Identidad e historia del Partido Nacional:
para construir futuro,
recordar quiénes somos y de dónde venimos
PRESENTACIÓN
Los partidos políticos son actores fundamentales de la vida
democrática. Uno de sus cometidos es congregar a los ciudadanos en
torno a afinidades de pensamiento, y luego convertir esas ideas en
acción.
El Partido Nacional se siente preparado para cumplir esa tarea.
A eso lo conducen sus 180 años de historia, su experiencia de
gobierno en las situaciones más disímiles, sus muchas batallas
ganadas y sus inmensos sacrificios. Pero, sobre todo, a eso lo
conduce un patrimonio de ideas y valores que ha sabido defender durante casi dos siglos.
El Partido Nacional será más fuerte cuanto más consciente sea
de su identidad y de su historia. Una identidad que no es monolítica
sino abierta a la diversidad interna. Una historia que nos ha fogueado
pero no nos determina. Identidad e historia son para nosotros un
patrimonio vivo que nutre lo que pensamos y lo que sentimos.
No se trata de obsesionarnos con el pasado sino de tomar
impulso para construir futuro. No se trata de encerrarnos entre los de
siempre sino de convocar a todos. Nosotros queremos poner nuestra
identidad y nuestra historia al servicio de una causa común: crear las
condiciones para que las nuevas generaciones de uruguayos puedan vivir vidas más libres y más dignas.
Centro de Estudios del Partido Nacional
10 de agosto de 2016
1. Un partido con casi dos siglos de historia
El Partido Nacional es uno de los más antiguos del planeta. Pero lo que
nos enorgullece no es haber durado, sino haber contribuido de manera
decisiva a construir el país de todos. El Uruguay no sería lo que es hoy si
durante 180 años no hubiera tenido al Partido Nacional defendiendo valores
que se han vuelto constitutivos de nuestra República.
Reivindicamos nuestro pasado y nos sentimos en continuidad con él.
Desde esa historia, que sentimos muy viva y muy nuestra, nos
posicionamos en el presente y nos proyectamos hacia adelante. Somos,
como hemos sido siempre, una fuerza política constructora de futuro.
La identidad de nuestro partido aparece ya cristalizada el 10 de agosto
de 1836, cuando Manuel Oribe, soldado de Artigas, héroe de la
Independencia, segundo presidente constitucional del Uruguay, adopta el
lema” Defensores de las leyes”. Allí se marcaba una vocación que sigue
vigente: defender la libertad de todos defendiendo las instituciones
comunes.
El primer Programa de Principios, aprobado el 7 de julio de 1872, afirma
las grandes ideas que nos siguen orientado: respeto de las libertades,
“mantenimiento de la paz como bien supremo para la Nación y base de toda
mejora y de todo progreso”, “moral administrativa”, legislación electoral
que asegure la representación de las minorías, descentralización,
fortalecimiento de la justicia, fomento y difusión “de la educación e
instrucción del pueblo, única base firme de las instituciones democráticas”.
Hace casi un siglo y medio que se aprobó ese Programa, y no hemos
arriado ninguna de esas banderas. Cada vez que hizo falta, las hemos
reafirmado y defendido. La Carta Orgánica de 1891 insiste en la defensa de
los derechos fundamentales, afirma que la soberanía reside únicamente en
el pueblo, exige la subordinación del poder militar al poder civil y defiende a
la producción rural como principal fuente de riqueza del país.
En el Programa de 1906, un Partido Nacional derrotado en la guerra civil
pero más lanzado que nunca a la lucha política se define como republicano
y se describe a sí mismo como “un partido de acción y un partido de ideas”.
También pone énfasis en la cuestión social y propone crear condiciones para
el desarrollo nacional. Sus propuestas no dejan dudas sobre su voluntad
democrática de ejercer el gobierno. Defiende el equilibrio de las cuentas
públicas, la construcción de puentes y caminos, la creación de puertos y la
canalización de ríos para fomentar el comercio, así como una política de
apoyo a la industria local que no perjudique “el intercambio de productos
con el mundo exterior”.
Hoy seguimos siendo aquel mismo partido defensor de las libertades, de
la soberanía nacional y del sistema republicano representativo. En un
contexto regional marcado por populismos que menosprecian el orden
institucional, nos sentimos más que nunca “Defensores de las leyes”. Tal
como afirma la Declaración de principios vigente, seguimos identificándonos
con “los ideales que impulsaron la revolución de Timoteo Aparicio de 1870 y
las gestas de Aparicio Saravia y Diego Lamas de 1897, así como el
levantamiento popular de 1904; con los principios por los que ofrendaron su
vida Leandro Gómez en 1865 y Francisco Lavandeira en 1875; con el
pensamiento y la conducta de Luis Alberto de Herrera; con las reacciones
ciudadanas lideradas por Wilson Ferreira Aldunate”.
Esos grandes hombres siguen inspirándonos. Y también muchos otros,
como Bernardo P. Berro, Alfredo Vázquez Acevedo, Washington Beltrán,
Martín C. Martínez, Daniel Fernández Crespo y Carlos Roxlo.
Somos herederos de un legado compuesto de ideales y de acción
histórica concreta. Asumimos como nuestra toda la historia del país, desde
los tiempos de la Patria Vieja. Rechazamos los mesianismos y los intentos
refundacionales. El Uruguay de todos no empezó a construirse a principios
del siglo XX, ni mucho menos a principios del siglo XXI. Al Uruguay de todos
empezaron a construirlo los hijos del pueblo en el tormentoso siglo XIX. Ser
blanco es una manera de entender y de amar a la Patria, y de asumir toda
su historia.
2. Un partido defensor de las libertades y de las garantías
electorales
El Partido Nacional fue desde siempre el gran defensor de las libertades
y de la igualdad política entre los ciudadanos. Uno de los grandes hitos de
esa lucha ocurrió el 28 de octubre de 1846 cuando, adelantándose a su
tiempo, Manuel Oribe emitió un decreto que decía: “Queda abolida para
siempre la esclavitud en la República”. Como punto de referencia, téngase
en cuenta que en Estados Unidos la esclavitud recién se abolió en 1865, y
en Brasil sólo se hizo en 1888.
Oribe inició de inmediato una política de protección de los esclavos
fugados de Brasil que sería continuada por los gobiernos blancos
posteriores. Los presidentes blancos Bernardo P. Berro y Atanasio Aguirre
combatieron además la introducción de esclavos a estancias que eran
propiedad de brasileños. Una ley del 2 de julio de 1862 declaró nulos en
Uruguay todos “los contratos que se celebren fuera del territorio de la
República con individuos de raza africana por servicio personal”. Los
hacendados brasileños sólo podían traer empleados de origen africano si les
entregaban una carta de libertad que debía registrarse ante las autoridades
uruguayas.
La política antiesclavista de los gobiernos blancos provocó durante
décadas fuertes tensiones con el Imperio de Brasil, porque generaba
pérdidas patrimoniales a los hacendados de Río Grande Do Sul. Los esclavos
eran caros, de modo que un esclavo fugado era una inversión perdida. Eso
explica en buena medida el apoyo brasileño a los levantamientos colorados
contra esos gobiernos.
Como testimonio de la larga lucha del Partido Nacional contra la
esclavitud, queda la carta escrita por los líderes de la comunidad afro de
Montevideo a la viuda de Manuel Oribe el día de su muerte, en 1857:
“Nuestro sentimiento, señora, es muy grande. Usted ha perdido a
su querido esposo. La Patria, a uno de sus hijos (…). Los hombres de
nuestra estirpe, un padre, un protector y un benévolo amigo (…). Los
hombres de color lo lloran y lo llorarán mientras vivan”.
La lucha contra la esclavitud era parte de un combate más amplio. Los
blancos valoran la libertad en todas sus formas y supieron desde siempre
que la manera de protegerla consiste en defender las instituciones
republicanas. Por eso reclamaban el respeto de la Constitución y la
observancia escrupulosa de la legalidad. Y por eso fueron los grandes
defensores históricos de las garantías electorales. Durante más de medio
siglo, el Partido Nacional levantó en solitario las banderas del voto secreto,
la inscripción obligatoria de votantes, la representación proporcional, la
elección directa del presidente de la República y la prohibición de que los
militares hagan política. Sin su empecinada lucha, estos principios no serían
hoy un patrimonio de todos los orientales.
La lucha por la pureza del sufragio se manifiesta con especial nitidez
durante la presidencia de esa inmensa figura que fue Bernardo P. Berro.
Cuando en el año 1860 se acercaban las elecciones legislativas que se
hacían a mitad de cada período de gobierno, el presidente Berro emitió una
circular al conjunto de funcionarios y jerarcas públicos en la que anunciaba
que no intentaría ejercer ninguna clase de influencia:
“El Presidente de la República, resuelto a no dar dirección ni
prestar colaboración a ningún trabajo electoral, manteniéndose en una
completa abstención a tal respecto (…), quiere que los jefes políticos
guarden y hagan guardar a sus subalternos la misma actitud; que en esa
virtud deben abstenerse de una manera absoluta de emplear medios
oficiales a favor o en contra de las candidaturas que se presenten; que
sobre todo les es prohibido, bajo la más seria responsabilidad, hacer
valer su autoridad para intimidar, impedir o dificultar en cualquier forma
la libertad y la legalidad de la elección; que igual responsabilidad pesará
sobre ellos si llegasen a compeler a sus dependientes a que voten contra
su conciencia…”.
Movido por este mismo afán de respeto a la voluntad popular, en el año
1861 Berro envió al Parlamento un proyecto de ley en el que intenta
introducir por primera vez el voto secreto. Para hacerlo de manera gradual
y así vencer posibles resistencias, Berro propone empezar por aplicarlo en
las elecciones municipales. Pero su objetivo final es extenderlo a las
elecciones nacionales, como manera de “evitar los enormes y escandalosos
abusos” a los que conducía el régimen de voto cantado.
La defensa del voto secreto no es una bandera que el Partido Nacional
levante en minoría ni estando marginado del poder. Cuando Berro lo
propone en 1861, el Partido Nacional gobernaba y él mismo era presidente
de la República. Su iniciativa no se basa en un cálculo sino en una cuestión
de principios: el voto público era una amenaza para la libertad de los
ciudadanos. Tal como decía Berro en su “Explicación de los artículos de la
Ley de Municipalidades”, cuando el voto es público, “el temor hace que
muchos no voten, o que voten contra su conciencia”.
El gobierno de Berro fue uno de los mejores que tuvo el país en toda
su historia. Su política fue continuada por Atanasio Aguirre, el presidente
que hizo quemar en la plaza pública los tratados firmados al fin de la Guerra
Grande, por considerar que eran una renuncia a la soberanía impuesta por
el Imperio del Brasil. Pero los esfuerzos de ambos terminaron cuando se
alzó el general colorado Venancio Flores con el apoyo de tropas brasileñas.
Eso condujo a la caída del gobierno constitucional y a la instalación de una
dictadura.
El Partido Nacional fue derrotado aquella vez, pero no flaqueó en su
lucha por restablecer la democracia y fortalecer el sistema electoral.
Símbolo de esa lucha es la vida y la muerte de Francisco Lavandeira.
Abogado, profesor de Economía Política en la Universidad de la
República, redactor de La Democracia, Lavandeira cayó abrazado a una
urna el 1° de enero de 1875, cuando intentaba defender la limpieza de un
acto electoral que se desarrollaba en la Plaza Matriz de Montevideo. Había
nacido en Florida en 1848 y al morir sólo tenía 27 años, pero ya se había
convertido en una de las figuras intelectuales y políticas más destacadas de
la sociedad uruguaya. Durante todo el año posterior a su asesinato, La
Democracia se editó con un crespón negro impreso en la tapa.
Fue necesario mucho tiempo para que el Partido Nacional lograra su
objetivo de construir un sistema electoral respetuoso de la voluntad
ciudadana. En su lucha debió enfrentar un constante cambio de reglas de
juego que convertía sus triunfos en derrotas. La democracia uruguaya no
funcionaba bien, pero los blancos no dejaban de creer en el ideal y no se
desanimaban.
En el año 1905, el presidente Batlle y Ordóñez impulsó la reforma
electoral llamada “del mal tercio”. La nueva ley modificaba la cantidad de
bancas por departamento, aumentando su número en algunos y
disminuyéndolo a menos de tres en otros. Además, establecía que al partido
más votado le correspondían dos bancas por departamento y al segundo la
tercera (en el caso de que existiera), aun en el caso de que la diferencia
entre los dos partidos fuera de un voto. El resultado global era que el
partido minoritario terminaba con una proporción de diputados muy inferior
al número de votos recibidos.
Desde las páginas de La Democracia, Luis Alberto de Herrera y Carlos
Roxlo denunciaron que ese cambio de reglas era un intento de asegurar el
triunfo del Partido Colorado aunque perdiera en las urnas. Pero el gobierno
clausuró La Democracia y ordenó detener a Herrera. La ley finalmente fue
aprobada y dio los frutos esperados. En las elecciones de ese año, el Partido
Nacional recibió el 40% de los votos, pero obtuvo menos de un tercio de las
bancas en disputa.
La “ley del mal tercio” se mantuvo vigente mientras duró la primera
presidencia de Batlle. Fue mérito del gobierno de Williman aceptar
modificarla. Pero la ausencia de garantías seguía siendo tan grave que los
blancos se abstuvieron de participar en elecciones hasta 1913.
Las elecciones legislativas de ese año se cuentan entre las más
tensas de nuestra historia. Los blancos habían decidido participar y los
colorados no batllistas estaban fuertes. El gobierno se inquietó y pasó
límites delicados. En julio se aprobó un decreto (firmado por Batlle y su
ministro del Interior, Feliciano Viera) que anulaba un decreto anterior de
Williman que prohibía la militancia política de policías en actividad. El
decreto de Batlle dice: “no hay inconveniente en que el personal policial,
siguiendo sus propias aspiraciones, forme parte de Comisiones o Clubs
políticos y tome participación en los actos partidarios”. También en julio de
1913 Baltasar Brum firmó su primer acto como ministro, derogando una
disposición de José Pedro Varela que desde 1877 prohibía a los inspectores
de Primaria “intervenir en la política militante del país”. Con el aparato
estatal actuando en su beneficio, los colorados volvieron a ganar.
Para noviembre de 1916 estaban previstas nuevas elecciones de
diputados, y se avizoraba un triunfo electoral de los blancos. Pero el
gobierno de Batlle decidió postergarlas para el 14 de enero de 1917 y, dos
semanas antes de la nueva fecha, introdujo un nuevo cambio de reglas. Un
proyecto de ley votado a toda velocidad creó treinta y tres nuevas bancas.
El argumento era introducir la proporcionalidad entre el número de
habitantes de cada departamento y el número de diputados (un avance que
hubiera merecido una mejor entrada en la historia electoral del país). Los
cambios estaban bien calculados y dieron sus frutos: el oficialismo tuvo
menos votos que la oposición, pero se aseguró una mayoría de once
diputados.
A pesar de todos los reveses, los blancos terminaron por ganar su
larga lucha por la limpieza del sufragio. La victoria empieza a construirse en
1915, cuando, como parte de las concesiones que tuvo que hacer Batlle
para poner en marcha un proceso de reforma constitucional, debió aceptar
el voto secreto y el registro obligatorio en la elección de miembros de la
Asamblea Constituyente. El gobierno tuvo suficiente fuerza, sin embargo,
para excluir la representación proporcional integral, que seguía siendo una
bandera levantada en solitario por los blancos. Desde 1906, el Programa
Político del Partido Nacional sostenía que el sistema de representación
proporcional “es el que mejor reconoce y custodia los derechos de todos los
partidos”, pero el batllismo se oponía a aplicarlo.
El 30 de julio de 1916 es una fecha histórica. Ese día, al elegir a los
ciudadanos que integrarían la Asamblea Nacional Constituyente, se
realizaron los primeros comicios nacionales con voto secreto en la historia
del país. Fueron las primeras elecciones dotadas de las garantías propias de
una democracia moderna. Y fueron un triunfo para el Partido Nacional.
Pero ese triunfo no fue suficiente. En agosto de 1916, el diputado
blanco Duvimioso Terra presentó un proyecto de ley que extendía la
inscripción obligatoria y el voto secreto a las elecciones de diputados y
senadores. Pocos días después, 55 diputados batllistas publicaron una carta
en la primera plana del diario El Día, en la que anunciaban que votarían en
contra. Para ellos, el voto secreto era inaceptable porque, entre otras cosas,
“fomenta la traición”. La oposición del batllismo al voto secreto se mantuvo
todavía durante años.
La aprobación de la Constitución de 1918 fue un momento de triunfo
para el Partido Nacional. En una coyuntura en la que el batllismo había
quedado en minoría ante la suma de blancos y colorados riveristas, se
consiguieron reformas por las que se peleaba desde hacía medio siglo: voto
secreto, registros electorales, representación proporcional integral,
prohibición de que los policías y militares intervengan en política. Pero la
aplicación efectiva del voto secreto sólo pudo ser introducida de manera
gradual, y la elección directa del presidente de la República recién se
lograría en 1922.
En las elecciones legislativas parciales celebradas en febrero de 1925
volvió a ganar el Partido Nacional. Los blancos lograron la mayoría en el
Senado y la usaron para concretar una vieja aspiración: aprobar una Ley de
Elecciones que incluía la creación de la Corte Electoral. El sistema de
garantías electorales finalmente se completaba.
Las viejas banderas que los blancos levantaron en solitario durante
décadas constituyen hoy un patrimonio de todos los uruguayos. Y así es
como debe ser. El partido defensor de las libertades siempre se concibió
como un partido defensor de las libertades de todos. Su insistencia en el
valor de las instituciones como principal resguardo de la libertad no era
producto de un cálculo de conveniencia sino una convicción fundacional.
Seguramente en eso pensaba Wilson Ferreira en la aciaga noche del 27 de
junio de 1973, cuando se consumaba el golpe de Estado de Juan María
Bordaberry. En su último discurso antes de abandonar el Senado, Wilson
dijo unas palabras que adquieren especial dimensión a la luz de esta
historia:
“Los señores senadores me permitirán que yo, a pesar de que la
hora exige emprender la restauración republicana como una gran
empresa nacional, haga una invocación que me resulta ineludible a la
emoción más intensa que dentro de nuestra alma alienta. Y perdonarán
que antes de retirarme de sala, arroje al rostro de los autores de este
atentado el nombre de su más radical e irreconciliable enemigo, que
será, no tengan la menor duda, el vengador de la República: el Partido
Nacional. ¡Viva el Partido Nacional!”.
Más de once años después, cuando se cerraba el tenebroso ciclo abierto
aquella noche y Wilson volvía a hablar en Montevideo tras ser liberado de la
cárcel, la misma idea apareció en sus palabras:
“Nosotros hemos luchado contra la dictadura desde el mismo día
en que se instauró, pero hemos luchado por las libertades públicas desde
el día mismo en que se fundó la Patria”.
3. Un partido defensor del gobierno limitado
El Partido Nacional organizó revoluciones armadas, pero esos
alzamientos tuvieron un carácter único: no pretendían sustituir a quien
gobernaba, sino limitar el ejercicio arbitrario del poder y obtener garantías
para los ciudadanos. No era la búsqueda del poder ni su destrucción, sino el
último recurso para la obtención de derechos. Fueron revoluciones
primitivas en sus medios pero sofisticadas en sus objetivos. Los rudos
gauchos que cargaban a lanza peleaban por garantías electorales, derechos
de las minorías, honestidad administrativa y mejoramiento de la gestión
pública. Sólo así se explica que hayan sido tan disciplinados cuando llegaba
la orden de desarmarse porque se había logrado un acuerdo político.
La Revolución de las Lanzas estalló en 1870 y duró hasta 1872. En ese
entonces gobernaba Lorenzo Batlle, padre de José Batlle y Ordoñez, y un
presidente que practicó con radicalidad la exclusión de sus adversarios
políticos. Su lema era el “gobierno de partido”, es decir, un gobierno por y
para los colorados.
En el momento de iniciar el alzamiento, Timoteo Aparicio emitió una
proclama en la que decía:
“Vamos a volver al pueblo el goce tranquilo de sus derechos.
Ninguno de nosotros aspira al mando supremo. El país decidirá quién
deba gobernar, y con su buen sentido sabrá elegir a los que sean aptos
por su ilustración y patriotismo”.
En junio de 1871, cuando la guerra se extendía, Timoteo propuso
negociar con el gobierno y le escribió a un mediador:
“El gran ejército nacional domina hoy toda la República; queremos
que se le dé a toda la ciudadanía lo que es suyo, que no se la prive de
sus derechos, que se respeten y acaten los mandatos de nuestra carta
fundamental; será necesario que el señor Batlle oiga la opinión general
del país, que pide la paz a gritos”.
En el momento de desmovilizarse tras haber llegado a un acuerdo con el
gobierno, el líder blanco firma una proclama que termina diciendo: “¡Viva la
Paz! ¡Vivan las Instituciones! ¡Viva la soberanía popular!”. Y, luego de
desmovilizar a sus tropas, se retiró a la vida privada.
Esta particularidad de las insurrecciones blancas también se aplica a las
lideradas por ese “vecino alzado” (como le gustaba llamarse a sí mismo)
que fue Aparicio Saravia. La revolución de 1897 fue un alzamiento contra el
fraude electoral, contra el exclusivismo y contra la “influencia directriz” que
extendía el poder del gobierno más allá de los límites institucionales. Hasta
Eduardo Flores, hijo del general Venancio Flores, reconoció que había
motivos legítimos para alzarse: “El Partido Blanco tiene el derecho de
revolución, porque el Partido Colorado gobierna exclusivamente los destinos
del país, y gobierna mal”. El acuerdo que se firma al final del conflicto (el
Pacto de la Cruz) encierra los grandes temas en torno a los que girará la
política uruguaya durante buena parte del siglo XX: sufragio, legislación
electoral, representación proporcional y coparticipación en la tarea
gubernativa.
La revolución de 1904 estalló cuando los blancos percibieron que el
gobierno de Batlle y Ordóñez se había propuesto diluir aquellos acuerdos.
Pero el Partido Nacional y el propio Saravia buscaron una salida política
hasta último momento. Todavía en marzo de 1903, cuando ordenó el
desarme de sus fuerzas tras el pacto de Nico Pérez, Aparicio recordó a sus
seguidores:
“No es sólo con la lanza y la carabina con lo que se triunfa. Hay
otra arma, la boleta de inscripción en los Registros Cívicos, que no debe
faltar a ningún nacionalista. Pues será con ella que obtendremos en la
paz la victoria completa que en el camino de la guerra acabamos de
renunciar a perseguir”.
La preocupación por limitar a quien gobierna vertebró la acción del
Partido Nacional a lo largo del siglo XX. La larga trayectoria de Luis Alberto
de Herrera, en condiciones políticas frecuentemente adversas, es un reflejo
constante de esa inquietud. Los blancos siempre comprendieron las
ventajas del gobierno limitado y los peligros del poder sin límites. Aun antes
de que hubieran sido dichas, habían hecho suyas las célebres palabras de
Lord Acton: “El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe
absolutamente”. Por eso no aceptaban que ningún grupo político
monopolizara el ejercicio del gobierno.
En el tramo final del siglo XX, la misma actitud aparece en un episodio
de enorme trascendencia para el país: la negativa del Parlamento a votar el
desafuero del senador frenteamplista Enrique Erro.
El desafuero, que implica la pérdida de inmunidad parlamentaria, había
sido solicitado por el Poder Ejecutivo para que el senador Erro pudiera ser
juzgado por la justicia militar por sus presuntos vínculos con el MLN-
Tupamaros (que en ese entonces era un movimiento guerrillero ilegal que
intentaba derribar la democracia). El gobierno ejerció una gran presión
sobre el Parlamento, pero no consiguió su objetivo. Y eso se debió a la
actitud adoptada por el senador blanco Washington Beltrán (h).
Beltrán tenía la firme sospecha de que Erro era un operador político de
la guerrilla y, por lo tanto, un legislador desleal hacia las instituciones. El
gobierno conocía su opinión y tenía la expectativa de contar con su voto.
Pero, tras un cuidadoso análisis del caso, Beltrán concluyó que el pedido de
desafuero presentado por el Poder Ejecutivo no aportaba pruebas sólidas y
estaba plagado de errores jurídicos. Aceptarlo hubiera sido reforzar la
tendencia del gobierno de Bordaberry a ignorar las instituciones. Lo único
peor que un senador desleal era un gobierno con inclinaciones dictatoriales.
En la sesión del 17 de mayo de 1973, en medio de un silencio sepulcral,
Beltrán destruyó con sus críticas el documento enviado por el Poder
Ejecutivo y finalmente dijo:
“Voy a votar en contra del desafuero del señor senador Erro por
razones fundamentalmente jurídicas. (…) Razones que serían tristes e
inservibles, desconocidas, mientras nosotros padeceríamos la prisión o
hubiéramos acabado en el paredón, si el Movimiento de Liberación que el
Sr. Senador aplaudía y elogiaba hubiera triunfado. Esta sí es nuestra
revancha. En nombre de esos principios contra los que él combate, y en
defensa del Parlamento, protegemos y amparamos y tutelamos la
persona del señor senador Erro. En consecuencia, no votaremos su
desafuero”.
4. Un partido fundador de la coparticipación
Al menos desde la Revolución de las Lanzas, la manera en que el Partido
Nacional combatió el monopolio del poder político y defendió la idea de
gobierno limitado consistió en levantar la bandera de la coparticipación. Y
con eso rindió un inmenso servicio a la República. La coparticipación es hoy
un rasgo distintivo de la política uruguaya. Forma parte de lo mejor de
nuestras tradiciones cívicas y es una de las explicaciones de la estabilidad
institucional que logramos durante largos períodos. La coparticipación es lo
opuesto a la actitud de exterminio de los adversarios políticos que todavía
predomina en otros países de la región.
Los blancos siempre tuvieron claro que, para que la democracia
funcione, nadie puede pretender ser el único en condiciones de gobernar. La
paz y el bien de la República sólo son posibles si se admite que los
ciudadanos lúcidos y de buena voluntad no están encerrados dentro de los
límites de una única organización política. Quien no lo reconozca, no puede
aceptar ser controlado ni puede aceptar la rotación de partidos en el
ejercicio del gobierno. Y quien no acepte los controles y la rotación de
partidos, tarde o temprano terminará atentando contra la libertad. Ya en su
Programa de Principios de 1872, los blancos reivindican “la coexistencia de
partidos que, buscando su influencia y su preponderancia por los medios
legales, aspiren a dirigir los destinos de la República”. Si sintieron la
necesidad de decirlo, es porque la idea no era aceptada por todos.
A pesar de todos los esfuerzos, la realidad mostró que la rotación de
partidos en el ejercicio del gobierno no iba a conseguirse fácilmente. El
primer gobierno blanco, presidido por Manuel Oribe, fue interrumpido por el
alzamiento de Fructuoso Rivera. Los de Bernardo Berro y Atanasio Aguirre
debieron enfrentar el alzamiento del general Flores. A eso se sumaron la
“influencia directriz” y la ausencia de garantías electorales, que
obstaculizaron el retorno al gobierno durante 93 años. Una democracia en la
que un mismo partido gobierna ininterrumpidamente durante casi un siglo
es una democracia donde algo está fallando. Y lo que estaba fallando era el
régimen electoral y el pleno respeto de las libertades que permiten hacer
oposición política.
La solución que se encontró a ese problema fue la distribución de
jefaturas políticas por departamentos. Dado que el ejercicio de gobierno no
podía distribuirse en el tiempo, se lo iba a distribuir en el espacio. La
primera vez que se aplicó esa idea fue en 1872, con el acuerdo que puso fin
a la Revolución de las Lanzas (“la Paz de abril”). Como parte de las
condiciones para dejar las armas, los blancos pasaron a designar los jefes
políticos de cuatro departamentos: Florida, Canelones, San José y Cerro
Largo. De acuerdo con la Constitución de 1830, el “Jefe Político” reunía
aproximadamente las actuales atribuciones de un jefe de policía y de un
intendente, lo que significa que su capacidad de influencia en el
departamento era enorme.
Esa solución se mantuvo vigente durante un cuarto de siglo, hasta que el
aumento del número de departamentos y el desconocimiento parcial del
acuerdo por parte del gobierno terminó por volver ilusoria la
coparticipación. Pero si bien la fórmula concreta había hecho crisis, la lógica
que la animaba se mantuvo vigente. El “Pacto de la Cruz” que puso fin a la
revolución saravista de 1897, aumentó a seis los departamentos con
jefaturas blancas (San José, Rivera, Maldonado, Treinta y Tres, Cerro Largo
y Flores) y abrió la puerta a nuevas reformas electorales.
La división de jefaturas políticas era una manera rudimentaria de
combatir el monopolio del poder político, pero la única viable entonces. La
aceptación de esa solución por parte de los gobiernos de la época era un
reconocimiento implícito de la imperfección del sistema electoral y de la
ausencia de garantías. Los juicios despectivos hechos a la distancia
encierran un profundo desconocimiento de lo que era el Uruguay de aquel
tiempo e impiden ver los avances que se venían logrando. La distribución de
jefaturas políticas era una manera de sustituir las guerras por la
negociación política, al tiempo que permitía involucrar a los dos grandes
partidos en la administración del país. Fue un mecanismo imperfecto pero
realista, que tuvo éxito allí donde habían fracasado otras soluciones. Fue la
coparticipación territorial, y no la “política de fusión” ni ninguna otra
solución semejante, lo que puso fin al exclusivismo político.
Ya bien entrado el siglo XX, la división territorial fue dando lugar a otras
soluciones. Las experiencias de gobierno colegiado de 1918-1933 y de
1959-1963 fueron, entre otras cosas, intentos de trasladar la idea de
coparticipación al funcionamiento del gobierno nacional. La coparticipación
en la gestión de los entes públicos, iniciada en 1931, fue una manera de
extenderla al terreno de la gestión.
La coparticipación implica respeto por las minorías, ejercicio de la
tolerancia como forma de sabiduría política, ensayo de diferentes formas de
gobierno de coalición. Todo eso ha pasado a formar parte de la cultura
política propia de los uruguayos. Y el principal impulsor histórico de esta
adquisición fue el Partido Nacional.
La coparticipación también encierra la idea, típicamente blanca, de que
no hace falta ser gobierno para ejercer la responsabilidad sobre los destinos
del país. Seguramente la manifestación más luminosa de esa idea fue el
discurso de Wilson Ferreira en la explanada municipal de Montevideo, en la
madrugada del 1° de diciembre de 1984. Luego de que el Partido Nacional
hubiera perdido las elecciones por tener preso a su principal candidato,
Wilson tendió la mano al gobierno electo para asegurar el éxito de la
transición democrática:
“Hay una frase que normalmente se utiliza y que dice: estaremos
dispuestos a votar al nuevo gobierno todas aquellas iniciativas con las
cuales estamos de acuerdo. Esto no es decir nada. Naturalmente que
todo partido, en principio, vota aquellas cosas con las cuales está de
acuerdo. Yo daría un paso más: nosotros estamos dispuestos a votarle
en el Parlamento al gobierno que presidirá el Dr. Sanguinetti todo
aquello en que coincidamos, todo aquello que no comprometa principios
esenciales, y todo aquello que, aunque no coincidamos, resulte
indispensable para proporcionarle al nuevo gobierno la posibilidad de
moverse, de gobernar.
Nuestro primer deber, el deber de todos, es asegurar la
gobernabilidad del país. Y si no se asegura, enemigos de los cuales
creemos habernos liberado están acechando prontos para aplicar el
zarpazo. No hay objetivo más importante que el de consolidar las
instituciones democráticas. Y para consolidarlas nosotros vamos a estar
detrás del gobierno que el país se ha dado, aunque no nos guste. Porque
lo importante, repito, no es correr siquiera el riesgo de que pueda
sucedernos nuevamente esta pesadilla de la que estamos tratando de
salir”.
La sucesión de gobiernos de coalición que consolidaron la democracia e
impulsaron el desarrollo del país entre 1985 y 2005 fueron la prueba de que
los partidos fundacionales habían incorporado profundamente la cultura de
la coparticipación. También fue una prueba de la vitalidad de esa cultura la
invitación, por parte del segundo y tercer gobierno del Frente Amplio, a que
los partidos fundacionales integraran los directorios de algunos entes
autónomos. Lo que inicialmente fue una concesión que el Partido Nacional
debió arrancar por las armas terminó por convertirse en la manera
uruguaya de entender la política y el ejercicio del gobierno.
5. Un partido defensor de la justicia social
El Partido Nacional ha sido desde siempre el partido defensor de las
libertades. Pero no de unas libertades abstractas e impracticables, sino de
libertades que puedan ser efectivamente ejercidas por todos los ciudadanos.
Por eso, en la visión blanca no puede haber justicia social sin libertad, ni
puede haber libertad sin justicia social. La satisfacción de las necesidades
vitales de todos, la protección de los más débiles y la igualdad de
oportunidades son objetivos que los blancos siempre buscaron, sin caer
nunca en los riesgos del asistencialismo ni del populismo.
Eso explica por qué el Partido Nacional ha sido siempre un partido
socialmente inclusivo, que desde el principio defendió a los esclavos, dio
protagonismo a las mujeres (desde Josefa Oribe hasta las lanceras de
Aparicio), se preocupó por mejorar las condiciones de vida de los más
débiles y reclutó seguidores tanto en el medio urbano como en el rural.
Muy temprano en la historia, el gobierno de Manuel Oribe fue el primero
en marcar el rumbo. No sólo adoptó un gran número de medidas dirigidas a
atender los problemas sociales más urgentes (fundación de escuelas,
abolición del impuesto al pan, medidas fiscales contra la concentración de la
tierra), sino que adoptó las primeras leyes de seguridad social que conoce
la República. La primera, aprobada en 1835, fue una ley que establecía
pensiones para viudas y huérfanos de militares. La segunda, aprobada en
1838, fue una ley de jubilación y retiro de empleados civiles.
El gobierno de Bernardo P. Berro mantuvo la misma preocupación. Por
primera vez se fijó un salario mínimo rural y se prohibió que se firmaran
contratos de trabajo por más de 6 años (una medida destinada a combatir
formas encubiertas de esclavitud). Se realizó una distribución gratuita de
tierras en la zona fronteriza, con el doble propósito de hacer justicia social y
asentar población. Se aprobaron fondos destinados a financiar la Cuna y el
Hospital de Caridad. En materia educativa, se continuó con la construcción
de escuelas (que pasaron de 54 a 79 en el período), se crearon las primeras
escuelas rurales y, en 1864, se creó una escuela normal para formar
maestros.
Durante las largas décadas en las que el Partido Nacional no pudo
acceder al gobierno, su preocupación social se canalizó a través de la
actividad legislativa. Contra lo que sugiere una historia mal contada, los
blancos siempre estuvieron en la vanguardia de la legislación social. Sus
propuestas se anticiparon en años a lo que hacían los gobiernos y
contribuyeron a marcar el rumbo que otros siguieron.
En el año 1895, el diputado nacionalista Alberto Palomeque presenta y
consigue hacer aprobar la primera ley sobre jubilación de maestros que
tuvo el país.
En 1905, Luis Alberto de Herrera y Carlos Roxlo presentan dos proyectos
de ley en los que se establecían límites a la jornada de trabajo, seguros
contra accidentes laborales, medidas de protección a las mujeres y
menores, disposiciones de salubridad e higiene a aplicar en los talleres, y
comités para resolver conflictos entre capital y trabajo. En 1907 Roxlo
introduce un tercer proyecto que reconoce la sindicalización y el derecho de
huelga. Todos estos proyectos fueron rechazados por la bancada oficialista
y por el presidente de la época, José Batlle y Ordóñez. Sólo diez años más
tarde, en noviembre de 1915, durante la presidencia de Feliciano Viera, se
aprobó una ley regulatoria de las condiciones y horarios de trabajo que era
una versión mitigada del proyecto Herrera/Roxlo.
La preocupación social también aparece con claridad en los sucesivos
programas políticos. El de 1906 afirma: “Siendo el mejoramiento de las
clases pobres uno de los deberes que el porvenir impone al presente, la
realización de (…) reformas sociales constituye uno de los anhelos más
hondos del Partido Nacional”. Entre las reformas impulsadas se incluía “la
jornada de ocho horas y el descanso dominical”, “el mejoramiento del
salario de la mujer”, “el arbitraje bajo la tutela del Estado” de “los conflictos
que surjan entre los trabajadores y los patrones”, “la creación de un banco
de carácter mixto, en que figuren como accionistas el estado, el trabajo y el
capital, que asegure al obrero contra los accidentes de la labor y los
abandonos de la vejez”. Confirmando su histórica preocupación por la
inclusión social, y en una época de gran inmigración, el programa también
propone “la naturalización de los extranjeros, porque aquellos que viven en
el país y cooperan a su engrandecimiento, los que comparten sus penas y
sus dichas, lo que dan a sus hijos lo mejor de su sangre, tienen pleno
derecho de ser ciudadanos”.
Estas propuestas no respondían a una coyuntura política, sino que
reflejaban una preocupación permanente. El programa del año 1915, cuya
redacción final correspondió a Luis Alberto de Herrera, propone “la defensa
de las clases obreras” y lo justifica con estas palabras:
“Partido de trabajo el nuestro, fuerte por eso, porque vive alejado
de los puestos oficiales y rentados, ninguna agrupación cívica le aventaja
en la comprensión de los desamparos colectivos. La causa de los
obreros es la suya propia”.
El nuevo texto incluye medidas tales como la mejora del salario de la
mujer obrera, la protección de los pequeños productores mediante el
desarrollo del crédito rural y las cooperativas agrícolas, la extensión de los
servicios urbanos (agua corriente, electricidad, saneamiento) a las ciudades
del interior, la rebaja de las tarifas a la importación de trigo como forma de
combatir el encarecimiento del pan y la rebaja general de impuestos: “El
enorme crecimiento que en los últimos años ellos han experimentado, bajo
gobiernos que se han dicho defensores de los desheredados, ha sido causa
primordial del encarecimiento de la vida”. El programa vuelve a defender la
extensión de los derechos políticos a los inmigrantes e incluye la defensa de
la autonomía universitaria.
En julio de 1920 se realiza en Florida un congreso que tuvo como centro
el desarrollo de la doctrina social del Partido Nacional. Entre sus principales
impulsores estuvieron Luis Alberto de Herrera, Juan Antonio Collazo y
Carlos Quijano. El congreso aprobó resoluciones favorables al
cooperativismo, el mutualismo, la seguridad social y la democratización del
ahorro y del crédito. La línea definida marca un doble rechazo al
“individualismo estéril” y a “la tiranía del estado socialista, burócrata y
explotador de los trabajadores”. Con esa claridad veían las cosas los
blancos, apenas tres años después del triunfo de la revolución soviética. El
Dr. Juan Antonio Collazo decía entonces:
“A la fórmula de abolir la propiedad y el capital privado propuesta
por el socialismo, la cooperación responde con una más humana, más
real y más justa: hacer la propiedad y el capital accesibles al mayor
número, a todos”.
Los documentos aprobados prestan especial atención los trabajadores
rurales, haciendo propuestas que permitan asegurarles “hogar, familia
organizada, educación para sus hijos y la seguridad de que su vejez estará
al abrigo de todas las necesidades”.
La visión social del Partido Nacional estuvo caracterizada por dos rasgos.
El primero fue la firme voluntad de distinguirse del socialismo, al que
siempre se vio como enemigo de la libertad y perjudicial para los intereses
de los más débiles. El segundo fue la conciencia del estrecho vínculo entre
justicia social y libertad política. La preocupación por las condiciones de vida
de la población no es un agregado opcional que eventualmente pueda
acompañar a la defensa de las libertades, sino un requisito indispensable
para su vigencia. No existe una defensa eficaz de las libertades si los
ciudadanos no acceden a las condiciones materiales para ejercerlas.
Lorenzo Carnelli lo decía en 1921:
“¿Cómo habría de esterilizarse en la pasividad y en la indiferencia
frente a las irritantes opresiones económicas, el Partido que fue siempre
defensor eficaz de todos los oprimidos políticos? ¿Cómo habría de
pronunciarse a favor de las dinastías de clase, de las dinastías del
dinero, el Partido que fue un enemigo jurado de todas las dinastías
gubernamentales?”.
Entre 1919 y 1926, los legisladores nacionalistas presentaron 7
proyectos sobre salario mínimo. Ninguno de ellos tuvo votos suficientes en
el Parlamento. Hubo que esperar hasta los años 30 y 40 para que se
aprobaran normas semejantes y se crearan los Consejos de Salarios.
Entre 1915 y 1927, legisladores nacionalistas presentaron 6 proyectos
de ley de vivienda y alquileres orientados a mejorar las condiciones de vida
de los obreros y, en general, de los sectores populares. Tampoco fueron
aprobados por falta de apoyo del oficialismo.
Entre 1915 y 1943, legisladores nacionalistas presentaron 21 proyectos
sobre jubilaciones y pensiones, incluyendo las de empleados rurales,
obreros ferroviarios y de tranvías, de frigoríficos y saladeros, de peluqueros
y tabacaleros. Sólo algunos de ellos fueron aprobados. Por ejemplo, en
1920 se votó la “Ley Carnelli”, que creó la Caja de Jubilaciones y Pensiones
de Empleados y Obreros de Servicios Públicos.
Cuando los blancos volvieron al gobierno en 1959, lo hicieron con
sensibilidad social y capacidad de gestión. En 1960 se aprobó la ley que
creó el aguinaldo obligatorio, tanto para los empleados públicos como
privados. La medida se extendió un año más tarde a los jubilados, y en
1965 a los pensionistas. También en 1960 se introdujo el “salario familiar”,
compuesto de la prima por hogar constituido, las primas por nacimiento y
matrimonio, y las asignaciones familiares. En 1961 se introdujo la
revaluación automática de pasividades.
La acción de aquellos gobiernos blancos no se limitó a aprobar leyes de
protección social. También fueron enormemente innovadores en su manera
de combinar lo político con lo técnico. Por primera vez desde el año 1908 se
hizo un censo de población que permitió saber cuántos éramos los
uruguayos (se descubrió que había 1.042.686 habitantes). Las terribles
inundaciones de 1959 obligaron a desplazar a 40 mil personas, para lo que
se organizó un despliegue logístico sin precedentes. El gigantesco plan de
obras impulsado por el Ing. Luis Giannattasio conectó comunidades que
hasta entonces habían estado aisladas y facilitó la circulación de personas y
de bienes. Durante el segundo gobierno blanco, Wilson Ferreira Aldunate,
ministro de Ganadería y Agricultura, desarrolló proyectos muy innovadores
de apoyo a la población rural y a las pequeñas unidades productivas.
La misma combinación entre sensibilidad social y calidad de la gestión
caracterizó al gobierno blanco presidido por Luis Alberto Lacalle (1990-
1994). En marzo de 1990 se creó el Fondo de Inversión Social de
Emergencia, focalizado en la población de menores ingresos. Sus programas
combinaban la asistencia alimentaria, la enseñanza y la recreación. Además
se duplicó el monto de las asignaciones familiares para los sectores de
menos recursos y se lanzó un plan de construcción de viviendas. Una
iniciativa complementaria (el Programa de Inversión Social) logró construir
14 liceos, 7 escuelas, 8 jardines de infantes, 4 hogares estudiantiles, 9
centros de salud, 5 centros diurnos, 5 hogares de ancianos, 8 policlínicas,
23 centros barriales, 5 guarderías y 4 comedores populares. Su alta
eficiencia le permitió ejecutar en plazo el 90% de los recursos que le habían
sido asignados.
El presupuesto de salud pasó de 90 millones de dólares en 1990 a 200
millones en 1994. Los fondos presupuestales fueron usados para construir
nuevos hospitales (Las Piedras, Canelones, Chuy), ampliar y modernizar
otros (Pereira Rossell, Durazno, Salto, Pando) y construir Centros de Salud
de primer nivel (Rincón de la Bolsa, Cerro, Piedras Blancas, La Cruz de
Carrasco). Se entregaron 336 nuevas ambulancias en todo el país.
El Ministerio de Vivienda construyó más de 4 mil soluciones
habitacionales y otorgó más de 3 mil subsidios de compra. El Movimiento
para la Erradicación de la Vivienda Insalubre en el Medio Rural (MEVIR),
construyó más de 5 mil viviendas (lo mismo que en los 22 años anteriores).
El Banco Hipotecario entregó más de 11 mil viviendas, otorgó más de 14 mil
préstamos y dejó en marcha unas 7 mil obras.
Un capítulo de especial importancia fue el apoyo a la educación pública.
El presupuesto pasó de 180 a 400 millones de dólares en cinco años. Se
construyeron 16 liceos y se crearon las aulas de informática. La UTU recibió
equipamiento por 17 millones de dólares de entonces. Se dio un gran
impulso a los Centro de Atención a la Infancia y la Familia (CAIF), que
pasaron de 25 a 110 en todo el país. Se creó el Fondo de Solidaridad, con el
fin de financiar becas a estudiantes de bajos recursos que asisten a la
Universidad de la República. Se construyó la Facultad de Ciencias, con una
inversión superior a los 14 millones de dólares de la época.
Durante el gobierno de Lacalle se creó una figura inexistente hasta
entonces: las Escuelas de Tiempo Completo. Y no sólo se las ideó, sino que
se construyeron a muy buen ritmo. En ese período de gobierno se pusieron
en marcha 48 escuelas de tiempo completo. Durante el segundo gobierno
del presidente Sanguinetti se agregaron otras 25. Durante el gobierno del
presidente Batlle se construyeron 31 más. En los primeros tres años de la
administración Vázquez sólo se construyeron 14.
Como resultado de este conjunto de medidas sociales, y de una política
económica que por primera vez en muchos años consiguió bajar la inflación,
los indicadores sociales tuvieron una mejora que nunca se había conseguido
ni volvería a conseguirse en sólo cinco años. Las jubilaciones tuvieron un
aumento del 40% en términos reales. El desempleo bajó al 8% y el
consumo privado creció a una tasa del 5% anual. La pobreza bajó del 12 al
6% de los hogares. El porcentaje de hogares con necesidades básicas
insatisfechas en Montevideo cayó del 8,2 al 4,8%. Las personas ubicadas
debajo de la línea de indigencia pasaron de 2.5% a 1.2%. Hubo una
reducción de la desigualdad medida por el Índice Gini.
La preocupación social del Partido Nacional no necesita ser
demostrada. Atraviesa toda su historia y se expresa en logros verificables.
La Declaración de Principios vigente afirma:
“Cada miembro de la comunidad nacional, independientemente
de su origen étnico, género o credo, debe tener acceso a una vida
digna, acorde a sus valores y creencias, en un contexto de respeto
mutuo y adecuación a la norma de derecho. Abogamos por un
liberalismo igualitario y solidario, que elimine las diferencias entre los
individuos derivadas de los orígenes sociales y su condición
económica. (…). Ello implica un eficaz y sostenido esfuerzo público y
comunitario especialmente en favor de aquellos sectores más
vulnerables y excluidos”.
Los blancos queremos una sociedad de personas en condiciones de
ejercer sus derechos y de construir su propio futuro, sin quedar presas de
burocracias paternalistas ni tener que someterse a la tutela de
corporaciones.
6. Hacia afuera, un partido defensor de la soberanía nacional
El Partido Nacional se ha identificado siempre con un nacionalismo
democrático y abierto, que no es movido por ningún sentimiento de
superioridad racial ni histórica, sino por un ideal de convivencia. Los blancos
siempre hemos estado dispuestos a salir en defensa de la Patria, de su
integridad territorial y de su soberanía, entendiéndola como la entendió
Aparicio Saravia:
“La Patria es el poder que se hace respetar por el prestigio de sus
honradeces y por la religión de sus instituciones no mancilladas; la Patria
es el conjunto de todos los partidos en el amplio y pleno uso de sus
derechos; la Patria es dignidad arriba y regocijo abajo”.
Un siglo más tarde, Wilson Ferreira sintetizaría esta manera abierta y
tolerante de entender el nacionalismo, diciendo que el Uruguay es “una
comunidad espiritual”.
Fieles a la Patria y celosos de su integridad y su soberanía, los blancos
siempre hemos tenido aguda conciencia de que, por ser un país chico
rodeado de gigantes, la política internacional debe ser vista como una de las
políticas cruciales del Estado. Tal como nos enseñó Luis Alberto de Herrera,
el Uruguay independiente debe asumirse como un hecho consumado e
irreversible, pero también como una República que, “por ser pequeña, está
abocada a riesgos permanentes”. De ahí la importancia de una política
exterior a ser desarrollada con profesionalismo y claridad estratégica: “En la
buena diplomacia, certera y sin perezas, radica la más firme defensa de
nuestro Uruguay”. Nuestro país, insistía Herrera, necesita una “indumentaria
diplomática a la medida de su cuerpo”.
Desde el siglo XIX hasta hoy, los blancos hemos levantado principios y
banderas muy firmes en este terreno. Y tal como ocurre en otras áreas,
esas banderas y principios han terminado por convertirse en patrimonio de
todos los uruguayos. Entre ellos se cuentan el respeto a la
autodeterminación de los pueblos, la voluntad de honrar escrupulosamente
los acuerdos internacionales y la solidaridad continental ante cualquier
forma de agresión externa.
Dentro de este marco que se ha vuelto patrimonio común, los blancos
hemos defendido siempre un posicionamiento internacional que elude tanto
el aislacionismo como los internacionalismos que conducen a la entrega de
soberanía. Herrera resumía esta posición en un doble rechazo a los
alineamientos de su tiempo: “ni en las filas rojas del comunismo, ni una
estrella más en la bandera de ningún imperialismo”.
La política exterior defendida por los blancos ha incluido siempre una
actitud de hermandad con la región, ineludible para quienes nos sentimos
herederos del federalismo artiguista. La integración regional es parte de
nuestra herencia y es vista como una tarea pendiente.
Pero nuestra vocación regionalista no implica ingenuidad ni ceguera
ideológica. Sabemos que en la región hay intereses enfrentados y
poderosas asimetrías, lo que inevitablemente conduce a conflictos y
retrocesos. Casi 200 años en el cultivo de un regionalismo realista y atento
nos han enseñado a evitar errores en los que caen aquellos que tienen una
comprensión superficial de nuestra identidad y de nuestra historia.
La fidelidad a estos principios y a esta concepción de la inserción
internacional del país se expresa a lo largo de toda la historia del Partido
Nacional. Se ve en la lucha de sus figuras fundadoras contra la dominación
brasileña en tiempos de la Cisplatina; se ve en los esfuerzos de Oribe por
defender los límites territoriales del país; se ve en el repudio a los tratados
de 1851, que constituyeron una renuncia de soberanía ante Brasil; se ve en
la defensa heroica de Paysandú y el sacrificio de Leandro Gómez; se ve en
la condena a la Guerra del Paraguay y en la solidaridad histórica con ese
país; se ve en el rechazo al pedido de apoyo militar estadounidense
realizado por el gobierno de José Batlle y Ordóñez en 1904; se ve en el
Programa Político de 1915, que insiste en la necesidad de fortalecer y
profesionalizar el servicio exterior, estimulando una diplomacia orientada a
lo comercial; se ve en la empecinada resistencia de Luis Alberto de Herrera
a la instalación de bases norteamericanas en suelo uruguayo; se ve en la
decisión del gobierno presidido por Luis Alberto Lacalle de incorporar el país
al Mercosur.
Todas esas acciones expresan una misma visión de país y un
compromiso que nos conecta con nuestras figuras fundacionales. Dicho en
breve, todo eso forma parte del ser blancos. Así lo afirma hasta hoy la
Declaración de Principios vigente:
“El Partido Nacional proclama como la razón misma de su
existencia la defensa de la Patria, de su integridad territorial, del
ejercicio de su soberanía y del espíritu de unidad nacional de la
comunidad que se remonta a sus orígenes históricos”.
Esta afirmación es hoy más importante que nunca, cuando el país
enfrenta el desafío de encontrar su lugar en un mundo que se vuelve cada
vez más impredecible y complejo.
7. Hacia adentro, un partido defensor del equilibrio territorial y
de las autonomías locales
Junto con esa visión “hacia afuera”, hay también una visión “hacia
adentro” que es típicamente blanca. Esa visión consiste en partir del país
que siempre hemos sido para construir desde allí el país del futuro: si
aspiramos a un desarrollo genuino, debemos fundarlo en nuestras propias
acumulaciones culturales y productivas. Esto no implica una actitud de
encierro. No lo implica porque eso es justamente lo que nunca hicimos. El
Uruguay fue siempre un país abierto al mundo (del que aprendió la idea de
democracia y del que provinieron las masas inmigrantes) sin perder por eso
conciencia de su identidad.
Un componente esencial de esta visión es la búsqueda de un mejor
equilibrio entre el país rural y el país urbano. Desde mediados del siglo XIX,
el Partido Nacional combatió el centralismo, intentó fortalecer las dinámicas
locales (el pago, el vecindario) y denunció la des-ruralización. En parte lo
hizo porque se sentía heredero de viejas tradiciones hispánicas de
participación comunal. En parte lo hizo porque le importaba construir
ciudadanía: una república necesita republicanos, y los republicanos se
forman en el ejercicio cotidiano de la soberanía. En parte lo hizo también
por razones de justicia social: la centralización genera sus propias víctimas,
entre las que se cuenta la población desplazada que alimenta los cinturones
de pobreza de las ciudades. Y también lo hizo por entender que un
desarrollo económico genuino debe sostenerse en los saberes y destrezas
propios, en lugar de limitarse a impostar un desarrollo ajeno. Todas esas
razones siguen siendo nuestras.
Durante el gobierno de Berro (1860-1864) se hicieron los primeros
esfuerzos sistemáticos por asegurar el poblamiento de la campaña y por
fortalecer las autoridades municipales. La política de poblamiento fue
intensa y prestó especial atención a la frontera con Brasil. Durante ese
gobierno se fundaron, entre otras ciudades, Pereira y Ceballos (hoy Rivera)
en el entonces Departamento de Tacuarembó; Belén y Lavalleja en el
departamento de Salto; Colón (hoy Castillos) en el Departamento de
Rocha; Sauce, Cerrillos, Tala y Migues en el Departamento de Canelones;
Sarandí del Yí en el Departamento de Durazno; y Colonia Suiza.
Para fortalecer la actividad económica en el interior, se construyeron
muelles de carga y descarga en Colonia, Paysandú y Salto. También se
crearon aduanas que podían cumplir trámites de importación y exportación
en esas tres ciudades , así como en Maldonado, Mercedes, Nueva Palmira,
Artigas, Tacuarembó, Santa Rosa y Cuareim. En 1861, el gobierno autorizó
la creación del Banco Comercial de Paysandú.
Este conjunto de iniciativas fue acompañado de un proyecto de ley,
también elaborado en 1861, que buscaba descentralizar el poder político y
hacer posible un ejercicio efectivo de la ciudadanía. El artículo 1° decía:
“Los Departamentos serán divididos en distritos municipales,
urbanos y rurales. Los primeros se formarán de ciudades, villas y
pueblos con su territorio inmediato, y los otros de campos poblados”.
El artículo 4° agregaba:
“En cada distrito se establecerá una junta municipal compuesta
de cinco miembros en los distritos cuya población no pase de 2.000
almas, de siete en los que exceda de ese número hasta 7.000
inclusive, y de nueve en los que monte a más”.
Berro tenía una conciencia muy clara de lo que estaba haciendo:
“Es un contrasentido decir que los gobiernos pueden educar a
los pueblos para la libertad. La aptitud para la libertad no se adquiere
sino con la libertad. Su aprendizaje más general, más seguro, menos
expuesto a inconvenientes, es en los municipios. Allí yerra y se
corrige; se levanta y cae, sin que eso trastorne al Estado; y al cabo
se hace capaz a fuerza de práctica y experiencia”.
El levantamiento de Flores frenó estos avances, pero el Partido
Nacional nunca abandonó las causas de la descentralización y el equilibrio
territorial.
El primer Programa de Principios, de julio de 1872, habla de
establecer gobiernos municipales, descentralizar la administración y
fortalecer el funcionamiento de la justicia en todo el territorio. La Carta
Orgánica de 1891 plantea la defensa de la producción rural como principal
fuente de riqueza del país. Aparicio Saravia incluía en sus proclamas la
defensa de los “fueros”, como le gustaba decir usando una vieja palabra
hispánica, es decir, la autonomía local y el autogobierno de las comunidades
frente al gobierno central.
El Programa Político del año 1906 plantea que los municipios dejen de
ser “simples dependencias del poder central, al que van a parar sus mejores
recursos y al que están subordinadas casi por entero sus iniciativas”.
También propone dar a la instrucción pública “ la autonomía departamental
de la que carece hoy”. Se propone asimismo llevar a las zonas rurales una
educación de “carácter práctico que, desenvolviendo y encaminando las
aptitudes y las energías de nuestros criollos, les permitan trabajar de un
modo eficiente en el mejoramiento de su condición social y económica”.
El Programa de 1915 plantea con especial énfasis “defender a las
clases humildes de la campaña, arraigándolas a su comuna”. Para eso
enumera medidas como el desarrollo de la escuela rural, la protección de
las condiciones de trabajo de los asalariados rurales y la mejora de la
seguridad para evitar “el despojo de ovejas y reses”, que castiga con
especial dureza a los productores más débiles. La emigración rural recién
empezaba a notarse, pero el Partido Nacional ya la había registrado:
“Ocurre que la capital absorbe a esos vencidos sin pelear,
acreciendo con ellos las falanges proletarias, cuando la elemental
conveniencia social ordenaría mantenerlos en su comuna, fortificados
por el arraigo allí donde radican las inestimables energías del propio
hogar”.
Durante los dos colegiados blancos, las iniciativas a favor de un
mayor equilibrio territorial se multiplicaron. La Ley de Reforma Monetaria y
Cambiaria de 1959 incluyó medidas de estímulo a una producción
agropecuaria que llevaba años de estancamiento. Con el superávit generado
durante el primer año de aplicación de esa ley se transformaron todas las
escuelas de barro del país y se construyeron centros hospitalarios y
docentes. En los años siguientes se financiaron numerosas obras de
infraestructura, principalmente carreteras y puentes. Más del 75% de las
obras se realizaron fuera de Montevideo. El Plan Nacional de Desarrollo
adoptado por el segundo colegiado blanco propuso un amplio abanico de
medidas que abarcaban a todo el país. La gestión de Wilson Ferreira al
frente del Ministerio de Ganadería se inscribió en ese marco.
El mismo impulso al desarrollo integral del país reapareció durante la
presidencia de Luis Alberto Lacalle. Se realizaron convenios entre el
gobierno central y varias intendencias (Durazno, Soriano, Rocha, Rivera,
Cerro Largo) para la realización de obras de saneamiento. En cada uno de
esos departamentos, las obras realizadas en ese quinquenio representaron
más de la mitad de las realizadas en toda la historia previa.
Se realizaron obras de mejoramiento de la red de agua potable en
muchas zonas del país, incluyendo Bella Unión, Fraile Muerto, Dolores,
Nuevo Berlín, Nueva Palmira, San Jacinto, Ansina, San Gregorio, Minas de
Corrales y Bañado de Medina. Se aseguró el suministro de agua potable a la
gran mayoría de las escuelas rurales. Se hicieron obras de canalización y
plantas depuradoras de aguas residuales en Río Branco, Salto, Minas, José
Ignacio y Punta del Este. Se extendió la electrificación y los servicios
médicos a todo el país rural. Se entregaron 1.500 kilómetros de caminería y
más de 2 mil kilómetros de líneas eléctricas.
Entre las iniciativas de estímulo a la producción agropecuaria se
destaca una política de desarrollo forestal que hizo crecer más de tres veces
la superficie forestada, así como la autorización de las exportaciones de
ganado en pie, que tuvo como efecto un importante aumento del stock
ganadero. También se liberalizó el régimen de arrendamientos rurales y se
descentralizaron los controles administrativos a la actividad productiva. Se
puso en marcha una política de mejora de rutas mediante el régimen de
concesiones (que permitió, entre otras cosas, la construcción de la doble vía
Montevideo-Punta del Este) y se realizaron importantes obras de
infraestructura orientadas a fortalecer el desarrollo de la industria turística
(como el aeropuerto de Laguna del Sauce).
Junto con los cambios normativos y los esfuerzos en materia de
infraestructura, se impulsaron experiencias de descentralización en distintas
áreas de actividad. Entre 1991 y 1993 se invirtieron 12 millones de dólares
en la compra de maquinaria que pasó a manos de las intendencias. Se
crearon Comisiones Departamentales de Educación, que por primera vez
podían tomar decisiones sin necesidad de consultar a Montevideo, así como
administrar fondos de manera autónoma. Esta experiencia fue
discontinuada durante la “Reforma Rama”.
La defensa de las autonomías locales y del equilibrio territorial sigue
siendo hasta hoy una bandera del Partido Nacional. La Declaración de
Principios vigente lo recuerda de este modo:
“Las acciones de gobierno deben llevarse al nivel más próximo a la
comunidad, mediante la articulación de esfuerzos entre el Estado y las
organizaciones sociales. (…) Los gobiernos departamentales y locales
deben asumir progresivamente mayores ámbitos de actividad, mediante
la transferencia de responsabilidades y recursos desde el gobierno
central, de manera de garantizar una efectiva descentralización”.
8. Un partido que sabe gobernar
El Partido Nacional sólo ejerció el gobierno en seis ocasiones. Esto
ocurrió en 1835-1838 (primera presidencia de Oribe), 1843-1851 (gobierno
del Cerrito), 1860-1865 (Bernardo P. Berro e interinatos de Atanasio
Aguirre y Tomás Villalba), 1959-1962 (primer colegiado blanco), 1963-1966
(segundo colegiado blanco) y 1990-1995 (presidencia de Luis Alberto
Lacalle).
Hubo además otro presidente blanco, Juan Francisco Giró, que fue el
primer presidente constitucional electo tras el fin de la Guerra Grande. Pese
a ser hombre del Cerrito y muy cercano a Oribe, Giró intentó llevar adelante
un gobierno de pacificación integrado por figuras de los dos grandes
partidos. Pero su presidencia, iniciada el primero de marzo de 1852, se
interrumpió en setiembre del año siguiente, cuando fue obligado a renunciar
y a dejar el país como consecuencia de un levantamiento promovido por
colorados y conservadores.
Casi siempre que fue llamado gobernar, al Partido Nacional le tocaron
momentos cargados de dificultades. Y siempre enfrentó esos desafíos con
coraje, capacidad innovadora y sentido de responsabilidad. En todos los
casos fueron gobiernos con alta calidad de gestión, que dejaron huellas
profundas. Los blancos han gobernado poco, pero han gobernado bien.
Manuel Oribe
Fue electo en 1835, cuando tenía 43 años de edad. Fue el primer
gobernante del país que se preocupó por poner orden en las cuentas
públicas y combatir la corrupción administrativa: en poco tiempo ordenó el
caos dejado por Fructuoso Rivera. Para enfrentar la enorme deuda pública
heredada creó impuestos que gravaban la propiedad, las herencias y los
sueldos altos. Pero eliminó el impuesto al ganado en pie, para premiar el
aumento de la productividad, y eliminó los topes a las tasas de interés para
estimular el crédito. Controló el gasto público con medidas como la
reducción del número de oficiales del Ejército en actividad. Al mismo tiempo
financió la construcción de caminería y otras obras de infraestructura. Creó
el libro de deudas y rentas públicas, que no existía hasta entonces.
Oribe organizó el correo, unificó los tribunales de justicia (suprimiendo
los fueros militar y eclesiástico), fortaleció la Junta de Higiene Pública y creó
el primer reglamento sanitario del país. Combatió la esclavitud por todos los
medios, prohibiendo el tráfico y declarando libres a todos los esclavos que
pusieran un pie en el territorio nacional. Ya en el Cerrito, firmó el decreto de
abolición. Aprobó las primeras leyes de seguridad social y tuvo una enorme
preocupación por la educación: creó escuelas, impulsó la introducción del
método lancasteriano, trajo maestros extranjeros, eliminó los impuestos a
la importación de papeles y de libros. En 1838 firmó el decreto de creación
de la Universidad de la República y reabrió la Biblioteca Nacional bajo la
dirección de Dámaso A. Larrañaga.
El gobierno de Oribe tuvo una política exterior independiente y soberana,
que incluyó el rechazo a las presiones de Brasil para devolver los esclavos
fugitivos, la exigencia de que ese país reconociera el límite Norte del
Uruguay, la negativa a la solicitud del gobierno francés de utilizar el puerto
de Montevideo para aprovisionar los barcos que bloqueaban el puerto de
Buenos Aires y el rechazo a un abultado crédito ofrecido por Inglaterra, que
exigía como contrapartida un tratado de alianza perpetua con presencia de
tropas británicas en el territorio nacional.
De su culto a la austeridad y a la honradez administrativa queda como
testimonio esta carta a un empresario amigo:
“Recibo su carta de hoy y su magnífico obsequio. Le devuelvo
ambas cosas. Lo uno, porque no merezco los conceptos con que usted
me favorece, y porque, como su leal amigo, creo que no conviene a
usted para el porvenir dejar con su firma esa carta cortesana, de los
tiempos de Luis XIV, mal dirigida a un republicano; el regalo, porque es
demasiado valioso, y no conviene a mi decoro aceptarlo ni a usted el
hacerlo, dadas nuestras posiciones respectivas. (…) No debo ni quiero
quedar obligado a persona alguna del modo que me obligaría la admisión
del importante presente que usted tiene la amabilidad de querer
hacerme en este día de mi cumpleaños. Lo saluda con afecto, su amigo
Manuel Oribe”.
Tal vez el mayor homenaje a Oribe lo haya hecho uno de sus enemigos:
el colorado Juan Carlos Gómez. Escribiendo sobre el inicio de la Guerra
Grande, dice:
“El caudillaje enciende la guerra civil en 1936 bajo un gobierno
que respetaba la ley, que administraba con escrupulosidad los dineros
públicos, que ningún derecho atacaba, que fomentaba la educación
popular, tributaba consideración a los talentos y a las luces y hacía
alarde de modestia republicana y de cultura de procederes”.
Bernardo Berro
Fue el sexto presidente constitucional del país. Un hombre
extremadamente culto (fue formado por su tío y padrino, Dámaso Antonio
Larrañaga), productor rural de avanzada y uno de los mejores gobernantes
de nuestra historia. Además fue gran jinete, ajedrecista, pianista y buen
cantor.
Antes de ser presidente fue diputado, juez, ministro, senador y
periodista. Ejerció dos veces en forma interina la presidencia de la
República (durante pocas semanas en 1852 y durante tres meses entre
fines de ese año y principios de 1853) antes de ser electo en febrero de
1860. Cumplió la totalidad de su mandato (hasta el 1° de marzo de 1864),
aunque a partir de 1863 debió enfrentar la insurrección de Venancio Flores.
Su gobierno modernizó la producción agropecuaria, estimulando la
importación de animales de raza e introduciendo nuevos métodos para la
conservación de la carne. Durante su mandato, el stock de vacunos superó
por primera vez los 8 millones de cabezas, a los que se sumaban 2,6
millones de lanares. Estimuló la agricultura en el sur del país, impulsando el
cultivo de trigo y maíz. Eliminó los aranceles para la importación de
maquinaria y las materias primas para uso industrial. Abrió cuatro
consulados generales en Europa con el propósito de fomentar la inmigración
de agricultores y trabajadores industriales. Creó el primer registro de
marcas de ganado y designó una comisión encargada de organizar la
mensura general del territorio. Introdujo el sistema métrico decimal en
1862, colocando a Uruguay entre los primeros países del mundo que lo
adoptaron.
Durante su gobierno se aprobó una nueva ley bancaria que ponía
reglas de juego claras a la actividad financiera, y una ley de aduana
orientada a estimular el tránsito de personas y mercancías por el puerto de
Montevideo. El arancel más alto se fijó en un 22% y sólo se aplicaba a las
bebidas alcohólicas. Se redujeron los impuestos a las exportaciones (la tasa
más alta quedó fijada en el 4%), se liberó de impuestos al trasbordo de
mercaderías y se eliminaron los costos de almacenaje por el término de un
año para mercaderías en tránsito. A partir de 1861 se exoneró de derechos
de puerto a los barcos de ultramar dedicados al comercio y a los buques de
cabotaje que transbordaran mercaderías con ellos. Se estableció una línea
de navegación permanente con Asunción del Paraguay. Su lema en materia
económica era: “Dejar hacer, pero hacer también”
Creó la Mesa de Estadística de la Aduana y uniformó los libros de
contabilidad de los departamentos, de modo que la Contaduría General
pudiera elaborar cifras nacionales. Inició la publicación sistemática de las
cuentas públicas (la “Memoria de Hacienda”). Celebró una convención
postal con Gran Bretaña que aseguró la articulación del correo local con el
internacional.
Durante su mandato se fundó el Hospital Militar, se ensancharon y
empedraron las principales calles de la ciudad vieja de Montevideo, y se
construyeron terraplenes, cercos y veredas en buena parte de la ciudad
nueva (incluyendo, por primera vez, la Aguada y el Cordón). Se extendió la
red de alumbrado a gas en varias ciudades y se aprobó un fondo para el
saneamiento de la capital (las obras se pusieron bajo el control de la Junta
de Montevideo). Municipalizó los cementerios, ejecutando una decisión que
había sido tomada por el gobierno anterior. Se mejoraron hospitales y
hospicios.
Esta inmensa obra se realizó al mismo tiempo que se reducía la
deuda pública, mediante la combinación de un mayor control de gastos y el
fortalecimiento de la capacidad recaudadora del Estado. En 1860 aprobó
una ley que obligaba a que toda obra financiada con dinero público se
adjudicara mediante concurso de precios. Reguló la recaudación y el uso de
los impuestos municipales, fortaleciendo el papel de control de las juntas
económico-administrativas. En 1862 creó por ley la moneda nacional.
Tuvo una vigorosa política exterior de inspiración nacionalista. Se
negó a pagar compensaciones económicas reclamadas por Brasil, Argentina
e Inglaterra desde los tiempos de la Guerra Grande. Retomó la política de
defensa de los esclavos fugados de Brasil, lo que le valió grandes tensiones
con el Imperio.
Saneó el sistema electoral, incorporando medidas para combatir el
fraude. Durante su gobierno se consideró normal que diputados oficialistas
perdieran elecciones. Aprobó una ley de amnistía para permitir el reingreso
al país de todos los exilados políticos. Separó los roles de jefe político de
Departamento y de comandante militar, como manera de combatir la
concentración de poder. Hizo esfuerzos para mejorar el funcionamiento de
la justicia. Se preocupó por fortalecer la enseñanza primaria y universitaria.
Para Juan Pivel Devoto, Berro fue “el ideólogo de la República”. Luis
Melián Lafinur, un enemigo de los blancos, lo describió como un presidente
de “honorabilidad intachable como administrador de los dineros públicos”.
Los colegiados
Tras 93 años en los que no pudo ejercer el gobierno, el Partido
Nacional ganó las elecciones de 1958 superando por 120 mil votos al
Partido Colorado. Triunfó en todos los departamentos menos Artigas. Por
primera vez Montevideo tuvo un intendente blanco: Daniel Fernández
Crespo. En esa época el país no era gobernado por un presidente de la
República sino por un Consejo Nacional de Gobierno integrado por nueve
miembros. Seis consejeros correspondían al partido que hubiera ganado las
elecciones. Los que ingresaron por el Partido Nacional durante el primer
colegiado fueron: Martín R. Echegoyen, Benito Nardone, Eduardo V. Haedo,
Faustino Harrison, Justo M. Alonso y Pedro Zabalza.
El gobierno anterior, presidido por Luis Batlle, había dejado al país en
una situación crítica. Entre 1955 y el momento en que asumieron los
blancos, la inversión había caído más de un 27% y la producción agrícola se
había reducido un 15%. El PBI había tenido una caída acumulada del 3,7%.
Luis Batlle había intentado responder con medidas de corte populista, pero
sólo había conseguido empeorar las cosas. El número de empleados
públicos había pasado de 57 mil en 1941 a 168 mil en 1955, a casi 194 mil
en 1959. Las cajas Civil y de Industria y Comercio habían visto aumentar el
número de jubilados de 53 mil a 141 mil en cuatro años. Las reservas
internacionales estaban en caída libre. La caja del Estado estaba vacía: en
marzo de 1959 no había fondos para pagar los salarios públicos
correspondientes a febrero; la UTE no podía afrontar sus compromisos
internacionales; el Ministerio de Obras Públicas había suspendido todas sus
obras por falta de materiales; el Banco Hipotecario había comprometido
préstamos por el doble de sus posibilidades. La inflación se había disparado
del 10.3% en 1955, al 18.3% en 1957, a cerca del 49% en 1959.
El primer colegiado blanco tomó una de las decisiones más corajudas
y trascendentes de la historia nacional: la aprobación de la ley de Reforma
Cambiaria y Monetaria, promulgada el 17 de diciembre de 1959 bajo el
impulso del ministro Juan Eduardo Azzini. Esa ley salvó al país de un
colapso económico y marcó un rumbo que se mantiene hasta hoy.
La Reforma se propuso poner punto final a casi treinta años de
hiperdirigismo estatal y de encierro comercial. Mecanismos como los tipos
de cambios múltiples y los cupos de importación fomentaban la corrupción,
agotaban los recursos del Estado, distorsionaban los precios y paralizaban la
producción. El cuadro económico del país era artificial, injusto, complejo y
frágil. Por ejemplo, no había un precio del dólar sino muchos precios
diferentes, que se fijaban por vía administrativa según el demandante fuera
un importador o un exportador, cuál fuera su rubro de actividad y hasta
cuál fuera su producto. Esto alimentaba la corrupción y el amiguismo.
Además, generaba empresarios que se esforzaban por mejorar su capacidad
de influencia sobre el gobierno más que en mejorar sus empresas para
aumentar la productividad y competitividad.
La ley Azzini eliminó los cupos de importación (ya no fue necesario
pedir permiso al gobierno para importar productos) y los cambios múltiples
(dejó de haber varios precios del dólar, según quién fuera el que los
compraba). En lo sucesivo, el valor de las diferentes monedas lo fijaría el
mercado, como ocurre hasta hoy. También fue necesario devaluar la
moneda, porque el Estado ya no tenía reservas para seguir sosteniendo
artificialmente el peso. La libre importación de toda clase de mercaderías,
artículos, productos y bienes era necesaria para poner punto final a la
penuria de insumos y bienes de capital, pero podía tener efectos muy
destructivos a corto plazo. Por eso, la ley facultaba al gobierno a decretar el
cobro de aranceles, establecer detracciones y emplear otras medidas en
forma transitoria.
La Reforma Monetaria y Cambiaria fue duramente combatida,
especialmente por quienes más se beneficiaban del régimen anterior: los
empresarios habituados a obtener prebendas del Estado, los políticos que
cuidaban las fuentes de su poder, los funcionarios que perdían capacidad de
influencia. Pero sus efectos fueron rápidos y positivos. La inflación pasó del
49 por ciento en 1959, al 36 por ciento en 1960 y al 10 por ciento en 1961.
El nivel de actividad creció, y por primera vez en mucho tiempo la balanza
de pagos fue positiva. Las exportaciones en 1962 estuvieron casi un 40%
por encima de las de 1958. El clima de confianza mejoró. La fuga de
capitales se interrumpió y la inversión empezó a crecer a un ritmo anual del
10%. Pese a las inundaciones de 1959 y a la sequía de 1960, la producción
agropecuaria creció un 16% en dos años. El PBI creció casi un 7% en el
mismo período. Mejoraron el comportamiento fiscal y las cuentas externas.
La reforma de Azzini tuvo además un impacto de largo plazo sobre
las maneras de concebir el papel del gobierno en la economía. Pese a las
críticas recibidas durante largos años (provenientes en general de quienes
habían fabricado el desastre anterior), el país nunca volvió a los niveles de
dirigismo y encierro previos a 1959.
La Reforma Monetaria y Cambiaria fue decididamente liberalizadora,
pero eso no agotó la tarea del gobierno. La apertura y la flexibilización
fueron acompañadas de un esfuerzo de planificación del desarrollo social y
económico. El viejo lema de Bernardo P. Berro (“Dejar hacer, pero hacer
también”) recuperaba vigencia.
Tras casi un siglo fuera del gobierno, los blancos se encontraron con
un Estado que no estaba equipado para enfrentar los desafíos de la época.
Las estadísticas eran fragmentarias y estaban desactualizadas, de modo
que se sabía poco sobre la realidad. No se hacían censos de población desde
1908. La Contaduría General de la Nación tenía atrasos de hasta catorce
años. Entre 1944 y 1953 se había gobernado sin aprobar leyes de
presupuesto.
En enero de 1960, por un decreto del ministro Azzini, se creó la
Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico (CIDE) que realizó el
mayor trabajo de recopilación de datos y análisis en la historia del país. La
cantidad y calidad de la información disponible experimentaron un salto. Se
inició la elaboración de cálculos sobre el producto bruto y el ingreso
nacional, se elaboró una nueva base de cálculo para los índices de precios y
se reorganizaron las estadísticas del Estado.
El Partido Nacional volvió a ganar las elecciones en noviembre de
1962. Los blancos que pasaron a integrar el Consejo Nacional de Gobierno
fueron Daniel Fernández Crespo, Luis Giannattasio, Washington Beltrán,
Alberto Heber, Carlos María Penadés y Washington Guadalupe.
El esfuerzo por generar información fue mantenido por el nuevo
gobierno. En 1963 se realizó un censo de población y vivienda. Ese mismo
año se dio a conocer un completo estudio económico del Uruguay que
sistematizaba la información generada por la CIDE. Sobre esa base se inició
una tarea de reflexión estratégica y prospectiva que concluyó en un plan
anual, un plan trienal y un voluminoso Plan Nacional de Desarrollo
Económico y Social (PNDES) con proyecciones para el período 1965-1974.
Esa inmensa tarea, liderada por figuras como Washington Beltrán, Wilson
Ferreira Aldunate y Juan Pivel Devoto, dio un nuevo impulso a la
modernización del Estado. La Ley de Presupuesto de 1964 estableció la
obligatoriedad del concurso abierto para el ingreso a los cargos del
escalafón administrativo de la Administración Central. Otras leyes crearon el
Fondo de Desarrollo Económico e institucionalizaron una política de fomento
de las exportaciones industriales. En diciembre de 1964 se creó la Junta
para la Promoción Coordinada de las Exportaciones No Tradicionales.
Fue un gobierno al que le tocó enfrentar una situación difícil, en el
marco de un rápido deterioro del contexto. En 1960 la Comunidad Europea
había aprobado su Política Agrícola Común, que incluía un aumento de los
aranceles y de los subsidios a sus productores. La Unión Soviética había
puesto en marcha un ambicioso plan para aumentar su producción de carne
y leche. Países como Australia y Nueva Zelanda estaban aumentando su
productividad. Los precios internacionales caían y las cuentas públicas se
resentían. Pese a esas dificultades, el gobierno siguió buscando soluciones
sin apartarse jamás del respeto a la ley y la Constitución. No todos
actuaban del mismo modo. Fue justamente en esos años, cuando no sólo no
había dictadura sino que ni siquiera había un presidente de la República,
cuando Wilson Ferreira era ministro y se buscaban soluciones para mitigar
los costos sociales del deterioro económico, que el MLN-Tupamaros decidió
empuñar las armas para atentar contra las instituciones.
Luis Alberto Lacalle
Las elecciones de 1989 fueron las primeras desde 1971 en realizarse
sin restricciones de ninguna clase. Y las ganó el Partido Nacional. Era la
primera vez que los blancos triunfaban desde el año 1962 y, dado que se
había eliminado el colegiado, era la primera vez en todo el siglo XX que
tendrían un presidente.
El primer desafío que enfrentó la nueva administración fue, una vez
más, el económico. El gobierno del presidente Sanguinetti había terminado
con una inflación en riesgo de descontrol: en 1990 (el año en que
asumieron los blancos) llegó al 140% anual. El déficit fiscal equivalía al 7%
del PBI y se esperaba que superara el 8%. El Banco Central no tenía
reservas y el Banco Hipotecario estaba a punto de cerrar.
El gobierno blanco tomó una serie de medidas dirigidas a reducir el
déficit fiscal, estimular las exportaciones (Brasil había devaluado dos años
antes y no se había reaccionado) y a estabilizar los precios (los aumentos
salariales dejaron de calcularse a partir de la inflación pasada y empezaron
a fijarse en función de la inflación esperada, que se estimaba menor).
También se hizo una exitosa renegociación de la deuda externa, que pasó
de representar el 75% del PBI a representar el 29%.
El resultado fue una caída de la inflación que tuvo efectos duraderos:
al final de la administración blanca, la inflación era del orden del 40% (la
más baja en diez años). La prolongación de la misma política permitió
llevarla a un dígito hacia finales de la década. El país había iniciado el más
largo período de baja inflación que conoció en mucho tiempo.
La estabilización de los precios, la apertura comercial (que hizo
aumentar las exportaciones y las importaciones de bienes de capital) y
diversas políticas de estímulo a la producción abrieron un período de fuerte
expansión económica. Entre 1990 y 1995, el PBI tuvo un crecimiento
acumulado del 23%. Las exportaciones aumentaron a un ritmo del 6,9%
anual. La inversión creció un 15% al año en términos reales. Todo esto,
sumado a políticas sociales eficientes, generó un impacto muy favorable
sobre las condiciones de vida. Los ingresos de los hogares menos
favorecidos crecieron un 25 por ciento en el período.
Un hito fundamental del último gobierno blanco fue la incorporación
de Uruguay al Mercosur, lograda tras una enérgica reacción diplomática
ante las negociaciones argentino-brasileñas y legitimada mediante una
consulta a todos los líderes políticos del país. El 1º de agosto de 1990 se
firmó en Brasilia un documento que reconocía a Argentina, Brasil, Paraguay
y Uruguay como participantes plenos en el proceso de integración. El 26 de
marzo del año siguiente se firmó el Tratado de Asunción, que constituye el
acta de nacimiento del Mercosur. El Tratado fue posteriormente ratificado
por el Parlamento uruguayo, con el voto unánime de los senadores y 91
votos en la Cámara de Diputados. Con sus buenas y sus malas épocas, el
Mercosur marcaría desde entonces la vida del país.
Otro frente en el que se trabajó con intensidad fue la modernización
del Estado. El Programa Nacional de Desburocratización eliminó 1,7 millones
de trámites anuales y unos 3 millones de firmas requeridas como parte de
procedimientos administrativos. También se crearon el Tocaf (un conjunto
de normas que regulan las compras estatales), la historia laboral (como
parte de un proyecto de mejora del BPS) y el registro único de empresas y
contribuyentes, hoy conocido como RUT. El programa también incluía el
fortalecimiento de algunas áreas estratégicas como el Poder Judicial, y un
plan de formación gerencial para el sector público.
El componente más ambicioso del plan de reforma del Estado
consistía en una profunda transformación del régimen de empresas
públicas. Un proyecto de ley enviado al Parlamento en setiembre de 1990
eliminaba varios monopolios estatales (como los seguros y la fabricación de
alcoholes), suprimía al ente estatal de pesca y autorizaba a varios
organismos (como Antel y Pluna) a integrar capitales privados. También
incluía una reforma de la Administración Nacional de Puertos, pero durante
el proceso parlamentario se decidió convertirla en un proyecto de ley
autónomo.
La “Ley de empresas públicas” fue promulgada el 1º de octubre de
1991, pero cinco de sus artículos fueron derogados en un referéndum que
se realizó el 13 de diciembre del siguiente año. Eso dejó sin efecto buena
parte de las transformaciones previstas. Todavía fue posible cerrar ILPE (el
ente pesquero), privatizar la Compañía del Gas y abrir la telefonía celular a
la competencia. Pero las únicas reformas que se mantuvieron intactas
fueron la de la Administración Nacional de Puertos y la desmonopolización
de los seguros.
Los efectos de la aplicación de la reforma portuaria fueron muy
beneficiosos. En los años siguientes, el volumen de mercaderías movilizadas
creció en un 300%, la cantidad de toneladas movilizadas por funcionario se
cuadriplicó, el tiempo promedio de estadía en los muelles se redujo de 78 a
30 horas, el costo final de una escala en Montevideo se redujo a la mitad (lo
que permitió ganar competitividad frente al puerto de Buenos Aires) y el
movimiento de contenedores tuvo un crecimiento anual del orden del 12%,
con el consiguiente aumento de los ingresos percibidos por el Estado. La
desmonopolización de los seguros, por su parte, generó una caída general
de precios y un crecimiento del mercado superior al 40%, sólo en el período
1995-1999.
Gobernar sin ser presidente: Wilson Ferreira Aldunate
Entre 1865 y 1959, el Partido Nacional estuvo en el llano. En el correr de
ese largo período los blancos aprendimos a marcar los grandes rumbos
nacionales con independencia de los lugares que ocupáramos en el
entramado institucional. Esto ocurrió muchas veces en nuestra historia,
pero pocas con tanta claridad como durante el liderazgo de Wilson Ferreira
Aldunate.
Wilson nunca llegó a ser presidente. Primero porque perdió las
controvertidas elecciones de 1971, luego porque lo metieron preso para que
no pudiera ser candidato en 1984 y finalmente porque la enfermedad y la
muerte le impidieron llegar a un lugar al que todos lo veían destinado. Pero
nada de eso impidió que dejara una profunda huella en la vida del país. Ya
fuera actuando como legislador, como ministro durante los gobiernos
blancos o como dirigente partidario, la obra que concretó es inmensa.
Esta capacidad se hizo especialmente visible en el período que va desde
el retorno de la democracia, en marzo de 1985, hasta su muerte ocurrida
tres años más tarde. Durante ese lapso Wilson no fue senador, ni diputado
ni ministro. El único cargo que ocupaba (y del que se enorgullecía) era el de
presidente del Directorio del Partido Nacional. Actuando desde ese lugar,
Wilson se convirtió en una figura crucial en aquellos años de recuperación
institucional: no sólo aseguró la gobernabilidad del país, sino que impulsó
medidas concretas cuyos efectos duran hasta hoy.
A su incansable capacidad de propuesta se debe la Ley Forestal de 1987,
impulsada en el Parlamento por el senador Alberto Zumarán, que es la
principal causa de desarrollo de una actividad económica que cambió al
Uruguay en el último cuarto de siglo. También a instancias de Wilson se
crean la Corporación Nacional para el Desarrollo (CND) en 1985 y el
Instituto Nacional de Vitivinicultura (INAVI) en 1987. Y aunque él no pudo
verlo, en 1989 el Parlamento aprobó las leyes de creación de otras dos
instituciones que había soñado y diseñado en sus líneas fundamentales: el
Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria (INIA) y la Junta Nacional
de la Granja (JUNAGRA).
Hay gente que necesita de un cargo oficial para ser alguien. Wilson
no lo necesitaba para entrar en la historia.
9. La manera blanca de hacer política: el ciudadano como centro
Hay una manera blanca de hacer política y de ejercer el gobierno. Esa
manera consiste en poner al ciudadano como centro. Priorizar al ciudadano
es priorizar a la persona, oponerse a diluirla en diferentes colectivos,
negarse a someterla a la tutela del Estado ni a convertirla en rehén de
corporaciones. Ni populismo, ni estatismo, ni corporativismo. La tarea de la
buena política y del buen gobierno es empoderar a cada ciudadano,
asegurándole libertad y oportunidades. Ni insensibilidad social, ni
asistencialismo degradante.
Como hace 180 años, nuestra causa sigue siendo la defensa de las
instituciones, porque sólo si hay instituciones firmes podemos estar a salvo
del abuso de poder. Sólo si hay derechos efectivamente ejercidos podemos
liberarnos de la tutela de los grupos de interés o de los gobiernos que
ofrecen bienestar a cambio de obediencia. Es por eso que seguimos
sintiéndonos defensores de las leyes. En el siglo XXI como en el siglo XIX,
las instituciones son la primera protección de los débiles.
Creemos en la libertad y por lo tanto creemos en una sociedad
autónoma e independiente. Queremos un Estado al servicio de la sociedad y
no una sociedad al servicio del Estado. Sabemos que el Estado es necesario,
y lo queremos fuerte y sano. Pero también sabemos que un Estado que se
extralimita termina ahogando la creatividad, la iniciativa y, en última
instancia, la libertad. Las derivas del Uruguay de hoy nos hacen compartir
más que nunca estas palabras escritas por Bernardo P. Berro en el lejano
1861:
“El reglamentarismo, el entrometimiento gubernativo, llevado al
exceso e invadiéndolo todo para dominar todo, mata la espontaneidad
en las buenas prácticas, y no las deja introducirse en las costumbres y
tomar arraigo. Ese es el grande error y la grande manía de los modernos
gobiernos ilustrados. Quieren hacerlo todo por sí; quieren regular y
disciplinar todo, y de ese modo obstan a que el pueblo adquiera la
aptitud y la disposición para hacer buen uso de los derechos que las
constituciones libres les confieren. No hay república sin hábitos
adecuados, y esos hábitos se imposibilitan con esa tutela bajo la que
quieren tener los gobiernos a los pueblos”.
No queremos la tutela agobiante de los gobiernos paternalistas.
Queremos gobiernos que se pongan metas ambiciosas, que tengan sentido
de responsabilidad y que sean eficaces. Gobernar es hacer. Y hacer es
obtener resultados. No nos conforman el voluntarismo ni el buenismo. No
nos conforma la política de las frases hechas ni de lo políticamente correcto.
Nos importa lo que finalmente se hace o no se hace. Nos importa la
innovación y la excelencia. Y nos importan las consecuencias que todo eso
tiene sobre la vida de los orientales.
10. Un partido para todos
No somos la derecha ni la izquierda: somos los blancos. Creemos en la
libertad pero también en la protección de los más débiles. Sabemos ser
independientes y hasta díscolos, pero al mismo tiempo respetamos la
autoridad bien ejercida. Porque sin autoridad no hay responsabilidad: allí
donde nadie manda, nadie se hace cargo de lo que ocurre. Y a nosotros no
nos gusta rehuir la responsabilidad. Por eso hemos sabido gobernar cada
vez que nos ha tocado hacerlo.
Somos un partido con identidad fuerte y con viejas tradiciones, pero
también somos un partido con vocación de incorporar a todos quienes
buscan el bien de la Patria. Ya el Programa del año 1872 aclaraba el sentido
del adjetivo Nacional en el nombre de nuestro partido. “Nacional” quiere
decir que es una fuerza abierta “a todos los ciudadanos”. Somos el Partido
Nacional porque queremos ser el partido de la Nación entera.
No somos solamente el partido de los blancos, sino de todos aquellos
que sientan como propios los valores que siempre hemos defendido. Por eso
nos negamos a cultivar odios y rechazamos la lógica del “amigo-enemigo”.
La nuestra no es una militancia de la crispación sino del encuentro. Como
decía Wilson, “sólo en estas filas se milita sonriendo”.
Tampoco pretendemos ser los únicos honestos o bienintencionados. No
nos sentimos superiores a nadie porque siempre hemos sido el partido del
llano. Por eso somos un partido de tranqueras abiertas, capaz de albergar a
ciudadanos de todos los orígenes. Y a todos les decimos: no importa de
dónde vengan, importa a dónde vamos.
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