Vista Previa "El tiempo de los peces"

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El tiempo de los peces _ Juana Inés Casas

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El tiempo de los peces

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Juana Inés Casas

El tiempo de los peces /

Autora: Juana Inés Casas

Diseño portada: María de los Ángeles Vargas

Primera edición: Septiembre 2011

ISBN: 978-956-8957-02-5

Impreso Gráfica LOM

A Gustavo, Adela, Malis y Fran, por los primeros veranos.

A Sebas y a mis amigos, por los demás.

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“Aquella noche de estreno había tenido para él la perfección de un día de verano, cuya excelsitud insinuaba la

inevitabilidad del invierno y de la muerte”.

John Cheever

“Pero yo solamente me pregunto.Y no sé.

No conozco a los peces”.

D.H. Lawrence

Índice

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Arribos 9

¿Vos querés casarte y tener hijos? 15

En cierta forma es fumar 23

El encargo 33

Igual se llega a Tandil 39

Cadaqués 47

Análisis del discurso 55

Persecuciones a la hora de la siesta 63

Fin de Año 69

Todas íbamos a ser paquitas 77

El tiempo de los peces 85

Arribos

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La abuela está ahí, detrás del vidrio donde se amontona la gente vestida de verano, pero él apenas puede ver a una mujer que se está

por quedar pelada. No sabe si se concentra en eso porque su abuela tiene pocos pelos y todos aireados, como si se hubiera metido en una habitación con ventiladores o hubiera volado por el espacio, o porque tal vez él no quiere pensar en nada, ni estar feliz, ni triste. Sólo estar tranquilo y jugar con su DS.

Pero, ¿es esa su abuela? La que está ahí, detrás del vidrio, es más pequeñita de lo que recuerda. Es también distinta a la de la foto que estaba en la cocina de la casa, de la que había sido su casa y ahora sólo sería de su papá. Da lo mismo quién se quedó con la casa, lo importan-te es que en la foto estaban mamá (o mejor, Roxana, prefería llamarla así ahora) y la abuela. Las dos miraban hacia un costado. Roxana leía una revista y la abuela hacía un gesto raro con la boca, como si estuvie-ra tragando arena. Porque la foto era en la playa y en las playas del país de Roxana hay mucho viento y uno termina comiendo sándwiches con arena, tomando Fanta con arena y tiene que hacer caras extrañas para que la arena no se le meta en los ojos. A pesar de la arena y ese gesto raro, a él le parecía una linda foto y una linda abuela. Pero la mujer que está ahí, en el aeropuerto, es otra. Duda que sea ella. Tampoco es la que le cocinó empanadas en Houston, o la que lo abrazaba en las fotos cuando él era un bebé rojo y arrugado.

Aun así, él sigue caminando por el pasillo rodeado de voces. Roxana le apoya la mano en el hombro y por todos lados se escucha: ¿Taxi? ¿Necesita taxi? ¿Remise? ¿Taxi? Miss, ¿du iu nidetaxi?

Ellos no son extranjeros, por qué les hablan así. Todo es raro en el mundo de Roxana. Por un lado les hablan en inglés, pero cuando hay que hacer la fila de migraciones ingresan por la puerta que dice “Argentinos”.

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En esa fila, la gente es demasiado ruidosa, habla fuerte, grita, agita las manos. Las mujeres tienen muchos anillos y pulseras que suenan, y olor a perfume, como si se hubieran puesto encima todas las muestras que dan en el Duty Free. Los hombres abren y cierran celulares con tapitas y dicen cosas como qué hacés, boludo, o estoy llegando, sí, acá en Ezeiza.

A Roxana le molesta esa gente. Es así, la clase media es así, dice. Y repite la frase como un mantra, una de las palabras raras que ella usa todo el tiempo, cuando están en algunos lugares de su país. Vos pensá eso, no es todo igual, hay otra gente, pero la clase media de la capital es así.

Como si eso significara algo. Para él, lo que significa algo, lo que parece gritarle que está ahí, en el país de Roxana, es ese calor húmedo, ese sentirse metido en una especie de hueco entre el vapor de la sopa y la tapa de la olla cada vez que entra el aire de afuera, el aire de ver-dad, al aeropuerto. Ese país es todo eso. Y también, claro, los cuentos, las historias de Roxana que a su papá le fascinaban, pese a que nunca lograba entenderlas del todo. En el viaje había pensado qué haría ahora en Texas, solo ¿Con quién comería?, ¿miraría la televisión?, ¿volvería a tener otros hijos? Es posible, le había dicho él, aunque eso no cambiaría nada; serían sus hermanos y él siempre sería su papá y se visitarían, y nunca, nunca dejarían de ser lo que eran. Cuando pensaba en todo eso, le daban ganas de que el avión diera la vuelta, de que Roxana y su papá se quisieran, de quedarse ahí los tres juntos en Houston, lejos de este país tan húmedo.

Su abuela todavía no los ve. Mira hacia el costado. El cuerpo pe-queño, los brazos cruzados. La piel casi negra de comer tanta arena en tanta playa. Una cartera que parece demasiado grande para ese cuerpo. Unas rodillas que sobresalen en las piernas delgadas, donde se identifica la forma de los huesos sin problemas. Y bermudas. Justo tiene puestas unas bermudas y él cree que ésa es una palabra bien extraña del idioma de Roxana.

Cuando terminan de acomodar todas las valijas y bolsas en el ca-rrito, su abuela los ve. Frunce el ceño, sonríe y levanta la mano con un movimiento mínimo. El resto de las familias hace gestos exagerados, mueve los brazos, grita Flaco, Silvina. La abuela parece que se contagia de todo ese entusiasmo ridículo y agita los brazos también.

Siguen caminando, Roxana arrastra el carrito, él, unas bolsas, cruzan una puerta y la tienen enfrente. La abuela es apenas un poco más alta que él. Roxana y la abuela se abrazan. Y luego llega su turno. Él se queda

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quieto y deja que la mujer lo abrace. Sólo pone su brazo detrás de la espalda y le impresiona palpar los huesos encorvados.

Después, la abuela intenta abrazarlos a los dos. A él y a Roxana. Cómo están. Qué tal estuvo el viaje. Cómo está todo por allá. Roxana no alcanza a responder nada, él tampoco, y la abuela comienza a decir que pensó que el vuelo se iba atrasar porque había muchas demoras, que no sabía si venir ella manejando, que mejor pidió un taxi, que no tienen tantas cosas, que acá sigue haciendo calor. Él guarda su consola en la mochila y mira hacia el cartel donde dice “Arribos”. Arribos es una palabra rara, es casi como “Arrivals”, pero más bien es como arriba en masculino y plural. Nunca había pensado en eso.

La abuela toma la valija de Roxana y le responde la ayuda con el abrigo. Roxana le dice que no y le da las bolsas más livianas con los regalos. La abuela habla pero camina con la mirada hacia delante. Como si estuviera sola. Como si hubiera algún punto detrás del kiosco de alfajores y de dulce de leche al que hay que llegar. Emilia no pudo venir. Tampoco Manuel. Tenían que trabajar. Y a tus primos los verás después. Si hubieras llegado ayer, hija, podríamos haber venido todos al aeropuerto, pero bueno, qué vamos a hacer, es mejor que el vuelo se demore a que pase algo.

Mientras la abuela habla y habla, él sólo puede ver una fila de tipos que se juntan y se separan detrás de la puerta para salir del edificio. Los hombres usan camisa blanca o celeste y pantalones negros. Caminan buscando gente, arrastran valijas y repiten taxi y remise. Algunos tienen carteles, otros se reúnen en grupos de dos o tres y fuman, los demás se paran cerca de las personas que están con equipajes. Los mira y piensa que esos tipos parecen no tener miedo a nada. Son distintos a él. Ni siquiera puede gritar y decir que no quiere estar ahí. Que no quiere cambiar de aire, ni volver, ni empezar una nueva vida, como ha dicho Roxana.

La abuela pide que esperen junto a la puerta. Ahora nos viene a buscar un radiotaxi Pídalo. Lo llamás y te cobra el viaje, un poco más por la espera. Quédense acá que yo lo traigo. El chofer está en el es-tacionamiento.

Él apoya su mochila enorme en el piso y se sienta. Saca la consola y vuelve a prender el jueguito de armar ciudades que ha redescubierto en el avión. Los edificios empiezan a caer, como caen las imágenes de su abuela casi pelada, de las playas donde la arena vuela de un lado a otro, de los tipos gritando taxi, de la ropa de verano, de la “clase-media-es-así” de Roxana, de los recuerdos de ese país y de los recuerdos que

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después tendrá de Houston. Todo cae como los bloques de edificios que se desploman pesados, uno a uno, como las piezas del Tetris.

Si él no toca los controles, los bloques bajan a un ritmo loco. Los ladrillos saltan hacia todos lados, aplastan a las personas y se rompen. Los edificios pasan a ser escombros. No hay espacio para poner vidrios ni puertas. Las cosas se transforman en fragmentos de un mundo que se cae.

Él quiere que la otra ciudad, la real, la ciudad que está fuera del aeropuerto, también se caiga a pedazos. Esa nunca será su ciudad, ni tal vez la de Roxana. Imagina las nubes de polvo. El ruido que hacen los edificios reales al derrumbarse. Imagina que hay huecos en las calles, los huecos se hacen cada vez más grandes y, en determinado momento, se tragan la ciudad que desaparece. Pero mira afuera y todo es normal, los autos están colocados uno al lado del otro en el estacionamiento del aeropuerto, la gente camina despacio con valijas, y los aviones, que parecen pequeños a lo lejos, se agrandan a medida que llegan a la pista de aterrizaje. Todo sigue como si nada y ellos, la abuela, él y Roxana, suben al taxi, dejan el sector de arribos, el aeropuerto, y son personas calladas que avanzan por una autopista.

¿Vos querés casarte y tener hijos?

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Cuando bajes las escaleras de Medicina, dejaré mi asiento elevado en el cemento de la Plaza Houssay, daré un salto, cruzaré la calle

y comenzaré a caminar hacia vos. Apuraré el paso para atraparte justo en el momento en que te dirijas desde Uriburu a Junín. El encuentro será en Paraguay y simularé que pasaba por ahí, que no sabía qué era de tu vida, que era muy impresionante encontrarse, ahí, justo ahí, donde yo ya no suelo andar desde hace mil años, desde la época de la facultad. Nos veremos, es inevitable el encuentro, te sonreiré entonces, pero si no me ves, o no me reconocés, diré tu nombre, qué casualidad, tanto tiempo.

No te voy a decir, claro, que desde que te vi esa vez, saliendo de la universidad, justo enfrente de donde estoy ahora, tengo la necesidad de encontrarte por azar, de planear un encuentro casual.

¿Vos querés casarte y tener hijos? Eso preguntaste un día, antes de que pasara todo, un día de la prehistoria, cuando jamás nos habíamos besado, y esperábamos sentados en el pasto que a nuestros compa-ñeros del colegio se les pasara el efecto del clericó para volver a casa. Eso preguntaste esa noche, mucho tiempo antes de que termináramos quinto año, antes de que dejáramos de ser amigos y nos diéramos unos besos. Antes de que te dijera que te quería y me quedara a dor-mir en la habitación del fondo de tu casa. Antes de que me regalaras un disco con canciones en italiano. Me acuerdo de tu pregunta y me da risa. Porque nadie en esa época preguntaba esas cosas. Menos ahora, creo. Menos cuando se tienen 14 años.

No me río, apenas hago una mueca y sigo sentada en los escalones de cemento de la plaza.

Cuando me veas, dirás también sí, qué casualidad, dirás que ni si-quiera pensabas que estaba en la ciudad, me verás más flaca, más gorda o más vieja y no vas a decir nada. Sólo nos reiremos al recordar la

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vez que me caí en Plaza Houssay al saltar uno de los escalones y me enredé con mis ojotas, mientras intentaba pedir fuego a un paseador de perros: las rodillas sangrando y mi cigarrillo intacto. Me pregunto si seguirás fumando y me odio porque yo sí lo hago, aunque lo hago me-nos, sólo cuando salgo y a veces, cuando estoy sola y no puedo dormir. Me pregunto por qué estarás más flaco, me pregunto si mi visión fue real y te vi algo pelado, si tendrás una mujer, si tendrás hijos. Te diré que estoy bien, te diré que en el tema amores, los míos son todos fracasos y nos reiremos. Vos dirás algo sobre mi manía de huir y de usar polleras largas, polleras de gitana. Yo diré que no son de gitana y me morderé la parte inferior del labio en ese gesto que odiás, no para molestarte, sólo porque así me va a salir, sin querer, sólo porque siempre supuse que tal vez lo que más nos molestaba de nosotros era lo que más nos gustaba.

No te contaré que el encuentro, de verdad, empezó antes, en un lugar indefinible, en una noche a miles de kilómetros. Esa noche soñé que teníamos un hijo. Sí, un hijo. No alcancé a verle la cara, sólo re-cuerdo que era un cuerpo liviano, frágil y cálido. Lo tenía en brazos, acurrucado. No hacía más que sostenerlo. Él tenía los ojos cerrados, dormía. Nosotros estábamos despiertos y todo era como el cuerpo del bebé: liviano, frágil y cálido.

Cuando comentes sobre mi gesto de morderme los labios, me reiré y lo volveré a hacer. Quizás me ponga nerviosa, entonces te diré que me acordé de vos la otra noche porque volví a ver Crash en el cable. Los cuerpos despedazados, el sexo sadomasoquista y nosotros, adolescentes que apenas se conocen, más avergonzados que excitados, sin tener la menor idea de quién era Cronenberg, ni qué hacer, si to-marnos la mano, o besarnos, o irnos del cine.

Ahí nos reiremos.

O tal vez te diga que pasé por Mansilla y recordé ese departamen-to oscuro, sin ninguna luz de día. Esa era la casa de la noche eterna, donde lo único que había para hacer era esperar la noche real y que el portero nos colgara del cable. Tal vez me ponga triste y me quede callada porque el recuerdo de Mansilla siempre me pone así. Y después hablaremos de los amigos que tuvimos en común.

No te contaré del sueño, ni tampoco que esa no era la primera vez que soñaba algo así. La primera vez fue cuando estábamos juntos, aunque entonces no te lo dije, pero de esto hace ya más de diez años. Posiblemente mucho más. Diez años es lo máximo que puedo tolerar para lidiar con el pasado. No podría ampliar el período, no puede ser más distante aunque lo sea. Cuando estás solo tenés que acercar el

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momento de la separación para que esa persona no sea tan extraña, para que te siga acompañando un poco.

En ese sueño, el primero, nuestro hijo era parecido a vos, o mejor dicho, a una foto que me regalaste donde tendrías ocho años, ojos de gato, el pelo algo rubio por el verano, y la cara llena de pecas apoyada sobre tus brazos cruzados. El niño tenía tu misma cara, pero era más rubio de lo que fuiste alguna vez. No me preguntes por qué me em-peciné en desteñir el pelo hasta dejarlo blanco. Tal vez porque en el sueño era verano y los niños se suelen desteñir con el sol y el agua. El nene, debo admitir, no era liviano, era pesado y yo no podía cargarlo. Miraba y hacía preguntas que nosotros no sabíamos responder. Bueno, eso no viene al caso.

También hablaremos de los amigos del colegio, te diré que siempre me preguntan por qué nos separamos. Y me reiré para que vos te rías y el asunto se ponga menos denso. Las rupturas son trágicas en el momento, pero cuando pasan los años tienen que ser anécdotas. Anécdotas con un poco de sangre, sí, diluidas en un tiempo que a esta altura ya es una especie de infancia, una infancia que no es la de ser niños. Me dirás que ya ni te acordás por qué nos peleamos. Yo, para poner respuestas, diré que fue porque éramos distintos o porque la relación era demasiado simbiótica, una palabra que me encantaba usar en la época de la facultad, cuando empecé mi nueva vida, la vida sin vos, la vida donde yo era yo. Porque con vos, yo te dije alguna vez, yo no era yo. A vos, claro, no te pareció importante esta complejidad de identidades y no identidades.

Tenías razón, aunque jamás tocaremos este tema, y ahora pienso que todo esto da lo mismo porque acá, sentada en el cemento, con las piernas colgando y mientras vos aún no llegás, yo soy yo o no soy yo, pero lo único que recuerdo es que no existieron hijos.

Y es loco eso, o que me acuerde de eso ahora, porque ese era mi verdadero terror. Tener esa vida de grandes, de tus viejos, de los míos. Pensaba en mi cuerpo deforme ya de una vez y para siempre, y en qué dirías vos, si me querrías o no, y por eso ni te lo dije y caminé con una amiga, sí, con la Negra, pensando en vos y yo atados para siempre en el departamento de la calle Mansilla, con la noche eterna. Sin viajes, sin risa, sin bailar en la cocina con la música de la radio. Un llanto enorme de alguien desconocido atravesándonos por el medio. Me acordé de nuestra última pelea y tu charla sobre el desgaste del amor. Me acordé de lo que dijiste de atarse y demás. Me acordé que estabas confundido. Y todo me pareció demasiado, y pensé que eso estaba bien, que lo

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correcto era haber hablado con la Negra, haberlo discutido con ella y no con vos, que era necesaria esa caminata, elegir la clínica, que lo mejor fue gastar la plata que había ahorrado para viajar en vacaciones, y habernos fumado las dos solas un atado de Particulares que eran los únicos cigarrillos que había en el kiosco que estaba abierto a las dos de la mañana. Porque esa noche, tampoco te lo dije, ni ella ni yo dormimos.

El día que pasó todo, la Negra me trajo a casa en taxi después de mediodía. No apareciste. Dormí bastante, dormí todo lo que pude. Al día siguiente caminé perdida por la calle Paraná, tratando de encontrar espacios en los cuales estar sola, tratando de escapar de mi departa-mento y de esta ciudad que me quedaba incómoda. Finalmente vol-viste a casa el viernes. Volviste con tus libros de química como si nada hubiera pasado.

Y nada había pasado, eso te dije. O más bien te expliqué que en esos días en que estuvimos separados estuve pensando y para mí es difícil tener una relación tan simbiótica, somos chicos, queremos ver otras cosas. No, y no es que esté enojada o haya pasado algo, no es eso. Es que te digo que esto no me está haciendo bien. No sé, lo siento así. No es bueno ni para vos ni para mí. Yo te quiero pero es que no es eso. ¿Vos no querés conocer otras personas? ¿Se puede querer por mucho tiempo a alguien? ¿Se puede querer a alguien toda la vida? ¿Qué querés? ¿Casarte? ¿Tener hijos? Hablamos, nos quedamos callados y discutimos como se puede hacer cuando uno tiene toda la noche y miles de noches por delante. Nos abrazamos, nos volvimos a ver un par de veces, y después pasó todo ese tiempo que tenía que pasar para verte justo en este espacio que ahora tengo frente a mí. Este espacio en el que espero encontrarte, cuando salgas ahora, tal vez en unos minutos, para comprarte algo de comer o quizás más tarde, para volverte a tu casa.

Mientras te espero pienso que el hijo que hubiéramos tenido ten-dría diez años, me llegaría a los hombros, me miraría con una cara llena de pecas y le molestaría el calor del mediodía en la Plaza Houssay. Me pediría un helado, aunque no estoy segura si los niños de diez años pi-den helados o ya quieren otras cosas. Tendría unos jeans, una camiseta de fútbol, las rodillas lastimadas por colgarse de los árboles o caerse de una bicicleta. Y yo, seguro, tendría algo de paciencia para estar con él este mediodía.

Ese hijo de diez años dura poco porque me parece que te veo. Comienzo a caminar y pienso que vos me ves y te reís, demasiado tranquilo, me llamás por mi nombre, mi nombre entero, sin nuestros

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apodos, ni diminutivos. Me abrazás de una forma rara o muy normal, como si no hubieran pasado mil años, o peor, como si no hubiera pasa-do nada, y no hubieran existido ni los hijos de los sueños, ni los llantos, ni las peleas, ni las promesas, ni Mansilla. Me saludás liviano, como el bebé del sueño reciente. Te comportás ajeno, ajeno a todo lo que pasó. Te miro y sonrío, me doy cuenta de que apenas te recuerdo, o te re-cordaba distinto. No puedo encontrar nada de lo que busco en vos. O al menos eso es lo que compruebo al ver tus gestos, tu ropa, tu manera de pronunciar algunas palabras. Prendo un cigarrillo, hablamos poco, no tenemos demasiados temas. Tampoco me mirás mucho. Quizás te dé vergüenza, o más bien, te tenés que ir, qué se yo, cómo saberlo. Igual, antes de dejarme, me das tu celular. Lo grabo en el mío y alguna noche, cuando deje de pensar en el asunto de casarme y tener hijos, tal vez, sólo tal vez, me anime a borrarlo.