FACOLTÁ DI LINGUE E LETTERATURE STRANIERE MODERNE
Corso di Laurea in Mediazione Linguistica per le Istituzioni, le Imprese e il
Commercio
Tesi di Laurea di I° Livello in Lingua e Traduzione Spagnola
Una versión de
Irlandeses detrás de un Gato
de Rodolfo Walsh en italiano
Laureanda:
Gloria Fiorani
Matr.282
Relatore: Correlatore: Dott.ssa Emma Miliani Prof. Vincenzo De Tomasso
Anno Accademico 2006 / 2007
1
TABLA DE CONTENIDOS
AGRADECIMIENTOS.................................................................................... 2
1. INTRODUCCIÓN........................................................................................ 3
2. CONTEXTO HISTÓRICO ......................................................................... 6
2.1 Los golpes de los años '60 y '70........................................................... 11
3. BIOGRAFÍA DE RODOLFO WALSH ................................................... 14
3.1 Walsh, el irlandés................................................................................. 18
4. “IRLANDESES DETRÁS DE UN GATO": PREÁMBULO....... .......... 22
5. IRLANDESI CHE INSEGUONO UN GATTO....................................... 23
6. ANÁLISIS LINGÜÍSTICO Y DIFICULTADES EN LA
TRADUCCIÓN............................................................................................... 64
APÉNDICE ..................................................................................................... 69
BIBLIOGRAFÍA ..........................................................................................111
SITIOGRAFÍA ............................................................................................. 112
Enlaces sobre la historia de Argentina................................................... 114
Diccionarios y foros..................................................................................115
2
AGRADECIMIENTOS - RINGRAZIAMENTI
Desidero ringraziare la dott.ssa Emma Miliani e il prof.
Vincenzo De Tomasso, rispettivamente relatore e correlatore di
questa tesi, per la grande disponibilità e cortesia dimostratemi, e per
tutto l’aiuto fornito durante la stesura.
Un sentito ringraziamento ai miei genitori, che, con il loro
continuo sostegno morale ed economico, mi hanno consentito di
raggiungere questo traguardo.
Desidero inoltre ringraziare il dott. Claudio Francisco
Salvadores Merino, per i suoi preziosi consigli e per il suo appoggio
morale.
Un ultimo ringraziamento ai compagni di studi, per essermi
stati vicini sia nei momenti difficili, sia nei momenti felici: sono
stati per me più veri amici che semplici compagni, dimostrando di
avere una pazienza fuori dal comune.
3
1. INTRODUCCIÓN
Este trabajo pretende ser una aproximación a la historia de
los inmigrantes irlandeses en Argentina, especialmente del escritor
argentino Rodolfo Walsh, a través de la traducción de su cuento
“Irlandeses detrás de un Gato”. Escrito en 1967, contiene elementos
reveladores acerca de la actitud y de las condiciones en las que
vivían dichos inmigrantes. Por tal motivo, consideramos oportuno
hacer hincapié en los elementos principales. En primer lugar, este
cuento representa la pobreza de muchas familias por medio de la
descripción física de los niños (“un epiléptico y un albino, dos
rengos más y un tartamudo”), de su forma de actuar y de su
lenguaje que, como veremos a continuación, se caracteriza por el
frecuente uso de términos malsonantes. Tales expresiones se
escuchaban a menudo en los hogares de los descendientes de
inmigrantes, puesto que la situación política era muy compleja y
peligrosa y daba lugar a discusiones, incluso entre miembros de la
misma familia: “[...] Yo recuerdo grandes enfrentamientos entre mi
padre y sus hermanos a raíz de la política.[...] Eso los tenía
enfrentados seriamente a veces, pero prevalecía el hecho de ser
hermanos. [...]” (Ollier, en Bertranou, 2006:40)
4
Asimismo, de los libros que hemos leído se deduce que los
chicos heredan de los adultos una serie de actitudes que pertenecen
al ámbito militar ([...] Fácilmente se desplegaron, casi a paso de
marcha, Dolan en una punta, Geraghty en el centro, el pequeño
pero ingenioso Murtagh a retaguardia, y este único y sencillo
movimiento bloqueó todas las posibles retiradas [...]) y que se
reflejan en la organización del grupo y en la descripción de los
asaltos a los que el Gato se ve sometido ([...]Dolan reflexionó y dio
sus órdenes. Mandó a Winscabbage, que era estúpido pero de
anchas espaldas, a retener la encrucijada que tanto había
desconcertado al Gato e impedir a toda costa su regreso. Después
transmitió a Murtagh la señal de tomar sus propias disposiciones, y
Murtagh llamó al pequeño Dashwood y le ordenó que se quedara
allí y gritara [...]).
Por otro lado, tal conducta, que indica la asimilación de los
comportamientos de los adultos, se ve contrastada por la presencia
de juegos infantiles y deportes, algunos de los cuales, como el
hurling, son típicos de Irlanda; esto denota la dificultad de los
irlandeses a la hora de integrarse con los argentinos.
Otro detalle digno de consideración es el acoso disciplinario
por parte del celador del colegio, llamado “la Morsa”: tal actitud es
5
el espejo fiel tanto de la represión nazista que amenazaba a Europa,
como del ostracismo que existía en Argentina. Contribuye a
corroborar tal impresión la descripción del edificio en que se
encuentra el mismo colegio: frío, hostil, sus muros son altos e
inviolables, lo que implica privación de la libertad. No hay que
olvidar que la Argentina de los años Sesenta y Setenta sufrió las
persecuciones y los horrores de la Guerra Sucia y, a finales de los
años Setenta, la dictadura de Jorge Videla. Las represiones y las
masacres que tal régimen llevó consigo repercutieron sobre Walsh y
le impulsaron a expresar, a través de su producción literaria, la
desesperación, la indignación y el deseo de libertad del pueblo
argentino, objetivo que consiguió en parte con la trilogía de los
Irlandeses: el cuento “Un oscuro día de justicia” ha sido
interpretado como “una metáfora sobre el modo en que los pueblos
se relacionan con sus líderes” (Flachsland, 2006:94), y la misma
interpretación, como veremos, se puede aplicar a “Irlandeses detrás
de un Gato”.
Para concluir, cabe añadir que Rodolfo Walsh fue capaz de
construir su experiencia literaria no sólo con el fin de esclarecer la
verdad sobre una de las tragedias más abrumadoras de la historia
argentina, sino también de devolver la esperanza a una nación
6
devastada que anhelaba justicia. Para tal fin se dedicó a la
investigación y se apuntó a varias asociaciones revolucionarias,
entre ellas la FAP y Montoneros. Tal actitud investigadora se ve
reflejada en la de la Morsa1 quien, aunque no tiene por qué
esconderse, siempre está esperando al acecho por si alguien rompe
las reglas, espiando hasta la más mínima señal de inquietud y de
insubordinación.
2. CONTEXTO HISTÓRICO
La Argentina de los años Sesenta acababa de vivir una época
de revoluciones y de cambios radicales en lo que concierne a la
política. De hecho, en 1946 Juan Domingo Perón se presentó a las
elecciones como candidato del Partido Laborista que apoyaba a
Hortensio Quijaro, perteneciente a la Unión Cívica Radical Junta
Renovadora. Acto seguido, surgieron dos movimientos: el
peronismo, apoyado por los sindicalistas de la CGT (Confederación
General del Trabajo), por la UCR Junta Renovadora y por los
conservadores de las provincias del interior del país, y la Unión
1 Uno de los protagonistas del cuento “Irlandeses detrás de un Gato”; en concreto, se trata del
celador del colegio
7
Democrática, que contaba con la participación de la Unión Cívica
Radical y de los partidos Socialista y Demócrata Progresista, y con
el apoyo del Partido Comunista, de los conservadores de la
provincia de Buenos Aires y del Embajador de Estados Unidos.
Perón ganó las elecciones con el 56% de los votos. El nuevo
Presidente empezó inmediatamente a consolidar su poder. Con
respecto a la política interior, disolvió el Partido Laborista y lo unió
al recién nacido Partido Peronista (llamado también Partido Único
de la Revolución). En principio, éste contaba con tres apartados:
sindical, que consistía en la CGT, a saber, la única organización
sindical que estaba permitida; político; femenino, a partir del año
1952, cuando las mujeres obtuvieron por primera vez el derecho a
votar. Más tarde se considerará a la Juventud Peronista como la
cuarta sección del movimiento. Sin duda, el gobierno peronista fue
muy duro con la oposición política y sindacal, incluso arrestando a
muchos dirigentes. En las universidades nacionales se destituyó a
los profesores disidentes y se promocionó la asociación estudiantil
CGU (Confederación General Universitaria) en oposición a la
mayoritaria FUA (Federación Universitaria Argentina). Según el
mismo criterio se creó la UES (Unión de Estudiantes Secundarios).
A partir de 1950, la situación económica del país empezó a
8
deteriorarse; con todo, Perón volvió a triunfar en las elecciones de
1952. Anteriormente, en 1949, él mismo había modificado la
Constitución para que pudiera ser reelegido dos años después. En
1951, Eva Perón se presentó como candidata a la Presidencia.
Aunque contaba con el apoyo de la Confederación General del
Trabajo, la oposición militar la obligó a renunciar públicamente en
la Avenida 9 de Julio en Buenos Aires. Evita murió en 1952 con 33
años.
Como ya hemos visto, el ascenso al poder del peronismo
ocurrió inmediatamente después de la 1° Guerra Mundial. Esto
implicaba la inestabilidad económica de una Europa destrozada y el
fuerte papel de líder que desempeñaron Estados Unidos. A su vez,
los países más desarrollados estaban gravemente endeudados con
Argentina, gracias a que ésta exportaba carne y trigo a Europa. En
concreto, el Reino Unido, el país más endeudado, declaró su
insolvencia. El gobierno peronista utilizó ese crédito para adquirir
empresas de servicios públicos de capital británico.
Asimismo, este mercado garantizaba la prosperidad
económica de Argentina y permitió al gobierno la aplicación de una
política que incluía nuevos derechos sociales, entre otros
vacaciones, inversiones en la salud pública y en la educación.
9
Siendo tales beneficios promocionados y patrocinados por Perón y
por su esposa, hasta las nacionalizaciones se consideraban
conquistas y símbolos de soberanía e independencia. Sin embargo,
a lo largo del tiempo, este modelo económico se reveló inviable,
puesto que los fondos se destinaron casi exclusivamente a la
distribución de beneficios directos para los trabajadores,
descuidando nuevas inversiones y perjudicando el aumento de la
producción. A nivel mundial, Estados Unidos colocaron sus
excedencias en Europa gracias al Plan Marshall, limitando las
posibilidades de acceso al mercado para los alimentos argentinos.
Por añadidura, a partir de 1950 la situación económica
comenzó a empeorar. Alfredo Gómez Morales, ministro de la
Economía, tomó medidas drásticas, entre otras la reducción del
gasto público. Perón, quien había declarado que nunca habría
comprometido la independencia económica de la nación, se vio
obligado a pedir un préstamo al Banco Mundial. Al mismo tiempo
surgieron las primeras dificultades políticas: un golpe militar, la
llamada Revolución Libertadora provocó la caída de Perón en 1955.
El mismo Perón fue condenado al exilio y se estableció en España.
Algunos años después, durante los años Sesenta y Setenta,
todos los gobiernos que se sucedieron en Argentina se vieron
10
suplantados por golpes de Estado. Los conflictos y la violencia
política se exacerbaron. Paradójicamente, el crecimiento económico
del país era el más alto del mundo. A partir de la segunda mitad de
la década de 1960, se agravaron los problemas sociales y apareció
la insurreción guerrillera del Ejército Revolucionario del Pueblo, de
Montoneros y de otras organizaciones armadas. En 1972 Perón
volvió a Argentina y en 1974, tras ganar las elecciones en 1973,
murió.
Mientras tanto, como hemos dicho, en 1955 la Armada
Argentina, guiada por el general Eduardo Lonardi, instauró la
Revolución Libertadora. A los pocos días, el general Pedro Eugenio
Aramburu sustituyó a Lonardi y llegó a ser Presidente, abrogando la
Constitución reformada en 1949. En 1956 el gobierno ordenó el
fusilamiento de 31 militares y civiles peronistas quienes habían
intentado llevar a cabo un golpe militar. Un año más tarde se
celebraron elecciones para reformar la Constitución; el peronismo
estaba prohibido. La Unión Cívica Radical del Pueblo obtuvo la
mayoría de los votos. La Unión Cívica Radical Intransigente,
dirigida por Arturo Frondizi, alegó que la abrogación de la
Constitución y la prohibición del peronismo eran actos ilegales y
abandonó la Asamblea Constituyente de 1957. Ésta aprobó la
11
abrogación de las reformas constitucionales de 1949, reintrodujo la
Constitución de 1853 y añadió el artículo 14 bis sobre la tutela de
los trabajadores.
En 1958 Arturo Frondizi ganó las elecciones, apoyado por el
peronismo que, en ese entonces, seguía siendo ilegal.
2.1 Los golpes de los años '60 y '70
El gobierno de Frondizi cayó en 1962 por un golpe militar,
tras el triunfo del peronismo en varias elecciones provinciales.
Aprovechando la confusión, el Tribunal Supremo nominó
presidente a José María Guido, hasta ese entonces presidente
temporal del Senado; esta elección fue posteriormente aprobada por
la Junta Militar.
El 7 de julio de 1963 se celebraron nuevas elecciones; el
peronismo aún no se había legalizado. Triunfó Arturo Umberto
Illia, perteneciente a la Unión Cívica Radical del Pueblo. Illia
asumió el cargo el 12 de octubre de 1963, con una serie de medidas
para legalizar el peronismo. En primer lugar, cinco días después, en
Plaza Miserere se celebró la conmemoración del 17 de octubre de
1945, Día de la Lealtad: en esa ocasión, miles de personas
12
manifestaron libremente por la liberación de Perón. Asimismo, el
gobierno de Illia eliminó las restricciones electorales, permitiendo
la participación de los peronistas en los mítines del año 1965. Por
último, legalizó el Partido Comunista y aprobó medidas contra la
discriminación y la violencia racista. Además, Illia promulgó leyes
que tutelaban los trabajadores contra la explotación laboral y
mejoraban su sueldo. Hubo también mejoras en la educación y en la
salud pública; al mismo tiempo, la entera economía daba señales de
prosperidad.
En 1965 tuvieron lugar elecciones legislativas en las que se
eliminaron todas las limitaciones que aún quedaban. De esta
manera, el peronismo pudo presentar sus propias listas de
candidatos y ganar las elecciones. Tal triunfo alarmó a la Armada
Argentina, tanto por la existencia de facciones militares y peronistas
estrechamente vinculadas entre ellas mismas, como por la presencia
de facciones militares antiperonistas. El gobierno, mediante una
fuerte campaña denigratoria, contribuyó a empeorar la situación. De
hecho, el general Julio Alsogaray, comandante del Primer Cuerpo
del Ejército, planeó el golpe que favoreció el ascenso al poder del
general Juan Carlos Onganía, quien contaba con el apoyo de
facciones militares y de políticos, entre los cuales el ex-presidente
13
Arturo Frondizi. El 28 de julio de 1966 se produjo el golpe militar.
El general Julio Alsogaray obligó a Illia a retirarse; él se negó, pero
ante la intrusión de la policía en su oficina y viendo que las tropas
acordonaban la Casa Rosada, decidió rendirse. Al día siguiente,
Onganía asumió el poder.
Como consecuencia de esto, se instauró la dictadura militar,
que en Argentina se caracterizó por la sucesión de varios
presidentes apoyados por el Ejército. En 1971, en fin, Alejandro
Lanusse intentó reestablecer la democracia en un país en el cual los
peronistas de la clase obrera protestaban incansable e
incesantemente.
La dictadura militar llevó, en 1976, a la llamada Guerra
Sucia, con la que las fuerzas gubernamentales ejecutaron un
programa de represión violenta. Este tipo de guerra, que en
Argentina terminó en 1983, destaca por las atrocidades que se
cometieron: desapariciones, torturas y otras operaciones secretas,
además de la violación masiva y sistemática de los derechos
humanos. Entre los protagonistas de tales masacres se encuentran
los nombres de los dictadores Jorge Rafael Videla, Roberto
Eduardo Viola y Leopoldo Galtieri.2
2 Tomado de http://it.wikipedia.org/wiki/Storia_dell%27Argentina
14
3. BIOGRAFÍA DE RODOLFO WALSH
Rodolfo Walsh nació el 9 de enero de 1927 en Choele-Choel,
un pueblo de la provincia de Río Negro, en el Sur de Argentina,
situado a pocos kilómetros de una de las zonas más ricas de la
provincia: el alto valle. La locución mapuche choele-choel, como
todos los vocablos pertenecientes a la cultura oral, tiene múltiples
significados. Walsh eligió el de "corazón de palo": lo que, a lo largo
del tiempo y según lo que él mismo afirmó, le "ha sido reprochado
por varias mujeres".
Sus padres, irlandeses, se llamaban Dora Gill y Miguel
Esteban Walsh. Rodolfo fue el tercero de cinco hijos: cuatro
varones y una mujer. En principio, aunque no les sobraba el dinero,
no eran pobres, o, en todo caso, vivían en una pobreza digna,
suavizada por la esperanza del ascenso social. Sin embargo, la
mudanza del año 1932 representó el primer, radical cambio en la
vida de la familia. Los Walsh se mudaron al sur de la provincia de
Buenos Aires, a 400 km de la Capital Federal, a fin de que los niños
recibieran una educación apropiada. Rodolfo aprendió a leer y
escribir en una escuela regida por monjas italianas.
15
La crisis económica de los años treinta provocó el derrumbe
de la familia Walsh. En 1936 ellos se trasladaron a la ciudad de
Azul y un año más tarde, gravemente endeudados, llegaron a
Buenos Aires. En "El 37", un texto sobre su infancia, Rodolfo
recuerda la amargura de esa etapa de su vida y el inevitable
desmembramiento familiar: sus hermanos mayores se fueron a vivir
con una abuela, la más pequeña se quedó con sus padres en una
pensión, y él, que tenía diez años, se fue con su hermano Héctor, de
ocho, a un colegio de monjas irlandesas en Capilla del Señor al que
asistían niños huérfanos y pobres.
Entre 1938 y 1940 sus padres le llevaron a otro colegio, el
Instituto Fahy, situado en Moreno, en la provincia de Buenos Aires.
La institución pertenecía a una congregación de curas irlandeses.
Rodolfo y sus compañeros sufrían la severa vigilancia de los
celadores del Instituto.
A los diecisiete años abandonó el Colegio Nacional. Se
presentó al examen para ingresar al Liceo Naval3, pero suspendió
música y dibujo. Un año más tarde, en 1945, falleció su padre. La
muerte fue traumática: en un galope, el caballo tropezó y cayó sobre
el cuerpo de Miguel Esteban Walsh. La familia tuvo que abandonar
el campo; antes de partir, Rodolfo cabalgó doscientos kilómetros 3 Instituto de enseñanza media para cadetes
16
hacia el sur para salvar el caballo de su padre, dejándolo en la casa
de un tío. El escritor Osvaldo Bayer vislumbra en ese gesto mucho
más que una simple aventura juvenil: "Ésa es verdadera
universidad; esas horas plenas de dolor del chico ante ese mundo
amenazante, ante ese Dios ontológicamente injusto con los débiles,
que son siempre los faltos de malicia". (FLACHSLAND, 2004:14)
Sin embargo, esa sensación de eterno desarraigo no fue el
único trauma que afectó a Rodolfo Walsh. Una desgracia que le
dejó marcado para siempre, y que desencadenó la depresión que lo
llevó a la muerte, fue la muerte de su hija María Victoria, que
Walsh tuvo con la estudiante de Letras Elina Tejerina. Hermana de
Patricia y militante montonera, “Vicky” murió a los veintiséis años,
el 29 de septiembre de 1976, en un enfrentamiento con el Ejército
en el barrio de Villa Luro. Walsh, desconsolado, expresó sus
sentimientos en dos cartas abiertas: “Carta a Vicky” y Cartas a mis
amigos”. En la primera, cuenta que al escuchar la terrible noticia
tuvo un gesto instintivo: empezó a santiguarse. En esta carta
expresa el dolor por no poder despedirse de ella y, al mismo tiempo,
el parcial alivio por guardar su recuerdo y por estar tan orgulloso de
ella como lo está su madre.
Tres meses después de la tragedia, Walsh publicó la “Carta a
17
mis amigos”, en la que analizaba lo ocurrido como parte del
proceso revolucionario. En dicha carta delineó un perfil de su hija,
explicando las razones y las circunstancias de su muerte. Narró los
últimos encuentros entre los dos: breves, a escondidas, haciendo
planes que ambos sabían que no se iban a cumplir. Asimismo,
Walsh elogió a su hija por su sentido del deber, que la incitó a
sacrificar la gratificación individual y a luchar por sus ideales
mucho más allá de lo que su cuerpo le permitía; lo que conllevaba
vivir escondida, huyendo continuamente sin perder su sonrisa, que
tan sólo se apagaba un poco.
El testimonio de un soldado permitió a Walsh reconstruir y
describir detalladamente la batalla en la que murieron su hija y
otros militantes montoneros. Confesó que había conseguido ver la
escena con los ojos de su hija, y que la chica, frente a una rotunda
derrota, había preferido suicidarse que entregarse al enemigo. La
única sobreviviente fue la hija de Vicky, una niña de un año.
Por último Walsh, padre orgulloso, apreció la decisión de
Vicky quien, aún pudiendo elegir otros caminos, distintos pero no
por eso menos dignos, escogió el más justo y generoso, donando su
vida para dar justicia a millones de personas.
18
3.1 Walsh, el irlandés
Walsh fue descendiente de irlandeses por vía paterna y
materna. Para entender las consecuencias que ésto conlleva hay que
tener presente el sufrimiento psicológico causado por tal
experiencia, sufrimiento que los inmigrantes transmitieron a varias
generaciones de sus descendientes por medio de los grandes
silencios que derivaban de las necesidades y de los trastornos de
adaptación al nuevo entorno cultural. En Walsh, las influencias del
trauma propio del emigrante son evidentes en su estilo de vida y,
consecuentemente, en su producción literaria y en su ideología
política.
En concreto, como descendiente de inmigrantes, Walsh
experimenta el trauma del desarraigo que desemboca en un
sentimiento de alienación y de falta de pertenencia. Aunque exista
una ligazón en la memoria con la patria de origen de sus
antepasados, la narración de su historia familiar es fragmentada y
se caracteriza por una fuerte ambivalencia: Walsh describe con
cierto desprecio el apogeo en la fortuna de sus antepasados, y con
pena, el derrumbe económico de su padre, que coincide con el
momento en que él abandona su puesto de mayordomo en Buenos
19
Aires para mudarse al sur: “[...] Años más tarde Rodolfo relacionó
la pérdida de la fortuna familiar de sus antepasados con el azar, lo
inestable, la destrucción inevitable que acarrea el flujo temporal y
la decadencia del linaje.” (Bertranou, 2006:77) Incluso desconoce
el nombre de su abuelo, porque Miguel Esteban no quiere hablar de
él ni de su familia, y le resta importancia al asunto. El
desmembramiento de la familia, con los desplazamientos de los
hijos, provocó en Rodolfo una total inestabilidad y una sensación de
abandono y de miedo, que se reflejan en gran parte de su obra y,
sobre todo, de su ideología política. Tales razones llevan a Walsh a
la voluntad de hacer de Argentina su propia patria, a pesar de su
ascendencia irlandesa con la cual tuvo una relación ambigua. Por un
lado, él expresó la necesidad de alejarse de sus orígenes y
“argentinizarse” (Bertranou, 2006:40), pero al mismo tiempo
conservó el inglés como segunda lengua. Luego trabajó como
traductor durante muchos años y además, escribió cuentos sobre los
hijos de irlandeses en que es evidente el elemento autobiográfico.
Esta crisis permanente se convirtió en la necesidad de
reconstruir su propia identidad en base a experiencias muy
concretas de su actuación política y en una revisión retrospectiva de
dichas experiencias desde la niñez. En este sentido, con respecto a
20
su condición de desarraigo, Walsh no es un caso aislado, sino
representa la mayoría de los inmigrantes irlandeses. Cabe señalar,
entre las varias causas de este fenómeno, que la comunidad
irlandesa en la Argentina de esa época se mantenía apartada de los
nativos, tanto en lo que se refiere a los aspectos religiosos, como en
lo que concierne al aspecto laboral. A mediados del siglo XIX, los
primeros inmigrantes irlandeses se establecieron en la ciudad de
Buenos Aires y en sus alrededores. A partir de entonces los que
habían logrado hacerse ricos empezaron a expandirse hacia las
zonas del sur y suroeste de Buenos Aires, donde crearon pequeñas
comunidades dotadas de parroquias y escuelas propias y se
dedicaron a la agricultura y a la cría de ovejas. Tales actividades
empujarían la economía argentina en los años cuarenta. De hecho,
los inmigrantes irlandeses que ya residían en el país reclutaban a los
recién llegados para el trabajo rural. En el establecimiento de dichos
inmigrantes jugaron un papel fundamental dos irlandeses: el Padre
Anthony Fahy y el banquero Thomas Armstrong. Fahy, entre otras
funciones, llevaba las cuentas bancarias de los inmigrantes en el
Banco de la Provincia, cuyo dueño era Armstrong. Además, para
los futuros propietarios irlandeses, Fahy era la mejor fuente de
información sobre la venta de campos fértiles, pues conocía de
21
primera mano el tema por sus recorridas a caballo de las
comunidades de irlandeses.
Este conjunto de sucesos y personajes permitió a la
comunidad irlandesa desarrollar una estructura social y religiosa
autónoma y aislada, y al mismo tiempo realizó una completa
integración con la economía argentina. Durante la segunda mitad
del siglo XIX, especialmente entre 1860 y 1875, muchos irlandeses
consiguieron una propiedad rural hacia la zona sur y suroeste de la
provincia.
En resumen, la primera generación de inmigrantes irlandeses
era pobre, pero tenía excelente aptitud para el trabajo en el campo,
por tanto los que llegaron a Argentina de 1844 a 1870, con la ayuda
de Fahy, tuvieron mejores oportunidades para establecerse en el
país. Sin embargo, los irlandeses sufrían las consecuencias de una
grave carestía que había afectado a Irlanda en 1845, causada por
varias y terribles enfermedades y conocida como “Gran
Hambruna”. Hostigada y despreciada por los ingleses, la población
irlandesa llegó a Argentina con el temor a ser engañada o asimilada
por los criollos.
22
4. “IRLANDESES DETRÁS DE UN GATO”:
PREÁMBULO
Escrito a finales de los años sesenta (1967), este cuento
pertenece a la trilogía “Los irlandeses”, que constituye
probablemente el núcleo de la obra “imaginativa” de Walsh.
Personajes como El Gato o el pequeño Dashwood son los
protagonistas de narraciones que ilustran y encarnan la historia
colectiva en las existencias personales, otorgándole un matiz social
y político.
En concreto, el cuento “Irlandeses detrás de un gato” describe
un mundo despiadado donde un chico con apodo gatuno se enfrenta
a un ambiente rudo y hostil. En estas aguas turbias flotan las
jerarquías de los humillados, un escalafón por el que se sube a
fuerza de choques físicos y verbales y a golpe de ingenio. El Gato –
que no es ni más ni menos que el difuminado alter ego del mismo
Walsh – pasa por humillantes ritos iniciáticos para llegar a formar
parte de la tribu. Tras una gran derrota, los demás le aceptan en su
condición felina: “La enemistad de sangre había sido lavada,
ahora quedaban todas las otras enemistades”.
23
5. IRLANDESI CHE INSEGUONO UN GATTO
Il ragazzo che più tardi avrebbero soprannominato Gatto
apparve senza preavviso contro la parete nord del patio, durante
l’ultimo intervallo prima di cena. Nessuno sapeva da quanto tempo
stesse accoccolato alla finestra del corridoio che collegava i
chiostri. In realtà, nulla doveva fare in quel luogo, perché aprile
stava finendo e le lezioni erano iniziate già da un mese, divorando
l’ultima luce del fastidioso autunno interrotto da lunghi e noiosi
periodi di pioggia. Stava facendo buio e il patio era molto grande,
riempiva lo stesso cuore dell’enorme edificio eretto negli anni Dieci
da pietose dame irlandesi. La penombra e il vasto spazio, che
nemmeno centotrenta fanciulli intenti ai loro giochi avrebbero
potuto rimpicciolire, spiegano perché nessuno lo avesse visto prima.
Questo anche grazie alla stessa natura misteriosa del nuovo venuto,
che lo spingeva a rimanere distante e nascosto, con la sua faccia
grigia e il suo grembiule grigio contro l’ombra della parete più
lontana dalla mensa verso la quale, insensibilmente, erano scivolate
negli ultimi venti minuti le biglie, il battimuro e la payana4.
4 Gioco infantile che consiste nel lanciare in aria cinque pietre e lasciarle cadere sul dorso
della mano.
24
Il ragazzo sembrava malato, il suo viso era come un limone
acerbo spolverato di cenere. Non aveva ancora compiuto dodici
anni, era molto magro e i primi che gli si avvicinarono videro nei
suoi occhi un brillare febbrile. Aveva una maniera di muoversi
strana, inumana, fatta di scatti bruschi e fiammate di passione, o
qualsiasi cosa fosse, misti al più sottile e sfuggente allontanarsi di
un corpo sinuoso ed evasivo. Era alto, ma poteva sembrare molto
più piccolo grazie a un solo movimento, apparentemente, dei
fianchi e delle spalle, come se non avesse scheletro nonostante la
sua magrezza. Tutto ciò risultava inquietante ed offensivo.
Questo ragazzo, che più tardi avrebbero chiamato “il Gatto” e
che in poche ore stava per rivelare una parte così inaspettata della
sua natura felina, aveva viaggiato la maggior parte del giorno, e
tutto il giorno e tutta la notte precedenti, poiché viveva lontano, con
sua madre che stava invecchiando, la quale aveva tagliato i ponti
dell’affetto e, portandolo in collegio, lo metteva al mondo una
seconda volta, tagliava un cordone ombelicale incruento e secco
come un ramo, e se lo toglieva di torno per sempre. È vero,
all’ultimo momento, quando lo lasciò nella canonica con padre
25
Fagan, riuscì a versare qualche lacrima e a baciarlo teneramente, ma
il fanciullo non si lasciò incantare, prché egli stesso pianse un poco
e la baciò, e sapeva perfettamente che tali gesti non sono così
importanti al di fuori del momento o del luogo che li provocano o
stimolano.
Nella mente del ragazzo predominava un persecutorio ricordo
di sentieri fangosi sotto una luce giallo miele, di piccole case che
svanivano e di file di alberi che sembravano mura di città
bombardate; perché tutto ciò era accaduto continuamente davanti ai
suoi occhi durante il lungo viaggio in treno e si era immerso nella
sua anima in modo tale che anche di notte, mentre dormiva cullato
dagli scossoni sulla panca di legno del vagone di seconda classe,
aveva sognato quella combinazione semplicissima di elementi, quel
misero e monotono paesaggio in sui sentì dissolversi allo stesso
tempo tutte le sue idee e i suoi sogni di distanza, di cose strane e
sconosciute e gente affascinante. Ora la sua disillusione aveva le
dimensioni dell’instancabile pianura, e questo era più di ciò che
osava abbracciare con il solo pensiero.
Esigenze più urgenti sopraggiunsero poi a liberarlo. Padre
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Fagan lo mandò da padre Gormally, e questi lo condusse sulla
soglia del cortile murato, immerso, fondo come un pozzo,
circondato sui quattro lati dalle immense pareti che lassù
ritagliavano una lastra metallica di cielo coperto – quelle pareti
terribili, rampicanti e vertiginose – e gli mostrò i centotrenta
irlandesi che giocavano, e quando tornò ad osservare le pareti
verticali, lui che non aveva mai visto altro se non la pianura con le
sue rannicchiate fattorie, una sensazione di totale angoscia, terrore e
solitudine lo invase. Fu soltanto un’esplosione di puro sentimento,
che gli fece accapponare la pelle, qualcosa di simile a ciò che sente
la pelle di un cavallo quando percepisce un giaguaro all’orizzonte.
Forse comprese che di lì a poco avrebbe conosciuto la gente della
sua razza, alla quale suo padre non apparteneva e della quale sua
madre non era altro che uno scarto. Li temeva profondamente, come
temeva sé stesso, come temeva quei lati nascosti di sé che fino ad
allora si manifestavano soltanto in forme fugaci, come i suoi sogni
o i suoi insoliti attacchi di collera, o il particolare modo in cui a
volte diceva cose apparentemente banali, ma che tanto turbavano
sua madre.
Tuttavia, a prima vista sembravano completamente
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inoffensivi quei ragazzini contadini, lentigginosi, dai capelli rossi,
con unghie e denti sudici, tasche rigonfie di biglie, calzini marroni
che pendevano fiaccamente sotto le ginocchia, con i loro stivaletti
gialli Patria le cui punte erano consumate per l’abitudine di calciare
pietre, lattine e palloni da calcio, piante, radici degli alberi e perfino
le loro stesse ombre; gambe forti e robuste ben calzate in quei
pesanti stivaletti distruttori, cacciatori, che uno (lui) vedeva
istintivamente puntati verso le sue caviglie o la parte morbida del
ginocchio, dove il liquido si raccoglie e si gonfia per settimane.
Lì stava, ora, il Gatto intrappolato,contro una finestra, e
ovviamente le prime parole che pronunciò Mulligan, che sembrava
comandare il gruppo, quando lo vide lì accoccolato, pronto per
saltare ma senza volerlo fare, senza voler lottare né parlare, la prima
cosa che disse Mulligan, forse nella sua lingua, forse in quella di
sua madre che egli misteriosamente comprendeva, fu:
-Ehi, somiglia a un gatto,
e quando ebbe ottenuto la ragionevole parte di
riconoscimento e di risate, e il soprannome fu appioppato per
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sempre al ragazzo che da quel momento chiamarono il Gatto, inciso
nel suo cuore o nella parte più ricettiva al castigo o alla burla, in
ogni parte che si aprisse come un taglio per accogliere il coltello
(perché la ferita è lì prima che il coltello arrivi, la parte morbida
prima di quella dura, la carne prima della lama), quando fu così
marchiato e consapevole di ciò che era, qualcuno, che avrebbe
potuto essere Carmody, Delaney o Murtagh, disse:
-Come ti chiami, amico?,
guardando il terreno, familiare per loro e sconosciuto per lui,
perché sospettava che una domanda così ovvia avesse un significato
nascosto, per cui non era affatto una domanda semplice ma una
vitale, che lo metteva in discussione e su cui doveva riflettere prima
di rispondere, prima di seguire, come fece, un percorso obliquo e
propiziatorio, prima di rispondere
-O’Hara- come rispose.
Ma il nome che egli pronunciò non volle penetrare,
semplicemente galleggiò come una mela scartata o una patata
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marcia galleggiano nel fiume. Lo rivoltarono, trasudando disprezzo
ed esasperazione:
-Non è vero. Il tuo vero nome- come se per loro fosse
trasparente. Quindi disse:
-Bugnicourt,
che era, questo sì, il nome di suo padre, a cui mai volle bene e
che neanche conobbe a fondo, un uomo perso per sempre nelle
sabbie mobili dell’aspro ricordo e dell’invettiva, di cui gli uomini
che seguirono calpestarono la memoria, fantasma afflitto che forse
spiava, attraverso i buchi dell’amara memoria, la donna che fu la
sua sposa e poi, senza nessuna spiegazione, divenne la puttana del
villaggio, ma una prostituta pietosa, una vera puttana cattolica che
portava al collo una catena d’oro con un medaglione della Vergine
Maria.
-Che razza di nome è questo? Sei polacco?- e subito, con
un’ombra di sospetto: -Ebreo?-
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-No,non sono ebreo- gridò, profondamente ferito, sentendo
per la prima volta quell’impulso di graffiare alla cieca che lo portò a
flettere dolcemente le dita, come se le ritraesse e ripiegasse fino a
sentire nei palmi il filo delle unghie.
-O’Hara è tua madre?- gli domandarono.
-Sì.
-Da dove viene?
-Da Cork. Cork in Irlanda.
-Tappo- tradusse Mullahy, che conosceva la geografia- Un
tappo nel culo- mentre il Gatto si muoveva inquieto nella penombra
e poi, con repentina decisione, segnava il primo punto, la sua prima
mossa vincente di fronte alla battaglia imminente e all’inevitabile
domanda.
-Mia madre è una puttana- disse senza affettazione,
lasciandoli un istante attoniti, inorriditi, increduli o segretamente
invidiosi dell’audacia che permetteva di dire una cosa simile,
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capace di far tremare il cielo dove planavano con le loro grandi ali
membranose le madri invulnerabili e di farle precipitare in un
mostruoso abisso.
-Avete sentito?- mormorò Kiernan nella costernazione
generale, nel silenzio, nella distanza aperta e quasi invalicabile.
-Bene, Gatto- disse Mulligan –bene, Gatto. Questo mi piace.
Sei il polacco, il francese o l’ebreo più figo che conosco. L’unica
cosa che devi fare ora è combattere con uno di noi, poi ti lasceremo
in pace e ci scorderemo perfino della vecchia, anche se è una
cavalla che tromba.
-Non voglio combattere- rispose il Gatto –sono stanco.
-Non devi lottare con me, Gatto, potrei ridurti a pezzi anche
con una mano legata. Combatterai con Rositer, che altro non ha se
non un buon gioco di gambe ma non picchia con la sinistra, e in
definitiva è una schiappa.
-Lasciatemi solo- disse il Gatto –Non voglio lottare con
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nessuno.
-Ma se ti meniamo, Gatto!- disse Mulligan –Se io ti meno!
Non farai un figurone, inoltre dobbiamo sapere in quale posto della
classifica ti mettiamo, o credi che sia uno scherzo?
-Non lo so- disse il Gatto, e subito gli videro in faccia un
sorriso strano, sognante e cinereo –Non possiamo rinviare a
domani?- prendendoli ancora di sorpresa.
Parvero consultarsi, in silenzio; domande e risposte si
susseguivano in un batter d’occhio, il tic di una guancia, una lunga
e accalorata discussione senza parole, finché non nacque un
consenso, risultato non di una votazione democratica ma del peso e
dell’autorità che fluivano attraverso i loro canali naturali, finché gli
ultimi turbini di dissenso svanirono e le acque tornarono a calmarsi.
-Va bene- disse Carmody, perché stavolta fu lui che, davanti
alla pesante franchezza di Mulligan, inclinò la bilancia. –Va bene-
sconcertato, senza sapere perché accondiscendesse se non perché
stuzzicato dal nuovo e dall’inaspettato, di conseguenza intriso,
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anche se in prospettiva, di qualcosa di diabolico. Ora, comunque,
era il custode della volontà comune e si era proposto di compierla.
Ma altri, seppur molto disciplinati nell’accettare quella
volontà comune, si allarmarono. Solo qualcuno che fosse
assolutamente estraneo, anzi, qualcuno che realmente avesse le
caratteristiche di un gatto, poteva rinviare una scazzottata. Quindi,
pensarono, quello non era più un gioco, se mai lo era stato.
E così successe che Carmody, dopo aver imposto il suo punto
di vista, rimase spiazzato, scivolando su un illusorio punto di
equilibrio, sentendosi abbandonato e incapace di evitare tutto ciò
che avrebbe potuto accadere in seguito. Perché questa è la natura
delle incerte vittorie che si ottengono su ignoti battiti del cuore.
Mulligan sentì salire la marea, la profonda corrente del
prestigio.
-Ehi, Gatto- disse –Ehi, come mai arrivi così tardi al
collegio?
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Il Gatto lo guardò e qualcosa di simile a un granello di
cenere, un piccolo scintillio, sembrò muoversi nei suoi occhi.
-Ero malato- rispose,
e allora indietreggiarono, come se avessero paura di toccarlo.
Il Gatto se ne accorse, un fugace sorriso tornò a giocherellare sul
suo viso magro e affamato; con sorprendente anticipo si lanciò su
quel frammento della sorte, lo scosse, lo maneggiò come una palla
attaccata a un elastico.
-Tigna- disse, scuotendo la testa e mostrandola –Chi mi tocca
è fottuto- disse toccandosi, burlandosi di sé stesso.
Indietreggiarono di nuovo, senza smettere di guardare, e nella
luce del crepuscolo credettero di vedere sulla testa del Gatto
macchie gialle e grigie, e più tardi Collins assicurò che erano come
cotone sudicio o fiori di cardo. Tutti compresero allora che la
faccenda sarebbe stata più complicata di quanto pensassero, perché
il cuore umano si rifiuta di colpire piaghe infette o mali nascosti, e
l’indole dell’ostacolo che li frenava era più o meno dello stesso
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ordine che impedisce o impediva, in antichi tempi levitici, che un
uomo tocchi la sua donna in certi giorni.
Con il capo chino il Gatto sottolineava il suo vantaggio e
rideva in cuor suo, osservandoli spassionatamente con lo sguardo
all’insù, scegliendo questo o quello per i giorni futuri della
ricompensa e del piacere felini, perché non disprezzava la caccia e
non ignorava i cambiamenti del tempo.
I pugni si aprirono e onde di piacere svanito, di legittima
eccitazione rubata scalarono l’una dopo l’altra, come nuvolette di
fumo, le vertiginose pareti. Nel bel mezzo di questo stupore suonò
la campana che annunciava la cena. Si riunirono controvoglia
contro la parete del refettorio, sotto gli occhi sporgenti e iniettati di
sangue del sorvegliante di turno che –precisi nel catturare il motivo
centrale di ogni disgrazia- chiamavano la Morsa, per via di quei due
incisivi che, come lunghi gessi, rimanevano sempre in vista, anche
quando chiudeva la bocca. Senza che nessuno glielo indicasse, il
Gatto trovò posto nella fila, e quel posto che trovò senza averlo
provato prima gli calzava a pennello, sicché ora si trovava
inosservato fra Allen e O’Higgins, anche se l’intera fila sentiva la
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sua presenza impunita come un oltraggio.
Dopo la preghiera, il Gatto mangiò lentamente. Sotto la
lampada verde, fra le maioliche e sui tavoli di marmo, in quel
malaticcio e spettrale candore che dava al refettorio l’aria di una
camera d’ospedale, il suo aspetto non migliorò. Sembrava ancor più
malato, scaltro e grigio, fastidioso alla vista, e irradiava quella
scandalosa certezza del fatto che nessun altro avrebbe potuto essere
lui, in nessuna circostanza e con nessuno sforzo
dell’immaginazione, mentre egli avrebbe potuto essere Dashwood,
o Murtagh, o Kelly quasi senza volerlo, come in effetti a volte
succedeva. Il suo estraniamento era abominevole, e i sei fanciulli
seduti con lui nell’ultimo tavolo, che scelse con la stessa precisione
con cui aveva occupato il suo posto nella fila, osavano appena
mangiare. Il grembiule nuovo del Gatto brillava di uno splendore
metallico e verdastro; egli portava una cravatta nera e il colletto
della sua camicia era sgualcito. Ma ciò che più impressionò quelli
che realmente osarono ispezionarlo fu il lungo, lungo collo e il
modo in cui si corrugava quando inclinava di colpo la testa e lo
spettro, il fantasma, l’accennata e odiosa ombra di baffi grigi. Era
proprio brutto, il Gatto.
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I piatti e i vassoi rimasero vuoti, e tutti lanciarono sguardi
vuoti davanti a sé, e a un solo segnale della Morsa la conversazione
si spense. Apparentemente, nulla era successo. Ma nell’anima del
branco si era appena prodotto un cambiamento. Silenziosamente,
fra il primo e il settimo e l’ultimo boccone di semola fredda,
bianchiccia, appiccicosa che ogni sera manteneva in vita il gruppo, i
suoi capi furono sconfitti, con un processo sconosciuto anche per
loro. Mulligan e Carmody lo seppero, anche se nessuno parlò.
Avevano sbagliato davanti ai loro compagni, e altri sconosciuti
occupavano il loro posto. Doveva essere così. Il gruppo non era
vincolato dalla parola data in un momento di debolezza da un
sentimentale fallito come Carmody.
Lo aveva intuito il Gatto? Non appena inghiottì l’ultima
cucchiaiata, i suoi piedi iniziarono a muoversi senza alcun rumore,
zampettando sul pavimento in un corri-corri stazionario, come un
ciclista che si allena o un pugile che lotta contro il prossimo futuro
che si ingrandisce, tuffandosi nella corrente degli eventi, con la sua
stessa ansia che lo trascina sempre più lontano, correndo in un
attenuato incubo.
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Anche la Morsa lo sentì girare nel silenzioso refettorio,
arrossendo sempre più, sentendo il bisogno di dire qualcosa,
annusando misteriosamente l’aria assassina, infuriandosi fino a
pararsi davanti a tutti borbottando:
-Comportatevi bene o vi rompo le ossa!
Così facendo, si espose a un silenzio ridicolo.
Uscirono nel cortile e nel buio e di nuovo si misero in fila.
Nell’aria aleggiava un messaggio dai campi dietro le alte pareti, un
profumo dolce che il Gatto sentì, quindi guardò al cielo che in quel
preciso momento, alle sette di una sera di fine aprile del 1939,
ostentava una Croce maestosa e una rigogliosa Argonave.
Ma il pavimento era di pietra, grandi lastre di ardesia grigie o
celesti, che truppe di varie generazioni avevano levigato fino a dar
loro una splendida finitura di sottili venature, si estendevano verso
le gracili arcate dei chiostri che brillavano quasi bianchi contro il
mare d’ombra che iniziava più indietro. In qualche momento era
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piovuto, rimanevano piccole pozzanghere negli avvallamenti della
pietra, e il Gatto le provò contro le suole dei suoi stivaletti nuovi
mentre qualcosa frenava ancora la Morsa, che non comandava il
“rompete le righe”, e per un momento parve voler parlare ma infine
si strinse nelle spalle, diede l’ordine e il Gatto saltò.
Saltò; altri dicono che volò sopra le loro teste, alzandosi forse
due iarde, e la forza del suo bruciante impulso lo spinse in avanti
come in un sogno, planando, cinque, dieci iarde, navigando sul suo
fluttuante grembiule finché alla fine toccò la pietra e le punte di
ferro dei suoi stivaletti strapparono dalla pietra dormiente una
nuvola di scintille, una doppia scia di fuoco, segno per cui fu
riconosciuto più volte in quella lunga notte, quando già sembrava
essere scomparso per sempre. Focoso Gatto! La tua terribile sfida
vibra ancora nella mia memoria, perché io ero uno di loro!
Ma cosa fu più mirabile, quello spaventoso salto o la serenità
con cui l’Irlanda inviò al fronte i suoi guerrieri?! Facilmente si
schierarono, quasi a passo di marcia, Dolan in un angolo, Geraghty
al centro, il piccolo ma ingegnoso Murtagh nelle retrovie, e questo
unico, semplice movimento bloccò ogni possibile via di fuga e
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proseguì invisibile in avanti, fra la rinnovata magia del ripiglino e il
candore del hoyo-zapatero5 e le conversazioni che dissimulavano
tutto, in modo che nemmeno gli occhi esperti della Morsa (sempre a
caccia di qualcosa meritevole di un castigo esemplare) non videro
nient’altro che quell’ indemoniato ragazzo nuovo, il Gatto, che
come un fulmine passava in diagonale fino al chiostro sulla destra.
Da qualche parte in cortile si udì il suono dell’armonica, che
Ryan suonava in un acuto danzante e gioioso, come un piffero
guerriero che alimenta l’ardore della battaglia. Sulla sinistra
Murtagh corse un poco, quanto bastava per bloccare la galleria fra i
chiostri, e arrivò in tempo per vedere l’ombra del Gatto a sessanta
iarde di distanza, all’estremo opposto.
Lì il Gatto si trovò per la prima volta di fronte a un amaro
dilemma. Alla sua destra si trovava la porta aperta della cappella,
che emanava un malsano odore di cedro, cera e fiori appassiti. Si
avvicinò e vide un prete molto vecchio inginocchiato davanti
all’altare, sussurrando una preghiera, o forse dormendo ad alta
voce, con gli occhi chiusi. Alla sua sinistra, il lungo corridoio, con
5 Gioco infantile corrispondente al gioco delle biglie; consiste nello scavare una buca nel
terreno con la punta della scarpa e lanciarvi le biglie in modo da farle cadere nella buca.
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una porta di vetro che dava alla canonica e in controluce l’ombra
rannicchiata di Murtagh. E di fronte, una scala che si addentrava
nell’oscurità. Salì alla cieca.
Murtagh aprì una finestra della galleria e con il pollice in su
mandò un segnale a Geraghty, che aspettava senza fretta al centro
del cortile. Questi, tramite anonimi messaggeri, comunicò la novità
a Dolan, che era rimasto molto indietro, alla destra del lungo
semicerchio di cacciatori, e su cui era scesa silenziosamente l’aquila
del comando. Dolan rifletté e diede ordini. Comandò a
Winscabbage, stupido ma molto paziente, di presidiare il crocicchio
che tanto aveva sconcertato il Gatto e impedire il suo ritorno a tutti i
costi. Quindi diede a Murtagh l’indicazione di prendere le sue
decisioni, e Murtagh chiamò il piccolo Dashwood ordinandogli di
rimanere lì e di gridare all’arrivo del Gatto, perché il piccolo
Dashwood non poteva picchiare nessuno, ma sarebbe stato capace
di far impallidire un lupo.
Fatto ciò, l’intera linea ripiegò, mente i capi si riunivano per
deliberare e ascoltare il consiglio di Pata Santa.
Pata Santa Walker aveva una gamba più corta dell’altra, che
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terminava in uno stivaletto mostruosamente alto, rigido, inanimato
come un tronco morto che trascinava camminando, e un nobile viso
affilato e olivastro dagli occhi sognanti. Non era un leader e non
avrebbe potuto mai esserlo, nonostante affermasse di discendere da
dei re e non da poveri contadini di Suipacha, ma l’intensità e la
concentrazione delle sue idee lo sottraevano dal circolo di pietà in
cui altri poveri disgraziati –un epilettico e un albino, due altri
sciancati e un balbuziente- sguazzavano.
Pata Santa aveva tutto il tempo per pensare mentre gli altri
giocavano a calcio o a hurling6, e i capi dovevano ascoltarlo.
-Salirà in camerata- vaticinò come se realmente stesse
vedendo il Gatto –e poi tornerà indietro.
-E poi?
-Può apparire alle nostre spalle. Se lo lasciamo scendere, lo
perdiamo. Diventerà uno di noi.
-Bisogna tenerlo di sopra –concordò Murtagh. 6 Sport tipico irlandese simile all’hockey (vedasi http://it.wikipedia.org/wiki/Hurling)
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Dolan mandò Scally e Lynch a coprire le altre due uscite del
cortile.
Ora il Gatto era in trappola. Quattro lati, quattro angoli,
quattro scalinate, quattro uscite, tutte sorvegliate. Muovendosi
cautamente nel buio incontrò un pianerottolo e una porticina di
legno che dava al coro. Si avvicinò e vide di nuovo l’altare, il prete
immobile, il Cristo sanguinante e repellente e la coppia di arcangeli
con ali azzurre che sosteneva candelabri elettrici. Nel coro c’era un
organo il cui profilo si ergeva nella penombra, e rosoni di vetro che
si affacciavano su qualche parte della notte e del cielo. Ma qualcosa
a lui estraneo manteneva il Gatto in movimento; indietreggiò,
continuò a salire e tornò a trovarsi negli angoli retti della decisione.
Alla sua sinistra vi era una lunga serie di porte che si aprivano su un
corridoio; alla sua destra, una stanza con due file di letti bianchi. Si
rannicchiò, rifletté, quindi camminò di soppiatto attraverso la stanza
deserta e l’interminabile prospettiva di letti. Non c’era luce, salvo
due lampadine da venticinque watt separate da cinquanta passi,
come due grandi gocce traslucide di sangue. Il Gatto si affacciò a
una finestra e vide un parco con un cielo stellato, ombrosi pini e
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araucarie, il portone d’ingresso da dove era entrato con sua madre e,
più lontano, la bianca strada asfaltata e il segnale della ferrovia che
passava dal rosso al verde. Sicché questo è il sud, pensò, ma non
esattamente il sud. Abbassò lo sguardo sulla strada di ciottoli; la
distanza era sette o otto volte l’altezza del suo corpo, e ad ogni
modo egli non voleva tornare al sud. Cercò di ricordare l’aspetto
che aveva l’edificio quando lo aveva visto per la prima volta quel
pomeriggio, ma non poté, e maledisse la sterile emozione che
bloccava quel ricordo. Sua madre stava tornando al villaggio in un
treno lontano.
Nel cortile la Morsa passeggiava freneticamente,
perseguendo la persecuzione, esigendo una parte nell’invisibile
cerimonia, ma ogni movimento sospetto risultava appartenere a un
gioco inoffensivo che, quando si fermava a domandare, gli si
aggrappava sotto forma di altre domande innocenti, dirette nella
dovuta, rispettosa forma a un superiore e adulto, rubandole tempo e
attenzione, confondendo la sua iniziativa in modo da impedirle di
localizzare la zona dove realmente si stava tramando qualche
malefatta. Anche in questo la comunità era astuta, i civili
distraevano il nemico o l’intruso. Così, la Morsa non scoprì nulla e
seppe che non avrebbe scoperto nulla, a meno che non avesse
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potuto mentalmente identificare il capo; ma non appena pensò a
Carmody lo vide a quattro passi di distanza cambiando il Pesce
Torpedine con Bernabé Ferreyra, e subito dopo vide Mulligan
presso il muro, intento a misurare con il palmo attaccato a terra le
figurine del battimuro. Così imprecò sottovoce, sapendo che doveva
attendere quasi un’ora prima di suonare la campana per il rosario, e
imprecò di nuovo contro la luce fangosa del cortile e perfino contro
quelle vecchie pietose e avare della caritatevole Società di San José.
In quel momento, al centro del cortile scoppiò una falsa rissa, e
dietro questo movimento Dolan e i suoi seguaci se la squagliarono
per la scala posteriore di destra, mentre Murtagh e i suoi andavano a
sinistra seguiti dall’armonica che alternava il fine sentimento di
Mother Machree con il ritmo di Wear on the Green.
Di sopra, il Gatto continuò ad avanzare fino a trovarsi di
nuovo in un angolo retto, in un pianerottolo, guardando in giù,
all’ombra, e desideroso di prendere una decisione. Risolse
bruscamente di saggiare le difese e scese come un fulmine.
Dal centro del cortile, mentre l’illusoria lotta si dissolveva
rapidamente alla presenza della Morsa, la scena era questa:
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dapprima un grido penetrante, poi un breve scontro e subito il
piccolo Dashwood uscì di corsa, scalciando e gemendo come un
cucciolo impazzito. Immediatamente si era formato intorno a lui un
cerchio, e tutti osservarono il segno del Gatto: una serie di profondi
graffi, paralleli e sanguinanti, nella sua guancia destra. McClusky e
Daly occuparono silenziosamente il loro posto, mentre altri lo
portavano alla fontana per lavargli il viso e sentirgli dire:
-L’ho menato! L’ho menato! Non mi credete?
Si sparse la voce: il Gatto aveva colpito. Ora i visi erano
adombrati, ma nessuno perse il suo coraggio.
Dopo aver affrontato e picchiato Dashwood, il Gatto tornò
sui suoi passi. Ora la lotta era dentro di lui, si scioglieva nel suo
sangue in un’incessante, incontenibile filtrazione. Ne avvertiva l’
odore, acre, umido, inumano, come quello che lascia un fulmine
dopo aver colpito la terra, e un desiderio quasi insopportabile di
uccidere e fuggire, tornare all’attacco, colpire e fuggire di nuovo,
che gli inondava il cervello e lo lasciava in balia di oscure correnti
che fluivano insensate nel suo corpo. Si sentiva trasportato e
respinto, si acquattava e si tuffava e si nascondeva e tornava
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all’attacco senza un momento di pausa, nuotando in quella poderosa
corrente di paura e odio mentre lasciava dietro di sé un altro
corridoio e un’altra fila di porte che provò ad aprire e trovò chiuse a
chiave tranne una, che non volle aprire, da cui filtrava un filo di
luce e una musica languida e avvolgente,. Udì più avanti i passi
della truppa, si rannicchiò e ruzzolò in un bagno, avvertendo
l’odore di una latrina, e udì passare voci smorzate e piene di
eccitazione, “Qui, dev’essere venuto qui”. Il Gatto intuì che subito
sarebbero tornati, le sue narici iniziarono a tremare, pensò “Non
qui!” e uscì prima che la rete terminasse di chiudersi.
Lo videro, svoltarono senza fretta, come se fossero sicuri che
ormai non sarebbe potuto scappare. Quel lento movimento spaventò
il Gatto più di un assalto, e ancor prima di saltare comprese il
perché: avevano lasciato un picchetto nel pianerottolo. Erano in due
e lo aspettavano, saldi, impassibili, senza paura, con le gambe ben
divaricate, i pugni al cielo. -Dai, gattino- disse uno -Andiamo,
piccolo, ora devi lottare.- Vide il varco fra i due e vi si tuffò, e quel
semplice movimento li colse di nuovo alla sprovvista, perché erano
lottatori abili coi pugni ma non concepivano altro tipo di lotta.
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Il Gatto cadde sul gomito destro e l’osso diffuse in tutto il suo
corpo un istantaneo irradiarsi di dolore. I suoi persecutori si erano
precipitati sulle sue gambe; non solo lo colpivano, ma si
picchiavano fra loro. Il Gatto era fermo, trascinando uno che si
aggrappava al suo grembiule, e gli altri arrivavano di gran carriera.
Il Gatto fece un solo movimento con il capo, un breve mezzo giro, e
l’osso della fronte impattò contro della carne morbida, forse una
guancia o un occhio. L’altro ragazzo non gridò né lasciò il
grembiule finché non si strappò, e quel gran pezzo di tela grigia fu
chiamato La Coda del Gatto e portato in trionfo, da allora, come un
trofeo, uno stendardo, un annuncio della futura vittoria.
Ma il Gatto era libero e correva verso una porta, e dietro la
porta un’altra lunga sala semibuia con due file di letti, e mentre
correva, da un letto all’altro si levavano ombre spettrali che si
sedevano e lo guardavano con occhi vuoti, come morti che uscivano
dalle tombe; in quel momento i suoi stivaletti ferrati sprigionarono
di nuovo dalle maioliche dell’infermeria una doppia nuvola di
scintille e per la prima volta immaginò che tutto ciò non stava
succedendo, ma non si fermò, una nuova fitta di panico si risolse in
un nuovo, gigantesco salto; era giunto così al quarto angolo sul tetto
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del mondo.
Nel cortile la Morsa si era impadronito di Dashwood e lo
scuoteva senza riuscire a farlo parlare, o almeno a farlo smettere di
balbettare l’assurda invenzione di aver sbattuto contro un muro. Lo
lasciò immobile al centro del cortile, e per un attimo pensò di
chiamare in suo aiuto Dillon che certamente si trovava nella sua
stanza leggendo romanzi gialli o ascoltando valzer nel suo vecchio
grammofono, ma non lo chiamò. “Posso arrangiarmi”, pensò. E poi:
“Gli faccio vedere io”, disponendosi all’agguato in uno dei chiostri
finché non vide un’ombra che attraversava silenziosamente il
portico, dieci passi più in là. La inseguì, afferrò Murphy per il collo
e lo schiaffeggiò nel buio. Murphy urlò e la Morsa lo schiaffeggiò
di nuovo.
-Vedo che vi divertite, eh? Dove sono tutti gli altri?
-Chi?- gemette Murphy –Chi?
-Non fare lo stupido. Quelli che perseguitano il nuovo
arrivato.
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-Non so niente- disse Murphy -Devo vestirmi per la Messa.
-Ah, sì?- disse la Morsa dandogli uno scappellotto.
-Padre Keven mi aspetta!- strillò Murphy.
-Ah, sì?- disse la Morsa, e in quel momento una voce al suo
fianco disse: -Ah, sì- e vide la mandibola ferrea e gli occhi di
ghiaccio di padre Keven che con la stola in mano lo guardava dalla
porta della sacrestia –Ci vediamo domani, in canonica- disse mentre
accarezzava dolcemente il suo chierichetto offeso.
Dolan e il suo Stato Maggiore attendevano nel quarto
pianerottolo. Udirono il tumulto nell’infermeria e di colpo il Gatto
apparve sulla porta, si arrestò e rimase fermo a guardarli.
-Ciao- disse Dolan, che non era alto, ma era forte e aveva
occhi scuri in un viso quadrato e robusto come quello di un bulldog,
con un ciuffo di capelli biondi che ricadeva sulla fronte e si agitava
quando parlava. –Ciao- disse.
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-Mi arrendo- ansimò il Gatto.
All’udire ciò, tutti scoppiarono a ridere.
-Lotterò con chiunque lo voglia- disse.
-Non ci sarà nessuna lotta- disse Dolan. –Ti abbiamo dato
un’opportunità e hai rifiutato. Sai cosa faremo? Ti spoglieremo
nudo come un verme.
-Prima uno di voi mi deve picchiare- propose il Gatto. –
Fatemi lottare con lui.
-Perché?
-Per dimostrarvi che non ho paura di nessuno.
Scoppiarono di nuovo a ridere, ma un’ insidia era entrata in
quel solido fronte, la sfida aleggiava come un drappo rosso e il
gruppo iniziò a dissolversi in individui e a decidere in silenzio come
52
una volta, mentre il Gatto si muoveva pur restando immobile,
scorreva quasi impercettibile e scivoloso e grigio verso una porta
immersa nell’oscurità, migliorando lentamente ma rapidamente la
sua posizione, sentendo contro la schiena la dura parete che gli
restituiva una nuova sicurezza, la promessa di un grande salto, ma
senta distogliere lo sguardo da Dolan, che esitò un istante; questo
bastò perché qualcuno si facesse avanti dicendo:
-Lasciatemi lottare-, e prima che Dolan potesse opporsi
esplose una grande ovazione interrotta solo dal Gatto, che alzò una
mano e quasi ordinò agli altri di indietreggiare, cosa che fecero
quasi a malincuore sentendo un assurdo sussulto di autorità
emanare improvvisamente dal Gatto, che ora si era messo in
guardia, lugubre, sereno e ben saldo. Tutti videro quindi lo stile e il
profilo aggraziato, il pugno sinistro allungato quasi con
indifferenza, il dorso del pugno sinistro leggermente appoggiato
alla base del naso, sotto gli occhi di una vivacità abbagliante, il
Gatto che iniziava a girare intorno a Sullivan finché la sua schiena
non si trovò contro il buco nero della porta, poi semplicemente
camminò all’indietro e se ne andò, giocando loro l’ultimo,
fantastico scherzo di quella notte.
53
Il suo ultimo rifugio era la lavanderia, una grande stanza
quadrata e soffocante con una sola porta e una finestra in cui si
ritagliavano ombrose alberate. Al centro si stagliava un’enorme
lavatrice i cui cilindri di rame brillavano dolcemente nella luce
trattenuta e riflessa da montagne di lenzuola, che si alzavano dal
pavimento al soffitto emanando un acido odore di sonno, sudore e
solitarie pratiche notturne. Il Gatto inciampò, cadde, ruzzolò e uscì
trasformato in fantasma verso la finestra, guidando la calda onda di
persecuzione che improvvisamente inondò la stanza con una sorda
eco di passi e grida. Quasi in un sol movimento aprì la finestra e
salì sul davanzale. Una mano lo trattenne, ma lui già saltava verso
la vertiginosa oscurità.
Dieci minuti prima dell’orario stabilito la Morsa suonò la
campana, annunciando la Messa, e iniziò a spingere tutti i ragazzi in
cappella, quasi a forza, in un andirivieni frenetico per tutta la fila,
brontolando e minacciando, -Su, su, presto- senza fermarsi a
contarli, -Presto, non dormite-, mentre i più recalcitranti e i disertori
tornavano indietro trottando e si univano al gruppo senza essere
interrogati, perché l’indomani ci sarebbe stato tempo per questo, per
54
distribuire colpe e castighi che stavolta, si promise la Morsa
stringendo i denti, avrebbe scatenato il finimondo. –Ho detto alla
svelta!- disse, dando uno scappellotto all’ultimo, e lì davanti
Murphy accese le candele dell’altare mentre padre Keven usciva
dorato e splendente, guardando con sospetto verso la porta, e Dillon
scendeva la scala sistemandosi la cravatta per prendere il suo posto
con un’aria assonnata e stupefatta.
-Poi ti spiego- gli disse, e si mise sulle tracce del Gatto.
Sotto la finestra della lavanderia c’era una legnaia con tetto di
lamiera che risuonò come una cannonata sotto il peso del Gatto,
popolando l’aria notturna di strida di uccelli e lontani latrati di cani.
Mentre si alzava sentì che si era storto la caviglia e ricordò la mano
che lo aveva trattenuto deviandolo dalla sua linea di equilibrio.
Scivolò con cautela lungo la parete della tettoia, vide i bianchi volti
dei suoi inseguitori lassù, sulla finestra, e mentre arrancava verso un
alto cerchio di filo spinato udì la campana della cappella che
annunciava la Messa, come la serena voce di Dio o come le altre
dolci voci che a volte si odono nei sogni, anche nei sogni di un
Gatto.
55
Nel buio centro del cortile, il piccolo Dashwood era stato
dimenticato. Sapeva che la caccia continuava perché non aveva
visto tornare i capi.
Per un momento desiderò correre alla cappella, inginocchiarsi
e pregare con gli altri, unire la sua voce al coro ritmico e caldo che
in lode della Santa Vergine Maria usciva dalla porta in ondate
calme e rasserenanti. Ma nessuno lo aveva esonerato dal suo
dovere. Inoltre era stato ferito in guerra e desiderava sapere come
sarebbe finita. Mise a tacere i suoi timori e prese a camminare nel
vasto edificio, in cerca di un segnale o di un rumore.
Dalla lavanderia, Dolan vide il Gatto allontanarsi nell’ombra.
Alle sue spalle qualcuno stava legando delle lenzuola per formare
una lunga corda, mentre Murtagh e altri scendevano correndo la
scala e risalivano in trenta secondi circa. La lotta non si era
conclusa.
Amareggiato, incupito, seduto su una pila di lenzuola, Walker
taceva sprezzante. Istintivamente, grazie a un’immaginazione
instancabile e precisa, era riuscito a trovarsi sul campo di battaglia
56
nel momento giusto, perché quell’ammasso di idioti la lasciasse
svanire. Non poteva correre, come aveva fatto Murtagh, non poteva
volare, come in quello stesso istante stava facendo Dolan, poteva
soltanto pensare. Avrebbe impiegato più di cinque minuti a
scendere la scala e risalire. Il suo viso si trasfigurava in una smorfia
di dolore interiore al vedere come gli dei si scagliavano nuovamente
contro di lui.
Il Gatto non cercò di saltare il muro. Un solo segnale, inviato
dalla caviglia ferita, il dolore che si insinuava nella visione, gli
dimostrò che sarebbe stato inutile. Per giunta, al di là di esso c’era il
mondo, c’era la sua casa, dove non voleva tornare. Preferiva tentare
la fortuna lì. Si stese dietro una pila di casse, appoggiando il viso
sul prato morbido e freddo, e attraverso le fessure vide i guerrieri
spargersi per il campo, dal fronte e dal retro, quindi vide Dolan
scendere fluttuando come un enorme ragno notturno nel suo
argenteo filo di lenzuola. Dalle vetrate della cappella si udiva un
mite fluire di strane parole, forse destinate a compatire e calmare:
-Turris eburnea,
Ora pro nobis!
57
ma il Gatto non si sentì compatito né tranquillizzato.
Il piccolo Dashwood aveva trovato la strada verso la porta
anteriore e uscì nell’ombroso parco di pini e araucarie. Tremava un
poco perché era completamente solo in un mondo esterno di cui
ignorava le regole. Mai aveva osato andare così lontano. Di colpo lo
assalì un’ acuta nostalgia di sua madre. Non si udiva altro rumore se
non il sordo sobbalzare di qualche camion o lo stridio acuto delle
gomme di un’auto, finché improvvisamente tutte le rane si misero a
cantare. Svoltò a sinistra, canticchiando anch’egli, sottovoce, per
farsi coraggio.
I cacciatori si erano dischiusi in un ampio semicerchio i cui
estremi si appoggiavano al muro di cinta. Dolan ordinò loro
qualcosa mentre esaminava il terreno. Vide alla sua sinistra un
grande serbatoio d’acqua su piloni di cemento, dal quale defluiva
sonoramente l’acqua in eccesso in una pozzanghera; al centro,
oscuri cespugli; a destra, una pila di casse. In qualche luogo di quel
semicerchio di ottanta iarde di diametro doveva nascondersi il
Gatto, ma non dovevano stringersi intorno a lui, bensì formare una
58
barriera nel terreno libero fino a trovare la maniera di farlo uscire
dal suo nascondiglio. Si sedette nel prato e accese una sigaretta
mentre pensava.
In cappella, padre Keven mostrava il tabernacolo a un
uditorio sonnacchioso. Era un uomo duro, con un’ ulcera che lo
rodeva specialmente durante le celebrazioni, il che era senza dubbio
dovuto al malsano odore dell’incenso. Il guardiano Dillon diede
un’occhiata all’orologio e si posizionò all’entrata.
La Morsa percorse a ritroso l’itinerario di caccia. Nel
pianerottolo della lavanderia sfiorò un’ombra rannicchiata
nell’oscurità, senza vederla. Era Walker, che aveva smesso di
spremersi le meningi e si sentiva nuovamente guidato da una
febbrile certezza che lo mise immediatamente in movimento,
trascinando giù per la scala la sua gamba inutile e pesante come una
colpa, reggendosi al mancorrente e lasciandosi cadere gradino per
gradino.
Quando la Morsa entrò nell’infermeria, i malati si alzarono
unanimi in un boato di indicazioni e di esclamazioni che
59
ovviamente lo mandarono nella direzione sbagliata, e quando lo
videro andarsene si radunarono di nuovo presso una finestra laterale
che permetteva loro di osservare qualcosa di quanto stava
accadendo di sotto. La Morsa scese dall’altro lato dell’edificio, uscì
nel campo, vagò, perso, verso il cortile deserto.
Il Gatto vide spegnersi le luci della cappella, dopo il luccichio
agonizzante dei ceri dell’altare, e sentì del movimento fluire verso il
piano di sopra, una tiepida corrente di vita che saliva verso il sonno
nei modi prestabiliti, lasciandolo solo con i suoi nemici,
quell’oscuro cerchio segnalato di tanto in tanto dalla brace di una
sigaretta. Un istantaneo raggio di luce attraversò le finestre
superiori della camerata. In quel momento Dolan diede un ordine e
una rada fila di esploratori iniziò a convergere sul nascondiglio del
Gatto mentre gli altri si mantenevano allo scoperto.
Il Gatto guardò verso est, vide una macchia di luce cinerea
fra i rami bassi degli alberi. Stava spuntando la luna. La sua mano
stringeva una pietra delle dimensioni di una mela mentre il terrore
tornava a scorrere nelle sue vene.
60
Nel parco, Dashwood, stanco, si era perduto. Il suo bel viso
era sfigurato a causa della zampata del Gatto, lo sentiva infiammato
e dolorante. Di tanto in tanto aveva creduto di udire gli echi della
caccia, un grido, un solo accordo di armonica, ma si era sbagliato. I
rintocchi della Messa erano ormai lontani, fra i suoi ricordi del
passato. Quel taglio nel fluire della realtà lo spaventò: bruscamente
ebbe voglia di correre verso il sentiero e non tornare più, mai più.
L’edificio del collegio si ergeva come un drago alto e cupo con la
sua splendente dentatura di luci nelle camerate. Avrebbe voluto che
sua madre lo facesse dormire. Immediatamente si sentì molto triste
e si sedette nel prato, mise la mano nei pantaloni e iniziò ad
accarezzarsi. Questo lo consolò, dandogli una specie di indefinita
felicità; fu come planare alto su paesi e campagne, leggero come un
chajá7 che bagna il suo piumaggio sotto la luce del sole e l’altezza
delle nuvole, un piacere sereno che non arrivava mai al culmine,
poiché era ancora molto piccolo per quelle cose, ma ormai non gli
importava che il drago avanzasse su di lui con i suoi denti gialli e lo
divorasse.
La parabola della pietra fu di una precisione millimetrica.
7 Volatile tipico del Sudamerica, specialmente dell’Argentina, dal piumaggio color grigio
piombo con una sorta di collare nero e macchie bianche sul dorso
61
Fischiò acuta nella notte, senza essere udita da nessuno tranne che
dal Gatto, finché sciabordò sordamente nella pozzanghera sotto la
cisterna. A quel punto, nessuno volle ascoltare gli ordini e le
imprecazioni di Dolan, il cerchio si unì in un’unico assalto, la rete si
dissolse in una sola onda di eccitazione e coraggio, e persino
l’armonica intonò le prime note della Carica della Brigata Leggera,
rallegrando anche il cuore del Gatto che già strisciava invisibile
verso la legnaia, spingeva la porta semiaperta, si confondeva con il
buio che odorava di umidità e di piquillín8, di sarcasmo e di rifugio.
Lì lo raggiunse il suo destino. La porta si aprì di colpo, o con
un grido, e lì si trovava Walker, stagliato contro la luna, trascinando
la sua inutile gamba e il suo alito bruciante, il viso saturnino che
brillava alla luce della verità e della rivelazione. Il Gatto ordinò a sé
stesso di saltare, ma invece gemette, intrappolato nell’aura
superstiziosa che emanava dal suo boia, secondo la legge che
imponeva che il più pesante e lento di tutti, che non poteva correre
né volare, lo reclamasse come preda.
Quando giunse sul posto Richard Enright, 23 anni,
6 Condalia Microphylla: arbusto sempreverde appartenente alla famiglia delle Moracee,
tipico dell’Argentina, molto ramificato, che può raggiungere i 3 metri di altezza e presenta un tronco dalla corteccia scura, da cui si ricava legno aromatico, e foglie piccole di forma ellittico-ovale.
62
soprannominato “la Morsa”, la battaglia era stata scatenata, vinta e
persa. Le ombre dei guerrieri filtravano ancora attraverso le entrate
dell’edificio addormentato e la luna brillava sulla figura quasi
insensibile del ragazzo che da quel momento avrebbero chiamato
“il Gatto”, steso sul prato, proferendo parole che Enright non tentò
di comprendere. Il custode lo guardò, terribilmente scosso com’era,
e comprese che era già uno di loro. L’inimicizia di sangue era già
stata lavata, ora rimanevano tutte le altre. In dieci giorni, in un
mese, si sarebbe trasformato in un gatto predatore in attesa di
allettanti passerotti. Li avrebbe aspettati in un corridoio oscuro,
dietro la porta di un bagno, nascosto in un cespuglio, e avrebbe
colpito. Se gli avessero dato scarpini da calcio avrebbe triturato
caviglie; se gli avessero dato una mazza da hurling avrebbe mirato
astutamente alle ginocchia. Con un po’di libertà, con un po’di
fortuna e di febbrile desiderio, con un bagliore della gloria delle
battaglie, l’aquila del comando sarebbe scesa su di lui a suo tempo.
Tuttavia, Enright sapeva che l’anima del Gatto era piagata e
marchiata per sempre. Cercò di immaginare cosa sarebbe stato
quando fosse cresciuto, cercò di ricavare qualche legge più
generale; ma non poté, non era così intelligente e d’altronde non
erano affari suoi.
63
-Andiamo, ragazzo- gli disse, prendendolo per mano,
aiutandolo a rialzarsi, mantenendosi fermo contro lo sguardo fisso e
sanguigno con cui un solo occhio del Gatto lo guardava –Andiamo.-
dandogli pacche sulla schiena così come avrebbero fatto gli altri, la
settimana successiva –Sembra che tu abbia smarrito la strada verso
la camera.
Il Gatto singhiozzò brevemente, poi ritrasse la mano.
-Posso camminare da solo- disse.
64
6. ANÁLISIS LINGÜÍSTICO Y DIFICULTADES EN
LA TRADUCCIÓN
Por lo que atañe a la trama y a los personajes, como ya hemos
dicho, se nota un elemento autobiográfico que no se concreta
exclusivamente en la experiencia del Gato-Walsh en el internado,
sino también en la representación de las jerarquías. En concreto, los
celadores, inflexibles e inalcanzables, reflejan los dictadores que
habían ascendido al poder, tanto en Argentina como en el resto del
mundo. Tal dureza se nota también en el lenguaje que emplean los
niños, constituido esencialmente por expresionen vulgares y
malsonantes (“Un corcho en el culo”, “Mi madre es una puta”) que
por una parte dejan entrever la necesidad de crecer y de sentirse
parte de un grupo, aceptados por los demás, y por otra muestran la
rebeldía del pueblo argentino ante una fuerza represiva que todos
aborrecen.
Sin embargo, la crudeza de esa realidad se ve contrastada,
naturalmente, por la presencia de juegos infantiles cuyos nombres
indican tanto el deseo de integrarse con los argentinos (por ejemplo,
el vocablo “hoyo-zapatero”), como la dificultad que sufren los
inmigrantes irlandeses a la hora de realizar dicha integración ( a
65
este respecto, cabe decir que el hurling es un juego irlandés cuyo
nombre no se ha traducido al español).
Por lo que concierne a la traducción, hay que destacar
algunas características que han dificultado la tarea. En primer lugar,
el texto se distingue por la largueza y complejidad de las
proposiciones, muy frecuente en los textos literarios, y por el
extenso uso de la subordinación, lo que supuso un notable esfuerzo
para entender y descifrar el mensaje contenido en ellas. Otra
característica es la presencia de imágenes hiperbólicas (“[...] capaz
de hacer temblar el cielo donde planeaban con sus grandes alas
membranosas las madres invulnerables y de precipitarlas en un
monstruoso cataclismo.[…]), comparaciones (“[...] la índole del
obstáculo que ahora los frenaba era, más o menos, del mismo
orden que impide o impedía en viejos tiempos levíticos que un
hombre toque a su mujer en ciertos días.[…]) y recursos estilísticos
como la prosa poética, que por una parte da al cuento el aspecto de
un cuadro, una especie de “texto visual” en el que, a través de la
lectura, se pueden apreciar las distintas escenas de la narración casi
en directo, como si de una película se tratase. Por otra, tal recurso
dificulta bastante el proceso de traducción, ya que plantea la
necesidad de encontrar estructuras que expresen la misma idea en la
66
lengua de llegada: la frase “ [...] el lago de la conformidad mostró
su cara inocente y pacífica […]” no se puede traducir literalmente
al italiano, sino hay que traducirla con “[…]le acque tornarono a
calmarsi[…]”.
A la hora de traducir, hay también que tener en cuenta las
diferencias culturales que dos lenguas conllevan. Efectivamente, en
este cuento se notan vocablos que pertenecen a la realidad y a la
naturaleza argentina (por ejemplo “chajá”, un ave típico de ese
país) o que, aunque no existen en el español estándar ni tampoco en
la variante argentina, posiblemente han sido acuñados a partir de las
características del objeto que indican (“hoyo-zapatero”, juego que
corresponde al juego de las canicas o bolitas), lo que muestra que
ese vocablo se emplea sobre todo en el ámbito coloquial o, en todo
caso, en el lenguaje popular.
Para concluir, cabe afirmar que el traductor se encuentra ante
un cuento cargado de dramaticidad y de melancolía, de crueldad y,
a la vez, de ternura y nostalgia: sentimientos que son difíciles de
expresar y aún más difíciles de traducir teniendo en cuenta dos
culturas, y por consiguiente dos formas de ver la realidad,
diferentes. Sin embargo, la belleza de las imágenes que se perciben
hace que la tarea sea infinitamente grata y agudice al máximo la
67
sensibilidad del traductor. Por tales razones nos fue imposible
limitarnos a una traducción meramente literal, sino que tuvimos que
penetrar en la atmosfera del cuento para vivir los sucesos y
transmitir el mismo mensaje con expresiones que, aunque a veces
se alejan un poco de las del texto original, dan la misma idea
manteniendo la fluidez y la expresividad en la lengua de llegada.
Por otro lado, hay que hacer hincapié en el aspecto técnico
del trabajo. A este respecto, cabe decir que antes de empezar a
traducir hemos considerado oportuno leer detenidamente el cuento,
ya que proporciona elementos fundamentales para entender el
contexto histórico, cultural y lingüístico. Por el mismo motivo, la
fase siguiente ha sido una cuidadosa documentación sobre el autor y
su obra, para contextualizarlo y ubicarlo adecuadamente.
Acto seguido, hemos empezado a traducir. Hemos procedido
por párrafos que constaban de tres o cuatro frases, dependiendo de
la largueza de las mismas. Hemos utilizado principalmente el
procesador de textos Microsoft Word, trabajando en una ventana
con dos frames9, en la que a la izquierda aparecía el texto original y
a la derecha, el texto traducido. A este respecto, cabe señalar que
hemos trabajado con dos versiones de Word: Word 2000 y Word
9 En Word 2003 (en italiano), se insertan pinchando en la pestaña “Formato”, luego en
“Frame” y “Nuova pagina con frame”
68
2003. Esta última versión nos dificultó un poco el trabajo por el
corrector ortográfico automático, que corregía algunas palabras
obligándonos a una atenta revisión y corrección de los
consiguientes errores. Naturalmente, tuvimos que visitar algunos
sitios web para intentar descubrir el significado de algunos
argentinismos; entre ellos, cabe señalar el Diccionario de Lunfardo
del Portal del Tango10 y el Diccionario Básico de Lunfardo11, que
nos ayudaron a solucionar una duda relacionada con los nombres de
juegos infantiles.
Por lo que se refiere a los diccionarios, hemos utilizado el
«Grande Dizionario di Spagnolo» de Laura Tam, el diccionario y
corpus de Logos12 y, para traducir el vocablo «hoyo-zapatero»,
hemos acudido al foro de Word Reference13 para pedir la opinión de
otros traductores.
Por último, hemos revisado la traducción y corregido los
inevitables errores. Éstos derivaron, además del susodicho corrector
ortográfico, de la dificultad proporcionada por la presencia de
términos dificilmente traducibles o bien, como ya hemos dicho,
relacionados con la cultura argentina.
10 http://www.elportaldeltango.com/dicciona.htm 11 http://www.muevamueva.com/comunica/lunfardo/index.htm 12 http://www.logos.it 13 http://www.wordreference.com/
69
APÉNDICE
IRLANDESES DETRÁS DE UN GATO
El chico que más tarde llamaron Gato apareció sin anuncio ni
presentaciones contra la pared norte del patio, durante el último
recreo anterior a la cena. Nadie sabía desde cuándo estaba
acurrucado junto a la ventana de la galería que comunicaba los
claustros. En realidad, allí no tenía nada que hacer, porque era a
fines de abril y las clases habían estado funcionando un mes entero,
devorando la última luz del fastidioso otoño interrumpido por
largos y aburridos períodos de lluvia. Estaba oscureciendo y el patio
era muy grande, consumía el corazón mismo del enorme edificio
erigido en los años diez por piadosas damas irlandesas. La
penumbra, pues, y el vasto espacio que ni siquiera ciento treinta
pupilos entregados a sus juegos podían empequeñecer, explican que
nadie lo viera antes. Eso, y la propia naturaleza oculta del recién
venido, que lo impulsaba a permanecer distante y camuflado, con su
cara gris y su guardapolvo gris contra el borrón de la pared más
alejada del comedor hacia el que, insensiblemente, habían ido
70
deslizándose durante los últimos veinte minutos las bolitas, la
arrimadita y la payana.
El chico parecía enfermo, su rostro era como un limón
inmaduro espolvoreado de ceniza. Aún no había cumplido doce
años, era muy flaco y los primeros que se le acercaron vieron que
los ojos le brillaban febrilmente. Tenía una manera de moverse
extraña e inhumana, hecha de bruscos arranques y fogonazos de
pasión, o lo que fuera, mezclados con el más sutil escurrimiento,
alejamiento, de un cuerpo sinuoso y evasivo. Era alto, y sin
embargo podía parecer mucho más pequeño gracias a un solo
movimiento, en apariencia, de la cintura y de los hombros, como si
no tuviera huesos a pesar de su flacura. Todo esto resultaba
inquietante y ofensivo.
Este chico al que más tarde llamaron el Gato y que en pocas
horas más iba a revelar una porción tan inesperada de su naturaleza
gatuna, había viajado la mayor parte del día, y toda la noche
anterior, y el día anterior, porque vivía lejos, con una madre que iba
envejeciendo, con la que estaban rotos los puentes del cariño y que
al traerlo lo paría por segunda vez, cortaba un ombligo incruento y
seco como una rama, y se lo sacaba de encima para siempre. Es
71
cierto que en el último minuto, cuando lo dejó en la rectoría con el
padre Fagan, consiguió derramar unas lágrimas y besarlo
tiernamente, pero el chico no se engañó con eso, porque él mismo
lloró un poco y la besó, y sabía perfectamente que tales gestos no
importan mucho fuera del momento o el lugar que los provocan o
estimulan.
Lo que predominaba en la mente del chico era una
perseguidora memoria de caminos embarrados bajo una amarilla luz
de miel, de pequeñas casas que se desvanecían y de hileras de
árboles que parecían las paredes de ciudades bombardeadas; porque
todo eso había pasado continuamente ante sus ojos durante el largo
viaje en tren y se había sumergido de tal modo en su espíritu que
aún de noche, mientras dormía a los sacudones sobre el banco de
madera del vagón de segunda, había soñado con esa combinación
simplísima de elementos, ese paupérrimo y monótono paisaje en
que sintió disolverse a un mismo tiempo todas sus ideas y sueños de
distancia, de cosas raras y desconocidas y gente fascinante. Su
desilusión en esto tenía ahora el tamaño de la infatigable llanura, y
eso era más de lo que se atrevía a abrazar con el solo pensamiento.
72
Exigencias más urgentes vinieron luego a rescatarlo. El padre
Fagan lo transfirió al padre Gormally, y el padre Gormally lo llevó
al borde del patio enmurado, inmerso, hondo como un pozo,
rodeado en sus cuatro costados por las inmensas paredes que allá
arriba cortaban una chapa metálica de cielo oscureciente —esas
paredes terribles, trepadoras y vertiginosas— y le mostró los ciento
treinta irlandeses que jugaban, y cuando volvió a mirar las paredes
verticales, él que nunca había visto otra cosa que la llanura con sus
acurrucadas rancherías, una sensación de total angustia, terror y
soledad lo poseyó. Fue sólo una erupción de puro sentimiento, que
le puso de punta cada pelo de la piel; algo parecido a lo que siente
la piel de un caballo cuando huele un tigre en el horizonte. Tal vez
comprendió que estaba a punto de conocer a la gente de su raza, a la
que su padre no pertenecía, y de la que su madre no era más que
una hebra descartada. Les temía intensamente, como se temía a sí
mismo, a esas partes ocultas de su ser que hasta entonces sólo se
manifestaban en formas fugitivas, como sus sueños o sus insólitos
ataques de cólera, o el peculiar fraseo con que a veces decía cosas al
parecer comunes, pero que tanto perturbaban a su madre.
A primera vista, sin embargo, parecían completamente
73
inofensivos esos chicos campesinos, pecosos, pelirrojos, de uñas y
dientes sucios, bolsillos abultados de bolitas, medias marrones
colgando flojamente bajo las rodillas, con sus amarillos botines
Patria de punteras gastadas por la costumbre de patear piedras, latas
y pelotas de fútbol, plantas, raíces de árboles y hasta sus propias
sombras; piernas fuertes y macizas bien calzadas en esos pesados
botines trituradores, cazadores, que uno (él) veía instintivamente
apuntados a sus tobillos, o a la parte blanda de la rodilla, donde el
agua se junta y se hincha durante semanas.
Lo cierto es que ahí estaba ahora, el Gato acorralado, contra
una ventana, y por supuesto lo primero que dijo Mulligan, que
parecían mandar el grupo, cuando lo vio allí acurrucado, como listo
para saltar, y no queriendo saltar sin embargo, no queriendo pelear,
ni siquiera hablar, lo primero que se dijo, tal vez en su idioma, tal
vez en el idioma de su madre que él oscuramente comprendía, dijo
Mulligan:
—Hé, parece un gato,
y cuando hubo obtenido la razonable cuota de
74
reconocimiento y de risa, y el sobrenombre quedó pegado para
siempre al chico que desde entonces llamaron el Gato, inciso en su
corazón o en lo que fuera más receptivo al castigo y a la burla, en
cualquier cosa que se abriera como un tajo para recibir el cuchillo
(porque la herida está allí antes que el cuchillo esté allí, la parte
blanda antes que la parte dura, la carne antes que la hoja), cuando
estuvo así marcado y al fin sabiendo lo que era, alguien, que podía
ser Carmody, Delaney o Murtagh, dijo:
—Cómo te llamas, pibe, planteando el terreno, firme para
ellos y para él desconocido, porque pudo sospechar que una
pregunta tan sencilla tenía un sentido oculto, y por lo tanto no era
en absoluto una pregunta sencilla, sino una pregunta muy vital que
lo cuestionaba entero y que debía meditar antes de responder, antes
de seguir, como siguió, un curso oblicuo y propiciatorio, antes de
decir
—O'Hara —como dijo.
Pero el nombre ofrecido no quiso hundirse, simplemente
flotó como una manzana descartada o una papa podrida flotan en el
75
río. Se lo tiraron de vuelta, chorreando desprecio y exasperación:
—Ese no. Tu verdadero nombre, como si fuera transparente
para ellos. Entonces dijo:
—Bugnicourt,
que era, ése sí, el nombre de su padre, al que nunca amó ni
siquiera conoció bien, un hombre perdido para siempre en las
arenas movedizas del agrio recuerdo y la invectiva, su memoria
pisoteada por los hombres que siguieron, un fantasma apenado que
tal vez espiaba a través de los agujeros de la ácida memoria a la
mujer que fue su esposa y después, sin explicación, se volvió la
puta del pueblo, pero una puta piadosa, una verdadera puta católica
que llevaba al cuello una cadena de oro con una medalla de la
Virgen María.
—¿Qué clase de nombre es ése? ¿Sos polaco? —y en
seguida, con sombría sospecha—: ¿Judío?
—No —gritó—. No soy judío —profundamente lastimado,
76
sintiendo por primera vez ese impulso de arañar a ciegas cuyo
síntoma fue que flexionó suavemente los dedos, como si los
guardara y replegara hasta sentir el filo de las uñas en las palmas.
—¿O'Hara es tu madre? —preguntaron.
—Sí.
—¿De dónde es?
—De Cork. Cork en Irlanda.
—Corcho —tradujo Mullahy, que sabía geografía—. Un
corcho en el culo —mientras el Gato se movía inquieto en la
penumbra, y luego, con repentina decisión, se anotaba el primer
punto, su primera movida exitosa frente a la batalla inminente y la
pregunta inevitable.
—Mi madre es una puta —dijo sin afectación y así los
demoró un instante, horrorizados, incrédulos o secretamente
envidiosos de la audacia que permitía decir una cosa como ésa,
77
capaz de hacer temblar el cielo donde planeaban con sus grandes
alas membranosas las madres invulnerables y de precipitarlas en un
monstruoso cataclismo.
—Oyeron eso —murmuró Kiernan, indagando en la general
consternación, en el silencio, en la distancia abierta que ahora sólo
podía franquear un jefe.
—Bueno, Gato —dijo Mulligan—. Bueno, Gato —dijo—.
Eso me gusta. Sos el polaco, el franchute o el judío más cojonudo
que conozco. Lo único que tenés que hacer ahora es pelear con uno
de nosotros, después te dejaremos estar y hasta nos olvidaremos de
tu vieja, aunque sea una yegua que coge.
—No quiero pelear —repuso el Gato—. Estoy cansado.
—No tenes que pelear conmigo, Gato, yo podría hacerte tiras
con una mano atada. Vas a pelear con Rositer, que no tiene más que
un buen juego de piernas, pero no pega con la zurda, y al fin y al
cabo es un pajero.
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—Déjenme solo —dijo el Gato—. No quiero pelear con
nadie.
—Pero si te pegamos, Gato —dijo Mulligan—. Si yo te pego.
No vas a hacer un papelón, y además tenemos que saber en qué
lugar del ranking te ponemos, o vos te crees que esto es un
quilombo.
—No sé —dijo el Gato, y de pronto le vieron en la cara una
sonrisa extraña, soñadora y cenicienta—. ¿No podríamos dejarlo
para mañana? —tomándolos nuevamente de sorpresa.
Parecieron deliberar, sin decir nada, las preguntas y las
respuestas iban y venían en el parpadear de un ojo, el tic de una
mejilla, una larga y acalorada discusión sin palabras, hasta que
nació un consenso, no el resultado de una votación democrática,
sino del peso y la autoridad que fluían por sus canales naturales,
hasta que los últimos remolinos de disentimiento se desvanecieron
y el lago de la conformidad mostró su cara inocente y pacífica.
—Está bien —dijo Carmody, porque esta vez fue él quien,
frente a la pesada inmediatez de Mulligan, inclinó la balanza—.
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Está bien —desconcertado, sin saber por qué condescendía, si no
era por el aguijón de lo nuevo e inesperado y en consecuencia
teñido, aún en perspectiva, con algo de lo diabólico. Ahora, de
todos modos, era el custodio de la voluntad general y se proponía
hacerla cumplir.
Pero otros, por disciplinados que estuvieran en la aceptación
de esa voluntad general se alarmaron. Sólo alguien que fuese
absolutamente extraño a ellos, más, alguien que en verdad
participara de la condición de un Gato, podía postergar una de
piñas. Por lo tanto, pensaron, esto ya no era un juego, si es que
alguna vez lo había sido.
Y así ocurrió que Carmody, después de imponer su punto de
vista, quedó malparado, resbalando sobre un ilusorio punto de
equilibrio, sintiéndose abandonado e incapaz de evitar nada de lo
que pudiera seguir. Porque tal es la naturaleza de las inciertas
victorias que se ganan sobre oscuros pálpitos del corazón.
Mulligan sintió volver la marea, esa honda corriente que hace
el prestigio.
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—Eh, Gato —dijo—. Eh, ¿cómo es que llegas tan tarde al
colegio?
El Gato lo miró de frente y algo parecido a una partícula de
ceniza, un diminuto destello, pareció moverse en cada uno de sus
ojos.
—Estaba enfermo —respondió,
y ahora retrocedieron, como si temieran tocarlo. El Gato lo
sintió, una fugitiva sonrisa volvió a jugar en su cara flaca y
hambrienta; con asombrosa previsión se lanzó sobre ese fragmento
de la suerte, lo arrebató, lo manejó como una pelota atada a una
gomita.
—Tiña —dijo, y sacudió la cabeza, y les mostró—. El que
me toca se jode —tocándose, en honda burla y parodia de sí mismo.
De nuevo retrocedieron, sin dejar de mirar, y a la luz del
crepúsculo creyeron ver en la cabeza del Gato manchas amarillas y
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grises, y más tarde Collins aseguró que eran como algodón sucio o
flores de cardo. Todo el mundo comprendió entonces que la cosa
sería más difícil de lo que pensaban, porque el corazón humano se
resiste a golpear llagas infestadas o males escondidos, y la índole
del obstáculo que ahora los frenaba era, más o menos, del mismo
orden que impide o impedía en viejos tiempos levíticos que un
hombre toque a su mujer en ciertos días.
Con la cabeza agachada el Gato subrayaba su ventaja y se
reía por dentro, observándolos desapasionadamente desde sus ojos
curvados hacia arriba, eligiendo a éste o aquél para los futuros días
de la retribución y del placer gatunos, porque no menospreciaba la
caza ni ignoraba las mudanzas del tiempo.
Los puños se abrieron, ola tras ola de placer desaparecido, de
legítima excitación robada escalaron como nubecitas de humo las
vertiginosas paredes. En mitad de ese asombro sonó la campana
llamando a cenar. Formaron sin ganas contra la pared del comedor,
bajo los ojos saltones e inyectados del celador de turno que —
certeros para atrapar el motivo central de cualquier desgracia—
llamaban la Morsa, por esos dos incisivos que, como largas tizas,
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quedaban siempre a la vista, aun cuando cerrara la boca. Sin que
nadie se lo indicara, el Gato encontró su lugar en la fila, y ese lugar
que encontró sin previo ensayo le cuadraba perfectamente de modo
que ahora quedaba inadvertido entre Allen y O'Higgins, aunque la
fila entera sentía su presencia impune como un ultraje.
Después del rezo, el Gato comió despacio. Bajo la lámpara de
pantalla verde, entre los azulejos y sobre las mesas de mármol, en
esa enfermiza y espectral blancura que daba al comedor el aire de
una sala de hospital, su aspecto no mejoró. Parecía más enfermo,
ladino y gris, incómodo para mirar, irradiando esa escandalosa
certeza de que uno no podía ser él, bajo ninguna circunstancia y
mediante ningún esfuerzo de la imaginación, mientras que podía ser
Dashwood, o Murtagh, o Kelly, casi sin desearlo, como en efecto
ocurría a veces. Su ajenidad era abominable, y los seis chicos
sentados con él en la última mesa, que eligió con la misma
precisión con que había tomado su lugar en la fila, apenas se
decidían a comer. El guardapolvo nuevo del Gato brillaba con un
lustre metálico y verdoso, usaba corbata negra y el cuello de su
camisa estaba arrugado. Pero lo que más impresionó a los que
realmente se atrevieron a inspeccionarlo fue el largo, largo cuello, y
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la forma en que se arrugaba cuando ladeaba de golpe la cabeza, y el
espectro, el fantasma, la adivinada y odiosa sombra de un bigote
gris. Era feo el Gato.
Luego los platos y las fuentes quedaron vacíos, y todos los
ojos vacíos miraron al frente, y a una sola señal de la Morsa, la
conversación murió. Exteriormente, nada había ocurrido. Sin
embargo, en el alma misma del rebaño acababa de producirse un
cambio. Silenciosamente, entre el primero y el séptimo y el último
bocado de la sémola friolenta, blancuzca, apelmazada que noche a
noche mantenía al pueblo con vida, sus líderes fueron derrocados,
mediante un proceso desconocido inclusive para ellos. Mulligan y
Carmody lo supieron, aunque nadie dijo una palabra. Habían
fallado ante su gente, y otros desconocidos aún, ocupaban sus
lugares. Así debía ser. El pueblo no quedaba ligado por la palabra
dada en un momento de debilidad por un sentimental fracasado
como Carmody.
¿Lo adivinó el Gato? Apenas tragó la última cucharada, sus
pies comenzaron a moverse sin ruido, pedaleando sobre el piso en
un estacionario corre-corre-corre, como un ciclista que se entrena o
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un boxeador haciendo sombra contra el cercano futuro que se
agranda, zambulléndose en la corriente de los hechos, siendo
arrastrado cada vez más lejos por su propia ansiedad, corriendo en
una amortiguada pesadilla.
La Morsa lo sintió también mientras rondaba el callado
comedor, poniéndose cada vez más colorado, sintiendo la necesidad
de decir algo, oliendo oscuramente el aire asesino, enfureciéndose,
hasta que al fin se paró frente a todos y barbotó:
—¡Pórtense bien, ustedes! ¡O les rompo el alma a patadas!
Y de este modo se expuso a un silencio ridículo.
Salieron al patio y la noche y volvieron a ponerse en fila.
Había en el aire un mensaje de los campos tras las altas paredes, un
aroma dulzón que el Gato sintió, y entonces miró al cielo que en ese
preciso momento, siete de la noche, fines de abril de 1939,
ostentaba una Cruz majestuosa y una proliferante Argonave.
Pero el suelo era de piedra, grandes lajas de pizarras grises o
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celestes, pulidas por el tropel de las generaciones hasta un hermoso
acabado de finas vetas, extendiéndose lejos hacia las gráciles
arcadas de los claustros que brillaban casi blancos contra el mar de
sombra que empezaba detrás. En algún momento del día había
llovido, quedaban charquitos de agua en las hondonadas de la
piedra, y el Gato los cotejó contra las suelas de sus botines nuevos,
mientras algo todavía refrenaba a la Morsa, que no daba la orden de
romper filas, y por un momento pareció que volvería a hablar, pero
al fin se encogió de hombros, dio la orden y el Gato saltó.
Saltó, otros dicen que voló por encima de sus cabezas,
elevándose tal vez dos yardas, y la fuerza de su quemante impulso
lo llevó hacia adelante como en un sueño, planeando, cinco, diez
yardas, navegando sobre su flotante guardapolvos hasta que al fin
tocó la piedra y las punteras de fierro de sus botines arrancaron de
la dormida piedra un chaparrón de chispas, un doble chorro de
fuego, signo por el cual fue reconocido más de una vez en esa larga
noche, cuando ya parecía haber desaparecido para siempre. ¡Fogoso
Gato! ¡Tu terrible desafío aún vibra en mi memoria, porque yo era
uno de ellos!
¡Pero qué fue más admirable, ese espantoso salto, o la serena
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determinación con que Irlanda mandó al frente a sus guerreros!
Fácilmente se desplegaron, casi a paso de marcha, Dolan en una
punta, Geraghty en el centro, el pequeño pero ingenioso Murtagh a
retaguardia, y este único y sencillo movimiento bloqueó todas las
posibles retiradas y siguió invisible hacia adelante, entre la
renovada prestidigitación del dinenti y el candor del hoyo-zapatero
y las conversaciones que disimulaban todo, de suerte que ni siquiera
los ojos adiestrados de la Morsa (siempre al acecho de algo que
mereciera castigo excepcional) vieron otra cosa que ese
enloquecido chico nuevo, el Gato, que como un rayo pasaba en
diagonal hacia el claustro de la derecha.
En algún lugar del patio se oyó el sonido de la armónica, que
Ryan tocaba en un agudo bailarín y gozoso, como un pífano
guerrero, alentando la fiebre del combate. A la izquierda Murtagh
corrió un poco, apenas lo bastante para taponar la galería entre los
claustros, y llegó a tiempo para ver la sombra del Gato, a sesenta
yardas de distancia en el extremo opuesto.
El Gato probó allí la primera cucharada de un amargo dilema.
A su derecha estaba la puerta abierta de la capilla, exhalando un
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enfermizo olor a cedro, cirios y flores marchitas. Se asomó y vio a
un cura muy viejo arrodillado ante el altar, murmurando una
oración o, tal vez, durmiendo en voz alta, con los ojos cerrados. A
su izquierda el largo corredor, con una puerta de vidrio que daba a
la rectoría y la agazapada sombra de Murtagh en contraluz. Y al
frente, una escalera que se internaba en la oscuridad. Subió
ciegamente.
Murtagh abrió una ventana de la galería y con el pulgar hacia
arriba hizo una seña a Geraghty, que aguardaba sin prisa en el
centro del patio. Geraghty, a través de anónimos mensajeros,
comunicó la novedad a Dolan, que se había quedado muy atrás, a la
derecha del largo semicírculo de cazadores, y sobre quien había
descendido silenciosamente el águila del mando. Dolan reflexionó y
dio sus órdenes. Mandó a Winscabbage, que era estúpido pero de
anchas espaldas, a retener la encrucijada que tanto había
desconcertado al Gato e impedir a toda costa su regreso. Después
transmitió a Murtagh la señal de tomar sus propias disposiciones, y
Murtagh llamó al pequeño Dashwood y le ordenó que se quedara
allí y gritara si venía el Gato, porque el pequeño Dashwood no
podía pelear a nadie, pero era capaz de exorcizarse los propios
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demonios del aullido. Hecho esto, la línea entera se replegó,
mientras los jefes se reunían para deliberar y escuchar el consejo de
Pata Santa.
Pata Santa Walker tenia una pierna más corta que la otra,
terminada en un botín monstruosamente alto, rígido, inanimado
como un tronco muerto que arrastraba al caminar, y una noble cara
afilada y olivácea de ojos visionarios. No era un líder y nunca
podría serlo, aunque aseguraba descender de reyes y no de pobres
chacareros de Suipacha, pero la intensidad y concentración de sus
ideas lo sustraían al círculo de la piedad en que otros simples
desgraciados —un epiléptico y un albino, dos rengos más y un
tartamudo— chapoteaban.
A Pata Santa le sobraba tiempo para pensar mientras los
demás jugaban al fútbol o al hurling, y los líderes tenían que
escucharlo.
—Subirá al dormitorio —vaticinó como si realmente
estuviera viendo al Gato—, y después irá hacia atrás.
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—¿Y después?
—Puede aparecer a nuestra espalda. Si lo dejamos bajar, lo
perdemos. Se convierte en uno de nosotros.
—Hay que mantenerlo arriba —concordó Murtagh.
Dolan mandó a Scally y Lynch a cubrir las otras dos salidas
del patio.
El Gato estaba ahora en una trampa. Cuatro lados, cuatro
ángulos, cuatro escaleras, cuatro salidas, todas custodiadas.
Moviéndose cautelosamente en la oscuridad, encontró un descanso
y una puertita de madera que daba al coro. Se asomó y vio una vez
más el altar, el cura inmóvil, el Cristo sangrante y repulsivo y el par
de arcángeles de plumas azules sosteniendo candelabros eléctricos.
En el coro había un órgano empinando la silueta en la penumbra y
rosetas de vidrio que daban a alguna parte de la noche y del cielo.
Pero algo ajeno a él mantenía al Gato en movimiento; retrocedió,
siguió subiendo y volvió a encontrarse en los ángulos rectos de la
decisión. A su izquierda había una larga serie de puertas que se
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abrían sobre un pasillo; a su derecha, un dormitorio con dos hileras
de camas blancas. Se acurrucó, reflexionó, después, caminó
sigilosamente por el desierto dormitorio, la interminable perspectiva
de camas. No había luz, salvo dos bombitas de veinticinco vatios,
separadas por cincuenta pasos, como dos grandes gotas traslúcidas
de sangre. El Gato se asomó a una ventana, vio un parque con luz
de estrellas, oscuros pinos y araucarias, el portón de entrada por
donde había venido con su madre y, más lejos, el blanco camino
pavimentado y la señal del ferrocarril que cambiaba de rojo a verde.
Así que ése es el sur, pensó, pero no exactamente el sur. Bajó la
vista al camino de guijarros; la distancia era siete u ocho veces la
altura de su cuerpo, y de todas maneras él no quería volver al sur.
Ahora trató de recordar el aspecto que tenía el edificio cuando lo
vio por primera vez esa tarde, pero no pudo, y maldijo la estéril
emoción que bloqueaba ese recuerdo. Su madre iba de regreso al
pueblo en un tren lejano.
En el patio la Morsa se paseaba frenéticamente, persiguiendo
la persecución, exigiendo una parte en la invisible ceremonia, pero
cada movimiento sospechoso resultaba pertenecer a un juego
inofensivo que, cuando se paraba a preguntar, se le aferraba en
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forma de otras preguntas inocentes, dirigidas en debida y respetuosa
forma a un superior y adulto, robándole tiempo y atención,
embotando su iniciativa y de ese modo impidiéndole ubicar la zona
donde verdaderamente transcurría el mal. En eso también la
comunidad era astuta, su población civil distraía al enemigo o al
intruso. Y así la Morsa no descubrió nada y supo que no iba a
descubrir nada a menos que mentalmente pudiera identificar al jefe,
pero apenas pensó en Carmody lo vio a cuatro pasos de distancia,
cambiando el Pez Torpedo por Bernabé Ferreyra, y en seguida vio a
Mulligan junto a la pared midiendo con la palma chata sobre el
suelo las chapitas de la arrimada. Así que maldijo en voz baja,
sabiendo que debía esperar casi una hora antes de tocar la campana
para el rosario, y volvió a maldecir contra la luz fangosa del patio e
incluso contra esas viejas piadosas y amarretas de la caritativa
Sociedad de San José. Fue entonces cuando en el centro del patio
estalló una falsa gresca, y al amparo de esa conmoción Dolan y sus
secuaces de derramaron por la escalera posterior de la derecha,
mientras Murtagh y los suyos iban por la izquierda seguidos por la
armónica que alternaba el fino sentimiento de Mother Machree con
el denuedo de Wear on the Green.
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Arriba el Gato siguió avanzando hasta encontrarse
nuevamente en un ángulo recto, en un rellano, mirando hacia abajo,
a la sombra, y queriendo tomar una decisión. Bruscamente resolvió
probar las defensas allí y bajó como una catarata.
Desde el centro del patio, donde la ilusoria pelea se
desvanecía rápidamente en presencia de la Morsa, la escena se vio
así: primero hubo un grito penetrante, luego un breve choque, y en
seguida el pequeño Dashwood salió despedido, pateando y
gimiendo como un cachorro loco. En el acto se formó a su
alrededor un círculo, y entonces todos observaron la marca del
Gato: una serie de profundos rasguños, paralelos y sangrientos, en
su mejilla derecha. McClusky y Daly ocuparon silenciosamente su
lugar, mientras otros lo llevaban al surtidor para lavarle la cara y
oírle decir:
—¡Le pegué! ¡Le pegué! ¿No me quieren creer?
Se corrió la voz: el Gato había golpeado. Ahora las caras
estaban sombrías, pero nadie perdió su valor.
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Tras enfrentar y aporrear a Dashwood, el Gato desanduvo su
camino. La pelea estaba ahora dentro de él, se derramaba por su
sangre en una incesante, incontenible filtración. Sentía su propio
olor, acre, humeante, inhumano, como el que deja un rayo al
golpear la tierra, y un deseo casi intolerable de matar y huir, de
hacer frente y volver a golpear y huir nuevamente, que le inundaba
el cerebro y lo dejaba a merced de oscuras corrientes que fluían
insensatas por su cuerpo. Se sentía transportado y repelido, se
agazapaba y se zambullía y se ocultaba y volvía a cargar sin un
momento de reflexión, nadando en esa poderosa corriente de miedo
y de odio mientras dejaba atrás otro pasillo y otra hilera de puertas
que probó y encontró cerradas con llave menos una, fileteada de
luz, que filtraba una música lánguida y envolvente, y que no quiso
probar. Escuchó allá delante un tropel de pasos, se apelotonó y rodó
al interior de un baño, el hedor de una letrina, y oyó pasar voces
amortiguadas y llenas de excitación, "Por aquí, tiene que haber
venido por aquí". El Gato adivinó que enseguida volverían, las
aletas de la nariz empezaron a temblarle, llegó a pensar Aquí no, y
salió antes que la red terminara de cerrarse.
Lo vieron, giraron sin prisa, como si estuvieran seguros de
que ahora no podría escapar. Ese pausado movimiento asustó más
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al Gato que una arremetida, y aun antes de volver a saltar
comprendió por qué: habían dejado un retén en el descanso. Eran
dos y lo esperaban, sólidos, inconmovibles, sin miedo, con las
piernas bien separadas, los puños enarbolados. "Venga, gatito" dijo
uno. "Vamos, minino, ahora tiene que pelear." Vio la brecha entre
ambos y se zambulló, y ese movimiento tan simple volvió a
tomarlos desprevenidos porque eran peleadores a golpe de puño que
no concebían otro tipo de lucha.
El Gato cayó sobre el codo derecho y el hueso propagó por
todo su cuerpo un instantáneo ramaje de dolor. Sus perseguidores se
habían precipitado sobre sus piernas y no sólo lo golpeaban a él
sino que se daban entre ellos. Ahora el Gato estaba parado,
arrastrando a uno que se aferraba a su guardapolvo, y los demás
venían a toda carrera. El Gato hizo un solo movimiento con la
cabeza, una breve media vuelta, y el hueso de la frente chocó en
carne blanda, que podía ser una mejilla o un ojo. El otro chico no
gritó ni soltó el guardapolvo hasta que se desgarró, y ese gran
pedazo de tela gris fue llamado la Cola del Gato y llevado en
triunfo desde entonces como un trofeo, un estandarte, un anuncio de
la próxima victoria.
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Pero el Gato estaba libre y corría hacia una puerta, y detrás de
la puerta otra larga sala penumbrosa con dos hileras de camas, y
mientras corría, de una cama tras otra se alzaban espectrales
sombras que se sentaban y lo miraban con ojos huecos como los
muertos saliendo de sus tumbas, y fue entonces cuando sus ferrados
botines volvieron a arrancar de los mosaicos de la enfermería un
doble surtidor de chispas y por primera vez imaginó que eso no
estaba ocurriendo, pero no se paró, una nueva inyección de pánico
se resolvió en otro gigantesco salto y de ese modo había llegado a la
cuarta esquina en lo alto del mundo.
En el patio la Morsa se había apoderado de Dashwood y lo
sacudía sin conseguir que hablara o por lo menos que dejara de
balbucir una absurda invención de haberse golpeado contra una
pared. Lo dejó parado en el centro del patio y por un momento
pensó en llamar en su ayuda a Dillon que estaría en su pieza
leyendo novelas policiales o escuchando valses en su viejo
fonógrafo, pero no lo llamó. Puedo arreglarme, pensó. Y luego: Yo
les voy a enseñar, poniéndose al acecho en uno de los claustros
hasta que vio una sombra que cruzaba silenciosamente la arcada,
diez pasos más lejos. Corrió tras ella, atrapó a Murphy por el cuello
96
y lo abofeteó en la oscuridad. Murphy chilló y la Morsa volvió a
abofetearlo.
—¿Así que se divierten, eh? ¿Dónde están todos?
—¿Quiénes? —gimió Murphy—. ¿Quiénes?
—No te hagas el imbécil. Los que persiguen al nuevo.
—No sé nada —dijo Murphy—. Tengo que vestirme para la
bendición.
—Ah, sí —dijo la Morsa dándole un coscorrón en la cabeza.
—¡El padre Keven me espera! —chilló Murphy.
—Ah, sí —dijo la Morsa, y entonces otra voz a su lado
dijo—: Ah, sí —y vio la mandíbula de fierro y los ojos helados del
padre Keven que con la estola en la mano lo miraba desde la puerta
de la sacristía—. Véame mañana, en la rectoría —mientras
acariciaba suavemente a su lastimado monaguillo.
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Dolan y su estado mayor aguardaban en el cuarto descanso.
Oyeron el tumulto en la enfermería y de golpe el Gato apareció
cruzando la puerta, se paró y se quedó mirándolos.
—Hola —dijo Dolan, que no era alto, pero sí era fuerte y
tenía ojos pardos en una cara cuadrada y maciza como la de un
bulldog, con un mechón de pelo amarillo, caído sobre la frente, que
se sacudía cada vez que hablaba—. Hola —dijo.
—Me doy por vencido —jadeó el Gato.
Al oírlo todos se echaron a reír.
—Peleo con el que quieran —dijo.
—No habrá pelea —dijo Dolan—. Te dimos una chance y no
quisiste. ¿Sabes lo que habrá? Te desnudaremos hasta el hueso.
—Uno de ustedes tiene que pegar primero —propuso el
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Gato—. Déjenme pelear con ése.
—¿Para qué?
—Para que vean que no le tengo miedo a ninguno.
Volvieron a reírse y sin embargo un cuña había penetrado en
ese sólido frente, el desafío colgaba como un trapo rojo y el grupo
empezó a disolverse en individuos y a deliberar en silencio como
antes, mientras el Gato se movía sin moverse, se deslizaba casi
imperceptible y resbaloso y gris hacia una puerta oscura, lenta pero
rápidamente mejorando su posición, sintiendo contra la espalda la
dura pared que le daba una nueva seguridad, la promesa de un
redoblado brinco, pero sin quitar los ojos de Dolan, que ahora
vaciló un instante, y eso bastó para que alguien saltara al frente
diciendo:
—Déjenme, y antes que Dolan pudiera oponerse hubo una
gran ovación que sólo fue quebrada por el Gato mismo, alzando una
mano y ordenando casi a los demás que retrocedieran, cosa que
99
hicieron casi con pesar sintiendo una absurda salpicadura de
autoridad que de pronto emanaba del Gato quien al fin se había
colocado en guardia, lúgubre y sereno y plantado con justeza, y
entonces todos vieron el buen estilo y el perfil medido, el puño
izquierdo alargado casi con despreocupación, el dorso del derecho
levemente apoyado en la base de la nariz bajo los ojos
deslumbradoramente vivos, el Gato que empezaba a girar en círculo
alrededor y alrededor de Sullivan, hasta que su espalda estuvo
contra el oscuro hueco de la puerta, y entonces simplemente caminó
hacia atrás y se fue, jugándoles la última pero más fantástica broma
de esa noche.
Aquel refugio final era el lavadero, una gran habitación
cuadrada y sofocante con una sola puerta y una ventana en la que se
recortaban sombrías arboledas. En el centro se erguía una enorme
máquina de lavar cuyos cilindros de cobre brillaban suavemente en
la luz almacenada y reflejada por montañas de sábanas que se
alzaban desde el piso hasta el techo exhalando un ácido olor a
sueño, transpiración y solitarias prácticas nocturnas. El Gato
tropezó, cayó, se hizo una pelota y salió convertido en fantasma
hacia la ventana, guiando la caliente ola de persecución que de
100
pronto inundó la estancia con un sordo reverbero de pasos y de
gritos. Casi en un solo movimiento abrió la falleba y trepó al
antepecho. Una mano lo sujetó, pero ya saltaba hacia la vertiginosa
oscuridad.
Diez minutos antes de lo establecido la Morsa tocó la
campana llamando a bendición y empezó a meter a todo el colegio
en la capilla, casi por la fuerza, yendo y viniendo con prisa frenética
a lo largo de la fila, gruñendo y matoneando, "Vamos, vamos,
pronto", sin detenerse a contarlos, "Pronto, no se queden dormidos",
mientras rezagados y desertores de la cacería volvían trotando y se
incorporaban sin ser interrogados, porque mañana habría tiempo
para eso, para la distribución de culpas y castigos que esta vez, se
prometió apretando los dientes, haría temblar a las piedras, "Pronto,
dije", dando un coscorrón al último y allá adelante Murphy prendía
las velas del altar mientras el padre Keven salía en oro y esplendor
mirando desconfiado hacia la puerta y Dillon bajaba la escalera
ajustándose la corbata para recibir su turno con la cara llena de
sueño y de estupor.
—Después te explico —le dijo—, y empezó a subir por el
camino del Gato.
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Debajo de la ventana del lavadero había una leñera con techo
de chapas que resonó como un cañonazo bajo el impacto del Gato,
poblando el aire nocturno de chillidos de pájaros y remotos ladridos
de perros. Mientras se incorporaba sintió que se había recalcado el
tobillo y recordó la mano que lo había sujetado desviándolo de su
línea de equilibrio. Resbaló cautelosamente por la pared del
cobertizo, vio las caras blancas de sus perseguidores allá arriba en
la ventana y mientras rengueaba hacia un alto cerco de alambre oyó
la campana en la capilla que llamaba a bendición, como la serena
voz de Dios o como esas otras voces dulces que a veces se oyen en
sueños, incluso en los sueños de un Gato.
En el oscuro centro del patio, el pequeño Dashwood estaba
olvidado. Sabía que la caza continuaba porque no había visto
regresar a los líderes.
Por un momento deseó correr a la capilla, arrodillarse y rezar
con los demás, unir su voz al coro rítmico y cálido que en elogio de
la Santa Virgen María brotaba ahora de la puerta en ondas mansas y
apaciguadoras. Pero nadie lo había relevado de su deber. Además,
estaba herido en combate y quería saber cómo terminaba. Acalló
sus temores y empezó a deambular por el vasto edificio, buscando
102
una señal o un ruido.
Desde el lavadero, Dolan vio al Gato que se alejaba en la
sombra. A su espalda se ataban sábanas para formar una larga
cuerda, mientras Murtagh y otros bajaban corriendo la escalera y
saldrían por los fondos en, quizás, treinta segundos. La lucha no
había concluido.
Amargado, sombrío, sentado en una pila de sábanas, Walker
callaba y despreciaba. De puro pálpito, gracias a una imaginación
infatigable y certera, había conseguido estar en el lugar de la batalla
en el momento justo, para que ese montón de imbéciles la dejara
evaporarse. No podía correr, como había hecho Murtagh, no podía
volar, como en ese mismo instante estaba haciendo Dolan, sólo
podía pensar. Tardaría más de cinco minutos en bajar la escalera y
salir por el fondo. Su rostro se desfiguraba en una mueca de
tormento espiritual al ver cómo los dioses se perfilaban nuevamente
contra él.
El Gato no trató de saltar el cerco. Una sola mirada, dada por
el tobillo lastimado, el dolor incluido en el circuito de visión, le
103
demostró que era inútil. Además, detrás del cerco estaban el mundo
y su casa, adonde no quería volver. Prefería jugar su chance aquí.
Se tendió tras una pila de cajones, apoyando la cara en el pasto
dulce y frío, y a través de los resquicios de la pila vio los guerreros
que se derramaban por el campo, desde el frente y desde el fondo, y
luego a Dolan que bajaba flotando como una enorme araña nocturna
en su plateado hilo de sábanas. De los vitrales de la capilla venía un
manso arroyo de palabras extrañas, destinadas quizás a condoler y
aplacar
—Turris ebúrnea
Pray for us!
pero el Gato no se sintió condolido ni aplacado.
El pequeño Dashwood había encontrado su camino hacia la
puerta del frente y salió al penumbroso parque de pinos y
araucarias. Ahora temblaba un poco porque estaba completamente
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solo en un mundo exterior cuyas reglas ignoraba. Nunca se había
atrevido a ir tan lejos. De golpe lo asaltó una aguda nostalgia de su
madre. No se oía otro ruido que el sordo retemblor de un camión en
la ruta o el chistido más agudo de las gomas de un auto, hasta que
repentinamente todas las ranas se pusieron a cantar. Dobló hacia la
izquierda, canturreando él también, en voz muy baja, para no tener
miedo.
Los cazadores se habían desplegado en un amplio
semicírculo cuyos extremos se apoyaban en el cerco. Dolan les
ordenó algo mientras examinaba el terreno. Vio a la izquierda un
gran tanque de agua sobre pilotes de cemento; chorreando
sonoramente su exceso en una charca; en el centro, oscuros
matorrales; a la derecha, una pila de cajones. En algún lugar de ese
semicírculo de ochenta yardas de diámetro debía esconderse el
Gato, pero no tenían que apretujarse alrededor sino formar una
barrera en terreno despejado hasta encontrar un método que lo
sacara de su escondite. Se sentó en el pasto y encendió un cigarrillo
mientras pensaba.
En la capilla el padre Keven mostraba la custodia a un
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soñoliento auditorio. Era un hombre áspero, con una úlcera que lo
roía especialmente durante los oficios divinos, lo que sin duda era
debido al enfermizo olor del incienso. El celador Dillon miró su
reloj y se ubicó junto a la entrada.
La Morsa recorría a la inversa la ruta de la caza. En el
descanso del lavadero pasó junto a una sombra acurrucada en la
oscuridad, sin verla. Era Walker que había agotado la tortura de la
cavilación y se sentía nuevamente guiado por una furiosa certeza
que en seguida volvió a ponerlo en movimiento, arrastrando
escaleras abajo su pata inútil y pesada como una culpa, tomándose
de la baranda y dejándose caer escalón por escalón.
Cuando la Morsa entró en la enfermería, los enfermos se
alzaron unánimes en una ola llena de índices y exclamaciones que
por supuesto lo mandaron en la dirección equivocada, y cuando lo
vieron irse se arracimaron nuevamente junto a una ventana lateral
que les permitía observar algo de lo que ocurría abajo. La Morsa
bajó por la otra punta del edificio, salió al campo, ambuló, perdido,
rumbo a la desierta cancha de paleta.
El Gato vio apagarse las luces de la capilla, después del
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destello de agonía de los cirios del altar, sintió un flujo de
movimiento hacia arriba, una tibia corriente de vida que ascendía
rumbo al sueño por sus cauces prefijados, dejándolo solo, él y sus
enemigos, ese oscuro círculo señalado de tanto en tanto por la brasa
de un cigarrillo. Una raya instantánea de luz recorrió las ventanas
superiores del dormitorio. Entonces Dolan dio una orden y una rala
hilera de exploradores comenzó a converger sobre el escondite del
Gato, mientras los demás se aguantaban en campo descubierto.
El Gato miró hacia el este, vio un manchón de luz cenicienta
entre las ramas bajas de los árboles. Estaba saliendo la luna. Su
mano apretaba una piedra del tamaño de una manzana mientras el
terror volvía a cabalgarle en la sangre.
En el parque, Dashwood se había cansado y extraviado. Su
hermosa cara estaba desfigurada por el zarpazo del Gato, la sentía
inflamada y dolorida. De tanto en tanto había creído oír los ecos de
la caza, un grito, un acorde suelto de la armónica, pero siempre se
había equivocado. Las campanadas de la bendición quedaban muy
atrás, entre sus recuerdos de ayer y del pasado en general. Ese corte
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en el flujo de la realidad lo asustó: bruscamente sintió ganas de
correr hacia el camino y no volver más, nunca más. El edificio del
colegio se alzaba como un dragón alto y sombrío con su reluciente
dentadura de luces en los dormitorios. Quería que su madre lo
hiciera dormir. De pronto se sintió muy triste y se sentó en el pasto,
metió la mano en el pantalón y empezó a acariciarse. Eso le dio
consuelo, una especie de indefinida felicidad, como flotar muy alto
sobre los campos y los pueblos, liviano como un chajá que baña su
plumaje en la luz del sol y la altura de las nubes, un placer sereno
que nunca llegaba a culminar, porque era muy chico para eso, pero
ya no le importaba que el dragón avanzara sobre él con sus dientes
amarillos y lo devorase.
La parábola de la piedra estuvo medida al centímetro. Silbó
aguda en la noche, sin que nadie la oyera salvo el Gato, hasta que
chapoteó sordamente en la charca debajo del tanque. Entonces ya
nadie quiso escuchar las órdenes y maldiciones de Dolan, el círculo
se fundió en una única embestida, la red se disolvió en una sola ola
de excitación y coraje, y hasta la armónica asumió los primeros
compases de la Carga de la Brigada Ligera, alegrando inclusive el
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corazón del Gato que ya se arrastraba invisible hacia la leñera,
empujaba la puerta entreabierta, se confundía con la tiniebla que
olía a humedad y piquillín, a sarcasmo y a refugio.
Allí su suerte lo alcanzó. La puerta se abrió de un golpe o de
un grito, y allí estaba Walker, recortado en la luna, arrastrando su
pata santa y su quemante aliento, la cara saturnina brillando con la
luz de la verdad y la revelación. El Gato se ordenó saltar, pero en
cambio gimió, atrapado en el aura supersticiosa que emanaba de su
verdugo, en la ley que ordenaba que el más pesado y lento de todos,
el que no podía correr ni volar, lo reclamara como presa.
Cuando llegó al lugar Richard Enright, 23 años, por mal
nombre la Morsa, la batalla había sido librada, y ganada y perdida.
Las sombras de los guerreros seguían filtrándose por las entradas
del edificio dormido y la luna brillaba sobre la forma casi insensible
del chico que desde entonces llamaron el Gato, tendido sobre el
pasto, diciendo palabras que Enright no intentó comprender. El
celador lo miró, terriblemente golpeado como estaba, y comprendió
que ya era uno de ellos. La enemistad de la sangre había sido
lavada, ahora quedaban todas las otras enemistades. En diez días, en
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un mes, se convertiría realmente en un gato predatorio al acecho de
tentadores pajaritos. Los aguardaría en un pasillo oscuro, detrás de
la puerta de un baño, escondido en un matorral, y golpearía. Si le
daban botines de fútbol, trituraría tobillos; si le daban un palo de
hurling, apuntaría astutamente a las rodillas. Con un poco de
libertad, con un poco de suerte, con un poco de la fiebre del deseo,
con un relumbre de la gloria de las batallas, el águila del mando
bajaría a su turno sobre él. Y sin embargo Enright sabía que el alma
del Gato estaba llagada y sellada para siempre. Trató de imaginar lo
que sería cuando fuera un hombre, trató de inducir alguna ley más
general. Pero no pudo, no era demasiado inteligente y al fin y al
cabo no era cosa suya.
—Vamos, pibe —le dijo tomándolo de la mano, ayudándolo
a levantar, aguantándose firme contra la mirada fija y sangrienta
con que un solo ojo del Gato lo miraba—. Vamos —palmeándole la
espalda, como los demás lo palmearían mañana, la semana que
viene—. Parece que perdiste el camino al dormitorio.
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El Gato sollozó brevemente, después retiró la mano.
—Puedo caminar solo —dijo.14
14 Este cuento se puede bajar del sitio http://www.rodolfowalsh.org/spip.php?article1952
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BIBLIOGRAFÍA
FLACHSLAND, Cecilia, Rodolfo Walsh para principiantes, 1° ed.,
Buenos Aires, Era Naciente, 2004.
BERTRANOU, Eleonora, Rodolfo Walsh argentino, escritor,
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americana, 1° ed. Madrid, Espasa-Calpe, 1929, tomo LXIX.
AA.VV., “Literatura Hispanoamericana”, in Enciclopedia
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Calpe, 1969, suplemento anual 1967-68, pp.1024-1029.
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Universal Ilustrada Europeo-americana, 1° ed. Madrid, Espasa-
Calpe, 1975, suplemento anual 1969-70, pp.1055-1056.
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ispanoamericana, 1°ed. s.l., UTET, 2000, vol.2.
SITIOGRAFÍA
http://www.rodolfowalsh.org/spip.php?article1952
Enlace donde se puede encontrar el cuento “Irlandeses detrás de un
Gato” (último acceso: 5 de febrero de 2008)
http://www.pagina12.com.ar/imprimir/diario/especiales/subnotas/62
342-20606-2006-01-31.html
Entrevista a Rodolfo Walsh hecha por Ricardo Piglia en enero de
1973 (último acceso: 12 de noviembre de 2007)
http://molgaray.bitacoras.com/archivos/2006/01/31/rodolfo-walsh
Entrada sobre la obra de Rodolfo Walsh, ubicada en un blog que
trata de actualidad (último acceso:12 de noviembre de 2007)
http://www.elpais.com/articulo/narrativa/Sombras/gatunas/elpepucu
lbab/20070217elpbabnar_8/Tes
Interesante artículo sobre el libro “Los Irlandeses” de Rodolfo
113
Walsh”; escrito por LUIS ANTONIO DE VILLENA (último
acceso: 12 de noviembre de 2007)
http://bruto.muzaidin.com/2007/los-irlandeses-rodolfo-walsh-2007/
Otra recensión sobre “Los irlandeses”, que se encuentra en el blog
colectivo “Bruto” (último acceso: 12 de noviembre de 2007)
http://temasliterarios.blogspot.com/2006/09/chicos-irlandeses-una-
trilogia-de.html
Exhaustiva entrada sobre la trilogía de los Irlandeses (último
acceso: 12 de noviembre de 2007)
http://www.clarin.com/suplementos/cultura/2006/09/09/u-
01267840.htm
Muy buen análisis de la obra de Walsh tanto desde el punto de vista
de la potencia narrativa, como desde el de la tensión literaria entre
política y literatura (último acceso: 12 de noviembre de 2007)
http://www.librosycine.com/3/index.php?option=com_content&tas
k=view&id=243&Itemid=55
Otro análisis de la obra de Walsh (último acceso: 12 de noviembre
114
de 2007)
http://www.irlandeses.net/rodolfowalsh.htm
Noticias biográficas sobre Rodolfo Walsh (último acceso: 12 de
noviembre de 2007)
Enlaces sobre la historia de Argentina
http://it.wikipedia.org/wiki/Guerra_sporca
(último acceso: 23 de enero de 2007)
http://it.wikipedia.org/wiki/Storia_dell%27Argentina
(último acceso: 23 de enero de 2007)
http://it.wikipedia.org/wiki/Presidenti_dell%27Argentina
(último acceso: 23 de enero de 2007)
http://www.dittatori.it/videlajorge.htm
(último acceso: 23 de enero de 2007)
115
Diccionarios y foros
http://www.logos.it
(último acceso: 5 de febrero de 2008)
http://www.elportaldeltango.com/dicciona.htm
(último acceso: 24 de octubre de 2007)
http://www.muevamueva.com/comunica/lunfardo/index.htm
(último acceso: 24 de octubre de 2007)
http://www.wordreference.com/
(último acceso: 18 de enero de 2008)
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