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Menos conocido que el resto de l
narrativa de Revueltas, En algúnvalle de lágrimas es un breve texto
atípico escrito durante el lapso
reflexivo que siguió al vilipendio
dogmático suscitado por Los día
terrenales. En esta novela corta, l
escritura, en pos de un clasicismo
no se desborda: obedece a locánones de la «buena literatura»
Sin embargo, este retrato de u
hombre que identifica la propiedadprivada con la vida misma y la
bondad, en sus trechos más fuerte
iene la misma contigüidad con lo
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monstruoso, lo diferente y lo
nasimilable que deparan los mejore
extos de Revueltas.
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José Revueltas
En algún valle
de lágrimas
ePub r1.0
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IbnKhaldun 30.12.14
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Título original: En algún valle delágrimas
José Revueltas, 1956
Editor digital: IbnKhaldunePub base r1.2
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Yo hubiera queriddenominar a toda mi obr Los días terrenales. Aexcepción tal vez de lo
cuentos, toda mnovelística se podríagrupar bajo e
denominativo común d Los días terrenales, cosus diferentes nombres
El luto humano, Lo
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muros del agua, etcéteraY tal vez a la postre esvaya a ser lo que resulte
en cuanto la obra estterminada o la dé yo pocancelada y decida ya n
volver a escribir novelo me muera o ya n pueda escribirla. E
prematuro hablar de eso pero mi inclinación seríésa y esto lrecomendaría a l
persona que dcasualidad estrecopilando mi obra, qu
la recopile bajo e
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nombre de Los díaterrenales.
( José Revueltas: entrlúcidos y atormentados
entrevista por Margarit
García Flores, Dioramde la Cultura, Excélsior16 de abril de 1972.)
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Para el ingeniero CarlosVillela
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I
Como era su costumbre desde años atráos primeros días de cada mes, aquell
sonrisa culpable, pudorosa, que é
maginaba en su rostro con un toque dnesperada humildad, como si savergonzara de poner al descubiertsecretas virtudes de su alma que pomodestia habría preferido manteneocultas, entreabrió sus temblorosoabios al escuchar las afectuosa
reconvenciones de la viejísimMacedonia, su ama de llaves.
La entonación de la vieja lo llenab
de agradecimiento hasta humedecerl
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os ojos. —El señor no se cuida de su
ntereses, se le olvidan las cosas, parec
un chiquillo.El tono austero de una madre, pensó
a fingida indiferencia de una madre qu
no quiere mostrarse innecesariamentconmovida ante algo muy bondadosomuy enternecedor de su hijo, que en e
fondo la llena de orgullo.Le lanzaba estos reproches coporfiada regularidad, siempre igualespalabra por palabra, los primeros día
de cada mes, como en un rito inalterablcuya única variante permitida era lfecha en que debía celebrarse, aunque
por un acuerdo riguroso y sagrado, es
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fecha jamás pasaba del día 15.Jamás, pues ya el propio 15 er
considerado como un límite extremo a
que únicamente podía llegarse gracias adescuido o a cierta secreta malevolencide la vieja Macedonia.
—El señor no se cuida de suntereses, deja pasar el tiempo de lo
cobros, nomás de pura buena gente qu
es. Se adueñó de su alma esa reposadernura que siempre sentía hacia s
propia persona cuando escuchaba e
rezongar de la vieja, una reconfortantbeatitud y la seguridad inequívoca y siremordimientos de no haber hecho mal
nadie a lo largo de sus cincuenta y tanto
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culpable sonrisa de quien es descubiertcuando practica el bien a escondidas)no puede menos de experimenta
entonces la indecible placidez dconsiderarse en justicia un buen hijo dDios. Inmerecidamente de Dios.
Era una especie de recapitulacióperiódica de su vida, un examen mensuade conciencia en que la balanza s
nclinaba, aunque no lo quisiera éhacia la noción de que nunca habíhecho mal a nadie, antes, por econtrario, aun aliviaba con su generos
actitud la angustia de aquellas pobregentes los primeros días de cada mes.
Aquellas pobres gentes con su
pobres vidas, con sus desvelos, con su
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argas horas sórdidas. La noción de nhaber hecho mal a nadie y luego sempeño por disminuir de un mod
razonable el sufrimiento de los infelicescomo eso de no cobrarles la renta sincinco, ocho, quince días después d
vencida.Pensaba en su sonrisa con l
exactitud de quien se mira en un espejo
muy semejante a la de sus tiempos descuela —obtuvo en efecto un premiorecordó—, muy plástica, tangiblesintiéndola sobre el rostro al grado d
hacerlo que se amara casi como a otrser, igual que a un hijo donde podíadmirar, agradecer, acariciar, las cosa
más queridas de su querido yo, las má
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respetables y honestas.En rigor un préstamo, se dijo. Alg
muy parecido a prestarles ese dinero y
por añadidura, sin exigir rédito alguno. —Sí —exclamó con u
cascabeleante regocijo en el esófago—
a nosotros los viejos se nos pasa eiempo sin darnos cuenta. Lo ves, yo n
siquiera sabía que entró diciembre y t
dices que ya estamos a 9. Gracias porecordármelo, Macedonia.Les daba un respiro, los libraba d
esa abrumadora fatalidad —la conocí
por experiencia propia— que consisten cubrir a fecha fija, inexorablementecualquier adeudo que sea, así se trat
del ínfimo alquiler de unas vivienda
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como las suyas.Estaba sentado bajo el dosel de s
alto lecho, una carroza imperial co
verdes cortinas, los pies colgando medio metro del piso, dentro de esocalzones de lana y camisetas que s
ajustan al cuerpo tan hermética protectoramente como la malla de urapecista.
Aparte las cortinas de la carrozaclaro está, que impedían la filtración dcorrientes, los calzones y camisetas dana eran lo mejor para resguardarse d
resfríos. Un trapecista u otra cosa.Inesperadamente sintió que su ánim
decaía de un modo inexplicable
desazonante. Sentado como estaba ah
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dentro de su nicho de caoba, deberíener, se dijo, el aspecto triste y atónit
de un Pierrot antes de maquillarse, u
Pierrot antes de la camisa, antes de lopantalones, y pese a que tal aspecto nera sino una prefiguración remota, y ta
diferente, por fortuna, del hombre en quba a transformarse en cuanto se vistierao asaltó la vaga inquietud de sentirs
observado en aquellas ropas íntimas poalguien, algún ser misterioso e invisiblque pudiera, al menor descuidodescubrir lo precario de su condición e
su absurdo traje de bailarín, de postillócon los pies colgando sobre el estribde su carroza.
Porque, bien visto, el hombre result
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un pobre individuo sin las vestiduraque lo hacen ocupar un sitio entre susemejantes, el uniforme o lo que sea,
que permiten distinguir entre uornalero, un profesional o u
propietario. El hombre desnudo o así, e
paños menores, no puede llamarse econciencia un hombre verdaderamentreal, es apenas algo menos que un
abstracción, un objeto que no spertenece, que no está, un ser que sóles él mismo, lo que equivale a decinada, un hombre sin jerarquía, cas
como sucede con los agonizantes.En efecto, la tranquilidad espiritua
de los momentos anteriores parecí
haberlo abandonado a pesar de que s
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esforzaba en pensar de una manerneutra, que no lo implicarpersonalmente. Los agonizantes
prosiguió, que ya no son, que están ahúnicamente en espera de morir, inermee incapaces de ser algo más que u
cuerpo donde se suman un poco dcarbohidratos, hierro, yodo, albúmina algunas materias perfectamente inútiles
odo porque son ya hombres que carecede su auténtica vestidura, que es acció poder, carecen, y ya no podrán volve
a usarlo, de su uniforme de rentista, d
médico, de fabricante o lo que hayasido.
Aunque todo eso no eran sin
ucubraciones vanas y a él nadie l
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misteriosa. Perdió mucha clientela causa de sus espejuelos.
Lucubraciones, pero otro facto
odavía más importante: los honorariosa magia del dinero. Pues el poder, l
superioridad y la jerarquía no se anula
an fácilmente ante un médico a quien spagarán sus buenos honorarios, así estuno ahí con su traje de trapecista.
Naturalmente otra cosa era con lodemás, todos los demás, los inquilinosos deudores; en suma, el resto de l
gente y aun, aun las mujeres —él n
frecuentaba sino cierto tipo dprostitutas discretas y prudentes—quienes no deben imaginar siquiera qu
uno pueda despojarse de su uniforme, e
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último extremo merced a las tinieblaque deberán reinar desde antes en lhabitación, si es que uno deb
desnudarse, aunque no sea del todoaturalmente, no unas tiniebla
absolutas.
Quedaba Macedonia. Pero, pocuanto a ella, no le importaba mostrarsen paños menores, sentado en su alt
sarcófago, acariciándose los dedos dun pie con los del otro.Para la vieja él era un se
ndiscutible e inalterable, distante
sagrado, así fuera dentro de la redondina de cinc donde lo bañaba lo
sábados por la tarde y donde l
enjabonaba los brazos, el tórax, l
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espalda velluda, el vientre y las piernasodo, con el cariño de quien limpia
pule los paramentos sacerdotales que a
día siguiente esplenderán en el altarAnte Macedonia no le importaba nada.
Sin embargo, ya no podí
desprenderse de una cierta sensación ddesamparo, un desvalimiento como si nfuera dueño de todo su poder, ni siquier
dueño de las casas que tenía; ciertnvalidez y disminución, igual a un jefe quien se le retira el mando de su tropaaunque no exactamente, más bien uno d
esos monarcas en el destierro que aúconservan un resto de incredulidarespecto a la pérdida de su trono, n
obstante abrigar en su corazón la certez
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de que ya no recobrarán jamás suantiguos dominios.
Le fastidiaba que el efecto sedante
acariciador de las palabras dMacedonia hubiera desaparecido, causa, se dijo, de esa ocurrencia qu
uvo acerca de los agonizantes, de qumientras uno no se viste y recobra scondición verdadera, es igual a u
agonizante. Tonterías, sin embargoPierrot antes de vestirse de Pierrot, smas un Pierrot que tampoco se vestiríde Pierrot, sino de algo muy respetable
solemne y grave, el severo continentautoritario y bondadoso, enfundado eodo eso casi talar, desde el sombrer
hasta los zapatos, que constituía s
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ndumentaria. Los agonizantes, y luegoen realidad, ese préstamo a sunquilinos.
La imagen de sus inquilinos lo hizexperimentar un remoto miedo, lmprecisa sensación de no sentirs
seguro, a pesar de todo, respecto eventualidades de las que no podía teneningún dato, pero que tal vez acechara
en algún recodo de su destino. No ser ya un propietario, esto, estdebía constituir la idea de la muerte, nener propiedad, perder eso que a
mismo tiempo puede decirse es unnoción material y una noción religiosaelevada, si se toma un cierto sentid
ncorpóreo, no como un grupo de quinc
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a veinte vecindades, sino como eprincipio mismo de la propiedad, algntangible y que, más que una segund
naturaleza adquirida, es la propinaturaleza en sí, de hombres como a lclase de los cuales él pertenecía.
La muerte, eso estaba claro, era udejar de pertenecer y un dejar dpertenecemos las cosas del mundo, per
ambién la muerte quizá fuera el estavestido con un traje de trapecista sentir, cuando menos todas las mañanasesta leve inquietud, no por imaginari
menos cruel, de que aquellas casas dvecindad y aquellos inquilinos no lpertenecían, todo a causa de lo
ridículos paños menores.
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Era preciso no alarmarse, emperoLo verdaderamente terrible habría sidque no hubieran pagado la primera vez
cuando él, hace muchos años, adquirias casas de vecindad. Pero si ello
hicieron el primer pago del prime
vencimiento, esto fue algo más que usimple pago, fue una cuestión dprincipios, el acto afirmativo de u
orden, de un conjunto de normas qurigen inalterablemente a la sociedad. Yestaba escrito en el código invisible quodo lo equilibra y todo lo sostiene, l
mismo el vuelo de un pájaro que lexistencia de las casas de vecindad, y shabían pagado desde entonces hasta ho
—¿por qué no iban a hacerlo, Dios mío
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—, seguirían pagando en lo futuro poos siglos de los siglos, sin que él dejar
de permitirse la enervante angustia de n
hacer los cobros sino algunos díadespués de vencidos los alquileresPorque, pensó, además era un préstamo
un préstamo es algo eminentementsagrado.
—El señor no se cuida de su
ntereses, se le olvidan las cosas, dejpasar el tiempo de los cobros nomás dpura buena gente que es. Ya estamos antos —aquí la fecha del mes qu
correspondiera— y el señor no ha ido recoger sus rentas.
Lo decía siempre en un ton
quejumbroso, como a punto de llorar
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pero un tono también en que se traslucíel disimulado afecto de una madremientras caminaba de aquí para allá
ropezando con los muebles, y corémulos movimientos reunía la rop
para colocarla en una silla próxima a l
cama.Los paños menores no le hacía
sentir que su autoridad se menoscabas
o más mínimo ante ella, quien estaba ea casa para obedecerlo, parestimoniar con su obediencia, e
cualquier momento, que él no habí
perdido su poder, pese a los pañomenores, que él no era un rey en edestierro, aun en su traje de trapecista
Vaya, ni siquiera dentro de aquella tin
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de cinc, estrecha y redonda; ni siquieren esa condición de Buda carnoso, coel vientre sobre las rodillas flexionada
la zoológica vellosidad de la espaldapor donde las manos de Macedonirascaban con sus crujientes uñas d
perro viejo. Ni siquiera cada sábadoahí en la tina.
Gradualmente parecía reconfortarl
este pensamiento de Macedonia y lina. Ahí menos que en ningún otro sitioporque el bañarse en aquel recipiente dun metro por sesenta centímetros era
por el contrario, un índice de ssuperioridad y maña para vivir, unreiteración constante de que la ventaj
estaba de su lado.
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Algunos —él lo sabía muy bien—consideraban esta costumbre comalicia y un aire burlón, atribuyéndola
extravagancias, cuando no a manías dviejo avaro, y hasta daban podescontado, con venenoso
circunloquios y malintencionadaalusiones, que el ahorro obtenido —sobtenía en efecto, y casi como a s
pesar, un ahorro— en el gasto de leñpara calentar un volumen menor de agude aquel que hubiera requerido la tingrande sería ya, después de tantos años
una verdadera fortuna.Pero las insidias de este tipo l
enían sin cuidado, pues ño era fácil qu
nadie comprendiera la sensatez
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prudencia, realmente singulares, quhabía en el hecho de bañarse en una tinpara niños. Sensatez y prudencia, ésa
eran las palabras, y ya podían decir lodemás todo lo que quisieran.
Comenzó a sentirse mejor. S
nquietud, por fortuna pasajera, se habídebido a aquel préstamo y a la ideabsurda de los agonizantes. Per
ambién probablemente —puesto que ncesaban aún, y era preciso reconocerlopor más humillante que fuera— a ladificultades con su estómago, todas la
mañanas, en que había que esperar coresignada paciencia, bajo el dosel dverdes cortinas, la señal, el tibi
gruñido del pequeño animalit
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bullicioso que comenzaría a correteapor ahí dentro, debajo de la piel, en lcálida oscuridad de los intestinos.
Pero, Virgen Santa, hablando del rede Roma y él que asoma; si ahí estaba. Se puso en pie, con un impuls
alegre, y se introdujo al cuarto de bañdonde lo esperaba el blanco escabel, epequeño trono real de porcelana del W
C. Repentinamente había recobrado sánimo de un principio y miró lleno dúbilo, desde el escabel, las dos tina
que estaban ahí, la pequeña, de cinc, y lgrande, de esmalte. Esta última era mubonita, con sus flores pintadas en lo
bordes, que convergían por dentro
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entrelazadas con hojitas verdes, hacia lparte posterior, formando una guirnalden torno a un grupo de amorcillos qu
ugueteaba debajo de la llave.Muy bonita. La miraba con l
malicia triunfante de quien no se dej
engañar. Desde su trono, el mentófilosóficamente apoyado en la manoenía la actitud de un pensador profund
sarcástico, que ya está de regreso dodos los caminos y no se rinde a lseducción de las sirenas.
Era un hombre bueno, suspiró. Po
más que él mismo se empeñara ebuscar algo en contrario, el balancresultaba adverso, no podía menos d
considerarse un hombre bueno y he ah
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a prueba en la forma que tenía la vidde recompensarlo, en primer lugar, apermitirle esta conciencia de su propi
actitud y, después, en todas esannúmeras satisfacciones, como la d
saberse, gracias a su sensatez y a s
prudencia, a salvo de morir en una tinde baño, por más hermosa que éstfuera. Aquello era la redituació
contante y sonante, cada minuto de svida, de un capital imponderable cuyontereses palpaba todos los días —
particularmente en estos momentos d
vasta y fecunda reflexión, desde el niverono, a la vista de las dos tinas qu
simbolizaban de tal modo do
concepciones tan opuestas de l
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existencia— en la euforia plena radiante de sentirse vivodefinitivamente vencedor y vivo. No, d
ningún modo un rey en el destierro —ahora sonreía otra vez con sagradecimiento tímido y humilde—, sin
un rey en el pleno ejercicio de suntestinos y su vejiga.
Ahí estaba la sirena, muy bonita
cierto, muy higiénica y lo demás, perun metro por sesenta centímetros es máque suficiente. Su intestino gruñó coplácida dulzura. Muy higiénica, pero l
higiene no devuelve la vida a nadicuando resbala uno y se golpea la nucacon todo el peso de sus ochenta y tre
kilos, contra las florecillas color de ros
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los gordezuelos amorcillos.Poco a poco su cuerpo se sentí
nvadido por una dulce paz intestinal
el sosiego con que evocaba el accidentque sufrió su desdichado amigo, aquecomisionista en granos, el único amig
que tuvo en la vida, pero cuyo nombrepor quién sabe qué razones, nrecordaba ya, al que sacaron de una tin
gual a la de allí, bueno, quizá sin suamorcillos ni florecitas, desnucado poel golpe, con el cuerpo contraído, biemuerto. Una bendita paz intestinal, llen
de gratitud hacia el Señor que precave ciertas de sus mejores criaturas de lopeligros a que todos los días se est
expuesto, aun sin salir de la propia casa
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o. El Buda no resbalaría jamás, coas rodillas sólidamente apoyadas,
Dios gracias, en las paredes de cinc
dentro de su inexpugnable perímetro dun metro. Ese cuerpo suyo no resbalaríaestos ochenta y tres kilogramos de carn
de Buda que se amontonaban eredondos dobleces cada sábado, en lpequeña tina infantil, no resbalaría
amás.Lo cierto es que aquel pobre amigsuyo, comisionista en granos, erartamudo, defecto que para su negoci
resultaba fatal. Porque la muertconsiste en que las cosas dejen dpertenecerle a uno; en que uno deje d
ser propietario y literalmente ya no se
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uno nada, antes siquiera de morirEntonces eso se expresa en los mápequeños detalles, ya sea el mati
nvoluntario de un gesto o ya el caráctede pronto muy peculiar e inédito dalgún tic, como el tartamudeo, cuand
menos este tartamudeo concreto decomisionista en granos, la mañana dedía en que, horas más tarde, por l
noche, lo sacaron de la tina de bañodesnudo y con la nuca rota.Un tartamudeo muy curioso, como s
ocultara un lenguaje cifrado, ciert
rasfondo que causaba una sordrritación: algo que incitaba a causarl
daño, a herirlo y humillarl
deliberadamente, impunemente, con l
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convicción de que, por más extraño quparezca, aun lo agradecería.
Evocaba su muerte con sosiego y un
superioridad tranquila y sin alardesfuera de ese ruido indiscreto placentero de los intestinos.
No fue fácil, a primera vistaadvertir la premonición de la muerte eaquel rostro, en aquella forma de hablar
huidiza, tímida y vencida de su amigoSe refería de un modo elusivo a unegocio vago de ciertos furgones dferrocarril llenos de semillas, qu
alguien no dejaba entrar en el mercadoun negocio en el que parecía cifrar sporvenir entero, la dicha de su familia
a tranquilidad, al fin lograda, de s
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existencia, lo cual repetía en formmprecisa y sin confianza, con un miederrible al fracaso. Su estúpida actitu
movía a que se le lastimara en algunforma.
—¡Déjate de tonterías y no me haga
perder el tiempo! —recordaba haberldicho, y lo recordaba sólo porque lhabía hecho con el ánimo de causarl
alguna mortificación que tal vez indujeral desgraciado amigo a recobrar sdignidad de cualquier modo. Pero ecomisionista permaneció ahí, mirándos
as rodillas abultadas de su pantalónartamudeando excusas, como un hombr
que en ese preciso momento pierde su
ambiciones y se resigna a hundirse par
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siempre en la pobreza definitiva.Desde el momento en qu
rastabillaba en tal forma carente de fe
abandonado, era porque ya no estaba deodo entre los vivos, y dándose cuent
de ello, se rebajaba y pedí
angustiosamente auxilio en ese lenguajsecreto del que, aun sin el tartamudeoa no había nadie capaz de comprende
palabra en este mundo. Había perdido lnoción de la propiedad, eso, sin dudalguna.
La noche de ese día fue encontrad
muerto en la tina y hubo que derribar lapuertas del cuarto de baño para rescatasu espantoso cuerpo contraído. La
florecillas color de rosa con sus verde
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de conducirse de su amigo, y luego enegocio ése, en que trataba de enredarloque no podía ser más aventurado
Furgones de ferrocarril llenos dsemillas y, en quince días, el escándalremendo en todos los periódicos, l
pérdida del crédito y más tarde lcárcel, tal vez.
El comisionista en granos habí
permanecido fijo, las manoemblorosas, mirándose las rodillas dsus pantalones sin planchar.
—Pa-pa-ra-mí-es-esto-es-de-fi-nini
ivo —y en seguida de un tirón rápido—Estoy hasta el cuello.
Muy hermosa la tina de baño, per
él no se dejaba seducir por el canto d
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as sirenas, pese a que se hubiernsinuado la versión maligna de que e
comisionista en granos no había muert
de accidente, sino por su propivoluntad, suicidándose, a causa de estaal borde de la ruina más espantosa y si
un solo amigo que le tendiera la mano ecircunstancias tan aflictivas. ¡Como saquel tartajeo no hubiera sido tan claro
an evidente! O mejor dicho, como si epobre comisionista no expresara de tamodo indudable su destino con aquellnterrupción súbita de su tartamudear y
de pronto, el estampido con que dijaquellas palabras de «estoy hasta ecuello» u otras semejantes, no l
recordaba con exactitud. Bien, e
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cualquier forma ninguna habladuría serísuficiente a debilitar su preferencia poa pequeña tina de cinc de un metro d
diámetro por sesenta centímetros daltura.
Después de levantarse del trono
caminó hasta el lavabo, donde hizo lasomeras abluciones de costumbre cadmañana, y luego secó su rostro con gra
cuidado para salir en seguida hacia lalcoba.Sus ojos vagaron en derredor
opacos e impersonales. Ahora cubrir lo
paños menores, ahora abandonar estcrisálida. Tiró de los pantalones grisescon franjas ligeramente más oscuras, qu
colgaban en el respaldo de una silla, y
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continuación introdujo las piernas en lodos tubos de casimir, sin subirse loirantes de fantasía, listados de rojo
azul, que quedaron colgando a suespaldas, flojos como las arrugadaíneas de un vientre caído.
La blanca camisa de piqué crujisobre su pecho y luego vino todo ldemás a incorporársele en el siti
preciso, la corbata de plastrón, lopuños con sus mancuernas de oro, loborceguíes de ante, todo en su sitiocomo las hojas que hace renacer l
primavera en las ramas de un árbodesnudo.
Entraba en ese hombre en el qu
poco a poco lo iban convirtiendo cad
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una de las prendas de ropa, como ssaliera para siempre de aquel útero dos paños menores en el que no habí
sido otra cosa que el esquema de spropia forma, tan sólo la anticipación désa su verdadera forma, que y
recobraba.
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II
Una rotunda sensación de dominio sdiluyó por su cuerpo, hasta el último dos rincones, igual que una bebid
onificante y generosa. La costumbre dno ostentar, hasta por simple tacto hacios demás, dicha sensación lo hiz
reprimir cualquier síntoma externo qupudiera tomarse a jactancia, aun cuandrespecto a la sonrisa, ésa sí, pensó quotra vez habría aparecido en sus labios
ahora ya sin desentonar en absolutodespués de las prendas de vestir, dulce ímida, avergonzada de su propi
bondad, como en sus lejanos tiempos de
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colegio, los lejanos tiempos del Premia la Virtud.
Sólo le faltaban alguna
nsignificancias casi puramentdecorativas, aunque no tanto:
—Alcánzame mi chaleco de ras
negro, ahí en el ropero, Macedonia —dijo. La mujer se movió en ese sentidcon sus pies torpes y ancianos.
Un extraño ropero fúnebre, incluscon aquel triángulo a guisa de remate ea parte superior, donde podía verse e
bajorrelieve de una balanza de l
usticia. Era impresionante y sórdido. Eun principio lo incomodaba verlo ahí esu rincón, contra la pared, recordándol
esos muebles de las agencias funeraria
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hicieron de igual modo, pero al nobtenerse un cambio radical —que pootra parte nadie buscaba—, las cosa
quedaron definitivamente en su punto el ropero ahí, con sus molduras adornos, la rigurosa austeridad de s
color café y los dos pilares redondoque lo guarnecían en cada uno de loextremos bajo una especie de arquitrabe
Con un fácil movimiento de lopulgares distendió los tirantes, que dpronto ya no fueron las líneas de uvientre caído sino las riendas bie
sujetas de un caballo enjaezado coabsoluta precisión.
A sus espaldas, Macedonia hurgab
con abrumadora torpeza dentro de
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mausoleo. Era tremendamente vieja, npodía serlo más. Un mausoleo, siningún género de duda, con Macedoni
ahí, medio cuerpo invisible y luego lados águilas doradas de la Repúblicencima del arquitrabe, en el espaci
ibre que dejaba el frontispicioMacedonia abajo, medio cuerpo ocultpor una de las puertas, sofocada
acezante la pobre, sin que pudierdistinguir nada, tal vez ni siquiera supropias manos, en la penumbra demonumento. Un auténtico monument
para honrar la memoria de vaya saberse qué juez, tribuno, magistrado o que fuera, y todavía la inscripció
atina con que llegó, algunos años antes
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ecunia Alter Sanguis, cuyas letras doro falso, tan impropias en algo que iba convertirse en ropero, fue necesari
arrancar desde el primer día, apenas lomozos introdujeron el armatoste en lrecámara ante las miradas de l
autoridad judicial, que parecía ncomprender qué significaba todaquello.
«Soy bueno —pensó mientrauzgaba de soslayo, con cierta dulzurconmiserativa a Macedonia—; aunquo me empeñe en no reconocerlo
siempre se dirá que soy bueno.»Su ex abogado —aquel Saldaña qu
fue depuesto en forma oprobiosa, aunqu
harto bien merecida, de su cargo com
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notario público— pretendía que lnscripción latina significaba una cos
semejante a «el dinero es otra sangre»
«la sangre es dinero». A saber sconocería siquiera latín, el mentecato. Amuchos no les agradó el embargo de lo
muebles de Saldaña. En rigor, a ningunoEra demasiado poco. Hubieran queridponer a Saldaña en galeras para el rest
de sus días, o descuartizarlo después dgrabar sobre su cuerpo —pensaba eesto con una vaga condolencia—, ecarne viva, con algún hierro candente
aquello de Pecunia Alter Sanguis, sbien no quizá en latín.
«Cuando uno siembra bondad —
pensó—, recoge siempre bondad.»
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Acudió a ver a Saldaña por aqueentonces, en víspera de los terribledías, y por eso recordaba con tant
claridad la inscripción latina. Aprincipio nadie quedó satisfecho conada, ni siquiera con la destitución d
Saldaña como notario público, algo eo que, al parecer, intervino enérgica
aunque furtivamente, la Barra d
Abogados.Saldaña estaba tras el escritorio dsu bufete, de espaldas al dichosestante, muy pálido, con una curios
expresión de terror y ansiedapatéticamente sonrientes.
—Recibí su recado —dijo, de pi
—; estoy a sus órdenes.
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—Estuvo a verlo, sí, a salvarlo evísperas de que se desencadenara lempestad, a salvarlo de la cárcel.
Saldaña no podía dominar eemblor de sus manos, sin atreverse
decir palabra.
—Usted sabe, licenciado Saldaña —recordaba que, pese a los buenopropósitos que inspiraron su acción
empleó un tono duro y enérgico—, ustesabe que yo soy el principal perjudicadcon el fraude; no se le puede llamar dotro modo, con el fraude, sí —Saldañ
se había puesto aún más pálido. Edinero es otra sangre. Es la sangrmisma, sin la cual resulta materialment
mposible vivir—. Bueno, pues a pesa
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de ser yo el más perjudicado, vengo ofrecerle la única solución salvadoraen mis manos está seguirle una acció
penal, pero me conformaré con sumuebles; con un embargo de estobonitos muebles suyos.
El recuerdo lo hizo suspirar largasosegadamente, y sintió cada vez comayor exactitud que en efecto sonreía
Ahí estaba sobre sus viejos labios lsonrisa trémula de hoy a la fragilidanocente y pura de cuyos tiemponfantiles era como la vagarosa huella
del mismo modo que lo es al buen vinel aromado espíritu que guarda el fondde añejo tonel. La sonrisa de la virtud
a misma sonrisa que iluminó sus labio
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con su tacto de protozoario y sumovimientos irracionales, tal vez ynada más vegetativos, aprisionada entr
as dos puertas como entre lamandíbulas de una trampa para cazaosos.
Las demás víctimas del fraudprotestaron en todos los tonos. Aquellde limitar la acción punitiva contr
Saldaña a un simple embargo de sumuebles, decían —el estante caféoscuro, el piano, el escritorio y otrabagatelas más—, eran muy poco par
castigar la enorme bellaquería defraude cometido.
No escatimaron maniobras, aun la
más ruines, para hundir a Saldaña hast
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el fondo: órdenes de aprehensiónexhortos judiciales, amenazas, sobornde jueces y covachuelos, remitido
periodísticos y un sinfín de otrorecursos, para que, a la postre, comdebía ser a pesar de todo, no se saliera
con la suya, aplastados por el triunfaugusto de la Equidad, que terminó pomponerse.
Porque Saldaña no debía pagar posu delito más de lo justo, sinestrictamente lo justo, y ya se vio quése era el único medio de proceder en e
caso, con prudencia, buen tino y auprovecho, cuando los defraudadorecibieron —por supuesto a cambio d
a venta de sus bonos (no hay qu
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olvidarlo, inservibles entonces)— uncompensación inesperada, si bien mupor debajo del monto de las pérdidas
muy por encima de lo que pudierahaber imaginado quienes ya no teníaesperanza alguna de recobrar un sol
céntimo. Era la inmanencia de ciertaeyes morales, de las que basta oprimia tecla que corresponda para que e
mecanismo se eche a caminar por sí solhasta cumplir, en su tiempo y en su horael ciclo de su ineluctable consumaciónaunque al principio los demás n
hubieran creído en ello mientras sempeñaban, torpes o malvados, o ambacosas a la vez, en aniquilar a Saldaña.
—Pero antes quiero explicarle d
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qué se trata, licenciado —le habídicho. Saldaña no pestañeaba, con erostro de una estatua de mármol, dentr
de su impecable traje negro, mientras smano izquierda tamborileaba con lodedos sobre la superficie del escritorio
pero sin hacer el menor ruido, con unentitud asombrosa, como si las órdeneransmitidas por el cerebro no pudiera
legar a la punta de sus extremidadesino con increíble retraso. Quién sabpor qué, la gruesa perla de su fistol, ea corbata también negra, pareció perde
de pronto su oriente, como si en esmismo momento se hubiera muertovíctima de un síncope. El síncope de un
perla que cierra de súbito los párpado
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se apaga. Algo muy curioso. Saldañquiso decir algo, pero al advertir qusólo iba a salirle un ruido extraño de l
garganta que ni siquiera llegaría a vozdesistió al punto, limitándose conservar las mandíbulas abiertas
axas.Si en lugar de lo que iban
proponerle le hubieran ofrecido u
revólver como salvación, para Saldañhubiese sido lo mismo, a tal extremestaba inconsciente en absoluto.
—Estoy al tanto de que va
declararse en quiebra, o mejor dicho, lquiebra es el único recurso que le qued que yo honradamente le aconsejo. Per
como hasta ahora sólo usted y yo l
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el banco, de mi propio dinero eefectivo, el monto nominal de mibonos. Esta inyección de numerari
respaldará el valor de la emisión enter al mismo tiempo evitará que la gent
pierda su dinero, al menos no todo aque
de su dinero colocado en este asuntoaturalmente, a condición de que l
quiebra se consume. Después de eso,
en el momento más oportuno, ycompraré el resto de los bonos a suenedores, desde luego al preci
razonable que las circunstancias dicten.
Aquella perla muerta, aquellexcrecencia sobre la corbata negra dSaldaña y luego el estante café-oscur
con su inscripción latina. En suma
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Saldaña no pararía en la cárcel, lo cuahubiera sido injusto y de muy maloprecedentes tratándose de un profesiona
de su categoría; los acreedorerecuperarían parte de lo perdido, asfuese una mínima parte —¿acaso no e
ganancia recuperar algo cuando ya no sespera obtener nada?— y, en fin, todoerminarían por sentirse satisfecho
después de los primeros e inevitableransportes de desesperación. —Perdón, amigo Saldaña, todaví
no he terminado: reserve su
manifestaciones de gratitud hasta que yermine, se lo ruego —le dijo co
sincera emoción, enrojeciendo de pena
en seguida aún más al darse cuenta d
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haber enrojecido, cosa que hizo muncómoda y mortificante la situació
ante la forma en que Saldaña intentó
con un torpe movimiento frustradoarrojarse de rodillas al suelo parbesarle las manos; un movimient
grotesco, como si tratara de recoger eel aire una pelota con la cual eadversario se anotaría un tanto y que l
hizo quedarse a medias, sin saber quhacer, con la sonriente expresión dndecisa culpa que tiene el principiant
de béisbol cuando no ha podid
responder, como era tan simple y fácique respondiera, a la jugada obvia quse le dirigía—. Reserve su
manifestaciones hasta que escuche tod
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o que debo decirle. —La perla, ecadáver de aquella perla, se agitaba eel pecho de Saldaña con el ritmo de s
precipitada respiración, que pomomentos parecía impregnarse dsollozos. Si se siembra bondad, siempr
se recogerá bondad. —¿Recuerdas, Macedonia, si e
fistol que me regaló el licenciad
Saldaña está en el joyero o lo guardé ea caja fuerte? —La anciana, con laorejas metidas en el mausoleo de lEquidad, no escuchó palabra.
La miró con sorna felicitándose dque no lo hubiera escuchado, pues erealidad aquélla era una pregunt
ociosa: él sabía perfectamente que e
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no las conocen de antemano, con lacifras cabalísticas de la combinación.
—A mí, señor licenciado, me gust
ante todo proceder con equidad; lequidad es una de las pocas virtudes qume reconozco, quizá la única que pose
—y ahí mismo recordó, ya desdentonces, que en el colegio lo habíapremiado, sin embargo, por otra virtu
más, lo que lo hizo sentirse como smintiera—; mi sola y única virtud, a luz de la cual quiero hacerle ver un
cosa importante. —Se detuvo par
respirar largamente y tomar fuerzaspues no había más remedio, si erealidad trataba de conducirse de u
modo equitativo, que comenzar por serl
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III
Ahora, ante la inminencia de sentirscompletamente vestido —faltaban tasólo el chaleco de raso negro, que s
pondría en seguida, y el saco gris, máarde, en cuanto se dispusiera a salir—como que se sentía en mejorecondiciones para recordar sin obstáculalguno sus lejanos días de la escuela, eaquel misérrimo colegio de barriaddonde recibió el premio a la Veracidad.
Ante todo la estrechez del patio, lncreíble estrechez del patio donde lo
niños de los años inferiores, a la hor
del recreo, parecían un montón de niño
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dentro de aquel horrible callejón negrque era el patio de la escuela. Lodescalzos permanecían entonce
pegados a la pared, mirando con unadmiración fabulosa que no llegaba ener fuerzas para convertirse e
envidia.El mingitorio ofrecía mejore
perspectivas de divertirse, pese a se
una prolongación del patio, separado déste por una mampara de viejas láminaherrumbrosas y crujientes.
Aún lo recordaba con una doloros
presión, una angustia muy concreta apremiante en las vías urinarias, oscurocon sus altas paredes de ladrill
mugroso y a los lados aquellos canale
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de hojalata con su pátina de sarro verdeamarillo.
Aquí el juego consistía en una suert
de esgrima, donde, al orinar, loadversarios entrecruzaban sus chorrosdándoles el movimiento de dos espada
que chocan entre sí, se repelen y satacan en fintas y mandobles, cada unconducida por el esforzado brazo de s
respectivo caballero, de quien la úniccondición que se exigía para vencer eruna vejiga bien repleta, pues eagotamiento de la provisión propia ante
que la del contrincante significaba lderrota. Lo mismo que envainar lespada, la líquida y maloliente espada.
De pronto sintió que esta evocació
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o mortificaba más de lo que supuso aprincipio: parecía instalarse en su bajvientre la memoria física de aque
dolorcito, aquel dolorcito lleno dmpaciencia, en la base inferior de
pene, por dentro, cuando retenía la orin
durante horas enteras en espera decombate.
Muchos —él entre ellos— bebía
una cantidad espantosa de agua en sucasas, antes de ir a la escuela, y despuéen la propia escuela, terminado eencuentro de las once, durante el recreo
para estar dispuestos al segundencuentro a la una de la tarde, que sdesarrollaba en el callejón de Lecheras
una rinconada próxima al edifici
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escolar.Un recuerdo no muy agradable
estas alturas, se dijo, cuando menos u
recuerdo físico que le causabnquietud. A ese juego tonto —llamaban en la escuela el juego de «lo
espadazos», se acordó inesperadament—, a tal estupidez de su infancia quizse debiera aquello que le dijo el docto
Menchaca, a través de sus espantadoespejuelos, acerca de un debilitamientdel esfínter que podía llegar convertirse en una lamentabl
ncontinencia de orina; ese doctoMenchaca, que daba la impresión dempeñarse deliberadamente en hacerl
sufrir con sus predicciones.
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Se estremeció al imaginar qupudiera padecer tal dolencia a su edadhoy. Los pantalones mojados, en l
calle, en el tranvía, en los negocios; lopantalones con un calorcillo súbito en lentrepierna, sin consentimiento de nadie
deslizándose por los muslos la calientsensación que no sabe uno explicarse dniño cuando las personas mayores l
miran sospechosamente con aire denteradas; o acaso hasta tener qucomprar calzoncillos de hule, siatreverse de ningún modo a dar l
medida al empleado y decir que seríapara él, aparte los precios por tratarsde un caso especial, no para niño, caso
especiales de adultos que quiere
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Se sintió lleno del más profunddespecho hacia el doctor Menchaca.
Bueno, tal vez Menchaca fuese u
charlatán —aunque bien sabía que no lera, incluso desde antes de resolverse easunto aquel de los cálculos biliares qu
en números redondos, a la larga, no lresultó gravoso durante catorce mesede tratamiento y con resultados ta
buenos, por otra parte, que jamás svolvió a presentar ningún trastorno—pero, con todo y sus encendidaadvertencias de Casandra, como ésta d
un debilitamiento en el esfínter, y así nse tomaran estas advertencias al pie da letra, era cuestión de observarse
cuidarse, atenderse y mirar no fuera
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sobrevenir algún contratiempo por ahdentro, en sus órganos, pues cincuenta antos años de edad no son ningun
broma. No era ser viejo, eso estaba claro
pero los dichosos cincuenta y tantos l
hicieron pensar en la vejez y en lmuerte, si bien con cierta incredulidad.
«Todos nos acabamos —suspiró si
convicción alguna respecto a sí mism—, todos nos morimos. ¡Qué gradesgracia es!»
Cerró la negra caja de caudales y s
dijo que podría abrirla y cerrarlacuantas veces quisiera, sólo él.
«Lo que debe preocuparnos, n
obstante, es estar bien con Dios par
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comparecer tranquilos ante su DivinMisericordia.»
Detuvo la mirada con ausente fijez
sobre las letras de oro en la puerta de lcaja. «Siemmens und Müller», leyó eos caracteres góticos. Comparecerí
con humildad, mas sin temor nremordimiento.
«¿Qué se habrá hecho del pobre?»
se dijo inopinadamente. «¡Seguro habrreventado ya de alguna mala manera!Se dio cuenta de que la red de supensamientos lo había llevado, por un
especie de similicadencias mentales, a imagen del director de su escuela, d
cuyas manos recibiera precisamente e
diploma de la Veracidad.
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El profesor Cervantes tenía unmelena negra como la pez y un anchrostro impresionante, que daba l
sensación de ser duro y hostil, pero qua veces se suavizaba hasta dulcificarscomo el de un niño. A causa de ta
melena y del mentón enérgico y vastoque parecía envolverlo en ciertatmósfera trágica, todos, sin que él l
supiera —o acaso sabiéndolo tal vez—o llamaban Beethoven.En ocasiones se encerraba en la
oficinas de la dirección, sin recibir
nadie ni hablar, y entonces se decía quno abandonaba la escuela hasta que tantos alumnos como los maestros y
habían regresado a sus casas, todo par
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no ser visto ni tampoco encontrarse coalguien a quien conociera. Se descubriósin embargo, que esto no era así, sin
peor aún, cuando el mozo de la escuelaque llegaba a las siete de la mañanaescuchó unos ronquidos provenientes d
a dirección, y al asomarse por eragaluz pudo ver a Beethoven acostad
sobre el escritorio y cubierto con u
montón de periódicos.Aquello significaba a las claras qudurante estos accesos de hipocondríacuya duración era a veces de tres días
el director no abandonaba, ya ndigamos la escuela, pero ni siquiera smiserable oficina, solitario como u
animal salvaje que quién sabe de cuá
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recurso se valdría para comer, o ququizá no comiera.
Tales ausencias causaban un
mpresión siniestra, como si sobre lescuela pesara una atmósfersobrenatural. Se le sabía ahí dentro, tra
de la puerta, paseándose de un lado parotro, o erguido, de pie, sin moversecomo acostumbraba hacerlo en el saló
de clases del cuarto año, del cual erprofesor, y esto hacía que todoexperimentaran una especie de vagangustia y un calosfrío les recorriera e
cuerpo. «Ahí está», murmuraban entrsí, por lo bajo, los maestros, y eseguida sus rostros adoptaban un
expresión confusamente confidencial
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furtiva.Entregaba en persona los premios
en ocasión de lo cual decía un discurs
sonoro, grandilocuente, muy extraño, eel que abundaban palabras tales comosmosis, delicuescencia, logomaquia
manumisión —«manumitir al pueblo da ignorancia», decía— y otra
parecidas.
Maestros, padres de familia alumnos lo oían con una suerte drespetuoso pavor y terminado sdiscurso guardaban un silenci
vacilante, sin saber qué partido tomarAquella situación se prolongaba poespacio de larguísimos segundos, per
al mismo tiempo como si detrás de est
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existiera el deliberado propósito, poparte de alguien, de que las cosasucedieran así, casi conforme a u
requisito prestablecido.En efecto, contribuía a dar est
mpresión el profesor de quinto
Moralitos. No sin cierta socarronerídejaba pasar los instantes para volversdespués a sus espaldas, en el just
momento en que el embarazo de lconcurrencia ya había llegado a símite, con la histriónica actitud de quie
subraya las palabras de alguna person
que habría musitado en voz queda ucomentario elogioso desde las filas datrás. Cada mes era lo mismo, así que e
profesor de quinto se desempeñaba e
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su treta con desenvoltura y aplomcrecientes, dándole a la entonación de svoz, lo suficientemente alta para se
escuchada por el auditorio entero, y os movimientos fogosament
afirmativos de su cabeza tan indudable
naturalidad y verismo, que todos svolvían en el mismo sentido que él haciel invisible interlocutor.
—¡Muy bien dicho, señor mío! —exclamaba entonces Moralitos—. ¡Mubien dicho! Por cuanto a retórica conocimientos, creo difícil que hay
alguien en el magisterio capaz dmedirse con don Hipólito Cervantes.
Al conjuro de estas palabras lo
aplausos se desencadenaban como un
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cascada franca y tumultuosa, con lo quel auditorio parecía liberarse de aqueagobiador peso que momentos antes l
cohibiera en forma tan penosa comnexpresable.
Después de la ceremonia, lo
maestros y algunos padres de familiescogidos entre los más decentes, ecompañía del alumno premiado, al cua
se le testimoniaba así una notoridistinción que él debía aquilatar en todsu magnitud, se reunían en las oficinadel director para tomar una copa. A lo
maestros y padres de familia se leservía una copita de amontillado dulceal alumno un vaso de grosella qu
preparaba la señorita Estabillo, de
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uguetón y sonriente en las pupilasParecía a punto de pronunciar otra veun discurso, pero como si la idea l
hubiera abandonado de un modrepentino y considerase inútil decir nadmás, se limitaba a requerirlos mediant
un ademán indulgente y resignado, con eque parecía rechazar las posibilidadede ser comprendido por ninguno de lo
ahí presentes, o quizá por nadie en emundo. —Tomemos, señores, tomemonuestras copas— suspiraba entonces eun tono hondamente autoconmiserativo.
El director era un ser melancólico cruel —pensó—, y a no dudarlo, pobrde solemnidad con sus blancas y a vece
an sucias camisas, llenas de zurcido
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por todas partes, y los zapatoaplastados, unos zapatos de plantígradoque daban la impresión de no tene
suela, con sus colgantes mejillas danciana cayéndole a ambos lados y eubo, siempre demasiado abierto, si
engüeta, igual al corsé que nuncpudiera cerrarse del todo en derredor dun tórax de prostituta vieja.
Sus manos parecían singularmentnerviosas, con unos dedos anchos, duñas cuadradas, el índice y el mediamarillos por la nicotina. Acostumbrab
frotárselos con el pulgar haciendo quéste resbalara desde el meñique andice, como si desmenuzara un polv
nvisible, mientras conservaba lo
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brazos a la espalda, cruzados uno cootro en forma de equis, lo que, vistoasí, parecía dar a esos táctiles dedos d
ciego, turbios, una existencindependiente, ajena a de dond
procedían, cual si pertenecieran má
bien a las mangas de aquellos sacos qusiempre le quedaban grandes.
«Una crueldad triste la de aque
hombre», añadió para precisar. Uncrueldad gratuita y cálida, apenavengativa. La suplicante crueldad —tavez— de quienes visten ropa de lance
adquirida en los bazares, y experimentaun odio general y preocupado hacia tod hacia todos, particularmente a caus
de que sienten lástima por su propi
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persona al comprobarse cada dímetidos dentro de ese inconfundiblalcanfor de sus trajes de muerto.
En virtud de los castigos —fruto duna jubilosa y casi deportiva astucipara descubrir las transgresiones a u
desconocido código de conductnventado por él en el momento mism
de la transgresión— que administraba
sus alumnos del cuarto año, éstos eravistos por los demás con una mezcla drespeto y conmiseración a la que no erajeno el reconocimiento de ciert
superioridad, como ocurre con loenfermos de un sanatorio respecto aquellos otros cuyo estado es más grav
o cuya enfermedad es más contagiosa.
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En realidad usaba trajes de muertoaun cuando parecería aventurado eafirmarlo de todos los que se vendían e
el bazar donde él compraba los suyospese a que indujera a pensar en ello, sa no algún otro dato más evidente
cuando menos el apenado y sospechosdecoro y la limpieza humilde y equívocque conservaban —sin contar l
angustiosa meticulosidad de loremiendos, y las huellas (tambiéolfativas) de la planta incesante que lohabría puesto en condiciones de se
vendidos—, donde se presentía la mande esos deudos de la clase media«pobres pero decentes», quienes
pasado el cierto tiempo en qu
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comienzan a ya no importar las reliquiadel difunto, habrían accedido a que lfiel sirviente —jamás ellos en persona
excepto la vieja tía inútil, caso dhaberla— acudiera por fin a venderlosBien, del modo que fuese, aquéllo
debían ser trajes de muerto, pues lobazares en cuestión no dejan dsustentarse, de modo principal, sobr
odo género de las adquisiciones mámisteriosas.En éste donde sorprendió al directo
de la escuela comprando sus prendas d
medio uso, aparte la ropa de segundmano se vendían objetos en verdaextraordinarios. Los escaparate
ofrecían a su vista fabulosos mundo
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lenos de evocaciones inusitadas —aunque el interés de los demámuchachos de la escuela era solicitad
por muy diferente curiosidad las veceen que incursionaban por ahí— qualudían a ciertos vínculos, informulable
e imprecisos entonces, con unatmósfera determinada de cosas, gentescostumbres, lugares, encantadora
distante, a la que en alguna formhubiera querido pertenecer.Porque cada grupo de objeto
suscitaba su propio imaginario universo
viajes, aventuras, negocios, placeresproyectos, en consonancia con lnaparente vocación del espectador. Po
ejemplo, la idea de un naufragio, o la d
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recorrer la playa de una isla desierta, a de visitar lejanos arrecifes
descubriendo aquí y allá insólito
hallazgos tras del escaparate, al miraos anteojos de larga vista —para se
exactos, uno solo, que tardó much
iempo en venderse—; los mapaantiguos con su rosa de los vientos emedio del océano; los astrolabios co
algo de dípteros monstruosos; un galeóncreíblemente dentro de una botella; lréplica de las tres carabelas dedescubrimiento y una brújula con s
carátula de latón, como si el mar hubierdevuelto de modo inesperado las cosaque se robó algún día.
En cambio, cierto número de otro
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uises, pequeñas cajas de sándalo coforros de seda, medallones de ororelojes antiguos con mecanismo musica
figuras que danzaban al dar las horasUn mundo del que, en efecto, sóldespués de los años tuvo una noció
segura, elevada y concreta, como esímbolo de la sociedad del dinero y da clase social que lleva, consigo
sobre sí, la grave tarea de poseer esriqueza respecto a cuya perenne egítima respetabilidad, los objeto
vistos a través del escaparate, en lo
ejanos días infantiles, no eran sino earoma ya desde entonces presentido.
Quedaban finalmente en las vitrina
as cosas neutras, incapaces de suscita
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ninguna evocación, trastos vulgares y sisignificado para él. Un busto de Minervcon la nariz rota, dos vasos de noche
con un fondo amarillento, adornados comotivos campestres, pastores y zagalauno, y el otro un muchacho que tocaba e
pífano junto al arroyo; dentadurapostizas que quién sabe por qué estabaahí, pero que, sin duda, pese a estar y
usadas —¿ser de segunda boca, podrídecirse?—, deberían de tener clientefrascos de farmacia con la inscripcióndentro de una guirnalda de laureles, d
a sustancia que estaban destinados contener; dos o tres violines con algúdeterioro y, por último, brillante
cromos con marco dorado donde s
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veían naturalezas muertasdesagradables molinos holandeses bellísimos e irritantes paisajes, ta
bellos que era imposible pudieraexistir en ninguna parte.
Pero lo subyugante del bazar, lo qu
cada sábado —puesto que no se dabaclases en tal día— llevaba a lomuchachos a estar ahí agazapados larg
iempo junto al escaparate, y que máadelante a él mismo lo condujo, paratisbar sin ser visto del dueño, era algocierto que fuera de venta, cuya violent
seducción estaba constituida por unespecie de asombro concupiscente y drepugnancia —los novatos palidecía
con una risita que intentaba se
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fanfarrona, pero que en el fondo ersuplicante y desamparada—, al mismiempo que por una sensación de culpa
nconfesada conciencia de perversidad.Aquello no era otra cosa que u
recipiente común de crista
herméticamente cerrado y lleno de usucio alcohol teñido de ligero coloferruginoso, en cuyo interior estaba e
cuerpecito de un feto, un pequeño fetitcon la cara aplastada, los pulgares das manos encerrados dentro de lo
puños con desesperada furia, y en s
derredor, flotando como una serpentinde trapo, el inesperado cordón umbilicaque salía del vientre sin tener e
absoluto sentido alguno, tal vez lo má
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sorprendente, lo más perturbadoramentnovedoso de todo.
Las faldas del levitón del directo
habían trazado en el aire una fugamagen de aspas en movimiento mientra
se introducía en el bazar, con un
premura que daba la impresión denfado, sin advertir la presencia daquel alumno suyo que espiaba a travé
de los cristales.Para no ser visto tampoco cuando edirector saliera, sin confiarse a unnueva pero improbable distracción d
éste, había corrido a esconderse en uángulo de la iglesia del Corazón dJesús, enfrente de la cual estaba e
bazar, del cual recordó que tenía en l
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puerta un negrito de madera, copantalones rojos y medias moradas, aque le faltaban tres de sus blanquísimo
dientes, anuncio, el tal negrito, de unmarca de chocolate francés.
Al lunes siguiente el director se presenten la escuela con su traje nuevo, cos
que lo hizo conducirse con un ligeraturdimiento apenas perceptible, quconsistió (fuera de su costumbre, en qua guisa de los buenos días se limitaba
marcar en el aire un movimiento de ssombrero hongo, al llegar por lamañanas poco antes de entrar lo
alumnos en sus respectivos salones) e
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saludar de mano a cada uno de lomaestros, con el demasiado notorio nhabitual afecto de aquel que tropiez
con los viejos amigos, ahora econdición social inferior a la suya, rata de hacerlos sentir que, no obstante
es el mismo de siempre, y que ni el bueéxito ni la fortuna se le han subido a lcabeza.
«¡Habrá reventado desde hacmucho tiempo, quién sabe cómo ncuándo, como un perro, en algúhospital de beneficencia, atropellad
por un tranvía, vaya usted a saber…!»suspiró tratando de sentir tristeza haciel director. «La vida es despiadada y e
destino, ciego, deja caer sus golpes si
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elegir sobre quién.»Lo del bazar era un secreto a voces
con prestigio de conjura, entre lo
muchachos del cuarto año; la iniciacióen el conocimiento de algo qucomenzaba a mostrarles el misterio de l
vida, aun en esa forma asombrosa repugnante del pequeño feto.
Cuando el dueño los sorprendía e
aquel delictuoso espionaje tras locristales de la vitrina, sus iracundaadmoniciones terminaban poconvertirse en súplicas y quejas sin fin
Que si a causa de tales diablejos iba acusársele, tarde o temprano, por incitaa una curiosidad malsana el espíritu d
a niñez; que si un día con otro l
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confiscarían a la «criatura» —es deciral animalito humano del vitriolero—con lo que el nombre de
establecimiento, Al Bazar del Niñerdido, perdería su reclamo principa
o que, en suma, si no llegaran hasta
clausurarle el comercio las autoridade dar con él en prisión bajo el cargo d
quién sabe qué sórdidos delitos. Soltab
odo esto con una vocecilla agudacolérica y llena de terror, que hacíemblar su figura como un alambre qu
permanece vibrando después de haberl
retirado de encima el dedo que loprimía. Era un buen judío temeroso dDios, pero probablemente mucho má
emeroso de los hombres, con su especi
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de gorro turco a media cabeza, sdelantal de paño y aquellos dos ojos dbúho, muy juntos, apenas separados po
el tabique de la nariz, inmensamentristes y nostálgicos.
La vista del pequeño feto dentro de
vitriolero daba a los conjurados unsuerte de superioridad cómplice en lque, sin embargo, ninguno hubiera sid
capaz de confesarse la amargura de udoloroso desencanto.A lo largo de sus experiencia
ulteriores, ya en la edad adulta, él, po
ejemplo, comprendió que la impresióque en sus días infantiles le causara veaquel feto había tenido en su vida un
mportancia insospechada, mucho má
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rascendente de lo que se pudiermaginar: la repugnancia invencible anta idea de ser padre, ante la idea d
engendrar un molusco membranoscomo el feto de su infancia, y de quaquello tuviera una relación con s
propia persona, con sus afectos, con svida. No podía tolerarlo.
«Temo que seríamos mu
desgraciados», le había dicho a sprometida en aquellas un poco ridículaépocas —más que nada ridículas, everdad, exasperantes al sólo recordarla
— en que por una única vez en su videstuvo a punto de casarse. La idea de ufeto, la idea de un pequeño monstruo d
gelatina, hecho por él, con su cordó
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umbilical.Juzgó que tal matrimonio —con es
mujer o con cualquier otra— era de
odo imposible, como quien dice casi uacto contra natura, desde el momentmismo en que se sometió a una curios
prueba que tenía pensada con algúiempo y para cuya realización sól
hacía falta el concurso de su prometida
a cual, razonablemente al fin, contra lque pudiera esperarse en una mujer dcostumbres conservadoras, terminó poaceptar, no sin que él tuviera que valers
de mil argucias para que dicha prueba slevara a cabo en una u otra forma, baj
cualquier pretexto.
Se trataba de tener, él y s
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prometida, una entrevista a solas, esecreto. Primero se las arregló parpresentarse en casa de ella cuando lo
padres de la muchacha estaban ausentespero el resultado fue desastroso, pues nsólo su prometida se negó a bajar de su
habitaciones, sino que más tarde lmandó una tarjetita impertinente en lcual le decía que aquella visita no habí
sido propiamente de un caballero.El segundo intento no tuvresultados más felices, durante un pasede campo, aunque la misma audacia de
proyecto hacía increíble que nadientrara en sospechas. Los padres de lmuchacha se habían quedado en l
ribera mientras la pareja de futuro
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esposos bogaba hacia una pequeña islano muy distante, en el hermoso lago cuyas proximidades se organizó e
paseo. Pero cuando después de quhubieron desembarcado en la isla, lancha, en apariencia por accidente, s
desprendió de sus amarres alejándose a deriva, la mujer fue presa instantáne
de tan grande acceso de terror que no s
pudo hacer otra cosa sino calmarla y auunirse a sus voces histéricas en demandde auxilio para que los rescataran.
Era preciso volver a la carga de u
modo más eficaz. —Querida mía —le dijo entonces
a desconfiada mujercita en la siguient
oportunidad—, debo comunicarle
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usted un negocio de lo más serio, quatañe de manera grave a nuestra futurdicha como marido y mujer.
De acuerdo con un estricto protocolmpuesto por las rígidas costumbres da prometida y su familia, los novios aú
se hablaban de usted, pese a estadistantes de la fecha del matrimonimenos de dos semanas. La mujercita l
había mirado con una expresión asustad cándida. —Tengo algunas propiedades —
prosiguió él— que pasarán a poder suy
en cuanto usted se convierta en megítima esposa —el semblante de l
prometida adquirió un aire de mayo
candidez—. Por razones que no viene
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al caso, pero que usted, naturalmenteconocerá en el momento oportunoquiero hacer el traslado, a su nombre, d
esas propiedades, dentro del mayosecreto, puede decirse un secreto dEstado, del que ni aun sus señore
padres deben enterarse.En suma, concluyó, su prometid
debía visitarlo en su propia casa a l
mañana siguiente, en el más rigurosncógnito y sin enterar a nadie, para quambos se pusieran al habla con enotario, que ahí estaría, respecto a lo
requisitos legales de la operación.Su prometida acudió con un vel
sobre el rostro y un aire de extrañ
abandono y conformidad. Después d
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quitarse el velo y mirar en su derredosin sorpresa, clavó en él una mirada fijaquieta, llena de profunda y desesperad
desolación, al advertir que no estaba ahel notario ni nadie más y que aquellenía el aspecto de una verdader
celada. —¡Lo sabía! —exclamó en ton
desfalleciente dejándose caer sobre e
sofá—. ¡Tómeme, si para eso me hlamado!Aquel inmundo feto en el bazar
aquel inmundo feto que hoy mism
recordaba de un modo tan vivo, y que lhabía dejado en el espíritu esa huellmborrable que lo obligó a conducirs
con su prometida, cierto que para bie
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de ambos, en la forma en que lo hizo. —¡Se equivoca usted! —repuso a l
mujer en voz trémula—. ¡Se equivoc
usted! Nunca sería yo capaz de traerlaquí con engaños para abusar de sconfianza. ¡Nunca, nunca, nunca! —
nsistió con sincera vehemencia.Advertía la perplejidad de l
muchacha y eso lo hacía sentirse a é
mismo perplejo. Lo que iba a exponer continuación era algo en extremespinoso, dificilísimo de abordar, perestaba resuelto a ir hasta el fin.
—Bien —dijo, como haciendo uparéntesis antes del tema propiamentdicho—, para que no le quepa a uste
duda de mis buenas intenciones, deb
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saber que ni siquiera hay engaño en lde las propiedades de que le habléestán a su disposición y tendrá usted la
escrituras, bajo mi palabra de honorcualquiera que sea el resultado de lo quaquí suceda.
La mujercita lo miraba con los ojocada vez más abiertos. Era pequeñadulce, inocente, de una castida
maravillosa. —Se trata —prosiguió él a cadmomento más nervioso (lo recordabcomo uno de los mayores tormentos d
su vida)—, se trata de que sepamosantes de casarnos, a qué clase de amopertenecerá el nuestro, si será un amo
puro, de hermanos, o pertenecerá a l
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clase de amor que todos los matrimoniopractican.
La prometida parecía no comprende
una palabra. —¿Cómo puede ser eso? —s
aventuró a preguntar una vocecit
ímida. —Te lo explicaré del modo má
sencillo —replicó con viveza sin dars
cuenta de que, animado por el candor da muchacha, había comenzado a tutearl—; verás —hizo una pausa tratando dencontrar ese «modo más sencillo»—, t
yo, como debe ser, hemos mantenidrelaciones muy correctas y decentes enuestra calidad de novios, sin que hast
el momento hayamos tenido oportunida
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siquiera de besarnos los labios¿Comprendes? —La prometida asinticon la cabeza, el ceño fruncido y el air
de pronto severo—. Ahora bien —habícontinuado él—, los besos sirven parque dos personas que se quieren sienta
algo, una cosa que estremece por dentrouna emoción única, emoción sin la cuaun matrimonio no es posible, o en tod
caso será un matrimonio… ¡vaya!, umatrimonio un tanto… celestial. ¿Te dacuenta? —¡Dios mío! ¡Casi en vísperadel matrimonio y su madre todavía no l
ha enseñado a esta muchacha estúpidnada de esas cosas!—. Por eso —concluyó con la frente húmeda en sudo
— es preciso que yo te bese, que sepa l
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que tú eres para mí… ¡No intentmancillar tu inmaculada virginidad, te luro, sino únicamente besarte, bie
mío…!Ella lo miraba a los ojos con un
pureza de ángel. Se sacudió con un
risita breve, juguetona, infantil, y eseguida sus labios se entreabrieron, sivolverse a cerrar, abandonados a un
curiosidad de niña, mientras la sombrespesa de las pestañas cubría lapupilas en un suave descender, como dopacas palomas.
La tomó entre los brazos parbesarla y acariciarla toda enterafrenéticamente, con un ímpet
devorador. Ella lo dejaba hacer, lo
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párpados cerrados, muy pálidaemblando como la hoja de un árbo
mientras al desgaire y como po
descuido abandonaba una desfallecidmano en cierto punto, sobre el muslo dsu prometido. Aquello se prolong
durante minutos sin fin, como la lucha dun náufrago, hasta que de súbito éapartó a la mujer con un ademá
sombrío y sin esperanza.Había permanecido con el mentósobre el pecho, sin atreverse pronunciar una palabra, mirando haci
abajo, mientras su prometida sdeslizaba, alejándose de él, con unexpresión de espanto y dolor, hasta e
otro extremo del sofá.
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Recordaba muy bien sus sensacioneal advertir, al adivinar a la mujer ahí, eel sofá, casi atónita hasta la locura: un
sequedad, un vacío, un desprendimientradical. Ante sus ojos bailaba la imagedel pequeño feto diabólico dentro de s
vitriolero. —Regrese usted a su casa —acert
por fin a exclamar en voz sorda— y dig
usted a sus señores padres que yhablaré mañana con ellos. Por cuanto as propiedades con que decid
obsequiarla, cuente usted con ellas d
odos modos.Esto había sido todo, pero desd
entonces comprendió que cualquie
mujer con la que teóricamente pudier
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ener un hijo —y sus principios no lpermitirían tenerlo sino única exclusivamente con la llamada a ser s
esposa legítima, ante Dios y ante lohombres—, quienquiera que fuese esmujer, siempre él mismo sería quien s
a vedara, aun sin quererlo, a causa dnhibirse sus capacidades amatorias, po
el horror que su propia naturalez
experimentaba ante ese hijo al que suórganos no estaban dispuestos engendrar jamás.
«Menos mal —suspiró— qu
siempre están a mano las otras, laprostitutas, las que no me infundemiedo de que puedan perpetuar m
estirpe —sonrió para sus adentros
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satisfecho—, mi noble y orgullosestirpe.»
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IV
Miró hacia Macedonia, agradecido poa discreción de que la excelente ama dlaves había hecho gala durante tanto
años, para ausentarse delicadamentcuando su señor iba a «saber de mujer»según era la fórmula con que él sexpresaba en tales casos.
Ella misma corría las cortinas de lalcoba hasta dejarla en moderadainieblas, para después de est
despedirse en seguida, con asustadprisa ante el temor de encontrarse cara cara con la visitante, lo que ya hubier
sido demasiado.
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—¿No se le ofrece nada más aseñor? —decía entonces, nerviosa, sipoder reprimir de todos modos un
mirada de despecho hacia la alta camde caoba—. Si es así, no me queda sindesearle al señor que encuentre gra
contentamiento —concluía con esograciosos y robustos giros del castellanantiguo que suelen ser tan frecuentes e
el lenguaje del pueblo.La visitante en turno llegaba por lamañanas, al principio una vez posemana —los miércoles—, aunque má
adelante se fueron espaciando los plazo al presente, ay, ya no estaban sujetos
una fecha determinada. Se trataba d
mujeres cuya apariencia se ceñía al má
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riguroso recato, al extremo de que aun emás avezado las podía tomar poverdaderas damas. Lo cierto es qu
pertenecían a una de las casas máserias y respetables de la ciudad, dónde él iba la víspera y de día —si
riesgos de tropezar con la clientela—para hacer una selección adecuada nstruir personalmente a la pupil
respecto a minucias como el modo dlamar a la puerta, la forma en que irívestida y demás, amén de preguntarle snombre para que así pudieran entrar e
confianza desde el primer momento. —Pues ya me tiene usted aquí d
nuevo, mi querida doña Porfirita —
exclamaba sonrojándose. La dueña l
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guiñaba un ojo, halagándolo copicardía mientras amenazaba con ededo. —¡Estos hombres, Dios mío! —
La llamaban La Molinillo, por algunasecretas razones de alcoba, pero épasaba por alto esta circunstanci
dándole un trato en extremo deferente circunspecto. La Molinillo lo conducíentonces a una recámara desde dond
era posible observar el gineceo sin sevisto, lo que de este modo le permitíelegir con libertad y con la conciencide que con su elección no lastimaría e
amor propio de las otras, detalle que lhubiera resultado muy penoso. A lopocos momentos se presentaba la muje
agraciada por la elección, con un aire d
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ndiferencia y fatiga. La Molinillo saproximaba a ella con una expresióangélica, doliente, y mientras la hací
dar la vuelta ante el comprador, siperder el aire seráfico, la pellizcaba cofuria en una nalga a tiempo que l
ordenaba por lo bajo: —Sonríete, mujersonríete, no seas bruta.
Al recordar esto —su moderad
afición hacia el amor mercenario—comprobaba lo equilibrado de spolítica hacia las mujeres. Ahoraquella distante novia sería un
honorable madre de familia y dulcabuela de sus nietos, todo lo cual sólo él se lo debería; bien, sin contar el pape
desempeñado por el feto.
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Pero no sólo en la edad adulta, sina desde sus tiempos de infancia, e
establecimiento Al Bazar del Niñerdido estaba llamado, sin duda,
nfluir en su destino, así fuerndirectamente. Aquel pequeño monstru
dentro del vitriolero siguió ejerciendsobre su espíritu una atracción diabólic misteriosa, a la que le fue imposibl
resistir, sin que él mismo pudierexplicárselo. La imagen del niñprenatal permanecía fija en su menteatrayéndolo y rechazándolo, como quie
se asoma a las profundidades de un poz allá en el fondo advierte su propi
figura reflejada en las aguas, sólo que
en un cierto sentido extraño y alucinante
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del mismo modo que si estuvierseparado de esa imagen por la distancide muchos años, hasta antes de nacer
hasta el mes anterior al de salir devientre de su madre, allá abajo, dentrdel lejano círculo acuático del pozo, u
pequeño rostro achatado y desconocidoel feto dentro del vitriolero.
De ahí en adelante —a partir de l
primera vez— no se perdió de volver mirar al niñito del frasco: ese cuerpecitpálido como el vientre de un pez era émismo; así había estado él mismo dentr
del claustro materno, con los pulgareescondidos dentro de las manitaempuñadas, y esta idea de haber sido l
criaturita espantosa lo llenaba de ternur
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deseos de llorar.El mes de la Veracidad, en qu
recibiera el premio, había llegad
considerablemente tarde a la escuelausto a causa de haberse entretenido má
de la cuenta ante el escaparate de A
azar del Niño Perdido. Corrió comun desesperado. «Pero si hay algo dmposible en la vida —pensaba—, es
es echar el tiempo hacia atrás.»En el salón de clases se respirabuna atmósfera atroz, de terror silencios contenido. El director daba grande
pasos a un lado y otro, ante una fila dmuchachos que también habían llegadarde y que aguardaban, la expresió
atónita, el desarrollo de lo
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evidente. Sus excusas por el retraso erasencillas, claras, de una naturalidasimple y dolorosa, en la que s
evidenciaba lo sombrío de sus vidas y lpobreza y desgracia que los rodeabaUno tuvo que ir por leche para e
hermano enfermo; otro esperar a que smadre llegara del mercado para no dejaa casa sola; éste preparar el desayun
de los más pequeños… Lo hacían covocecitas trémulas de ancianitonfantiles, bajo aquella mirada minera
abstracta, del director, que no abrigab
a menor dulzura sino más bien unatención clínica, amarga desconsiderada, una convicción interio
de que aquello era cierto y que por ell
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no había que ceder ante su realidamanifiesta, sino contrariarla, aplastarlanegándola como a cínica mentira.
Era visible la perplejidad dedirector, su lucha íntima. De prontparecía un hombre verdaderament
bueno y solitario, necesitado dconsuelo. Antes de continuar con ealumno siguiente se detuvo y oprimió s
nariz a la altura de los ojos, con epulgar y el índice, como quien se ajustos espejuelos, cerrando los párpado
con una expresión de fatiga. Per
aquello fue cosa de segundos; en seguidsu rostro volvió a recobrarse parencarar el inmediato caso.
—¿Y tú? —preguntó con voz agria
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Tratábase de un muchachitverdaderamente a punto de volversoco de miedo, un muchachit
acostumbrado a los golpes, provinierade donde provinieran, de sus padres, da portera, del gendarme, de su
compañeros, de todo el mundo. Elevó ecodo como para cubrirse la cara con eantebrazo. —¡Responde! ¿Y tú? —E
director esperaba anhelante, pues nadisobre la tierra podía decir tanto lverdad como este niño. El chiquillo spasó un gran trago de saliva y adopt
una actitud desesperadamente resueltacomo si estuviera dispuesto a matar o anzarse al vacío. Había estado en e
Monte de Piedad, explicó entonces
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completo al hecho que lo suscitabandependiente ya de la justicia o d
cualquier otra consideración, algo mu
vivo, muy concreto, en relación consigmismo. Se había vuelto hacia el niñorastornado: —¿No te da vergüenza —
silbó—, no te da vergüenza decir esdelante de todos, decir que tu padre eun borracho, con tal de escapar a
castigo que después de esto merecemás que nunca?Tal vez el chiquillo ya no tendrí
fuerzas ni para temblar, los ojo
otalmente inmóviles como los de unfigura de cera.
—¡Las manos! —ordenó el directo
—. ¡Levanta las manos y voltéalas co
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a palma para arriba! —El muchachobedeció igual que un muñeco. Un brevestremecimiento de temor y vergüenz
había sacudido a la clase y todoprocuraron mirar hacia otro lado couna incómoda sensación de culpa. Cinc
palmetazos en cada mano en nombre demes de la Veracidad.
Recordaba la escena con singula
exactitud, pues en seguida demuchachito venía su propio turno. Antede que siquiera lo interrogaran ofrecias palmas de las manos al castigo. E
director lo miró con aire incrédulo. —¿Qué es lo que te propones? —
había dicho sin poder dominar s
desconcierto. —¡Castígueme! —dijo é
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por toda respuesta. El director le dio laespaldas para caminar unos pasos hacia mesa, mirándolo de reojo y volvers
en seguida. —¿Por qué? —preguntó con l
expresión inopinada
sorprendentemente dolorosa—. ¿Nienes ninguna excusa que dar por t
retraso?
Había clavado la mirada sobre loojos del director —o así imaginaba qudebió haber sido— con tranquila diáfana osadía.
—No, señor —dijo con voz firmeas palmas aún vueltas hacia arriba—o soy el único culpable: mi retraso s
debe a que me quedé dormido.
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El director lo consideró largamentcon el semblante dulce y quebrado uego caminó hacia su silla, donde s
sentó a tiempo que se frotaba lopárpados con la yema de los dedos, sidecir palabra, conmovido.
Tal vez transcurrieron unos cuantosegundos solamente, pero el tiempparecía hacerse muy prolongado hast
que, por fin, el director dejó de frotarsos párpados para mirar en su derredocon un aire distante y en cierta formnostálgico.
—A ustedes, amigos míos —dijo eono apagado—, con frecuencia deberá
parecerles crueles sus maestros, y e
natural que así sea. Pero