VN2762_pliego - Dios y poesía española del s. XXI - 1

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Pit volorep udipsanis quunt dipsam asitatqui inctum velic toreperi accum vitempo sanimil ipsum qui voluptis AT IL MAGNAM FUGA. PA VELIA VOLESTEM MAGNAM FIRMA Cargo 2.XXX. X-X de mes de 2010 PLIEGO JUAN CARLOS RODRÍGUEZ ÁBSIDE DE NUESTROS LABIOS Dios en la poesía española del siglo XXI (I) 2.762. 16-22 de julio de 2011 Sin voluntad de crítica ni tan siquiera antológica, esta exégesis de lecturas trata de exponer, con más o menos continuidad entre los finales del siglo XX y la primera década del XXI, cómo el diálogo con Dios crece –y se multiplica– entre los poetas contemporáneos españoles. Es decir, constata la firme presencia de la poesía religiosa entre los jóvenes poetas de hoy, que aúnan calidad, fervor y tradición. “Dios desciende a poema y quiere ser ábside de nuestros labios”, que dice el verso de Pureza Canelo. Estas páginas –que tendrán su continuación en una segunda entrega coincidiendo con el período vacacional navideño– tratan de dar buena cuenta de ello.

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PLIEGO

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JUAN CARLOS RODRÍGUEZ

ÁBsiDe De nuestRos lABiosDios en la poesía española del siglo XXi (i)

2.762. 16-22 de julio de 2011

sin voluntad de crítica ni tan siquiera antológica, esta exégesis de lecturas trata de exponer, con más o menos continuidad entre

los finales del siglo XX y la primera década del XXi, cómo el diálogo con Dios crece –y se multiplica– entre los poetas contemporáneos

españoles. es decir, constata la firme presencia de la poesía religiosa entre los jóvenes poetas de hoy, que aúnan calidad, fervor y tradición.

“Dios desciende a poema y quiere ser ábside de nuestros labios”, que dice el verso de Pureza Canelo. estas páginas –que tendrán

su continuación en una segunda entrega coincidiendo con el período vacacional navideño– tratan de dar buena cuenta de ello.

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Más sagrada que místicaa Dios fuera protestando por algo”. La inconformidad, como a la misma Ernestina de Champourcin, nos ocupa –y preocupa–, claro está, porque ella misma configura una “característica esencial de nuestro tiempo”; pero también nos importa el sentimiento de lo sagrado, el temor hacia lo absoluto, la inquietud espiritual, la idea de eternidad y de esencia divina presente en los versos de algunos poetas no creyentes, escépticos o ateos. Sin embargo, sobre manera, hemos querido ofrecer un recorrido, a la fuerza sucinto y superficial, por la fe en la poesía

española durante el joven siglo XXI, fe entendida, como en san Juan de la Cruz, como “hábito del alma, cierto y oscuro”, pero también como himno celebratorio, comunión, vindicación, asombro, presencia espiritual y diálogo constante en la vida cotidiana. Siempre consciente de aquello que escribió León Felipe:

Nadie fue ayer,/ ni va hoy,/ ni irá mañana/ hacia Dios/ por este mismo camino/ que yo voy;/ para cada hombre guarda/ un rayo nuevo de luz el sol…/ Y un camino virgen Dios.

Se ha hablado, erróneamente, de un “eclipse de Dios en la poesía española”; a partir, justamente, del último tercio del siglo XX, justo ahí donde Ernestina de Champourcin puso el colofón a la segunda edición de Dios en la poesía actual, en la Generación de la posguerra. Valoración que tiene más de desconocimiento que de atenta lectura, y que expone la verdadera necesidad de una crítica literaria atenta a la dimensión religiosa del hombre. Examinar la conducta del homo religiosus, como ya apuntó Mircea Eliade, supone contemplar el compromiso

del hombre con lo absoluto. En cierto modo, ese es el poeta. Un hombre, una mujer, seducidos por la razón poética según la concebía María Zambrano, aquella que abarcaba de modo unitivo religión, filosofía y poesía, conexión que desarrolla en una de sus obras fundamentales: El hombre y lo divino. Esto no significa, como afirmaba Vicente Gaos de acuerdo con Aleixandre, que toda poesía sea religiosa, pero nacen del mismo germen: “¿Qué es poesía ‘religiosa’? –se pregunta Gaos–. En el fondo, toda. Porque, en el fondo, el hombre es un ‘animal religioso’, y la poesía es el máximo acto de trascendencia y de universalidad realizable por medio de la palabra […]”. Siguiendo a Jaime Siles, conviene afirmar para la poesía lo que Joan Sureda explica para el arte en su conjunto: “El arte religioso no es sagrado por ser arte, sino por ser doctrina: es decir, por transmitir conocimiento”. Siles llega a distinguir entre lo religioso –que es experiencia de Dios– y lo artístico, que es experiencia de lo sagrado. En cualquier caso, lo sagrado entabla un diálogo con lo religioso, ya sea en su alegría espiritual, su sentido de culpa, su lucha con el mal, su santidad, su oratoria o su invocación mística, formas todas de la poesía religiosa que se ha escrito –y se sigue escribiendo– en España, todas “declinaciones de Dios”, como el poema de José Luis Tejada incluido en la edición de su Poesía

religiosa (Renacimiento, Sevilla, 2010), creyente y fundamentalmente sacra:

Nominativo, Dios. El genitivo/ de Dios: Yo soy de Dios, la cosa es clara./ Dativo, a, para Dios, yo nací para/ Dios y para su gloria escribo y vivo./ Que me muevo hacia Dios, acusativo,/ si no fuera verdad no lo acusara/ y nadie, al

Está claro que el término poesía religiosa “no es uniforme, pues responde a actitudes disimiles”,

como advertía Leopoldo de Luis (Córdoba, 1916-Madrid, 2005) en su antología Poesía religiosa (Alfaguara, 1969), que recogía a los poetas españoles que la habían cultivado entre 1939 y 1964. Una simple enumeración permite distinguir numerosas vertientes: confesional, espiritual, humanística o sacra, que, a su vez, como hicieron en su Suma poética Miguel Herrero y José María Pemán, se podría compartimentar en bíblica, evangélica, eucarística, virgínea, hagiográfica y ascética-mística. Leopoldo de Luis afirmaba que “la poesía religiosa no puede tomarse solo como adoración. Tampoco, solo como virtud. También es duda, agonía; incluso negación. Y, desde luego, deseo de esperanza y ansia de justicia”. A su juicio, que es también el que nos interesa, hay dos clases, en líneas generales, de poesía religiosa: “La que responde a un sentimiento interior, existencial, y la que maneja asuntos relacionados con la religión en sus manifestaciones externas”. Del mismo modo que Ernestina de Champourcin (Vitoria, 1905-Madrid, 1999) en su antología Dios en la poesía actual (BAC, 1970) –que recorre desde el modernismo hasta 1968 en la poesía española e hispanoamericana–, nos preguntamos aquí: “¿Poesía religiosa porque se reduce a nombrar a Dios, a describir alguna piadosa ceremonia, a invocarlo por obligatoriedad devota? No se trata de eso. Pero tampoco, de ninguna manera, de eludir todo lo que sea únicamente poesía de amor divino, impulso desinteresado hacia la Perfección y la Belleza. Ni, sobre todo, de componer un florilegio de poetas contestatarios, como si hoy la única forma válida de invocar

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saludarme, pronunciara/ ese “a Dios” que me torna transitivo./ Vocativo, yo llamo a Dios a voces,/ con la boca: ¡Oh mi Dios! ¿No me conoces,/ si tengo ya tus casos declinados?/ Y ablativo, que tanto te hablo y nombro,/ cabe, con, por, tras ti, sobre tu hombro,/ y aun contra ti, por mor de mis pecados.

Aquí no se pretende ofrecer un panorama completo de la literatura de tema religioso en España, “tema en realidad inagotable” –como escribió Champourcin–, aunque se fije el punto de partida en la Generación de los 70, contexto mínimamente necesario para comprender hacia dónde va la poesía de Dios hoy. Para antes, estimamos aún vigente la tarea de Leopoldo de Luis y Ernestina de Champourcin, valiosa en la medida en que, aún hoy, para muchos lectores supondrá un valioso descubrimiento. Más actual es una interesantísima antología de poesía religiosa latinoamericana, El Salmo fugitivo (Editorial CLIE, Madrid, 2009), de Leopoldo Cervantes-Ortiz. Digamos ya que es incierto que el “sentimiento religioso” haya estado ausente, como ciertos antólogos repiten, de la poesía española desde la Generación del 50. No son los poetas, es la crítica la que ha querido mirar para otro lado. Ni José Luis Tejada, ni Manuel Mantero o Alfonso Canales –todos presentes en la antología de Champourcin– dejaron de exaltar o de interpelar a Dios. De muy diferente signo, más imbricada en una “sacralidad de la mirada”, son un gran número de poemas de Claudio Rodríguez, Jaime Gil de Biedma, Francisco Brines y José Ángel Valente, todos de gran proselitismo entre los nuevos poetas. Siles sostiene que “la relación que estos poetas tienen con lo sagrado puede ser vista como una forma de religiosidad”. Más evidente fue la honda vis religiosa del Grupo Cántico, con poetas muy personales y distintos, sin ser todos creyentes: Ricardo Molina, Juan Bernier, Mario López, Julio Aumente o Pablo García Baena. “Arca de lágrimas”, presente en su antología Recogimiento (Ayuntamiento de Málaga, 2001) es un buen ejemplo de la especial

poesía religiosa tan característica de García Baena, poeta de deslumbrante armadura verbal, que penetra en el rito mariano de un Jueves

Santo y culmina proclamando:Señora que camináis al atardecer/ tras

el cadáver rígido sobre el frío de la losa,/ sobre la terca ceguera de los hombres/ marcados como el rebaño con la señal del matadero,/ Señora que volvéis los ojos/ en la fatiga de la compasión/ –velan aún, confusos, los tambores–,/ ayúdanos, Altísima.

Es importante detenerse en esta Generación, la del 50, sin la cual es imposible comprender a algunos de los poetas de nuestro tiempo, como al Vicente Gallego (Valencia, 1963) de Santa deriva (Visor, Madrid, 2002. Premio Loewe), poesía “a la vez razonadora y alucinada, hímnica y elegíaca”, según el crítico José Luis García Martín, que llega a calificarlo de “libro pagano y a la vez hondamente religioso”. Mucho de oración a un Dios sordomudo o inexistente tienen buena parte de los textos: “Dios del miedo y la duda, mezquino redentor/ que nuestra sangre exiges para darte a nosotros,/ mira bien este don terrenal e inmediato/ que es la humana y modesta primavera/ y no pretendas luego seducirnos/ con esa eternidad macabra que prometes”.

Pero hay que acudir a la serena poética de Gallego, descrita en Sobre el arte de hurtarse (Fundación Juan March, Madrid, 2007) para comprenderle mejor, a él y a otros poetas, como Carlos Marzal (Valencia, 1967), muy próximo uno al otro: “El mismo poder que nos ha creado sigue creando a través de nosotros y, cuando ese poder se manifiesta en su dimensión artística, lo hace mediante lo que llamamos Tradición. Escucho una sola voz en la de todos los poetas de mi lengua, veo bien claro que la mía no podría existir sin el soporte de tantas anteriores y más altas. (…) Solo hay una fuente, un agua sola, esa que mana y corre y de la que brotaron Juan de Yepes y su música extremada. Dios celebra la grandeza de su creación a través de sus poetas, y está en la naturaleza del prodigio que en el seno de esa única voz quepan los acentos del creyente y del ateo, los del que entona un himno de agradecimiento y los de aquel que lo reprueba. Hablo de ese dios-pájaro, ese cantor eterno al que Juan Ramón dedica uno de los más emocionantes fragmentos de su poema ‘Espacio’”. He ahí el “Rogatorio” que entona Vicente Gallego:

Por la esfera y la cruz/ de perfección divinas,/ por la idea de un alma/ que nos salve en la muerte,/ por el alma sin vida del que sufre/ el silencio de Dios ante la saña/ incomprensible y fría de sus dioses,/ por esta soledad/ planetaria y

José Ángel Valente

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la televisión todas las cosas terribles que suceden en el mundo, parece más oportuno que nunca recitar un poema como este”.

A finales de los 70, había una poesía religiosa latente que, perdida en la antigonía del último franquismo, no sabía cómo evolucionar, y a la que se podría definir con los versos de Ángel Crespo en “La noche”: “Se oye un viento confuso con palabras/ que nadie sabría descifrar/ porque las dice

Dios mismo mientras se hace de noche”. Pero los poetas del 70 seguían buscando a Dios. Lo hace un poeta y ensayista tan provecto como Jaime Siles (Valencia, 1951), catedrático de Literatura Española en la Universidad de Valencia, como lo hacen, cada uno a su modo, Antonio Colinas, José Miguel Ullán o Jenaro Talens, más espirituales. Siles, que fue un

poeta muy temprano, parecía abocado a la etiqueta de novísimo; más tarde, su mirada fue haciéndose más angustiada y escéptica; es él quien admite abiertamente: “Me hubiera gustado practicar alguna religión: ser eso que se llama un creyente, pero, aunque me he movido en sus orillas, nunca he entrado en el remolino óntico y magnético que debe ser sentir la presencia de un dios. Diré que lo he intentado varias veces, pero he sido despedido hacia ninguna parte, no por culpa del dios, sino de mí”. Aun moviéndose en esa orilla de Dios –a veces, con ironía o ficción poética, como en el poema “Dios en la biblioteca”–, Siles publicó Himnos tardíos (Visor, Madrid, 1999), su décimo libro, en el que renace con un redescubrimiento, entre otras cosas, de la naturaleza en su esencia más íntima, con atención reiterada hacia las hojas de los árboles:

Entonces habla desde un bosque de símbolos/ y el ocre de la hoja abre las secas venas/ que contienen su sangre/ y toda la caída –desde el árbol/ hasta rozar el suelo– se ve como/ un impulso que busca al mismo Dios./ Esa caída es el último idioma de las hojas;/ esa caída no es tanto/ un viaje de la materia hacia el espíritu,/ sino de este al interior de Dios/. Como la hoja, Dios es un lenguaje que existe solo en símbolos;/ Dios es un signo

de un Dios clemente cuyo nombre llena/ las paredes hermosas de esta casa,/ y el corazón llenó también del hombre.

Curiosamente, esa “mirada de Dios entre las aguas” también está presente en un poema epígono –“zoom” lo denomina José Antonio Marina– de Álvaro Pombo (Santander, 1939), incluido en Protocolos (Lumen, 2004), una recopilación de toda su obra poética que contiene valiosísimos poemas indudablemente religiosos, como “La Jarra”, un largo texto escrito al comienzo de los 70 que encuentra su más elevada expresión al final: “Te rogamos Señor que la jarra contenga el agua/ Te rogamos Señor que la jarra contenga el agua/ Te rogamos Señor que la jarra contenga el agua/ Ahora y en la hora de nuestra exaltación”. La propia explicación de Pombo, que ha derivado su obra hacia la novela, no deja lugar a dudas de su interpretación: “Es un tema heiddegeriano. José Antonio Marina afirma que yo tengo una mentalidad religiosa muy primitiva. Una idea de que Dios sostiene el mundo, literalmente lo sostiene, punto por punto, sostiene la jarra, si no la jarra se rompería y nos moriríamos de sed. La palabra exaltación y la palabra resurrección son intercambiables. Según la liturgia, la resurrección del Señor es también la exaltación del Señor. (…) Yo pido que el mundo conserve un cierto orden, una cierta apariencia de orden, para poder beber. A veces cuando vemos en

devota del amor,/ por la arcana razón del sinsentido,/ por el sueño de aquel/ que en su vuelo encontró/ el ciego pedernal de la vigilia;/ porque no lo sabré, porque no me sabrá,/ por lo que sí sabemos:/ por la oscura ceniza/ de la rosa de luz que pudo ser,/ por el será y el fue,/ que son el nunca,/ por el instante eterno de sentir/ esta amarga piedad que es la alegría.

Lo hímnico, lo celebratorio, es también acopio de otra generación entre los “Novísimos” de Castellet y la poesía de la Experiencia. Una generación, la de los 70, que busca un Dios-Amor y un Dios-Belleza. Lo es en uno de sus representantes más caudalosos, como Antonio Carvajal (Albolote, Granada, 1943), eminente poeta amoroso, que no obstante, sin ser confesional, proclama: “Mi moral era luchar por una vida más bella, más justa, siempre sagrada, cuya plenitud entreví en la delicia del amor compartido, de las primeras amistades con artistas y poetas con quienes compartí la indescriptible emoción de engendrar, conservar y transmitir la belleza. Ese es el germen de Tigres en el jardín y ese he querido que sea siempre el sentido de mi poesía”. En “Patio de los Arrayanes” (Testimonio de Invierno, Hiperión, Madrid, 1990) escribe:

Capaz de Dios se dijo que es el hombre;/ de ti también, que arrojas a hurtadillas/ unas migas de pan –¿por qué en tu mano/ unas migas de pan?– para que vengan/ los minúsculos peces a comerlo/ casi en el haz del agua de esta alberca/ que es trasunto del cielo y no mentira./ No miente el agua, que es capaz de Dios,/

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Pablo García Baena

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puro que habla por señales/ y existe solo donde termina el yo.

Por edad, Miguel d’Ors (Santiago de Compostela, 1946) debía pertenecer a esta Generación del 70, pero entre su singularidad católica y cierta marginación recorrió su propio camino. Hoy su presencia –y su maestría– es innegable, como faro de una amplia relación de poetas jóvenes, creyentes y practicantes que apuestan por Dios como sentido de su existencia y de su poesía. La devoción de Enrique García-Máiquez (y otros poetas del grupo Númenor, como Jesús Beades) por d’Ors –nieto de don Eugenio– no es solo literaria: “Hoy en día, en España, después de d’Ors es mucho más frecuente y fácil escribir versos desde el catolicismo ortodoxo o desde la incorrección política. D’Ors, que durante muchos años fue considerado un epígono de la vieja poesía arraigada, intimista y religiosa, ha pasado a ser el maestro de la joven poesía arraigada, intimista y religiosa”, escribe el propio García-Máiquez en el prólogo de Poesías escogidas (Númenor, Sevilla, 2001), que resume diez poemarios de entre 1972 y 1999. El humor, la intensidad, la inteligencia, la continua sorpresa verbal están presentes en una obra que no ignora ni un solo tema de la Iglesia de hoy, como sus “Lecciones de Historia” –en la que retrata el aborto como el gran genocidio del siglo XX–, pero que en su comienzo, en su “Incipet Liber”, hace toda una proclamación de fe:

En el nombre de Dios –ojo: no del Gran Todo,/ no del Gran Manitú ni el Punto Omega/ ni del dios (Dios me libre) deseado/ y deseante de ciertos camarotes de seda–,/ en el nombre del Padre que fizo toda cosa,/ en el nombre del solo/ Dios verdadero, el Dios de los profetas/ hirsutos y los vastos patriarcas,/ el de Inés y Cecilia,/ sexo débil más fuerte que todas las legiones,/ el Dios que sostenía la sonrisa/ de Tomás Moro bajo el hacha negra,/ el Dios de Louis Pasteur, el de Gaudí, de Chesterton,/ de los analfabetos como yo,/ el Dios de las amebas, de los Tronos/ y las Dominaciones,/ del simún y el Museo Británico, comienzo/ esta declaración, esta memoria/ del desolado

tiempo que he vivido./ Que Él ponga en mis palabras una chispa de/ Su innombrable fuerza.

No habría que reducir a d’Ors a lo dogmático, es mucho más. Él mismo ahonda en su poética: “Quizá los grandes temas poéticos se reduzcan a tres: las relaciones con el Creador, con uno mismo y con el resto de la Creación. Dentro de este resto se encuentran la naturaleza, la existencia con sus límites de tiempo y espacio, los demás hombres (en cuanto sociedad o considerados

individualmente) y la mujer amada”. Es poeta de espléndidos versos de nuestro tiempo, como “Pequeño testamento” (Curso Superior de Ignorancia, 1987. Premio Nacional de la Crítica) y tantos poemas de amor. Sí, Dios es amor. Literalmente. El propio Jan Twardowski, el gran

poeta y sacerdote polaco, ha afirmado: “La fe en Dios se asemeja a las intensas emociones que asociamos al amor humano. El amor humano nunca se da por acabado, siempre se crea uno nuevo, va evolucionando, se va profundizando en él. El hombre que ama ha de luchar constantemente por su amor. Algo semejante sucede en el caso de la fe en Dios. El hombre que cree ha de combatir constantemente por su fe. No existe una fe terminada, puesta dentro de un marco. (…) La lírica religiosa, al igual que sucede con la amorosa, debe estar

llena de admiración, de anhelo, de inquietud, de tristeza, de desesperación; tiene que ser capaz de tocar toda la escala de las emociones más genuinas”.

Este diálogo Hombre-Dios sobrevive a la década de los 80 y principio de los 90, en la que no deja de escribirse poesía religiosa, pero en la que los más jóvenes se decantan por una mal llamada Poesía de la Experiencia, cotidiana y fugaz. No todos, evidentemente. Julio Martínez Mesanza (Madrid, 1955) es el más conocido de los poetas de la Generación de los 80 y el que ha profesado una poesía más abiertamente católica, acaso tan solo le sigue el primer Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950). Mesanza conecta con la gran tradición hispana –desde Fray Luis de León a Calderón– en, por ejemplo, poemas como “Mater Christi”, incluido en su antología Soy en Mayo (Renacimiento, Sevilla, 2007):

Tú, Bienaventurada, que llevaste/ el cuerpo de Jesús en tus entrañas/ y diste a la luz la Gracia y Luz que salvan,/ vuelve tus ojos misericordiosos/ dulcemente hacia mí, pues he pecado./ Te nombraré y defenderé tu nombre/ hasta perder mi nombre para el mundo.

Pero Martínez Mesanza es y será, autor de Europa, poemario aparecido por vez primera en 1983 (El crotalón, Madrid) y que, por sí mismo, le ha coronado como uno de los poetas más interesantes del fin de siglo. Europa ha ido creciendo en 1986 (Renacimiento, Sevilla) y 1988 (La pluma del Águila, Valencia). En 1990, el título se completó como Europa y otros poemas (Puerta del Mar, Málaga). Todavía en 1998 publicó unos Fragmentos de Europa (Universidad de Baleares, Palma de Mallorca). En él está la gran tradición europea: Goethe, Hölderlin, Novalis, Coleridge, Shelley, Keats y, por encima de ellos, William

Wordsworth. No en vano, Mesanza firma poemas extraordinarios, como “Santo oficio”, pero ante todo transmite una cosmovisión romántica de una Europa épica y moral, epítome de la cristiandad. Lo transmite en “Ceremonia”:

En las manos de Dios está la vida/ Prepara siempre el último combate,/ no importa

Álvaro Pombo

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por título “Mi hora”, y expone también la serenidad de la belleza de Dios que sondea Númenor:

Entre el crepúsculo y la noche/ hay algún tiempo en que la luz no cede/ a deslumbrar o a derramarse en sombra,/

que no golpea sino que rodea/ la materia, la abraza con un amor platónico./ Y al quitarle a las cosas su contraste/ de tosco claroscuro,/ las perdona de no sé qué pecado/ mezquino, las absuelve/ volviéndolas más ellas,/ y embelleciendo a todo el que las mira./ Es esta luz con la que Dios ve el mundo.

La amplitud electiva y temática de Númenor la

explica Alejandro Martín Navarro, premio Miguel Hernández en 2006 por su segundo poemario, Aquel lugar (Hiperión, Madrid): “Considero que soy un poeta elegíaco, es decir, un poeta que escribe desde la experiencia de la pérdida. A veces pensamos que es la infancia, otras lo vislumbramos en el fracaso del amor perdido, o en la alegría frágil del amor presente. Si algo tienen en común todos los poemas que he escrito, es ese saberse escorias, restos de algo innombrable y sagrado que pretenden rememorar. Toda vida está llena de momentos en que se funden lo sagrado y lo profano, momentos que constituyen precisamente aquello que llamamos ‘lo poético’. Y es en ese sentido en el que digo que para mí la poesía es una liturgia y una forma de piedad”. Lo es su “Impresión de la catedral de Colonia”:

La fe se pierde como se olvida un nombre./ Pero te encuentro aquí, prodigio/ oscuro de la piedra,/ silencio y música que dice y calla,/ ejército radiante de espadas como sombras./ Te alzaste ante nosotros/ cuando los hombres de una antigua estirpe/ erigieron la ofrenda milenaria del arte,/ su miserable y poderoso esfuerzo./ Bajo tu espacio inmóvil/ escucho la plegaria de lo hermoso/ como una vela puesta frente al altar del tiempo.

Esta onda, la del amor divino y la del catolicismo confeso, es también el objeto poético de Juan Meseguer (Madrid, 1981), que ha obtenido con su segundo poemario, Un secreto

la antología de poesía joven que la editorial Kronos publicó en Sevilla en 2001. Entre ellos, además de Beades y Enrique García-Maíquez –su último poemario, Con el tiempo (Renacimiento, Sevilla, 2010), es intenso y elegíaco de la madre muerta–, destacaban un puñado de poetas con residencia entre Sevilla y El Puerto de Santa María (Cádiz) ligados a la revista Númenor y bajo el patrocinio del profesor Fidel Villegas, como Jaime García-Maíquez (Murcia, 1973), Rocío Arana (Sevilla, 1977), Alejandro Martín Navarro (Sevilla, 1978), Joaquín Moreno Pedrosa (Sevilla, 1978), Pablo Moreno Prieto (Sevilla, 1977) y Francisco Gallardo Gil (Sevilla, 1976). Todos han publicado ya por su cuenta, y extendido el prestigio y la calidad del grupo Númenor. Baste para notar su eco una definición y un poema de Jaime García-Maíquez, autor de Otro cantar (Pre-Textos, Valencia, 2007. Premio Arcipreste de Hita): “Más que devolver el tono religioso a la poesía, más bien damos una visión religiosa de la poesía. Creo que creer en Dios

establece una visión totalmente diferente a la otra, la del no creyente. La belleza, decían los griegos, es el resplandor de la verdad. Y la verdad para nosotros es Dios”. El poema lleva

que después sigas luchando./ Reza solemnemente y sin agustia,/ dando a las formas su valor supremo./ Debes hacer un rito del vestirte:/ la sobreveste puede ser mortaja./ Cuando vayas al paso hacia el combate/ saluda brevemente a tus amigos/ y baja la visera de tu yelmo/ para significar que arrostras solo/ la mirada, y de frente, del acaso./ En las manos de Dios está la vida./ Pídele la victoria solamente/ y el perdón de la sangre y de la audacia.

Discípulo de d’Ors –y también inspirado en Mesanza–, aunque bebe también de Borges, Tolkien y C. S. Lewis, es Jesús Beades (Sevilla, 1978), autor de Centinelas (Fundación Lara, Sevilla, 2003), militante en la fe de Twardoswki y el Amor-Dios capaz de entonar un “Canto a la castidad” y de dedicarle estas “Palabras a la novia”:

Y ahora tu corazón es el mar de Galilea/ detiene mis tormentas en la noche profunda/ ahora tu boca es como el río Jordán/ como es que me besas pero sea si lo quieres/ tus besos me alimentan multiplicados por cinco mil/ tu pelo huele al viento en el torrente Cedrón/ color de tierra parda de toda Galilea/ tus gestos son humildes como un taller en Nazareth/ si me tocas la lepra sale aullando hacia la nada/ si me dices reproches es un Gólgota/ sin dudas merecido un dolor que es fecundo inexplicable/ ah tus ojos me salen al paso en el camino/ cuando voy a Emaús desalentado/ cuando cae la tarde después de un duro día/ partes el Pan conmigo me acompañas/ eres única amor tú misma/ pero todos tus gestos me recuerdan a Otro.

Dice Jan Twardowski que este Amor-Dios “puede encontrarse en la poesía del rey David”. Precisamente, al libro de los Salmos también le ha dedicado múltiples poemas Ibáñez Langlois, que coincide con el polaco en su reivindicación del ministerio sacerdotal y en una cosmovisión poética cristocéntrica, cuando la que prevalece, como se lee, es la presencia de Dios omnipotente. “Oh Dios (…)/ mi alma tiene sed de ti;/ te desea mi carne/ en tierra desierta y seca, sin agua”, clama Beades. El salmo es también común a los poetas de La búsqueda y la espera,

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Manuel Vilas

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temblor (Pre-Textos, Valencia, 2011), el Premio Arcipreste de Hita. Los paralelismo con los Beades y García-Maíquez son evidentes, aunque remite sobre todo al chileno José Miguel Ibáñez Langlois y al verso reflexivo-amoroso de Juan Antonio González Iglesias (Salamanca, 1964). Pero Meseguer –que pertenece al grupo Esmirna, creado por el carismático Pedro Antonio Urbina, y en el que figura también el poeta Pablo Luque Pinilla (Madrid, 1971)– tiene voz propia, original y valiente, capaz de entonar un verdadero cántico al celibato en “Ojos por ojos”. Pero nos quedamos con “Eros es Dios”, en donde aparece el verso que da nombre al poemario:

Me dicen que eres ágape,/ dispuesto al sacrificio./ Y yo que sí,/ que es cierto./ ¿Y cómo no va a serlo/ después de tanta Cruz y tanta Eucaristía?/ Mas/ no olvidemos/ tu amor en lo más hondo de mi carne;/ el secreto temblor que nos recorre/ en la cima del éxtasis./ Por no hablar –¡cielo santo!/ de esas misas salvajes,/ cuerpo a cuerpo,/ donde Tú te me entregas/ con la pulsión a punto de romperse./ ¿Y qué decir/ del modo en que perdonas mis pecados?/ Yo venga a hacer el tonto/ –¡admirable constancia!–,/ y Tú:/ Anda, amado mío,/ levántate y no peques más./ Enjúgate las lágrimas/ y vamos a querernos/ a un lugar apartado./ Ven, vámonos,/ que es tarde y anochece.

Fernando Rielo –cuya pasión poética dio origen a una Fundación que mantiene con vigor desde 1981 un notorio premio de poesía mística que, cada año, se entrega en Roma– prefería la poesía mística a la religiosa. De esta decía que exhibe, por lo general, “los rasgos de una búsqueda y un sentir de carácter cultural, más que de creativa experiencia íntima”. Por ello, afirmaba: “La poesía mística en ningún caso es reductiva: eminentemente creativa, es susceptible de engendrar nuevos recursos estilísticos, nuevas formas y, en general, una riqueza inagotable para expresar, por medio de la imagen estética, la mística unión del alma con su Creador”. No le vamos a contradecir. La poesía en san Juan de la Cruz, en su concepción y en su expresión, es canto; es decir, “el medio más elevado y potente de transmitir su experiencia

mística”, según Emilio Orozco. Año a año, el premio de la Fundación Rielo ha ido descubriendo a los lectores poetas de hondo calado. El último ha sido el sacerdote salesiano Rafael Alfaro (Cuenca, 1930), con Hora de la tarde (Fernando Rielo, 2010), y con el que supera la veintena de poemarios publicados: “La poesía es el cultivo de la palabra y una de las características del sacerdocio es el ‘ministerio de la Palabra’. Por la belleza vamos a la suprema Belleza. Por otra parte, el amor es la esencia de la Poesía Mística. Y la confianza en Dios es la exigencia de creer en el amor. ¡Siempre estamos en las manos de Dios, queramos o no queramos!”. Por eso, escribe:

Abre tus manos y recógeme./ Señor, creo en tus manos invisibles,/ en las que me abandono. Sé que no/ soy una flor,

ni una paloma,/ ni siquiera una sonrisa. Mas soy tuyo.

Como él –sacerdotes y poetas de ancho prestigio– el diocesano Teodoro Rubio (Peñaranda de Duero, 1958) y el teatino Valentín Arteaga (Campo de Criptana, 1936), entre ellos, también han ganado recientemente el Fernando Rielo. La crítica de la poesía escrita por hombres de la Iglesia, en muchos caso, adolece de cierta reducción al absurdo. Ocurre a la hora de etiquetar a poetas, en las que su obra es amplia y evocadora de múltiples ecos. Es el caso de Antonio Praena Segura (Purullena, Granada, 1973), dominico y poeta sobre el que Antonio Carvajal llama constantemente la atención. No es místico, pero hay en él una indisociable unión con Dios. Basta leer Humo verde (Amarú, Salamanca, 2003. Accésit del Premio de Poesía Iberoamericana Víctor Jara), su primer poemario, y Poemas para mi hermana (Rialp, Madrid, 2007. Accésit del Premio Adonais), para darse cuenta de la hondura de Praena. No es menos cierto que ha sabido construir poemas que reflejan su condición de hombre de Iglesia de inusitada calidad. Lo es “El joven fraile” (de Humo verde):

Y pensar que nadie desabrochará mi camisa/ con manos de paloma,/ ni hará caracoles en el vello de mi pecho/ porque ya tengo un amor que es Todo y Nada…/ Y saber que soy un guerrero/ que reza como un almendro…

Y también “Vida monacal” (de Actos de amor, inédito):

Antonio Praena Segura

NOEMI DU VALON

Rafael Alfaro

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contrapunto perfecto a Vilas: Pureza Canelo (Moraleja, Cáceres, 1946), poetisa de hondo rigor y voz desnuda que acaba de publicar A todo lo no amado (Plaza & Janés, 2011. Premio Torrevieja de Poesía). Nos quedamos, sin embargo, con Pasión inédita (Hiperión, Madrid, 1990), libro en el que “Dios desciende a poema y quiere ser ábside de nuestros labios”. Feliz metáfora de la poesía española de hoy. Más sagrada que mística, más religiosa de lo que aparenta o de lo que nos dicen. Belleza e inquietud, salmo y “De verdad oración”, como el título del poema de Pureza Canelo:

Dios mío/ que estás en su pelo/ recién peinado/ en la camisa que estrena/ y en la belleza de su estatura./ Procura que siga buscando/ la unidad de este libro./ A cambio/ sabré volver a tu casa/ entregarte mi brazo/ el pendiente labrado/ el exvoto posible/ de acercarme a tu trono./ Mira Dios/ que te he hablado/ desde la yerba a la arena/ como testigo unos versos./ Ayúdame a creer/ que la poesía menor, esta/ sea el único camino/ del cielo./ Pero se ve tan lejos/ que pueda andarlo!/ A cambio ya ves/ que por vez primera/ te he nombrado absoluto/ en un libro./ Entraste en el amor/ atravesaste el mundo más humano./ Si no me crees/ vente esta noche/ a beber con nosotros/ la clara unidad de tu presencia/ y quédate a dormir/ en la sala./ Nuestro cuarto/ es pequeño pero es templo/ brillando como el amor/ de tu regalo./ Se te ve tan cerca/ que puedo invitarte!/ (Un poeta grande y triste/ pudo hablar contigo un día/ pero yo lo hago como/ y donde quiero).

mi corazón cabe en tu mano/ y en este corazón ya cupo el mundo:/ el mundo que no cabe en parte alguna,/ salvo en tu mano dios, la continente) en el frenesí rítmico de Carlos Marzal?”.

Frente a Praena y los místicos –en la otra orilla, lejana y algo tenebrosa– está Manuel Vilas (Barbastro, 1962), que remite a Walt Witman, Cernuda, Gil de Biedma o Darío. Vilas cultiva una poesía en la que Dios es omnipresente, con toda su carga bíblica, para al final jugar con el lector identificándose él mismo en sus versos como un Nuevo Jesucristo. Una retórica que, más allá del juego de espejos, salpica irreverencia, pero que, según destaca el crítico Vicente Luis Mora, “está lleno de problemas religiosos, o mejor, posreligiosos”. Para Vilas, Dios es un problema primordial, y eso le aleja de cualquier semejanza con Bukowski o Carver, incluso de otras referencias insidiosas a Dios en nuestra poesía, vacuas en cuanto tan solo proclaman un “Dios ha muerto”. Pero en Vilas habita una actitud religiosa propia de la posmodernidad, en el sentido de Ángel Crespo, ajena a todo dogma pero también a cualquier lugar común, en la que la presencia de Dios aparece desbordada por la “incomensurabilidad de la experiencia vivida”.

De antes y después de Vilas faltan muchos nombres. Entre los más jóvenes, un puñado cuyo rastro hay que seguir con atención: Enrique Barrero Rodríguez, Rafael Correcher Haro, Jorge del Arco, Raúl Alonso, Francisco Alba. Al fin y al cabo, toda selección poética es una elección, también un

Von Balthasar lo dijo de una forma/ distinta, pero siempre ha sido así:/ amor y ser son algo coextensivo./ San Pablo, sin embargo, fue más claro/ en esa carta suya a los creyentes/ de Roma cuando afirma/ que no hay dolor ni vida ni futuro/ que puedan separarnos del amor./ También aquel amigo que volvía/ por pascua a visitarte hizo cumplirse/ la misma convicción: abandonado/ de la única persona a la que quiso/ con todo su temblor en este mundo,/ segó su propia sangre una mañana/ perdida para siempre de diciembre./ Son formas diferentes de afirmar el mismo hecho./ Quizá por eso mismo nuestra vida/ transcurre silenciosa entre la celda y el oficio:/ primero el cementerio,/ un poco más allá la biblioteca,/ el claustro, el de profundis y al final/ del largo corredor en el que cuelgan las cogullas,/ la cruz a cuyos pies hora tras hora/ cantamos.

Editor de un ensayo sobre Cristianismo y poesía (San Esteban, Salamanca 2003) en el que firma el capítulo sobre “Dios y los poetas del nuevo siglo”, Praena es responsable del blog de la Orden de Predicadores (elatril.dominicos.org). En el mismo suele dejar buena cuenta de su poética y de su visión de Dios y la poesía española: “¿Para cuándo hablar con los que son los machados y rilkes del siglo XXI? ¿Quién citará ‘Un sueño está soñando los sueños de los otros’, o ‘La sed de la belleza de la forma,/ que es solo sed de un dios que nos sosiegue’, de Francisco Brines? ¿Quién recoge la profecía de Antonio Colinas cuando nos anuncia –convirtiéndose en voz de ella – una sed misteriosa de luz que está amaneciendo, un despertar, ya en acto, de querencia de infinito? ¿Quién se deja interpelar por estos versos de Raquel Lanseros?: ‘¿A quien se le ha ocurrido este dios impasible/ fabricado con mitos y con prohibiciones?’ ¿Quién conversará con Juan Antonio González Iglesias cuando afirma y reclama las que él entiende como compatibles, a saber: la experiencia cristiana y la identidad homosexual? ¿Quién da la réplica a los cantos doloridos por el silencio de Dios de Antonio Carvajal en su Paráfrasis de las siete palabras? ¿Quién incorporará la experiencia profundamente cristológica de Alfonso Canales a la reflexión teológica? ¿Quién invoca al corazón como el gran cartógrafo de Dios (Todo

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Pureza Canelo