Monografía
Título: La divinización del monarca en Egipto y el Oriente Próximo
Resumen
El presente trabajo procura realizar un informe que tome en cuenta los antecedentes
referentes a Egipto y a Mesopotamia acerca de la divinización del monarca con raíz en su
nacimiento noble y/o guerrero; entendiendo el término divinización como el intento de la
élite para justificar la monarquía, sea convirtiendo al propio rey en un dios o intentando
probar que –si bien el rey es humano– ha sido elegido por los dioses para cumplir su misión
en la tierra.
Introducción
A continuación haremos un breve recorrido, revisando el nacimiento divino del
faraón egipcio a través de la literatura, el arte, la religión, la política, con un repaso de
la deificación y la teogamia faraónica. Haremos luego lo propio para Mesopotamia,
pero más acotado, solo a fines comparativos, buscando similitudes, discrepancias y
particularidades de las otras culturas. Como dijimos antes, llamamos divinización a la
pretensión de la élite dirigente, de asociar al monarca con los dioses para el
cumplimiento de sus fines sobre la tierra. Una forma de ello era la deificación –
sobretodo en Egipto– la que consiste en convertir en dios a una persona, en este caso el
monarca. Con ello se buscó legitimar y fundamentar el poder real; el que, en muchos
casos, había llegado a ocupar sin derecho a sucesión, es decir, por usurpación. El que
llega al poder por esa vía debe justificarse o legitimarse para demostrar que merece
gobernar, transformando el arrebato en restauración (Leguizamón, 2010, 262). La
misma acción de deificación, después de la muerte del monarca homenajeado solía
tener que ver con la necesidad de justificación de alguno de sus sucesores en el cargo.
Su culto divino contribuyó al mantenimiento de la ideología real a través de milenios;
ésta tenía en cuenta un origen divino en la realeza. La teogamia, por último, fue una
forma particular de lograr esa deificación en la que el propio dios es el que engendra al
monarca, dejando embarazada a su madre, sea tomando la forma del propio rey, (el
esposo de la reina), o conservando su forma divina original.
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Una rápida revisión a estos aspectos nos permitirá describir el nacimiento y la
deificación de algunos monarcas, de acuerdo a las fuentes a nuestra disposición,
facilitadas por la cátedra. Luego compararemos estas manifestaciones con las prácticas
y la literatura de algunos casos en Mesopotamia. Todo lo cual, hará necesario un
bosquejo del contenido religioso que posibilita elaborar estas prácticas a través del
panteón que la hace posible.
El origen de la monarquía según la cosmogonía egipcia y la mesopotámica
En Mesopotamía, son las listas reales a las que primero podemos acudir, para
ilustrar con un ejemplo el grado de implicancia que tenían los dioses en el
establecimiento de la realeza. La Lista Real Súmera es conocida también con el
sugestivo nombre de “La realeza descendió del cielo”. El propio cetro (el símbolo del
poder del rey) habría caído del cielo, y desde que aquello ocurrió, la ciudad de Eridu se
volvió sede de la corte real; hasta que el diluvio, que “barriera la tierra”, obligara el
traslado de ese sitial a Kish, continuando su historia allí. Los primeros reyes –algunos
mitológicos– que la lista enumera, actúan gobernando por cientos de años, lo que evoca
una idea de temporalidad característica del tiempo mítico circular, que marca un ritmo
de renovación permanente, que la continuidad perpetúa, con algunos ciclos de
prosperidad y otros de depresión. En el “Relato súmero del diluvio”, se refiere como el
dios Nintur quiso que se construyan ciudades para tener lugares de adoración “para que
pueda yo guarecerme en su sombra” y cuando los dioses Anu, Enlil, Enki y Ninhursag
modelaron a los “cabezas negras”, nombre con que conocen a los súmeros, fue el
momento en el cual, tanto el cetro, la corona y el trono reales descendieron del cielo y a
cada ciudad se les fue dando sus gobernantes; por ejemplo, los dioses mencionados
entronizaron en Eridu –primera sede de la realeza– a un rey en primer lugar, y
sucesivamente fueron colocando monarcas en todas las ciudades. Para esta cosmogonía,
eran los dioses los que establecían al rey en su trono, pero el que lo ocupaba (aunque
viviera tantos años) eran humano, no un dios. Mircea Elíade ha explicado con agudeza
la configuración de ese tiempo frontal y paradigmático de los mitos, y las vivencias
hierofánicas que tuvieron los miembros de aquellas comunidades (Eliade, 1981, 53). En
Mesopotamia, dice Frankfort, lo que importaba no era la inmortalidad del individuo; en
ese sentido, sostiene el poema de Gilgamesh que cuando los dioses crearon al hombre le
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pusieron la muerte por destino y la vida quedó en sus propias manos, expresión de la
resignación con que se aceptaba la inevitabilidad de la muerte. En cambio, en Egipto se
negaba esa realidad de la muerte: el cuerpo podía dejar de funcionar, pero el hombre
sobrevivía en un más allá, y la parte que continuaba su existencia no debía disociarse de
la sede de su cuerpo; lo que explica la momificación y el riquísimo culto funerario
(Frankfort, 1976, 29). La cuestión del origen divino de la realeza egipcia está
claramente expuesto en la “teología menfita”, un texto muy antiguo preservado
tardíamente en la inscripción de Sabacón, de la dinastía XXV, en dos secciones, la
primera dramática, la segunda teológica (Pereyra/Fantechi, 2014, pub. N° 2, 24). El
texto se puede comprender como una cosmología. El dios Ptah (nombre que significa
“tierra emergida) al que se le había dedicado un templo al sur de la muralla de Menfis
es proclamado Creador de Todo. Esa tierra emergida tiene un significado múltiple, se
alude allí a que la creación empezó con un montículo, la Colina Primigenia, sobre las
aguas del caos; aunque también podría apuntar a las tierras pantanosas recuperadas para
construir la ciudad de Menfis y el templo de Ptah. Allí los dioses Horus y Seth, que
lucharon por el predominio de Egipto son separados por Geb, el “dios tierra” que actúa
como árbitro, divide el país entre los dos, pero se arrepiente y le da toda la tierra a
Horus, ciñéndole las coronas del Alto y del Bajo Egipto; que asume el papel de rey
encarnado. Los nueve dioses que asisten al evento –la llamada enéada– representan la
relación entre el rey –personificado en Horus– y los demás dioses. En la teología
menfita, como vemos, se entremezclan la idea espiritual de la creación con la
entronización del rey en la tierra (Frankfort, 1976, 56). El monarca egipcio asume aquí
el papel de dios encarnado, que va a desempeñar en toda su historia.
Participación de los dioses en el nacimiento real según el papiro Westcar
Nos referimos aquí a un papiro, llamado Westcar por haber sido adquirido por el
británico Henry Westcard en el primer cuarto del siglo XIX, actualmente en el Museo
egipcio de Berlín. Nos referimos particularmente al cuarto y quinto cuento, conformando
ambos una unidad temática– narrados allí por autor anónimo Los relatos de este papiro se
sitúan en la corte del faraón Keops (al que se nombra Jufu), contados por sus hijos.
Constituyen una falsa profecía, ya que, si bien se ubican en el Imperio Antiguo, están
escritos en el Imperio Medio, después que los hechos que se relatan ocurrieran. Comprende
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la narración literaria del recuerdo del mito de origen de la dinastía V, y no es precisamente
un relato histórico (Salem, 2012, 335). La cuarta historia, contada por Hardedef (hijo de
Keops, después faraón) habla de un sabio mago, de nombre Djedi, que intriga al faraón, que
lo hace traer a su presencia. Djedi pasa todas las pruebas a que lo somete el monarca.
Cuándo este le pregunta por la ubicación del santuario de Toth, le contesta que sus llaves y
el sitio están dentro de un cofre en Heliópolis, pero que no se lo va a traer él, sino el
primero de los tres hijos por nacer de una tal Reddyedet, la mujer de un sacerdote (Rawser)
del dios Ra, encinta de trillizos (los futuros tres primeros reyes de la V dinastía, inaugurada
por Wser-Kaf). El monarca se pone nervioso al pensar que sus propios hijos no lo
sucederían; Djedi tranquiliza a Keops vaticinando concretamente que gobernarán después
que lo hagan sus hijos (Pereyra, 2014, pub. N° 5, 12). Keops premia a Djedi por la noticia
erigiéndolo en miembro de su corte real. En el quinto cuento –inacabado– el dios Ra (tema
que nos convoca en este punto) ordena a las diosas Isis, Neftis, Meskjenet y Heket así como
al dios Khnum que ayuden en el alumbramiento; los que actúan como un equipo obstétrico
eficiente, y hacen nacer sanos a Wser-Kaf, Sahura y Keku, los tres futuros reyes. Es de
destacar que el culto a Ra llegó a su apogeo durante la V dinastía (Beltz, 1986, 96). Más
allá de los detalles de ambos cuentos, Morenz sostiene que testifica un uso consciente del
pasado como telón de fondo (Morenz, 2003, 6). Los relatos del papiro Westcar –al igual
que otras narraciones contemporáneas– estarían escritos por personas cercanas a la corte,
construyendo un pasado; narrándolo como “algo que ocurrirá”, como forma admonitoria
del porvenir si no se cumplen las normas de orden del régimen por el que son creados
(Salem, 2012, 334).
Veamos cómo trabajan las cuatro diosas y el dios que ayudan en el alumbramiento.
El parto de Reddyedet, tarea de dioses
Ra despacha al grupo de dioses para que asistan al parto de la madre de los futuros
reyes: -“¡Vamos! Id para que liberéis a Reddyyedet de los tres hijos que están en su
vientre”-. Estos dioses partieron luego de transformarse en músicos: nada mejor que la
figura de una sinfonía para relatar un parto. Khnum, el dios alfarero, el que con barro
modela las formas humanas llevaba el equipaje necesario para las acciones a realizar;
podemos decir que este dios oficiaría de médico obstetra o neonatólogo, según la
necesidad. La palabra egipcia sunu o sinw, es usualmente traducida como doctor o médico,
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para el médico varón la palabra escrita venía acompañada de un determinativo masculino
(un hombre sentado); si era mujer, el determinativo es una hogaza de pan; si hubiese sido
médico de la reina, el título que hubiera llevado es el de Sinw per heret nesu (Nunn, 2002,
142-145). Si bien se conocen muchas especialidades médicas egipcias no se ha encontrado
ningún sustantivo que particularice la actividad particular de la obstetricia (Hasan, 2011,
36). Cuando llegaron vieron a Rawser, nervioso como todo padre en ocasión semejante; las
diosas tendieron sus collares menit y sus sistros, instrumentos de música ritual, indicando
que estaban preparadas para comenzar la sinfonía, al tiempo que el marido las invitaba a
entrar en su cuarto. Entraron, cerrando la puerta tras de sí. La diosa Isis, la esposa de Osiris
y madre de Horus se colocó a su frente para dirigir y relatar las maniobras una a una.
Hecket, la diosa con forma de rana, justo delante de Isis, se sentó sobre sus piernas, sus pies
hacia afuera (posición de rana), con sus manos libres para proceder a acelerar el parto. La
mejor de las formas para atender una parturienta. A la madre, la imaginamos apoyada con
sus pies sobre dos ladrillos hechos de barro, en posición de cuclillas y sobre sus manos
hacia atrás, encima de otro par de ladrillos. El parto en esa posición, semivertical, de la
madre, era la más adecuada para aprovechar la fuerza de gravedad; seguramente la
dilatación viene más rápido, acortando la duración del parto. Los ladrillos eran mágicos,
rituales; estaban asociados a puntos cardinales. Reddyedet seguramente estaba colocada en
orientación norte-sur, el mismo que se daba a los muertos. El material con que estaban
hechos estos ladrillos (de barro) tenía implicaciones simbólicas y protectoras, además de
ser el material con la que el dios Khnum modela los seres humanos. Nacer sobre ladrillos
de barro (sobretodo, barro del Nilo) no dejaba de significar nacer sobre la tierra querida. A
espaldas de la futura madre se coloca la diosa Neftis (hermana de Isis, la que la ayudó a
reconstruir a su esposo Osiris); sostiene a la parturienta desde su espalda e imaginamos le
marca el ritmo de los pujos y la función de jadeo. Isis, al frente, anuncia la presencia en
puerta del primer trillizo, Wser-kaf. El niño, de un codo de largo, de huesos sólidos,
miembros de oro y tocado en lapislázuli se deslizó suavemente entre las manos de Heket, la
diosa partera con forma de rana. Meskhenet, la diosa del nacimiento, la que prestaba su
nombre a los ladrillos de nacimiento, la que presagiaba su destino al nacer, ya tendría
preparado para este momento el cuchillo peseskhef, el que se usaba para cortar el cordón
umbilical, separándolo simbólicamente de las aguas primordiales, representadas por el
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líquido amniótico (García Trócoli, 2011, 70). Se corta el cordón umbilical; ellas lo lavan y
lo colocan sobre una almohada con forma de ladrillo; simbólicamente, el ladrillo de
nacimiento. La diosa Meskhenet hizo su presagio: -“Un rey que ejercerá la realeza en todo
el país”-. El dios Khnum le revisó confiriéndole “salud a su cuerpo”.
Se renueva luego la misma acción; cada una de las diosas permanece en el mismo
lugar que tenía. Isis anuncia la llegada del segundo vástago: Sahura. Todo se repite en un
calco perfecto. En el tercero, Isis anuncia a Keku, el tercero de los futuros reyes. La misma
escena, los mismos resultados: el nacimiento multipárido había resultado un éxito absoluto.
La obstericia estaba avanzada en el Reino Medio, como lo prueban los contenidos de
algunos papiros hallados, de distinto contenido y extensión, como los de Kahun (de Lahun),
los de Edwin Smith y el papiro Ebers. Estos papiros describen remedios para curar
enfermedades que podian afectar la natalidad; para detectar si la mujer estaba embarazada,
también para provocar la suspensión de embarazos no buscados; algunos para establecer el
sexo del bebe por nacer, no sabemos en este caso con que grado de certeza, si había alguna.
El papiro Ebers, por citar uno, provee instrucciones para tratar daños en la zona del perineo
ocurridas tras el parto (Bryan, 1930, 80-87). Hemos incorprados algunos libros y artículos
en la bibliografía, interesantes para profundizar el tema.
La deificación en vida de Snefru. La profecía de Neferty
La profecía de Neferti se sitúa en la corte del faraón Snefru y la realiza un
sacerdote-lector llamado Neferti; aunque en realidad fue escrita durante la dinastía XII,
para legitimar el poder del faraón Amenemhat I (Ameni en el relato), cuyo acceso al poder
–posiblemente por usurpación– hace necesario justificarlo. En este caso, la memoria
histórica fue moldeada como un proto-mito (Morenz, 2003, 5). No por azar se eligió a
Snefru: éste era considerado un arquetipo de monarca recto (Leguizamón, 2010, 262). El
argumento es sencillo: Snefru pide a sus cortesanos que le recomienden a alguien para
entretenerlo; estos le sugieren a Neferti, que es hecho venir. El sacerdote pregunta si quiere
que le hable del pasado o del porvenir; el monarca opta por el futuro, y en la ficción, él
mismo lo escribe al dictado de Neferti. Éste le pinta una situación de caos, donde los
extranjeros acechan, mientras los propios pasan hambre y pelean entre sí. En un futuro,
desde el sur, vendría un rey salvador –el núcleo de la profecía– que eliminaría el
desconcierto y la anarquía. Se recurrió al recuerdo del Primer Período Intermedio –con su
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correlato de caos y anarquía– para justificar el presente. De este modo, la profecía de
Neferti, haciendo uso político del pasado, lo reconstruye; explicando de qué manera la
dinastía XII concluyó el proceso de reunificación del Estado egipcio, dando comienzo a una
nueva etapa (Salem, 2012, 341).
Snefru –faraón ubicado en el Reino Antiguo– fue el primer rey de la cuarta dinastía.
Unas inscripciones halladas en Sinaí demuestran su deificación en vida; el mayor desarrollo
de su culto se alcanzó en el Reino Medio y vuelve a aparecen en la zona de Meidum
durante el Imperio. En Sinaí apareció un relieve y un fragmento de estatua. Aparece
representado como rey que destruye ritualmente al enemigo, invocado e identificado como
dios (Horus de oro): porta una corona de plumas con cuernos, signo del dios Horus. El
epíteto ntr3, título que allí se le da, se aplica a los dioses en general y en particular a Ra y a
Osiris. La estatua, representando el torso de un halcón, con una cartela, explicita: “el buen
dios, el Señor de los Dos Países, Snefru”. En otro relieve, esta vez de Dashur, Snefru adora
su propia imagen como dios, destacando su esencia divina y deificación en vida. Su culto se
mantuvo durante el Imperio, al menos, durante la dinastía XVIII. En Meidum apareció una
figura suya con forma de halcón, otro perfil deificado de Snefru. Es probable que, no siendo
Snefru de origen perteneciente a la realeza haya sido necesario deificarlo en vida (Lupo de
Ferriol, 1997, 25).
La “repetición de nacimiento” de Sesostris III
Sesostris III es un rey relevante de la dinastía XII, el que eliminó a nomos y
nomarcas como detentadores de la administración al interior de Egipto, cuya autoridad
habría crecido desproporcionalmente durante el Primer Período Intermedio. En la zona
sur del país, para facilitar el intercambio con Nubia hizo construir un canal a la altura de
la Primera Catarata para sortear los rápidos que interrumpían la navegación en época de
aguas bajas del Nilo. En la segunda catarata construyó fortalezas y puestos de
vigilancia, estableciendo un verdadero límite fronterizo en Semna. Allí estableció una
estatua que no fue hallada, a pesar de lo cual Lupo supone que debe haber sido una
representación deificada del monarca en vida. También este acto lo encuentra
justificado, porque descendía de Amenemhat I, un rey usurpador; necesitando, por este
modo fundamentar y legitimar su poder. (Lupo de Ferriol, 1997, 43). Si bien, durante el
Imperio, su culto no fue popular, Tuthmosis III, con la necesidad que tenía de justificar
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su acción conquistadora en la región de Nubia, separándola de la política adoptada
durante el Segundo Período Intermedio, cuando estos se hicieron aliados de los hicsos;
reactivó su culto en Semna, donde le erigió un templo. Dewn era un Dios nubio:
Tuhmosis habría construido este templo para el culto tanto de Dewn, como de Sesostris
III. En algunas escenas del mismo, aparece Tuthmosis III haciendo ofrendas al dios
Sesostris III, quien, a su vez le retribuye palabras de alabanza (Lupo de Ferriol, 1997,
45). En una de las escenas (lámina II), el dios Dewn le dice a Tuthmosis III: – “Tú
repetiste para él” (se refiere a Sesostris III) “el nacimiento una segunda vez como
monumento duradero”–. Rosenvasser ha destacado que la “repetición del nacimiento”
de Sesostris III –no documentada antes del Reno Medio– señala su deificación, junto a
los dioses Dewn y Khnum. (Rosenvaser, 1973-74, 63). Lupo de Ferriol interpreta este
“renacimiento” como el resurgimiento de un acto divino, luego de un momento de crisis
(Lupo de Ferriol, 1997, 47).
Culto divino de Amenemhat III en El Fayum
A 85 kilómetros al sudoeste de Menfis hay una depresión que se llama El
Fayum, punto por donde pasan las rutas que van hacia Saqqara, Dashur y Meidum. En
esta zona, el monarca Amenemhat III, sexto rey de la dinastía XII fue deificado,
extendiéndose su culto hasta época romana. En vida había emprendido grandes obras
para mejorar la irrigación del Nilo. Varios son los documentos y lugares donde aparece
este monarca con este tipo de representación de dios en la tierra. En la estela de Berlín
(perteneciente al momento del reinado de Cleopatra y su hijo Alejandro I) aparece el
dios cocodrilo Sobek con atributos reales junto a Amenemhat III en el mismo altar. Es
posible que el mismo Sobek sea una manifestación del monarca con forma de cocodrilo.
En otro relieve en Hawara, en un ex–voto aparece otra vez el dios Amenemhat junto a
Sobek. Detrás del rey deificado, la diosa Isis. Una estela, en el mismo lugar presenta al
monarca y a Sobek enfrentados, se estrechan las manos, como si Sobek considerara al
faraón un dios. ¿Por qué el dios cocodrilo Sobek? Cuando Amenemhat III trasladó su
capital a la actual Medinet El Fayum y estableció ese lugar como futuro lugar de
enterramiento, esta pasó a llamarse “Crocodilopolis”, fue cuando Sobek se convirtió en
dios dinástico. Amemenmhat III, desde entonces comenzó a poseer cualidades divinas
semejantes a la de Sobek. Este dios estaba asociado con el Nilo y su crecida,
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representante de la fertilidad de la naturaleza. Con las obras que Amenemhat III
realizara en la zona de El Fayum era posible la recreación del orden cósmico y por ende
el uso posible de esa fertilidad; por eso su relación con el dios cocodrilo Sobek ( Lupo
de Ferriol, 1997, 59).
El culto a Amenofis I en Deir El-Medina
Amenofis I, rey de la XVIII dinastía, fue el sucesor del rey Amhose el
“reconquistador”, el que libró a Egipto de los hicsos e instaló su capital en Tebas.
Durante el tiempo de su juventud fue corregente junto a su padre. A la entrada del valle
de los Reyes se estableció un pueblo de artesanos especialistas en la construcción de
tumbas reales en un sitio que modernamente se llamó Deir El-Medina. Estos artesanos
lo convirtieron en su dios protector; su estatua era llevada en procesión; la consulta
oracular a la misma resolvía los litigios entre los artesanos, que por lo pronto eran ellos
mismos sacerdotes de su culto. Este monarca habría sido el fundador de este poblado de
obreros especializados –una fuerza de trabajo de status elevado– encargada de construir
y decorar los hipogeos reales de la zona. Allí había por lo menos dos templos dedicados
a su culto “La casa de Amenofis del Jardín” y “La casa de Amenofis del Patio”, donde
se supone estaban instaladas sendas estatuas del monarca deificado. La comunidad de
artesanos veneró a Amenofis III junto a su madre Ahmosis Nefertary y lo convirtió en
patrono de Deir El-Medina, compitiendo en importancia con deidades mayores. Una de
las representaciones del monarca es la que se llama “Amenofis del Poblado”, con un
león a su derecha y la protección de las alas de una diosa. En otra aparece con la corona
azul, sentado sobre un trono con un león, su estatua es llevada sobre la barca en
procesión (Lupo de Ferriol, 1997, 88).
El nacimiento sagrado de Hatshepsut
Hatshepsut era hija de Tuthmosis I y de la reina Ahmes, que reinaron durante la
dinastía XVIII. Esta última, era de sangre real, de manera que, Tuthmosis –que no era
hijo del rey anterior– pudo con ello legitimizar su ascenso al trono. La descendencia de
esta pareja que sobrevivió al monarca, era femenina, y Neferubity, hermana mayor de
Hatshepsut, también murió joven. Su padre tuvo un varón con una esposa secundaria,
Mutnefert. En este caso, la sucesión al trono fue salvada por el matrimonio real de ese
hijo suyo (que por no ser de madre noble no tenía derecho al trono) con Hatsepsut (que
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sí lo tenía). Se trata de Tuthmosis II, que reinó poco tiempo, falleció pocos años
después. Tuthmosis I había tenido otro hijo varón con otra esposa secundaria de nombre
Isis, al que conocemos por Tuthmosis III. Como no tenía edad todavía para asumir la
tarea de faraón, la reina viuda Hatshepsut asumió como corregente con su sobrino, al
que mantuvo en segundo plano. Hapshepsut tampoco había traído al mundo hijos
varones, sino una niña, Neferura. Fue durante este período de corregencia co
Tuthmosis III que Hatshepsut va a convertir la historia de su nacimiento en teogamia.
El testimonio de su nacimiento divino está representado en las paredes del
templo que mandó a construir a su mayordomo real Senemmut en Deir El Bahari y fue
explicado por Chistiane Desroches Noblecourt en la biografía que escribió sobre esta
reina (Desroches Noblecourt, 2005, cap. 9). Figura en la pared septentrional de la
segunda terraza de ese templo, llamado de Dyeser Yeseru (sublime entre los sublimes)
para demostrar sus orígenes divinos. Se reserva al dios tebano Amón el papel esencial
en las escenas referentes a la unión carnal del dios con su madre Ahmés, el dios elegido
para ser su progenitor. La serie de representaciones se inicia con una escena en el cielo
en el que Amón anuncia a un consejo de catorce deidades divinas que desea la
compañera a “…la que él (se supone Tuhmosis I) ama, la que será madre real del rey
del Alto y del Bajo Egipto, Maat Ka Ra, ¡qué viva!...” Maat Ka Ra será el nombre que
llevará Hatshepsut. En la siguiente secuencia Amón encarga al dios Thot (Thot –un dios
de Hermópolis con cabeza de Ibis– es el mensajero de los dioses, el que lleva su palabra
divina a los mortales, y se lo considera el escriba del faraón) que vaya a la tierra para
verificar la identidad de la elegida. A su regreso, Thot informa, que Ahmés, la
favorecida, es la más hermosa mujer del país, y que efectivamente es la esposa del
monarca. En la próxima escena, la imágen sigue representando al dios, no al rey, cuya
forma acaba de tomar. La imagen de la unión –de extrema castidad– se contrapone con
el texto. Amón se encuentra sentado ante Ahmés, sus asientos posan sobre el signo del
cielo, sus rodillas apenas se cruzan; el dios presenta a la reina el signo de vida. Las
diosas Selkit (la diosa protectora escorpión) y Neit (la diosa protectora abeja) sostienen
los pies de ambos personajes. El texto exalta la pasión de la unión sexual no presente en
la imagen. Antes de retirarse Amón, la reina pronuncia unas palabras por la persona que
va a venir, por estar encinta: “La que se une a Amón, la que está al frente, la primera de
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los nobles”; esto es: Jenemetamon Maat Ka Ra Hatshepsut. En la teogamia, las palabras
pronunciadas por la madre en el instante de la concepción formarán el nombre del niño
que va a nacer. El dios hace un vaticinio al retirarse: –“Ejercerá una benefactora realeza
en el país entero” –. En la siguiente secuencia Amón le pide a Khnum: –“Ve para
modelarla, a ella y a su ka” –. Khnum cumple su misión, modelando con su torno con
barro del Nilo la forma de la niña que va a nacer y también a su ka. La diosa rana
Heket, sentada ante los dos seres, la imagen y su ka, les impone el signo de vida. Aquí
se advierte, que no son figuras femeninas, sino muchachitos varones, sin embargo las
inscripciones se refieren a un ser femenino. Khnum le dice a Hatshepsut: – “Te he
formado con los “miembros” de Amón que reina en Karnak… te he dado el medio de
aparecer en el trono de Horus como Ra para siempre” –.
El cuadro siguiente, casi mudo, Thot y Amhés frente a frente; el emisario de los
dioses le ha venido a traer la buena nueva, le confirma que lleva en su seno la criatura
divina. Ahmés, inmóvil, con apariencia de estupor y emoción recibe la noticia.
Ahora viene el nacimiento, Khnum y Heket toman a Ahmés cada uno de la mano
para llevarla a la sala de parto. En su silueta parece la redondez de su abdomen. Heket
le dice: –“Debes parir inmediatamente”–. El nacimiento no se muestra. El texto anuncia
que la madre esta con dolores de parto, pero en la representación la reina ya tiene en sus
brazos a la criatura. Cuatro nodrizas comadronas tienden sus brazos hacía Ahmes para
recibir al niño. Detrás de ella, una diosa despliega hacia la reina el signo de vida. Esta
tocada con un cesto en el que se han depositado la placenta y el cordón umbilical.
Detrás se ubican las diosas Isis y Neftys. Hay dos grandes camas, bajo de las cuales
están instalados, Bes, el enano africano que rechaza al mal y Tueris, la diosa con forma
de hipopótamo, que vela por el buen desarrollo del nacimiento. También aparece la
diosa Meskhenet. En la siguiente imagen Amón se acerca a la diosa vaca Hathor, con
intenciones de recibir a la niña. El dios la saluda: –“Gloriosa parte que ha salido de mí
mismo; rey que toma para siempre las Dos Tierras en el Trono de Horus” –.
Como se ve, los tiempos han pasado desde el relato del papiro Westcar, pero los
dioses que intervienen son casi los mismos.
Propósito de deificación en la estela de Naramsin
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Hagamos ahora un breve recorrido por Mesopotamia. En la historia de la
Mesopotamia, el período que sigue al protodinástico es el que se conoce por el intento de
crear un poder centralizado. Lugalzagesi de Uruk, logró hacerse de un control político
bastante amplio en el período llamado “Imperio Acadio antiguo”, o “período sargónico”,
nombre éste último que tiene que ver con el fundador de la dinastía, Sargón. Los soberanos
de Ágade (que así se llamó al territorio acadio) fueron en general, efímeros, salvo el
reinado de Sargón y el de su nieto Naram-Sin. Este último, a veces se lo toma en las fuentes
literarias como el último rey acadio (que no lo fue, como veremos) y también como el
responsable de precipitar la catástrofe final del Imperio. Según la “leyenda del nacimiento”
de Sargón, su madre era una entum, es decir una “esposa” de Nanna, el dios de la Luna en
Ur, representaba una ministro de culto de rango elevado y su padre un desconocido. Su
madre lo habría colocado en una canasta, lo arrojó al río, de donde lo recogió el aguador
Aqqi, que lo crio; relato tardío (del siglo VIII a. C.), parecido al del hebreo Moisés; otras
narraciones más antiguas hablan de un nacimiento en humilde cuna, su padre un cultivador
de dátiles, y su madre no habría sido de alto nivel. No se sabe cómo llegó a la corte de
Urzababa, rey de Kish; dónde fue ascendiendo hasta convertirse en copero real. Sargón se
habría hecho con el poder mediante un golpe de estado que derrocó a Urzazaba y habría
fundado la ciudad capital Acad (cuya ubicación todavía se desconoce). El nombre de
Sargón da lugar a dudas, ya que significa literalmente “rey legítimo” en acadio. Sus muchos
años de reinado debió dedicarlos a innumerables campañas y a la reestructuración
administrativa de su reino. El Imperio llegó a su apogeo con el reinado de su nieto, Naram-
Sin. Una de las innovaciones más llamativas de este monarca se introdujo en su titulatura.
Se lo llamó “Naram-Sin, el varón fuerte, dios de Ágade, rey de los cuatro cuartos”, o sea un
dios de todo el universo conocido. Esta faceta divina de su Imperio se ve reflejada también
en las estelas conmemorativas de sus victorias. Aparece mucho más grande que el resto de
los humanos que lo circundan, a diferencia de las representaciones de los reyes de época
anterior y lleva un casco con cuernos, considerado atributo de los dioses. Precisamente, la
estela que Naram-Sin alzó en Sippar en la que conmemoraba su victoria contra un príncipe
gobernante de Lullubi, reyezuelo montañés de los montes Zagros que se había levantado
contra él, dice la parte escrita: “apilé sus cadáveres en un túmulo y dedique esta estela al
dios. Esta estela donde aparece divinizado, más de un milenio más tarde fue llevada a Susa
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por el elamita, Shutruk-Nakhunte I, quien borró parte del texto acadio y sobrepuso su
propia inscripción, diciendo que la había encontrado en Susa y que la había traído para
dedicarla a su propio dios local (Lara Peinado, 2012, 124).
Liverani sostiene que tanto Sargón, como Naram Sin se transformaron en personajes
modélicos, tanto para lo bueno como para lo malo. Sargón representa la fase ascendente y
los elementos positivos, mientras que Naram-Sin asume los elementos negativos y el tramo
descendente de la parábola que describe la historia del imperio: el poder surge de la nada,
se encumbra a alturas insospechadas y se precipita al final, a la nada de nuevo. Sin
embargo, si bien el papel desempeñado por Sargón es plausible, el de Naram Sin estaría
muy distorsionado. Su connotación negativa se basa en supuestos rasgos de impiedad y
arrogancia, que “explican” el hecho que los dioses lo abandonasen. Sargón, por ejemplo,
hacía caso de los presagios, Naram Sin no los tenía en cuenta. Pero la mala reputación (y la
mala prensa posterior) tendría que ver con su pretensión de arrogarse una divinización, que
parece no haber sido bien vista, incluso condenada por la clase sacerdotal que lo creía
merecedor de un ejemplar castigo divino por querer reemplazar a los dioses (Liverani,
2012, 213).
Eannatum en la estela de los Buitres y Hammurabi en su código
Una de los más importantes conflictos bélicos entre las ciudades súmeras son las
que protagonizaron Umma y Lagash, durante mucho tiempo. La primera, más fuerte
que su vecina y enemiga, sentía una voluntad constante de imponerse por la fuerza. En
el largo conflicto que siguió Umma fue, casi siempre, la agresora. Pero en una ocasión
en que Umma estaba dividida en conflictos internos, Lagash la consiguió vencer. Una
rebelión se produjo en Umma, en la que su gobernante Ush fue asesinado, dio la
posibilidad a Eannatum de Lagash de atacarlo victoriosamente (Jacobsen, 2000, 157).
En la “estela de los buitres” encontramos una mezcla de representación narrativa y
figurativa singular considerando este evento. Esta estela, de piedra caliza constituye una
pieza capital, tanto desde el punto de vista plástico como histórico.
Ningirsu, el dios local, está representado ayudando al rey. La victoria sobre
Umma se simboliza en los buitres ubicados en la parte superior de la estela, con las
cabezas de los enemigos muertos entre sus garras. En el reverso, el que aparece en
forma destacada no es el rey sino el dios Ningirsu con los enemigos en su red que
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sostiene con su mano izquierda, mientras con la derecha blande la maza con los que va
a golpearlos. La preeminencia de la que gozaba el rey en este caso era el papel
destacado que desempeñaba en el terreno militar, ayudado por el dios local Ningirsu
(Kuhrt, 2000. I, 53). En el texto escrito, no en las imágenes, hay un texto que parece un
nacimiento sagrado. Sigamosso. “La diosa Innana se regocijó en Eannatum”, dice él
mismo; después de llamarlo “el que es digno del Eanna de Innana del Ibgal (¿?), la
diosa sienta a Eannatum sobre las rodilla derecha del dios Ninhursag y le ofrece un
pecho (¿lo amamanta?; ¿Eannatum es un bebe que acaba de nacer de estos dioses?.
Ahora es el dios Ninhirsu el que “se regocija en Eannatum”. Luego sigue el texto: “la
simiente implantada por Ningirsu en las entrañas”, ¿de la diosa Innana? ¿Es este un
intento (¿fallido?) de deificación? (Pereyra, 2014, pub. N° 5, 21-23). Queda abierto el
rosario de interrogantes.
Pasemos al caso de Hammurabi. La exaltación del soberano mesopotámico como
“rey justo” se hace patente con la llegada de Hammurabi, el sexto de los monarcas
annaneos, parcialidad de los amorreos que se hicieron con el poder de Babilonia. El
alcance de la aplicación de las normas de su célebre código puede entenderse como
apropiadas para enmarcar su imagen de soberano regulador del orden y la conducta de
sus súbditos. Su epigrafía se desarrolla sobre una estela, en un bloque que unos llaman
de basalto y otros de diorita, de altura mayor a la de una persona, de forma oblonga,
actualmente en el museo del Louvre. Sus inscripciones, escritas en acadio contienen un
prólogo, 282 artículos y un epílogo. En la zona superior está representado Hammurabi
en bajorrelieve, de pie, delante de un Dios; que, a pesar que se mencionan varios dioses
en el prólogo y en el epílogo, lo lógico sería pensar que se trata dios Marduk, que es el
que el monarca quiere imponer en toda Mesopotamia, sobre todo si uno se guía por un
párrafo del prólogo que dice: “Cuando Marduk delegó en mi (la tarea) de conducir al
pueblo rectamente y dirigir al país, establecí la ley y la justicia en la lengua del país…”;
pero en realidad se trata de Shamash, el dios juez, el que se encuentra representado. En
el epílogo se habla de Shamash “el gran juez del cielo y de la tierra” que le habría dado
la orden de que la justicia prevaleciera en el país. Por lo pronto Shamash, es también
considerado el rey sol y en la imagen brota de su cuerpo rayos, lo que prueba que se
trata de él; en cambio a Marduk se lo representa con un dragón que aquí no aparece. De
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todos modos, la imagen sería una instantánea del momento en el dios Shamash le
delega la labor de regir al pueblo justicieramente (Pereyra, 2014, pub. N° 6, 19/21).
Usos políticos de los dioses en la justificación del imperialismo neoasirio
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En el imperio neoasirio, el rey constituía el eje en torno al cual giraba todo el
sistema. Durante el siglo IX y VIII, el rey de Asiria se hallaba estrechamente vinculado,
incluso emparentado con un pequeño grupo de familias aristocráticas. A lo largo del siglo
VII, esta situación fue cambiando. Tras la enorme expansión producida por Asiria, se fue
creando la necesidad de correr las funciones administrativas cada vez más hacia los altos
cargos militares, en detrimento de los clanes aristocráticos. De esa competencia, surgieron
nuevos hombres poderosos, que derrumbaron el antiguo régimen tradicional de la corte,
proceso que se inicia con Tiglath-pileser III; se consolida con Sargón II y se extiende hasta
el rey Senaquerib (Kurht, 2000, II, 50). Para los neoasirios, aquél “mundo” que los rodeaba
estaba ordenado por los dioses, que habían fundado cada una de las partes constitutivas del
mismo. El rey era un ejecutor de las necesidades del dios. Su compromiso era doble; por un
lado, mantener lo existente, lo que le la ha sido legado para que administre; por otro,
ampliarlo, culminar su faena con acciones creadoras-fundadoras. El sumun de esta función
era la construcción de una nueva capital, como centro de ese “mundo”. Para realizar su
designio, el rey tenía un canal de comunicación directo con el dios, en tanto que los
enemigos, solo se podían apoyarse en dioses inferiores, que a menudo, los abandonaban. La
confianza en estos diferentes dioses, uno poderoso, los otros menores; daba a los neoasirios
una confianza absoluta en su monarca y su triunfo. Con la vitoria vendrá la sumisión de los
enemigos, los que pasarán a formar parte del mecanismo imperial, siempre y cuando
permanezcan fieles al juramento que han debido prestar al rey asirio (adé) y se conviertan
en parte del orden imperial (Liverani, 2012, 646). El orden político, consistía, de este modo
en el reconocimiento de la superioridad de Asiria y de sus dioses frente a los dioses de los
pueblos vencidos; de paso, en la obediencia a Assur, y a su representante, el rey, el que
imponía esa superioridad. El juramento de lealtad hacia Asiria englobaba a todos los demás
deberes, no significaba necesariamente que se impusiera su culto a los vencidos. Cuando
una ciudad era vencida, se creía que los dioses locales los habían abandonado.
Paralelamente al desamparo de la divinidad hacia el pueblo vencido, se producía el
apoderamiento y transporte de su imagen a territorio asirio, para hacer práctico esa “apatía”
del dios rendido. Por el contrario, la devolución de las imágenes divinas, luego de
establecidas las condiciones de su actividad económica y política a posteriori de la
conquista, simbolizaba las nuevas relaciones de amistad entre Asiria y los antiguos estados
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“rebeldes”, que aceptaran sumisamente sus condiciones (Kurht, 2000, II, 158). Como
vemos, el rey asirio permanece en el centro del sistema religioso, basándose en su figura
como delegado del dios Assur. También preside las acciones cultuales y celebrativas. En el
siglo VII se coloca al frente de los juramentos adé que tiene que realizar sus estados
sometidos, ligados a la cuestión de fidelidad, además de la red de presagios que orientan su
política. Ahora, si bien es cierto que los templos y el culto se expanden, no pasa lo mismo
con la influencia del clero, que permanece acotada (Liverani, 2012, 655). La justificación
de la guerra para los asirios provenía de augurios divinos y se elaboraba cuidadosamente.
El rey se manejaba por presagios (adivinaciones hechas sobre hígados de animales o el de
enemigos apresados). Luego, el monarca hace una petición “razonable” a un estado vecino,
solicitando que entregue a los “traidores”. La negativa, repetida varias veces, se transforma
en casus belli, no dejando “más opción” al rey de Asiria, que declarar la guerra. El
conflicto bélico es presentado como mandato divino, nunca como un acto de agresión
militar; su finalidad, defender el orden político; o, en todo caso acrecentarlo. El rey asirio
pronuncia una oración pública antes de armarse para la guerra y se coloca personalmente al
frente de sus soldados. Celebra luego el triunfo con ofrendas a los dioses que lo habían
hecho posible, organizando desfiles militares (Kurht, 2000, II, 153).
El mesianismo de la monarquía hebrea
La historia de la instalación de la monarquía en Israel está contada en el libro de
Samuel (que durante el Egipto tolomeo) la llamada Biblia Septuaginta, traducida al griego,
lo habría transformado en dos textos distintos (Samuel I y II). La instauraración de la
monarquía se cuenta entonces en el libro I de Samuel 8-12 (Desclee de Brower, 2009, I
Sam, 8-12). De acuerdo a este texto, antes de los reyes, el pueblo hebreo se regía por lo que
llamaban Jueces. Samuel, además de profeta, habría sido el último Juez “principal”, el que
funda la monarquía, nombrando rey a Saúl. Era la intención de Samuel continuar con el
sistema de Jueces; se nota esto, porque cuando llegó a la vejez, nombró a sus hijos también
jueces en dos distritos diferentes; seguramente con el propósito de nombrar alguno de ellos
su sucesor; pero, estos habrían caído en cohecho y tal vez en prevaricato; de manera que,
los ancianos de Israel se reunieron con Samuel y le pidieron que designara en reemplazo
suyo un rey para que los juzgara “como lo hacían todas las demás naciones”. Samuel
consultó con el dios hebreo (Yahvé) quién le contestó que hiciera caso al “pueblo”, que
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eligiera un rey. En la biblia, las tribus del norte aparecen como pusilánimes, pecadoras, que
a menudo se apartan de los mandatos de Yahvé; así como se refiere muy bien acerca de los
hebreos del sur, los de Judá. Yahvé habría estado enojado porque los israelitas adoraban
otros dioses. El relato, en esta parte es antimonárquico. Yahvé pide a Samuel que advierta
al pueblo sobre los derechos que va a tener el futuro monarca sobre ellos. Samuel,
cumpliendo con el pedido de dios, pintó al “pueblo” (es decir, a los ancianos de las distintas
ciudades), un cuadro de pedidos, tributos e imposiciones pesadas que les haría un rey en
caso de entronizarse; y advirtió que Yahvé, no les iba a oír, si reclamaban luego. Los
ancianos (la biblia dice el pueblo) no quiso saber nada de los argumentos de Samuel e
insistió sobre establecer una monarquía, similar a las demás naciones conocidas. Samuel
consulta una vez más con Yahvé; quién otra vez insiste en que le haga caso al pueblo.
Agrega que les va a conducir un rey benjaminita, para que libre al pueblo israelita de los
filisteos, sus enemigos del momento. El elegido fue Saúl, hijo de Quís (de la familia Matri),
de la tribu Benjamín, la más diminuta de Israel. Su padre lo había mandado buscar unos
asnos hembra que se habían perdido y estando en esa averiguación se encontró con Samuel.
El juez y profeta se dio cuenta que aquel era el enviado de Yahvé; así que, tomó un cuerno
de aceite, derramó su contenido sobre la cabeza de Saúl para demostrar que era el “ungido”.
Es este un término de origen religioso, que deriva del hebreo mesías, es decir masiah, que
significa “el ungido de Dios”, o sea la persona real o imaginaria en quien se deposita una
esperanza de liberación con título de rey. Los profetas hablaron de la venida de un mesías
que instauraría un orden de abundancia, justicia y libertad en la Tierra. Esta creencia
apareció para esperar el advenimiento del “ungido de dios” que pusiera fin a un período de
opresión e injusticia. A esta forma de premonición, de adivinación del futuro con
entronizamiento de un rey se lo llama “mesianismo”. Saúl volvió a su casa un tanto
confundido, mientras Samuel convocó al pueblo para concretar la “elección” del mesiah.
En un último intento por disuadir al pueblo para que no eligieran rey, dijo que habían
rechazado a Dios, que se arrepentirían; pero el grupo insistió en que eligiera una tribu para
que fuera la iniciadora de la primera dinastía. Saúl eligió la tribu de Benjamín. Por
“suertes” dice la biblia, fue elegida la familia Matri, y Saúl para ser rey. Fue traído ante el
pueblo y este lo vivó como tal. (Esto parece un agregado porque luego se vuelve a producir
otro acto eleccionario). Saúl arma a los israelitas, ataca a los amonitas y los derrota,
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después de lo cual es proclamado rey (¿hubo dos elecciones?). Samuel, que ha terminado su
misión, se despide del pueblo; les pide que sean leales a Yahvé, cosa que no se va a
cumplir. Saúl, más tarde, violó las leyes del culto, se suicidó después de la derrota con los
filisteos; los ancianos, es decir, “el pueblo” nombraron entonces rey a David, unificando la
monarquía; situación que continuó bajo su hijo Salomón y deshizo más tarde su nieto
Roboam. El Estado davídico, según la versión “deuteronomista” del sigo VII a. C abarca
toda Palestina y establece en Jerusalem su capital. Perece ser, en realidad, por lo que revela
la arqueología, que el modelo de su crecimiento enorme, se revela falso cuando se compara
con fuentes de la época, hubo furibundas luchas por la sucesión y era bastante más pequeño
que lo que esta versión pretende (Liverani, 2005, 377) . Se crean luego dos Estados
independientes, Judá, gobernada desde Jerusalem al sur e Israel controlando los territorios
del norte (Finkelstein & Silberman, 2003, 147).
Un episodio de la historia la monarquía de Israel nos permite a acceder a fuentes
que pueden considerarse contrapuestas, pero que, según mi humilde punto de vista
responden a una misma consigna. En 1868, en el Tell Dhiban en el sur de Jordán al este del
Mar Muerto, en el emplazamiento de la Dibón bíblica, capital del reino de Moab se
encontró una estela que conocemos como Estela de Mesha” (Finkelstein & Silberman,
2003, 167). Este es el nombre de un rey de Moab, quién dice ser hijo de Kemoshit (Kemosh
parece ser el Dios tutelar de los moabitas) que habría reinado durante treinta años, antes que
él. Fue fechada por los expertos en el siglo IX, y aparece en ella, Omri, fundador de una
dinastía en Israel, que había oprimido a Moab durante mucho tiempo y la monarquía de un
hijo suyo, que no nombra, que también lo habría hecho: el hijo de Omri es Ajab (relata la
biblia) casado con Jezabel, hija del rey fenicio Etbaal (por lo tanto seguidores del dios
Baal). El dios Kemosh de Moab habría pedido a Mesha que tomara la ciudad de Nebo de
los israelitas. Allí lucharon, Mesha y sus hombres contra los hebreos en una batalla que
habría durado –según la versión de la estela– desde el alba hasta el mediodía; todos los
hebreos se rindieron ante él, unos siete mil hombres, sin contar las mujeres y los niños.
Después de esta batalla, Mesha se apoderó de otra ciudad israelita, Yahaz, y continuó la
guerra. La inscripción, si bien, incompleta, menciona haber atacado “la casa de David”.
¿Tenemos alguna forma de saber si es cierta la postura de Mescha? Veamos; si invertimos
la fuente y leemos la versión de la biblia: según ella, Mesha, el rey de Moab era tributario
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de Israel y lo pagaba con la entrega de miles de carneros y corderos al rey de Israel. Se
habría revelado contra éste último aprovechando la muerte de Ajab, el rey que Mesha no
nombra, hijo de Omri. Ante la rebeldía de Mesha, Jorán, sucesor de Ajab se preparó para la
lucha y le pidió a su par de Judá de nombre Josafat y al rey de Edom que lo ayudaran, cosa
que aceptaron. Los tres reyes marcharon sobre los moabitas y los derrotaron, destruyeron
todas sus ciudades salvo su capital, Quir Jeres. Al llegar los aliados al pie de la muralla de
ésta última, Mesha habría tratado de abrirse paso, entre sus enemigos. Al no poder lograrlo,
temiendo la derrota por hambre debido al asedio que tuvo que sufrir, ofreció a su
primogénito en holocausto sobre la muralla. Los aliados, enojados por la actitud de Mesha
volvieron sobre sus pasos a sus respectivos reinos sin continuar la lucha (Desclee de
Bower, 2009, Reyes II, 3 1-27). Como vemos ambas versiones no se complementan. Tanto
el texto de Mesha como el texto bíblico de los Reyes persiguen un fin diferente que el
relato histórico fidedigno; ambos necesitan decir que su Dios, –Yahvé de un lado, Kemosh,
del otro– son los que vencen siempre, tanto en la paz como en la guerra; que el Dios propio
ayuda a su rey en la batalla, lo hace vencer. Ambos lo han hecho en estos relatos
contrapuestos.
El sincretismo en la monarquía de Alejandro. Su deificación.
Alejandro Magno, era hijo primogénito del rey Filipo de Macedonia, Su padre quiso
brindarle la mejor educación que podía ofrecerse a un joven griego de la época y lo hizo
educar por Aristóteles, formando en él una sólida cultura. Temprano, a los 16 años se inició
en los quehaceres reales y le fue confiada la regencia. Cuando su padre murió, el ejército lo
proclamó rey. En los próximos doce años y medio cambió la faz del mundo oriental.
Primero liquidó los pretendientes al trono, luego llevó la guerra a los Balcanes. Partió
cuando aún no se habían cumplido dos años de su ascensión. Empujó esa decisión que el
ejército de Paremenio, envido por su padre, estaba en condiciones apretadas y se dispuso
ayudarlo. Lo esperaba el enemigo en el valle del Gránico, el que venció con una violenta
carga de caballería. En pocos meses casi toda Asia Menor era suya; Sardes, Éfeso, Mileto
fueron cayendo bajos su espada. Al conquistar Frigia cortó el nudo imposible del carro de
su contrincante, Gordias. Tras tomar Anatolia, penetró en Siria. En Issos derrotó a Darío, en
batalla pero todavía no pudo ganarle la guerra. Luego quiso acabar con el poder marítimo
de Persia, apoderándose de las ciudades fenicias. Tiro quiso resistir; después de un asedio
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de siete meses, la tomó, la arrasó, vendiendo a sus habitantes como esclavos. Luego se
apoderó de Gaza y pasó a Egipto, donde fue recibido como libertador. Actuó casi como un
egipcio: fue a recibir el vaticinio del oráculo de Siwa, se colocó la doble corona del Alto y
del Bajo Egipto en Menfis, entronizado como el dios Amón e incluso deificado. Después
fundó Alejandría. En la primavera de 331 quiso salir al encuentro decisivo de Darío, le
batió en Gaugamela, pero se le escapó. Cuando cayó Babilonia, Alejandro ofreció sacrificio
a Marduk y fue reconocido rey de “las cuatro partes del mundo”. Fueron cayendo todas las
capitales, primero Susa; luego Persépolis, saqueada; Ecbatana, incendiada. Cuando supo
que Besso, sátrapa de Bactriana había ejecutado a su contrincante Darío, Alejandro celebró
funerales en su honor. Alejandro se adaptó a las costumbres extranjeras con ductilidad.
Cayeron en sus manos Hicarnia, Partia, Aria y Aracosia, Bactriana, Sogdiana. El río
Yaxartes fijó la frontera de su imperio: Pasó el invierno en Bactra donde condenó a muerte
por regicidio a Besso, el que había dado muerte a Darío. En Hífasis sus soldados hartos de
una empresa tan descomunal, se negaron a continuar la expedición. Había llegado a India.
Hizo levantar su estela: “Hasta aquí llegó Alejandro” Quiso unir a los “bárbaros” con los
griegos. Lo buscó con matrimonios mixtos. Predicó con el ejemplo, desposó a Roxana, hija
de un noble de Sogdiana. En un solo día, de regreso de la India, muchos de sus generales y
soldados se unieron a mujeres nativas (bodas de Susa). Fundó (además de la egipcia) 34
Alejandrías. Difundió el uso del griego como lengua. Fue liberal aceptando las creencias de
los distintos pueblos, que se fueron sincretizando. Realizó grandes inversiones en la
restauración de templos, como el de Marduk en Babilonia y el de Amón, en Karnak.
Los que heredaron el poder a su muerte, también buscaron en la deificación la
justificación de su dominio. Las ciudades griegas no fueron las menos solícitas a la hora de
adorar a sus dirigentes: Tolomeo I recibió honores divinos en Rodas. Egipto –como no
podía ser de otra manera– resultó un buen ejemplo del culto real. En Alejandría, Alejandro
era honrado como dios y como fundador de la ciudad. Filadelfo añadió a su culto, el de su
padre Soter (salvador). Tras la muerte de su hermana Arsinoe II, la divinizó, bajo la
evocación de Filadelfa, y su culto se extendió. Los sobrenombres de los soberanos dan la
característica de esa búsqueda: Soter (salvador), Evergetes (bienhechor), Epífanes (ilustre),
Teos (dios) Lévêque, 2006).
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Conclusiones
En unas sociedades tan religiosas como las del Próximo Oriente, se puede
considerar natural que la realeza buscara justificarse atribuyendo a su rey una estrecha
relación con las deidades locales. Esta acción parce haber sido más eficaz en la medida en
que la monarquía era exitosa en sus funciones de redistribución de riqueza entre la
aristocracia o el ejército que hacía posible que su poder se mantuviera en el tiempo. Tanto
las cosmogonías egipcias como las mesopotámicas hacían descender la realeza de lo divino;
aunque claramente el rey egipcio, desde sus comienzos fue considerado él mismo un dios,
en cambio, en general, en Mesopotamia, el rey –aún en estrecha relación con el dios local–
era sin embargo considerado humano. El papiro Westcar nos permite acercarnos al relato
del nacimiento divino de los reyes egipcios con la directa intervención de los dioses. Su
realismo y la confrontación con la obstetricia del período nos permiten ingresar en los
intersticios del parto mismo. Se repiten las deificaciones como necesidad de legitimizar
faraones llegados al poder presumiblemente por usurpación. Tal el caso de Amenemhat I,
referido por la profecía de Neferti, un farón que resultó ser un monarca arquetipo de
rectitud; pero el rey elegido para resaltarlo, Snefru era un rey considerado dios en vida en el
reino antiguo, y cuyo origen también parece haber sido no perteneciente a la realeza: razón
que explicaría por sí misma la acción justificativa. En la representación del nacimiento de
Sesostris III encontramos un fenómeno recurrente en la concepción cíclica del tiempo de
las culturas antiguas. Para ellos el tiempo no era líneal, sino renovable: despues de las
peores crisis venía el “renacimiento”, una nueva vida con esperanzas rejuvenecidas. Este es
el motivo por el que su sucesor, Tuthmosis III “repitiera” su nacimiento durante el Imperio
Nuevo. A este faraón lo ayudaba a afirmar su política en el sur del país, en la frontera con
los Nubios en Semna, en la que ambos monarcas tuvieron acciones destacadas. La
deificación de Amenemhat III tiene mucho que ver con su construcción en El Fayum de
grandes obras hidráulicas que mejoraran la irrigación del Nilo y el establecimiento allí del
lugar de su enterramiento real en Crocodilópolis. Por eso su figura se la asocia con el dios
cocodrilo Sobek, el dios de la fertilidad del Nilo. Amenofis I fue adorado por los artesanos
reales de Deir El Medina a los que el rey favoreció. Estos lo convirtieron en su dios
protector y a su estatua en la figura de juez oracular. La reina Hatshepsup se hizo construir
un templo en donde se relata su nacimiento concebido por el dios Amón y su madre
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Ahmés, en donde se repiten y acrecientan la intervención de los dioses del papiro Wescar.
Sin duda tenemos un ramillete importante de ejemplos de deificación de monarcas egipcios.
Comparativamente, en Mesopotamia, las cosas fueron parecidas, pero distintas. Como
dijimos, el rey no era considerado un dios. Sin embargo, Naram Sin, el nieto del fundador
de la dinastía sargónida del imperio acadio, intentó deificarse en una famosa estela y otros
monumentos conmemorativas de sus victorias, pero parece que la clase sacerdotal encontró
condenable su actitud y su mala reputación lo persiguió por mucho tiempo. Eannatum de
Lagash después de una decisiva victoria sobre Umma quiso hacer algo parecido en la estela
de los buitres, parece que con escasos resultados. Hammurabi, en la representacion en la
que aparece sobre el texto de su código, solo quiere mostrase como monarca “justo” que
hace caso del dios juez Shamash, cumpliendo designios divinos. Los neoasirios no
buscaron la deificación de sus monarcas; pero practicaron un uso político de los dioses,
tanto propios como extraños, basados en su poderío y su eficacia como maquinaria
guerrera. Cuando en Israel llegó la época en que comenzaron a ser regidos por reyes, en vez
de simples jefes tribales, se hizo visible la acción de una especie de grupo “sacerdotal” (los
“profetas), que habrían practicado la adivinación; hablaban de un mesías, una persona real
o imaginaria en la que depositaban la esperanza a futuro de tiempos mejores (lo que nos
recuerda la profecía de Neferty).
Todo vuelve al principio cuando llegamos al final del período estudiado. Alejandro
Magno, no solo se deificó él mismo en vida, sino que sus sucesores, también buscaron
divinizarse de distintas formas, período que abre una nueva etapa en la historia de la
humanidad. Con esta revisión que hicimos a vuelo de pájaro hemos buscado la forma en la
que la realeza intentó asociar la monarquía con las divinidades locales en casi tres mil años
de historia en el Próximo Oriente antiguo.
Bibliografía
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