Por una Cultura Nacional, Cientfica y Popular!
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Coleccin Emancipacin Obrera IBAGU-TOLIMA 2015
GMM
Por una Cultura Nacional, Cientfica y Popular!
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Libro No. 1657. Juan de la Rosa: Memorias del ltimo Soldado de la
Independencia. Aguirre, Nataniel. Coleccin E.O. Abril 25 de 2015.
Ttulo original: Juan de la Rosa: Memorias del ltimo Soldado de la Independencia.
Nataniel Aguirre
Versin Original: Juan de la Rosa: Memorias del ltimo Soldado de la
Independencia. Nataniel Aguirre
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Juan de la Rosa :
Memorias del ltimo Soldado
de la Independencia
Nataniel Aguirre
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ndice
Captulo I
Primeros recuerdos de mi infancia
Captulo II
Rosita enferma. -Un nuevo amigo
Captulo III
Lo que yo vi del alzamiento
Captulo IV
Comienzo a columbrar lo que era aquello
Captulo V
De como mi ngel se volvi al cielo
Captulo VI
Mrquez y Altamira
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Captulo VII
La batalla de Aroma segn Alejo
Captulo VIII
Mi cautiverio. Noticias de Castelli
Captulo IX
De qu modo dejamos de rezar una tarde el santo rosario, y de la nica
vez que estuvo amable doa Teresa
Captulo X
Mi destierro
Captulo XI
El ejrcito de Cochabamba. -Amiraya
Captulo XII
Cierto, admirable y bien sabido suceso
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Captulo XIII
Arze y Rivero
Captulo XIV
Las armas y el tesoro de la patria
Captulo XV
Un inventario. -Mi visita a la abuela
Captulo XVI
La entrada del gobernador del Gran Paititi
Captulo XVII
Comparezco ante el tremendo tribunal del padre Arredondo y soy
declarado hereje filosofante
Captulo XVIII
Tirn de atrs. -Quirquiave y el Quehuial
Captulo XIX
Ay, de los alzados! -Ay, de los chapetones!
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Captulo XX
El alzamiento de las mujeres
Captulo XXI
La gran fazaa del Conde de Huaqui
Captulo XXII
El lobo, la zorra y el papagayo
Captulo XXIII
De la edificante piedad con que el Conde de Huaqui celebr la fiesta
del Corpus , despus de su victoria de la elevada montaa de San
Sebastin
Captulo XXIV
El legado de Fray Justo
Captulo XXV
Una familia criolla en los buenos tiempos del Rey Nuestro Seor
Captulo XXVI
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Donde ha de verse que una beata murmuradora puede ser bien
parecida y tener un excelente corazn
Captulo XXVII
De como fui y llegu a donde quera
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Captulo I
Primeros recuerdos de mi infancia
Rosita, la Linda Encajera, cuya memoria conservan todava1 algunos ancianos de la villa de
Oropesa, que admiraron su peregrina hermosura, la bondad de su carcter y las primorosas
labores de sus manos, fue el ngel tutelar de mi dichosa infancia. Su cario, su ternura y
solicitud maternales eran sin lmites para conmigo, y yo le daba siempre con gozo y verdadero
orgullo el dulce nombre de madre. Pero ella me llam solamente el nio, menos dos o tres
veces en las que la palabra hijo se le escap, como un grito irresistible de la naturaleza, que
pareca desgarrar de un modo muy cruel sus entraas.
Vivamos solos en un cuarto o tienda del confn del Barrio de los Ricos, hoy de Sucre, sin ms
puertas que la que daba a la calle y otra pequea, de una sola mano, en el rincn de la izquierda
de la entrada. Una tarima, que era nuestro estrado y serva de noche para hacer la cama; una
larga mesa sobre la que Rosita planchaba ropa fina de lino, albas y paos de altar; una grande
arca ennegrecida por el tiempo; dos silletas de brazos con asiento y espaldar de cuero labrado;
un banquito muy bajo y un brasero de hierro, componan lo principal del mueblaje de la
habitacin. Las paredes, pintadas de tierra amarilla, estaban decoradas de estampas
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groseramente iluminadas, entre las que resaltaba una pintura original, obra de no muy torpe
como atrevida mano, que representaba la muerte de Atahualpa. En la pared fronteriza a la
puerta, como en sitio de preferencia, haba adems un cuadro al leo, de la Divina Pastora
sentada, con manto azul, entre dos cndidas ovejas, con el nio Jess en las rodillas. La
puertecita de la izquierda conduca a un pequeo patio enteramente cerrado por elevadas
tapias, y en el que un sotechado serva de despensa y de cocina.
Rosita -no creo que me engaen mis recuerdos, ni que mi ternura le preste ahora en mi
imaginacin encantos que no tena-, era una joven criolla tan bella como una perfecta
andaluza, con larga, abundante y rizada cabellera; ojos rasgados, brillantes como luceros;
facciones muy regulares, menos la nariz un tanto arremangada; boca de flor de granado;
dientes blanqusimos, menudos, apretados, como slo pueden tenerlos las mujeres indias de
cuya sangre deban correr algunas gotas en sus venas; manos y pies de hada; talle airoso y
gentil que, sin el recato que observaba en todos sus movimientos y la haca presentarse un
poco encogida, le hubiera envidiado la mujer ms presumida, esbelta y salerosa de la
Pennsula. Su voz, que tomaba fcilmente todas las inflexiones de la pasin, era de ordinario
dulce y armoniosa como un arrullo. Haba recibido, en fin, la educacin ms esmerada que
poda alcanzarse en aquel tiempo.
Vesta uniformemente basquia de merino azul hasta cerca del tobillo; jubn blanco de tela
sencilla de algodn, muy bordado, con anchas mangas que dejaban ver los brazos hasta el
codo; mantilla de color ms oscuro, con franjas de pana negra, prendida con grueso alfiler de
plata Sus hermosos cabellos, recogidos en dos trenzas, volvan a unirse a media espalda,
anudados por una cinta de lana de vicua con bonitas de colores. Por todo adorno llevaba
grandes aretes de oro en sus delicadas y diminutas orejas y un anillo de marfil encasquillado,
en el dedo meique de la mano izquierda. Sus pies calzados de medias listadas del mismo
color predilecto del vestido, se ocultaban en zapatitos de cuero embarnizado, con tacones
encarnados. Me parece que la veo y la oigo, ahora mismo con embeleso, como acostumbraba
al despertarme de mi tranquilo sueo. Limpia, aseada, despus de haberlo ordenado todo en
nuestra habitacin, est sentada a la puerta, en su banquito, con la almohadilla de encajes por
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delante; pero sus giles dedos se entorpecen poco a poco hasta abandonar lnguidamente los
palillos y se cruzan sobre una de sus rodillas; sus bellos ojos buscan no s qu en la parte de
cielo que se descubre ms all de los techos de un feo casern del otro lado de la calle; canta
a media voz para interrumpir mi sueo, en la lengua ms tierna y expresiva del mundo, el
yarav de la despedida del Inca Manco, tristsimo lamento dirigido al padre sol, de lo alto de
las montaas del ltimo refugio, demandando la muerte para no ver la eterna esclavitud de su
raza; gotas del llanto que fluye sin sentirlo, ruedan una tras otra por sus plidas mejillas...
Pocas personas, se acercaban a nuestra humilde morada, y eran muy contadas las que en ella
penetraban. Criados de familias acomodadas y mandaderos de los conventos daban desde la
puerta algn recado, dejaban all mismo las labores que traan, o reciban las que haban sido
ya hechas. Algunas veces un caballero anciano de aspecto venerable, envuelto en ancha capa
de pao de San Fernando, con el sombrero calado hasta los ojos y apoyado en un bastn de
grueso puo y largo regatn de oro, llegaba a la hora del crepsculo, y llamando a Rosita con
bondadoso acento, le entregaba un bolsillo o un paquetito, que ella reciba besndole la mano,
aun cuando l tratase de impedirlo, despidindose al momento.
Slo una tarde calurosa del mes de octubre, en que pareca muy cansado de largo ejercicio,
se dign aceptar una silla, que nos apresuramos a colocar al fresco en la acera, extendiendo a
sus pies una manta de lana. Estuvo hablando mucho tiempo con Rosita de la miseria que haba
sufrirlo el pas haca dos aos, en el de 1804, y la oy hablar despus en voz baja sin
interrumpirla ms que con algunas preguntas. Cuando ella concluy me puso entre sus
rodillas; me dej admirar su bastn a mi gusto, mientras l acariciaba mis cabellos, y murmur
dos o tres veces:
-Es una infamia..., pobre Juanito!
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La noche haba cerrado muy oscura encapotndose el cielo de nubes, cuando pens en
retirarse, y Rosita se empe y obtuvo de l que le acompasemos hasta su casa.
-Su merced se apoyar en mi hombro, y el nio ir alumbrando por delante -le dijo,
mandndome en seguida que encendiera un farolillo de papel.
Tomamos as una desierta calle que cruzaba ms arriba la nuestra, y caminamos gran trecho
a la izquierda, entre cercas y tapiales de huertas y sembrados, hasta llegar a una puerta muy
espaciosa, abierta en un largo paredn, tras de una acequia, en cuyo puente esperaba un criado
negro de gigantesca estatura.
Detvose all el caballero, y dndome una palmadita en la mejilla, dijo a mi madre:
-Hazle un buen mameluco y cmprale un mueco para la Fiesta de Todos los Santos; pero a
condicin de que aprenda la cartilla.
-Seor -contest ella-, el mameluco se har y tambin el mueco, que nadie ha de hacerlo
mejor que yo. En cuanto a recomendarle la cartilla, vuestra merced ignora todava que el nio
sabe ya leer casi de corrido, en un libro muy gracioso que le ha regalado su buen maestro Fray
Justo del Santsimo Sacramento.
-Oiga! -repuso el noble anciano-, conque este perilln promete ser un hombre de provecho?
Bien, hija ma; id con Dios, y no olvidis que esta puerta nunca estar cerrada para vosotros.
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Y dichas estas palabras se entr por la puerta bendita precedido por el criado que, entre tanto,
haba corrido a proveerse de una luz.
-Quin es? por qu nos quiere as, y no huyes t de l, madre, como de otros caballeros? -
pregunt entonces a Rosita que, tomndome de la mano, procuraba ya volverse a pasos
precipitados.
-Es -me contest-, el padre de los desgraciados, el seor gobernador -y me dijo en seguida su
nombre venerado hoy mismo a pesar del odio a la dominacin espaola.
Era don Francisco de Viedma, que quiso fundar al morir, en aquella quinta, un asilo para los
hurfanos.
El padre agustino Fray Justo, mi oficioso maestro de lectura, vena dos o tres veces por
semana, con la capucha calada, los brazos cruzados sobre el pecho, ocultas las manos en las
mangas del hbito, con pasos ligeros y silenciosos, como un fantasma; y se dejaba caer en la
silla dispuesta siempre al lado de la mesa para recibirle.
Era el hombre ms extraordinario que he conocido en mi vida, y fue por mucho tiempo un
enigma impenetrable para mi inculto y grosero entendimiento. Alto, seco, amarillo, con ojos
como ascuas, muy movibles en sus rbitas -a primera vista daba miedo. Mirndolo con ms
espacio, sus nobles facciones muy regulares, su abultada y espaciosa frente coronada de canas
prematuras, infundan respeto. Cuando se le oa hablar, cuando se poda penetrar algo de sus
ideas y sentimientos, incomprensibles en aquella poca para espritus vulgares, se llegaba a
amarle con veneracin. Habitualmente melanclico y distrado, saba mostrarse jovial con los
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humildes y tena momentos de expansin, en los que rea a carcajadas como el tonto que se
considera ms dichoso en este valle de lgrimas.
Desplomado ya en su silla, extenda su larga y huesosa mano a Rosita, que se acercaba a
estrecharla entre las suyas y a besrsela (cuando l no lo estorbaba, lo que era raro) con cario
fraternal y sumisin religiosa. Hablaba despus en voz baja con ella; se enderezaba; la capucha
se le caa a las espaldas, y gritaba alegremente:
-Juanito, el Quijote! Vamos a rer, muchacho, de las aventuras del caballero de la Triste
Figura y de su escudero el gran gobernador de la nsula Barataria.
Hojeaba el libro que yo le presentaba, y deca cosas cuyo sentido no poda explicarme, como,
por ejemplo:
-Oh, la aventura maravillosa y sin par de los batanes! Ser esto lo que nos pasa con tantas
cosas que se forja nuestra imaginacin y tenemos por verdaderas en las espesas tinieblas, en
el misterio que nos rodean? Y esta nsula Barataria tan montona y sumisa que llega a tener
un buen gobernador por burla no se dira que es imagen de todo un mundo secuestrado en
provecho de lejanos seores?...
Su descarnado dedo sealaba una tras otra las palabras que yo lea en alta voz, detenindose
en aquellas que tardaba en descifrar o no pronunciaba correctamente. Satisfecho de la leccin,
algunas veces, repeta las palabras que o a don Francisco de Viedma:
-Ser un hombre de provecho.
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Pero se interrumpa al punto con una sonora carcajada, y continuaba:
-Qu ha de ser, Dios mo? qu puede ser aqu? Cura? fraile? S, t sers cura, Juanito; y
hars bailar a los indios tambalendose en las procesiones. Habr misas cantadas, alferazgos,
entierros y casamientos; engordars hasta llegar quin sabe a cannigo; tu pobre madre dejar
a lo menos de encorvarse ante la almohadilla y el brasero, y... vivir!
Quedbase en seguida meditabundo, distrado, mirando sin ver los ladrillos del pavimento o
las negras vigas de la techumbre; mientras que Rosita, estremecida antes ms de una vez al
or sus discursos, absorta ahora igualmente en sus pensamientos, finga ocuparse tan slo de
su labor, o de endulzar para l una bebida refrigerante de naranja o pia, que de antemano
estaba dispuesta en un pequeo cntaro de olorosa arcilla; y mientras que yo continuaba la
lectura, sin que ninguno de los dos celebrase entonces la inmortal novela de Cervantes.
La voz de Rosita, o simplemente el ruido de sus pasos, cuando se acercaba a ofrecerle la
bebida, en ancho vaso de cristal adornado de flores, ejerca sobre el Padre una fascinacin
irresistible. Volva como de un penoso sueo, iluminndose su amarillo semblante de inefable
sonrisa; y procuraba al momento disipar cualquiera impresin dolorosa o desagradable que
pudiera dejarnos al partir. Hablaba a Rosita de sus labores; de una misteriosa alcanca que yo
la vi una vez ocultar cuidadosamente en el fondo del arca; me haca barcos y globos de papel,
o, plegando un pedazo de ste de una manera ingeniosa, sacaba de un solo tijeretazo una cruz
y todos los instrumentos de la pasin del Salvador.
Un da quiso evocar recuerdos de un tiempo que debi ser mejor sin duda; pero obtuvo un
resultado enteramente contrario del que se propona.
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-Sabes, Juanito -comenz a decir-, que tu madre ha sido mi hermana? -Y dirigindose a ella,
prosigui-: no recuerdas que t aprendiste a leer ms pronto que este rapazuelo?
-Y cmo pudiera yo haberlo olvidado? Sabes t..., Vuestra Paternidad no ignora -balbuce
mi madre-, que en aquel tiempo pude haber credo en la felicidad que slo se encuentra en el
cielo.
Y callaron entre ambos, no sin que llegase a mi odo un suspiro lastimero de Fray Justo.
Muchos aos despus comprend el inmenso dolor que debieron sufrir entre ambos. Un da o
en Lima, al admirable poeta Olmedo, citar en conversacin una sentencia que deca
encontrarse en un verso del Infierno de Dante: no hay mayor tormento que acordarse del
tiempo feliz en la miseria, y el recuerdo de aquella escena, que me conmovi de nio,
oprimi mi corazn bajo la casaca de oficial de Granaderos a Caballo, de Buenos Aires.
Otro amigo fiel, ms asiduo, que nos visitaba todos los das, en las horas que le permita su
trabajo, era el maestro cerrajero y herrador Alejo, pariente yo no s en qu grado de mi madre.
Cobrizo, de ms que mediana estatura, fornido, de cabeza al parecer pequea enclavada en un
cuello de toro; ancho de pechos y un tanto cargado de espaldas, con manos y pies
descomunales, pareca la personificacin de la fuerza, y la tena realmente proverbial en la
villa. Pero su semblante, de ordinario tranquilo, sus ojos de ingenuo y franco mirar, revelaban
un alma naturalmente bondadosa, a no ser que los animase la clera, en cuyo caso tomaban
una expresin bestial, espantosa.
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Su traje semejante al de la generalidad de los mestizos, estaba mejor cuidado y era de telas
menos groseras. Usaba sombrero de copa redonda y anchas alas, chaqueta de pana
enteramente abierta, mostrando la camisa de tocuyo del pas nunca abrochada al cuello, como
si ste no lo consintiese; calzn de cordellate, sujeto por faja de lana colorada con largos
flecos; gruesos zapatos de los llamados rusos, que parecan incomodarle siempre. Hablaba
castellano sin estropearlo demasiado; pero prefera el quichua siempre que lo hablase tambin
su interlocutor o fuese ste alguno de sus iguales. Llamaba la nia a Rosita y la adoraba
como a una santa. Su condescendencia conmigo llegaba a irritar en ocasiones hasta a esa
santa, a mi cariosa madre. Muchas veces le dijo a ella:
-Qu hermosa eres, nia ma! Si quisieras hacerte retratar haran un cuadro como el de tu
Divina Pastora.
Y hablando de m agregaba:
-Djale en paz. Que corra por los campos de Dios! que brinque y grite y se suba a los rboles!
Yo no s cmo t misma no le acompaas en sus juegos, cuando yo ms viejo que t, le enseo
travesuras y las hago con l.
Si oa cantar a Rosita, se quedaba esttico, abriendo la boca, como acostumbran todas las
gentes sencillas cuando concentran su atencin en alguna cosa. Mil veces se hizo repetir los
versos de la despedida del Inca, o de algn fragmento del Ollantay sin conseguir nunca
retenerlos por completo en la memoria. Confesaba humildemente su torpeza. No se obstinaba
en sostener sus juicios u opiniones, cuando alguna persona querida los refutaba con calma y
dulzura, y comprendiese o no los razonamientos contrarios, pareca quedarse convencido,
diciendo: bueno..., ah est! Todo esto no quiere decir, empero, que dejase de tener, si as
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convena a sus intereses, la astucia y socarronera que suelen distinguir en alto grado hasta a
los indgenas embrutecidos.
Mi madre que no quera que yo saliese, ni me ocupaba en ningn mandado, me permita a
veces pasearme con l. Una tarde me llev a los toros del Patrono San Sebastin. Terminado
el espectculo, que entonces me divirti y que despus me ha parecido grotesco y repugnante
por dems, subimos la suave pendiente del cerrito que se eleva sobre la plaza de aquel nombre.
Me compr un cartucho de confites en las tolderas de refrescos que all se ponan, y me
condujo despus algunos pasos ms arriba, donde me seal una planta espinosa, dicindome
estas palabras misteriosas:
-All pusieron su brazo derecho. La abuela lo vio sobre un palo y se qued desmayada. Lo
quera mucho; por eso me hizo poner su nombre.
Pero, al ver el asombro con que yo lo miraba, crey que haca alguna torpeza, y tomndome
de la mano, para alejarse precipitadamente conmigo, aadi:
-No le cuentes esto que te he dicho a la nia Rosita, ni me preguntes ya nada, porque slo he
querido asustarte.
Algunas infelices mujeres vestidas de tosca bayeta del pas, descalzas, desgreadas, venan,
por ltimo, a ayudar a Rosita en alguna labor sencilla o el cuidado de la casa, y nunca salan
de sta sin bendecir a la nia, que era, decan, tan bella y buena como la santa limea cuyo
nombre llevaba. Slo recuerdo yo el de una de ellas: Mara Francisca. Ms tarde comprend
que, pobres como ramos, viviendo del trabajo diario de mi madre, enseados a leer por
oficioso maestro, podamos considerarnos, respecto a las comodidades materiales y al cultivo
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de la inteligencia, mil veces ms afortunados que la gran masa del pueblo, compuesta de indios
y mestizos. Los nicos felices a su manera, debieron ser los espaoles y algunos criollos, que
se contentaban con vegetar en la indolencia, durante los buenos tiempos del rey nuestro
seor.
Captulo II
Rosita enferma. -Un nuevo amigo
En el memorable ao de 1810, undcimo segn entiendo de mi edad, Rosita estaba ms plida
y triste que nunca. Senta yo arder sus labios y sus manos cuando me acariciaba; sus ojos
despedan ms luz; tosa con frecuencia. Advert que deseaba entregarse con mas ahnco al
trabajo, y que, obligada por momentos a buscar reposo en el lecho, sufra moralmente mayor
tormento que el de su enfermedad. Otra observacin, que no poda escaprseme, conociendo
sus costumbres, me alarm sobre todo demasiado. Ella, tan cuidadosa siempre del aseo de su
persona y del orden y arreglo de su casa, permita algn desalio en su traje y esperaba que
Mara Francisca viniese a barrer cuando pudiese la habitacin y hasta le dejaba preparar
nuestra frugal comida. Lo nico que no descuid nunca, -bendita madre ma!- fue la persona
de su hijo, a quien trataba de engaar con dulces sonrisas.
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Don Francisco de Viedma, que hubiera sido ms que antes nuestra providencia, haba muerto,
sin poder ni l mismo vencer la repugnancia que el pueblo senta por los espaoles llamados
chapetones, pero llorado por los muchos desgraciados a quienes socorra. Nuestros leales
amigos Fray Justo y Alejo parecan querer abandonarnos poco a poco. Venan con menos
frecuencia; estaban entre ambos muy preocupados desde el ao anterior, de algo que yo no
me explicaba. Cuando se encontraban juntos en nuestra casa, cambiaban palabras misteriosas;
se rean unas veces frotndose las manos, y se ponan otras mustios y abatidos, notndose en
stas aquel trocarse espantoso del semblante de Alejo.
Un da o decir al Padre Justo enajenado:
-Ahora s que va de veras. Lo del 25 de mayo estaba bueno; pero don Pedro Domingo Murillo
sabe mejor dnde nos aprieta el zapato. Bendito Dios! he visto por fin, aunque de lejos, a un
hombre!
Otro da vino enteramente abatido, al punto de que ni siquiera extendi la mano a Rosita, ni
oy las afectuosas palabras con que, sorprendida, quiso arrancarle de su dolorosa postracin.
No saba yo qu hacer con el libro en la mano, cuando, como si hubiera cometido una falta,
me dijo severamente:
-Qutate de ah!... no se puede ya leer eso.
Y levantndose en seguida, como impelido por un resorte, sac de la manga un papel
manuscrito, y agreg:
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-Esto, nada ms que esto hay que leer y aprenderlo de memoria, muchacho; porque sino
perders mi cario.
Tom temblando el papel (que ahora mismo tengo ante mis ojos) y le con mucha dificultad,
corregido y auxiliado a cada instante por mi maestro, lo que felizmente puedo copiar en
seguida.
Nuestra Seora de La Paz, 5 de febrero de 1810.
Hermano mo: Te he irlo refiriendo puntualmente nuestros desastres y sufrimientos desde
Chacaltaya. Preprate a or ahora lo que nuestros tiranos se obstinaban en llamar con aparente
desprecio y mal encubierta zozobra, la conclusin del alboroto del 16 de Julio.
En la maana del 29 de enero nos encaminamos, por orden de la autoridad, a la crcel pblica
donde estaban encerrados los presos, para darles los ltimos auxilios espirituales y
acompaarlos hasta el pie de las infamantes horcas, en que, segn deca la sentencia, deban
ser colgados por castigo de sus nefandos crmenes y para escarmiento de rebeldes. Me toc
a m or la ltima confesin de don Pedro Domingo Murillo. Qu hombre, Dios mo! qu
alma aquella tan superior a las del vulgo de sus contemporneos! De dnde ha podido recoger
tanta luz en esta noche de espesas tinieblas en que hemos vivido? No te dir, no puedo decirte
de qu modo me ha deslumbrado con los resplandores sublimes que despeda entonces para
extinguirse en el abismo de la eternidad. Hubo momento en que yo pareca ms bien el
penitente y l mi confesor. Purificndose mi propia fe con sus palabras, vacil... vacil,
hermano, hasta que l mismo la sostuvo y la dej ms radiente en mi conciencia!
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A medio da salimos al lugar del suplicio entre dos compactas filas de soldados, seguidos
por toda la tropa armada en columnas. Los sentenciados iban visiblemente conmovidos, pero
conservaban un aire de nobleza y dignidad que impona respeto a los ms furiosos enemigos.
Si alguno hubiera cedido a la flaqueza, habra bastado el ejemplo de su jefe para devolverle
el nimo y hasta infundirle el orgullo de morir a su lado. Caminaba ste sereno con la frente
erguida sobre la multitud, como si en vez de ir al patbulo, fuese ms bien a dictar desde un
tablado la famosa resolucin con que se erigi la Junta Tuitiva.
Cuando llegamos al pie de la horca y quise prodigarle todava los consuelos de la religin,
me dijo con admirable tranquilidad y con dulzura: basta, Padre; me encuentro bien preparado
para responder de mi vida a la justicia eterna, y slo me resta ahora cumplir un deber de mi
elevada misin. Enderezndose en seguida, creciendo ms de un codo (as me pareci a m
por lo menos en la admiracin que me inspiraba) grit con voz vibrante estas palabras, odas
por todos y grabadas por siempre en mi memoria:Compatriotas! la hoguera que he encendido,
no la apagarn nunca los tiranos. Viva la libertad!
El sacrificio de los nueve mrtires se consum inmediatamente.
No concluir sin referirte un espantoso incidente, que da idea del despecho y rabia de
nuestros enemigos. Cuando levantaban en alto a don Juan Antonio Figueroa con las manos
amarradas a las espaldas, la cuerda se rompi, y este noble espaol que abrazara entusiasmado
nuestra causa, cay pesadamente de pechos y de cara al suelo. Un grito inmenso de horror y
de compasin se elev de la multitud, clamando: misericordia! Pero un oficial se abri paso
por entre las filas de soldados y comunic a los que presidan el sacrificio una orden increble,
ejecutada al punto. El verdugo, armado de un cuchillo, degoll sobre las piedras a la vctima!
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Todo esto te causar un dolor infinito como a m, o ms que a m, pues conozco la exaltacin
de tus ideas y la exquisita sensibilidad de tu ser. Llora, hermano mo! Pero no pierdas la fe
ni la esperanza. Las causas redentoras de la humanidad necesitan pasar por estas tremendas
pruebas providenciales. Creo habrtelo advertido otra vez con las palabras de Tertuliano:
sanguis martirum semen christianorum!
El papel no tena ms, firma que un signo extrao, probablemente convencional.
-Tiene razn -exclam Fray Justo, recorriendo a grandes pasos la estancia-; la hoguera de
Murillo abrasar todo el continente! Este fuego sagrado ha de purificar la pestilencia de este
aire viciado y...
Una tosecita, a la que yo estaba acostumbrando, y un gemido lastimero, que oa por primera
vez, llamaron nuestra atencin al sitio que ocupaba mi madre. La vimos sentada en su
banquito, oprimindose el pecho con una mano, mientras que con la otra tena en la boca un
blanco pao, que aquel da deshilaba en parte, para adornarlo despus con caprichosos
calados.
Verla Fray Justo, notar una mancha de sangre en el pao, dar una especie de rugido, correr
hacia ella, levantarla en sus brazos y conducirla a la tarima, donde la deposit en seguida, fue
cosa de un instante, que ms he tardado sin duda en referir.
-Te he dicho que no trabajes, que no te mates, mujer! -grit con clera, y arroj a la calle el
banquito, la almohadilla y el mismo pao, cosas todas que Mara Francisca se fue a recoger
azorada.
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-Pero si no estoy tan mal -contest mi madre sonriendo dulcemente como tena por costumbre-
, y qu sera de nosotros?
Esta sencilla observacin, no terminada siquiera, pareci anonadar a mi maestro, quien inclin
la cabeza sobre el pecho; pero no tard en levantarla con aire de triunfo, preguntando:
-Y la alcanca? no me has confesado t misma que estaba casi completamente llena?
-Eso es imposible -contest mi madre-; ese dinero es para mandarle a estudiar en la
universidad de San Francisco Javier y...
En este punto no pude yo contenerme. Corr llorando a rodear con mis brazos el cuello de la
heroica madre que por m se mora en silencio, e inund su anglico rostro de besos y de
lgrimas.
Fray Justo prosegua entre tanto, diciendo:
-Te lo mando, te lo ordeno. Como tu hermano, como sacerdote que soy, no puedo consentir
en esa especie de suicidio, que procurara impedir tambin con todas sus fuerzas, cualquier
hombre de corazn.
-Y yo te lo ruego -agregu por mi parte-; s, te lo ruego, madre, con estas lgrimas que t no
querrs que siga derramando tu pobre Juanito!
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Rosita -ved cun santo y querido me ser este nombre, cuando se lo doy ahora mismo, en tal
ocasin, tan indistintamente del de madre-, no tuvo ms recurso que ceder. La alcanca fue
solemnemente extrada del fondo del arca, y, rota por las manos febriles de Fray Justo, dej
escapar su contenido sobre la mesa. No era mucho, aunque haba, entre las monedas de plata,
algunas muy pequeas de oro.
Desde aquel da la enferma condenada al descanso por nuestro cario, se vio rodeada de todos
los cuidados que el arte de la medicina poda ofrecerle en aquel tiempo, en el que eran sus
sacerdotes los empricos del hospital de San Salvador, y fue asistida no slo con solicitud,
sino con mimo por nuestros buenos amigos y las mujeres a quienes favoreca. Yo no me mova
un momento de su lado. Fue entonces cuando en ntimos, dulcsimos coloquios, que yo
comparo a los arrullos de una trtola en su nido, me revel los tesoros que encerraba su alma,
un espritu celeste descendido no s porqu a una de las regiones ms sombras de la tierra,
donde senta a pesar de su amor y ternura por m, la nostalgia de su mansin primitiva. Pero
nunca, jams quiso revelarme nada de mi origen, ni de qu modo se vio reducida a buscar
nuestro sustento con el trabajo de sus manos.
Al cabo de un mes deca estar tan mejorada y pareca tan guapa y animosa, que le permitimos
volver a ocuparse moderadamente de sus labores. Pero, habiendo yo contado a Fray Justo con
alegra el haberla visto ponerse por las tardes ms hermosa, con vivo carmn en las mejillas,
repiti perentoriamente su orden anterior, y, con ms ciencia segn parece que el Padre
Aragons, famoso mdico de entonces, quien se rega por la coleccin de recetas del
admirable doctor Mandouti, recet leche de vaca recientemente ordeada por las maanas, un
paseo moderado, en el sol, a medio da; una larga lectura, que yo deba hacerle por las tardes,
del olvidado Don Quijote, y otra lectura corta, de noche, que hara ella misma en lugar de sus
largos rezos y oraciones, de una sola pgina de un pequeo libro, que l trajo y que era la
Imitacin de Cristo.
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Oyndolo el to Alejo, se present al da siguiente en nuestra puerta con una hermosa vaca
negra.
-Aqu est -nos dijo con aire de triunfo-; yo la he trado y es negra, aunque no lo signific su
Paternidad; porque yo s que as debe ser.
Hizo que Mara Francisca llenase de la espumosa leche el vaso adornado de flores; se lo
ofreci ste a mi madre, y se llev riendo la vaca para seguir trayndola por muchos das todas
las maanas. Por mi parte, cumpl tambin, de mil amores lo que me corresponda: le en alta
voz captulos enteros: los coment a mi modo, haciendo rer a la enferma; y las cosas fueron
tan bien, que al cabo de veinte das la cremos enteramente sana, y estaba alegre, juguetona
como yo mismo.
Tranquilo y contento, al recorrer la villa y sus alrededores en los paseos obligatorios de mi
madre, comenc a conocer de vista a muchas personas notables, y advert cosas extraas que
pasaban en la villa y que excitaron mi curiosidad.
Un clrigo joven todava, don Juan Bautista Oquendo, llam particularmente desde un
principio mi atencin. Deba estar dotado de maravillosa actividad, porque se le encontraba
en todas pares y a cada momento. Visitaba diariamente las casas de muchos criollos
acomodados; se acercaba a todas las pulperas y a los puestos de la recova; detena en la calle
a las personas ms humildes; tena algn chiste, alguna palabra afectuosa para introducirse
con raro tacto del corazn humano, segn he comprendido despus, y conclua por hacer a
todos la siguiente recomendacin, que un da dirigi a mi madre, saludndola con el nombre
de monjita:
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-Ruega, hija ma, por nuestro bondadoso rey don Fernando VII; ensale a este perilln, a este
pcaro (aqu me dio una palmadita) el amor, la sumisin, el respeto... qu estoy diciendo! la
veneracin que debemos tenerle todos sus vasallos de estos dominios, todos los hombres de
la cristiandad. El excomulgado Napolen y los franceses herejes, impos lo han despojado de
su trono, lo tienen preso, lo martirizan, lastiman cruelmente su corazn paternal queriendo
hacernos esclavos del demonio.
Sus sermones en quechua, en esta lengua tan insinuante y persuasiva, que l hablaba con rara
perfeccin (pues ya se haba adulterado mucho y tenda a convertirse en dialecto semi-
castellano como es hoy) atraan inmensa concurrencia de pueblo a las iglesias; y cuando
predicaba en castellano, los espaoles y los criollos admiraban su elocuencia, su celo
religioso, su fidelidad al monarca, aunque, a decir verdad, no gustaba ya mucho a los primeros
que se tocara con frecuencia este ltimo punto, que decan ser muy delicado.
En el mismo empeo de avivar el sentimiento de fidelidad al rey legtimo nuestro seor
natural, estaban infatigables otros caballeros criollos y unos cuantos mestizos, entre los que
nadie igualaba, empero, el entusiasmo, el fervor y la abnegacin de Alejo.
Vena ahora el to muy alegre y gritaba desde la puerta:
-Viva el rey Fernando, el Bien Amado!
Deca a mi madre:
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-Nia Rosita, si no gritas: viva el rey!, as como yo respirando todo el aire de este cuarto, no
podrs sanarte nunca de la tos para hacernos ms felices de lo que nos espera.
Dirigindose a m, y despus de levantarme sobre su cabeza de un solo pie, lo que me produca
un vrtigo agradable, continuaba:
-Vamos, muchacho! viva el rey! porque si no, te tiro al suelo, o vas volando al otro lado de
aquella casa, como un pajarito.
Y brincaba al mismo tiempo de un modo que me pareca que me iba a estrellar la cabeza
contra las vigas del techo hasta que yo gritaba cien veces: viva el rey! No dejaba en paz ni a
la pobre Mara Francisca, ni a ninguna de las mujeres medio idiotizadas de que he hablado,
las que lo miraban con asombro y decan que, si no estaba loco, se haba vuelto criatura.
Haca extremos increbles en su fervor realista. El da de Viernes Santo sali de penitente,
desnudo hasta medio cuerpo, con pesadsima y enorme cruz, corona de espinas de algarrobo
y cuerda o cabestro de cerda al pescuezo, flagelndose de tal modo que pareca tener hechas
una llaga viva las espaldas, sin perder ocasin de clamar que lo haca en castigo de sus propias
culpas y para ofrecer a Dios ese ligero sacrificio por el amado rey, a quien martirizaban ms
que a l mismo los hijos de Satans. Edific a la multitud que lloraba a gritos al verle y orle,
y todos le prometieron que estaban dispuestos a morir a su lado, para que los condujese a las
puertas del paraso. Pero al da siguiente vino a vernos tan sano y bueno, y ri de tal modo,
que tengo para m que el muy bellaco hizo su disciplina de algodn trenzado y la empap en
sangre de carnero, lo mismo que la corona de espinas cuidadosamente despuntadas.
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Un da -debi ser por el mes de julio, pues los campos estaban casi enteramente deshojados
de las abundantes cosechas de ese hermoso granero alto-peruano-, fui espectador, tambin,
de una curiossima escena, al acompaar a mi madre en uno de sus paseos diarios por las
barrancas del Rocha fronterizas a Calacala. En medio de un campo de cebada no acabado de
visitar por la hoz de los colonos del seor Gangas, cuya quinta estaba muy inmediata, vimos
a caballeros respetables como don Francisco del Rivero, don Bartolom Guzmn, don Juan
Bautista Oquendo y otros cuyos nombres slo supe despus, jugando al parecer al escondite;
pues tendidos los unos en el suelo y puestos otros en cuclillas, para acechar stos no s a quin,
se hacan seas de guardar silencio unas veces y se rean otras, tapndose al punto la boca con
las manos. Cuando notaron nuestra presencia, sali de entre ellos caminando a gatas, con gran
asombro mo, Fray Justo en persona.
-No digis a nadie que nos habis visto y alejaos al momento -nos dijo-, y volvi a esconderse
como haba salido.
Tres das despus supimos que el seor gobernador don Jos Gonzlez de Prada haba
remitido presos, a Oruro, a don Francisco del Rivero, don Estevan Arze y don Melchor
Guzmn Quitn. Nuestros amigos dejaron de venir y nos olvidaron todava por muchos das.
En cambio, nada preferible por cierto, adquir una nueva amistad, que disgust mucho a mi
madre, y voy a decir de qu modo.
La calle en que vivamos, casi siembre desierta por aquel lado, no estaba empedrada; por lo
cual la esquina, una cuadra ms abajo, serva de punto de reunin a los muchachos ociosos y
mal entretenidos del barrio, que eran casi todos, para jugar a la palama. Este juego, cuyo
nombre debe derivarse del palamallo usado en la Pennsula, consiste en poner sobre una raya
trazada en el suelo una piedra larga parada de punta, para irla derribando, de una distancia
convencional, con otras piedras planas lo ms pesado posibles, que se arrojan con la palma de
la mano. Cada cada de la piedra es un punto; si ninguno de los jugadores la derriba, gana el
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punto aquel cuya piedra est ms prxima a la raya. Los puntos son, en fin, doce, y suelen
doblarse a veinticuatro, o convenir ms, segn la destreza de los jugadores.
Entre los dichos haba uno blanco y rubio, llamado El Overo, segn acostumbra llamar la
gente mestiza a los de ese pelaje. Era el ms diestro, gritn y travieso de todos; armaba mil
pendencias de las que sala siempre vencedor en igualdad de condiciones, y de las que
escapaba con una ligereza admirable, cuando el enemigo contaba con superioridad de fuerzas.
Puesto en salvo, en este ltimo caso, haca desde alguna esquina las seas ms irritantes a sus
perseguidores, como, por ejemplo, la que consiste en ponerse el dedo pulgar en las narices y
agitar los otros con la mano enteramente abierta.
Le fui simptico, o como l deca, le ca en gracia. Varias veces anduvo rondando por la
calle; me llamaba de lejos para jugar conmigo; se desesperaba por hacerme partcipe o vctima
de sus diabluras. Una maana en que mi madre sali a misa, dejndome solo contra su
costumbre, aprovech la deseada ocasin y se me entr en casa, como el rey por la puerta.
-No seas tonto, don Santito -me dijo-; ven a divertirte como todos; djate de tu librote... para
qu sirve la lectura? Yo no s para qu me la ense mi padre con otras cosas enteramente
intiles.
Con pasmosa volubilidad y huronendolo todo, sin esperar respuesta, sigui ensartando mil
cosas distintas, imposibles de retener en la memoria, hasta que hubo abierto la puerta que daba
al patiecito y exclam.
-Qu lindo! viva el rey! Ya no tenemos necesidad de salir de tu madriguera.
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Arm all la palama con piedras arrancadas del hogar de la cocina, me hizo jugar un momento,
y me fue enseando uno tras otros mil juegos diferentes, propios o impropios de nuestra edad.
Tena para el efecto trompos, pelotas, perinolas y una sucia y mugrienta baraja en los bolsillos.
Cansados entre ambos, me dijo:
-Vamos a descansar en el cuarto.
Volvimos all; pero su descanso consisti en desconcertarlo y moverlo todo, sin perdonar ni
las estampas, ni el cuadro de la Divina Pastora. De repente al mirar detrs de ste, lanz un
grito; lo separ ms de la pared y, sealando un nicho, en el que haba un paquetito, me
pregunt:
-Qu es esto?
-No lo s; nunca lo he visto -le contest.
-Pues... vamos a verlo -replic.
Y sin esperar ms deshizo el paquete, en el que slo haba un cabo de cuerda de esparto como
de una vara de largo, de un color indefinible como de grasa y holln, extrao objeto que l
mir con asombro y me pas en seguida.
En este momento lleg mi madre y me dijo muy enojada:
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-Quin se ha atrevido a revolver todo esto? quin es este muchacho?
Yo no saba mentir; ca de rodillas; le cont todo lo que haba pasado. Mi nuevo amigo dio
entonces un brinco hasta la calle, volvi la cabeza y grit, antes de acabar de escaparse:
-Compadre Carrasco!
Y estas palabras impresionaron mucho a mi madre.
Captulo III
Lo que yo vi del alzamiento
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Promet solemnemente a mi madre no volver a reunirme con tan peligroso amigo y as me lo
prometa yo mismo, sin creer que faltara a mi palabra, cuando no bien trascurridos tres das,
vino otra vez El Overo, y me tent, y me arrastr con los suyos, y me hizo dar a aqulla la
pena mayor de que me acusa la conciencia, todo como ha de verse en el presente captulo y el
que le sigue.
Al rayar el alba el 14 de septiembre, de imperecedera memoria para los hijos de Cochabamba,
mi madre haba salido a entregar una labor urgente en el pueblecillo de la Recoleta, dejndome
todava dormido y encomendado a los cuidados de Mara Francisca que, al mismo tiempo,
deba encargarse de los de la cocina. Cuando me despert, o algunos tiros lejanos de fusil y
de mosquete, y, un poco despus, toques de rebato en la elevada torre de la Matriz, contestados
casi al punto por la gran campana de San Francisco y por todas las de los otros muchos
campanarios de las iglesias. Me vest precipitadamente, corr a la puerta... qu tumulto haba
por el lado de la plaza! Grupos numerosos de hombres y mujeres corran en aquella direccin,
gritando:
-Viva Fernando VII! mueran los chapetones!
No s si de intento o casualmente, apareci en la calle el amigo que me haba dejado al parecer
ofendido con tan extraas palabras. Capitaneaba la turba de sus compaeros armados de palos
y caas de carrizo; gritaba tambin como l solo saba gritar, y le hacan coro los otros como
ellos solos podan hacerlo. Al verme, se me vino muy suelto de cuerpo y como si nada hubiera
pasado; su tropa hizo alto y se arremolin en la esquina esperando a su jefe.
-No estoy enojado -me dijo-. Qu haces ah, don Papa-Moscas? Vente con nosotros, o te
tomo de recluta.
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Y sin esperar respuesta, como tena de costumbre, me agarr del cuello y me arrastr y me
hizo apresar con sus compaeros, sin que valiesen mis esfuerzos, mis protestas, ni los gritos,
ni las amenazas de Mara Francisca que sali heroicamente de la cocina en mi auxilio. Todo
fue en vano, repito: la turba me arrastr consigo en direccin a la plaza.
Poco a poco me fui calmando de mi justsima indignacin y aquello concluy por divertirme,
como era muy natural en mi edad. Comprend, por otra parte, que el tumulto poda tener
alguna relacin con el alboroto del 16 de julio, cuyo trmino conoca yo por la carta que
me hizo leer mi maestro. Como la saba ya de memoria, segn ste me recomend, quise
entonces distinguirme a mi modo entre los compaeros que me haban hecho suyo por fuerza.
-Alto, muchachos! -grit, subindome sobre un guarda-cantn que tal vez exista todava en
la esquina de la calle a la que han llamado posteriormente de Ingavi-. Compatriotas! yo voy
a morir por vosotros -continu con el sombrero en la mano-; s!, yo quiero morir aunque
me caiga de la horca y me degellen sobre el empedrado; porque la hoguera que vamos a
encender no la apagarn nunca los tiranos, y abrasar todo el continente. Viva la libertad!
-Viva! viva la libertad! -contest la banda infantil, electrizada por las palabras de Murillo,
embellecidas a gusto mo y aumentadas con las que o a mi maestro.
-Viva Juanito! -prosigui El Overo-; ste merece ms que yo ser el capitn. Bjate, hombre!
toma mi palo y... adelante, muchachos!
Diciendo y haciendo, a su manera acostumbrada, me estiraba de los pies, me haca bajar del
guarda-cantn, me pona su caa en la mano, me empujaba a la cabeza de la columna y se
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colocaba respetuosamente a mis espaldas; todo en medio de los aplausos crecientes de
nuestros soldados.
Llegamos as a la esquina de la Matriz. La multitud llenaba ya casi toda la plaza y segua
afluyendo por todas las calles; formaba oleadas, corrientes y remolinos, notndose solamente
alguna fijeza en las columnas de milicianos y de una extraa tropa, a pie y a caballo, de
robustos y colosales campesinos del valle de Cliza. Los infantes de esta tropa tenan monteras
de cuero ms o menos bordadas de lentejuelas, los ponchos terciados sobre el hombro
izquierdo, arremangados los calzones y calzados los pies de ojotas. Pocos fusiles y mosquetes
brillaban al sol entre sus filas, siendo la generalidad de sus armas, hondas y gruesos garrotes
llamados macanas. Un grupo bullicioso de mujeres de la recova discurra por all
repartindoles, adems, cuchillos, dagas y machetes que ellos se apresuraban a arrebatarles de
las manos. Los jinetes mejor vestidos y equipados, muchos con sombreros blancos y amarillos
de fina lana, ponchos de colores vistosos, polainas, rusos y espuelas, cabalgaban yeguas,
rocines y jacos, armados muy pocos de lanza o sable, y la mayor parte, de grandes palos con
cuchillos afianzados de cualquier modo en la punta. A su cabeza se distingua un grupo
numeroso de hacendados criollos, en hermosos y relucientes potros que lucan arneses con
profusos enchapados de plata. Comandaban las tropas don Estevan Arze y el joven don
Melchor Guzmn Quitn, seguidos por muchos ayudantes y amigos particulares,
caracoleando entre la multitud en briosos caballos, cubiertos de sudor y espuma. Los anchos
y espaciosos halcones de madera labrada de la acera fronteriza de donde yo estaba, se
encontraban llenos de familias criollas, ocultando la primera fila seoras vestidas en traje de
iglesia, con sayas y mantos, pues el tumulto las haba sorprendido al ir a misa, como tenan
por costumbre todas las maanas. En la galera superior del Cabildo4 se vea apiados a los
notables de la villa. A las puertas del convento y atrio de San Agustn,5 en la acera de la
derecha, se formaban corros, en los que se distinguan hbitos enteramente blancos o con
mantos negros, azules, grises, etc., de las diferentes rdenes religiosas. Fray Justo -no poda
dejar de llamarme particularmente la atencin mi querido maestro-, hablaba y gesticulaba all
como un posedo. En medio del ruido ensordecedor de las campanas, gritaban todos a un
tiempo y mil cosas diferentes; los unos: viva Fernando VII!; los otros: mueran los
chapetones!; aqullos: viva la patria!; stos: queremos que manden los hijos del pas!; los
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ms prximos al Cabildo: viva don Franscisco del Rivero! que hable don Juan Bautista
Oquendo! Estos dos ltimos personajes estaban entre los notables de la galera del Cabildo;
gritaban como todos, no s qu; movan los brazos; los que los acompaaban hacan seas a
la multitud con sombreros y pauelos... Todo esto, de que ahora doy testimonio, lo vi yo mejor
que nadie, levantado en brazos por los ms robustos de mis compaeros, de pie muchas veces
sobre sus hombros, en equilibrio, merced a las travesuras que deca Alejo haberme enseado.
Por fin disminuy un poco el ruido de los repiques, pues haban mandado callar los de la
Matriz (no sin haber arrancado por fuerza al campanero de su sitio, con la cuerda de los
badajos en las manos, segn dijeron); y el nombre tan popular de Oquendo y las insinuaciones
de los notables consiguieron que la multitud guardase silencio y prestase atencin, a lo menos
en aquel lado de la plaza. El orador habl entonces por algunos momentos; pero slo llegaron
hasta m sus dos ltimas palabras arrojadas con todas las fuerzas de sus poderosos pulmones
y repetidas en el acto por todas partes:
-Cabildo abierto! cabildo abierto!
Con estos nuevos gritos, que reemplazaron a todos los anteriores, la multitud se fue
compactando a las puertas del Cabildo, de un modo tal, que segn observaba mi ayudante El
Overo, se habra podido caminar sobre las cabezas, sin temor de caerse por ms lerdo que se
fuera. Nosotros queramos a toda costa penetrar en aquella masa, sin saber por qu ni para
qu, cuando un tumulto y espantosa vocera llamaron nuestra atencin hacia la calle de las
Pulperas.6
-Vamos all!, vamos all! -nos dijimos: Ni a dnde podamos ir con ms gusto, si no era
donde ms bulla y confusin haba?
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Tomamos, en consecuencia, aquella direccin, por la acera del poniente de la plaza, ya muy
transitable. Al llegar a la esquina de dicha calle y el Barrio Fuerte7 nos vimos detenidos por
el gento, que se atropaba tambin all excitado por la curiosidad. No haba ms remedio que
recurrir yo nuevamente a los servicios de mis compaeros. Lo hice as, me puse sobre los
hombros de los primeros que me los ofrecieron a condicin de decirles lo que era aquello, y
vi y dije en alta voz lo que iba sucediendo.
Un caballero, que sin duda haba salido del templo de San Agustn con Fray Justo, por la
puerta lateral que daba a la repetida calle de las Pulperas, estaba amenazado de muerte por
algunos frenticos que lo rodeaban, y, herido ya en la cabeza, con el traje en desorden, se
abrazaba fuertemente de la cintura del Padre, quien rogaba y suplicaba, sin dejar por eso de
repartir vigorosos pescozones a los que se aproximaban a concluir la inmolacin del
desgraciado.
-Que muera! que muera el adulador de los chapetones! -gritaban los furiosos adversarios.
Y creo que, a pesar de los ruegos y pescozones de mi maestro, hubieran despedazado al fin y
arrastrado por las calles los miembros de ese hombre, si no sobreviniera una partida de tropa
del Valle conducida por Alejo y que al principio pareci aumentar el conflicto.
Cuando Alejo reconoci al caballero, su semblante sufri en efecto, la trasformacin ms
bestial y feroz de que era susceptible.
-Que muera! matmosle como a un perro! -grit, enarbolando una barra de hierro tan larga
y gruesa como las macanas de su gente, pero que l blanda como ligera caa.
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Fray Justo conoca a fondo su carcter y tom el nico partido que poda ser eficaz.
-Alejo, mi querido Alejo -le dijo con dulzura y postrndose en el suelo-; no ejerzas esta
venganza, o mtame antes a m..., destroza la cabeza de tu amigo, de tu confesor!
El hercleo cerrajero se detuvo, vacil un momento; pero acab por decir las palabras que le
eran habituales en casos semejantes:
-Bueno... ah est!
Volvi en seguida la cara a los furiosos de la multitud; se apoy con ambas manos en su barra,
y agreg tranquilamente:
-Nadie ha de tocar en mi presencia ni un pelo ms de la ropa del seor Alcalde.
Aquel hombre estaba salvado. Todos saban que Alejo doblaba y desdoblaba, como si fuese
de cera, un peso carolino, y todos le haban visto caminar un da, riendo por las calles con un
asno en los brazos. Quin haba de querer exponerse al ms ligero golpe de su barra?
Nada tenamos ya que hacer all y nos volvimos al lado del Cabildo. Las noticias de lo que en
l estaba pasando corran de boca en boca y merecan los ms entusiastas aplausos.
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-Hemos reconocido, decan, la Excelentsima Junta de Buenos Aires. Que viva la Junta! viva
don Fernando VII! Don Francisco del Rivero es nombrado Gobernador. Viva el Cabildo!
Don Estevan Arze y don Melchor Guzmn han de seguir mandando las tropas. Qu valientes
son! viva don Estevan! viva don Melchor! Dicen que les van a dar garantas a los chapetones.
Eso est malo. No, no... pobres chapetones! Que nadie muera! Viva la patria!
A todo esto yo gritaba y haca gritar que viva! a mi banda ms bullanguera que toda aquella
gente; pero en mi interior me deca: qu es esto? qu es por fin lo que ha sucedido? Y no
me atreva a dirigir a nadie estas preguntas, temiendo que, informados todos muy bien de
aquellas cosas, conociendo perfectamente lo que se hacan, se riesen de mi necia ignorancia
o de mi ingenuidad.
Felizmente volvi a aparecerse por all mi maestro, que haba acompaado a su protegido
hasta dejarlo en su casa, y vindome l, se acerc y tuvimos el siguiente dilogo.
-T tambin por aqu, muchacho?
-S, seor; me han trado... yo no quera venir...
-No, hombre; no est malo. Y qu has hecho?
-He gritado como todos: viva Fernando VII! mueran los chapetones!
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-Pase lo primero; lo segundo de ninguna manera. No se debe matar a nadie cuando se va a
hacer vivir a la patria.
-Eso mismo acaban de decir algunos. He hablado, tambin, como Murillo y he concluido con
viva la libertad!
-Magnfico, hijo mo.
-Pero..., perdone su Paternidad: no s bien todava lo que hemos hecho todos, ni de cmo ha
sucedido esto desde el amanecer.
-Eso puedo decrtelo de mil amores, si te vienes conmigo al convento. Hay tiempo de hablar
mientras concluye el cabildo y creo saber, tambin, todo lo que de l ha de salir.
Mis camaradas no se opusieron a que le siguiese, por respeto a la persona del Padre. Slo El
Overo me hizo el gesto de burla que acostumbraba con la mano en las narices.
Captulo IV
Por una Cultura Nacional, Cientfica y Popular!
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Comienzo a columbrar lo que era
aquello
La celda de mi maestro no tena nada de particular que la distinguiese de la de cualquier otro
religioso, ni creo necesario describirla para mejor inteligencia de mi sencillo relato. Cerr l
cuidadosamente la puerta, me hizo sentar en un escao junto a la mesa, tom al otro lado un
silln forrado de baqueta, y comenz a hablar de esta manera:
-Ms tarde comprenders mejor que yo mismo lo que significa el alzamiento que acabas de
ver; porque t puedes conocer a fondo muchas cosas que yo apenas he entrevisto, a pesar de
mis afanosos y clandestinos estudios de veinte aos. Cuando as suceda, cuando una luz ms
viva inunde tu inteligencia, acurdate de m, pobre fraile que te ense a leer, y piensa de qu
modo los raudales de ciencia, que han de serte generosamente ofrecidos, me hubieran
consolado de los tormentos de mi oscura vida.
Detvose aqu por un momento. En seguida se pas fuertemente la palma de la mano por la
espaciosa frente, como si quisiera librarse de algo que sobre ella pesaba, y continu:
-El pas en que hemos nacido y otros muchos de esta parte del mundo obedecen a un rey que
se encuentra a dos mil leguas de distancia, al otro lado de los mares. Se necesita un ao para
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que nuestras quejas lleguen a sus pies, y no sabemos cundo vendr, si viene, la resolucin
que dicte su Consejo o simplemente su voluntad soberana. Sus agentes se creen semidioses a
inmensa altura de nosotros; sus vasallos que vienen de all se consideran, cual ms cual menos,
nuestros amos y seores. Los que nacemos, de ellos mismos, sus hijos, los criollos somos
mirados con desdn, y piensan que nunca debemos aspirar a los honores y cargos pblicos
para ellos solos reservados; los mestizos, que tienen la mitad de su sangre, estn condenados
al desprecio y a sufrir mil humillaciones; los indios, pobre raza conquistada, se ven reducidos
a la condicin de bestias de labor, son un rebao que la mita diezma anualmente en las
profundidades de las minas.
Bastaban estas razones para que desesemos tener un gobierno nuestro, de cualquiera
especie, formado aqu mismo, para que estemos siempre a sus ojos. Pero hay todava otras no
menos graves, que nos harn preferir nuestra completa extincin por el hierro a seguir
viviendo bajo el rgimen colonial.
El hombre condenado a ganar su pan, el sustento material, con el sudor de su rostro, no puede
ni siquiera cumplir libremente ese decreto providencial. Si es agricultor, si ha podido obtener
una porcin de tierra en los repartos de la corona, le prohben hacer algunos cultivos de los
que resultara competencia a las producciones de la Pennsula; si quiere explotar los ricos
filones minerales de nuestros montes y cordilleras, necesita gozar de influencias para contar
con brazos y hasta el azogue que entra en el beneficio; si se hace comerciante, ve que todo el
comercio pertenece a una serie de privilegiados, desde las grandes compaas de Sevilla,
Cdiz y Cartagena hasta los ltimos pulperos espaoles y genoveses; si se atreve a ser
manufacturero, ve que le destruyen brutalmente los instrumentos de su industria. Yo s de
viedos y olivares que han sido arrancados o destruidos por el fuego; conozco criollos y
mestizos que descubrieron minas fabulosamente ricas para abandonar desesperados su
explotacin a los espaoles; este lienzo listado de verde que sirve de sobremesa es tocuyo de
Cochabamba, llevado a Espaa para teirlo, trado con el nombre de angaripola, vendido a
sus primitivos dueos a precio inconcebible, sin permitirles que hagan ellos mismos tan
Por una Cultura Nacional, Cientfica y Popular!
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sencilla operacin; he visto, en fin, derribados muchas veces los telares en que se teje
pertinazmente ese tocuyo.
La instruccin, alimento del alma, luz interior aadida a la de la conciencia para hacer cada
da al hombre ms rey de la creacin, no la pueden obtener ms que contadas personas y de
una manera tan parsimoniosa que parece una burla. Cunto me he redo yo a veces de lo que
en muchos anos me ensearon en la Universidad de San Francisco Javier de Chuquisaca! Hay
verdadero empeo por mantenernos ignorantes; sabio es entre nosotros el que dice las mayores
tonteras en latn, y Dios tenga piedad del que aspira a conseguir otros conocimientos que los
permitidos, porque se expone a morir quemado como hereje filosofante! En Cochabamba,
aqu, por motivo que te dir a su tiempo, era crimen de lesa majestad el ensear a leer a los
varones.
La religin que han dejado oscurecer los mismos sacerdotes -acrcame el odo, hijo mo-, no
es ya la doctrina de Jess, ni nada que pudiera moralizar al hombre para conducirlo
gloriosamente a su fin eterno. Hacen repetir diariamente el Padre nuestro y mantienen la
divisin de las razas y las jerarquas sociales, cuando les era tan fcil mostrar en las palabras
de la oracin dominical, enseada por Cristo en persona, la igualdad de los hombres ante el
padre comn y la justicia. Debieran procurar que los fieles amasen a Dios en espritu y
verdad; pero fomentan las supersticiones y hasta la idolatra. Veo en los templos -inclnate
ms-, imgenes contrahechas que reciben mayor veneracin que el Sacramento. Me han dicho
que en cierta parroquia adoraban al toro de San Lucas o el len de San Marcos y le rezaban
con cirios en las manos! Tal vez harn lo mismo en otras con el caballo de Santiago y el
perro de San Roque. Para obtener, en fin, bienes temporales multiplican las fiestas, inventan
no s qudevociones, en medio de la crpula, a la luz del sol, de ese antiguo dios padre que el
pobre indio adoraba ms conscientemente, con ms pureza quizs.
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Volvi a hacer una pausa ms larga en este punto. Yo respet su silencio; pero no pude dejar
de llevarme a los labios una de sus manos descarnadas.
-Todo esto -prosigui-, es preciso que concluya. En cada uno de los centros de poblacin de
estos vastsimos dominios hay ya un pequeo grupo de hombres que as lo han resuelto y lo
conseguirn. Hoy no los comprende todava la multitud, y se sirven por eso de algn pretexto,
para arrastrar aquella a un fin gloriossimo, de un modo que no choque a ideas inveteradas en
la larga noche de tres siglos. Debes saber que la misma esclavitud llega a ser una costumbre
que es difcil abandonar. Me han contado de un hombre que, preso muy joven, puesto en
libertad despus de muchos aos, volvi a pedir en la crcel su querido calabozo, oscuro y sin
ruido, cual deca convenirle en la indolencia y ensimismamiento en que haba cado y de los
que no sali jams.
Un gran genio dominador, brotado del seno de una tremenda convulsin del reino de Francia,
invadi la Espaa y vio caer de rodillas a sus pies al rey don Carlos IV y al Prncipe de Asturias
don Fernando. La noticia llen de consternacin a estas colonias de Amrica; y de esa
consternacin por el destronamiento del rey legtimo, sale ya el sentimiento de la libertad.
Esos vivas que oyes a Fernando VII estn diciendo a los odos de la mayor parte de los
hombres del cabildo: abajo el rey! arriba el pueblo!
Pero el intento oculto an de esos hombres no es nuevo, no es de ayer solamente en este
suelo en que has nacido, hijo mo!
Aqu se par levantando las manos al cielo, para proseguir cada vez ms animado.
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-No cansar tu atencin con la ms breve noticia de las sangrientas convulsiones en que la
raza indgena ha querido locamente recobrar su independencia, proclamando, para perderse
sin remedio, la guerra de las razas. Recordar s, con alguna extensin, un gran suceso, un
heroico y prematuro esfuerzo, que conviene a mi objeto y nos interesa particularmente.
En noviembre de 1730 circul en esta villa y los pueblos de nuestros amenos y fecundos
valles, la noticia de que don Manuel Venero y Valero vena de la Plata, nombrado revisitador
por el rey, a empadronar a los mestizos como a los indios, para que pagasen la contribucin
personal, el infamante tributo de la raza conquistada. No era ella exacta; queran nicamente
comprobar el origen de las personas, para inscribir, en su caso, en los padrones, a los que en
realidad resultasen ser indgenas. Pero de esto mismo era muy natural esperar y temer infinitos
males y abusos de todo gnero.
Los mestizos, que formaban ya la mayor parte de la poblacin, recibieron la noticia con
gritos de dolor, de vergenza y de rabia, levantados sin temor a los odos de los guampos, que
as llamaban a los que ahora chapetones. Resueltos a oponer una vigorosa resistencia, a
derramar su sangre y la de sus dominadores antes que consentir en esa nueva humillacin,
buscaban un jefe animoso y lo encontraron en seguida.
ste fue un joven de 25 aos, de sangre mezclada como ellos, oficial de platera,
excepcionalmente enseado a leer y escribir por su padre, o tal vez como t, por algn
bondadoso fraile. Se llamaba Alejo Calatayud.
A este nombre me hice todo odos.
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Viva -prosigui mi maestro-, en una humilde casita de la calle de San Juan de Dios, a
inmediaciones del hospital, con su madre Agustina Espndola y Prado, su esposa, de 22 aos
de edad, Teresa Zambrana y Villalobos, y una tierna nia llamada Rosa, primer fruto del
honrado matrimonio. Debo advertirte que los pomposos apellidos que acabo de pronunciar,
no son indicio seguro de parentesco con las familias de ricos criollos que los llevaron, siendo
la de Zambrana fundadora de un mayorazgo. En aquel tiempo los criados que nacan en casa
de sus amos se ponan, de un modo ms corriente que hoy, el apellido de la familia. Puede ser
que esto sucediera con Agustina y Teresa; pero tampoco sera extrao que tuviesen sangre de
orgullosos mayorazgos en sus venas, comunicada por las disipaciones que entretenan los
ocios de sus seores en la montona existencia a que los condenaba el bendito rgimen
colonial.
Alejo oy con no encubierta satisfaccin las insinuaciones de sus compaeros y amigos los
menestrales de la villa. Fuera de los vejmenes que amenazaban a todos y que habran bastado
para decidirle a dirigir el alzamiento, quera vengarse l mismo de una afrenta personal. El
altanero don Juan Matas Cardogue y Meseta, capitn de milicias del rey, sin poderlo humillar
en una disputa, lo haba herido en la mano con su espada, y la cicatriz, presente a cada
momento a sus ojos, le haca muchas veces suspender su trabajo para sumirlo en sombros
pensamientos.
El 29 de noviembre de aquel ao -pronto harn ochenta los que han corrido-, la familia del
platero coma alegremente en su casita, cuando se aproximaron a esta muy agitados Estevan
Gonzales, Jos Carreo, Jos de la Fuente, un Prado, un Cotrina, cuyos nombres no he podido
averiguar, y otros mestizos. Llamando en seguida a Alejo junto a la puerta, con gran zozobra
de su madre y de su esposa, le dijo uno de ellos que la ocasin haba llegado; que la villa
estaba casi enteramente desguarnecida, porque el revisitador haba pedido del pueblo de
Caraza una escolta para entrar con seguridad en ella, y haba marchado all en consecuencia
la tropa de guarnicin al mando de Cardogue. Todos ellos siguieron despus reclamando su
auxilio y direccin, en cumplimiento de las promesas que les tena ya hechas.
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-Vamos! -contest Alejo-; reunamos a los nuestros; apodermonos de las armas con que
cuenta la guardia del cabildo y de la crcel, y levantemos bandera negra contra los guampos.
Todo esto se hizo aquella noche y el da siguiente. La multitud reunida a los gritos de viva
el rey! mueran los guampos! -ves, hijo mo, cun semejantes a los que oste esta maana-,
invadi la plaza; rompi las puertas del cabildo y la crcel; se apoder de las pocas armas;
que no eran ni diez, ni estaban todas utilizables; y, al amanecer el 30 de noviembre, haba
cuatro mil hombres armados de hondas, palos y cuchillos en la pequea altura de San
Sebastin, donde Calatayud, situado en la Coronilla agitaba su bandera de muerte, a los gritos
delirantes de venganza. El joven oficial de platera desafiaba as al poder ms grande que ha
existido y no volver a existir nunca sobre la tierra.
A la noticia del alzamiento el revisitador huy despavorido a refugiarse en Oruro, y
Cardogue con su pequea columna volvi sobre sus pasos sin amedrentarse. Era el capitn
audaz y soberbio como los antiguos conquistadores; le parecan bastar sus bocas de fuego para
infundir respeto a la multitud que, por otra parte, le mereca sola mente el ms profundo y
cordial desprecio. El combate fue espantoso, quedando la victoria por el mayor nmero, con
total sacrificio de los vencidos.
Como suele suceder en tales casos -no lo permita Dios al presente!-, la multitud sinti esa
horrible, insaciable sed de sangre y de pillaje que extiende negras sombras, indelebles
manchas sobre la gloria de sus ms justos sacrificios y merecidos triunfos. Desbordada en la
villa inmol a los espaoles que no pudieron seguir en su fuga a Valero; entr a saco en sus
casas, y no se detuvo ante las puertas de las de algunos criollos. No s si Calatayud autoriz
sus excesos, pero debi consentirlos o tolerarlos por lo menos. Creo s, que l no fue partcipe
del pillaje, porque sigui viviendo y muri pobre, sin que su madre ni su esposa le viesen
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jams en posesin de dinero ni otros objetos que no pudiera haber tenido antes honradamente
con su trabajo.
Para poner un trmino a esos criminales excesos propusieron entonces los notables criollos
de la villa una capitulacin, discutida despus en cabildo abierto. Reconocida siembre la
autoridad del rey, se convino entre otras cosas de las que no tenemos noticia, que los cargos
pblicos no se conferiran ms que a los hijos del pas, a fin de que stos protegiesen y
amparasen a todos sus hermanos. Se nombraron nuevos Alcaldes, entre ellos a don Jos
Mariscal y a don Francisco Rodrguez Carrasco. El jefe del movimiento, Calatayud, obtuvo
el derecho de asistir al cabildo y oponer su veto cuando le pareciese conveniente, hasta que el
rey de Espaa confirmase las capitulaciones.
Dios sabe las consecuencias que hubiera tenido este gran acontecimiento, si la ms negra
traicin no le pusiera un trmino atroz, ms sangriento que su origen. Puedo asegurarte, s,
que l alarm sobremanera al virrey del Per y reson en Buenos Aires y la capitana general
de Chile.
El Alcalde Rodrguez Carrasco era compadre de Calatayud; haba llevado a las fuentes
bautismales a la nia Rosa; gozaba de la confianza de toda la familia. Hombre audaz, maero,
ambicioso de ttulos y honores, comprendi que poda sacar de aquella crtica situacin un
partido ventajossimo para sus intereses. Psose primero de acuerdo con sus ms ntimos
allegados y amigos, y concluy por fraguar una tenebrosa conjuracin.
Calatayud viva entre tanto descuidado. Slo vea con dolor turbada la tranquilidad anterior
de su casa por las incesantes quejas y reconvenciones de su esposa. El confesor de sta, don
Francisco de Urquiza, cura de la Matriz, atormentaba su alma, afeando la conducta de su
marido.
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-Por qu -deca Teresa-, te atreves t a llevar en la mano el bastn que no corresponde a
los de tu clase? no sabes que por voluntad de Dios debemos inclinar la cabeza ante los
predilectos vasallos del rey nuestro seor?
Y Alejo responda con altivez, con el sentimiento profundo de la igualdad humana,
despertado poderosamente en su alma:
-Porque soy tan hombre como ellos mismos; porque tengo fuerzas para proteger a mis
hermanos desgraciados.
Otras veces la mujer eriga confidencias ms peligrosas del marido.
-Qu haces t con esos papeles? a quin has escrito misteriosamente durante la noche,
cuando me creas dormida? -le preguntaba, sin conseguir ms que respuestas evasivas.
Las cosas llegaron a tal punto que Teresa asustada de perder su parte del paraso, abandon
su hogar para asilarse en casa de una seora notable, doa Isabel Cabrera.
Un da compareci Rodrguez Carrasco ante su compadre con la sonrisa en los labios, ms
jovial y afectuoso que nunca, y le invit a celebrar en su casa no s qu fiesta de familia. Alejo
acept y fue all solo, sin armas, deseoso de olvidar entre amigos las amarguras que sufra en
su casita.
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Pero en medio del banquete, cuando los convidados parecan entregarse solamente a las
expansiones de la amistad, circulando de mano en mano la copa, con palabras de afecto y
ardientes votos de prspera fortuna, se abri repentinamente una puerta de la adjunta sala;
muchos conjurados salieron en tropel de ella; se apoderaron del confiado Calatayud, y...
-Lo ahorcaron! -grit, creyendo concluir la frase-. Su brazo derecho fue puesto en la altura
de San Sebastin donde hizo tremolar su negra bandera.
-No lo ahorcaron precisamente -contest mi maestro-. La tradicin, a la que doy entera fe,
cuenta que lo ahogaron all mismo o acribillaron a pualadas y que llevaron slo su cadver
a la crcel. Los informes judiciales aseguran que lo condujeron vivo, fuertemente amarrado
de pies y manos; que se confes en la crcel y le dieron garrote. En uno o en otro caso, es lo
cierto que slo despus de muerto lo colgaron en pblico en la horca, con el bastn en la mano.
Despus dispersaron sus miembros en los sitios ms concurridos y visibles, en los caminos y
las alturas, y mandaron su cabeza a la real audiencia de Charcas. Pero quin te lo dijo a ti?
-Nadie -repuse-; slo o hace tres aos algunas palabras misteriosas a mi to el cerrajero, y he
visto ltimamente un cabo de cuerda...
-Debe ser -dijo el Padre tranquilamente-, el que yo recog confesando a un moribundo y
entregu a tu madre. La supersticin haba conservado esa triste reliquia, atribuyndole
virtudes milagrosas, y era preciso que la guardase con respeto la descendencia de Calatayud.
Figuraos, si es posible, de qu modo sacudiran estas palabras todo mi ser.
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-Dios mo! -exclam-; sera yo entonces?...
-Su tercer nieto por tu madre -concluy mi maestro.
Hasta aquel momento haba hablado de pie, pasendose algunas veces; ahora se detuvo
delante de m, encorv su alto y delgado cuerpo; se apoy en las palmas de las manos sobre
la mesa, y me mir sonriendo cariosamente.
-Por lo mismo debes saber estas cosas hasta el fin -continu diciendo, y volvi a su
interrumpida relacin.
-Entregadas al fuego las capitulaciones, por mano del verdugo, Rodrguez Carrasco ejerci
tremendas venganzas a nombre de la majestad real ofendida; ahog en sangre nuevos conatos
de insurreccin, y recibi el aplauso, afectuosas palabras, protestas de gratitud del virrey y de
la audiencia de Charcas, para recibir despus grandes recompensas y honores decretados por
la misma corona. Tuvo, entre otras, la satisfaccin de llamarse en su loca vanidad el seor
capitn de la infantera espaola del imperio de gran Paititi, fabuloso emporio de riquezas
que se deca existir oculto en las profundidades de nuestras selvas. Pero la posteridad justiciera
ha hecho de su propio nombre sinnimo de traidor como del de Judas.
Volvi a hacer aqu una pausa, para proseguir, pasendose, del modo que ha de verse, mientras
que yo recordaba las palabras que El Overo me dirigi al creerse vendido por m a mi madre,
y que eran el grito de la conciencia que resonaba todava contra el traidor, despus de ochenta
aos, por boca de un nio.
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-Agustina, Teresa, y la nia Rosa fueron encerradas por el mismo Rodrguez Carrasco, en
calidad de presas, en el convento de Santa Clara. Por esto se crey y aun se cree generalmente
que la familia de Calatayud qued extinguida. Pero no fue as: Rosa consigui salir ya joven,
cuando murieron su abuela y su madre, y se cas en las inmediaciones del Pazo con un
campesino criollo muy pobre, pero honrado y excelente hombre.
La noble idea concebida vagamente por Calatayud comienza, por otra parte, a brillar en las
almas de esta tercera generacin que levantar el padrn de infamia arrojado sobre su
memoria. Ya te he dicho, repito ahora, que en todos estos dominios hay hombres ilustrados,
animosos, resueltos a todo gnero de sacrificios para llegar a la independencia de la patria.
Ellos son los que han fomentado este espritu de imitacin de las colonias, por constituir juntas
de gobierno como hicieron en la Pennsula, para rechazar la invasin del extranjero. El 25 de
mayo del ao pasado Chuquisaca dio un paso en ese sentido; el 16 de julio. La Paz cre a
inspiracin de Murillo la famosa Junta Tuitiva. Nada ha importado que nuestros dominadores
sofoquen esos primeros movimientos. En el da aniversario del grito de Chuquisaca ha dejado
or el suyo, ms poderoso, Buenos Aires, de donde viene una cruzada redentora. Hoy, 14 de
septiembre, Cochabamba est haciendo lo que ves, y lo hace con tal resolucin y nobleza, que
parece asegurar un triunfo definitivo.
Resta slo decirte las causas inmediatas de este alzamiento, y lo har en muy breves
palabras.
Sabes t que el gobernador destituido y prfugo actualmente, remiti presos, a Oruro, a don
Francisco de Rivero, don Estevan Arze y don Melchor Guzmn Quitn. stos consiguieron
escaparse de all hace pocos das; se vinieron al valle de Cliza donde los primeros gozan de
grandes influencias; levantaron a esos pueblos; se pusieron de acuerdo con los patriotas de la
villa, y esta maana se presentaron en sus inmediaciones. El arrojo de Guzmn Quitn que se
adelant con algunos hombres, a intimar rendicin al cuartel de la tropa armada, ha bastado
Por una Cultura Nacional, Cientfica y Popular!
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para que sta se sometiese. No se ha derramado, hijo mo, ni una sola gota de sangre! Dios
bendecir los anhelos de nuestro pueblo!
Pero el cabildo debe haber terminado. Esos gritos de jbilo, esos alegres repiques que
vuelven a comenzar con ms fuerza que esta maana, nos lo estn diciendo claramente. Tu
madre debe estar inquieta, por otra parte... Ya es hora de terminar esta larga conferencia.
Salimos, en efecto, y no bien haba dado yo un paso fuera del convento, me encontr cogido
en brazos de Mara Francisca. Mi madre estaba detrs de ella. Se haba detenido a respirar por
primera vez libremente, al encontrarme despus de intiles pesquisas y angustiosos afanes.
Dejando para ms tarde sus quejas y amonestaciones, me hizo tomar inmediatamente el
camino ms corto a nuestra casita. Yo la segu silencioso, sin preocuparme de aqullas,
sumido en hondas y muy distintas meditaciones. Las palabras de Fray Justo, de las que
seguramente no habr podido dar ms que un inexacto trasunto, haban abierto un horizonte
desconocido ante mis ojos, y si stos no conseguan abarcarlo, comenzaban a esparcir sus
miradas en un crculo ms vasto que anteriormente. Haba, por otra parte, algunos puntos que
me tocaban de cerca y que yo quera profundizar, prometindome descorrer el velo misterioso
de mi origen. Mi sabio maestro -cuyo nombre estoy exhumando del olvido en que no merece
quedar sepultado-, crea sin duda, cuando me condujo a su celda, que es bueno hablar a veces
a los nios como a hombres maduros. As se acostumbran a pensar; as principian a ver
seriamente la vida, en la que les esperan amargas pruebas y difciles combates.
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Captulo V
De como mi ngel se volvi al cielo
Los das siguientes hasta los ltimos de octubre, en que ya no pude darme cuenta de las cosas
que pasaban a mi alrededor, fueron de jbilo, de movimiento, de activa preparacin para la
guerra a que se haba arrojado Cochabamba. Recordar tan slo las principales ocurrencias, o
las que, sin serlo, llamaron particularmente mi atencin.
El 16 a 17 -perdneseme esta falta de precisin-, llegaron los entusiastas voluntarios del valle
de Sacaba, no tan altos ni fornidos como los de Cliza, ni mejor pertrechados, pero ms
despiertos, ms bulliciosos, a rdenes de su jefe don Jos Rojas.
El 23 tuvo lugar la ceremonia de pblico reconocimiento de la excelentsima Junta de Buenos
Aires, seguida de una misa solemne en la Matriz, en accin de gracias, por el seor don
Francisco del Rivero, gobernador intendente y capitn general de la provincia. Antes de
encaminarse al templo las corporaciones de la junta de guerra y el cabildo, justicia y
regimiento, don Juan Bautista Oquendo pronunci desde la galera, delante de todo el pueblo,
recogido ahora en profundo silencio, el clebre discurso que recuerdan los historiadores y del
que me ocupar yo en seguida a mi manera.
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El 10 de octubre la junta de guerra dispuso enviar una expedicin armada a Oruro, bajo el
mando de don Estevan Arze, para proteger, deca, los caudales pblicos amenazados; pero en
realidad, como me asegur mi maestro, para propagar aquel incendio, cuyo objeto result ms
claro con otras expediciones posteriores.
El 16 del mismo octubre o decir que haban nombrado a don Francisco Javier de Orihuela,
diputado al congreso que deba reunirse en Buenos Aires. Esto llen de alegra el corazn de
mi maestro, quien pareca transfigurado.
-Cuando los pueblos del Alto Per y del ro de la Plata se encuentren representados en
congreso -me dijo-, el mundo ver que la independencia de Amrica y el nacimiento de la
repblica son decretos irresistibles de la voluntad divina.
Al da siguiente, la falsa noticia de haber aparecido en las inmediaciones, en la misma
Recoleta, una tropa enemiga comandada por el antiguo comandante general don Jernimo
Marrn de Lombera, caus tal alarma, tal confusin, tal atropamiento en la plaza, que no me
atrevo a describirlos, aun despus de haber intentado dar una ligera idea del alzamiento del 14
de septiembre. A los toques de rebato, que sin poderlo evitar el gobernador sonaban en todos
los campanarios, hombres y mujeres, ancianos y nios corran a reunirse armados de lo
primero que encontraban: honda, palo, azada, reja de arado, cuchillo, mango de sartn, piedra
arrancada del pavimento, cualquier objeto que pudiera punzar, herir, contusionar de cerca o
de lejos al enemigo. Los gritos, las imprecaciones, los alaridos debieron materialmente haber
hecho caer a las aves que volaban por los aires. Difundida la noticia por los valles de Caraza,
Cliza y Sacaba, en tan breve espacio de tiempo que pareca un milagro y que slo se explicara
hoy por el prodigioso invento del telgrafo, llegaban de todas partes, de seis leguas a la
redonda, corriendo desesperados a pie, reventando caballos, infinitos voluntarios, que no se
conformaban con perder la ocasin de probar sus fuerzas con los chapetones y acreditar su
amor a la naciente patria. Baste decir que, cuidadosamente escogidos los hombres jvenes,
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robustos, completamente aptos para el servicio, podan formar un ejrcito de cuarenta mil
soldados que nunca hubieran pedido sueldo para ser tales; lo que don Francisco del Rivero se
apresur a comunicar al general que vena conduciendo las tropas de Buenos Aires, como una
prueba del delirio de entusiasmo con que Cochabamba mantena su reto a la secular opresin
espaola.
Yo obtuve licencia de mi madre para ir a ver algunas de estas cosas en compaa de Fray
Justo. Me sorprendi mucho no poder descubrir entre la multitud al que ms bulla y confusin
hubiera metido, al ocioso y vagabundo por excelencia, a mi amigo El Overo en una palabra.
Slo le vi un da de lejos, muy limpio y decentemente vestido, al lado de un hombre alto y
gordo, ms rubio que l, a quien una mujer, que sala del templo, design a otra con el nombre
de gringo, y se persignaron las dos en seguida, como si hubieran visto al diablo.