El Mohán (Leyenda de Colombia)
Proyecto Oro Viejo 2010
Responsable del proyecto en Colombia:
Liliana Moreno Martínez
Cátedra Telémaco (Fundación SM / UCM)
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El Mohán
Mi padre vive en los recovecos del río, en cavernas vigiladas por espectros del agua y
en el fondo de remolinos que devoran troncos de árboles muertos y cuerpos de hombres que
no conocen los secretos de la corriente.
Yo vivo con mi madre en la desembocadura de una quebrada, en una casita de piso de
tierra y paredes de guadua. Tenemos un fogón de piedra, un camastro de paja y plumas de
pavo, dos ollas de barro para fermentar guarapo y una canoa que sabe atravesar crecientes y
buscar la huella de los peces.
Nunca he visto a mi padre. Lo conozco por las palabras de los ancianos que saben
contar historias. Mi madre nunca lo menciona pero siempre está como sonámbula, pensando
en él. A las seis de la tarde nos gusta sentarnos en el quicio de la puerta para ver como el sol
se agiganta, se desliza por el cielo y se zambulle con sus destellos de hoguera. Mi madre dice
que el río es un pez que nunca duerme y que nunca muere y que en vez de escamas tiene
espejos fugaces donde se pueden descubrir las imágenes de los sueños y los rastros de todos
los recuerdos.
Yo no tengo miedo a la muerte porque mi padre me protege. Cuando el río está
revuelto me gusta nadar entre el ruido y las ramas y sentir los movimientos temerosos de los
animales acuáticos. También me gusta que la rabia del agua me arrastre hasta la boca de los
remolinos porque en los anillos espumosos que giran, se agrandan y se empequeñecen,
presiento el aliento de mi padre. A mí los remolinos no me atrapan: me dan vueltas, me
emborrachan y luego me lanzan hacia la orilla, como jugando a salvarme del peligro.
La gente dice que mi padre tiene cabello largo lleno de azahares y hojas de naranjo. Sus
brazos son fuertes y saben acariciar la piel del agua, conducir los rebaños de bagres para que
los pescadores no los engañen y curarle las heridas al río, cuando la mugre lo enferma o
cuando las penas del mundo lo penetran. Mi padre a veces se pone triste y enciende un tabaco,
se sienta sobre un peñasco y se pone a decir poemas. A veces está enojado y bracea contra la
corriente, enredando anzuelos, enloqueciendo balsas y derribando puentes. Pero cuando está
alegre se viste con traje blanco, sombrero de ala ancha y faja roja. Entonces, suele pasear por
la ribera con un ramo de buganviles y una mochila de naranjas dulces. Si alguna muchacha se le
cruza en el camino, mi padre le dice frases bonitas, la convida a beber el jugo de las frutas y a
oler el perfume de las flores. Por eso ha sido el enamorado de muchas mujeres hermosas y el
padre de innumerables hijos.
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Una vieja tuerta, de cabellos dorados, senos grandes y voz pausada, de nombre
Romelia y de costumbres solitarias, me contó que la vida de mi madre había cambiado de
curso desde una tarde de sol ardiente, cuando había decidido calmar la quemazón de la
temperatura hundiéndose desnuda en un pozo transparente, rodeado de mariposas y
guaduales. Al final del baño se le apareció aquel hombre que reinaba en el río, con su alma
misteriosa y sus palabras encantadoras. Le habló de la vida, de las cosas que suceden en la
media noche de los jueves cuando se aparecen los pájaros de fuego y los jinetes descabezados,
le contó sus dolores y sus alegrías, le dio a beber el jugo de las naranjas y le colocó el ramo de
buganviles en el nacimiento de las trenzas y en la suavidad de las piernas.
Mi madre lo amó como se ama a los dioses y a los poetas. Sus ojos de muchacha
reflejaron desde entonces la felicidad de aquellos instantes, cuando un hombre la besó con el
sudor y los colores del paisaje: cuando un río de ternura le invadió las entrañas.
Romelia la asistió en mi nacimiento y por eso dijo que desde mi primer llanto ella se
había estacionado en la alegría de los veinte años y jamás había dejado de esperar el regreso
de mi padre, sentada en el quicio de la puerta viendo la puesta del sol, con la mirada extraviada
en la desembocadura de la quebrada o tendida en el camastro de paja y plumas de pavo,
bebiendo guarapo y escudriñando el cielo a través de las hendijas del techo de palma.
A mí no me agrada alejarme del río, me hacen falta sus ondulaciones tibias y sus
sonidos. Los domingos nunca voy al pueblo: me visto con el traje blanco y las alpargatas de
fique, me enrollo la faja roja en la cintura y echo a correr siguiendo los pasos del viento. Mi
madre me ve y trata de alcanzarme, como si yo fuera el hombre que está esperando.
Versión de Juan Carlos Moyano Ortíz
(Guía de sonámbulos. Bogotá: Ediciones Puesto de Combate, 1983)
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