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Unidad 3: La filosofía en Grecia Prof: Felicitas María Pratto
12. -PLATÓN. “La defensa de Sócrates”
PRIMERA PARTE. DEFENSA DE SÓCRATES
Introducción
17a
¡Ciudadanos atenienses! Ignoro qué impresión habrán despertado en vosotros las palabras
de mis acusadores. Han hablado de forma tan seductora que, al escucharlas, casi han
conseguido deslumbrarme a mí mismo.
Cualidades de orador
Sin embargo, quiero demostraros que no han dicho ninguna cosa que se ajuste a la realidad.
Aunque de todas las falsedades que han urdido, hay una que me deja lleno de asombro: la
que dice que tenéis que precaveros de mí y no dejaros embaucar, porque soy una persona
muy hábil en el arte de hablar.
17b
Y ni siquiera la vergüenza les ha hecho enrojecer ante la sospecha de que les voy a
desenmascarar con hechos y no con unas simples palabras. A no ser que ellos consideren
orador habilidoso al que sólo dice y se apoya en la verdad. Si es eso lo que quieren decir,
gustosamente he de reconocer que soy orador, pero jamás en el sentido y en la manera
usual entre ellos. Aunque vuelvo a insistir en que poco, por no decir nada, han dicho que sea
verdad.
17c
Y, ¡por Zeus!, que no les seguiré el juego compitiendo con frases redondeadas ni con bellos
discursos bien estructurados, como es propio de los de su calaña, sino que voy a limitarme a
decir llanamente lo primero que se me ocurra, sin rebuscar mis palabras, como si de una
improvisación se tratara, porque estoy tan seguro de la verdad de lo que digo, que tengo
bastante con decir lo justo, de la manera que sea. Por eso, que nadie de los aquí presentes
espere de mí, hoy, otra cosa. Porque, además, a la edad que tengo sería ridículo que
pretendiera presentarme ante vosotros con rebuscados parlamentos, propios más bien de
los jovenzuelos con ilusas aspiraciones de medrar.
Estilo del alegato
Tras este preámbulo, debo haceros, y muy en serio, una petición. Y es la de que no me exijáis
que use en mi defensa un tono y estilo diferente del que uso en el ágora, curioseando las
mesas de los cambistas o en cualquier sitio donde muchos de vosotros me habéis oído. Si
estáis advertidos, después no alborotéis por ello.
Filosofía 2
17d
Pues ésta es mi situación: hoy es la primera vez que en mi larga vida comparezco ante un
tribunal de tanta categoría como éste. Así que —y lo digo sin rodeos— soy un extraño a los
usos de hablar que aquí se estilan. Y si en realidad fuera uno de los tantos extranjeros que
residen en Atenas, me consentiríais, e incluso excusaríais el que hablara con la expresión y
acento propios de donde me hubiera criado.
18a
Por eso, debo rogaros, aunque creo tener el derecho a exigirlo, que no os fijéis ni os
importen mis maneras de hablar y de expresarme (que no dudo de que las habrá mejores y
peores) y que, por el contrario, pongáis atención exclusivamente en si digo cosas justas o no.
Pues, en esto, en el juzgar, consiste la misión del juez, y en el decir la verdad, la del orador.
Así, pues, lo correcto será que pase a defenderme. En primer lugar, de las primeras
acusaciones propaladas contra mí por mis antiguos acusadores; después pasaré a contestar
las más recientes.
Las primeras acusaciones
18b
Todos sabéis que, tiempo ha, surgieron detractores míos que nunca dijeron nada cierto, y es
a éstos a los que más temo, incluso más que al propio Anito y a los de su comparsa, aunque
también ésos sean de cuidado. Pero lo son más, atenienses, los que tomándoos a muchos de
vosotros desde niños os persuadían y me acusaban mentirosamente diciendo que hay un tal
Sócrates, sabio, que se ocupa de las cosas celestes, que investiga todo lo que hay bajo la
tierra y que hace más fuerte el argumento más débil. Éstos, son, de entre mis acusadores, a
los que más temo, por la mala fama que me han creado y porque los que les han oído están
convencidos de que quienes investigan tales asuntos tampoco creían que existan dioses.
18c
Y habría de añadir que estos acusadores son muy numerosos y que me están acusando
desde hace muchos años, con la agravante de que se dirigieron a vosotros cuando erais
niños o adolescentes y, por ello, más fácilmente manipulables, iniciando un auténtico
proceso contra mí, aprovechándose de que ni yo, ni nadie de los que hubieran podido
defenderme, estaban presentes.
Los acusadores anónimos
18d
Y lo más desconcertante es que ni siquiera dieron la cara, por lo que es imposible conocer
todos sus nombres, a excepción de cierto autor de comedias. Ésos, pues, movidos por
envidias y jugando sucio, trataron de convenceros para, que una vez convencidos, fuerais
persuadiendo a otros. Son, indiscutiblemente, difíciles de desenmascarar, pues ni siquiera es
posible hacerles subir a este estrado para que den la cara y puedan ser interrogados, por lo
Filosofía 3
que me veo obligado, como vulgarmente se dice, a batirme contra las sombras y a refutar
sus argumentos sin que nadie me replique.
18e
Convenid, pues, conmigo, que dos son los tipos de acusadores con los que debo
enfrentarme: unos, los más antiguos, y otros, los que me han acusado recientemente. Por
ello, permitidme que empiece por desembarazarme primero de los más antiguos, pues
fueron sus acusaciones las que llegaron antes a vuestro conocimiento y durante mucho más
tiempo que las recientes. Aclarado esto, es preciso que pase a iniciar mi defensa para
intentar extirpar de vuestras mentes esa difamación que durante tanto tiempo os han
alimentado, y debo hacerlo en tan poco tiempo como se me ha concedido.
19a
Esto es lo que pretendo con mi defensa, confiado en que redunde en beneficio mío y en el
vuestro, pero no se me escapa la dificultad de la tarea. Sin embargo, que la causa tome los
derroteros que sean gratos a los dioses. Lo mío es obedecer a la ley y abogar por mi causa.
19b
Remontémonos, pues, desde el principio para ver qué acusación dio origen a esta mala fama
de que gozo y que ha dado pie a Meleto para iniciar este proceso contra mí.
El origen de la mala fama
Imaginémonos que se tratara de una acusación formal y pública y oímos recitarla delante del
tribunal: "Sócrates es culpable porque se mete donde no le importa, investigando en los
cielos y bajo la tierra. Practica hacer fuerte el argumento más débil e induce a muchos otros
para que actúen como él".
19c
Algo parecido encontraréis en la comedia de Aristófanes, donde un tal Sócrates se pasea por
la escena, vanagloriándose de que flotaba por los aires, soltando mil tonterías sobre asuntos
de los que yo no entiendo ni poco ni nada. Y no digo eso con ánimo de menosprecio, no sea
que entre los presentes haya algún aficionado hacia tales materias y lo aproveche Meleto
para entablar nuevo proceso contra mí, por tan grave crimen.
19d
La verdad es, oh, atenienses, que no tengo nada que ver con tales cuestiones. Y reto a la
inmensa mayoría para que recordéis si en mis conversaciones me habéis oído discutir o
examinar sobre tales asuntos; incluso, que os informéis los unos de los otros, entre todos los
que me hayan oído alguna vez, y publiquéis vuestras averiguaciones. Y así podréis
comprobar que el resto de las acusaciones que sobre mí se han propalado son de la misma
calaña.
Filosofía 4
Referencia a los sofistas
Pero nada de cierto hay en todo esto, ni tampoco si os han contado que yo soy de los que
intentan educar a las gentes y que cobran por ello; también puedo probar que esto no es
verdad.
19e
Y no es que no encuentre hermoso el que alguien sepa dar lecciones a los otros, si lo hacen
como Gorgias de Leontinos o Pródicos de Ceos o Hipias de Élide, que van de ciudad en
ciudad, fascinando a la mayoría de los jóvenes y a muchos otros ciudadanos, que podrían
escoger libremente y gratis la compañía de muchos otros ciudadanos y que, sin embargo,
prefieren abandonarles para escogerles a ellos para recibir sus lecciones, por las que deben
pagar y, aún más, quedarles agradecidos.
20a
Y me han contado que corre por ahí uno de esos sabios, natural de Paros, que precisamente
ahora está en nuestra ciudad. Coincidió que me encontré con el hombre que más dinero se
ha gastado con estos sofistas, incluso mucho más él solo que todos los demás juntos. A éste
—que tiene dos hijos, como sabéis— le pregunté:
20b
—Calias, si en lugar de estar preocupado por dos hijos, lo estuvieras por el amaestramiento
de dos potrillos o dos novillos, nos sería fácil, mediante un jornal, encontrar un buen
cuidador: éste debería hacerlos aptos y hermosos, según posibilitara su naturaleza, y seguro
que escogerías al más experto conocedor de caballos o a un buen labrador. Pero, puesto que
son hombres, ¿a quién has pensado confiarlos? ¿Quién es el experto en educación de las
aptitudes propias del hombre y del ciudadano? Pues me supongo que lo tienes todo bien
estudiado, por amor de esos dos hijos que tienes. ¿Hay alguien preparado para tal
menester? —Claro que lo hay —respondió. —¿Quién?, ¿y de dónde?, ¿y cuánto cobra? —le
acosé. —¡Oh, Sócrates! Se llama Eveno, es de Paros y cobra cinco minas. Y me pareció que
este tal Eveno puede sentirse feliz, si de verdad posee este arte y enseña de forma tan
convincente. Pues si yo poseyera este don, me satisfaría y orgullosamente lo proclamaría.
Pero, en realidad, no entiendo nada sobre eso.
20c
Acaso ante eso alguno de vosotros me interpele: "Pero entonces, Sócrates, ¿cuál es tu
auténtica profesión? ¿De dónde han surgido estas habladurías sobre ti? Porque si no te
dedicaras a nada que se salga de lo corriente, sin meterte en lo que no te concierne, no se
habría originado esta pésima reputación y tan contradictorias versiones sobre tu conducta.
Explícate de una vez, para que no tengamos que darnos nuestra propia versión".
20d
Esto sí me parece razonable y sensato, y por ser cuerdo, voy a contestarlo, para dejar bien
claro de dónde han surgido esas imposturas que me han hecho acreedor de una notoriedad
tan molesta.
Filosofía 5
La sabiduría de Sócrates es simplemente humana
Escuchadlo. Quizá alguno se crea que me lo tomo a guasa; sin embargo, estad seguros de
que sólo os voy a decir la verdad. Yo he alcanzado este popular renombre por una cierta
clase de sabiduría que poseo. ¿De qué sabiduría se trata? Ciertamente, de una sabiduría
propia de los humanos. Y en ella es posible que yo sea sabio, mientras que, por el contrario,
aquellos a los que acabo de aludir quizá también sean sabios, pero en relación a una
sabiduría que quizá sea extrahumana, o no sé con qué nombre calificarla.
20e
Hablo así porque yo, desde luego, ésa no la poseo ni sé nada de ella, y el que propale lo
contrario o miente o lo dice para denigrarme.
El testimonio del dios de Delfos
Atenienses, no arméis barullo porque parezca que me estoy dando autobombo. No voy a
contaros valoraciones sobre mí mismo, sino que os voy a remitir a las palabras de alguien
que merece vuestra total confianza y que versan precisamente sobre mi sabiduría, si es que
poseo alguna, y cuál sea su índole. Os voy a presentar el testimonio del propio dios de
Delfos. Conocéis sin duda a Querefonte, amigo mío desde la juventud, compañero de
muchos de los presentes, hombre democrático.
21a
Con vosotros compartió el destierro y con vosotros regresó. Bien conocéis con qué
entusiasmo y tozudez emprendía sus empresas. Pues bien, en una ocasión, mirad a lo que se
atrevió: fue a Delfos a hacer una especial consulta al oráculo, y os vuelvo a pedir calma, ¡oh,
atenienses! y que no me alborotéis. Le preguntó al oráculo si había en el mundo alguien más
sabio que yo. Y la pitonisa respondió que no había otro superior. Toda esta historia la puede
avalar el hermano de Querefonte, aquí presente, pues sabéis que él ya murió.
21b
Veamos con qué propósito os traigo a relación estos hechos: mostraros de dónde arrancan
las calumnias que han caído sobre mí. Cuando fui conocedor de esta opinión del oráculo
sobre mí, empecé a reflexionar: ¿Qué quiere decir realmente el dios? ¿Qué significa este
enigma? Porque yo sé muy bien que sabio no soy. ¿A qué viene, pues, el proclamar que lo
soy? Y que él no miente, no sólo es cierto, sino que incluso ni las leyes del cielo se lo
permitirían.
La ignorancia de los políticos
Durante mucho tiempo me preocupé por saber cuáles eran sus intenciones y qué quería
decir en verdad. Más tarde y con mucho desagrado me dediqué a descifrarlo de la siguiente
manera. Anduve mucho tiempo pensativo y al fin entré en casa de uno de nuestros
conciudadanos que todos tenemos por sabio, convencido de que éste era el mejor lugar
Filosofía 6
para dejar esclarecido el vaticinio, pues pensé: "Éste es más sabio que yo y tú decías que yo
lo era más que todos".
21c
No me exijáis que diga su nombre; baste con decir que se trataba de un renombrado
político. Y al examinarlo, ved ahí lo que experimenté: tuve la primera impresión de que
parecía mucho más sabio que otros y que, sobre todo, él se lo tenía creído, pero que en
realidad no lo era. Intenté hacerle ver que no poseía la sabiduría que él presumía tener. Con
ello, no sólo me gané su inquina, sino también la de sus amigos.
21d
Y partí, diciéndome para mis cabales: ninguno de los dos sabemos nada, pero yo soy el más
sabio, porque yo, por lo menos, lo reconozco. Así que pienso que en este pequeño punto,
justamente, sí que soy mucho más sabio que él: que lo que no sé, tampoco presumo de
saberlo. Y de allí pase a saludar a otro de los que gozaban aún de mayor fama que el anterior
y llegué a la misma conclusión. Y también me malquisté con él y con sus conocidos.
21e
Pero no desistí. Fui entrevistando uno tras otro, consciente de que sólo me acarrearía
nuevas enemistades, pero me sentía obligado a llegar hasta el fondo para no dejar sin
esclarecer el mensaje del dios. Debía llamar a todas las puertas de los que se llamaban
sabios con tal de descifrar las incógnitas del oráculo.
22a
Y ¡voto al perro! —y juro porque estoy empezando a sacar a la luz la verdad— que ésta fue
la única conclusión: los que eran reputados o se consideraban a sí mismos como los más
sabios, fue a los encontré más carentes de sabiduría, mientras que otros que pasaban por
inferiores, los superaban. Permitid que os relate cómo fue aquella mi peregrinación, que,
cual emulación de los trabajos de Hércules, llevé a cabo para asegurarme de que el oráculo
era irrefutable.
La ignorancia de los poetas
22b
Tras los políticos, acosé a los poetas; me entrevisté con todos: con los que escriben poemas,
con los que componen ditirambos o practican cualquier género literario, con la persuasión
de que aquí sí me encontraría totalmente superado por ser yo muchísimo más ignorante que
uno cualquiera de ellos. Así, pues, escogiendo las que me parecieron sus mejores obras, les
iba preguntando qué querían decir. Intentaba descifrar el oráculo y, al mismo tiempo, ir
aprendiendo algo de ellos. Pues sí, ciudadanos, me da vergüenza deciros la verdad, pero hay
que decirla: cualquiera de los allí presentes se hubiera explicado mucho mejor sobre ellos
que sus mismos autores.
22c
Pues pronto descubrí que la obra de los poetas no es fruto de la sabiduría, sino de ciertas
dotes naturales, y que escriben bajo inspiración, como les pasa a los profetas y adivinos, que
Filosofía 7
pronuncian frases inteligentes y bellas, pero nada es fruto de su inteligencia y muchas veces
lanzan mensajes sin darse cuenta de lo que están diciendo. Algo parecido opino que ocurre
en el espíritu de los poetas. Sin embargo, me percaté de que los poetas, a causa de este don
de las musas, se creen los más sabios de los hombres y no sólo en estas cosas, sino en todas
las demás, pero que, en realidad, no lo eran. Y me alejé de allí, convencido de que también
estaba por encima de ellos, lo mismo que ya antes había superado a los políticos.
La ignorancia de los artesanos
22d
Para terminar, me fui en busca de los artesanos, plenamente convencido de que yo no sabía
nada y que en éstos encontraría muchos y útiles conocimientos. Y ciertamente que no me
equivoqué: ellos entendían en cosas que yo desconocía, por tanto, en este aspecto, eran
mucho más expertos que yo, sin duda. Pero pronto descubrí que los artesanos adolecían del
mismo defecto que los poetas: por el hecho de que dominaban bien una técnica y realizaban
bien un oficio, cada uno de ellos se creía entendido no sólo en esto, sino en el resto de las
profesiones, aunque se tratara de cosas muy complicadas. Y esta petulancia, en mi opinión,
echaba a perder todo lo que sabían.
22e
Estaba hecho un lío, porque intentando interpretar el oráculo, me preguntaba a mí mismo si
debía juzgarme tal como me veía —ni sabio de su sabiduría, ni ignorante de su ignorancia—
o tener las dos cosas que ellos poseían. Y me respondí a mí mismo y al oráculo, que me salía
mucho más a cuenta permanecer tal cual soy.
La verdad del oráculo
23a
En fin, oh atenienses, como resultado de esta encuesta, por un lado, me he granjeado
muchos enemigos y odios profundos y enconados como los haya, que han sido causa de esta
aureola de sabio con que me han adornado y que han encendido tantas calumnias. En
efecto, quienes asisten accidentalmente a alguna de mis tertulias se imaginan quizá que yo
presumo de ser sabio en aquellas cuestiones en que someto a examen a los otros, pero, en
realidad, sólo el dios es sabio, y lo que quiere decir el oráculo es sólo que la sabiduría
humana poco o nada vale ante su sabiduría. Y si me ha puesto a mí como modelo es porque
se ha servido de mi nombre como para poner un ejemplo, como si dijera: "Entre vosotros es
el más sabio, ¡oh hombres!, aquél que como Sócrates ha caído en la cuenta de que en
verdad su sabiduría no es nada".
23b
Por eso, sencillamente, voy de acá para allá, investigando en todos los que me parecen
sabios, siguiendo la indicación del dios, para ver si encuentro una satisfacción a su enigma,
ya sean ciudadanos atenienses o extranjeros. Y cuando descubro que no lo son, contribuyo
Filosofía 8
con ello a ser instrumento del dios. Ocupado en tal menester, da la impresión de que me he
dedicado a vagar y que he dilapidado mi tiempo, descuidando los asuntos de la ciudad, e
incluso los de mi familia, viviendo en la más absoluta pobreza por preferir ocuparme del
dios.
Los discípulos
23c
Por otra parte, ha surgido un grupo de jóvenes que me siguen espontáneamente, porque
disponen de más tiempo libre, por preceder de familias acomodadas, disfrutando al ver
cómo someto a interrogatorios a mis interlocutores, y que en más de una ocasión se han
puesto ellos mismos a imitarme examinando a las gentes. Y es cierto que han encontrado a
un buen grupo de personas que se pavonean de saber mucho pero que, en realidad, poco o
nada saben. Y en consecuencia, los ciudadanos examinados y desembaucados por éstos se
encorajinan contra mí —y no contra sí mismos, que sería lo más lógico—, y de aquí nace el
rumor de que corre por ahí un cierto personaje llamado Sócrates, de lo más siniestro y
malvado, corruptor de la juventud de nuestra ciudad.
23d
Cuando alguien les pregunta qué enseño en realidad, no saben qué responder, pero para no
hacer el ridículo echan mano de los tópicos sobre los nuevos filósofos: "que investigan lo que
hay sobre el cielo y bajo la tierra, que no creen en los dioses y que saben hostigar para hacer
más fuerte los argumentos más débiles". Todo ello, antes que decir la verdad, que es una y
muy clara: que tienen un barniz de saber, pero que en realidad no saben nada de nada. Y
como, en mi opinión, son gente susceptible y quisquillosa, amén de numerosa, que cuando
hablan de mí se apasionan y acaloran, os tienen los oídos llenos de calumnias graves durante
largo tiempo alimentadas.
El origen de las denuncias
23e
De entre éstos es de donde han surgido Meleto y sus cómplices, Anito y Licón. Meleto, en
representación de los resentidos poetas; Anito, en defensa de los artesanos y políticos, y
Licón, en pro de los oradores.
24a
Así, pues, me maravillaría —como ya dije antes— de que en el poco tiempo que se me
otorga para mi defensa fuera capaz de desvanecer calumnias tan bien arraigadas. Ésta es, oh
atenienses, la pura verdad de lo sucedido, y os he hablado sin ocultar ni disimular nada, sea
importante o no. Sin embargo, estoy seguro que con ello me estoy granjeando nuevas
enemistades; la calumnia me persigue y éstas son sus causas. Y si ahora, o en otra ocasión,
queréis indagarlo, los hechos os confirmarán que es así.
Filosofía 9
24b
Por lo que hace referencia a las acusaciones aducidas por mis primeros detractores, con lo
dicho basta para mi defensa ante vosotros.
El interrogatorio a Meleto
Ahora, pues, toca defenderme de Meleto, el honrado y entusiasta patriota Meleto, según el
mismo se confiesa, y con él, del resto de mis recientes acusadores.
La acusación de corrupción
Veamos cuál es la acusación jurada de éstos —y ya es la segunda vez que nos la
encontramos— y démosle un texto, como a la primera. El acta diría así: "Sócrates es culpable
de corromper a la juventud, de no reconocer a los dioses de la ciudad y, por el contrario,
sostiene extrañas creencias y nuevas divinidades". La acusación es ésta. Pasemos, pues, a
examinar cada uno de los cargos.
24c
Se me acusa, primeramente, de que corrompo la juventud. Yo afirmo, por el contrario, que
el que delinque es el propio Meleto, al actuar tan a la ligera en asuntos tan graves como es
convertir en reos a ciudadanos honrados; abriendo un proceso so capa de hombre de pro y
simulando estar preocupado por problemas que jamás le han preocupado. Y que esto sea
así, voy a intentar hacéroslo ver.
¿Quién hace mejores a los hombres?
Acércate, Meleto, y respóndeme: ¿No es verdad que es de suma importancia para ti el que
los jóvenes lleguen a ser lo mejor posible? —Ciertamente.
24d
—Así sea, pues, y de una vez: explica a los jueces, aquí presentes, quién es el que los hace
mejores. Porque es evidente que tú lo sabes, ya que dices tratarse de un asunto que te
preocupa. Y, además, presumes de haber descubierto al hombre que los ha corrompido,
que, según dices, soy yo, haciéndome comparecer ante un tribunal para acusarme. Vamos,
pues, diles de una vez quién es el que los hace mejores. Veo, Meleto, que sigues callado y no
sabes qué decir. ¿No es esto vergonzoso y una prueba suficiente de que a ti jamás te han
inquietado estos problemas? Pero vamos, hombre, dinos de una vez quién los hace mejores
o peores. —Las leyes.
24e
—Pero, si no es eso lo que te pregunto, amigo mío, sino cuál es el hombre, sea quien sea,
pues se da por supuesto que las leyes ya se conocen. —Ah sí, Sócrates, ya lo tengo. Ésos son
los jueces. —¿He oído bien, Meleto? ¿Qué quieres decir? ¿Que estos hombres son capaces
Filosofía 10
de educar a los jóvenes y hacerlos mejores? —Ni más ni menos. —¿Y cómo? ¿Todos? ¿O
unos sí y otros no? —Todos, sin excepción.
25a
—¡Por Hera!, que te expresas de maravilla. ¡Qué grande es el número de los benefactores,
que según tú sirven para este menester...! Y el público aquí asistente, ¿también hace
mejores o peores a nuestros jóvenes? —También. —¿Y los miembros del Consejo? —Ésos
también. —Veamos, aclárame una cosa: ¿serán entonces, Meleto, los que se reúnen en
asamblea, los asambleístas, los que corrompen a los jóvenes? ¿O también ellos, en su
totalidad, los hacen mejores? —Es evidente que sí. —Parece, pues, evidente que todos los
atenienses contribuyen a hacer mejores a nuestros jóvenes. Bueno; todos, menos uno, que
soy yo, el único que corrompe a nuestra juventud. ¿Es eso lo que quieres decir? —Sin lugar a
dudas. —Grave es mi desdicha, si ésa es la verdad. ¿Crees que sería lo mismo si se tratara de
domar caballos y que todo el mundo, menos uno, fuera capaz de domesticarlos y que uno
sólo fuera capaz de echarlos a perder?
25b
O, más bien, ¿no es todo lo contrario? ¿Que uno sólo es capaz de mejorarlos, o muy pocos, y
que la mayoría, en cuanto los montan, pronto los envician? ¿No funciona así, Meleto, en los
caballos y en el resto de los animales? Sin ninguna duda, estéis o no estéis de acuerdo, Anito
y tú. ¡Qué buena suerte la de los jóvenes si sólo uno pudiera corromperlos y el resto
ayudarles a ser mejores!
25c
Pero la realidad es muy otra. Y se ve demasiado que jamás te han preocupado tales
cuestiones y que son otras las que han motivado que me hicieras comparecer ante este
Tribunal. Pero, ¡por Zeus!, dinos todavía: ¿qué vale más, vivir entre ciudadanos honrados o
entre malvados? Así pues, hombre, responde, que tampoco te pregunto nada del otro
mundo. ¿Verdad que los malvados son una amenaza y que pueden acarrear algún mal, hoy o
mañana, a los que conviven con ellos? —Sin lugar a duda.
25d
—¿Existe algún hombre que prefiera ser perjudicado por sus vecinos, o todos prefieren ser
favorecidos? Sigue respondiendo, honrado Meleto, porque, además, la ley te exige que
contestes: ¿hay alguien que prefiera ser dañado? —No, desde luego.
El daño hecho, ¿fue voluntario o involuntario?
—Veamos pues: me has traído hasta aquí con la acusación de que corrompo a los jóvenes y
de que los hago peores. Y esto, ¿lo hago voluntaria o involuntariamente? —Muy a sabiendas
de lo que haces, sin lugar a duda. —Y tú, Meleto, que aún eres tan joven, ¿me superas en
experiencia y sabiduría hasta el punto de haberte dado cuenta de que los malvados
producen siempre algún perjuicio a las personas que tratan, y los buenos, algún bien? ¿Y me
consideras en tal grado de ignorancia, que no sepa si convierto en malvado a alguien de los
Filosofía 11
que trato diariamente, corriendo el riesgo de recibir a la par algún mal de su parte, y que
incluso haga este daño tan grande de forma intencionada?
25e
Esto, Meleto, a mí no me lo haces creer y no creo que encuentres quien lo acepte: yo no soy
el que corrompe a los jóvenes y, en caso de serlo, sería involuntariamente y, por tanto, en
ambos casos, te equivocas o mientes.
26a
Y si se probara que yo los corrompo, desde luego tendría que concederse que lo hago de
manera involuntaria. Y en este caso, la ley ordena advertir al presunto autor en privado,
instruirle y amonestarle, y no, de buenas a primeras, llevarle directamente al Tribunal. Pues
es evidente, que una vez advertido y entrado en razón, dejaría de hacer aquello que
inconscientemente dicen que estaba haciendo... Pero tú has rehuido siempre el encontrarte
conmigo, aunque fuera sólo para conversar o para corregirme, y has optado por traerme
directamente aquí, que es donde debe traerse a quienes merecen un castigo y no a los que
te agradecerían una corrección. Es evidente, Meleto, que no te han importado ni mucho ni
poco estos problemas que dices te preocupan.
¿Existen los dioses?
26b
Aclaremos algo más: explícanos cómo corrompo a los jóvenes. ¿No es —si seguimos el acta
de la denuncia— enseñando a no honrar a los dioses que la ciudad venera y sustituyéndolos
por otras divinidades nuevas? ¿Será, por esto, por lo que los corrompo? —Precisamente eso
es lo que afirmo.
26c
—Entonces, y por esos mismos dioses de los que estamos hablando, explícate con claridad
ante esos jueces y ante mí, pues hay algo que no acabo de comprender. O yo enseño a creer
que existen algunos dioses y, en este caso, en modo alguno soy ateo ni delinco, o bien dices
que no creo en los dioses del Estado, sino en otros diferentes, y por eso me acusas o, más
bien, sostienes que no creo en ningún dios y que, además, estas ideas las inculco a los
demás. —Eso mismo digo: que tú no aceptas ninguna clase de dioses.
26d
—Ah, sorprendente Meleto, ¿para qué dices semejantes extravagancias? ¿O es que no
considero dioses al Sol y la Luna, como creen el resto de los hombres? —¡Por Zeus! Sabed,
oh jueces, lo que dice: el Sol es una piedra y la Luna es tierra. —¿Te crees que estás
acusando a Anaxágoras , mi buen Meleto? ¿O desprecias a los presentes hasta el punto de
considerarlos tan poco eruditos que ignoren los libros del clazomenio Anaxágoras, llenos de
tales teorías? Y, más aún, ¿los jóvenes van a perder el tiempo escuchando de mi boca lo que
pueden aprender por menos de un dracma, comprándose estas obras en cualquiera de las
tiendas que hay junto a la orquesta y poder reírse después de Sócrates si éste pretendiera
presentar como propias estas afirmaciones, sobre todo y, además, siendo tan desatinadas?
Filosofía 12
26e
Pero, ¡por Júpiter!, ¿tal impresión te he causado que crees que yo no admito los dioses,
absolutamente ningún dios? —Sí. ¡Y también, por Zeus!: tú no crees en dios alguno.
—Increíble cosa la que dices, Meleto. Tan increíble que ni tú mismo acabas de creértela. Me
estoy convenciendo, atenienses, de que este hombre es un insolente y un temerario y que
en un arrebato de intemperancia, propio de su juvenil irreflexión, ha presentado esta
acusación. Se diría que nos está formulando un enigma para probarnos: "A ver si este
Sócrates, tan listo y sabio, se da cuenta de que le estoy tendiendo una trampa, y no sólo a él,
sino también a todos los aquí presentes, pues en su declaración, yo veo claramente que llega
a contradecirse".
27a
Es como si dijera: "Sócrates es culpable de no creer en los dioses, pero cree que los hay".
Decidme, pues, si esto no parece una broma y de muy poca gracia. Examinad conmigo,
atenienses, el por qué me parece que dice esto. Tú, Meleto, responde, y a vosotros —como
ya os llevo advirtiendo desde el principio— os ruego que prestéis atención, evitando
cuchicheos porque siga usando el tipo de discurso que es habitual en mí.
27b
¿Hay algún hombre en el mundo, oh Meleto, que crea que existen cosas humanas, pero que
no crea en la existencia de hombres concretos? Que conteste de una vez y que deje de
escabullirse refunfuñando. ¿Hay alguien que no crea en los caballos, pero sí que admita, por
el contrario, la existencia de cualidades equinas? ¿O quien no crea en los flautistas, pero sí
que haya un arte de tocar la flauta? No hay nadie, amigo mío. Y puesto que no quieres, o no
sabes contestar, yo responderé por ti y para el resto de la Asamblea: ¿Admites o no, y
contigo el resto, que puedan existir divinidades sin existir al mismo tiempo dioses y genios
concretos? —Imposible.
27c
—¡Qué gran favor me has hecho con tu respuesta, aunque haya sido arrancada a
regañadientes! Con ella afirmas que yo creo en cualidades divinas, nuevas o viejas, y que
enseño a creer en ellas, según tu declaración, sostenida con juramento. Luego, tendrás que
aceptar que también creo en las divinidades concretas, ¿no es así? Puesto que callas, debo
pensar que asientes. Y ahora prosigamos el razonamiento. ¿No es verdad que tenemos la
creencia de que los genios son dioses o hijos de los dioses? ¿Estás de acuerdo, sí o no? —Lo
estoy.
27d
—En consecuencia, si yo creo en las divinidades, como tú reconoces, y las divinidades son
dioses, entonces queda bien claro que tú pretendes presentar un enigma y te burlas de
nosotros, pues afirmas, por una parte, que yo no creo en los dioses y, por otra, que yo creo
en los dioses, puesto que creo en las divinidades. Y si éstas son hijas de los dioses, aunque
fueran sus hijas bastardas, habidas de amancebamiento con ninfas o con cualquier otro ser
—como se acostumbra a decir—, ¿quién, de entre los sensatos, admitiría que existen hijos
de dioses, pero que no existen los dioses? Sería tan disparatado como admitir que pueda
Filosofía 13
haber hijos de caballos y de asnos, o sea, mulos, pero que negara, al mismo tiempo, que
existen caballos y asnos.
27e
Lo que pasa, Meleto, es que, o bien pretendías engañarnos, probándonos con tu enigma, o
que, de hecho, no habías encontrado nada realmente serio de qué acusarme. Y dudo que
encuentres algún tonto por ahí, con tan poco juicio, que piense que una persona pueda
creer en demonios y dioses y, al mismo tiempo, no creer en demonios o dioses o genios. Es
absolutamente imposible.
28a
Así, pues, creo haber dejado bien claro que no soy culpable, si nos atenemos a la acusación
de Meleto. Con lo dicho, basta y sobra.
La conducta de Sócrates
Pero, como he dicho machaconamente, hay mucha animadversión contra mí, y son muchos
los que la sustentan. Podéis estar seguros de que eso sí es verdad. Y eso es lo que va a
motivar mi condena. No esas incongruencias de Meleto y Anito, sino la malevolencia y la
envidia de tanta gente. Cosas que ya han hecho perder demasiadas causas a muchos
hombres de bien y que las seguirán perdiendo, pues estoy seguro de que esta plaga no se
detendrá con mi condena.
28b
Quizá alguno de vosotros, en su interior, me esté recriminando: "¿No te avergüenza,
Sócrates, verte metido en estos líos a causa de tu ocupación, que te está llevando al extremo
de hacer peligrar tu propia vida?". A éstos les respondería, y muy convencido por cierto: "Te
equivocas completamente, amigo mío; un hombre con un mínimo de valentía no debe estar
preocupado por esos posibles riesgos de muerte, sino que debe considerar sólo la honradez
de sus acciones, si son fruto de un hombre justo o injusto.
28c
Pues, según tu razonamiento, habrían sido vidas indignas las de aquellos semidioses que
murieron en Troya, sobre todo el hijo de la diosa Tetis, para quien contaba tan poco la
muerte, si había que vivir vergonzosamente; éste despreciaba tanto los peligros que, en su
ardiente deseo de matar a Héctor para vengar la muerte de su amigo Patroclo, no hizo caso
a su madre, la diosa, cuando le dijo: ‘Hijo mío, si vengas la muerte de tu compañero Patroclo
y matas a Héctor, tú mismo morirás, pues tu destino está unido al suyo’.
28d
Al contrario, tuvo a poco la muerte y el peligro y, temiendo mucho más el vivir
cobardemente que el morir por vengar a un amigo, replicó: ‘Prefiero morir aquí mismo,
después de haber castigado al asesino, que seguir vivo, objeto de burlas y desprecios, siendo
carga inútil de la tierra, arrastrándome junto a las cóncavas naves’. ¿Se preocupó, pues, de
los peligros y de la muerte?".
Filosofía 14
El honor
Y así debe ser, atenienses. Quien ocupa un lugar de responsabilidad, por creerse que es
mejor, o bien porque allá le han colocado los que tienen autoridad, debe mantenerse firme,
resistiendo los peligros, sin tener en cuenta para nada la muerte ni otro tipo de
preocupaciones, excepto su propia honra. Así, pues, vergonzosa y mucho peor sería mi
conducta, si yo, que siempre permanecí en el puesto que mis jefes me asignaron, que
afronté el riesgo de morir, como tantos otros hicieron, obedientes a los estrategas que
vosotros elegisteis en las campañas de Potidea, Anfipolis y Delión, ahora, que estoy
plenamente convencido de que es un dios el que me manda vivir buscando la sabiduría,
examinándome a mí mismo y a los demás, precisamente ahora, me hubiera dejado vencer
por el miedo a la muerte o cualquier otra penuria y hubiera desertado del puesto asignado.
28e a 29a
Sería, sin discusión, mucho más deshonroso, y con ello sí que me haría merecedor de que
alguien me arrastrara ante los tribunales de justicia por no creer en los dioses, porque
desobedecía al oráculo, por temer a la muerte y por creerme sabio sin serlo.
El temor a la muerte
En efecto, el temor a la muerte no es otra cosa que creerse sabio sin serlo: es presumir de
saber algo que se desconoce. Pues nadie conoce qué sea la muerte ni si, en definitiva, se
trata del mayor de los bienes que pueden acaecer a un ser humano. A pesar de ello, los
hombres la temen como si en verdad supieran que es el peor de los males. ¿Y cómo no va a
ser reprensible esta ignorancia por la que uno afirma lo que no sabe?
29b
Pero yo, atenienses, quizá también en este punto me diferencio del resto de los mortales, y
si me obligaran a decir en qué soy más sabio, me atrevería a decir esto: me siento más sabio
porque, desconociendo lo que en verdad acaece en el Hades, no presumo de saberlo. Antes,
por el contrario, sé y me atrevo a proclamar que es malo y vergonzoso vivir injustamente y
desobedecer a un ser superior, sea dios o sea hombre. Temo, pues, los males que sé
positivamente que son tales, pero las cosas que no sé si son bienes o males, no las temeré,
ni rehuiré afrontarlas.
Sócrates no reniega de su conducta
29c
Así que, aunque me absolvierais, desestimando las acusaciones de Anito, que ha exigido mi
comparecencia ante este Tribunal y ha pedido mi condena a muerte, diciéndoos que, si salía
absuelto, vuestros hijos correrían el peligro de practicar mis enseñanzas y todos caerían en
la corrupción; si a mí, después de todo esto, me dijerais: "Sócrates, nosotros no queremos
Filosofía 15
hacer caso a Anito y te absolvemos, pero con la condición de que no molestes a los
ciudadanos y abandones tu filosofar; si en otra ocasión te encontramos ocupado en tales
menesteres, entonces te condenaremos a morir".
29d
Si vosotros me absolvierais con esta condición, os replicaría: "Agradezco vuestro interés y os
aprecio, atenienses, pero prefiero obedecer antes al dios que a vosotros, y mientras tenga
aliento y las fuerzas no me fallen, tened presente que no dejaré de inquietaros con mis
interrogatorios y de discutir sobre todo lo que me interese, con cualquiera que me
encuentre, a la usanza que ya os tengo acostumbrados". Y aún añadiría: "Oh tú, hombre de
Atenas y buen amigo, ciudadano de la polis más grande y renombrada por su intelectualidad
y su poderío, ¿no te avergüenzas de estar obsesionado por aumentar al máximo tus riquezas
y, con ello, tu fama y honores, y de descuidar las sabiduría y la grandeza de tu espíritu, sin
preocuparte de engrandecerlas?".
29e
Y si alguno de vosotros me lo discute y presume de preocuparse por tales cosas, no le dejaré
marchar, ni yo me alejaré de su lado, sino que le someteré a mis preguntas y le examinaré, y
si me parece que no está en posesión de la virtud, aunque afirme lo contrario, le haré
reproches porque valora en poco o en nada lo que más estima merece, y a ello prefiere las
cosas más viles y despreciables.
30a
Éste será mi modo de obrar con todo aquel que se me cruce por nuestras calles, sea joven o
viejo, forastero o ateniense, pero preferentemente con mis paisanos, por cuanto tenemos
una sangre común. Sabed que esto es lo que me manda el dios. Enteraos bien: estoy
convencido de que no ha acaecido nada mejor a esta polis que mi labor al servicio del dios.
30b
En efecto, yo no tengo otra misión ni oficio que el de deambular por las calles para persuadir
a jóvenes y ancianos de que no hay que inquietarse por el cuerpo ni por las riquezas, sino,
como ya os dije hace poco, por conseguir que nuestro espíritu sea el mejor posible,
insistiendo en que la virtud no viene de las riquezas, sino al revés, que las riquezas y el resto
de bienes y la categoría de una persona vienen de la virtud, que es la fuente de bienestar
para uno mismo y para el bien público. Y si por decir esto corrompo a los jóvenes, mi
actividad debería ser condenada por perjudicial; pero si alguien dice que yo enseño otras
cosas, se engaña y pretende engañaros. Resumiendo, pues, oh atenienses, creáis a Anito o
no le creáis, me absolváis o me declaréis culpable, yo no puedo actuar de otra manera,
aunque mil veces me condenarais a morir.
Sócrates se define como el tábano
30c
No os pongáis nerviosos, atenienses, y dejad de alborotar, por favor, como os he repetido
tantas veces, para que podáis escucharme, pues sigo convencido de que os beneficiaréis si
Filosofía 16
no me interrumpís. Tengo que añadir aún algo que quizá os provoque tanto que tengáis que
manifestaros gritando, pero evitadlo si podéis. Si me matáis por ser lo que soy, no es a mí a
quien castigáis ni infringís el más mínimo daño, sino a vosotros mismos. Pues a mí, ni Meleto
ni Anito pueden ocasionarme ningún mal, aunque se lo propusieran. ¿Cómo pueden hacerlo,
si estoy plenamente convencido de que un hombre malvado jamás puede perjudicar a un
hombre justo?
30d
No niego que puedan lograr mi condena a muerte, el destierro, o la pérdida de derechos
ciudadanos; penas que para muchos de ellos puedan tratarse de grandes males, pero yo
pienso que no lo son en modo alguno. Más bien creo que es mucho peor hacer lo que él
hace ahora: intentar condenar a un hombre inocente. Por eso estoy muy lejos de lo que
alguno quizá se haya creído: de que estoy intentando hacer mi propia defensa. Muy al
contrario, lo que hago es defenderos a vosotros para que, al condenarme, no cometáis un
error desafiando el don del dios.
30e
Porque, si me matáis, difícilmente encontraréis otro hombre como yo, a quien el dios ha
puesto sobre la ciudad, aunque el símil parezca ridículo, como el tábano que se posa sobre el
caballo, remolón, pero noble y fuerte, que necesita un aguijón para arrearle. Así, creo que he
sido colocado sobre esta ciudad por orden del dios para teneros alerta y corregiros, sin dejar
de estimular a nadie, deambulando todo el día por calles y plazas.
31a
Un hombre como yo no lo volveréis a encontrar, atenienses, por lo que, si me hicierais caso,
me conservaríais. Si, enojados y como sobresaltados por el aguijón de un molesto tábano,
dóciles a las insinuaciones de Anito me matáis impulsivamente de una fuerte palmada,
pasaréis el resto de vuestra vida tranquilos sin que nadie perturbe vuestros sueños, a no ser
que el dios, preocupado por vosotros, os mande a otro como yo.
La prueba de pobreza
31b
Os podéis convencer de que yo soy un don del dios para esta ciudad por lo siguiente: no
parece muy humano el que haya vivido descuidado de todos mis asuntos e intereses y que
durante tantos años haya tenido abandonados mis bienes y, en cambio, haya estado
siempre ocupándome de lo vuestro, interesándome para que cada uno se ocupe del bien y
de la virtud, como si yo fuese su padre o hermano mayor. Y si de estas actividades sacara
alguna ganancia o hiciera estas exhortaciones mediante paga, aún tendría algún sentido que
justificaría lo que hago.
31c
Pero vosotros mismos podéis comprobar que a pesar de tantos reproches acumulados
contra mí por esa caterva de acusadores, no han tenido el atrevimiento de insinuar que yo
Filosofía 17
haya cobrado alguna vez remuneración alguna. Y de que estoy diciendo la verdad presento
al mejor y al más fidedigno de los testigos: mi pobreza y la de los míos.
La voz del daimon
Quizá encontréis un contrasentido el que yo me haya pasado la vida exhortando a los
ciudadanos en privado y que me haya metido en tantos líos, sin haberme atrevido a
intervenir en la vida pública ni a participar en vuestras asambleas por el bien de la ciudad. La
explicación está en lo que me habéis oído decir tantas veces y en tan diversos sitios: se da en
mí una voz, manifestación divina o de cierto genio, que me sobreviene muchas veces.
Incluso se habla de ella en la acusación de Meleto, aunque sea en tono despectivo.
31d
Es una voz que me acompaña desde la infancia y se hace sentir para desaconsejarme algunas
acciones, pero jamás para impulsarme a emprender otras. Ésta es la causa que me ha
impedido intervenir en la política, cosa que me ha desaconsejado, creo yo, muy
razonablemente. Porque lo sabéis muy bien: si me hubiera metido en política, hace tiempo
ya que estaría muerto y, así, no habría sido útil, ni a vosotros, ni a mí mismo.
El apartamiento de la política
31e
Y no os irritéis contra mí porque os diga la verdad, una vez más. No hay nadie que pueda
salvar su vida, si se opone con valentía a vosotros o a cualquier otra asamblea y se empeña
en impedir las múltiples injusticias e irregularidades que se cometen en cualquier ciudad. En
consecuencia, quien quiera luchar por la justicia debe tener muy presente, si quiere vivir
muchos años, que se conforme con una vida retirada y que no se ocupe de los asuntos
públicos.
32a
Y voy a daros pruebas contundentes de ello, no con palabras, sino con lo que tiene mayor
fuerza ante cualquier auditorio, con los hechos. Dejadme contaros un episodio de mi vida,
que pondrá de manifiesto que yo nunca cedería a la injusticia por temor a la muerte y que el
miedo a morir es impotente para hacerme desistir de algo que sea contrario a la justicia. Os
voy a relatar cosas tal vez pesadas y aburridas, a la manera de los abogados, pero todas
ciertas.
El caso de las Arginusas
32b
Yo no he ejercido cargos públicos más que en una ocasión: fui miembro del Consejo cuando
mi tribu, la de Antióquida, presidía el juicio contra los diez estrategas que no habían recogido
los cuerpos de los soldados caídos en la batalla de Arginusa; vosotros queríais juzgarlos a
Filosofía 18
todos juntos, lo cual estaba en contra de nuestras leyes, como después se demostró.
Entonces yo solo y en contra de todos los “pritanos”, me opuse a que hicierais algo en contra
de la ley y voté en contra de todos.
32c
Y a pesar de que los oradores, alentados por vuestras protestas y vuestro apasionamiento,
exigían abrirme un proceso para llevarme ante los tribunales, creí que era mucho mejor
estar de parte de la ley y de la justicia, aunque eso me supusiera graves peligros, que
ponerme de vuestra parte en busca de seguridades, si por ello debía ir en contra de la
justicia o era movido por el temor de la muerte o del encarcelamiento. Esto ocurrió cuando
Atenas era gobernada por un régimen democrático.
El caso de León de Salamina
Más tarde, bajo el régimen oligárquico de los Treinta, fui requerido, juntamente con otros
cuatro, a que me presentara en el Tolos; allí nos ordenaron que fuéramos a Salamina para
buscar a León, el estratega, y colaborar así en su muerte. Misiones de este tipo
encomendaban a muchos otros para comprometer a cuantos más pudieran en su criminal
gestión de gobierno.
32d
Y entonces volví a demostrar, no con palabras, sino con los hechos, que la muerte, lo digo sin
ambages, no me importa lo más mínimo, mientras que no cometer acciones injustas es para
mí lo más importante. Ni siquiera aquel régimen, que presumía de duro, y en verdad lo era,
pudo doblegarme para que cometiera un acto injusto. Cuando salimos del Tolos, los otros
cuatro se dirigieron a Salamina para cumplir tan injusta orden y traer a León, pero yo me fui
tranquilamente a mi casa. Por este motivo es muy posible que ya hubiera encontrado
entonces la muerte, pero aquel régimen cayó poco después. De todo esto muchos de
vosotros sois testigos.
La tarea educativa
32e
Y bien: ¿acaso creéis que yo hubiera vivido muchos años si me hubiera dedicado a la política,
si, portándome como es propio de quien antepone su honradez a sus intereses, hubiera
hecho de la defensa de la justicia mi compromiso, poniéndolo, como debe ser, por encima
de todo? Ni mucho menos, atenienses, como tampoco ningún otro que lo intente de esta
manera.
33a
Pero yo, durante toda mi vida, tanto en las cuestiones de interés público en que he
intervenido como en las privadas, he sido siempre el mismo y jamás he actuado contra la
justicia, ni les he permitido hacerlo a los que mis acusadores denominan mis discípulos, ni
a los demás.
Filosofía 19
33b
Pero, aunque jamás he sido maestro de nadie, si alguien, joven o mayor, ha sentido deseos
de oírme u observarme, nunca se lo he rehusado. No soy hombre que hable por dinero o
que calle si me lo dan. Estoy a total disposición tanto del rico como del pobre, para que me
pregunten cuanto deseen, y todos podéis contrastar lo que digo. Jamás me he negado a
dialogar. Y si alguno, por todo ello, se convierte en un hombre mejor o peor, no se me
adjudique a mí el mérito ni la culpa, ya que jamás prometí a nadie ningún tipo de enseñanza
ni de hecho la impartí. Por ello, si alguien dice que ha aprendido algo porque ha recibido
lecciones mías, sean particulares o públicas, podéis estar seguros que os está mintiendo.
33c
Pero me preguntaréis: "¿Por qué a las personas les gusta conversar conmigo?". Ya os los he
dicho, atenienses, y ésta es la única verdad: les resulta intrigante ver cómo interrogo a los
que presumen de sabios, pero que de hecho no lo son. Sostengo que ése es el mandato que
he recibido del genio, en sueños, por medio de oráculos o por cualquiera de los medios
normales de los suele servirse un dios para asignar a un hombre una misión. Ésa es la verdad
y no es nada difícil probarla.
33d
Pues si yo hubiera dejado una estela de jóvenes corrompidos, y aún ahora los fuera
corrompiendo, es natural que alguno, o todos, estarían aquí presentes para acusarme y
exigir el castigo; y si ellos no se atreviesen, sus padres o hermanos vendrían en su lugar, por
considerar que se ha causado daño a alguien de su familia.
Testimonio de los familiares
33e
Por el contrario, veo a muchos de ellos sentados entre vosotros: primero a Critón, de mi
misma edad y del mismo demos, padre de Critóbulo, también aquí presente; después a
Lisanias, del distrito de Esfeto, padre de Esquines, que está aquí también; ved a Antifonte,
del distrito de Cefisia, padre de Epigenes, y a esos otros cuyos hermanos han estado
presentes en las conversaciones aludidas: Nicóstrato, hijo de Teozótides, y hermano de
Teódoto —Teódoto murió y, por tanto, no puede testimoniar—; Paralio, hijo de Demódoco,
cuyo hermano era Téages; Adimanto, hijo de Aristón, hermano de Platón, ahí presente, y
Ayantodoro, hermano de Apolodoro, ahí presente.
34a
Y podría citaros a muchos más, que incluso el propio Meleto hubiera podido presentar como
testigos de su pleito, y si no lo hizo por descuido o por olvido, que lo haga ahora, a ver si
encuentra a alguien que corrobore alguno de sus puntos. Pero comprobaréis todo lo
contrario, atenienses: todos están dispuestos a declarar a favor del que ha sido su corruptor,
el que ha destrozado sus familias, según Anito y Meleto aseguran.
Filosofía 20
34b
Cabría la posibilidad de que los ya corrompidos tuvieran alguna secreta razón para
auxiliarme y compartir mi responsabilidad, pero los no corrompidos y que tienen más edad
que ellos, sus parientes, ¿qué motivos pueden tener para ayudarme, sino que Anito y
Meleto están mintiendo y que yo estoy en la verdad? Ya he dicho bastante, atenienses. Todo
lo que pueda añadir en defensa propia no añadiría nada a lo ya expuesto; podría añadir otras
cosas pero, más o menos, serían del mismo estilo.
Sócrates se niega a emplear recursos sentimentales
34c
Quizá alguno se indigne al recordar que en otros casos de menos monta el acusado rogó y
suplicó a los jueces con lágrimas, haciendo comparecer ante el Tribunal a sus hijos para
despertar compasión, y si se terciaba, a sus parientes y familiares, mientras que yo, en
cambio, no hago ninguna de estas cosas, a pesar de que estoy corriendo, como se ve, el
mayor de los peligros.
34d
Puede ser que alguno, recordando esos casos, tome hacia mí una actitud de despecho e,
irritado por mi forma de actuar, deposite su voto con cólera. Pues bien: si en alguno de
vosotros se da esta situación (no afirmo que se dé, sólo analizo esta posibilidad), ya tengo
preparada la respuesta. "Amigo mío —le diría—, también yo tengo una familia y también
puedo aplicarme aquello de Homero: ‘No he nacido ni de una encina ni de las rocas’, sino de
hombres. Tengo familiares e, incluso, tres hijos, uno adolescente y dos de corta edad. Y, sin
embargo, a ninguno de ellos permitiré que suba a este estrado para suplicar vuestro voto
absolutorio".
34e
¿Por qué no quiero hacer nada de todo esto? No es por fanfarronería ni, mucho menos, por
falta de consideración hacia vosotros. Que después afronte la muerte con firmeza o con
flaqueza, ésa es otra cuestión. Pero, por mi buen nombre y por el vuestro, que es el de
nuestra ciudad, a mi edad no me parece honrado echar mano de ninguno de estos recursos,
y menos todavía frente a la opinión generalizada de que Sócrates se diferencia de la mayoría
de los hombres.
35a
Si alguno de los que destacan por su valentía o por su inteligencia o por cualquier otra virtud
se comportase de este modo, cosa fea sería. Alguna vez he visto a algunos de los que son
considerados importantes, cuando se les está juzgando y temen sufrir alguna pena o la
misma muerte: su conducta me resulta inexplicable, pues parece que están convencidos de
que, si logran que no se les condene a muerte, después ya serán por siempre inmortales.
35b
Éstos son la deshonra y el oprobio de nuestra ciudad, porque pueden hacer creer a los
extranjeros que los ciudadanos que distinguimos con honores y que elegimos para que
Filosofía 21
ocupen las magistraturas no se diferencian en nada de las mujeres. Esas escenas, atenienses,
no debemos hacerlas los que tenemos cierto prestigio, y en caso que ocurran, vosotros no
debéis permitirlas: más bien debéis estar dispuestos a demostrar que condenaréis a quien
ofrezca el triste espectáculo de suplicar la compasión de sus jueces, dejando en ridículo a la
ciudad.
35c
Pero, aparte de la cuestión de mi buen nombre, tampoco me parece digno suplicar a los
jueces y salir absuelto por la compasión comprada; hay que limitarse a exponer los hechos y
tratar de persuadir, no de suplicar. Pues el jurado no está puesto para repartir la justicia
como si de favores se tratara, sino para decidir lo que es justo en cada caso; y los que tienen
que juzgar han jurado interpretar rectamente las leyes, no favorecer a los que les caigan
bien.
35d
Por tanto, no podemos permitirnos el perjurio a nosotros mismos, ni a los demás, porque
nos convertiríamos en reos de impiedad. No esperéis, pues, de mí que recurra a artimañas o
acciones que no sean rectas ni justas, y menos ahora, ¡oh, por Zeus!, que estoy aquí acusado
de impiedad por Meleto. Pues es evidente que si con súplicas llegara a convenceros u os
forzara a faltar a vuestro juramento, os enseñaría a pensar que no hay dioses y, así, con mi
defensa, lo que haría de hecho sería condenarme a mí mismo por no creer en los dioses.
Pero no es así, ni mucho menos: yo creo en los dioses, como cualquiera de mis acusadores.
Por eso, atenienses, dejo en vuestras manos y en las de los dioses el decidir lo que va a ser
mejor para mí y para vosotros.
SEGUNDA PARTE. SÓCRATES ES DECLARADO CULPABLE
Comentario de la sentencia
35e
No me ha sorprendido ni indignado, oh atenienses, esta condena que acabáis de sellar con
vuestro voto.
36a
Entre otras muchas razones, porque no me ha resultado inesperada; más bien me sorprende
que haya habido un número tan elevado de votos a mi favor; no sospechaba que se
resolvería así, sino que esperaba muchos más votos en mi contra. Podéis ver que los
resultados se habrían trastocado si sólo treinta personas más hubieran votado mi
absolución. Por de pronto, de la acusación de Meleto, según las cuentas que yo me he
hecho, he quedado plenamente absuelto; no sólo eso: sin la comparecencia de Anito y
Licón, parece evidente que Meleto habría sido condenado a pagar la multa de mil dracmas
por no haber alcanzado la quinta parte de los votos exigidos.
La contrapropuesta
Filosofía 22
36b
Ahora, este hombre propone la pena de muerte para mí. Bien, ¿y qué contrapropuesta os
voy a hacer, atenienses? Ciertamente, voy a proponer la que creo merecer. ¿Que cuál es?
¿Qué pena o castigo tengo que sufrir por haberme empeñado tozudamente en no querer
una vida tranquila y cómoda, por descuidar lo que preocupa a la mayoría de las personas -
sus bienes, sus intereses personales, la dirección de los ejércitos, los discursos en la
Asamblea, el ejercicio de cargos públicos-, por permanecer neutral ante coaliciones y
revueltas, por considerar que soy demasiado honrado para poder salir ileso si intervengo en
la política?
36c
Jamás me he ocupado de cosas que no pudieran reportar alguna utilidad a vosotros o a mí, y
siempre he preferido hacer el máximo bien a cada uno, tratando de convencerle de que
aplicara sus energías a buscar la sabiduría antes que sus propios intereses, y que se ocupara
del Estado antes que de los intereses del Estado, y que así procediera en todos los asuntos.
Mantenimiento a costa del estado
36d
Ahora bien, ¿qué debo sufrir por todo esto? Ciertamente, algún bien, atenienses, si de
verdad hay que ser ecuánimes y actuar con arreglo a los merecimientos. ¿Y qué bien puede
ser más apropiado para un pobre benefactor que necesita todo el tiempo posible para dar
consejos a sus conciudadanos? Sin duda sólo hay una recompensa que haga justicia a esos
merecimientos: mantenerle a costa del Estado en el Pritaneo, y con mayores merecimientos
que cualquiera de los ganadores de alguna carrera de caballos o de carros por parejas o de
cuadrigas que se celebran en Olimpia.
36e
Pues mientras éstos os hacen creer que os dan la felicidad, yo os hago felices de verdad y,
por otro lado, ellos no necesitan vuestras pensiones y yo sí. En resumen, si de verdad debo
proponer la condena que merezco según la justicia, ésa es la que propongo: ser mantenido a
costa del Estado en el Pritaneo.
¿Cuál sería el castigo justo?
37a
Tal vez al oír esta proposición y ver el tono que uso, se repita en vosotros la misma
impresión que cuando hablaba de recurrir a lágrimas y súplicas: que os parezca arrogante mi
comportamiento. Pero no es esta mi intención, atenienses; ésta es la única verdad: no tengo
conciencia de haber hecho nunca voluntariamente mal a nadie, aunque no he podido
convenceros a la mayoría de vosotros, porque no ha habido tiempo suficiente para ello.
37b
Filosofía 23
Pues creo que si entre vosotros fuera ley lo que es costumbre en otros pueblos, es decir, en
cuestiones de pena capital no dictar sentencia en el mismo día del juicio, sino uno o varios
días después, estoy persuadido de que os lograría convencer; pero ahora no es fácil rechazar
tan graves cargos en tan corto espacio de tiempo. Estando convencido, como estoy, de no
haber hecho mal a nadie injustamente, es lógico que tampoco me lo haga a mí mismo
hablando como si mereciera un castigo o me condenara a mí mismo.
37c
¿Qué tengo que temer? ¿Tal vez sufrir lo que Meleto propone contra mí, cosa que, repito,
aún no sé si es un bien o un mal? ¿Voy a decantarme hacia las cosas que sé que son malas y
proponer contra mí algún castigo concreto? ¿Tal vez la cárcel? ¿Y por qué tengo que
encerrarme en una cárcel, a merced de los que vayan ocupando anualmente el cargo de los
Once, que son los vigilantes? ¿O debo tal vez proponer una multa y prisión hasta que no
haya pagado el último plazo? Estamos en lo mismo: debería estar siempre en la cárcel, pues
no tengo con qué pagar.
37d
¿Me condenaré al exilio? Quizá sea ésta la pena que a vosotros más os satisfaga. Pero
debería estar muy apegado a la vida y muy ciego para no ver que si vosotros, mis paisanos,
no habéis podido soportar mis interrogatorios ni mis tertulias, sino que os han resultado
molestos hasta el extremo de querer libraros de ellos, ¿cómo voy a esperar que unos
extraños los soporten con más generosidad?
37e
Es evidente que no lo soportarían, atenienses. Y, ¡vaya espectáculo el mío! A mis años
escapando de Atenas, vagando de ciudad en ciudad, convirtiéndome en un pobre
desterrado. Bien sé que en cualquier parte vendrían los jóvenes a escucharme con agrado,
igual que aquí. Pero si los rechazara, serían ellos los que rogarían a sus ancianos que me
exiliaran de su ciudad, y si los acogiera, serían sus padres y familiares los que no pararían
hasta hacerme la vida imposible y tendría que volver a huir. Oigo la voz de alguien que me
recomienda: "Pero Sócrates, ¿no serás capaz de vivir tranquilamente, en silencio, lejos de
nosotros?". Éste es el sacrificio mayor que podéis pedirme, pues se trataría de desobedecer
al dios y yo jamás podría quedarme tranquilo si renunciara a mi misión.
38a
Y aunque no me creáis y penséis que hablo con evasivas, debo deciros que el mayor bien
para un humano es mantener los ideales de la virtud con sus palabras y tratar de los diversos
temas, examinándome a mí mismo y a los demás, pues una vida sin examen propio y ajeno
no merece ser vivida por ningún hombre, me creáis o no. Las cosas son así, aunque sé lo
difícil que es convenceros.
Oferta de una multa
38b
Tampoco soy de los que aceptan con agrado condenas injustas. Si me sobrara el dinero, me
Filosofía 24
habría puesto una multa soportable, que no representara un perjuicio para mí. Pero como
no lo tengo, sois vosotros los que debéis tasar la multa. Tal vez, rebuscando, podría pagaros
hasta una mina de plata. Ésta es la suma que os propongo. Algunos de los presentes, como
Platón, Critón y Critóbulo, me instan a elevar la multa hasta treinta minas, de las que ellos se
hacen fiadores. Propongo, pues, esta nueva suma. Y tendréis en ellos a unos fiadores de
total solvencia.
TERCERA PARTE. SÓCRATES ES CONDENADO A MUERTE
Valoración de la sentencia
38c
Por no querer aguardar un poco más de tiempo, os llevaréis, atenienses, la mala fama de
haber hecho morir a Sócrates, un hombre sabio, pues para avergonzaros os dirán que yo era
un sabio, aunque no lo soy. Si hubierais esperado un poquito más, habría llegado el mismo
desenlace, aunque de un modo natural; considerad la edad que tengo y cuán recorrido
tengo el camino de la vida y qué cercana ronda la muerte. Lo dicho no va para todos, sino
sólo para los que me habéis condenado a morir.
38d
Y a éstos aún tengo algo más que decirles: quizá penséis, atenienses, que he sido condenado
por falta de razones o por la pobreza de mi discurso; me refiero a la clase de discurso que no
he usado, aquel que se sirve de todo tipo de recursos con tal de escapar del peligro. Nada
más lejos de la realidad. Sí, me he perdido por una carencia, pero no de palabras, sino de
audacia y osadía, y por negarme a hablar ante vosotros de la manera que os hubiera
gustado, entonando lamentaciones y diciendo otras muchas cosas indignas e inesperadas en
mí, aunque estéis acostumbrados a oírlas en otros.
38e
Pero yo nunca he creído que hacía falta llegar a la deshonra para evitar los peligros, y ahora
no me arrepiento de haberme defendido así; pues prefiero morir por haberme defendido
como lo he hecho que vivir recurriendo a medios indignos en mi defensa.
39a
Es evidente que muchos en los combates se escapan de la muerte porque abandonan sus
armas e imploran el perdón de los enemigos. Todos los peligros pueden evitarse de muchas
maneras, sobre todo por quienes están dispuestos a claudicar. Pero lo más difícil no es
escapar de la muerte, sino evitar la maldad, que corre mucho más deprisa que la muerte.
39b
A mí, que ya soy viejo y ando algo torpe, me ha pillado la muerte, mientras que mis
acusadores, que aún son jóvenes y ágiles, van a ser atrapados por la maldad. Yo voy a salir
de aquí condenado a muerte por vuestro voto, pero vosotros marcharéis llenos de maldad y
vileza, acusados por la verdad. Yo me atengo a mi condena, pero vosotros deberéis soportar
Filosofía 25
también la vuestra. Tal vez así tenían que suceder las cosas; y pienso que así están bien, tal
como están.
La predicción
39c
Ahora dejadme predecir lo que os va a suceder a vosotros que me habéis condenado, pues
estoy a punto de morir y en estos momentos es cuando los hombres están más dotados del
don de profetizar. Os predigo que después de mi muerte caerá sobre vosotros, ¡por Zeus!,
un castigo mucho más duro que el que me acabáis de infringir. Me habéis condenado con la
esperanza de quedar libres de responder de vuestros actos, pero os profetizo que las
cuentas os van a salir muy al revés: cada día aumentará el número de los que exijan
explicación de vuestros actos, a quienes hasta ahora yo he podido contener, aunque
vosotros no lo advertíais, y tanto más duros serán cuanto más jóvenes y, por ello, más
exigentes; por eso viviréis aún mucho más enojados.
39d
Estáis muy equivocados si creéis que la mejor manera de desembarazaros de los que os
recriminan es matarlos. No es éste el modo más honrado de cerrar la boca a quienes os
inquietan; hay otro mucho más fácil: no perjudicar a los demás y mejorar la propia conducta
en todo lo posible.
39e
Con estas predicciones, como si fueran de un oráculo, me despido de los que han votado mi
muerte. Y ahora quiero dirigirme a quienes me han absuelto, conversando sobre lo que aquí
ha sucedido, a la espera de que los magistrados acaben de trajinar con estos asuntos y me
conduzcan al lugar donde debo esperar la muerte.
40a
Permaneced, atenienses, conmigo el tiempo que esto dure, pues nada nos impide platicar.
Querría comentar con vosotros, como amigos que sois, mi interpretación de lo que
acabamos de vivir.
El último mensaje
¡Oh jueces!, y os llamo jueces con toda propiedad, por haberlo sido conmigo. Algo
sorprendente me ha sucedido hoy: aquella voz del daimon, que antes se me presentaba con
tanta frecuencia para oponerse a cuestiones, incluso mínimas, si creía que iba a actuar a la
ligera, hoy no me ha alertado de la presencia de ningún mal, a pesar de que me he
encontrado con la muerte, que según la mayoría es lo peor que puede ocurrir a una persona.
40b
Ni al salir de casa esta mañana, ni cuando subía al Tribunal, ni en ningún momento de mi
apología me ha impedido seguir hablando, dijera lo que dijera, cuando en otras ocasiones
llegó a quitarme la palabra en mitad del razonamiento, según lo que estuviera hablando.
Filosofía 26
¿Cómo se explica todo esto? Dejadme daros mi interpretación: considero esto una prueba
de que lo que me acaba de suceder es para mí un bien y que, por tanto, no son válidas
nuestras conjeturas cuando consideramos la muerte como el peor de los males. Ésta es la
razón de más peso para convencerme de ello; de lo contrario, si lo que me iba a ocurrir fuera
un mal y no un bien, esa voz del genio se habría opuesto al curso de los acontecimientos.
¿Qué es la muerte?
40c
Todavía puedo añadir nuevas razones para convenceros de que la muerte no es una
desgracia, sino una ventura. Una de dos: o bien la muerte nos deja reducidos a la nada, sin
posibilidad de ningún tipo de sensación, o bien, de acuerdo con lo que algunos dicen,
simplemente se trata de un cambio o mudanza del alma de este lugar hacia otro.
40d
Si la muerte es la extinción de todo deseo y como una noche de sueño profundo, pero sin
ensoñaciones, ¡qué maravillosa ganancia sería! En mi opinión, si nos obligaran a escoger
entre una noche sin sueños pero plácidamente dormida, y otras noches con ensoñaciones u
otros días de su vida; si después de una buena reflexión tuviéramos que decidir qué días y
qué noches han sido los más felices, pienso que todos, y no sólo cualquier persona normal,
sino incluso el mismísimo rey de Persia, encontrarían pocos momentos comparables con la
primera.
40e
Si la muerte es algo parecido, sostengo que es la mayor de las ganancias, pues toda
eternidad se nos aparece como una noche de ésas. Por otro lado, si la muerte es una simple
mudanza de lugar y si, además, es cierto lo que cuentan, que los muertos están todos
reunidos, ¿sois capaces, oh jueces, de imaginar algún bien mayor?
41a
Pues, al llegar al reino del Hades, liberados de los que aquí se hacen llamar jueces, nos
encontraremos con los auténticos jueces, que, según cuentan, siguen ejerciendo allí sus
funciones: Minos, Radamanto, Éaco y Triptólemo, y toda una larga lista de semidioses que
fueron justos en su vida. ¿Y qué me decís de poder reunirnos con Orfeo, Museo, Hesíodo y
Homero? ¿Qué no pagaría cualquiera por poder conversar con estos héroes? En lo que a mí
se refiere, mil y mil veces prefiero estar muerto, si tales cosas son verdad.
41b
¡Qué maravilloso sería para mí encontrarme con Palamedes, con Ayax, hijo de Telamón, y
con todos los héroes del pasado, víctimas también ellos de otros tantos procesos injustos!
Aunque sólo fuera para comparar sus experiencias con las mías, ya me daría por satisfecho.
Mi mayor placer sería pasar los días interrogando a los de allá abajo, como he hecho con los
de aquí durante mi vida terrena, para ver quiénes entre ellos son auténticos sabios y quiénes
creen que lo son, sin serlo en la realidad.
41c
¿Qué precio no pagaríais, oh jueces, para poder examinar a quien condujo aquel numeroso
Filosofía 27
ejército contra Troya, o a Odiseo o Sísifo, o a tantos hombres y mujeres que ahora no puedo
ni citar? Estar con ellos, gozar de su compañía e interrogarlos, ése sería el colmo de mi
felicidad. En cualquier caso, creo que en el Hades no me llevarían a juicio ni me condenarían
a muerte por ejercer mi oficio. Ellos son, allá, mucho más felices que los de aquí, entre otras
muchas razones, por la de ser inmortales, si es verdad lo que se dice.
41d
Vosotros también, oh jueces míos, debéis tener buena esperanza ante la muerte y
convenceros de una cosa: que no hay mal posible para un hombre de bien, ni durante esta
vida, ni después en el reinado de la muerte, y que los dioses jamás descuidan los asuntos de
los hombres justos. Lo que me ha sucedido a mí no es fruto de la causalidad; al contrario,
veo claramente que morir y quedar libre de ajetreos era lo mejor para mí. Por esa razón en
ningún momento me ha disuadido la voz del genio; también por esa razón yo no estoy
enojado contra mis acusadores ni contra los que me han condenado, aunque ninguno de
ellos quería hacerme un bien, sino un mal, lo que les echo en cara.
Petición por los hijos
41e
Y ahora debo pediros un último favor: cuando mis hijos se hagan mayores, atenienses,
castigadles, como yo os he incordiado durante toda mi vida, si pensáis que se preocupan
más de buscar riquezas o negocios que de la virtud. Y si presumen de ser algo, sin serlo de
verdad, reprochádselo como yo os he reprochado, y exigidles que se cuiden de lo que deben
y que no se den importancia, cuando en realidad nada valen. Si hacéis esto, ellos y yo
habremos recibido el trato que merecemos.
42a
No tengo nada más que decir. Ya es la hora de partir: yo a morir, vosotros a vivir. ¿Quién va a
hacer mejor negocio, vosotros o yo? Cosa oscura es para todos, salvo, si acaso, para el dios.
Filosofía 28
13. -DA SILVEIRA, Pablo. “Historias de filósofos”
¿POR QUÉ MATARON A SÓCRATES?
Tal vez por haber hablado del tema durante dos mil quinientos años, hemos terminado
por acostumbrarnos a la idea de que hayan matado a Sócrates. El hecho, sin embargo, es
sencillamente insólito y nuestro asombro vuelve a despertarse cada vez que repasamos
aquellos acontecimientos.
Es que Sócrates era un mal candidato para la cicuta. No solamente era un ciudadano
leal, respetuoso de sus deberes tanto en la paz como en la guerra, sino que era un hombre
relativamente conservador, algo chapado a la antigua, completamente alejado de la imagen
tradicional del revolucionario o del agitador. Su aura de cruzado de la verdad sacrificado por
una mayoría ignorante es una invención del siglo XVIII. A ojos de sus conciudadanos Sócrates
era un buen vecino que, a lo sumo, podía volverse algo molesto con sus preguntas. Por otra
parte, el régimen que lo condenó a muerte no fue una dictadura sangrienta ni una
monarquía despótica, sino esa tolerante democracia griega de la que solemos hablar con
admiración y respeto. ¿Qué extraña combinación de circunstancias tuvo que producirse para
dar lugar a un desenlace tan penoso?
Los dos protagonistas de esta historia -Sócrates y la democracia griega- desaparecieron
hace miles de años. Es por eso que, si queremos entender lo que pasó, tenemos que bucear
en el pasado hasta conseguir dar respuesta a dos preguntas decisivas. La primera es: ¿por
qué Sócrates fue llevado a juicio y condenado a muerte? La segunda es: ¿por qué aceptó
pasivamente la condena, en lugar de huir de Atenas como le proponían sus amigos? Estas
dos interrogantes tienen respuestas que se oponen entre sí. Y si conseguimos entender en
qué se oponen, habremos aprendido algo acerca de ese mundo lejano donde por primera
vez hablaron los filósofos.
Sócrates y Atenas
Imaginemos que estamos a fines del siglo V antes de Cristo y que caminamos por las
calles de Atenas. Es una gran ciudad para la época (probablemente unos cien mil habitantes)
y eso se nota a cada paso: el mercado desborda de gente, numerosos ciudadanos entran y
salen de los edificios públicos, el camino hacia el puerto hormiguea de comerciantes, de
carretas cargadas de mercancía y de esclavos que transportan fardos. Si levantamos los ojos
hacia la acrópolis vemos el Partenón, terminado de construir pocos años antes y (contra lo
que muchos creen) pintado de colores estridentes. Es el imponente testimonio de un pasado
glorioso pero definitivamente clausurado, ya que Atenas acaba de perder su puesto de
primera potencia mundial. La ciudad viene de ser derrotada en una guerra, ha sido golpeada
por dos epidemias de peste y ha sufrido una tiranía breve pero terrible que mató o envió al
exilio a miles de ciudadanos. Todos esos golpes fueron duros y dejaron su marca. Pero los
Filosofía 29
atenienses han sabido sobreponerse a la desgracia y poco a poco parecen retornar a los
viejos buenos tiempos: la democracia es sólida, los negocios recuperan su ritmo, la paz social
parece asegurada.
De pronto, en una esquina, un pequeño grupo de hombres forma un semicírculo en
torno a un personaje estrafalario. El que habla es bajo de estatura, tiene un vientre
movedizo y una nariz chata que estalla entre dos ojos demasiado separados. Va descalzo,
tiene los pies sucios y la túnica en mal estado. En una palabra, es todo lo contrario de esos
griegos apolíneos que nos muestran las estatuas.
Ese hombre gesticula, mueve los brazos, señala impertinentemente con el dedo. Sus
interlocutores pasan de la risa a la confusión, del interés a la furia pero en ningún momento
dejan de escucharlo. La mayoría de ellos son jóvenes bien vestidos y de físicos cuidados.
Cualquier ateniense los reconocería como hijos de ciudadanos ricos. Y cualquier ateniense
diría ante ese cuadro: "Ahí está Sócrates insistiendo con sus molestas preguntas".
Sócrates era uno de los personajes más populares de Atenas, la ciudad que lo vio nacer,
en la que creció y enseñó, la que lo juzgó y terminó por obligarlo a envenenarse. Allí había
nacido en el 469 antes de Cristo, hijo de Sofronisco, un tallador de piedra, y de una conocida
partera llamada Fenaretes. Ambos eran gente sencilla, trabajadora, sin grandes propiedades
ni rentas, Pero los dos eran atenienses de pura cepa, de modo que los varones de esa familia
pertenecían a la minoría de ciudadanos con plenos derechos políticos: podían hablar en la
asamblea, votar y ocupar rotativamente alguno de los numerosos cargos públicos. Sócrates
se había casado con Jantipa, una mujer también ateniense que era famosa por su mal
carácter.
El matrimonio había tenido tres hijos y no se diferenciaba en nada de cualquier familia
de atenienses pobres. La relación entre Sócrates y Atenas se extendió durante largas
décadas, de manera que ambos tuvieron tiempo para formarse una opinión acerca del otro.
Sócrates había nacido en esa ciudad y nunca se había alejado de ella. No era amigo de hacer
grandes viajes ni parecía tener necesidad de recorrer el mundo.
Después de todo, lo que a él le interesaba no eran los paisajes sino los hombres, y todos
los personajes interesantes de aquella época terminaban por confluir en Atenas. Su vida no
era la de un pensador solitario y aislado, como habían sido Tales o Heráclito, ni la de un
aristócrata alejado del pueblo, como sería más tarde su discípulo Platón.
A Sócrates se lo podía encontrar en la calle o en el mercado, conversando con los
políticos, con los comerciantes o con los artesanos. Su vida, como la de todo buen ateniense,
había estado constantemente ligada a la historia de la ciudad. La había visto crecer y
fortalecerse, había asistido regularmente a la asamblea e incluso había cumplido un par de
veces con el más serio de los deberes del ciudadano: había luchado como soldado de
infantería para defender a Atenas de ataques exteriores. No se destacó, que sepamos, como
un combatiente particularmente brillante pero el hecho es que allí había estado, hombro
con hombro en ese ejército formado por ciudadanos en armas.
¿Cómo es posible que un hombre semejante, que hacía parte del más típico paisaje
ateniense, haya despertado un odio suficiente en sus conciudadanos como para terminar
Filosofía 30
siendo condenado a muerte a setenta años de edad? Contestar esta pregunta no tarea fácil,
pero al menos podemos descartar una posible respuesta: cualquiera sea el crimen cometido
por Sócrates, lo cierto es que no fue un agitador ni un subversivo en el sentido habitual de
estos términos. Jamás desafió a las autoridades legítimas, nunca participó en una campaña
política, ni siquiera fue un orador que se destacara en la asamblea. Su currículum de
ciudadano se reduce a un par de anécdotas que no permiten explicar su muerte, sino que
más bien lo pintan como un hombre que hubiera merecido el elogio de sus conciudadanos.
Por la primera historia sabemos que al menos una vez en su vida Sócrates ocupó una
magistratura, es decir, uno de esos cargos rotativos que duraban un año y que se distribuían
por sorteo entre los ciudadanos. Esto no tiene nada de excepcional porque así funcionaban
las cosas en Atenas: la administración de justicia, la inspección de las pesas que se utilizaban
en el mercado, el control de las operaciones de carga y de descarga en el puerto, el
cumplimiento de las liturgias en los templos, eran funciones que se ponían en manos de
ciudadanos comunes según lo determinara la suerte. En esta rotación de responsabilidades
consistía para los griegos la democracia directa. Así que no es nada raro que una vez le
tocara a Sócrates, no porque fuera Sócrates sino porque era ciudadano.
No es menos cierto, sin embargo, que su desempeño en el cargo dio que hablar a los
atenienses. Un hecho fortuito lo obligó a tomar una decisión difícil y eso lo colocó en el
centro de una tormenta política. Sócrates, en efecto, fue magistrado en tiempos de ese
conflicto contra Esparta que los historiadores llaman la Guerra del Peloponeso. Y ocurrió que
mientras estaba en funciones se produjo una batalla naval que tuvo resultados desastrosos
para los atenienses. Al conocerse la noticia, la opinión pública reaccionó indignada contra los
estrategos, es decir, contra los ciudadanos especializados en cuestiones militares que habían
dirigido el combate. Y, en un clima más bien violento, alguien propuso juzgarlos a todos y
condenarlos en bloque por su incompetencia.
La propuesta iba contra las leyes de la ciudad, que prohibían los juicios colectivos para
darle a cada acusado una adecuada oportunidad de defenderse Pero los atenienses no
estaban de humor para fijarse en detalles y querían pasar rápidamente a la ejecución.
Sócrates, sin embargo, hizo valer todas sus potestades de magistrado y, pese a sufrir
grandes presiones, consiguió bloquear la iniciativa. No sabemos exactamente cómo terminó
el episodio, pero tanto Platón como Jenofonte lo recordaban tiempo después de su
ejecución. Era una de esas historias edificantes que les gustaba contar a griegos cuando se
trataba de resaltar las virtudes de un ciudadano muerto.
Fuera de este episodio, hay sólo otra oportunidad la que Sócrates tuvo una actuación
política destacada. Lo que hizo aquella vez fue un verdadero acto desobediencia civil, pero
no lo cometió contra la democracia sino contra una dictadura sangrienta. Este segundo
hecho ocurrió hacia el año 404 antes de Cristo, luego de que Atenas perdiera la guerra
contra Esparta. Esa época fue especialmente dura para los atenienses, porque la ciudad
quedó bajo el control de una fuerza de ocupación que impuso un gobierno integrado por
treinta aristócratas simpatizantes de la potencia vencedora y de claras convicciones
antidemocráticas. Los Treinta Tiranos instalaron un régimen de terror que les costó el exilio,
Filosofía 31
la expropiación o la muerte a miles de ciudadanos. La pesadilla duró apenas un año, pero
eso fue tiempo suficiente para hacerte muchísimo daño a buena parte de los atenienses.
Aquella vez Sócrates tuvo mala suerte. El gobierno había decidido detener a un opositor
llamado León de Salamina y, como era habitual en aquel tiempo, eligió por sorteo a un grupo
de ciudadanos para que fuera a buscarlo. (En Atenas no había policía profesional, de manera
que eran los propios ciudadanos o simples esclavos quienes se ocupaban de arrestar a los
delincuentes, cuidar las cárceles y ejecutar las sentencias). Sócrates quedó entre los cinco
vecinos seleccionados por este procedimiento pero se negó a cumplir la orden: en lugar de ir
con los otros a buscar a León, sencillamente se volvió para su casa. Por lo que sabemos ese
acto no tuvo mayores consecuencias para él, aunque bien pudo haberle costado la vida. Y en
cierto sentido esa muerte hubiera sido mucho más comprensible (y mucho más honrosa
para Atenas) que la que finalmente tuvo.
Estas dos historias son todo lo que sabemos acerca del Sócrates ciudadano. Las dos nos
dan una imagen simpática del personaje pero, a escala ateniense, son muy poco
impresionantes.
Es que la vida y la política estaban ligadas en esa ciudad hasta un punto que hoy nos
cuesta imaginar. Los atenienses empezaban a prepararse para participar en los asuntos
públicos casi desde niños. Todavía adolescentes, los futuros ciudadanos empezaban a ser
integrados a los banquetes y a las tertulias de sus mayores. Allí conocían a las figuras más
importantes del arte y de la política, al tiempo que aprendían a argumentar, a discutir y a
persuadir a los demás. En esa misma época empezaban a frecuentar el gimnasio,
preparándose para servir como soldados. Luego se integraban a la asamblea y a partir de los
treinta años se convertían en ciudadanos, con derecho a ser electos para todos los carde la
administración. A lo largo de ese proceso los atenienses tomaban partido, se incorporaban a
corrientes de opinión, tejían una compleja red de amistades y de enemistades políticas,
participaban en toda clase de conflictos y no pocas veces se jugaban la vida. Por eso, casi
cualquier ateniense que llegara a los setenta años tenía mucha experiencia acumulada y
muchas historias que contar.
¿Cómo pudo ocurrir que un hombre comparativamente poco involucrado en los
vaivenes de la vida política terminara siendo ejecutado? ¿Y cómo se explica que haya sido
condenado a muerte en un momento de relativa calma, bajo un gobierno legítimo y
democrático? Porque Sócrates no fue ejecutado por la dictadura de los Treinta Tiranos sino
cinco años más tarde, cuando la democracia ya había sido restaurada. No fue condenado por
un régimen débil o acorralado, sino bajo instituciones que contaban con un gran apoyo
popular. Más aun, el principal de sus acusadores, que se llamaba Anito, era uno de los
políticos que más había contribuido al reestablecimiento de la democracia tras la dictadura
de los Treinta. Anito era el autor de una ley de amnistía con la que se había pacificado la
ciudad luego de un período de disturbios. Y, para demostrar que su iniciativa iba en serio, él
mismo había renunciado a recuperar las numerosas propiedades que los Treinta le habían
confiscado. Eso lo había convertido en uno de los políticos más influyentes de Atenas y en
uno de los principales dirigentes del partido democrático. No era un irresponsable ni un
Filosofía 32
fanático, ni mucho menos un intrascendente en busca de protagonismo.
Lo que sucedió en aquel momento es, por lo tanto, a la vez claro y duro de admitir: la
que mató a Sócrates fue la Atenas democrática, la misma Atenas que había sido antes y
siguió siendo después un reducto de tolerancia y de participación política. Esa Atenas lo
mató con toda conciencia, sin que mediara un error judicial ni una crisis que hiciera perder el
control de los acontecimientos. ¿Cómo entender lo que ocurrió si no queremos
contentarnos con algunas acusaciones generales de ignorancia y de fanatismo?
Para encontrar una solución al problema tenemos que empezar por preguntarnos qué
hizo Sócrates de especial a lo largo de su vida. Y la respuesta inmediata es que habló todo el
tiempo sin escribir jamás una sola línea. Pero hablar estaba lejos de ser un delito en Atenas.
Al contrario, esa era una ciudad donde las cosas más importantes se hacían hablando: se
hablaba en el mercado y en los tribunales, se hablaba en la asamblea, se hablaba sin parar
en la tienda del barbero, en el teatro y en las esquinas. Hablaban los jóvenes y los viejos, los
ricos y los pobres, los ciudadanos y los extranjeros. Atenas era una ciudad soleada y
meridional donde nadie pensaba que hablar fuera una pérdida de tiempo. ¿De qué había
hablado Sócrates para que lo suyo fuera tan especial en ese contexto? Sencillamente había
hablado de todo: de la virtud, de la verdad, de la ciencia, de la justicia, de la belleza, del
amor, de la libertad, de la muerte, de la vida. Y más que hablar, había preguntado. Había
tratado de saber qué pensaban sus vecinos para ver qué podía sostenerse con razonable
firmeza.
Aquí parece estar una de las claves del problema: el trabajo de Sócrates no consistía
tanto en afirmar como en poner en duda. Se había propuesto mostrar a los atenienses que
sus opiniones y sus juicios estaban basados en la costumbre y no en la razón, de modo que
eran incapaces de defender con argumentos lo que tenían por bueno, por justo o por
verdadero. Se trataba de una tarea capaz de exasperar a cualquiera y él la llevaba a cabo con
verdadera impertinencia. Su método consistía en pedir la definición de un concepto
aparentemente claro para deducir de allí una serie de consecuencias insospechadas y
contradictorias. Sócrates enredaba a su interlocutor con sus propias palabras y lo alentaba a
reformular el concepto. Pero luego volvía a hacerlo trizas y lo dejaba todavía más perplejo.
Como si todo esto fuera poco, sus palabras estaban permanentemente adornadas con
declaraciones de humildad: "Sólo sé que no sé nada. Sólo repito el oficio de mi madre: con
mis preguntas saco a luz ideas que son de otros".
Detrás de estas declaraciones falsamente modestas había un objetivo muy poco
tranquilizador: se trataba de poner en evidencia todo lo que había de infundado o de poco
claro en las ideas que eran ampliamente aceptadas por los atenienses de su tiempo. Pero no
seamos injustos con los antiguos griegos. Ellos conocían perfectamente la diversidad de
opiniones y habían hecho un culto de la tolerancia. La prédica de Sócrates podía parecerles
incómoda pero no por eso lo habrían matado. No, al menos, si esa prédica no se hubiera
sumado a otros factores hasta producir una mezcla explosiva. Y eso fue precisamente lo que
pasó.
Filosofía 33
Perplejidad y crispación
El trabajo de zapa desarrollado por Sócrates no era completamente nuevo para sus
conciudadanos. Más bien formaba parte de un movimiento general que horadaba la
sabiduría tradicional y daba paso a un nuevo mundo de ideas. Los griegos habían dejado
definitivamente atrás su pasado rústico y guerrero, y eran cada vez más conscientes de que
los viejos versos de Homero ya no contenían todas las respuestas.
Los problemas habían empezado un siglo y medio atrás, cuando en las colonias de la
costa jonia -hoy Turquía- aparecieron los primeros filósofos. Esos nuevos intelectuales se
dedicaban a observar la naturaleza con ojos que no eran los de la religión ni los de las
tradiciones ancestrales. "El sol -decían- no es un dios sino una piedra incandescente; las
nubes son el resultado de la evaporación del agua; la variedad de la naturaleza puede
reducirse a los diferentes estados de un único elemento." Muchas de sus hipótesis eran
falsas y estaban mal controladas, pero implicaban un cambio de actitud respecto del pasado:
la costumbre no alcanza para justificar una idea; aunque hayamos creído en algo desde
siempre, tenemos que encontrar argumentos racionales que nos permitan sostenerlo.
Con el correr del tiempo estas ideas se habían extendido y radicalizado, pasando del
análisis de los fenómenos naturales a la discusión de las cosas humanas. Atenas se había
visto progresivamente invadida por unos nuevos maestros de moral y de retórica que se
llamaban sofistas y que afirmaban la relatividad de todas las cosas. "Una buena causa -
sostenían estos hombres provenientes de ciudades lejanas- es aquella que ha sido bien
defendida en los tribunales." Y agregaban desafiantes: "El hombre es la medida de todas las
cosas".
Todo esto podría haber quedado como una más de las tantas modas intelectuales que
circulaban en Atenas, si no fuera porque las nuevas ideas atrajeron a mucha gente culta y,
en especial, a los hijos de los aristócratas. Eso cambió radicalmente las cosas, porque esos
jóvenes constituían la generación de recambio de la clase dirigente. De ellos se esperaba que
recibieran la educación tradicional, que se incorporaran a las tertulias de sus mayores y que
se convirtieran en prolongadores de la sabiduría ancestral. Sin embargo, esos jóvenes ricos y
cultos empezaban a reírse de las creencias compartidas y a despreciar a sus antecesores.
Querían cortar con el pasado y abandonar las tradiciones. Ya no les interesaba leer la Ilíada
ni la Odisea, sino aprender la retórica y la lógica. Ya no prestaban atención a la antigua
religión sino a la astronomía y a la zoología. Preferían usar el dinero de sus padres para
retribuir al último sofista en lugar de comprarse un caballo o un equipo de guerra.
Las ideas que defendían los jóvenes aristócratas no siempre coincidían con las que
enseñaban sus maestros. Estos últimos tampoco estaban siempre de acuerdo entre si,
especialmente si se trataba de una discusión entre sofistas y filósofos. Pero estos matices no
tenían la menor importancia para el ateniense común. A ojos de la gente sencilla, lo único
importante era que los nuevos intelectuales habían contaminado a los jóvenes con ideas
estrafalarias y que ahora esos jóvenes se lanzaban contra las tradiciones que sostenían a las
Filosofía 34
instituciones políticas, a la familia y a la religión. 'Los sofistas están lejos de ser locos -decía
Anito, el acusador de Sócrates-. Los locos son los jóvenes que les pagan y, más todavía, los
padres que ponen a sus hijos en sus manos. Pero las peores de todos son las ciudades que
los reciben dentro de sus muros, en lugar de expulsar sin excepción a todo individuo, sea
extranjero o no, que tenga esa profesión."
Las cosas estaban tomando un tinte poco tranquilizador. Los nuevos intelectuales
habían conmovido la cultura tradicional diciendo que la costumbre no alcanzaba para
justificar las convicciones y que aun lo más sagrado debía encontrar un fundamento en la
razón. Los jóvenes aristócratas habían convertido ese lema en un grito de guerra y se habían
lanzado a la destrucción de la tradición. Un grupo de ellos había llegado a fundar un Club de
Adoradores del Mal que se dedicaba a burlarse de los cultos ancestrales. Una de sus
actividades preferidas consistía en organizar enormes y ruidosos banquetes precisamente en
los días de recogimiento y ayuno. Y las cosas no terminaban allí. Una mañana del año 415
antes de Cristo, en plena guerra contra Esparta, los atenienses descubrieron horrorizados
que las estatuas sagradas que protegían a la ciudad habían sido mutiladas. Durante la noche,
algún grupo que nunca fue identificado pero que sabía dónde golpear había cometido un
acto que hubiera sido inimaginable pocos años atrás. "Esto es demasiado -pensaba el
ateniense común-; esto nos va a traer la ira de los dioses." Y lo peor es que ese hombre
sencillo tuvo la plena confirmación de sus temores.
La segunda mitad del siglo V antes de Cristo fue uno de los períodos más calamitosos de
la historia de Atenas. En el 431 se desató la Guerra del Peloponeso, ese largo conflicto contra
Esparta que terminó en una derrota abrumadora. En un lapso de apenas cuatro años (entre
el 430 y el 426) dos epidemias de peste cayeron sobre la ciudad y mataron a un tercio de la
población. La peste se llevó entre otros al propio Pericles, que no sólo era el jefe político y
militar de la ciudad sino el símbolo viviente de su grandeza. En el 415 los atenienses hicieron
un último intento por revertir la situación militar y reunieron todas sus fuerzas para
conquistar Sicilia. Pero cuando los barcos acababan de dejar el puerto se descubrió la
mutilación de las estatuas sagradas y el terror se apoderó de la ciudad: los supuestos
culpables fueron perseguidos, expropiados o ejecutados tras juicios sumarísimos. Entre los
sospechosos figuraba Alcibíades, un aristócrata joven y ambicioso que comandaba la flota de
guerra. Alcibíades fue convocado a Atenas para ser sometido a juicio pero, en lugar de
obedecer, se escapó a Esparta y empezó a colaborar con el enemigo. La expedición a Sicilia
terminó en un desastre y en Atenas hubo un golpe de estado. La guerra duró todavía unos
años pero en el 405 se produjo la derrota definitiva. La ciudad se rindió y fue ocupada por las
fuerzas espartanas. Sus habitantes quedaron en manos de los Treinta Tiranos.
Esta sucesión de calamidades demandaba alguna explicación y los ojos de muchos
atenienses empezaron a dirigirse hacia los nuevos intelectuales. Con su racionalismo a
ultranza y su relativismo moral, esos nuevos maestros habían traído los peores males
imaginables a la ciudad. La irreverencia y los sacrilegios de sus discípulos habían terminado
por desatar la furia de los dioses. La guerra, la peste, los golpes oligárquicos eran la
consecuencia inevitable del abandono de la vieja sabiduría.
Filosofía 35
En todo esto había un enorme malentendido, pero también un conflicto muy real. La
sabiduría convencional griega (la que transmitían los poemas de Homero) había sido siempre
una sabiduría de los límites: la innovación política debía respetar la costumbre, la discusión
moral debía contemplar la tradición, la religión debía continuar con los usos del pasado, el
conocimiento no debía profanar lo que era patrimonio de los dioses. Ese era el gran secreto
que explicaba la estabilidad y la continuidad del estilo de vida griego: los hombres podían
innovar pero no debían actuar como si fuesen dioses. Esa falta se designaba con una palabra,
hybris, que quería decir desmesura, tentación de lo absoluto.
Los nuevos intelectuales fueron vistos como responsables de las calamidades que sufría
Atenas porque habían convertido la hybris en programa. A ojos de la sabiduría tradicional, lo
que pretendían esos hombres era ir más allá de donde era sensato llegar si se quería
mantener la paz social y la vida civilizada. El filósofo Heráclito había despreciado la sabiduría
de los ancestros y no había vacilado en tratar a Homero de charlatán. Y a los sofistas como
Protágoras no les temblaba la voz cuando decían que había que investigar la naturaleza sin
preocuparse en saber si los dioses existen o no. Para muchos atenienses esto implicaba
rivalizar con lo divino intentar elevarse por encima de los límites humanos para alcanzar un
conocimiento y un dominio absolutos. Y tal pretensión sólo podía culminar en un desastre.
No había que olvidar que a Prometeo le habían comido el hígado por desafiar a los dioses y
que a Ícaro se le habían fundido las alas por acercarse demasiado al sol.
Sería un error de nuestra parte mirar con suficiencia este tipo de temor. Los antiguos
griegos se expresaban de un modo arcaico, pero lo que estaban planteando al hablar de la
cólera de los dioses era un problema muy real. Para decirlo en términos contemporáneos, la
pregunta que se estaban haciendo es cuánta innovación y cuánta ruptura con el pasado
puede soportar una sociedad sin llegar a descomponerse como tal. Pese a su simpleza, los
compatriotas de Sócrates sabían que una sociedad es un tejido de vínculos que requieren ser
alimentados, y se estaban preguntando cuánta tensión puede resistir ese tejido sin correr el
riesgo de estallar. Con el paso de los siglos hemos aprendido que una sociedad puede tolerar
mucha más heterogeneidad y mucha más complejidad que lo que creían los antiguos
griegos, pero eso no quita que su pregunta siga teniendo sentido. De hecho, es probable que
hoy lo tenga más que nunca, así como es probable que siga ganándolo en el futuro.
La cultura tradicional ateniense había ingresado en una profunda crisis y esto planteaba
un problema de supervivencia en tanto sociedad. Los atenienses empezaron a defenderse
como podían de ese peligro y, como casi siempre ocurre cuando actuamos crispados, en
general lo hicieron mal.
A principios de la guerra con Esparta fue incorporado a la legislación ateniense el delito
de impiedad, que podía aplicarse a todos quienes pusieran en duda la existencia de los
dioses. Por lo que sabemos, la norma fue propuesta por un tal Diopites hacia el año 432
antes de Cristo, con el objeto de perseguir a quienes buscaban explicaciones naturales para
los fenómenos que hasta entonces habían sido considerados divinos. Pero el hecho es que la
nueva ley fue usada casi exclusivamente para atacar al círculo de intelectuales y de artistas
que rodeaba a Pericles, que eran los representantes más visibles de la nueva mentalidad.
Filosofía 36
El primer acusado fue Anaxágoras, un filósofo que enseñaba que el sol y los cometas
eran piedras incandescentes, que la luna era una piedra fría de relieve montañoso y que el
trueno era el resultado de una colisión entre nubes. El acusado fue condenado a muerte y
terminó huyendo de la ciudad. El siguiente ataque se dirigió contra el escultor Fidias, a
quien los atenienses debían los frisos del Partenón y algunas de las estatuas más famosas de
Grecia. Fidias fue acusado de utilizar su arte para divinizarse a sí mismo: aparentemente
había esculpido propio retrato en algún lugar del Partenón. Y pese a todo su talento y a todo
su prestigio, no pudo escapar a una condena que le hizo terminar sus días en prisión. "La
historia posee en su totalidad -dice el historiador Moses Finley- la apariencia de un ataque
dirigido contra los intelectuales, en un tiempo en que una parte de ellos estaba
cuestionando y con frecuencia desafiando creencias profundamente enraizadas en los
campos de la religión, la ética y la política.
"¿Y por qué no incluir a Sócrates entre estos hombres que empujaban la ciudad hacia la
desintegración? Es verdad que él no era un sofista, como lo mostraba su propia condición de
ateniense y el que se negara a cobrar por sus lecciones. Pero Sócrates también criticaba la
moral tradicional y demolía las antiguas ideas acerca de lo justo y de lo bueno. Era además
un severo crítico de la democracia, a la que acusaba de poner en el gobierno a hombres
indignos de esa tarea. Nunca se le había escuchado hablar en favor de la tiranía ni de los
golpes oligárquicos, pero si no había hecho nada en contra de la democracia, tampoco había
hecho gran cosa por ella. Más bien había mostrado una olímpica indiferencia hacia las
instituciones, hasta el punto de que jamás había tomado la palabra en la asamblea de
ciudadanos. Este hombre locuaz y entrometido, que hablaba en todas las plazas y esquinas
de Atenas, se había callado justamente allí donde más consecuencias podía tener su voz.
Callarse, por supuesto, no era delito en Atenas. Pero era algo que llamaba mucho la
atención, sobre todo si el silencio provenía de Sócrates. Porque si bien él mismo no podía ser
acusado de haber conspirado contra la democracia, entre sus discípulos se contaban algunos
de los hombres que más daño le habían hecho a la ciudad. Por ejemplo, el brillante y
tormentoso Alcibíades, que en plena guerra había cambiado de bando y le había trasmitido
información esencial al enemigo. O varios de los impulsores del golpe oligárquico del año
411. O peor aún, el propio Critias, el más sangriento de los Treinta Tiranos. Y también
Cármides, otro de los Treinta, que además era tío de Platón. Podía ser que ese hombre no
fuera una mala persona ni un conspirador político, pero los resultados de su enseñanza
estaban a la vista y podían ser juzgados por cualquiera.
Aristófanes, un comediante brillante y muy popular en Atenas, fue uno de los primeros
en sacar esta conclusión. Por eso escribió una serie de comedias en las que Sócrates aparecía
como personaje, pero sobre todo una -Las nubes- que parecía escrita con toda la intención
de destruirlo.
Las nubes se estrenó en Atenas veinticinco años antes del juicio. En ella aparece un
Sócrates burdo y caricaturesco, mitad sofista y mitad bufón, que pasa sus días en una Casa
de Pensar. Desde ese extraño reducto hace la defensa del ateísmo radical y confunde a sus
interlocutores con razonamientos absurdos. El retrato es claramente difamatorio, pero es
Filosofía 37
seguro que Aristófanes se hacía eco de algunas bromas bien conocidas en la ciudad. La obra
termina en un gigantesco caos donde todo se confunde y se destruye. En un cierre típico de
Aristófanes (que bien podría haber sido guionista de los Monty Phyton) la Casa de Pensar es
incendiada y reducida a escombros, sin que quede claro si Sócrates consigue escapar. Platón
nunca le perdonó este final y, muchos años después de la ejecución, todavía acusaba a
Aristófanes de haber sido su primer instigador.
Es difícil saber si Platón tenía razón o no, pero es seguro que los motivos del proceso
debieron cocerse a fuego lento. En parte Sócrates fue ejecutado por lo que dijo, en parte por
lo que no dijo y en parte por lo que dijeron e hicieron los hombres que lo rodeaban. Esta
complejidad tal vez explique por qué fue juzgado y condenado en un tiempo en que poca
gente corría ese peligro, como lo prueba el hecho de que no se conozcan procesos
semejantes al suyo en las décadas posteriores. Sócrates fue llevado a juicio como nuevo
intelectual y por delitos de opinión. Pero es seguro que si él mismo no hubiera colaborado
activamente con sus censores, difícilmente hubiera conocido el sabor de la cicuta.
Un acusado que se condena a sí mismo
"La presente acusación y declaración son juradas por Meleto, hijo de Meleto, del demo
de Pitthos, contra Sócrates, hijo de Sofronisco, del demo de Alopece. Sócrates es culpable de
no creer en los dioses en los que cree la ciudad y de introducir divinidades nuevas. También
es culpable de corromper a los jóvenes. El castigo propuesto es la muerte."
El hombre que leyó esta acusación era un personaje poco importante en la ciudad.
Presentaba sus cargos contra Sócrates como ciudadano privado, tal como se hacía
normalmente en los juicios de la época. Lo acompañaban en la iniciativa otros dos
ciudadanos: Licón, del que tampoco tenemos mayores noticias, y Anito, que era el más
destacado de los tres y, quizás, el real instigador del proceso. Anito era un político de nueva
generación, es decir, un nuevo rico ajeno a la aristocracia tradicional que había ingresado a
la política después de hacer fortuna. Toda su riqueza provenía de una curtiembre que
funcionaba con mano de obra esclava. Según Jenofonte entre él y Sócrates había habido
algún roce personal, ya que Sócrates le había echado en cara que estaba educando a su hijo
para ser curtidor y no para ser un hombre digno. No sabemos si este fue el motivo real del
juicio, pero sí sabemos que en la Atenas de aquel tiempo no era una gran idea tener a Anito
de enemigo.
La acusación fue leída ante un jurado de 501 miembros elegidos al azar entre los
ciudadanos mayores de treinta años. Esto era parte del procedimiento normal en Atenas,
donde existían jurados pero no jueces: los propios miembros del tribunal decidían la
sentencia, votando en una urna tras haber escuchado el testimonio de las partes. El
magistrado que presidía el proceso no era un jurista profesional sino un ciudadano también
designado por sorteo. Tampoco existía una corte de apelaciones, de modo que la decisión
era definitiva. Los acusadores tenían cierto plazo para formular sus cargos y presentar sus
testigos. Luego le tocaba al acusado defenderse a sí mismo, aunque podía contar con el
Filosofía 38
asesoramiento previo de oradores profesionales. Todo el proceso era oral y aun las pruebas
documentales debían leerse en voz alta. El tiempo que cada parte tenía para hablar era el
mismo y se medía con un reloj de agua que se detenía durante las declaraciones de los
testigos y la lectura de los documentos.
El proceso duraba varias horas y durante ese tiempo los miembros del jurado
permanecían sentados en bancos de madera. Las sesiones eran públicas, de manera que
cualquier persona podía asistir a las discusiones. Cuando las intervenciones de cada parte
terminaban, los miembros del tribunal votaban una primera vez para decidir si el acusado
era culpable o inocente. Si resolvían esto último, la persona quedaba en libertad y podía
presentar cargos contra su acusador. Esta era una manera ingeniosa de desalentar a quienes
no tuvieran buenas razones para iniciar un proceso. Si, en cambio, el acusado era
encontrado culpable, cada una de las partes debía sugerir una condena. Los miembros del
tribunal votaban entonces una segunda vez para elegir entre las dos propuestas
presentadas, sin poder formular alternativas. Este mecanismo incitaba a las dos partes a
sugerir condenas justas, ya que sí una de ellas cargaba demasiado las tintas corría el riesgo
de inclinar al jurado en la dirección de su oponente.
La acusación leída por Meleto combinaba dos cargos diferentes. El primero era el de
impiedad, es decir, el de "no creer en los dioses en los que cree la ciudad y de introducir
divinidades nuevas". El segundo, decididamente menos teológico, era el de corromper a los
jóvenes". Las dos cosas eran bien diferentes entre sí, pero habían estado tradicionalmente
unidas en las críticas que se hacían a los nuevos intelectuales.
Detrás de la acusación de impiedad estaba la vieja ley de Diopites que había hecho
posible la condena de Anaxágoras y de Fidias. Tratándose de Sócrates, la acusación parecía
bastante infundada. Él nunca había atacado a la religión tradicional y (si los diálogos que
escribió Platón en su juventud reflejan algo de su vida real) era común escucharlo invocar a
los dioses o verlo entre los asistentes a las ceremonias religiosas. Hay incluso un episodio
célebre que lo vincula al templo de Delfos, uno de los santuarios más importantes de toda
Grecia. Según la tradición, la sacerdotisa de Delfos habría dicho durante un trance que
Sócrates era el más sabio de los griegos. Sócrates no puso en cuestión al oráculo pero se
permitió interpretarlo a su manera: "Lo que quiso decir la sacerdotisa es que los demás
creen que saben algo con certeza, cuando todo lo que saben es incierto. Yo en cambio no sé
nada con seguridad, pero al menos soy consciente de ello".
La única base para la acusación de impiedad era un rasgo de su personalidad bien
conocido por sus vecinos: Sócrates decía a quien quisiera escucharlo que dentro suyo
habitaba un daimon (un genio o demonio, pero sin la connotación de malignidad) que le
hablaba interiormente en el curso de las discusiones. Ese espíritu siempre hablaba por la
negativa. Le decía: "¡por ahí no!" o: "¡ese camino no te lleva a la verdad que estás
buscando!", sin dar jamás una instrucción positiva. El daimon de Sócrates sabía lo que el
filósofo Henri Bergson formuló muchos siglos después en palabras más familiares para
nosotros: que las primeras certezas a las que accedemos son casi siempre negativas. En una
situación difícil solemos saber cómo no actuar antes de tener claro lo que efectivamente
Filosofía 39
debemos hacer. O, al intentar comprender un problema, el primer paso consiste a menudo
en saber cuáles son las interpretaciones que no pueden llevarnos a una solución correcta.
Las certezas positivas son más trabajosas y tardías.
Pero, tanto en la Atenas de aquel entonces como ahora, sería muy difícil pretender
confundir esa rareza con un acto de sacrilegio. Sócrates no tenía nada de blasfemo y era
ridículo pretender que su daimon ponía en peligro a los dioses de la ciudad. Aun para los
atenienses de hace veinticinco siglos, un genio privado no era más que una originalidad
inofensiva. Es probable que esta parte de la acusación no haya tenido otra finalidad que la
justificar la condena a muerte, porque esa era la pena establecida en la vieja ley de Diopites.
Lo que realmente se le objetaba a Sócrates no era convivir con un dios privado sino, como
decía la segunda de las acusaciones, haber corrompido a los miembros de las nuevas
generaciones.
Cuando en la Atenas de los siglos V o IV antes de Cristo se hablaba de corromper a los
jóvenes, no se hablaba de nada parecido a lo que podemos entender hoy. Buena parte de los
actos que nosotros agruparíamos en este rubro eran considerados por los atenienses (al
menos por los pertenecientes a los círculos aristocráticos) como perfectamente admisibles y
hasta edificantes. Dicho más claramente: Cuando Meleto acusaba a Sócrates de corromper a
la juventud no estaba hablando de nada que tuviera que ver con el sexo. Lo estaba acusando
(a él y al resto de los nuevos intelectuales) de apartar a los jóvenes de la sabiduría
convencional, de debilitar sus lazos de fidelidad con la ciudad, de alejarlos de la moral
ancestral que se había transmitido de generación en generación.
Esto se ve claramente cuando, en un momento dramático del proceso, Sócrates exige a
Meleto que nombre "un solo hombre al que yo haya corrompido". Meleto responde: "Puedo
nombrar a cuantos convenciste de seguir tu autoridad en lugar de la autoridad de sus
padres". Y Sócrates se justifica exponiendo una de sus ideas más recurrentes: "Eso es
verdad, pero en asuntos de educación se debería acudir a expertos y no a parientes".
Es probable que este diálogo nunca haya existido. Jenofonte lo incluye en su versión del
Juicio, pero Platón no lo menciona. En realidad, ni uno otro son demasiado dignos de
confianza porque nunca intentaron hacer una crónica fiel del proceso sino explicar los
problemas de fondo que estaban en juego. Platón, por ejemplo, escribió una brillante
defensa que supuestamente reflejaba lo dicho por Sócrates ante el tribunal, pero en otra se
confiesa que el discurso real fue más bien pobre: el punto fuerte de Sócrates era la discusión
y no las grandes declamaciones. Como sea, ese diálogo, ficticio o no, nos permite ver el
conflicto que a las dos partes en litigio.
Para los hombres como Anito y Meleto, los nuevos intelectuales eran culpables de haber
corrompido a los jóvenes en el sentido de haberle hecho cambiar la religión por la
astronomía, el respeto a la ciudad por el cosmopolitismo, el interés hacia los asuntos
públicos por la juerga y la poesía intimista. Entre los adultos y los jóvenes se había
interpuesto una barrera conformada por las exigencias de la nueva razón, y esa barrera
había terminado por destruir aquello que desde siempre habían compartido los atenienses.
Sócrates, al defenderse, expone el corazón de su doctrina: la virtud, la justicia, la verdad,
Filosofía 40
no son cuestiones de costumbre sino exigencias a las que debemos responder con ayuda de
la razón. Para esa tarea tenemos que prepararnos y ejercitarnos del mismo modo que
entrenamos nuestro cuerpo para la guerra. Y así como apelamos al gimnasta para que nos
guíe en el cultivo del físico, tenemos que apelar al filósofo para que nos guíe en el cultivo del
alma. Era, por cierto, una respuesta clara y coherente, pero tenía un problema grave: sólo
podía convencer a quienes ya estaban convencidos, es decir, a aquellos que, como el propio
Sócrates, percibían las insuficiencias de la sabiduría convencional.
Es por eso que la condena a muerte no puede ser vista como un simple error judicial ni
como un acto de venganza mezquina. Fue más bien el resultado de un conflicto entre un
mundo que nacía y un mundo que estaba muriendo. Uno de los primeros en subrayar este
hecho fue Hegel, quien rotundamente afirmaba que los atenienses habían tenido sus
razones para hacer lo que hicieron: "En Sócrates -decía Hegel- vemos representada la
tragedia del espíritu griego. Es el más noble de los hombres, es moralmente intachable, pero
trajo a la conciencia ( ... ) un principio de libertad del pensamiento puro, del pensamiento
absolutamente justificado que existe puramente en sí y por sí. Y este principio de la
interioridad, con su libertad de elección, significaba la destrucción del estado ateniense. El
destino de Sócrates es, pues, el de la extrema tragedia. Su muerte puede parecer la peor
injusticia, puesto que había cumplido perfectamente con sus deberes para con la patria y
había abierto a su pueblo un mundo interior. Pero, por otro lado, también el pueblo
ateniense tenía perfecta razón al sentir claramente que esta interioridad debilitaba la
autoridad de la ley y minaba al estado ateniense. Por justificado que estuviera Sócrates,
igualmente justificado estaba el pueblo ateniense ante él"
Con todo, los atenienses no estaban demasiado entusiasmados con la ejecución. Las
grandes histerias colectivas habían pasado y el clima de tolerancia había vuelto a la ciudad.
La prueba es que Platón no tuvo problemas cuando, no mucho después de la muerte de su
maestro, abrió en plena Atenas una escuela de filosofía que fue un foco de pensamiento
antidemocrático. Pese a esta prédica conocida en toda Grecia, Platón murió de viejo y sólo
tuvo problemas fuera de la ciudad cuando emprendió la loca aventura de convertir a un
tirano en filósofo-rey.
¿Por qué, entonces, el juicio de Sócrates terminó tan mal como terminó? La respuesta
es chocante pero no por eso menos clara: lo que lo perdió fue que él mismo llevó las cosas
del peor modo posible, sin hacer el más mínimo intento por escapar a la situación. Lejos de
buscar salvarse, buscó sistemáticamente su propia perdición. Sócrates no estaba dispuesto a
conceder la menor legitimidad a la acusación. Estaba convencido de haber sido un buen
ciudadano y de haber beneficiado a los atenienses con su actividad de filósofo. Ya que el
juicio sobre su conducta se había convertido en un asunto público, exigía que se recorriera
ese camino hasta el final: si la ciudad debía pronunciarse sobre sus actos, lo único que podía
hacer era reconocer los servicios que le había prestado a lo largo de toda su vida. Y si había
que decidir una pena, él pedía que se le diera el mismo trato que recibían los vencedores de
los juegos olímpicos, es decir, que se lo alojara de por vida en un edificio público y que fuera
alimentado a costas de la ciudad. Esa fue precisamente la pena que propuso como
Filosofía 41
alternativa a la sentencia de muerte.
Si Sócrates hubiera propuesto la multa que sus amigos ricos estaban dispuestos a pagar,
o si hubiera aceptado pasar algunas semanas en la cárcel, es casi seguro que no lo hubieran
matado. La primera votación del jurado fue muy ajustada (280 miembros lo encontraron
culpable y 221 lo declararon inocente), de manera que todo se hubiera arreglado con una
pena suave. Pero Sócrates se tomaba muy en serio la opinión de sus conciudadanos, como lo
hubiera hecho todo viejo ateniense y muy pocos de sus discípulos. En ese proceso era la
ciudad, su ciudad, la que debía pronunciarse sobre su actividad como filósofo y sobre el
conjunto de su vida. No era un negocio privado que pudiera arreglarse mediante regateo,
sino un asunto público. Si en ese momento optaba por una salida pragmática se estaría
traicionando a sí mismo, porque habría demostrado que no tomaba en serio su vida de
filósofo. Y además habría insultado a su ciudad, porque habría insinuado que tampoco le
importaba demasiado la opinión de sus vecinos.
Así que Sócrates no transó. Exigió que se le tratara como un campeón olímpico y con
eso firmó su sentencia de muerte. Una vez que la primera votación estableció su
culpabilidad, había que decidir en la segunda ronda cuál pena se aplicaría. Las únicas dos
opciones eran la muerte o el tratamiento de campeón. Sócrates había extremado las cosas y
eso radicalizó las opiniones. El conteo de votos reveló que 361 jurados habían optado por la
sentencia de muerte mientras que 140 habían aceptado su propuesta. Lo que después de
todo no era poco.
Sócrates casi había obligado al tribunal a que lo condenara, convirtiendo un proceso
poco firme en una decisión dramática y definitiva. Pero eso no pareció bastarle. Después de
la condena estuvo encarcelado un mes entero, ya que por razones religiosas no podía ser
ejecutado de inmediato. En efecto, cada año los atenienses enviaban un barco ritual a Delos
para conmemorar la victoria de Teseo sobre el Minotauro. Hasta que ese barco no volviera,
nadie podía ser sometido a la pena de muerte en Atenas. Esas largas semanas fueron una
nueva oportunidad de escapar a la condena. Sus amigos le propusieron repetidamente que
se fugara de la cárcel y abandonara la ciudad. Ellos estaban dispuestos a ayudarlo y eran
suficientemente ricos como para garantizarle la subsistencia por el resto de sus días. Pero
Sócrates se negó una y otra vez. La ciudad había decidido que él muriera y esa resolución era
inapelable. Empecinadamente se negó a eludir la pena de muerte hasta que, un día de
primavera del 399 antes de Cristo, le llegó la hora de beber la cicuta. Según los testigos,
tomó tranquilamente el veneno y luego se cubrió con la túnica para esperar la muerte
dignamente. Su cuerpo fue poniéndose progresivamente rígido y frío. Cuando faltaba poco
para el final, se destapó la cara y se dirigió a su amigo Critón para decir sus últimas, típicas,
desconcertantes palabras: "Le debemos un gallo a Asclepio; no te olvides de pagárselo".
Filosofía 42
Una cuestión de estilos
Aunque se nos escapan muchas cuestiones de detalle, ahora sabemos qué razones
tuvieron los atenienses para juzgar a Sócrates lo juzgaron por filósofo, a causa del miedo que
tenían de perder un estilo de vida. Pero esto sólo explica una mitad de la historia. Para
entender la otra mitad tenemos que preguntarnos por qué Sócrates forzó la condena a
muerte y por qué aceptó el veredicto sin hacer nada por evitar la cicuta. Y esta segunda
interrogante tiene una respuesta todavía más sorprendente: Sócrates fue ejecutado porque
él mismo estaba a medio camino entre dos concepciones de la moral y de la política. Porque
su actitud era contradictoria y ni él ni sus conciudadanos pudieron escapar al dilema que
habían creado. Sócrates fue ejecutado porque, aunque era el profeta de un nuevo mundo,
seguía siendo un ciudadano del antiguo Para entender esta afirmación hay que empezar por
preguntarse qué entendían los griegos cuando escuchaban la palabra "libertad".
El significado que los antiguos griegos atribuían a este término no era el mismo que
solemos darle hoy Hace dos mil quinientos años, la libertad no era la posibilidad de hacer lo
que uno quisiera sino .a posibilidad de participar en las decisiones que establecían el límite
entre lo lícito y lo ilícito. Ser libre era poder intervenir en aquellas instancias de decisión que
tenían influencia sobre la vida de uno. Una persona era libre dentro de la ciudad si podía
tomar parte en tales decisiones y eventualmente ocupar cargos de gobierno. En una palabra,
libertad" era sinónimo de "ausencia de tiranía".
Al entender el término de este modo, los griegos consideraban evidente que ser libre
implicaba formar parte de una ciudad libre, esto es, de una ciudad independiente de todo
poder extranjero. Y eso suponía que un hombre que quisiera ser libre debía estar dispuesto
a defender la independencia de su ciudad en el campo de batalla.
Es que hace dos mil quinientos años las cosas eran muy claras y muy duras: una ciudad
sólo podía ser independiente en la medida en que fuera capaz de defenderse con las armas.
Si no lo hacía, tarde o temprano iba a caer bajo el dominio de algún invasor que actuaría
despóticamente sobre ella. Allí no había Naciones Unidas, ni OTAN, ni Corte Internacional de
justicia. Si una ciudad no tenía éxito en la tarea de autodefensa, la derrota se pagaba con la
muerte o la esclavitud de sus ciudadanos. Un hombre libre era un hombre que pertenecía a
una comunidad capaz de defender su independencia a golpes de espada. Si eso no ocurría,
entonces era un hombre muerto o un esclavo. Esto explica por qué, en ese mundo de
ciudadanos-soldados, la exclusión cívica de las mujeres era tomada con naturalidad: sólo era
ciudadano con plenos derechos aquel que podía participar en la defensa de la ciudad. Los
que eran incapaces de defenderse a sí mismos no podían aspirar a tal reconocimiento. Y esto
también explica por qué la esclavitud era vista como natural y legítima: un esclavo era un
soldado que había preferido la simple supervivencia biológica a la muerte del hombre libre.
Él mismo había elegido una vida casi animal, en lugar de llevar su condición de ciudadano
hasta las últimas consecuencias.
Puede que todo esto nos suene muy mal, pero hace veinticinco siglos era parte de la
Filosofía 43
imbatible lógica de los hechos: en el mundo griego, la libertad individual era inimaginable si
no iba asociada a la libertad de una ciudad capaz de defenderse a sí misma. "La primera
experiencia que conmovió y aterrorizó a los griegos -dice la francesa Jacqueline Romilly- no
era la de la diferencia social, que siempre habían conocido, sino la posibilidad de hacerse
esclavo por la guerra y la derrota. La posibilidad de la servidumbre amenazaba a cada
instante a los hombres”.
La ciudad no era para los griegos un conjunto de calles y de casas, sino el truco de un
emprendimiento humano. No se trataba de una realidad definitivamente dada sino de algo
semejante a un organismo vivo. Las ciudades se fundaban, crecían, a veces eran aniquiladas
o simplemente morían. Por eso, fundar y mantener en pie una ciudad era una peripecia
semejante a emprender un viaje o a embarcarse en una campaña militar. Hacía falta coraje,
confianza mutua y también algo de suerte. Este era un sentimiento que, lejos de debilitarse,
se fortalecía ante cada conflicto exterior. Y eso explica por qué el mundo griego justificó la
esclavitud pero no impidió la política: los ciudadanos no se identificaban por su riqueza o por
su nobleza, sino por su condición de participantes de una empresa colectiva. Ser ciudadano
quería decir ser compañero de aventura de los demás ciudadanos. Por eso había ciudadanos
ricos y ciudadanos pobre, y extranjeros ricos que nunca llegaban a formar parte del cuerpo
de ciudadanos.
"Libertad" quería decir entonces "ausencia de tiranía", pero también quería decir:
"formar parte de un cuerpo independiente de ciudadanos libres". Estos fueron los dos
significados originales de la palabra, pero hubo luego un tercer sentido que los griegos
conocieron en medio de múltiples dificultades. Para entenderlo es preciso tener en cuenta
dos tipos de experiencias que los marcaron a fuego.
Por una parte, la vida política fue para los griegos (como lo ha sido desde entonces) una
vida de enfrentamientos no siempre limpios y de pasiones a veces mezquinas. No fue sólo
eso pero fue también eso, y semejante forma de vida resultaba insatisfactoria para muchos
individuos. Por otra parte, los griegos en general y los atenienses en particular conocieron,
después de una larga vida independiente, la derrota y la dominación extranjera. El ideal de la
ciudad libre se hacía a sus ojos cada vez más difícil de realizar. Por este doble camino los
atenienses fueron consolidando una tercera forma de entender la libertad, radicalmente
distinta de las anteriores: la libertad era ahora libertad interior conquistada mediante el
autodominio y la ruptura con un mundo caótico. La libertad ya no debía buscarse en la
ciudad sino fuera de ella.
Sócrates vivió una época en la que estos diferentes conceptos de libertad empezaban a
entrar en conflicto. Casi toda su vida adulta transcurrió bajo una guerra terrible que se
extendió durante tres décadas. A lo largo de esos años Atenas perdió sucesivamente su
imperio, sus riquezas, sus mejores hombres, su régimen democrático y, finalmente, su
independencia. Esta sucesión de calamidades hacía ver cada vez con mayor claridad que sin
independencia de la ciudad no había libertad posible para el ciudadano. Pero, por otro lado,
las malas prácticas políticas, la demagogia, la sucesión de regímenes más o menos tiránicos,
fortalecían la idea de libertad interior como último refugio que permitía mantenerse a salvo.
Filosofía 44
El drama de Sócrates fue que quedó entrampado en esta oposición. Por una parte fue
un profeta de la independencia de juicio y despreció los valores del mundo antiguo: el
prestigio, la fama, el reconocimiento público. Perseguía la libertad interior y, en un sentido
profundo, había cortado amarras con la ciudad de sus ancestros. Estuvo lejos de ser un
rebelde o un agitador, pero fue el menos político de los atenienses de su tiempo. Era especie
de extranjero en su tierra y eso está seguramente está en la base de su condena.
Pero, por otra parte, Sócrates era un ciudadano ateniense en el sentido más tradicional
de la palabra. Respetaba las normas y las costumbres de la ciudad, cumplía con sus deberes,
se sentía fuertemente ligado a su tierra. Y como viejo ciudadano ateniense, llevaba en las
venas un fuerte sentimiento de fidelidad a su ciudad: aceptar vivir en Atenas
comprometerse con el conjunto de los atenienses. Más aun, Sócrates aceptaba la vieja idea
de que una violación de las leyes no era solamente una falta individual, sino un atentado
contra el pacto que mantenía unidos a los ciudadanos. Una ley era una decisión de la ciudad
y toda decisión de la ciudad debía ser cumplida, porque sin una ciudad fuerte no había
posibilidades de vivir una vida individual verdaderamente digna. En plena crisis de la ciudad
y de sus instituciones, Sócrates seguía pensando, como todo viejo ateniense, que el primer
deber del ciudadano era no atentar contra la fortaleza de las leyes. Su lema, como el de
todos sus ancestros, era "persuade u obedece".
Esta tensión aparece con mucha fuerza en el relato que Platón hizo de su muerte.
Sócrates muñó con la tranquilidad de espíritu y con la entereza de un hombre que había
buscado la libertad interior. No tenía necesidad de estar en paz con sus conciudadanos para
estar en paz consigo mismo. Pero, al mismo tiempo, murió porque se negó a huir de la ciu-
dad durante la noche, cal como le proponían sus amigos. Se negó a huir por fidelidad a la
Atenas que lo había condenado; porque, pira un viejo ateniense como el, [as resoluciones de
la ciudad estaban hechas para cumplirse. Si cada ciudadano decide qué leyes y qué
veredictos merecen ser respetados, ese es el fin de la asociación política. Tal ley o tal
decisión pueden ser criticables en sí mismas, pero el respeto de la ley en general es un valor
absoluto. Sócrates no huyó porque quiso recordar una vez más esta vieja idea y porque
quiso rendir un último servicio a su ciudad: la única manera de mejorar que tienen los
hombres es aprender de sus propios errores. Atenas se equivocaba con él y con la filosofía,
pero si él escapaba, los atenienses nunca lo percibirían. Sócrates es, cuando ya quedan
pocos, un ateniense de pura cepa. Como dice el británico Derek Heater; su muerte fue un
verdadero acto de ciudadanía.
Muchos siglos más tarde, el liberalismo completó la idea griega de democracia con una
restricción decisiva: las mayorías no pueden tomar cualquier decisión; hay derechos que
protegen al individuo y que deben ser respetados aun cuando éste pertenezca a una ínfima
minoría. Esta evolución cambió radicalmente las cosas y puede hacernos pensar que
Sócrates quedó entrampado en un problema relativamente sencillo, pero esta sería una
conclusión completamente errónea. El problema que mató a Sócrates es enorme y
profundo, hasta el punto de que hoy lo seguimos discutiendo. ¿Dónde se encuentra la
verdadera libertad individual? ¿En la riqueza de una vida personal que consigue la perfecta
Filosofía 45
autonomía y se desentiende de la opinión de los demás? ¿O en una búsqueda con los otros
que de significado a nuestros hallazgos y ponga sentido a nuestras metas? La filosofía de
Occidente ha oscilado a lo largo de los siglos entre uno y otro extremo, teniendo siempre a
Sócrates como referencia.
Los filósofos atenienses quedaron muy impresionados con la ejecución y, en los años
posteriores, dieron la espalda a la política democrática. Platón transformó el mensaje de
Sócrates en una exigencia universal: la ciudad que condena a un justo debe ser radicalmente
reformada, no sólo a nivel de sus instituciones sino de sus hombres. Y creyó que tal cosa era
posible bajo la dictadura de un rey-filósofo que combinara el poder absoluto con el
conocimiento de la verdad. Medio siglo más tarde, Aristóteles volvió a ocuparse de la
política cotidiana y de la suerte de la ciudad real, al tiempo que rehabilitaba al ciudadano
corriente. En un sentido se estaba alejando de Sócrates, pero al mismo tiempo hacía más
comprensible su muerte. Con el paso del tiempo, los cínicos, los estoicos y los neoplatónicos
volvieron a proponer la ruptura con la ciudad en favor de la interioridad. Algo parecido
harán los místicos de todas las épocas. Y sin embargo la ciudad sigue ahí, empecinada, sin
que seamos capaces de prescindir de ella. (Solamente es innecesaria, decía Aristóteles, para
quien es mucho más o mucho menos que un hombre: para un dios o para una bestia.) Es por
eso que numerosos filósofos se preguntan si, después de todo y a pesar de todos los errores,
la ciudad no es el mejor invento que hemos hecho los hombres en los últimos dos milenios y
medio.
Filosofía 46
14.-RODRÍGUEZ, Eduardo. “Revista Enfoque Humanístico ”
APORTES SOCRÁTICOS PARA UNA RELACIÓN DE AYUDA
(Aparecido en la revista Enfoque Humanístico –la revista de Holos San Isidro-, año 7, nº 15; julio/agosto 2003)
Qué maravilla es el tiempo vivido que se hace memoria y nos repone en el hoy…, dueños de nuestras decisiones pasadas y protagonistas de nuestro presente.
“Doctor/a, no me siento bien, no sé que hacer con mi vida”…; varones y mujeres con este planteo de orden existencial o con muchos otros cuestionamientos que en definitiva tienen su raíz aquí, empezaron a buscar respuesta en ámbitos hasta poco tiempo atrás impensados. Me refiero a una disciplina casi tan antigua como occidente mismo, la filosofía, donde ahora se refugian muchos de aquellos que huyen de las terapias tradicionales…., quizás como última alternativa. Un artículo periodístico del año 1998 que llevó por título “Freud, desafiado por Sócrates y Platón” 1, junto a mucho material publicado por esos meses en revistas de consumo masivo, dan cuenta de esta “efervescencia”.
Se trata de una “terapia para cuerdos”, como le gusta decir al canadiense Lou
Marinoff, autor del best seller Más Platón y menos Prozac2 y uno de los principales divulgadores de esta importante herramienta. Con este fin, la terapia filosófica viene despuntando desde hace casi dos décadas en un país como Alemania, con el filósofo Ger Achenbach como iniciador de la propuesta, y cobró relieve en los noventa en otros países del norte como Estados Unidos (donde está radicado Lou Marinoff), Canadá, Israel, Gran Bretaña, etc.
Pero también comienza a esbozarse entre nosotros un abordaje de este tipo, con un
pensador como Leopoldo Kohon3 o con el Lic. Andrés Sánchez Bodas, quien en el número 7 de la Revista Enfoque Humanístico (abril 2000) ya da a conocer lo que en ciernes, será el proyecto de la Consultoría Filosófica que juntos empezamos a desarrollar en ese mismo año desde Holos. Nosotros intentaremos reflexionar sobre un aspecto puntual que nos resulta de suma importancia para el profesional del mundo “psi” (psicólogos, counselors, psiquiatras,
1 CAMBELL, Matthew. “Freud, desafiado por Sócrates y Platón”. Artículo del diario La Nación del
30 de junio de 1998, pág. 17. (Trad. de Zoraida Valcárcel; The Sunday Times) 2 MARINOFF, Lou. Más Platón y menos Prozac. Barcelona, Sine qua non, 2000, 1ra. ed. en español.
(1ra ed. En inglés 1999) 3 Se puede apreciar un esbozo de su postura en el artículo “Vamos Sócrates, todavía!” . Revista Uno
mismo nº 214. Buenos Aires, Ed. Agedit, abril de 2001, pág. 22-23.
Filosofía 47
psicoterapeutas en general) que decide abordar esta veta terapéutica: me refiero a la importancia de Sócrates y su método en una relación de ayuda que privilegia la “actividad” filosófica. Sócrates y la Atenas del siglo V Creo necesario, en primer lugar, enmarcar muy brevemente la situación del Sócrates histórico, que habría nacido por el 469 o 470 a. C. en Atenas en una familia modesta pero de larga tradición ciudadana. Y este siglo V a. C. dibujará en el tiempo una verdadera ascensión, clímax y decadencia que nuestro autor vivió de cerca. La derrota de los Persas en el 478 a. C iniciará un período de gran esplendor para la ciudad en todos los órdenes: arquitectónico, estético, institucional, militar, etc. La construcción del Partenón y de muchos edificios públicos que embellecieron la ciudad, su predominio casi indiscutido como potencia militar hegemónica, el arte trágico de Esquilo, Sófocles y Eurípides y la comedia de Aristófanes. Las reformas políticas de Pericles, que no sólo ampliaron los poderes de la Asamblea a todos los “ciudadanos” y permitieron la participación de los sectores populares en las magistraturas judiciales sino que también demandaron de los maestros de retórica y dialéctica (los Sofistas) para la preparación de las nuevas elites políticas. A toda esta “movida cultural” se suman historiadores como Heródoto y Tucídides, pensadores como Anaxágoras y Protágoras, escultores como Fidias, etc. Pero en el 431 a. C. las sombras comenzarán a cubrir el mediodía y el apogeo ateniense poco a poco se irá opacando, a partir del comienzo de la Guerra del Peloponeso, donde se dirime el poder de la región con Esparta. Casi simultáneamente dos epidemias de peste diezmarán la ciudad y, entre las víctimas, habrá que incluir al artífice de la transformación política: Pericles. Vendrá la Tiranía de los 400 (413-12 a. C) y la derrota ateniense e imposición por parte de los triunfadores del gobierno de los 30 Tiranos, en el 404 a. C.
Este clima enrarecido y las causas de la derrota de un pueblo que tenía tanta alta
estima de sí generó, como siempre, la búsqueda de responsables… y allí estaban esos hombres extraños que iban contra las tradiciones y seducían a los jóvenes con sus enseñanzas: éstos comenzaban a cambiar la palestra por la plaza y las antiguas tradiciones sociales y religiosas por “engañosas” técnicas discursivas.
De hecho, en el juicio a Sócrates (y a todos los pensadores contemporáneos a él, en
particular a los llamados sofistas) subyace un claro conflicto cultural: el enfrentamiento entre los valores de los ciudadanos atenienses educados bajo el ideal homérico y los jóvenes formados en las nuevas prácticas sofistas. Esto es lo que expresará, de un modo caricaturesco pero no por ello menos profundo, Aristófanes. Este reconocido comediógrafo ateniense, en su obra Las Nubes estrenada en el 423 a. C., nos pinta ese enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo, con dos coros que encarnaban a la antigua y a la nueva educación. El protagonismo de Sócrates, presentado de un modo ridículo como una mezcla de cosmólogo y de sofista, nos mostrará a las claras que ya es por esos días una figura ampliamente reconocida en la sociedad ateniense y capaz de aglutinar, como en el juicio que
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se le hará 24 años mas tarde, las acusaciones que se le adjudican a los “nuevos educadores” de la ciudad. La trama de la comedia gira en torno a un hombre mayor, Estrepsíades, padre endeudado por culpa de su hijo Fidípides, que no sabe qué hacer con los acreedores que no le dan descanso. No tiene aquel hombre anciano mejor idea que enviar a su hijo para que aprenda retórica y poder así liberarse con este arte de quienes lo persiguen; pero todo se enreda y el hijo se vuelve contra el padre. Lo que Aristófanes quiere mostrar, más allá de lo irrisorio de los sucesos, es en definitiva, un conflicto generacional del cual no es ajeno Sócrates, quien aparecerá como el principal responsable de esta desgraciada situación. No sería ajeno a esta fama (o difamación) las acusaciones que presentan contra el Anito, Meleto y Licon muchos años después y que acabarán con su condena en el año 399 a. C.: “Sócrates delinque: corrompe a los jóvenes y no reconoce a los dioses de la ciudad…”4 Es que Aristófanes, representante de la tradición griega, se ensañará contra todo lo que encarne las nuevas corrientes de pensamiento sobre las que recaen, como ya dijimos, la causa de todos los males: debilitamiento de los valores tradicionales como el respeto a los ancianos y a los dioses de la ciudad, de la disciplina, la prudencia, el pudor, el cultivo del cuerpo –preparado para los juegos olímpicos y la guerra- y del alma –animada por los himnos guerreros que todo ateniense debía conocer-. Lo nuevo será para él la falta de escrúpulos, la “charlatanería” de la plaza, y el rol que empiezan a cumplir los hijos de familias acomodadas que, aprovechando de las artes sofísticas, empiezan a cuestionar la autoridad de sus padres. 5 Época de cambios…, como la nuestra; de crisis profunda de valores…, como la nuestra; de algunos personajes heroicos y de muchos otros nefastos que traicionan lo político (entendido como lo público) en favor de sus propios intereses…, como entre nosotros… Sócrates como paradigma Pero, ¿por qué Sócrates…? Me animo a decir que no tanto porque aparezca como el padre de la filosofía occidental (casi el abuelo, si le dejamos el honor de la paternidad a su discípulo Platón); ni tampoco por las características que envolvieron a su muerte y que lo encaraman a la figura de mártir “laico” (o incluso pre-cristiano si atendemos al carácter de misión sagrada que cobra su tarea filosófica) que no se prestó al juego de un jurado de mediocres y de una sociedad en decadencia o, por lo menos, en crisis de “identidad”. Su figura resulta paradigmática, al menos para nosotros, por el modo en que ejerció su actividad de filósofo en la Atenas de fines del siglo V. Aquel hombre que solía recorrer las
4 PLATÓN. Apología de Sócrates, 24 b. 5 PLATÓN. Ibídem nº 23 c “los jóvenes que espontáneamente me siguen, que son aquéllos que
tienen más tiempo libre, los hijos de los ricos, gustan de oír a lo que someto a interrogación y aún
ellos mismos me imitan con frecuencia y se dedican a preguntar a otros y, en consecuencia,
encuentran, según creo, un sinnúmero de hombres que creen saber algo, pero saben poco o nada. De
resultas de esto, los interrogados por ello se encolerizan contra mí, en vez de hacerlo contra sí
mismos y dicen que Sócrates es un completo malvado que corrompe a los jóvenes”.
Filosofía 49
calles, conversando aquí o allá con sus conciudadanos sobre el bien, el amor, la justicia, la verdad, el honor, la política, la sabiduría… llegue hasta nosotros, 2400 años más tarde, como paradigma de un terapeuta filosófico. Por eso es importante detenernos tanto en su “rol” como en su “método” para analizar qué nos resulta ejemplificador para nuestra tarea como profesionales de la ayuda. Dicho método podemos simplificarlo en dos grandes momentos presentados, el primero, con el rótulo de refutación (élenkhos) y el segundo con el título de mayéutica (maieutiké téjne o arte de hacer dar a luz).
Acerca de la refutación La refutación, primer momento del método socrático, buscaba llevar a su interlocutor a la toma de conciencia de su ignorancia, con preguntas sutiles que iban desmontando el argumento del oponente, hasta ponerlo en una evidente contradicción. Tenía lugar aquí una especie de erosión o cuestionamiento de las propias certezas y abría a un replanteo de las mismas. Los efectos de este proceso no eran sólo de índole intelectual sino, sobre todo, moral por el compromiso al que conducía la búsqueda de ciertas verdades revisadas a partir de la “provocación” de Sócrates. Rodolfo Mondolfo, pensador italiano radicado buena parte de su vida en nuestro país y reconocido especialista en filosofía antigua, aprecia un paralelo entre la “pedagogía” socrática que purifica el alma y la figura del médico que purga el cuerpo6 que nos lleva a concebir la refutación en términos de purificación activa: “el activismo de su pedagogía (…) no permite que aquel a quien se refuta permanezca en la actitud pasiva del enfermo ante aquél de quien recibe el purgante, sino que lo obliga a cooperar activamente en la refutación, etapa que el educador dirige más que efectúa” 7 No podemos dejar de comentar en este punto que Sócrates evitaba, y lo dice permanentemente, ponerse en el lugar del saber. Ya Platón había relatado en el Banquete 8 una especie de mito donde decía lo que él entendía por amor (Eros) y lo encuadra particularmente en torno al amor al saber. Y lo presenta como hijo de la riqueza (Poros) y de la pobreza (Penia), como para que nos quede claro desde el comienzo la tensión que supone su origen y que lleva a un movimiento que distancia al “amante de la sabiduría” (Filo= amante o amigo y Sofia=sabiduría) tanto de la actitud del indiferente como de la del sabio (poseedor del saber). De hecho, si en el Santuario de Apolo en Delfos se llegó a decir que “no había otro hombre más sabio que Sócrates” (según nos cuenta Platón, el principal discípulo de Sócrates, en la obra donde relata el juicio y condena de su maestro 9), era porque si algo lo
6 Estos paralelismo resultan para el autor comunes a otros autores de la época y tendrían un mismo
origen: la filosofía pitagórica. 7 MONDOLFO, Rodolfo. Sócrates. Buenos Aires, Eudeba, 1976, 9na . ed. (1ra ed. 1955), pág. 70. 8 PLATÓN. El banquete, 203 a - 204 9 PLATÓN. Apología (o defensa) de Sócrates, 21a
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distinguía de otros coetáneos era la conciencia de su propia ignorancia 10 que lo movía a esta búsqueda inquieta de la “verdad”. Incluso, como también nos recuerda Platón, evitaba que se lo llamara Maestro porque jamás había enseñado disciplina alguna11 y solía recurrir para explicar su actividad en la ciudad a la imagen del partero que, como las “comadronas de su tiempo” (era la tarea de su madre Fenereta que ayudaba a parir a las mujeres de Atenas) ayudaban a “dar a luz”, en su caso, en el orden intelectual en su sentido más pleno y que supone también, como ya lo dijéramos, la dimensión moral. Será este segundo momento el que se conoce como mayéutica (ayudar a nacer…) socrática y que luego abordaremos. Sin embargo y a pesar de todos estos esfuerzos, aquella primera instancia supone una cierta distancia entre el refutador y el refutado, el que cuestiona y el que es cuestionado. Resulta muy difícil no caer en una cierta elevación de aquel que ayuda a parir la verdad frente al otro que aparece errado. Pero esa refutación, como primer paso del método socrático, tenía justamente la intención de llevar a una equiparación, a un punto de partida común que era justamente el de reconocerse ignorantes ambos “contrincantes” para, entonces sí, comenzar juntos un camino en busca de algunas verdades o respuestas. Hay aquí que detenerse y comparar este momento del proceso socrático con nuestra actividad terapéutica. Una primera observación pasaría por plantearnos si la refutación socrática no queda de algún modo superada o suspendida atendiendo a que el cliente se acerca a una consulta porque justamente ya ha tomado conciencia de la necesidad del replanteo de alguna cuestión de su vida personal y relacional: pareja, trabajo, duelo, crisis etaria, etc. No hace falta el disparador o “aguijoneo” socrático ( al menos como provocación inicial) porque de una u otra manera esta instancia está cumplida cuando el consultante ya se acercó a una entrevista: ya ha reconocido de algún modo su “ignorancia” o si se quiere su “infelicidad” y por eso busca un espacio de discernimiento, más allá de las defensas que pueda poner frente al terapeuta o al grupo. Pero si puede ser una buena herramienta para aquellos que se cierran a esta actividad sosteniendo que ellos no la necesitan. Rara vez lo dicen con estos términos y lo que hacen más bien es argumentar descalificando cualquier profesión de ayuda. Acerca de la mayéutica: ¿Qué rescatar entonces, sobre todo para nuestra tarea, de esta figura tan atractiva que marcó un antes y un después en el pensamiento occidental?. Justamente ese punto crucial de la mayéutica que pone en movimiento al que hasta aquí se había instalado en la indiferencia o en la sabiduría. Fijémonos qué interesante: si algo tienen en común estos dos extremos es la pasividad o inmovilidad. Nada más contrario que la de aquél que filosofa: éste es sobre todo un buscador de aquello que no posee (en nuestro caso aquellas certezas que hacen posible y transitable la propia existencia)
10 ibídem, 21d 11 ibídem, 33 a-b
Filosofía 51
Por eso K. Jaspers llegará a definir la filosofía, ante todo, como un “ir de camino, donde las preguntas son más importantes que las respuestas y donde cada respuesta abre a una nueva pregunta” 12 Es que la mayéutica es un verdadero estado del “alma” que nos dispone …
1- A VER: el “llegar a ver” de toda terapia pero especialmente de las no directivas, como la “centrada en la persona” de C. Rogers, se equipara con el proceso socrático por el protagonismo del consultante (particularmente, en el caso del método, luego de la “provocación” que supone la refutación). Es entonces que ambos, “maestro” o consultor y “discípulo” o consultante inician juntos un camino de develamiento donde el protagonista es éste último. Queda aquí en evidencia la no directividad del proceso.
Pero en el método socrático uno puede descubrir también en ciernes la tendencia actualizante de C. Rogers. Es que Sócrates está convencido de que en todo hombre, aún aquellos que no eran considerados “persona” –prosopon- (como el caso del esclavo –aprosopos- a quien le refuta para llevarlo a la toma de conciencia de su errónea interpretación del teorema de Pitágoras13, a la vez que lo eleva, indirectamente, a la “condición humana”), hay una potencia espiritual, una tendencia incesante hacia el perfeccionamiento del propio ser, una fuerza interior que lo lleva a buscar la verdad y el bien, en definitiva, a realizarse14. Todo depende de que alguien lo ”despierte” y ayude a “comenzar la tarea” que tiene mucho de instropección y de autoconocimiento. ¿No es esto lo que hace un terapeuta no directivo…? 15
Y para esto es indispensable el reconocimiento de ese otro, la aceptación incondicional
de su persona. Por eso, en Sócrates su misión es totalmente desinteresada: no busca ningún rédito personal ni estipendio alguno y lo vive como una verdadera misión divina…, en definitiva como un ejercicio amoroso de entrega.
2- A BUSCAR CON OTROS: merece detenernos un momento esta idea de la búsqueda
común que lleva adelante Sócrates con sus ocasionales interlocutores. Él tiene muy en claro esto y por eso transita permanentemente las calles de Atenas en lugar de apartarse para
12 JASPERS, Karl. La filosofía. FCE, Buenos Aires, 1996, pág. (1ra ed. alemana: 1950) 13 PLATÓN. Menón 80-84 14 Rodolfo Mondolfo, en su libro sobre Sócrates ya citado, llega a afirmar lo que sigue ( y tengan la
seguridad que el no estaba escribiendo para counselors): “La interrogación verdadera del verdadero
maestro es en realidad un método de enseñanza y de instrucción, pero de una instrucción activa que
se ejerce sin que lo parezca, como estímulo, guía y sugestión disfrazada.
Sin embargo, este método supone y afirma la existencia, en el interrogado, de una potencia espiritual
intrínseca y, al convertirla en acto, tiene que considerar que en su espíritu existe cierto saber
congénito o bien cierta capacidad cognoscitiva que tiende a realizarse” p. 77-8 15 PLATÓN. Teeteto 148-149. “El Dios me impone el deber de ayudar a parir a los otros, pero a mí
me lo impide. No soy sabio, pues ni tengo descubrimientos que mi alma haya dado a luz, sino que los
que están conmigo parecen al principio ignorantes, pero después, alcanzando familiaridad, como
asistidos por el dios, obtienen un provecho admirablemente grande (...). Y sin embargo, es evidente
que nunca han aprendido nada de mí , sino que ellos han encontrado por sí mismos, muchas y bellas
cosas que ya poseían...” Por esto dirá Mondolfo en la pág. 75 de su texto arriba citado, que: “la
misión de maestro que el Dios impone a Sócrates no se cumple si las verdades no son conquistadas
activamente por los discípulos mismos”.
Filosofía 52
meditar en soledad (aunque haya algún dato biográfico que refiere a alguna experiencia de este tipo). Podríamos decir, es cierto, que su función de “aguijonear” a los atenienses como hace el tábano con el caballo indolente16 responde a una misión que él consideraba “divina” (esto es muy claro en la semblanza que hace Platón de su maestro, particularmente en la Apología), pero el diálogo no está respondiendo sólo a una especie de mandato de la divinidad (que por otra parte se manifiesta en su caso como una clara voz interior que relativiza una imagen meramente heterónoma o la idea del cumplimiento de un simple “deber” impuesto por el dios) sino a una profunda convicción de que uno se va acercando a la verdad como resultado de un proceso “dialéctico” (en el sentido más etimológico de la palabra: juego de dos).
3- A BUSCAR LO MEJOR: hay una palabra griega que en Sócrates es clave y es areté, que
se traduce como virtud o perfección. De allí se desprende el término aristocracia, que podríamos traducir como el ejercicio que hacen del poder los mejores, o sea los más virtuosos. Pero más que “deber ser”17, estamos concibiendo aquí la virtud como una posesión del bien y la verdad que lleva a la felicidad o beatitud. Se genera algo así como una disposición del alma para buscar lo mejor, y esto habla de una sabiduría entendida como autodominio18: conciencia o mandato interior que en Sócrates llega a divinizarse en la figura del daimon, desde el cual se chequea lo moral que le cabe a toda acción y que concluye en una expansión creativa que pone en juego las tendencias constructivas.
Esta postura moral llevará en definitiva a una vida austera y desinteresada, que hace de la tarea filosófica una misión al servicio del otro y que estará en las antípodas de la propuesta utilitaria y “profesional” de los sofistas: instructores de habilidades. 19
4- A NO SENTIRNOS DUEÑOS DE LA VERDAD: se trata de buscar una verdad que,
podrá o no resultar satisfactoria, pero de hecho no es nunca definitiva. Y esto es mucho más fácil de entender para nosotros que para los griegos de la época clásica. Si algo ha cambiado en estas últimas décadas asociadas a la irrupción de la posmodernidad, con respecto de los paradigmas que rigieron la modernidad ( s. XVII hasta mediados del s. XX) es que no hay verdades absolutas de las cuales puedo apropiarme para enfrentar o estigmatizar al otro. Por eso “los grandes relatos” -es decir esas cosmovisiones acabadas y de algún modo definitivas, con una fuerte impronta utópica que costituyeron su andamiaje (iluminismo, cientismo, liberalismo, marxismo, totalitarismo, democracia liberal, etc.) han perdido legitimidad o, por lo menos, deben soportar un alto grado de escepticismo que
16 Es interesante observar que la indolencia supone, no sólo una falta de voluntad que lleva a la pereza
o flojedad sino también una postura apática, indiferente frente al otro. 17 MONDOLFO, Rodolfo. Sócrates, op. cit., pág.103-4 18 Ibídem, pág. 89 19 JENOFONTE. Memorias. I, VI, 11-13 “Oh, Sócrates!,- dice el sofista Antifonte-, yo creo que eres
justo pero en modo alguno sabio; y me parece que tú mismo lo reconoces al no cobrar retribución
alguna por tu conversación. (...) Es claro, pues, que si atribuyeras algún valor a tu conversación
también por ésta cobrarías una retribución que fuese inferior a su precio justo. (...) Oh Antifonte! .-
contestó Sócrates- (...) Si una mujer vende por dinero su belleza a quien se la pide, se la llama
prostituta; e igualmente, a quienes venden su sabiduría por dinero (...) se los llama sofistas, vale decir
prostitutos”
Filosofía 53
erosionan su vigencia.20 Esta precariedad supone más riesgos e inseguridades, pero también da lugar a una mayor libertad que habilita al reconocimiento de la alteridad.
5- A SALIR HACIA ADELANTE: esta erosión no sólo alcanza a los grandes paradigmas
socio- políticos y económicos sino también a las experiencias más cercanas a la vida cotidiana de cualquiera de nosotros, como son el modelo de padre/madre, pareja, profesional, etc. Y tienen una enorme importancia para la tarea del terapeuta por las cuestiones que trae el consultante a la sesión o encuentro. Generalmente, lo que necesita ser “puesto a la luz” y trabajado, nace de un conflicto de valores que angustian e inmovilizan al consultante. Un conflicto entre esos constructos que fueron tomando “cuerpo” en nuestra conciencia y las actitudes presentes. Por ejemplo: en cómo se concebía la pareja no hace tantos años y cómo se la concibe hoy, o sobre el lugar “indiscutido” de la mujer en el hogar hasta hace pocos años o con respecto de la noción de “autoridad” de los padres (y sobre todo paterna) para con los hijos, etc. etc.
Distintas épocas…, similares crisis. Todos estos conflictos pueden tener su raíz en la estructura psíquica profunda y necesitar entonces la ayuda “médica” pero las más de las veces resulta de un conflicto de valores, vigencias, normas, principios, convicciones… Un alto porcentaje de las situaciones que llevan a una persona a la consulta psicoterapéutica podría resolverse en términos de la “consultoría” y en particular con una buena gama de herramientas filosóficas. Vimos cómo Sócrates vivió un período de profundos cambios sociales y religiosos, de crisis de paradigmas equiparable a la nuestra. Para algunos Sócrates no fue más que un viejo testarudo que no quiso dar el brazo a torcer cuando tuvo la oportunidad de escapar y se dejó matar estúpidamente o un orgulloso que enfrentó al mismo tribunal con una postura provocativa y desafiante, capaz de enrarecer el clima hacia su persona de un modo irreversiblemente hostil. Para otros, entre los que me cuento, un modelo de autenticidad o congruencia que lo encaramó a un lugar privilegiado dentro del humanismo universal. Fue un hombre que pensó, eligió y actuó…, pudo equivocarse, pero siempre se hizo cargo de su propia historia… y desde ese pasado lejano se asoma para mostrarnos no sólo
20 Podría decirse que recientes acontecimientos terroristas, que llevan al mundo a un enfrentamiento
civilizatorio donde se enarbolan nuevamente las banderas del fanatismo y la intolerancia religiosa, no
condicen con esta lectura de los hechos. Es cierto que este conflicto se plantea en términos casi
míticos de una lucha entre las fuerzas del bien y del mal que parecieran no dejar salida a una
polaridad irreconciliable, pero es muy fuerte también el discurso que alerta sobre el riesgo de esta
tentadora simplificación. En buena parte de las intervenciones de intelectuales reconocidos, en la
prensa seria, por internet, podemos escuchar y leer mensajes que llevan a una postura serena que
evite actos movidos por el rencor o la venganza ciega. Un muestra de ejemplo: el rótulo inicial de
“justicia infinita” con que se definía la ofensiva norteamericana y de sus aliados en contra de los
talibanes, fue dejado de lado por la provocación que representaba para el mundo musulmán (era por
otro lado una denominación realmente insostenible, porque llevaba a apropiarse para sí la encarnación
absoluta del bien y de poder infinito de Dios)
Filosofía 54
un método de acompañamiento para la búsqueda y el discernimiento personal, sino también para interpelarnos… ¡Quién pudiera exclamar! : –“Ahí está Sócrates otra vez para insistirnos con sus molestas preguntas”21. Prof. Eduardo D. Rodríguez Buenos Aires – Argentina www.vinofilosofico.com.ar https://www.facebook.com/edudrodriguez
Bibliografía: ADORNO, Francesco. Sócrates. Colección periódico Página 12: Los hombres de la historia. Centro Editor de América Latina, Bs. As., nº 44 ARISTOFANES. Las nubes. Columba. Colección Birreme. Bs. As. 1972 DA SILVEIRA, Pablo. Historias de filósofos. Alfaguara, Buenos Aires, 1997. Cap. Titulado: ¿Por qué mataron a Sócrates? JAEGER, Werner. Paideia. FCE, México, 1983. GUSDORF, Georges. Mito y metafísica. Nova, Bs. As. 1960. (2da. Parte, cap. IV: el descubrimiento de la personalidad, la revolución socrática y cap. V: nacimiento del saber racional) KNAUSS, Bernhard. La polis. Aguilar. Madrid 1979. (cap V –VIII) KITTO. H. Los griegos. Eudeba. Bs. As. 1982 (cap VII – IX) MARROU, Henri. Historia de la educación en la antigüedad. Eudeba (1955), Bs. As., 1976, 3ra.ed.. Cap. IV: la antigua educación ateniense. MONDOLFO, Rodolfo. Sócrates. Eudeba. Bs. As. 1976 (en particular los cap. 1-3; 5-6; 8 y 11) MONDOLFO, Rodolfo. El pensamiento antiguo (1940). Tomos I y II, Losada, Buenos Aires, 1980. (en particular la síntesis histórica del pensamiento antiguo). NIETZSCHE, Friedrich. El ocaso de los ídolos. Siglo Veinte. Bs. As. 1979. PLATÓN. Apología de Sócrates PLATÓN. El banquete VERNEAUX, R. Textos de los grandes filósofos –Edad Antigua- Herder, Barcelona, 1977.
15. -PLATÓN. Selección de textos. Tomado de R. Verneaux
“Textos de los grandes filósofos”
21 DA SILVEIRA, Pablo. Historias de filósofos. Alfaguara, Buenos Aires, 1997, pág. 19
Filosofía 55
LAS CONDICIONES DE LA CONTEMPLACIÓN
Fedón 65ª-67b.
-En cuanto a la adquisición de la ciencia –dijo Sócrates-, ¿es el cuerpo o no un obstáculo,
cuando se asocia a esta investigación? Voy a explicarme con un ejemplo. ¿Poseen la vista y
el oído alguna verdad, o bien tienen razón los poetas al decirnos sin cesar que no oímos ni
vemos nada verdaderamente? Y si estos dos sentidos no ofrecen seguridad, menos la
ofrecerán aún los demás, porque son mucho más débiles. ¿No crees lo mismo?
-Completamente lo creo –dijo Simias.
-Pues entonces –replicó Sócrates- ¿cuándo el alma se apodera de la verdad? Está visto
que cuando trata de examinar alguna cosa con la ayuda del cuerpo, éste la engaña
radicalmente.
-Es cierto.
-Por consiguiente, ¿no se manifiesta la realidad al alma en el acto de pensar?
-Sí.
-Y el alma ¿no piensa mejor cuando no está perturbada ni por la vista, ni por el oído, ni
por el dolor, ni por el placer, sino cuando, por el contrario, a solas consigo misma y
liberándose en la medida que le es posible de la compañía del cuerpo, se apega a lo que ella
es?
-Es así.
-¿No es entonces cuando el alma del filósofo desprecia al cuerpo, huye de él y trata de
estar a solas consigo misma?
-Así parece.
-Prosigamos, Simias. ¿Diremos que lo justo en sí es algo, o que no es nada?
-Diremos que es algo, por Zeus.
-¿Y no diremos lo mismo del bien y de la belleza?
-Sin duda.
-Pero, ¿los has visto alguna vez con tus propios ojos?
-No –dijo Simias.
-¿O los has percibido con algún otro sentido del cuerpo? Y no hablo solamente de lo
justo, del bien y de lo bello, sino de la magnitud, de la salud, de la fuerza, y en una palabra,
de la esencia de todas las cosas, es decir, lo que son en sí mismas. ¿Contemplamos lo más
verdadero de ellas por medio del cuerpo, o es más cierto que penetramos en lo que
queremos conocer a medida que vamos pensando más en ello y con mayor rigor?
-Es cierto.
-Entonces, ¿hay algo más puro que pensar con el pensamiento solo, liberado de todo
elemento extraño y sensible, y aplicar inmediatamente el pensamiento en sí mismo y por sí
mismo a la investigación de cada cosa en sí misma y por sí misma, sin ayuda de los oídos ni
de las orejas, sin ninguna intervención del cuerpo que no hace más que perturbar al alma e
Filosofía 56
impedirle que halle la sabiduría y la verdad siempre que tiene trato con él? Y si es posible
llegar a conocer la esencia de las cosas. Simias, ¿no es por este medio?
-De maravillas. Sócrates, no puede hablarse mejor.
-De todo ello –continuó Sócrates- se desprende necesariamente que los verdaderos
filósofos deben pensar y decirse entre sí cosas como éstas. Tal vez hay algún camino que
guíe a la razón en su investigación: mientras tengamos nuestro cuerpo, mientras nuestra
alma se halle unida a esta cosa nociva, nunca poseeremos el objeto de nuestros deseos, es
decir, la verdad. En efecto, el cuerpo nos provoca mil dificultades por la necesidad de
alimentarlo. Además de esto, las enfermedades que nos atacan impiden nuestra caza del
ser. El cuerpo nos llena de amores, de deseos, de temores, de mil quimeras, de mil
necedades, de tal modo que, por decir verdad, no nos deja ni una hora de sensatez. Porque,
¿qué es lo que provoca las guerras, las sediciones y los combates? El cuerpo y sus pasiones.
Todas las guerras proceden de la posesión de riquezas y nos vemos forzados a acumularlas a
causa del cuerpo, para subvenir a sus necesidades. Y por ello tenemos tanta pereza para
filosofar. Y lo peor de todo es que cuando casualmente nos deja algún tiempo libre y nos
ponemos a reflexionar, interviene de súbito en medio de nuestras investigaciones. Nos
perturba nos trastorna y nos hace incapaces de discernir la verdad Está pues demostrado
que, si queremos saber claramente algo, hemos de separarnos del cuerpo y mirar por medio
del alma las cosas en sí mismas. Y solamente entonces disfrutaremos de la sabiduría, de la
que nos declaramos enamorados, es decir, después de nuestra muerte, y no durante
nuestra vida. Y la misma razón nos lo dice. Pues si es imposible conocer nada distintamente
mientras estamos unidos al cuerpo, una de dos: o bien no llegaremos nunca al saber, o
llegaremos a él después de la muerte, porque entonces el alma será en sí misma y por sí
misma, separada del cuerpo. Y mientras estemos en esta vida, no nos acercaremos al saber
si no es con la condición de separamos del cuerpo, de renunciar a lodo trato con él. A menos
que sea una absoluta necesidad, de no dejamos contaminar por su naturaleza, de
mantenemos limpios de sus contaminaciones hasta que el mismo Dios nos libere de él. Y así.
Libres de la locura del cuerpo, conversaremos, según espero, con hombres libres como
nosotros, y conoceremos por nosotros mismos todo lo que es puro y sin mezcla. En esto, sin
duda, consiste la verdad. Pero, al que no es puro, no le está permitido contemplar la pureza.
Esto es, a mi parecer, amigo Simias, lo que los verdaderos amigos del saber deben pensar y
hablar entre ellos. ¿No crees tú lo mismo que yo?
-Completamente. Sócrates.
Filosofía 57
LA FILOSOFÍA
Teeteto, 174a-177c.
Sócrates. − Se cuenta de Tales que, absorto en la astronomía y mientras contemplaba el
cielo, cayó en un pozo y que una criada tracia muy graciosa se burló de él, diciéndole que
quería saber lo que pasaba en el cielo y no veía lo que estaba delante de sus pies. Esta burla
puede aplicarse a todos los que emplean su vida en filosofar. En efecto, un filósofo no sólo
no sabe lo que hace su vecino, sino que además ignora casi si es un hombre u otro tipo de
animal. En cambio, investiga y se esfuerza en descubrir qué es el hombre, y qué caracteres
distinguen su naturaleza de las demás por la acción y la pasión. ¿Me comprendes o no,
Teodoro?
Teodoro. − Sí, Sócrates, y dices la verdad.
− Así es este hombre, amigo mío, en la vida privada; y así es también en la vida pública.
Cuando se ve obligado a hablar ante los tribunales o en algún otro lugar de las cosas que
están ante él y en sus propio ojos, es el hazmerreír no sólo de las esclavas de Tracia, sino de
todo el pueblo. Su falta de experiencia le hace caer a cada paso en el pozo de Tales y en mil
perplejidades, y su torpeza le hace pasar por tonto. Si le profieren insultos, no puede
devolverlos, por no saber nada malo de nadie ni haber pensado nunca en ello; y al quedarse
cortado, aparece ridículo. Cuando oye a los otros alabarse, como lo ven reír no con
fingimiento sino de verdad, lo toman por un extravagante. Si ante él se elogia a un tirano o a
un rey, se cree que está oyendo exaltar la suerte de algún pastor, porquerizo o boyero
porque obtiene mucha leche de su rebaño; tan sólo piensa que los reyes tienen que
apacentar y ordeñar un ganado más difícil y más falso; que por otra parte no son ni menos
groseros ni menos ignorantes que los pastores, a causa del poco tiempo que tienen para
instruirse, encerrados en unas murallas como en un cercado en la cima de una montaña. Si
en su presencia se dice que un hombre posee inmensas riquezas porque tiene mil fanegas
de tierra, o más aún, le parece muy poco, porque está acostumbrado a considerar la tierra
entera. Si los que admiran la nobleza dicen que un hombre es bien nacido porque puede
ostentar siete antepasados ricos, piensa que tales elogios salen de gentes que tienen la vista
muy baja y corta y no están acostumbrados a abarcar la sucesión de los siglos ni calcular que
cada uno de nosotros tiene miles de antepasados entre los que se hallan una infinidad de
ricos y de pobres, de reyes y de esclavos, de griegos y de bárbaros. [...] En todas estas
ocasiones, el vulgo se burla del filósofo, que unas veces le aparece lleno de orgullo y de
grandeza, y otras veces ciego en lo que está a sus pies y confundido en todo.
− Hay que reconocerlo así, Sócrates.
− Pero, querido Teodoro, cuando la filosofía a su vez puede arrastrar a uno de estos
hombres hacia la alturas y éste consiente en dejar de lado la cuestión «¿Qué injusticia te
hago o qué injusticia me haces?», para examinar la justicia y la injusticia en sí mismas, su
esencia, el carácter que las distingue a la una de la otra y todo lo demás; o bien en dejar de
Filosofía 58
lado la cuestión «Si el rey es feliz con sus montones de oro», para examinar la realeza, y en
general lo que produce la felicidad o la infelicidad del hombre, para ver en qué consisten lo
uno y lo otro, y de qué modo hay que buscar la primera y evitar la segunda; cuando este
hombre, cuya alma es pequeña, ruda y quisquillosa, debe explicarse todo esto, entonces le
toca a él balbucear. Suspendido en el aire, y no estando habituado a ver las cosas desde tan
alto, su cabeza le da vueltas; está asombrado, confundido; no sabe lo que dice, y es el
hazmerreír, no de las esclavas de Tracia y de los ignorantes, porque éstos de nada se
enteran, sino de todos aquellos que no han recibido una educación de esclavos. Éste es,
Teodoro, el carácter del uno y del otro. El primero, al que tú llamas filósofo, elevado en el
seno de la libertad y del ocio, no considera un deshonor pasar por un hombre tonto y que no
sirve para nada cuando debe realizar ciertos trabajos serviles, por ejemplo arreglar un
equipaje, y sazonar unos alimentos o unas frases. El otro por el contrario es hábil para
realizar todos estos menesteres con destreza y prontitud; pero, como no sabe llevar su
manto sobre la espalda derecha como un hombre libre, es incapaz de elevarse hasta la
armonía de los discursos y cantar dignamente la verdadera vida de los dioses y de los
hombres bienaventurados.
− Si pudieses persuadir a todos los demás como a mí de la verdad de lo que dices,
Sócrates, habría más paz y menos males entre los hombres.
− Pero no es posible, Teodoro, que se destruya el mal, pues siempre necesariamente
habrá un contrario del bien. Tampoco es posible colocarlo entre los dioses. Por tanto es
necesario que circule por este mundo alrededor de la naturaleza mortal. Pero se impone un
esfuerzo: escaparse lo más de prisa posible de aquí abajo hacia allá arriba. Y la evasión
consiste en asimilarse a Dios tanto como sea posible; y nos asimilamos a Dios haciéndonos
justos y santos en la claridad del espíritu. Pero, querido amigo, no es cosa fácil de persuadir
el que no debemos buscar la virtud y huir del vicio por el motivo común de los hombres:
este motivo es evitar la reputación de malvado y pasar por virtuoso. Todo ello, a mi parecer,
no son más que cuentos de viejas como dicen. La verdadera razón es ésta. Dios no es de
ninguna manera injusto; al contrario. Es perfectamente justo; y nada se le parece más que
aquel de entre nosotros que ha llegado al más alto grado de justicia. De ahí depende el
verdadero mérito del hombre, o su bajeza y su nulidad. Quien conoce a Dios es
verdaderamente sabio y virtuoso; quien no lo conoce es evidentemente ignorante y malo. Y
en cuanto a las cualidades que el vulgo llama talentos y sabiduría, en el gobierno político no
hacen más que tiranos, y en las artes, mercenarios. Así pues, al hombre injusto que ofende
la piedad en sus palabras y en sus acciones, no debe concedérsele que sea temible por su
astucia. Porque es un reproche que halaga su vanidad; y se persuaden de que con ello se
quiere decir que no es una persona despreciable, una carga inútil de la tierra. Sino un
hombre tal como debe ser para sacar provecho de esta vida. Hay que decirles, lo que es
verdad, que cuanto menos creen ser lo que son, más lo son, en su ignorancia deplorable del
verdadero castigo de la injusticia. Este castigo no es el que imaginan, los suplicios, la muerte,
de los que consiguen sustraerse aunque obren mal; sino que es un castigo al que les es
imposible escapar.
Filosofía 59
− ¿Cuál es?
− En la naturaleza de las cosas, querido Teodoro, hay dos modelos, uno divino y
bienaventurado, el otro sin Dios y desgraciado. Ellos no se lo figuran, y el exceso de su locura
les impide darse cuenta de que sus acciones injustas los acercan al segundo y los alejan del
primero. Su castigo es su misma vida, conforme al modelo que ellos han escogido imitar. Y si
les decimos que, a menos que renuncien a esta destreza, después de su muerte se verán
excluidos de la mansión libre de todo mal, y que durante su vida no tendrán otra compañía
que la que conviene a sus costumbres, la de hombres tan malos como ellos, estas gentes tan
hábiles y capaces de todo considerarán nuestras palabras extravagantes.
− Es muy cierto, Sócrates.
− Sí, querido amigo, pero mira lo que les ocurre. Cuando en una conversación se les
obliga a que se expliquen sobre las cosas que desprecian, por poco tiempo que quieran
sostener la discusión y no abandonar vergonzosamente la partida, se encuentran al fin en un
extremo apuro. Nada de lo que dicen les satisface, y toda esta retórica se desvanece hasta el
punto que se les tomaría por unos niños. Pero dejemos este tema, que no es más que un
preliminar, si no las digresiones, trabadas sin cesar la una tras la otra, nos harán perder de
vista el tema principal de esta conversación. Volvamos a él, si te parece.
Filosofía 60
LA PREEXISTENCIA DE LAS ALMAS
Fedro, 249b-250c.
− El alma que nunca ha visto la verdad no puede revestir la forma humana. En efecto, el
hombre debe ejercitarse en comprender según la idea, es decir, elevarse de una
multiplicidad de sensaciones a una unidad inteligible. Ahora bien, este acto no es otra cosa
que el recuerdo de lo que nuestra alma ha visto antes, cuando seguía a un dios en sus
evoluciones, cuando, apartando su mirada de lo que nosotros llamamos ser, levantaba la
cabeza hacia el ser verdadero. Por eso es justo que sólo el pensamiento del filósofo tenga
alas, puesto que se aplica siempre y en la medida de sus fuerzas a recordar las esencias a las
que el mismo dios debe su divinidad. El hombre que sabe usar estas reminiscencias es
iniciado sin cesar en los misterios de la divina perfección, y sólo él se hace realmente
perfecto. Apartado de los cuidados que preocupan a los hombres y dedicado a lo divino, el
vulgo pretende curarlo de su locura y no ve que está inspirado.
− A este punto quería llegar toda esta explicación sobre la cuarta especie de locura.
Cuando un hombre percibe la belleza de aquí abajo y se acuerda de la belleza verdadera, a
su alma le crecen alas y desea volar. Pero al advertir su impotencia, eleva como un pájaro los
ojos al cielo, deja a un lado las ocupaciones del mundo y ve cómo le llaman insensato. Y así,
de todas las clases de entusiasmo, éste es el más magnífico. […] En efecto, como ya hemos
dicho, toda alma humana por naturaleza ha contemplado las realidades: de otro modo no
hubiese podido entrar en el cuerpo de un hombre. Pero los recuerdos de esta contemplación
no se despiertan en todas las almas con la misma facilidad. Una apenas ha entrevisto las
esencias. Otra, después de su caída a la tierra, ha tenido la desgracia de ser llevada a la
injusticia por ciertos tratos humanos y de olvidar los sagrados misterios que había
contemplado anteriormente. Sólo un pequeño número de almas conservan un recuerdo casi
exacto. Estas almas, cuando ven alguna imagen de las cosas del cielo, se llenan de turbación
y no pueden contenerse; pero no saben lo que experimentan, porque no pueden analizarse
con precisión.
− Sin duda, la justicia, la sabiduría y todos los bienes del alma no brillan en sus imágenes
terrestres; apenas la imperfección de nuestros órganos permite a un pequeño número de
nosotros que en presencia de estas imágenes reconozcan el modelo que representan. Nos
era dado contemplar la belleza con todo su esplendor cuando, unidos al coro de los
bienaventurados, íbamos, unos siguiendo a Zeus, los otros siguiendo a otros dioses.
Gozábamos entonces del más maravilloso espectáculo. Iniciados en un misterio que
podemos llamar bienaventurado, lo celebrábamos, libres de la imperfección y de los males
que nos esperaban después. Éramos admitidos a contemplar las esencias perfectas, simples,
llenas de calma y felicidad, y las visiones irradiaban del seno de la más pura luz. Y nosotros
mismos éramos puros, libres de esta tumba a la que llamamos cuerpo y que arrastramos con
nosotros como la ostra arrastra su prisión.
Filosofía 61
16. -EPICURO. Selección de textos. Tomado de R. Verneaux
“Textos de los grandes filósofos”
EPICURO. CARTA A MENECEO
Cuando se es joven, no hay que vacilar en filosofar, y cuando se es viejo, no hay que
cansarse de filosofar. Porque nadie es demasiado joven o demasiado viejo para cuidar su
alma. Aquel que dice que la hora de filosofar aún no ha llegado, o que ha pasado ya, se
parece al que dijese que no ha llegado aún el momento de ser feliz, o que ya ha pasado. Así
pues, es necesario filosofar cuando se es joven y cuando se es viejo: en el segundo caso para
rejuvenecerse con el recuerdo de los bienes pasados, y en el primer caso para ser, aun
siendo joven, tan intrépido como un viejo ante el porvenir. Por tanto hay que estudiar los
medios de alcanzar la felicidad, porque, cuando la tenemos, lo tenemos todo, y cuando no la
tenemos lo hacemos todo para conseguirla.
Por consiguiente, medita y practica las enseñanzas que constantemente te he dado,
pensando que son los principios de una vida bella.
En primer lugar, debes saber que Dios es un ser viviente inmortal y bienaventurado,
como indica la noción común de la divinidad, y no le atribuyas nunca ningún carácter
opuesto a su inmortalidad y a su bienaventuranza. Al contrario, cree en todo lo que puede
conservarle esta bienaventuranza y esta inmortalidad. Porque los dioses existen, tenemos de
ellos un conocimiento evidente; pero no son como cree la mayoría de los hombres. No es
impío el que niega los dioses del común de los hombres, sino al contrario, el que aplica a los
dioses las opiniones de esa mayoría. Porque las afirmaciones de la mayoría no son
anticipaciones, sino conjeturas engañosas. De ahí procede la opinión de que los dioses
causan a los malvados los mayores males y a los buenos los más grandes bienes. La multitud,
acostumbrada a sus propias virtudes, sólo acepta a los dioses conformes con esta virtud y
encuentra extraño todo lo que es distinto de ella.
En segundo lugar, acostúmbrate a pensar que la muerte no es nada para nosotros,
puesto que el bien y el mal no existen más que en la sensación, y la muerte es la privación de
sensación. Un conocimiento exacto de este hecho, que la muerte no es nada para nosotros,
permite gozar de esta vida mortal evitándonos añadirle la idea de una duración eterna y
quitándonos el deseo de la inmortalidad. Pues en la vida nada hay temible para el que ha
comprendido que no hay nada temible en el hecho de no vivir. Es necio quien dice que teme
la muerte, no porque es temible una vez llegada, sino porque es temible el esperarla. Porque
si una cosa no nos causa ningún daño en su presencia, es necio entristecerse por esperarla.
Así pues, el más espantoso de todos los males, la muerte, no es nada para nosotros porque,
mientras vivimos, no existe la muerte, y cuando la muerte existe, nosotros ya no somos. Por
Filosofía 62
tanto la muerte no existe ni para los vivos ni para los muertos porque para los unos no
existe, y los otros ya no son. La mayoría de los hombres, unas veces teme la muerte como el
peor de los males, y otras veces la desea como el término de los males de la vida. [El sabio,
por el contrario, ni desea] ni teme la muerte, ya que la vida no le es una carga, y tampoco
cree que sea un mal el no existir. Igual que no es la abundancia de los alimentos, sino su
calidad lo que nos place, tampoco es la duración de la vida la que nos agrada, sino que sea
grata. En cuanto a los que aconsejan al joven vivir bien y al viejo morir bien, son necios, no
sólo porque la vida tiene su encanto, incluso para el viejo, sino porque el cuidado de vivir
bien y el cuidado de morir bien son lo mismo. Y mucho más necio es aún aquel que pretende
que lo mejor es no nacer, «y cuando se ha nacido, franquear lo antes posible las puertas del
Hades». Porque, si habla con convicción, ¿por qué él no sale de la vida? Le sería fácil si está
decidido a ello. Pero si lo dice en broma, se muestra frívolo en una cuestión que no lo es. Así
pues, conviene recordar que el futuro ni está enteramente en nuestras manos, ni
completamente fuera de nuestro alcance, de suerte que no debemos ni esperarlo como si
tuviese que llegar con seguridad, ni desesperar como si no tuviese que llegar con certeza.
En tercer lugar, hay que comprender que entre los deseos, unos son naturales y los
otros vanos, y que entre los deseos naturales, unos son necesarios y los otros sólo naturales.
Por último, entre los deseos necesarios, unos son necesarios para la felicidad, otros para la
tranquilidad del cuerpo, y los otros para la vida misma. Una teoría verídica de los deseos
refiere toda preferencia y toda aversión a la salud del cuerpo y a la ataraxia [del alma], ya
que en ello está la perfección de la vida feliz, y todas nuestras acciones tienen como fin
evitar a la vez el sufrimiento y la inquietud. Y una vez lo hemos conseguido, se dispersan
todas las tormentas del alma, porque el ser vivo ya no tiene que dirigirse hacia algo que no
tiene, ni buscar otra cosa que pueda completar la felicidad del alma y del cuerpo. Ya que
buscamos el placer solamente cuando su ausencia nos causa un sufrimiento. Cuando no
sufrimos no tenemos ya necesidad del placer.
Por ello decimos que el placer es el principio y el fin de la vida feliz. Lo hemos
reconocido como el primero de los bienes y conforme a nuestra naturaleza, él es el que nos
hace preferir o rechazar las cosas, y a él tendemos tomando la sensibilidad como criterio del
bien. Y puesto que el placer es el primer bien natural, se sigue de ello que no buscamos
cualquier placer, sino que en ciertos casos despreciamos muchos placeres cuando tienen
como consecuencia un dolor mayor. Por otra parte, hay muchos sufrimientos que
consideramos preferibles a los placeres, cuando nos producen un placer mayor después de
haberlos soportado durante largo tiempo. Por consiguiente, todo placer, por su misma
naturaleza, es un bien, pero todo placer no es deseable. Igualmente todo dolor es un mal,
pero no debemos huir necesariamente de todo dolor. Y por tanto, todas las cosas deben ser
apreciadas por una prudente consideración de las ventajas y molestias que proporcionan. En
efecto, en algunos casos tratamos el bien como un mal, y en otros el mal como un bien.
A nuestro entender la autarquía es un gran bien. No es que debamos siempre
contentarnos con poco, sino que, cuando nos falta la abundancia, debemos poder
Filosofía 63
contentarnos con poco, estando persuadidos de que gozan más de la riqueza los que tienen
menos necesidad de ella, y que todo lo que es natural se obtiene fácilmente, mientras que lo
que no lo es se obtiene difícilmente. Los alimentos más sencillos producen tanto placer
como la mesa más suntuosa, cuando está ausente el sufrimiento que causa la necesidad; y el
pan y el agua proporcionan el más vivo placer cuando se toman después de una larga
privación. El habituarse a una vida sencilla y modesta es pues un buen modo de cuidar la
salud y además hace al hombre animoso para realizar las tareas que debe desempeñar
necesariamente en la vida. Le permite también gozar mejor de una vida opulenta cuando la
ocasión se presente, y lo fortalece contra los reveses de la fortuna. Por consiguiente, cuando
decimos que el placer es el soberano bien, no hablamos de los placeres de los pervertidos, ni
de los placeres sensuales, como pretenden algunos ignorantes que nos atacan y desfiguran
nuestro pensamiento. Hablamos de la ausencia de sufrimiento para el cuerpo y de la
ausencia de inquietud para el alma. Porque no son ni las borracheras, ni los banquetes
continuos, ni el goce de los jóvenes o de las mujeres, ni los pescados y las carnes con que se
colman las mesas suntuosas, los que proporcionan una vida feliz, sino la razón, buscando sin
cesar los motivos legítimos de elección o de aversión, y apartando las opiniones que pueden
aportar al alma la mayor inquietud.
Por tanto, el principio de todo esto, y a la vez el mayor bien, es la sabiduría. Debemos
considerarla superior a la misma filosofía, porque es la fuente de todas las virtudes y nos
enseña que no puede llegarse a la vida feliz sin la sabiduría, la honestidad y la justicia, y que
la sabiduría, la honestidad y la justicia no pueden obtenerse sin el placer. En efecto, las
virtudes están unidas a la vida feliz, que a su vez es inseparable de las virtudes.
¿Existe alguien al que puedas poner por encima del sabio? El sabio tiene opiniones
piadosas sobre los dioses, no teme nunca la muerte, comprende cuál es el fin de la
naturaleza, sabe que es fácil alcanzar y poseer el supremo bien, y que el mal extremo tiene
una duración o una gravedad limitadas.
En cuanto al destino, que algunos miran como un déspota, el sabio se ríe de él. Valdría
más, en efecto, aceptar los relatos mitológicos sobre los dioses que hacerse esclavo de la
fatalidad de los físicos: porque el mito deja la esperanza de que honrando a los dioses los
haremos propicios mientras que la fatalidad es inexorable. En cuanto al azar (fortuna,
suerte), el sabio no cree, como la mayoría, que sea un dios, porque un dios no puede obrar
de un modo desordenado, ni como una causa inconstante. No cree que el azar distribuya a
los hombres el bien y el mal, en lo referente a la vida feliz, sino que sabe que él aporta los
principios de los grandes bienes o de los grandes males. Considera que vale más mala suerte
razonando bien, que buena suerte razonando mal. Y lo mejor en las acciones es que la suerte
dé el éxito a lo que ha sido bien calculado.
Por consiguiente, medita estas cosas y las que son del mismo género, medítalas día y
noche, tú solo y con un amigo semejante a ti. Así nunca sentirás inquietud ni en tus sueños,
ni en tus vigilias, y vivirás entre los hombres como un dios. Porque el hombre que vive en
medio de los bienes inmortales ya no tiene nada que se parezca a un mortal.
Filosofía 64
17. -EPICTETO. Selección de textos. Tomado de R. Verneaux
“Textos de los grandes filósofos” (selección)
EPICTETO. Manual 1. De todas las cosas del mundo, unas dependen de nosotros, y las
otras no. Las que dependen de nosotros son la opinión, el querer, el deseo y la aversión; en
una palabra, todas nuestras acciones.
2. Las que no dependen de nosotros son el cuerpo, los bienes, reputación, las
dignidades; en una palabra, todas las cosas que no son acción nuestra.
3. Las cosas que dependen de nosotros son libres por su naturaleza, nada puede
detenerlas ni estorbarlas; las que no dependen de nosotros se ven reducidas a impotencia,
esclavizadas, sujetas a mil obstáculos, completamente extrañas a nosotros.
4. No olvides pues que si consideras libres las cosas que, por su naturaleza están
esclavizadas, y tienes como propias las que dependen de otro, encontrarás obstáculos a cada
paso, estarás triste, inquieto y dirigirás reproches a los dioses y a los hombres. En cambio, si
sólo consideras tuyo lo que te pertenece y extraño a ti lo que pertenece a otro, nadie nunca
te obligará a hacer lo que no quieres, ni te impedirá hacer tu voluntad. No recriminarás a
nadie. No harán nada, ni la cosa más pequeña, contra tu voluntad. Nada te causará ningún
daño, y no tendrás ningún enemigo, pues no te ocurrirá nada que pueda perjudicarte.
10. Lo que inquieta a los hombres no son las cosas, sino sus opiniones de las cosas. Por
ejemplo, la muerte no es un mal, porque si lo fuera, así se lo habría parecido a Sócrates.
Pero el mal es la opinión que se tiene de que la muerte es un mal. Por consiguiente, cuando
nos sentimos contrariados, inquietos o tristes, no debemos acusar a nadie más que a
nosotros mismos, es decir, a nuestras opiniones.
11. Es propio de un ignorante echar la culpa a los otros de sus desgracias; en cambio
acusarse sólo a sí mismo, es propio de un hombre que empieza a instruirse; y no acusar ni a
los demás, ni a sí mismo, es lo que hace el hombre instruido.
14. No pretendas que las cosas ocurran como tú deseas, sino desea que ocurran tal
como se producen, y serás siempre feliz.
22. El verdadero dueño de cada uno de nosotros es aquel que puede darnos o quitarnos
lo que queremos o lo que no queremos. Por tanto, si quieres ser libre, no desees o no huyas
de nada de lo que dependa de los otros, si no, serás necesariamente esclavo.
25. No olvides que eres actor en una pieza en que el autor ha querido que intervengas.
Si quiere que sea larga, represéntala larga, si la quiere corta, represéntala corta. Si quiere
que desempeñes el papel de mendigo, hazlo lo mejor que puedas. E igualmente si quiere
Filosofía 65
que hagas el papel de un príncipe, de un plebeyo, de un cojo. A ti te corresponde
representar bien el personaje que se te ha dado; pero a otro corresponde elegírtelo.
27. Si quieres ser invencible, no te comprometas en una lucha más que cuando de ti
dependa la victoria.
42. Debes saber que el principio de la religión consiste en tener opiniones acertadas
sobre los dioses, creer que existen, extienden su providencia a todo, que gobiernan el
mundo con sabiduría y justicia, que tú has sido creado para obedecerles, para aceptar todo
lo que te sucede y para conformarte con ello voluntariamente como cosas que proceden de
una providencia muy buena y sabia. De este modo nunca reprocharás a los dioses, y nunca
los acusarán de no cuidar de ti. Pero sólo puedes tener estas disposiciones apartando el bien
y el mal de las cosas que no dependen de nosotros, y situándolos en las que dependen de
nosotros. Porque si consideras un bien o un mal alguna de las cosas que nos son extrañas, es
de toda necesidad que, cuando estés frustrado en lo que deseas, o te suceda lo que temes,
te lamentes y odies a los que son la causa de tu desgracia.
44. Igual que cuando caminas tienes cuidado de no pisar un clavo o de no torcerte el
tobillo, también debes cuidar de que no dañes la parte que es dueña de ti, la razón que te
conduce. Si en todas las acciones de nuestra vida observamos este precepto, obraremos
rectamente.
81. Empieza todas tus acciones y todas tus empresas con esta súplica [de Cleanto]:
«Condúceme, gran Zeus, y tú, poderoso Destino, al lugar donde habéis fijado que debo ir. Os
seguiré resueltamente y sin duda. Y si quisiera resistirme a vuestras órdenes, además de
volverme malvado e impío, siempre debería seguiros aún en contra de mi voluntad.»
EPICTETO. Conversaciones I, 9. Si es cierto que hay un parentesco entre Dios y los
hombres, como pretenden los filósofos ¿qué pueden hacer los hombres, sino imitar a
Sócrates, y no responder nunca a quien les pregunta cuál es su país: «Soy [ciudadano] de
Atenas, o de Corinto», sino: «Soy ciudadano del mundo»? Si hemos comprendido la
organización del universo, si hemos comprendido que «la principal y más importante de
todas las cosas, la más universal, es el sistema compuesto por los hombres y Dios, que de él
proceden todos los orígenes de todo lo que tiene vida y crecimiento en la tierra,
especialmente los seres racionales, porque ellos solos por naturaleza participan de la
sociedad divina, por estar unidos a Dios por la razón», ¿por qué no nos hemos de llamar
ciudadanos del mundo? ¿Y por qué no nos hemos de llamar hijos de Dios? ¿Por qué hemos
de temer los acontecimientos, cualesquiera que sean? En Roma, el parentesco con César, o
con algún hombre poderoso, basta para vivir con seguridad, para estar por encima de todo
desprecio y de todo temor ¿y el hecho de tener a Dios por autor, por padre y por protector,
Filosofía 66
no podrá bastarnos para liberarnos de pesares y terrores?
I, 12. El hombre de bien somete su voluntad al que gobierna el universo, como los
buenos ciudadanos lo hacen a la ley de su ciudad. Y el que se instruye debe preguntarse:
«¿Cómo podré seguir a los dioses en todo, y vivir contento bajo el mandato divino, y cómo
podré llegar a ser libre?» Porque es libre aquel a quien todo le ocurre según su voluntad y a
quien nadie puede obstaculizar. —Pero yo quiero que todo suceda según mi deseo,
cualquiera que sea. —Tú desvarías. ¿No sabes que la libertad es algo bello y precioso? Y
desear que se produzca lo que me place, puede no sólo no ser bello, sino ser lo más
horrendo que hay. ¿Qué hacemos si se trata de escribir? ¿Me propongo escribir el nombre
de Dios como me place? No, sino que me enseñan a escribirlo como debe hacerse. ¿Y
cuando se trata de música? Lo mismo. ¿Y para las artes y las ciencias? [Lo mismo.] Sería inútil
aprender las cosas, si cada uno pudiese acomodar sus conocimientos a su voluntad. ¿Y
únicamente en el dominio más serio y más importante, el de la libertad, me sería permitido
querer al azar? De ningún modo, sino que instruirse consiste precisamente en querer que
cada cosa suceda como sucede. ¿Y cómo sucede? Como lo ha mandado el Ordenador.
II, 5. Es difícil unir y combinar estas dos [actitudes]: el cuidado del que está sometido a
las influencias de las cosas, y la firmeza del que permanece indiferente. Pero no es
imposible. Es como cuando debemos navegar. ¿Qué está en mis manos? La elección del
piloto, de los marineros, del día, del momento. Después viene una tempestad: ¿qué debo
hacer? Mi papel se ha terminado, corresponde actuar a otro, al piloto. Pero el barco se
hunde: ¿qué debo hacer? Me limito a hacer lo que está en mi poder: ahogarme sin miedo,
sin gritos, sin recriminar a Dios, sino pensando que lo que ha nacido debe también perecer.
Yo no soy eterno, soy hombre, parte del todo como la hora [es parte] del día. Debo venir
como hora y pasar como la hora. ¿Qué me importa cómo paso, si es ahogándome o por una
fiebre? Debe pasar por cualquier medio de esta clase.
II, 19. Observaos a vosotros mismos, y descubriréis a qué secta pertenecéis. La mayoría
descubriréis que sois epicúreos, algunos peripatéticos, y otros relajados. Porque ¿dónde
habéis demostrado con vuestros actos que consideráis la virtud como igual y aún superior a
todo lo demás? Mostradme un estoico, si tenéis alguno. (... ) Mostradme un hombre
enfermo y feliz, en peligro, y feliz, moribundo y feliz, exiliado y feliz, despreciado y feliz. Pero
no podéis mostrarme al hombre así modelado. Mostradme al menos al que está orientado
en esta dirección. ¿Creéis que debéis mostrarme al Zeus de Fidias o a la Atenea, un objeto de
marfil o de oro? Es una alma lo que uno de vosotros debe mostrarme, una alma de hombre
que quiera conformarse con el pensamiento de Dios, no proferir quejas contra Dios o contra
un hombre, no caer en falta en sus empresas, no chocar con los obstáculos, no irritarse, no
ceder a la envidia o los celos, sino (¿por qué usar circunloquios?) hacerse un Dios
abandonando al hombre, y en este Cuerpo Mortal querer la sociedad de Zeus. Mostradlo.
Pero no podéis.
Filosofía 67
18. -Selección de Pensamientos del estoico SÉNECA
1- “Esto mismo es lo que los hombres buenos deben hacer: no tener las cosas duras y difíciles, no quejarse del destino, tomar cuanto sucede como un bien y dirigirlo hacia el bien. No interesa lo que sobrellevas, sino cómo lo sobrellevas.” Séneca. De la Providencia.
2- “La diferencia entre el filósofo y sus detractores es que el primero vive en medio del bienestar material dispuesto siempre a prescindir de él, sin que afecte a su conducta la pérdida de poder o riquezas mientras que el otro depende de ellas, las considera eternas, no prevé su pérdida.” Séneca. De la felicidad. 3- “El tumulto más grande se encuentra alrededor del dinero: éste es el que fatiga los foros, pone en lucha a los padres con los hijos, confecciona los venenos, entrega la espada tanto a los asesinos como a las legiones, y se encuentra siempre regado con sangre: por el dinero se convierten en ruidosos litigios las noches de los maridos y de las esposas, acude la multitud a los tribunales de los magistrados, los reyes se hacen crueles y rapaces, y destruyen ciudades levantadas por el largo trabajo de los siglos, para registrar sus cenizas en busca de oro y de plata. Contempla esas arcas colocadas en un rincón. Por eso se grita hasta hacer salir los ojos de la cabeza, resuenan en nuestros edificios los estremecimientos del litigio, y nuestros jueces, llamados de lejanas regiones, se sientan para decidir por qué lado tiene más derechos la avaricia. (…) Y cuando por una usura del uno por mil un usurero enfermo, cuyos pies y manos retorcidos por la gota le impiden comparecer, lanza clamores, y en medio de los accesos de la enfermedad, reclama los intereses que le pertenecen. Si reunieras ante mí todo el dinero de las minas que ahora explotamos a fondo; si sacaras a la luz todos los tesoros que esconde la avaricia, cuando devuelve a la tierra lo que malamente sacó de ella, no consideraría todo ese montón digno de que un hombre de bien frunciera el ceño. ¡Con cuánta risa deberíamos recibir todo lo que nos arranca lágrimas!” Séneca. De la ira.
4- “No tenemos poco tiempo, sino que perdemos mucho. La vida es lo bastante larga, y se ha concedido esta amplitud para cosas muy interesantes, siempre que se invierta bien; pero cuando se escapa en medio del lujo y del abandono, cuando no se dedica nada bueno, en la angustia de los últimos momentos percibimos que se marcha lo que no comprendimos que pasaba. Así es: no recibimos una vida corta, sino que la hacemos corta, y no somos pobres de ella, sino derrochadores. Tal como las riquezas abundantes, propias de un rey, cuando recaen sobre un mal dueño se disipan al momento y, en cambio, aunque modestas, aumentan con el uso si se entregan a un buen guardián, así nuestra vida es muy extensa para quien la organiza bien.” Séneca. De la brevedad de la vida.
5- “Ninguno otro, Sino aquel que reguló sus acciones con el nivel de la buena conciencia, que jamás se deja engañar culpablemente, hace con gusto reflexión de la vida pasada; pero el que con ambición deseó muchas cosas, el que las despreció con soberbia y las adquirió con violencia, el que engaño con asechanzas, robo con avaricia y despreció con prodigalidad, es forzoso tema a su misma memoria.” Séneca. De la brevedad de la vida 6- “Únicamente los sabios viven de verdad, puesto que utilizan el presente, viven recordando el pasado y gozan por adelantado del porvenir” Séneca. De la brevedad de la vida
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19. -DIÓGENES y los “Hombres perro” (Cínicos) Selección de Pensamientos atribuidos a ANTÍSTENES: 1- Cuando le preguntaron qué es lo que había aprendido de la filosofía, respondió: “ser capaz de hablar conmigo mismo.” 2- Al preguntarle qué cosa era lo mejor para los hombres, dijo: “morir felices.” 3- Haciendo referencia a la inutilidad de los bienes materiales decía: “Por todo equipaje se debería llevar sólo aquello que en caso de naufragio, nos permitiera nadar con él.” 4- Las opiniones que más le gustaba repetir eran: “La arete [virtud] se puede aprender. Ella es suficiente en sí misma para la felicidad.” 5- “Hay que prestar atención a nuestros enemigos, porque son los primeros en descubrir nuestras debilidades.”
Selección de Pensamientos y Anécdotas atribuidos a DIÓGENES de Sinope: 1- Cuando lo expulsaron de su ciudad natal Sinope, por atentar contra la moneda en curso, exclamó irónicamente: “Ellos me condenan a irme y yo les condeno a ellos a quedarse.” 2- “Callando es como se aprende a oír; oyendo es como se aprende a hablar, y hablando se aprende a callar” 3- “Pídeme lo que quieras” le dijo Alejandro Magno (cuando quiso conocerlo por la admiración que le tenía), y Diógenes respondió: “bueno, te pido que te apartes porque me estás tapando el sol” 4- Pasó un ministro del emperador y le dijo a Diógenes: “¡Ay, Diógenes! Si aprendieras a ser más sumiso y a adular más al emperador, no tendrías que comer tantas lentejas.” A lo que Diógenes contestó: “Si tú aprendieras a comer más lentejas, no tendrías que ser tan sumiso con el emperador.” 5- “Las mordeduras más peligrosas son las del calumniador entre los animales salvajes y las del adulador entre los animales domésticos.” 6- “El único medio de conservar el hombre su libertad, es estar siempre dispuesto a morir por ella.” 7- Se dice que aquellos que iban con Alejandro Magno, empezaron a reírse de Diógenes y a decirle que cómo no se daba cuenta de quién estaba delante de él. Pero Alejandro hizo acallar esas voces burlonas diciéndoles “si no fuera Alejandro, quisiera ser Diógenes.” 8- Al ser iniciado en los misterios órficos, como el sacerdote aseguraba que a los admitidos en los ritos les esperaban innumerables bienes en el Hades, le replicó: “¿Por qué, entonces, no te suicidas?” 9- “Busco a un hombre de verdad, uno que viva por sí mismo [y no una oveja del rebaño]”
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10- Durante un viaje en barco fue secuestrado por piratas y vendido como esclavo en Creta. Los vendedores le preguntaron para qué era hábil y él contestó: “soy hábil para mandar, comprueba si alguien quiere comprar un amo.” 11- Pidiendo en una ocasión limosna a una estatua le preguntaron por qué lo hacía, y dijo: “Me ejercito en fracasar.” 12- Cuando le dijeron que se dedicaba a la filosofía porque nada sabía, contestó: “Aspiro a saber, eso es justamente la filosofía.” 13- En otra ocasión le preguntaron por qué la gente daba limosna a los pobres y no a los filósofos, a lo que respondió: “Porque piensan que pueden llegar a ser pobres, pero nunca a ser filósofos.” 14- Se cuenta que, viendo aun muchacho beber agua en el hueco de sus manos, le dijo a un discípulo que le acompañaba: “ves, hasta un joven puede enseñarnos algo.” Acto seguido, se deshizo de su escudilla. 15- “La sabiduría sirve de freno a la juventud, de consuelo a los viejos, de riqueza a los pobres y de adorno a los ricos.” 16- “El elogio en boca propia desagrada a cualquiera.” 17- “Los malvados obedecen a sus pasiones, como los esclavos a sus dueños.”