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“EL MENSAJE CRISTIANO” Módulo de Teología y Moral Católica
Grado – 2º curso 1
JESUCRISTO
Jesucristo, revelación plena de Dios
Los Evangelios, testimonios sobre la vida y la doctrina de Jesús. La formación de los Evangelios.
El mensaje de Jesús: el anuncio de la Buena Noticia, los signos del Reino de Dios. Las Parábolas.
Muerte y Resurrección. Lectura teológica de la vida de Jesús. Verdadero Dios y verdadero Hombre.
NÚCLEO
1
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Grado – 2º curso 2
1. LOS EVANGELIOS, TESTIMONIO SOBRE LA VIDA Y LA DOCTRINA DE JESÚS 1. LA SOCIEDAD JUDÍA EN TIEMPOS DE JESÚS 1.1. SITUACIÓN POLÍTICA
Palestina no era, en tiempos de Jesús, un estado independiente. Ni los judíos eran una nación li-‐bre. En el siglo primero, los que mandaban en Palestina eran los romanos. Es verdad que al nacer Jesús reinaba Herodes I el Grande. En realidad era un rey vasallo del imperio romano. A la muerte de Herodes, se dividió el reino entre sus tres hijos, de tal manera que Judea y Sama-‐ría le tocaron a Arquelao, Galilea a Herodes II, y la Transjordania a Filipo o Felipe. Pero esta situa-‐ción duró poco tiempo, ya que Arquelao pronto fue depuesto por los romanos a causa de su crueldad. Así, en Judea, donde estaba Jerusalén la capital, vino a mandar un procurador militar impuesto directamente por Roma. Este procurador ejercía la autoridad no sólo militar, sino ade-‐más judicial y económica, cobrando los impuestos al pueblo. El gobernador romano tenía el de-‐recho de administrar justicia y era el que decidía sobre todo en las causas políticas. Podía impo-‐ner la pena capital. Aunque las causas ordinarias las juzgaba el Sanedrín o Consejo supremo de los judíos que estaba presidido por el Sumo Sacerdote. Pero es importante tener en cuenta que este Sumo Sacerdote dependía, en último término de los romanos, ya que el procurador de Ro-‐ma podía quitarlo o ponerlo a su antojo. La obligación más importante de los gobernadores romanos era el cobro de los impuestos. Estos eran dobles: el impuesto sobre los productos del campo y el impuesto sobre las personas. Pero estos impuestos no eran cobrados directamente por los romanos, sino por los publicanos, per-‐sonajes que arrendaban los impuestos de un distrito por una suma anual fija. Si la recaudación excedía dicha suma, la diferencia en su favor se convertía en ganancia, pero si no llegaba a la cantidad contratada, tenía que asumir las pérdidas. Este sistema se prestaba a grandes abusos por parte de los publicanos, que eran odiados por el pueblo, a causa de las extorsiones a que sometían a los ciudadanos; y a causa también de ser colaboracionistas directos de los invasores. La situación socio-‐política era por lo general sumamente tensa y difícil, ya que el pueblo judío te-‐nía una conciencia muy aguda de su dignidad y su libertad, pero al mismo tiempo se veía domi-‐nado por una potencia extranjera, que además era un ejército de paganos. Esta situación se veía agravada cuando el procurador romano era autoritario y dominante. Tal es el caso de Poncio Pilato, que ocupó el cargo de procurador del año 26 al 36 d.C. y que condenó a muerte a Jesús. Según nos consta por los testimonio de la época, Pilato era un individuo intransi-‐gente, duro y obcecado, cruel y avaricioso. En más de una ocasión tuvo duros enfrentamientos con la población, por ejemplo cuando decidió destinar los ricos tesoros del templo a construir un
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acueducto para Jerusalén. La resistencia del pueblo costó muchas vidas humanas. Por eso, nada tiene de extraño que el evangelio nos cuente el asesinato, en el templo, de unos galileos, de tal manera que se mezcló la sangre de los asesinados con la de los sacrificios (Lc 13,1-‐4). Señal de que el derramamiento de sangre fue abundante.
1.2. SITUACIÓN SOCIAL
Desde el punto de vista socio-‐económico, se distinguían en Palestina tres grupos sociales: la clase pudiente, la clase media y los pobres.
La clase pudiente era reducida, pero gozaba de una excelente posición. A ella pertenecían los miembros de la familia real y los dignatarios de la corte, las familias de los sumos sacerdotes, los grandes terratenientes y comerciantes, y también muchos de los publicanos.
La clase media era muy reducida y existía prácticamente sólo en Jerusalén, porque sus ingre-‐sos procedían del templo y de los peregrinos. A esta clase pertenecían los medianos comer-‐ciantes, los dueños de hospederías, algunos artesanos y el bajo clero.
Los pobres eran los más numerosos en Palestina. A esta clase pertenecían los trabajadores del campo, los pescadores, los obreros de las ciudades, los innumerables mendigos y los es-‐clavos. Los trabajadores asalariados ganaban un denario al día incluida la comida. La situa-‐ción se hacía desesperada cuando faltaba el trabajo, cosa que era frecuente.
Los mendigos eran incontables. Y se concentraban sobre todo en Jerusalén en los alrededo-‐res del templo, donde pedían limosna. Por otra parte, lo reducido de la clase media y la enorme distancia que había entre los ricos y los pobres, hacía que la situación de estos no tuviera solución, dependiendo siempre de los ricos. El pobre era, por tanto, al mismo tiempo, el oprimido, el que ansiaba justicia, el que en casos extremos recurría a la violencia, único medio de aliviar su situación, aunque fuera de momento.
1.3. LAS INSTITUCIONES JUDÍAS
1.3.1. El Sanedrín
El Gran Consejo o Sanedrín era la institución que gobernaba en el pueblo judío. Lo compo-‐nían 70 miembros, más el Sumo Sacerdote, que era su presidente. El Consejo estaba formado por tres grupos: los sumos sacerdotes, los senadores seglares, también llamados "ancianos" o "presbíteros", y los letrados ("escribas"), que eran los teólogos del tiempo. El sumo sacerdote era una persona sagrada por excelencia. En tiempos antiguos era un cargo vitalicio. Pero en la época de Jesús, los romanos quitaban y ponían a los sumos sacerdotes según sus conveniencias. De todas maneras, este cargo era elegido siempre entre las grandes familias de la aristocracia sacerdotal. En la práctica y con las limitaciones que imponía el po-‐der romano, era considerado como jefe no sólo religioso, sino también político de la nación. El grupo más importante del Sanedrín era el formado por los sumos sacerdotes. Estos prove-‐nían de las grandes familias de la aristocracia sacerdotal, organizaban el culto, dirigían a la policía del templo y recaudaban cuantiosas sumas de dinero, que provenía de los sacrificios, los impuestos y las ofrendas. El segundo grupo lo formaban los senadores o ancianos, que eran seglares pertenecientes a las grandes familias de la aristocracia. Por lo general eran grandes propietarios y terratenientes. Todos ellos pertenecían al partido saduceo. El tercer
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grupo lo constituían los letrados o escribas, que eran entendidos en teología y leyes. Estos pertenecían a los fariseos.
1.3.2. El templo
Situado en la capital, Jerusalén, era el centro de la vida religiosa y política de todo el pueblo. Su esplendor era impresionante, casi todo él recubierto de oro, desde los portones exteriores hasta la cámara más profunda (el Santísimo), contenía el candelabro de los siete brazos, de más de 70 kilos de oro macizo. Para los judíos, el templo era el lugar de la presencia de Dios y, por tanto, el sitio más santo y sagrado que se podía imaginar. Por eso, todos los judíos del mundo pagaban sumas cuantio-‐sas de dinero al templo. Este dinero provenía, en parte, de los impuestos, dos días de jornal y además la décima parte de los ingresos de la agricultura para el mantenimiento de los sacer-‐dotes. Además, el templo recibía donativos (Mc 7,11) y abundantes limosnas, sobre todo de la gente rica (Mc 12,41). Y a todo esto había que sumar los ingresos por el comercio de ani-‐males para los sacrificios, y también los ingresos por el cambio de moneda extranjera. En realidad, el templo hacía las funciones de un gran banco, sobre todo de las altas familias de la aristocracia. El templo era, por tanto, una empresa económica de proporciones fabulosas. De tal manera que la ciudad de Jerusalén vivía prácticamente del templo, no sólo a causa de sus ingresos, sino además por las enormes peregrinaciones de judíos de todo el mundo que acudían a las grandes fiestas.
1.3.3. El sacerdocio
La preeminencia política y social en Israel la poseían los sacerdotes. Su posición privilegiada se derivaba del hecho de formar un grupo cerrado, que poseía en exclusiva el derecho de ofrecer los sacrificios y celebrar el culto en el templo. Por eso los sacerdotes constituían una clase sagrada y en consecuencia respetada hasta el extremo. De ahí que para salvaguardar su dignidad, los sacerdotes tenían que atenerse escrupulosa-‐mente a una serie de normas. Por ejemplo, tenían que casarse con una mujer virgen; no po-‐dían tener el más mínimo contacto con cadáveres; y si tenían algún defecto físico eran ex-‐cluidos del cargo. Los sacerdotes eran muy numerosos. Entre sacerdotes y levitas había unos 18.000, que se repartían en 24 turnos para oficiar en el templo. Los sacerdotes vivían de las ganancias del templo. Y los que se llevaban la parte más importante, con mucha diferencia, eran los sumos sacerdotes, que vivían en la opulencia y el despilfarro.
1.3.4. Los letrados
Después de los sacerdotes, los personajes más importantes de Israel eran los letrados. Su pa-‐pel se comprende si se tiene en cuenta la importancia que había adquirido la ley para el pue-‐blo judío. La ley exigía un estudio concienzudo y profesional, al que sólo podían dedicarse personas escogidas. Estas personas eran los letrados. Y los que eran dignos, a los cuarenta años recibían una especie de ordenación que les autorizaba oficialmente para su cargo. Los letrados defendían que Dios no había dado todas sus leyes por escrito, sino que muchas
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de esas leyes las había confiado a una tradición oral, que oficialmente poseían ellos y ellos in-‐terpretaban. De esta manera se atribuía un magisterio auténtico y prácticamente infalible. Era notoria la dignidad y exaltación con que procedían en la vida diaria. Se vestían con ropa-‐jes largos a los que añadían unas borlas; les gustaba que los saludasen por las calles y ocupar los primeros puestos en los banquetes y reuniones. El tratamiento ordinario que se les daba era el de rabí, que quería decir «señor mío» o «monseñor» (Mt 23,5-‐10). Su doctrina se centraba en la piedad para con Dios, separándola del amor al prójimo. Según ellos, el culto a Dios permitía olvidar las más sagradas obligaciones con el prójimo (Mc 7,6-‐13). El ideal que predicaban era el de una vida programada hasta en sus más ínfimos detalles por la ley religiosa.
1.3.5. La ley
La importancia que hemos visto tenían los letrados en Israel nos da una idea de la importan-‐cia que desempeñaba la ley. En realidad, la ley era la mediación esencial entre el hombre y Dios. De tal manera que cada cual se consideraba cerca o lejos de Dios según su vida se atu-‐viera al más escrupuloso cumplimiento de la ley o no se atuviera a ese cumplimiento. De ahí que la finalidad de toda la educación, entre los israelitas, era formar para la estricta obser-‐vancia de la ley. Porque la esencia de la religión era el sometimiento a la ley. La consecuencia que esto tenía era una religión concebida y vivida más como temor y some-‐timiento servil que como amor o entrega filial a Dios. De ahí se seguían una serie enorme de normas y una casuística minuciosa. Los letrados distinguían 613 mandamientos divinos, de ellos 365 negativos o prohibiciones y 248 positivos. Por otra parte, la ley era la barrera que separaba a Israel de los demás pueblos (Dt 4,7-‐8). De tal manera que el pueblo judío se consideraba propiedad exclusiva de Dios (Ex 15,16; 19,5; Dt 27,9). De ahí que sólo él podía agradar a Dios. Mientras que los demás pueblos, precisamente por no conocer la ley, estaban inevitablemente condenados. Lo más importante de la ley era el código de pureza o código de santidad. En la práctica se distinguían tres clases de pureza o impureza:
La pureza física, es decir lo que estaba limpio o sucio y también ciertos animales que no se podían comer, por ejemplo el cerdo;
La pureza en sentido médico, según la persona estuviera afectada o no por ciertas enfermedades, sobre todo enfermedades de la piel;
La pureza religiosa, que afectaba a la cercanía o lejanía con respecto a Dios.
De todo esto resultaba una minuciosidad de leyes y una casuística interminable que era un verdadero quebradero de cabeza. Y la peor consecuencia era la imagen de Dios, que se deri-‐vaba de toda esta manera de entender la ley. Dios era un ser celoso y hasta caprichoso, que castigaba severamente por cosas sin importancia.
1.3.6. El sábado
Dentro de la ley judía, merece mención especial la institución del sábado. El origen de esta institución estaba en el relato del Génesis sobre la creación. Dios había creado el mundo en seis días y al séptimo descansó. Pues de la misma manera, el hombre debía liberarse del ser-‐
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vilismo del trabajo para dedicarse a la recuperación de sus fuerzas y a la fruición de la vida. Evitando ese día además la explotación de los esclavos y extranjeros (Dt 5, 12-‐15). Sin embargo, lo que originariamente era prenda de liberación, los letrados lo habían conver-‐tido en una esclavitud. Porque afirmaban que Dios había creado el sábado antes que el hom-‐bre, de tal manera que el sábado se celebraba incluso en la otra vida. Así, se había venido a hacer del sábado una realidad existente por sí misma, independiente de Dios y del hombre. Y por cierto, una realidad a la que el fiel judío tenía que someterse ciegamente. Los letrados habían determinado hasta 39 actividades que estaban prohibidas en sábado, lo cual daba pie a una casuística enorme. Por lo demás, según los letrados, la importancia del sábado era tal que quien observaba fielmente el sábado tenía por eso mismo cumplida toda la ley. Por últi-‐mo conviene advertir que la importancia del sábado era tal que su violación, intencionada-‐mente repetida, tenía como castigo la pena de muerte.
1.4. LAS IDEOLOGÍAS
1.4.1. Los saduceos
Se llamaban así porque pretendían descender del sumo sacerdote Sadoc, del tiempo de Sa-‐lomón. A esta facción pertenecían las grandes familias de la aristocracia sacerdotal y civil. Tenían en sus manos el poder político, económico y religioso. Eran muy conservadores en lo religioso. Sin embargo, no admitían la resurrección de los muertos ni la existencia de la otra vida. En lo político eran colaboracionistas con el poder romano. Y habían llegado a una especie de acuerdo tácito según el cual el poder romano les permitía sus privilegios a costa de que ellos domesticaran al pueblo para que se sometiera al emperador de Roma.
1.4.2. Los fariseos
Constituían la facción más numerosa en tiempo de Jesús. En total eran unos 6.000. Y en su gran mayoría eran seglares piadosos, que se regían por los dictados de los letrados. Su idea fundamental era la observancia de la ley, de tal manera que toda su vida estaba regi-‐da por la más estricta obediencia a los minuciosos preceptos de la ley. Empeñados en esta obediencia ciega, para ellos todo mandamiento era igualmente importante, ya que en todo mandato de la ley, por pequeño que sea, se expresa igualmente la voluntad de Dios. Por otra parte, habían exaltado hasta tal punto la responsabilidad personal, que para el fariseo obser-‐vante el cumplimiento de toda la ley estaba a su alcance. La consecuencia que se seguía de esta mentalidad era que los fariseos, empeñados en su per-‐fección personal, dividían a la gente en justos y pecadores. Los justos eran los observantes de la ley; los pecadores los que, según ellos, no se sometían a todos los dictados de la ley. Por eso, ellos despreciaban a todo individuo que no fuera de su facción. Consecuentes con sus principios, Dios era para los fariseos como un ser supremo banquero que lleva cuenta deta-‐llada del haber y del debe religioso de cada individuo. Las dos preocupaciones principales de los fariseos eran, en primer lugar, pagar la décima par-‐te de los frutos de la tierra; y en segundo lugar, mantenerse puros, es decir alejados de todos los objetos, animales o personas que ellos consideraban impuras. Los fariseos creían en la inmortalidad del alma, en la resurrección de los muertos, en la exis-‐
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tencia de ángeles y demonios, y en la intervención de Dios en el destino del hombre, pero sin privar a la libertad humana de su propia responsabilidad. Ante el pueblo, los fariseos gozaban de gran reputación, aunque por su soberbia se los mira-‐ba con recelo y hasta con antipatía. Ellos se preocupaban por dar una apariencia de santidad, de tal manera que se ponían a rezar públicamente en las plazas y afeaban su rostro cuando ayunaban, para impresionar a la gente. Además, eran amigos del dinero y explotaban a la gente sencilla con pretexto de piedad (Mt 23,25-‐28; Mc 12,40; Lc 11,39; 16,14). Despreciaban a los pecadores y descreídos. Y en realidad, lo que ocurría es que la fidelidad en las minucias, les llevaba a olvidar lo más importante, la justicia y el buen corazón (Mt 23,23; Lc 11,42). Esta actitud de minuciosa observancia llevaba a los fariseos a despreciar a los demás y a una actitud de autosuficiencia, que muchas veces no se correspondía con la realidad, ya que eran con frecuencia inconsecuentes, lo que les llevaba a adoptar posturas de hipocresía. Desde el punto de vista político, eran oportunistas y acomodaticios, ya que se plegaban a to-‐do el que les permitiese cumplir la ley al pie de la letra. Estaban persuadidos de que los asun-‐tos políticos se resolverían el día que todo el mundo observase la ley.
1.4.3. Los esenios
Constituían una secta más integrista y más radical que los fariseos. En tiempos de Jesús eran unos cuatro mil. Y vivían en comunidades separadas del resto de la población. A orillas del Mar Muerto se han descubierto las ruinas de un monasterio de esenios, el de Qumrán. Los esenios llevaban su observancia hasta el extremo de romper con las instituciones judías, concretamente con el templo y el sacerdocio. Por eso no acudían al templo, ni participaban en los sacrificios de animales, aunque enviaban limosnas al lugar santo. Si los fariseos se oponían a la secta de los saduceos, ellos mucho más. Porque estaban persuadidos de que el sacerdocio judío estaba totalmente corrompido. De ahí que esperasen la venida, no sólo de una Mesías salvador del pueblo, sino también la de un sumo sacerdote santo y perfecto que restauraría el culto del templo. En la vida de comunidad eran muy estrictos. Practicaban la comunión de bienes con los miembros de la secta, pero no con los de fuera. Y predicaban el amor a los hermanos y el odio a los enemigos. Tenían un superior al que se sometían en todo. Para el ingreso en la sec-‐ta se requerían prácticamente tres años de prueba que eran una especie de noviciado. Las faltas eran castigadas con severidad incluso con la expulsión de la secta.
1.4.4. Los zelotas
Constituían el partido de oposición a los romanos. Eran revolucionarios violentos. Y entre ellos había una facción de guerrilleros armados de puñales, que se llamaban los sicarios. Se oponían radicalmente al pago de impuestos a los romanos, ya que consideraban eso como una traición a la ley de Dios. Aceptaban las instituciones, pero odiaban a los que ocupaban los cargos de gobierno. Eran bien vistos por la gente sencilla y por los pequeños propietarios. De hecho, se reclutaban entre las clases más pobres. Los zelotas promovieron varias revueltas populares contra los romanos. Ya en tiempos de Arquelao, hijo de Herodes el Grande, promovieron una rebelión popular en Jerusalén. Y otra poco después, que fue sofocada por Varo, el legado de Roma en Siria. Poco después, un tal Judas, hijo de Ezequías de Gabala, sublevó a los galileos, y de ahí se pasó a un levantamiento
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general de los judíos. Esto provocó la inmediata vuelta de Varo con dos legiones, que incen-‐diaron la ciudad de Séforis y asesinaron a dos mil judíos en Jerusalén. Las rebeliones, promo-‐vidas por los zelotas se sucedieron en los años siguientes, hasta terminar con la guerra judía del 66, que concluyó con el asedio de la ciudad y la destrucción del templo.
1.4.5. Los herodianos
Eran los partidarios de Herodes. Primero de Herodes el Grande, que reinó en Palestina desde el año 37 a.C. Y después eran los galileos que se adherían a Herodes Antipas, hijo del primer Herodes. Esta familia de los Herodes no eran de sangre judía, sino que eran idumeos. Por eso y por la vida pagana que llevaban eran odiados por la mayor parte de la población. Pero a pesar de eso, hubo sectores de la población galilea que era partidaria de Herodes. Les llamaban los herodianos. Eran la gente que vivía bien en Galilea. De esta gente habla el evan-‐gelio de Marcos (3,6; 12,13).
1.4.6. Los samaritanos
La provincia de Samaría estaba entre Judea y Galilea. Sus habitantes no eran todos de pura raza judía; había allí gentes de otros países y de otras razas y creencias. Por eso, los judíos los consideraban herejes y paganos (Jn 4,9). Tenían su propio templo (Jn 4,20). Y las tensiones entre judíos y samaritanos eran tan fuertes que para un judío era peligroso pasar por Sama-‐ría.
2. LAS CUATRO VERSIONES DEL EVANGELIO Si la buena noticia, el evangelio nos ha llegado en cuatro versiones, será bueno y en cierto modo imprescindible conocer las peculiaridades de cada una de ellas, con el fin de prestar mayor atención, en su lectura, a aquellas particularidades que les son propias y lograr así una mayor comprensión. Vamos a hacerlo brevemente. Pero antes, unas observaciones importantes: 2.1. Jesús, alguien que marcó la Historia
No rompió con el Antiguo Testamento, pues entroncaba con él, pero lo superó, le dio su sen-‐tido profundo... Recogió la tradición de Israel, sí, pero le dio otro estilo, el de la Verdad de Dios.
Jesús nos mostró el proceder de Dios. Él fue reconocido después de su resurrección, como la Palabra de Dios Padre, su Enviado, su HIJO.
Sus seguidores adoptaron los Libros del A.T. para su lectura, pero pronto sintieron la necesi-‐dad de escribir también las cosas acaecidas con Jesús de Nazaret, al conjunto de cuyos escri-‐tos le llamaron Nuevo Testamento, ya que con Jesús todo comienza de nuevo.
Jesús no tuvo tiempo de escribir. Bastante hizo con VIVIR y enseñar a VIVIR la existencia hu-‐mana según el proyecto de Dios.
Los discípulos hicieron como él, anunciar la BUENA NOTICIA, instaurar el Reino de Dios, fun-‐dar Comunidades cristianas para vivirlo. Y en ellas justamente, salió la idea (la inspiración del Espíritu) de que las siguientes generaciones que no "vieron" a Jesús, le pudieran seguir, com-‐
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prender, "ver por la fe"... ¿Cómo invitar a creer en Jesús? ¿Cómo resumir lo mucho que habló? ¿Cómo presentar su mensaje de manera que pudiera ser significativo a la situación que se vivían entonces?...
Algunos se pusieron a "investigar" quién conservaba frases, mensajes específicos, relatos, etc., acerca de Jesús que fuesen completando esa "predicación oral" que circulaba sobre Él.
Haciéndose eco, pues, de la experiencia transmitida por los primeros testigos, de la "FUEN-‐TE" de palabras de Jesús, de lo que ya se vivía en las Comunidades, de su liturgia… HUBO UNOS HOMBRES INSPIRADOS que pusieron manos a la obra y ESCRIBIERON su versión acerca de Jesús y su mensaje.
Elaboraron su obra según un plan, una teología, unas ideas internas aptas para ser aplicadas y entendidas por su grupo de referencia, con sus problemas propios...
Esas versiones del Evangelio de Jesús, fueron seleccionadas con cuidado, poco a poco, en su-‐cesivas asambleas de las Iglesias. En el S.II se distinguían ya varias clases de lecturas: ! Libros Sagrados (que se leían públicamente en las Celebraciones Litúrgicas ), ! Libros de lectura privada (p.e. El Pastor de Hermas), ! Libros que la Iglesia no podía aceptar: no sagrados (Apócrifos= ocultos). Para los católi-‐
cos, Evangelios o Libros apócrifos equivalen a No-‐Canónicos, o sea, libros de autores in-‐ciertos, semejantes a los libros inspirados, en el título o argumento, pero que la Iglesia no aceptó por dudar de su inspiración o por contener errores.)
Recordemos que el criterio de selección seguido por la Iglesia para la fijación del Canon o Lista-‐do de Libros inspirados, fue siempre el "Criterio Apostólico", es decir:
! el libro lo escribían los Apóstoles, ! lo recomendaban los Apóstoles, ! se escribía en vida de ellos.
EL GÉNERO LITERARIO LLAMADO EVANGELIO NO ES… SINO… UNA NOVELA... (o relatos novelados, más o menos inventados, en torno a una Persona) UNA CRÓNICA... (o descripción aséptica de los hechos, de la historia de Jesús) UNA BIOGRAFÍA... ( o una "vida de Jesús" completa y detallada)
UN RELATO VINCULADO A UNA TRADICIÓN -‐A la luz de la revelación -‐A la luz del Antiguo Testamento -‐A la luz de la Comunidad Eclesial UNA PROCLAMACIÓN NARRATIVA (Kerigma e Historia) (Catequesis e instrucción para los "iniciados") UN TESTIMONIO DE FE, (Escrito por creyentes y para creyentes. Invitación a seguir a Jesús. Diá-‐logo con los lectores...
¡No sólo NOTICIA... sino "BUENA NOTICIA"! Los Evangelios fueron escritos años después de morir Jesús. Al principio no parecía necesario escribir sobre él, puesto que eran muchos quienes recordaban a Jesús y sus palabras con perfecta claridad. Además, sus amigos y seguidores creían que no tardaría en volver a su lado, pero al pasar el tiempo murieron sus amigos personales y nuevos seguidores quisieron saber más acerca de! maestro. De forma gradual, personas que habían conocido bien a Jesús empezaron a escribir sobre sus pala-‐bras y hechos. Había tal vez quien reunía por escrito todas las frases de Jesús que podía conseguir, y quien se dedicaba más bien a sus parábolas y milagros. Estas recopilaciones no tardaron en circular y se hicieron copias de las mismas, de modo que cuando Mateo, Marcos, Lucas y Juan decidieron es-‐
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cribir sus Evangelios, contaron con un materia! extenso ya escrito sobre Jesús. El primero que escri-‐bió un Evangelio fue Marcos, joven amigo de san Pedro. 2.2. Los Evangelios: ¿por qué camino echamos?
"Desde la muerte de Cristo abundaron los relatos y las colecciones de sus palabras. Y es que, durante toda su vida, Jesús estuvo rodeado de escribas que iban anotando sus dichos y hechos a medida que los iba pronunciando o hacienda. Los misioneros del comienzo del cristianismo no se preocuparon de redactar una historia, de-‐dicados como estaban, por entero, a anunciar la "Buena Noticia". Sólo cuando veinticinco años más tarde, la primera generación de discípulos estaba a punto de desaparecer, entonces los creyentes sintieron la necesidad de ordenar catequéticamente (sinópticos) o teológicamente (Juan) el amasijo de textos, relatos y palabras que vehiculaba la predicación primitiva." (BARREAU, Jean-‐Claude, Jesús, el hombre. Una visión inédita del personaje histórico, Temas de
hoy, Biografías, Madrid, 1994, pp. 154-‐155.)
HISTORIA DE LA REDACCIÓN: Proceso de composición; etapas de su formación
HISTORIA DE LAS FORMAS: Estudio de sus unidades literarias, de su estilo, de sus esquemas internos…
HISTORIA DEL TEXTO: Cómo ha llegado hasta nosotros desde su composición.
INTERPRETACIÓN: Cómo extraer el mensaje de manera honesta y no arbitraria.
LAS TRES FASES DE LA REDACCIÓN DE LOS EVANGELIOS
1a EL JESÚS HISTÓRICO
2a LA COMUNIDAD CREYENTE
3a LA REDACCIÓN O COMPOSICIÓN ESCRITA
La Fuente La Palabra La Buena Noticia
Relectura de la actividad de Jesús en clave de Resurrección.
Eucaristía y culto. Predicación apostólica. Enseñanza. Memoria.
Catequesis. Formación de los "nuevos" cristianos...
Transmisión de la fe en Je-‐sús (EL HECHO)
Narración. Reflexión teológica
(EL SIGNIFICADO DEL HECHO)
Interpretación.
De ahí que salgan cuatro versiones del mismo acontecimiento. Los Evangelistas son verdaderos autores, no meros transcriptores... Pero el hecho de que sean cuatro los Evangelios ha traído ciertos problemas:
De orden teológico: Si narran el mismo hecho, ¿por qué no armonizarse y sacar una sola versión? De orden literario: Al leer los Sinópticos se observan muchas afinidades, pero también hay diver-‐gencias.
En el intento de resolver esta cuestión -‐el problema sinóptico-‐ se han elaborado bastantes teorías. La más sobresaliente y que ha sido aceptada por la mayoría de los estudiosos es la llamada TEORÍA DE LAS DOS FUENTES, que serían por una parte el Evangelio de Marcos y por otra, un material común a Mateo y Lucas que se llama la fuente Q.
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EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO
Autor
Tradicionalmente se señala al apóstol Mateo como autor de este evangelio. El testi-‐monio más antiguo de esta tradición es el de Papías, obispo de Hierápolis, en la ac-‐tual Turquía, hacia el año 130: "Mateo ordenó (compuso) las palabras (logia) del Se-‐ñor en lengua hebrea (arameo) y cada uno las interpretó luego como pudo" (Eusebio, H.E., III, 39).
Desde luego, el autor es un cristiano de origen judío, buen conocedor del ambiente físico y social de Palestina, muy experto en las Sagradas Escrituras y acostumbrado al análisis de textos utilizados por los rabinos judíos.
Indicios internos que podrían apuntar a San Mateo como autor son: el hecho de que sólo en Mt 9,9 se da al aduanero convertido el nombre de Mateo y el título nada honroso de "publicano" (Mt 10,3). Además, es el que habla más frecuentemente de dinero, señalando con mayor precisión técnica las clases de monedas o tributos.
Símbolo
El que le corresponde, sacado de Ez 1,5s. y Ap 4,6s. y fijado por la aplicación de San Jerónimo, es un hombre, por narrar la genealogía humana de Cristo. Transformado luego en ángel, referido quizás a la escena de la anunciación del nacimiento de Jesús.
Vida y mensaje de Jesús
Predicación apostólica
Tradición oral en las comunidades judeo-‐cristianas y pagano-‐cristianas
Configuración preliteraria del texto
Marcos hacia el 65
Marcos desp. del 70
Lucas hacia el 73
Fuente de los Logia (Q)
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Grado – 2º curso 12
Fecha
Debió ser compuesto entre el año 80 y el 90 siendo desde los comienzos el evangelio más citado.
Destinatarios
El escrito se dirige a creyentes venidos del judaísmo que componen una comunidad bastante organizada en algún lugar de Siria-‐Palestina, Galilea o quizá Antioquía.
Esta comunidad se reconoce como un nuevo pueblo de Dios (nuevo Israel), apoyán-‐dose en el cumplimiento de las Sagradas Escrituras a las que se refiere en más de 130 ocasiones, añadiendo muchas veces la coletilla "ocurrió esto para que se cumpliera la Escritura...".
En las alusiones a usos, doctrinas y costumbres judías (lavatorios, ayunos, limosnas, etc.) éstas se dan por conocidas y no son explicadas como ocurre en Marcos. Como los judíos no pronuncian el nombre de "Dios", se habla, evitando la palabra, del "reino de los cielos". Su forma de expresión es judía en repeticiones, inclusiones que consisten en repetir una misma palabra al principio y al final de un relato (Mt 5,3-‐10; 6,25-‐34), paralelismos y uso simbólico o mnemotécnico de los números (7 peticio-‐nes, 7 parábolas, 7 panes, 7 cestos...; 3 tentaciones, 3 buenas obras, 3 diezmos...). La comunidad a la que se dirige este evangelio está en conflicto con el judaísmo oficial; los cristianos ya han sido expulsados de las sinagogas y los ataques a los fariseos pa-‐recen no ser tanto de Jesús como de la comunidad cristiana contra los fariseos de Yamnia, al sur de Tel-‐Aviv, donde hacia el año 70 se establecieron las normas del ju-‐daísmo moderno. Sin embargo, es un grupo muy abierto a los paganos. Es el único evangelio que incluye la palabra "iglesia" (Mt 16, 18; 18, 17).
Argumento
Dentro del clásico esquema sinóptico, que se compone de preparación, Galilea, Jeru-‐salén, prendimiento, muerte y resurrección, Mateo presenta a Jesús (Emmanuel: Dios con nosotros) como el nuevo Moisés o mesías que organiza a su pueblo (la comuni-‐dad de creyentes) y lo instruye en cinco discursos como cinco son los libros de la ley que se atribuían a Moisés:
-‐ el sermón de la montaña (Mt 5,1-‐7,28); -‐ el discurso apostólico (Mt 10,1-‐11, 1); -‐ el discurso en parábolas (Mt 13,1-‐13,53); -‐ el discurso sobre la iglesia (Mt 18,1-‐19,1); -‐ el discurso sobre el fin de este tiempo (Mt 24,1-‐26, 1).
Se inicia con la narración de la infancia para indicar que Jesús es el nuevo Moisés; y, al final, la muerte y resurrección se presentan como el cumplimiento de la Escritura, siendo los discípulos enviados a todo el mundo.
Geografía
No existe oposición entre Galilea y Jerusalén, entonces ya destruida. Jesús no sale de los límites del territorio judío y predica sólo a los judíos. En Galilea se inicia la expan-‐sión al mundo entero.
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Grado – 2º curso 13
Estilo
Su griego es mejor que el de Marcos y, desde luego, más que una traducción del arameo al griego parece una adaptación de la redacción aramea a la que alude Pa-‐pías, de la que, por cierto, no tenemos ni rastro.
Sus empalmes cronológicos no suelen tener valor temporal, sino sólo de simple co-‐nexión literaria (en 98 ocasiones dice "entonces").
Manuscritos más antiguos
El Papyrus Barcinonensis I (P 67), del siglo II, es propiedad de la fundación "San Lucas evangelista" de Barcelona, y contiene: Mt 3, 9; 3, 15; 5, 20-‐22 y 5, 25-‐28. Es el ma-‐nuscrito más antiguo de San Mateo.
Otro papiro (Magd. Gr. 18), de la Magdalen College Library de Oxford, también del siglo II, contiene: Mt 26, 7-‐8; 10. 14-‐15 y 22-‐23; 31. 32-‐33.
EVANGELIO SEGÚN SAN MARCOS
Autor
Probablemente es Juan, el llamado "Marcos", que se nos cita en Hch 12,12-‐25 como compañero de San Pablo, al que abandona al ir a embarcar para Asia Menor (Hch 13,5-‐13) y sin embargo lo acompaña en la prisión de Roma (Col 4,10). Se le cita tam-‐bién en Hch 15,37-‐39; Fil 1,24; 2 Tim 4,11; 1 Pe 5,13.
La tradición lo presenta como "secretario" de Pedro, y su evangelio es el evangelio de Pedro, aunque, como es evidente, no es Pedro su única fuente de información, sino que utilizó otros escritos ya existentes.
El primer testigo escrito de esta tradición es también Papías, el obispo de Hierápolis, cuya cita conservamos en la Historia Ecclesiástica de Eusebio (III, 39-‐15). La cita dice así: "... el presbítero dijo también esto: Marcos, como intérprete de Pedro, escribió con exactitud, aunque sin orden, todo lo que recordaba de los dichos y hechos de Je-‐sús. Él personalmente no había oído al Señor ni había sido discípulo suyo, sino que posteriormente había sido compañero de Pedro, como ya dije. El apóstol había adap-‐tado su enseñanza a las necesidades (de sus oyentes), pero sin intención de compo-‐ner un relato ordenado de las palabras del Señor. Así, pues, Marcos no se equivocó al poner por escrito las cosas tal como las recordaba, porque su única preocupación fue no omitir ni falsear nada de lo que había oído".
Un fragmento de un prólogo antimarcionita (hacia el siglo II) dice: "Marcos, al que apodan 'el de dedos lisiados' (colobodaktylos), porque los tenía pequeños en compa-‐ración con su estatura, fue intérprete de Pedro y después de su muerte puso por es-‐crito este mismo evangelio en Italia".
Símbolo
Según la aplicación de San Jerónimo, es el león, por la potente voz del Bautista cla-‐mando en el desierto.
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Grado – 2º curso 14
Fecha
Puede ser el más antiguo de los cuatro evangelios y se debió escribir entre el año 64 y el 70, es decir, después de la muerte de Pedro y antes de la destrucción de Jerusalén.
Destinatarios
Va dirigido a los cristianos no judíos de Roma. Para ellos Marcos explica las costum-‐bres judías (Mc 7,3-‐4; 14,12; 15,42); traduce las palabras originales arameas (Mc 3,17-‐22; 5, 41; 7, 11; 9, 43; 10, 46; 14, 36; 15,22.34); usa términos romanos (Mc 4,21; 5, 9; 6, 27.37; 7, 4; 12, 14.42...); pone pocas citas del Antiguo Testamento, descono-‐cido para los no judíos, y no es por casualidad que en él un centurión romano confie-‐se al pie de la cruz que Jesús es el Hijo de Dios.
Argumento
Es la buena noticia de Jesús, Hijo de Dios. Es el relato de los hechos, ya que el Jesús de Marcos más que hacer discursos actúa. Esta buena noticia empieza junto al Jordán (la infancia no interesa todavía) y acaba con la afirmación del centurión pagano y la or-‐den de volver a Galilea.
Geografía
Es, ante todo, teológica y llena de simbolismo. Galilea se opone totalmente a Jerusa-‐lén. En Galilea, región influenciada por el paganismo, Jesús anuncia la buena noticia y es escuchado. Es como el centro del que Jesús sale para anunciar el evangelio a los paganos de los cuatro puntos cardinales (Tiro, Cesarea de Filipo, Gerasa, etc.). Recor-‐demos que Marcos es misionero en tierra pagana cuando escribe el evangelio. Jeru-‐salén representa el bunker religioso-‐social-‐político que rechaza a Jesús y se cierra a su mensaje.
Estilo
Leyendo el evangelio de Marcos, se tiene la impresión de oír hablar a un judío que se expresa mal en griego con un vocabulario poco variado (haber, hacer, poder, que-‐rer....) y poco pulido, con defectos lingüísticos de sintaxis.
Los discursos de Jesús son breves, con pocas parábolas, y los relatos están más desa-‐rrollados.
Como detalles, podemos decir que en Mc 10,33-‐34, de 43 palabras, 9 son "y". Utiliza bastante los diminutivos: perritos, hijita, miguitas, barquilla, etc.
El llamado final largo, es decir, Mc 16,9-‐20, parece que no perteneció al principio a este evangelio. Así nos lo indican vocabulario, estilo y contenido, además de no estar en importantes y numerosos manuscritos, entre otros, el Sinaítico y el Vaticano.
Manuscritos más antiguos
El papiro Chester Beatty (P 45), del siglo III, contiene fragmentos de los capítulos 4, 5, 6, 7, 8, 9, 11, 12.
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Grado – 2º curso 15
Del siglo IV, el códice Sinaítico (Londres) contiene el total, al igual que su contempo-‐ráneo el códice Vaticano (Roma).
Dejamos aparte la hipótesis del español José O'Callaghan, que defiende que unos fragmentos encontrados en Qumrán pertenecen al evangelio de San Marcos (Mc 4,28; 6,52-‐53) y se podrían fechar alrededor del año 50.
EL EVANGELIO SEGÚN SAN LUCAS
Autor
Desde San Ireneo (hacia el año 180), el tercer evangelio es atribuido a Lucas, compa-‐ñero de viaje de Pablo por el año 51 (Hch 16,10-‐17; 20,5-‐15; 21,1-‐18; 27, 1-‐28; Flm 24; 2 Tm 4,11).
El autor es, desde luego, alguien que conoce muy bien la iglesia de Antioquía y tiene muchos y fuertes influjos paulinos (tiene hasta 84 palabras comunes con Pablo, fren-‐te a 29 que tiene Mateo o 20 que hay en Marcos). No es judío y es probablemente médico (Col 4,11-‐15). Desde luego, su vocabulario en cuestiones médicas es muy técnico. Muy tardíamente, en el siglo VI, aparecen testimonios de Lucas como pintor.
La originalidad de este autor consiste en haber escrito una obra en dos tomos; el evangelio de Lucas y los Hechos de los apóstoles. Las dos partes las dedica, como era costumbre en los clásicos grecolatinos, a un tal Teófilo.
El prólogo antimarcionita (del siglo II), dice: "Hay un cierto Lucas, sirio originario de Antioquía, médico, discípulo de los apóstoles; más tarde, siguió a Pablo hasta su mar-‐tirio. Sirviendo al Señor sin tacha, no tuvo mujer, no engendró hijos; murió en Beocia, lleno del Espíritu Santo, a la edad de 80 años. Así, pues, como ya se habían escrito evangelios, por Mateo en Judea, por Marcos en Italia, bajo la inspiración del Espíritu Santo escribió este evangelio en Acaya; al principio explicaba que otros (evangelios) habían sido escritos antes que el suyo, pero que le había parecido absolutamente ne-‐cesario exponer, con miras a los fieles de origen griego, un relato completo y cuida-‐doso de los acontecimientos...".
Símbolo
Su símbolo tradicional es el toro, referido al sacrificio de Zacarías. Fecha
La fecha más aceptada es hacia los años 80. Destinatarios
A pesar de la dedicatoria a Teófilo, va dirigido a cristianos no judíos, antiguos paga-‐nos de mentalidad helenista. Usa palabras más cercanas a ellos y evita algunas expre-‐siones judías difíciles de comprender para algunos griegos.
En lugar de mesías, prefiere salvador; resalta que Jesús es el único señor (no el em-‐perador); evita la palabra "transfiguración", que en griego se dice "metamorfosis", para que no se la confunda con las metamorfosis de los dioses griegos.
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Grado – 2º curso 16
Los destinatarios son comunidades que viven con naturalidad el universalismo, sin tener que deducirlo (como en Mateo) de las palabras de Jesús. El lugar en que se es-‐cribió es muy incierto: Grecia, Alejandría o incluso Roma.
Argumento
La salvación de Dios se ofrece a todos los hombres, judíos o paganos, y el comunicarlo a los paganos es obra de la iglesia.
Geografía
Al contrario que los demás sinópticos, la obra de Jesús empieza y acaba en el templo de Jerusalén. El plan de la narración es la subida de Galilea a Jerusalén. Su Jesús se comporta con gran delicadeza con los pobres, las mujeres o los pecadores.
Estilo
El estilo es el de un hombre culto, originario de Antioquía, que maneja con elegancia el griego hablado; es el mejor griego de todos los evangelios.
En cuanto al texto, es de notar que el pasaje Lc 23,42s. (agonía de Jesús en el huerto) es omitido por algunos códices.
Manuscritos más antiguos
Los papiros Bodmer 14 y 15 (P 75), de alrededor del año 200, contienen el final de Lu-‐cas y el comienzo de Juan (omiten la aparición del ángel y el sudor de sangre en el huerto).
EL EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN
Autor
Es probable que en la fuente de este evangelio se encuentre la personalidad del apóstol Juan, pero la obra se fue formando en varias etapas hasta su redacción final por los años 95/100. La iglesia primitiva, siempre atenta a rechazar los escritos pre-‐tendidamente apostólicos, admitió gustosa éste, considerándolo al menos como de raíz apostólica.
San Ireneo dice que el cuarto evangelio fue compuesto "por Juan, el discípulo del Se-‐ñor, el que reposó en su costado, durante su estancia en Efeso" (Adv. Haer., III, 1,1). Su testimonio es importante porque Ireneo conoció de niño al obispo Policarpo, que a su vez había conocido al apóstol Juan. La estancia y muerte de San Juan en Efeso está atestiguada por otros autores.
El cuarto evangelio se presenta a sí mismo como obra del discípulo "al que amaba Je-‐sús" (Jn 21,20-‐24), testigo ocular de los acontecimientos (Jn 19,35).
Desde luego, el que ha escrito el evangelio es un judío que conoce muy bien el am-‐biente en el que Jesús vivió y tiene ciertas semejanzas con documentos de Qumrán.
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Grado – 2º curso 17
Símbolo
El águila, por el alto vuelo de su pensamiento, es el símbolo que distingue a Juan evangelista.
Fecha
En su redacción actual debe ser cercano al año 100; sin embargo, la edición primera pudo aparecer en los mismos años que Mateo y Lucas.
Destinatarios
Podrían ser los cristianos de Éfeso, ciudad cruce de distintas influencias culturales griegas y judías.
La comunidad a la que se escribe está compuesta de judíos y paganos, influenciada por la doctrina de Filón sobre la palabra, tentada de gnosticismo, familiarizada con los grandes temas del Antiguo Testamento (éxodo, cordero pascual, maná, agua, vi-‐ña, etc.) y conocedora también de la espiritualidad de los esenios (oposición luz-‐tinieblas, verdad-‐mentira, el Espíritu que conduce a toda la verdad...).
El cuarto evangelio es una reflexión que, teniendo en cuenta las grandes ideas de su tiempo, expresa el misterio de Jesús en términos nuevos.
Argumento
De entre lo que Jesús hizo, escoge lo que puede servir al lector para convencerse de que Jesús es el Hijo de Dios (Jn 20,30-‐31). Suele expresar todo el misterio de Cristo a través de un aspecto: el pan, el agua, la vida...
Geografía
El autor conoce perfectamente la geografía de Palestina, y en su obra Jesús se des-‐plaza de un lugar a otro sin que tengan los lugares ninguna significación teológica. Je-‐sús celebra la pascua en Jerusalén en tres años consecutivos.
Estilo
Tiene un vocabulario especial (amor, verdad, conocer, vida, testimonio, mundo, pa-‐dre, luz, enviar, judíos...), pero pobre. Sus relatos son animados y profundos. Más que contemplar los acontecimientos desde fuera, sugiere el mundo sobrenatural que contempla el alma del autor.
Manuscritos más antiguos
El papiro Rylands (P 52), de comienzos del siglo II, contiene Jn 18,31-‐33 y 37-‐38. Es considerado el manuscrito más antiguo del Nuevo Testamento. El Bodmer II, de alre-‐dedor del año 200, contiene Jn 1,1-‐14, 26 y otros fragmentos.
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Grado – 2º curso 18
ANEXO: FIGURAS Y SÍMBOLOS BÍBLICOS Aprender a leer el evangelio implica ser capaces de distinguir, entre el mensaje que quieren transmi-‐tir los evangelistas y la envoltura literaria con la que lo formulan. El gran defecto y el gran peligro que tiene la lectura ingenua del evangelio es que muchas veces no se capta el mensaje real y se considera como mensaje lo que no es más que revestimiento literario. Es cierto, sin embargo, que no todos los pasajes evangélicos están escritos en este estilo; en muchos dichos de Jesús, el sentido salta a la vis-‐ta.
FIGURAS: Llamamos figura a un término que adquiere un significado particular, distinto del suyo habitual.
CEGUERA Indica no sólo incapacidad de comprender, sino también resistencia o rechazo a comprender, equivalente a rebeldía (Mc 8,17s). SORDERA En Juan: incapacidad de percibir el esplendor de la gloria (amor de Dios) manifestada en Jesús. Supone tener una falsa imagen de Dios. LA ALDEA judía y la ciudad son figuras del grupo de los que se oponen a Jesús. LAS ALDEAS, las ciudades/pueblos, los campos/caseríos, fincas son lugares desde donde la gente acude a Jesús o que él visita y donde se acepta su enseñanza. EL OJO: ambición, avidez, que hace flaquear en el seguimiento de Jesús (Mt 18,9). LA MANO, figura de la actividad (Mc 3,1s); también de seguridad y protección (Lc 23,46) EL PIE, figura de la conducta (Mc 9,45). CAMINO: es figura de la conducta, del modo de proceder. LA BARCA en la que se viaja con Jesús, representa a un grupo activo de seguidores, orientado a la misión (Mc 6,45). EL MAR es puente hacia el mundo pagano (Mc 4,1). EL DESIERTO: en primer lugar es figura de los primeros encuentros de Dios con Israel, en que és-‐te es fiel a la alianza (Os 2,16). Es también el lugar de las penalidades que llevaron a la posesión de una tierra prometida (Dt 8,2; Mc 1,12). Símbolo de la incompatibilidad entre Jesús y los valores de la sociedad judía (allí mora Satanás). EL MUNDO, no es sólo la humanidad, sino también un orden social en el que está en vigor una escala de valores injusta (Jn 17,15). ÁNGELES: seres que aparecen como mensajeros de Dios para el hombre. Dios se vale algunas veces de ellos para transmitir un mensaje a los hombres, para decirles lo que quiere de ellos.
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Grado – 2º curso 19
LA SERPIENTE -‐ SATANÁS: representan la tentación, el mal que incita al hombre a apartarse de Dios. Significa la ausencia de Dios.
SÍMBOLOS: El símbolo es un signo que combina dos aspectos de la realidad: uno, por decirlo así, objetivo, y el otro, subjetivo. Hace pasar al hombre de la realidad circundante a la del sentido o significado.
EL CIELO: es más que un lugar, es signo de la transcendencia o excelencia de Dios y llega a ser usado como sinónimo de Dios (Mateo habla del reino de los cielos, en vez del reino de Dios). EL MONTE: en el Antiguo Testamento el monte o la montaña tienen el sentido de la proximidad de Dios y son el lugar, que Dios elige para manifestarse o desde donde se despliega su activi-‐dad. En el evangelio indica la presencia divina en contacto con la historia humana (Mc 9,3s). LA NUBE: es símbolo de la presencia de Dios (Ex 13,21s; Mc 9,7s). EL AGUA: tiene un sentido destructor, símbolo del reino de la muerte. Dios salva de las aguas. Jesús camina sobre las aguas y las domina. También tiene un sentido vivificante: por el bautismo, el cristiano entra en el misterio pascual y Cristo lo salva de las aguas de la muerte. EL FUEGO: en el Antiguo Testamento representa a Dios: su juicio, su favor o su guía. En el Nuevo Testamento aparece como juicio o castigo divino (Lc 9,45) o como símbolo del Espí-‐ritu (Hch 2,3). LA LUZ: en el Antiguo Testamento indica la cercanía y presencia de Dios (Ex 3,21s). Es símbolo de salvación, guía y vida. "Vivir en la luz" equivale a obedecer los mandamientos de Dios. El que vive en la luz puede ser luz para los demás. En los evangelios la luz es símbolo de la presencia y manifestación divina, especialmente en Je-‐sús, y acompaña a los que pertenecen a la esfera de Dios (Lc 9,30s). En oposición a la tiniebla, significa liberación, vida y salvación, seguridad y alegría, verdad y generosidad. LA TINIEBLA es un símbolo del mal y de muerte, simboliza la opresión, la injusticia, la falta de amor. En Juan es aquello que se opone a la luz de Jesús.
NÚMEROS. Algunos números tienen también un significado especial en la Biblia.
EL UNO: la unicidad es propia de Dios. EL DOS: puede ser símbolo de comunicación de vida (Jn 4,40-‐42). EL TRES: en el Antiguo Testamento alude a la divinidad (Gn 18,2). Indica, sobre todo, lo comple-‐to y definitivo (Mt 4,1-‐11). En el Nuevo Testamento alude a la resurrección de Jesús. Más que un dato preciso, indica un breve plazo de tiempo, y, en definitiva, la victoria inmediata de la vida sobre la muerte. EL CUATRO: simboliza la totalidad de la tierra y del universo (en referencia a los cuatro puntos cardinales, a las cuatro direcciones del viento, a las cuatro estaciones...). En el evangelio indica la totalidad de la humanidad (Mc 2,3; Jn 19,23).
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Grado – 2º curso 20
EL CUARENTA: se usa como número redondo, para indicar una totalidad limitada; por ejemplo, una generación o la edad de una persona. Indica también el tiempo en que se ha de superar una prueba: Jesús en el desierto, 40 años de Israel en el desierto... CINCO, cincuenta, cinco mil simbolizan la comunidad del Espíritu (1R 18,4; Hch 2,1-‐4; Jn 6,33). EL SEIS es, a menudo, el número de lo incompleto, en el sentido de ineficaz (Jn 2,6) o aquello que espera y anuncia lo completo (Jn 12,1). EL SIETE es el símbolo de la perfección, de lo completo (por ejemplo, en la multiplicación son 5 panes más 2 peces, la totalidad del alimento que tenían). UN MÚLTIPLO DE SIETE es un número redondo, que incluye la totalidad (Gn 46,27). Así, en Lc 10,1 decir 70 discípulos es decir la totalidad de los pueblos de la tierra. EL OCHO es símbolo del mundo definitivo, más allá de la primera creación (siete). Designa la presencia en la tierra de realidades que pertenecen al mundo divino (8 bienaventuranzas, a los 8 días...) EL DOCE simboliza la unidad y totalidad del pueblo escogido, es el símbolo de la situación ideal de Israel y de la comunidad cristiana, considerada como el nuevo Israel. A veces no se atribuye un valor simbólico a los números. Para eso se señala un valor aproxima-‐do: unos dos mil, unos 5 ó 6 kms...
TÉRMINOS que tienen un significado especial
CUERPO: Denota al hombre entero, a la persona. En la Biblia el hombre no "tiene" cuerpo "es" cuerpo. El cuerpo es el hombre en cuanto es capaz de acción y de relación. En la Biblia es rarí-‐sima la idea de cuerpo como opuesto al alma. CARNE: significa el hombre en cuanto transitorio, vulnerable, sujeto a enfermad, miedo, muerte (debilidad física) (Mc 14,38). CORAZÓN: resume el mundo interior del hombre, es el lugar del pensamiento, del querer y sen-‐tir del hombre. ESPÍRITU: denota la interioridad del hombre en cuanto se manifiesta al exterior con actos pun-‐tuales (acto de conocimiento o de voluntad, expresión de sentimiento...). Así, "los pobres por el espíritu" son "los pobres por propia decisión". El Espíritu Santo es la fuerza vital de Dios que, por ser amor, comunica amor y produce vida. El espíritu inmundo/impuro es una fuerza maléfica y representa una ideología destructora. ALMA: la Biblia no enseña la inmortalidad del alma. Ésta no es la parte valiosa del hombre, ni su elemento eterno y permanente. Es una palabra que denota al individuo en cuanto vivo y consciente. Así, "mi alma se gloría en el Señor" quiere decir "yo me enorgullezco del Señor".
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Grado – 2º curso 21
2. LA MISIÓN DE JESÚS DE NAZARET
1. EN EL PUNTO DE PARTIDA Al comenzar nuestra reflexión sobre la persona de Jesús y su mensaje de la Buena Noticia, quisiéramos hacer el intento de entendernos, porque:
Hemos oído muchas cosas, teorías, interpretaciones de su persona y su mensaje.
Conocimos casi todos los hechos de su vida, sus palabras, sus milagros, parábolas.
Nos hemos elaborado algo así como la «imagen de Jesús» en su existencia histórica y como resucitado.
Y tenemos elaborada, más o menos, una síntesis personal del "acontecimiento-‐Jesús".
Así, siempre que nos reunimos a poner en común nuestra experiencia y conocimiento de Je-‐sús nos expresamos con nuestras propias palabras y gestos y constatamos que en el diálogo con los demás no es sencillo ponerse de acuerdo. Nos da la impresión de que cada uno no ponemos detrás de las expresiones que empleamos unos mismos contenidos. Esto mismo nos puede ocurrir cuando leemos a uno u otro evangelista: cada uno nos ofrece una imagen distinta de Jesús. Desde esta primera constatación queremos afrontar el intento de acercarnos en el lenguaje y en la imagen que vamos elaborando sobre la persona de Jesús. Lo hacemos con tres palabras aplicadas a su persona y a su mensaje: Jesús fue una persona original, radical y coherente. 1.1. ¿Por qué decimos que Jesús fue original?
Porque no se enroló en ninguno de los movimientos económicos, sociales, culturales, re-‐ligiosos... de la época y sociedad en que vivió. Jesús vivió su propia opción:
No se apuntó al cuerpo de recaudadores, que estaban al servicio de los intereses de Roma.
No se inscribió en la escuela de ningún rabino famoso de la época para así llegar a comprender e interpretar la sagrada tradición judía.
Nunca formó parte del funcionariado del Sanedrín judío para orientar por buen camino el servicio religioso y judicial en favor del pueblo y en nombre de Dios.
No se unió a la corriente saducea para procurarse una mejor calidad de vida y velar porque también los demás la tuvieran.
No simpatizó con el movimiento fariseo para restaurar el exacto cumplimiento de la Ley revelada por Dios a Moisés.
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Grado – 2º curso 22
No ejerció el sacerdocio ni buscó ocupar un puesto en los ministerios del Templo de Jerusalén para llegar a ser un mediador entre el pueblo y Dios.
No entregó su vida y su persona a la causa revolucionaria anti-‐romana protago-‐nizada por los subversivos grupos zelotas.
No se retiró de la vida pública para recluirse en el desierto de Qumrán con los esenios y desde allí recrear la nueva identidad del judaísmo.
No se casó ni estableció una familia.
Jesús, por los datos que podemos rastrear en los evangelios, vivió sin ajustarse a las pos-‐turas, estructuras y sistemas establecidos por la sociedad de su tiempo. Podría decirse que se «inventó» otra manera de vivir, creó una existencia alternativa. Por ello, es nor-‐mal que no le comprendieran ni su familia, ni las autoridades religiosas, ni los gobernan-‐tes, ni las instituciones, ni el pueblo, ni el propio Pilato... Fue original, diferente. Podría decirse que fue un «extraño».
1.2. ¿Por qué decimos que Jesús fue radical?
Porque entendió que la persona humana es lo más importante para él y para el Dios en quien creía. La persona es lo primero y todo lo demás es relativo. Por eso, Jesús dedicó, entregó toda su vida y persona, en favor del hombre y, sobre todo y primero, en favor de los más marginados por la sociedad o la religiosidad: los pobres, los pe-‐queños, los de abajo, los extranjeros, los perdidos... Esta entrega de Jesús no tuvo límites, fue radical. Las ideas, proyectos... están para servicio del hombre concreto. Por eso, Jesús no fue un fanático, ni un intolerante, ni un nacionalista... fue un radical defensor y servidor de la persona humana concreta. Dios quiere que el hombre viva, dirá Ireneo tratando de comprender a Jesús y al Dios de Jesús. «Dios quiere que el pobre (hombre) viva», dirá Oscar Romero actualizando el mismo mensaje. «Más vale un indio infiel, pero vivo, que un indio cristiano muer-‐to», dirá Bartolomé de las Casas comprendiendo y actualizando el mismo mensaje de Jesús. El amor y fidelidad de Jesús al hombre fue radical.
1.3. ¿Por qué decimos que Jesús fue coherente?
Porque su originalidad y radicalidad las vivió hasta el final de su vida, hasta la propia muerte. Porque vivió y proclamó esta originalidad y radicalidad hasta entregar la vida por ello. Para Jesús es tan radicalmente importante la persona humana, y sobre todo la del pequeño, que entrega su vida para que todos tengan vida. Y fue coherente, porque el Dios de Jesús, el Padre de todos, ama y es fiel al hombre por encima de to-‐do. Así, Jesús, en coherencia con el Padre y con su plan, es coherente con el hombre. Esta originalidad, radicalidad y coherencia nos permite comprender por qué Jesús, como señalan los evangelistas, comienza su acción y misión anunciando el Reinado de Dios y creando una comunidad de hermanos.
2. LA PRIMERA PALABRA Y EL PRIMER HECHO DEL MENSAJE Y MISIÓN DE JESÚS 2.1. El Reino y la elección de los primeros seguidores
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Grado – 2º curso 23
Los evangelistas sitúan en el comienzo de la obra de Jesús un hecho y una palabra ín-‐timamente relacionados entre sí: una palabra sobre el Reino y el hecho de la elección de los primeros seguidores. Marcos, por ejemplo, en su evangelio lo cuenta así:
"Cuando detuvieron a Juan, Jesús se fue a Galilea a pregonar de parte de Dios la Buena Noticia. Decía: "se ha cumplido el plazo, ya llega el reinado de Dios. Enmendaos y creed la buena noticia". Pasando junto al lago de Galilea vio a Simón y su hermano Andrés que esta-‐ban echando una red en el lago, pues eran pescadores. Jesús les dijo:" veníos conmigo y os haré pescadores de hombres". Inmediatamente dejaron las re-‐des y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en su barca repasando las redes, y enseguida los llamó; dejaron a su padre, Zebedeo, en la barca con los jornaleros y se marcharon con él" (Mc 1,14-‐20).
El propio evangelista, al final de su evangelio (Mc 16,1-‐8), propone a las mujeres que han ido a ver el sepulcro que regresen a Galilea y que anuncien a los discípulos que vuelvan también a Galilea para que allí experimenten que Jesús de Nazaret está vivo, vivo en la Galilea que acoge la presencia del Reinado de Dios y en la Galilea de la co-‐munidad de los seguidores.
2.2. La misión de Jesús
En el siguiente esquema podemos contemplar el desarrollo y las implicaciones que conllevan el Reino de Dios y la comunidad de los seguidores de Jesús:
LA MISIÓN DE JESÚS
Anuncia el Reino de Dios
Dios es Padre
PROGRAMA: Las Bienaventuranzas La Ley del Amor
SE DIRIGE A TODOS, especialmente, a los más necesitados.
Todos somos her-‐manos
SE MANIFIESTA en PALABRAS y HECHOS de Jesús.
Hay un futuro nuevo y mejor
SE CONSTRUYE perdonando, sirviendo, amando...
Crea una comunidad de seguido-‐res
LA IGLESIA continúa y visibili-‐za el proyecto de Jesús: la evangelización
ES LA MISIÓN DE LA IGLESIA, abarca a toda ella en lo que es, dice y hace.
ES ANUNCIAR LA BUENA NOTICIA, anunciando y viviendo el evangelio.
A LOS HOMBRES CONCRETOS, que viven en una sociedad concreta, con necesidades y aspiraciones, que pueden ser o no creyentes.
QUE LLEVA a la conversión (descubrir a Jesús y adherir-‐se a su proyecto) y a la liberación total del hombre.
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2.3. Aclaración terminológica
Queremos dar un paso más para seguir precisando el contenido de alguno de estos términos e ir creciendo en el intento de unificar nuestro lenguaje:
2.3.a. Al emplear la expresión "Reino de Dios" no se quiere decir:
El reino de Israel en tiempos de David y Salomón o en tiempos de la indepen-‐dencia macabea. Así es como lo entendía la inmensa mayoría de los contempo-‐ráneos de Jesús y hasta sus propios seguidores (ver Hechos de los Apóstoles 1,6).
El reino donde está Dios, el cielo, como lo entendían los apocalípticos del A.T. y algunas tendencias durante la vida histórica de Jesús. Por eso, para estas perso-‐nas tendrá que acabarse este mundo viejo para dar paso al reino de Dios, mundo nuevo.
El reino (o lugar) donde entran aquellos que se esfuerzan por cumplir una ley, un proyecto, como lo entendía la esperanza rabínica de los tiempos de Jesús.
2.3.b. Al emplear la expresión "Reino de Dios":
Dice Jesús: el reino está entre vosotros, y no es algo para el mañana o el «des-‐pués de la muerte». Tiene que ver, primeramente, con la vida de aquí.
Se quiere decir que Dios reina, que Dios está cerca, que Dios ama, perdona, aco-‐ge, endereza, sostiene... salva gratuitamente al hombre.
Se quiere decir que Dios reina allí donde el hombre, como Jesús, se compromete a ser hermano del otro, se acoge al otro, se cura, se sostiene, se levanta, se hu-‐maniza... se salva al hombre de las ataduras y poderes esclavizadores, opresores, deshumanizadores..., de forma gratuita.
Se quiere decir que Dios reina allí donde el hombre, como seguidor de Jesús aco-‐ge gratuitamente el amor de los otros, el servicio de los demás, la entrega, la so-‐lidaridad..., como signos del amor y la fidelidad gratuitas de Dios a los hombres.
Se quiere decir que Dios reina allí donde se experimenta la plenitud de la vida, la felicidad del compartir, el goza de la justicia, la abundancia para todos, la huma-‐nización y la paz. Allí y aquí donde nos sabemos liberados del dominio de la muerte.
En síntesis, el Reino de Dios viene a ser la alternativa a una sociedad injusta, insolida-‐ria e inhumana. Se trata de una sociedad nueva. Jesús proclama que es posible esta alternativa, esta nueva sociedad. Y es posible:
si hay un cambio personal, una nueva manera de ser persona: enmendaos.
si hay un cambio en las relaciones entre los hombres (aspecto social) que de vernos y considerarnos como amigos-‐enemigos, pasamos a experimentarnos y a relacionarnos de hermano a hermano.
Esta alternativa ¿no es de verdad una buena noticia para la humanidad y el mundo? Esta alternativa, que es el Reino de Dios, es la que asumió y comenzó Jesús de mane-‐ra original en su tiempo y entre sus contemporáneos.
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2.3.c. Al emplear la expresión "Comunidad de Jesús" se quiere decir:
Que Jesús, que cree en la posibilidad de esa sociedad alternativa como buena noticia para la humanidad, se rodea de personas que quieran vivirla también con él. Por eso, llama a algunos para hacerlos «pescadores de hombres» y para vivir con ellos. Juntos tratan de hacer posible el Reino de Dios. De entrada, sólo hay una condición, que los llamados quieran y que lo elijan con plena libertad.
Que este grupo, esta comunidad, tiene como objetivo el ser la semilla de la nue-‐va humanidad, del Reino. Su programa de vida viene a expresarse en las biena-‐venturanzas.
Que los componentes de la comunidad deben vivir unas relaciones humanas y con el mundo fundamentadas en la fraternidad y la solidaridad, que así es como se relacionan Jesús y el Dios de Jesús con los hombres y el mundo. Nunca deben olvidar los obstáculos que habrán de encontrarse dentro de la comunidad y fuera de ella.
Que esta comunidad tiene unos rasgos de identidad y que podrían ser: ! Es una comunidad que tiene a Jesús como único Señor y con él se identifican
cada uno de los miembros de la misma. ! Es una comunidad de personas libres, toman la opción de estar en ella por-‐
que así lo han elegido. ! Es una comunidad en la que todos se consideran hermanos y en la que nadie
es más que nadie. ! Es una comunidad solidaria en sí misma y en relación con el mundo y la histo-‐
ria en la que vive. ! Es una comunidad en la que todos están dispuestos a servir y a no ser servi-‐
dos. 2.3.d. La expresión "el Dios de Jesús" o "el Dios del Reino" se quiere decir que:
Jesús ha experimentado en su vida la relación interpersonal con Dios e invita a los demás hombres a que tengan esa misma experiencia de relación. Sabe Jesús que sus contemporáneos han llegado a tener la imagen de un Dios lejano, sobe-‐rano, exigente y objeto de temor más que de amor, aunque los profetas habían insistido en el amor y fidelidad de Dios con los hombres. Estaban muy preocupa-‐dos por la observancia minuciosa de la ley y de los preceptos o mandamientos.
Que Jesús habla de un Dios tan cercano que está en la intimidad de la persona y el hombre puede relacionarse con él sin necesidad de mediaciones. Habla de un Dios que es amor en el que no cabe la actitud castigadora o vengativa, de un Dios que es misericordia y en él no cabe la actitud de juez, de un Dios que siempre es-‐tá dispuesto a ayudar, promocionar, levantar al hombre. Todo esto es lo que se quiere indicar cuando decimos que el Dios de Jesús es el Padre de todos. Esta manera de hablar de Dios es nueva en los tiempos de Jesús y modifica radical-‐mente las concepciones religiosas sobre Dios.
Jesús cree, acoge y tiene experiencia de que Dios Padre es radicalmente bueno, misericordioso, perdonador, servidor del hombre, comunicativo, activo y según muchos críticos y estudiosos, es un Dios débil (y ahí es todopoderoso), tierno (frente a la impasibilidad del Dios de las religiones), dinámico (frente a la inmuta-‐
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bilidad del Dios de los filósofos).
El hombre puede acceder al conocimiento del Dios de Jesús y del Reino a través de la experiencia del amor. Esta experiencia, no puede ser teórica o ejercicio de la pura inteligencia, nace de la práctica del amor a los demás, se inicia cuando se cambian las relaciones de uno mismo consigo y con los demás y el mundo. Se crece en esta relación y conocimiento de Dios como Padre cuando se trabaja por el Reino y el Reinado de Dios. Por ahí se descubre al Padre que se nos muestra en «su obra», «su proyecto», «su Reino».
Si tuviéramos, al final, que responder y sintetizar ¿quién es Jesús y su mensaje? podríamos decir que Jesús es presencia de Dios Padre entre nosotros, presencia de su amor, de su proyecto, de su solidaridad con los hombres. Y su mensaje, como oferta y buena noticia para la humanidad, se resumirá diciendo: amaos unos a otros, como habéis aprendido de mi amor y así experimentaréis el amor de Dios Padre. ¿Cuál fue el futuro histórico de esta manera nueva de vivir que pone en marcha Jesús en nombre de Dios Padre? ¿Cuál fue el destino aparente y real de la origi-‐nalidad, radicalidad y coherencia de Jesús y su mensaje y misión? En la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, el Cristo, encontramos la respuesta a estas preguntas.
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3. EL REINO SE PARECE A… “LES HABLABA EN PARÁBOLAS”
Uno de los medios fundamentales que utilizó Jesús para poner en marcha el Reino fue la propia fuerza de su palabra. Entre las palabras más típicas suyas destacan especialmente dos tipos de expresiones características: por un lado se encuentran las parábolas, recurso habitual en su predicación, sobre todo cuando va dirigida a la gente más sencilla, y por otro los dichos, donde Jesús se expresa de una forma más libre y espontánea, a veces en contraposición a otros tipos de discursos. Vamos a ver ambos comenzando primero por las parábolas. Las parábolas
Para comprender las parábolas es preciso seguir el mismo método y forma que ellas, por lo que vamos a descubrir en primer lugar cuál es el camino al que nos conducen las parábolas, después haremos la comparación entre las parábolas y un árbol, con posterioridad intentaremos descubrir para qué sirven y, por último, veremos a Jesús como Parábola del Padre.
1. Camino de las parábolas
a) Salen de la vida
Las parábolas han salido de la vida: de la naturaleza (tierra, semillas, plantas...) y de los acontecimientos humanos (trabajo, fiestas, relaciones familiares...). Y hablan de la vida. Por lo tanto, para comprender y gustar las parábolas debemos conocer y gustar la vida. La vida, por pequeña que sea, es el punto de apoyo desde donde se levanta el peso de las parábolas: por lo tanto, debemos observar, conocer y amar la vida. • Cada parábola ha sido pronunciada en un determinado momento y ante un determinado
público: pretende dar respuesta a los problemas concretos que se planteaban en esa situación. Por eso hay distintos tipos de parábolas.
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• Las hay de defensa: dirigidas a los enemigos de Jesús (jefes religiosos, fariseos, saduceos). En ellas Jesús justifica su actuación, porque responde a lo que Dios quiere de verdad.
• Una típica de este género es la parábola de los viñadores (Mt 21,33-‐34): habría que leerla teniendo en cuenta el siguiente esquema: viña = pueblo, trabajadores de la viña = gobernantes, siervos = profetas, hijo = Hijo.
• Otras simplemente pretenden decir lo que es el Reino y la actitud que hay que tomar ante él: bien para sacudir la conciencia adormilada del pueblo (parábolas de crisis o de vigilancia: hay que estar más atentos).
• Por ejemplo, la parábola de las vírgenes: Mt 25,1-‐13: esta parábola está inserta en un contexto donde se habla del tema de la vigilancia, de aquí la conexión con la parábola anterior (criado fiel: Mt 24,45-‐51). En este caso la vigilancia se expresa tanto en lo inesperado de la llegada del novio (medianoche) como por la importancia que esta vigilancia tiene para las vidas de los que esperan, como una metáfora de los seguidores de Jesús.
• O bien para anunciar la novedad del Reino (aquí están las parábolas más impactantes y sugerentes).
Cf Lc 15: lo que algunos llaman el «corazón del evangelio de Lucas», por estar en su núcleo y además por expresar lo que más peculiar del pensamiento de Jesús.
b) Pasan por Jesús
Cuando nos encontramos con las parábolas nos encontramos sin duda ante uno de los dichos más característicos de Jesús, muy cerca de él. Cf Mc 4,2.33-‐34. Una vez que Jesús ha conseguido congregar una amplia multitud, les habla a su corazón, y para ello nada mejor que las parábolas, un lenguaje que obliga a la reflexión y a la decisión. En este caso Jesús se centra, no en las dificultades con las que se va a encontrar el Reino, sino en su éxito final. • Jesús aprendió las parábolas en la escuela de la vida: observó atentamente la realidad del
mundo, la naturaleza y las costumbres de la gente. En su casa, con sus vecinos, en medio de su pueblo, en el trabajo..., se fue compenetrando con la vida, aprendió a amarla en profundidad y sinceramente. Aprendió esa sabiduría y lenguaje del pueblo y de su relación con el Padre.
• Tomó algunas imágenes de la historia de su pueblo, acostumbrado a hablar en parábolas, proverbios, refranes, comparaciones y enigmas (mashal, cf Mc 3,23; 7,17: “comparaciones”; Lc 4,23: “proverbio”).
Por ejemplo, detrás de la parábola de los labradores homicidas hay que leer Is 5,1-‐7; Sal 80,9-‐14; Jer 2,21; Ez 15,1-‐8 y Sal 118,22-‐23.
• El amor al Padre le ayudó a encontrar y descubrir la relación y semejanza entre el Reino y la vida, a buscar las palabras, comparaciones y ejemplos que explicaban de la mejor manera posible esa realidad tan misteriosa del Reino.
Así en la parábola del juez y la viuda (cf Lc 18,1-‐8), el evangelista completa la catequesis sobre la oración recogida en Lc 10,38-‐11,3, insistiendo en este caso en la necesidad de orar con confianza y perseverancia.
En Mt 18,21-‐35 (parábola del perdón), el rey representa a Dios que ha perdonado toda su deuda con su oferta de amor y gracia, de aquí la correspondencia de los seguidores de Jesús
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de perdonar sin límites y a todos, porque quien ha experimentado la misericordia de Dios no puede andar calculando las fronteras del perdón.
c) Van al pueblo
El pueblo admiraba y le gustaba mucho el modo de hablar de Jesús, principalmente la gente sencilla y humilde, la que había tenido menos posibilidades de estudiar: Cf Mt 7,28-‐29: la actividad de Jesús no nace ni de los títulos ni de la labia, sino de la profundidad y verdad de lo que tenía que decir, expresado en términos evangélicos, de su “autoridad”.
• El pueblo es el destinatario principal de las parábolas, aunque a veces explicó alguna a sus
discípulos en privado.
Cf Mc 4,10-‐11 donde Jesús, después de haber hablado en parábolas les explica más detenidamente la parábola a sus discípulos, distinguiendo un doble lenguaje: en parábolas para los de fuera, en revelación del misterio del Reino para los de dentro.
Cf en cambio Mt 13,2: no rehúye las masas, no es un mensaje para élites, además, busca los medios para hacerse oír (barca). Y sobre todo 13,34-‐35: “Jesús expuso todas estas cosas por medio de parábolas a la gente, y nada les decía sin utilizar parábolas, para que se cumpliera lo anunciado por el profeta: ‘Hablaré por medio de parábolas, publicaré lo que estaba oculto desde la creación’ del mundo”.
• Jesús también dice alguna parábola a sus adversarios, sobre todo para defender al pueblo:
Cf Lc 15,1ss, este contexto (rechazo a la acogida y cercanía de Jesús por parte de los fariseos y letrados) es el que permite explicar, en buena medida, las parábolas posteriores, así como la dureza con que es tratado el “hijo mayor” de la parábola del hijo pródigo, donde sin duda se sentirían reflejados los fariseos.
• La parábola de los labradores homicidas (cf Mt 21,33-‐45) está colocada expresamente por Mateo poco antes de las escenas de pasión y los jefes de los sacerdotes y los fariseos entendieron que iba dirigida contra ellos de manera inequívoca.
• Por eso es muy importante para entender la parábola buscar a quién se la dirige Jesús, intentando detectar el motivo por el que la dice y las reacciones de los oyentes.
d) Hasta llegar al Reino
Todas las parábolas nos hablan del reino de Dios y nos encaminan hacia el Dios del Reino. Los seguidores de Jesús, al ir reconociendo a Jesús y su buena noticia, van descubriendo el reino de Dios; por eso van comprendiendo las parábolas, mientras que los otros, los maestros de la ley y los fariseos, siguen sin entender las parábolas, que se convierten para ellos en un enigma: no es que no las comprendieran, sino que no aceptaban lo que querían decir:
• Unas, sobre todo las que Jesús dijo al principio de su misión, explican lo que es y significa el
Reino, sus características, su dinamismo. Suelen comenzar con: «El reino de Dios se parece a...», «El Reino es semejante a...», «¿Con qué compararé el reino de los cielos...».
Cf la sección del capítulo 13 de Mateo, dedicado a las parábolas, donde encontramos multitud de ellas: el trigo y la cizaña (cf Mt 13,24.30), donde encontramos: “Con el reino de los cielos [en Mateo se emplea esta expresión en lugar de “reino de Dios”] sucede lo que con..”; la parábola del grano de mostaza y la levadura (cf Mt 13,31-‐33), en la que leemos: “Sucede con el reino de los cielos lo que con...”. Y así con el tesoro y la perla (cf Mt 13,44-‐46), la red (cf Mt 13,47-‐49). En cambio, en Marcos encontramos: “¿Con qué compararemos
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el reino de Dios o con qué parábola lo expondremos?” (cf Mc 4,26: parábola del grano que crece por sí solo).
• Otras, especialmente las que narró hacia el final de su vida, se fijan más las actitudes de las personas ante el Reino:
Cf banquete de bodas (cf Mt 22,2ss): al Reino que se recibe se debe responder con una actitud de cambio; o Mt 25,1-‐13 (parábola de las jóvenes previsoras y las descuidadas). Y lo mismo con Mt 25,14-‐30 (parábola de los talentos), donde volvemos a encontrar: “Sucede con el reino de los cielo lo que con...” (Mt 25,1 y 14).
2. El árbol de las parábolas
Podemos comparar las parábolas a un árbol que tiene sus raíces profundamente hundidas en la vida y eleva sus ramas, cubiertas de hojas y frutos, al Reino.
• Las raíces son aquellos elementos tomados de la vida que le sirven como punto de partida
de la comparación. Son fundamentalmente siete: 1) siembras y plantas; 2) mundo del trabajo; 3) la familia; 4) la comida; 5) la mujer; 6) las cosas de la casa; y 7) el mundo de la pobreza y la marginación.
Cf Mc 4,3-‐9 (parábola del sembrador = 1), Mc 12,1-‐12 (parábola de los labradores homicidas = 1); Mt 13,47-‐49 (parábola de la red = 2); Lc 15,8-‐10 (parábola de la moneda perdida = 5); Lc 15,11-‐32 (parábola del hijo pródigo = 3)...
• Las ramas de las parábolas son aquellos mensajes que nos dicen cómo es el Reino. Son cinco:
1) llamamiento; 2) confianza y perseverancia; 3) misericordia de Dios; 4) seguimiento de Jesús; y 5) juicio.
Cf Mt 25,1-‐13 (jóvenes previsoras y descuidadas) y Mt 25,14-‐30 (talentos), ambas a la raíz 2); parábola del juicio final (Mt 25,31-‐45 = 5)....
3. ¿Para qué sirven las parábolas? Se puede comparar la parábola a una pequeña obra de teatro, donde se cuenta una historia en tres actos: inicio-‐crisis-‐solución. En la parábola, se deja para el final lo importante; las cosas cambian al final y sólo desde aquí se entiende el resto de la acción.
• Están escritas en tercera persona, por lo tanto la historia parece contarse por el puro placer
de hablar: es el momento en el que la palabra no pertenece a nadie y a todos.
• Se presentan como algo que hay que descifrar: obliga al lector a ver las semejanzas y las diferencias con la realidad. El lector se siente gratificado, ya que se cuenta con él. Un ejemplo sencillo, en Mc 4,30-‐32 tenemos la parábola del grano de mostaza. El inicio sería: “Cuando se siembra en la tierra es la más pequeña de las semillas” (v. 31). La crisis:
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“Una vez sembrada crece, se hace mayor que cualquier hortaliza” (v. 32). Y la solución: “Y echa ramas tan grandes que las aves del cielo pueden anidar en su sombra.
• Es una experiencia de lo posible: crea nuevas posibilidades de estar en el mundo, se produce un cambio en los papeles y los valores, planteando una alternativa.
• No remiten a un mundo distinto del presente, sino que sabe descubrir las posibilidades de este mundo: las escenas están tomadas de la vida real y, aunque predomine lo excepcional, no hay en ellas nada de prodigioso o idealizado. Cf la parábola del grano que crece por sí solo de Mc 4,26-‐29, donde todo transcurre de una manera normal. Algo parecido sucede en Sant 5,7 y Ap 14,15.
• Es, pues, una protesta contra la injusticia del mundo real, y una fe en la mejora de la situación: no expresan la historia trillada de la realidad, sino la historia virgen de lo posible, como anticipo del mundo futuro. Las parábolas vuelven las cosas del revés: es un ataque a los convencionalismos y la rutina de nuestra mentalidad y nuestra existencia. En este sentido tienen un carácter crítico y subversivo. Un ejemplo excepcional de esta protesta la encontramos en la parábola del buen samaritano de Lc 10,25-‐36. Sobre la reversión de la realidad, puede ser ilustrativa la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro (cf Lc 16,19-‐31), esta última actúa como ilustración en vivo, de las bendiciones y maldiciones de Lc 6,20-‐26. O la parábola del rico insensato de Lc 12,13-‐31, donde Jesús describe cómo el dinero y las posesiones no son un seguro inevitable para una mejor vida, sino que a veces es justo lo contrario, sobre todo por la conducta “insensata” del rico, conectando en esta crítica con la enseñanza de los sapienciales, que había enseñado a relativizar muchos de los elementos en los que solemos sustentar nuestra vida.
4. Jesús, Parábola de Dios
• Jesús es la Parábola de Dios en su preocupación por el hombre y por la historia, especialmente de los más necesitados, porque así nos muestra cómo es Dios y su Reino.
• Muchas de sus acciones poseen un carácter parabólico y simbólico: las comidas con los despreciados de la sociedad, cuando acoge a un publicano como discípulo suyo, la elección de los Doce, la expulsión de los mercaderes del templo, el lavatorio de los pies, la cena antes de su muerte, carga con la cruz y es crucificado... En todos estos gestos, Jesús nos habla sin palabras: su acción, su persona, se hacen Palabra y nos hablan del misterio del Reino. Jesús se hace Parábola: en toda su vida se nos muestra el Reino.
• El evangelio de Juan, que prácticamente no tiene casi ninguna parábola, sin embargo nos va a descubrir a Jesús como Parábola (Palabra) de Dios (cf Jn 1,1) y sacramento del Padre (cf Jn 14,9-‐11), identificando y comparando a Jesús con las realidades cotidianas de la vida:
• Son las típicas escenas llamadas por los especialistas “yo soy”, en conexión con la revelación del nombre de Yahvé en Éxodo.
«Yo soy el pan de vida» (Jn 6,35). «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12). «Yo soy el buen pastor» (Jn 10,22). «Yo soy la vid verdadera» (Jn 15,1). «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6).
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4. EL DIOS DE JESÚS DE NAZARET LA NOVEDAD DE JESÚS: EL DIOS AMOR En medio de esta humanidad, judía o pagana, oprimida de hecho por la creencia en divinidades en mayor o menor grado rivales del hombre y que lo aplastaban o humillaban con su poder, frustrando sus ansias de plenitud y felicidad, aparece Jesús. El Dios que anuncia no es un Dios distante, está en la intimidad del hombre (Mt 6,6); no es un Dios que castiga, sino que usa misericordia (Mt 18,27); no actúa como juez, sino que viene en ayuda (Mt 18,12-‐14); no domina, sino que promociona al hombre (Jn 13,12-‐15). Esta diferencia y novedad fundamental se debe a que Jesús experimenta y concibe a Dios como puro amor. Tal es la formulación de Juan y de su escuela. Según este evangelista, la gloria y riqueza de Dios es precisamente un amor al hombre sin límite y sin fallo (Jn 1,14: "amor y lealtad"); "Dios es Espíritu", es decir, amor activo (Jn 4,24), y la primera carta de Juan afirma rotundamente que "Dios es amor" (1 Jn 4,8). Esta concepción de Dios se encuentra en cada página del Evangelio de Juan, sea afirmada explícita-‐mente de Dios, sea de Jesús, su presencia en la tierra. Dios mostró su amor a la humanidad llegando a dar a su Hijo amado para que el mundo por él se salvara (3,16). Jesús, que siempre había amado a los suyos, les demostró su amor hasta el fin (13,1). Numerosas figuras simbolizan el amor de Dios: el vino (2,3.9), el perfume (12,3), la sangre y el agua (19,34) y, sobre todo, el Espíritu (1,33), que es la fuerza de vida/amor de Dios mismo. Otra manera de expresar esta experiencia de Dios propia de Jesús es la denominación "el Padre", que significa aquel que, por amor (Mc 1,11: "mi Hijo, el amado"), comunica su propia vida (Mc 1,10s: bajada del Espíritu). En coherencia con ella, Jesús tiene conciencia de ser "el Hijo de Dios", y se pre-‐senta como tal manifestando entre los hombres el amor del Padre. Esta concepción está presente en los cuatro evangelistas. "El Padre" es el nombre de Dios para la comunidad cristiana, como se ve en el "Padre nuestro" (Mt 6,9; Lc 11,2), donde no aparece la deno-‐minación "Dios". En el cap. 13 de Marcos se usan tres denominaciones: "Dios", que lo designa en cuanto creador y se refiere, por tanto, a la humanidad entera (13,19); "Señor", que lo designa como
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Dios de Israel (13,20); "el Padre", en relación con la comunidad cristiana (13,32). La exposición que hace Pablo del fruto del Espíritu desarrolla el significado del Dios-‐amor: "El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, tolerancia, agrado, generosidad, lealtad, sencillez, dominio de sí" (Gál 5,22s). Siendo el Espíritu la vida misma de Dios, su fruto en el hombre ha de ser reflejo de la realidad divina. La idea del Dios-‐amor desbanca las concepciones propuestas por las religiones. Por eso afirma Juan en el texto ya citado del Prólogo a su Evangelio: "A la divinidad nadie la ha visto nunca; un Hijo único, que es Dios, el que está de cara al Padre, él ha sido la explicación" (Jn 1,18). Con esta frase advierte el evangelista que se debe poner en cuarentena toda idea adquirida de Dios, ya provenga del AT, ya de la religión o filosofía pagana. Nadie, antes de Jesús, tuvo la plena experiencia de la realidad divina, y en toda manera de proponer la idea de Dios a lo largo de la historia ha habido elementos culturales y proyecciones humanas que la han deformado, ignorando lo esencial. Sólo se puede conocer lo que es Dios a través de Jesús: "El que me ve a mí, está viendo al Padre" (Jn 14,9). A partir de esta concepción, las ideas tradicionales sobre Dios se ven radicalmente modificadas. La fisonomía de Dios que va trazando la experiencia de Jesús tiene los siguientes rasgos fundamentales. 1. UN DIOS EXCLUSIVAMENTE BUENO
En primer lugar, el Dios-‐amor no es solamente un Dios bueno, sino exclusivamente bueno. Es un Dios puramente positivo, sin rasgo alguno negativo, sin ninguna ambigüedad. Así lo ex-‐presa la primera carta de Juan: "Dios es luz, y en él no hay tiniebla alguna" (1 Jn 1,5). Jesús enseña que Dios, que es puro amor/vida, no es ambiguo. Por eso nunca significa ame-‐naza o peligro ni puede inspirar temor. Tal es la advertencia de Jesús a los discípulos, cuando ellos, imbuidos de tradición judía, sienten miedo ante una manifestación de su divinidad (Mc 6,49s; Mt 14,26s; Jn 6,19s; cf. Mc 4,41; 9,6). La presencia y manifestación de Dios son causa de seguridad y alegría, pues, siendo amor, sólo desea potenciar y vivificar al hombre. Como se ha visto, incluso en la religión judía la figura de Dios era ambigua. Por un lado se afirmaba su amor al pueblo, pero por otro se le concebía como un Dios exigente y celoso. No podía definírsele simplemente como Dios-‐amor. El hombre, incapaz de cumplir con todas las exigencias divinas, no estaba nunca seguro de si era objeto del amor o del rechazo de Dios. El individuo religioso vivía así en una perpetua intranquilidad y en la angustia de ser reprobado. Para Jesús, en cambio, Dios no ama al hombre porque éste sea bueno, sino porque él mismo es bueno (Mt 5,45: "... para ser hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos"). En consecuencia, Dios no es pro-‐blema para el hombre. Este no tiene que afanarse por aplacarlo, por hacérselo propicio, pue-‐de estar siempre seguro de ser acogido. Dios es siempre favorable al hombre, aunque éste se profese enemigo suyo. Así lo expresa la carta a los Romanos: "Cuando nosotros estábamos sin fuerzas, entonces, en su momento, Jesús el Mesías murió por los culpables...; el Mesías murió por nosotros cuando éramos aún pecadores: así demuestra Dios el amor que nos tiene" (Rom 5,6.8).
2. UN DIOS QUE BUSCA COMUNICARSE
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Si Dios es amor, necesariamente tiene que comunicarse; su deseo es hacer a otros partícipes de su propia realidad. Esta es la idea que propone Juan en el primer versículo de su Evange-‐lio, que traducimos según su sentido más asequible: "Al principio ya existía el Proyecto, y el Proyecto interpelaba a Dios, y un Dios era el Proyecto". El proyecto de Dios, que el hombre llegue a ser como él, se hace realidad en Jesús y sucesivamente en la humanidad nueva; ellos constituyen el término de la comunicación divina y la realización del proyecto. El deseo del Dios-‐amor por comunicarse se expresa en este versículo con la urgencia que supone la inter-‐pelación ("el Proyecto interpelaba a Dios"). La calidad del amor divino se desprende del contenido mismo del Proyecto : "un Dios era el Proyecto". El evangelista se refiere a la creación del hombre. Por tanto, el propósito de Dios es que el hombre llegue a una plenitud tal que posea la condición divina. Para que alcance esa plenitud, Dios quiere comunicarle su ser ("Padre"); y si Dios, la plenitud del ser, es amor, también la plenitud del hombre está en la línea del amor. La condición para que Dios pueda comunicarse es que el hombre exista. Por eso la expresión preliminar del amor de Dios es la creación del género humano. Siendo la creación obra del amor, en vista de la realización del proyecto, queda excluido que Dios haya creado al hombre para que éste caiga, apenas creado, en un estado de ignominia tal que no merezca más que el rechazo de su Creador. El Dios exclusivamente bueno es incapaz de tal rechazo y, además, sería contradictorio que desde el principio pudiera cometer el hombre un acto capaz de inva-‐lidar el inmenso amor del Dios que lo había creado y de acarrear su propia condena. El Dios únicamente bueno ama al hombre como es, en su condición de hombre, y con ello, a todos los hombres. Sin embargo el amor supone estima; no ama Dios simplemente a un ser miserable; ama a un ser que, aunque de momento pueda ser miserable, lleva dentro unas posibilidades cuyo desarrollo puede hacer de él un "hijo", es decir, uno semejante a él. Esa estima profunda, a pesar de las miserias humanas, es la expresión de la fe inquebrantable de Dios en el hombre. Conforme a esto, el Dios que se revela en Jesús ofrece amor y vida a todos los hombres sin distinción, por encima de raza, religión o conducta. Fue precisamente la aceptación de los "pecadores" o descreídos y de la gente de mala fama por parte de Jesús lo que provocó el es-‐cándalo en su sociedad (Mc 2,15-‐18 par.; Lc 15,1s; 19,1-‐7); su respuesta era que su modo de proceder traducía el modo de ser de Dios.
3. UN DIOS QUE POTENCIA AL HOMBRE
Para realizar el proyecto creador el hombre necesita ser capaz de amar hasta el fin. Capacitar al hombre para esa clase de amor es lo que Juan llama "el designio del Padre" (Jn 4,34; 6,38.40). En otras palabras: si el proyecto de Dios consiste en que el hombre alcance la con-‐dición divina, que es la plenitud de vida/amor, el paso inicial tiene que ser que el hombre po-‐sea la fuerza que le permita caminar hacia la plenitud. El NT llama a esta fuerza "el Espíritu", participación de la vida/amor de Dios mismo, que se comunica al hombre por medio de Jesús (Jn 1,14: "plenitud de amor y lealtad"; 1,16: "de su plenitud todos nosotros hemos recibido"). Potenciado en su ser, el hombre puede comenzar el camino que lo irá llevando hacia su plena realización/personalización. Queda así incorporado el proceso creador, empieza a ser artífice de su propia creación.
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Sin embargo, el Espíritu, principio de vida/amor, no se da independientemente de la volun-‐tad del hombre. Este tiene que poner de su parte para recibirlo. De hecho, para el hombre, creado como ser libre, su porvenir o destino está en manos de su libertad de opción. El Evangelio de Juan formula esta idea como elección entre luz y tiniebla. La luz simboliza lo positivo, el amor y la vida; la tiniebla, la falta de amor y la muerte. La opción vital por el amor a los demás hace participar de la vida de Dios, con la que el hombre supera la muerte física; por el contrario, la indiferencia o el odio a los demás lleva a un estado de muerte que desemboca en la muerte definitiva. Ante todo hombre, pues, de manera más o menos explícita, con claridad instantánea o to-‐mando cuerpo de forma paulatina, e independientemente de toda persuasión religiosa, se presenta una opción fundamental que orientará su vida. Es la opción entre vivir preocupán-‐dose por el bien de los demás o egoístamente para sí mismo. Ante esta opción crucial para su destino, el hombre no se encuentra impreparado. Por el he-‐cho de la creación, de su existencia misma, lleva en sí una aspiración a la plenitud que suele expresarse como deseo de felicidad. Esta significa en primer lugar plenitud de ser, que de he-‐cho se identifica con la plenitud de amor, y, consecuentemente, plenitud de actividad, que desarrolla la realidad del amor; ambas colman la aspiración humana a una vida plena. El instinto primordial de plenitud que el hombre lleva en sí haría natural que escogiese el amor/vida y no la tiniebla/muerte. Sin embargo, al lado del deseo de plenitud existen en el hombre tendencias que lo impulsan al egoísmo, al deseo de posesión exclusiva, al antago-‐nismo, al dominio de los demás. Se deben sobre todo a la asimilación de ideologías que pro-‐pugnan la ambición, la rivalidad y la violencia, recibidas de la sociedad en que vive. La raíz de esas ideologías está en la búsqueda del interés personal, prescindiendo del bien del prójimo. A menudo, esas tendencias llevan al hombre a optar por la tiniebla. Esta compleja realidad interior del hombre está reflejada en la parábola del sembrador (Mc 4,3-‐9.14-‐20). Los cuatro terrenos representan las diversas actitudes que el hombre puede adoptar ante la opción que Jesús propone, y entre ellas siempre se encuentra la posibilidad de respuesta. En el hombre existe, por tanto, una dualidad. Su ser profundo lo lleva a la vida; sus tenden-‐cias destructivas, a la muerte (Rom 8,5-‐6). En esta dualidad, la actitud dominante será de-‐terminada por la conducta. Ordinariamente, la opción fundamental es anterior al encuentro con Jesús. Así lo expresa Juan: "Todo el que obra con bajeza odia la luz y no se acerca a la luz, para que no se le eche en cara su modo de obrar; en cambio, el que practica la lealtad se acerca a la luz, y así se manifiesta su modo de obrar, realizado en unión con Dios" (Jn 3,20s). La disposición y el comportamiento habitual con los demás determinan la opción. A la opción positiva responde el don del Espíritu, que le da estabilidad y capacita para llevar a término el proyecto creador. Es lo que aparece en la escena del bautismo en el Jordán. La inmersión en el agua significaba, en el caso de Jesús, su prontitud a dar la vida, si fuera necesario, en la empresa de sacar a la humanidad de su miserable estado. Jesús va, pues, al Jordán con una disposición de amor sin límite a la humanidad. Su opción está hecha y la expresa con el símbolo del bautismo. Es en-‐tonces cuando Dios se le comunica. La bajada del Espíritu sobre él significa precisamente la comunicación del amor/vida divina, y el efecto de la bajada queda expresado en las palabras
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que oye (Mc 1,9-‐11). El hombre, por tanto, empieza a colaborar en su propia creación cuando secunda el instinto de vida que lleva dentro, cuando es fiel a lo más profundo de sí mismo (Jn 6,45: "escuchar y aprender del Padre"). La opción por la vida/amor lo pone en sintonía con Dios y establece una comunión de vida con él. La nueva relación entre Dios y el hombre, que se crea con la comunicación del Espíritu, se formula como la de Padre-‐hijo. Es una relación de amor y confianza (cf. Heb 4,16), que exclu-‐ye todo temor (1 Jn 4,18: "En el amor no existe temor; al contrario, el amor acabado echa fuera el temor, porque el temor anticipa el castigo; quien siente temor aún no está realizado en el amor"). Dios es Padre y todo hombre está invitado a ser hijo suyo; lo será de hecho cuando opte por el amor/vida y así se parezca a él. La diferente opción hace que el hombre sea o no hijo de Dios: "Con esto queda patente quiénes son los hijos de Dios y quiénes los hijos del Enemigo" (1 Jn 3,10). Resumiendo brevemente el proceso descrito, pueden delinearse los pasos si-‐guientes:
1) Por el hecho de la creación, el hombre, lleva dentro un instinto de vida y un deseo de plenitud, que lo incitan a la práctica del amor, es decir, a la solidaridad y entrega a los demás; sin embargo, al mismo tiempo, hay en él tendencias destructivas que lo im-‐pulsan al egoísmo y a la rivalidad.
2) La conducta que adopte será la que haga prevalecer en su vida una u otra posibilidad. Si el hombre es fiel a sí mismo, optará por la práctica del amor, que orienta hacia la plenitud.
3) Al encontrarse con la figura de Jesús, modelo de plenitud humana, cuya vida y muer-‐te traducen en el lenguaje humano la realidad del Dios-‐amor, el hombre que había orientado su vida hacia los demás le dará espontáneamente su adhesión; el que vive para su propio provecho lo rechazará, por ser incompatible con la conducta que se propone continuar y suponer un reproche para ella.
4) La opción del hombre por el amor, antes o después de haber conocido a Jesús, lo po-‐ne en sintonía con Dios, y se establece con él una comunión de vida que personaliza y potencia al hombre. A partir de ese momento empieza el camino hacia la plenitud de vida, que se va adquiriendo por la práctica de un amor que no excluye a nadie ni pone límite a la entrega (Lc 6,27-‐38).
La idea de un Dios que potencia al hombre para que alcance la condición divina es incompa-‐tible con la concepción de un Dios rival del hombre, envidioso de su felicidad o celoso de que se apropie de lo que él considera exclusivo suyo. Así lo indica, con toda claridad, el episodio del paralítico (Mc 2,3-‐13 par.). La teología oficial, representada por la doctrina de los letra-‐dos, sostenía la absoluta separación entre Dios y el hombre y, por consiguiente, la imposibili-‐dad de que éste pudiera arrogarse ninguna presunta prerrogativa divina (2,6-‐7). Jesús, por el contrario, afirma que el Hombre ("el Hijo del hombre"), denominación que se aplica a él e in-‐cluye también a sus seguidores, está autorizado por Dios para actuar en la tierra como él. Los adeptos de la teología oficial judía no podían comprender que un hombre pudiese tener la condición divina (Jn 6,41-‐42). El Dios-‐amor quiere compartirlo todo con el hombre, tanto su ser como su actividad. La gloria de un Dios que se presenta como Padre es precisamente el pleno desarrollo de sus hijos.
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4. UN DIOS SIEMPRE DISPUESTO A PERDONAR
El Dios-‐amor, el Padre, es el que no castiga, sino que está siempre dispuesto a perdonar. Así lo ilustra el Evangelio de Mateo (18,21-‐22). La pregunta de Pedro a Jesús: "Señor, y si mi hermano me sigue ofendiendo, )cuántas veces lo tendré que perdonar?, )siete veces?", reci-‐be esta respuesta: "Siete veces, no; setenta veces siete". La razón se expone en la parábola si-‐guiente (18,23-‐35), donde se muestra a un Dios dispuesto a perdonar aun las mayores faltas del hombre; si ése es el comportamiento de Dios, el hombre no tiene ningún pretexto para negar a nadie su perdón. El deseo de Dios de restablecer su relación con el hombre cuando éste la ha roto aparece cla-‐ramente en la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-‐32). En ella, el padre, figura de Dios, no de-‐ja siquiera que su hijo termine las palabras de arrepentimiento que llevaba preparadas (15,18-‐21). Su alegría por la vuelta del hijo es desbordante (15,20.22); el evangelista subraya la intensidad del amor de Dios por los hombres, en particular por los que según el juicio co-‐mún menos se lo merecen (cf. 15,1-‐2). El ofrecimiento del perdón manifiesta la fe en el hom-‐bre, por mala que sea su conducta. Nada hay en Dios de rencor o venganza. Es por eso por lo que Jesús deroga la antigua ley del talión: "Ojo por ojo y diente por diente" (Mt 5,38-‐42), que justificaba la venganza personal. Paralelamente rechaza la venganza colectiva, como aparece en el episodio de la sinagoga de Nazaret, tal como lo relata Lucas (4,16-‐30). Jesús, al leer el conocido pasaje de Is 61,1-‐2, omi-‐te el verso final, donde se mencionaba "el día del desquite de nuestro Dios". Esto provoca la repulsa de sus conciudadanos, que esperaban la revancha contra los pueblos paganos que habían dominado a Israel. La renuncia total a la venganza refleja la actitud de Dios respecto al hombre. Esa misma es la actitud de Jesús. Cuando está para morir en la cruz, en lugar de sentir rencor contra los que lo matan, los excusa de algún modo ante el Padre, aduciendo que no se dan cuenta de las consecuencias de su acción (Lc 23,34: "Padre, perdónalos, que no saben lo que están haciendo"). Para obtener el perdón sólo se requiere, por parte del hombre, el reconocimiento de su error/pecado, que, de una manera u otra, consiste en cometer un daño o injusticia contraria al amor. Mientras el hombre no rectifique su actitud, no deja cauce para recibir el amor/perdón de Dios. Paralelamente, sólo puede ser perdonado quien está dispuesto a perdonar; el que se niega a perdonar cerrándose de ese modo al amor de los demás se incapacita para ser objeto del amor/perdón de Dios (Mt 6,12: "perdónanos nuestras deudas, que también nosotros perdo-‐namos a nuestros deudores"; 6,14s: "pues si perdonáis sus culpas a los demás, también vues-‐tro Padre del cielo os perdonará a vosotros. Pero si no perdonáis a los demás, tampoco vues-‐tro Padre perdonará vuestras culpas", cf. 18,35). El amor que procede del Padre y se mani-‐fiesta y se comunica a través de Jesús es una corriente que no puede detenerse; por su mis-‐ma naturaleza exige la difusión, la propagación. Quien se niega a comunicar el amor se hace incapaz de recibirlo. El perdón manifiesta el amor e implica la estima del hombre, al que nunca se considera como
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una causa desesperada. Siempre hay posibilidad de rectificación y de cambio. El caso extremo de la esperanza ilimitada de Dios en el hombre aparece con ocasión de la traición de Judas, tal como la describe el Evangelio de Juan. Aun después de haber él deci-‐dido entregar a Jesús, éste le muestra su amistad incondicional con un signo de especial de-‐ferencia: le ofrece un trozo de pan mojado en la salsa, simbolizando con esto el ofrecimiento de su propia persona. De este modo, le da la última oportunidad para que recapacite; pone su vida en sus manos para ver si ese gesto extremo cambia su corazón (Jn 13,21-‐27). Paralelamente, cuando Jesús está ya crucificado, todavía se dirige a sus enemigos, esperando de ellos una manifestación de solidaridad humana que los habría salvado (Jn 19,28: "Tengo sed"). Muestra así su amor hasta el fin.
5. UN DIOS AL SERVICIO DEL HOMBRE
El amor crea igualdad; de ahí que el Proyecto de Dios sea que el hombre alcance la condición divina. El Evangelio de Lucas lo formula con ese dicho de Jesús: "Un discípulo no es más que su maestro, aunque, terminado el aprendizaje, cada uno le llegará a su maestro" (Lc 6,40). Para realizar esa obra, Dios se pone al servicio del hombre. La igualdad que Dios desea se muestra cuando en la persona de Jesús llama al hombre "ami-‐go" (Lc 12,4; Jn 15,15.18); paralelamente, para expresar el amor de Dios a los discípulos, Juan usa el verbo "querer", que en griego es de la misma raíz que "amigo" (Jn 16,27: "porque el Padre mismo os quiere"). La afirmación de Jesús: "cualquier cosa que le pidáis al Padre, en unión conmigo, os la dará", significa que Dios pone su poder al servicio de la comunidad para la obra de la misión, es de-‐cir, para propagar el amor y la vida entre los hombres e ir creando una sociedad nueva. Sin embargo, la afirmación más clara del servicio de Dios al hombre se expresa en la escena del lavado de los pies (Jn 13,2-‐17). Jesús se hace servidor de los suyos para darles a ellos su propia condición de "señor", es decir, de hombres libres como lo es él mismo; así les de-‐muestra su amor (13,1). Es lo que no entiende Simón Pedro (13,6-‐8), porque no comprende lo que significa el amor y, por tanto, no capta el sentido del servicio de Jesús. La práctica del amor como servicio debe ser distintivo de la comunidad cristiana (13,12-‐15). El Evangelio de Juan expresa también en otro pasaje el servicio continuo de Dios a la huma-‐nidad. Ante el reproche de los dirigentes judíos sobre su actividad liberadora en día festivo, Jesús responde: "Mi Padre, hasta el presente, sigue trabajando y yo también trabajo" (Jn 5,16-‐17). Mientras una parte de la humanidad se encuentre en situaciones de hambre, opre-‐sión, injusticia o falta de vida, no cesará el empeño de Dios y, por tanto, el de Jesús, para que la sociedad humana se vaya configurando de tal modo que favorezca el pleno desarrollo de todos. La idea de un Dios al servicio del hombre se opone diametralmente al modo de concebir la relación entre el hombre y Dios propio de las antiguas religiones. Según ellas, el hombre ha-‐bía sido creado para servir a Dios. Ante un Dios Soberano, al hombre no le cabía más condi-‐
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ción que la de siervo. Uno de los modos tradicionales de "servir a Dios" era el culto. Las ceremonias del culto anti-‐guo, sacrificios, postraciones, ofrendas, expiación por los pecados, subrayaban la inferioridad y dependencia del hombre y lo presentaban como un eterno deudor, que nunca alcanzaba a dar a su Dios toda la honra que éste merecía. La idea del Dios-‐amor cambia al concepto de culto. En el NT se llama culto o liturgia a los ritos judíos o paganos (Lc 1,23; 2,37; Hch 7,41; 14,13; Rom 9,4; Heb 9,21), pero nunca a una cele-‐bración cristiana. Cuando el NT aplica estos términos a los cristianos, liturgia, culto y sacrificio se refieren a la vida misma. El caso excepcional de Hch 13,2 indica una celebración de estilo judío. El culto a Dios en el Nuevo Testamento no ocupa un sector de la existencia, sino toda ella; no se ejercita con ritos especiales, sino con el mismo vivir. Es un culto y un sacrificio existencial, en que el hombre se ofrece a sí mismo en su circunstancia histórica (Rom 12,1: "Por ese cari-‐ño de Dios os exhorto, hermanos, a que ofrezcáis vuestra propia existencia como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios, como vuestro culto auténtico"). El culto es la entrega a los demás; cada circunstancia muestra una exigencia del amor, y a ella ha de responder el cristiano. Por ser total y continuo, implica la desaparición del tiempo y lugar sagrados (Jn 4,21-‐24). También la fe, adhesión a Jesús y al Padre, es llamada sacrificio: "Aun suponiendo que mi sangre haya de derramarse sobre el sacrificio litúrgico que es vuestra fe..." (Flp 2,17). Lo mismo, la ayuda económica que recibe Pablo de los Filipenses: "incienso perfumado, sacrifi-‐cio aceptable que agrada a Dios" (Flp 4,18). La carta a los Hebreos recapitula los dos aspectos del culto y sacrificio cristiano, incluyendo en el mismo pasaje la fe y el amor mutuo: "Por su medio (de Jesús Mesías) ofrezcamos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el tributo de labios que bendicen su nombre. No os olvidéis de la solidaridad y de hacer el bien, que tales sacrificios son los que agradan a Dios" (Heb 13,15s). Culto es la predicación: "Bien sabe Dios, a quien doy culto con toda mi alma proclamando la buena noticia de su Hi-‐jo..." (Rom 1,9; cf. 15,16). La razón última de esta traslación de significado podemos encontrarla en el Evangelio de Juan, concretamente en el episodio de la samaritana. Después de definir a Dios como "Espíri-‐tu", es decir, fuerza de amor, habla Jesús del culto "con Espíritu y lealtad" (Jn 4,24). Esta frase equivale a la del Prólogo "amor y lealtad" (Jn 4,14). El culto verdadero, el que el Padre busca (4,23) y, por tanto, el único que acepta, una vez abolidos los templos (4,21), consiste en la práctica del amor fiel, que prolonga el de Dios a la humanidad (3,16). Este es el culto que no disminuye al hombre, sino que lo hace crecer, asemejándolo cada vez más al Padre. Es la pro-‐longación del dinamismo de amor que es Dios mismo y que él comunica. Dios no quiere al hombre a su servicio, sino al servicio de los demás hombres. No es un Dios absorbente. De ahí la sorprendente formulación del mandamiento nuevo que da Jesús a los suyos y que sustituye a los de la antigua alianza: "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; igual que yo os he amado, también vosotros amaos unos a otros" (Jn 13,34). Como se ve, aunque Jesús alude a su amor por los discípulos, no les pide a cambio el de ellos por él; por el contrario, pone la respuesta a su amor en el que ellos han de tenerse unos a otros. Esto explica que el mandamiento no mencione a Dios ni exija en primer lugar el amor por él, como era el caso del decálogo de Moisés.
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De hecho, en la antigua Ley, el hombre debía amar a Dios sobre todas las cosas (Dt 6,4s). Al estar Dios "separado" del hombre, podía ser "objeto" del amor de éste. Ahora, el Espíritu, la fuerza de amor de Dios mismo, identifica al hombre con Jesús y con el Padre. Dios deja de ser algo externo; impulsa al hombre desde dentro para que llegue a ser como él. Por eso ya no se habla de que el hombre se entregue a Dios; él se entrega al hombre como fuerza de amor, para que éste, a su vez, se entregue a los demás. De este modo, el que sigue a Jesús ama siendo uno con él y con el Padre (Jn 17,21-‐23). Se explica así que el mandamiento de Jesús no prescriba ya el amor/entrega a Dios, sino el amor/entrega a los hombres. No hay que amar "a Dios" o "a Jesús", sino amar a los hombres "con y como Dios", "con y como Jesús". El único amor que el hombre puede ofrecer a Dios y a Jesús es su identificación con ellos.
6. UN DIOS "DÉBIL"
La idea generalizada del Dios omnipotente tropieza con grandes dificultades. Ante el dolor y la miseria de tantos seres humanos surge espontáneamente la pregunta de por qué Dios, si todo lo puede, no hace nada por poner remedio a esa situación. Inevitablemente se descubre una contradicción: si Dios es omnipotente, no es bueno, pues, pudiendo suprimirlo, parece indiferente a tanto dolor; si es bueno, no puede ser omnipotente en el sentido como se en-‐tiende de ordinario. La explicación tradicional es que Dios no quiere el mal, pero lo permite, aun pudiendo evitar-‐lo, para respetar la libertad del hombre. Extraño modo de proceder cuando esa libertad sirve para oprimir al desvalido, para matar al inocente, para imponer la injusticia a tantos millones de seres humanos, para aniquilar a los inermes por medio de la guerra. Nadie con sentimien-‐tos permitiría nada de eso si estuviera en su mano evitarlo. Jesús nos muestra que Dios es amor y, por tanto, necesariamente bueno; en consecuencia, no puede ser indiferente ante el mal. Lo que hay que determinar es en qué sentido es Dios omnipotente. En los evangelios nunca se llama a Dios omnipotente o todo poderoso. En la segunda carta a los Corintios (una vez) y en el Apocalipsis (nueve veces) aparece el término griego pantokrá-‐tor, que no significa exactamente "todopoderoso", sino, más bien, "Soberano de todo". En 2 Cor 6,18 el término se encuentra en una cita del Antiguo Testamento (2 Sam 7,14), para pro-‐bar que los cristianos son templo de Dios vivo, es decir, el ámbito donde de hecho se ejerce el reinado/soberanía de Dios; la realidad de ese reinado en la comunidad cristiana (utopía realizada) anticipa su realización en la humanidad entera (utopía por realizar). En el Apocalip-‐sis se refiere unas veces al reinado universal de Dios como ideal que se alcanzará en el futuro (utopía por realizar: 1,8; 4,8; 15,3), y otras, donde el autor coloca la escena en el tiempo final, a ese ideal ya realizado (utopía realizada: 11,17; 16,7; 16,14; 19,6.15; 21,22). La soberanía de-‐finitiva de Dios sobre el universo es otra manera de expresar lo que Pablo formula en 1 Cor 15,28 describiendo el estado final de la creación: "Dios lo será todo en todos". Es precisamente la realidad de Dios como amor sin límite la que permite encontrar una vía de solución al problema de la omnipotencia divina. Dando por supuesto que Dios es amor, pue-‐de preguntarse: )es el amor omnipotente? Por una parte, la fuerza infinita de amor/vida tie-‐ne una potencia sin límite, y en este sentido puede llamarse omnipotente; por otra, el amor tiene efecto solamente si es aceptado. Es ofrecimiento, no imposición. Querer forzar una respuesta de amor es hacerlo imposible, porque el amor supone la libertad de respuesta. La coacción impide el amor. Este es mano tendida, comunicación ofrecida; para que tenga efec-‐
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to es indispensable que otra mano se tienda, que otro ser acepte y corresponda al ofreci-‐miento. Una persona puede amar a otra con toda el alma; si la otra queda indiferente ante ese amor, éste no puede realizarse y queda inerme. El amor comporta el posible fracaso y, ante el rechazo, experimenta la impotencia. Para poder responder al amor de Dios es necesario que el hombre esté libre de coacción. El Dios de terror, el que amenaza con el castigo e impide la libertad, no produce amor, sino hi-‐pocresía. La necesidad de la respuesta se ve clara en los evangelios en aquellas ocasiones donde Jesús dice a algunos de los enfermos que cura: "Tu fe te ha salvado" (Mc 5,34 par.; 10,52 y par.; Lc 7,50; 17,19). Esta frase indica que, aunque la salvación procede de él como presencia de Dios en la tierra, ha sido eficaz merced a la respuesta positiva de la persona. Así se ve claramente en el episodio de la mujer con flujos( Mc 5, 24-‐34). Cuando ésta toca el borde del manto de Jesús, mostrando su adhesión y confianza en él, se siente curada. Jesús, por su parte, nota la fuerza de vida (el Espíritu) que ha salido de él y que ha sido el agente de la curación. El amor ha sido eficaz porque ha encontrado respuesta. Así lo sintetiza la frase final: "Tu fe te ha sal-‐vado" (Mc 5,34). El mismo sentido tiene la formulación de Juan cuando describe el propósito de Dios al enviar su Hijo al mundo: "No envió Dios el Hijo al mundo para que dé sentencia contra el mundo, sino para que el mundo por él se salve" (Jn 3,17). Poniendo las dos últimas frases en paralelo, podía haber dicho: "No... para que dé sentencia contra el mundo, sino para que lo salve". Tal construcción habría hecho depender la salvación solamente de la iniciativa divina. El texto, en cambio, pone como sujeto al mundo: "para que el mundo (= la humanidad) por él se sal-‐ve"; son los hombres los que han de aprovechar libremente la posibilidad de salvación que Dios ofrece en Jesús. Por el contrario, cuando no existe una actitud receptiva, la acción del amor resulta imposible. Así lo expresa el evangelio en el episodio de la sinagoga de Nazaret. Ante la falta de fe de sus paisanos, Jesús queda impotente para actuar: "No le fue posible de ningún modo actuar allí con fuerza... Y estaba sorprendido de su falta de fe" (Mc 6,5.6). El mismo fracaso del amor se aprecia en el lamento de Jesús sobre Jerusalén, "(Jerusalén, Je-‐rusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! (Cuántas veces he queri-‐do reunir a tus hijos como la clueca a sus pollitos bajo las alas, pero no habéis querido!" (Lc 13,34). Tampoco tiene éxito la propuesta de Jesús al rico: "Jesús se le quedó mirando y le mostró su amor diciéndole: "Ve a vender todo lo que tienes y dáselo a los pobres, que tendrás en Dios tu riqueza; y anda, ven y sígueme." A estas palabras, el otro frunció el ceño y se marchó entris-‐tecido, pues tenía muchas posesiones" (Mc 10,21-‐22). Una vez más, el amor no encuentra co-‐rrespondencia. En general puede decirse que todo el relato evangélico nos presenta el rechazo del amor de Dios, manifestado en Jesús, por parte de las autoridades judías (Mc 14,64: "Todos sin excep-‐ción pronunciaron la sentencia de muerte") y, finalmente, también por el pueblo (Mc 15,13.14: "(¡Crucifícalo!"). Ante el rechazo de su amor, Dios queda impotente, y Jesús tiene que aceptar la muerte. Esto queda patente en la escena de Getsemaní. En ella, la causa de la agonía de Jesús es doble: la congoja por la ruina del pueblo judío, que
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no reconoce al verdadero Dios, y el descrédito del Padre, con quien Jesús se identifica, por la condena y la muerte infamante que él va a sufrir. Es Marcos el evangelista que más cruda-‐mente describe la escena, subrayando la tentación de Jesús. Da dos redacciones diferentes de ella; la primera, en forma condicional más suave, pertenece al narrador (Mc 14,35: "Se de-‐jó caer a tierra, pidiendo que si era posible no le tocase aquel momento"); la segunda, que comienza en forma absoluta más fuerte, está puesta en boca de Jesús (14,36: "¡Abba! ¡Pa-‐dre!, todo es posible para ti; aparta de mí este trago; pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú"). Jesús invoca la omnipotencia del Padre ("todo es posible para ti"), delatando la tentación que sufre, que es la misma que acecha a sus discípulos (Mc 14,38: "Manteneos despiertos y pedid no ceder a la tentación..."). Ante el fracaso de su misión con el pueblo judío, Jesús desearía una intervención divina de poder que cambiase la situación y salvara a ese pueblo aun en contra de su voluntad, evitando también su propio fracaso y el consecuente descrédito del verdadero Dios. Acepta, sin embargo, desde el principio lo que el Padre decida ("no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú"). No hay respuesta del Padre. Con su insistente ora-‐ción, Jesús mismo comprende que no cabe un plan diferente (Mc 14,41-‐42: "Se acercó por tercera vez y les dijo: ... Basta ya, ha llegado el momento" Mirad, el Hombre va a ser entrega-‐do en manos de los descreídos. ("Levantaos, vamos, que está cerca el que me entrega! "), pues el amor de Dios es impotente ante el rechazo. Actuar con un golpe de fuerza sería im-‐posible para el Padre; iría contra su mismo ser y, por tanto, contra el de Jesús. No hay en Dios un poder independiente del amor, y éste espera respuesta, pero no puede forzar la libertad de los hombres. Según Mt 26,53, cuando fueron a prender a Jesús y un discípulo pretendió defenderlo con las armas, él le dijo: "¿Piensas que no puedo acudir a mi Padre? Él pondría a mi lado ahora mis-‐mo más de doce legiones de ángeles. Pero ¿cómo se cumpliría entonces la Escritura, que dice que eso tiene que pasar?" Jesús opone la posible petición al Padre al cumplimiento de la Escritura. La primera significa-‐ría adoptar la línea de violencia comenzada por el discípulo. Jesús rechaza la tentación de pedirle al Padre que ponga su potencia a su servicio para aniquilar a sus adversarios y subra-‐ya que para cumplir el designio del Padre, la salvación de la humanidad, expresado en la Es-‐critura, no existe más camino que el del amor que no se desdice ni siquiera ante el fracaso, la ignominia y la muerte. La Escritura a que alude el texto se refiere al Servidor de Yahvé, cuya misión había de consis-‐tir en salvar a la humanidad aun a costa de su propia vida (Is 52,13-‐53,12; cf. 42,1-‐9; Mt 12,17-‐21). Sólo la entrega de Jesús hasta la muerte podía revelar al auténtico Dios, el amor sin límite, el que responde con amor incluso al odio. La manifestación de la calidad de ese amor es el único medio para dar a la humanidad la posibilidad de una respuesta que será su salvación. La "debilidad" del Dios-‐amor ante el rechazo resulta incomprensible y escandaliza a todos los adversarios de Jesús. La debilidad de Dios era el punto más difícil de aceptar para los que ha-‐bían sido educados en la idea de un Dios todopoderoso que no toleraría el triunfo de sus enemigos. Véase, por ejemplo, Dt 32,40-‐42: "Tan verdad como que vivo eternamente, cuando afile el relámpago de mi espada y tome en mi mano la justicia, haré venganza del enemigo y daré su paga al adversario; embriagaré mis flechas de sangre, mi espada devorará la carne; carne de muertos y cautivos, cabezas de jefes enemigos."
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Cuando Jesús está en la cruz, las burlas de sus adversarios se basan precisamente en que su impotencia demuestra que Dios no está con él (Mt 27,40.43: "Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz"; "Si de verdad lo quiere Dios, que lo libre ahora, )no decía que era Hijo de Dios?"; Mc 15,31s: "Ha salvado a otros y él no se puede salvar. ¡El Mesías, el rey de Israel! ¡Que baje aho-‐ra de la cruz para que lo veamos y creamos!"; Lc 23,35: "A otros ha salvado; ¡que se salve él si es el Mesías de Dios, el Elegido!”. La idea de un Dios que no tolera la derrota les impide ver la realidad del Dios-‐amor, manifestada en Jesús. El Dios de Jesús queda desacreditado ante los judíos, porque no hace ostentación de su poder. Pablo constata el mismo escándalo ante la debilidad de Dios escribiendo a la comunidad de Corinto: "Mientras los judíos piden señales y los griegos buscan saber, nosotros predicamos un Mesías crucificado, para los judíos un escándalo, para los paganos una locura..., porque la locura de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios más potente que los hom-‐bres" (1 Cor 1,22s.25). El amor, fuerza de vida, es omnipotente, pero su potencia sólo puede actuar si es aceptado. Un Dios-‐amor no puede ser responsable de los males de la humanidad. Muchos de ellos, de manera más o menos directa, y algunos palpablemente, son responsabilidad de los hombres, que no responden a ese amor; otros se deben a catástrofes naturales que podrían tener su origen en el desequilibrio que el hombre ha producido en el mundo por su falta de sintonía con la naturaleza o también en las fuerza difíciles de controlar que desata el proceso mismo de la vida. En todo caso, no dependen de Dios y, si existen, es porque no puede evitarlo. Es equivocado buscar explicaciones que hagan el amor de Dios compatible con el mal. El es vida incluso en situaciones de muerte, fuerza que ayuda a afrontar las situaciones límite con un horizonte abierto a la esperanza.
7. UN DIOS TIERNO
El Dios-‐amor manifestado por Jesús difiere también del concepto de un Dios impasible e in-‐sensible, propio de las religiones o de la filosofía. Si Dios es amor, no es posible que perma-‐nezca indiferente ante la suerte de los hombres y ha de reaccionar con viveza ante aquellas situaciones humanas que se oponen al amor. El mal que sufren los hombres tiene que afec-‐tarle. Así lo subrayan los tres sinópticos cuando, ante determinadas situaciones humanas negati-‐vas, describen la reacción de Jesús con un verbo de sentimiento, "conmoverse", que el Anti-‐guo Testamento reserva para expresar la sensibilidad de Dios. De este modo ponen de relie-‐ve que Jesús, presencia de Dios en la tierra, reacciona como lo hace Dios mismo. Jesús se conmueve ante la marginación extrema a que la sociedad judía condenaba, en nom-‐bre de Dios, a los que consideraba "impuros"; responde oponiéndose a la Ley que sancionaba la marginación, privando así a ésta de su fundamento. Con su actuación niega que pueda uti-‐lizarse el hombre de Dios para marginar a ningún ser humano y afirma que su labor, como la de Dios mismo, tiende a suprimir todo estado de marginación impuesto por la sociedad reli-‐giosa o civil (Mc 1,39-‐45). En Mt 9,36 se describe la misma reacción de Jesús. A la vista de las multitudes "se conmovió, porque andaban maltrechas y derrengadas como ovejas sin pastor". Ante esa situación, envía a los Doce "a las ovejas descarriadas de Israel" (Mt 10,6), con una misión liberadora (10,1);
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viendo el estado en que se encuentra el pueblo, pide al Padre que multiplique el número de enviados que trabajen por su liberación (9,37s). Lo mismo sucede cuando siguen a Jesús multitudes hambrientas, tanto judías como paganas (Mc 6,34 par.; 8,2 par.). Su indigencia conmueve a Jesús, en contraste con la insensibilidad de sus discípulos (Mc 6,36; 8,4). Les enseña a compartir lo que tienen (Mc 6,37-‐44 par.; 8,5-‐9 par.), para que comprendan que sólo a través de la solidaridad podrán los indigentes liberar-‐se de la opresión económica que sufren. En el episodio del muchacho epiléptico (Mc 9,14-‐29), figura del pueblo desesperado, es el padre, que representa al mismo pueblo en cuanto ve en Jesús un posible liberador, quien le pide que se conmueva por su situación (9,22). De hecho, Jesús ejerce su actividad liberadora, de la que habían sido incapaces los discípulos (9,18.28), levantando al epiléptico/pueblo (9,27). En el Evangelio de Lucas se describe el encuentro de Jesús con el cortejo fúnebre que sale del pueblo de Naín (Lc 7,11-‐16). La madre viuda es figura de la nación alejada de Dios; el hijo úni-‐co, muerto, representa al pueblo, sin vida por esa lejanía. La escena significa la situación ex-‐trema del pueblo judío, que, al apartarse de Dios, ha perdido toda esperanza de porvenir. Ante esta tragedia, Jesús se conmueve (7,13), le devuelve la vida y abre a la nación un porve-‐nir nuevo. El episodio de los dos ciegos de Jericó (Mt 20,29-‐34) expone la situación de los discípulos, que, cegados por la ideología nacionalista del judaísmo, no entienden el mesianismo de Je-‐sús. Tampoco permanece Jesús indiferente ante esta situación ni ante el grito angustiado que la expresa (20,31). Por el contrario, "conmovido, les tocó los ojos" (20,34). El resultado es la visión y el seguimiento. De este modo expresa el evangelista su certeza de que aquellos dis-‐cípulos acabarán comprendiendo a Jesús y siguiéndolo de verdad. Confirmando que esta ternura de Jesús es la propia del Dios-‐amor, Lucas, en la parábola del hijo pródigo (15,11-‐32), describe así la reacción del padre, figura de Dios, ante la vuelta del hijo: "Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y se conmovió; salió corriendo, se le echó al cuello y lo cubrió de besos" (15,20). Paralelamente, Mateo, en la parábola de los dos deudores (18,23-‐34), narra cómo el rey, de nuevo figura de Dios, se conmueve (18,27) y perdona la impagable deuda, como respuesta a la súplica desgarrada del deudor, mostrando así que Dios es sensible a la tragedia humana aunque ésta haya sido provocada por las culpas del propio hombre. Finalmente, la ternura del Dios-‐amor, que se manifiesta en Jesús, debe ser también caracte-‐rística de todo hombre. Así lo sugiere Lucas en la parábola del buen samaritano (10,30-‐35), cuando, en contraste con el sacerdote y el clérigo, describe la reacción de éste ante el próji-‐mo necesitado: "Llegó a donde estaba el hombre y, al verlo, se conmovió" (10,33). Al jurista que le había preguntado quién era su prójimo (10,29), Jesús le pone como modelo la conduc-‐ta del despreciado samaritano (10,37), que refleja la actitud de Dios mismo. Una línea constante del Antiguo Testamento muestra un Dios que hace suya la causa de los pobres, los desvalidos, los que son víctimas de la injusticia, y sale en su defensa; un Dios que toma partido por aquellos de los que nadie se preocupa (Ex 3,7-‐10; Dt 10,18; Sal 10,17s; 12,6; 35,10; 82,1-‐4; 107; Is 1,17; 58,6s; 61,1; Jr 21,11s; 22,15s; Ez 34, etcétera).
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Jesús sigue esta línea del Dios defensor de los humildes. Así lo muestra cuando en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,16-‐21) define su misión aplicándose el texto de Is 61,1-‐2: "El Espíritu del Se-‐ñor descansa sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a dar la buena noticia a los pobres, a proclamar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a proclamar el año favorable del Señor." Ante la pregunta de los emisarios de Juan Bautista sobre si era él el Mesías esperado, Jesús describe su actividad en estos términos: "Ciegos ven y cojos andan, leprosos quedan limpios y sordos oyen, muertos resucitan y pobres reciben la buena noticia" (Mt 11,3-‐4). Como Dios mismo, Jesús se pone del lado de los despreciados por la sociedad: marginados, descreídos y gentes de mala fama (Mc 2,15-‐17 par.; Lc 15; 19,1-‐9); rescata con ternura a los que yerran (Mt 18,12-‐14); en la sociedad pagana, ofrece a los oprimidos un camino de libera-‐ción (Mc 5,2-‐20 y paralelos). Su solidaridad con los parias de la tierra llega hasta el punto de hacer suya su causa (Mt 25,40: "cada vez que lo hicisteis con uno de estos hermanos míos tan insignificantes, lo hi-‐cisteis conmigo"); de este modo, desde ellos, apela a la solidaridad humana para que acabe con la injusticia. Finalmente, su muerte en cruz, como un criminal, lo identifica con todos los inocentes que son víctimas de los poderes opresores.
8. UN DIOS DINÁMICO
Otro atributo tradicional de Dios, que queda matizado por la realidad del Dios-‐amor, es el de su inmutabilidad. El Dios-‐amor es inmutable en el sentido de que nunca cesa de amar, pero, por la naturaleza misma del amor, no puede contemplar impasible la historia de la humani-‐dad sin participar ni comprometerse con ella; es decir, no puede ser un Dios estático. Como se ha visto, el evangelista Juan define a Dios de esta manera: "Dios es Espíritu" (4,24). El término "espíritu" expresa dinamismo; originalmente era sinónimo de "viento", significado que se prestaba fácilmente para simbolizar una fuerza impulsora invisible. Definir a Dios co-‐mo "espíritu" equivale a decir que Dios es una fuerza, un dinamismo de amor y vida en cons-‐tante actividad. La obra inicial de ese dinamismo es la creación, en la que se explaya el amor divino. Y el Dios-‐Espíritu la acompaña en su historia impulsándola hacia la plenitud, que será la culminación de su proyecto. En los evangelios sinópticos, el dinamismo divino se expresa ante todo en la idea del reinado de Dios, que significa en primer lugar la realización del hombre nuevo (aspecto individual), cuya tarea ha de ser la creación de una sociedad nueva que permita el pleno desarrollo hu-‐mano ("el reino de Dios", aspecto social). Tal es el proyecto divino para la humanidad. Ahora bien: el reinado de Dios es la propuesta de futuro que hace Jesús (Mc 1,15: "el reinado de Dios está cerca"). Dios debe y quiere ser el Rey del universo. Esta expresión, perteneciente a la cultura antigua, significa en nuestro lenguaje que Dios es la fuente del amor, el dador de la vida definitiva, el que garantiza el éxito de la empresa humana, que es la suya. Dios reina
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haciendo al hombre semejante a él. Otra manera de expresar esta realidad de Dios es el apelativo "Padre", que significa igual-‐mente el que por amor comunica al hombre su propia vida. De hecho, como aparece en el "Padre nuestro", el reinado que debe llegar es el del Padre (Mt 6,9-‐10). Que el reinado de Dios sea una propuesta de futuro significa que no está realizado y, por consiguiente, que el amor de Dios no ha encontrado aún plena respuesta. El dinamismo del amor de Dios no ha conseguido aún llenar el ámbito que le corresponde, la creación entera. El deseo del Dios-‐amor por realizar su proyecto se expresa en las peticiones del "Padre nues-‐tro": "llegue tu reinado, realícese en la tierra tu designio del cielo". Al recomendar a los discí-‐pulos que pidan esto, Jesús indica que es deseo del Padre concederlo. En realidad, lo que se pide no es la intervención unilateral del Padre en la historia humana. Las peticiones, que nacen de una experiencia, son al mismo tiempo deseo y compromiso. Los discípulos, que, por la experiencia del Espíritu, viven ya en cierta medida el reinado de Dios sobre ellos y constituyen el núcleo de la sociedad nueva, desean que la misma realidad se ex-‐tienda a la humanidad entera y se comprometen a trabajar para conseguirlo. Para eso piden la ayuda del Padre, es decir, piden que su amor sea acicate en la historia humana, el motor oculto de su realización. Para hacer realidad esta propuesta de futuro Jesús exhorta a cambiar de vida, es decir, a su-‐primir la injusticia personal, como condición previa para responder al amor de Dios (Mc 1,15: "enmendaos"). Si los hombres se cierran a esta exhortación, se frustra el ofrecimiento de Je-‐sús y se bloquea la realización del proyecto. Al mismo tiempo exhorta a mantener viva la es-‐peranza en la utopía final (Mc 1,15: "tened fe en esta buena noticia"), mostrando que se trata de un largo proceso. Jesús, el Hombre nuevo, constituye, a nivel individual, la realización del proyecto de Dios. El Padre ha encontrado en él una respuesta plena, pudiendo desplegar en su persona todo su dinamismo de amor. Jesús anticipa así el destino del hombre, es la primicia de la creación acabada, de la humanidad nueva. La adhesión a él garantiza la realización del proyecto di-‐vino. Mientras el proyecto de Dios, la condición divina de la humanidad, no esté realizado, no ha terminado la tarea de Dios en la historia (Jn 5,17: "Mi Padre, hasta el presente, sigue traba-‐jando y yo también trabajo"). Esto significa que, en alguna medida, mientras la humanidad no dé una respuesta plena a su amor, Dios está como incompleto, porque su amor no está colmado. De este modo, podría decirse que Dios no llegará a ser plenamente Padre hasta que el hombre no sea plenamente hijo. Esta es la idea que expresa Pablo en 1 Cor 15,28: "Y cuando el universo le quede sometido [al Hijo], entonces también el Hijo se someterá al que se lo sometió, y Dios lo será todo en to-‐dos." Como en los sinópticos, la imagen del dominio regio que Pablo utiliza expresa en reali-‐dad la renovación de la humanidad por el amor, fruto de su adhesión a Jesús. Según la expre-‐sión de Pablo, cuando esto ocurra, Jesús ofrecerá al Padre esta respuesta plena de la huma-‐nidad, y será entonces cuando el Dios-‐amor se encuentre colmado, alcanzando a ser "todo en todos".
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5. MUERTE Y RESURRECCIÓN DE JESÚS. 1. MUERTE DE JESÚS: NARRACIÓN DE UNOS HECHOS Muy probablemente, una noche de primavera, tal vez el 7 o el 14 de abril (Jn 19,14) del año 30 d.C., Jesús de Nazaret fue detenido por una especie de policía a las órdenes del Sanedrín. Se le detuvo, porque había sido denunciado por uno de los suyos (Mt 26,14). Éste recibió, como recompensa, el precio pagado por un esclavo, treinta monedas. Jesús fue sometido, juzgado y condenado por dos procesos. Uno religioso, basándose en la propia Constitución judía (Mc 14,53) y otro político, llevado a cabo por el poder de ocupación romano (Mc 15,1). Inmediatamente después de la detención son llamados a declarar algunos testigos de las acti-‐vidades ilegales de Jesús. Los evangelios sinópticos comentan extensamente los interrogatorios de aquella noche (Mc 14,55; Mt 26,59; Lc 22,54). Al no ponerse de acuerdo los testigos, ya de madrugada, al amanecer, el Sanedrín, con al menos 23 miembros presentes, en la casa de Caifás (el inquisidor), o tal vez en el salón de piedra situado al oeste del Templo de Jerusalén, organiza una sesión judicial. Interrogan al acusado, declarándole culpable y condenándole a muerte por blasfemo (Mc 14,64). Hacia las ocho de la mañana, y dado que la sentencia tenía que ser ratificada por el gobernador romano, Jesús es llevado a presencia de Pilato (Mc 15,1). Seguramente, Pilato se encontrase en la Torre Antonia, fortaleza-‐palacio que domi-‐naba todo el Templo de Jerusalén. El poder religioso sabía que la acusación contra Jesús caería por su base en estos ambientes políticos, por eso necesitaba un nuevo planteamiento. En este segundo proceso, Jesús será acusado de sub-‐versivo político, perturbador del pueblo, caudillo de zelotas (Mc 15,26; Jn 19,19). También serán elementos acusatorios contra Jesús, la insurrección y el fraude fiscal (Lc 23,2.5). Pilato inicia su interrogatorio (Mt 27,11), pero no obtiene respuestas claras por parte de Jesús (Mt 27,22; Mc 15,2; Lc 23,3; Jn 18,34), de hecho, reconoce su inocencia política (Mt 27,19.23; Mc 15,14; Lc 23,4.14.22; Jn 18,39; 19,4.6.12). Tal vez, Jesús fuese remitido a Herodes, que se encontraba en Jerusalén aquellos días (sólo lo recoge Lc 23,8-‐10), por ser tetrarca de Galilea, lugar de procedencia de Jesús y por ser allí donde éste ejerció buena parte de su actividad. Sin embargo, si existió este encuentro entre Herodes y Jesús, la verdad es que no aportó ningún dato nuevo a la causa.
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Después de volver a la presencia de Pilato, tal vez en la misma Torre Antonia, Jesús fue torturado y condenado a morir crucificado (Mt 27,26). Suplicio que se aplicaba en todo el Imperio romano a los esclavos, guerrilleros o subversivos políticos. Según la ley romana, Jesús debió cargar con el travesa-‐ño de la cruz (unos 50 kilos de peso), caminar con él (unos 600 metros) hasta el lugar de la ejecución, el Calvario. Para llegar hasta allí, era necesario atravesar las murallas de la ciudad. Posiblemente, debió salir por la puerta de Efraín. Durante el recorrido, todos los espectadores podían contemplar la tablilla que indicaba el móvil del crimen, en este caso la causa de la condena decía: "El rey de los ju-‐díos" (Jn 19,19-‐20). El lugar de la ejecución estaba ya preparado. Se encontraba clavado en el suelo el madero vertical. Siguiendo la costumbre, Jesús fue clavado al travesaño. Eran las tres de la tarde (Mc 15,33) del vier-‐nes cuando debió morir, alzado a dos o tres metros del suelo, por agotamiento, asfixia, hemorragia o fallo cardíaco. Se le enterró cerca del lugar de la ejecución (Mc 15,46), posiblemente, en uno de los sepulcros cuya entrada se cerraba con una piedra, después de realizar los ritos pertinentes: cerrarle los ojos y embalsamar su cuerpo (Lc 23,55). 2. LAS CAUSAS QUE PUDIERON PROVOCAR LA MUERTE VIOLENTA DE JESÚS Si los hechos narrados pudieron suceder así, tal como lo relatan los evangelios y las costumbres de la época, cabe preguntarnos: ¿qué significó la trama histórica de estos acontecimientos?, ¿qué hubo por detrás de estos hechos?, ¿por qué mataron a Jesús?, ¿cuáles fueron las causas que hicieron irre-‐mediable la condena a muerte? Se puede pensar que la forma de vida adoptada por Jesús y su postura respecto a la ley, la religión y el poder político, le condujeron a fuertes enfrentamientos, a una conflictividad y rechazo tal, que las instituciones competentes de la época vieron en él una auténtica amenaza que sólo podía resolverse con su eliminación: "¿No caéis en la cuenta de que es mejor que muera un solo hombre por el pueblo y no que perezca toda la nación?" (Jn 11,50). Necesitamos, pues, acercarnos a las causas que provo-‐caron el conflicto y, consecuentemente, la muerte violenta de Jesús: 2.1. La actitud de Jesús ante la ley
Basta una simple lectura de los evangelios para percibir el enfrentamiento que se dio entre Jesús y los defensores de la ley. Conflicto que terminará con la muerte de Jesús: "Nosotros tenemos unas leyes y, según ellas, tiene que morir" (Jn 19,7):
Jesús ha desautorizado el valor salvífico de la Ley (Mt 6,1-‐4).
Se sitúa libremente ante ella, en ocasiones llega a quebrantarla (Mc 2,23; Lc 13,10; Mt 19,19).
Su predicación tiene palabras muy comprometidas: "Se os ha dicho..., pero yo os digo" (Mt 5,21-‐22).
Desacredita a los detentadores de la ley, porque "Imponen cargas muy pesadas y ellos no hacen nada" (Lc 11,46).
Es muy significativo el suceso de la mujer adúltera (Jn 8,2-‐11).
En definitiva, la actitud de Jesús ante la ley sorprende, provoca reacciones a veces violentas, ha-‐ce vislumbrar algo nuevo que no puede ser admitido por los defensores del orden legal: "Se trata de que seáis buenos, como vuestro Padre" (Mt 5,48). Sólo esto, que no es poco, parece bastar.
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2.2. La actitud de Jesús ante la religión
Llama la atención el enfrentamiento de Jesús con todos aquellos que corrompen y profanan el Templo. Es un hecho recogido en los cuatro evangelios (Mc 11,15-‐19; Lc 19,45; Mt 21,12-‐17; Jn 2,13-‐22). Este incidente no es un hecho aislado, está dentro de un contexto de choques y enfren-‐tamientos con la institución religiosa:
Jesús ya ha hablado de la destrucción del Templo (Mc 13,1-‐2).
Lo ha dejado en entredicho en aquella conversación con la samaritana (Jn 4,21).
Ha criticado las formalidades observadas en el templo (Mt 5,23; 23, 16-‐22).
La curación del inválido en Jn 5,1-‐8 denuncia las posturas mágicas-‐religiosas.
No se le perdonará esta postura que desacredita la Institución más sagrada, el Templo. Resu-‐miendo, el Dios de Jesús no se corresponde con las representaciones y los esquemas religiosos oficiales judíos. Jesús no obedece al Dios de la ley, apuesta por el Dios del Reino al que llama Pa-‐dre, con su actitud pone en entredicho todo el fundamento del sistema religioso judío. Su Dios no puede quedar encerrado en unas ceremonias legales o rituales, no es un Dios tradicional, por eso el Templo en el que se le rinde culto, no tiene ya sentido, ahora hay que adorar al Dios cer-‐cano y Padre: "En espíritu y verdad" (Jn 4,20-‐24).
2.3. La actitud de Jesús ante el poder político
Será una actitud muy parecida a la que mantuvo frente a la ley y la religión: No tiene miedo, no adula a los políticos, se mantiene libre y no busca ser Mesías naciona-‐lista (Jn 18,33-‐36).
Adopta una postura única, al no aceptar ninguna autoridad superior a Dios. Se sitúa más allá de las cuestiones puramente políticas: "Dad al César lo que le corresponde... y a Dios lo que es de Dios" (Mc 12,13-‐17), no reconociendo en el poder político ningún derecho divino.
Tampoco se siente coaccionado por las amenazas de Herodes, al que califica de zorro (Lc 13,32).
No tiene miedo de denunciar a todas las autoridades que ejercen su función desde el to-‐talitarismo y la autosuficiencia (Mt 20,25).
En consecuencia, las autoridades civiles del Imperio romano ven en Jesús un hombre que no se doblega ante el dios poder, en ninguno de sus altares quemará incienso, por eso su vida es peli-‐grosa y subversiva. Tampoco convencerá a los movimientos guerrilleros y revolucionarios del país, ellos también se sienten decepcionados con este hombre que no acaba de convencerlos. Las causas que provocaron el final violento de Jesús tienen mucho que ver con su forma de vida, con su actitud frente a la ley, la religión, el poder político:
Muere acusado por todos: los cumplidores de la ley, los saduceos, los escribas y fariseos, los sumos sacerdotes, el sanedrín, el gobernador romano...
Lo matan las autoridades religiosas, el clan de las familias más poderosas del judaísmo, las autoridades del Imperio y lo hacen apelando a la prudencia y a la seguridad del Esta-‐do.
Lo ejecutan con la ley en la mano, según las leyes, de lo contrario traicionarían al empe-‐rador.
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También el pueblo pedirá su muerte, decepcionado en sus expectativas mesiánicas, cier-‐tamente instigado por sus dirigentes.
3. ¿CÓMO VIVE JESÚS SU PROPIA MUERTE? La contemplación del misterio de la cruz hace brotar en nosotros esta pregunta: ¿cómo vive Jesús su propia muerte? Desde la información que nos ofrecen los evangelios podemos afirmar que:
La muerte de Jesús se fue forjando lentamente. Sus gestos simbólicos, sus palabras denun-‐ciadoras, sus actitudes liberadoras, van creando un clima de enfrentamiento y de conflicto que terminarán con él.
Desde su condición de hombre, en todo semejante a nosotros (Flp 2), no busca el dolor, mu-‐cho menos la muerte, pero tampoco está dispuesto a renunciar al proyecto de vida asumido.
Después de un año largo de enfrentamientos con las autoridades, evitará frecuentar lugares de alto riesgo y se retira a lugares más tranquilos como la ciudad de Efraín, cercana al desier-‐to (Jn 11,53-‐54). En su última visita a Jerusalén se hospedará en Betania para no ser visto (Jn 11,57), sabe que las autoridades le buscan, están pidiendo la colaboración del pueblo para que le denuncie (Jn 11,57). Jesús intenta evitar el peligro que le acecha y pone los medios que están a su alcance.
Pero uno de los suyos le traiciona y le vende (Mt 26,15), ya no le queda más solución que asumir los acontecimientos que se le vienen encima.
De una manera muy peculiar encontramos en el texto de Mc 14,33 a un Jesús en oración, reza a su Dios angustiosamente, con dolor y con miedo. En esta oración, Jesús experimenta la dura realidad de una misión cumplida por la que debe pagar un alto precio. Experimenta el silencio y el misterio de un Dios, no hay respuestas, sólo interrogantes. Seguramente en estos momentos finales de su vida, Jesús ya tenía conciencia de su misión: liberar a los hombres de todo aquello que les deshumaniza, la conciencia de que en su persona el Padre reali-‐zaba su hermoso sueño de irrumpir en la historia de los hombres de manera definitiva. Ahora el Reino empezaba a fermentar como el grano de trigo enterrado (Jn 12,24). Pero esta progresiva conciencia adquirida día a día, año a año, no le privará de experimentar el fra-‐caso. No hay comedia en su grito desgarrado: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15,34); así como no hay fingimiento en sus últimas palabras: "En tus manos encomiendo mi espí-‐ritu" (Lc 23,46). ¿Cuál fue, entonces, la experiencia vivida por Jesús en el drama de su pasión y de su muerte? Bueno será que volvamos a la fuente que nos brinda el evangelio, un sencillo repaso por los textos bíblicos nos ayudará a descubrir:
En el evangelio de Marcos descubrimos a Jesús que termina su vida en un patíbulo. Vive su muerte como fracaso, sufre y muere ante un Dios que no sale en su defensa, que permanece en silencio y que no hace ningún milagro para salvar a su hijo. Jesús muere desamparado, sin nada, apenas confiando en Dios.
En Mateo encontramos a Jesús que se enfrenta con la muerte que se le viene encima, su al-‐ma está triste, porque todo lo que ha hecho y dicho, se vuelve contra él durante el juicio. Muere en la misma vivencia de Marcos: confiando en el Padre. Es un Jesús lleno de coheren-‐cia, que no se apoya en milagros, su Dios no le ha enviado ninguna legión de ángeles, deberá enfrentarse sólo ante la realidad que le rechaza y no le comprende.
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En Lucas podemos advertir la actitud de confianza total mantenida por Jesús, entregado al Padre en medio del dolor y del fracaso más absoluto. No duda de que el Padre está con él, pero percibe que su muerte es irreversible, que será condenado, porque sus acusadores no le entienden: "Si os respondo no me creeréis" (Lc 22,66-‐71). Sin necesidad de testigos será condenado y caminará hacia el patíbulo torturado y roto. Dios calla y él confía. Muere con el mismo grito desgarrado recogido en los otros sinópticos.
En Juan no encontraremos una narración de los sentimientos de Jesús, más bien una inter-‐pretación de los mismos. Juan verá la muerte de Jesús como ese después que es la resurrec-‐ción. La muerte es el camino del triunfo, no un final trágico, la hora para volver al Padre. El dolor y la muerte son inevitables, todo es como un doloroso parto que terminará con la ale-‐gría de dar a luz un nuevo ser (Jn 16,16-‐24).
Resumiendo los sentimientos de Jesús en los últimos acontecimientos que marcaron el final de su vida podemos decir:
Jesús es consciente de que su muerte es consecuencia de su vida, la ve venir y va hacia ella libremente, confiando en su Padre.
Vive la muerte desde un profundo sentimiento de fracaso, sin experimentar la cercanía de Dios, sólo su misterio y su silencio.
Por eso, Jesús muere como un auténtico hombre de fe, no tiene razones para justificar el porqué de tantas preguntas, pero confía contra toda esperanza. Le mantiene la confianza, no la racionalidad de los hechos. Es precisamente esta confianza en Dios y la solidaridad con el hombre lo que le permite vislumbrar que todo esto es fecundo, aunque tenga que pasar por el fracaso de la muerte.
4. LAS DISTINTAS FORMAS DE INTERPRETAR LA MUERTE DE JESÚS Poco a poco, las primeras comunidades fueron encontrando el sentido último de la muerte de Jesús. Intentaron responder a esas cuestiones profundas que los hombres nos hacemos cuando hemos vivido acontecimientos que no acabamos de entender: ¿por qué? ¿qué sentido tiene? ¿qué quiere decir? A través de expresiones y lenguajes conocidos y comprendidos por la gente de aquellos ambientes, las comunidades trataron de explicar el sentido profundo de la muerte de Jesús. Las más antiguas tradiciones cristianas entendieron así la muerte de Jesús:
Jesús es el enviado de Dios, rechazado y ejecutado por los hombres, al estilo de los profetas. ¡Es el Mesías!, pero distinto al esperado por Israel. El es el Siervo doliente, tal como aparece en Isaías 53. El pagó las consecuencias de nuestros errores, como indica Romanos 3,25-‐26.
Fue sobre todo Pablo y sus comunidades quienes más contribuyeron en esta interpretación de la muerte de Jesús. Con el correr del tiempo y con la expansión del cristianismo en otras culturas, la muerte de Jesús se fue interpretando y expresando en otros lenguajes. Las imágenes y las formas utilizadas parecían claras para aquellas épocas y culturas, pero con el paso del tiempo se han ido haciendo incomprensibles para la mayoría de nosotros, se hace necesaria una nueva interpretación. Según la tradición cristiana, las tres interpretaciones más populares de la muerte de Jesús son: 4.1. Jesús murió por nuestros pecados
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Interpretación fácil de entender en los ambientes romanos y judíos en los que estaban en uso ofrendas cruentas a los dioses y a Yahvé. La muerte de Jesús se entendió como un sacrifi-‐cio cruento, ofrecido por nuestros pecados. Sin embargo, ¿qué sentido tiene hoy algo tan ex-‐traño como el culto sacrificial rendido a Dios? Un nuevo planteamiento del término sacrificio, entendido como entrega incondicional a Dios, nos permitirá comprender que éste fue el verdadero sacrificio de Jesús: vida entregada al Padre y a los hermanos. En la medida en que nosotros sigamos este estilo de vida experi-‐mentaremos la salvación y rendiremos culto al Padre.
4.2. Jesús nos redimió y por él fuimos rescatados
Es una forma de entender la muerte de Jesús propia de épocas de esclavitud. El esclavo sólo conseguía su libertad mediante el pago de un rescate. En esta interpretación de la muerte de Jesús sólo hay dos protagonistas: Dios y Satán, el hombre no interviene. Jesús, en nombre de Dios, paga con su vida el rescate, el hombre deja de pertenecer al demonio y queda libre, pe-‐ro no ejerce ningún papel, ni interviene en la acción. Es una redención pasiva, en la que el hombre no ejerce su condición de persona libre, capaz de optar y decidir. Precisamente, es la muerte de Jesús, superada por la resurrección, la que nos permite ser libres y tomar decisiones. Es ahí donde la persona experimenta la salvación.
4.3. Jesús tuvo que pagar por nuestros pecados.
Es una interpretación jurídica que explica la salvación en categorías de derecho romano. Por el pecado, el ser humano rompe el orden querido por Dios, ofende infinitamente a su Creador. De-‐berá pagarse un precio infinito, por eso nada puede hacer el hombre. Sólo el Hijo podrá pagar la deuda. Como en otras ocasiones, aparece una imagen de Dios poco acorde con la ofrecida por Jesús en el evangelio. El Dios de Jesús aparece siempre perdonando y buscando el bien del hom-‐bre. Aunque el ser humano no esté del todo hecho, aunque tenga que hacer un largo camino de hu-‐manización, sí es verdad que a medida que camine en busca de su auténtica identidad experi-‐mentará la salvación otorgada por la muerte de Jesús. Todas estas formas de interpretar la muerte de Jesús son imágenes, símbolos, lenguaje. En cada una de ellas debemos vislumbrar los rasgos del Dios cristiano, sin olvidar que responden a épocas y culturas diferentes a la nuestra. Por eso, debemos interpretarlas, no de forma literal para no caer en conclusiones precipitadas o absurdas que nos apartan del Dios de Jesús. La clave de in-‐terpretación sobre la muerte de Jesús gira en torno a la imagen que se tiene de Dios. Desde Je-‐sús, el Dios cristiano:
No quiere la muerte de su hijo, porque no es vengativo y porque no exige el holo-‐causto de una víctima que expíe el pecado de los hombres.
No es un ser despiadado, insensible al dolor de una criatura que muere violentamen-‐te.
No es una divinidad fatídica que dictamina una ley que debe cumplirse.
Estas imágenes de Dios son incompatibles con el Dios transmitido por Jesús. El Dios cristiano no
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quiere ese final para su hijo Jesús, lo acepta y lo asume como resultado de la decisión libre del hombre. Dios tiene las manos atadas al crear al hombre: libre, capaz de decidir... Ahora no pue-‐de retirarle esa capacidad, tiene que asumirla hasta las últimas consecuencias. La muerte de Je-‐sús se entiende como el resultado último de la Encarnación: Jesús muere, porque los hombres morimos. Jesús muere desde la solidaridad con todo lo humano. Su muerte es coronación de una existencia vivida solidariamente.
5. TRAS LA MUERTE, LA CRISIS RADICAL Los últimos sucesos vividos por los seguidores de Jesús en Jerusalén los desconcertaron. Durante todo el tiempo de su seguimiento se habían estado preguntando: ¿Quién es Jesús? No habían encon-‐trado una respuesta que les diera la clave de lo que Jesús era, pero, a trancas y barrancas, le habían seguido. Al final, no pudieron más. No pudieron entender a Jesús y el proyecto que llevaba entre manos. La coherencia de Jesús era tan grande que les superaba. Le abandonaron a su suerte, que fue la suerte de la muerte. Todos huyeron. La cuestión sobre Jesús se había cerrado con su muerte. Oficialmente había sido desautorizado por los hombres religiosos que hablaban en nombre de Dios. Jerusalén había hablado y sentenciado el caso. Lo único que les quedaba era la vuelta a casa. Desaparecen de Jerusalén defraudados y desilu-‐sionados... con un profundo dolor en sus personas. No hay gritos de condena contra las envidiosas autoridades religiosas judías, no hay lamentos por la injusticia cometida con un hombre bueno y justo, no hay la menor crítica contra el odiado goberna-‐dor Pilato. Nadie tiene ganas de continuar su causa. Jesús era insustituible. Su muerte ha sido un trago difícil de digerir. ¡Ha muerto como un maldito! ¡Ha muerto en una cruz! ¡Si al menos hubiera muerto como un mártir! ¡Como Juan Bautista!, pero "maldito el que muere colgado de una cruz" (Dt 21,23). La vuelta a casa significaba la vuelta al realismo, a lo de siempre. Eso sí, con una gran dosis de de-‐silusión y escepticismo por los sueños e ilusiones que se habían roto. Galilea, la de siempre, la del clamor del pobre, la tierra de la frontera, la que había presenciado tantas cosas, los recibió en silen-‐cio. Cada uno a su casa, no quedaba nada de la primera comunidad de seguidores de Jesús. La aven-‐tura de Jesús había terminado. Al cabo de un tiempo, nos encontramos con estos mismos seguidores en Jerusalén. Poco a poco se iban reuniendo los que habían salido huyendo. La comunidad comienza a construirse. Nadie se es-‐conde y no hay miedo alguno. Y estos galileos predican en Jerusalén. Y su predicación consiste en anunciar: Jesús vive y está con Dios y de eso somos testigos. No predican ni el Reino, ni los milagros, ni las grandes cualidades humanas de Jesús. Solamente gritan, a todos los que quieren oír, su gran noticia: ¡Jesús ha sido resucitado por Dios! El desconcierto se ha convertido en luz, la desesperanza en ilusión, el sin-‐sentido en misión... Y así comenzó la gran aventura del movimiento cristiano. Todos coincidiremos en preguntarnos: ¿qué pasó en Galilea? ¿por qué ese cambio tan brusco? El acontecimiento que cambió las vidas de los seguidores de Jesús fue el hecho de la Resurrección de Jesús. Acontecimiento que fue capaz de cambiar, ilusionar, empujar... a unos hombres que habían vivido la maldición de la cruz y el fracaso existencial de Jesús.
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6. DIFICULTADES Existe un conjunto de razones que agravan las situaciones que acabamos de ver y que dificultan la comprensión y el acercamiento al acontecimiento de la Resurrección de Jesús. Podemos señalar:
1º Malos entendidos seculares del significado de la resurrección corporal y sobre las afir-‐maciones bíblicas. A esto se añade la aceptación de ciertas hipótesis problemáticas que han ido intentando explicar el origen de la fe pascual: muerte aparente, engaño, visio-‐nes...
2º La sospecha, que se ha generado en el mundo cultural, de que la creencia en la resu-‐rrección es de tipo ideológico, es una proyección ilusoria de deseos que relega las tareas a realizar en la vida presente, dirigiendo la atención hacia la felicidad imaginaria en el transmundo.
3º Un profundo descrédito y rechazo del anhelo de plenitud y perfección, superador de la muerte, algo ilusorio y anestesiante.
4º Fracaso de las cosmovisiones del pasado que expresaban sus grandes afirmaciones me-‐diante un lenguaje figurado y metafórico. Al desaparecer el lenguaje se han ido tirando por la borda sus afirmaciones de sentido.
5º El individualismo y hedonismo de nuestro mundo burgués que se orienta hacia el con-‐sumo, el beneficio, el triunfo personal en la competencia, la utilidad. Su obsesión es la autorrealización y la plenitud antes de la muerte y a costa de los demás.
6º El escepticismo burgués que se ha generalizado por toda la sociedad, que sólo toma en serio lo que se palpa y que por eso prefiere resignarse a la finitud de sus aspiraciones transcendentes, antes que aceptar la idea de una resurrección que ponga en juego un elemento inseguro y extraño que escapa a la experiencia, al cálculo y al propio control.
7º La falta de una verdadera experiencia comunitaria y de fe compartida que es donde se vive la experiencia y la acción del Señor resucitado y de su Espíritu.
Estas razones y otras tienen como denominador común la idea tan asumida por nuestra cultura y sociedad: sólo existe y es real lo que puede ser comprendido desde nosotros mismos y con nues-‐tras posibilidades. Frente a esta concepción de la realidad es muy difícil que la noción de un Dios trascendente y actuando en nuestro mundo sea asumida. Por eso, muchos opinan que la Resurrec-‐ción y la presencia de Jesús aquí y ahora se mueve en la esfera de los inimaginable e incluso de lo inconcebible e increíble. Para muchos de nuestros contemporáneos sólo son creíbles los hechos del mundo. Estos hechos constituyen la realidad última y hay que afrontarlos. La sociedad no necesita de un final feliz. Para los cristianos sería dejar el porqué del Gólgota sin respuesta y, según la mentalidad actual, renunciar al mito suplementario de la Resurrección. Pero no todos los grupos sociales piensan con las mismas categorías que los grupos burgueses de mentalidad y actitudes puramente pragmáticas. Para muchos cristianos, la fe en la Resurrección de Jesús y en sus muertos constituye un revulsivo para sus vidas y para su actuar cotidiano. La Resurrec-‐ción actúa como catalizador de toda su obra liberadora. Las comunidades más jóvenes (América Lati-‐na y África...) saben que no pueden desprenderse de su fe en el Resucitado y de la fe en la resurrec-‐ción de sus muertos para realizarse de verdad. Los occidentales, las comunidades cristianas más viejas, tenemos que cuestionar muy seriamente
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muchas "vivencias" modernas y romper con el tabú o con el consenso tácito, según el cual, la Resu-‐rrección es algo que no se puede tomar en serio. Las comunidades tienen que ayudar a facilitar y animar ese cambio, pero el paso lo tiene que dar cada uno, ya que sus experiencias son personales e intransferibles. 7. EL TESTIMONIO DEL NUEVO TESTAMENTO SOBRE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS 7.1. Aclaraciones
El acontecimiento de la Resurrección, ese algo que les pasó, es contado desde los primeros momentos del cristianismo como acontecimiento clave para la vida de la primera comunidad cristiana. Para entender el mensaje que se nos transmite a lo largo del Nuevo Testamento es preciso que aclaremos de entrada, algunos datos:
1º En todos los estratos del Nuevo Testamento se afirma sin ambigüedad alguna la Resurrección de Jesús. Hay unanimidad de creencia: Dios ha resucitado al cruci-‐ficado y ha sido revelado a un grupo de testigos. Esta afirmación es la base de la comunidad cristiana.
2º Para los testigos, la Resurrección de Jesús:
! No es la reanimación de un cadáver, ni el retorno a la vida mortal de un muerto.
! Es el tránsito a una forma de existencia imperecedera en Dios, que aún desconocemos.
3º Por eso, la Resurrección, la entrada en la vida de Dios, no puede ser un hecho demostrable empíricamente, es una realidad experimentable y aprehensible desde la fe.
4º El relato neotestamentario de la Resurrección es una afirmación de fe. Es un tes-‐timonio afirmativo que:
! Junto a los contenidos de su fe, se encuentra la huella existencial de lo acaecido en sus personas.
! No está destinado a satisfacer nuestra curiosidad, sino que busca nues-‐tra conversión.
! Implica la esperanza de poder ratificar lo atestiguado ante el mundo. 5º Todos podemos asegurar lo siguiente: es muy difícil poder expresar las expe-‐
riencias personales. Nos encontramos limitados por las mismas palabras, las imágenes y comparaciones que usamos. Siempre nos queda cierta insatisfacción después de describir, contar una experiencia de este tipo.
Hay acontecimientos que se han vivido y que se escapan a la lógica de las palabras, los gestos y las imágenes. La riqueza que contienen dichas experiencias supera toda expresión. Pero también es cierto que toda persona humana necesita expresar lo que le sucede, lo que vive, lo que realiza o le impide ser persona. Necesitamos expresarnos para llegar a ser... Aceptando todas las limitaciones expuestas con anterioridad, creemos que es fundamental para el hombre que los demás se enteren, valoren, aunque sea parcialmente, lo más rico que tenemos los seres humanos: nuestras experiencias. Cuando los catequistas (Marcos, Mateo, Lucas y Juan) recogen las experiencias que se habían
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transmitido en la comunidad y desean poner lo vivido por los discípulos por escrito, para que sigan siendo fundamentales en la comunidad cristiana, para que no se perdieran y pudieran ser además entendidas por todos lo que las tuvieran, se encuentran limitados en sus lengua-‐jes y en las imágenes que emplean.
7.2. ¿Cómo expresar la experiencia de que Jesús ha vencido a la muerte y está con Dios?
Para hacerlo recurren a expresiones acuñadas más tarde por la comunidad:
1ª Jesús sigue vivo (Lc 24,5): Al formular esta expresión se pone el acento en que la muerte física no interrumpe la vida personal. Quien posee el Espíritu de Dios, que es la fuerza de la vida, no puede ser destruido por la muerte.
2ª Jesús resucitó de la muerte (Mc 16,6; Hch 10,41; 1Cor 15,4): Muchos habían presenciado la muerte de Jesús y lo habían visto tendido y destroza-‐do y exánime. Más tarde lo vieron vivo , como si se hubiera levantado de su estado anterior. El Resucitado puede ser:
! Obra de Dios: Dios lo resucitó o lo levantó de la muerte (Hch 2,24). Pa-‐recía que Jesús había sido abandonado por Dios y que las instituciones judías tenían razón. Pero Dios reivindica a Jesús y le da la vida.
! Obra de Jesús: Jesús resucita (Hch 17,3). Jesús mismo, al poseer el Espí-‐ritu de Dios, que es Espíritu de vida, puede por sí mismo levantarse de la muerte.
3ª Jesús es exaltado o está a la derecha de Dios (Hch 2,33): Esta otra fórmula expresa la condición definitiva de Jesús, su condición divina y su nuevo estado después de la muerte.
Estas expresiones, como todas, también tienen sus límites. Unas, como Resurrección, no di-‐cen nada nuevo del definitivo estado de Jesús. Otras, como exaltación, corren el peligro de olvidar la vida histórica de Jesús. Es necesario que retengamos lo siguiente:
La dificultad para expresar esta experiencia inenarrable de los primeros seguidores de Jesús fue algo real.
Los lenguajes, imágenes y expresiones utilizados por los primeros testigos, no son de fácil comprensión para nosotros hoy.
8. LOS PRIMEROS TESTIGOS LITERARIOS Muchos cristianos creen que los primeros testimonios sobre el Acontecimiento de Jesús Resucitado son las narraciones que aparecen en los evangelios. No es cierta esta creencia. Los primeros cristia-‐nos tuvieron que asumir poco a poco la gran noticia de la Resurrección de Jesús. El eco de sus expe-‐riencias con el Resucitado está disperso por el Nuevo Testamento, sobre todo en las cartas de Pablo y en el libro de los Hechos. Estos testimonios son más un grito de júbilo y de alegría, que un relato detallado y pormenorizado de lo que les sucedió con Jesús Resucitado. Por eso los testimonios son ante todo "Profesiones de fe", "Himnos" y "Textos" donde se resumen la antigua "Predicación cristiana".
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Su gran preocupación es contraponer la acción vivificadora de Dios a la acción de muerte de los hombres en referencia a Jesús: 8.1. Las profesiones de fe
Existen frases breves a lo largo del Nuevo Testamento que recogen el mismo pensamiento: ¡Je-‐sús vive! A estas frases se les llama Confesiones o Profesiones de fe. Están vinculadas a las cele-‐braciones cristianas: Bautismo o Eucaristía y al testimonio que tenían que dar los cristianos ante los tribunales o en su primera evangelización. Todos hemos encontrado expresiones como éstas:
"Verdaderamente ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón" (Lc 24,34).
"Pues si profesas con tu boca: ¡Jesús es el Señor! y crees de corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás" (Rom 10,9).
"Es a este Jesús, a quien resucitó Dios, y todos nosotros somos testigos de ello" (Hch 2,32).
"Matasteis al autor de la vida, a quien Dios resucitó de la muerte; nosotros somos testi-‐gos" (Hch 3,15).
"La diestra de Dios lo exaltó constituyéndole jefe y salvador" (Hch 5,31).
Estas confesiones de fe nos pueden ayudar a entender cómo comprendían los primeros seguido-‐res de Jesús su resurrección. Ellos creen firmemente:
1º Que Dios resucitó a Jesús porque Dios exonera a Jesús de una muerte tan infame, con su carácter de maldición y porque Dios es la única fuente y origen de vida por siempre.
2º Que Dios es más poderoso que la muerte. Es un Dios liberador y vivificador al levan-‐tar a Jesús de la muerte. En la mayoría de estos textos no está presente la expresión: "al tercer día".
3º A la hora de hablar sobre el acontecimiento de Jesús Resucitado, lo expresan me-‐diante un doble lenguaje:
! Resucitar: Jesús es despertado del lugar de la muerte para pasar a la vida. ! Exaltar: Jesús es levantado del lugar de los muertos, a la derecha del Padre.
El primer CREDO de 1Cor 15,1-‐8 merece atención aparte, es un texto del apóstol Pablo que escri-‐be a su comunidad de Corinto. Todos los autores coinciden en su importancia, por la antigüedad del texto (entre el año 35 y el 40 de nuestra era) y por su significado:
"Lo que os transmití fue, ante todo, lo que yo había recibido: que el Mesías murió por nuestros pecados, como lo anunciaban las Escrituras, que fue sepultado y que resucitó al tercer día, como lo anunciaban las Escrituras; que se apareció a Pedro y más tarde a los doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, la mayor parte viven todavía, aunque algunos han muerto. Después se apareció a Santiago, luego a los após-‐toles todos".
El credo que Pablo transmite es el eslabón entre las primeras fórmulas (El Mesías: murió... por nuestros pecados... según las Escrituras. Resucitó... al tercer día... según las Escrituras) y las na-‐rraciones posteriores de las apariciones (Se apareció a Pedro...). Este Credo nos confirma:
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1º La convicción de los primeros cristianos sobre el hecho de la Resurrección. Para ellos aclara diáfanamente lo que les sucedió entre la muerte y la Resurrección de Jesús: se les "apareció".
2º Este convencimiento tiene carácter constitutivo. Cristiano es quien cree en la re-‐surrección de Jesús. Solo por esa convicción surgió la comunidad cristiana y exis-‐ten creyentes.
8.2. Los himnos
Las primeras comunidades cristianas consideran a Jesús, el Cristo, como el centro de sus reuniones, de sus compromisos y de su misión. Desde el comienzo existen composiciones, del género literario himno, que intentan explicar el significado de Jesús para sus vidas y para la comunidad. Normalmente eran recitados en las reuniones de los cristianos, sobre todo cuando se celebra la Eucaristía y otras reuniones litúrgicas.
"Cristo Jesús a pesar de su condición divina, no se aferró a su catego-‐ría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos. Así, presentándose como simple hombre, se abajó, obedeciendo hasta la muerte y muerte en cruz. Por eso, Dios lo encumbró sobre todo y le concedió el título que so-‐brepasa todo título; de modo que a ese título de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda boca proclame que Jesús, el Mesías, es Señor para gloria de Dios Padre". (Flp 2, 6-‐11)
8.3. La Predicación cristiana
Conservamos también, algunos textos que recogen la predicación de los primeros misioneros cristianos. Esta predicación -‐kerigma-‐ justifica históricamente lo que se profesaba y lo que se recitaba en la comunidad cristiana sobre Jesús, el Cristo. Los misioneros intentaban comunicar a la gente que les escuchaba que todo lo que decían de Jesús había sucedido. Esta primera predicación propiciaba la primera adhesión a Jesús de Na-‐zaret, que vivió entre los hombres, que fue muerto y que Dios Padre lo había resucitado, y que los testigos todavía vivían.
"Vosotros conocéis muy bien el hecho acaecido en todo el país judío, empezando por Galilea después de que Juan predicó el bautismo, el hecho de Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo, tanto en el país de los judíos como en Jerusalén. Lo mataron, colgándolo de un madero. A éste, Dios lo resucitó al tercer día e hizo que se dejara ver, no de todo el pueblo, sino de los testigos que Dios había designado de an-‐temano, de nosotros, que hemos comido y bebido con él después que resucitó de la muerte. Él nos mandó predicar al pueblo dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos. Sobre esto, el testimonio de los Profetas es unánime; todo el que da su adhesión obtiene el perdón de los pecados".
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(Hch 10,37-‐43) En síntesis, después de haber visto los primeros testimonios sobre la Resurrección podemos decir:
1º La Resurrección no es ningún producto de la fe de la comunidad primitiva. Es el testimonio de un Acontecimiento exterior a ella. Fue una realidad que se impuso en la vida de los primeros seguidores de Jesús.
2º La Resurrección no fue una creación de los primeros teólogos cristianos. Es la na-‐rración de lo sucedido a Jesús después de su crucifixión. Es un canto a las maravi-‐llas que Dios ha obrado con Jesús.
3º En los primeros testimonios sobre la resurrección no aparece el recurso de la tumba o el sepulcro vacío.
4º Son las apariciones a los seguidores de Jesús quienes fundamentan lo acaecido con Jesús.
9. LAS HISTORIAS O RELATOS PASCUALES Las historias pascuales se mueven alrededor de dos centros o datos fundamentales:
1º El sepulcro vacío
2º Las diversas apariciones del Señor a sus discípulos
Estas historias o relatos tienen algunos elementos en común que no se pueden fácilmente ol-‐vidar:
1º No son relatos históricos que nos reproducen con todo detalle todo lo acontecido. Son la
proclamación, en forma narrativa, de la fe y de la experiencia pascual ya conocida y vivida por los primeros cristianos.
2º Su formación o elaboración ha sido larga, han pasado por la tradición oral y escrita, hasta que definitivamente pasaron a los evangelios actuales.
Los relatos actuales son la confluencia de dos tradiciones:
-‐ La tradición del sepulcro vacío que tiene su origen en Jerusalén.
-‐ La tradición de las apariciones que tiene su nacimiento en Galilea.
En los escritos actuales tenemos muy mezcladas ambas tradiciones.
3º Las narraciones pascuales tienen como objetivo iluminar algunos aspectos del Kerigma pascual que no se puede comunicar de forma abstracta sino narrada.
9.1. El Sepulcro vacío
Para muchos cristianos el acontecimiento más revelatorio de la Resurrección de Jesús es la evidencia del sepulcro vacío. Su fe descansa en esa prueba irrefutable. Los relatos sobre el sepulcro vacío son los que han tenido más influencia en la piedad popular y en sus concepciones de fe sobre el Resucitado. ¿Coinciden estas convicciones con el Men-‐saje, con el contenido de los relatos evangélicos? ¿Se han supervalorado apologéticamente? ¿Son necesarios como prueba irrefutable, la existencia de dichos relatos? ¿Qué pasaría si no
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fueran históricos? Para contestar a esas y otras muchas preguntas vamos a repasar, aunque sea brevemente, los textos que nos narran la escena del sepulcro vacío. En el cuadro resumen que viene a continuación nos encontramos con los distintos relatos sobre el sepulcro vacío, cada uno podrá ver las semejanzas, diferencias, personajes, etc.
LOS DISTINTOS RELATOS EVANGÉLICOS DE LA VISITA DE LAS MUJERES AL SEPULCRO
Marcos 16,1-‐8
Mateo 28
Lucas 24
Juan 20
Momento
Muy temprano. El primer día de la semana. Recién salido el sol.
El primer día de la semana. Al clarear el día.
El primer día de la semana. De madrugada.
Temprano. El primer día de la semana. Todavía oscuro.
Mujeres
María Magdalena. María, madre de Jesús. Salomé.
María Magdalena. Otra María.
María Magdalena. María, madre de Santiago. Juana. Otras.
María Magdalena.
Intención
Compraron ungüen-‐tos. Iban a ungirle.
Iban a ver el sepul-‐cro.
Tenían ungüentos desde el viernes. Llevaban ungüentos.
Fenómenos visuales
La piedra va corrida. Un joven sentado dentro a la derecha.
Terremoto. Descenso de un ángel. Que corre la piedra. Se sentó (fuera) sobre la piedra
La piedra ya corrida. Dos hombres de pie (dentro).
La piedra ya retira-‐da. (Más tarde) dos ángeles sentados dentro.
Conversación
Dice el joven: No temáis. Jesús no está aquí. Ha resucitado. Decid a los discípu-‐los que va a Galilea. Allí le veréis.
Dice el ángel: No temáis. Jesús no está aquí. Ha resucitado. Decid a los discípu-‐los que va a Galilea. Allí le veréis.
Preguntan los hom-‐bres: ¿Por qué bus-‐cáis entre los muer-‐tos al que vive? Jesús no está aquí. Ha resucitado. Como os anunció cuando estaba aún en Galilea.
(Más tarde) pregun-‐tan los ángeles: ¿Por qué lloras? (Más tarde) respon-‐de María: Se lleva-‐ron a mi Señor. (Más tarde) Jesús da a María un mensaje para los discípulos.
Reacción
Huyeron las muje-‐res, temblando, asustadas. Sin decir nada a nadie.
Se retiraron rápida-‐mente con miedo, con alegría. Para decírselo a los discípulos.
Partieron las muje-‐res. Lo dijeron a los Once y a los demás
María corrió en busca de Pedro y el discípulo amado. Les dijo que el cuer-‐po había sido roba-‐do.
Después de leer el resumen, podemos entender las siguientes afirmaciones:
1ª Los evangelistas no tienen ningún interés en suprimir las divergencias, los detalles que pueden poner en peligro la credibilidad del relato. Entre ellos no coinciden en el número de mujeres, número de ángeles, razones de la vista, diferencias de hora-‐
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rio, el mensaje y la recepción del mensaje. Todo esto nos tiene que hacer muy cau-‐tos a la hora de valorar su historicidad.
2ª A pesar de todas las diferencias, el mensaje es el mismo: El Señor vive y resucitó, por eso el sepulcro está vacío.
3ª Para ningún evangelista el sepulcro es la prueba de la Resurrección de Jesús:
! provoca miedo, espanto, temor (Mc 13,8; Mt 28,8; Lc 24,4). ! interpretado como un robo por Mª Magdalena (Jn 20,2-‐13). ! para los discípulos son "habladurías de mujeres" (Lc 24,11.22-‐24).
Los relatos, tal como están, han llevado a los exégetas y teólogos a preguntarse por el hecho histórico del sepulcro vacío: ¿qué valor tienen estas tradiciones?, ¿qué posibilidades de com-‐probación existen?, ¿se encontró o no se encontró el sepulcro vacío? Las opiniones están divi-‐didas:
Un grupo niega la historicidad del sepulcro vacío y considera esas tradiciones como "leyendas sacras" que intentan justificar un lugar de culto o que quieren transmitir de forma sencilla y popular el gran mensaje: Jesús vive y está con Dios. Las razones don-‐de se apoyan son:
! En los estratos más antiguos del credo cristiano y de la predicación misionera, no existe ninguna alusión a la tumba vacía.
! Desde el relato más antiguo del credo, el de Marcos, vemos cómo van cre-‐ciendo las diferencias y la "hinchazón" de los acontecimientos. Todo esto hace sospechoso el dato histórico.
! Si se lee con detenimiento el relato de Mc 16,1-‐8, hay un montón de incohe-‐rencias y de falta de lógica que hacen muy difícil su historicidad.
En el fondo, los defensores de esta postura tienen asumido este principio que les con-‐diciona totalmente: para que Jesús resucitara no necesita de su cuerpo material. El cuerpo no desempeña ninguna función en la Resurrección de Jesús.
Otro grupo de teólogos apuestan por la posible historicidad. Sus razones son las si-‐guientes:
! El acontecimiento del sepulcro vacío se fundamenta en el testimonio de las mujeres. Los evangelistas al mantener dicho fundamento (el testimonio de las mujeres no era válido en ningún juicio), rompen con el esquema social de la época.
! La predicación de los primeros cristianos en Jerusalén hubiera sido imposible si la tumba no estuviese vacía.
! Los textos dejan entrever que el hecho era aceptado a pesar de las discrepan-‐cias en su interpretación: para los judíos, había sido robado; para los cristia-‐nos, había resucitado.
Los partidarios de esta postura, un buen grupo, creen en la probabilidad de que el se-‐pulcro esté vacío, pero nadie puede decir cómo se vació. Por lo tanto, el sepulcro no es ninguna prueba, sino un signo abierto a varias interpretaciones.
Una cosa tiene que quedar muy clara: la tumba vacía es innecesaria e insuficiente para la Re-‐surrección de Jesús. Es innecesario el sepulcro vacío, porque la Resurrección de Jesús no tiene que ver con el "cadáver" de Jesús. Jesús resucitado quiere decir que se incorpora definitiva-‐mente a la vida plena de Dios. Y en esa vida no se necesita la materialidad de nuestro cuerpo,
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sino nuestra dimensión corporal, como dice Pablo: "un cuerpo espiritual" (1Cor 15,44). Además es insuficiente el hecho del sepulcro vacío para demostrar la Resurrección de Jesús, porque si la Resurrección es la entrada de Jesús en la vida plena de Dios y esto es indemostra-‐ble, nadie puede demostrar la Resurrección de Jesús. Dejemos que el sepulcro se convierta en signo para que posteriormente pueda ser aclarado.
9.2. Las apariciones de Jesús
Los encuentros de Jesús con sus amigos son los que les hacen exclamar y proclamar: ¡Jesús ha resucitado! ¡Jesús está vivo! La ambigüedad del sepulcro vacío queda superada. Estas apariciones son el fundamento de la existencia de la comunidad cristiana. Las experiencias que vivieron los primeros seguidores de Jesús son puestas por escrito en lo que llamamos na-‐rraciones evangélicas sobre la Resurrección. Poseemos seis núcleos narrativos: Mc 16,1-‐8; Mt 28; Lc 24; Jn 20: Jn 21 y Mc 16,9-‐20. Todos relatan la misma realidad: ¡Jesús ha resucitado! Pero es muy difícil que nos pongamos de acuerdo al leer los textos sobre el lugar donde su-‐cedió, a quién se apareció y cómo se apareció. Como muestra de lo dicho observemos el cuadro que viene a continuación y tratemos de averiguar los destinatarios, al mismo tiempo que podemos compararlo con el texto de 1Cor 15,5-‐8.
RELATOS VARIANTES DE LOS EVANGELIOS SOBRE LAS APARICIONES DESPUÉS DE LA RESURRECCIÓN
Mc 16,1-‐8
Mateo 28
Lucas 24
Mc 16,9-‐20
Juan 20
Juan 21
En el área del sepul-‐cro
A las mujeres que regresan del sepulcro. Ellas se abra-‐zan a sus pies. El les repite el mensaje sobre Gali-‐lea.
Primero a María Mag-‐dalena.
A María Magdalena junto al sepulcro. "Suéltame". Habla de su ascensión.
A Simón (v 34).
En un camino
A dos discí-‐pulos camino de Emaús.
A dos de ellos que iban de camino.
En Jerusa-‐lén
A los Once. Durante una cena el día de Pascua por la noche.
A los Once. Estando a la mesa. Más tarde.
A los discípu-‐los sin To-‐más, uno de los Doce. Estando a la mesa, el día de Pascua por la noche. A los discípu-‐los con To-‐más, una
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semana más tarde.
En Galilea
(según 16,7, es una pro-‐mesa)
A los Once en un monte
A siete discí-‐pulos junto al lago de Tiberíades.
De todas estas comparaciones podemos sacar la conclusión de que son testimonios muy po-‐co fiables, que los primeros testigos no estaban muy de acuerdo a la hora de contar lo acon-‐tecido. Trataremos de dar respuesta, para que podamos comprender, lo mejor posible, los relatos que nos hablan de las "apariciones" de Jesús. Vamos a preguntarnos:
9.2.a. ¿Dónde tuvieron lugar los encuentros de Jesús con sus discípulos?
Tampoco los evangelistas se ponen de acuerdo para decirnos dónde se apareció Jesús. Los tex-‐tos que tenemos nos indican dos tendencias o tradiciones: Marcos y Mateo sitúan los encuen-‐tros en Galilea; Lucas y Juan los centran en Jerusalén. ¿Qué pensar ante tal diversidad? Las opiniones se encuentran divididas. Hay varias soluciones:
1º Un buen grupo de investigadores opina que las apariciones históricas fueron las acaecidas en Galilea y consideran a las sucedidas en Jerusalén como repetición de las de Galilea, pero trasladadas a la capital de Israel por motivos teológicos.
Tanto para Lucas como para Juan, Jerusalén posee un gran significado histórico-‐salvífico. Para Lucas y Juan, Jesús tenía que resucitar en Jerusalén.
2º Otro grupo de estudiosos intenta concordar las diferencias tan claras que aparecen en los textos. Según ellos, la secuencia histórica hubiera sido así: ! En Galilea se hubieran dado las primeras apariciones. ! Mientras, aparece el hallazgo de la tumba vacía en Jerusalén. ! Con el retorno de los discípulos de Galilea a Jerusalén se dan las apariciones de
Jesús en dicha ciudad. ! Al cabo del tiempo, las diferentes tradiciones se han unido y mezclado dando
origen a los textos actuales. Todo esto nos indica que el lugar de las apariciones está bastante teologizado y que tiene una importancia relativa:
Las apariciones en Galilea tienen el significado universalista. Jesús se aparece en el mismo lugar donde comenzó su misión y desde allí tiene que extenderse la Buena Nueva. A Jesucristo se le encuentra en la misión, representada por la tierra por anto-‐nomasia, Galilea.
Las apariciones en Jerusalén quieren resaltar la ciudad que dio origen al Cristianismo. Jesús Resucitado está en el origen de la nueva comunidad. Por eso allí se tiene la expe-‐riencia de que Jesús vive y no es un fantasma, también allí aparece el "signo" del se-‐pulcro vacío.
9.2.b. ¿Cómo se apareció Jesús?
Las imágenes que actualmente tienen de Jesús Resucitado muchos cristianos se pueden dividir en dos grandes grupos:
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1. La primera imagen se refiere a la resurrección misma. Jesús sale resplandeciente del sepulcro, la piedra se rompe en mil pedazos, los guardias caen por el suelo aturdidos y sorprendidos ante la magnitud de lo que están presenciando...
2. La otra imagen muy extendida del Jesús Resucitado es la del encuentro con los dis-‐cípulos. Jesús se presenta ante ellos de forma misteriosa, ellos pueden tocarle, ver-‐le las llagas, hasta comen con él.
¿Realmente fue así? ¿Responden estas imágenes a la realidad de los textos de la Tradición cris-‐tiana? Volvamos a los textos del Nuevo Testamento para darnos cuenta de cómo lo entendie-‐ron los primeros discípulos y las primeras comunidades.
1º Los textos más antiguos (1Cor 15,5-‐8; Hech 3,15; Mt 28) presentan a Jesús de forma muy espiritualizante. Sólo dan el dato de las apariciones y nada más. En Mateo se nos presenta el encuentro de Jesús glorificado con los discípulos, siendo muy parco en la presentación de Jesús.
2º. Las comunidades cristianas van aumentando. Los problemas crecen. También la Re-‐surrección de Jesús puede convertirse en problema. Los cristianos procedentes del helenismo corrían el peligro, al espiritualizar demasiado a Jesús Resucitado, de se-‐parar o de no identificar plenamente al Jesús Resucitado con el Jesús histórico o crucificado.
También las comunidades cristianas se preguntan por la presencia viva de Jesús en medio de ellos. ¿Dónde está? ¿Cómo podemos encontrarnos con él? Los evangelios de Lucas y Juan intentan responder a esa dos cuestiones. Y lo hacen de forma cate-‐quética, inteligible para las comunidades. Al primer problema responden con unas creaciones literarias donde Jesús resucitado se encuentra con los discípulos y pue-‐den comprobar, ver que es él mismo, que las marcas de su vida terrestre (llagas) no han desaparecido, que su nueva vida no ha borrado sus señas de identidad.
Para responder al segundo problema tenemos los hermosos textos de los viajeros de Emaús y de María Magdalena. ¿Dónde encontramos a Jesús? De camino por la vida, al partir el pan, al leer la Palabra de Dios, en la comunidad. Los relatos están en función de la comprensión del Jesús Resucitado, no de la historicidad concreta de cada uno de ellos.
3º Pero todavía ningún texto del Nuevo Testamento había intentado explicar qué es lo que pasó en el momento de la Resurrección, cómo fue el Acontecimiento esencial para nuestra fe. Un evangelio apócrifo de mediados del siglo II nos dio la respuesta, es el evangelio de Pedro. Un dato crucial, la Iglesia no quiso incluirlo en el Nuevo Testamento. Este es el texto:
"Pero en la noche en que brilló la luz del Señor, cuando los soldados hacían guardia en turnos de dos, resonó una gran voz en el cielo y ellos vieron el cielo abierto y dos hombres con gran resplandor bajaron de allí y se acercaron al sepulcro. La piedra que estaba colocada a la entrada del sepulcro rodó por sí sola y quedó apartada, y el sepulcro se abrió y los dos jóvenes entraron. Cuando aquellos soldados vieron esto, despertaron al capitán y a los más antiguos, que también habían ido a la guardia. Y mientras ellos contaban lo que habían visto, vieron de nuevo a tres hombres saliendo del sepulcro, y cómo los dos apoyaban al tercero y una cruz les seguía; la cabeza de los dos llegaba hasta el cielo, pero la de aquel al que ellos llevaban de la mano traspasaba el cielo: "Has predicado a los difuntos", y llegó la respuesta desde la cruz: "sí". Ellos delibera-‐
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ron entre sí y se marcharon para contar esto a Pilato".
9.2.c. Conclusión
A pesar de las diferencias que se encuentran en las narraciones evangélicas sobre las "apari-‐ciones", encontramos elementos comunes muy significativos:
1º Como género literario: son narraciones populares que quieren expresar unas expe-‐riencias inenarrables y que están más atentas a evitar malos entendidos que a des-‐cribirnos lo que sucedió.
2º Bastantes "apariciones" se dan en contexto de comida, de fraternidad. ¿No estarán indicando que Jesús sólo puede ser encontrado en estas situaciones?
3º Todas las apariciones tienen tres momentos que condicionan la experiencia:
-‐ Siempre es Jesús quien toma la iniciativa. El "se deja ver", "se da siempre a cono-‐cer", "se deja tocar". Si no existe esa iniciativa no existe posibilidad de "encuentro". Las narraciones quieren dejar bien clara esa premisa: la iniciativa viene de fuera, se les impone. No son visiones objetivas (el objeto está ahí y solo se necesita que se vea, palpe...) ni subjetivas (la iniciativa parte del sujeto).
-‐ A la iniciativa de Jesús sigue el reconocimiento. Jesús no es un fantasma ni un es-‐píritu. Es él mismo. Existe una continuidad entre el Jesús histórico y el Jesús que vi-‐ve con Dios. Los rasgos de identidad de Jesús no se pierden ni se diluyen en la "vida definitiva".
-‐ Toda aparición o encuentro acaba con un mandato de misión. La misión estará ín-‐timamente relacionada con lo acontecido en los "encuentros" de Jesús con sus amigos. Es el fundamento de la predicación y la misión cristiana: ¡Jesús vive y noso-‐tros somos testigos de ello!
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5. LECTURA TEOLÓGICA DE LA VIDA DE JESÚS. VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE. EL CUMPLIMIENTO DE LA REVELACIÓN EN CRISTO
1. LA REVELACIÓN EN EL NUEVO TESTAMENTO Punto de partida:
A.T. Es plan y promesa por parte de Dios de la venida de un Mesías (futuro). N.T. Se ha cumplido en Jesucristo con él la resurrección alcanza su término y plenitud.
Los sinópticos
El núcleo fundamental de los sinópticos: la plenitud en la resurrección de Cristo lo cual significa que Jesús no sólo es el anunciador y el profeta del Evangelio de Dios (Mc 1,14; Mt 4,17 y Lc 2,14), sino que se presenta a sí mismo, su vida y sus acciones como objeto y contenido de la unión salvífica (Mc 14,9; Mt 26,13). A veces el término "Evangelio" indica en los sinópticos la acción profética de Jesús y también a El mismo en persona (Mc 8,35; 10,29). También se identifica Cristo con Reino de Dios (Lc 18,29; Mt 19,29). Por lo demás, la plenitud de la resurrección en Cristo viene refrendada por el conocimiento ex-‐clusivo que se tiene del Padre. La razón de su calidad de Hijo posee el pleno y profundo conoci-‐miento del Padre (Mt 11,25-‐27; Lc 10,21). Por consiguiente, sólo el Hijo lo ha recibido todo del Padre y, por tanto, sólo el puede conocerlo plenamente y sólo él está en situación de "revelar" de forma adecuada el verdadero rostro del Padre y sus designios salvíficos, los misterios del Reino de Dios (Mt 13,11)-‐> En este texto se nos ofrece el rostro fundamentalmente por el cual Cristo es verdadera y plenamente el revelador de Dios.
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Hechos de los apóstoles
Nos presentan igualmente a Jesús como el autor de la salvación y manifestación última en Dios. Tra-‐tados:
-‐ Hch 2,22-‐24.36. El Jesús conocido por los oyentes muerto y resucitado por Dios, como Señor y Mesías, hace realidad los tiempos anunciados por Joel, en los que Dios comunicaría la abundan-‐cia de sus dones, la plenitud de su espíritu y su propia manifestación (Jl 3,1-‐5).
-‐ Hch 3,11-‐26. Pedro predica, que con la venida de Jesús, han terminado los tiempos de la gue-‐rra mesiánica, por ejemplo él ha revelado el mensaje prometido, inaugurando los últimos tiem-‐pos.
-‐ Hch 10, 36ss. Cornelio, después de la explicación de Pedro, comprendió que Jesús de Nazaret es el anunciador del Evangelio y de la paz, el Mesías esperado y, además, el "Dios con nosotros", el Señor de todos, el libertador de cuantos estaban bajo el poder del diablo.
Cartas de Pablo
Para Pablo, en Cristo se ha cumplido todas las promesas divinas a lo largo del A.T. (Ga. 4,4; Ef 1,10; 2Cor 1,20). En Cristo, Dios ha comunicado a todos los hombres la adopción como hijos (Ef 1,4-‐6); la redención y perdón de los pecados (Ef 1,7). Sabiduría e inteligencia para conocer su vo-‐luntad (Ef 1,8-‐9), En Cristo está todo recapitulado en la plena comunicación del amor divino. Además el conocimiento sobre Dios -‐revelado en el A.T.-‐ a pesar de Moisés y los profetas, con Cristo se ha desvelado (II Cor 3,16). Cristo nos ha dado a conocer la profundidad de Dios; la glo-‐ria de Dios, que de otra forma hubiera quedado ocultado (IICor 4,5-‐6). Cristo, según Pablo, nos ha manifestado la verdadera voluntad de dios, su gran amor a los hombres y esto porque Cristo con su persona contiene la "plenitud" divina y humana (Col 1,15; 2,9). Con Cristo la resurrección se ha terminado (Gal 1,6-‐10).
Juan:
Para Juan, Cristo es la revelación personal y total del Padre, siendo el motivo de toda su activi-‐dad evangélica. De hecho Jesús, afirma que conoce al Padre, está en contacto directo con El, que lo ha visto y oído: Nicodemo, Jn 3,11ss. Discurso del pan de vida (Jn 6,46). Fiesta de las tiendas (Jn 7,28ss.). Parábola del buen Pastor (Jn 10,15). Oración sacerdotal (Jn 17,25). Jesús dice lo que dice el Padre (Jn 17,6). La relación de Jesús con Dios es tan inmediata, que llegará a afirmar que quién le ve a Él ve a al Padre (Jn 8,19). De aquí que Jesús al manifestarse a sí mismo manifiesta al Padre (Jn 14,10ss.). En el Prólogo de su evangelio, aparece como Verbo revelado, que existe desde siempre. Preci-‐samente la Encarnación es la expresión más completa para que la revelación sea vista y con-‐templada por los hombres (Jn 1-‐14). Jesús, como hombre "de carne" es el único que puede dar a conocer la gloria de Dios y transmitir la gracia y la verdad (Jn 1,14-‐17). El acontecimiento de la Encarnación constituye por ello el punto culmen de la revelación salvífi-‐ca de Dios, en la medida en que es signo visible y real intrínsecamente ligado al Misterio revela-‐do. Es más, el Hijo Encarnado, contiene y transmite aquellos bienes mesiánicos que habían sido prometidos al pueblo de Israel.
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Continuidad y discontinuidad entre el A. y N. Testamento:
Por lo dicho podemos afirmar que en el NT hay una conciencia muy clara de que la plenitud de la revelación se ha dado en Cristo; es más, que está en el complejo de verdades que Cristo comunicó personalmente a los apóstoles durante su vida terrena (Jn 14,25ss.; 16,12ss). Esta plenitud de la re-‐velación se entiende de dos formas:
Punto de vista histórico: Cristo es la plenitud de la revelación porque ha llevado a su cumpli-‐miento, en su persona, las promesas hechas a Israel a lo largo de los siglos, incluso, sobrepasan-‐do a los profetas. En efecto, Cristo es el acontecimiento último, que inicia una acción nueva y particular de Dios como inicio de los últimos tiempos -‐ el ESCHATON -‐ que es nuevo respecto al período anterior.
Cristo es la salvación definitiva y la alianza que no se puede equiparar a los precedentes. Por lo demás, Cristo significa la irrupción de Dios en el mundo y el comienzo de una realidad nueva y definitiva, si bien, preparada por los precedentes.
Punto de vista ontológico: Cristo es la plenitud de la revelación, en cuanto que no es solamente hombre, sino Hijo de Dios, Verbo del Padre. En sí mismo, por su esencia, como Hijo de Dios he-‐cho hombre, posee todas las características propias y exclusivas para ser el único que podía ma-‐nifestar la verdadera naturaleza del Padre. Por eso, el Misterio de Cristo, es un hecho particula-‐rísimo y nuevo respecto a las manifestaciones divinas del pasado.
Cristo es el Hijo de Dios, mientras que los otros mediadores del AT, han sido hombres llamados por Dios y por tanto instrumentos humanos de Dios y, por consiguiente, parciales. Sólo Jesús es la plenitud exhaustiva de la manifestación divina, en cuanto que es Dios. Lo cual significa un sal-‐to cualitativo -‐ como acontecimiento absolutamente nuevo -‐ con relación al AT, si bien, hay una continuidad progresiva del AT al NT.
2. La situación única de Cristo. Jesús: un ser singular y único, pues en El coexisten la humanidad y la divinidad. Es hombre y Dios a la vez. Como consecuencia de tal situación -‐ privilegiada -‐ realiza la unión entre Dios y el hombre. El ser de Cristo: Dios revelado y revelador y respuesta plena del hombre a Dios:
El hecho de la encarnación es el acontecimiento revelador por excelencia: encuentro pleno de Dios con el hombre y del hombre con Dios y esto ocurre en el misterio de Cristo.
Cristo es el Dios revelador: Al igual que lo son el Padre y el Espíritu Santo. Como ya hemos visto es Dios [las Tres Personas de la Santísima Trinidad] el que se revela a los hombres. Por lo demás, como Verbo de Dios es la expresión viva y completa del Padre, que existe con la misma natura-‐leza y participa de la misma riqueza de la divinidad.
Cristo es también el Dios revelado: Es Dios que anuncia y da testimonio de sí mismo. Es al mis-‐mo tiempo el Dios que habla y el Dios que es objeto del Anuncio. Es el autor de la revelación, en cuanto unido al Padre y el contenido de la revelación en cuanto participa de la naturaleza divina. Como encarnación del Verbo, es la visibilidad y la concreción máxima de Dios.
Cristo es también el camino que revela la verdad y comunica la vida (Jn 14, 5-‐6), es decir, el medio a través del cual Dios da a conocer en plenitud lo que él es y lo que quiere, lo que noso-‐
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tros somos y estamos llamados a ser en el plano salvífico. Cristo es el único modo para llegar a Dios.
Cristo es además, signo de la revelación tanto por su humanidad -‐como realidad visible-‐ en la cual se contiene el ser del Verbo; como por sus acciones, gestos y milagros, en cuanto que ex-‐presan de manera humana su realidad profunda y divina. Es decir, la encarnación es signo visible y eficaz de la redención. Es la definitiva visibilidad de Dios, porque en el hombre Jesús vive y ac-‐túa Dios mismo. Dios se humaniza.
Él es, además, testigo auténtico de la verdad revelada y proclamada, sea en razón de la sublimi-‐dad y autoridad de su enseñanza -‐se sitúa por encima de la ley y del sábado-‐; sea en razón de su voluntad, que manda a los vientos y a los mares o que arroja los demonios y sana enfermos, lle-‐vándole todo eso a entregarse hasta la muerte en cruz y, por supuesto, testigo de Dios en el momento de la resurrección, mostrándose como igual al Padre. Cristo confirma de esta manera que es aquello que dice de sí mismo: Dios hecho hombre entre los hombres. Él es el hombre nuevo y fuente de salvación para todos.
Finalmente, Cristo es la perfecta respuesta del hombre a la palabra y a la auto-‐comunicación de Dios. El hombre es invitado a prestar su adhesión a Dios, que se acerca al hombre y lo llama a compartir su vida y su amor. Ahora bien, Cristo, en cuanto hombre, es la perfecta respuesta hu-‐mana al amor del Padre. Cristo es revelación del amor del Padre y respuesta a este amor. Así, es la realización perfecta de la actitud humana frente a la invitación divina. Es el ejemplo de cómo tiene que ser la relación de comunión entre Dios y el hombre.
La muerte y resurrección de Jesús:
El significado de la muerte de Jesús va desde: el profeta que muere como testigo, hasta el del Hijo que perdona.
Su muerte, es una realidad humana, no simple destino biológico, por cuanto que es la con-‐secuencia de la elección de poner el testimonio de la verdad por encima de la propia vida (Jn 18,37). Paga con la propia vida la proclamación de la verdad que se opone a toda falsa esperanza.
La muerte es también, la manifestación de la infinita sabiduría del Padre, ante ella, Jesús, es el Hijo obediente, en la disponibilidad amorosa y libre de hacer todo lo que el Padre quiere, incluso si ello comporta el sacrificio de la propia vida, porque es consciente de la Sabiduría y amor del Padre. Así manifiesta la verdadera unión filial con el Padre.
Otro significado nos viene dado ante la actitud frente a los verdugos y a la interpretación que da a su muerte. Perdonando en el acto de la muerte, Jesús comunica el perdón de Dios a aquellos que le matan, y en ellos, a toda la humanidad que comparte su actitud. El poder de perdonar le viene del mismo Padre.
En este sentido, la muerte de Cristo constituye la más alta revelación de su persona y, me-‐diante ésta, de Dios. Dios es el amor mismo que, sufriendo personalmente los golpes del odio que le ocasiona la muerte, ofrece al hombre la posibilidad, de la que el hombre no dis-‐pone, de romper este circuito de muerte y de restablecer la comunión.
La muerte además de ser la revelación final del amor de Dios. Es la revelación final del poder del mal sobre el hombre. En la muerte de Cristo se reveló el pecado en toda su horrorosa amplitud. Es el momento único de nuestra historia en que lo divino se mostró con todo su poder de amor y de libertad.
Si la cruz fue el acto revelador supremo por parte de Dios, tiene que darse el acto supremo de participación receptiva por parte del hombre. No hay revelación si no se da tal corres-‐
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pondencia -‐ libre -‐ por parte del hombre. Está claro que no fueron los apóstoles quienes ofrecieron esta receptividad, fue Cristo quien en la cruz ofreció la vida por sus hermanos (Lc 22, 42-‐44).
Esta Kenosis, este abajamiento, es lo que hace que Dios se distinga de los falsos dioses; su abaja-‐miento es una exaltación del hombre y, por ello, es la muerte de Jesús, Dios está comprometido to-‐talmente. El Padre no fue indiferente a la pasión de su Hijo -‐ con dividen el drama de la muerte -‐: "todo lo que es mío es tuyo" (Jn 17,8). Jesús revela en la muerte el amor misericordioso de un Padre que comparte también el sufrimiento de la humanidad. En la muerte de Jesús se vive la plenitud del amor, del servicio y de la solidaridad. El se entrega a la muerte en la cruz como meta del camino de su existencia. Dirá Puebla: "Hijo obe-‐diente que encarna ante la justicia salvadora de su Padre el clamor de Liberación y redención de to-‐dos los hombres". Ahora bien, la realidad del reino de Dios, de la salvación de los hombres, llegan de manera inespera-‐da; esta muerte, realizada en libre obediencia y en total entrega a Dios, sólo se consuma y se hace aprehensible para nosotros por medio de la resurrección. Por consiguiente, la muerte de Jesús no es la conclusión de sus obras y de su palabra revelada, por-‐que a ella le sigue la resurrección, la cual, al mismo tiempo que completa el significado de la vida de Cristo, le ofrece su garantía suprema. En la resurrección Dios ratifica el mensaje y la existencia de Je-‐sús poniendo de manifiesto el sentido de su muerte. Con la resurrección de Cristo, todos los hom-‐bres están capacitados para repetir su destino.
Inmutabilidad y carácter definitivo de la revelación cristiana:
El Concilio Vaticano II, ha confirmado la plenitud de la revelación en Cristo, tanto con su persona como en sus palabras y obras (DV 4).
No se puede identificar, pues, la revelación de Cristo con afirmaciones doctrinales, sino que abarca toda su historia: Desde la Encarnación hasta la Pascua. Todo lo que pertenece a Cris-‐to forma parte de la función reveladora.
De aquí se sigue el carácter de inmutabilidad de la revelación y de su determinación última alcanzada con Cristo. Por consiguiente, ya no cabe esperar nada más, ni añadir nada (Mt 5,18) y (DV 4).
Esto no impide que después de Cristo exista un tiempo que es ya el último, aunque todavía no se ha realizado en la plenitud de la gloria y que es propiamente el tiempo de la Iglesia. Sólo que la vida nueva inaugurada por Cristo y continuada en la Iglesia por el Espíritu Santo está todavía escondida e injertada en el viejo mundo, aunque esté realmente presente.
Con Cristo, el Padre nos ha revelado todo de sí mismo y de su designio salvífico. La Iglesia no puede añadir nada más a la revelación, sólo puede explicar y aclarar a través de los siglos aquello que Dios ha revelado en Cristo.
Visión Trinitaria:
La revelación cristiana, en su totalidad, no está sólo referida a Cristo, sino también al Padre y al Espíritu Santo, en cuanto que las tres divinas Personas están implicadas en la realización
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de la salvación humana.
Cristo es la plenitud, porque expresa el misterio del Padre y obra con el poder del Espíritu. La revelación cristiana se presenta así como al expresión y el fruto de todo el ser trinitario de Dios, como dice la Dei Verbum, 2: " Los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo"
Como en todas las cosas, el Padre es el que toma la iniciativa, porque el Hijo recibe todo del Padre: ser y misión.
El Padre:
• Envía al Hijo como revelador de su designio de amor (1Jn 4, 9-‐10; Jn 3,16). • Da testimonio del Hijo y de su acción reveladora por medio de sus obras (Jn 10,25; 5,36-‐
37) • Atrae a los hombres hacia el Hijo (Jn 6,44).
El Hijo:
• Da testimonio del amor del Padre (Jn 3,16) • Restablece la amistad y unión entre Dios y los hombres (Jn 1,12) Sin la acción de Cristo
esto no hubiese ocurrido.
Espíritu Santo:
• Es el soplo de vida y de amor que une al Padre y al Hijo y da poder y eficacia a la palabra de Jesucristo.
• Ilumina la mente humana y sostiene la voluntad para que se abra a la comprensión y a la acogida.
• Hace resonar y penetrar en el ánimo de los creyentes la palabra proclamada por Cristo. • No hace una nueva revelación ni añade o cambia nada, pero la hace clara y decisiva.
La obra de salvación, ha sido proyectada por el Padre, pero su realización ha sido cumplida por el Hijo encarnado, y su continua vivificación y eficacia es llevada adelante por el Espíritu. Podemos, por tanto, concluir que la revelación divina, plenamente realizada en Cristo, es in-‐separablemente obra del Padre y del Espíritu Santo.
3. CRISTO, SALVACIÓN DEL HOMBRE. Se trata de ver el valor de la acción reveladora de Cristo, en relación con el hombre y con sus exigencias fundamentales de vida y de salvación. El sentido de la salvación cristiana:
El hombre de hoy sigue buscando el sentido de su vida. En el ámbito filosófico y cultural el tema de la salvación humana constituye la clave o el concepto sustentador de todo sistema de la épo-‐ca moderna. También en el mundo de las religiones no cristianas el tema se siente y se plantea con fuerza y totalidad. Por otra parte, existen corrientes filosóficas, inspiradas en la concepción positivista, según la cual la cuestión del sentido total de la vida y de una salvación integral carece de sentido, porque no se le puede dar ninguna respuesta. El hombre debe centrarse en cuestiones sectoriales y
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problemas concretos, sin perder el tiempo en cuestiones de la religión y de la metafísica. Se puede eludir teóricamente la cuestión del sentido integral de la existencia o puede diferirla, pero no puede evitarla en la vida concreta. De hecho, todo hombre vive de su proyecto de sen-‐tido y no puede por menos que expresarlo en sus intereses y seguir sus deseos fundamentales. Por lo demás, el hombre experimenta junto a la vida, la realidad del dolor y del sufrimiento. Jun-‐to al progreso, las injusticias, el odio y la insolidaridad. Por otro lado, si la experiencia del mal, a veces, lleva a la crisis de fe en Dios; también es verdad que las exigencias de la justicia y la ver-‐dad a veces lleva a tener presentes el sentido último. De todos modos, la finitud humana más realista y dramática se expresa en la muerte. Frente a ella todos los proyectos y utopías de un futuro hecho a la medida del hombre se disuelven. En-‐tonces: )Qué valor tiene el vivir y el obrar del hombre? )En qué termina todo? Ante la muerte, surge el problema de la vida y entonces o bien se identifica con la muerte disolviéndose en la nada, o bien supera la muerte, volviéndose al ser absoluto: DIOS. Se constata que para poder vivir necesitamos presuponerle un sentido a la vida. Por lo demás, el deseo y la tendencia metafísica del hombre hacia la felicidad y hacia la vida total, no puede ser interpretado como una proyección o una alienación, sino que es un presupuesto ineliminable de la existencia. Por otro lado tenemos el progreso de esta civilización que podía estar sustentada en fundamen-‐tos no sólidos, lo cual puede acarrear la posibilidad y el temor del aniquilamiento y destrucción de la propia humanidad. Así pues, en el hombre, coexisten la finitud del hombre y sus obras so-‐ciales, junto con el carácter absoluto de infinitud. El hombre es deseo de infinito y al mismo tiempo no es en concreto dicho infinito. Por lo demás, la tendencia al infinito del hombre no es pensable sin la relación con aquel que es verdaderamente el Infinito, con el otro que posee en sí el carácter absoluto de la vida. Sólo po-‐niéndose en relación con Dios puede el hombre descubrir y hacer realidad el sentido último de sí mismo como ser compuesto al mismo tiempo de limitación y de deseo de absoluto. Precisamente, la revelación le aporta los recursos para poder descifrar, pensar y afirmar el Mis-‐terio de lo absoluto. La teología se encarga de expresar esta verdad. De forma que afronta el problema de una pre-‐sentación de la salvación cristiana adecuada a las nuevas exigencias del mundo. Sin embargo, hay que decir que la Salvación cristiana, no es una conquista de la inteligencia humana, sino un don ofrecido por Dios y que se personifica en Cristo. Este don está inserto en la realidad concre-‐ta y existencial del hombre, de tal forma que éste puede acogerlo. Este fin se propuso el CV.II (Ver GS, 3). Aquí es la luz del evangelio la que se descubre como verdadera fuente de Salvación: De hecho la salvación cristiana, aunque debe encarnarse en la realidad concreta histórica del hombre, no recibe su sentido del mundo, sino que da un sentido al mundo, a fin de que se con-‐vierta y se salve (GS, 22). Por consiguiente, el misterio del Padre y de su amor, revelado y comu-‐nicado plenamente en Cristo, constituye la verdadera salvación del hombre.
El amor, revelado y realizado en Cristo, salva al hombre:
El amor vivido en la profundidad del propio ser como don libre y total de Dios, salva realmente al hombre y lo hace una criatura nueva, en la autenticidad de sí mismo, libre y abierto a los otros. Ahora bien el hombre es una criatura herida en lo más íntimo porque ha fallado en el amor. Se
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trata, en sustancia, de la presencia del pecado, que se considera como la falta de amor, porque juntamente con él, el hombre ha perdido la comunión con la vida y con la verdad, es decir, la comunión con Dios. Es imposible que nadie lo ame, porque ha rechazado el primer amor creador, el más verdadero. Ahora se encierra en sí mismo, obstinándose en su soledad y en la propia insatisfacción, y em-‐pieza a poner en torno a sí, barreras y mecanismos de defensa que lo alejan de los otros y le im-‐piden ser él mismo. Esta es su triste realidad y su verdadero mal, aunque no siempre se dé cuenta o no sea conscien-‐te o lo quiera ocultar. Aquí está el origen de todos sus males: frustraciones, desequilibrios, mal-‐dades, etc. Sin embargo, está hecho para el amor, nos lo dice la GS, 19. El que desconoce la experiencia de ser amado, nunca puede vivir realmente en plenitud el sen-‐tido del amor hacia sí y hacia los otros. Sólo el amor sana la sociedad y libra al hombre de la es-‐clavitud de la propia incapacidad de ser. Ahora bien, sólo el amor que ama en plenitud es el amor salvífico, desde luego no el amor mezclado con el egoísmo y otros intereses. Y, sin embargo, este amor auténtico no es posible en ninguna criatura, que, aunque se entregue con amor, no puede darse totalmente a sí misma como amor. Sólo Dios, que es amor, puede darse en la totalidad y en la verdad del amor. Este amor lo ha comunicado Dios al hombre en su Hijo Jesús, a fin de que el hombre pueda, en Cristo, ser acogido por tal amor. La realidad cristiana de la salvación es este ser nuevamente amado hasta el fin, ser aceptado por el amor absoluto y gratuito del Padre. El hombre redimido es el que ha encontrado el amor verdadero y lo ha hecho suyo hasta en la intimidad de su ser. Es entonces cuando se ha conver-‐tido en un hombre distinto, en una criatura nueva dispuesta a amar en la misma medida del amor. Sabe que el amor sólo se transmite con el amor. Su fuerza es la de amar por amor, convir-‐tiéndose en testigo de la salvación de Cristo ante los hombres. De este modo, el cristiano se convierte en un auténtico renovador de la humanidad al igual que Cristo.
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TRINIDAD
El misterio de la Santísima Trinidad.
! El Padre y su cuidado amoroso.
! El Hijo y su entrega.
! El Espíritu Santo y su vitalidad.
NÚCLEO
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1. UN MISTERIO DE AMOR: SANTÍSIMA TRINIDAD Una época propicia para hablar de Amor
El panorama que hemos descrito es el horizonte desde el que nos corresponde acercarnos al Dios cristiano. Aunque pudiera parecemos que son muchas las dificultades y obstáculos a superar para la transmisión de la fe hoy, no perdemos de vista que toda época y toda ocasión es propicia para la revelación de Dios. También nuestra época actual. Y quizás se necesite más aún en este tiempo presente, tan ávido de experiencias, tan sediento de autenticidad y de sentido de la existencia. El núcleo del mensaje que transmitimos en la escuela es sencillo, radical, vital y enormemente consolador: «Dios es Amor» (Un 4, 8). Es amor personal, comunión de amor, don de amor. Este amor es un misterio porque rebasa nuestra capacidad de comprensión, pero es un misterio que se ha revelado, que se nos ha dado a conocer desde el origen, a lo largo de toda la historia de la humanidad, que se ha hecho visible en el Hijo y sigue presente en la Iglesia por el Espíritu Santo.
Un misterio en lo profundo del corazón humano
En el tema dedicado a la persona humana, ha quedado de manifiesto la dimensión religiosa, ese sentido de trascendencia que acompaña a todo hombre y mujer. La presencia de Dios toca lo profundo del corazón y nos hace penetrar en la realidad más importante de la existencia humana: estoy vinculado con Alguien y soy amado en plenitud. Esta realidad del amor de Dios, es un misterio que nos desborda, aunque se haga presente, de alguna manera, en el «sagrario de la conciencia», el núcleo más secreto del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla (cf. Gaudium et spes, n. 16) Por eso, «misterio» no quiere decir que quedemos sumidos en la ignorancia; Dios ha querido
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darse a conocer, y «hacernos consortes de la naturaleza divina». Por eso nos habla como se hace con los amigos; se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo media-‐dor y plenitud de toda la revelación (cf. Dei Verbum, n. 2). Y nos comunica los bienes divinos, que superan totalmente la comprensión de la inteligencia humana (cf. Dei Verbum, n. 6). No es que Dios no se muestre; es que a veces no sabemos reconocer su presencia, su voz, su amor.
El «dios desconocido» tiene nombre
San Pablo en el areópago de Atenas sabe aprovechar la religiosidad de aquel pueblo para revelarles que el dios desconocido al que ellos adoran tiene nombre: es el Dios de Jesucristo. Es un episodio muy interesante narrado en Hch 17, 16-‐34. Hoy nos encontramos en circunstancias similares: ese dios desconocido al que, de alguna manera, tantas personas han alzado un altar en su corazón, tiene nombre. Nuestra tarea es ayudarles a descubrirlo.
Dificultades para el acceso a Dios
Ahora bien, el análisis que hemos realizado en el apartado anterior nos hace ver que las dificultades para el acceso a Dios hoy día son numerosas y de índole muy diversa. Algunas de estas dificultades provienen de las posturas ateas, agnósticas o materialistas ya presentes desde hace tiempo, como hemos descrito. Otras son fruto de los posicionamientos actuales en diversos planos, de lo que resaltamos: En lo social: la convivencia de desprecio y exaltación de la persona humana. Somos testigos de una humanidad cotidiana y profundamente atacada y desquiciada por la conflictividad y del agravarse de las injusticias sociales, humanidad que, por otra parte, aspira profunda-‐mente al inestimable bien de la paz y la justicia (cf. Christifideles laici. n. 5-‐6 y Pastores dabo Vobis, n. 7). En lo ideológico, aún está muy difundido el racionalismo, al que se une la defensa exacerbada de la subjetividad y una experiencia desviada de la libertad que trae, entre otras, la grave consecuencia de la tergiversación del verdadero significado de la sexualidad y en particular de la realidad familiar (cf. Pastores dabo Vobis, n. 7). En lo religioso, se da la convivencia del secularismo con la necesidad de lo espiritual; se conjuga una especie de ateísmo práctico y existencial con el deseo de Dios y de una relación viva y sinificativa con Él (cf. Christifideles laici, n. 4 y Pastores dabo Vobis, n. 6-‐7). En este paisaje, la imagen de Dios, de su bondad y de su presencia se desfigura, y con ello pierde también horizonte y sentido nuestra propia historia de hombres y mujeres creados y amados por Él. Nos urge despejar el horizonte, reconocer y amar con toda la mente, con todo el corazón y con todas las fuerzas al Dios revelado por Jesucristo. Éste es el núcleo de nuestra fe: la revelación de la Santísima Trinidad. Ni la lejana «causa última» del aristotelismo ni el «gran arquitecto» del deísmo: creemos en un Dios personal que nos convoca a la relación personal con Él, «tres Personas distintas y un solo Dios verdadero». Creo en Dios Padre. Creo en Jesucristo, Hijo único de Dios. Creo en el Espíritu Santo. Esto es lo que se nos ha manifestado: el Amor del Padre, la Gracia de Nuestro Señor
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Jesucristo, la Comunión del Espíritu Santo.
«La Santa Trinidad es el misterio central de la fe cristiana. Sin embargo muchos cristianos, incluso fervorosos, aunque hacen sincera profesión de fe en la Trinidad, en conformidad con la fe de la Iglesia Católica, viven su fe cristiana al margen de este misterio. En cierto modo, sin decirlo, parecen compartir lo que decía el filósofo Kant en 1798: La doctrina de la Trinidad es en el aspecto práctico del todo inútil. Perciben la doctrina trinitaria ante todo como una enseñanza difícil de entender, que requiere un gran esfuerzo intelectual propio de especialistas, pero que no tiene ninguna importancia en su vida espiritual y en su acción como cristianos. Como observaba el teólogo católico Karl Rahner, poco después del Concilio Vaticano II: si se diera el caso (imposible) de tener que suprimir la doctrina cristiana sobre la Trinidad, no habría que introducir ningún cambio en una parte de la literatura religiosa católica. «El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es por tanto la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental en la jerarquía de las verdades de fe. Toda la historia de la salvación es la historia de la revelación del Dios verdadero y único: Padre, Hijo y Espíritu Santo...» (CIC 234; cf. 261). El misterio de la Trinidad es el misterio del Dios Amor: amor de Dios Padre, amor paterno; amor de Dios Hijo, amor filial; amor de Dios Espíritu Santo, amor procedente del Padre y del Hijo. Dios Padre nos ama en su Hijo Jesucristo. Y por Cristo nos comunica el Espíritu Santo. Dios-‐Trinidad es también amor para nosotros. Él amor incesante del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo, el amor trinitario, amor infinito, se desborda hacia todos los hombres, hacia cada uno, y más concretamente hacia mí, es el principio y fundamento de nuestro ser y de nuestra salvación. Consiste nuestra salvación en participar, como hijos de Dios, de la vida íntima de Cristo, el Hijo de Dios, con el Padre en el Espíritu Santo. La Trinidad, que se da a nosotros, es nues-‐tra salvación. La fe cristiana no consiste sólo en creer que Dios existe, sino ante todo en creer que Dios es amor, que Dios me ama. Y la vida cristiana consiste en caminar en el amor: en el amor a Dios y en el amor al prójimo. Ha de ser fe viva y esperanza en el amor del Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, fe viva y esperanza en el amor de Jesucristo el Hijo de Dios hecho hombre, fe viva y confianza plena en el amor de Dios Espíritu Santo, que es don personal del Padre y del Hijo. Si se olvida la Trinidad, carece de fundamento el misterio de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, carece de valor y eficacia la acción redentora de Cristo, carece de realidad y verdad nuestra salvación. Dios-‐Trinidad es el centro de la revelación divina y de la historia de la salvación, el centro de la vida de Jesús, el centro de la fe cristiana, el centro de la vida de la Iglesia, la meta suprema del universo y de la historia. Debe estar en el centro de la conciencia y de la vida de los cristianos. Todos los ríos de nuestra vida humana, cristiana y eclesial tienen su fuente permanente y su desembocadura final en la Trinidad»
(YANES Elías, En el Espíritu y la Verdad. Espiritualidad trinitaria, BAC, Madrid 2000, P. XV y 6).
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2. EL AMOR DEL PADRE Alguien que cuida constantemente de mí
El amor de Dios se expresa desde el primer momento de la historia como un amor de Padre providente, atento a sus criaturas, en diálogo constante con ellas. Jesucristo no vino a presentarnos un Dios abstracto, sino a mostrarnos la persona del Padre, lo que hace con su palabra y con sus continuas referencias a Él, enseñándonos a orar dirigiéndonos a Dios como lo hace un niño pequeño con su padre, animándonos a confiarnos plenamente a Él. El Padre ha estado y está siempre presente en los avatares de la historia del ser humano; siempre ha estado en diálogo continuo con el hombre: con su amor siempre dispuesto a perdonar y a ofrecer una nueva vida, proyectándonos como hijos. A esto llamamos «Providencia»: la paternidad continua de Dios, su estar siempre alerta para ver qué necesita el hijo. Estamos en buenas manos y sabemos a quién mirar. Sus gestos para con nosotros nos enseñan a vivir como hijos y como hermanos.
Confesamos nuestra fe en Dios Padre
El Credo comienza con la confesión de fe en Dios Padre. ¿Quién es este Padre en quien creemos? Es el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob... que nos ha sido revelado por Jesucristo y que había ya comenzado a manifestarse al pueblo elegido.
De Yahvé a Abba. La historia del amor de Dios
El pueblo de Israel tuvo conciencia, desde el inicio, de la existencia de un Dios personal. Tuvo
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la experiencia de Dios como Padre que guiaba su destino, que quiso establecer con él una alianza y en ésta fundamentó su organización social, no en razonamientos o leyes abstractas. Israel recibió este trato personal, experimentó la acción salvífica de Dios que, liberándole de la esclavitud de Egipto, le situó en una especial relación con Él, considerándole su primogénito. De este modo, Dios demuestra que es su padre de manera singular, como lo atestiguan las palabras que dirige a Moisés: «Y dirás al faraón: Así dice el Señor: «Israel es mi hijo, mi primogénito» (Ex 4, 22). En virtud de esta situación, Israel reconoce su condición filial, que afecta a todos los miembros del pueblo, pero se aplica de modo singular al descendiente o sucesor de David, según el célebre oráculo de Natán, en el que Dios dice: «Yo seré para él padre y él será para mí hijo» (2 S 7, 14; cf. 1 Cro 17, 13). La tradición mesiánica, apoyada en este oráculo, afirma una filiación divina del Mesías. Dios dice al rey mesiánico: «Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy» (Sal 2, 7; cf. 110, 3).
Un amor intenso, constante y compasivo
La paternidad divina con respecto a Israel se caracteriza por un amor intenso, constante y compasivo. A pesar de la infidelidad del pueblo, y las consiguientes amenazas de castigo, Dios se muestra incapaz de renunciar a su amor. Y lo expresa con palabras llenas de profunda ternura, incluso cuando se ve obligado a quejarse de la falta de correspondencia de sus hijos: «Yo enseñé a Efraím a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas de bondad los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla; me inclinaba hacia él y le daba de comer. (...) ¿Cómo voy a dejarte, Efraím?, ¿cómo entregarte, Israel? (...) Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se estremecen mis entrañas» (Os 11, 3-‐8, cf. Jr 31, 20).
Los rasgos maternales de la actitud divina
Una paternidad tan divina, y al mismo tiempo tan «humana» por los modos en que se expresa, resume en sí también las características que de ordinario se atribuyen al amor materno. Las imágenes del Antiguo Testamento en las que se compara a Dios con una madre, aunque sean escasas, son muy significativas. Por ejemplo, se lee en el libro de Isaías: «Dice Sión: «el Señor me ha abandonado, el Señor me ha olvidado». ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque una de ellas llegara a olvidarse, yo no te olvido» (Is 49, 14-‐15). Y también: «Como uno a quien su madre consuela, así yo os consolaré» (Is 66, 13). Así, la actitud divina hacia Israel se manifiesta también con rasgos maternales, que expresan su ternura y condescendencia (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 239).
La tentación de imaginar a Dios con rasgos humanos
En nuestros días la experiencia de la paternidad de Dios, de su presencia y acción personal en nuestras vidas, está debilitada e incluso desfigurada por numerosos condicionantes a los que ya nos hemos referido. Aun así, buscamos el rostro del Padre. Es un anhelo inscrito en el corazón humano, una experiencia atestiguada por las diversas tradiciones religiosas.
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En este contexto conviene tener presente que el hombre siente la tentación de imaginar a la divinidad con rasgos antropomórficos, que reflejan demasiado el mundo humano. La búsqueda de Dios se realiza «a tientas», como dijo san Pablo en el discurso a los atenienses (cf. Hch 17, 27). No por mucho reflexionar llegaremos a «descubrirle». Sólo la revelación plena, en la que Dios mismo se manifiesta, puede disipar las sombras y los equívocos y hacer que resplandezca la luz. Y esta revelación se da en Jesucristo.
Jesucristo, el rostro de Dios
Desde que Jesús vino al mundo, la búsqueda del rostro de Dios Padre ha asumido una dimensión aún más significativa. En su enseñanza, Jesús, fundándose en su propia experiencia de Hijo, confirmó la revelación de Dios como padre, ya esbozada en el Antiguo Testamento; más aún, la destacó constantemente, viviéndola de modo íntimo e inefable y proponiéndola como programa de vida para quien quiera obtener la salvación. Jesús se sitúa de un modo absolutamente único en relación con la paternidad divina, manifestándose como «hijo» y ofreciéndose como el único camino para llegar al Padre. Así, quien quiere encontrar al Padre necesita creer en el Hijo: mediante él Dios no se limita a asegurarnos una próvida asistencia paterna, sino que comunica su misma vida, haciéndonos «hijos en el Hijo». Es lo que subraya con emoción y gratitud el apóstol san Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, y ¡lo somos!» (1 Jn 3, 1).
La relación de Jesús con el Padre es única
La relación de Jesús con el Padre es única. Cristo es el Hijo, y vive como tal. Sabe que el Padre lo escucha siempre; sabe que manifiesta a través de él su gloria, incluso cuando los hombres pueden dudar y necesitan ser convencidos por él. En virtud de esta singular convicción, Jesús puede presentarse como el revelador del Padre, con un conocimiento que es fruto de una íntima y misteriosa reciprocidad, como lo subraya él mismo en el himno de júbilo: «Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, y nadie conoce bien al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 27) (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 240). Por su parte, el Padre manifiesta esta relación singular que el Hijo mantiene con él, llamándolo su «predilecto»: así lo hace durante el bautismo en el Jordán (cf. Mc 1, 11) y en la Transfiguración (cf. Mc 9, 7).
Una relación de ternura filial: Abbá
El evangelio de san Marcos nos ha conservado el término arameo «Abbá» (cf. Mc 14, 36), con el que Jesús, en la hora dolorosa de Getsemaní, invocó al Padre, pidiéndole que alejara de él el cáliz de la pasión. El evangelio de san Mateo, en el mismo episodio, nos refiere la traducción «Padre mío» (cf. Mt 26, 39; cf. también versículo 42), mientras san Lucas simplemente tiene «Padre» (cf. Lc 22, 42). El término arameo, que podríamos traducir en las lenguas modernas como «papá», expresa la ternura afectuosa de un hijo. Jesús lo usa de manera original para dirigirse a Dios y para indicar, en la plena madurez de su vida, que está para concluirse en la cruz, la íntima relación que lo vincula a su Padre incluso en esa hora dramática. «Abbá» indica la extraordinaria cercanía entre Jesús y Dios Padre, una intimidad sin precedentes en el marco religioso bíblico o extrabíblico. Su obediencia hasta la muerte y muerte de cruz no es sometimiento a alguien ajeno a Él, sino expresión amorosa del Hijo que escucha, atiende y cumple la voluntad del Padre que le ama.
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Nos eleva a la dignidad de hijos
En virtud de la muerte y resurrección de Jesús, Hijo único del Padre, también nosotros, como dice san Pablo, somos elevados a la dignidad de hijos y poseemos el Espíritu Santo, que nos impulsa a gritar «¡Abbá, Padre!» (cf. Rm 8, 15; Ga 4, 6). Esta simple expresión del lenguaje infantil, que se usaba a diario en el ambiente de Jesús, como en todos los pueblos, asumió así un significado doctrinal de gran importancia para expresar la singular paternidad divina con respecto a Jesús y sus discípulos. Ante el sentido de independencia y autonomía que invita al hombre moderno a prescindir de toda sujeción, la revelación de la paternidad divina llena de significado nuestra condición de criaturas. No somos cosas, somos personas, hijos del Padre. La realidad de nuestra filiación es revelación del sentido más hondo y pleno de nuestra existencia. El Padre personifica mi filiación y eleva a su plenitud el ser persona. Mi dignidad ha sido elevada a una categoría inimaginable.
Los rasgos de la paternidad de Dios
Como venimos viendo, la paternidad de Dios se manifiesta de múltiples maneras. Señalamos especialmente los siguientes rasgos de su amor: un amor providente, un amor exigente, un amor compasivo y misericordioso.
Un amor providente
El amor de Dios Padre es generoso y providente. «El testimonio de la Escritura es unánime: la solicitud de la divina Providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo, desde las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia» {Catecismo de la Iglesia católica, n. 303). Ahora bien, los proyectos de Dios no coinciden con los del hombre; son infinitamente mejores, pero a menudo resultan incomprensibles para la mente humana. Dice el libro de los Proverbios: «Del Señor dependen los pasos del hombre: ¿cómo puede el hombre comprender su camino?» (Pr 20, 24). En el Nuevo Testamento, San Pablo enuncia este principio consolador: «En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman» (Rm 8, 28).
Nuestra actitud frente a la Providencia divina
¿Cuál debe ser nuestra actitud frente a esta providente y clarividente acción divina? En primer lugar «un abandono filial en la providencia del Padre celestial que cuida de las más pequeñas necesidades de sus hijos» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 305): «Vosotros no andéis buscando qué comer ni qué beber, y no estéis inquietos. Que por todas esas cosas se afanan las gentes del mundo; y ya sabe vuestro Padre que tenéis de ellas necesidad» (Le 12, 29-‐30); así nos lo enseña Jesús cuando exhorta a sus discípulos. Esto no significa esperar pasivamente lo que nos manda, sino colaborar con él, para que lleve a cumplimiento lo que ha comenzado a realizar en nosotros. Es una convocatoria a ser solícitos sobre todo en la búsqueda de los bienes celestiales. Éstos deben ocupar el primer lugar: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia» (Mt 6, 33). Los demás bienes no deben ser objeto de preocu-‐paciones excesivas, porque nuestro Padre celestial conoce cuáles son nuestras necesidades. Un ámbito que con frecuencia atenta contra esta confianza en la Providencia es el misterio
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que supone para el hombre la presencia del mal, el dolor y la muerte en este mundo. Es una realidad que nos excede, aunque la podamos comprender y justificar desde el uso de la liber-‐tad con la que hemos sido creados. El cristianismo responde con sobria humildad contemplando el cuidado misericordioso del Padre, la donación de la vida del Hijo y la tutela constante del Espíritu.
«La tradición patrística interpretó la parábola del buen samaritano refiriéndola al Verbo encarnado, que siendo extranjero y yendo de paso en nuestra tierra, levanta del camino a la humanidad herida, la traslada al lugar donde le curen las heridas y la atiendan en la convalecencia hasta recuperar la salud perdida. Esta interpretación consi-‐dera que el posadero, a quien el Verbo entrega el herido para que le cure, es el Espíritu Santo. Jesús ha dejado la historia a su debido tiempo, pero ni vacía de su presencia ni abandonada para siempre. Las dos divinas manos con que el Padre creó al hombre, las dos misiones históricas del Hijo y del Espíritu, la curación desde fuera y la santificación desde dentro, la presencia de paso y la permanencia de siempre, la misericordia de Dios con el hombre caído y la querencia por el hombre levantado, se reflejan en esta parábola en la que Espíritu Santo, como posadero, acoge al hombre para cuidar de él y devolvérselo sano a Cristo cuando vuelva al final de la historia. "Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en poder de los ladrones, que le desnudaron, le cargaron de azotes y se fueron dejándolo medio muerto. Por casualidad bajó un sacerdote por el mismo camino y, viéndolo, pasó de largo. Asimismo un levita, pasando por aquel sitio, le vio también y pasó delante. Paro un samaritano que iba de camino llegó a él, y viéndole se movió a compasión, acercóse, le vendó las heridas, derramando en ellas aceite y vino; le hizo montar sobre su propia cabalgadura, le condujo al mesón y cuidó de él. A la mañana, sacando don denarios, se los dio al posadero y dijo: Cuida de él, y lo que gastares, a la vuelta te lo pagaré" (Le 10, 30-‐37). Dios ha cuidado del hombre para curar sus heridas y devolverlo sano a su vivir. El cristianismo no ha incluido el mal en el Credo, pero sí los pecados. El mal no existe como poder originario de realidad ni como poder final de la historia. En el principio está el amor creador y en el fin está el amor consumador, tras aparecer en la historia como amor sanador. Por eso, en el cristianismo la actitud ante el mal es una actitud sobria y práctica: nos excede su explicación y nos concentramos en su superación y sin descuidar la teoría nos concentramos en la terapia. No cerramos los ojos ante él e identificamos las causas personales, sociales y cósmicas, pero una vez hecho esto reconocemos que nos desborda. Es el «misterio de la iniquidad... a quien el Señor Jesús matará con el aliento de su boca destruyéndolo con la manifestación de su venida» (2 Tes 2, 7). También ante el mal, el de las personas y el de las estructuras, lo mismo que ante el hombre y ante Dios, el cristianismo guarda un último silencio. No es el silencio del que no piensa, sino el de quien traslada a este orden el precepto evangélico: "Cuando hayáis hecho lo mandado —en este caso indagar, analizar, transformar, curar— decid: Siervos inútiles somos" (Le 17,10). No somos Dios ni instauramos nuestra capacidad interpretativa en medida del ser y en canon de la historia, ni deducimos que lo que no podemos comprender no existe, ni que lo que no nos atañe a nosotros en el mundo no es de interés.
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El ser, el plan salvífico y el mundo creado por Dios no caben en nuestra cabeza ni en nuestros sistemas. Entre la desmesura propia de una voluntad de dominación universal (hybris) y la agnóstica distancia de quien descuida lo que ignora o le supera (Quod supra nos nihil ad nos!), el cristiano elige la vía media, que une el real interés con el real desistimiento. Es la "dejación" de nuestros clásicos del siglo XVI, la "Abgeschiedenheit" de los místicos del Rhin y la "Gelassenheit" (serenidad) de Heidegger. Una sobria humildad es el principio de la sabiduría humana y otorgar a Dios el margen de su divinidad, que excede nuestros pensamientos, deseos y sospechas, es el principio de la sabiduría religiosa. El silencio y la adoración no son signos de incapacidad humana sino de respeto divino. El hombre es mayor que sí mismo y lo que le sobrepasa también le pertenece. Al Dios siempre mayor corresponde un hombre siempre mayor. El Dios por venir y el hombre futuro son ya criterio de nuestro presente»
(GONZÁLEZ DE CARDEDAL Olegario, La entraña del cristianismo, Secretariado Trinitario, Salamanca 1998, p. 866-‐867).
Un amor exigente
El amor convoca al amor. Por eso, el amor que Dios Padre siente por nosotros no puede dejarnos indiferentes; más aún, nos exige corresponder a él con un compromiso constante de amor. Se ha establecido una alianza, una ley cuyo cumplimiento atrae la bendición divina. El compromiso de seguir esta ley cobra un significado cada vez más profundo cuanto más nos acercamos a Jesús, que vive plenamente en comunión con el Padre, convirtiéndose en nuestro modelo. Jesús no vino a abolir la Ley en sus valores fundamentales, sino a perfeccionarla, como él mismo dijo en el sermón de la montaña: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5, 17). Este perfeccionamiento está en la adhesión a la persona de Jesucristo, y por ello al «mandamiento nuevo» del amor que, como recuerda san Juan Crisóstomo, tiene su razón última de ser en el amor divino: «No podéis llamar padre vuestro al Dios de toda bondad, si vuestro corazón es cruel e inhumano, pues en ese caso ya no tenéis la impronta de la bondad del Padre celestial» (Hom. in illud «Augusta est porta»: PG 51, 44B). Desde esta perspectiva, hay a la vez continuidad y superación: la Ley se transforma y se profundiza como Ley del amor, la única que refleja el rostro paterno de Dios.
Un amor compasivo: el perdón
El Antiguo Testamento nos presenta, de diversas maneras, cómo el amor de Dios es compasivo y misericordioso, cómo perdona nuestros pecados. A este respecto, encontramos una terminología muy variada: el pecado es «perdonado», «borrado» (Ex 32, 32), «expiado» (Is 6, 7), «echado a la espalda» (Is 38, 17). Por ejemplo, el Salmo 103 dice: «Él perdona todas tus culpas, y cura todas tus enfermedades» (v. 3); «no nos trata como merecen nuestros pecados; ni nos paga según nuestras culpas» (v. 10); «como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles» (v. 13).
El rostro de Dios Padre misericordioso
En el Nuevo Testamento, el perdón de Dios se manifiesta a través de las palabras y los gestos de Jesús. Al perdonar los pecados, Jesús muestra el rostro de Dios Padre misericordioso. Tomando posición contra algunas tendencias religiosas caracterizadas por una hipócrita
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severidad con respecto a los pecadores, explica en varias ocasiones cuan grande y profunda es la misericordia del Padre para con todos sus hijos (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1443). Culmen de esta revelación puede considerarse la sublime parábola normalmente llamada «del hijo pródigo», pero que debería denominarse «del padre misericordioso» (cf. Le 15, 11-‐32). Aquí la actitud de Dios se presenta con rasgos realmente conmovedores frente a los criterios y las expectativas del hombre. El perdón no consiste sólo en recibir nuevamente en el hogar paterno al hijo que se había alejado, sino también en acogerlo en la alegría de una comunión restablecida. El Padre misericordioso que abraza al hijo perdido es el icono definitivo del Dios revelado por Cristo. Dios es, ante todo y sobre todo, Padre. Es el Dios Padre que extiende sus brazos misericordiosos para bendecir, esperando siempre, sin forzar nunca a ninguno de sus hijos. Sus manos sostienen, estrechan, dan fuerza y al mismo tiempo confortan, consuelan y acarician. Son manos de padre y madre a la vez. El padre misericordioso de la parábola con-‐tiene en sí, trascendiéndolos, todos los rasgos de la paternidad y la maternidad.
La paternidad de Dios conlleva nuestra fraternidad
El misterio de la «vuelta a casa» expresa admirablemente el encuentro entre el Padre y la humanidad, entre la misericordia y la miseria, en un círculo de amor que no atañe sólo al hijo perdido, sino que se extiende a todos. La invitación al banquete, que el padre dirige al hijo mayor, implica la exhortación del Padre celestial a todos los miembros de la familia humana para que también ellos sean misericordiosos. La experiencia de la paternidad de Dios conlleva la aceptación de la «fraternidad», precisamente porque Dios es Padre de todos, incluso del hermano que yerra.
Testimoniar a Dios Padre. Respuesta al ateísmo y la indiferencia del mundo moderno
Como el hermano mayor, también hoy son muchas las personas que no acogen esta invitación a la filiación y a la fraternidad. Por desgracia, el hombre, atormentado por la duda y a menudo influido por el pecado, vive con fragilidad y contradicción este vínculo íntimo y vital con Dios, deteriorado por la culpa de sus antepasados ya desde el comienzo de la historia. Además, la época contemporánea ha conocido formas particularmente devastadoras de ateísmo «teórico» y «práctico» (cf. Fides et ratio, 46-‐47). Sobre todo es perjudicial el secularismo, con su indiferencia ante las cuestiones últimas y ante la fe, pues representa un modelo de hombre totalmente ajeno a la referencia al Trascendente. Desde esta perspectiva, el testimonio del verdadero rostro de Dios Padre es precisamente la respuesta más convincente al ateísmo, lo que no excluye la correcta presentación de los motivos de orden racional que llevan al reconocimiento de Dios. El anuncio del Evangelio, respaldado por el testimonio de una caridad inteligente (cf. Gaudium et spes, 21), es el camino más eficaz para que los hombres puedan vislumbrar la bondad de Dios y reconocer progresivamente su rostro misericordioso.
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3. LA GRACIA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO Alguien que es capaz de dar la vida por mí
El misterio del amor de Dios se plenifica en el Hijo único por el cual nosotros somos también hijos y podemos clamar ¡Abba! ¡Padre! (Rom 8, 15). Sólo en Cristo y a través de Cristo Dios se ha revelado plenamente. «Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo el universo; el cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, llevada a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, con una superioridad sobre los ángeles tanto mayor cuanto más excelente es el nombre que ha here-‐dado» (Hb 1, 1-‐4).
Confesamos nuestra fe en Jesucristo, Hijo único de Dios
«Él es Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, tronos, dominaciones, principados, potestades: todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia. Él es también la cabeza del cuerpo, de la Iglesia: Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas,
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pacificando, mediante la sangre de su cruz, los seres de la tierra y de los cielos» (Col 1, 15-‐20) Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
La Iglesia confiesa desde el inicio la fe en Jesucristo, como vemos —a modo de ejemplo— en los hermosos himnos cristológicos que acabamos de citar, pero esta fe que la Iglesia nos transmite ¿la hemos hecho nuestra? También nosotros hoy nos sentimos interpelados por la misma pregunta que hace casi dos mil años el Maestro dirigió a Pedro y a los discípulos que estaban con El. «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Ellos contestaron: unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías u otro de los Profetas. Y El les dijo: y vosotros, ¿quién decís que soy?» (Mt 16, 13-‐15). Conocemos la respuesta escueta e impetuosa de Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Para que nosotros podamos darla, no sólo en términos abstractos, sino como una expresión vital, fruto del don del Padre (Mt 16, 17), cada uno debe dejarse tocar personalmente por la pregunta: «Y tú, ¿quién dices que soy? Tú, que oyes hablar de Mí, responde: ¿Quién soy yo de verdad para ti?»
Una respuesta madurada por la reflexión y la escucha de los testigos
La pregunta de Jesús sobre su identidad muestra la finura pedagógica del Maestro que quiere una respuesta madurada a través de un tiempo, a veces largo, de reflexión y de oración, en la escucha atenta e intensa de la verdad de la fe cristiana profesada y predicada por la Iglesia. A Pedro la iluminación divina y la respuesta de la fe le llegaron después de un largo período de estar cerca de Jesús, de escuchar su palabra y de observar su vida y su ministerio (cf. Mt 16, 21-‐24). También nosotros, para llegar al encuentro del Señor, como los discípulos de Emaús, necesitamos hacer un camino con Él, a su lado, a su escucha, confiando, ayudados y en una comunidad en cuya vida el Señor se da. Hemos de recorrer, como Pedro, un camino de escucha atenta, diligente, en comunión con los primeros discípulos, que son sus testigos y nuestros maestros, y al mismo tiempo recibiendo y acogiendo la experiencia y el testimonio nada menos que de veinte siglos de historia surcados por la pregunta del Maestro y enriquecidos por el inmenso caudal de las respuestas de personas de todos los tiempos y lugares. Esto es, en la Iglesia.
«La fe también puede entenderse como un encuentro personal, que abarca a la totalidad de la persona, con su inteligencia, su voluntad y sus sentimientos. Entonces "yo creo" significa "yo creo en ti, te creo". La misma palabra latina credere proviene de cor daré, o sea, de entregar el corazón. Así la fe viene a ser la forma por la que yo tengo acceso a la persona del otro, a su intimidad más profunda, a su realidad más genuina. Sólo se conoce la hondura personal en la medida en que se cree a la persona en sí misma que se te abre libremente. La fe es entonces respuesta a una oferta de amor. "Yo creo en ti" implica reconocer, afirmar, amar. Y significa también que participo de la vida del amado, de su pensamiento, de su manera de ver y entender. Veo con los ojos del otro, me fundamento en él, comulgo con él. La fe ha dejado el terreno de la sospecha y ha entrado en el ámbito de lo personal, de lo vivificador y transformador. Se ha convertido incluso en la forma eminente del conocimiento. Al contrario, decir a alguien: "no creo ni una palabra de lo que me dices", equivale a despreciarlo.
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Entendida así la fe nos abre al misterio de Dios. Más todavía: una fe así sólo es posible en caso de que Dios exista. Pues una fe total entre hombre y hombre es algo inhumano; una confianza tan total, que supone la entrega radical de toda la persona y un apoyarse totalmente en el otro, no puede llevarse a término de una manera finita: ningún hombre es digno de una entrega así; cualquier hombre, por muy perfecto que sea, es necesariamente limitado y además tiene un fin; por tanto, esperarlo "todo" de él es quedar totalmente defraudado. Sólo si Dios nos sale al encuentro puede merecer nuestra fe total, la entrega de todo nuestro ser. En este sentido cabe decir que «sólo Dios es digno de fe». Por eso, la fe religiosa es un compromiso del hombre entero con la única Verdad, el Dios vivo que nos sale al encuentro. Más que un tener, un saber, o un poseer, la fe es un "ser poseído", un "ser apresado por Cristo Jesús" (Flp 3, 12). Naturalmente, un encuentro así supone también un conocimiento profundo. Pero se trata de un conocer vital, existencial; transformador, experiencial. Un conocer en sentido bíblico. El sentido bíblico del verbo conocer es el de tener relaciones íntimas y personales, que suponen una entrega sin reservas: "conoció el hombre a Eva, su mujer, la cual concibió y dio a luz a Caín" (Gen 4,1). Así se comprende la respuesta de María cuando el ángel le anuncia que va a dar a luz un hijo: "¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?" (Lc 1, 34). María no tiene relaciones conyugales, sólo esta "desposada" (Lc 1, 27). ¿Y qué decir del sentido profundo de la frase de Jn 10, 14-‐15: "conozco mis ovejas" y por eso "doy mi vida por las ovejas"? Así, cuando el mismo Juan dice que la vida eterna consiste en conocer al único Dios verdadero (Jn 17, 3) se está refiriendo a que la vida eterna consiste en vivir en intimidad con Dios, en compartir su vida. Ahora ya se comprende que la fe cristiana es una experiencia, ¡y profunda! Pero también ahora comienzan a surgir las preguntas: ¿cómo y dónde realizar este encuentro? El cristianismo responde que en Jesús tenemos acceso al Padre, al Dios vivo. ¿Cómo encontrarse, pues, con ese Jesús, con un Jesús que "ya no está entre nosotros", pero del que se dice que nos ha dejado su Espíritu, que hace posible el encuentro con Jesús y el acceso al Padre? ¿Cómo es esto posible? La Iglesia, la comunidad de los creyentes, nos propone un camino, el de fiarnos de la revelación que Cristo nos hizo de sí: estas cosas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, y para que creyendo tengáis vida en su nombre (Jn 20, 31). Pero una vez más surgen las preguntas: ¿cómo acceder a la revelación, qué garantías de autenticidad nos ofrece, si ésta ha llegado hasta nosotros a través de un texto escrito y coloreado por unas mediaciones lejanas y unas experiencias que ya no son las nuestras? ¿Es posible hoy evitar las preguntas que de uno u otro modo nos plantea la cultura moderna, si queremos creer responsablemente? Estas preguntas son las que mueven las reflexiones que van a seguir.»
(GELABERT Martin, Valoración cristiana de la experiencia, Sígueme, Salamanca 1990, p. 12-‐13).
¿Cómo acercarnos a Jesús?
Reconocemos, pues, que ante Jesús no podemos contentarnos con una simpatía
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simplemente humana, ni es suficiente considerarlo sólo como un personaje digno de interés histórico, teológico, espiritual, social o como fuente de inspiración artística. Jesús de Nazaret ha despertado mucho interés a lo largo de la historia: hay quienes han valorado su mensaje calificándolo como doctrina de alto valor moral y han elaborado filosofías sobre ello; algunos se han admirado de su poder de curar y hacer milagros y le han admirado como si se tratara de un mago; a otros ha fascinado su personalidad, su atractivo, su manera de afrontar las adversidades, su talante original, y le han constituido en líder, etc. Pero Jesucristo es mucho más que todo esto. Hay muchas formas de acercarse a Jesús —que con frecuencia caen en reduccionismos— pero sólo una de encontrarse realmente con Él: la adhesión a su persona en el reconocimiento de quién es: el Cristo, el Hijo del Dios, presencia siempre viva entre nosotros. Nos acercamos a Jesucristo cuando nos percatamos de que Él no es el mensajero, sino el mensaje mismo: Él ha hecho —sobre sí mismo y sobre su relación con Dios— manifestaciones expresas que pertenecen al contenido fundamental de la Buena Nueva; pide expresamente que los hombres le sigan, no sólo en el sentido de reconocerle como ejemplo y Maestro, sino hasta el punto de «negarse a sí mismos» por Él (cf. Mt 10, 34-‐38.39; 8,35). Ser elegidos por Él y seguirle es una situación no sólo de naturaleza ética, sino religiosa, que comporta el reconocimiento y el amor a la persona misma de Jesús, lo que nos introduce en la existencia amorosa de Dios: «Quien me ama guardará mi palabra, mi padre lo amará y vendremos a él y viviremos con él» (Jn 14, 20-‐21.23).
«El encuentro con el Señor resucitado sigue siendo hoy posible, como lo fue entonces. Pero también hoy es el final de un camino y supone todo un proceso. No hay encuentros súbitos, ni mecanismos milagrosos de acción instantánea, ni gracias "tumbativas". Pablo, cuando se encontró con el Señor resucitado, inició un proceso, en el que comenzó por no entender nada, por no ver nada: "cuando estaba cerca de Damasco, de repente le rodeó una luz venida del cielo" (Hech 9, 3), la misma luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Y oyó una voz que le decía: "levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer" (9, 6). La voz le invitó, como sigue invitando hoy, a escuchar la Palabra, que en el caso de Pablo le vino por boca de Ananías (9,10-‐16). Al principio Pablo, "aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada" (9, 8), como sucede a todos los que empiezan a caminar: miran sin ver y oyen sin entender. Sólo tras escuchar la palabra de Ananías y recibir el Espíritu santo "recobró la vista, se levantó y fue bautizado" (9, 18). Todo encuentro con el Señor es "una historia larga, un diálogo lento en el que a veces la experiencia inmediata no percibe progresos, o incluso percibe retrocesos o batallas perdidas... El hombre debe saber que el Espíritu de Dios sigue presente en él trabajándole, incluso cuando él no puede experimentar eso en forma de victorias efectivas", pues el mero hecho de ponerse a caminar, en la escucha de la Palabra, es ya la primera obra del Espíritu de Dios en nosotros: no me buscarías, si no me hubieras encontrado, exclamaba san Agustín.»
(GELABERT Martin, Valoración cristiana de la experiencia, Sígueme, Salamanca 1990, p. 15).
Jesucristo, Hijo del hombre
Jesucristo, Hijo del hombre e Hijo de Dios: éste es el tema central sobre la identidad del Mesías. Es la verdad fundamental de la revelación cristiana y de la fe: la humanidad y la
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divinidad de Cristo. Cuando Jesús utiliza el título «Hijo del hombre» para hablar de Sí mismo, recurre a una expresión proveniente de la tradición canónica del Antiguo Testamento presente también en los libros apócrifos del judaísmo. Esta identidad del Hijo del hombre se presenta en un doble aspecto: por una parte es representante de Dios, anunciador del reino de Dios, Profeta que llama a la conversión. Por otra parte, es «representante» de los hombres, compartiendo con ellos su condición terrena y sus sufrimientos para redimirlos y salvarlos según el designio del Padre. Si en su condición de «Hijo del hombre» Jesús realizó el plan mesiánico delineado en el Antiguo Testamento, al mismo tiempo asume con ese mismo nombre el lugar que le corresponde entre los hombres como hombre verdadero, como hijo de una mujer, María de Nazaret.
«Sólo en Cristo y a través de Cristo el tema de Dios se vuelve realmente concreto: Cristo es el Emmanuel, el Dios-‐con-‐nosotros, la concretización del "Yo soy", la respuesta al Deísmo. Actualmente es grande la tentación de reducir Jesucristo, el Hijo de Dios, sólo a un Jesús histórico, a un hombre puro. No se niega necesariamente la divinidad de Jesús, sino que con ciertos métodos se destila de la Biblia un Jesús a nuestra medida, un Jesús posible y comprensible en el marco de nuestra historiografía. Pero este "Jesús histórico" no es sino un artefacto, la imagen de sus autores y no la imagen del Dios viviente (cf. 2 Cor 4, 4s; Col 1, 15).
El Cristo de la fe no es un mito: el así llamado "Jesús histórico" es una figura mitológica, auto inventada por los diferentes intérpretes. Los doscientos años de historia del "Jesús histórico" reflejan fielmente la historia de las filosofías y de las ideologías de este período».
(RATZINGER Joseph, La nueva evangelización, Jubileo de los catequistas y profesores de religión, Roma 2000).
Ha venido para servir
El hijo del hombre define su misión como un servicio, cuya manifestación más elevada consistirá en el sacrificio de su vida en favor de los hombres: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45; cf. Mt 20, 28). Estas palabras, pronunciadas para contrarrestar la tendencia de los discípulos a buscar el primer lugar en el Reino, quieren sobre todo suscitar en ellos una nueva mentalidad, más acorde con la del Maestro. Al decir que «vino para servir», manifiesta un aspecto sorprendente del comportamiento de Dios que, a pesar de tener el derecho y el poder de ser servido, se pone «al servicio» de sus creaturas. Jesús expresa de modo elocuente y conmovedor esta voluntad de servir mediante el gesto de la última Cena, cuando lava los pies a sus discípulos: un gesto simbólico que se grabará indeleblemente en su memoria como una regla de vida: «Vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13, 14) (Cf. CEC, n. 590).
Jesucristo, Hijo de Dios
Aunque en los Evangelios sinópticos Jesús jamás se define como Hijo de Dios (lo mismo que no se llama Mesías), sin embargo, de diferentes maneras, afirma y hace comprender que es el Hijo de Dios y no en sentido analógico o metafórico, sino natural. La exclusividad de su relación filial con Dios se subraya en numerosas ocasiones, de entre las que merece especial
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atención la confesión de Simón Pedro, junto a Cesárea de Filipo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Esta confesión fue confirmada de forma insólitamente solemne por Jesús: «Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos» (Mt 16, 17). No se trataba de un hecho aislado. Lo que Jesús hacía y enseñaba, alimentaba en los Apóstoles la convicción de que Él era no sólo el Mesías, sino también el verdadero «Hijo de Dios». Y Jesús confirmó esta convicción. Fueron precisamente algunas de las afirmaciones proferidas por Jesús las que suscitaron contra Él la acusación de blasfemia. De ellas brotaron momentos singularmente dramáticos como atestigua el Evangelio de Juan, donde se lee que los judíos «lo buscaban para matarlo, pues no sólo quebrantaba el sábado, sino que decía que Dios era su Padre, haciéndose igual a Dios» (Jn 5, 18).
Hijo de Dios en la cruz
Como verdadero Dios, llevando su amor hasta el extremo, Jesús da la vida en la cruz por nosotros. Precisamente el motivo que adujeron los que le crucificaron fue el reconocimiento que Jesús hace de su condición divina. Así pudo verse claramente en el proceso ante el Sanedrín: Caifás, Sumo Sacerdote, lo interpeló: «Te conjuro por Dios vivo a que me digas si eres tú el Mesías, el Hijo de Dios». A esta pregunta, Jesús respondió sencillamente: «Tú lo has dicho», es decir: «Sí, yo lo soy» (cf. Mt 26, 63-‐64). Y también en el proceso ante Pilato, aun siendo otro el motivo de la acusación, el de haberse proclamado rey, sin embargo los judíos repitieron la imputación fundamental: «Nosotros tenemos una ley y, según esa ley, debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios» (Jn 19, 7). En definitiva, podemos decir que Jesús murió en la cruz a causa de la verdad de su Filiación divina. Aunque la inscripción colocada sobre la cruz con la declaración oficial de la condena decía: «Jesús de Nazaret, el Rey de los judíos», sin embargo —hace notar San Mateo—, «los que pasaban lo injuriaban moviendo la cabeza y diciendo... si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz» (Mt 27, 39-‐40). Y también: «Ha puesto su confianza en Dios, que Él le libre ahora, si es que lo quiere, puesto que ha dicho: Soy el Hijo de Dios» (Mt 27, 43). Y precisamente de boca del centurión romano, recibimos un último testimonio sorprendente en favor de la identidad divina de Cristo: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios» (Me 15, 39).
Jesucristo, único Mediador
Su condición de verdadero Dios y verdadero hombre hace de Jesucristo el único Mediador, aquél plenamente capaz de reconciliar al hombre con Dios (cf. 2 Cor 5, 19). «Pues no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, ya que ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado. Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar la gracia de un auxilio oportuno» (Hb 4, 15-‐16). «Ahora bien, él ha obtenido un ministerio tanto mejor cuanto es mediador de una alianza mejor, como fundada en promesas mejores» (Hb 8, 6). Él mismo lo confirma presentándose como «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6) (Cf. CEC, n. 602-‐605).
Yo soy el Camino
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Jesús es el camino para llegar al Padre porque ninguno va al Padre sino por medio de Él. Más aún: quien lo ve a Él, ve al Padre (cf. Jn 14, 9). «¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?» (Jn 14, 10). Jesús es el rostro humano de Dios. Sus palabras, sus hechos, son gestos, son el itinerario seguro para alcanzar la comunión con la divinidad.
Yo soy la Verdad
Cristo es la verdad, porque es Dios mismo. Cuando Jesús está ante Pilato proclama: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37). El testimonio de la verdad puede darlo el hombre, pero «ser la verdad» es un atributo exclusivamente divino. Cuando Jesús, en cuanto verdadero hombre, da testimonio de la verdad, tal testimonio tiene su fuente en el hecho de que Él mismo «es la verdad» en la subsistente verdad de Dios: «Yo soy... la verdad». Por esto Él puede decir también que es «la luz del mundo», y así, quien lo sigue, «no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida» (cf. Jn 8, 12). La autenticidad de su palabra, sus obras, su vida y su persona proclama la Verdad que Él mismo es.
Yo soy la Vida
Análogamente, todo esto es válido también para la otra palabra de Jesús: «Yo soy... la vida» (Jn 14, 6). El hombre, que es una criatura, puede «tener vida», la puede incluso «dar», de la misma manera que Cristo «da» su vida para la salvación del mundo (cf. Me 10, 45 y paralelos). Cuando Jesús habla de este «dar la vida» se expresa como verdadero hombre. Pero El «es la vida» porque es verdadero Dios. Lo afirma Él mismo antes de resucitar a Lázaro, cuando dice a la hermana del difunto, Marta: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25). En la resurrección confirmará definitivamente que la vida que El tiene como Hijo del hombre no está sometida a la muerte. Porque Él es la Vida, y, por tanto, es Dios. Siendo la Vida, y permaneciendo vivo, El puede hacer partícipes de ésta a los demás: «El que cree en mí, aunque muera vivirá» (Jn 11, 25). En Él tenemos la vida eterna. Cristo puede convertirse también -‐en la Eucaristía-‐ en «el pan de la vida» (cf. Jn 6, 35-‐48), «el pan vivo bajado del cielo» (Jn 6, 51). También en este sentido Cristo se compara con la vid la cual vivifica los sarmientos que permanecen injertados en Él (cf. Jn 15, 1), es decir, a todos los que forman parte de su Cuerpo místico.
«Más profundamente todavía nos conduce el concepto de la "mediación", tal como lo desarrollan, sobre todo, san Pablo y san Juan. La escena de la "mediación" la determinan, sin duda, de la manera más precisa, las siguientes palabras de san Juan: "Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie se acerca al Padre sino por mí; si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre, aunque ya desde ahora lo conocéis y lo estáis viendo. Felipe le dijo: Señor, preséntanos al Padre; con eso nos basta. Jesús le replicó: Con tanto tiempo como llevo con vosotros, ¿todavía no me conoces, Felipe? Quien me ve a mí está viendo al Padre, ¿cómo dices tú: preséntanos al Padre? ¿No crees que estoy con el Padre y el Padre conmigo? Las cosas que yo os digo no las digo como mías: es el Padre que está conmigo realizando sus obras. Creedme, yo estoy con el Padre y el Padre está conmigo; al menos dejaos convencer por las obras mismas" (Jn 14,6-‐11). Aquí no se dice: «Yo os muestro el camino", sino: "Yo soy el camino"; no se dice: "Yo os enseño la verdad", sino: "Yo soy la verdad"; no: "Yo os traigo la vida", sino: "Yo soy la vida"; no: "He visto al Padre y os hablo de Él", sino: "Quien me ve a mí está viendo al Padre". "El Padre está conmigo", dice, en efecto, Jesús, y ello no en el sentido de que el Padre viva en Él por el camino de la gracia, como cuando se dice
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que el Padre descenderá y morará en aquel que ame a Jesús (Jn 14,23), sino en una unidad singular, incomparable con ninguna otra relación humano-‐religiosa. El "arriba" divino y el "suelo" humano (Jn 3,31), lo que proviene "de Dios" y lo que proviene "de la carne" (Jn 1,13), la "luz verdadera" y el "mundo" encerrado en las "tinieblas" (Jn 1,9), se han disociado. No hay camino que conduzca de uno al otro momento. Sólo en el mediador se restablece la unidad, porque Él es "camino, verdad y vida". Desde el punto de vista cristiano no hay relación directa posible del hombre a Dios. La palabra "Dios" está aquí usada en el sentido bíblico, como nombre del "único inmortal", "que habita una luz inaccesible" (1 Tim 6,16): del "Santo", sustraído a todo acercamiento humano y natural. "Dios" no significa, pues, "lo absoluto", o "el ser supremo", o "el creador del mundo", sino Aquel que es creador y juez redentor y otorgador de gracias, y con el cual es posible la relación de la fe y el amor. De Él no puede haber ningún conoci-‐miento ni ninguna afirmación directos; ninguna participación, ninguna adquisición ni ninguna posesión realizadas por el hombre desde sí; como no puede haber tampoco ni acción ni acercamiento a Él movidos por la sola fuerza humana. La relación con Él se halla vinculada más bien a la figura del Mediador. Todo lo cristiano que viene de Dios a nosotros, y lo mismo todo lo que va de nosotros a Dios, tiene que pasar por Aquél. Y ello no en el sentido de que esta "mediación" signifique tan sólo un primer acceso. No en el sentido de que lo que viene de Dios a nosotros y lo que de nosotros va a Dios tenga que ser primero descubierto, conquistado, aportado, sufrido, osado y probado por el Mediador, dejando después abierto un camino directo entre el hombre y Dios. La mediación constituye más bien la forma esencial de la relación cristiana con Dios, y no puede desaparecer nunca, so pena de quedar destruida la esencia misma de esta última. La "verdad" cristiana no nos es, pues, revelada, sino como dada en el Mediador y a su través. Así se halla ya expresado, por ejemplo, en los Sinópticos: "Mi Padre me lo ha enseñado todo; al Hijo lo conoce sólo el Padre y al Padre lo conoce sólo el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar" (Mt 11,27). Lo mismo en san Juan: "A Dios nadie lo ha visto jamás; es el Hijo único, que es Dios y está al lado del Padre, quien lo ha explicado" (Jn 1,18). De la revelación del Padre, sin embargo, depende todo: la redención, el reino eterno y la nueva creación. La revelación por Cristo no es un primer acto de comunicación —como, por ejemplo, cuando alguien me dice algo y yo independizo lo dicho de la boca del que lo dijo, lo tomo en sí y adquiero así una relación autónoma con el mencionado objeto—, sino una forma de la que no puede abstraerse o separarse el contenido. Esta verdad la recibo yo siempre, y sólo como dicha a mí por Cristo. El "ser revelada" constituye la estructura esencial de la verdad cristiana; hasta tal punto, que desde aquí se plantea el problema de cómo tiene que ser la articulación interna del conocimiento teológico y su manifestación. Y la respuesta reza: no de forma que el sujeto cog-‐noscente se halle referido directamente al objeto, sino a través de un ele-‐mento intermedio, el cual, sin embargo, no tiene sólo carácter instrumental, pudiendo, por tanto, en principio, ser eliminado, sino que es esencial y permanece siempre en el conocimiento y en la manifestación de él. La indicación del "camino" no significa una ilustración o descripción de la estructura propia de la realidad del hombre y del mundo, y de la naturaleza de la situación en que se da la existencia en general; no es tampoco una exposición de las normas que el creyente tiene que observar y de las acciones que tiene que realizar. También es esto, pero sólo después de puesto en claro lo decisivo: que "el camino" en sentido cristiano es la persona misma de Jesucristo. El camino quedó abierto al convertirse en hombre el
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Hijo de Dios; su dirección nos fue mostrada por su amoroso morar entre nosotros. "Camino" significa que Dios vino a nosotros en Cristo y, a su vez, que en Él la naturaleza humana se halla dirigida total y puramente a Dios. "Seguir el camino" no puede significar, por tanto, otra cosa sino penetrar en el Cristo vivo y "quedar en Él" en vida y acción. El camino, por su parte, se hizo transitable al resucitar Jesús en el Espíritu Santo y experimentar, transformado, la transfiguración. De igual manera, tampoco es la "vida" una esfera axiológica autónoma, una realidad con la que fuera posible un contacto independiente, una potencialidad de energías y de situación a la que desde un momento determinado quedara abierto el acceso para todo hombre. "La vida" es, más bien, la vida misma de Dios tal como se nos abre en Cristo; la acción y la situación vitales propias de Cristo. En este sentido Él dice de la Eucaristía: "A mí me ha enviado el Padre que vive, y yo vivo gracias al Padre; pues también quien me come vivirá gracias a mí" (Jn 6,57). "Vida" es la vida de Cristo, en la cual se nos ha prometido participación. Y aquí también surge consecuentemente un problema singular, el problema de cómo es posible llevar a cabo una acción vital que, por principio, no se halla enraizada en la propia, sino en "otra" personalidad diferente; cómo esta vida puede realmente ser propia y contener, sin embargo, en sí aquella otra personalidad mediadora.»
(Guardini Romano, La esencia del cristianismo, Cristiandad, Madrid 19773, p. 51-‐55).
El misterio pascual: Redentor y Salvador por su muerte y resurrección
El hecho de que Jesucristo sea (y se proclame) Camino, Verdad, y Vida, aquél que ha venido «para que tengamos vida abundante», está íntimamente relacionado con el misterio del sufrimiento y de la muerte, unido al misterio pascual, núcleo de nuestra fe: Jesucristo es Redentor y Salvador por su muerte y resurrección. Jesucristo, vencedor de la muerte, ha resucitado y vive para siempre. No es una página de la historia. La confesión de fe en la Encarnación, Muerte y Resurrección de Jesús nos ha llegado como testimonio fundamental de las primeras comunidades cristianas, que reconocieron en ello la suprema manifestación del amor de Dios. Su presencia real entre nosotros, da sentido al dolor, da sentido y plenitud a la vida y es fundamento de nuestra propia resurrección final.
La redención mediante la cruz
La redención se realizó mediante la cruz. «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3 16). Cuando Jesús pronunciaba estas palabras en el diálogo nocturno con Nicodemo, su interlocutor no podía suponer aún probablemente que la frase «dar a su Hijo» significaba «entregarlo a la muerte en la cruz». Pero Juan, que introduce esa frase en su Evangelio, conocía muy bien su significado. El desarrollo de los acontecimientos había demostrado que ése era exactamente el sentido de la respuesta a Nicodemo: Dios «ha dado» a su Hijo unigénito para la salvación del mundo, entregándolo a la muerte de cruz por los pecados del mundo, entregándolo por amor: ¡«Tanto amó Dios al mundo», a la creación, al hombre! (Cf. CEC, n. 604). El amor sigue siendo la explicación definitiva de la redención mediante la cruz. Es la única respuesta a la pregunta «¿por qué?» a propósito de la muerte de Cristo incluida en el designio eterno de Dios. El autor del cuarto Evangelio, donde encontramos el texto de la res-‐puesta de Cristo a Nicodemo, volverá sobre la misma idea en una de sus Cartas: «En esto
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consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10) (Cf. CEC, n. 616).
Redención mediante el sufrimiento y la muerte
Ante este misterio, podemos decir que sin el sufrimiento y la muerte de Cristo, el amor de Dios hacia los hombres no se habría manifestado en toda su profundidad y grandeza. Precisamente a través de este amor misericordioso, el hombre es llamado a vencer el mal y el pecado en sí mismo y en relación con los otros: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7). Por otra parte, el sufrimiento y la muerte se han convertido, con Cristo, en invitación, estímulo y vocación a un amor más generoso, como ha ocurrido con tantos Santos que pueden ser justamente llamados los «héroes de la Cruz» y como sucede siempre con muchas criaturas, conocidas e ignoradas, que saben santificar el dolor asociándose a su muerte redentora (Cf. CEC, n. 618).
Un nuevo significado para el sufrimiento humano
La redención realizada por Cristo al precio de la pasión y muerte de cruz revela a la conciencia del hombre un nuevo significado del sufrimiento. La realidad es que no hay un problema que pese más sobre el hombre que éste, particularmente en su relación con Dios, pues coincide, en cierta medida, con el problema del mal, cuya presencia en el mundo cuesta tanto aceptar.
La potencia redentora del sufrimiento
Por obra de Cristo, el sentido del sufrimiento cambia radicalmente. En Cristo ha sido eliminada la maldición del mal. Es necesario descubrir en él la potencia redentora, salvífica del amor. El mal del sufrimiento, en el misterio de la redención de Cristo, queda superado y transformado: se convierte en la fuerza para la liberación del mal, para la victoria del bien. Todo sufrimiento humano, unido al de Cristo, completa «lo que falta a las tribulaciones de Cristo en la persona que sufre, en favor de su Cuerpo» (cf. Col 1, 24): el Cuerpo es la Iglesia como comunidad salvífica universal. A la luz de esta verdad, todos los que sufren pueden sentirse llamados a participar en la obra de la redención realizada por medio de la cruz, lo que quiere decir creer en la potencia salvífica del sacrificio que todo creyente puede ofrecer junto al Redentor. Entonces el sufri-‐miento se libera de la sombra del absurdo, que parece recubrirlo, y adquiere una dimensión profunda, revela su significado y valor creativo, produce frutos copiosos. Jesús mismo nos lo revela y promete, cuando dice: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto» (Jn 12, 23-‐24). El castigo, la indignidad, han sido abolidas, pues el mismo Dios sufre conmigo.
La resurrección de Cristo
Ahora bien, cuanto afirmamos acerca del valor redentor del sacrificio de la cruz tiene sentido desde la fe en la resurrección de Cristo. Ésta es la verdad culminante de nuestra fe en Él, documentada por el Nuevo Testamento, creída y vivida como verdad central por las primeras
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comunidades cristianas, y transmitida como fundamental por la tradición. Es un dogma de la fe cristiana, que se inserta en un hecho sucedido y constatado históricamente.
La tradición viva de la resurrección
El primero y más antiguo testimonio escrito sobre la resurrección de Cristo se encuentra en la primera Carta de San Pablo a los Corintios (1 Co 15, 3-‐8), en la que el Apóstol habla de la tradición viva de la resurrección, de la que él había tenido conocimiento tras su conversión a las puertas de Damasco (cf. Hch 9, 3-‐18). En el texto citado, San Pablo no habla sólo de la resurrección ocurrida el tercer día «según las Escrituras» (referencia bíblica que toca ya la dimensión teológica del hecho), sino que al mismo tiempo recurre a los testigos a los que Cristo se apareció personalmente. Es un signo, entre otros, de que la fe de la primera comunidad de creyentes se basa en el testimonio de hombres concretos, conocidos por los cristianos y que en gran parte vivían todavía entre ellos. Estos «testigos de la resurrección de Cristo» (cf. Hch 1, 22), son ante todo los Doce Apóstoles, pero no sólo ellos: Pablo habla de la aparición de Jesús incluso a más de quinientas personas a la vez, además de las apariciones a Pedro, a Santiago y a los Apóstoles.
La resurrección no es un «producto» de la fe de los Apóstoles
Por tanto no se puede presentar la resurrección como un «producto» de la primera comunidad cristiana, de los Apóstoles o de los demás discípulos pre o post-‐pascuales —como hace cierta crítica neotestamentaria poco respetuosa de los datos históricos—. De los textos resulta más bien que la fe «prepascual» de los seguidores de Cristo fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro. La sacudida provocada por la pasión y muerte de Cristo fue tan grande que los discípulos (al menos algunos de ellos) inicialmente no creyeron en la noticia de la resurrección. En todos los Evangelios encontramos la prueba de esto. Lucas, en particular, nos hace saber que cuando las mujeres, «regresando del sepulcro, anunciaron todas estas cosas (o sea el sepulcro vacío) a los Once y a todos los demás..., todas estas palabras les parecían como desatinos y no les creían» (Lc 24, 9. 11). Y más aún, cuando el Resucitado «en persona se apareció en medio de ellos y les dijo: ¡Paz a vosotros!», los discípulos «creían ver un fantasma». En esa ocasión Jesús mismo debió vencer sus dudas y temores y convencerles de que «era Él»: «Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo». Y puesto que ellos «no acababan de creerlo y estaban asombrados» Jesús les dijo que le dieran algo de comer y «lo comió delante de ellos» (cf. Lc 24, 36-‐43).
La experiencia directa de la realidad de Cristo resucitado
También es muy importante o básico el episodio de Tomás, que no se encontraba con los demás Apóstoles cuando Jesús vino a ellos por primera vez, entrando en el Cenáculo a pesar de que la puerta estaba cerrada (cf. Jn 20,19). Cuando, a su vuelta, los demás discípulos le dijeron: «Hemos visto al Señor», Tomás manifestó maravilla e incredulidad, y contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado no creeré». Ocho días después, Jesús vino de nuevo al Cenáculo, para satisfacer la petición de Tomás «el incrédulo» y le dijo: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». Y
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cuando Tomás profesó su fe con las palabras «Señor mío y Dios mío», Jesús le dijo: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído» (Jn 20, 24-‐29). La exhortación a creer, sin pretender ver lo que se esconde en el misterio de Dios y de Cristo, permanece siempre válida; pero la dificultad del Apóstol Tomás para admitir la resurrección sin haber experimentado personalmente la presencia de Jesús vivo, y luego su ceder ante las pruebas que le suministró el mismo Jesús, confirman lo que resulta de los Evangelios sobre la resistencia de los Apóstoles y de los discípulos a admitir la resurrección. Por esto no tiene consistencia la hipótesis de que la resurrección haya sido un «producto» de la fe (o de la credulidad) de los Apóstoles. Su fe en la resurrección nació, por el contrario, —bajo la acción de la gracia divina— de la experiencia directa de la realidad de Cristo resucitado.
La resurrección es el culmen de la Revelación
La resurrección es el fundamento de la fe cristiana, pues creemos en Cristo vivo y resucitado de la muerte: «Si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía es también vuestra fe» (1 Co 15, 14). La resurrección es confirmación de la veracidad de todo lo que Cristo mismo ha «hecho y enseñado», de la autoridad de sus palabras y su vida, de la verdad de su misma divinidad, pues sólo Dios puede vencer a la muerte (Cf. CEC, n. 653).
¿Qué es la salvación?
Pero, ¿qué tiene que ver cuanto antecede con la proclamación de que Él es nuestro Salvador?, ¿qué es la salvación? Salvación significa, de hecho, liberación del mal, especialmente del pecado. La Revelación contenida en la Sagrada Escritura, comenzando por el Proto-‐Evangelio (Gen 3, 15), nos abre a la verdad de que sólo Dios puede librar al hombre del pecado y de todo el mal presente en la existencia humana. Dios, al revelarse a Sí mismo como Creador del mundo y su providente Ordenador, se revela al mismo tiempo como Salvador: como Quien libera del mal, especialmente del pecado cometido por la libre volun-‐tad de la criatura. Este es el culmen del proyecto creador obrado por la Providencia de Dios, en el cual, mundo (cosmología), hombre (antropología) y Dios Salvador (soteriología) están íntimamente unidos. Tal como recuerda el Concilio Vaticano II, los cristianos creen que el mundo está «creado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado» (cf. Gaudium et spes 2).
Jesús, el Mesías, es el Salvador, el Libertador
Esta salvación que nos trae Jesucristo es la liberación del pecado y de la muerte. «Se ha cumplido el tiempo, está cerca el reino de Dios» (Me 1, 15). Con estas palabras Jesús de Nazaret comienza su predicación mesiánica. El reino de Dios, que en Jesús irrumpe en la vida y en la historia del hombre, constituye el cumplimiento de las promesas de salvación que Israel había recibido del Señor. Jesús se revela Mesías, no porque busque un dominio temporal y político según la concepción de sus contemporáneos, sino porque con su misión, que se culmina en la pasión-‐muerte-‐resurrección, se cumplen todas las promesas de Dios.
La salvación ya comienza aquí
El Mesías proclama una Salvación que ya comienza aquí. El centro de su Mensaje es, pues, el
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reino de Dios. El «Reino» está cerca: En Él se cumplen todas las promesas. Esta es la buena nueva; éste es el Evangelio.
«Os invito, queridos amigos, a descubrir vuestra vocación real para colaborar en la difusión de este Reino de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, el amor y la paz. Si de veras deseáis servir a vuestros hermanos, dejad que Cristo reine en vuestros corazones, que os ayude a discernir y crecer en el dominio de vosotros mismos, que os fortalezca en las virtudes, que os llene sobre todo de su caridad, que os lleve por el camino que conduce a la condición del hombre perfecto. ¡No tengáis miedo a ser santos! Esta es la liberación con la que Cristo nos ha liberado» (JUAN PABLO II, 1989).
El Reino, ciudad y civilización del amor de Dios que empieza a realizarse ya en este mundo, tiene unos valores peculiares, marcados por la relación filial con Dios a quien aprendemos a llamar Padrenuestro; su ley es el amor; su promesa y esperanza son las bienaventuranzas; en este reino, es Dios mismo quien se nos da como alimento en la Eucaristía.
La salvación es universal
Al decir que el Hijo del hombre vino para dar su vida en rescate por muchos, Jesús alude a la profecía del Siervo sufriente, que «se da a sí mismo en expiación» (Is 53,10). Es un sacrificio personal, muy diverso de los sacrificios de animales, habituales en el culto antiguo. Es la entrega de la propia vida, hecha «en rescate por muchos», es decir por la inmensa multitud humana, por «todos». Jesús se presenta así como el Salvador universal: todos los hombres, de acuerdo con el designio divino, son rescatados, liberados y salvados por él. Dice san Pablo: «Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios y son justificados por el don de su gracia, por la redención realizada en Cristo Jesús» (Rm 3, 23-‐24). La salvación es un don que cada uno puede recibir en la medida de su aceptación libre y de su cooperación voluntaria.
Cristo es el único Salvador
Cristo, Salvador universal, es el único Salvador. San Pedro lo afirma claramente: «Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4, 12). Al mismo tiempo, es proclamado también único mediador entre Dios y los hom-‐bres, como afirma la primera carta de san Pablo a Timoteo: «Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos» (1 Tm 2, 5-‐6). En cuanto Dios-‐hombre, Jesús es el mediador perfecto, que une a los hombres con Dios, proporcionándoles los bienes de la salvación y de la vida divina. Se trata de una mediación única, que excluye cualquier otra mediación complementaria o paralela, aunque puede admitir mediaciones participadas o dependientes (cf. Redemptoris missio, n. 5).
La presencia de elementos salvíficos en otras religiones
Así pues, no se pueden admitir, además de Cristo, otras fuentes o caminos de salvación autónomos. Por consiguiente, en las grandes religiones, que la Iglesia considera con respeto y estima en la línea marcada por el concilio Vaticano II, los cristianos reconocen la presencia
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de elementos salvíficos, pero que actúan en dependencia del influjo de la gracia de Cristo. Esas religiones pueden así contribuir, en virtud de la acción misteriosa del Espíritu Santo, que «sopla donde quiere» (Jn 3, 8), a ayudar a los hombres en el camino hacia la felicidad eterna, pero esta función es igualmente fruto de la actividad redentora de Cristo. Por tanto, también en relación con las religiones, actúa misteriosamente Cristo Salvador, que en esta obra asocia a su Iglesia, constituida «como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1).
«Teniendo en cuenta los valores que éstas testimonian y ofrecen a la humanidad, con una actitud abierta y positiva, la Declaración conciliar sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas afirma: "La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y las doctrinas, que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres" (Nostra aetate, n. 2). Prosiguiendo en esta línea, el compromiso eclesial de anunciar a Jesucristo, "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6), se sirve hoy también de la práctica del diálogo interreligioso, que ciertamente no sustituye sino que acompaña la missio ad gentes, en virtud de aquel "misterio de unidad", del cual deriva que todos los hombres y mujeres que son salvados participan, aunque en modos diferentes, del mismo misterio de salvación en Jesucristo por medio de su Espíritu. Dicho diálogo, que forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia (Redemptoris missio, n. 55), comporta una actitud de comprensión y una relación de conocimiento recíproco y de mutuo enriquecimiento, en la obediencia a la verdad y en el respeto de la libertad»
(CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Declaración «Dominus lesus»
sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, 6 de agosto de 2000, n. 2).
La presencia de Dios vivo en la Iglesia católica
Creemos que la plenitud de la salvación nos llega a través de la Iglesia católica, donde está la presencia de Dios vivo. Por eso, «los Padres del Concilio Vaticano II, al tratar el tema de la verdadera religión, han afirmado: Creemos que esta única religión verdadera subsiste en la Iglesia católica y apostólica, a la cual el Señor Jesús confió la obligación de difundirla a todos los hombres, diciendo a los Apóstoles: "Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado" (Mt 28,19-‐20). Por su parte todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo referente a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, a abrazarla y practicarla (Dignitatis humanae, 1)» (Dominus lesus, n. 23) (Cf. CEC, n. 668).
«Los fieles están obligados a profesar que existe una continuidad histórica —radicada en la sucesión apostólica— entre la Iglesia fundada por Cristo y la Iglesia católica: Esta es la única Iglesia de Cristo [...] que nuestro Salvador confió después de su resurrección a Pedro para que la apacentara (Jn 24,17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mí 28,18ss.), y la erigió para siempre como "columna y fundamento de la verdad" (1 Tm 3,15). Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste [subsistit in] en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él. Con la expresión "subsitit in", el Concilio Vaticano II quiere armonizar dos afirmaciones doctrinales: por un lado que la
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Iglesia de Cristo, no obstante las divisiones entre los cristianos, sigue existiendo plenamente sólo en la Iglesia católica, y por otro lado que "fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad", ya sea en las Iglesias que en las Comunidades eclesiales separadas de la Iglesia católica. Sin embar-‐go, respecto a estas últimas, es necesario afirmar que su eficacia deriva de la misma plenitud de gracia y verdad que fue confiada a la Iglesia católica» (CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Declaración «Dominus Iesus» sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, 6 de agosto de 2000, n. 16).
Una salvación íntegra
Jesús viene a ofrecernos una salvación que, a pesar de ser ante todo liberación del pecado, abarca también la totalidad de nuestro ser, en sus exigencias y aspiraciones más profundas. Cristo nos libera de este peso y de esta amenaza, y nos abre el camino al cumplimiento pleno de nuestro destino.
La presencia siempre viva de Cristo Redentor nos introduce en una vida nueva.
Nos hace partícipes de su libertad filial
El pecado —nos recuerda Jesús en el Evangelio— pone al hombre en una situación de esclavitud: «En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo» (Jn 8, 34). Los interlocutores de Jesús piensan principalmente en el aspecto exterior de la libertad, basándose con orgullo en el privilegio que tenían de ser el pueblo de la Alianza: «Nosotros somos descendencia de Abraham y nunca hemos sido esclavos de nadie» (Jn 8, 33). Jesús, en cambio, quiere atraer su atención hacia otro tipo de libertad, más fundamental, amenazada no tanto desde fuera, cuanto más bien por insidias presentes en el corazón mismo del hombre. Los que se hallan oprimidos por el poder dominador y nocivo del pecado no pueden acoger el mensaje de Jesús, más aún, su persona, única fuente de verdadera libertad: «Si el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres» (Jn 8, 36). En efecto, sólo el Hijo de Dios, comunicando su vida divina, puede hacer partícipes a los hombres de su libertad filial.
Nos da la paz con Dios y con los hombres
La libertad que da Cristo quita, además del pecado, el obstáculo que impide las relaciones de amistad y alianza con Dios. Desde este punto de vista, es una reconciliación. A los cristianos de Corinto escribe san Pablo: «Dios nos reconcilió consigo por Cristo» (2 Co 5, 18). Es la reconciliación obtenida con el sacrificio de la cruz. De ella brota la paz que consiste en el acuerdo fundamental de la voluntad humana con la voluntad divina. Esta paz no afecta sólo a las relaciones con Dios, sino también a las relaciones entre los hombres. Cristo «es nuestra paz», porque unifica a los que creen en él, reconciliándolos «con Dios en un solo cuerpo» (cf. Ef 2, 14-‐16).
Comunica a cada uno el amor divino
Jesucristo no se limita a liberar el corazón de la prisión del egoísmo, sino además comunica a cada uno el amor divino. En la última cena formula el mandamiento nuevo, por el que se deberá distinguir la comunidad fundada por él: «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 13, 34; 15, 12). La novedad de este precepto de amor consiste en las palabras: «como yo os he amado». El «como» indica que el Maestro es el modelo que los discípulos deben imitar,
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pero a la vez lo señala como el principio o la fuente del amor mutuo. Cristo comunica a sus discípulos la fuerza para amar como él ha amado, eleva su amor al nivel superior de su amor y los impulsa a derribar las barreras que separan a los hombres.
Un amor universal e incondicional
En el evangelio se manifiesta claramente su voluntad de acabar con cualquier tipo de discriminación y exclusión. Supera los obstáculos que impiden su contacto con los leprosos, sometidos a una dolorosa segregación. Rompe con las costumbres y las reglas que tienden a aislar a los que son tenidos por «pecadores». No acepta los prejuicios que colocan a la mujer en una situación de inferioridad y acepta mujeres en su séquito, poniéndolas al servicio de su Reino. Los discípulos deberán imitar su ejemplo. La presencia del amor de Dios en los cora-‐zones humanos se manifiesta de modo especial en el deber de amar a los enemigos: «Yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5, 44-‐45).
Amor que se extiende a todos los ámbitos de la vida humana
Partiendo del corazón, la salvación que trae Jesús se extiende a los diversos ámbitos de la vida humana: espirituales y corporales, personales y sociales. Al vencer con su cruz al pecado, Cristo inaugura un movimiento de liberación integral. Él mismo, en su vida pública, cura a los enfermos, libra de los demonios, alivia todo tipo de sufrimiento, mostrando así un signo del reino de Dios. A los discípulos les dice que hagan lo mismo cuando anuncien el Evangelio (cf. Mt 10, 8; Lc 9, 2; 10, 9). Así pues, aunque no sea mediante los milagros, que dependen del beneplácito divino, ciertamente mediante las obras de caridad fraterna y el compromiso en favor de la promoción de la justicia, los discípulos de Cristo están llamados a contribuir de forma eficaz a la eliminación de los motivos de sufrimiento que humillan y entristecen al hombre.
Un amor que ilumina el misterio del dolor
Aunque es imposible que el dolor sea totalmente vencido en este mundo y en el camino de cada ser humano persiste la pesadilla de la muerte, todo recibe nueva luz del misterio pascual. El sufrimiento vivido con amor y unido al de Cristo trae frutos de salvación: se convierte en «dolor salvífico». Incluso la muerte, si se afronta con fe, adquiere la perspectiva de un paso a la casa del Padre, en espera de la resurrección de la carne. De ahí se puede deducir cuan rica y profunda es la salvación que Cristo ha traído. No sólo vino a salvar a todos los hombres, sino también a todo el hombre.
Una vida nueva
La salvación que nos viene de Cristo resucitado es principio y fuente de una vida nueva para todos los hombres, que consiste en la victoria sobre la muerte del pecado y en la nueva participación en la gracia.Esta verdad se refleja en la enseñanza paulina sobre el bautismo: «Fuimos, pues, con Él (Cristo) sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6, 4).
Somos hijos en el Hijo
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Esta vida nueva —la vida según el Espíritu— manifiesta la filiación adoptiva: «La prueba de que sois hijos de Dios es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios» (Ga 4, 6-‐7; cf. Ga 4, 4-‐5; Rm 8, 14). Hay, pues, en el hombre nuevo un primer efecto de la redención: la liberación de la esclavitud; pero la adquisición de la libertad llega al convertirse en hijo adoptivo con el don real de la vida divina que infunden en el hom-‐bre las tres Personas de la Trinidad (cf. Ga 4, 6; 2 Co 13, 13).
Somos hermanos
La participación en la vida nueva hace también que los hombres sean «hermanos» de Cristo, como el mismo Jesús llama a sus discípulos después de la resurrección: «Id a anunciar a mis hermanos...» (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza sino por don de gracia, pues esa filiación adoptiva da una verdadera y real participación en la vida del Hijo unigénito, tal como se reveló plenamente en su resurrección.
También nosotros resucitaremos en Cristo
La resurrección de Cristo —y, más aún, el Cristo resucitado— es finalmente principio y fuente de nuestra futura resurrección. El mismo Jesús habló de ello al anunciar la institución de la Eucaristía como sacramento de la vida eterna, de la resurrección futura (cf. Jn 6, 54-‐62). También San Pablo pone de relieve la vinculación entre la resurrección de Cristo y la nuestra, sobre todo en su Primera Carta a los Corintios; pues escribe: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que murieron... Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Co 15, 20-‐22).
Para vivir eternamente
La victoria definitiva sobre la muerte, que Cristo ya ha logrado, Él la hace partícipe a la humanidad en la medida en que ésta recibe los frutos de la redención. Es un proceso de admisión a la «vida nueva», a la «vida eterna», que dura hasta el final de los tiempos. Gracias a ese proceso se va formando a lo largo de los siglos una nueva humanidad: el pueblo de los creyentes reunidos en la Iglesia, verdadera comunidad de la resurrección. A la hora final de la historia, todos resurgirán, y los que hayan sido de Cristo, tendrán la plenitud de la vida en la gloria, en la definitiva realización de la comunidad de los redimidos por Cristo, «para que Dios sea todo en todos» (1 Co 15, 28). El Apóstol enseña también que el proceso redentor, que culmina con la resurrección de los muertos, acaece en una esfera de espiritualidad inefable, que supera todo lo que se puede concebir y realizar humanamente. Es un proceso misterioso de espiritualización, que alcanzará también a los cuerpos en el momento de la resurrección por el poder de ese mismo Espíritu Santo que obró la resurrección de Cristo. Se trata, sin duda, de realidades que escapan a nuestra capacidad de comprensión y de demostración racional, y por eso son objeto de nuestra fe fundada en la Palabra de Dios, la cual, en palabras San Pablo, nos hace penetrar en el misterio que supera todos los límites del espacio y del tiempo: «Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente, el ultimo Adán, espíritu que da vida» (1 Co 15, 45). «Y del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del celeste» (1 Co 15, 49).
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Ya desde ahora podemos vivir según el Espíritu
En espera de esa trascendente plenitud final, Cristo resucitado vive en los corazones de sus discípulos y seguidores como fuente de santificación en el Espíritu Santo, fuente de la vida divina y de la filiación divina, fuente de la futura resurrección. Esa certeza le hace decir a San Pablo en la Carta a los Gálatas: «Con Cristo estoy crucificado; y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí. La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2, 20). Como el Apóstol, también cada cristiano, aunque vive todavía en la carne (cf. Rm 7, 5), puede vivir ya una vida espiritualizada con la fe (cf. 2 Co 10, 3), porque el Cristo vivo, el Cristo resucitado se ha convertido en el sujeto de todas sus acciones: Cristo vive en mí (cf. Rm 8, 2. 10-‐11; Flp 1, 21; Col 3, 3). Ésta es la vida en el Espíritu Santo.
La hora del nuevo culto: en espíritu y en verdad
La vida nueva se caracteriza por la posibilidad de nuevas relaciones con Dios: es la hora de un nuevo culto, como desveló Jesús a la samaritana: «Llega la hora —ya estamos en ella— en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). Este culto universal se fundamenta en el hecho de que el Hijo, al encarnarse ha dado a los hombres la posibilidad de compartir su culto filial al Padre. La gran hora en la historia del mundo es el tiempo en que el Hijo da la vida, haciendo oír su voz salvadora a los hombres que están bajo el dominio del pecado. Es la hora de la redención.
La clave de nuestra esperanza
Cristo es, finalmente, el Señor de la vida eterna, que se eleva sobre el mundo y sobre la historia como un signo de amor infinito, rodeado de gloria pero deseoso de recibir de cada hombre una respuesta de amor para darles la vida eterna. «Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos» (cf. 2 Tm 2, 8-‐13): esta afirmación del Apóstol nos da la clave de la esperanza en la verdadera vida en el tiempo y en la eternidad. Por eso exponemos con claridad que el núcleo central de la fe y del mensaje cristiano está constituido por la doble verdad de que Jesucristo es Hijo de Dios e Hijo del hombre (la verdad cristológica) y es la realización de la salvación del hombre, que Dios Padre ha cumplido en El, Hijo suyo y Salvador del mundo (la verdad soteriológica). Jesucristo es el rostro de Dios, el camino para llegar a Él, la verdad que lo muestra, la vida que nos da su vida. Su mensaje encierra el proyecto de nuestra plenitud personal como seres humanos, nuestro desarrollo pleno, la salud, la salvación. Es nuestro Salvador y Redentor. Él nos libera del pecado, da sentido al dolor y a la muerte y hace posible una vida nueva. «En Cristo, con Él y en Él» es posible amar a Dios y a los hermanos, es posible vivir para siempre.
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4. LA COMUNIÓN DEL ESPÍRITU SANTO Alguien que me acompaña siempre
Jesús nos ha llamado y tratado como amigos, dándonos a conocer todo lo que ha oído al Padre (cf. Jn 15, 15). Para poder penetrar en su mensaje necesitamos la ayuda del Espíritu Santo, que el Padre nos envía en nombre de Cristo para que nos enseñe y recuerde todo lo que Él nos ha dicho (cf. Jn 14,26). El Espíritu actúa en nuestro espíritu (con la inspiración, los dones, los carismas...) haciéndonos partícipes de la vida divina. Confesamos nuestra fe en el Espíritu Santo.
Confesamos nuestra fe en el Espíritu Santo
En el Credo llamado Símbolo niceno constantinopolitano se dice: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas». El Símbolo, profesión de fe formulada por la Iglesia, nos remite a las fuentes bíblicas, donde la verdad sobre el Espíritu Santo se presenta en el contexto de la revelación de Dios Uno y Trino. Por tanto, la neumatología de la Iglesia está basada en la Sagrada Escritura, especialmente en el Nuevo Testamento, aunque, en cierta medida, hay preanuncios de ella en el Antiguo.
Jesús anuncia la venida del Espíritu Santo
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La primera fuente a la que podemos dirigirnos es un texto joaneo contenido en el «discurso de despedida» de Cristo el día antes de la pasión y muerte en cruz. Jesús habla de la venida del Espíritu Santo en conexión con la propia «partida», anunciando su venida (o descenso) sobre los Apóstoles, y cómo la redención universal debe realizarse mediante el Espíritu Santo. La encarnación alcanza su eficacia redentora mediante el Espíritu Santo. Cristo, al marcharse de este mundo, no sólo deja su mensaje salvífico, sino que «da» el Espíritu Santo, al que está ligada la eficacia del mensaje y de la misma redención en toda su plenitud.
El Espíritu Santo es Persona divina
El Espíritu Santo presentado por Jesús especialmente en el discurso de despedida en el Cenáculo, es evidentemente una Persona diversa de Él: «Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito» (Jn 14,16). «Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, él os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26). Jesús habla del Espíritu Santo adoptando frecuentemente el pronombre personal «él»: «Él dará testimonio de mí» (Jn 15, 26). «Él convencerá al mundo en lo referente al pecado» (Jn 16, 8). «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16, 13), «Él me dará gloria» (Jn 16, 14). De estos textos emerge la verdad del Espíritu Santo como Persona, y no sólo como una potencia impersonal emanada de Cristo (cf. por ejemplo Le 6, 19: «De él salía una fuerza»). Siendo una Persona, le pertenece un obrar propio, de carácter personal. En efecto, Jesús, hablando del Espíritu Santo, dice a los Apóstoles: «Vosotros le conocéis, porque mora con vosotros y en vosotros está» (Jn 14, 17). «Él os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26); «Dará testimonio de mí» (Jn 15, 26); «Os guiará a la verdad completa», «os anunciará lo que ha de venir» (Jn 16, 13); Él «dará gloria» a Cristo (Jn 16, 14), y «convencerá al mundo en lo referente al pecado» (Jn 16, 8). El Apóstol Pablo, por su parte, afirma que el Espíritu «clama» en nuestros corazones (Ga 4, 6), «distribuye» sus dones «a cada uno en particular según su voluntad» (1 Co 12, 11), «intercede por los fieles» (cf. Rm 8, 27).
El Espíritu Santo es Comunión de Amor
El Espíritu Santo revelado por Jesús es un ser personal (tercera Persona de la Trinidad) con un obrar propio personal. Pero además, en el mismo «discurso de despedida», Jesús muestra los vínculos que unen a la persona del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo: el anuncio de la venida del Espíritu Santo es, al mismo tiempo, la definitiva revelación de Dios como Trinidad. Es revelación de la comunión de amor de las Personas divinas entre sí y de la llamada a la comunión del hombre con Dios.
Es bien conocido el deseo con el que san Pablo concluye la segunda carta a los Corintios: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios (Padre) y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Co 13, 13). Con esas palabras el Apóstol expresa la unidad trinitaria partiendo de Cristo, el cual como artífice de la gracia salvífica revela a la humanidad el amor de Dios Padre y lo participa a los cre-‐yentes en la comunión del Espíritu Santo. Así resulta que según san Pablo el Espíritu Santo es la Persona que actúa la comunión del hombre —y de la Iglesia— con Dios.
«Dios, en su vida íntima, "es amor", ( Cf. 1 Jn 4, 8. 16) amor esencial, común a las tres Personas divinas. EL Espíritu Santo es amor personal como Espíritu del Padre y del Hijo.
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Por esto "sondea hasta las profundidades de Dios", (1 Cor 2, 10) como Amor-‐don increado. Puede decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se hace enteramente don, intercambio del amor recíproco entre las Personas divinas, y que por el Espíritu Santo Dios "existe" como don. El Espíritu Santo es pues la expresión personal de esta donación, de este ser-‐amor. (Cf. S. Tomás De Aquino, Summa Theol. la, qq. 37-‐38) Es Persona-‐amor. Es Persona-‐don. Tenemos aquí una riqueza insondable de la realidad y una profundización inefable del concepto de persona en Dios, que solamente conocemos por la Revelación. Al mismo tiempo, el Espíritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo en la divinidad, es amor y don (increado) del que deriva como de una fuente (fons vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la donación de la existencia a todas las cosas mediante la creación; la donación de la gracia a los hombres mediante toda la economía de la salvación. Como escribe el apóstol Pablo: "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado". (Rm 5, 5)» (JUAN PABLO II, Dominum et vivificantem, 1986, n. 10).
El anuncio del Espíritu Santo en el Antiguo Testamento
Cuando —tras la resurrección— Jesucristo confirma de nuevo el envío del Espíritu Santo: «Mirad yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre» (Lc 24, 49), se refiere al Antiguo Testamento queriendo poner de relieve la continuidad de la verdad neumatológica a lo largo de toda la Revelación. Quiere decir que Cristo da cumplimiento a todas las promesas hechas por Dios ya en la antigua Alianza:
Os daré un corazón nuevo, un espíritu nuevo (cf. Ez 36, 26-‐28).
Pondré mi Ley en su interior y sobre vuestros corazones la escribiré (cf. Jr 31, 33), es decir, ley escrita en lo íntimo del hombre, como un vínculo profundo de naturaleza espiritual y moral.
Pactaré con vosotros una alianza nueva (cf. Jr 31, 31), una «nueva alianza» distinta de la anterior, esto es, de aquella que estaba vinculada con la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto.
El don del Espíritu de Dios
Según el oráculo de Ezequiel, no se trata sólo de la ley de Dios infundida en el alma del hombre, sino del don del Espíritu de Dios. Jesús anuncia el próximo cumplimiento de esta profecía maravillosa: el Espíritu Santo, autor de la Nueva Ley y Nueva Ley. Él mismo, estará presente en los corazones y actuará en ellos: «vosotros le conocéis porque mora con vosotros y en vosotros está» (Jn 14,17). Cristo, ya la tarde de la resurrección, haciéndose presente a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, les dice: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22).
La participación en la naturaleza divina
La recepción del Espíritu Santo no comporta solamente el «poner», el inscribir la ley divina en lo íntimo de la esencia espiritual del hombre. En virtud de la pascua redentora de Cristo, se realiza también el Don de una Persona divina: el Espíritu Santo mismo se les «da» a los Após-‐toles (cf. Jn 14,16), para que «more» en ellos (cf. Jn 14,17). Es un Don por el cual Dios mismo se comunica al hombre en el misterio íntimo de la propia divinidad, a fin de que, participando en la naturaleza divina, en la vida trinitaria, dé frutos espirituales. Es el don que está como
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fundamento de todos los dones sobrenaturales, la raíz de la gracia santificante que, precisamente, «santifica» mediante la «participación en la naturaleza divina» (cf. 2 P 1, 4). Esta santificación implica una transformación del espíritu humano en el sentido moral. Y de este modo, lo que había sido formulado en el anuncio de los profetas como un «infundir» la ley de Dios en el «corazón», se confirma, precisa y enriquece de significado en la nueva dimensión de la «efusión del Espíritu». En boca de Jesús y en los textos de los Evangelistas, la «promesa» alcanza la plenitud de su significado: el Don de la Persona misma del Paráclito.
El Espíritu Santo: el Dios escondido
Sin embargo, el Espíritu Santo permanece como el «Dios escondido». Aun obrando en la Iglesia y en el mundo, no se manifiesta visiblemente, a diferencia del Hijo, que asumió la naturaleza humana y se hizo semejante a nosotros, de forma que los discípulos, durante su vida mortal, pudieron verlo y «tocarlo con la mano». El conocimiento del Espíritu Santo, fundado en la fe en la revelación de Cristo, es mediante la constatación de los efectos de su presencia y de su actuación en nosotros y en el mundo.
Pentecostés como teofanía
En Pentecostés el Espíritu Santo «extiende su sombra» sobre la Iglesia naciente, a fin de que bajo su soplo reciba la fuerza para anunciar «las maravillas de Dios» (cf. Hch 2, 11). Lo que había sucedido en el seno de María en la Encarnación, encuentra ahora una nueva realización. El Espíritu obra como el «Dios escondido», invisible en su persona. Pentecostés es una teofanía, es decir, una poderosa manifestación divina, que completa la teofanía del Sinaí cuando salió Israel de la esclavitud de Egipto bajo la guía de Moisés. Según las tradiciones rabínicas, la teofanía del Sinaí tuvo lugar cincuenta días después de la Pascua del éxodo, el día de Pentecostés. La teofanía de Pentecostés es el punto de llegada de la serie de manifestaciones con que Dios se ha dado a conocer progresivamente al hombre. Con ella alcanza su culmen aquella auto revelación de Dios mediante la que Él ha querido infundir a su pueblo la fe en su majestad y trascendencia, y al mismo tiempo en su presencia inmanente de «Emmanuel», de «Dios con nosotros». En Pentecostés se realiza una teofanía que, con María, toca directamente a toda la Iglesia en su núcleo inicial, completándose así el largo proceso iniciado en la antigua Alianza.
Pentecostés, efusión de vida divina
Pentecostés es un nuevo inicio en relación con el primero, inicio originario de la donación salvífica de Dios, que se identifica con el misterio de la creación. Así leemos ya en las primeras páginas del libro del Génesis: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra... y el Espíritu de Dios (ruah Elohim) aleteaba por encima de las aguas» (1, 1 ss.). Este concepto bíblico de creación comporta no sólo la llamada del ser mismo del cosmos a la existencia, es decir, el dar la existencia, sino también la presencia del Espíritu de Dios en la creación, o sea, el inicio de la comunicación salvífica de Dios a las cosas que crea. Lo cual es válido ante todo para el hombre, que ha sido creado a «imagen y semejanza de Dios» (Cf. Dominum et Vivificantem, n. 12). En Pentecostés el «nuevo inicio» del donarse salvífico de Dios se funde con el misterio pascual, fuente de nueva vida.
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La acción santificadora del Espíritu Santo
Esta nueva vida procede del Espíritu Santo, persona que vive y opera en unidad con el Padre y con el Hijo. Su inicio se realiza mediante «el don de la filiación divina». Su fruto es la santificación en la intimidad de la persona humana. Aquí tocamos el «término» del misterio que se expresa en Pentecostés: el Espíritu Santo viene «a los corazones» como Espíritu del Hijo. Precisamente porque el Espíritu del Hijo nos permite a nosotros, hombres, gritar a Dios junto con Cristo: «Abbá, Padre». En este gritar se expresa el hecho de que no sólo hemos sido llamados hijos de Dios, «sino que lo somos» como subraya el Apóstol Juan en su primera Carta (1 Jn 3, 1). Nosotros —por causa del don— participamos de verdad en la filiación propia del Hijo de Dios, Jesucristo. Esta es la verdad sobrenatural de nuestra relación con Cristo, la cual puede ser conocida sólo por quien «ha conocido al Padre» (cf. 1 Jn 2, 14). Ese conocimiento es posible solamente en virtud del Espíritu Santo por el testimonio que Él da, desde el interior, al espíritu humano, donde está presente como principio de verdad y de vida. «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley. Pues los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias. Si vivimos por el Espíritu, sigamos también al Espíritu» (Gal 5, 22-‐25).
El Espíritu Santo es el Don de Dios
Por eso decimos que el Espíritu Santo es el don de Dios. Todos conocemos las delicadas y sugestivas palabras dirigidas por Jesús a la samaritana, que había acudido al pozo de Jacob para sacar agua: «Si conocieras el don de Dios» (Jn 4, 10). Son palabras que nos introducen en otra dimensión esencial de la verdad revelada acerca del Espíritu Santo. Jesús, en aquel encuentro, habla del don del «agua viva», afirmando que quien la bebe «no tendrá sed jamás». En otra ocasión, en Jerusalén, Jesús hablaba de «ríos de agua viva» (Jn 7, 38), y el evangelista, que refiere esta palabra, añade que Jesús decía esto «refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él» (Jn 7, 39). A continuación, el evangelista explica que ese Espíritu sería dado sólo cuando Jesús hubiese sido «glorificado» (Jn 7, 39).
El Don por excelencia
De la reflexión sobre estos y otros textos análogos ha brotado la convicción de que pertenece a la revelación de Jesús el concepto del Espíritu Santo como Don concedido por el Padre. Por lo demás, según el evangelio de Lucas, en su enseñanza sobre la oración, Jesús hace notar a los discípulos que, si los hombres saben dar cosas buenas a sus hijos, «¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (Le 11, 13): el Espíritu Santo es la «cosa buena» superior a todas las demás (Mt 7, 11), el «don bueno» por excelencia.
El origen de todos los dones
Al estar en el origen de todos los demás dones concedidos a las creaturas, el Espíritu Santo, Amor-‐Persona, Don increado, es como una fuente, de la que deriva todo en la creación; es como un fuego de amor, que lanza destellos de realidad y de bondad a todas las cosas. Se trata del don de la existencia concedida, mediante el acto de la creación y de la gracia, a los ángeles y a los hombres en la economía de la salvación. Por esto, el apóstol Pablo escribe: «el
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amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5).
La vida según el Espíritu
Por esto podemos hablar de «vida en el Espíritu». El Espíritu Santo, derramado en nuestros corazones (cf. Ga 4, 6), se transforma en nosotros y para nosotros en «fuente de agua que brota para la vida eterna» (Jn 4, 14). Así pues, si nos dejamos guiar por el Espíritu de Dios, llegaremos a ser cada vez más plenamente lo que ya somos por gracia: hijos de Dios en Cristo. «Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu» (Ga 5, 25).
La espiritualidad cristiana
En este principio se funda la espiritualidad cristiana, que consiste en acoger toda la vida que el Espíritu nos da. Esta concepción de la espiritualidad nos protege de los equívocos que a veces ofuscan su perfil genuino. La espiritualidad cristiana no es un esfuerzo de auto perfeccionamiento, como si el hombre con sus fuerzas pudiera promover el crecimiento integral de su persona y conseguir la salvación. El corazón del hombre, herido por el pecado, es sanado por la gracia del Espíritu Santo, y sólo puede vivir como verdadero hijo de Dios si está sostenido por esa gracia. La espiritualidad cristiana no consiste tampoco en llegar a ser casi «inmateriales», desencarnados, sin asumir un compromiso responsable en la historia. En efecto, la presencia der Espíritu Santo en nosotros, lejos de llevarnos a una «evasión» alienante, penetra y moviliza todo nuestro ser: inteligencia, voluntad, afectividad, corporeidad, para que nuestro «hombre nuevo» (Ef 4, 24) impregne el espacio y el tiempo de la novedad evangélica. La santidad está en la perfección del amor. La misión del Espíritu Santo en nosotros está claramente precisada por Jesucristo: enseña, consuela, da testimonio, guía hasta la verdad completa, convence al mundo en lo referente al pecado, a la justicia y al juicio (cf. Jn 16, 7s.).
«Cuando Jesús, durante el discurso del Cenáculo, anuncia la venida del Espíritu Santo "a costa" de su partida y promete: "Si me voy, os lo enviaré", precisamente en el mismo contexto añade: "Y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio" (Jn 16, 7). El mismo Paráclito y Espíritu de la verdad, —que ha sido prometido como el que "enseñará" y "recordará", que "dará testimonio", que "guiará hasta la verdad completa"—, con las palabras citadas ahora es anunciado como el que convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio". Significativo parece también el contexto Jesús relaciona este anuncio del Espíritu Santo con las palabras que indican su propia "partida" a través de la Cruz, e incluso subraya su necesidad: "Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito" (Jn 16, 7). Pero lo más interesante es la explicación que Jesús añade a estas palabras: pecado, justicia, juicio. Dice en efecto: "Él convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio; en lo referente al pecado, porque no creen en mí; en lo referente a la justicia, porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado" ( Jn 16, 8-‐11).
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En el pensamiento de Jesús el pecado, la justicia y el juicio tienen un sentido muy preciso, distinto del que quizás alguno sería propenso a atribuir a estas palabras, independientemente de la explicación de quien habla. Esta explicación indica también cómo conviene entender aquel "convencer al mundo", que es propio de la acción del Espíritu Santo. Aquí es importante tanto el significado de cada palabra, como el hecho de que Jesús las haya unido entre sí en la misma frase. En este pasaje "'el pecado", significa la incredulidad que Jesús encontró entre los "suyos", empezando por sus conciudadanos de Nazaret. Significa el rechazo de su misión que llevará a los hombres a condenarlo a muerte. Cuando seguidamente habla de "la justicia ", Jesús parece que piensa en la justicia definitiva, que el Padre le dará rodeándolo con la gloria de la resurrección y de la ascensión al cielo: "Voy al Padre". A su vez, en el contexto del "pecado" y de la "justicia" entendidos así, "el juicio" significa que el Espíritu de la verdad demostrará la culpa del "mundo" en la condena de Jesús a la muerte en Cruz. Sin embargo, Cristo no vino al mundo sólo para juzgarlo y condenarlo: él vino para salvarlo (Cf. Jn 3,17; 12,47). El convencer en lo referente al pecado y a la justicia tiene como finalidad la salvación del mundo y la salvación de los hombres. Precisamente esta verdad parece estar subrayada por la afirmación de que "el juicio" se refiere solamente al "Príncipe de este mundo", es decir, Satanás, el cual desde el principio explota la obra de la creación contra la salvación, contra la alianza y la unión del hombre con Dios: él está "ya juzgado" desde el principio. Si el Espíritu Paráclito debe convencer al mundo precisamente en lo referente al juicio, es para continuar en él la obra salvífica de Cristo» (JUAN PABLO II, Dominum et vivificantem, 1986, n. 27).
Los dones del Espíritu
¿Qué significa todo esto hoy, en nuestra vida y en nuestra labor docente? Afirmar que el Espíritu nos hace partícipes de la vida divina no es una teoría; no son fábulas: es vida. Esta vida se desarrolla no sólo por las facultades naturales del hombre —entendimiento, voluntad, sensibilidad—, sino también por las nuevas capacidades adquiridas mediante la gracia. Ellas dan a la inteligencia la posibilidad de adherirse a Dios-‐Verdad mediante la fe; al corazón, la posibilidad de amarlo mediante la caridad, y a todas las potencias del alma y de algún modo también del cuerpo, la posibilidad de participar en la nueva vida con actos dignos de la condición de hombres elevados a la participación de la naturaleza y de la vida de Dios. La vida en el Espíritu se manifiesta de manera especial en los dones y los carismas.
Don de sabiduría
Ante todo, está el Don de sabiduría, mediante el cual el Espíritu Santo ilumina la inteligencia, haciéndole conocer «las razones supremas» de la revelación y de la vida espiritual y formando en ella un juicio sano y recto sobre la fe y la conducta cristiana: de hombre «espiritual» (pneumáticos), diría san Pablo, y no sólo «natural» (psychicós) o incluso «carnal» (cf. 1 Co 2, 14-‐15; Rm 7, 14).
Don de inteligencia
Está también el Don de inteligencia como agudeza especial, dada por el Espíritu para intuir la palabra de Dios en su profundidad y sublimidad.
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Don de ciencia
El Don de ciencia es la capacidad sobrenatural de ver y determinar con exactitud el contenido de la revelación y de la distinción entre las cosas y Dios en el conocimiento del universo.
Don de consejo
Con el Don de consejo el Espíritu Santo da una habilidad sobrenatural para regularse en la vida personal por lo que se refiere a la realización de acciones arduas y en las opciones difíciles que hay que tomar, así como en el gobierno y en la guía de los demás.
Don de fortaleza
Con el Don de fortaleza el Espíritu Santo sostiene la voluntad y la hace pronta, activa y perseverante para afrontar las dificultades y sufrimientos, incluso extremos, como acontece sobre todo en el martirio: en el de sangre, pero también en el del corazón y en el de la enfermedad o la debilidad.
Don de piedad
Mediante el Don de piedad el Espíritu Santo orienta el corazón del hombre hacia Dios con sentimientos, afectos, pensamientos, oraciones que expresan la filiación con respecto al Padre que Cristo ha revelado. Hace penetrar y asimilar el misterio del «Dios con nosotros», especialmente en la unión con Cristo, Verbo encarnado, en las relaciones filiales con la bienaventurada Virgen María, en la compañía de los ángeles y santos del cielo, y en la comunión con la Iglesia.
Don de temor de Dios
Con el Don del temor de Dios el Espíritu Santo infunde en el alma cristiana un sentido de profundo respeto por la ley de Dios y los imperativos que se derivan de ella para la conducta cristiana, liberándola de las tentaciones del «temor servil» y enriqueciéndola, por el contrario, con el «temor filial», empapado de amor.
Un magisterio de vida espiritual
Esta doctrina sobre los Dones del Espíritu Santo es para nosotros un magisterio de vida espiritual utilísimo para orientarnos a nosotros mismos y para educar a los hermanos —a quienes tenemos la responsabilidad de formar— en un diálogo incesante con el Espíritu Santo y en un abandono confiado y amoroso en su guía. Está vinculada y se puede referir siempre al texto mesiánico de Isaías que, aplicado a Jesús, habla de la grandeza de su perfección y, aplicado al alma cristiana, marca los momentos fundamentales del dinamismo de su vida interior: comprender (sabiduría, ciencia e inteligencia), decidir (consejo y fortaleza) permanecer y crecer en la relación personal con Dios, tanto en la vida de oración como en la buena conducta según el Evangelio (piedad, temor de Dios).
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Los carismas
Al Espíritu Santo se le atribuye, de modo particular, la gratuidad de los carismas y de todo don divino al hombre y a la Iglesia. Esto queda afirmado en el contexto inmediato de la primera carta a los Corintios: «Todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad» (1 Co 12, 11). El Espíritu Santo se manifiesta, pues, como un libre y «espontáneo» Dador del bien en el orden de los carismas y de la gracia; como una Persona divina que elige y beneficia a los destinatarios de los diversos dones; «A uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu» (1 Co 12, 8-‐9). Y también: «a otro, carismas de curaciones...; profecía...; discernimiento de espíritus...; diversidad de lenguas...; don de interpretación» (1 Co 12, 9-‐10). «A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común» (1 Co 12, 7). Así, pues, del Espíritu Santo proviene la multiplicidad de dones, como también su unidad, su coexistencia.
«Entre tanta necesidad materialista, hoy dominante, que aleja a las inteligencias de las realidades espirituales, este interés prioritario atribuido a los carismas del Espíritu es digno de una consideración favorable: la Iglesia, vista desde este aspecto, se eleva a hecho religioso por excelencia, personal, interior, libre y feliz subjetivamente, y al mismo tiempo a hecho resultante de objetiva, trascendente y misteriosa y comunicación con el Espíritu Divino, verdadero y edificante. Pero este mismo hecho, si no se quiere confundir con la patología religiosa, con la superstición, con el subjetivismo espiritual o con la alucinación colectiva, debe ser tratado en el ámbito de la comunidad de la fe, de la cual procede y a cuya edificación debe servir; no puede prescindir del designio divino, que destina a la Iglesia, a la comunidad orgánica de los creyentes el don polivalente del Espíritu, y que realiza su efusión ordinaria mediante un ministerio complejo y cualificado (cfr. 1 Cor 4,1; 12,1 ss.; 14, 37-‐40; 1 Pe 4,10 ss.). Es decir, no se puede aislar la economía del Espíritu, si bien éste, como dijo el Señor (Jn 3, 8), sopla donde quiere, de las así llamadas estructuras, tanto ministeriales como sacramentales, instituidas por Cristo, desarrolladas con coherencia vital, como planta de la simiente, de su palabra.»
(Pablo VI, Audiencia General, 24 noviembre 1971). El criterio de discernimiento de los carismas
Es principalmente san Pablo quien realiza una profunda reflexión sobre los carismas y los ministerios. La hace de manera especial en los capítulos 12-‐14 de la primera carta a los Corintios. Basándose en ese texto, se pueden recoger algunos elementos para plantear una teología correcta de los carismas. Ante todo, san Pablo fija el criterio fundamental de discernimiento, un criterio que se podría definir «cristológico»: un carisma no es auténtico si no lleva a proclamar que Jesucristo es el Señor: «En cuanto a los dones espirituales, no quiero, hermanos, que estéis en la ignorancia. Sabéis que cuando erais gentiles, os dejabais arrastrar ciegamente hacia los ídolos mudos. Por eso os hago saber que nadie, movido por el Espíritu de Dios, puede decir: "¡Maldito sea Jesús!"; y nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!" sino movido por el Espíritu Santo» (1 Co 12, 1-‐3).
Los carismas al servicio de la comunión
Inmediatamente después, san Pablo subraya la variedad de los carismas y su unidad de
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origen: «Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo» (1 Co 12, 4). Los dones del Espíritu, que distribuye «según su voluntad» (1 Co 12, 4) pueden ser muchos y san Pablo esboza una lista (cf. 1 Co 12, 8-‐10), que evidentemente no pretende ser completa. El Apóstol enseña, asimismo, que la diversidad de los carismas no debe provocar divisiones y, por esto, desarrolla la elocuente comparación de los diversos miembros de un solo cuerpo (cf. 1 Co 12, 12-‐27). La unidad de la Iglesia es una unidad dinámica y orgánica, y todos los dones del Espíritu son importantes para la vitalidad del cuerpo entero. La distribución de los dones es diferente: no todos tienen un carisma u otro (cf. 1 Co 12, 29-‐30); cada uno tiene el suyo (cf. 1 Co 7, 7) y lo debe aceptar con gratitud, poniéndolo generosamente al servicio de la comunidad. Los carismas son gracias concedidas por el Espíritu Santo a algunos fieles a fin de capacitarlos para contribuir al bien común de la Iglesia. Esta búsqueda de comunión viene dictada por la caridad, que sigue siendo el «camino más excelente» y el don mayor (cf. 1 Co 13,13), sin el cual los carismas pierden todo valor (cf. 1 Co 13,1-‐3).
«Entonces, en un clima semejante de comunión leal y serena, cada uno podrá cumplir la misión que le corresponde, en el respeto de las responsabilidades singulares de cada uno de los otros miembros, y con espíritu de colaboración generosa y desinteresada. Debemos sentirnos siempre solidarios de las tareas de la Iglesia, pero esta solidaridad no implica que se pueda, por ello mismo, juzgar de todo lo que ha sido confiado a la competencia y al carisma de los demás. Ciertamente que es a vosotros a los que es necesario recordar lo que subrayaba con todo derecho el Decreto Apostolicam Actuositatem (cfr. Nn. 23, 24, 25). Corresponde a aquéllos que el Espíritu Santo ha puesto como pastores para apacentar la Iglesia de Dios (cfr. Actas 20, 28), vigilar por la coordinación armoniosa de las iniciativas apostólicas de los diversos miembros del Cuerpo, juzgar eventual-‐mente su fidelidad al Espíritu del Señor, a veces, incluso, confiar más directamente una carga o un "mandato" a uno u otro de ellos, todo esto por el bien de todos. Allí también, en la jerarquía de las responsabilidades, está el diálogo que debe prevalecer hoy, lo que supone en unos y otros el respeto de las funciones, la confianza recíproca, la humildad profunda, el espíritu de servicio de la Iglesia y de los hombres.»
(Pablo VI, A los participantes en el Simposio del «Consilium de Laicis», marzo 1971).
«Sobre el Espíritu Santo, tal y como nos ha sido anunciado y enaltecido por todo el Concilio, el discurso sería largo. No deberíamos dejar de rectificar ciertas opiniones que algunos tienen sobre su acción carismática, como si cada uno pudiera atribuirse el sentirse favorecido con ella para sustraerse a la obediencia de la autoridad jerárquica, como si se pudiera apelar a una Iglesia carismática en oposición a una Iglesia institucional y jurídica (cfr. Ene. Mystici Corporis, 1943, n. 62 ss.); y como si los carismas del Espíritu Santo, cuando son auténticos (cfr. 1 Tes 5, 19-‐22; 1 Tim 1, 18), no fueran favores concedidos para utilidad de la comunidad eclesial, para la edificación del Cuerpo Místico de Cristo (1 Pe 4, 10) y no fueran preferentemente concedidos a quienes en ella tienen funciones directivas especiales (cfr. 1 Cor 12, 28) y sujetos a la autoridad de la Jerarquía (cfr. Lumen Gentium, n. 7 y Apost. Actuos., n. 3). Sigue en pie para quien quiere vivir con la Iglesia y de la Iglesia el gran misterio de su animación por virtud del Espíritu Santo; animación que el Concilio ha destacado enormemente y que obliga a valorarlo donde él está presente y operante, en la oración, en la meditación, en la consideración de la presencia de Cristo con nosotros (cfr. Ef 3,17), en la apreciación suprema de la caridad, el grande y primer carisma (1 Cor 12, 31), en la celosa defensa del estado de gracia. La gracia es la comunión de la vida divina en nosotros: ¿por qué se habla de ello ahora tan poco?»
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(Pablo VI, Audiencia General, 26 marzo 1969). El carisma mayor: el amor
La caridad es, por tanto, el valor central del hombre nuevo, «creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad» (Ef 4, 24; cf. Ga 3,27; Rm 13, 14). Éste es «el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). Es un amor de naturaleza divina, por eso muy superior a las capacidades connaturales al alma humana. En el alma del cristiano hay un amor nuevo, por el cual participa en el amor mismo de Dios.
El doble mandamiento del amor
El Espíritu Santo, al comunicar su impulso vital al alma, la hace apta para observar, en virtud de la caridad sobrenatural, el doble mandamiento del amor dado por Jesucristo: Amor a Dios y al prójimo. «Amarás al Señor, tu Dios, con toda tu mente...» (Me 12, 30; cf. Dt 6. 4-‐5). El Espíritu Santo hace participar al alma del impulso filial de Jesús hacia el Padre, de manera que —como dice san Pablo— «todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8,14). Del Espíritu Santo deriva también la observancia del otro mandamiento: el amor al prójimo. «Que os améis los unos a los otros como yo os he amado», ordena Jesús a los Apóstoles y a todos sus seguidores. En estas palabras: «como yo os he amado», reside el nuevo valor del amor sobrenatural, que es participación en el amor de Cristo hacia los hombres y, por consiguiente, en la caridad eterna, en la que tiene su primer origen la virtud de la caridad. El Espíritu Santo es el que nos hace caminar en el amor y nos hace capaces de superar todos los obstáculos hacia la caridad.
«Dejar que el Espíritu Santo derrame en nuestros corazones la caridad que se traduce en sabiduría, o sea en la rectitud de juicios conforme a las más altas razones del saber, por las cuales la mente humana se remonta hasta Dios, de quien ha recibido aquel inefable don y todo pensamiento suyo y toda acción suya se hace amor, se hace cari-‐dad. La caridad que baja de Dios se transforma en caridad que sube a Dios, y del hombre tiende a volver a Dios.
(Pablo VI, Discurso de apertura de la cuarta sesión del Concilio Vaticano II, 10 septiembre 1965).
El Espíritu Santo en la vida de la Iglesia
Finalizamos este tema enunciando el papel del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia. El día de Pentecostés, la Iglesia, surgida de la muerte redentora de Cristo, se manifiesta al mundo, por obra del Espíritu Santo. Esto se realizó en conformidad con los anuncios dados por Jesús en el Cenáculo antes de su pasión, y renovados antes de su partida definitiva de esta tierra para volver al Padre: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén... y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Este hecho es culminante y decisivo para la existencia de la Iglesia. Cristo la anunció, la instituyó, y luego definitivamente la «engendró» en la cruz mediante su muerte redentora. Sin embargo, la existencia de la Iglesia se hizo patente el día de Pentecostés, cuando vino el Espíritu Santo y los Apóstoles comenzaron a «dar testimonio» del misterio pascual de Cristo.
La era de la Iglesia
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«La era de la Iglesia empezó con la 'venida', es decir, con la bajada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María, la Madre del Señor. Dicha era empezó en el momento en que las promesas y las profecías, que explícitamente se referían al Paráclito, el Espíritu de la verdad, comenzaron a verificarse con toda su fuerza y evidencia sobre los Apóstoles, determinando así el nacimiento de la Iglesia... El Espíritu Santo asumió la guía invisible —pero en cierto modo 'perceptible'— de quienes, después de la partida del Señor Jesús, sentían profundamente que habían quedado huérfanos. Estos, con la venida del Espíritu Santo, se sintieron idóneos para realizar la misión que se les había confiado. Se sintieron llenos de fortaleza. Precisamente esto obró en ellos el Espíritu Santo, y lo sigue obrando continuamente en la Iglesia, mediante sus sucesores» (Dominum et Vivificantem, n. 25).
Unidos en el Espíritu
Un último aspecto del misterio de la Iglesia naciente bajo la acción del Espíritu el día de Pentecostés: en ella se realiza la oración sacerdotal de Cristo en el Cenáculo, «para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 12). Descendiendo sobre los Apóstoles reunidos en torno a María, Madre de Cristo, el Espíritu Santo los transforma y los une, «colmándolos» con la plenitud de la vida divina. Ellos se hacen «uno»: una comunidad apostólica, lista para dar testimonio de Cristo crucificado y resucitado. Esta es la «nueva cre-‐ación» surgida de la cruz y vivificada por el Espíritu Santo, el cual, el día de Pentecostés, la pone en marcha en la historia.
«"El que tenga oídos que escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias" (Apoc 2, 7.11.17.29; 3, 6.13.22). El Espíritu que nos hace conocer a Cristo (cfr. 1 Cor 12, 3), que nos concede custodiar el depósito que ha confiado a la Iglesia (cfr. 2 Tim 1, 14), que nos hace penetrar en el misterio de Dios (cfr. Jo 16, 13), porque Él es vida (cfr. Gal 5, 25) y transformación interior (cfr. Rom 8, 9.13), el Espíritu nos pide de una manera más apremiante que nunca, que seamos una sola cosa para que el mundo crea (cfr. Jo 17, 21).»
(Pablo VI, Palabras en respuesta al saludo del Patriarca Atenágoras, con ocasión de la visita de éste al Papa, 27 octubre 1967).
PARA LA REFLEXIÓN PERSONAL Y DE GRUPO
SOBRE EL PADRE:
1. ¿Cómo y en qué medida reconozco en mi propia experiencia y entorno los rasgos de la cultura actual sobre Dios?
2. ¿Qué imagen de «padre» tenemos hoy y qué imagen poseen nuestros alumnos y alumnas?
3. La presentación de Dios Padre en nuestra cultura choca con algunos elementos, ¿qué acentos debemos primar en nuestra enseñanza?
4. ¿Por qué, en la actualidad, se ha descuidado tanto la adoración a Dios?
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5. ¿En qué principios, valores y actitudes, que surgen de la fe en el Padre, podemos sustentar el valor de la oración al Padre?
6. ¿Qué sentido de oración podemos vivir y promover en los alumnos como parte integrante de
nuestra fe en el Padre? Comentad en grupo estas palabras de Juan Pablo II: «¿No es acaso un signo de los tiempos el que hoy, a pesar de los vastos procesos de secu-‐larización, se detecte una difusa exigencia de espiritualidad, que en gran parte se manifiesta precisamente en una renovada necesidad de orar? También las otras religiones, ya presentes extensamente en los territorios de antigua cristianización, ofrecen sus propias respuestas a esta necesidad, y lo hacen a veces de manera atractiva. Nosotros, que tenemos la gracia de creer en Cristo, revelador del Padre y Salvador del mundo, debemos enseñar a qué grado de interiorización nos puede llevar la relación con él. La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: «El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él» (Jn 14,21)» (Novo millennio ineunte, n. 33).
SOBRE EL HIJO:
1. Tomando como marco el himno de Ef 1, 3-‐16, ¿podríamos enmarcar la vida de la comunidad cristiana que está presente en este cántico?
3 Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; 4 por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; 5 eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, 6 para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. 7 En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia 8 que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, 9 dándonos a conocer el misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, 10 para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra. 11 A él, por quien somos herederos, elegidos de antemano según el previo designio del que realiza todo conforme a la decisión de su voluntad, 12 para ser nosotros alabanza de su gloria,
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los que ya antes esperábamos en Cristo. 13 En él también vosotros, tras haber oído la Palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación, y creído también en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, 14 que es prenda de nuestra herencia, para la redención del pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria.
2. ¿Qué sentimientos y actitudes brotan de nuestra fe en Jesucristo? Nos puede ayudar a
reflexionar el texto de Flp 2, 6-‐11:
6 El cual, siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios 7 sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo. Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre, 8 se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz. 9 Por eso Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. 10 Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, 11 y toda lengua confiese que Cristo Jesús es el SEÑOR para gloria de Dios Padre.
3. ¿Por qué nuestros alumnos aceptan a Jesús líder y maestro humano y desconocen a Jesucristo Salvador?
4. ¿Qué consecuencias se desprenden de la muerte de Jesús para un cristiano? Enuncia los principios teológicos, los valores y los dones que conlleva.
5. Los alumnos, a veces, preguntan: ¿Dónde está Dios? ¿Qué respuesta vital aporta la Resurrección de Jesucristo? Pueden ayudarte los siguientes textos: Col 1, 12-‐20; Ef 1, 3-‐16; Flp 2, 6-‐11; Ap 4, 11. 5, 9; Ap 11, 17-‐18.
6. Como antaño, también hoy Cristo te pregunta: «Y tú, ¿quién dices que soy yo?». Da tu respuesta y compárala con el himno de Col 1,12-‐20, a la luz de cuanto se ha expuesto en este tema.
7. Lee y comenta este testimonio de Juan Pablo II sobre la juventud actual y su relación con Jesucristo: «[la juventud] expresa un deseo profundo, a pesar de posibles ambigüedades, de aquellos valores auténticos que tienen su plenitud en Cristo. ¿No es, tal vez, Cristo el secreto de la verdadera libertad y de la alegría profunda del corazón? ¿No es Cristo el amigo supremo y a la vez el educador de toda amistad auténtica? Si a los jóvenes se les presenta a Cristo con su verdadero rostro, ellos lo experimentan como una respuesta convincente y son capaces de acoger el mensaje, incluso si es exigente y marcado por la Cruz. Por eso, vibrando con su entusiasmo, no dudé en pedirles una opción radical de fe y de vida, señalándoles una
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tarea estupenda: la de hacerse "centinelas de la mañana" (cf. Is 21,11-‐12) en esta aurora del nuevo milenio» (Novo millennio ineunte, n. 9).
SOBRE EL ESPÍRITU SANTO:
1. Se habla mucho del espíritu y, a veces, se atribuye el sello de autenticidad a todo lo que
conlleva «espíritu». ¿Qué relación y que distinciones hay entre esta concepción genérica de «espíritu» y el Espíritu Santo?
2. ¿Por qué, a veces, es el gran ausente en nuestra vida?
3. El Padre envía el Espíritu Santo que la Iglesia entrega. ¿Cómo, cuándo, para qué?
4. ¿Es posible ser cristiano sin recibir el Espíritu Santo?
5. Retomamos uno de los textos citados en las páginas precedentes, para responder a la pregunta que formula: «La gracia es la comunión de la vida divina en nosotros: ¿por qué se habla de ello ahora tan poco?» (Pablo VI, Audiencia General, 26 marzo 1969).
6. En el año 3º del Plan de Formación reflexionaremos acerca de la Didáctica de los valores,
para lo que nos referiremos a la acción del Espíritu Santo en nosotros. Ahora, a la luz del tema que acabamos de estudiar, ¿qué peculiaridades identificas en la educación en valores desde una perspectiva cristiana?
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ESCATOLOGÍA
Sentido cristiano de la muerte. La esperanza de los cielos nuevos y
NÚCLEO
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la tierra nueva: El Reino de Dios llegará a su plenitud. Dios, que resucitó al Señor, nos resu-citará también a nosotros (1 Co 6,14). Significado de la profesión de fe “Creo en la vida eterna”.
La escatología cristiana se presenta como reflexión sobre la suerte definitiva del hombre y de la creación entera a la luz de la muerte y resurrección de Cristo. El interés de la Escatología cristiana por el futuro trascendente del hombre no lleva a los cristianos a ignorar su compromiso histórico a favor de un mundo mejor. INTRODUCCIÓN La Antropología cristiana ve al hombre como un ser histórico abierto al porvenir y a la espera de un futuro absoluto, que dinamiza y orienta su caminar en el tiempo hacia su consumación. Dicha Antropología quedaría incompleta sin la Escatología, entendida como dimensión general de la Teología y, como tratado específico sobre el cumplimiento último del hombre. Para el cristiano ese cumplimiento y futuro absoluto, posee el rostro de Cristo, Fundamento, Contenido y Meta de su esperanza histórica y eterna. El tema lo dividimos en dos partes: en la primera parte, abordaremos cómo se ha vivido la polaridad presente-‐futuro de la esperanza cristiana en la tradición de la Iglesia; subrayando sus orientaciones actuales en diálogo con las modernas ideologías o utopías laicas de la esperanza. En la segunda parte, reflexionaremos sobre el influjo que el “éschaton” debe ejercer en la vida de la Iglesia, en el compromiso de los creyentes y en la valoración de la historia y de las esperanzas terrestres. Cristo “Omega”, que polariza el acontecer cósmico y humano, no conduce, a evadirse de la historia y a descuidar el compromiso temporal. A. LA ESCATOLOGÍA CRISTIANA: REFLEXIÓN SOBRE LA SUERTE DEFINITIVA DEL HOMBRE Y DE LA CREACIÓN A LA LUZ DE LA MUERTE Y RESURRECCIÓN DE
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CRISTO 1. La Escatología en la tradición de la Iglesia 1.1. La esperanza en el período patrístico La Iglesia de los tiempos apostólicos, aun reconociendo en la resurrección de Jesús y en la efusión del Espíritu Santo, los acontecimientos definitivos de la historia, vive esperando el inminente retorno del Señor, retorno que significará la definitiva realización del plan de Dios sobre el hombre y sobre la creación entera. Durante este período de tensión entre el “ya” y el “todavía no” del Reino se mantiene en la delicada línea de equilibrio trazada sobre todo por Pablo y Juan. No obstante ya desde la segunda generación cristiana el retraso de la parusía planteará problemas, apenas insinuados, acentuando unas veces el “ya” y otras el “todavía no”:
El “ya” de la esperanza y su helenización: La primera reacción ante el retraso de la parusía, según queda indicado en la tradición joánica, es la actualización de la esperanza que se realiza en términos místicos (unión, comunión de vida, renacimiento, etc.). En Occidente adoptará pronto la forma eclesial: La Iglesia es el lugar de la presencia operante de Cristo y de su Espíritu. Puesto que la parusía se retrasa, se estima oportuno superar el ordenamiento provisional estableciendo una estructura organizativa cada vez más precisa. Entre la forma mística y eclesial, se puede considerar como eslabón, la forma litúrgica de la esperanza. Pues ya desde la primera generación cristiana la esperanza se fomenta principalmente en la Liturgia y sobre todo en la eucarística, en la cual se hace presente la “feliz esperanza” que une presente y futuro. Pero el riesgo de mundanizar la esperanza, patente después de la época constantiniana, dará lugar a que la reacción monástica exprese la espera en términos ascéticos y morales. Al difundirse la fe cristiana por el mundo grecorromano, el acento del “ya” del Reino y su interpretación en términos existenciales, místicos, éticos y litúrgicos, se verá pronto favorecida por la cultura helenística. Se producirá una helenización de la esperanza cristiana, que habrá de pagar el tributo de toda la inculturación de la fe. Primero, el espiritualismo helenístico, con su doctrina de la inmortalidad del alma, brindará una nueva posibilidad de pensar la continuidad de la vida en Cristo más allá de la muerte. Segundo, el dualismo antropológico y metafísico, que desemboca en una soteriología acósmica subyacente a ese espiritualismo, que hará problemática la comprensión de la resurrección y de la renovación final de la creación. Si se quería entablar un diálogo entre la fe y la cultura de la época, era inevitable cierta helenización de la esperanza cristiana. Así en la Carta de Bernabé, en Clemente Alejandrino y en Orígenes, la lectura de la parusía referida al presente, marcado por la acción de Cristo, también muestra el Espíritu misionero que animaba este primer diálogo con la cultura del tiempo. En este ambiente cultural se advierte la tendencia a sustituir la versión apocalíptica de la esperanza, es decir, acentuación del futuro histórico y metahistórico, por una versión gnóstica, que tiende a
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resolver todo el éschaton en el presente. La reacción de Irineo, Tertuliano y otros Padres contra el gnosticismo muestra la agudeza con que se advirtieron los peligros de una helenización acrítica de la fe y de la esperanza cristiana. El esquema de los dos mundos: alma y cuerpo, también lleva a desestimar el compromiso histórico y acentuar el carácter ético de la espera.
El “todavía no” y su espera apocalíptica: Aunque obstaculizada por la cultura helenística, la espera de un fin más o menos próximo nunca desapareció del todo, avivada también por las persecuciones de los primeros siglos. La creciente tendencia moralista provoca el cambio de acento de la parusía, es decir, su carácter inminente se convierte en algo imprevisto, con la amenaza de un juicio próximo. La parusía deja de ser objeto de la espera (el marana tha: “ven Señor”, de la Iglesia apostólica), para convertirse en amenaza alejada por las oraciones de los buenos (el tema ya aparece en los apologistas Justino y Taciano…). En este contexto se desarrolla la secta de los montanistas, quienes hacen resurgir el antiguo espíritu profético y carismático y la vieja espera de la inminente parusía, como reacción contra la progresiva institucionalización de la Iglesia. El milenarismo, presente en algunos autores cristianos de los primeros siglos como: Justino, Irineo, Tertuliano, apoyándose en el Libro del Apocalipsis y concretamente en el capítulo 20; une la esperanza histórica (asegurada sólo por una intervención de lo alto y no por la acción del hombre) a la celeste. Contempla dos venidas de Jesús: Una, que inaugurará un nuevo curso de la Historia (Jesús resucitará sólo a los justos y reinará con ellos mil años); y otra, que significará el fin de los tiempos y traerá la resurrección de todos los muertos y el comienzo de la eternidad. Estas ideas se van diluyendo en la era constantiniana, sobre todo por la intervención de San Agustín, quien reduce el reino milenario al tiempo de la Iglesia comprendido entre la Encarnación y la parusía, pero caracterizado por el itinerario hacia la patria, en el que se entrelazan la ciudad de Dios y la del hombre. El tiempo de una Iglesia que no sólo es Iglesia de santos (como querían los donatistas, sino también de pecadores.
El problema del tiempo intermedio: El retraso de la parusía desplaza posteriormente el interés hacia una Escatología individual, que plantea a su vez el problema del tiempo que media entre la muerte y la resurrección. Ya Clemente Romano pone el acento en el juicio del individuo después de la muerte y le atribuye poca importancia al juicio y resurrección finales. Aquí también se dejará sentir el influjo del helenismo. Individualismo y espiritualismo, van a desempeñar un papel importante en las representaciones del futuro escatológico a partir de los primeros siglos. Ya el arte funerario paleocristiano testimonia este cambio, por ejemplo, con la representación del alma saliendo del cuerpo para volar al cielo. Los Padres están de acuerdo en considerar la muerte como término del estado de peregrinación, rechazando resueltamente la doctrina de la metempsicosis o trasmigración de las almas. También se rechazará la idea origenista de la apocatástasis (Certeza absoluta de una salvación
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predicable universalmente de la colectividad humana y de sus singularidades). Más ¿Qué hay de los muertos que esperan el fin de los tiempos? La Antropología semita, que no preveía separación alguna entre alma y cuerpo y concebía la supervivencia sólo en términos de resurrección, hacía difícil la solución de este problema. De hecho, no sólo los Padres de los siglos II y III, que siguen rechazando la doctrina de la inmortalidad del alma por su fondo dualista y panteísta, sino también la tradición Patrística siguiente, que la acepta cristianizándola, pasará muchos apuros para lograr responder a semejante pregunta. La idea de un alma feliz sin el cuerpo, hasta bien entrada la Edad Media, se considerará opuesta a las afirmaciones bíblicas. Los Padres de los siglos II y III como Justino, Irineo, Tertuliano entre otros, intentan salir de la dificultad imaginando una especie de scheol retocado, en el que buenos y malos reciben un premio o castigo inicial e imperfecto en espera del juicio final, después del cual solamente será plena y definitiva la retribución. Sin embargo, reina la convicción de que los mártires ya han alcanzado el premio definitivo. En la tradición, como en la Biblia, el martirologio constituye el terreno en el que se desarrolla la Escatología. Para responder a este problema se verán luego en la obligación de desdoblar las realidades escatológicas; algo así como hacia el milenarismo, pero sin situar como él en la tierra su primer momento. Se desarrolla así la distinción entre el juicio particular, que sigue inmediatamente a la muerte, y el juicio universal al fin de los tiempos (Jerónimo, Juan Crisóstomo); aunque semejante desdoblamiento parece hacer superfluo el juicio final colectivo. El tema del fuego sufre también un desdoblamiento: se comienza a distinguir entre un fuego eterno de condena, el infierno, y un fuego purificador (Orígenes, Clemente Alejandrino, Agustín, Gregorio Magno). Es así como nace la doctrina del purgatorio. Los pelagianos comienzan también a plantear la cuestión de la suerte de los niños muertos sin el Bautismo, contemplando para ellos alguna posibilidad de salvación. A esta tesis se opone San Agustín, pues él considera que estos niños serán destinados a la condenación, aunque con una “pena levísima” 1.2. La Escatología en la Edad Media
La vuelta a la apocalíptica entre los siglos VII-‐XI: En Occidente, la inseguridad de la existencia durante los siglos VII-‐XI y la esperanza generalizada de un próximo fin suscitan el relanzamiento de una apocalíptica compensatoria, revestida de vivos colores por una literatura en la que domina el gusto por las exploraciones del más allá. Florecen nuevamente los oráculos sibilinos, con el anuncio de duros períodos de prueba, pero también de la venida de un príncipe justo; todo ello antes de la venida del anticristo y de la intervención de Cristo Juez. En España, en el siglo VII, el Comentario al Apocalipsis del monje Beato de Liébana contribuye a orientar un movimiento espiritual e iconográfico considerable.
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Estas ideas dejarán huellas patentes no sólo en la predicación, en la piedad popular (representaciones sagradas) y en la Liturgia de los difuntos, sino también en la Literatura (Divina Comedia) y en el Arte de los siglos sucesivos (Juicio universal, el paraíso, infierno y purgatorio, representados mediante la pintura, el arte de las vidrieras y las esculturas, desde Giotto a Miguel Ángel).
Orientación individualista de los siglos XII-‐XIII: A partir del siglo XII, la esperanza cristiana tiende también a perder el anterior colorido apocalíptico. Crece el interés por la Escatología intermedia y se acrecienta la devoción a las almas de los difuntos y a ganar indulgencias aplicables a ellas. Según cuenta Le Goff en su libro El nacimiento del purgatorio, las causas próximas de esta vuelta al individualismo, guardan relación directa con tres factores culturales característicos de este siglo: la afirmación de un primer viaje humanista, el paso de la mentalidad histórica a la metafísica y el empleo consiguiente de un esquema espacial en vez de temporal en la representación del más allá. De todos modos hay que observar que la Teología medieval, aunque se interesa preferentemente por la Escatología intermedia, no hace perder de vista la Escatología final.
La recuperación tomista de la unidad alma y cuerpo: La adopción del anticlericalismo en la segunda mitad del siglo XII, lleva a atenuar el espiritualismo platónico que había dominado la tradición precedente, y a presentar una concepción del hombre que devuelve su dignidad al cuerpo, revalorizado como elemento constitutivo del hombre. Este cambio antropológico, que alcanza su madurez con Tomás de Aquino no carecerá de consecuencias para la profundización de la Escatología. La resurrección del cuerpo y la renovación final de la creación vuelven a ocupar su puesto en el cuadro de la reflexión cristiana. Sin embargo se agudiza, al mismo tiempo, el problema de la retribución en el estado intermedio: si el hombre no es solo cuerpo, sino alma y cuerpo, alma encarnada, ¿Cómo concebir la retribución (premio, castigo) mientras el alma esté separada del cuerpo? Renacerá así la tendencia presente ya en la Patrística, a considerar las bienaventuranzas y el castigo anteriores a la resurrección como incompletos. Incluso el Papa Juan XXIII, abrazará esta tesis, de la que sólo se retractará en el lecho de muerte. Dicha tesis es condenada por su secretario y sucesor Benedicto XII en la Bula dogmática Benedictus Deus, en la que se define que, inmediatamente después de la muerte, cada uno comienza la visión beatífica o el infierno verdadero y auténtico; garantizando así la existencia de una Escatología inmediata completa. Las principales controversias de la Edad Media tienen por tema la Escatología individual. Las mismas declaraciones del Magisterio encajan en este cuadro, y se refieren a los estados finales: paraíso, retribución completa; esencia de la visión de Dios, limbo de los niños, relación entre la Escatología individual (en la que se centraba el verdadero interés general), y la Escatología final y colectiva, que sin embargo habla de retener por fe.
El joaquinismo como milenarismo espiritualizado.
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La desaparición del feudalismo y el nacimiento de un nuevo orden social: el municipal y mercantil, empieza a poner en crisis el ordenamiento clerical, favoreciendo una conciencia laical que tiende a trasladar el horizonte de la esperanza a la tierra. Dentro de ella se desarrolla también la impugnación de la institución eclesial. Es significativo a este respecto el movimiento inspirado por el monje calabrés Joaquín de Fiore, que anunciaba el próximo advenimiento de una era del Espíritu Santo que supondría la superación del régimen eclesial e inauguraría la fase definitiva de la historia de la salvación. Esta nueva versión espiritualizada del antiguo milenarismo, de una fuerte orientación crítica del presente y una visión apocalíptica del futuro, fascinará también al ala “espiritual” del franciscanismo primitivo (que verá en Francisco al iniciador de una nueva época), y ejercerá en los siglos sucesivos. En este horizonte se mueven los hermanos del libre espíritu y los taboritas, que se proponen realizar simbólicamente el milenio en comunidad anticipadora del nuevo estilo de vida. En estos movimientos, la esperanza adquiere una fuerte carga reformadora del presente, que se puede interpretar como una primera reacción, todavía intraeclesiástica y dentro de los límites de la tolerancia institucional, contra la excesiva celestización de la esperanza. Muy pronto se perfilará una reacción laica que tenderá a secularizar totalmente la esperanza, trasladándola del Reino de Dios al del hombre. Surgirán así las esperanzas laicas, económicas, políticas y culturales, que se constituirán en autónomas en relación con la esperanza cristiana 1.3. La Escatología de la Edad Moderna El Humanismo y el Renacimiento marcan en Occidente una nueva era que se caracteriza por la crisis de la cristiandad medieval y más generalmente por la mentalidad religiosa, que está marcada por el sentido de impotencia del hombre frente a la naturaleza y a su destino, y por la necesidad de recurrir a Dios para solucionar sus problemas. Los primeros éxitos de la ciencia y técnica alientan en el hombre una nueva percepción de sí mismo caracterizada por la confianza puesta en su capacidad. Desde Galileo y Descartes en adelante, el hombre se siente cada vez más el artífice de su destino. El horizonte escatológico también se ve alterado, pues la esperanza en un futuro prometido y garantizado, se impone cada vez más a una concepción de la vida que apunta a un futuro construido por las manos del hombre.
La secularización de la esperanza: Ya a partir del siglo XIII se había iniciado cierto proceso de secularización de la esperanza que en los siglos siguientes adquiere una aceleración decisiva. Aunque se mantiene la concepción lineal del tiempo, la tendencia a un cumplimiento y la primacía del futuro, sin embargo, el horizonte se vuelve cada vez más secular hasta llegar, con la Ilustración, en una completa mundanización:
-‐ Las categorías religiosas tradicionales son traducidas a categorías seculares
-‐ La providencia divina se hace previsión humana.
-‐ La salvación escatológica se transforma en búsqueda del bienestar terreno.
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-‐ La espera de un futuro celestial se convierte en compromiso por el progreso histórico.
Nacen así las modernas y diversas utopías e ideologías del porvenir, desde la liberal-‐burguesa a las socialistas, marxistas y, más recientemente, la teoría crítica de la escuela de Frankfurt. Ésta época se caracteriza por el optimismo y alta valoración positiva que adquiere la “praxis”, con la que se quiere construir el futuro como hecho colectivo. La utopía se presenta como una apocalíptica secularizada. Se sitúa más allá de la realidad histórica; crea representaciones y las sitúa fuera del espacio común y de la temporalidad corriente. Pero su designio es iniciar una transformación de la historia realizada por el hombre, no por Dios. Con Tomás Moro, la utopía se convierte en una de las banderas de la modernidad. El término utopía indica la fuerza arrolladora de algo nuevo que aunque no tiene lugar (este es el sentido de la palabra), es la fuerza que mueve hacia la meta de un futuro ideal. El acento se coloca en un futuro colectivo, no en una esperanza celeste individual. Las nuevas ideologías de la esperanza comparten una visión optimista de la historia como desarrollo, como progreso o camino evolutivo. Desde la Ilustración en adelante, la esperanza se apoya en esta confianza acrítica en el destino magnífico y progresivo de la humanidad. Es característico de estas nuevas utopías e ideologías, la exigencia de superar el ámbito teórico para transformarse en praxis revolucionaria, o en todo caso, innovadora. Son frutos de esta orientación, la revolución francesa y la rusa.
Las reacciones de la Teología: Frente a estos ataques, el liberalismo teológico del siglo XIX, propone una interpretación modernizada de la Escatología cristiana en clave ética y simbólica, pero referida a la existencia terrena del hombre. La Teología católica se mantiene en un primer momento, ajena al debate. Ante estas nuevas propuestas de esperanza, le faltó el coraje de la confrontación y diálogo, se limitó en general a un cómodo y contraproducente rechazo. La Escolástica postridentina se pierde con frecuencia en cuestiones marginales y ficticias, confiadas en un futuro sin relación alguna con el presente histórico. Bajo el influjo de la Ilustración, la Teología moral impulsa a considerar la Escatología en una función ética, como una doctrina del premio o del castigo, para incitar al bien y disuadir del mal. Hubo un intento de renovación en la Escuela de Tubinga, pero con la neoescolástica vuelve a prevalecer una Escatología moralista y desligada de la historia, reducida a una especie de “física de las cosas últimas” (Congar) El interés preferente sigue centrado en la Escatología individual, incluso la época postridentina ve desarrollarse una adecuada sensibilidad individualista apoyada especialmente en el tema de la muerte. Aparecen en este período los primeros tratados sobre el “arte del bien morir” como los de Belarmino y de Alfonso de Ligorio. El problema de la Escatología individual sigue provocando enfrentamientos entre la Teología católica y la protestante. La reforma había arrancado precisamente de una polémica que estaba relacionada con la Escatología: las indulgencias por los difuntos. De la denuncia de evidentes abusos, Lutero pasa
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pronto, con la negación del purgatorio, a declarar carente de fundamento la práctica de las indulgencias. A continuación, muchos protestantes eliminarán toda forma de Escatología inmediata a favor de la Escatología final, rechazando, como extraña al pensamiento bíblico, la misma inmortalidad del alma. 1.4. El despertar de la Escatología contemporánea La moderna secularización de la Escatología, reduciendo el futuro sólo al porvenir histórico, tiene en todo caso el mérito de haber recordado a la Teología de nuestros días el significado cristiano del compromiso por el futuro histórico, aunque ello no agote las expectativas del futuro escatológico.
En el campo protestante: Escatología como Teología de la esperanza: J. Moltmann, recogiendo los estímulos del marxismo crítico de E. Bloch, devuelve a la Escatología la dimensión de la historia y de su futuro, elaborando un proyecto teológico a la luz de la esperanza. Según esta perspectiva, el tiempo cristiano por excelencia es el futuro, y la óptica decisiva para la Teología, para la interpretación de la Escritura y para la vida cristiana es la de la esperanza que se apoya en Cristo resucitado, anticipador de la nueva y definitiva condición del hombre y del mundo. Desde el principio hasta el final, y no sólo en su epílogo, el cristianismo es esperanza. La esperanza es la dimensión de la historia de la salvación.
En el campo católico; Escatología como fermento de la práctica En el campo católico el modernismo de principios de siglo denuncia el distanciamiento de la esperanza cristiana (por lo menos en su forma de presentación) de las esperanzas del hombre moderno. Una respuesta a esta llamada al diálogo es la del evolucionismo cristo-‐céntrico de Teilhard de Chardin. Es un intento sugerente de integrar los conocimientos filosóficos y científicos sobre el futuro antropológico y cósmico en el movimiento de la esperanza cristiana. Una cierta sensibilidad al diálogo con el marxismo, aparece también, después de los años cincuenta, en algunas Teologías progresistas católicas, y más recientemente, en la Teología política europea y en la Teología de la liberación latinoamericana y africana. Por los años cincuenta se asiste a un cuestionamiento masivo del tratado de los manuales sobre los novísimos, iniciándose una renovación decidida de la exposición escatológica cuyo punto de partida va a ser una seria fundamentación bíblica de la misma. Los nombres de Y. M. Congar, H. U. von Baltasar y K. Rahner, serán decisivos para una renovación Cristocéntrica de la Escatología. 1.5. Las orientaciones actuales La Escatología de nuestros días se distingue por su nueva vinculación a la historia y a la vida de la Iglesia, realizada en la óptica Cristocéntrica del Nuevo Testamento y en la perspectiva antropocéntrica de la cultura moderna. Así se va perfilando una Escatología Cristocéntrica, antropocéntrica, eclesial, histórica y cósmica.
Dimensión Cristocéntrica:
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El cristocentrismo confiere unidad y especificidad a la Escatología, eliminando el fragmentarismo y la cosificación en que había degenerado. Cristo resucitado es el éschatos realizado y el término de referencia de toda la tensión escatológica del hombre y del mundo. Él es el principio hermenéutico de todas las afirmaciones escatológicas (K. Rahner). Así pues, la Escatología no se puede comprender más que a partir de Cristo y de su función recapituladora de todas las cosas. La parusía no se ha de entender como un acontecimiento nuevo añadido a la resurrección de Cristo, sino como el despliegue definitivo de ésta humanidad y en el cosmos entero. En este sentido un teólogo actual, Nocke, dirá: “parusía no significa repetición de un suceso pasado, sino aumento y desbordamiento definitivo de la presencia de Cristo que ya es un hecho ahora”. Cristo resucitado es el que revela plenamente nuestra salvación, la realiza a lo largo del curso de la historia y más allá de ella, ya que la salvación consiste fundamentalmente en “estar con Cristo” (Fil. 1, 23) por la acción del Espíritu Santo.
Dimensión antropocéntrica: La moderna perspectiva antropocéntrica elimina algunos equívocos de la Escatología de los manuales:
-‐ La recuperación de la concepción unitaria del hombre lleva a superar el enfoque dualista que predominaba desde la época Patrística, enlazando con la perspectiva bíblica. La Escatología no se interesa únicamente por la salvación del alma, sino por la salvación total del hombre, alma y cuerpo; por la salvación de la persona en la integridad de sus relaciones: con Dios, con el prójimo y con el cosmos.
-‐ Las realidades últimas no se conciben ya como una física o una topografía del futuro. Los novísimos no son cosas o lugares, sino modos de ser determinados por el encuentro con el Resucitado. Los mismos conceptos de premio o castigo tienden a pasar de categorías jurídicas a categorías antropológicas, expresando la situación que resulta de aceptar o de rechazar la salvación ofrecida por Cristo.
-‐ Se supera la pretensión de encontrar en la Biblia una serie de informaciones reveladas sobre el fin del mundo y el más allá, prescindiendo del carácter propio de las afirmaciones relativas a la Escatología. En este sentido G. Greshake propone interpretar estas afirmaciones bíblicas como “imágenes de esperanza”.
Dimensión eclesial:
La vuelta a las raíces bíblicas y la valoración de las antiguas intervenciones del Magisterio hasta el Concilio Lateranense IV, junto con la recuperación de la dimensión social de la existencia a instancias de la cultura moderna y realizada por la Eclesiología de comunión con el Vaticano II, han llevado también a recuperar la dimensión eclesial de la Escatología. El capítulo VII de la Lumen Gentium, se detiene ampliamente en la índole lógica de la Iglesia peregrinante. Exhortándonos a dirigirnos hacia el cumplimiento final, pone en nuestras manos un saludable remedio contra las tentaciones de inmovilismo y conservadurismo que pueden introducirse en una Eclesiología demasiado centrada en la institución.
Dimensión histórica y cósmica: La dimensión histórica ha sido resaltada fundamentalmente por las modernas Teologías, que han planteado la exigencia de revisar la relación entre Escatología e historia, recuperando la conexión entre esperanzas históricas y esperanzas últimas. En este aspecto, las solicitaciones de la cultura
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moderna coinciden sustancialmente con la visión bíblica, la cual, en la perspectiva del Reino de Dios, une tierra y cielo, historia y más allá, presente y futuro, Iglesia y mundo. La interpretación de la Escatología como télos (fin = meta) y sentido de la historia (y no como su acantonamiento y degradación) ha llevado entre otras cosas a la Teología, a interesarse más por el éschaton común que por los éschata entendidos individualmente. Se perfila así una Escatología que se interesa decididamente por el curso de la historia, que ve el futuro como estímulo del presente, como impulso a comprometerse en la historia, no como tendencia a huir del mundo. De esta manera, el afán por la construcción de un mundo conforme con el proyecto de Dios (Reino de Dios) no se mira como simple condición para adquirir méritos ligados a las buenas intenciones y considerados como la única moneda de curso legal en la eternidad, sino como un auténtico valor teológico. El futuro que promete la esperanza cristiana abarca la creación entera (Rm 8, 19-‐23). Esta dimensión ha sido evocada de forma eficaz por la obra de Teilhard de Chardin, que ha permitido pensar la relación entre el hombre, el cosmos y Cristo recapitulador. 1.6. Las últimas intervenciones del Magisterio Las afirmaciones del Concilio Vaticano II sobre Escatología, son tratadas fundamentalmente en el capítulo VII de la Lumen Gentium, dando preferencia a la perspectiva eclesiológica, pero sin descuidar la referencia a los fundamentos de la doctrina tradicional recogida en clave bíblica y decididamente Cristocéntrica. Así pues dicho documento en el nº 48 habla de la índole escatológica de la Iglesia peregrinante y de su unión con la Iglesia celestial, manifestando el carácter escatológico de nuestra vocación ya en la tierra; en el nº 49,de la comunión de la Iglesia celestial con la Iglesia que peregrina; en el 50, de las relaciones entre la Iglesia peregrinante y la Iglesia celeste y en el 51, da algunas disposiciones pastorales sobre el culto correcto a los santos. En cambio, la relación entre futuro intrahistórico y futuro trascendente, va a ser abordado por la Gaudium et Spes que en la línea de Teilhard de Chardin y de las teologías de las realidades terrenas, ve la tendencia humana y cósmica hacia el futuro como preparación a la irrupción de la segunda creación, irrupción realizada por la acción divina, que se sirve también de la cooperación humana. El debate teológico reavivado también en el campo católico a propósito de la Escatología en el período posconciliar, como también la divulgación de algunas doctrinas consideradas no del todo seguras o pastoralmente inmaduras, ha llevado al Magisterio a intervenir, si bien en forma común (no solemne), reiterando algunas tesis de la Escatología tradicional para evitar la desorientación de los fieles en una materia tan delicada. La solemne profesión de fe de Pablo VI en 1968, recuerda la distinción entre progreso humano y crecimiento del Reino, sin que esto suponga reducir el compromiso histórico de la Iglesia (nº 27). Habla de la resurrección final como reunión de las almas con sus cuerpos (nº 30) y de la Asunción de María como “anticipación” de la suerte futura de los justos. El documento de la Congregación para la doctrina de la fe sobre algunas cuestiones relativas a la Escatología (cf. AAA 71, 1979, 939-‐943) tiene por objeto la doctrina sobre la vida eterna, o más exactamente, “lo que ocurre entre la muerte del cristiano y la resurrección universal”. Insiste en la subsistencia después de la muerte de un elemento espiritual; dotado de conciencia y de voluntad, de manera que subsiste el yo humano. Para designar este elemento, señala el documento,
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la Iglesia utiliza la palabra “alma”. El documento reconoce el peligro de representaciones fantasiosas y arbitrarias, y anima a una hermenéutica equilibrada de las imágenes bíblicas. Afirma la necesidad de la fidelidad a la tradición, pero también la de intentar reformularla en un lenguaje nuevo. Hay que mantener dos puntos: la continuidad fundamental, por un lado, y la ruptura radical, por otro, entre el presente y el porvenir escatológico. 2. La Escatología de ayer a hoy 2.1. El olvido de la Escatología En los manuales, el “Tratado sobre los novísimos” ocupaba el último lugar, y no sólo en orden de colocación era más tenida en cuenta por la piedad popular que por la Teología que acomplejada por las ironías de cierta cultura moderna, parecía considerarla, al menos provisionalmente, cerrada a cualquier restauración. Pero en el siglo XX no cesan los trabajos de restauración reapareciendo en sus sobrias líneas originales despojadas de las incrustaciones seculares que amenazaban con ocultar su verdadero diseño. Después del debate sobre la importancia escatológica en la Revelación bíblica, y particularmente en la predicación de Jesús, se ha consolidado la convicción del Éschaton no es simplemente un tema junto a otro, sino que representa una óptica esencial de la Teología, de la Iglesia y de la vida cristiana. 2.2. Del “De novissimis” a la Escatología Sin embargo, la mayoría de los teólogos, aunque consideran el éschaton como dimensión omnipresente de la Teología, estiman oportuno mantener el tratado, si bien cambiando su enfoque respecto al tradicional De novissimis, y propononiendo desplazar la atención de los ´Éschata al éschaton.
De los “éschata” (los Novísimos)… El tradicional manual presentaba algunas características discutibles:
-‐ Proponía una exposición “apocalíptica”, centrada en el futuro trascendente poco apta para valorar la historia. El acento recaía más en el “todavía no” que en el “ya”.
-‐ No hacía ver el nexo entre futuro absoluto y futuro intramundano, entre esperanza cristiana y esperanzas humanas.
-‐ Atendía preferentemente a la suerte de los individuos (individualismo), dejando a un lado las dimensiones comunitarias y cósmicas.
-‐ Tendía a cosificar las realidades últimas.
-‐ Suponía un fondo cosmocéntrico más que antropocéntrico.
-‐ Se basaba en el esquema de los dos mundos: terreno/celeste, más acá/más allá, que no ayudaba gran cosa a comprender su conexión, confiada sólo al concepto de retribución, y no contemplada en el cuadro del único Reino de Dios y de sus fases histórica y trascendente.
…. al “éschaton”
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El nuevo tratado de la Escatología intenta superar estos límites:
-‐ Privilegiando el aspecto profético (cumplimiento del proyecto de Dios) respecto al apocalíptico (destrucción de lo que se opone a ese proyecto).
-‐ Subrayando la relación entre futuro absoluto y futuro histórico; entre esperanza última y esperanzas terrenas.
-‐ Integrando en la óptica personalista las dimensiones individual, social y cósmica de cumplimiento.
-‐ Mirando las realidades últimas no como cosas colocadas en lugares ultraterrenos, sino como situaciones existenciales derivadas de la relación definitiva del hombre con Dios en Cristo.
-‐ Relacionando presente y futuro histórico con la esperanza trascendente en el marco del Reino de Dios, del “ser en Cristo”
2.3. La Escatología como dimensión general de la Teología La adopción del término griego “Escatología” (tratado sobre las cosas últimas o finales) ha significado algo más que un mero cambio terminológico Significó un importante viraje respecto a la procedencia teológica de los novísimos. El concepto de éschaton evoca una concepción histórica, dinámica y tendencial del hombre, que es considerado más que en la índole estática de su ausencia (fotograma) en su dinamismo existencial (proyectarse más allá de sí mismo), en su hacerse histórico (filmado); con lo cual su ser se revela cabalmente no en su comienzo, sino en la conclusión de su caminar. Así el éschaton indica no tanto el fin cuanto la finalidad; la meta a la que, según el proyecto de Dios, tiende todo acontecer histórico y cósmico. Por tanto, el éschaton no es algo añadido a las otras consideraciones teológicas, sino el télos (el fin) que las impregna a todas. Reflexionado sobre este hecho, se ha llegado a considerar el éschaton como una dimensión general de la Teología, es decir, todas las verdades cristianas hacen referencia al cumplimiento final; y la Escatología como el tratado que estudia esa dimensión. Pero previa a esta dimensión general de la Teología, la Escatología es vista hoy, como dimensión de la Iglesia, (siendo significativo lo que dice al respecto, la Lumen Gentium en el capítulo VII). Y de la vida cristiana. Esto supone, entre otras cosas, conjurar las tentaciones de inmovilismo y conservadurismo, adoptando una postura de peregrinación, conversión perenne, individual y comunitaria, personal e institucional. Caminara con la mirada fija en la meta no significa, ser extraño a la realidad y salirse de la historia, sino vivirla en plenitud, con la conciencia de su significado último. Aunque puede darse un modo alienante de entender la esperanza cristiana, haciendo del cielo una especie de desquite compensatorio por las frustraciones terrenas, no ha de hacer olvidar el significado auténtico de la esperanza cristiana en su capacidad de hacer fermentar la historia en la dirección del Reino, dando también al tiempo una densidad de eternidad. De todo esto podemos resumir la evolución de la Escatología en tres etapas:
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• De los novísimos las “postrimerías” más o menos yuxtapuestas a la existencia terrena) a los éschata (las realidades finales entendidas como cumplimiento)
• De los éschata al éschaton (Como dimensión global unificadora)
• De éschaton al éschatos, que se concreta en Cristo.resucitado, primicia y anticipación del futuro definitivo del hombre, de la historia y del cosmos.
En esta perspectiva se sitúan las dos constituciones principales del Vaticano II: la Lumen Gentium, que lee la tensión escatológica de la Iglesia a la luz de una historia de la salvación polarizada por Cristo. Y Gaudium et Spes, que contempla únicamente el progreso humano y crecimiento del Reino; mostrando en el Resucitado al éschaton concreto; el sentido de todo el acontecer cósmico, histórico y humano, y motivando sobre esta base el compromiso mundano del creyente. 3. La orientación antropológica y Cristológica 3.1. Del “éschaton” al “éschatos” La nueva orientación de la Escatología pone en relación el futuro del hombre con la esperanza en Dios. En nuestros días, el cambio antropocéntrico de la cultura y la orientación Cristocéntrica de la Teología llevan a subrayar ante todo el significado antropológico y Cristológico de la Escatología. La Escatología cristiana se presenta como reflexión sobre la suerte definitiva del hombre y de la creación entera, a la luz del Misterio Pascual, es decir, de la muerte y resurrección de Cristo. Visto así, se puede decir que la Escatología cristiana es el coronamiento de la Cristología y de la Antropología cristiana. Cristo es el éschatos, el contenido concreto de nuestra esperanza y la realización definitiva del hombre y de sus esperanzas. Pero lamentablemente, también hay que decir que a veces, transcurrido el tiempo, se había ido descuidando el carácter Cristológico de la Escatología, reduciéndolas a una especie de física fantasiosa de las cosas últimas, a una discutible futurología metahistórica que era resultado más bien de la curiosidad que de la fe. Esta futurología no podía menos de sucumbir al enfrentarse con las ideologías y utopías modernas de la esperanza intramundana. Esto explica la situación de malestar que padecía la Teología moderna a consecuencia de la Escatología y la aludida parálisis de esta disciplina. La Escatología renovada se ha liberado del influjo de una cultura cosmocéntrica que se había dejado sentir con fuerza en las representaciones de la esperanza cristiana, encasillándola en un discutible esquema espacial y favoreciendo su interpretación cosificada (las postrimerías) Ahora, la Teología, sintonizando con el cambio antropológico cultural, tiende a reconsiderar las realidades escatológicas en términos más existenciales, personales y comunitarios. Ha comenzado a pensar los acontecimientos últimos, no tanto como tiempos y lugares, sino como cumplimiento, realizado o frustrado, de esperanza en el Dios personal que en Cristo llama al hombre a la comunión, y en la que alcanza el verdadero futuro del hombre.
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B. ESCATOLOGÍA CRISTIANA Y COMPROMISO HISTÓRICO: 1. Los problemas de fondo 1.1. La tensión entre el “ya” y el “todavía no” Hay que hacer una distinción entre las preferencias legítimas de acentuar uno de los dos aspectos de la esperanza y la legítima absorción de uno de ellos por el otro. Se ha dado un beneficioso debate entre los escatologistas y los encarnacionistas, los primeros, subrayan el “todavía no”, y por tanto la precariedad de las realizaciones históricas del Reino de Dios y de las anticipaciones temporales de su cumplimiento; los segundos, en cambio, son los que en las diversas teologías de las realidades terrenas llamaban la atención sobre el “ya” de un Reino y de una esperanza que obra en la historia, si bien aguarda su pleno cumplimiento más allá del tiempo. Un ejemplo de absorción del “todavía no” en el “ya”, lo podemos contemplar en el intento de R. Bultmann de reducir la Escatología a simple dimensión existencial de la fe, con una consiguiente y grave irrelevancia de la esperanza privada de su espacio connatural, el futuro. Esta postura además de no explicar nada, se apoya en una discutible antropología que diluye la historia concreta del hombre en una historicidad abstracta de la existencia, descuidando la fuerza polarizadora del futuro y conduciendo a una drástica privatización de la esperanza cristiana. 1.2. La relación entre futuro histórico y futuro absoluto La Escatología cristiana no puede pensar el futuro absoluto al margen del futuro histórico. La Escatología cristiana se interesa por el futuro absoluto o trascendente del hombre y de toda la creación. Pero, ¿Qué relación dice ese futuro al presente histórico o al futuro que se gesta en el presente? De no aclararse esta relación, el futuro escatológico, se puede ver desacreditado, con facilidad, como utopía o evasión alienante de la realidad. Sobre este particular hay que hacer algunas precisiones. Desde el punto de vista cristiano, el futuro escatológico:
-‐ no puede ser ajeno al presente y a las esperanzas intramundanas;
-‐ no puede reducirse sólo al futuro intramundano.
1.3. La impugnación de las futurologías secularistas La secularización del éschaton es consecuencia, desde el punto de vista de la historia de las ideas, de una reducción imanentista de la esperanza bíblica. En la base de las varias escatologías seculares del progreso, del desarrollo, de la evolución,… encontramos una concepción lineal de la historia (una historia orientada al futuro, a lo nuevo, a lo mejor); concepción típica de la Revelación bíblica, que se distancia decididamente de la concepción cíclica del mundo griego y de las otras religiones. Estas escatologías también se alejan de las bíblicas porque rechazan el principio de la trascendencia, sustituyendo el ámbito del Reino de Dios por el del hombre. La fe de la Ilustración en el progreso, que sigue a la conversión del Reino de Dios en el del hombre, se presenta como reducción laica de una Escatología cristiana considerada alineante Ya Kant soñaba
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con un avance imparable de la humanidad, no sólo en el plano del pensamiento, del arte y de la técnica, sino también en el terreno ético. Dicha convicción es ampliamente asumida por las filosofías de la historia de cuño idealistas. Pero fue Marx quien intentó traducir ese convencimiento en una ciencia sobre el devenir histórico. Si en el pasado se creyó que la llave del conocimiento histórico está en posesión de Dios, ahora Marx pone esa llave en manos del hombre. 1.4. Insuficiencia de las utopías seculares del progreso Las Escatología cristiana asume el reto de las escatologías seculares, pero apunta más allá de las mismas. La fe cristiana rechaza semejantes conversiones en utopías seculares del progreso, no sólo por los supuestos en los cuales se apoyan como: racionalismo, materialismo, inmanentismo, sino además por las lagunas que presentan en el mismo plano histórico. El futuro que prometen no está al alcance de todos los hombres. Se pide a la generación presente que se sacrifiquen por una humanidad ideal de la que no se posee ninguna seria garantía y que, incluso en caso de realizarse, no justificaría semejante sacrificio. Estas escatologías seculares no son capaces de compaginar los intereses del individuo con los de la colectividad. El individuo es inmolado a la especie y reducido a mero material de construcción de una humanidad futura. Pero hay que reconocer que estas futurologías han estimulado a la Teología cristiana a profundizar la relación entre esperanza última y esperanzas históricas. Además, hemos de evitar la fácil tentación de criticar estas posturas partiendo de sus fracasos. Nuestra crítica se ha de hacer, por el contrario, en nombre de una esperanza mejor y mayor que la ofrecida por ellas. La esperanza cristiana hace coincidir la meta de los individuos con la de la humanidad entera. No sacrifica la persona a la especie, ni el presente al mañana. Es a la vez personal y universal. Las distintas escatologías intramundanas fracasan inevitablemente frente a la muerte, acontecimiento que trae en jaque a todo serio optimismo. Para ellas es insoluble el enigma Escatología individual / Escatología colectiva. 1.5. Escatología como Teología de la esperanza La Escatología actual se siente interpelada por la cultura laica a dar razón de la esperanza cristiana y a tratar de responder a la acusación de olvidar este mundo. Las respuestas aducidas han sido varias. Las modernas teologías de la esperanza intentan elaborar el nexo entre futuro intramundano y esperanza cristiana, enfrentándose así a las críticas que ven la Escatología cristiana, en clave de alineación o de evasión del compromiso histórico. Las posturas de estas teologías son muy variadas; oscilan entre el entusiasmo por la evolución (diversos teólogos se han mostrado sensibles a la tesis del Cristo omega de la creación, propuesta por Teilhard de Chardin); el compromiso por el futuro histórico (entendido como expresión o edificación anticipada, si bien parcial, del futuro absoluto) y los avisos apocalípticos de quienes, en contraste con un excesivo optimismo humanista, llaman la atención sobre las fuerzas destructoras que actúan en la historia y que invitan a mantener vigilante el sentido de la responsabilidad frente al futuro trascendente.
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2. El lenguaje de la Escatología 2.1. Lenguaje simbólico El lenguaje recibe su significado de la experiencia. Por eso la Escatología sólo puede hablar del futuro partiendo del presente, y de lo desconocido desde lo que nos es conocido. También es verdad que una de las características fundamentales de la experiencia humana es su capacidad de autotrascenderse, pues de no ser así, sería imposible todo progreso, toda superación del presente y toda construcción de un futuro nuevo. Esta capacidad de autotrascenderse se refleja también en el lenguaje, destacándose sobre todo en el lenguaje simbólico que constituye el modo expresivo más afín al mensaje escatológico justamente por su adhesión a la experiencia y por su aptitud para captar la referencia a horizontes estimulantes más vastos. En efecto, en la Escritura las afirmaciones escatológicas usan profusamente el lenguaje simbólico, que ofrece la ventaja de conservar el carácter inefable del éschaton, presentado generalmente con el ropaje multicolor de imágenes de esperanza. 2.2. La imagen El lenguaje más afín a la esperanza es la imagen, sugestiva y abierta a nuevos significados; y no el concepto, que tiende a definir y encerrar la experiencia dentro de límites más precisos y de contornos más nítidos, pero también más angostos. Estas observaciones son de una evidente importancia para la Escatología, que se ocupa del futuro absoluto o trascendente del hombre. 2.3. Analogía Como en todo discurso teológico sobre la trascendencia, la Escatología, que se mueve en la tensión del “ya” y el “todavía no”, entre experiencia actual y aperturas a nuevos horizontes de experiencias, debe recurrir a la doble vía de la afirmación y la negación.
La vía afirmationis se vale de la continuidad entre lo conocido y lo desconocido, entre experiencias actuales y esperanzas futuras, moviéndose en el terreno de la analogía o semejanza en la diversidad. Así, la Escritura se sirve de las experiencias terrenas de felicidad y dolor para anunciar el premio y el castigo eternos. El cristianismo ofrece un sólido fundamento en la figura de Cristo. En la Encarnación, lo eterno se hace temporal, Dios se hace hombre, el presente se hace revelación del futuro. La via negattionis recurre a la diversidad, a la novedad, a la discontinuidad que caracteriza el cumplimiento de la esperanza cristiana. El lenguaje de la apocalíptica prefiere este lenguaje, apoyándose en el supuesto de una total oposición entre el mundo presente y el mundo futuro. Este modo de considerar lo novum no está exento de peligros. Al concebir el éschaton como una realidad preexistente sólo en las manos de Dios, tiende a describirlo como una realidad bien definida en todos los aspectos. La Escatología se convierte en una especie de Geografía del más allá o una “física de los fines últimos (Congar); se la entiende como una especie de reportaje o crónica anticipada de las postrimerías, suscita la curiosidad, la manía de calcular el momento del fin, etc. En una palabra, se pierde el sentido del Misterio y de los límites de nuestro conocimiento del futuro trascendente.
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Por eso es menester recurrir simultáneamente a las dos vías, considerando al símbolo como la mediación propia del discurso escatológico 3. Una esperanza que polariza la vida 3.1. Un camino a recorrer… Una de las imágenes más frecuentes en la Biblia, la Teología, la catequesis y la pastoral, es la de ponerse en camino, la cual expresa un aspecto especial de la vida en general y en particular de la vida de fe y de la Iglesia (Iglesia peregrina). La falta de experiencia itinerante supone quedarse estancado, pérdida del dinamismo vital, tanto en el creyente particular como en la Iglesia. En la perspectiva cristiana la clave de este recorrido la ofrece el Misterio Pascual, que indica la situación de paso de este mundo al Padre y la meta ya alcanzada, anticipada para nosotros en Cristo resucitado. Se trata de un viaje a la luz inicial de la fe y de la esperanza. La tentación más frecuente en nuestra época secularizada es la de fijarse de tal modo en el camino que se pierda de vista la meta. También en la Iglesia y en la vida cristiana es posible ceder a la tentación de Marta (Jesús alaba a María por haber escogido la mejor parte, y nadie se la quitará ( Lc 10, 41-‐42), a un cierto activismo eficiente deudor de una errónea comprensión de la expresión “Dios tiene necesidad de los hombres”. La oración y contemplación son necesarias para mantener despierta en nosotros la percepción de la meta. 3.2. Pero no de cualquier modo Otra tentación muy frecuente en el pasado, era concentrarse de tal forma en la meta que el camino perdía su importancia. La espiritualidad monástica de la huida del mundo, entendida sobre el fondo platónico del menosprecio de las realidades materiales y terrestres, terminaba realmente desestimando la creación y privando de parte de su carácter concreto a la salvación, que no actúa en la estratosfera de un “sobrenatural” mal entendido, sino en lo concreto de la creación.. Hoy en día también cedemos a esta tentación, en medio de nuestras grandes metrópolis, cuando nos encerramos dentro de nosotros mismos o de nuestras comunidades, sin prestar atención a las llamadas de ayuda material y espiritual que llegan de todas partes. Nuestra fe no nos invita a la huida, sino todo lo contrario, al gozoso compromiso en el mundo. Compromiso que no nos hace extraños a las esperanzas y a las auténticas conquistas de los hombres, sino que invita a compartir cuanto de positivo haya podido conseguir al hombre. En este sentido el texto de Pablo a los Filipenses (4, 4-‐8), se puede considerar la carta magna del humanismo cristiano que se rige por una espiritualidad escatológica que permite gustar por anticipado lo eterno en el tiempo; que también invita a caminar por valles tenebrosos con la mirada puesta en la cima; que procura atravesar los túneles más oscuros gracias a los ojos de la fe iluminados por Dios; que nos empuja a celebrar a Dios en la caducidad del mundo:
“Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que todo el mundo os conozca por vuestra bondad. El Señor está cerca. Que nada os angustie; al contrario, en cualquier situación presentad vuestros deseos a Dios orando, suplicando y dando gracias. Y la paz de Dios, que supera cualquier razonamiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos por medio de Cristo Jesús. Por último, hermanos, tomad en consideración todo lo que hay de verdadero, de noble, de justo, de limpio, de amable, de laudable, de virtuoso y
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de encomiable” 3.3. … con el espíritu de las Bienaventuranzas El significado escatológico del “santo viaje” que el creyente, tanto particular como eclesialmente, está llamado a realizar en este mundo, se resuelve en la aparente paradoja de las bienaventuranzas evangélicas. Esta paradoja, que siempre ha existido, hoy parece resaltar más que nunca por los mensajes que la sociedad de bienestar trasmite a sus ciudadanos. Esta sociedad proclama dichosos a los ricos, a los poderosos, a los que gozan, a los afortunados, a los astutos, a los que se ensalzan y tienen éxitos. Es el triunfo de la lógica del egoísmo. Frente a esta lógica propone la lógica del Reino, donde son dichosos los pobres, los afligidos, los perseguidos, los mansos, los misericordiosos, los puros de corazón, los que trabajan por la paz. (Mt 5, 1-‐12; Lc 6, 20-‐26). Vivir las bienaventuranzas no significa de ninguna manera huir de la historia, sino invertir su lógica, abrir nuevos caminos, demostrando que es posible una historia basada en el amor que, a ejemplo de Cristo, no se rinde ni cede a compromisos con el pecado (en este contexto es donde se puede hablar de una bienaventuranza de los perseguidos, de los que lloran). 4. Una esperanza que da sentido a la historia La Escatología cristiana indica una meta que trasciende la historia, pero es a la vez tiempo inmanente a ella como télos suyo providencial. Esta convicción está implícita en la doctrina bíblica de la creación y de la historia, orientadas a un cumplimiento querido y garantizado por Dios; pero de un Dios que solicita la cooperación de sus criaturas. La concepción lineal y teleológica del tiempo, subyacente a toda la Revelación, encuentra su modo de expresión en los textos neotestamentarios en los cuales se anuncia el cristocentrismo de toda la creación: Jn 1, 1ss; Col 1, 15-‐21, Ef. 1, 1-‐10; Heb 1, 1ss. 4.1. Cristo: punto Omega de la evolución Esta perspectiva, recogida por Irineo bajo la óptica de la recapitulación de todas las cosas en Cristo en el marco de una cosmovisión estática, ha sido replanteada en el siglo XX, por la obra de Teilhard de Chardin. Su cosmovisión evolutiva, a la vez que nos presenta a Cristo como el punto Omega hacia el que converge la creación, nos recuerda la fecundidad histórica de la tendencia escatológica. El estudio de esta visión se concentra más en el futuro que en el pasado. A la pregunta ¿A dónde va el universo?, Teilhard de Chardin responde esbozando las grandes etapas de un camino evolutivo (hilogénesis, biogénesis, antropogénesis, cristogénesis), guiado por la ley de progresiva complejidad de las estructuras (es la cara externa de la evolución) y por el correspondiente crecimiento de la conciencia o espiritualización (cara interna). Este camino, aunque pueda parecer casual, visto desde abajo, en la perspectiva de la fe, ha de ser comprendido como la polarización coherente de la creación hacia Cristo-‐Omega, cumplimiento trascendente e inmanente a la vez, de la creación. En este camino la humanidad, repitiendo la dinámica de las precedentes fases evolutivas, superado el momento de la “individualización” (el modelo egocéntrico, reflejado en la práctica y en las ideologías individualistas), está destinada a entrar en una fase de convergencia o superhominización; fase en la que el hombre sentirá que puede realizarse no ya en la lucha, sino en la comunión con los otros. Se perfila así una humanidad que verá caer las barreras del sexo, nacionalidad, raza, etc. , erigidas en la fase precedente y que comenzará a comprender la fecundidad histórica del amor. El modelo de esta nueva humanidad es Cristo, el hombre que se realizó en la total donación al Padre y a los hermanos. La cristogénesis es justamente la génesis de esta nueva humanidad cristiforme.
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El futuro del hombre y del mundo, ya está trazado en Cristo resucitado, que descubre el sentido de nuestro ayer, de nuestro hoy y de nuestro mañana. En esta cosmovisión, Teilhard, encuentra natural unir creación y salvación, naturaleza y gracia, mundo e Iglesia, fe y razón, acción y contemplación, amor a la tierra y amor al cielo, compromiso en el mundo (trabajo, ciencia, técnica, arte…) y compromiso por el Reino. El núcleo del humanismo crístico de Teilhard, es el de una religión de la tierra y de la vida que transfigura la realidad y que transforma la conciencia humana en un éxtasis ante lo divino, ambiente omnipresente. 5. Una esperanza que urge al compromiso terreno La cosmovisión de Teilhard, con su optimismo cristocéntrico, representa una aportación estimulante para superar la tradicional (al menos en Occidente) interpretación hamartiocéntrica (centrada en el pecado), y por tanto pesimista, de la condición humana. Interpretación que, además de constituir un notable obstáculo para el diálogo con la cultura moderna, pues ésta presenta como dogma la confianza del hombre en sí mismo, es injusta con la antropología bíblica cuyo punto de partida no es el pecado como dato fundamental, sino la creación entendida como llamada al diálogo con Dios, es decir, a la salvación. 5.1. El valor escatológico Será justamente la referencia a la creación en su relación con la salvación lo que haga de fundamento, desde la última guerra mundial, a las diversas teologías de las realidades terrenas (trabajo, ciencia, técnica, arte, cultura, materia, ecología, sexualidad, juego, tiempo libre,… ); Teologías que tienden a justificar el compromiso histórico del cristiano en una perspectiva Cristocéntrica que une coherentemente creación y salvación histórica y escatológica. En esta perspectiva han surgido las diversas Teologías de la actividad humana, de la secularización, Teologías políticas, de la liberación, de la esperanza,… Es mérito de estas Teologías, haber superado la concepción puramente instrumental dominante en el pasado: las realidades terrenas, cuando no constituían un peligro para la salvación del alma, tenían un significado meramente instrumental. Uno de los primeros frutos fue el Decreto sobre el apostolado de los laicos del Vaticano II: “Apostolicam Actuositatem”, en el que se puede leer: “todo lo constituye el orden temporal: bienes de la vida y de la familia, la cultura, la economía, las artes y las profesiones, las instituciones de la comunidad política, las relaciones internacionales y otras realidades semejantes, así como su evolución y progreso, no son solamente medios para el fin último del hombre, sino que tienen, además, un valor propio puesto por Dios en ellos”. 5.2. Escatologismo y Encarnacionismo Era inevitable que el desplazamiento del péndulo teológico desde el pesimismo hamartiocéntrico al optimismo cristocéntrico provocase algunos excesos en los pioneros del cambio, y la reacción crítica de los defensores del enfoque precedente. Por eso, durante algún tiempo, se ha mantenido una útil polémica clarificadora bajo las banderas del Escatologísmo (Aubert, Bouyer, Daniélou,…), que subrayaba la homogeneidad entre los esfuerzos del hombre y la salvación que viene de Dios y, por tanto, la irrelevancia de las realizaciones humanas para la edificación del Reino; y del
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Encarnacionismo (Thils, Chenu, Congar,…), que sostenía la tesis opuesta: Las realizaciones humanas participan en la formación del Reino de los cielos y se establece una relación entre el obrar actual humano y el mundo futuro. La Gaudium et Spes además del citado decreto sobre el apostolado de los laicos, optará resueltamente por la tesis encarnacionista. 6. Una esperanza que compromete a la Iglesia en el mundo por el Reino El significado escatológico del compromiso histórico con su problemática respectiva se perfila sobre la compleja relación entre Iglesia, mundo y Reino. Una correcta correlación de los mismos pone de manifiesto no sólo el carácter misionero de la Iglesia, sino también su vocación a trabajar por el futuro del mundo desde la perspectiva del Reino. 6.1. El Reino como horizonte escatológico de la Iglesia y del mundo La Iglesia anticipa el Reino en medio del mundo. La Iglesia es sacramento y primicia del Reino, afirma el Concilio Vaticano II en Lumen Gentium 5, asegurando así la unidad y la distinción entre ambas realidades. La Iglesia es la realización anticipadora y sacramental del Reino de Dios en el mundo. Por tanto, el mundo hay que verlo como el espacio donde el Reino se hace realidad histórica. La Iglesia es Ella Misma mundo; la parte del mundo “conscientemente cristificada”, como se expresaba Teilhard de Chardin. La abolición de la diferencia entre la Iglesia y el Reino, puede llevar al humanismo eclesiocéntrico, al integrismo, al inmovilismo, al tradicionalismo, a la confusión entre lo humano y lo divino, entre lo eterno y lo histórico. No menos peligroso resulta el debilitamiento de la distinción entre Iglesia y mundo que conduce a la mundanización de la Iglesia, al temporalismo, al secularismo, a la competencia por el poder con las cifras de este mundo. En efecto, una Iglesia centrada en sí misma y sin relación con el mundo y el Reino de Dios acarrea todos los males del eclesiocentrismo: aislamiento, esterilidad histórica, falta de compromiso histórico, sobrenaturalismo, además de aquellos que se derivan del monofisismo Eclesiológico. 6.2. Trascendencia e inmanencia del Reino El modo de entender la relación de la Iglesia con el Reino, siempre ha suscitado en Ella, decisiones y actitudes que afectan a su relación con el mundo. Cuando se acentúa unilateralmente la trascendencia del Reino, como en el Escatologísmo, se tiende a separar la Iglesia del mundo, refugiándose en la pura contemplación y en la espera del Reino que vendrá. Cuando se subraya la inmanencia del Reino, como en cierto encarnacionismo unilateral, haciendo coincidir el Reino con la Iglesia, se tiende a una visión eclesicéntrica del Evangelio y de la historia y a una intervención triunfalista de la Iglesia en los asuntos del mundo. Además la identificación de la Iglesia con el Reino impide a Esta descubrir todos los demás signos del Reino que se manifiestan en el mundo, tanto en las otras religiones como en los diversos sectores de la historia. Cuando se tienen simultáneamente presentes la trascendencia e inmanencia del Reino y se considera
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a la Iglesia como el signo y sacramento del Reino en el mundo, como su germen y semilla arrojada en la tierra, llamada toda Ella a participar en el crecimiento del Reino, se mira entonces el mundo como lugar de salvación, no como enemigo. Se encamina al mundo para anunciar y llevar la salvación, a la que está originariamente destinado por Dios, aunque sea víctima del pecado. Pero al mismo tiempo, debido precisamente a esta presencia del mal y del pecado, se ejerce una función crítica de la Iglesia frente al mundo. La fe en la trascendencia del Reino debe impedir por parte de la Iglesia cualquier forma de adhesión acrítica a las ideologías mundanas. 6.3. La Iglesia y el mundo La relación Iglesia-‐mundo, está rodeada de prejuicios mutuos. La noción de mundo es bastante ambigua porque entraña dos referencias opuestas: la creación, elemento positivo y el pecado, elemento negativo. La Biblia señala esta ambigüedad al hablar del mundo, tanto en referencia a la creación como al pecado. Para relacionar ambos aspectos puede decirse que el mundo es la creación caída, necesitada de redención y de un cumplimiento escatológico. La época prenicena une a la visión sustancialmente positiva del mundo, como creación modelada por el Lógos (Justino) y ordenada a Cristo (Ireneo), la calificación negativa del mundo socio-‐político, que persigue a los cristianos. La Era constantiniana es testigo de una primera alianza entre Iglesia y mundo, pero sin perder el sentido de la ambigüedad del mundo, lo que es evidente sobre todo en el monaquismo. No obstante, a partir de esta época se perfila el peligro de una mundanización de la Iglesia. La Edad Media, simplificando la perspectiva agustiniana de la ciudad de Dios, tiende a identificar sin reservas la Iglesia con el Reino, considerándola como única madre y maestra del mundo. Así, en la Iglesia, el mundo es la “ciudad del maligno”. Por lo demás, en este período si se exceptúa el mundo islámico, considerado como diabólico y enemigo, no existe un mundo exterior opuesto a la Iglesia. La dicotomía se desplaza entonces al interior de la societas cristiana, al conflicto entre autoridad religiosa y autoridad civil: el problema de la relación entre ambos poderes. La problemática teológica más radical de la relación entre Iglesia y mundo se reduce a una controversia jurídica. En este clima se tiende a acentuar la distinción entre Iglesia docente e Iglesia discente y entre clérigos y laicos, según la tesis del jurista Graciano de los duo genera christianorum. Hay dos órdenes de cristianos: los clérigos, llamados a gobernar y enseñar, y los laicos, llamados a obedecer y a aprender. La época moderna, con el proceso de secularización, desactiva el antagonismo entre los poderes, religiosos, y civil, volviéndose, al mismo tiempo, problemática, la situación del laicado en el ámbito estrictamente intraeclesial. El fin de la postura reticente de la Iglesia frente a la sociedad civil, la valoración positiva que se tiene del mundo desde la perspectiva del Reino de Dios, así como la recuperación de la dignidad y misión del laico en la Iglesia, son ya una realidad en nuestros días. El Vaticano II parte en la Gaudium et Spes del concepto del mundo como creación que, a pesar del pecado que hay en ella, está destinada a su realización en Cristo. Será la Iglesia la que como semilla
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del Reino (que abarca la Iglesia y el mundo) actúe en el mundo anunciando a Cristo con palabras y hechos. 7. La esperanza escatológica en el Concilio Vaticano II El Vaticano II aborda el tema de la tensión escatológica de la Iglesia en sus dos constituciones dogmáticas fundamentales Lumen Gentium y Gaudium et Spes, reflejándose en ellas la insuprimible dialéctica entre el “todavía no”, subrayado la primera y el “ya”, acentuado en la segunda. 7.1. La “Lumen Gentium” y el acento en la meta trascendente La Iglesia como camino hacia el Reino de Dios. La Eclesiología de comunión de la Lumen Gentium, obliga a superar el modelo institucional que, entre otras cosas, no facilitaba una correcta valoración de la tensión escatológica, confinada en la esfera personal, sin involucrar adecuadamente la esfera institucional. De este modo, era el creyente particular necesitado de continua conversión, no la institución, que tendía así a mantenerse en un cierto inmovilismo conservador. En cambio, el viaje escatológico del Vaticano II, induce a considerar a toda la Iglesia, incluso en su aspecto institucional, en statu vitae, en continua peregrinación hacia la meta. Meta (Cristo resucitado) que es a la vez inmanente y trascendente, presente y futura. La Iglesia es considerada entonces no ya como intocable monumento del Reino de Dios, sino como su sacramento histórico, como realidad en camino hacia una plenitud que sólo ha sido alcanzada en Cristo, su Cabeza. En cuanto parte del mundo, consciente de su implicación en el Misterio de la salvación realizada por Cristo, la Iglesia se siente perennemente misionera no sólo en el mundo no cristiano, sino también hacia Ella Misma, hacia su interior. Una Iglesia perennemente necesitada de conversión (Ecclesia semper reformanda), con independencia del nombre que se dé: actualización, cambio, vuelta a los orígenes, etc. En la Lumen Gentium, la óptica escatológica sigue siendo estrictamente religiosa y ordenada a la trascendencia; la atención está dirigida más a la meta que al camino; y si mira a un camino, se trata del ascético o, en todo caso, religioso. De ahí las afirmaciones principales:
Existe una comunión real entre la Iglesia terrestre y la celeste. (c. VII); la profesión de los consejos evangélicos es preparación y signo de la vida futura (c. VI); a la jerarquía le incumbe guiar a los hombres hacia la patria celestial (c. III); la Liturgia anticipa el futuro definitivo.
La referencia a la común vocación a la santidad (c. V) y la indicación de María como tipo y modelo de la Iglesia (c. VIII) amplían, no obstante, la perspectiva escatológica a todos los creyentes, si bien preferentemente en la óptica del “todavía no”. No hay que olvidar además el c. IV sobre la función de los laicos en la Iglesia, donde se alude al significado del compromiso secular en función (¿o sólo en espera?) de la parusía, perspectiva que desarrollará la Gaudium et Spes.
7.1. La “Gaudium et Spes” y el acento en el camino: compromiso histórico y construcción del Reino La Iglesia colabora en la construcción del mundo desde la perspectiva del Reino de Dios.
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El Vaticano II completa la perspectiva de la Lumen Gentium con la doctrina expuesta en la primera parte de la Gaudium et Spes, donde encuentra eco autorizado el esfuerzo de buena parte de la Teología reciente de las realidades terrenas por unir creación y salvación, naturaleza y gracia, esfuerzo histórico y esfuerzo ascético, en la perspectiva unificadora del Reino. La doctrina de esta constitución, es afirmar decididamente la unidad del designio de Dios sobre el hombre y sobre la historia religiosa y profana, es consecuencia del intento esforzado y estimulante de insertar a la Iglesia en la labor de crecimiento del mundo, en el que vive y del que forma parte e implicándose en sus problemas. La Gaudium et Spes, concluye el capítulo sobre la actividad humana en el universo (c. 3); con un párrafo sobre “tierra nueva y cielo nuevo” ( nº 39) en el que con gran claridad, se ponen en relación los esfuerzo por un mundo intramundano y los contenidos de la esperanza escatológica, subrayando la dialéctica entre continuidad (o no-‐identidad) entre el futuro histórico y el definitivo. Por un lado, el texto advierte continuidad y correspondencia: quedará no sólo el amor, sino todo lo que es fruto del mismo. Los elementos de crecimiento de la familia humana y la intensificación de relaciones y acuerdos internacionales “ofrece una cierta prefiguración que permite vislumbrar un mundo nuevo”, el mundo futuro, objeto de la esperanza cristiana. Los frutos de nuestros esfuerzos auténticamente constructivos no sólo serán resarcidos por Dios como prueba de nuestra buena voluntad, sino que los encontraremos en el Reino de Dios una vez alcanzado su cumplimiento. Pero al mismo tiempo, el documento subraya la discontinuidad, la figura de este mundo pasa. El hombre podría ganar todo el mundo y perderse él mismo. El progreso terreno puede ser asumido en la realización del Reino de Dios, pero no se identifica con él. Hay una diferencia entre las utopías sociales y políticas seculares y la esperanza cristiana. Las primeras esperan un hombre nuevo y una tierra nueva como resultado de luchas y procesos sociales y políticos, como fruto exclusivo del esfuerzo humano. En cambio, la segunda espera la plena realización de la humanidad con la intervención del poder transformador de Dios, aunque ese poder puede valerse de la colaboración humana. Por eso, la esperanza cristiana es fuente de proyectos históricos críticos y constructivos, sin identificarse con los simples productos de la historia. Esa esperanza mantiene a la Iglesia alejada tanto de un ingenuo en el progreso como de la indiferencia frente al desarrollo social y al trabajo por la justicia, la paz y la liberación del hombre. Considerando la creación como primera revelación de Dios, la Gaudium et Spes, estimula todos aquellos esfuerzos que lleva a cabo el hombre para conocer la naturaleza y humanizarla, ofreciendo así una clave de valoración positiva, y a la vez crítica, de la cultura, de la ciencia y de todas las conquistas auténticas del progreso, pero sin olvidar las sombras que el pecado proyecta sobre ellas. Se abre así espacio para un fructífero diálogo entre fe y cultura, sentando las bases para un compromiso de promoción humana que convoca a todos los hombres de buena voluntad. Desde esta nueva realidad se ha abierto en el posconcilio un fecundo debate sobre el papel del laico en la Iglesia y sobre todo la espiritualidad del cristiano comprometido en el mundo. En resumen, “La esperanza escatológica cristiana representa un justo medio entre dos extremos: el espiritualismo dualista, para el cual el mundo es malo y debe ser destruido, y el espiritualismo monista, que ve en el cosmos una fuente de progreso permanente e inmanente y sueña con una humanidad prometeica, capaz de llegar por sí misma al vértice de su consumación. Frente a la tesis espiritualista, el cristiano cree que el mundo y el progreso no están consagrados a la destrucción, sino a una última y única promoción. Frente a la utopía del progreso indefinido, el cristiano sostiene que la consumación supera las virtualidades inmanentes, no viene ni por evolución técnica ni por
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revolución social; es un don de Dios” (J. L. RUIZ DE LA PEÑA, La pascua de la creación, BAC, MADRID 1996, 192.) 8. Los laicos y el compromiso terreno El compromiso histórico es el carácter propio y secular de los laicos. La perspectiva escatológica del Vaticano compromete a toda la Iglesia: Clero, religiosos y laicos, en la edificación del Reino de Dios ya en este mundo. En el pasado y durante muchos siglos, el acento en la trascendencia del Reino llevó a dar la preferencia en la espiritualidad eclesial al modelo monástico, al que se unieron clero y laicos (piénsese en las órdenes terceras). En esta perspectiva, el laico, en cuanto cristiano en el mundo, sólo podía figurar como un cristiano en permanente riesgo, un miembro de la Iglesia de segunda categoría. En el período postridentino tampoco cambiaron mucho las cosas cuando se impuso el modelo clerical. A la tendencia monacal del clero y de los laicos sucede la de la clericalización de los religiosos y los laicos. Si acaso, en esta última situación se desarrolla para el laico un ideal menos contemplativo y más activo. Pero la actividad es vista exactamente según el modelo clerical, como actividad auxiliar de la labor pastoral del clero. En este espíritu nace también la acción católica. Sólo en nuestros días se impone la conciencia de un papel propio de los laicos, distinto del religioso y clerical, El Vaticano II, supera la definición negativa del laico (como “no clérigo”), presentándolo como cristiano comprometido en el mundo, en virtud del Bautismo. La Lumen Gentium, ofrece una primera indicación al respecto, al declarar que “el carácter secular es propio y peculiar de los laicos… Por propia vocación corresponde a los laicos tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios” (nº 31). En esta línea se sitúan el Decreto conciliar sobre el apostolado de los laicos y el Documento de Puebla, para el cual “el laico es un hombre de la Iglesia en el corazón del mundo, y es hombre del mundo en el corazón de la Iglesia”. La reflexión hecha después del Concilio ha puesto de manifiesto la condición laica como valor básico y común de la Iglesia (que es toda Ella, Pueblo de Dios), valor dentro del cual adquiere significado también el papel ministerial del clérigo. Se perfila así una función del laico distinta y complementaria de la del clero y los religiosos. Pablo VI en Octogésima Adveniens, precisa: “Los laicos deben asumir como cometido suyo la renovación del orden temporal. Si el oficio de la jerarquía es enseñar e interpretar de modo auténtico los principios morales que se han de seguir en este campo, a ellos les incumbe, a través de su libre iniciativa y sin esperar pasivamente consignas o directrices, penetrar de espíritu cristiano la mentalidad y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad”. 9. Futuro intramundano y esperanza escatológica en las modernas teologías Las posiciones de la Teología contemporánea sobre este tema, son muy diversas, y reflejan la dificultad de conjugar la continuidad y discontinuidad entre la esperanza escatológica y las esperanzas históricas.
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9.1. La recuperación de la continuidad: Bultmann, Teilhard de Chardin, Metz y Teología de la liberación La Teología de inspiración neoescolástica tendía a considerar los éschata como obra exclusiva de Dios, sin otra relación que la ético-‐religiosa con la actividad terrena del hombre. En esta posición subyace una visión pesimista de la historia, que genera un cierto desinterés del creyente por el progreso técnico y social. Desde una perspectiva muy distinta, también el teólogo protestante R. Bultmann, llega a un pesimismo análogo con su interpretación existencial de la escatología (concentración en el presente y en el individuo: lo escatológico está en el presente. La historia del mundo no tiene nada que ver con la historia de la salvación). Contra este desinterés hacia la historia reaccionó Teilhard de Chardin, intentando con su evolucionismo cristocéntrico enlazar el amor al cielo con el amor a la tierra, y mostrando el significado cristiano del compromiso por la construcción de un mundo conforme con el proyecto divino. El amor a la tierra no está en contradicción con el amor al cielo, porque la tierra es ya materia del Reino, y el compromiso histórico no es objetivamente ajeno a él. La idea de una creación continua, apuntando a la recapitulación final de todas las cosas en Cristo, le lleva a considerar el cosmos como ámbito divino, y la actividad humana como cooperación responsable con la actividad creadora de Dios y con la realización de su proyecto sobre la historia. En la misma dirección se mueve la Teología de la esperanza de J. Moltmann, como Teilhard, Moltmann considera la fe cristiana vinculada con la esperanza de este mundo. Pero, a diferencia de él, basa esa esperanza únicamente en la fidelidad de Dios y en sus promesas, no en indicaciones sugeridas por la evolución, y, por tanto, de algún modo inscritas en la creación. En todo caso se recupera la relación entre Escatología e historia, tan decisiva en la Biblia, pero debilitada por la sucesiva tradición cristiana. Esa relación la resume Metz en el concepto de “reserva escatológica”: la esperanza cristiana le permite al creyente abrirse a un horizonte ultramundano, y al mismo tiempo juzgar la historia y las realizaciones parciales de las aspiraciones humanas con sentido crítico, denunciando constantemente sus límites y ambigüedades. Esa reserva crítica, señalada por la Teología política de Metz, no significaba, sin embargo, desinterés. Las actividades que realiza el creyente en la historia poseen ya un valor escatológico porque el Reino de los cielos está presente en medio de los hombres. Esto supone el compromiso en el mundo y en la historia para conducirlos en Cristo a su plenitud. Por tanto, ni se pierde de vista la relatividad de las acciones históricas que llevan a cabo los hombres, ni se huye del mundo y de la historia. Frente a las esperanzas humanas, el éshaton cristiano se afirma cono dinamismo crítico capaz de movilizar las energías históricas hacia un continuo éxodo de las condiciones obtenidas. Estos mismos motivos, con acentos más concretos, aparecen en la Teología de la liberación latinoamericana. Se critica la reducción de los conceptos de salvación, Reino de Dios, redención, pecado y gracia ámbito puramente religioso, intentando resaltar sus implicaciones históricas, sociales y culturales. El hecho de subrayar la relación entre salvación y realidad mundana no entraña necesariamente confundirlas. En los teólogos más conspicuos subsiste la dialéctica entre ambos ámbitos. El compromiso por la liberación del hombre de las situaciones concretas de injusticia y explotación forma parte de la realización del Reino, si bien este Reino trasciende las realizaciones
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históricas. 9.2. El reconocimiento de la discontinuidad continuidad: K. Rahner La distancia entre la promesa del Reino y la realidad actual resulta de todas formas innegable. Incluso en un hipotético mundo en el que desaparecieran todas las formas de injusticia y opresión, bastaría la presencia insuprimible de la muerte para borrar todo excesivo optimismo. Por más en serio que se tome el compromiso histórico, nunca se podrá reducir toda la esperanza cristiana a este horizonte. En este sentido, K. Rahner observa que el Reino de Dios es sólo el estímulo continuo de la historia. Su función no es simplemente la de mantener la historia en movimiento, es además, fuerza de renovación histórica porque se sitúa más allá de toda realización histórica, en una esfera garantizada sólo por Dios. En efecto, el horizonte del Reino de Dios descubre una misteriosa autotrascendencia de la historia. Para expresar la relación dialéctica entre el futuro intramundano y el absoluto, K. Rahner, recurre al esquema calcedonense: Ambos futuros no han de separarse ni confundirse. La Escatología no es simple futurología. Pero la misma dinámica de los futuros intramundanos que se abren a horizontes siempre más amplios remite a un futuro absoluto del que no se puede disponer. Recíprocamente, este futuro absoluto puede ser visto como el móvil de todos los esfuerzos intramundanos por construir el futuro. “Con su esperanza absoluta del futuro, el cristianismo guarda al hombre de la tentación de llevar a cabo justificadas aspiraciones intramundanas con tal violencia que cada generación es sacrificada a favor de la siguiente, convirtiéndose el futuro de este modo en moloch ante el cual el hombre real es inmolado por el que nunca se realiza, por el que siempre está pendiente. El cristianismo nos hace entender por qué el hombre conserva su dignidad y su importancia intocable, aún cuando no contribuya perceptiblemente a la aproximación del futuro intramundano” (K. Rahner, Escritos de teología, VI, Taurus, Madrid 1969, 63.). En resumen, la fe en Dios como futuro absoluto del hombre y de la historia exige, a la vez que relativiza, las esperanzas siempre nuevas en un futuro intramundano. 9.3. La esperanza y la cruz: Moltmann y Teilhard de Chardin
La teología de la cruz de Moltmann: La dialéctica entre esperanzas históricas y esperanza escatológica no agota, sin embargo, toda la problemática. Hay que tener presente además el problema de la cruz, íntimamente relacionado con el de la esperanza, aunque más bien descuidado en un primer momento por las teologías del compromiso terreno. Hoy se advierte que las diversas teologías de la esperanza, de la liberación, del progreso, etc., hay que integrarlas con una teología de la cruz. Así lo han visto también autores como Moltmann y Metz, que han terminado recuperando el tema de la cruz, integrándolos en sus teologías: “La teología de la cruz no es otra cosa que el reverso de la teología cristiana de la esperanza (…). Pues la esperanza pascual ilumina no sólo hacia delante el novum desconocido de la historia abierto por ella, sino, al mismo tiempo, de modo retrospectivo sobre los campos llenos de muerte de la historia y en medio de ellos, primariamente, dirige su luz sobre ese crucificado concreto, que aparecía en aquel destello.” (J. Moltmann, El Dios Crucificado, Sígueme, Salamanca 1977 (2ª ed.), 14 y 225.). De hecho, la historia de la esperanza es también historia de sufrimiento. La cruz de Cristo es símbolo de esperanza también ante la catástrofe histórica y ante la muerte. Más no se trata aquí de volver la visión resignada y pesimista de cierto pasado, sino del tránsito al vigoroso optimismo del que sufre luchando contra el mal, las injusticias y los sufrimientos al servicio de una esperanza que triunfa también en la aparente derrota histórica del que lucha. Es la esperanza en un triunfo nuevo, pero
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que debe surgir gracias a la muerte del mundo viejo; historia de esperanza, aunque también historia de sufrimiento. La fe en Cristo crucificado y resucitado permite conservar la esperanza incluso ante los fracasos históricos, y lleva a mantener el compromiso por un mundo mejor, a pesar de esos aparentes fracasos.
Optimismo de Teilhard de Chardin: Esta perspectiva está presente también en Teilhard de Chardin, sospechoso de ser el paladín de un optimismo acrítico, que habría contagiado a las modernas teologías de las realidades terrenas. En realidad, el optimismo de Teilhard no es en absoluto ingenuo. La esperanza de superar la tragedia, cuya amenaza percibe con clarividencia, es justamente lo que le lleva a acentuar los aspectos positivos de la evolución, considerando el dolor como realidad engullida por la victoria de Cristo. La cruz de Cristo no es símbolo de un juicio negativo de Dios sobre la creación, sino la experiencia más sublime y fecunda de la coherencia de una promesa que no se detiene ni siquiera ante la muerte. La muerte de Cristo es justamente la que realiza la decisiva metamorfosis, a través de la cual Dios recupera nuestras mismas pasividades y nos conduce a la plenitud de la vida.