Wittgensteinx Neurath y Las Ciencias Sociales Ayestarxn

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WITTGENSTEIN; NEURATH Y LAS CIENCIAS SOCIALES (OBSERVACIONES SOBRE RUSIA, EL MARXISMO Y LAS REVOLUCIONES) IGNACIO AYESTARÁN Dpto. Filosofía, Universidad del País Vasco [email protected] A modo de exergo o advertencia El contexto vienés de comienzos de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX fue un hervidero de experiencias intelectuales y sociales. Entre otras experiencias e iniciativas, allí se experimentó el aliento por una “concepción científica del mundo”, como decía el manifiesto firmado conjuntamente en 1929 por Hans Hahn, Otto Neurath y Rudolf Carnap. Una de sus pretensiones, impulsada especialmente por Neurath, era establecer los protocolos de una sociología positivista y empirista -centrada sobre todo en la historia y la economía política-. El ala izquierda del Círculo de Viena declaraba entonces que “la nueva Rusia está ciertamente buscando una concepción científica del mundo, aunque apoyándose en parte en corrientes materialistas más antiguas” (Hahn, Neurath y Carnal 2002, p.107). Así, se proponían actualizar esa concepción materialista un tanto obsoleta mediante una renovación emancipadora y social de la actividad filosófica en la era de la ciencia unificada y de la técnica mecánica con un nuevo tipo de desarrollo modernizador: “Este desarrollo está conectado con el desarrollo del proceso moderno de la producción que está llegando a ser cada vez más rigurosamente mecanizado técnicamente y deja cada vez menos espacio para las ideas metafísicas heredadas. Está también conectado con la decepción de grandes masas de gente con respecto a la actitud de aquellos que predican doctrinas metafísicas y teológicas tradicionales. Así, ocurre que en muchos países las masas rechazan ahora esas doctrinas de manera mucho más consciente que antes, y en conexión con sus posiciones socialistas se inclinan hacia una concepción empirista apegada a lo terrenal. En los tiempos más tempranos la expresión de esta concepción era el materialismo; mientras tanto, sin embargo, el empirismo moderno se ha desprendido de formas insuficientes y ha conseguido una forma sólida en la concepción científica del mundo” (Hahn, Neurath y Carnap 2002, p.123). 1

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WITTGENSTEIN; NEURATH Y LAS CIENCIAS SOCIALES (OBSERVACIONES SOBRE RUSIA, EL MARXISMO Y LAS REVOLUCIONES) IGNACIO AYESTARÁN Dpto. Filosofía, Universidad del País Vasco [email protected] A modo de exergo o advertencia El contexto vienés de comienzos de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX fue un hervidero de experiencias intelectuales y sociales. Entre otras experiencias e iniciativas, allí se experimentó el aliento por una “concepción científica del mundo”, como decía el manifiesto firmado conjuntamente en 1929 por Hans Hahn, Otto Neurath y Rudolf Carnap. Una de sus pretensiones, impulsada especialmente por Neurath, era establecer los protocolos de una sociología positivista y empirista -centrada sobre todo en la historia y la economía política-. El ala izquierda del Círculo de Viena declaraba entonces que “la nueva Rusia está ciertamente buscando una concepción científica del mundo, aunque apoyándose en parte en corrientes materialistas más antiguas” (Hahn, Neurath y Carnal 2002, p.107). Así, se proponían actualizar esa concepción materialista un tanto obsoleta mediante una renovación emancipadora y social de la actividad filosófica en la era de la ciencia unificada y de la técnica mecánica con un nuevo tipo de desarrollo modernizador: “Este desarrollo está conectado con el desarrollo del proceso moderno de la producción que está llegando a ser cada vez más rigurosamente mecanizado técnicamente y deja cada vez menos espacio para las ideas metafísicas heredadas. Está también conectado con la decepción de grandes masas de gente con respecto a la actitud de aquellos que predican doctrinas metafísicas y teológicas tradicionales. Así, ocurre que en muchos países las masas rechazan ahora esas doctrinas de manera mucho más consciente que antes, y en conexión con sus posiciones socialistas se inclinan hacia una concepción empirista apegada a lo terrenal. En los tiempos más tempranos la expresión de esta concepción era el materialismo; mientras tanto, sin embargo, el empirismo moderno se ha desprendido de formas insuficientes y ha conseguido una forma sólida en la concepción científica del mundo” (Hahn, Neurath y Carnap 2002, p.123).

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Esas “posiciones socialistas” serían estudiadas científicamente por el programa del empirismo lógico y el fisicalismo de la ciencia unificada hasta penetrar “en las formas de vida pública y privada” (Hahn, Neurath y Carnap 2002, p.124). La posición de Ludwig Wittgenstein, cuyo Tractatus Logico-Philosophicus había sido fuente de inspiración del Círculo de Viena, presenta algunas similitudes con estas ideas, aunque también manifiesta profundas diferencias biográficas y filosóficas. A pesar de buscar un orden lógico en el mundo y en las proposiciones científicas de su época, el joven Wittgenstein ya mostraba su desconfianza hacia el embrujo del lenguaje científico como desarrollo unitario de la civilización. “A toda la visión moderna del mundo subyace el espejismo de que las llamadas leyes de la

naturaleza son las explicaciones de los fenómenos de la naturaleza. [TLP 6.371]. Y así se aferran a

las leyes de la naturaleza como a algo intocable, al igual que los antiguos a Dios y al destino”.

[TLP 6.372]

Wittgenstein no se da por satisfecho, nunca lo haría, con el espíritu de construcción y de

complejidad científica o tecnológica que oculta el sentido del mundo y de la vida, bajo la

innovación, la invención y el descubrimiento incesantes. Por eso a veces prefiere el espíritu de

claridad de los antiguos frente al prolijo progreso de la desmesurada carrera tecnológica de

Occidente. Wittgenstein denunciaba así, según él, una de las enfermedades más extendidas en la

civilización moderna, concentrada en la mitología del progreso, en la aspiración al cambio

incesante en pro de una complejidad creciente que nadie comprende pero de la que todos se sienten

orgullosos. Por eso Wittgenstein se sentía distante de este ambiente tan propicio en la mayor parte

de las instituciones de su momento, como asumió en una de sus observaciones de 1930

(Vermischte Bemerkungen):

«Me es indiferente que el científico occidental típico me comprenda o me valore, ya que no

comprende el espíritu con el que escribo. Nuestra civilización se caracteriza por la palabra

‘progreso’. El progreso es su forma, no una de sus cualidades, el progresar. Es típicamente

constructiva. Su actividad estriba en construir un producto cada vez más complicado. E incluso la

claridad está al servicio de este fin; no es un fin en sí. Para mí, por el contrario, la claridad, la

transparencia, es un fin en sí.

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No me interesa construir un edificio, sino tener ante mí, transparentes, las bases de las

construcciones posibles.

Así pues, mi fin es distinto al del científico y mi manera de pensar diverge de la suya» [Aforismos,

§ 30]

Desde esta exigencia de transparencia y claridad vienesas, en un texto que originariamente

constituía el prefacio a sus famosas Investigaciones filosóficas, pese a que finalmente no se

incluyó, decía también en 1930:

«Este libro ha sido escrito para quienes se acercan amistosamente al espíritu con el que fue escrito.

Creo que este espíritu es distinto al de la gran corriente de la civilización europea y americana. El

espíritu de esta civilización, cuya expresión es la industria, la arquitectura, la música, el fascismo y

el socialismo de nuestra época, es ajeno y antipático al autor. No es éste un juicio de valor. (...) Por

decirlo así, la cultura es como una gran organización que señala su lugar a todo el que pertenece a

ella, lugar en el que puede trabajar dentro del espíritu del todo, y su fuerza puede medirse

justamente por su resultado en el sentido del todo. Pero en la era de la anticultura se hacen pedazos

las fuerzas, y la fuerza del individuo es desaprovechada por las fuerzas opuestas y las resistencias.

Sin embargo, la energía sigue siendo energía, y así, aun cuando el teatro que nos ofrece esta época

no sea el del devenir de una gran obra cultural, en la que los mejores colaboran hacia el mismo

gran fin, sino el teatro menos imponente de una masa, cuyos mejores sólo aspiran a fines privados,

no debemos olvidar que esto no depende del teatro.

Para mí es muy claro que la desaparición de una cultura no significa la desaparición del valor

humano, sino sólo la de algunos medios de expresión de este valor; con todo, sigue en pie el hecho

de que veo sin simpatía la corriente de la civilización europea, sin comprensión por sus fines, en

caso de que tenga algunos. Así pues, en verdad escribo para amigos diseminados por todos los

rincones del mundo» [Aforismos, 1930, § 29].

Desde esta perspectiva, en las próximas páginas voy a realizar un recorrido por la percepción que Wittgenstein tuvo en su época de Rusia, del marxismo y de las revoluciones, aunando lo mismo reflexiones biográficas como filosóficas, tal y como las vivió y expresó el filósofo austriaco. En ello se mostrará la diferencia que hay entre Wittgenstein y el planteamiento del Círculo de Viena y del programa sociológico de Neurath, entre otros ítems.

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Sobre Rusia, el marxismo y las revoluciones En la década de los años 30, por caso, comentó Wittgenstein a Rowland Hutt: “Yo soy comunista, en el fondo” [R. Monk 1990, p. 319]. Que Wittgenstein declarara esto en Inglaterra no deja de tener su riesgo, máxime en los círculos intelectuales de aquella época que sólo podían ver como una provocación el que alguien alentara ideas políticas firmes y decididas. De hecho, en algunos círculos de Cambridge se llegó a pensar que Wittgenstein era un “estalinista”, cosa no extraña en el clima político que dominaba entre los intelectuales británicos. Fuera de contadas excepciones, podemos recurrir a una anécdota relatada por Bertrand Russell y recogida por Ved Mehta [1976, p. 49], que da suficientes muestras del escaso compromiso político de los intelectuales universitarios británicos por aquella época: «En cierta ocasión en que me hallaba cenando en Oxford pregunté a uno de los profesores ahí reunidos cuál era la diferencia entre los liberales y los conservadores en su política local. Pues bien, cada uno de ellos produjo brillantes epigramas y todo fue muy divertido, pero después de media hora de este juego yo no sabía más acerca de los liberales y los conservadores en ese colegio de lo que sabía al principio. La filosofía de Oxford es igual». Para un personaje singular y exigente como Wittgenstein, aquella palabrería de salón no podía ser la misión del intelectual. Nada podía estar más alejado del quehacer de Wittgenstein. El auténtico valor de la vida debía ser el que había percibido en los escritos comprometidos de Tolstoi o Dostoievski, el valor que había experimentado salvador en el horror del frente de batalla en la Primera Guerra Mundial. Nada tenía que ver ese valor ético con el comportamiento melifluo de esos intelectuales británicos y sus jergas universitarias. Decididamente, lo más contrario a esta Inglaterra victoriana era la Rusia tolstoiana, una Rusia santa y un tanto idealizada que siempre tendría en mente nuestro filósofo. Finalizada la guerra, Wittgenstein había intentado poner en práctica su visión tolstoiana del deber en los pueblecitos de la Baja Austria como maestro de escuela elemental, desde 1920 a 1926. Allí intentó llevar un modo de vida que intentó encajar con su visión tolstoiana de un campesinado sufrido y una clase obrera llena de nobleza. Wittgenstein abandonó su fortuna y su estatuto social para colaborar con los obreros. Cuando, por ejemplo, enseñó en Trattenbach, una pequeña aldea de ochocientos habitantes, Wittgenstein se vio afectado por los problemas de los obreros, que socialmente eran inferiores a la clase campesina, a pesar de ganar más dinero. En

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una ocasión que hubo una avería en la fábrica de lana de Trattenbach, debido a una rotura de la correa de una máquina de vapor vital para el funcionamiento de la fábrica, varios ingenieros intentaron arreglarla sin éxito alguno. Enterado de la noticia, Wittgenstein acudió y tras observar la sala de motores, pidió cuatro hombres, dos mecánicos y dos obreros. Con un martillo cada uno, Wittgenstein les asignó un número y un lugar distinto, de forma que, cuando él indicara un número, el hombre correspondiente debía golpear la máquina desde su posición, de acuerdo con una secuencia que Wittgenstein marcaba: uno, cuatro, tres, dos, … De esta forma tan particular la avería se solventó. En agradecimiento, se le quiso dar una recompensa en metálico a Wittgenstein, que éste rechazó. Ante la insistencia, indicó que lo que debía hacer el dueño era regalarle una buena cantidad de tela blanca que él repartió entre los niños pobres de la escuela [R. Monk 1990, p. 193; W. Baum 1988, p. 127; W. W. Bartley III 1987, p. 109). En aquella ocasión, para el reparto de la tela, se sirvió de la ayuda de Alois Neururer, el párroco, un renovador rebelde preocupado más por el despertar moral y religioso de sus parroquianos que por sus conversiones o prácticas religiosas, actitud que le hizo, debido a su larga melena y a su aspecto andrajoso, merecedor del apodo de "socialista de cabellos largos" [W. W. Bartley III 1987, p. 108]. Wittgenstein, que compartiría muchos de sus ratos con este singular párroco, a diferencia de otros curas de los que dirá que eran "asquerosos gusanos", también llegará a tener fama incluso de ser "un rojo" por aquel entonces [W. Baum, 1988, p. 139]. De hecho, la simpatía de Wittgenstein por los socialistas queda de manifiesto en un comentario a Paul Engelmann: un día se había declarado una huelga en una fábrica fundada por el padre de Wittgenstein en Hochreith, lugar de residencia veraniega para los Wittgenstein; a raíz de la huelga, comentó que los socialistas eran, con todo, “los menos indecentes” [W. Baum 1988, p. 126]. Quizá el influjo más fuerte que pudo experimentar del socialismo y el comunismo pudo venir intelectualmente del propio Piero Sraffa. En otro lugar ya hemos descrito parte de la relación que mantuvo Sraffa con Wittgenstein y el aprecio que éste siempre tuvo a sus comentarios y sugerencias (ver Ayestarán 2009). Por desgracia, los biógrafos de Wittgenstein no han tenido en gran consideración este aprecio, juzgando con frecuencia que la admiración de Wittgenstein por Sraffa era más un reconocimiento personal que un juicio de aprobación ideológica. Ciertamente, Wittgenstein no podía ser un hombre de partido, por mucha simpatía que sintiese hacia la causa de izquierdas -tal y como se explicará al final de este texto-, pero eso no le eximía de sus análisis sociales, con todas sus virtudes y sus defectos. Y a dichos análisis llegó el encanto de Sraffa, como recogió Maurice O’Connor Drury en una conversación de 1932. En aquellas fechas Drury se encontraba en Newcastle trabajando con un grupo de trabajadores desempleados del astillero. Entre todos rehabilitaban un edificio para convertirlo en el club social del vecindario, al igual que anteriormente habían construido un taller de reparación de calzado, una carpintería y una

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taberna en la que se servían comidas a precio de costo. Wittgenstein visitó a Drury en Newcastle y éste le llevó a Jarrow, población cuyo astillero se encontraba cerrado desde hacía varios años y cuya población se encontraba casi totalmente en paro. La zona estaba muy abandonada y la mayoría de las tiendas habían quebrado. Ante ese panorama, Wittgenstein comentó: «Sraffa tiene razón: la única cosa posible en una situación como ésta es hacer que toda esta gente camine en una sola dirección» [M. O’C. Drury 1989, p. 204]. Esta declaración de Wittgenstein, basada en una opinión de Sraffa sobre los obreros y el paro, sólo tiene sentido a la luz del pensamiento del economista italiano. En los primeros escritos de Sraffa como economista había destacado el problema de la clase obrera ante los líderes laboristas ingleses. A juicio de Sraffa, tanto los laboristas como los obreros estaban faltos de una unidad programática que les sumía en el individualismo y en un falso apoliticismo que siempre demoraban las reformas más radicales y favorecían finalmente los intereses burgueses, evitando la falta de un liderato efectivo con un claro objetivo en la política obrera. Así, lo expresó en un artículo del 4 de agosto de 1924 publicado en L'Ordine Nuovo, titulado "Los Labour Leaders" ("I Labour leaders"): «Los Labour leaders ingleses no son muy diferentes de los mandarines sindicales del continente. Son pequeños burgueses estrictamente asociados al sistema capitalista; están dispuestos a "mejorar" el sistema, es decir a modificar el equilibrio de fuerzas de forma que su influencia se vea acrecentada. Dentro de la jerarquía de las clases sociales son inferiores solamente a la gran burguesía y esperan un día poder superarla: así pues, son favorables a todas las reformas que puedan debilitarla, desde el impuesto sobre el capital a la nacionalización de las minas y los ferrocarriles. Para alcanzar su objetivo especulan con la fuerza del proletariado y tratan de chantajear a la gran burguesía haciéndole atisbar el espectro de la revolución; pero apenas el espectro amenaza con tomar cuerpo, ellos mismos se asustan y se unen a la burguesía para combatirlo. Son pequeños burgueses y no quieren poner en peligro el edificio del cual son copropietarios. (...) Y en Inglaterra la moderación, el oportunismo y el corporativismo de los leaders guardan correspondencia con los sentimientos de la mayoría de los obreros. Entre los leaders y las masas, la diferencia existente -con ventaja para las masas- es una diferencia de grado, pero la directiva es la misma. O, más exactamente, la falta de directiva, de un objetivo común hacia el que tiendan los esfuerzos de todos, de un programa orgánico del que surja una solución verdadera para los problemas que se vayan presentando; en suma ese vacío que se disfraza con el nombre de apoliticismo (...). Este apoliticismo consiste sustancialmente en impedir que la clase obrera, en calidad de tal, ejerza influencia sobre la política general del Estado.

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El proletariado, falto de toda preparación y carente de organización política, limita sus acciones necesariamente al ámbito sindical y todos los esfuerzos de sus jefes se dirigen a que no traspase los límites de este ámbito. Pero la mejor voluntad no consigue poner remedio al absurdo, teórico y práctico, de la separación entre la lucha económica y la lucha política» [cit. in J. P. Potier 1994, pp. 57-58, subrayado nuestro]. La idea de la problemática obrera no será ajena a Wittgenstein, aunque pudiera, a semejanza de Sraffa, desconfiar de las estructuras sindicales y partidistas, que muchas veces no sólo no favorecían la dinámica de los obreros, sino que además la entorpecían. Sraffa mismo, que había sido testigo de las huelgas radicales en Turín durante abril de 1920 y del movimiento de ocupación de fábricas por toda Italia en septiembre de 1920, siempre había dudado de las propuestas sindicalistas y de los partidos de izquierda, lejos de la práctica directa en favor de los obreros y de las reivindicaciones democráticas más básicas, como el derecho al empleo y la libertad que ello conlleva. Wittgenstein simpatizó con este tipo de problemas, sobre todo por su ideal obrero y campesino que se había forjado a partir de la lectura de Lev Nikoláyevich Tolstoi. Ahí podía contemplar una huida al diletantismo de la academia y una prueba para superarse y eliminar todo rasgo de superficialidad en su vida. En una conversación de 1934, cenando con Drury, la pareja por aquellas fechas de Wittgenstein, Francis Skinner, comentó que desearía hacer algo "atrevido" como ir a Rusia a trabajar. Wittgenstein objetó que ésa era una idea peligrosa, pero cuando Drury interpretó la intención de Skinner como el deseo de no llevar mermelada -es decir, la eliminación de todo lo accesorio y superficial-, Wittgenstein añadió: «Oh, ésa es una expresión excelente; comprendo muy bien lo que quiere decir. En efecto, no queremos llevar con nosotros la mermelada» [M. O’C. Drury 1989, p. 209]. El propósito de Skinner y Wittgenstein para ir a Rusia fue duradero. Ambos tomaron clases de ruso desde 1934, con el decidido propósito de instalarse en alguna de las colonias (granjas colectivas) de la periferia de Rusia, como lo atestiguan las cartas de Keynes y Engelmann o los recuerdos de su profesora de ruso Fania Pascal. En una misiva del 6 de julio de 1935 a Keynes, Wittgenstein, quien le pedía una carta de presentación para hablar con Iván Mijáilovich Maisky, a la sazón, embajador ruso en Gran Bretaña de 1932 a 1943, le comentó su idea de instalarse en las colonias: «Quiero hablar con funcionarios de dos instituciones: una de ellas es el "Instituto del Norte", de Leningrado, y la otra el "Instituto de las Minorías Nacionales", de Moscú. Estos institutos, según me han dicho, se ocupan de las personas que quieren ir a las "colonias", las partes recientemente colonizadas de la periferia de la U.R.S.S.».

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Postal de Wittgenstein a Gilbert Pattison desde Moscú La idea de Wittgenstein, desde su ideal tolstoiano de la Madre Rusia, era ejercitarse en algo práctico y para ello estaba dispuesto a estudiar medicina para ejercer dicha profesión en las colonias. De hecho, tras su viaje a Rusia (Leningrado y Moscú) desestimó desde un principio la cátedra de filosofía que le ofrecieron en la universidad de Kazán, donde Tolstoi había estudiado. Este ideal tolstoiano de ejercitarse en trabajos manuales o prácticos hizo que Keynes también escribiera al embajador Maisky a favor de Wittgenstein. En 1926 Keynes había enviado su libro Una breve visión de Rusia, publicado en diciembre de 1925, a Wittgenstein. Fue de los pocos libros que Wittgenstein agradeció a Keynes. A diferencia del pensamiento de Sraffa, el filósofo vienés no apreciaba en demasía la obra de Keynes, si bien parece que este libro lo tuvo en mente cuando en la mencionada carta le recuerda al economista británico que él comprendería las razones de Wittgenstein para ir a Rusia. En el libro de Keynes

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ya se simpatizaba "con aquellos que buscan algo en la Rusia soviética" [R. Monk 1990, p. 236], ya que el leninismo suponía por su fuerza un nuevo tipo de religión laica en la actitud del individuo y la comunidad hacia el amor al dinero. El propio Wittgenstein diría de Lenin en 1934 algo similar: «Los escritos de Lenin sobre filosofía son, desde luego, absurdos, pero al menos quiere lograr que se haga algo. Tiene un rostro notable, de rasgos especialmente mongoles. ¿No es también notable que, a pesar de su confeso materialismo, los rusos se hayan tomado tantas molestias para preservar el cuerpo de Lenin a perpetuidad, y visitar su tumba? Usted sabe que no aprecio mucho la arquitectura moderna, pero esa tumba en el Kremlin está bien diseñada» [M. O’C. Drury 1989, p. 209]. Aunque no sin cierta crítica, Wittgenstein veía en el leninismo el ímpetu que le faltaba a la cultura europea occidental. Rusia era así la renovación de una sociedad no dominada por el progreso y el capitalismo. La cultura en Occidente era una charlatanería decadente, pero en Rusia la pasión prometía algo verdaderamente nuevo y auténtico, según comentó el 1 de enero de 1931 a Schlick [F. Waismann 1973, pp. 125-126]. Un día en casa de Rush Rhees Wittgenstein cogió un libro de Max Eastman, publicado en 1941, titulado Marxism; Is It Science?. Tras ojear unas páginas, Wittgenstein dijo que Eastman parecía pensar que si el marxismo se volvía más científico, éste ayudaría mejor a la revolución, cosa que sorprendió a Wittgenstein, pues, en su opinión "nada es más conservador que la ciencia. La ciencia tiende rieles, y para los científicos es importante que su trabajo camine sobre esos rieles" [R. Rhees 1989, pp. 313-314]. Eastman pensaba que el socialismo metafísico de Marx se volvería revolucionario con el sistema de ingeniería social perfeccionado por Lenin. Pero justamente eso no era lo que apreciaba Wittgenstein en la Revolución Rusa. Wittgenstein había objetado a las tesis de Eastman: “Pero cuando Lenin intervino en 1917 su movimiento no fue científico, sino trágico” [op. cit., p. 314]. Seguramente por trágico no quería decir calamitoso, sino la necesidad que un héroe de una tragedia griega siente a actuar de una manera determinada frente a las condiciones hostiles del destino, por muy adversas que éstas sean. De igual forma que trágico podía ser el protagonista de uno de los relatos de Tolstoi preferido por Wittgenstein: Hadji Murat y su posicionamiento ante el deber y la muerte. O igual que para Wittgenstein era admirable un personaje menor de la novela Guerra y Paz (1865-1869). Este libro le impactaba a Wittgentein por la contraposición del espíritu de Tolstoi a la visión mundana de conquista de Napoleón. En especial le gustaba el personaje del capitán Tushin que cumplía su servicio con eficacia y sin ostentación, símbolo de lo mejor en la resistencia rusa a Napoleón, según relata Theodore Redpath en sus recuerdos de Wittgenstein [Th. Redpath 1990, pp. 50 y 53]. O trágica

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podía ser también la revolución de los decembristas, a la que Tolstoi dirigió su atención en uno de sus memorables relatos. De hecho, entre los poemas en ruso que Wittgenstein y Skinner aprendieron con Bachtin y que recitaron a su profesora de ruso Fania Pascal [F. Pascal 1989, p. 57], estaba un poema que Pushkin dedicara a la fallida revolución de los decembristas: en el S. Petersburgo del 26 de diciembre de 1825 los decembristas se rebelaron frente a Nicolás I para pedir una constitución rusa, influidos por la constitución española de 1820. Su sueño revolucionario fracasó. Cinco de ellos fueron condenados a la horca y 120 deportados a trabajos forzados en las minas de Siberia, y a ellos les dedicó un mensaje cifrado Pushkin, un mensaje de apoyo y resistencia que Skinner y Wittgenstein repetían de memoria, con gran admiración [Th. Redpath 1990, p. 29]. El poema en cuestión reza así [A. Pushkin 1997, p. 97]:

«En las profundas minas de Siberia conservad orgullosa la paciencia, no será en vano vuestro duro esfuerzo ni el alto anhelo de la inteligencia. Esa hermana leal en la desdicha, la esperanza, en la cárcel tenebrosa despertará el coraje y la alegría, y ha de llegaros la deseada hora. La amistad y el amor hasta vosotros penetrarán el tenebroso encierro, igual que a vuestras celdas de convictos llega mi libre acento. Caerán a tierra los pesados grillos, la prisión de hundirá, y la libertad gozosa ha de aguardaros a la entrada, y el hermano la espada depondrá».

Éste es el espíritu trágico que Wittgenstein pudo ver común a la resistencia rusa frente a la invasión napoleónica, a los decembristas frente al despotismo, o al leninismo frente al zar de Rusia. Éste también pudo ser el espíritu trágico que alentó a Skinner a intentar servir como voluntario en las Brigadas Internacionales durante la Guerra Civil de España, aunque al final no fuera admitido por su impedimento físico [F. Pascal 1989, p. 62]. Este pathos o sentimiento trágico del deber ante el destino era lo que Wittgenstein había admirado de la revolución bolchevique. El marxismo o el comunismo eran una pasión revolucionaria y, en tanto que pasión, no necesitaban de ninguna ingeniería social, pues ninguna teoría social podía suplantar la lucha contra la injusticia. La rebelión comunista contra la opresión no nacía de ninguna deducción científica ni de ningún cálculo de previsión futura, como dice en un aforismo tardío de 1947:

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«El ser humano reacciona así: dice "¡Eso no!" -y lucha contra ello. De ahí surgen situaciones que son quizá igualmente insoportables, y tal vez se gasta así la fuerza para otras rebeliones. Se dice: "Si él no hubiera hecho eso, no habrían venido los males". Pero ¿con qué derecho? ¿Quién conoce las leyes conforme a las cuales se desarrolla la sociedad? Estoy convencido de que ni aun el más capaz lo sospecha. Si luchas, luchas. Si esperas, esperas. Se puede luchar, esperar y aun creer, sin creer científicamente» [Aforismos, § 350]. En este punto divergía profundamente de las propuestas izquierdistas producidas en el seno del Círculo de Viena. Nada podía serle más hostil a Wittgenstein que la propuesta de una teoría científica de la sociedad como la que había propuesto Otto Neurath en sus artículos "Proposiciones protocolares" y "Sociología en fisicalismo", publicados en la revista Erkenntnis durante los años 1932 y 1933. Neurath pretendía buscar los términos de una Ciencia Unificada común que incluyese todas las disciplinas del saber científico (tanto la sociología como la química, e igualmente la biología, la mecánica, la óptica e incluso la psicología), en un lenguaje unificado por medio de un dialecto universal que se enseñaría a los niños. Entre las proposiciones fácticas o de los hechos estarían las proposiciones protocolares que contendrían nombres personales o nombres de grupos de personas enlazados de manera específica con otros términos (del mismo dialecto universal). En este propósito Neurath se reconocía estimulado por la obra de Wittgenstein, pero Neurath no podía admitir la proposición 6.54 del Tractatus, donde se concluía que había que superar todas las proposiciones lógicas y científicas frente al sentido de la vida, esto es, que había que usarlas como una escalera que había que arrojar después de haber subido por ella. Para Neurath esto era volver a la metafísica, un regreso a una teoría metafísica que provocaba su irritación, especialmente en el famoso cierre de la proposición 7 del Tractatus: “De lo que no se puede hablar hay que callar”. No, a juicio de Neurath, no se podía guardar silencio ante nada, solamente había que encadenar elucidaciones, clarificar el lenguaje unificado de la ciencia: «Sólo con ayuda de elucidaciones, consistentes en lo que más tarde se reconocerá como meras sucesiones de palabras carentes de sentido, puede llegarse al lenguaje unificado de la ciencia. Esas elucidaciones, que en realidad pueden declararse metafísicas, no aparecen, sin embargo, aisladamente en los escritos de Wittgenstein; encontramos en ellos expresiones que parecen menos los travesaños de una escalera que partes de una teoría metafísica subsidiaria formulada inadvertidamente. La conclusión del Tractatus: “acerca de lo que no se puede hablar, debe guardarse silencio” es, por lo menos, lingüísticamente engañosa. Suena como si hubiera un “algo” de lo que no se pudiera hablar. Nosotros más bien diríamos: si realmente se desea evitar por completo la actitud metafísica “se guardará silencio”, pero no “acerca de algo”. Nosotros no necesitamos alguna escalera metafísica de elucidación» [O. Neurath 1965b, p. 289].

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De acuerdo con este esquema neopositivista de la concepción científica del mundo, la Ciencia Unificada abarcaba todas las leyes científicas, las cuales podían, sin excepción alguna, combinarse entre sí. Y las leyes no eran simples enunciados, sino simples directrices acerca de cómo pasar de los enunciados observacionales a las predicciones, sirviéndose básicamente de la lógica, la matemática y el lenguaje de la física. Por todo ello, la sociología debía reducirse a este esquema predictivo y dejar de ser una ciencia del espíritu al estilo de los neokantianos o al gusto de Max Weber, como cuando este último había intentado buscar el origen del sistema capitalista en el espíritu del calvinismo. La sociología sólo era un conductismo social a la búsqueda de predicciones. La arbitrariedad y el capricho de los acontecimientos sociales no eran óbice para este conductismo social de Neurath: «Es un problema enteramente fisicalista determinar en qué medida la existencia de personas específicas, especialmente constituidas y que se desvían del promedio, aseguran la continuidad de una estructura estatal. La interrogante respecto a la medida debe ser tratada aparte. La abeja reina asume una posición especial en la colmena, pero cuando se pierde una abeja reina se da la posibilidad de que surja otra. Siempre hay reinas latentes. ¿Cómo ocurre esto en el caso de la sociedad humana? Es un problema sociológico enteramente concreto el determinar en qué medida pueden hacerse predicciones sobre estructuras sociales sin tomar en consideración el destino de ciertas personas individuales especialmente prominentes. Es posible sostener con buenas razones que una vez que el régimen de máquinas dio a la moderna transformación capitalista su característico matiz, la creación del burgués europeo pudo ya haberse predicho hacia fines del siglo XVIII, mientras que, por otra parte, difícilmente hubiera podido predecirse la campaña de Napoleón en Rusia y el incendio de Moscú. Pero quizás fuese válido decir que si Napoleón hubiera vencido a Rusia, la transformación del orden social se hubiera operado del mismo modo que en realidad se operó. Hasta un Napoleón victorioso habría tenido que sostener al viejo feudalismo de la Europa central, hasta cierto punto y durante cierto tiempo, así como, en otra ocasión, restableció la Iglesia católica. El que se pueda predecir sólo con esta o aquella amplitud, utilizando o no predicciones acerca de individuos, no afecta de ningún modo el carácter del conductismo social. Es igualmente impredecible la trayectoria de una hoja de papel al viento y, sin embargo, la cinemática, la climatología y la metereología, son ciencias fácticas bien estructuradas. El tener que predecir al capricho cualesquiera de los procesos individuales, no forma parte de la naturaleza de una ciencia fáctica bien estructurada» [O. Neurath 1965b, p. 308].

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El contraste entre el silencio ético de Wittgenstein y las predicciones científicas de Neurath no podía ser mayor. Neurath, en la creencia del carácter predictivo de su propuesta de un conductismo social, se atreve a pronosticar cómo hubiera sido el cambio social de Rusia tras el advenimiento del triunfo napoleónico. Wittgenstein, más bien, se hubiera quedado con lo impredecible y aleatorio de la conducta del capitán Tushin en la resistencia rusa a Napoleón, o con el espíritu de los mismos decembristas. Pero esta perspectiva de Wittgenstein se sitúa quizá en el ámbito de la ética y esto es algo no lícito en la sociología empírica de Neurath, pues, para esta clase de neopositivismo, tanto la "ética" como la "teoría del derecho" sólo eran meros residuos metafísicos primitivos, sin correlato alguno en el lenguaje del conductismo social. El lenguaje unificado del fisicalismo o fisicismo que salvaguarda el método científico, enlazando enunciado a enunciado, ley a ley, reunirá gradualmente todos los enunciados protocolares y las leyes útiles de la economía nacional, la etnología y la historia para determinar las consecuencias del funcionamiento económico, o los modos de aparición de las crisis y el desempleo, etc. Así, será preciso investigar las leyes que determinan el cambio del orden económico mismo. Las revoluciones mismas caerán bajo el estudio científico, empleando para ello, si fuera preciso, el marxismo como ciencia social determinante: «Cómo ciertos cambios en el modo de producción modifiquen los estímulos de tal manera que los hombres transformen sus modos tradicionales de vida, a veces por medio de revoluciones, es cuestión que investigan los sociólogos de las escuelas más divergentes. El marxismo es el que contiene, en más alto grado que cualquiera otra escuela sociológica del presente, un sistema de sociología empírica. Las tesis marxistas más importantes empleadas para la predicción, están ya enunciadas de un modo bastante fisicalista, en la medida en que lo permite el lenguaje tradicional, o bien, pueden formularse fisicalísticamente sin que pierdan nada esencial. En el caso del marxismo, podemos ver cómo se investigan las correlaciones sociológicas y cómo se establecen relaciones que se conformen a la ley. Cuando se intenta establecer la correlación existente entre los modos de producción de periodos sucesivos y de sus formas contemporáneas de cultos, de obra editorial, de razonamiento, etc., se está investigando la correlación entre estructuras fisicalistas. El marxismo asienta, por encima de la teoría del fisicalismo (materialismo), ciertas teorías especiales. Cuando opone un grupo de formas como "subestructura" a otro grupo como "superestrucutra" (el "materialismo histórico" como teoría fisicalista especial), procede a lo largo de sus operaciones dentro del marco del conductismo social» [O. Neurath 1965b, p. 314]. Como ha dejado escrito Carnap, Neurath consiguió que los intelectuales y científicos del Círculo de Viena se familiarizasen con las teorías de Marx, mostrando la función "sociológica" de la filosofía ante la nueva era industrial, y gracias a él se extendió la idea de que el fisicalismo

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(marxista) podía ser una versión mejorada, lógicamente irreprochable y sin metafísica, para superar la obsoleta dialéctica del materialismo decimonónico mediante la lógica simbólica moderna [R. Carnap 1992, p. 59]. Neurath estaba seguro así de que el proletariado se convertiría en el portador de la ciencia sin metafísica, de forma que, aunque el marxismo contuviese algunos errores, sólo era una cuestión de tiempo que la filosofía exacta y el marxismo se unieran [R. Hegselmann 1996, pp. 122-123]. Esta propuesta fisicalista del marxismo como teoría social científica para el estudio de las revoluciones debía ser algo absolutamente descabellado a los ojos de Wittgenstein, al igual que las teorías materialistas de la filosofía de Lenin le parecían totalmente absurdas. Sin embargo, de la misma manera que la Revolución de Octubre había prometido fuerza y pasión, esa misma pasión que había llevado a los rusos a construir un mausoleo para honrar el cuerpo momificado de Lenin (algo totalmente opuesto al criterio científico del fisicalismo y del materialismo), Wittgenstein podía ver en el marxismo la promesa de un futuro mejor y la creencia en un cambio social que no podía someterlo todo a estrictos criterios de cientificidad y, mucho menos, a un lenguaje simplemente físico. Lenin no había realizado la revolución de 1917 movido por evidencias científicas o por un cálculo de probabilidades, sino motivado por un espíritu y una vitalidad que aún eran evidentes en la manera en que vivía y trabajaba el pueblo ruso. Y lo mismo se podía aplicar a muchos de los escritos de Marx, tal y como Wittgenstein le dijo en una ocasión a Rhees: «Una vez me dijo: “Lo único que Marx puede hacer es describir el tipo de sociedad que le gustaría ver”» [R. Rhees 1989, p. 319]. Wittgenstein no quería decir con esto que los escritos de Marx no tuvieran valor alguno, sino que precisamente ese valor no dependía en última instancia de un análisis científico o de una prognosis sociológica de la economía del futuro. Aunque no se podía predecir la dialéctica de las clases sociales en el futuro, no por eso dejaban de tener valor las referencias al proletariado y al trabajo manual de los obreros frente al capitalismo, pues eso era justamente "la forma de vida que el nuevo régimen ruso representaba" y con la que simpatizaba Wittgenstein, por usar la expresión de la carta de Keynes. Lo que preocupaba a Wittgenstein era, sin menosprecio alguno para Marx, subrayar que la fe de Marx en el futuro del proletariado, que en cierto grado compartía el pensador vienés y con el que simpatizaba en el fondo, no podía sustentarse en una simple ingeniería social. Como anotó Wittgenstein en unos aforismos de 1947, los sueños de un hombre sobre el futuro de la filosofía, del arte o de la ciencia sólo pueden realizarse por casualidad, pues lo que sueña un hombre casi nunca se cumple; pero eso que sueña no es irrelevante en absoluto, pues es la continuación de su mundo en el sueño, aunque no sea la realidad [Aforismos, §§ 317 y 324].

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Si las propuestas marxistas tenían valor, dicho valor no venía de la ciencia, sino de su decidida crítica y de su implicación ética. Por eso Marx describe la sociedad que le gustaría ver y, por eso mismo, no puede convencer a todos. Desde el momento en que se proponen unos valores éticos la economía marxista se introduce en el ámbito político. La predicción científica se deja a un lado; aparecen el sujeto ético y la apuesta personal por un destino nuevo, por un cambio de vida o por una revolución. La descripción social acaba pues en una ética. No tiene nada que ver con una teoría física. Sólo la implicación de la voluntad del sujeto dota de valor a esa propuesta social, como dijo Wittgenstein también en la "Conferencia sobre ética" que impartió en 1930. De ahí que la ética no se enseñe como una teoría que simplemente describe el mundo, como puede ser el caso de la física. La ética marca los límites del mundo y con ella el yo ético dota de valor al mundo. Una descripción sociológica, desprovista de valor, colocará los acontecimientos de la historia, por ejemplo, un asesinato, al mismo nivel que un acontecimiento físico como la caída de una piedra. Pero si se quiere dotarle de valor, entonces hay que hacer la descripción en primera persona. Y eso es lo que encontramos con frecuencia en los textos de Marx. No se trata de hacer historia por hacer historia: no se trata de relatar un conjunto de anécdotas. La historia se encamina hacia una liberación del proletariado, con un valor. Y eso no viene sólo de la ciencia. Por eso, las ciencias sociales, a no ser que sean vistas como descripciones ajenas, en la medida en que nos conciernen, acaban por implicar valores. Lo peligroso no es que conlleven valores, sino ignorar que se asumen tales valores. Esta valoración wittgensteiniana de la sociedad no puede aliarse con el conductismo social, a pesar de que desde ambas posturas se simpatice con el marxismo. No percatarse de eso suponía incurrir en una parodia de los principios de la Revolución Rusa, tal y como relató Kraus en un número de la revista Fackel publicado en 1924 y que seguramente leyó Wittgenstein. Kraus había recibido una carta de los representantes de la revista literaria rusa Krassnaia Niva y del diario Isvestia en la que se hacía una encuesta entre las personalidades más destacadas de la cultura internacional para que dijesen qué había aportado la revolución de Octubre de 1917 a la cultura mundial. La respuesta solicitada a Kraus debía tener una extensión entre diez y veinte líneas y debía ir acompañada de su fotografía y firma. La contestación que publicó Kraus el 4 de octubre de 1924 fue como sigue: «Las repercusiones y consecuencias de la revolución rusa en la cultura mundial consisten, a mi entender, en que los más destacados representantes del campo cultural y literario sean invitados por los representantes de la revolución rusa a dar a conocer en una extensión de diez a veinte líneas, y acompañado si fuera posible por su retrato y autógrafo que serían publicados al mismo tiempo, es decir, totalmente en el espíritu del periodismo prerrevolucionario, su parecer sobre las

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repercusiones y consecuencias de la revolución rusa en la literatura mundial, que de hecho se pueden deducir aquí y allá entre las diez o veinte líneas precedentes. Atentamente, KARL KRAUS». Desde el momento en que quienes habían efectuado una revolución de repercusión mundial realizan una encuesta sociológica para saber el valor cultural de su acción, han perdido el sentido de su acción. He ahí el valor de la paradoja que les lanza con su respuesta Kraus. Y ésa es también la objeción continua que formula Wittgenstein contra los que creen que el marxismo y el leninismo son un sistema de ingeniería social: la pasión de la revolución rusa no es susceptible de ser reducida a una encuesta o a una estadística. El espíritu ruso no podía ser encorsetado con la civilización occidental, preocupada por el progreso y la industria. Ni siquiera el espíritu ruso podía caber en las fórmulas políticas habituales. Por eso, en un prólogo inédito escrito en 1930, Wittgenstein había reconocido que el espíritu de sus escritos no era el de la progresiva civilización europea y americana, cuya expresión era la industria, la arquitectura, la música, el fascismo y el socialismo [Aforismos, §§ 29 y 34]. Rusia no podía medirse con los patrones occidentales del progreso. Ni siquiera sus errores obedecían a las medidas occidentales. Así lo pensó Wittgenstein toda su vida. En una ocasión, en 1948, Drury y Rhees le mostraron a Wittgenstein una publicación con una larga traducción de un periódico ruso en la que se justificaban las teorías genéticas de Lysenko. Aunque el absurdo de la propuesta pseudocientífica de Lysenko era manifiesto y no podía pasar inadvertido a los ojos de Wittgenstein, el pensador vienés comentó tras leerlo: «Bueno, digan lo que digan sobre esto, en verdad no es occidental» [R. Rhees 1989, p. 311]. Rusia significaba un rechazo al progreso occidental. En su epistolario con Engelmann, así lo manifiesta. Cuando sus expectativas de insertarse en la Baja Austria rural como profesor de escuela fracasaron, la idea de ir a Rusia se le hizo patente (carta del 14 de septiembre de 1922), al igual que luego le pareció que Palestina también podía producir ese mismo "efecto espiritual" (carta del 24 de febrero de 1925). El 9 de septiembre de 1935 salió para Leningrado con la decidida intención de buscar trabajo para Skinner y para él. Volvió el 29 del mismo mes, y todo parece indicar que sólo le ofrecieron trabajo como profesor, pero no como trabajador manual, que era lo que él pretendía. Ciertamente las condiciones de la Rusia soviética que encontró no dejaron satisfechos los deseos de Wittgenstein, si bien todavía en la época de las duras condiciones políticas del estalinismo manifestó a Engelmann su deseo de ir a Wittgenstein (carta del 21 de junio de 1937). Lo que atraía a Wittgenstein era el empleo para toda la población, tal y

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como le había preocupado el desempleo en Jarrow, de ahí que la Rusia de Stalin fuese un lugar adecuado para ir a trabajar: «Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial nos preguntábamos cómo podrían los diferentes pueblos de Europa volver a llevar una vida normal. Una y otra vez Wittgenstein diría "lo importante es que la gente tenga trabajo". También hubiera dicho esto en 1935, aunque entonces no existían problemas de "reconstrucción". Creía que el nuevo régimen en Rusia daba empleo a toda la gente. Si uno hablaba de la regimentación de los obreros rusos, de la carencia de libertad de los trabajadores para cambiar de empleo o abandonarlo, o acaso de los campos de trabajo, Wittgenstein no se inmutaba. Lo que sería terrible era que la gente no tuviera trabajo fijo -ahí o en cualquier otra sociedad. (...) "Por otro lado, ¿tiranía?...", decía con un gesto de duda, encogiendo los hombros; "no me hace sentir indignado"» [R. Rhees 1989, p. 318]. La importancia que Wittgenstein confería al trabajo le hacía en muchas ocasiones perder la perspectiva de la política en su conjunto y en esto habría que reprocharle al filósofo vienés el no haber sido más crítico con el régimen de Stalin o el no haber denunciado el horror del gulag soviético. En cualquier caso, también es cierto que la Rusia de Stalin suponía la última esperanza de que, junto con Inglaterra y Francia, se detuviese el avance de Hitler por Europa, tal y como Wittgenstein le explicó a Drury a comienzos de la Segunda Guerra Mundial en 1939: «Inglaterra y Francia juntas pueden derrotar a Alemania. Si Hitler se las arregla para establecer un imperio europeo no durará mucho. La gente acusa a Stalin de haber traicionado la Revolución Rusa, pero no tienen ni idea de los problemas con que Stalin ha tenido que enfrentarse, de los peligros que él vio que amenazaban a Rusia. El otro día estaba viendo una fotografía del gabinete británico y pensé: “Vaya montón de viejos ricachones” [M. O’C. Drury 1989, p. 233]». Cierto es, de todas las maneras, que la rigidez del gobierno de Stalin tampoco pasaba desapercibida ante Wittgenstein. De hecho, a pesar de estos comentarios, tras su viaje de septiembre de 1935, Wittgenstein nunca volvería a Rusia. Incluso hubo una vez que le dijo a Gilbert Pattisson que a las "personas que tienen una educación como la nuestra" les resultaba difícil vivir allí, debido a la mezquina deshonestidad que era necesaria para procurarse la supervivencia [R. Monk 1990, p. 328]. En dicho comentario sugirió que la vida en Rusia era como la de un soldado en el ejército, calificación que no decía mucho en pro del régimen soviético, dado que la experiencia de Wittgenstein en la embarcación Goplana durante la Primera Guerra Mundial siempre estuvo acompañada de tensión, una tensión que, tal y como reflejan sus diarios, le llevaba a calificar a la tripulación del barco como una banda de cochinos, dominados por la grosería, la estupidez y la maldad, pues la "gran causa común" no los había ennoblecido

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en lo más mínimo (anotación del 15 de agosto de 1914). También se percató Wittgenstein de los peligros de la burocracia rusa, y así cuando Rhees le dijo que el gobierno burocrático en Rusia estaba implantando distinciones de clase, el pensador vienés subrayó: «algo [que] puede destruir mis simpatías por el régimen ruso sería el incremento de distinciones de clase» [R. Rhees 1989, p. 318]. Uno de los impactos más negativos de los rusos fue el trato dispensado por las tropas de ocupación soviéticas a los sirvientes de la casa que Wittgenstein había construido para su hermana Gretl en Viena. Allí, tras su visita a esta ciudad en abril de 1946, obtuvo una pésima impresión, según ha contado Friedrich von Hayek: «La sirvienta de Gretl, que lealmente había hecho todo lo que había podido par proteger la casa de la Kundmanngasse, había sido bastante maltratada por los rusos. La situación en general era desoladora y deprimente. Friedrich von Hayek, un primo lejano de Wittgenstein, recuerda que se lo encontró en el tren cuando regresaba de esa visita. Según Hayek: “Reaccionaba ante el hecho de haber encontrado a los rusos en Viena (como ejército de ocupación) de una manera que indicaba que los había conocido en persona por primera vez, y que esto había dado al traste con todas sus ilusiones”. Aunque del todo equivocado al creer que éste era el primer contacto que Wittgenstein tenía con los rusos, las impresiones de Hayek acerca de su cólera y desilusión eran sin duda correctas» [R. Monk 1990, p. 469]. Todos estos datos biográficos revelan las preferencias políticas y sociales de Wittgenstein, en especial a partir de los años 30, que parece ser cuando más despertó su conciencia política, a pesar de su decepción final con el ejército rojo soviético. Pero sus preferencias no podían interferir con su misión, la de la filosofía. En las elecciones británicas de julio de 1945 votó por el Partido Laborista e instó a sus amigos para que así lo hicieran también, pues era la mejor manera de librarse de Churchill [R. Monk 1990, p. 437]. Sin embargo, Wittgenstein siempre fue crítico con los partidos políticos de izquierda, al igual que su amigo Sraffa había sido crítico con el partido comunista de Gramsci. En 1945, Rhees le dijo a Wittgenstein que estaba pensando si debería afiliarse al Partido Comunista Revolucionario (trotskista), tras lo cual vino la siguiente conversación: «Rhees: -Cada vez me doy más cuenta de que estoy de acuerdo con los puntos principales de su análisis y crítica de la sociedad actual, y con sus objetivos. Wittgenstein: -Puede continuar estando de acuerdo como lo ha hecho hasta ahora sin convertirse en miembro del partido.

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Rhees: -Me siento inclinado a decirme a mí mismo hic Rhodus, hic salta» [R. Rhees 1989, p. 323]. Wittgenstein comprendía la motivación política de Rhees, pero también sabía que el filósofo no tiene fácil acomodo en la estructura de un partido político. Como le explicó a continuación, cuando uno es miembro de un partido tiene que representar y decir lo que el partido ha decidido, con independencia de su opinión personal. En filosofía, por el contrario, uno explora siempre diferentes caminos, a veces errando por uno y luego regresando sobre los propios pasos dados para volver a probar otra dirección diferente. Esto es algo que no es útil en la organización de un partido. Los partidos siempre siguen en una dirección y uno tiene que mantenerse en ese camino, mientras que en filosofía uno tiene que estar siempre preparado para cambiar la dirección en que se avanza. Tras esta conversación anotó Wittgenstein en 1947: «El filósofo dice: "¡Ve las cosas así!" -pero con ello no se dice, primero, que la gente las vaya a ver así; segundo, puede que su advertencia llegue demasiado tarde y también es posible que tal advertencia no pueda corregir nada y el impulso para este cambio de visión deba llegar de otro lado. Así es muy poco claro que Bacon haya movido alguna otra cosa aparte de la superficie del ánimo de sus lectores» [Aforismos, § 356]. El filósofo, por tanto, no coincide necesariamente con el pensamiento de un partido, a pesar de sus simpatías políticas. Como anotó en 1931: el filósofo no es ciudadano de una comunidad de pensamiento; esto es lo que le convierte en filósofo [Zettel, § 455]. Por eso, antes que ser el portavoz de la revolución, el filósofo ha de experimentar esa revolución consigo mismo, pues como escribiera un contemporáneo de Wittgenstein, Arthur Schnitzler [1996, p. 365], es consustancial a la revolución ser malentendida por los pedantes, manipulada por los maliciosos y ser tomada por la masa como un destino. Por eso mismo, Wittgenstein expresó en un aforismo a comienzos de los años 40: “Revolucionario será aquel que pueda revolucionarse a sí mismo” [Aforismos, § 260]. Ése era el auténtico espíritu de la revolución, la revolución ética personal, más allá de las estructuras de los partidos políticos, de los regímenes burocratizados y de las academias diletantes. En ese espíritu de lucha consigo mismo sí que fue revolucionario toda su vida nuestro pensador vienés. En eso Tolstoi era muy superior a Stalin, aunque no menos destructivo.

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