Y qué fue de Bonita Malacón?
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¿Y qué fue de Bonita
Malacón?
José Dimayuga
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primera edición, 2007
© José Dimayugad.r. © 2007 Editorial Jus, S.A. de C.V.
Donceles 66, Centro Histórico06010 México, D.F.
Se prohíbe la reproducciónparcial o total de esta obra—por cualquier medio— sin el permisopor escrito del editor.
Diseño de portada: Carlos SandovalISBN 978-968-423-480-2Impreso en México • Printed in Mexico
Dimayuga, José¿Y qué fue de Bonita Malacón? / José Dimayuga. —
México : Jus, 2007.164 p. ; 23 cm.
ISBN 978-968-423-480-2
1. t.
M863.44 DIM.y Biblioteca Nacional de México
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A José Joaquín Blanco
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¡Claro que me acuerdo! Y muy bien. Pienso
que van a pasar años y años y nadie podrá olvidar
esa noche, porque además se armó un bailongo
como nunca ha habido otro; con decirte que ningu-
na feria del doce de diciembre se ha puesto tan ale-
gre como esa vez. Es que… cómo explicarte, todos
andábamos como poseídos por una felicidad que
crecía y crecía sin dejar de crecer. Figúrate, yo
tenía entonces un bar que se llamaba “Bar
Chabelis”, porque me dicen Chabelis. Aquí mismo
estaba el bar. Allí sonaba la rockola, en cada
esquina se veían unas macetas grandes con
palmeras, chulas las matas; un espejote en la pared
para que la gente se viera de cuerpo entero y unas
sombrillas japonesas que caían de varias partes del
techo. Tenía bien arreglado mi bar, lo que sea de
cada quien.
El día que más se me atiborraba de gente era el
jueves, por lo del pozole verde. Aquí acostumbramos
a comerlo los jueves, sí sabes. Trabajaba conmigo
una señora de Tixtla que me hacía un pozole buenísi-
mo. Pero el día que transmitieron el certamen, en
vivo, desde Filipinas, fue un día lunes, pero yo, listo
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que soy, vendí pozole verde. Es decir, hice un jueves
en pleno lunes.
Y compré mucha cerveza; serían quizá, no te
miento, manito, cerca de cincuenta cartones, como
para tres bodas de mucha invitazón. Porque yo pre-
sentí lo que iba a resultar. Es que yo soy medio
saurín; se me revelan cosas, por ejemplo, yo puedo
ver con claridad a personas que se encuentran a
miles de kilómetros de distancia de aquí o que han
muerto; además, adivino lo que va a suceder en el
futuro, éste sí no tan lejano. Te leo las cartas, las
españolas y el tarot. Bueno, pero me estoy saliendo
del tema, ¿verdad?
Mucha gente se concentró aquí, incluso señoras
de la alta vinieron a aplastar sus nalgotas en mis si-
llas; desas mujeres que se las dan de mucha alcurnia,
que cuando te las encuentras en la plaza ni te pelan
porque dizque eres menos. ¡Uy, si aquí la gente
es!… Ya los irás conociendo. Pero el Bar Chabelis
no despreciaba a nadie; recibió a todo Palma Gorda
con toda la amabilidad del mundo, como tenía que
ser. Yo a todos recibí y traté por igual, tanto a los
que me contestaban bien el saludo como a los que me
torcían la boca.
El bar estuvo a reventar también por otra
razón: yo acababa de comprar una televisionzota, de
este pelo. No me preguntes de cuántas pulgadas
porque de eso no sé, pero era una cosa en la que se
veían los monos enormes; fueron de las primeras que
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empezaron a fabricar de ese tamaño. No como las de
ahora que son una exageración; casi parecen cine. La
mía era más chica, pero en aquellos tiempos pasaba
por chingonota. Ésta después me la robaron; a mano
armada: llegaron los mañosos y la metieron con difi-
cultad a un vosvaguen. “No cabe, mejor déjenla”, les
dije. Ni caso me hicieron. El carrito arrancó con una
puerta abierta y adiós mi televisión. Bueno, entonces
el aparato fue también un gancho atinado para atraer
más clientela y pues, claro, nada como una pantalla
grande para ver el desfile de las bellezas, ¿verdad?
Y pues, ya sabes, primero presentaron a todas
las misses en sus trajes típicos. Por cierto, el vestido
de Bonita era una fatalidad: de manta, hazme el
chingado favor, y salpicado como de lentejuelas color
moradas. Un espanto. ¡Un espantapájaros, más bien!
No te miento. Hay fotos. Yo cuando la vi metida en
ese costal, me dije: “No, pues ya valimos cacahuate”.
Pero aquí toda la indiada, apenas apareció Bonita en
la pantalla y soltaron el griterío que pa' qué te
cuento. Y yo, torcido del corajón, grité encabrona-
do: “¿Cómo se les ocurrió vestirla de limosnerita?”
¡Ya ni la joden! Ay, no. Pero es que ni yo cosería
un vestido así, ¿cómo pasas a creer? Una vez hice un
vestido con pura hoja de totomoxtli para un concur-
so en Miss gay Palma Gorda, ¡y vieras qué elegante
se veía, la loca!... Mi amiga La Crepa ganó sólo por
el vestido. Pero en el caso de Bonita, pienso que su
modisto la odiaba; tuvo la puntuación más baja de
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todas las misses en cuanto a traje regional. Pero
donde de seguro se echó a la bolsa a los integrantes
del jurado, fue en la presentación con traje de baño.
Un forro. Nadie te va a negar que Bonita era un
forro. No grasa, no celulitis, talle largo, delicado, y
unas piernas laaaaargas, laaaaargas y pachoncitas.
¡Una cosa!... Y muy natural, eso sí. Nos consta a
todos los nativos de Palma Gorda que la vimos cre-
cer y fuimos testigos de su belleza desde que era
niña, de cómo se le fueron esponjando las pompas,
las chichitas, los chamorrones y todo lo demás. Ella
no se operó, todo se le veía de a de veras, no como
las otras: la que no tenía la barba partida, tenía la
nariz de pellizcada.
Luego vino lo de llamar a las semifinalistas. A
Bonita, para hacérnosla cardiaca, la llamaron al últi-
mo; fue la semifinalista número ocho. Pues ya te has
de imaginar, cuando el maestro de ceremonias dijo:
“Y la semifinalista número ocho es Bonita Malacón,
¡de México!”, todos, pero todos, incluyendo al peri-
co en su jaula, como si nos hubieran prendido un
cuete en el fundillo, pegamos un salto de este
tamaño, no te miento, manito, te lo juro por ésta. Y
aplaudimos a rabiar.
La calor arreciaba, las cervezas iban y venían, la
tronadera de dedos se multiplicaba, las magníficas
comenzaron a escucharse a diestra y a siniestra. ¡Yo
me recé como veinte! ¿Me crees? Una exageración
de cosas. Bueno, los ánimos estaban tan calientes
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que la señorita Esther Andraca trajo de su casa agua
de San Ignacio y, cada vez que en la tele aparecían
los señores del jurado, les aventaba sus buenos chis-
guetes de agua bendita. “Cruz, cruz”, decía. Y yo:
“Sosiéguese, Esther, o me la va a pagar si se descom-
pone”.
¡Y que ahora en vestido de noche! Para qué
negar, el vestido de Bonita no tenía comparación,
era el más chulo de todos: blanco, estraples, entalla-
do hasta el vientre donde iniciaba un recogido, así
recogidito alrededor, con una caída en cataratas de
gasa vaporosa igual de blanca. Putísima la Bonita.
Con decirte que, ya ves que siempre hay una parte
musical en la que un cantante les canta a las semifi-
nalistas y toda la cosa, pues cuando… ¿Cómo se
llamaba ese artista? Orita no me acuerdo… ¿Barry
Milton?... Sí. Barry Milton se acercó a Bonita, ya no
se separó de ella, no peló a las otras siete, te lo juro;
bueno, hay fotos, como te he dicho, por si no lo
quieres creer. El Barry no-se-movió-de-allí. Nada
pendejo.
Y después… ¡Y después las preguntas! “¿Qué
importancia tiene la mujer en su país de origen?”, le
peguntó el animador con cara de “a ver si sales viva
de ésta”. Alguien dijo en el bar, si no mal recuerdo
fue Tano Montano: “¡Ora sí ya nos chingaron!” Yo
también pensé: “Pues, sí, ya estuvo que perdimos el
tan codiciado reinado. Ni hablar”. Es que… ¿cómo
te diré? Bonita, muy chula como tú quieras, pero…
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tenía un pequeño defecto: hablaba azí, laz ezez laz
pronunziaba como ezpañolita, desde que estaba
chiquita hablaba azí. Parece chiste, pero así hablaba
la mujer. ¡Y qué de problemas tuvo con su mamá por
esto! Doña Janda, su madre, fíjate cómo son las
mamás, intentó quitarle el defecto a punta de jalones
de oreja sin conseguirlo nunca. Nunca. ¿Así quién,
hombre? Bueno, aunque después, cuando Bonita
empezó a trabajar en el cine y la televisión, pues se
le corrigió un poquito, quizá allí recibió clases de
pronunciación o se operaría la lengua; ve tú a saber.
El asunto es que el animador ni se lo notó; como él
hablaba inglés, ¿verdad? Y Bonita, la hubieras visto,
nada la detenía al contestar: “No, puez la mujer en
mi querido paíz ez azí y azá, acullá y no zé qué
tanto”. A su lado la traductora, en chinga, traduce y
traduce todo. Y el conductor de hocico abierto por
la sabiduría inesperada de mi paisana. No le paraba
la boca. Tenía que ser mi paisana: aquí todos nacen
con su micrófono bajo el brazo. ¡Con decirte que
hasta de Sor Juana y de doña Josefa Ortiz de
Domínguez habló! Bonita dejó en claro que taruga
no era. Hablaba toda azí, pero muy zegura de zuz
conozimientos de Hiztoria y Zivizmo. ¡Cabrón, ya
estoy hablando como ella!
Y bueno, para no hacértela más larga de lo que
ya es, después de eliminar a seis semifinalistas,
nomás quedaron en el escenario, abrazadas como
huérfanas, las finalistas Marité Stephens, represen-
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tante de Colombia y Bonita Malacón, oriunda de
Palma Gorda, del municipio Juan R. Escudero, sí,
señor. Entonces, el anunciador avisó que primera-
mente diría el nombre de la señorita suplente:
“¡Miss Colombia!”, dijo. Y todos volvimos a pegar
otro salto más grande aún. ¡Bonita Malacón había
ganado el Miss Belleza Internacional! ¡La mujer más
bella del universo era de Palma Gorda!...
Enloquecimos. En-lo-que-ci-mos. La verdad. No hay
otra palabra que describa el estado de ánimo en que
nos encontrábamos. Todos nos abrazamos como si
fuera año nuevo. Reíamos y llorábamos. “¡Ganó
Bonita, ganamos con Bonita!”, decíamos a gritos.
Nunca, te juro, he visto llorar y reír a tanta gente al
mismo tiempo en toda mi vida.
Cuando salimos a la calle, eso parecía un car-
naval. La gente bailaba en el Jardín al ritmo de la
música de viento. La cosa estaba, ¿sabes cómo?,
como si un hada madrina nos hubiera tocado la
cabeza con su varita de virtud porque en un derre-
pente cambió el rumbo de nuestras vidas, ¿me
entiendes?, como por arte de magia todos nos embo-
letamos en un mismo pedo feliz. Los rumores, las
envidias y los malos tratos de unos contra otros,
pum, se esfumaron.
Oye esto y dime si no tengo razón: en el bailon-
go del Jardín vi bailar un zapateado a Maya
Andraca. ¡Ella que está tiesa como un muerto baila-
ba coqueta con un cargador! Vi a Paty Lastra que
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platicaba afectuosa con Mauro Tagle; con éste tuvo
una niña cuando fueron novios hacía mucho tiempo.
Antes de esa noche, Paty le tenía un odio tremendo
porque Mauro nunca le pasó ningún apoyo económi-
co. Pero esa noche, entre tanto jolgorio, los dos cha-
coteaban como grandes amigos. Gracias a Dios se
dieron una tregua para olvidar rencores viejos. En la
refresquería del kiosco, el cabecilla mayor de los tes-
tigos de Jehová bebía una coca con Elsa Bello, a
quien echó del Estudio porque era muy despapayosa.
Yo me refregaba los ojos porque todo me parecía una
visión. No podía creer que los que antes se tiraban
chifletas ahora se hacían cariñitos con palabras y
miradas. Yo hasta pensé: ¿será que se va a acabar el
mundo?, ¿será que el cerro que tenemos enfrente es
un volcán y no dilata en hacer erupción? Es que…
no te miento: ¡Esa noche hasta perros con gatos vi
que bailaban de cachetito! Una cosa nunca vista,
vuelvo a repetir. Por eso te digo, ¿cómo no me voy
a acordar si nos puso patas p'arriba? Con decirte,
manito, que este que tienes delante de ti ya no
volvió a ser el mismo. No exagero, ya-no-vol-ví a ser
el mismo. Con eso te digo todo.
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MAYA Y ESTHER ANDRACA
–Yo fui amiga de la mamá de Bonita Malacón
cuando éramos muchachas. Es más, y no es que me
quiera hacer la muy importante, pero yo presenté a
Janda con Ezequiel Malacón en un baile de Navidad,
en el salón del H. Ayuntamiento. Esa misma noche
se conocieron y se hicieron novios, duraron ocho
meses de noviazgo y… se casaron. Fue cosa nomás
que se pusiera uno frente al otro para que cayeran
enamorados. Como de película. Quién lo iba a creer:
sin mí, óyelo bien, Bonita no hubiera nacido ni
hubiéramos tenido una Belleza Internacional.
–Ora resulta.
–Por eso lo advertí, Esther: no es que me las
quiera dar de muy muy, pero si no los presento,
Bonita no nace. Así de sencillo.
–Bueno, pues sí.
–Después que Janda se casó, ella y yo continua-
mos nuestra amistad.
–Sí, me acuerdo.
–Nos pasábamos todas las tardes juntas, plati-
cando de sonsera y media. Chismes del pueblo
porque, ¿de qué otra cosa se va a hablar aquí?: que
si Fulanita salió embarazada, que si Zutano tenía
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querida en El Carrizal, que si en la boda de
Perengana habían dado la comida aceda, que si...
–El joven nos vino a preguntar por la vida de
Bonita, no la de la mamá. Mucho menos de la tuya,
Maya.
–¡Ay, pero si también la historia de Alejandra
forma parte de la historia de Bonita! ¡Ella le dio la
vida! ¿No, joven?... ¿Ya ves, Esther? Tú ayudarás
mucho si te mantienes con el pico cerrado. Cada vez
que hablas es para interrumpir a lo tonto; no aportas
nada.
–Ya, pues.
–Decía entonces que… Oye, muchacho, ¿no
está muy fuerte ese reflector? Me irrita los ojos.
–Si lo apaga no vas a salir bien en la televisión.
–Qué problema. Bueno, pues a ver qué tanto
aguanto; si no, hasta donde se pueda. Decía que yo
era la única amiga de Janda.
–Yo también fui su amiga.
–Y esa amistad me hacía mucho bien. En este
pueblo infernal, con muy poca gente se puede con-
versar como es debido. Con Janda hicimos muy bue-
na mancuerna; en todo nos entendíamos a las mil
maravillas. Fíjate cómo estábamos de compenetradas
que llegamos a inventar un idioma para que nadie se
enterara de lo que hablábamos. Al idioma este le lla-
mamos “igui-igui”, porque al final de cada sílaba le
pegábamos el sonido “gui”. Te voy a explicar: si de-
cíamos “hola”, había que decirlo así: “Hogui lagui”.
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“Hogui lagui, ¿cogui mogui eguis taguis?”
Estábamos locas de la cabeza. No sólo nos traía
diversión hablar en “igui-igui”, también nos trajo
una desgracia: por culpa de esta lengua me echaron
de la casa de Janda. Es que no nos medimos. En una
ocasión, delante de Ezequiel se nos ocurrió hablar en
nuestro idioma, y orita no me acuerdo qué cosa diji-
mos, pero nos dio una risa que no podíamos parar. Y
Ezequiel, como no comprendía, creyó que nos
estábamos burlando de él y… pues me echó de su
casa. “En mi casa no te vas a burlar de mí. Así que
ahuecando el ala”. Y me fui.
–Y por celos. Ezequiel te tenía celos.
–Sí, por celos.
–Ezequiel creía que Janda y tú tenían más que
una inocente amistad.
–Esther…
–Eran mentiras.
–Sí eran mentiras. Los celos son una cosa que
alteran la visión y el oído de quien los padece. De
modo que la persona celosa muchas veces pasa por
loquito, porque percibe el mundo como nadie lo
percibe. Ezequiel me atribuyó cosas que nada
tenían que ver conmigo; dijo que yo tramaba
romper su matrimonio para que Janda tuviera sólo
atenciones para mí. ¡Por favor! Si yo los presenté,
caray. Pero, bueno, ya dije, los celos son una enfer-
medad. Al principio fue diferente, los tres nos lle-
vábamos muy bien. Inclusive, a él le hacían gracia
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las anécdotas que yo les platicaba de mi trabajo.
–Pero di cuál era tu trabajo.
–Yo tenía la concesión de la cervecería de la
Corona y en ese tiempo, salía en mi camioneta a
repartir la mercancía. Entonces ya te imaginarás
todas las cosas chuscas que vi y escuché; se las refe-
ría a ellos y se botaban de la risa. Creo que me volví
su diversión. Incluso, yo les regalaba cortesías para
que entraran sin pagar en las variedades que traía la
Corona. La niña Bonita tenía como diez meses de
edad cuando le empezaron sus celos a Ezequiel.
¡Tampoco me permitía que abrazara a la niña! Dijo
que a la mejor se iba a acostumbrar a mis brazos y
eso no era bueno. De plano, una vez que me dice:
“Tú no puedes rivalizar conmigo, Maya. A Janda
jamás le darás lo que yo sí puedo darle”. “¿Qué
quieres decir Ezequiel?”, le pregunté. Y el tonto
que dice: “!Te quiero decir que abandones las inten-
ciones de conquistar a mi mujer! ¿No entiendes?”.
Mira, yo estuve a punto de lanzarle un golpe, pero
me arrepentí. Qué caso tenía dejarle un marido
inválido a Janda. Nomás le dije: “Estás mal,
Ezequiel. Estás mal”. Y allí fue cuando me dijo:
“Así que pinta tu calavera”.
–¿O Ezequiel no estaría enamorado de ti,
Maya?
–¡Cómo crees!
–Digo.
–Él estaba enamorado de Janda. No inventes,
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por favor. Nomás quería que su mujer tuviera aten-
ciones para él y para nadie más. Le molestaba que yo
u otro se acercara a ella. Se puso mal de la cabeza.
Así son los celos: uno ve moros con tranchetes.
–Di, pues, que Janda era simpática de cara y
cuerpo; si no, no se entenderían los celos de su
marido.
–Ah, sí, claro. Además, dueña de una persona-
lidad impactante. Yo pienso, fíjate, que Janda era
mucho más bonita que Bonita. Valga la redundancia.
–Cuenta lo de la filmación en Omitlán.
–Qué bueno que me lo recuerdas. Cuando
vinieron a filmar “Río de pasiones”, aquí en el río
Omitlán, los productores, mientras comían en el
restaurán “Perlita”, vieron pasar a Janda. Ella
todavía no se casaba. Y, pues, quedaron prendados
de la muchacha. Ni tardos ni perezosos corrieron a
casa de mi amiga a ofrecerle no sé qué tantas ofertas
de trabajo en el cine. Pero su padre se sintió ofendi-
do cuando escuchó el interés de los productores por
ella. Les dijo a los hombres que esa no era vida para
una señorita como Janda. “Así que se me van a
enchinchar a otro lugar”, les dijo.
–Pero menciona la grosería que dijo el papá de
Janda a los productores.
–“No quiero putas en mi familia”.
–Ji, ji, ji. ji.
–El señor estaba convencido de que el cine era
un gran burdel. Y, pues, no la dejó ser artista.
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–A mí me consta que Abel Salazar, el actor de
esa misma película, cuando vio a Janda, la quijada se
le cayó al suelo de la impresión. ¡Yo lo miré con
estos ojos! Él estaba estudiando unas hojas, sentado
en el mismo restaurán, cuando vio a Janda que cru-
zaba la calle.
–Yolanda Varela, compañera de película de Abel
Salazar, no era tan bonita como mi amiga Janda.
–Tienes razón, Maya. Janda es la causa de la
belleza de Bonita.
–Ay, pero qué lindo bebé fue Bonita. Cómo me
gustaba cargarla y hacerle travesuras. “Yo voy a ser
su madrina, ¿eh, Janda?”, le propuse antes de que a
Ezequiel se le metiera el chamuco. Y los dos estu-
vieron de acuerdo con que fuéramos compadres.
Pero el sacerdote se opuso, que porque yo no estaba
casada. ¡Odié a ese padre y a toda la bola de santi-
tos de la iglesia!
–No blasfemes. El padre Paco se negó, no
porque fueras soltera, sino por todos los chismes que
se decían de ti. Por esa misma época te peleaste a
trancazos con Aníbal Cué porque te gritó “macho-
rra” en una procesión de Semana Santa. De la
golpiza le vino una embolia.
–¡La embolia le vino porque era un borra-
chales! ¿A quién, dime tú, se le ocurre ir a una pro-
cesión en estado de embriaguez y bajo el sol de
abril? Yo nomás le di un cuatepín. Insolación y bo-
rrachera, imagínate. Claro que el hombre cae al
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suelo, no por el golpe, más bien por lo borracho, le
da una embolia y todos dicen: “Maya se la provocó”.
–Y el padre, igual pensó que tú lo habías amo-
lado. Por eso te negó el madrinazgo de Bonita.
–Pues de a tiro tan sonso el padre, que no se
informó bien cómo estuvo el asunto. Tampoco me
iba yo a dejar que me llamara “machorra” aquel
teporocho. ¿Por qué razón, si yo me doy a respetar?
–Eras muy atrabancada.
–Esto lo vas a cortar, ¿verdad, joven? Conste.
Y tú, Esther, mejor fueras por mis gotas; ya no
aguanto mis ojos. Te decía que… ¡Pero anda, ve,
están sobre la repisa!... Entonces, me dice Janda:
“No serás la madrina, pero nos podemos decir
comadres”. “Uy, no, así de chismito no me gusta; ni
que fuéramos escuinclas para andar jugando a las
comadritas”, le dije. Y a mí me dio tanto coraje,
tanto sentimiento esa afrenta que no asistí a la fies-
ta de bautizo. Los padrinos fueron Juan y Chica
Pino. Esa tarde me la pasé encamada, llore y llore.
Pero me quedaba el consuelo de que le puso el nom-
bre que yo le sugerí: Bonita… ¿Cómo dices?... ¡Pues
porque estaba Bonita la chamaca! Esa era la única
razón. Fíjate, si no meto mi cuchara, su nombre
hubiera sido Carmen.
–Pero cuéntale de dónde sacaste el nombre.
–Ya dije: porque estaba bonita. ¿Y mis gotas?
–Ya voy, pero cuéntale lo de los gringos.
–Ah, sí. El nombre de Bonita lo escuché en la
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tienda Novedades Nancy, la vez que fui a comprar
una faja para uno de mis chalanes. Al mismo tiempo,
entró un grupo de gringos; y una gringa pecosa que
hablaba español como Dios le daba a entender, le
decía a don Arturo que quería un “ponchou”. Y,
pues, andaba errada la mujer porque aquí con
tremendos calorones nadie usa ponchos ni mañani-
tas. El grupo de gringos ya había salido de la tienda;
menos la gringa, terca que quería su “ponchou”.
Entonces, un gringo negro de cabello pochunco, le
gritó a la gringa, desde la calle: “¡Bonita, come
here!”, que en español quiere decir: “Bonita, ya
vente para acá”.
–No hay necesidad de que traduzcas. De seguro
el joven sabe más inglés que tú.
–Y la gringa, necia que su “ponchou”. Y el
gringo prieto: “¡Bonita, que te vengas!” La gringa se
resignó y salió a reunirse con sus paisanos. Yo me
quedé pensando: “Es curioso que siendo gringa y fea
se llame Bonita”. Desde entonces se me quedó
grabado el nombre. Ya cuando nació la hija de
Janda, me dije: “A ésta sí le iría bien el nombre de
Bonita y Bonita será”.
–Aunque el nombre de Carmen no le hubiera
ido tan mal a la chamaca. También es un nombre
simpático.
–Pero nada como Bonita. Ella nació para ese
nombre.
–Eso sí.
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Las dos billetudas viven de sus rentas. Maya y
Esther son dueñas de dos vecindades y de los locales
donde la Pepsi y la Corona tienen sus concesiones.
Además, usureras. Si tienes un apuro económico,
ellas te pueden prestar lana, con intereses, claro, y
altísimos. Muy ambiciosas las dos. Nadan en dinero
como el tío Rico Mac Pato. No hay semana que no
reciban la carretilla repleta de billetes. Ah, y tienen
cuatro combis para pasajeros de la ruta Centro-El
Canal-La Pinta. Ora sí que como dice el dicho:
“Suerte en el dinero y desgraciadas en el amor”. Las
dos hermanas se parecen tanto, que en asuntos de
galanes también compartieron la desdicha. Esther,
por ejemplo, se casó con uno de Marquelia, pero
descubrió que era casado y lo mandó a freír espárra-
gos. Y Maya, como Esther, se casó y fracasó. Al
macho lo conoció en los tiempos en que ella era
gerente de la Corona.
Maya era tan buena vendedora, que en los
bailes, en los quince años, en las bodas, en los bau-
tizos de Palma Gorda nomás chupábamos esa
cerveza. Muy vivilla la Maya para colocar su mer-
cancía. Trabajaba como buey, la verdad. Nunca supe
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qué gusto le encontraba a fletarse de esa manera,
ni que hubiera tenido familia que mantener o
dijéramos que le gustara viajar para gastarse sus cen-
tavos o comprarse ropas finas, ¿verdad? Pues no.
Siempre andaba fodonga: la veías metida en un
overol guango, color mugre y una camisa arremanga-
da a cuadros.
Ella misma repartía la cerveza, en camioneta,
en varios pueblos de éste y de otros municipios. Se
le veía manejar, con una mano el volante y con la
otra, agarraba el chingado cigarro de siempre. Ahora
no fuma porque se vio muy mala; le tuvieron que
quitar un pulmón. Pero, en ese entonces, la camione-
ta parecía una locomotora.
Maya se multiplicaba por cuatro: en un mismo
día, la veías descargando cartones de chelas en los
pueblos de Las Mesas, Pochotillo, Agua Zarca y El
Pajarito. Bueno, pero no creas que ella se echaba al
lomo los cartones; esto sí ya no; nada pendeja. A
todos lados la acompañaban tres o cuatro chalanes;
eran los que hacían las tareas pesadas: cargar y
descargar. Ella se dedicaba a conseguir clientes, a
manejar el carro y a cobrar, claro, o a mentarle la
madre a algún cargador que no le diera el ancho. Te
digo esto porque a mí me consta. Una vez me tocó
ver, en la cantina de La Yuli, cómo regañaba de feo
a uno de sus mozos. A él, obviamente, no le gustó
que lo insultara y que le contesta: “¡Chinga la tuya,
pinche manflora!” Maya se le fue a golpes y ¡como
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boxeador, tú! Pum, pum, pas, pum, el empleado cayó
flácido al pie de la barra. Es hora que no se puede
poner de pie el hombre. Maya, pues, era de armas
tomar. Y ora que digo armas, me sé otra: se dice, a
mí no me lo creas porque de esto no fui testigo ocu-
lar, que dio muerte a balazos a un par de malandrines
que le detuvieron el paso justo afuera del banco en el
momento de ir a depositar. Los mañosos, tapados con
paliacates y cuchillo en mano, le dijeron a Maya:
“Esto es un asalto.” Y ella, serena, que dice: “Y esto
es una pistola”. Los dos maleantes cayeron al suelo
con los cuerpos agujerados.
Bueno, pero ahora tú la ves y no das crédito de
lo que te acabo de platicar, porque ella cambió mucho.
En aquellos tiempos, ¡uy, cruz, cruz!, te inspiraba
miedo. Tenía un semblante de veras cabrón. No
miento si digo que los huevos más grandes del Estado
eran de Maya Andraca. A todos en Palma Gorda no
nos cabía la menor duda de que Maya era una
machorra hecha y derecha. Incluso, tuvo una novia
simpática en Agua del Perro. Se dice, a mí no me lo
creas, que cuando Bonita estaba chiquita, Maya le
echó los perros a doña Janda, razón por la cual don
Ezequiel estuvo a punto de mandarla matar.
Pero, de pronto, Maya cambió cuando se topó
al hombre por quién renunciaría a su vida de repar-
tidora de chelas, así como a los peligros que esta vida
encierra. Nada ni nadie la hizo cambiar tanto como
él. Quién lo iba a decir.
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¿Cómo se llamaba el hombre?... César… No,
César no… Enri… ¡Ay, mamacita linda, ya no me
acuerdo, tú!... Qué horror, ya tengo anemia. Ni
modo. Pero le voy a poner un nombre porque a cada
rato lo voy a mencionar en esta historia. Nicolás. Por
sus mañas, bien puede llevar el nombre de Nicolás.
Antes de hacerle la corte a Maya, Nicolás le
anduvo echando los canes a otra ruca: la viuda Jovita
Colín, la de La Perla del Pacífico, la tienda que está
frente a la Farmacia Moderna. Como la viuda Jovita
estaba ganosa todavía, cuando conoció a Nicolás se
le calentó la cola y se dijo, “no, pues con este mero
reinicio otra vida de placer”, ¿no? Pero, afortunada-
mente, los hijos de Jova, que ya estaban grandes,
presintieron que los propósitos de Nicolás no eran
nada honestos. Le prohibieron, tajantemente, a su
madre esa amistad con Nicolás. Entonces Jovita,
obligada por sus hijos, con boca trémula y ojos
llorosos le dijo a Nicolás: “En esta tienda no hay”.
Y el hombre se fue a buscar para otro lado.
Donde sí encontró fue con Maya. Nicolás aven-
tó el anzuelo y picó. Hasta la fecha, no nos podemos
explicar cómo una mujer tan astuta y vieja, porque
Maya no era una chamaca, cayó redondita en las ga-
rras de un malhechor. Un misterio. ¿De qué y cómo
le habló Nicolás a Maya? Otro misterio. Te juro, por
ésta, manito, que hasta la fecha estoy intrigado por
saber el modo en que la enamoró. Soy capaz de ofre-
cer una fuerte recompensa a quien me diga de qué
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treta se valió el bandido para seducirla. No, no es
cierto, no te creas; ando bien bruja, sin un cinco.
Pero sí me intriga mucho, como me intrigó en su
momento la procedencia del tal Nicolás. ¿De dónde
vino o cómo llegó el pillo? Ni yo ni nadie lo supo.
De seguro a Maya sí le confesó qué madre lo parió.
Aunque fuera chisme, pero a güevo tuvo que con-
fiarle cosas para que ella le tuviera fe. Si no, ¿cómo
te explicas esa entrega total? Yo me imagino que el
hombre era arribeño, como de Toluca, México o
Puebla, porque no usaba ropas para climas como el
de aquí, caluroso como la chingada. Él siempre an-
daba con camisa de manga larga y con manchas de
sudor bajo los sobacos. Feo no era; guapo tampoco.
No hablaba con acento de por acá. Las letras eses las
pronunciaba como sha, sho, shi. Medio chocante
para hablar el desgraciado. La cosa es que Maya lo
tomó como su príncipe azul. Se les empezó a ver jun-
tos por todos lados; en las calles, en el cine, en los
bailes, en… donde sea. Don-de-se-a.
La Maya irreconocible, tú. Dio un cambio de
quinientos ochenta grados si no es que de más. Me
acuerdo bien cuando se puso un vestido verde limón
con escarola amarilla en los puños y en el pecho que
le cosió doña Mary. Se veía muy bien la Maya, lo
que sea de cada quién; se le veían setenta años
menos. No es cierto. Pero sí amuchachada y femeni-
na. Cupido le ordenó que echara a la basura su
overol jediondo y las camisas cuadradas. No cabe
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duda: el amor es una cosa chingona, como dice la
canción. Se mostraba más coqueta y curiosa para el
arreglo: le entró a la moda de hacerse el crepé y atas-
carse de laca las mechas. Con decirte que hasta los
ojos le cambiaron; miraba como becerrito.
Al verlos tan acaramelados, pensamos: “Este
camión no se le escapa a Maya. Esto va a parar en
mole”. Ya se nos quemaban las habas por ir a la
boda. Por supuesto que a mí no me iban a invitar
porque yo no pertenezco a la clase de las Andraca.
Pero alguna de mis amistades, que eran amistades de
ellas, me invitaría. Clarines. El bodón de los últimos
tiempos estaba por realizarse en la tierra de la
papaya roja: Palma Gorda. Pero pues no. Nos salió
cola, manito. La boda no la hicieron aquí. Nicolás y
Maya contrajeron nupcias en Taxco porque allá las
Andraca tenían unos tíos abuelos, y además, Palma
Gorda carecía del ambiente romántico que dicho
evento se merecía. Nos despreciaron gacho. Ni pedo.
De este pueblo, sólo invitaron a lo selecto de la
sociedad: los Plata, los Orihuela y los Caballero.
Dice Tere Caballero que Maya parecía un
maniquí con su vestido de novia. Maya se la pasó
pelando la mazorca durante la misa, celebrada en la
preciosa iglesia de Santa Prisca. Luego, soltó una
lagrimilla cuando bailó el vals en la terraza del Hotel
Cantera, lugar donde se realizó la recepción. En ese
mismo hotel estaban hospedados Maya y Nicolás.
Dice la misma Tere que el hombre se veía amable.
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Inclusive, se paró frente a la mesa donde los pal-
magordeños departían y les preguntó si estaban bien
atendidos: “¿Quieren más aguas, más cocas?” “Todo
bien, gracias. Felicidades, Nico”.
Y llegó el momento en que los novios se reti-
raron entre aplausos y fanfarrias. Los recién casados
subieron a su habitación. Dicen que allí, mientras
Maya se bañaba porque se sentía pegostiosa del
sudor de la fiesta, el hombre, acercándose a la puer-
ta del baño, le dijo: “Mi amor, orita vengo; voy a
bajar por sodas”. Y salió. Maya terminó de bañarse,
se puso su bata de dormir, se untó cremita, se per-
fumó, el pelo se le secó, se sentó con la mirada clava-
da al piso, y el hombre que no aparece. “Ah,
chirrión. ¿Le habrá pasado algo a Nico?”, se pregun-
tó Maya mientras besaba la señal de la cruz.
Habían pasado dos horas con veinte minutos
cuando se le ocurrió telefonear al bar. “Aquí no ha
bajado nadie con smoking a comprar aguas, señora”,
le informó una voz gangosa.
Maya, inocente y decidida, en bata y pantuflas,
con un quesqueme sobre los hombros, salió del
hotel. La fiesta de la boda ya había terminado y los
invitados dormían a pierna suelta en sus respectivas
habitaciones y casas. Con los brazos cruzados, ca-
minó por un callejón para averiguar si había alguna
tiendita abierta donde le dieran razón de su marido.
Y nada, tú. Fue a dar al zócalo: miró hacia la boca
de los callejones que de allí parten, y nada. Nada de
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tienditas ni de trasnochados. El aire frío de la
madrugada le empezó a picar la nariz. Decidió regre-
sar, preocupada, con una estornudadera que le paró
hasta que entró a su cuarto de hotel. Para no abu-
rrirte, porque ya vi que reprimiste un bostezo, te voy
a achicar el cuento: Nicolás huyó. Y Maya nunca
más le volvió a ver los bigotes, ni los millones de
pesos que le prestó para que construyera una fábrica
de clavos y tornillos a la orilla del río Papagayo. ¡Le
sacó la lanísima, el viejo lángaro! Imagínate, para
construir una fábrica… ¡N'hombre, se trajeron a la
pobre con suero y un tanque de oxígeno! Maya se
vio gravísima.
No me explico, no me explico y no me explico
cómo teniendo un carácter de los mil judas, frente a
Nicolás se volvió como un corderito. Oreja de burro.
De seguro el bandido le dio de comer, sin que ella lo
notara, oreja de burro para manejarla a su antojo.
Hay gente cochina, por eso no es bueno confiarse.
Sólo así me explico la pendejez de Maya Andraca; no
hay de otra.
Luego que supe de su caso, ¡me dio una lásti-
ma!… horrible. Lástima por ella, por sus ilusiones
marchitas, por su humillación de mujer burlada. ¡Y
un odio por el hijo de su puta madre! No te mien-
to, manito, todavía me acuerdo de él y siento
patente una patada en los huevecillos. Es que…
Ay, no, imagínate que se burlen de ti de esa
forma… No se vale.
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Pero la historia de humillación de Maya no
terminó aquí. Figúrate que muchos años después, en
una tarde medio nubladita, apareció, en el marco de
mi puerta, Esther Andraca. Le dije: “Buenas,
Esther, ¿para qué soy bueno?” “Para infelizarle la
vida a los demás, para eso eres bueno, Pedro Isabel”,
me contestó con voz golpeada. Luego, furiosa, pre-
guntó: “¿Quién te dio el derecho de mandar la
historia de mi hermana a la televisión, eh?...
¡Contéstame!” “¿Cuál televisión, qué historia?”,
dije con cara de sonso porque te juro que no sabía de
qué me hablaba. “¿Cómo qué cual? ¡De ti no vamos
a ser tu diversión, canalla!” Y que suelta un puñeta-
zo que si no me agacho me despostilla un diente. Su
mano fue a dar contra el marco de mi puerta. Se oyó
crac, y dijo: “Híjole, ya me la desconchiflé”. Y se
fue, toda panda, abrazando su mano como si llevara
un bebé envuelto. Me dejó con los pensamientos
enmarañados: ¿De dónde sacó tanto coraje? ¿De
cuándo acá me estoy burlando de las Andracas?
Todo me pareció claro cuando llegó Sonia, la
hija de mi lavandera. Sonia me contó que la noche
anterior, en el programa de televisión Mujeres, el de
Silvia Pinal, habían pasado la historia de Maya, ¿tú
crees? Ya ves que el público televidente manda his-
torias de mujeres, unas artistas las actúan y al termi-
nar la historia, Silvia Pinal suelta un manojo de con-
sejos. Pues no me lo vas a creer, ¡el caso de Maya
Andraca salió allí! Y cómo son de curiosos los de la
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televisión: el papel de Maya lo interpretó María
Rubio, que es muy parecida a Maya, las dos son
cachetonas y con boca de ganso. ¡No, si te digo! La
pena de Maya fue divulgada por toda la república.
De Mérida a Tijuana supieron que un sinvergüenza
le vio la cara de mensa a una mujer de Palma Gorda.
Cómo hay gente mala, ¿no? Lo bueno fue que en la
tele no dieron los nombres verdaderos; nomás eso
faltaba. Pero de que se trataba de la historia de
Maya, nadie lo podía negar.
Esther pensó que yo había mandado la historia
porque todos saben que me gusta mandarle cartas a
uno que otro artista, pues… para felicitarlos por
alguna buena actuación que hayan hecho en alguna
telenovela o simplemente les pido que me manden
alguna foto para colgarla en la pared de mi bar. Más
antes; ahora ya no tanto. Los artistas de hoy son
muy güevones; ya no se toman la molestia de contes-
tarle a sus admiradores.
Bueno, pues Maya y Esther juran todavía que
yo mandé la historia al programa de Mujeres. ¿En
qué concepto me tienen las malvadas? Ya ni la
joden. Nunca han venido a pedirme disculpas por el
levantamiento de falsos que me hicieron. Deberían
hacerlo; mínimo. Porque te juro, por ésta, que yo no
fui, manito.
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