Zaid: La propiedad privada de las funciones públicas

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G ABRIEL Z AID LA PROPIEDAD PRIVADA DE LAS FUNCIONES PUBLICAS P or una de esas inspiraciones que nadie sabe lo que pueden desencadenar, Miguel de la Madrid desplegó su campaña bajo el signo de la renovación moral. Cuando Porfirio Díaz habló de renovación política (“Me retiraré al concluir este periodo constitucional”), no se imaginó que estaba autorizando la destrucción de su poder y de todo el sistema que, para bien y para mal, había logrado superar la inestabilidad inicial del México independiente. 1. Promesas de renovación moral destacar una conversación sobre el espinoso tema. ¿Cómo acabar con la corrupción? ¿Cómo cumplir lo que se estaba ofreciendo? ¿Era realmente posible? Se barajaban posibles soluciones, inmediatamente criticadas; se barajaban otras... y empezaba a estar claro que nadie veía cómo. Hasta que se elevó una voz firme y terminante que dijo: Yo sé cómo. Era Miguel de la Madrid. De la Madrid, como Díaz, puso el dedo en la llaga. Desató expectativas de renovación, a pesar del escepticismo. Así logró una respuesta electoral sorprendente. Como si el cinis- mo de los últimos años ocultara una fe casi inocente, casi maderista, en la renovación a través del sufragio. Significa- tivamente (a pesar del problema que se esperaba, porque fue postulado al margen de la máquina electoral del PRI, y hasta con atropellos a sus piezas maestras), obtuvo una votación mayor que la del PR1 (en los otros cargos votados al mismo tiempo): una legitimación personal, por encima de su propio partido. Como si, al aprobar la renovación moral, los votantes quisieran ponerlo por encima del siste- ma, darle un mandato para superarlo. Como si fuera una especie de Juan Carlos, a la muerte de Franco: un heredero del franquismo, elegido por Franco, que sin embargo recibe un apoyo general, para acabar con el franquismo sin otra guerra civil. La votación (que fue notable por la disminución del abstencionismo, el avance de la oposición y la confirmación del presidente designado) parecía pedir eso: un cambio a través de la continuidad de un presidente soberano, en la tradición nacional. ¿Qué clase de cambio? El prometido: la renovación moral. Esto fue evidente desde la campaña, con problemas tam- bién evidentes, acerca de los cuales un periodista recogió una anécdota que puede ser apócrifa y aún así reveladora. El tema de la renovación moral despertaba una respuesta muy viva. Lo cual no dejaba de inquietar a los hombres cercanos del futuro presidente. Es peligroso prometer lo que no se puede cumplir, suscitar expectativas destinadas a frustrarse. Recibir un mandato para la renovación moral, sabiendo en qué país vivimos, es para asustar al más valiente. Alguna vez, en el autobús del candidato, cuando la fatiga y el ronroneo del motor fueron acallando las voces, empezó a La anécdota subraya la soberanía presidencial, aun por la forma en que se cuenta: como acusando a los hombres de poca fe. El reportero cuestiona las dudas perfectamente razonables, no la afirmación tajante. Con una fe exenta de curiosidad intelectual, ni siquiera se pregunta sobre el mis- terioso cómo. En una situación democrática, sería inconce- bible que el ciudadano que supiera cómo acabar con la corrupción y buscara el apoyo de sus conciudadanos, no expusiera su plan ni a sus más íntimos colaboradores. Pero así termina la anécdota: sin extrañarse de que el candidato no dijera cómo, sin ponerse a imaginar en qué consistiría ese cómo. Que un futuro presidente quisiera acabar con la corrup- ción y hasta creyera saber cómo, parecía una oportunidad histórica. En un sistema autoritario (paternalista desde arriba y filialista desde abajo), un presidente tiene más oportunidades que nadie de acabar con la corrupción. La corrupción la encabezan los presidentes. Y, a diferencia de otros cambios que imponen desde arriba lo que al soberano le parece progreso, la renovación respondía a un deseo profundo de la sociedad. Un deseo tan profundo que hasta da vergüenza. Alguna vez pensé escribir una tragicomedia sobre la corrupción en México, a través de un personaje incorrupti- ble que, por su honestidad, provoca una desgracia tras otra. Su deseo de bien causa el mal: arruina a su familia, estorba desastrosamente a los que quiere ayudar, hace que se pier- dan los trabajos y se enemisten los vecinos, da origen a muertes, odios, hambre, ruina. Acaba escupido por sus Vuelta 120 / Noviembre de 1986

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Zaid, corrupción, propiedad

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GABRIEL ZAID

LA PROPIEDAD PRIVADA DE LASFUNCIONES PUBLICAS

Por una de esas inspiraciones que nadie sabe loque pueden desencadenar, Miguel de la Madrid desplegó su campaña bajo el signo de larenovación moral. Cuando Porfirio Díaz habló de renovación política (“Me retiraré al concluireste periodo constitucional”), no se imaginó que estaba autorizando la destrucción de su podery de todo el sistema que, para bien y para mal, había logrado superar la inestabilidad inicial delMéxico independiente.

1. Promesas de renovación moral destacar una conversación sobre el espinoso tema. ¿Cómoacabar con la corrupción? ¿Cómo cumplir lo que se estabaofreciendo? ¿Era realmente posible? Se barajaban posiblessoluciones, inmediatamente criticadas; se barajaban otras...y empezaba a estar claro que nadie veía cómo. Hasta que seelevó una voz firme y terminante que dijo: Yo sé cómo. EraMiguel de la Madrid.

De la Madrid, como Díaz, puso el dedo en la llaga. Desatóexpectativas de renovación, a pesar del escepticismo. Asílogró una respuesta electoral sorprendente. Como si el cinis-mo de los últimos años ocultara una fe casi inocente, casimaderista, en la renovación a través del sufragio. Significa-tivamente (a pesar del problema que se esperaba, porquefue postulado al margen de la máquina electoral del PRI, yhasta con atropellos a sus piezas maestras), obtuvo unavotación mayor que la del PR1 (en los otros cargos votadosal mismo tiempo): una legitimación personal, por encimade su propio partido. Como si, al aprobar la renovaciónmoral, los votantes quisieran ponerlo por encima del siste-ma, darle un mandato para superarlo. Como si fuera unaespecie de Juan Carlos, a la muerte de Franco: un herederodel franquismo, elegido por Franco, que sin embargo recibeun apoyo general, para acabar con el franquismo sin otraguerra civil.

La votación (que fue notable por la disminución delabstencionismo, el avance de la oposición y la confirmacióndel presidente designado) parecía pedir eso: un cambio através de la continuidad de un presidente soberano, en latradición nacional. ¿Qué clase de cambio? El prometido: larenovación moral.

Esto fue evidente desde la campaña, con problemas tam-bién evidentes, acerca de los cuales un periodista recogióuna anécdota que puede ser apócrifa y aún así reveladora. Eltema de la renovación moral despertaba una respuesta muyviva. Lo cual no dejaba de inquietar a los hombres cercanosdel futuro presidente. Es peligroso prometer lo que no sepuede cumplir, suscitar expectativas destinadas a frustrarse.Recibir un mandato para la renovación moral, sabiendo enqué país vivimos, es para asustar al más valiente. Algunavez, en el autobús del candidato, cuando la fatiga y elronroneo del motor fueron acallando las voces, empezó a

La anécdota subraya la soberanía presidencial, aun por laforma en que se cuenta: como acusando a los hombres depoca fe. El reportero cuestiona las dudas perfectamenterazonables, no la afirmación tajante. Con una fe exenta decuriosidad intelectual, ni siquiera se pregunta sobre el mis-terioso cómo. En una situación democrática, sería inconce-bible que el ciudadano que supiera cómo acabar con lacorrupción y buscara el apoyo de sus conciudadanos, noexpusiera su plan ni a sus más íntimos colaboradores. Peroasí termina la anécdota: sin extrañarse de que el candidatono dijera cómo, sin ponerse a imaginar en qué consistiríaese cómo.

Que un futuro presidente quisiera acabar con la corrup-ción y hasta creyera saber cómo, parecía una oportunidadhistórica. En un sistema autoritario (paternalista desdearriba y filialista desde abajo), un presidente tiene másoportunidades que nadie de acabar con la corrupción. Lacorrupción la encabezan los presidentes. Y, a diferencia deotros cambios que imponen desde arriba lo que al soberanole parece progreso, la renovación respondía a un deseoprofundo de la sociedad. Un deseo tan profundo que hasta davergüenza.

Alguna vez pensé escribir una tragicomedia sobre lacorrupción en México, a través de un personaje incorrupti-ble que, por su honestidad, provoca una desgracia tras otra.Su deseo de bien causa el mal: arruina a su familia, estorbadesastrosamente a los que quiere ayudar, hace que se pier-dan los trabajos y se enemisten los vecinos, da origen amuertes, odios, hambre, ruina. Acaba escupido por sus

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hijos, abandonado por su mujer, sin amigos y expulsado delpueblo.

En México, la honestidad es tragicómica. Hay que disi-mularla, para no causar lástima o no causar problemas.Todo mexicano movido por un deseo de transparencia,especialmente en la vida pública, se siente ridículo. Hay, porsupuesto, los solemnes, que no tienen malicia de su buenaconciencia, ni del papelazo de creerse buenos. Pero hay, másbien, el sentimiento nacional de que la vida limpia es impo-sible. Nos hace falta una catarsis del deseo de bien, unexorcismo que nos libre de los buenos espíritus, una limpiadel mal agüero que es desear vida limpia. Tenemos quelibrarnos de la moralidad no vivida: la sirena del bienimposible, la nueva patria que no cesa de solicitarnos paraestrellarnos contra las rocas.

Hay elementos de esa posible dramaturgia en otra anéc-dota, quizá también apócrifa, pero también reveladora: Unjoven periodista limpio, revolucionario, hace sus primerasarmas en un periódico limpio, revolucionario. Pronto recibeun sobre con dinero de la fuente que cubre, y no sabe quéhacer. Busca orientación de sus colegas experimentados, y larecibe: Desde luego, si te corrompe, debes rechazarlo. Pero sino te corrompe...

Tal como está contada, la anécdota pertenece al teatro delabsurdo. Pero vista desde la conciencia del joven, la situa-ción sería tragicómica. ¿Cómo no sentirse ridículo de igno-rar la mismísima realidad, de tener escrúpulos ante una cosatan normal? Afortunadamente, la salud prevalece: despuésde la iniciación, se reirá a carcajadas, y hasta contará laanécdota. Podemos imaginarlo en la campaña de Miguel dela Madrid, tomando notas diligentemente y hasta haciendopreguntas sobre la corrupción, y pasando rápidamente arecoger su sobre, para no perder tiempo, y llegar a tundir lamáquina, y despachar al público lector la buena nueva de larenovación moral.

También podemos imaginar a los hijos de un policía detránsito, cuando les toca verlo trabajar. ¿Qué sentirán? Lomismo que los hijos de los funcionarios y políticos. O tienenescrúpulos y se sienten ridículos. O se sienten fregones,identificados con su padre. En este país, donde los niños vena sus padres- dar y recibir mordidas, donde la experienciacotidiana, en la familia, la escuela, el trabajo, la vida pública,está permeada por la corrupción, sería un desastre que lospadres, maestros, jueces, líderes, patrones, presidentes, fue-ran vistos como degenerados. Son vistos de la única maneraposible, para no volverse locos: como triunfadores, quelogran imponerse, o cuando menos sobrevivir. Por eso loshijos de Sánchez, los hijos del padre cabrón, acaban identifi-cados. con él y repitiendo: “hay que ser cabrones”, “el que noes cabrón es puto”. Este machismo moral reprime cualquierescrúpulo y acaba, por el contrario, acosando al padre in-competente, que no sabe atropellar ni robar. Su mujer, sushijos, sus parientes, sus amigos, le dicen que se mueva, quecumpla como hombre, que no falle, que tenga sentido de larealidad. Un funcionario limpio (que los hay) tiene quesentirse atormentado por su inferioridad: sospechar quenació con algo descompuesto, con un secreto estigma que loarrastra a la perdición.

En el puritanismo se reprime la felicidad como un deseosiniestro. En la corrupción se reprime la transparenciacomo un deseo ridículo. Si hay un deseo prohibido en

nuestra vida pública, si hay un deseo temido como destruc-tor y caótico, es el de transparencia. La gente decente seburla de este deseo como de una incontinencia infantil,como de un romanticismo que se cura con la madurez. Y asísucede muchas veces, en la superficie social. Pero el mons-truo ridículo, inexperto, incompetente, inadaptado a la rea-lidad, reprimido por la burla (cuando no hace falta más),sigue ahí. Irrumpe de vez en cuando con sus inocentadas ysuscita el desprecio y el asesinato: en 1910, con los inocentesmaderistas que querían democracia; en 1968, con los ino-centes universitarios que querían diálogo público.

Hay que decir que el monstruo reprimido también tienelo suyo: una especie de complicidad con la represión. Lomalo de no vivir la felicidad y la transparencia como realida-des cotidianas es que se vuelven quimeras destructivas: sueños opesadillas que hacen desear todo el bien o temer todo el mal.Frente a Todo, la felicidad y la transparencia posibles,resultan poca cosa, para unos; para otros, un peligro terri-ble: algo que hay que impedir a toda costa, porque puedellevar a Todo. Así la falta de realismo y el “realismo” seconjugan para arruinar las oportunidades prácticas de felici-dad y transparencia.

2 . Derrot ismo

Hay quienes creen que la corrupción no tiene remedio. Conesa hipótesis, nunca lo encontrarán.

Hay quienes ignoran (o disfrazan) su derrotismo confórmulas aparentemente radicales. Los que afirman quenada puede cambiar mientras todo no cambie. 0 los que vencorrupción en todo. Esto último es fácil porque no hayrelación humana que no implique reciprocidad, desde elsimple hecho de hablarse. Y toda reciprocidad puede leersecomo un “a cambio de” (comercial o político). Se trata de unetnocentrismo de la cultura del progreso, que ignora suspropios orígenes comunitarios. La reciprocidad está en ellenguaje, las ceremonias, la religión, la división del trabajo,el comercio, la guerra, el poder, el amor. Pero una vez que secomercializa todo, se politiza todo, se legaliza todo, secuantifica todo, parece que el discurso social no dice más quelo leíble con anteojos politizantes, comercializantes, legali-zantes, cuantificantes.

Hay en la corrupción una fraternidad contracultural, unsumergirse en las aguas comunitarias que se resisten alencauzamiento formalista, un rechazo de la cultura moder-na, impersonal y despiadada, una afirmación de la familia, laamistad, el terruño, frente a la ley y la meritocracia. Despuésde todo, la ley se inventó hace menos de cinco mil años, y lahumanidad aún no se reconcilia con ese horror que acepta aregañadientes. Pero decir “aún” es caer, de nuevo, en eletnocentrismo, como si la ley y la burocracia fueran elprogreso inevitable y no un mal necesario, que hay quereducir al mínimo. El verdadero progreso ha sido contra laley: desde el profeta galileo que predicó la fraternidadcontra la ley del Talión, hasta la afirmación moderna de los de-rechos individuales frente a la autoridad, y aun la comunidad.

Desde el siglo pasado, los anarquistas abogan por laabolición de la ley. Lo cual tiene dificultades y contradiccio-nes como las que tiene el desarme. Un desarme universal esimprobable. Un desarme unilateral es suicida. Suprimir la

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burocracia gubernamental es dejar que las burocracias pri-vadas se conviertan en estados. Suprimir las burocraciasprivadas es hundirse en la burocracia totalitaria. Abolir laley es dejar la ley de la selva, donde priva el más fuerte.Acatar la ley es legitimar al más fuerte.

Se comprende la lógica de Hobbes: en una sociedad dondetodos son soberanos, y cada soberano vive en armas, segúnsu propia ley, los bandidos y asesinos atropellan a los másdébiles; hasta que éstos abdican de su soberanía, de susarmas y de su ley, para entregarse al más fuerte: ten tú lasarmas, haz tú la ley, te apoyamos para que seas el Soberanoúnico, el monstruo Leviatán, el Estado; para que acabes conlos asesinos y bandidos; para que te conviertas en nuestroúnico asesino y nuestro único bandido. Pero, a cambio deesta abdicación, perdónanos la vida y no nos robes demasiado.

La situación es tan humillante que quizá por eso seinventó la noción de que el verdadero soberano es el pueblo,y de que el pueblo hace la ley y tiene las armas y la riquezacolectiva, aunque en la práctica todo está en manos depolíticos profesionales, militares profesionales, administra-dores profesionales, cuando no de bandidos y asesinos pro-fesionales. Se supone que los profesionales del estado sonlos mandatarios, representantes, servidores, del verdaderosoberano que es el pueblo.

Así aparece la corrupción. El soberano dueño de vidas yhaciendas no tiene conflictos de interés, no pretende repre-sentar el interés de los demás, ni mucho menos ser suservidor: el estado soy yo, la ley soy yo. El tesoro real no esdinero público: es propiedad privada de la familia real. Losimpuestos entran a la caja real, y no se trata de un robo.Vender cargos, empleos, títulos de nobleza, concesiones deexplotación, es negocio del soberano que recibe legítimodinero, no mordidas. El soberano no pretende representarlos intereses de nadie sino sus propios intereses. Así nopuede haber conflictos de interés, ni por lo tanto corrupción.

Sucedería lo mismo en una comunidad anarquista, o depequeños productores que practiquen la democracia directa.Cuando cada uno representa sus propios intereses, los con-flictos son manifiestos y legítimos: puede haber disputas,regateos, pero no corrupción. No hay encargados de com-pras, tesoreros, delegados, ni coyotes; ni patrones que velanpor el interés de los trabajadores, ni líderes que velan por elinterés de los trabajadores, ni gobiernos que velan por elinterés de los trabajadores.

La condición necesaria para que la corrupción sea posiblees que una persona represente los intereses de otra. Lacorrupción consiste en apoderarse de un poder prestado, enusarlo como propio. Puede darse en todo tipo de represen-taciones, aunque muchas carecen de especial interés: aqué-llas en las cuales el apoderado es un pillo fácilmente despe-dible. La corrupción tradicional tiene esa forma: la fuerzaestá del lado del mandante, que puede más (o lo mismo) queel mandatario (un familiar, amigo, compañero, vecino, su-bordinado o agente contratado), cuyo poder es fácilmenterevocable.

La corrupción moderna aparece con el mito de la sobera-nía popular y crea un caso más interesante: cuando la fuerzaestá del lado del supuesto mandatario, cuando el pillo es elmismísimo soberano, que tiene las armas y un poder nofácilmente revocable. Si toda representación implica undesdoblamiento (entre actuar por cuenta propia y por cuen-

ta del representado), si toda corrupción necesita ocultar losactos que no corresponden a lo que se supone, la corrupciónmoderna eleva la doblez a la constitución misma del estado.

La mentira oficial no es consecuencia de la corrupción(para ocultarla): es su condición de origen, Un soberanopremoderno, que se asume como tal, no miente: no es nipuede ser corrupto; no se apodera ocultamente de lo ajeno:dispone abiertamente de lo suyo. La corrupción empiezacuando miente y se declara moderno (republicano, demó-crata, revolucionario, popular, socialista): mandatario de lavoluntad popular, apoderado de la soberanía colectiva, mien-tras sigue disponiendo de todo como suyo, sin que pueda serllamado a cuentas.

A diferencia de otras simulaciones (que sirven para ocul-tar la corrupción tradicional), la mentira oficial no puedeser desmentida. La transparencia (por eso reprimida) aca-baría con la farsa de que el poder es revocable. Si el soberanopremoderno, dueño de vidas y haciendas, saca la pistola antesus siervos y declara que el verdadero siervo es él, que losverdaderos dueños y señores de todo son ellos, no él, ¿quépueden responder ante la fuerza bruta y tamaña generosi-dad? Muchas gracias, Señor Presidente. Así el desdobla-miento y la simulación se vuelven institucionales, y aparecela corrupción moderna, que no es una flaqueza personal,sino una complicidad colectiva, encabezada por el soberano.

Que la corrupción sea vista como falla personal parece.provenir de los ideales cristianos de perfección, en unautópica Ciudad de Dios realizada en la tierra. En las comuni-dades religiosas se buscó una especie de paraíso moral, cuyoprincipio era la negación del ser en función del debe ser:negarse a sí mismo, asumir un hombre nuevo (y hasta unnombre nuevo) para actuar en todo como debe ser, enfunción de una regla de perfección. Estos ideales de pureza,que sirvieron para fundar asociaciones religiosas al margende la sociedad, revirtieron sobre ésta, no sólo a través de lasutopías políticas (que proponen sociedades enteras someti-das a una regla de perfección), sino a través de los ideales deabnegación en el desempeño de un papel.

Así como el hombre nuevo debe suplantar al hombreviejo, la investidura debe suplantar al que es por el que debeser. En este teatro de la pureza, el actor (supuestamente) notiene intereses propios, no es un ser humano real queapetece y actúa por su cuenta, sino el funcionario de unafunción teatral, en la cual representa un papel: los interesesde otros.

De las investiduras (en las empresas, sindicatos, asocia-ciones, iglesias, universidades, partidos, guerrillas, no sóloen el estado) surgen los llamados conflictos de interés y todala literatura piadosa sobre el civil service, la administración“profesional”, la “dirigencia” ejemplar, en la cual se suponeque los intereses propios no existen, o en todo caso estánbajo control, como algo sucio, subterráneo, neutralizado porla pureza oficial, ante la cual ni es propio mencionar estascosas.

Paradójicamente, la sociedad moderna progresa a travésdel espíritu crítico, y así regresa a una especie de clerecíaracional: la burocracia. El racionalismo seculariza la socie-dad y destruye el mito legitimador del soberano por derechodivino, pero crea un nuevo mito legitimador: el soberanoracional, que en vez de representar la voluntad del Logosdivino, es el mandatario hipostátìco del Logos racional: el

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progreso, la historia, la voluntad popular. (Aunque estavoluntad, naturalmente, hay que suponerla: como debieraser, una vez alcanzada la edad de la razón, y libre de infanti-lismos, supersticiones y malas influencias. No se juzga alLogos por la voluntad popular, como no se decide un teore-ma por votación, sino al revés: a partir del Logos, se decidelo que realmente quiere la voluntad popular.) La racionali-dad que da derecho legitima el despotismo ilustrado, eIascenso de los universitarios al poder y la burocracia moder-na: el despotismo impersonal, cuyos dictados no son res-ponsabilidad de nadie, no entienden de razones y nadiepuede parar. Así desaparece la arbitrariedad aplastante delsoberano personal, pero se pone en marcha la aplanadoradel organismo impersonal. Así aparecen los organisauriosdel siglo XX: los nuevos monstruos leviatanes, dueños devidas y haciendas, en nombre colectivo.

Así prospera el requisito de la corrupción: aumenta elnúmero de personas que no actúan por su cuenta (oficial-mente); que actúan como delegados, funcionarios, comisa-rios, mandatarios, representantes, servidores o empleados,por cuenta de intereses ajenos (aunque, de hecho, busquensus propios intereses bajo la máscara oficial). Paradójica-mente, la modernidad descubre a la persona como un fin ensí, pero construye y agiganta las personas impersonales:esas inmensas máquinas en las cuales las personas físicasdeben ser anuladas como fines en sí, para volverse medios,recursos, engranajes.

No es difícil observar en la picaresca de la corrupción unaafirmación triunfante del yo contra la máquina. Lo cual seexplica, porque si algo niega la máquina es el yo. Cuandotodo se vuelve oficial (oficialmente), lo personal debe reple-garse: llega a ser visto como una aberración. La burocraciaexige la abnegación total de la propia personalidad en arasdel papel que se desempeña: sofocar la pretensión de seralguien por sí y para sí, negar los vínculos amistosos, fami-liares, vecinales, volverse nadie bajo la representación oficial.

Esta negación del yo se disfraza de exigencia comunitaria,pero niega el nosotros comunitario. En la cultura burocráti-ca, el nosotros es organizacional: el aparato es como unagran familia, que suplanta a la familia; el estado es como lanación, que suplanta a la nación. La persona impersonal esuna especie de cuerpo místico, un nosotros inmortal, frenteal cual nuestra vida y nuestra muerte se vuelven secunda-rias. Debemos subordinar nuestros fines al de esas verdade-ras personas, fuera de las cuales no somos ni hacemos, ydentro de las cuales no somos ni hacemos más que el papelde nuestra función.

La mística del civil service, de la administración profesio-nal, del buen apparatchick, recuerda los votos religiosos: notener voluntad propia, ni intereses propios, ni sexualidad,ni familia; abandonar al padre y a la madre, dejar tambiéntoda propiedad, todo negocio, toda afición; no tener ideaspropias, ni gustos propios, ni orgullo; no lucrar con el santoservicio, no usarlo para presumir, ni para imponerse, nisiquiera para trepar a puestos de mayor abnegación.

Son estas fantasías de pureza las que alimentan ciertascríticas supuestamente radicales de la corrupción, que sir-ven para confirmarla como. irremediable. Se empieza ha-blando de la mordida, y se van aumentando las exigenciashasta el punto de que, por ejemplo, para ocuparse del ramoequis, el funcionario respectivo no debería tener intereses,

parentescos, amistades, experiencias, gustos, opiniones pre-vias ni conocimiento alguno del ramo equis.

Frente a tales tonterías, hay que reconocer más sentidocomún y salud moral en muchas infracciones de la ley. Ya nodigamos por la multitud de cosas que nunca funcionaríancumpliendo los supuestos requisitos. (Una forma de sabota-je en la burocracia consiste, precisamente, en apegarseestrictamente a las normas: nada obstruye mejor el engra-naje burocrático que el cumplimiento burocrático). Sinoporque la infracción puede hacer prevalecer el sentido hu-mano frente al sinsentido legal, mecánico, burocrático. Porel contrario, hay en la pureza apparatchick algo profunda-mente inmoral. La perfecta entrega a los fines del aparatodegrada a las personas como fines en sí.

Y así aparecen de nuevo las contradicciones. Reducir laspersonas a engranajes es regresivo, aunque sea muy mo-derno. Pero aceptar la arbitrariedad personal en los orga-nismos o en la ley tambiénes regresivo. Desgraciadamente,la burocratización del siglo XX se las ha arreglado paracombinar y multiplicar lo peor de ambas cosas: la arbitra-riedad del déspota y la deshumanización de la máquina. Unarbitrario suelto en una comunidad anarquista no le hacedaño a nadie o a muy pocas personas: hasta puede ser vistocomo un loco simpático. A cargo de un organismo o de unasimple ventanilla, adquiere una capacidad inmensa de blo-quear y dañar; no por la importancia de su ventanilla sinopor la vastísima interconexión burocrática de todo.

Así prospera la capacidad de extorsión en una escaladesconocida hasta el siglo XX, cuya pesadilla novelesca yreal es que una bomba atómica acabe en manos de un loco (y,en general, que se ponga en marcha una máquina destructi-va que nadie pueda parar). Así también el yo se venga de lamáquina: establece complicidades de un nosotros contra elsistema. El funcionario, como persona, sabe que el sistemaes monstruoso y aplasta a las personas. Eso le da ocasión deportarse humanamente bajo la máscara impersonal, desobrevivir y prosperar, ayudando a otros a sobrevivir yprosperar. Lo que oficialmente es un delito, personalmentellega a ser visto como una necesidad en la lucha por la vida,como una forma de hacer negocios y hasta como algoheroico o divertido. El “oficial” que se arregla amistosa-mente con un particular, se vuelve humano; le hace un favorquitándose la máscara de la espantosa impersonalidad; sealía con él contra la máquina aplastante: la máquina que seniega a ver lo personal de cada caso.

Curiosamente, hay en estos arreglos algo que recuerda elpotlatch: construimos burocracias inmensas, sistemas y pro-cedimientos tan complejos que nadie los entiende, planesdetalladísimos y enciclopédicos, trámites laberínticos, leyesy más leyes, decretos, jurisprudencias, reglamentos, y luego(como los indios que producen riqueza para destruirla a lavista de todos y demostrar así que no la necesitan), tiramostodo a la basura y lo que vale es un arreglo.

Pero ¡ay, del que sugiera entonces que todo aquello salíasobrando! He tratado inútilmente de convencer a personasrazonables de que las licencias de automovilista salen so-brando, puesto que cualquiera puede comprarlas por unamódica mordida (y si no las compra tampoco pasa nada:todo se arregla con una mordida). Les parece inconcebible.Sienten que se hundiría el mundo, que empezaría el caos. Loque hay que hacer, naturalmente, es eliminar la corrupción,

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no las licencias. Todo sería muy bello si cada uno hiciera suparte en el teatro de la pureza.

3. De qué se trata

El derrotismo supone que es imposible algo que afortunada-mente lo es: la utopía de llegar a ser puros, puros mecanis-mos impersonales totalmente sometidos a su función oficial;la utopía de extirpar la flaqueza humana, esa inferioridadque las personas tienen frente a las máquinas.

Pero la cuestión central no es la flaqueza humana. Elderrotismo confunde la corrupción tradicional con la mo-derna. La corrupción tradicional no desaparecerá, no es unafalta de transparencia social sino individual y, por lo mismo,no es tan importante. Suponerla central para la renovaciónmoral de la sociedad, lleva a un falso problema: cómo hacerque todo ser humano se someta a una regla de perfección.En cambio, la corrupción moderna es una simulación colec-tiva: es la mentira instituida como forma de vida pública. Esla mentira institucional: no corrompe contratos individua-les sino el mismísimo contrato social. Nada tiene que vercon la flaqueza humana. Por lo mismo, es histórica y pasaje-ra. No es utópico suponer que irá desapareciendo, como enotros países, porque hay indicios significativos: la mentiraoficial, que nadie tomaba en serio, irrita cada vez más.

La corrupción moderna es un fenómeno transitorio quepuede esquematizarse en tres etapas: del absolutismo pre-moderno, al poder premoderno vestido de moderno, alpoder moderno. En la primera, el poder público es propie-dad privada del soberano: el estado es su negocio, sin mayo-res aspavientos. En la corrupción moderna, la situacióncontinúa de hecho (en mayor o menor grado), pero no dederecho: se supone que los conciudadanos confieren pode-res revocables y exigen cuentas a quienes de hecho disponendel poder como si fuera suyo. En la etapa final, la sociedad seapodera de su propia soberanía, no en un pleno ejerciciodirecto de la vida pública (que llega a darse en muchasactividades, lugares, momentos) sino ejerciendo la facultadde llamar a cuentas, revocar poderes, castigar y premiar asus apoderados.

Para llegar a esto, hace falta un público maduro ante elteatro oficial. Que reconozca, en primer lugar, quién tiene lapistola, y no juegue con eso. Que acepte el teatro c o m oteatro: que los actores en el poder, sus conciudadanos,tienen intereses propios; y que no son, ni pueden ser, nideben ser, ni deben pretender ser, personificaciones delinterés público. (Negar que los intereses privados son legí-timos sirve para que se muevan en la sombra, en vez demanifestarse abiertamente: para que haya simulación, envez de transparencia.) Que acepte el mito de la democracia,y lo tome en serio, que es la única manera de acabar con lamentira oficial. El hecho mismo de que, en un momentodado, los soberanos premodernos hayan optado por la de-magogia, en vez del cinismo, tiene una sola explicación: lafuerza de la opinión pública. Hay que ejercerla, tomándolela palabra a la mentira oficial. No para que se vuelva cínica ysaque la pistola (que es contraproducente, aunque otra cosaopinen los que piensan llegar a lo mejor provocando lopeor). Sino para obligar a la mentira a que deje de serlo. Unpúblico maduro puede presionar al soberano para que abdi-

que, en mayor o menor grado, de gobernar a su arbitrio. Locual no puede suceder mientras el público se resigne (con fepremoderna o conciencia moderna derrotista o cínica) a queel soberano disponga del poder como suyo.

La corrupción desaparece en la medida en que las decisio-nes de interés público pasan de la zona privada del estado ala luz pública. Decir que la corrupción no tiene remedioporque así están hechos los mexicanos (o la especie huma-na); decir que la renovación moral exige un hombre nuevo(a través de la educación, pero eso sí: desde la primaria);decir que nada puede cambiar mientras todo no cambie (através de una nueva revolución que, ésa sí, sea la buena); noson más que fórmulas derrotistas, que sirven para distraerde lo que sí es posible: ir ganando terreno para la luzpública, para el ejercicio moderno, civil, de llamar civiliza-damente a cuentas.

Las sociedades modernas son las que han aprendido avivir el teatro oficial con doblez publicable, que es la únicanaturalidad posible en el desempeño de un papel: desdo-blándose y asumiendo la contradicción, manifestando abier-tamente los conflictos de interés. El progreso moral de lassociedades modernas no consiste en que hayan suprimido laflaqueza humana, o estén constituidas por personas másvaliosas. Consiste en que aceptan con sentido crítico lasambigüedades del poder, lo someten a la luz pública y loaprueban o lo revocan pacíficamente.

Los norteamericanos o argentinos no son mejores que losmexicanos. Los presidentes Nixon o Videla no fueron mo-ralmente superiores a los presidentes Díaz Ordaz o Echeve-rría, sus contemporáneos. Pero la sociedad argentina sevolvió más moderna que la nuestra porque fue capaz desometer a proceso judicial y encarcelar al expresidenteVidela, mientras el repudio social que se ganaron DíazOrdaz y Echeverría no tuvo un desenlace equivalente. Lasociedad norteamericana es más moderna que la nuestraporque fue capaz de revocar el poder del presidente Nixon,del cual, por otra parte, se supo oficialmente cuánto tenía,qué negocios hizo, qué ingresos tuvo y qué atropellos come-tió. No hemos sabido oficialmente lo mismo de ningúnpresidente mexicano.

La corrupción no es una característica desagradable delsistema político mexicano: es el sistema. Consiste en decla-rar que el poder se recibe de abajo, cuando en realidad serecibe de arriba; en disponer de las funciones públicas comosi fueran propiedad privada; en servir al país (porque elsistema le ha servido al país, eso no puede negarse), pero sindejar a su juicio: ni quiénes le sirvan, ni cómo le sirvan, nicuánto se sirvan como pago de sus patrióticos servicios, ni siel trabajo quedó bien hecho o procede una reclamación. Elpaís está bajo tutela, como un príncipe menor de edad acargo de un regente, supuesto servidor que usa el podercomo suyo, hasta para servirle de verdad. La soberanía deltutor suplanta la del futuro soberano, pero no mientrasllega a la madurez (pospuesta indefinidamente), sino mien-tras llega el próximo tutor.

A diferencia de los soberanos premodernos que ejercenuna larga dictadura personal en Paraguay, Cuba o Chile, elsistema mexicano es impersonal y, desde ese punto de vista,moderno. Los presidentes mexicanos no llegan al poder porlas armas, ni se quedan hasta la muerte o la caída; y, aunqueeligen al sucesor, no designan a un pariente. En general, los

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puestos se ganan por concurso más o menos abierto ymeritocrático, aunque no público. Así también se ejercen:como propiedad privada (que se presta al saqueo, pero noexcluye la probidad ni el espíritu de servicio, en los mismostérminos: como decisión privada del que ejerce la propie-dad), que siempre es transitoria y puede ser revocada, aun-que no por decisión del público o justificada ante el público,sino por decisión privada de quien da y quita puestos.

La mismísima mordida tiene algo de moderno: pone en elmercado la buena voluntad privada del funcionario público.Es una modernización fallida, prematura, abortada, contra-dictoria, como el despotismo ilustrado. La paradoja deldespotismo ilustrado es ser una modernidad que se imponepremodernamente: la razón como arbitrariedad que noescucha razones. La paradoja de la mordida es ser una pre-modernidad que se vende modernamente: la arbitrariedadque se pone razonable, si el precio es razonable; la arbitra-riedad disponible como un servicio en el mercado.

Quizá la eficacia transicional del sistema estuvo en esaintegración de lo moderno y lo premoderno, mientras fueviable. Pero el país ha crecido, se ha modernizado y harebasado la capacidad de un sistema que ahora le quedachico y resulta inoperante. Lo que era un mal menor se havuelto un desastre: que los presidentes dispongan del paíscomo si fuera suyo y no le rindan cuentas a nadie. Aunquehagan concesiones: la ciudadanía tiene voz (en un gradoamplísimo) pero no voto, en cualquier decisión que elpresidente decida reservarse. Inmensas decisiones de inte-rés público son mantenidas in péctore praesidentis, y elhumillante papel de la ciudadanía se reduce a tratar deinclinar (o adivinar) la voluntad presidencial.

Nada garantiza que la mayoría tenga razón, prefiera lomejor, actúe sabiamente o esté inspirada por Dios. Pero lomismo puede decirse de la minoría universitaria. Y también,por supuesto, de los universitarios que llegan a presidentes,No es inconcebible que, en uno o en muchos casos, unpresidente mexicano, actuando como soberano premoder-no, haya tenido razón contra la opinión pública. Segura-mente la combinación de un gobernante sabio y un pueblodócil ha dado más felicidad de la que estamos dispuestos areconocer. Pero qué le vamos a hacer: la fe en los SantosReyes va desapareciendo. Los presidentes mismos, en losúltimos sexenios, han puesto lo suyo para destruir el respe-to a la presidencia. Paralelamente, la población moderna hacrecido muchísimo: es mayoritaria en las grandes ciudades ypolíticamente pesa más que el resto de la población.

La docilidad titubea hasta en el sector público, que es elmás escolarizado del país: ya no puede fácilmente conciliarsu conciencia moderna con la obediencia premoderna, sobretodo cuando las cosas no salen como se decretan. La mentiraoficial está corroída desde adentro: la conciencia modernadel sector público hace que, al menos en confianza, ciertademagogia se vuelva imposible entre personas inteligentes.Se tienen que aceptar las cosas como son. Y son paramorirse de vergüenza.

Para no hablar de lo peor (de perseguidos por la justiciaque se vuelven propiedad privada de sus torturadores; decriminales encargados de poderes públicos), hablemos decuestiones técnicas. No es fácil que la mayoría ciudadana (yni siquiera la minoría universitaria) se haga una opinión

sobre el GATT, fuera de las aburridas discusiones de princi-pios (que son como discutir si las computadoras son buenaso malas en general, en vez de discutir si esta configuraciónes recomendable para esta aplicación, con tales volúmenes,en tales circunstancias). Según cuentan, ni el presidenteLópez Portillo lograba hacerse una opinión, y quizá por esole pidió la opinión a su gabinete. Desgraciadamente, o lasopiniones estaban divididas o se formularon queriendoadivinar lo que el señor presidente había decidido in pécto-re, y adivinaron bien: por lo cual resultaron divididas. En elúltimo momento, cuando el presidente vio que por un votola decisión iba a ser que sí, resolvió que no, y le pidiósecretamente a uno de los secretarios que cambiara su voto,con lo cual la supuesta colegialidad (totalmente innecesaria,de hecho y de derecho) salió a la perfección: la decisión fueque no. El secretario de programación, que tuvo el valorcivil o cometió el error de haber votado que sí, fue designadoluego presidente de la república. Pero tardó tres años endecidir que sí. Mientras tanto, hubo infinitas declaraciones,auscultaciones populares y discusiones, como en el sexeniopasado. ¿Para qué sirvieron? Para lo mismo que la farsacolegial: para que todos opinen y uno solo vote.

Este caso que es técnico y perfectamente inocuo en térmi-nos de corrupción vulgar, ilustra la esencia de la corrupciónmoderna. Los mandatarios de una sociedad moderna sonmandatarios, no soberanos. Aunque estén absolutamenteconvencidos de que Inglaterra debe entrar al mercado co-mún, de que España debe permanecer en la OTAN, de quelas tropas norteamericanas deben ocupar Nicaragua, sabenque no pueden decidirlo privadamente sin exponerse aperder el poder. Para salirse con la suya, tienen que conver-tir su voluntad privada en voluntad pública. No limitándosea publicar su voluntad privada (como hace un soberano quedecreta), sino ganándose la voluntad o al menos la toleran-cia del consenso público. Es perfectamente posible queentrar al GATT (o no entrar al GATT) sea lo mejor para elpaís. Lo que no es posible en una sociedad moderna es queun solo voto lo decida.

Desde esa perspectiva, puede verse la corrupción vulgar.La esencia de la corrupción no está en el lucro derivado delas funciones públicas: está en la mentira de que el poder espúblico, conferido y revocable por los gobernados, que sonsus propietarios. Si un representante de los poderes públi-cos puede tratar impunemente a un ciudadano (del cualsupuestamente es servidor) como a un bulto de su propie-dad: escupirlo, patearlo, torturarlo, matarlo, iqué impor-tancia tiene que además se quede con la cartera y el reloj? Laesencia del asunto no está en el lucro sino en la impunidad:en quién le rinde cuentas a quién.

Que el poder sea el mejor negocio de México, su verdade-ra industria nacional, es una consecuencia de algo másimportante que el lucro: la impunidad, el consenso sobre lasprerrogativas del poder. El consenso premoderno tolerabala corrupción porque no tomaba en serio que los mandata-rios lo fueran: los aceptaba como dueños de vidas y hacien-das. Lo bueno que esperaba o recibía del poder, lo esperaba orecibía con expectativas filiales. Y aunque muchas vecesresentía la modernización como un atropello, la aceptabapremodernamente: como imposición. Hasta que la imposi-ción, paradójicamente, produjo su efecto: un pueblo moder-no, y por lo mismo en contradicción.

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Desde que México pretende ser moderno (o, para serexactos: desde que las minorías educadas pretenden moder-nizar al país), prevalece la contradicción del despotismoilustrado: la modernización impuesta desde arriba. Es unacontradicción porque, al imponerla, el modernizador actúapremodernamente. Hasta principios del siglo XX (y toda-vía hoy, en el sector tradicional), la mayoría premoderna erallevada a rastras por una minoría ilustrada, al servicio de unsoberano (europeo, criollo, mestizo) del cual se esperabandictados buenos. Las disputas ideológicas eran (como hastahoy) disputas en la cúspide: se referían a cuál moderniza-ción era mejor, cómo llevarla a cabo y, desde luego, a quiénesdebía escuchar el soberano, para dictar lo bueno. Los gober-nantes eran progresistas, los gobernados conservadores.

En 1910, esta relación se invirtió con respecto al pueblomoderno. El presidente Díaz, que era liberal y moderniza-dor del pueblo tradicional, se volvió conservador y defensi-vo, en vez de líder de la modernidad, para los maderistas. En1968, otro presidente Díaz, que era universitario y fuevicerrector de la Universidad de Puebla, reprimió al pueblouniversitario, en vez de encabezarlo y aceptar sus exigenciasde no dejar impune un atropello. Hoy está en marcha lamisma contradicción. El despotismo premoderno del podermodernizador ya no puede parar una revolución invisible,masiva, incontenible, porque es demográfica: la explosiónde la población moderna. Hoy el pueblo moderno es lamayoría urbana, mientras el poder hace esfuerzos desespe-rados por conservar sus prerrogativas premodernas. Porprimera vez, millones de mexicanos han rebasado en mo-dernidad a sus gobernantes, y tratan de llevarlos a rastras alprogreso, con una modernización exigida desde abajo, envez de impuesta desde arriba.

Por primera vez, en esta escala. La primera vez históricafue la de Madero. Pero lo que siguio fue contraproducente:un regreso al caudillismo del siglo XIX, feroz y sanguinario.Ante esta regresión, el sistema impersonal construido sobrela componenda (al margen de la violencia y de la ley) fue unprogreso avalado por el consenso nacional: era mejor repar-tirse el queso pacíficamente, por turnos de oportunidad enel poder, que matarse. Sobre todo si el poder servía, no sólopara servirse con la cuchara grande, sino para construir ymodernizar el país.

Durante medio siglo, el sistema concilió las aspiracionesmodernas de gobernantes y gobernados con sus realidadespremodernas. Pero su eficacia multiplicó la población mo-derna; hizo olvidar que la exigencia de sufragio efectivohabía acabado en el fracaso y un millón de muertos; y asíacabó reconstruyendo el consenso (moderno, maderista,inocente) que le pedía a don Porfirio desmantelar su dicta-dura para coronar su obra modernizadora. Hoy se lo pide alos conservadores del sistema: que lo desmantelen ellosmismos, sin que vuelva a correr la sangre. Por eso, cuandoMiguel de la Madrid llegó a la presidencia tenía un auténticomandato para la renovación moral. Quizá fue el últimopresidente mexicano que tuvo la oportunidad de encauzarlas aspiraciones modernas de la sociedad a través de la fepremoderna en el Señor Presidente.

Pero no es lo mismo ver los toros desde los tendidos queenfrentarse a la sombra poderosa de un oscuro deseo social,casi sanguinario, que embestía a José López Portillo. Lafuria contra el expresidente era extrema, y se comprende:

había hecho creer que venía la abundancia para el país y, alretirarse en la abundancia personal, dejaba el país en la ruina.

Quizá el nuevo presidente temió que la furia arrasara conel sistema y de paso con el país. Quizá no vio hasta entoncesque la renovación moral de la sociedad exigía nada menosque la rescisión del contrato sobre el cual está fundado elsistema: la propiedad privada de las funciones públicas, porturnos sucesivos y pacíficos, con la obligación de retirarse,pero con el derecho de no tener que responder de sus actos.Llamar a cuentas al expresidente era romper con la tradi-ción y acabar con el sistema: fundar, por fin, nuestra repú-blica moderna.

Algún consejero suyo (en privado, naturalmente) opinóque juzgar al expresidente era innecesario, porque el juiciopúblico ya estaba hecho. Esto confunde tres tipos de juicio:el de la opinión pública, que no ofrece ningunas garantías(en un país donde las autoridades que no responden de susactos suscitan acusaciones igualmente irresponsables); eljuicio público llevado por vías de derecho; y el único juicioque decidió la cuestión: el juicio privado del señor presiden-te, que escuchó a todos democráticamente, pero fue el únicoque votó.

También se dijo que la exigencia de juzgar a LópezPortillo era un delirio, que atentaba directamente contra lainstitución presidencial. Lo cual es confundir la presidenciacon la expresidencia. Llamar a cuentas a un presidente enfunciones, revocarle el poder, sí es un delirio: los otrospoderes, que supuestamente se harían cargo, no están pre-parados ni para un infarto presidencial, porque todo elpoder se concentra en la presidencia. Precisamente por eso,el caso expresidencial es distinto. Desde que el presidenteCárdenas hizo subir a un avión y sacó del país al expresiden-te Calles, no hay duda alguna de que un expresidente está amerced del presidente; como lo comprobó después el expre-sidente Cárdenas, cuando el presidente López Mateos lohizo bajar de un avión y le impidió salir del país. Y todavíameterse con Calles o con Cárdenas era meterse con figuraslegendarias, que no tenían el desprestigio de los expresiden-tes actuales. Si el presidente de la Madrid hubiera llamado acuentas al expresidente López Portillo, civilizadamente ycon todo respeto a la ley, hubiera sido aclamado como elfundador de una nueva era en la vida nacional. El respeto ala presidencia hubiera aumentado, no disminuido.

4. Una idea

En un regimen presidencialista, la renovación moral de lasociedad tiene que empezar por los presidentes. Ellos mat-can el tono de la república. Ellos centralizan y encabezan elpoder premoderno, del cual disponen con impunidad hastapara el bien del país.

La impunidad es la cuestión central: quién le rinde cuen-tas a quién, quién es el propietario de las funciones públicas.Ahí está la diferencia entre el soberano y el mandatario. Ahíestá la verdad de la mentira oficial. Ahí está la corrupcióninstitucional. La impunidad se transmite en cascada desdelos presidentes hasta el último policía, y a lo largo deltiempo entre los sucesores de un mismo cargo. En privado,se juzga severamente al antecesor, y hasta se le hostiga. Enprivado, se juzga severamente a los superiores e inferiores,y a veces se castiga a los inferiores. Pero todo sucede en la

LA PROPIEDAD PRIVADA

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GABRIEL ZAID

zona privada del poder público. A veces el castigo o laamenaza consisten, precisamente, en llevar el asunto a laluz pública. Pero si algo llega a los periódicos, a los tribuna-les, no es que el poder se someta al juicio público: lo quellega es cosa juzgada y sentenciada previa y privadamente.Que las personas sean enviadas silenciosamente a otropuesto, a su casa, al extranjero, o que sean enviadas aparato-samente a la cárcel, no cambia la impunidad.

La creación de la Contraloría tampoco cambia nada, por-que aumenta el control desde la presidencia, en vez deiniciar el control sobre la presidencia. Distinto hubiera sidocrearla como instrumento de control bajo los cien diputadosde oposición. Según la Constitución, la primera función delos diputados es precisamente controlar el gasto del ejecuti-vo. Pero la Constitución no es el supremo contrato políticode México. Por encima está un contrato premoderno, querige el reparto del poder, aunque (por su misma naturaleza)no puede reconocerse, publicarse, ni tener vigencia oficial.

El contrato supremo de la más longeva república premo-derna que hasta ahora hemos tenido, establece que unpresidente mexicano puede ejercer la soberanía absoluta,por encima de la Suprema Convención de Generales yGobernadores, por encima de la Constitución de 1917 y porencima de los poderes legislativo y judicial, pero transitoria-mente; sin que le disputen el poder los aspirantes, quedisciplinadamente harán cola, y entre los cuales elegirá alsucesor; con la obligación de retirarse, al terminar su turno,sin llevarse ni parte del poder; pero con el derecho de notener que responder de sus actos, y hasta de tomar impune-mente lo que a su juicio valga su pacífica abdicación. Es uncontrato moderno/premoderno, que limita la soberanía enel tiempo (elemento moderno); que mercantiliza la abdica-ción (elemento moderno); pero que acepta (elemento pre-moderno) el poder impune: la propiedad privada de lasfunciones públicas. Que algunos presidentes, como AdolfoRuiz Cortines, hayan tenido la sobriedad de pagarse poco,sabiendo que podían llevarse más, resulta admirable, perono cambia la naturaleza del contrato.

La renovación moral de la sociedad requiere la rescisiónde ese contrato que se ha vuelto obsoleto, porque ya noestán los caudillos que lo suscribieron, y porque el refrendode la sociedad (que lo hubo) se ha vuelto un repudio cada vezmás ruidoso. El contrato fue bueno para los caudillos y parael país, porque excluyó el recurso a las armas en la lucha porel poder. Pero el consenso favorable se convirtió en repudioporque, al paso del tiempo, se olvidaron los horrores de lamatazón; porque se trata de un contrato premoderno, cadavez más humillante para el México moderno; y porque losúltimos presidentes se excedieron: lo hicieron mal y sepagaron bien.

Todo lo cual está pidiendo un nuevo contrato: moderno ycelebrado a la luz pública, ya no entre los caudillos militaresaspirantes al poder, sino entre el público elector y losaspirantes civiles al poder. La iniciativa puede partir de laopinión pública, presionando a los candidatos presidencia-les para que renuncien de antemano a la impunidad patri-monial que el sistema concede a los expresidentes. La re-nuncia se formalizaría publicando una relación verificablede su patrimonio personal y el compromiso (de llegar a lapresidencia) de publicar cada año sus declaraciones de in-gresos a Hacienda y de modificación patrimonial a Contra-

loría, todo verificable por auditores públicos designados porlos cien diputados de oposición.

Parece razonable esperar que uno o más de los candidatosacepten la exigencia, como una ventaja política sobre losdemás, y que esto tenga un efecto acumulativo, cada vez quese logre el consentimiento de otro. No parece imposible queel candidato oficial acabe por ceder, aunque sin duda algunaserá el más renuente. Desde su perspectiva, el costo no esparejo: los otros no van a llegar, y aceptarían cualquier cosacon tal de ser presidentes. Pero lo mismo vale para él. En lasociedad mexicana, como dijo Octavio Paz, el poder tienemás prestigio que el dinero.

El enriquecimiento en el poder es más una prerrogativadel poder, y hasta un consuelo por tener que abandonarlo,que un fin en sí mismo, más deseable que el poder. Laseñalada corrupción del Año de Hidalgo, con que terminacada sexenio, más allá del lucro, tiene algo de furor meno-páusico: el desquite por la pérdida irreparable. A los presi-dentes Juárez y Díaz, que no amasaron fortunas, no lescostaba tanto renunciar a enriquecerse: lo que era superiorasus fuerzas era renunciar a reelegirse. Viéndolo bien, somosmezquinos al juzgar las fortunas expresidenciales: ni todoslos millones del mundo pueden consolar a un mexicano deabandonar la presidencia.

Por lo mismo, renunciar a enriquecerse, a cambio deejercer la presidencia, aunque sea por seis años, es uncontrato atractivísimo para una multitud de posibles candi-datos. Si hasta en puestos de menor prestigio hay funciona-rios que renuncian a enriquecerse; si en la oposición abundanlos candidatos que hacen campaña denodadamente a sa-biendas de que ni siquiera van a llegar al poder, ya nodigamos a enriquecerse; no es de creerse que falten candida-tos presidenciales dispuestos a sacrificarse, empezando porel trámite desagradable de someter su patrimonio a examenpúblico.

No hay que olvidar que en las últimas campañas lasdenuncias contra la corrupción han sido cada vez más ruido-sas y cara a cara. No hay que olvidar que ahora las promesasde renovación moral son un cartucho quemado, y que alpróximo candidato oficial le tocará cargar con eso por todoslos rincones del país. Dentro del repertorio oficial, iquépuede prometer que sea creíble? Por razones puramentepolíticas, puede ver en la firma de un nuevo contrato socialsu oportunidad de renovar las esperanzas y crearse uncapital de confianza para empezar. Pero claro que, al firmar,estará rompiendo el contrato heredado de los caudillospremodernos, para asumir un nuevo pacto social entreciudadanos modernos. No podrá decir que llegó al podercon unas reglas, y que al dejarlo le aplicaron otras.

Este mínimo de transparencia, sólo en un puesto público,sólo con respecto al patrimonio, sólo enjuiciable al terminarel sexenio, puede parecer muy poca cosa, pero tendríaefectos decisivos en todo lo demás, en todos los demás ydesde el principio del sexenio. Un presidente que hayafirmado de antemano y públicamente su renuncia a la impu-nidad en lo patrimonial, sabrá perfectamente que habrároto la tradición y que no podrá esperar protección delsucesor. Una sociedad que haya obligado a su futuro presi-dente a poner la muestra, renunciando a la impunidad,habrá impuesto desde abajo su propia modernidad: el prin-cipio de un poder sujeto a rendir cuentas..

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