy aliviados de su ganga sagrada para, finalmente, de for­ma tímida, humana, llamar a la puerta de nuestras al­mas. Igual que Musil hacía el elogio del hombre sin cua­lidades, Grosjean subraya el brillo de la trivialidad de los días, El «bíblico» se hace errático y como moribundo a su vez, despojado de lo que lo sagrado le confería de so-bredeterminado.

Sin duda, Grosjean pasa sin detenerse junto a un mundo cuya calidad y belleza existenciales nos manifestaron Hi-llely Aqiba. Pasa con el mismo desinterés junto a san Pa­blo y los Padres de la Iglesia. Éste es el resultado, como se ha dicho, de una estética de tipo liberal que valora la figura de Jesús (aunque también, en su caso, la de Juan) contra las instituciones. Semejante estética es necesaria en la obra de Grosjean para valorar el kairós que nos po­ne en éxodo, nos mueve por medio del lenguaje ordina­rio y la usura de lo cotidiano y nos invita a compartir «la ironía crística» con respecto a las instituciones, de la que ninguna sabe mantener esa ingenuidad natural que el Mesías ofrecía como la más pura de las fuentes. «Hay que bajar de las nubes», declara Jesús a Nicodemo.

Una lectura demasiado rápida de la obra de Grosjean con­duciría a hacerse una idea inexacta de ella. Las ricas evo­caciones de la naturaleza, que convocan al cielo, las nubes, la lluvia, las labores, los prados, los bosques y, cada una con su nombre, los batallones de flores, podrían hacer creer que nos encontramos ante un poeta de la naturaleza que recrea un mundo idílico, nostálgico de un pasado perdido. No nos engañemos. El Mesías es, en Grosjean, aquel que nos deja ante un mundo desencantado, con la consigna de afrontar con toda lucidez la usura de los días, la realidad del sufrimiento y de la muerte. Nada es menos soñado que la ética del poeta, ese sentido de la fidelidad cotidiana, cual­quiera que sea su coste. Basta abrir la obra al azar para convencerse de ello. En Le Messie, por ejemplo, Grosjean describe así los allegados a Jesús: «Así vivía el resto de la tribu santa. No se divertía, desde tiempo inmemorial, más que siendo seria, menos porque el tren del mundo estaba loco y era vulgar que a causa de los duelos imperdonables. No se reía más que brevemente, pero la sonrisa abatía cualquier ilusión» (p. 59). Es a este mundo de la tribu san­ta al que la obra de Grosjean nos invita, un mundo sin ilu­sión, que tiene como herramienta no la risa, sino la sonri­sa, el humor campesinoy también la ironía, que fue el tono preferido del Mesías. Un tono que nos protege de cualquier retórica, aunque sea declarada sagrada.

Para leer a Jean Grosjean La casi totalidad de las obras están editadas en París, en la edi­ciones Gallimard:

Lagloire, precedida por Apocalypse, hiveretélégies, colección «Poé-sie/Gallimard», 1969 - Le Messie, 1974 - Les beauxjours, 1980-Élie, 1982 -Pilote, 1983- Joñas, 1985 - La reine de Saba, 1987-Samson, 1989 - L'ironie christique. Commentaire de VÉvangile se-lon Jean, 1991 - Lecture de l 'Apocalypse, traducido del griego an­tiguo por Jean Grosjean, \ 994 - Samuel, 1994 - Adam et Éve, 1997 - Sipeu. París, Bayard, 2001 - La rumeur des cortéges, 2005.

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Los escritos joánicos. La crítica histórica nos ha acostumbrado a distinguir entre el evangelio, las cartas y el Apocalipsis, siendo cada escrito atribuido a redactores diversos. Ahora bien, la crítica designa como lugar de edición de los escritos una misma región: Éfeso. Dado que la tradición agrupa simbólicamente el conjunto bajo el nombre de Juan, estamos invitados a escuchar la voz de comunidades locales inspiradas por el mismo «Discípulo al que Jesús tanto quería». Esta voz -a la que podemos llamar «voz narrativa»- propone al lector no sólo apropiarse del recuerdo del pasado, sino renacer cada día en Jesús, Palabra de Dios. Mediante esta voz, una comunidad atestigua su fe.

Los escritos joánicos Una comunidad atestigua su fe

1 a parte: aproximación histórica 4

La cuestión de la unidad de autor 4

La identidad del autor 12

La historia de la comunidad joánica 20

Una comunidad, varios libros 30

2a parte: aproximación narrativa Las instancias de enunciación 32 La conciencia editorial 42

Lista de recuadros 55 Para continuar el estudio 56

Actualidad 57 Homenaje «La obra de Jean Grosjean», por Pierre-Marie Beaude

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