CAPÍTULO IV
LO QUE DIJERON LOS VETERANOS
Juan López Avilés, el primer testigo, comenzó su declaración. Las preguntas fueron sobre la
cristianización de los indios. López Avilés dio respuestas tan claras como le fue posible. Dijo
que en Florida había muchos nativos bautizados y cada día más indios se estaban convirtiendo
a la Santísima Fe gracias a los esfuerzos entusiásticos de los frailes franciscanos. En la aldea
vecina de Nombre de Dios, por ejemplo, vivía la jefa Doña María, que estaba casada con un
soldado español que se llamaba Clemente Vernal. Este señor Vernal era soldado de la
guarnición de San Agustín y tenía hijos con Doña María. Los indios que estaban bajo el mando
de doña María eran buenos cristianos. Además, los distritos y pueblos de San Pedro, San Juan,
Veracruz, San Antonio, San Pablo y San Sebastián estaban poblados por indios cristianos, al
igual que el distrito indio de Río Dulce (Jacksonville), que comprendía los pueblos de Antonico,
San Julián y muchos otros.
Las preguntas que le hicieron en segundo lugar trataron sobre la conquista de los indios y el
estado de rebelión. López le dijo al tribunal que los indios guale, que vivían a unas 46 leguas de
San Agustín, ya habían sido conquistados. Estos indios traficaban fundamentalmente en el área
de Santa Elena. López había visto a estos indios de Guale ir y venir a Santa Elena para rendir
obediencia al rey de España y para visitar a los indios de Orista y Escamacu, con quienes
utilizaban la lengua hablada en Santa Elena. También dijo que había visto al jefe de Escamacu
ir dos veces a San Agustín para presentarse ante el gobernador y ofrecerle su amistad. Este
jefe indio solicitó a las autoridades españolas la presencia de frailes en su tierra.
López estaba seguro de que los jefes indios de Nombre de dios (Doña María), de San Pedro y
San Juan (Doña Ana), de San Sebastián (D. Gaspar) y el jefe de Antonico, lo mismo que otros
muchos, eran cristianos. El mismo testigo juró que los caciques de las regiones del interior de
Timucua Ipotano y algunos otros nativos eran fieles. López Avilés informó al tribunal de que,
igual que a esos dos jefes, había visto al cacique de Mayaca en San Agustín. De acuerdo con los
testigos, todos estaban bajo la responsabilidad del gobernador español de Florida y venían a
verlo cuando él los llamaba. En todos los distritos y tierras los caciques hacían cumplir los
deseos y órdenes del gobernador español.
Los burócratas retirados informaron de que en la década de 1570 los indios se habían rebelado
varias veces y habían cometido fechorías en las tierras abandonadas que rodeaban Santa
Elena. Estos ataques indios causaban la muerte de muchos soldados españoles y servidores
públicos. Continuó hablando desordenadamente de la revuelta en Guale de los últimos años
del siglo anterior. En este asunto carecía de informes. Se contradecía, si tenemos en cuenta la
excelente información que tenemos hoy en día de los padres Geiger y Omaechevarría y del
profesor Juan Tate Lanning.
Sobre la producción agrícola en Florida, López Avilés dijo con toda claridad que en estas tierras
se producía maíz, calabazas, judías, sandías, pepinos, granadas, uvas, verduras, lechugas,
rábanos y patatas dulces. Sin embargo, los testigos aseguraron que no había suficiente
mercado para surtir el campamento de San Agustín. Para cultivar todos esos productos se
necesitaba tiempo y paciencia, y los soldados de la fortaleza no podían disponer del tiempo
necesario para trabajar la tierra. López dijo claramente al tribunal que las familias de los
soldados sufrían mucho por falta de una dieta adecuada. Todos tenían muchos familiares y
carecían de tiempo para cultivar los alimentos o dinero para comprarlos. Sus sueldos eran tan
miserables que el alimento más barato estaba fuera de su alcance. La tierra de Florida, agregó
López, era una de las más difíciles para los españoles y carecía de las más mínimas
comodidades que cualquier otra región del mundo podría ofrecer.
López Avilés pasó luego al tema más importante para los españoles: los metales preciosos.
Declaró que, según sus conocimientos, no había metales de valor en las zonas exploradas de
Florida. Por Vicente González y Juan Menéndez Márquez se habían conocido los resultados de
la expedición hacia el norte en 1598. Estos dos hombres valientes descubrieron el territorio de
Ajacán, alrededor del paralelo 40, entraron en una grande y espaciosa bahía (Chesapeake) y la
siguieron hasta el punto más estrecho. Entonces algunos miembros de la expedición bajaron a
tierra y “vieron grandes y altas colinas con algunos indicios de minas”. Estos exploradores
trajeron a un indio llamado Vicente y le enseñaron el idioma español. Vicente les enseñó algo
de oro, plata y perlas, y les explicó que en la ladera de una montaña en la cordillera de Ajacán
existía “un lago de oro”, es decir, con oro. Los indios iban allí a buscar oro que luego llevaban a
su cacique. López terminó diciendo que había oído que en las tierras de Tama se encontraban
diamantes, esmeraldas “y otras piedras de valor”. Pero, por lo que sabía, nadie había visto
todavía aquellos tesoros.
Los interrogatorios del tribunal llegaron a la cuarta pregunta, la más peliaguda: ¿Era posible
desmantelar el campamento de San Agustín y cambiar su posición a otro lugar mejor, más al
norte? Si así fuera, ¿el vacío que dejaría invitaría a los enemigos de España a ocuparlo y desde
allí desafiar las rutas marinas por las que navegaba su gran flota? López Avilés contestó
rápidamente:
1º) Que bajo el mandato de varios gobernadores anteriores se habían hecho bastantes
esfuerzos para entrar en el interior del “río de la fortaleza de San Mateo”. Los testigos se
referían al río de San Juan. La razón de estas expediciones era averiguar si ese río iba a dar al
océano por la costa oeste, como se rumoreaba. Pero, según López, estas expediciones de
investigación nunca habían conseguido nada sustancial y nadie conocía el curso del río en el
que estaba situada la fortaleza de San Mateo.
2º) Su opinión personal, y creía que la de toda la gente del presidio, era que la fortaleza de San
Agustín era importante porque protegía el canal de Bahama.
3º) Si la guarnición y la península de Florida fueran abandonadas, el enemigo ocuparía este
puerto de San Agustín y robarían los envíos españoles. Como podían entrar en la bahía barcos
de hasta 200 toneladas, su presencia sería una seria amenaza para la flota española.
4º) López adujo en cuarto lugar una poderosa razón por la que el campamento no debía ser
abandonado. Dijo que era una bendición para los náufragos del canal de Bahama. El pueblo ya
había ganado reputación como puesto de ayuda indispensable en la larga y desolada costa.
Muchos de los que naufragaban en el canal podían llegar al litoral y seguirlo hasta llegar sin
peligro al presidio. Por ejemplo, según el testigo, los hombres de cuatro barcos de la flota de
Martín Pérez Olesabalque que encallaron en la costa de Florida se salvaron gracias a la
guarnición de San Agustín. Algunos de estos soldados regresaron a La Habana y otros se
quedaron en Florida como colonos permanentes o empleados en el campamento. Bajo la
protección de Domingo Martín Avendaño, treinta y seis supervivientes que habían naufragado
en la costa de Georgia pudieron llegar con buena salud a San Agustín. Otro grupo, víctima de
un bucanero inglés, naufragó al sur de la costa de Carolina, pero el pirata, de buen corazón, les
dio un pequeño bote al quitarles su barco. A bordo de esta pequeña barquita remaron a lo
largo de la costa hasta llegar al acogedor presidio. Algunos de estos supervivientes también se
unieron a la guarnición española de Florida. En 1600 un barco que llevaba despachos urgentes
a Nueva España naufragó en la costa de Florida. Los dieciocho supervivientes, bajo el mando
de Diego Rodríguez Triana, también pudieron llegar al campamento de Florida. El gobernador
Méndez Canzo mandó inmediatamente los documentos a Méjico. Los dos años siguientes el
campamento sirvió de enorme ayuda a doce supervivientes cuyos barcos les habían sido
arrebatados por piratas españoles.
Finalmente, el tribunal llegó a la quinta pregunta, que pedía a los testigos que dijeran si
conocían un puerto mejor a lo largo de la costa del Norteamérica. López Avilés, quizá cansado,
dio una contestación muy confusa. Dijo que no conocía ningún otro puerto en la costa del
Atlántico donde la flota española pudiera anclar. Su opinión era que San Agustín era el puerto
más grande. Lugares como Santa Elena, Zapala, Ballenas y San Mateo podían dar asilo a
algunos barcos. Desde Florida se podía ir a La Habana, Puerto Rico, Santo Domingo, Nueva
España y España. Con esto terminó López su declaración, diciendo que había declarado lo
mejor que había podido.
Después de un corto intermedio, el escribano real leyó al testigo sus contestaciones y se las dio
a López Avilés para que las corrigiera. No hubo cambio alguno; firmó y se las dio al oficial. Don
Fernando Valdés también firmó y ambas declaraciones fueron certificadas por el escribano
Alonso García Lavera. Este mismo procedimiento se repitió con los diecisiete testigos
restantes.
El siguiente en declarar fue Don Alonso Sánchez Sáez Mercado. Era un burócrata de mediana
edad, con el cargo de contador real, un puesto particularmente difícil dada la situación
económica de la colonia. Indudablemente, los miembros del comité tenían ante ellos a un
testigo de primera clase. La primera pregunta fue el problema de los indios. Este segundo
testigo declaró que él había viajado al sur y oeste de San Agustín y había visitado muchas
aldeas indias durante su larga residencia en Florida. También habló de la vida ordenada y
cristiana de los indios en Nombre de Dios, bajo la jefa Doña María y su esposo, que era
soldado.
Agregó que en esta aldea, capital del distrito, vivía un cura que tenía a su disposición una
iglesia con muchos santos. También había estado en las aldeas de Palica, Nombre de Dios
Chiquito, Capuaca, Solo, San Pedro, San Pablo, Cahericoy, San Mateo. Los habitantes,
sometidos a Doña María, eran todos indios cristianos. San Mateo y San Pablo tenían iglesias
donde se celebraban misas cuando había cura. En su ausencia, los fiscales indios eran los
encargados de mantener los servicios religiosos apropiados.
Lo mismo ocurría en el distrito de San Pedro, bajo las órdenes de Doña Ana Sáez. Dijo que
también se observaban las festividades religiosas, con sus misas y procesiones, en las tierras de
Cacica. Había celebraciones religiosas en pueblos como Napuaca, Santa María de Sena, San
Antonio, Chicasa, Puturibato, Tocoya y Moloa, todos bajo el mando de Doña Ana. Tenían
iglesias, iban a misa y comulgaban, y observaban la Semana Santa con entusiasmo y
reverencia. En San Juan, bajo el mando de Doña Inés, los indios también eran cristianos e iban
a la iglesia. (Doña Inés no fue mencionada por ningún otro testigo; la gobernanta de San Juan
era Doña Ana). En San Pedro había una iglesia, muy adornada y con campanas. Doña Ana tenía
iglesias construidas en Veracruz, Chinica y San Antonio de Aratabo para que los indios
cumplieran con sus deberes religiosos.
Lo mismo ocurría en los distritos de Sweet Water y San Sebastián. Todos los nativos que
estaban bajo el mando de D. Gaspar de San Sebastián eran buenos cristianos. Los indios de San
Julián, Antonico, Calaba y Mayaca eran en su mayoría cristianos. Las iglesias estaban todas
construidas con gracia y elegantemente adornadas. Cuando el cacique venía a la villa se
celebraba su presencia con una misa mayor.
Entonces el comité le preguntó al segundo testigo sobre la rebelión de los indios. Contestó
que, por lo que él sabía, era comprensible que los indios de las áreas distantes como Timucua,
Potano (norte central de Florida) y Acuera (sureste de San Agustín) fueran fieles al gobernador
de Florida. Y también era verdad que los indios que vivían en un radio aproximado de 40
leguas eran todos cristianos. Añadió algo sobre la revuelta de Juanillo, en 1597, en Guale.
Después de que los indios fuesen pacificados, todos regresaron a su vida de práctica religiosa.
Tras la revuelta, la mayor parte de los caciques, incluyendo uno de muy lejos de Escamacu,
cerca de Santa Elena, vinieron a visitar al gobernador Méndez Canzo a San Agustín y a
ofrecerle otra vez su obediencia.
En respuesta a la tercera pregunta, el testigo dijo que en Florida había visto y comido maíz,
judías, calabaza, lechugas, cebollas, ajo, melocotones y naranjas, pero no eran abundantes y
no cubrían las necesidades de la guarnición. La carne era escasa y la mayor parte era
importada. En lugar de carne, la mayoría comía pescado, sin el cual la población española
habría muerto de hambre. Además, el suelo era tan insuficiente que ni siquiera a los hombres
solteros les llegaba para vivir. Los ruegos de los matrimonios eran desoladores. Sobre el oro y
la plata dijo que nunca se había encontrado nada y, en su opinión, nunca podría encontrarse
nada en la parte de Florida que había sido explorada. Había oído que en la zona interior
conocida como Tama los indios se adornaban con oro y plata que extraían de los ríos que
bajaban de la montaña. Don Alonso, ingenuamente, afirmó que en aquellas tierras existía una
montaña de cristal llena de diamantes. Terminó la tercera pregunta diciendo que creía que el
terreno de San Agustín era estéril y no daba fruto.
En respuesta a la cuarta pregunta, que trataba sobre la idea de abandonar Florida para
desplazarse hacia el norte, comenzó explicando que era una pena que la expedición que había
ascendido por el río San Juan (donde estaba el cuartel de San Mateo) no hubiera llegado a su
fin. Se decía que el río conectaba la costa este con la costa oeste de Florida. Eso significaba
que, a efectos prácticos, Florida era como una isla. Añadió que barcos de hasta 200 toneladas
podían entrar en el puerto de San Agustín y que, según sus conocimientos, no había ningún
lugar, incluyendo Santa Elena, que tuviera mayor capacidad como puerto.
Don Alonso explicó que el presidio de San Agustín había servido como puesto de primeros
auxilios para más de 500 buques que habían naufragado en medio del temible Canal de
Bahama. Sin la ayuda de la gente de esta fortaleza, hubiesen muerto de hambre o en manos de
indios salvajes. Mejor que abandonar el lugar sería que se fortalecieran San Agustín y Florida y
que viniesen emigrantes que penetrasen en las áreas interiores y descubriesen lo que había en
ellas.
A la quinta pregunta, que era repetitiva en relación a la anterior, dio solamente respuestas
cortas. Para Sáez, San Agustín era el puerto más grande y, junto con Santa Elena y Zapala, era
el mejor lugar de refugio para los buques grandes. Eso no quería decir que no hubiese sitios
mejores a lo largo del Atlántico. Con esto terminó su declaración, que fue firmada con el
juramento y las certificaciones necesarias.
Llegó el turno de la declaración de Juan Junco. Era un verdadero experto que sabía el idioma
timucuán y varias lenguas indias. Junco había trabajado con otros gobernadores que confiaban
en sus servicios de intérprete y consejero. Además, tenía experiencia como soldado y había
estado empleado en la tesorería de San Agustín y Florida. Ningún otro testigo tenía más
experiencia y criterio. Es probable que su constitución física mostrase todas las características
de un hombre curtido de frontera en el siglo XVI.
A la primera pregunta contestó que en las provincias indias de Nombre de Dios, San Juan, San
Pedro, San Sebastián, Antonico y Macaya todos los indios eran cristianos. Dio una descripción
interesante de los distritos indios del entorno de San Agustín, que difiere muy poco de la
moderna descripción del profesor Lanning. Juan Junco dijo que los indios nativos eran buenos
católicos y los caciques que habían muerto también lo eran. Solo había que visitar las tumbas
cristianas y comprobar las misas de difuntos pagadas por los parientes. Alabó los excelentes
servicios religiosos de doña María y su esposo, Clemente Vernal, en Nombre de Dios. Se
oponía a que se abandonase San Agustín y la península.
En respuesta a la quinta pregunta, Junco dijo que San Agustín tenía sitio para barcos de 200
toneladas, porque tenía 20 palmos de agua. También Santa Elena y Zapala podían albergar
barcos más grades, porque tenía de 6 a 7 brazas de agua. Santa Elena, que estaba situada a 60
leguas de San Agustín, podía dar asilo a la flota española. En este aspecto fue el primero que
equiparó San Agustín a otros puertos más al norte, pero por su cercanía con el canal de
Bahama le daba preferencia sobre otras bahías más septentrionales y otras entradas de la
costa que se podrían usar en caso de emergencia. Con esto terminó la tercera declaración.
El primer testigo a la mañana siguiente fue el más simpático: era el sargento mayor Francisco
Fernández Écija, de 60 años. Había estado 40 años en Florida, antes del campamento de San
Agustín. Probablemente era un veterano de las campañas de Pedro Menéndez de Avilés.
Ostentaba un brillante récord como veterano en la revuelta de Guale en el año 1597. El
gobernador Méndez Canzo lo conocía y le confiaba las operaciones más peligrosas y delicadas,
trasladándolo al territorio donde había rebelión para que salvase a los frailes que aún estaban
con vida. Cumplía sus misiones con gran valor y astucia. La misión más brillante de Écija tuvo
lugar siete años después de 1609, cuando la corona de Florida le dio la misión de navegar por
la bahía de Santa María para localizar la nueva colonia inglesa e informar de ella. He aquí un
hombre simpático e inteligente, con experiencia, con valor, incansable, con intuición y fe, el
mejor conquistador del siglo XVI. Su opinión valía mucho y sus palabras eran escuchadas con
respeto. El anciano veterano dio más detalles sobre las condiciones de los indios desde el
principio, puesto que había tomado parte en todas las revueltas para sofocarlas. Habló al
tribunal sobre la hostilidad de los indios entre 1576 y 1578 en la zona de Santa Elena, cuando
los indios cusabo y guales masacraron a muchos españoles, incluso a altos funcionarios, en el
distrito de Orista. Explicó a grandes rasgos el abandono de la fortaleza de San Felipe tras la
victoria de los indios, y los esfuerzos del gobernador Pedro Menéndez Márquez en 1577 por
volver a ocupar el área de Santa Elena. Un nuevo fuerte, llamado San Marcos, era
continuamente atacado por las noches por indios belicosos, que con sus flechas envenenadas
mataban a muchos españoles. En 1583, por orden de la corona, el fuerte fue totalmente
abandonado.
En relación a la revuelta de Guale de 1597, desgraciadamente para los historiadores, Écija no
dio más información de las que se sabía: confirmó que se había dado la orden de obligar a los
indios a entregarse para ser castigados. El gobernador Méndez Canzo envió tropas españolas a
quemar campos de maíz.
Sobre la tercera pregunta, este testigo añadió información nueva e interesante. Cuando se
trató el problema del cultivo del maíz, el anciano fue más explícito con sus respuestas. El maíz
se cultivaba, segaba y preparaba a mano. Tardaba seis meses en madurar pero muchas veces
no llegaba ni siquiera a madurar. Se podía cultivar muy poco. Los pájaros se comían la semilla,
y lo poco que se llegaba a cultivar y se almacenaba lo comía la plaga llamada “palomilla”, unos
gusanos que convertían el maíz en algo semejante a la paja, que después no valía para hacer
harina. Por eso la harina tenía que ser importada de Nueva España.
Los salarios de la gente eran muy bajos y los precios se habían incrementado desde que el
adelantado Pedro Menéndez de Avilés había fundado San Agustín. Por ejemplo, en la época de
la fundación, una pipa de vino (126,6 galones) costaba 24,25 ducados; la misma cantidad de
vino costaba ahora 34,62 ducados. Una vara (33 pulgadas) de Ruán (una tela de algodón)
costaba 4,5 reales y ahora 12,14 reales. El mismo incremento de precios afectaba a todas las
cosas, mientras que los sueldos eran los mismos que cuando se había fundado San Agustín.
Aun cuando el sueldo se doblara, dijo Écija, no llegaría para cubrir las necesidades básicas de
los españoles en Florida.
La sorpresa del día llegó cuando Écija respondió a la cuarta pregunta. Estaba a favor de
desmantelar y abandonar la pantanosa península de La Florida. Semejante opinión por parte
de un respetado veterano causó sensación. Si una declaración semejante hubiera tenido lugar
en el siglo XX, los reporteros hubieran corrido a los teléfonos. En poco tiempo el mundo habría
oído las noticias: Écija recomendaba abandonar San Agustín y Florida. Pero era el siglo XVII. Así
todo, la noticia pronto se extendió por la villa con la velocidad que se propagan los rumores.
El sargento mayor sugirió el traslado de San Agustín a la bahía y tierra de Ballenas, que hoy es
San Andrés, en el estado de Georgia, a 20 leguas desde la gobernación de San Agustín. Los
indios eran muchos, con muy buena disposición y cristianos y, además, había un río que se
extendía unas 60 o 70 leguas hacia el interior. Los indios podían aprovecharlo y traer sus
canoas llenas de productos al campamento. El anciano veterano argumentó que, si San Agustín
había sido un lugar de gran valor para los marineros náufragos, Ballenas podía servir para el
mismo propósito. Esta nueva guarnición podría ser un puesto que dominase un área inmensa,
entre los paralelos 34 a 40, que, según los testigos, era más rica y de más valor que las tierras
del sur. No habló de la posibilidad de que San Agustín, Matanzas y el área del río de San Juan
pudieran ser ocupadas por fuerzas extranjeras. Écija fue el primer testigo que se opuso a la
continuidad de San Agustín y a la hegemonía de Florida. Él estaba fascinado por las tierras del
norte, especialmente por el área que hoy en día está comprendida entre Carolina del Sur y
Nueva York. Pensó que sería sabio franquear este vasto terreno poniendo una guarnición en lo
que actualmente es Georgia. Tenía gran interés en la parte oeste de San Andrés, lo que hoy es
Georgia central y noreste de Alabama. Es obvio que el testimonio de Écija demostraba su
impaciencia en relación a la península de Florida, que consideraba un territorio sin valor y un
futuro sin esperanzas.
El siguiente hombre en subir al estrado resultaba creaba menos expectación, a pesar de sus
años de servicio en Florida. Ostentaba el rango de sargento mayor y parece que sirvió bajo el
mando del adelantado Domingo Gutiérrez. Estaba muy cualificado para hablar acerca de
Florida. Écija y él eran los dos hombres que llevaban más tiempo residiendo en Florida y, por
ello, merecían un gran respeto.
El campamento no debía ser desmantelado bajo ninguna circunstancia, declaró Gutiérrez.
Deseaba ponen énfasis en que, para él, la principal ventaja de San Agustín era que ocupaba
uno de los mejores lugares del canal de Bahama. Más de 500 personas debían su vida a San
Agustín, sin el cual hubiesen perecido en un naufragio. Sus respuestas a esta pregunta tan
importante fueron cortas y tajantes.
San Agustín podía albergar barcos de hasta 150 toneladas. Gutiérrez estaba de acuerdo con
Écija en que en los territorios de Santa Elena, Ballenas y Cayagua podría haber alguna bahía en
que pudieran anclar barcos de 400 toneladas, pero San Agustín estaba situado en un lugar más
estratégico. Entre San Agustín y Santa Elena había muy buenas bahías porque era posible
encontrar una cada 4 o 6 leguas. Con esto terminó su testimonio: Gutiérrez fue breve y
conciso.
El siguiente fue un testigo muy esperado. Tenía más de 60 años y era de los primeros
fundadores de Florida. Llevaba más de 30 años en la provincia y durante todo ese tiempo se
había mantenido gracias a sus propios esfuerzos. Francisco López fue el primer testigo que no
era militar y no pertenecía el gobierno, una rareza en la Florida de aquella época. Era un
hombre de mucho valor al que todos querían.
López había sido encandilado por los rumores de tesoros en el interior, al norte del paralelo 34
y la tierra de Tama. Creía que eran tierras que debían ser exploradas y explotadas. Algunos
indios habían venido de Tama con oro y le habían contado que lo habían encontrado en una
colina desnuda, sin árboles ni ninguna clase de vegetación. También habló de la famosa
montaña de cristal que otro testigo había citado. López le contó al tribunal la historia de un
español llamado Aguilar, el cual, dijo, había traído un enorme diamante de esa montaña de
cristal, y que había ido a España y lo había vendido por 200 ducados. Todo el mundo estaba
entusiasmado con aquella piedra. El propio hermano de López había estado dispuesto para
partir con Hernando Moyano, que había viajado hacia el interior buscando la montaña y sus
tesoros. La revuelta de los cusabo, en 1576, había cambiado sus planes, porque Moyano había
sido uno de los españoles que murieron en la matanza. En consecuencia, su plan se frustró.
López se manifestó fuertemente en contra de abandonar el campamento y la costa del sur de
Florida. Su primer argumento fue que si la fortaleza fuera desmantelada, los enemigos
ocuparían indudablemente el lugar. Esto sería un gran obstáculo para la flota española y podría
ser que el canal de Bahama llegase a ser intransitable para los españoles. Segundo: más de 500
personas se habían salvado de los naufragios gracias a S. Agustín. Solo esto era ya era
argumento más que suficiente para conservarlo. Tercero: además de su consideración
puramente estratégica, en su bahía podían anclar barcos de hasta 150 toneladas. Cuarto:
sugirió que “si trasladamos este campamento, creo que deberíamos traer más gente para
penetrar en el interior y conocer las riquezas que se supone que hay allí”. En respuesta a la
última pregunta, dijo que no había viajado a lo largo de la costa del norte. Prefería no
contestar a esa pregunta y dejársela a gente con más experiencia, que pudiese dar más
detalles cuando subieran al estrado. Sin embargo, dijo que había oído que había buenas bahías
a lo largo de la costa del Atlántico, al norte de San Agustín. López fue despachado con el ritual
de costumbre.
El siguiente hombre fue un simple soldado: Juan González Llanes, de 40 años de edad, que
llevaba 23 años en Florida. También estaba impresionado por los cuentos acerca de la
montaña de cristal. Debían instalarse en Tama para aliviar la escasez de comida, declaró
González. El campamento (presidio) debía ser mantenido para proteger ese canal esencial y
para salvar a la gente de los frecuentes naufragios. La declaración de González fue breve,
precisa y de poco valor. Así terminó el miércoles. Se levantó la sesión para continuar al día
siguiente.
El primer testigo del día siguiente fue Luis Bernáldez Alcantarilla, otro soldado con 31 años de
servicios en Florida. Bernáldez aportó un poco más de información acerca de los problemas
con los indios. Dio las mismas razones de todos para apoyar la continuidad de la guarnición de
San Agustín: estaba estratégicamente situada, protegía el canal de Bahama y servía como
primer auxilio a los barcos perdidos. Cuando le preguntaron sobre los mejores puertos al
norte, este testigo pidió que le disculparan por no contestar, porque carecía de conocimientos.
Asimismo fue retirado de la silla de testigos con el ritual de costumbre.
Otro soldado, Andrés Soto Mayor, de 40 años y con 20 de servicio en el fuerte, fue el que le
siguió en el estrado. También estaba en contra de abandonar la costa de Florida y San Agustín,
por las mismas razones. Especificó que, una vez que Florida fuese evacuada, los enemigos la
ocuparían y amenazarían el poderío español en el Caribe. Santa Elena, Ballenas y Zapala eran
verdaderamente puertos con mayor capacidad (barcos de 400 toneladas), pero su posición
geográfica no era tan ventajosa como la de San Agustín.
El siguiente testigo fue Juan La Cruz. Aun cuando había vivido mucho tiempo en Florida, tenía
muy poco que añadir a los testimonios previos. La Cruz no amplió su testimonio. Su respuesta
a la pregunta sobre desmantelar el fuerte fue poco resolutiva: San Agustín era muy necesario
para la protección de los náufragos cada vez más frecuentes, pero Santa Elena, Cayagua,
Ballenas y Zapala eran buenos puertos, y los españoles deberían tomar posesión de ellos antes
que el enemigo. La tierra que rodeaba estos puertos era más fértil que la de San Agustín. La
Cruz no dijo tampoco ni sí ni no a la cuarta pregunta. Prefería proteger San Agustín, pero
también fortificar otros cuatro grandes puertos del norte. Nadie dudó que esto era una
sugerencia sensata, pero iba más allá del interés de la Corona. Y de nuevo el día llegó a su fin.
Gonzalo Vicente fue el primer testigo del viernes. Era el más viejo: tenía 65 años y llevaba 38
en Norteamérica. Vicente testificó que la guarnición de Florida debería protegerse porque era
muy necesaria pero, al no poder consolidarse en San Agustín, era preciso internarse en el
territorio. Como se sabía ahora, el presidio estaba rodeado de terrero estéril, que no podía
mantener a las familias de San Agustín. Se necesitaban nuevos colaboradores que supiesen
trabajar la tierra.
El testigo siguiente que subió al estrado fue Domingo Gutiérrez Utrera, que llevaba 32 años en
Florida. Dio las respuestas rituales a las preguntas primera y segunda. El problema de la
comida lo preocupaba enormemente y estaba enojado por la poca carne que había. La carne
se conseguía solo por medio de “alcabuz” (forma antigua de referirse al arcabuz) y los
resultados eran miserables. Realmente no había ningún material precioso en esta tierra de
Florida, por lo menos al sur del fuerte. Gutiérrez Utrera dijo que había oído que un soldado
llamado Juan López había participado en una expedición al interior de Santa Elena y había
encontrado “una colina desnuda que tenía diamantes y otras piedras de valor”. Cuando le
preguntaron su opinión sobre desmantelar el presidio de San Agustín contestó que era una
cuestión demasiado importante para ser juzgada por un hombre de su modesta experiencia.
Aceptaría gustoso la sabia decisión del rey sobre este caso. Domingo Gutiérrez Utrera era en
verdad un hombre que hacía gala de un cuidadoso modo de hablar.
Juan Jiménez, con 24 años de servicio militar en Florida, no añadió nada a ese testimonio. Su
idea era la de estar bajo bandera española, pero los demás puertos eran buenos y debían ser
puestos bajo jurisdicción española. Puso el mismo énfasis en las 500 personas o más que se
habían salvado de los naufragios. El traslado de la guarnición al norte sería peligroso para los
barcos españoles que transitasen por el canal de Bahamas.
El decimocuarto testigo fue Gaspar Gutiérrez Perete, de 48 años, soldado y supervisor de los
suministros navales. Había venido a Florida con 18 años. Dijo poco más que lo que ya se sabía:
que había visto a los indios de Tama usando perlas auténtic as. Las respuestas eran mecánicas
y aburridas, muy repetitivas. Se podría sospechar que los testigos estaban conchabados para
contestar, probablemente según instrucciones del gobernador Méndez Canzo, para defender
su política. Es sabido que en una provincia pequeña todos los habitantes se conocen y lo que
sabe uno lo saben todos. Nadie tenía una experiencia singular. Todos participaban en las
mismas experiencias, aventuras, miseria, diversiones, alegrías, todos tenían las mismas
esperanzas, y tenían contactos idénticos. Gutiérrez Perete fue el primero que dijo que el coste
de mantener el fuerte de San Agustín era pequeño en relación con los beneficios que rendía, y
que sería una equivocación desmantelarlo. Además, si se abandonaba, el enemigo ocuparía la
costa al sur de Florida, incluyendo San Agustín. Gutiérrez Perete fue el último testigo de aquel
viernes.
Los interrogatorios continuaron el sábado. El testigo siguiente era un soldado veterano en
territorio norteamericano: Juan Rivas tenía 60 años y llevaba 40 años viviendo en Florida y más
al norte. Había sido miembro de la expedición de Pardo y Moyano, que se había dirigido al
norte, hacia el interior. Rivas había traído una novia india: Luisa Menéndez. A Luisa, aunque
era fiel a su esposo español, no le gustaba La Florida y a menudo hablaba de la hermosura de
su tierra. Contaba leyendas con tanto fervor y entusiasmo que les resultaban muy interesantes
a los aventureros españoles de aquellos años del siglo XVI.
Cuando Rivas llegó a la tercera pregunta, que hablaba sobre los metales preciosos, agregó una
información nueva a las que hasta entonces se habían repetido monótonamente. Dijo que
había acompañado al capitán Juan Pardo y al insigne Bernardo Moyano en su expedición al
interior hacía 36 o 38 años que había partido de Santa Elena. Había unos 70 hombres en
aquella expedición, que se habían esforzado en su camino a través el continente misterioso,
marchando 40 leguas hacia el interior (hoy en día es territorio de Georgia). Llegaron a un
pueblo humilde y descubrieron una colina, prosiguió Rivas. Los orfebres y plateros que iban
con nosotros, declaró, dijeron que la colina era de cristal y contenía diamantes. Rivas había
recogido, como sus compañeros, algunos diamantes pequeños, pero los miembros de la
expedición los habían perdido en el juego, en sus ratos libres. Rivas no explicó si él mismo
había perdido también en el juego sus diamantes o si aún los tenía. Lo cierto es que ningún
testigo presentó evidencia alguna de esa famosa colina de cristal que había encendido la
imaginación del público de San Agustín más que ningún otro asunto. Rivas dijo que Moyano
había llevado un diamante a España y se lo había vendido a un joyero de Sevilla, el cual le
habló de su gran valor. Moyano estaba tan emocionado por el hallazgo del diamante que
decidió volver a América con el único propósito de ir a explorar la colina de cristal, pero en su
regreso a América cayó prisionero y murió en la matanza de españoles que perpetraron los
indios cusabo en 1576. Rivas continuó diciendo que aquella rica colina tenía tres o cuatro vetas
llenas de diamantes azules, y otras dos tenían diamantes púrpura. De las demás no se había
identificado el color. Dijo que eran diamantes auténticos, porque el platero los había puesto a
prueba dándoles golpes con un martillo y ni siquiera los había arañado. Tras cuatro días de
expedición llegaron al interior (de Carolina del Sur y norte de Georgia). Llegaron a la mina de la
que se decía que contenía oro. El comandante español la registró legalmente y la proclamó
como pertenencia del rey. Fueron hacia Alameco, donde los nativos les dijeron que había oro y
plata y también indios guerreros. Por esta razón no continuaron y regresaron a Santa Elena. No
se supo nada más de estas fortalezas y se dijo que los nativos las habían destruido. Rivas dijo
que las tierras que ellos habían cruzado parecían fértiles y había buen maíz, castañas y
distintas clases de judías y legumbres, además de gran variedad de frutas. Había carne en
abundancia, pero el ganado era lanar y de tamaño pequeño. Moyano ayudó al jefe indio a
vencer a su rival y en pago de ello recibió mucho oro. Rivas terminó diciendo que había
informado a las autoridades españolas de la gran cantidad de oro, plata y piedras preciosas
que había en el norte. Pero también él era contrario a desmantelar el fuerte.
Indudablemente el testimonio de Rivas era el más importante, pero su veracidad era dudosa
La imaginación con que Rivas había adornado el asunto de la colina de diamantes se podía
tomar solo como cábalas. Los conquistadores españoles exageraban los acontecimientos. Pero
el asunto del diamante de Moyano había tenido tanta trascendencia que Francis Drake juró
que lo conseguiría cuando atacara San Agustín.
El siguiente fue Mateo Luis, un sexagenario que había navegado por las aguas de Florida
durante once años como piloto jefe de la provincia. Su testimonio fue conciso, aunque un poco
desalentador en relación a su experiencia con las aguas de aquella costa. El piloto desaprobaba
que el fuerte de San Agustín fuese desmantelado por las mismas razones que los demás. Su
respuesta fue interesante: no había ningún sitio entre San Agustín y Santa Elena que pudiese
prestar tan buen servicio como puerto de reparación y emergencias para la flota española,
porque la costa no era apropiada. Creía que había poca agua y no servía para las
embarcaciones mayores. Sin embargo dijo que solo era su opinión, porque él no había
navegado las aguas del norte. Con once años de experiencia en las aguas de Florida, Mateo
hubiera podido dar mejor respuesta a esa pregunta, pero no lo hizo por razones desconocidas.
Aun así fue interesante porque muchos habían alabado Ballenas, Cayagua y Zapala como muy
buenos puertos y él afirmó lo contrario.
Juan Lara fue el siguiente testigo. Tenía 46 años y hacía 34 que había llegado con su padre. En
su juventud se alistó en la armada española. Dijo que había ido a Ahacán, a 170 leguas al norte
de San Agustín. Lara contó que en Ahacán había visto indios con collares de oro y que él mismo
tenía cuatro de esos collares tan valiosos. En los minutos siguientes Juan Lara dio mucha
información sobre la península de Guale. Contó que había abandonado la guarnición hacía dos
meses y que había ido desde la franja de Guale hasta Tufilina y pronto había entrado en lo que
el profesor Lanning llama “la tierra enigmática”. Llevaba indios de Guales para guiarlo y
protegerlo de los nativos de aquella tierra desconocida. Caminaron de sol a sol y cubrieron
unas 60 o 70 leguas hacia al oeste. Todos los indios que encontraron eran amistosos, pero
nadie había oído hablar sobre los españoles, que se suponía que ya tenían que estar cerca. Al
noveno día llegaron a la “sierra” y a un pueblo grande llamado Olatama, que parecía la capital
de aquella tribu. Caminó 20 leguas hacia el norte, y allí encontró un terreno fértil adecuado
para la crianza de cualquier clase de ganado. Había bastantes castañas, uvas, deliciosas ciruelas
y una gran cantidad de caquis. Pronto llegó al río que los nativos llamaban Olatama. Los indios
le previnieron de que no continuara, que no cruzara el río porque los nativos lo matarían. Él no
veía nada de oro, plata o perlas, pero volvió a San Agustín con algunas piedras no identificadas,
para hacer sus análisis. Los nativos de la región por donde Lara pasó usaban ropa hecha con
pieles y las mujeres llevaban un velo fabricado con lino de cáñamo.
Regresó a San Agustín sin problema. No detalló demasiado el viaje de regreso a Tama. Su ruta
y destino final no pueden determinarse con exactitud. Todo indica que llegó al interior de
Georgia, probablemente al centro o un poco más hacia la frontera occidental del estado.
Lara declaró que estaba en contra de desmantelar el presidio porque las amenazas extranjeras
eran muchas. San Agustín tenía que mantenerse bajo la hegemonía española. También alabó la
cantidad de víctimas que se habían salvado de piratas extranjeros y de naufragios en el
traicionero canal de Bahama. Este soldado creía que Santa Elena, Ballenas y Zapala podían
albergar barcos que necesitaban dos brazas de agua. Indicó que un poco antes de Santa Elena
estaba la bahía de Cayagua, que creía que era posiblemente el mejor puerto de toda la costa
de Florida.
El último de los 18 testigos fue Antonio Díaz, jefe piloto del puerto del presidio de San Agustín.
Tenía 60 años y había navegado a lo largo de la costa de Florida durante 24 años. Por esta
razón podría ser un experto en las aguas de la zona, pero, pese a toda su experiencia, su
respuesta a la pregunta 4 fue algo desalentadora. Simplemente dijo que San Agustín debía
conservarse y no debía ser abandonado. Si fuese evacuado, los enemigos podrían ocuparlo e
introducir fragatas de 100 toneladas, con las que podrían bloquear el Canal de Bahama e
invadir la isla de Cuba fácilmente. Antonio Díaz también usó como argumento la ayuda que San
Agustín había prestado a cientos de víctimas de naufragio. Para Díaz, la guarnición de San
Agustín era un refugio de comodidad y hospitalidad para el marinero español que se
aventuraba por el traicionero canal de Bahama.
Dijo que era verdad que entre San Agustín y Santa Elena había muchos puertos y que él los
conocía todos bastante bien porque había navegado el estrecho muchas veces y había tenido
necesidad de esos lugares. Pero su opinión, basada en su experiencia personal, era que ningún
barco superior a 100 toneladas podría entrar en esas bahías del norte a causa de las malas
corrientes. No había en verdad ningún buen puerto en el área comprendida entre los
paralelos 25 y 36, de acuerdo con la declaración de Díaz. Terminó su testimonio contradiciendo
la opinión de los testigos anteriores con ejemplos y anécdotas relacionados con la capacidad
de otros puertos del norte. Pero las respuestas de Díaz fueron un poco decepcionantes porque
podría haber dado más detalles, dada su experiencia navegando por la costa de Florida. Con la
declaración de Díaz terminó el testimonio de los 18 hombres citados. Tuvo lugar al final de una
semana muy larga, porque ya era una hora tardía del sábado 7 de septiembre. El investigador
Valdés pidió descanso a la audiencia hasta el lunes para determinar entonces si el comité
debería dar por terminado el juicio o continuar con la audiencia. Todos se retiraron para un
bien merecido descanso.
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