Vocación y Orientación
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2. TEXTOS COMO PROPOSICIÓN PERSONAL ANTE
UN PUNTO CENTRAL DE EDUCACIÓN
2.1 VOCACION Y ORIENTACION1
"Si por vocación no se entendiese sólo, como es sólito,
una forma genérica de la ocupación profesional y del
currículum civil, sino que significase un programa íntegro e
individual de existencia..." (“Goethe desde dentro” de
Ortega y Gasset)
"Quería tan sólo intentar vivir aquello que tendía a
brotar espontáneamente de mí. ¿Por qué tenía que serme
tan difícil?" (“Demian” de H. Hesse)
PROLOGO
Han pasado ya casi treinta años de la primera edición de
este libro. Y está vivo como en aquel entonces. Tal vez
porque el objeto sobre el que recae, la razón de vivir de
cada cual, no tiene término.
Vocación y Orientación ha tenido una existencia muy
particular. El autor lo escribió para desentenderse de él en
1 3º Edición chilena corregida, Santiago, Chile, 1997, Registro de Propiedad Intelectual.
Inscripción Nº 100.119
un momento en que creyó que el tema vocacional tenía que
ver con el desarrollo de las personas y que ya no le sería
tan útil pues iba a dedicarse al cambio de la institución
escolar.
No advirtió que buscaba la transformación de la
escuela justamente porque ésta se había apartado de su
misión de servicio de la vocación de las personas, porque
se centraba en ella misma y no en los alumnos que iban a
aprender; porque autonomizaba los saberes sacándolos de
su sentido, de su atadura al crecimiento humano; porque
elegía a los que iba a atender, diciéndole de esa manera a
los otros que los talentos y la vida que habían recibido eran
de escaso valor.
No reparó tampoco en que Pablo de Tarso, en su
Carta a los Romanos, señaló que todo lo que existe, no sólo
el hombre, sufre la ansiedad de encontrarse con la vocación
hermosa a que ha sido llamado.
Pero si el autor se equivocó, el texto escrito hace
treinta años siguió diciendo su palabra y, no sólo ha
sobrevivido por su cuenta, sino que, además, según
diversos lectores, se las ha arreglado para asomarse, de
alguna manera, a los títulos que el autor ha publicado
después.
Su afán de persistencia ha tenido éxito y ha ganado la
oportunidad de ser editado de nuevo. La versión presente
es la misma de la edición primera con algunas enmiendas
en su redacción y diagramación.
Vocación y Orientación sale a cumplir la misión que lo
trajo a la existencia: afirmar que todo es vocación. Que
nadie ni nada existe sin un sentido. Y que dar con este
sentido es realmente vivir.
I. LA VOCACION
I.1 Concepto
Suele emplearse la palabra vocación con varios
sentidos. Se la emplea, en efecto, vinculada a la elección de
carrera profesional y se dice, por ejemplo, que muchos de
los alumnos que desean ingresar a la Universidad no tienen
clara su vocación. Se la utiliza también con el valor de
llamamiento a la vida religiosa y, con decir que alguien
tiene vocación, se está diciendo que ha sido objeto de un
llamamiento especial de Dios. Se la emplea otras veces con
el sentido genérico de inquietud, inclinación o interés por
algún tipo de actividad y suele decirse que tal o cual hecho
despertó en una persona su vocación social, su vocación
política, su vocación deportiva.
Todas estas maneras de emplear la palabra "vocación"
con sentidos separables y distintos se refieren, sin
embargo, a la idea central de llamado, de necesidad
planteada a un hombre concreto por valores y fuerzas que
operan en él desde dentro y desde fuera de sí mismo.
La idea de vocación como llamado está en la
etimología de la palabra -vox, voz; vocatio, llamamiento;
vocare, llamar-. Está asimismo en el hablar común:
afirmamos que "nos sentimos llamados" a algo, aludimos a
"una voz" que nos pone alertas al tomar una decisión. Está
también la idea de vocación como llamado en el pensar de
los filósofos: Ortega, por ejemplo, nos dice en "Goethe
desde dentro" que la vida "posee siempre voz y que por
eso es vocación”; y Heidegger apunta en "Ser y tiempo"
que "la vocación llama desde la lejanía hacia la lejanía".
Lo que interesa, claro está, sobre todo, es averiguar el
grado en que ese llamado está comprometiendo nuestra
vida, lo que puede equivaler a preguntarnos en dónde ese
llamado tiene su origen y hacia dónde nos quiere llevar, a
qué destino tiende.
Los filósofos antes nombrados nos dirán que las voces
a las que llamamos vocaciones vienen desde el fondo de
nuestro propio y concreto existir y que el objetivo y la meta
hacia donde nos quieren llevar es el vivir auténtico, es la
realización de lo que tenemos que ser.
Para Heidegger, el enfrentarse el hombre con su voca-
ción es como asistir al diálogo en que su existencia se
dirige la palabra a sí misma, es como sorprender al ser de
cada cual en el instante en que, perdido entre las cosas y
entre los hechos, oye una voz que lo llama a detenerse y a
buscar el sentido de su peculiar existir, el para qué de su
concreto ser en el mundo. "Por la vocación - nos dirá - es
alcanzado quien quiere que lo hagan retroceder en busca
de sí mismo.”
El "sí mismo" es quien toma el rostro y la voz de la
vocación y llama "desde la lejanía" hacia un tener que ser
escondido -"hacia la lejanía"- para que así el propio existir
cobre realidad, valor y sentido.
No está distante de la de Heidegger la visión que de la
vocación tiene Ortega.
Para el pensador español, la vocación es el tener que
ser que cada hombre lleva dentro de sí. Este tener que ser
posee el paradojal carácter de proyecto ya prefigurado y de
tarea por realizar, de destino por un lado inevitable y, por
otro, inagotable multiplicidad de vías de expresión.
"Vida - dirá en "Goethe desde dentro" - significa la
inexorable forzosidad de realizar el proyecto de existencia
que cada cual es". Y en "En torno a Galileo" afirmará que
"en una de sus dimensiones esenciales la vida humana es
una obra de imaginación".
Este dramatismo vocacional - tener que ser algo ya
dado y tener que imaginar el cómo serlo - le propone como
meta al hombre el auténtico ser. El vigía de esa
autenticidad es la vocación. Así lo dirá expresamente en
"En torno a Galileo": "Y la voz que le llama - al hombre - a
ese auténtico ser, es lo que llamamos vocación".
La vocación, entonces, es para Heidegger y para
Ortega, la voz del sí mismo que llama hacia el sí mismo, la
voz del yo profundo que llama al yo de todos los días a
contemplar y realizar un yo que vive en la profundidad.
A ese yo de la profundidad se refiere expresamente
Ortega cuando, en "Goethe desde dentro", afirma que
"sería lo más claro decir que nuestro yo es nuestra
vocación".
A ese yo llama también "vocación" don Miguel de
Unamuno: En las primeras páginas de "Tres Novelas
Ejemplares y un Prólogo”, don Miguel menciona "aquella
ingeniosísima teoría de Oliver Wendell Holmes" sobre los
tres Juanes y los tres Tomases, es decir, sobre los distintos
Juanes y los distintos Tomases que dialogan cuando Juan y
Tomás dialogan entre sí.
Habría, según Wendell Holmes, el "Juan real"
"conocido sólo para su Hacedor". Habría el "Juan ideal de
Juan", "nunca el real y a menudo muy desemejante de él";
y habría, finalmente, el "Juan ideal de Tomás", diferente a
su vez de los Juanes anteriores. Lo mismo, inversamente,
sucedería con Tomás.
"Pero yo tengo que tomarlo por otro camino", advierte
don Miguel.
"Y digo que, además del que uno es para Dios - si para
Dios es uno alguien - y del que es para los otros y del que
se cree ser, hay el que quisiera ser. Y este, el que uno
quiere ser, es en él, en su seno, el creador, y es el real de
verdad".
"El que uno quiere ser es el real de verdad" cree
Unamuno.
Y ello porque el que uno quiere ser es la voz
incansable que, desde el núcleo de la intimidad, se obstina
en un ser de cierta manera, más allá o a pesar de la
limitación histórica y concreta.
Ahora bien, la vocación, cualesquiera que sean las
formas particulares que presente, no significa sólo una
fuerza interior que empuja y dinamiza al hombre en la
búsqueda y realización de un plan, de un proyecto de vida.
Significa, también, una fuerza exterior, un requerimiento de
la sociedad y de la época que presenta a ese proyecto vital
un marco de acción real, formas concretas, maneras
históricas de expresión.
En un lenguaje necesariamente inadecuado, porque
toda separación del hombre de su contexto social es
injusta, se puede decir que la vocación es, por una parte,
un idioma interior que se aprehende en el recogimiento y la
reflexión y, por otra parte, es una oportunidad, un llamado
de la realidad exterior que propone, o que tal vez impone,
una determinada misión.
Por un lado yo, que tengo que ser de alguna manera,
yo que tengo que desarrollar las fuerzas que pugnan en mí.
Por otro lado, mi grupo, mi entorno histórico, mi país, mi
época, que me proponen un sitio, un lugar, un camino
determinado. Conciliar esas dos fuerzas, aceptar su
sentido, asumir el destino personal y comunitario que en
ellas se ofrece, eso es descubrir, aceptar y seguir la
vocación
Cada hombre está llamado, igual que los demás
integrantes de su especie, a ser hombre, es decir, a buscar
el sentido de su condición humana; y está llamado también
a ser varón o mujer y a buscar, por consiguiente, el valor y
el por qué de su varonía o de su feminidad. Pero, dentro de
estos llamados generales, dentro de estas vocaciones
comunes con otros hombres, está llamado, también, a ser
una experiencia de vida única e intransferible, a vivir su
condición humana y su condición de varón o de mujer, de
manera distinta e irremplazable. Este llamado a ser igual
que otros y ser, al mismo tiempo, original, este
compromiso simultáneo con la vida de los otros y con la
vida propia, esto que se llama "el yo", la vida de cada cual,
esto es la vocación.
Algunos autores, al parecer por claridad didáctica,
distinguen entre la vocación individual que sería ese
llamado al sí mismo, al tener que ser algo o alguien, y la
vocación social que sería el llamado de la comunidad, la
misión, la tarea histórica que ese hombre individual tendría
frente a su ser así.
Pero esta distinción, con ser esclarecedora, parcela la
realidad y perturba la visión del objeto que se quiere
aprehender. Parece, por tanto, preferible la referencia a la
vocación como una totalidad indivisible, integrada,
vinculada desde la entraña al hombre, por ende
comprometida con su dramatismo y su complejidad,
apegada a su inseparabilidad personal, a la vez comunitaria
y original.
El hombre no existe para sí mismo. Tampoco existe
para la sociedad. El hombre-existe-en-comunidad. La
búsqueda de una misión, la búsqueda de un lugar de
servicio a la sociedad, lejos de ser una elección, que puede
o no agregar el hombre al desenvolvimiento íntimo, es una
tarea ligada a su naturaleza, es su modo de ser. El ser uno
mismo y el jugar la vida por el grupo social son el mismo e
inalienable trabajo de llevar a cabo la vocación de hombre.
"Humanidad significa co-humanidad - dice Karl Barth - y lo
que no es co-humanidad no es humano".
Vocación individual y vocación social son, por tanto,
sólo maneras inadecuadas de referirse a la vocación
humana singularizada, esto es, a la vocación personal o,
simplemente, a la vocación.
I.2 Vocación y profesión
Los seres humanos buscan actividades, oficios,
profesiones, formas de vida a las que se sienten llevados
por inclinaciones, tendencias, aptitudes, ideales. Así,
algunos quieren ser médicos, sacerdotes, mecánicos. Otros
sueñan con destacar en la política, el arte, la ciencia, el
comercio. En un momento sienten esas actividades, oficios,
profesiones o formas de vida, como objetivos, como metas
de gran valor y las llaman vocaciones porque intuyen que
en ellas hay respuestas a necesidades fundamentales de su
ser. Sin embargo, hay muchos que no alcanzan esas metas
y que, no obstante, no se sienten llamados a renunciar ni a
sus proyectos ni a sus inquietudes ni a sus capacidades;
mucho menos a la imagen interior que tienen de su vida o a
las exigencias que les impone su realidad histórica.
Es frecuente también que muchos de los que alcanzan
las metas que pretendieron sientan que algo falta, que algo
más vivo e importante, que algo todavía más necesario, les
queda por conquistar. Todo esto se debe a que lo que
parecen metas y objetivos son más que nada caminos,
maneras, formas de vivir la vocación. La vocación se queda
siempre más adentro. Ella es algo que da sentido a esos
caminos, que pone la vida en ellos, que no se acaba cuando
ellos se acaban, que busca otros si ellos se cierran, que los
inventa si no los halla. En una palabra, la vocación es la
personalización, la interiorización de las formas de vida.
La profesión o el oficio pueden estar al servicio de la
vocación de un hombre y, en ese caso, hasta el gesto más
rutinario y cotidiano algo entraña de creación y de alegría.
Pueden, en cambio, no estar al servicio de la vocación y,
entonces, se transforman en esfuerzo y fatiga, en simple
medio de figuración o de ganarse la vida.
La vocación es el destino de cada cual y, por eso, no
tolera ser constreñida por las fronteras de las profesiones,
simples casilleros o esquemas de trabajo, como tampoco
acepta que se la identifique con una actividad específica.
A esto se debe que un hombre que está realizando su
vocación a través de una profesión o un oficio experimente,
sin embargo, la nostalgia de otros oficios o de otras
actividades a las que advierte como formas de vida tan
posibles y tan enriquecedoras para él como las que en el
momento desempeña. Así, el escultor siente que pudo
haber sido monje, el médico piensa que pudo ser político o
maestro, el filósofo cree que bien pudo ser científico o
artesano.
Clara o vagamente, el hombre intuye que la vocación
es lo que él pone dentro de su oficio o carrera, que es el
sentido que le da a su desempeño; más que eso, que es la
manera determinada con que enfrenta su vida. No le
extraña, por tanto, que habite en él una fuerza troncal que
lo empuja hacia ciertas formas de actividad social, que lo
obliga a buscar y a romper esquemas profesionales, que lo
encamina hacia modos laborales ya existentes o que lo
incita a crear modos nuevos. O que, en definitiva, lo puede
descaminar de los caminos más aceptados y seguros para,
desde el punto cualquiera en que se encuentre, incitarlo a
intentar la misión a la que siente ligada su existencia.
I.3 Descubrimiento de la vocación
Como la vocación es lo que el hombre tiene que ser, el
proyecto de vida que tiene que realizar, su tarea más
urgente será descubrir las líneas centrales de ese proyecto.
Deberá saber que esto no es fácil porque cuesta mucho
percibir el destino personal a través de la maraña de
solicitaciones, imposiciones y trabas que el vivir concreto
significa. A menudo, la vida de un hombre determinado
suele ser una copia borrosa de la imagen verdadera que
ese hombre lleva dentro de sí. "Somos tan extraños al yo
que ha vivido como si no se tratara de nosotros", dice en su
"Diario”, Amiel. Pero hay que saber también que no es tan
difícil poner oído a las voces interiores porque, aunque
confusas y entremezcladas, empujan al rechazo o a la
aceptación de hechos, de cosas, de personas. Son voces
que reclaman si no se las atiende y que, cuando una acción
las atropella o las reprime, parecen volverse de tal manera
contra quien no las sigue que la persona sufre y se
disminuye.
Un hombre puede autoengañarse y acometer una
empresa en la que se necesita un coraje que él no tiene, o
una imaginación o capacidad que no posee y podrá hasta
conseguir un éxito externo; pero le será punto menos que
imposible encontrar la alegría pues ésta nace del desarrollo
de las fuerzas reales con que se cuenta y de cuyas
posibilidades y límites es muy difícil no tomar conciencia.
Igual cosa sucederá con aquel que, consciente de sus
talentos y requerido por ellos, se obstina en un quehacer
aislado y estrecho, sin producir los frutos que su comunidad
y su propia plenitud personal le están exigiendo.
Las voces de la intimidad existen y pesan. No hay
quien no sienta sus tirones, sus rebeldías, sus apoyos o sus
desdenes. Las voces de la intimidad tienen poder y, a
través de la satisfacción o de la ansiedad, alertan sobre la
necesidad de un vivir propio y verdadero.
No hay que olvidar, por otra parte, que junto a las
voces de la intimidad, están las voces del mundo exterior,
de la comunidad a que se pertenece.
El hombre, desde que nace, tiene un contorno que
enmarca su proyecto de vida, lo alimenta, lo configura.
Será en un comienzo sólo la madre y los espacios confusos
de la pieza en que se halla su cuna. Será después todo el
hogar y la familia. Se agregará luego la calle, la maestra y
la escuela. Después el grupo, las instituciones, la localidad,
las personas. Luego el país, el mundo, los otros mundos.
Siempre habrá un alrededor, una circunstancia que va
determinando la acción de las fuerzas que operan en cada
cual, limitando esas fuerzas, provocándolas, oponiéndose,
desarrollándolas.
Las que se han llamado, en la vida de los países,
"generaciones" - generación del 98 en España, generación
del año 20 en Chile - no son sino enfatizaciones del poder
que el marco histórico ejerce sobre el destino de un grupo
de hombres.
En realidad siempre hay generaciones, siempre hay
masas de hombres enfrentadas a un destino común. Cada
época y cada pueblo proponen a los suyos lugares y tareas:
la lucha contra el hambre, la lucha contra la enfermedad;
contra la ignorancia; la conquista de la paz y la soberanía;
el desarrollo del arte, la tecnología y la ciencia; el progreso
hacia el vivir en común, el progreso hacia la libertad.
Por eso, la vocación llama también desde fuera del
hombre, desde su hogar, desde su grupo, desde su zona,
desde su país.
¿Qué espero yo, por un lado, de los otros y de mi
pueblo para realizar mi proyecto interior? ¿Qué esperan,
por otra parte, los otros y mi pueblo de mí, para realizar
ellos su proyecto y su imagen? Ese destino de los otros y
mío, mío y de los otros, ese lugar mío, propio e
intransferible en la tarea común, eso es la vocación.
En síntesis, la vocación se encuentra en la conciliación
entre las necesidades individuales y las necesidades de la
sociedad, entre un destino que viene de la intimidad y un
destino que viene de la realidad histórica.
Y esto, no en un sentido grandioso, de héroe
caminando con su raza o con su nación por el desierto. No.
Esto dice del zapatero, del albañil, del maestro, del
estudiante, del ama de casa, que aceptan su misión como
aporte a su vida y a la vida de los otros. Esto dice de
cualquiera persona y de cualquiera misión, de cualquier ser
humano que acepta su destino, no porque sea grande o sea
pequeño, sino porque es el suyo, porque es el que le
solicita su ser íntimo, su familia, su grupo, su pueblo, su
tiempo.
I.4 El seguimiento o lealtad a la vocación.
El descubrimiento de la vocación, en todo caso, el
vislumbramiento de su bosquejo, la percepción primera de
sus líneas centrales, trae consigo otra grave
responsabilidad. Ella es la fidelidad, la lealtad a esa
primaria toma de conciencia.
Doble es la urgencia del hombre frente a su vida: por
una parte buscarla, hallarla, reconocerla; por otra parte,
atreverse a guardarla, decidirse a no apartarse y a jugarse
por ella.
El hombre puede desertar de su vida, coger una
máscara e interpretar un personaje y falsificar a sabiendas
su real destino. El hombre puede suplantarse, ser el
impostor de sí mismo y tejer sobre la inautenticidad su
trama vital. Rara vez esto sucede como un escamoteo
deliberado, como una voluntad de eludir el imperativo
vocacional. Lo frecuente es que el hombre se altere, esto
es, sea otro - alter, otro - en un marco de renuncia
dolorosa a su programa existencial.
La alteración vocacional es ciertamente un gesto
irresponsable. Quien se altera no defiende su puesto, no
ocupa su sitio y trastorna y pone en riesgo la suerte de la
comunidad.
Nadie puede ser solo, nadie sin los otros puede
intentar un camino vocacional. Los desertores, por tanto,
no sólo detienen su propio andar. También, y por el acto
mismo de su deserción, detienen el progreso y el
crecimiento de su grupo social.
Sin embargo, la alteración, más que un movimiento
irresponsable, suele ser el fruto de la debilidad de la
esperanza o del miedo invencible a la soledad.
El hombre tiene una vida breve y quiere vivirla a toda
costa. Toda espera le sabe a tiempo que se escabulle, a
vivir que se le escapa. En su afán de vivir a cualquier
precio, preferirá entonces una vida inauténtica pero
alcanzable a una vida en esperanza y sin fruto cierto.
Por otra parte, la lealtad a la vocación entrevista
requiere contemplación, requiere aceptar la soledad que
hay en toda profunda decisión; a veces requiere - y esto es
más frecuente de lo que se cree - pasarse la vida en
combate, en batalla contra la inhospitalidad de la
existencia; existencia que se porta con algunos como
madrastra intolerable. "La inhospitalidad es la forma
fundamental, si bien cotidianamente encubierta, de ser en
el mundo", dejó dicho Heidegger.
Es tal vez la debilidad de la esperanza y el miedo a la
soledad lo que explica, más que la torpeza, el que un
hombre que ha oído las voces que lo llaman "desde la
lejanía", y camina hacia ellas con decisión, al cabo de un
caminar y caminar sin dar con nada, se descorazone y los
fantasmas que acechan en la soledad le llenen el alma de
temores. Quizás, para no estar solo, preste estima y oído a
voces que no son las suyas pero que, en todo caso, están
allí, están cerca de sus pasos y puede hablar con ellas.
Un hombre tiene que elegir: allá sus propias voces,
lejanas. Acá, las voces extranjeras en cercanía. Seguir
buscando es ciertamente hermoso; pero es también
incierto. Quedarse con lo cercano es renunciar a sí mismo,
pero es tener algo, algo visible que le pertenece y que
mata, de alguna manera su soledad. Ese hombre que no
esperó más sus voces podrá alcanzar un mayor desarrollo,
podrá instalarse con alguna seguridad en una forma de
vida; pero el no haber sido lo que tenía que ser, será un
dolor que le hostigará siempre como una herida no cerrada.
Suele ser la inhospitalidad, más que la
irresponsabilidad, lo que explica que un hombre que se
aferra tenazmente a su voz interior, viva, sin embargo, en
permanente combate con su centro íntimo. Hay una
realidad que, sin tregua, lo detiene, lo bloquea y le ciega
sus cauces de expresión. Las personas que experimentan
este como desatino vocacional hacen pensar en esos
peregrinos, dueños de valiosas monedas, que no
encuentran mercado en el país extraño por que han tenido
que atravesar y que miran desolados el tesoro que, al
parecer, de nada les sirve y del que, sin embargo, no se
quieren desprender.
La lealtad a la vocación es, pues, una tarea dura y la
alegría que ella propone no se alcanza sin trabajo y, a
veces, no sin grave zozobra y decaimiento. Que en la
familia, que en la escuela, que en la salud, que en la
situación económica, siempre surge, en algún punto de la
historia de cada cual, una trampa o una barrera que
entraba peligrosamente el camino vocacional.
Y no es extraño que sea así. El hombre es, por
naturaleza, un ser de límites que están dentro de él y fuera
y que dan a su existencia ese carácter trágico, esa
condición de campo de batalla entre los sueños y los
hechos que han señalado algunos pensadores.
Pero la fidelidad a la vocación no sólo es difícil.
También es posible. Es cierto que requiere valentía,
esperanza, imaginación. Es cierto, sobre todo, que requiere
de apoyo y presencia de otra persona. Pero es, de hecho,
una posibilidad cierta y una realidad tan experimentable y
observable como la realidad de la alteración.
Todavía más. Lo más verdadero que tal vez pueda
decirse de la vocación es que su seguimiento, la lealtad a
ella, es la única alegría permanente, es la única actitud que
produce crecimiento y desarrollo maduro de la intimidad.
Es la opinión frecuente de las personas que, con razón
o sin ella, se apartaron de la vocación que habían
reconocido como la suya, que lo que ganaron en seguridad,
en prestigio, en compañía, conquistáronlo a un precio que,
si pudieran ahora echar la vida atrás, no volverían a pagar.
Es dolorosa, ciertamente, la lealtad, pero la deslealtad
es triste y, no pocas veces, sórdida.
Por eso la autenticidad, el vivir de acuerdo con el
propio ser, no puede definirse solamente como una
responsabilidad, como un aporte de la persona a su
existencia propia y a la existencia de los demás. El vivir la
propia vocación es, más que nada, una necesidad, es una
obstinación de la intimidad, es una exigencia implacable del
ser.
Querer, por tanto, la fidelidad a la vocación y
esforzarse en ella no es una virtud o un valor especial del
que alguien se pueda vanagloriar. No es ese deseo y ese
intento una característica de gentes de alta selección
espiritual. Amar la propia vocación y aventurarse en ella es,
simplemente, buscar el crecimiento normal, es querer la
salud psicológica, es querer vivir con la mayor vida posible.
Así como la infidelidad a la propia vida se siente como
un desasosiego y un creciente vacío y, bajo su sombra,
cualquier lugar en el mundo parece inhóspito, el
seguimiento de la vocación se experimenta como un estar
bien, como un florecimiento, como una no arrebatable
alegría y los lugares que la comunidad ofrece aparecen
deseables y enriquecedores.
Ser fiel a la vocación es el gran bien y el más alto gozo
posible dado que viene desde dentro del ser. "Suma delicia
de las creaturas sólo es la personalidad" - es decir uno
mismo - escribe Goethe.
Las mismas limitaciones con que combate el hombre
no tienen todas el mismo signo y no se oponen todas con la
misma fuerza al desenvolvimiento de la vocación.
Así, algunas pueden ser sólo una prueba circunstancial
y pasajera de la fidelidad; otras pueden ser un desafío
enconado y persistente; otras un muro infranqueable, un
no definitivo que obliga a abandonar un camino; otras, en
fin, un ataque frontal y despiadado al centro íntimo del ser
que pone en peligro no las formas de vida, sino la vida
misma.
Con la excepción de esta última, a la que aludiremos
más adelante, al referirnos a la frustración vocacional, las
dificultades aparecen con algo de enriquecedor al mismo
tiempo que perturban y duelen.
Así hay niños pobres a quienes la miseria que a otros
abate a ellos los empuja y aguijonea.
Así también hay quienes, detenidos abruptamente en
su camino vocacional por una limitación insuperable, han
buscado, no obstante, otros caminos y, por ellos, su
vocación ha vuelto a expresarse con singular brío y fuerza
original.
Es de sobra conocido el caso de ese muchacho de
Alcalá de Henares que buscó en la milicia el mejor camino
para su vocación y que, tronchada su ilusión en Lepanto,
halló en las letras otra expresión de su destino. La
adversidad que marcó hasta extremos increíbles su
existencia no le impidió dejar, para los demás hombres,
una vida y una obra plena de bondad, de idealismo y de
plenitud de espíritu.
El caso particular de Cervantes, en toda su totalidad
de testimonio de vida, puede ser excepcional e irrepetible.
No lo es, en cambio, el hecho general de construcción de
una existencia propia y verdadera a partir de una grave
dificultad vocacional. En la vida de los hombres que nos
parecen comunes, el que busque podrá encontrar
numerosos ejemplos de hallazgos y de construcción de una
vida valiosa a partir de una adversidad.
El dolor y el obstáculo, pues, no solamente hieren y
entraban. También pueden ser apoyo, fortalecimiento y
guía de la vocación. Están ahí no solo para cerrar caminos.
También, y al mismo tiempo, para mostrarlos.
Están, en última instancia, para que el hombre no
confunda profesión con vocación; para que no confunda
oficio, o empleo, o actividad con vocación. Para que no
amarre, a formas hechas o a tareas específicas, su destino
personal que es, por naturaleza, más trascendente, más
complejo, más rico en posibilidades y salidas.
Nada de esto queda claro cuando alguien está en
medio de la dificultad y el dolor se enseñorea de la realidad
y del ser. Pero para quien pueda tener esperanza y pueda
tener fe en el poder de su intimidad - aunque le demore un
tiempo - esto llegará a aceptarlo como verdadero y cierto.
Ahora bien. No están sólo en lo que se suele llamar
dolor, los posibles enemigos de la vocación. Hay un
enemigo a la lealtad de la vocación menos franco y más
sutil que la adversidad pues, cuando se enfrenta con la
vocación, parece ponerse de su lado y a su servicio. Este
enemigo es la adaptación, el acomodamiento, el "saber
vivir".
Nuestro yo necesita de los otros para alcanzar más
plenitud. Necesita de los otros para conocerse mejor y para
desarrollarse. Sin los otros se acaba en el aislamiento y en
el egoísmo; en una palabra en el no ser, en la inercia
vocacional.
A veces, sin embargo, el yo sufre la tentación de no
ser, liberándose de responsabilidades y sometiéndose a la
voluntad de los otros.
Yo no tengo mi camino, yo no tengo mi respuesta, yo
no busco, yo no me comprometo, yo no tomo decisiones
por mí. El camino es el que llevan los otros, ellos dan la
respuesta, ellos fijan lo que se busca, ellos deciden y yo me
apego a ellos y si la vida no me resulta ni agradable ni
buena, al menos no me quedaré solo y tendré pertenencia
en un grupo. Es el miedo a la soledad, es la dictadura del
"se" - se lleva, se acostumbra, se dice - que analiza
Heidegger en su "Ser y Tiempo."
Lo más peligroso de esta traba vocacional es que se
presenta revestida de una máscara que se asemeja al
rostro verdadero de la integración social, que se asemeja al
rostro de la participación.
Las personas sienten que tienen que adaptarse a la
dictadura del grupo social o a la dictadura de la costumbre
o de la doctrina y, como en el cuento popular, venden su
alma a la familia o al partido, o al gremio o a la iglesia, con
tal de ser felices y no poner en cuestión sus decisiones. Son
gentes que al decir de Pèguy, "tienen las manos limpias
pero no tienen manos”. Tienen la vida amparada, tal vez
tranquila, pero no tienen la vida de ellos, su vida, la que les
fue dada como carta de juego y como tarea intransferible.
Algunos tienen la sensación de ser sociables y
normales y llevan un vivir intrascendente y desvaído pero,
en todo caso, sin preocupación por el hoy y el mañana. Su
situación es difícil de modificar porque cuesta proponerles
un riesgo a cambio de su existencia protegida.
Similar a la anterior, pero con un claro matiz
diferencial, está la realidad del inseguro, del que no quiere
quedar mal, del temeroso que es consciente de su fuerza
íntima y que algo hay en él de distinto y singular; pero que
no se atreve a jugar su singularidad por miedo a estar sin
los otros o a estar contra los otros.
Donde estén - en una fiesta, con un grupo de estudio,
en una carrera profesional - los inseguros están contra su
voluntad, a pesar suyo. Pero están ahí porque de otra
manera tendrían que combatir, tendrían que oponerse, y no
se encuentran ni con la fuerza ni con la decisión para
hacerlo.
Estos tienen ciertamente, más remedio que los
primeros. Están descontentos, son conscientes de su
debilidad, de su energía inexpresada, sienten el desajuste
entre la vida que llevan y su vocación. Les falta, no toma
de conciencia sino coraje, no deseo de lucha sino apoyo y
compañía.
Los primeros y éstos se han adaptado y han sometido
su vida a la aprobación del grupo. Pero, mientras aquellos
lo han hecho para no hacerse cuestión a sí mismos y
asegurarse de ese modo alguna forma de tranquilidad,
estos últimos lo han hecho así mientras se encuentran con
alguien que les muestre la raíz de su descontento, con
alguien que les muestre la cara desconocida de la soledad.
La vida de cada cual, pues, es la vocación, es una
misión por descubrir y por realizar. Descubrirla cuesta y
realizarla no se consigue sin dolor y trabajo.
Por eso es que hablar a otro de la vocación no es
hacer claridad en él, sino provocar su intimidad. Hablar a
otro de la vocación es ayudarle a aceptar la parte de
perplejidad que hay en su elección. Hablar a otro de la
vocación, sobre todo hablar sobre su vocación, no es tanto
mostrarle maneras o alternativas, como despertar en él un
deseo inacabable de ser y de ser él, él mismo, en el seno
de una comunidad a la que debe su existencia y su
crecimiento y que le proponen un lugar y una tarea.
I.5 La frustración vocacional.
La frustración vocacional, entendida como el resultado
de una grave dificultad para ser, o como el fruto de un
obstáculo insuperable que paraliza nuestros anhelos y
nuestras potencialidades, es una experiencia que requiere
una aclaración.
Es un hecho innegable que el mundo de los hombres
está plagado de seres insatisfechos por el desacuerdo entre
la vida que han soñado y la vida que les tocó. Hay
príncipes en los arrabales, hay esposas en permanente
espera, hay madres sin hijos, hay maestras tras las
ventanillas de una oficina de correos, hay sacerdotes sin
iglesias, hay médicos que son correctores de pruebas.
En cada uno de estos casos está latente o expresa una
profunda sensación de ansiedad, una no aceptación de la
vida actual.
Esta vivencia, esta angustia de no ser lo que se
quería, este desdoblamiento doloroso entre una vida
soñada y una vida real y concreta, se da, si no en todas las
personas, al menos en buena parte de ellas. Si no de un
modo permanente, al menos en momentos o etapas de su
desarrollo.
En algunos hombres, sin embargo, se produce en un
grado de profundidad tal, que el no poder ser lo que desean
se traduce en un no poder ser en la vida en general, en un
no poder tener una existencia elementalmente normal.
Las personas enfermas de frustración vocacional se
sienten como gravemente disminuidas, cargadas de
agresividad ante el éxito ajeno, desconfiadas ante la
posibilidad de la belleza o de la amistad. A menudo, o viven
en silencio una existencia opaca y sin destino, o se llevan a
golpes con la vida, en un combate anárquico, en que sólo la
vivencia de la lucha sin fin les da la sensación de subsistir,
de estar en vida.
Los motivos del por qué se llega a esta frustración son
múltiples y el impacto que esos motivos provocan varía de
una persona a otra. Así, algunos caen en ella por la pérdida
de un ser amado, otros por no alcanzar un determinado
cargo, éste por no haber ingresado a la universidad, el de
más allá por una baja calificación. Siempre habrá un hecho
permanente o esporádico, que tiñe la vida entera de
fracaso o desesperanza.
Ahora bien. La posibilidad de enfrentamiento de esa
realidad que llamamos frustración vocacional puede
hallarse a partir de otra realidad tal clara como la existencia
de esa frustración.
Esa realidad es la que muestra que un mismo o
parecido tipo de frustración puede ser producido por muy
diversas causas y que, ante un mismo y similar motivo
frustrante, las personas suelen reaccionar de diferentes
maneras.
Si pudiera admitirse que la personalidad de cada ser
humano está expresada en varias capas desde dentro hacia
fuera, respondiendo cada una de ellas a un distinto
compromiso de las cosas con la intimidad. Si a partir de
esa imagen se admitiera que hay hechos, realidades
objetivas, que suelen afectar a la capa más íntima de la
persona, a su núcleo, a su raíz existencial, mientras hay
hechos y realidades objetivas que suelen afectar, en la
mayoría de los casos, sólo a las capas más exteriores; si se
admite, por ejemplo que, en general, no afecta de la misma
manera a las personas la pérdida del ser amado que la
pérdida de la oportunidad de un viaje o el fracaso de una
asignatura en la escuela; si se admite, en suma, que hay
casos en que la frustración vocacional parece justa y
explicable, tal vez de obvia comprensión, mientras que en
otros casos parece desproporcionada ante la causa que la
ha provocado, estamos posiblemente cercanos a una vía de
enfrentamiento de la frustración vocacional.
En efecto, mientras una frustración no afecte
gravemente a la intimidad del ser y más bien se asiente en
capas menos interiores, no será tan difícil salir de ella si se
crean las condiciones necesarias.
No se trata, por cierto, de postular que los seres
humanos reaccionan o deban reaccionar ante los
acontecimientos de su vida según una ordenada y
jerárquica escala de valores. Las personas son mucho más
ricas, complejas e imprevisibles en su respuesta ante las
cosas, que lo que el más sabio hacedor de normas pueda
suponer.
De lo que se trata es de aceptar la hipótesis según la
cual, aunque, subjetivamente, un hombre, frente a un
obstáculo para él insuperable, sienta que su vida ha perdido
raíz y sentido, no obstante subsiste la posibilidad de que
haya en él zonas más profundas, aún no dañadas o no
gravemente heridas, tocando las cuales puedan de nuevo
surgir la esperanza y un nuevo deseo de vivir.
Es riesgoso afirmar que para todo caso de frustración
vocacional, para toda forma de sinsentido que pueda
afectar a la historia de una persona concreta y
determinada, haya siempre salida.
Se puede hablar acerca del sentido de la vida o del
sentido del dolor, o del sentido del fracaso, y decir cosas
verdaderas y hermosas que pueden iluminar certeramente
la vida de las personas. Ello se ha hecho así y casi no hay
quien no pueda contar sobre el impacto que alguna
sentencia o frase relacionada con esos temas ha producido
en su conducta.
Pero no se puede hablar, con la misma
responsabilidad, del dolor o de la vida, a una persona
singular, a un ser humano histórico, real, que está
enfrentado a su adversidad.
Si cuesta hablar de soluciones a una persona cogida
por un dolor no estable o no profundo, esto se torna
particularmente penoso cuando la adversidad ha llegado
hasta el centro mismo del ser y las fuentes últimas de la
esperanza han sido dañadas.
Quien se acerca a un hombre gravemente herido en su
proyecto vocacional, en la imagen fundamental que él tiene
de sí, difícilmente puede eludir el sentimiento de oquedad,
de torpeza, que tiñe su gesto y su lenguaje. El otro se ve
disminuido, abrumado, enfermo; uno está,
momentáneamente, al menos, sano; el otro está dentro de
su dolor, dentro de su problema, bajo una amenaza real a
su ser; uno se siente inevitablemente afuera, más acá, no
atacado. Entre el hombre frustrado y el hombre que trata
de darle apoyo está la enorme barrera de lo que uno y otro
están viviendo en la radical incomunicabilidad de la vivencia
personal.
No se trata, por cierto, de negar aquí el valor de la
comprensión y de la empatía; mucho menos el valor de la
amistad y la solidaridad. Menos todavía el valor del amor.
De lo que se trata es de tener presentes dos
componentes de la experiencia humana: el primero es que
el hombre es un ser inevitablemente solo y que no puede,
en lo esencial, comunicar a otro la intensidad y el carácter
de su soledad; el segundo, que no son la ideas o los
consejos los que sacan a una persona de un grave conflicto,
sino las condiciones reales de superación que ella se cree o
se le creen.
Se pueden, en efecto, escribir libros acerca del dolor y
acerca de la victoria sobre el dolor. Se puede, incluso,
aconsejar, con sabiduría a una persona concreta, sobre la
más alta, sobre la más posible manera de salir de su
conflicto. Lo que es, sin embargo, abiertamente difícil es el
presentar caminos y soluciones sabiendo, al mismo tiempo,
que la salida a la frustración que experimenta una persona
determinada no depende tanto de las ideas que maneje
como de las condiciones, de las fuerzas reales con que
cuente al encontrarse con la adversidad.
No es que no pueda hablarse, por tanto, de salidas a
la frustración vocacional. Hablaremos de ellas; pero
importa prevenir sobre la esterilidad de las palabras, sobre
la vacuidad de los axiomas y las normas, cuando se los
emplea desde fuera hacia adentro, cuando se cree en ellos
como instrumentos que sirven por sí solos y que tocan por
igual a todas las personas.
El que habla a otro del sentido que tiene la vida, o del
valor permanente de la esperanza, dice la verdad y, por
consiguiente, puede hacer un gran bien. Pero si no quiere
herir innecesariamente, tiene que marcar su actitud con
una doble toma de conciencia. Una, la de que cada persona
necesita, no la verdad, sino la verdad para él; y otra, la de
que existe un abismo entre el ayudar a otro a descubrir su
posible verdad o su posible camino y el ayudarlo real y
profundamente a crear las condiciones por las cuales esa
verdad y ese camino descubiertos puedan transformarse en
verdad y camino conquistables y asibles.
Sólo si se tienen presentes las anteriores considera-
ciones es posible hablar de salidas de la frustración voca-
cional.
En efecto, la frustración vocacional, de hecho, no
afecta siempre con gravedad extrema a la intimidad y, por
ende, no sólo desde la teoría sino desde el campo mismo
de la experiencia práctica, es posible extraer conclusiones
susceptibles de inspirar la conducta de una persona en
conflicto.
II. ALGUNAS FORMAS DE FRUSTRACION
VOCACIONAL
II.1 No personalización de la forma de vida.
Hay una frustración que se produce por una no
personalización de la forma de vida.
Puede ser un dentista que arrastra su profesión y su
trabajo como un fardo odioso. Gana bastante dinero, lleva
una situación confortable, goza de prestigio en su gremio,
tiene hijos sanos y normales; pero él se siente a disgusto y
está permanentemente tenso y agresivo.
En el diálogo con él, se ha visto que el motivo más
relevante de su actual estado es la visión que él tiene de su
trabajo como una tarea monótona y despersonalizada, sin
influencia social.
"Ahí está el médico - dice - frente a un ser humano,
sentado, con tiempo, conversando como un hombre habla
con otro hombre. Ahí está el maestro en directa relación
con la vida y con el desarrollo de los niños. Ahí está el
ingeniero, abriendo caminos para que la gente comercie, se
movilice, aumente su riqueza; yo acá, en cambio, no tengo
acceso a toda la persona y paso el día trabajando en un
horizonte estrecho e invariable, mientras el país se
desarrolla, mientras otros leen, mientras otros influyen en
los cambios de las personas y en las transformaciones de
las cosas".
Es posible, modificar la vivencia de frustración
vocacional de este hombre, si se le ayuda a personalizar su
profesión. Si él se diera tiempo para ver a la persona que
sufre y no sólo se quedara con el malestar local del
paciente; si aceptara su influencia determinante en la salud
y , por ende, en el desarrollo normal y favorable de sus
enfermos; si advirtiera el poder casi mágico que guarda en
sus manos para curar el dolor; si entendiera que sus
palabras pueden intimidar o dar confianza, pueden
amedrentar a un niño tranquilo o pueden animar y hasta
curar de su temor a un niño tímido; si, en una palabra,
jugara su sello personal y pusiera su condición humana y
su singularidad dentro de su trabajo, su tarea tomaría otro
giro y otro sentido.
Victor Frankl, en "Psicoanálisis y Existencialismo",
propone una salida a este tipo de frustración en la
conciencia del cumplimiento del deber. "Un hombre
corriente – dice - que cumpla realmente con los deberes
concretos que le plantean su familia y su profesión es, a
pesar de la "pequeñez" de su vida, más "grande" y ocupa
un lugar más alto que cualquier "gran" estadista que tenga
en sus manos la posibilidad de disponer de un plumazo de
la suerte de millones de hombres, pero que no gobierne sus
actos ni tome sus decisiones con arreglo a la conciencia del
deber".
Es posible que, en algunas personas, la sensación de
estar cumpliendo con su deber les preste un especial
sentido a lo que están haciendo y que, en ellos, la
afirmación de Frankl tenga un relieve particular. Sin
embargo, parece que un camino más profundo y más
seguro para superar una frustración producida por el
sinsentido de la vida profesional o del trabajo, está más
bien en la personalización de la forma de vida, es decir, en
la personalización del oficio, de la actividad, de la carrera
profesional, del empleo.
Lo que da realmente sentido al quehacer del pequeño
funcionario, o del lechero, o del cirujano, es la conciencia
que ellos puedan tomar de la necesidad social de su tarea y
de las posibilidades de expresión original que esa tarea les
presente. El sentido de un oficio está en ser como ese
zapatero que propone Unamuno, el cual de tal modo hará el
calzado a sus parroquianos, que le echarán de menos
cuando se les muera. “Se les muera" y no sólo "se muera",
comenta certeramente don Miguel en su ensayo "Del
sentimiento trágico de la vida".
Así como el dentista a que antes aludíamos veía su
profesión como un obstáculo a su expresión y desarrollo
humano singular y consideraba con envidia las funciones
del médico o del maestro, así también hay médicos y
maestros que, aquejados a su vez de frustración
vocacional, querrían cambiar por otro el oficio que
desempeñan.
En el propio seno del magisterio, si no el más
enriquecedor de los oficios, al menos uno de los más ricos
en posibilidades de humanidad, de originalidad, de
creación, de decisiva influencia en el crecimiento de las
personas y en el cambio social, en el propio magisterio, hay
personas que ya no hallan destino a su trabajo, que han
perdido sentido, que han hecho de sus lecciones una larga
e inacabable página de aburrimiento y que esperan con
impaciencia el día de la jubilación, el día del término de una
labor para ellos, cansadora y tediosa.
Hay, por tanto, trabajos más abastecidos que otros en
posibilidades de expresión personal, pero la riqueza central
y determinante la ponen siempre las personas que ejecutan
esas tareas y esos trabajos.
No es tanto lo que no posee lo que perturba a un
hombre como el no sentir suyo lo que en el momento tiene.
Puede sufrir el hombre por no tener un título profesional,
por no conquistar el empleo que pretendía, por no ser
admitido en determinado círculo de actividades; pero lo que
lo hunde verdaderamente y lo abaja es el no poder ser él
donde está, el no poder aportar sus fuerzas propias, el no
sentir su peso en las cosas que hace.
Por eso, si una persona no encuentra sentido en su
trabajo, tiene que buscar la manera de personalizarlo. Si,
pese a sus esfuerzos, esto le es imposible, no tiene más
remedio que abandonar la actividad que desempeña y que
se opone inevitablemente a su expresión personal.
Pues si la permanencia en una actividad o empleo
lleva a un hombre al límite extremo de la inadaptación y no
ya su estabilidad funcionaria, social o económica se ha
puesto en peligro, sino su propio desarrollo humano
normal, es decir, su proyecto vocacional de vida, entonces
la separación del elemento traumatizante, en este caso la
ocupación profesional, es el único camino posible de la
salida de la frustración.
En estas circunstancias opera la enseñanza de Don
Juan Manuel, con su ejemplo acerca "de lo que aconteció
con un zorro que se hizo el muerto". Un zorro que no
alcanzó a huir oportunamente de una aldea hacia el campo,
en espera de la noche, se tendió como si estuviera muerto
en la calle y soportó estoicamente que los vecinos le
arrancaran dientes o partes de su pelaje; pero al querer un
hombre arrancarle el corazón, se puso bruscamente en pie
e intentó la fuga. En verdad, todos los esfuerzos caben para
mantenerse alguien donde está cuando no cabe otra cosa;
pero, cuando esa permanencia entraña una amenaza cierta
contra la propia vida o, lo que es lo mismo, contra la propia
vocación, entonces todo riesgo, aun el más grave, puede, y
debe ser corrido.
II.2 Subordinación de la vocación a la forma de vida.
La frustración vocacional puede también producirse
por una subordinación de la vocación a la forma de vida.
Esto sucede en personas que no tienen tanto interés
en realizar su vida, la que les es propia y esencial, como en
alcanzar una meta profesional y permanecer en ella. Estas
personas, más que ser ellas mismas, se obstinan en ser
médicos, abogados, administradores. O, dicho tal vez de un
modo menos duro, estas personas no ven otra manera de
realizar su vocación sino a través de una determinada
actividad a la que no pueden renunciar. Afirman que, de no
tener tal oficio o tal profesión, o de no estar en tal o cual
tarea, su vida carecería de significación y no sabrían qué
hacer con ella.
Puede acontecer entonces que estas personas no
logran lo que han soñado, no alcanzan la meta única que
pretendieron y a la que han amarrado indisolublemente su
destino y todo el vivir de ahí en adelante pierde para ellos
sentido; todo les parece ingrato y ajeno.
Puede suceder también que estas personas alcancen la
meta que se fijaron y que, durante meses o años, gocen de
esa conquista. Pero, al cabo de un tiempo, las limitaciones
inherentes a todo esquema profesional, a las que hay que
agregar las limitaciones históricas de cualquier oficio,
pueden empezar a borrar la fascinación inicial y a destacar
las barreras que en un comienzo no vieron. Puede suceder
entonces que la vocación real, la vida verdadera que no
tolera impunemente el atropello de ser enclaustrada en una
sola y excluyente forma de vida, surge, irrumpe con sus
leyes y la persona entra en conflicto.
Acontece en estos casos que la persona no advierte su
problema como una lucha entre su vida y la profesión,
como un desacuerdo entre su proyecto íntimo y la actividad
que ejerce sino que, obstinada como está, en el apego a su
forma de vida, experimenta su desazón actual como una
deslealtad a la propia vocación personal a la actividad o el
oficio, a los que identifica como su vocación.
A veces ocurre esto por circunstancias negativas que
rodean el trabajo elegido. Un hombre, por ejemplo, se
apega a una actividad o carrera cuyo bajo o precario
rendimiento económico no le permite elementalmente vivir.
Este hombre, si por esta situación sufre una crisis, para
permanecer en la profesión elegida, apelará, tal vez, un
tiempo, a su heroísmo, a su energía vocacional; pero, tarde
o temprano, las fuentes de su generosidad empezarán a
dar señales de agotamiento. Es posible que la escasez de
dinero determine que su propio sentido del honor se ponga
en peligro y que, por otra parte, se arriesguen las
condiciones que él considera básicas para resguardar la
salud y la educación de sus hijos. Entonces quizás
acontezca que no pueda obligar a los suyos, a su familia, a
su grupo, a un esfuerzo todavía más prolongado, sin
amenazar gravemente el crecimiento normal, la alegría
propia del vivir, de los que están con él. Si esto ocurre, él
mismo, su ser mismo, su último reducto ideal, puede ser
abatido por la contrariedad.
Y si, finalmente, interpreta la derrota ante tanto
esfuerzo como la victoria de lo "económico" sobre lo
"espiritual", algo así como la victoria de una realidad
inferior sobre otra superior, un denso descontento consigo
mismo se instalará en él.
Si, pese a todo, decide mantenerse en el oficio que
ama y que lo asfixia, su estilo personal tomará un aire
entre heroico y amargo, que en ningún caso será alegre,
porque no provendrá desde dentro de sí. Si, por otra parte,
hace dejación del oficio, a donde vaya irá con la nostalgia
del bien perdido y ningún bienestar le hará olvidar "la voca-
ción" a la que no fue leal.
Una situación todavía más grave se produce cuando el
conflicto vocacional se genera, no en alguna circunstancia
más o menos susceptible de mudanza, más o menos
concomitante con la forma de vida, sino en la naturaleza
misma de la actividad, en componentes esenciales de la
profesión elegida.
Es la configuración estructural, entonces, de la tarea o
del oficio, la que se yergue contra el hombre y lo amenaza
y lo aprieta y parece quitarle la libertad.
Eso ha pasado, por ejemplo, con algunos sacerdotes
católicos del rito occidental que tuvieron que asumir
simultáneamente dos formas de vida, el celibato y el
sacerdocio, y a quienes el tiempo les ha hecho intolerable
esa simultaneidad.
Ha sucedido así con algunos que sólo quisieron ser
célibes y que, al ver que en su grupo social el celibato no
era claramente aceptado y era más bien objeto de torcidas
interpretaciones, buscaron un oficio en que esa forma de
vida no fuese discutida. Encontraron entonces el sacerdocio
católico y lo tomaron. Un tiempo llegaron verdaderamente
a amar el trabajo pastoral inherente a ese oficio; pero un
día tuvieron que reconocer que esa labor se les hacía
penosa, que no sentían una inclinación decidida hacia ella y
que sólo querían apartarse del camino normal de los demás
hombres para dedicarse al estudio, a la ciencia, a la
reflexión.
Ha sucedido también con otros que llegaron a ese
ministerio porque simplemente quisieron ser sacerdotes,
porque quisieron esencialmente servir y presidir una
comunidad de fieles y que se encontraron, no obstante, con
que no podían llegar a esa meta si no aceptaban
simultáneamente ser célibes, forma ésta de vida que ellos
no buscaban. Fascinados como estaban por el sacerdocio,
asumieron el celibato pero, pasado un tiempo, su verdadero
proyecto personal, su vocación no célibe se les enfrentó
resueltamente y los puso en crisis.
A unos y otros, algo que en el momento de la decisión
no vieron o no pesaron en profundidad, esto es, que los
oficios son estructuras ya hechas mientras las vocaciones
son estructuras por hacerse, se les vino de pronto encima
desconcertándolos y hostilizándolos.
Ahora bien, si el que sufre la experiencia de una
frustración profunda en razón de la actividad elegida ha
hecho un solo todo de su vocación y de su forma de vida y
se siente, por ende, estrechado a su oficio como a su propio
cuerpo, entonces la insatisfacción más honda toma
posesión de él, se instala en el centro de su intimidad y
cada hecho, cada signo que le pone implacable el problema
entre los ojos, él lo toma como una avanzada de la
infidelidad, de una infidelidad a la vocación, al propio ser.
Por lo que antes se ha dicho acerca de la relación
entre vocación y profesión, entre vocación y oficio o
actividad, podrá colegirse que uno de los caminos más
ciertos de salida de este tipo de frustración sea la puesta en
su sitio de la vocación, la toma de conciencia del real
destino personal.
Los oficios y las tareas, las formas de vida - médico,
vendedor, periodista - son expresiones concretas,
elecciones particulares de una vocación central y única.
Estas elecciones o vocaciones particulares exigen una
lealtad, pero una lealtad que sólo coge su dimensión
auténtica de su arraigo real en la vocación básica, en la
vocación de cada hombre a jugar su vida singular más allá
y por encima de las formas y maneras. Ninguna forma es el
hombre mismo, ninguna manera agota el destino original.
Un hombre puede ser tan fiel a su vocación
abandonando una forma de vida como permaneciendo en
ella. Dicho de otra manera, ni en el permanecer en una
forma de vida ni en el abandonarla puede leer un hombre la
fidelidad o la infidelidad a su vocación. La fidelidad o
infidelidad a la vocación le será señalada solamente en las
razones profundas de lo que hace, en el por qué abandona
o permanece en una determinada forma de vida. En una
palabra, la lealtad se juega en el corazón, en la intimidad,
en un centro donde difícilmente llega la mirada de los
demás y en donde están siempre alertas las exigencia
profundas de la vida de cada cual.
Quien esto ignora y subordina su vocación a una
determinada forma de vida - llámese ésta oficio, carrera,
actividad, estado - o el que llama vocación a lo que no es
sino un cauce o una expresión parcial de ella, está en un
inminente riesgo de frustración.
A la tristeza de tener que abandonar una forma de
vida a la que se ha querido, y dentro de la cual, o a través
de la cual, ha crecido una vocación, no vale la pena agregar
gratuitamente la tristeza de la infidelidad, de la deslealtad a
la vocación. Cuando esto último llega a suceder, sólo el
retorno a las fuentes, es decir, el retorno a una visión más
honda del por qué de la vocación y de la vida, y del cómo y
del para qué de ella, puede romper la frustración y permitir
un renacimiento.
Si dentro de una misma forma de vida, dentro de un
mismo quehacer o estado, hay hombres que están
contentos y otros que no lo están, unos en camino de
realización y otros en camino de aniquilamiento, es bueno
aceptar la posibilidad de que en la propia forma de vida
elegida esté el motivo del desarrollo o el motivo de la
perturbación.
De hecho hay quienes aciertan con una forma de vida
y, aunque atraviesan por duras dificultades, permanecen en
ella, porque las fuerzas de la plenitud y de la alegría que
ahí encuentran tienen más peso que la dificultad que esa
forma de vida trae consigo. Otros, en cambio, yerran y la
equivocación en la elección de la forma de vida les acarrea
una natural incapacidad para, a través de ella, encontrar
caminos de realización.
Lo que verdaderamente importa, por tanto, tener en
claro es que el quehacer que nos da crecimiento y el que
nos causa opresión no son lo mismo que nuestra vocación,
sino datos sobre ella, medios, instrumentos y signos que, si
nos producen desazón o nos producen contentamiento, no
lo hacen por sí mismos sino por su capacidad de vinculación
con nuestra vida singular, con nuestra vocación primera y
original de ser nosotros mismos.
La vocación está siempre más allá de los esquemas
profesionales y está siempre más allá de las formas hechas
que se conocen con el nombre de oficios y actividades.
II.3 El bloqueo de las vías de la felicidad.
Hay una forma de frustración vocacional que nace más
adentro todavía de las anteriores y es aquella que deriva de
una tristeza básica, de un pesimismo radical, de una
especie de bloqueo permanente de las vías de la felicidad.
Las personas que experimentan esta vivencia se ven
amargadas, melancólicas, agresivas, como poseídas por un
descontento que les hubiera sido dado junto con la vida.
Hagan lo que hagan, estén en una actividad o en otra,
todo, a la larga, parece dolerles y estar en su contra. Nada
se da como ellos quisieran, ni en el amor, ni en la vida so-
cial, ni en el trabajo, y el tropiezo y el desencanto dan la
impresión de seguirles a todas partes.
Quien de fuera las mira no puede eludir la tentación de
pensar que, más que toparse con las dificultades estas
personas parecen llevarlas, andar con ellas. Todo pasa
como si los problemas se generaran no tanto en su
circunstancia, en su mundo exterior, como en el seno de su
intimidad, en su ser así, en su disposición habitual para lo
que les presta la vida. Dan la impresión de que, cuando el
fracaso llega hasta ellas, ellas ya han llegado hasta el
fracaso.
No es difícil percatarse de que la imagen ingrata que
estas personas proyectan tiene su origen en un trastorno
profundo de la intimidad. Tal vez se ha producido en ellas
un bloqueo insuperable de las vías de la felicidad, es decir,
una parcelación constante de la percepción de su mundo
por lo cual, mientras lo lamentable y lo sombrío se reciben
magnificados, hay una perturbación, una incapacidad para
tomar lo hermoso y lo gratificante que otros recogen no
sólo en los sucesos amables sino hasta en los hechos más
grises, comunes y rutinarios.
Algo ha pasado en ellos, algo ha penetrado hasta su
centro y su interioridad y ha dañado la zona en que se
guarda la alegría y ha cortado los puentes por donde suele
penetrar la belleza.
Ese algo, al que por usar una expresión genérica
hemos llamado el dolor, está ahí y no los deja ver. Tal vez
llegó un día de súbito y se instaló en ellos para no salir
más. O tal vez se vino lentamente, como la lluvia, y se fue
acumulando hasta cegar los cauces de comunicación.
El hecho es que estos hombres no ven sino lo que los
atormenta, no reciben más que lo cruel, lo desordenado y
lo incierto. Si antes tuvieron una vivencia de plenitud ya no
la recuerdan; si ahora tienen algún contacto con la alegría
no la ven, no les llega.
Paradojalmente, el hombre que tanto sueña con
palabras como lo verdadero, lo objetivo, lo real, se mueve
dentro de condicionamientos que lo enmarcan sin darle
tregua. Y no tan sólo no coge toda la realidad sino que,
además, ignora que no la ha cogido. Ignora, por ejemplo,
que lo que en un momento ve depende de lo que ha visto
antes y que el dolor o la alegría que ahora le llegan le
habían salido antes al paso y ya andaban con él.
El hombre no es consciente de su parcialidad y, por
eso olvida que es un ser inarmónico, un ser que selecciona,
un ser de límites y fronteras. El hombre tiene tendencia a
sobrestimar su capacidad perceptiva y a creer que lo que
ha experimentado y lo que ante sí tiene, no admite otro
lado, no puede tomar otro color; él no sabe que elige
siempre por retazos y que siempre prefiere ya lo
anecdótico, o lo ideal, o lo intelectual o lo afectivo. O, a
veces, lo sombrío, lo triste. "Leemos mal el
mundo - escribe Tagore en "Los Pájaros Perdidos" - y
decimos luego que nos engaña".
Es muy difícil, por todo lo dicho, modificar en un
hombre con este tipo de frustración, su punto de vista. Por
un lado, se resistirá a mirar con otros ojos su propia vida.
No es asunto de visión - dirá él - sino de hechos, de cosas
que han pasado, de realidades que están ahí y que
porfiadamente se imponen a quien las mira. Por otra parte,
un cambio en el punto de vista no es sólo un cambio en el
punto de vista. Es un cambio en el hombre, es una
transformación en la raíces del aprehender y del sentir que
no se obtiene por consejos ni por doctrinas, sino en la
fuerza lenta del apoyo personal, en el juego del tiempo de
alguien en el tiempo de otro.
Pero tal vez es posible ayudar a una persona a salir de
la frustración producida por una percepción amarga de su
vivir, si se la lleva a la contemplación total de lo vivido.
Un hombre podría romper su estado habitual de
tristeza y de soledad si pudiera recibir su vida tal y como
realmente le ha sucedido.
Las cosas que una persona concreta toma del mundo
no son de una sola tonalidad ni tienen un solo lado. Verlas
en su totalidad obliga a dar un rodeo, a detenerse, a
reflexionar.a abandonar un punto de vista único. Quien
mira una mesa desde abajo no ve lo que está encima de
ella; tampoco ve la mesa.
Así como el niño va aprendiendo progresivamente que
los objetos tienen más caras que las que se ven a primera
vista, así también un hombre puede ir aprendiendo que lo
que se llama la realidad es algo que tiene más caras que
las que se observan de un modo directo. Un hombre puede
llegar a aprender que los hechos y las cosas y las personas
tienen lados, aristas, volumen y configuración inagotables
para el que quiere desentrañar todo lo que encierran, todo
lo que significan.
Es posible que la misma mujer cuya amargura haya
sido generada por una dejación forzosa de la vida
profesional y por un confinamiento no deseado en el hogar,
guarde en una zona dormida de su intimidad la capacidad
de resonar o la capacidad de florecer ante la contemplación
de los hijos sanos y despiertos que, por su "confinamiento"
han crecido en alegría.
Es posible que el muchacho abrumado por los
continuos fracasos escolares disponga, sin saberlo, de la
suficiente imaginación y audacia para salir adelante en su
empleo, o en un negocio, o en cualquiera actividad en que
juegue los valores que ha recibido y que están esperando
que él los acepte como dones, tanto o más poderosos que
los triunfos en la escuela.
Siempre la vida ha dado más a cada hombre de lo que
cada hombre admite como recibido de la vida. Aun el que
se siente más pobre y rechazado está en situación de llevar
su riqueza al vivir de otro; incluso, puede estar en situación
de rescatar a otro de la decepción.
Un hombre triste, en efecto, no es sólo un hombre
triste, ni un hombre desesperanzado. Un hombre triste es
un hombre bloqueado, un hombre adherido a la adversidad,
un hombre ciego a las maravillas que los demás reciben de
él, a las maravillas que él posee dentro de sí, pero que su
intimidad herida no ha registrado ni ha podido agradecer.
En el total de lo recibido, entonces, en el total de lo
que nos ha sucedido, hay una puerta clara de salida de esta
frustración vocacional.
No se trata, por tanto, de oponer la ilusión y la
fantasía a la realidad, sino de enfrentar esa realidad
determinada que duele, con esa otra realidad más
completa, más polifacética que es la realidad personal total.
Se trata de aceptar la invitación a mirar esa parte de la
propia vida que no ha sido todavía vista. Se trata de
aceptar que, junto al sentir que arde ante los ojos hay otro
sentir que, calladamente, espera ser llamado a la
conciencia.
Los hombres que permanecen un largo tiempo en
prisión o en una cama de hospital no logran entender el
tiempo que perdieron sin gozar de lo que antes,
ligeramente, llamaron rutina, inercia o monotonía.
Apretados en la estrechez de su limitación actual, sueñan
con esas cosas rutinarias a las que antes no otorgaron valor
alguno, sean ellas el cruzar una calle o el subir a un
autobús o el abrir lentamente la puerta de su casa.
Así es la condición humana. Necesita perder lo que
posee para reparar en su valor y en su peso. Necesita
poner en riesgo una realidad definida como triste vida, para
descubrir que esa definición es demasiado estrecha y no
refleja la riqueza del objeto que intenta descubrir.
Por eso, ayudarle a un hombre a descubrir la
complejidad de los hechos, es darle un camino de
liberación, es abrirle una vía de acceso a su verdad.
Ayudar a un hombre a tener más completa
información sobre sí, es ensanchar el marco de referencia a
su sí mismo, es darle otro contexto de percepción de su
vivir, una visión diferente de la que hasta entonces ha
reconocido como su imagen.
Y quien admite que su vida puede ser más compleja y
tal vez, de alguna manera diferente a la que ha percibido,
admite, sabiéndolo o no, una visión nueva, una revisión,
en última instancia admite un posible sentido, una posible
salida a su soledad y a su pesimismo.
II.4 La pérdida de la razón de vivir.
Hay, finalmente, una frustración vocacional que deriva
de la irrupción brutal de la adversidad en el centro íntimo
del ser. La persona que la experimenta pierde pie en su
interioridad, se desequilibra su raíz profunda y se pone en
riesgo de muerte: es la frustración producida por la pérdida
de la razón de vivir.
Se ha dicho ya, antes, que nada más aventurado que
hablar de salidas a la frustración vocacional cuando ésta
deriva de un daño grave de la intimidad; que una vocación
profundamente herida no tolera las palabras y no reacciona
con las verdades ni con las doctrinas.
Quien ha sufrido un daño en el núcleo de la
interioridad, está recogido, replegado, encerrado con él, en
un gesto que aparta la comunicación y el diálogo.
Por esto es muy difícil y se hace casi odioso, el hablar
aquí, de nuevo, de la posibilidad de una salida.
Sin embargo, existen personas que han trascendido
esta terrible prueba. Ellas han dicho que sólo una fuerza en
que antes no habían reparado, una fuerza venida desde
una zona imprevista de la intimidad, puede explicar su
encuentro de una tarea nueva por hacer y su continuación
en una vida con sentido.
Esta fuerza es la esperanza.
En efecto, cuando Pèguy afirmó que no hay nada más
misterioso que la esperanza, no entregó solamente para los
demás hombres una frase hermosa, sino la más viva y la
más quemante de sus experiencia vitales. El descubrió por
sí mismo que la esperanza, que la posibilidad, existen, son
reales y que la duración de su poder y de su energía son
apenas comprensibles para el observador.
Es real y verdadera la violencia y la dificultad que
mutila una vocación y la quiebra hasta el punto de
convertirla en máscara, en semi ser, en vivir de prestado,
sin sonido, sin médula; pero es igualmente real y es
igualmente verdadera la posibilidad de trascender y de
sobrepasar el absurdo y la desesperación.
Nadie podrá estar seguro, ni siquiera el más profunda-
mente decepcionado, de haber agotado los cauces de la
posibilidad y de haber tocado fondo en la capacidad de
esperar que guarda una vida.
Todo el mundo del hombre, el mundo físico, el mundo
psicológico, el mundo social, el mundo político, etc., le
habla al hombre de cambio, de sorpresa, de movimiento.
La liberación energética de la fisión atómica y la liberación
psíquica del análisis freudiano son el resultado del
presentimiento de que un dinamismo formidable se
ocultaba tras el rostro de la inercia, que una realidad
escondida y poderosa existía más allá de la mirada primera
de la conciencia.
La historia del hombre común está construida sobre la
posibilidad, sobre un pasado que pudo ser de otra manera y
de un futuro en cuya esencia está la pluralidad, lo diferente
y lo imprevisible. “El tiempo y las horas pasan, aun en el
día más difícil", comenta para sí mismo Macbeth, Y hay
historias y hay rostros de hombres comunes - no sucede
esto únicamente en la vida de un héroe o de un santo - en
que, por encima de la marca a fuego de un dolor inefable
se vislumbra la señal inconfundible del que ha triunfado
sobre la adversidad. Es la increíble capacidad de reserva de
la intimidad, es la esperanza, es la vida escondida que pone
en fuga a la muerte y que reconstruye lentamente las
formas rotas.
Es útil citar aquí la experiencia que tuvo un profesor
con un grupo de sus alumnos, acerca de las salidas que
pueden aguardar después de lo que suele llamarse "lo
definitivo".
Asistían a la representación de una obra de teatro y
veían acongojados cómo el acontecer dramático se
encaminaba, contra su deseo, hacia un desenlace
lamentable y funesto. Cuando así sucedió y el acto llegó a
su fin, empezaron a abandonar la sala, dolidos, sin
intercambiar palabras. Quedaba todavía otro acto, pero, ¡a
qué sufrir más! Ya vendrían, pensaron, esos trillados
cuadros de apoteosis y de glorificación del sufrimiento, tan
similares a los gestos vacíos de las personas educadas ante
el dolor ajeno.
Ellos mismos no saben por qué volvieron a sus
asientos. Tal vez por inercia, por hábito. Ya estaban en eso
y se quedaron.
Y no vino una apoteosis. Simplemente la trama siguió.
Siguió desde el punto en que la habían dejado; pero en una
dirección insólita, no prevista por ellos y, no obstante, tan
real y posible como las que hasta ese momento suponían
como las salidas normales.
Maravillados y sorprendidos observaron cómo la
historia tomaba un giro más feliz y diferente del que su
desconfianza había admitido como obvio e inevitable. Y lo
más aleccionador: observaron cómo la historia que ahora
se desarrollaba ante sus ojos no era el fruto de un vuelco
de la suerte y de la fantasía, sino la hilación natural y sin
saltos de la historia precedente. La alegría y la luz del
último acto no eran mero producto del arte y de la magia
poética, sino que eran lógica profunda, eran realidad pura,
eran sabiduría que descubre la conexión y el
encadenamiento interior de los hechos. Todo lo que antes
había sucedido preparaba lo que vendría después. Más aún.
Toda la luz de ahora teñía de un matiz nuevo la tristeza
anterior. Esa tristeza no desaparecía, no se empequeñecía,
pero no tenía ya la sordidez del absurdo, sino el dulce calor
de lo que guarda esperanza.
Al abandonar el teatro ya no sufrían. Estaban alegres.
Pero, otra vez, no hablaban.
Cuando, pasado un tiempo, algún alumno de entonces
ha venido a ver al profesor para buscar juntos una
explicación a un obstinado y oscuro dolor suyo y cuando,
luego de buscar caminos, se detienen en un punto,
cansados y ciegos, más de una vez ha sucedido que un
mismo recuerdo les aligera de pronto el gesto. Uno de los
dos lo dirá, pero el otro ya lo ha oído: " Quizás no ha
terminado la representación, a lo mejor queda todavía un
acto".
La frustración profunda existe pues, es un hecho, es
una verdad; y toda derrota y toda muerte que le siga es
una realidad dolorosa que sobrecoge y, ante la cual, toda
crítica queda en suspenso. Todo el que alguna vez haya
tenido que estar junto a un ser humano destruido, sabe
que el hablarle de una posible salida, de una posible
resurrección, suena torpe, tiene algo de la irrespetuosidad
del que habla en un templo.
Que hay vocaciones truncadas, que hay destinos
detenidos, es un hecho innegable que cualquiera persona
está en situación de observar.
Y no obstante, la esperanza existe y es un hecho
también observable y es también una verdad. En todo
hombre, aun en el más gravemente herido, hay un ser
trascendente, un rompedor de límites, "un animal de
fondo", como diría Juan Ramón Jiménez.
La esperanza es la virtud típicamente humana, es el
soporte natural de todo existir, es la fuerza que permanece
activa cuando toda otra fuerza se ha agotado. Por eso el
Dante puso en la puerta del infierno la terrible
frase - "ustedes, los que entran, dejen afuera toda
esperanza" - para con ello decir que el abandono de la
esperanza es el signo de que se ha cortado definitivamente
la relación con la vida y que se traspone el umbral del total
sinsentido y de la sinrazón absoluta.
Por eso el atormentado Miguel de Unamuno, a quien
tanto le dolía su existencia y su tiempo, declaró con
firmeza: "Como no llegue a perder la cabeza, o mejor aún
el corazón, yo no dimito de la vida; se me destituirá de
ella".
Conviene decir, finalmente, que al creer en la
limitación y en la poda que detienen, a veces sin remedio,
la vocación de una persona, y al creer, al mismo tiempo, en
la sorprendente posibilidad de resurrección y de nuevo
nacimiento que se oculta tras los repliegues últimos del
destino personal, no existe sólo una determinada
concepción de la vida. Existe más bien, el creer en lo que
se ha visto, en lo que se ha presentido o en lo que se ha
tocado en hombres concretos, en niños y en adultos reales
y determinados.
Por ellos es posible saber que la razón de vivir puede
perderse; y por ellos es posible saber también que es muy
difícil que pueda perderse del todo.
No es imposible, en efecto, quedarse definitivamente
solo, pero no es imposible, tampoco que haya alguien que
venga hacia nosotros, y que sólo espere que luchemos un
día más para llegar a tiempo.
La posibilidad, el todavía, es un hecho, algo que se da
en la existencia, igual que las cosas que ya son. De lo que
es y de lo que puede ser está construida la realidad.
Tan sorpresiva y tan inesperadamente como suele
venir la muerte, se viene también la vida, y así como la
adversidad puede salirle al paso a un hombre, en la vuelta
de cualquier camino, en la vuelta de cualquier camino
puede salirle al paso, también, una razón nueva para amar
su vivir.
III. EL MISTERIO DE LA VOCACION
Todo lo que se ha dicho de la vocación son esfuerzos
de acercamiento a su realidad. Ninguna de las palabras
expresadas pretende haber entrado hasta el fondo último
de la experiencia vocacional y haber salido desde ahí con
un manojo de ideas definitivamente claras y resueltas.
En las cuestiones más esenciales, la vocación sigue
escondida, envuelta en su secreto, como inasible a la
mirada del investigador.
Así como se compara el campo de lo consciente con
una isla y el del mundo inconsciente con un océano, la
misma imagen parece utilizable si quisiera compararse la
extensión de lo que se ha averiguado sobre la vocación y lo
que se ignora de ella. Sobre la vocación, las grandes
preguntas siguen sin respuesta y la pequeña verdad
averiguada en que se sostiene el hombre sólo son metros
que se han robado al mar de lo desconocido, con lentitud y
con incertidumbre.
Al decir esto, no se pretende replantear la vieja
controversia gnoseológica acerca de la posibilidad del
conocimiento. Tampoco se desea, conceptualmente, repetir
con Jaspers que "el hombre es siempre más de lo que sabe
y puede saber de sí mismo" o de traer al recuerdo lo que
cuenta Martín Buber del rabino Bunam de Przysacha, quien
había dicho que pensaba escribir un libro cuyo título sería
Adán, que habría de tratar del hombre entero. Pero que
luego reflexionó y decidió no escribirlo.
No interesa aquí tocar el misterio del hombre en
general o invitar al lector a reflexionar acerca del hombre y
su naturaleza. Interesa, más bien, proponerle a cada
hombre concreto, histórico, que se detenga un instante en
la contemplación de un componente característico de su
realidad personal.
Cualquier ser humano que tome conciencia de que su
vida es una obra en la que él se encuentra de pronto
obligado a actuar, sentirá que el misterio no le será
extraño. No le será difícil advertir, por tanto, que el
misterio no es una noción teórica o una invención mítica,
sino una realidad tan cercana a su experiencia vital como
sus manos.
El misterio, de hecho, está en las pequeñas y en las
grandes decisiones del hombre. Así como no se ama con el
corazón ni se razona con la inteligencia, sino que se ama y
se razona con todo el ser, así nadie decide sobre una carre-
ra, o sobre un estado, o sobre una tarea. Se decide siempre
sobre toda la vida, y lo que ha pasado antes y lo que no ha
pasado, lo que se sabe sobre uno mismo y lo que sobre uno
mismo se ignora, están presentes en toda decisión detrás
de los motivos que aparecen como inmediatos.
El hombre, aunque pueda conocer lo que desea, no
podrá tan fácilmente conocer qué lo mueve. "Tenemos la
ilusión de la libertad porque tenemos conciencia de
nuestros deseos, pero no la tenemos de nuestros motivos",
dice, en su "Etica”, Spinoza.
Toda la ciencia psicológica, ha llamado la atención del
hombre sobre sus secretos y le ha mostrado
experimentalmente la profunda e inédita raigambre de sus
motivaciones. Al hombre de nuestro tiempo no puede ya
parecerle extraño que, para ayudarle a descubrir el porqué
de su desazón en la vida profesional o en la familia, el
analista busque las mejores pistas de diagnóstico en los
primeros años de su infancia.
Por otra parte, al hombre que creía que su elección de
tipo de trabajo, o su elección de forma de vida, estaba
vinculada preferentemente a su libre albedrío, ha venido
oyendo desde hace tiempo que el condicionamiento social
en que él se mueve tiene fuerzas tan poderosas como las
que pueden suscitarse en su centro individual.
El hombre, pues, de nuestro tiempo, a cada instante
está recibiendo de las distintas ciencias que se ocupan de
su existencia y de su mundo, informaciones sobre nuevas
fuerzas que condicionan su destino personal.
En qué grado y de qué manera esos condicionamientos
provenientes del medio o de las energías profundas de la
intimidad están determinando, desde el campo
inconmensurable de lo no consciente, las decisiones de un
acto humano específico, es algo que queda, de partida,
como un conocimiento remoto y hermético.
Pero sucede, además, que si se pudieran averiguar los
más diversos secretos de una vida personal, el misterio de
esa vida todavía podría permanecer intacto.
Dostoievsky, si no el que más, en todo caso uno de los
hombres que más profundamente ha penetrado en el
porqué de las decisiones humanas, ha dejado, sobre el
misterio vocacional, páginas admirables e iluminadoras.
Recordemos, por vía de ejemplo, las palabras de Aglae
al príncipe Mischkin. Es el príncipe Mischkin un hombre en
quien se dan las más altas condiciones de finura, de sensi-
bilidad y de intuición. Los que lo conocen no pueden menos
que amarlo o admirarlo. "He visto a un ser humano por
primera vez" dice de él Anastasia. Y Lebedev, refiriéndose a
Hipólito, señala que "el príncipe le ha penetrado con la
mirada hasta su más recóndito interior".
Es este príncipe Mischkin el que explica a Aglae las
razones ocultas que han llevado a Hipólito a exasperarse
hasta el suicidio. El análisis del príncipe es preciso, fino y
penetrante, y pone claridad hasta en las zonas más opacas
y oscurecidas. La personalidad dramática y confusa de
Hipólito sale de sus manos como ordenada, comprensible,
sin velos. Mas, de pronto, ese análisis es detenido por una
frase tajante de Aglae: "Lo que Ud. señala no es más que
cierto, le dice, es, por lo tanto, injusto".
El príncipe tenía la razón; sus datos y análisis eran
verdaderos. Sus observaciones eran certeras y sus
conclusiones inobjetables. Había cometido, sin embargo, un
error. El lo sabía bien pero lo había olvidado: los hechos no
significan la verdad y, a menudo, la esconden al que,
encandilado por ellos, se despreviene y apresura la opinión.
Todo juicio sobre un hombre es, en esencia, incierto y sólo
el amor -la objetividad del amor, diría Binswanger- puede
liberarlo, en parte, de la injusticia.
Aglae, menos sagaz y menos penetrante, tal vez, que
el príncipe, pero, como mujer, más cercana al corazón y a
la tierra, sabía que el milagro florece todos los días y que la
naturaleza, desde las sales del suelo hasta el vientre del
mar, tiene una explicación que está más allá de las
explicaciones de los estudiosos.
Aglae sabía también, porque en todo hombre maduro
una mujer no deja de ver al niño, que ese Hipólito
desesperado, debatiéndose ante la mirada aguda de los
demás, había tenido en alguna ocasión momentos largos de
anhelo y de ternura. ¿Por qué el niño que tanto espera
acaba a veces en un hombre sin esperanza? Esto Aglae no
lo sabía y creía que no era fácil saberlo.
"Yo quería ser un hombre de acción - les había
contado Hipólito - estaba en mi derecho". Y luego, con
nostalgia: "¡Oh, cuántas cosas quería!" Más adelante les
había participado lo que él había deseado como su tarea,
como su función primaria en el mundo. "Yo quería vivir - les
dijo - para la dicha de todos los hombres, para la
búsqueda, para la difusión de la verdad".
Y ese ser que hasta un determinado instante tanta
ventura había albergado, ahora, presa de una intolerable
angustia, les había lanzado una pregunta que nadie quiso
responder: "La naturaleza es torpe - les había dicho y,
como mostrándoles una de las raíces de su soledad, había
agregado: "Porque si no, ¿por qué crea a los seres
superiores para luego reírse de ellos?
La pregunta de Hipólito quedó sin respuesta.
Si todos los niños que son llamados a la vida
traen inscrito en su ser un determinado destino, una
vocación personal, original, única e insustituible,
¿encuentran todos las posibilidades reales para alcanzar su
destino?
¿Es verdadero lo que afirma Unamuno sobre lo
que él llama "el terrible misterio del tiempo”? “Para cada
alma – dice - hay una idea que le corresponde y que es
como su fórmula. Y andan las almas y las ideas buscándose
las unas a las otras. Hay almas que atraviesan la vida sin
haber encontrado su idea propia y son las más y hay ideas
que, manifestándose en unas y otras almas no encuentran,
sin embargo, sus almas propias, las que las revelarían en
toda su perfección. Y aquí se nos presenta otra vez el
terrible misterio del tiempo, el más terrible de los misterios
todos, el padre de ellos. Y es que las almas y las ideas
llegan al mundo, o demasiado pronto o demasiado tarde, y
cuando un alma nace se fue ya su idea, o se muere aquélla
sin que ésta llegue”. (El secreto de la vida)
¿Es cierto lo que advierte Ortega de que, en
algunas personas, sin tener ellas culpa, "su yo no llegará a
realizarse"? "El lector es el que sólo sería capaz de amar a
una mujer que tuviese tales y cuales cualidades. Es inútil
que el contorno le presente figuras sustitutivas y que él
ponga su mejor voluntad para enamorarse: si aquélla
peculiarísima no aparece en su horizonte, el lector habrá
fracasado en una de sus grandes dimensiones vitales.
Parejamente: el lector es el que tiene que ser hombre de
mundo. Pero ha nacido en una familia humilde, sin medios
de fortuna, no ha tenido suerte en los negocios y posee un
talle sobremanera desgarbado. El lector no podrá llegar a
vivir su vida. Su "yo", el que él es, no llegará a realizarse,
pero eso no quita que él siga siendo eso, el que tiene que
ser, hombre de mundo. Somos el que somos
indeleblemente y sólo podemos ser ese único personaje"
(No ser hombre de partido).
Podría alguien decir que la vida no se da para
nadie cerrada. Que las vocaciones podadas o mutiladas no
son el resultado de una sinrazón misteriosa, sino el fruto
amargo de un camino no seguido.
Y ciertamente hay casos en que esto puede ser
así. No es infrecuente, en efecto, encontrar personas que
admiten que la vida que soñaron y que no han conseguido
la perdieron ellos mismos, irresponsablemente, como se
pierden las uvas que se han cogido verdes o como se
pierden las naves que no se han esperado. No hubo
fidelidad, no hubo paciencia y la vocación pasó como el
Señor de la parábola y, sorprendió sin sus lámparas a las
vírgenes dormidas.
Por otra parte, la vocación no es un camino único
que, de ser obstruido ya no hay otro paso, ni es una puerta
única que, de no ser abierta, ya no hay salida.
Victor Frankl cuenta en "Psicoanálisis y
Existencialismo”, la emocionante historia de un profesional
joven que, detenido bruscamente en su ruta vocacional por
una parálisis progresiva e incurable, no dejó hasta el mismo
día de su muerte, de encontrar maneras de expresar su
vocación desde la lectura de libros a los demás enfermos de
la sala del hospital hasta la actitud - no podía ya
moverse - de bondad y cuidado del bienestar de los que
estaban con él.
"La víspera del día en que había de morir, a
sabiendas de lo que le aguardaba, alguien le dijo que el
médico de guardia había recibido la orden de ponerle a su
debido tiempo una inyección de morfina. Pues bien, cuando
el médico se presentó a pasar la visita de la tarde, este
admirable enfermo le rogó que le pusiera la inyección antes
de acostarse, para que no se molestara en levantarse en
medio de la noche a causa de él".
Es de sobra conocido, además, el caso de Helen
Keller la que, a pesar de quedar en su primera infancia
ciega, sorda y muda, salió adelante con una vida que
pasma por su capacidad de fe y de goce ante el prodigio de
la existencia.
Pero es justamente Helen Keller la que nos puede
traer de nuevo al misterio de la vocación.
Es cierto e indiscutible que, pese a haber sido
apartada violentamente de los demás hombres, fue capaz
de aceptar según cuenta en "Historia de mi Vida" que "ser
exiliado de Roma no es más que vivir fuera de Roma". Y
encontró un sentido en el "verse obligada a viajar a campo
traviesa", fuera del camino real del vivir humano; pero es
evidente, al mismo tiempo, que Helen Keller pudo
descubrir un camino afortunado hacia sí misma porque
contó con un recurso de excepción del que contadísimas
personas en una situación semejante podrían disponer.
Helen Keller tuvo el apoyo de Miss Sullivan.
Recordemos ese ciego animalito de 7 años,
desplazándose con torpeza en un mundo sin sonidos,
figurándose las cosas sólo por el tacto y el olfato y que,
como en los cuentos de hadas, recibe un día la visita de un
personaje prodigioso que, con sus artes, la libera del
maleficio y la lleva de súbita e inesperada manera a la
realidad que hasta entonces le estaba vedada.
"Caminábamos por el sendero hasta el aljibe –
cuenta - atraídas por la fragancia de la madreselva que lo
cubría. Alguien sacaba agua y la maestra puso mi mano
bajo el chorro. Y en tanto que se bañaba mi mano en la fría
corriente, me deletreó sobre la otra la palabra a-g-u-a,
primera lenta y luego rápidamente. Permanecí quieta,
fijando toda mi atención en el movimiento de sus dedos.
Tuve de pronto y en forma confusa, la conciencia de algo
olvidado, el estremecimiento de la vida que regresa, y de
algún modo me fue revelado el misterio del lenguaje. Supe
entonces que a-g-u-a significaba el maravilloso algo fresco
que corría sobre mi mano. Esa palabra viviente despertó mi
alma, le dio luz, esperanza, alegría; la liberó".
El hecho del encuentro, el hecho de toparse a
boca de jarro con personas que están llamadas a tener una
influencia determinante en nuestro crecimiento vocacional,
es acontecimiento que se queda lejos de una inmediata
explicación. Lejos queda, asimismo, de una inmediata
explicación el que haya personas que están un tiempo
excesivo en espera y el que haya otras que se agotan
esperando en vano.
"El día más importante de mi vida que recuerdo
fue aquel en que vino mi maestra a mí", declarará en una
página de su historia, Helen Keller. Y la verdad es que, a
partir del día en que llegó hasta ella Miss Sullivan, la
pequeña Helen inició la salida del túnel oscuro de su
sinsentido hasta el punto de llegar en la adultez a hacer
suya la alegría de los que no tuvieron sus limitaciones: "Así
trato – dice - de hacer de la luz que brilla en los ojos de los
demás mi propio sol".
Con todo, Helen Keller no se engañó a sí misma y
ha sido capaz de reconocer, junto al goce de su vida, la
fuerza terrible de la sinrazón que lleva dentro de sí.
“A veces me envuelve – dice - como un vaho
helado, una sensación de aislamiento total, y espero sola
ante las puertas cerradas de la vida. Allende se hallan la
luz, la música y la dulce compañía; pero yo no puedo
entrar. El hado silencioso y despiadado obstruye el camino.
De buena gana apelaría yo de su imperioso decreto,
porque reinan aún en mi corazón la indisciplina y la pasión.
Pero mi lengua no proferirá las palabras inútiles y amargas
que llegan hasta mis labios y volverán a mi corazón como
lágrimas no derramadas".
Y es tal vez la contemplación de su propia e
íntima experiencia confusa entre la gracia y el desconcierto,
lo que la lleva a rebelarse por las vidas oscuras de algunos
hombres y niños que ha conocido y de quienes dice no son
sino " un sórdido y frustrado intento de hacer algo". Y es
posible que sea también la contemplación de su experiencia
íntima la que la hace sentir con inusitada fuerza el misterio
del mal en las cosas, mal que hiere la vida de muchos
hombres sin que nadie pueda explicarse su rigor y su
implacable finalidad. "Hay momentos – declara - en que
siento que los Shylocks, los Judas y el diablo no son sino
reyes rotos de la gran rueda del bien que, a su debido
tiempo, será reconstruida".
No hay un misterio vocacional, pues, en el hecho
de que algunas personas encuentren más o menos
expeditas las vías hacia su tener que ser y en otras no
acontezca así, sino en el hecho de que algunas personas
cuentan con los medios para alcanzar su destino y otras no
cuentan con ellos o, al menos, no los tienen en un grado
elementalmente exigible.
Está clara la historia de la siembra bíblica, según
la cual hubo semillas que cayeron en buena tierra y
produjeron su fruto, mientras hubo otras que cayeron a la
vera del camino y fueron comidas por los pájaros, o
cayeron entre las espinas y éstas las ahogaron, o cayeron
en la piedra dura, no echaron raíces y las quemó el sol.
Lo que no está claro, sin embargo, es por qué
tuvo que ser así. No está claro el por qué si esas semillas
guardaban todas en su seno una fuerza y un hambre
imperiosa de existir, se encontraron tan sin remedio con la
muerte. No está claro, en último término por qué, si el
sembrador quería sus semillas y quería su fruto, no las
cuidó de los pájaros, o de las espinas, de las piedras o del
calor.
Así como Camus dice, por boca del Dr. Rieux, en
"La Peste”, que no aceptará jamás el hecho del dolor
inocente, se puede también decir que, mientras haya
hospitales infantiles, es decir mientras haya niños a quienes
un edicto insólito ha obligado a cambiar el regazo materno
y los juegos del jardín y los volantines de colores por una
camita distante y monótona, habrá siempre algo que
quedará inexplicable.
"No se abrirá la flor" - dice al presentir su muerte
el niño Jadav en el "Santiniketan" de Tagore.
"No se abrirá la flor" o, lo que es lo mismo, no
llegará a su ser, se pudo también decir del niño judío a
quien se ve en fotografías de la última gran guerra
ingresando, aterrado, al campo de concentración.
"No se abrirá la flor" parece leerse en la frente de
los hijos de los miserables, de los hijos de esos grises
prisioneros de la injusticia, de los hombres, estrechados en
las grandes ciudades tras las alambradas de su miseria, sin
tener en sus casuchas oscuras y húmedas ni la luz ni el
aire, bienes que, según los libros, pertenecen a todos.
¿Y quién tiene la explicación de todo esto?
¿Quién les guarda la respuesta a los gestos inútiles, a las
voces perdidas?
Si cada hombre ha sido invitado al banquete de
la vida y se le ha asignado en él un puesto en que está
escrito su nombre, ¿por qué a algunos se les niega el
acceso a la mesa y se les deja en la calle sin pan y sin
explicación?
La vida y la vocación le son propuestas a cada
hombre con una sucesión de luces y de sombras que
solamente él vivencia y que no puede a otros hombres
comunicar. En qué grado predomina en él el caos o en qué
grado la belleza son, a menudo, datos de que no puede dar
cuenta. Cuanto en su existencia concreta ha puesto de su
parte y cuanto ha recibido es algo que ignora.
Por eso es que el misterio pertenece a su
historia. Por eso es que su destino y su búsqueda y su
lucha y su caída y su trascender y su límite guardan vastos
secretos tras su rostro visible.
Victor Frankl estuvo prisionero en un campo de
concentración y, al volver, escribió un libro en que dejó su
visión de esa experiencia. Narra Frankl hechos y situaciones
en los que la ignominia y el heroísmo tocan los lindes más
inverosímiles. Quien los lee no puede menos de pensar que
sobre el hombre - y tal vez sobre sí mismo - sabe muy
pocas cosas.
Dentro de ese libro - "Un psicólogo en el campo
de concentración" - hay una página que particularmente
sobrecoge, pues en ella se toca, desde un ángulo peculiar,
el misterio del tener que ser. Cuenta Frankl: " De los presos
encerrados por espacio de muchos años en campos de
concentración, que habían sido trasladados de campo en
campo hasta conocer más de una docena, sólo pudieron
conservar su vida por lo general aquellos que no se dejaron
trabar por sus escrúpulos en esta lucha por la existencia y
que no retrocedían ante brutalidades, hurtos, ni siquiera
cuando las víctimas eran sus propios compañeros; aquellos,
en fin, que se servían de cualquier medio, por deshonesto
que fuera, para lograr la supervivencia. Todos los que,
gracias a miles y miles de casualidades o a milagros de
Dios - como quiera llamárselos - salvamos nuestras vidas,
lo sabemos bien y podemos decirlo tranquilamente: los
mejores no volvieron".
Los mejores no volvieron. Es decir los mejores no
vivieron. Los que creyeron en el amor, los que no transaron
con su conciencia, los que siguieron las más puras voces de
la intimidad, ésos no volvieron, ésos no pudieron continuar
en la vida. Volvieron, en cambio, "aquellos que no se
dejaron trabar por sus escrúpulos", "los que se servían de
cualquier medio, por deshonesto que fuera, para lograr la
supervivencia". Estos salieron de la brutalidad y de la
sordidez y llegaron de nuevo a la casa de los suyos, al aire
limpio, al olor de los árboles. Estos pasaron la pesadilla y la
existencia les guardó su sitio. Los otros, "los mejores" se
quedaron en la pesadilla y sólo la muerte les brindó
acogida.
Por otra parte, cabe preguntarse: en la vida de
tiempo de paz, en la vida que llamamos normal, ¿se
produce para algunas personas similar situación?
En el vivir común, en el acontecer de todos los
días, uno se encuentra a veces, con personas para quienes
la lealtad a su vocación y la paz en la vida se les presentan
como alternativas. O se siguen a sí mismos y se quedan
solos o pasan por encima de sus llamados interiores y
adquieren seguridad y permanencia en el grupo social.
Hay mujeres, por ejemplo, a quienes una
vocación profunda las lleva a una lealtad a un amor único e
insustituible. Lo entrevieron desde temprano y se
prepararon y se ataviaron para salirle al encuentro. Pero la
existencia, que no siempre coincide en su carrera con los
anhelos y con los sueños, no les dio lo que esperaron. El tú
para el que crecieron y al que aguardaron no estuvo para
ellas. Fueron fieles a su vocación íntima y están hoy frente
a un muro y se sienten vacías. A su vera, en cambio, pasan
otras mujeres en alegría. Tal vez, no esperaron a nadie, no
se prepararon, no buscaron entre miles el rostro del
amado; y sin embargo su casa está llena de luces y su
vientre florece.
¿Por qué, a veces, se da en antinomia
irreductible la vida que se llama normal y la lealtad a las
exigencias íntimas de la persona? ¿Por qué, si alguien sigue
sus voces más puras va a terminar, a veces, en calles sin
salida?
Entrar en negocio con las circunstancias de la
vida y transar con ellas hasta el punto de sentir traicionada
la propia vocación a costa de perder la normalidad de la
vida, fuerza al hombre a tomar posición ante el misterio del
mal irremediable.
Así, algunos lo sienten como un absurdo, como lo
absolutamente inaceptable, como un muro enorme que los
enfrenta con su impotencia y desata su angustia. Ante él,
creen que hay una sola actitud humana, el combate.
La vocación es, entonces, una lucha sin fin por
ser algo, una lucha en que se caerá de todos modos
destrozado por un destino omnipotente; pero en la que, en
todo caso, se tendrá el orgullo de no haberse entregado, se
tendrá el goce dramático de haber luchado como Jacob con
el ángel, en una lucha imposible pero hermosa.
Otros sienten su misterio como lo todavía
incomprensible, como lo por ahora oculto, en espera del día
que será luminosamente descubierto. Su salida es la
ciencia, el conocimiento. Su confianza está en la propia
búsqueda desprejuiciada y sistemática y en la palabra de
los hombres que van adelante en la conquista científica.
Desplegar su vocación, llegar a ser, significa para
ellos buscar lealmente un camino original, y cada vez que
el misterio les salga al paso, mirar hacia la ciencia en busca
del signo tranquilizador.
Ellos son hombres que creen en los hombres y
que sueñan con una comunidad humana en que los que
saben con más profundidad y con más certeza darán ayuda
a los que saben confusamente y con debilidad.
Otros, en cambio, se adentran en el misterio
hasta un punto y, de ahí, se ponen en manos de un Ser
superior, del dueño de la vida, del Señor de lo conocido y lo
desconocido.
Dios es para ellos la respuesta al misterio
impenetrable. Es el misterio la respuesta al misterio. El
misterio de Dios guarda la llave del misterio del hombre.
La vocación es, para el hombre religioso, un
gesto de Dios. Dios es quien llama a ser de esta o de tal
otra manera y ese su llamado, dulce o áspero, hermético o
claro es, por ser suyo, una noticia buena.
Hay otros, todavía, que toman el misterio y lo
llevan callados. Largas tardes, seguramente, lo han tenido
ante sí pero no se han hecho con él ni amigos ni enemigos.
Simplemente lo han puesto entre paréntesis, lo han dejado
estar o, si para su misión lo han creído útil, lo han tomado
consigo. Son los que no aceptan el mundo como lo
recibieron, los enfermos de impaciencia ante la miseria y el
dolor. El misterio les llega y no pueden hablar con él. Su
mirada está llena de la tarea por hacer y el amor de esa
tarea no los deja conversar con el misterio del mal. Una
densa pasión los empuja y los ciega y en nada pueden
detenerse que los aparte de su horizonte ardiente. Cada
uno de ellos repite, con el "Calígula" de Camus: "Es
indiferente dormir o estar despierto si no logro influir sobre
el orden del mundo".
Ahora bien. El misterio vocacional no está sólo en
el mal no comprensible o en el dolor sin justificación. Está
también en el goce de la vida, en el cómo ella se genera,
en su permanencia escondida, en su inesperado brotar y en
su renacer nunca acabable.
¿Quién empuja la palabra que cae en el alma
cuando más falta hacía? ¿Quién dibuja la mirada o el gesto
imperceptible que encienden en secreto, la esperanza
agotada?
Cuando los seres humanos miran atrás lo vivido y
ponen el recuerdo en momentos felices, en que se sintieron
como crecer de súbito, o en que tuvieron el presentimiento
de que algo venturoso comenzaba para ellos, no pueden
dejar de intuir la puesta en escena de lo inabarcable, de lo
que no está sujeto a explicación.
Si se consulta a un grupo numeroso de personas
en relación con las circunstancias de su encuentro con el
ser amado, la mayor parte destacará lo inesperado y lo
gratuito de la situación y una porción considerable estará
llana a admitir que no bastan ni la lógica ni la casualidad
para hacer comprensible ese momento.
Y lo que pasa en la experiencia amorosa sucede
igualmente con la aparición, dentro de la historia de cada
cual, de las personas -maestros condiscípulos, compañeros
de viaje, cuya presencia resulta después ser determinante
en el desarrollo personal y en el recibimiento de la alegría.
Bernanos termina su "Diario de un Cura de
Campo" asegurando que "todo es gracia", esto es, que
todo es recibido de un modo incomprensible y maravilloso.
Se puede estar de acuerdo o en desacuerdo con
Bernanos, pero es difícil que un hombre, al contemplar los
rostros y las palabras que otros hombres le han dejado en
el corazón y que perduran en él como generadores de
verdad y de reciedumbre, no esté dispuesto a aceptar que
la experiencia de la gracia, con lo que tiene de regalo y de
misterio, es un componente del mundo personal no inferior
al mal en su peso sobre el destino humano.
Además, como el hombre parece reparar más
fácilmente en lo que le falta que en lo que posee y como,
curiosamente, ha sacado el milagro de su sitio en las cosas
de todos los días y lo ha puesto solamente en los
fenómenos que él considera de anormalidad, el misterio de
sólo ser, el misterio de ver, de oír, el misterio de encontrar
un amigo o el misterio de pudrirse la semilla y de dar
frutos, son realidades que él no puede entender como
prodigiosas.
Sin embargo, si el misterio es -al decir de
Marcel - "algo en que me encuentro metido, cuya esencia,
por consiguiente, es no estar entero ante mí" ("Filosofía
Concreta"), nos veremos forzados a afirmar que no hay
componente del vivir humano en que el misterio no ponga
su sello.
Más aún. Tendremos que señalar una verdad
demasiado obvia: que en nada el hombre se encuentra más
"metido" que en su sí mismo, en su llamado a ser.
Las personas se acercan a las personas con una
ingenuidad inevitable. La mayor parte, si no todos, no
suelen vivenciar en el encuentro con otro ser humano más
que los datos que a primera vista se ven. Se quedan con el
aire triste, o con la mirada inteligente, o con la nerviosidad
del gesto. Pero lo que ese ser humano es básicamente,
esto es, un ensayo irreemplazable y único, un llamado a
ser, alentando irrevocable desde la zona última de la
vitalidad, un animal histórico construido por el tiempo y por
la circunstancias, una red de sueños rota aquí y allá por los
límites y las frustraciones, un arca de sorpresas y de
hallazgos súbitos de donde una mano sabia puede sacar
tesoros increíbles, todo eso que está más adentro de los
datos primeros, pero que es más real y de más peso que
ellos, todo se pierde por el poco hábito del hombre a mirar
el misterio.
Y la vocación más cercana al hombre que su
mismo vestido, y más suya en él que las cosas que
reconoce como propias, es, por su naturaleza y por su
modo de expresarse, una realidad sin fondo, sin extensión
terminable.
La vocación es tener que ser de cierta manera y,
no obstante, ser libre para serlo. Es nacer con una imagen
de sí mismo irrenunciable y tener, sin embargo, que salir
de sí para hallarse con ella. Es correr una aventura, llena
de lances y de riesgos, inserta empero y fijada en la necesi-
dad.
La vocación es un combate por los otros, una
lucha por poner a los demás hombres en el sitio que para
ellos su vocación ha buscado, y encontrarse en esa lucha,
dramáticamente, con el sitio propio que en el interior está
trazado.
La vocación es trabajar con el anhelo y con el
límite y obtener vida de ellos, como la naturaleza trabaja y
obtiene vida del verano que arde o del otoño cansado.
La vocación es un yo que aparta de entre los
hombres, un tú, un alguien que ha estado desde siempre
aguardando ese apartamiento, y pone en sus manos su
soledad como si en todo el mundo no hubiera un mejor
don.
La vocación es un deseo y una voluntad de paz,
un afán de no chocarse con la intimidad y un esfuerzo por
no herirse en la barrera de los hechos adversos, un ansia
de seguridad y de tierra firme en donde la casa del destino
personal pueda ser levantada. Y, simultáneamente, y
paradójicamente quizás, la vocación es jugar con las cartas
que dio a cada cual quien repartía el juego, es negarse a la
trampa, es no tomar con fraude los dados cargados que
aseguren ganar.
Parece increíble que, buscando tanto los hombres
el camino de la felicidad y haciendo tantos esfuerzos por
llegar a ella, no estén, sin embargo, fácilmente dispuestos
a cambiar sus vidas penosas por otras más felices. Muchos
son los que prefieren su vivir dificultoso y tal vez triste,
pero, con todo, su vivir suyo, de ellos, en vez de un vivir
más tranquilo y más alegre que tendrían que conseguir de
prestado y ya hecho.
"Hay algo peor que tener un alma mala y hasta
hacerse un alma mala - dice Pèguy - y es que le den a uno
el alma hecha". ("Nota conjunta sobre Descartes").
Y es que la vocación no es una búsqueda de la
felicidad, o de la libertad, o de la seguridad, o de la verdad.
La vocación es una búsqueda del sí mismo, es un deseo del
hombre de jugar con las cartas que le fueron dadas, es una
preferencia de lo suyo, es un encariñarse con las propias
manos y con la propia alma y sacar partido de ellas, es
poner en todas las cosas y en el buscar y en el sentir un
sello original. Es, para repetir a Spinoza, un afán por
perseverar en el propio ser.
Ahora bien, la búsqueda del propio ser no
consiste - como podría pensarse - en un reflexionar sobre
la propia intimidad, en un cavar incansable en procura del
bosquejo interior. Nada más lejos de la inquietud
vocacional que la imagen de un artífice inclinado, tenso y
paciente sobre una joya de su pertenencia. En efecto, por
una ley extraña de la existencia, el propio ser sólo aparece
si se lo busca fuera de la interioridad, si se quita la mirada
del yo y se la vuelca hacia el tú.
Indagar en uno mismo, ensimismarse, da datos
valiosos sobre la vocación, aporta elementos que son
necesarios. Pero esos datos y esos elementos no tienen
coherencia, carecen de organicidad, son como piezas de
una máquina desconocida. Están ahí en espera de un
orden, en espera de un sentido.
Ese orden y ese sentido están fuera y en el
destino de un otro, que se llamará tú, y en el destino de
otros, a los que se llama amigos, o simplemente en el
destino de los otros, los demás hombres, hermanos o
compañeros en un destino común. Cómo puede ser esto
así es un misterio, pero hay realidades en la experiencia
humana que quien las ha vivido sabe que así sucede.
Cuando la mujer contempla su cuerpo y se
detiene en él, recibe una serie de datos e informaciones
sobre ese cuerpo suyo. Pero esa realidad, con su
intencionalidad profunda, con su vocación, la mujer podrá
encontrarla sólo a partir del día en que ese cuerpo suyo se
juegue por el cuerpo del hombre y el día en que su cuerpo
se juegue por el cuerpo del hijo.
Lo que se llama amor en la pareja humana es un
olvido que de su sí mismo experimentan un yo y un tú
encandilados y fascinados por el sí mismo del otro. Y como
esa experiencia de olvido y fascinación es recíproca, hay un
recíproco mostrarse y descubrirse, una súbita revelación del
destino de los dos, que se sienten y se viven como distintos
y que, no obstante, se sienten y se viven como un destino
común. Son por eso, simultánea e inseparablemente, sí
mismos y los dos.
Cuando el yo descubre al tú, se sale de sí, no se
contiene más, no se puede mirar. El tú lo absorbe, lo tiene,
parece impedirle el propio ser.
El yo abandona entonces la preocupación de su sí
mismo y se pone al servicio del sí mismo del tú. Se siente
en compromiso con el destino del tú, y quiere que ese
destino surja y avance libremente. Toma sobre sus
hombros ese sí mismo que ama y combate por él y por él
se arriesga.
Y es en medio de ese combate cuando su sí
mismo olvidado, el sí mismo del yo aparece. "Que yo soy
yo mismo es algo de lo que jamás estoy tan seguro que
cuando estoy plenamente disponible para el otro - asegura
Jaspers en su "Filosofía" - de manera que llego a ser yo
mismo, porque el otro en el curso de una lucha reveladora,
llega a ser también él mismo".
¿Qué secreto resorte hace que así acontezca?
¿Será que al salir yo de mí, para luchar por otro, abro las
manos y me desarmo y permito que las voces que desde
fuera me buscaban penetren hasta mi intimidad y me la
rescaten para mí mismo?
¿Será que la luz que yo arrojo sobre el sí mismo
del otro a quien amo, y el hallazgo de sus escondidas
potencialidades de valor, me devuelven a mi centro
personal con una revelación sobre el otro y sobre los otros,
con una idea del tú, del nosotros, del todos nosotros, ideas
en las cuales yo también aparezco?
¿Será que el otro y los otros, al ser por mí
amados, brotan y florecen y enriquecen con su florecer el
medio humano en que yo habito, de modo que, creciendo
ellos, crece mi medio humano, es decir, crece la tierra y el
aire de que yo me alimento?
Quizás sea así y de otras más profundas
maneras. Lo que importa saber es que se produce.
Lo dicho no tiene nada que ver con alguna
hipócrita moral burguesa que preconiza "la abnegación", el
"sacrificio" y "la renuncia", y se refiere a ellos como una
poda del yo, como una castración y un mutilamiento de las
tendencias personales para comprar, con la personalidad
truncada, la alegría de las personas a quienes se quiere
amar. Ese es un "dar" virtuoso, doloroso, que no tiene
parentesco con el dar necesario de que se habla aquí.
Quien haya tenido la experiencia del tú, sabe que
ella no acepta la renuncia, y que nada hay más intolerable
en la relación amorosa que la privación que uno presenta
como un homenaje a la realización del otro.
En el dar auténtico no hay generosidad ni
gratitud y nada se da en él como sacrificio ni para ser de
alguna manera pagado. Todo dar que hiere al que "da"
hiere también al que "recibe" y en uno y otro constituye
una falta de respeto al ser que aguarda en la intimidad.
El dar, en el encuentro de un yo y un tú, no
consiste en un desprenderse alguien de algo, en la
subordinación generosa del interés propio por el interés del
otro, sino en la imposibilidad de guardarse, en la necesidad
intolerable de entregarse al otro y de ser recibido por él.
Dar y recibir son palabras que el afán de claridad
del hombre ha hecho antónimos, pero que el misterio del
destino personal no destruye ni aparta. Es ese afán de
claridad el que explica el ejercicio de la sexualidad como un
tomar del hombre y una entrega de la mujer, pese a que la
experiencia vieja del misterio de la pareja humana sabe
que ambos se dan, se toman o se entregan.
No es la claridad de la razón sino la densidad del
misterio la que señala que, en el amor, todo es dar y todo
recibir, y que sólo en la enajenación, en el salir de sí mismo
para darse al tú y hacer brotar su vida, el yo se encuentra
con su sentido.
Lo que sucede en la pareja humana sucede
también, si bien en otro nivel, en toda relación de amor,
llámese ella amistad, simpatía, comprensión o
compañerismo. Siempre hay un tú, siempre hay un otro
que, al salir el yo del sí, deja del todo, o en parte, su
situación de objeto que hasta entonces tenía frente al yo, y
para ese yo pasa a ser un ser vivo, con vocación personal y
destino deseable. Y es ese objeto existencial que se
transforma en tú, esto es ese ente individual en quien se
descubre un destino amable, el que le muestra al yo el
valor de la condición humana y su propio valor.
En el momento en que un objeto humano, ajeno
a mí, pasa a ser, por un movimiento mío hacia él, un
amigo, un hombre, se produce en él una vivencia que
recrea para mí el medio humano en que me muevo, aligera
el peso de mi soledad y alienta en mi centro vital las
tendencias más puras de la originalidad.
Cuando me muevo hacia otro, cuando se produce
en mí lo que Spranger llama "la querencia de la vida
ajena", entonces y nada más que entonces, me pongo en
camino de descubrir el sentido último que me explica mi yo
mismo existiendo en el mundo.
Quien se ocupa de los otros en razón de que se
enamora de las posibilidades de valor que en los otros
intuye, desarrolla de tal manera su sí mismo, de tal manera
expande sus originalidades y sus propias fuerzas
tendenciales, que se impone ante la mirada de los demás
como un ejemplar humano único y envidiable, como una
fuente de autenticidad no reemplazable, cuya subsistencia
pasa a ser preocupación, ya no sólo suya, sino de todos los
que por ella han progresado en su destino.
Comenta Hermann Nohl, en su "Teoría de la
Educación", el hecho de que las rebeldías juveniles, los
movimientos masivos de la juventud contra la autoridad de
los adultos, tienen el carácter de movimiento contra el
padre o contra las imágenes del padre, mientras la madre o
las imágenes maternales quedan a salvo. Ello se debe,
según cree Nohl, a que el padre simboliza la norma y la
exigencia objetiva, mientras la madre simboliza el ser y la
vida tal como desde dentro se desenvuelve. De esto
concluye Nohl, repitiendo a Pestalozzi, que "el fundamento
de todo trabajo pedagógico es el comportamiento
materno". Y describe ese comportamiento como "esta
alegría amorosa por el pequeño ser, la sumersión en sus
emociones hasta los estados físicos más ocultos... este
tomar en serio al niño..."
La madre sería, pues, en la imaginación que cada
hombre hace de su destino, el ser que se interesa por ese
destino, el ser que ha salido de sí para asumir como suyo el
destino de ese otro a quien señala como su hijo.
Y la experiencia de toda madre es que ese
ocuparse del hijo no es un sacrificio, sino una forzosidad,
un imperativo de su proyecto existencial que, de no salir
de sí, se ahogaría. Y la experiencia del hijo es que la madre
es ella misma, es original, y su singularidad alcanza una
alta plenitud.
No hay un hacerse solo, no hay un
enriquecimiento individual procurado en el silencio y en el
pulimiento de la intimidad, con miras a una entrega
generosa de esa riqueza a los demás.
Hay, en cambio, un hacerse en nostridad, un
inseparable enriquecerse y enriquecer, un inseparable
hacer a otros y hacerse a sí mismo.
No nací para mi mismo como una tarea aislada,
ni nací para el sí mismo de los otros como una tarea
enajenante. Nací para ser yo y para que los otros fuesen
ellos, no en una subordinación de un objetivo a otro, sino
en la totalización dinámica del encuentro, en la
construcción unitaria del destino del nosotros, del tú y del
yo.
En los distintos pueblos han existido y existen
seres humanos que, para muchos, son arquetipos
vocacionales. No porque hayan sido sólo exponentes de una
estructura personal rica y originalmente trazada, o porque
únicamente hayan sido ejecutores de una misión de
redención de la vida de otros, sino porque son testimonio
del florecer de la vocación personal en el combate por el
destino común, porque crecieron inseparables en ellos la
intimidad de la tarea, el darse y el ser.
El yo se da, esto es, se entrega, por un
movimiento ineludible de la intimidad, a la creación del
destino del nosotros y del destino del tú y, en esa tarea en
que, aparentemente, no es un ser sino un dar, el yo
encuentra el sí mismo que el tú y el nosotros le revelan.
Dar, salir de sí, detenerse en otro y alimentar su
destino, es el gran negocio del que busca su vocación.
Cristo sabía bien de este misterio. Puso en juego
su sí mismo, apostó su vida para que otros hombres
fueran; pero no fue su entrega ni un anonadamiento ni una
postergación de su ser individual. Fue un movimiento de
su proyecto vital que realizaba su sí mismo realizando el sí
mismo de los demás. "Por esto me ama mi padre - dice en
el relato de Juan - porque yo doy mi vida para volverla a
tomar".
Volver a tomar la vida, ésa es la meta vocacional.
De ahí la cerrazón del que se cuida de los otros y no se
desarma. De ahí la alegría del que sale afuera, del que da
la mano, del que pone su pan en la mesa en que comen los
demás.
El dar preside el mundo y sin él no hay vocación,
ni hay personalidad, ni hay comunidad, ni hay destino.
Dar es salir afuera, es aventurarse. Es seguir el
llamado pertinaz del sí mismo que, desde el medio humano
y desde la interioridad, es decir, desde el afuera y desde el
adentro, quiere llevar, al afuera y al adentro, la noticia del
ser y el goce primero de la personalidad.
Quien, por un imperativo real de su ser, se haya
jugado alguna vez por el destino de otro, sabe que esto es
así.