Viaje Con Agujero Dentro-Ernesto Carrión
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8/17/2019 Viaje Con Agujero Dentro-Ernesto Carrión
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Viaje con agujero dentro
Ernesto Carriøn
Sin embargo mi lenguaje es mi ideología
Ernesto Carriøn
Antes de comenzar diré únicamente que en este texto hay un viaje con agujero dentro.
Un diálogo desarreglado. Un corte de gramáticos tendones donde la vida se tensa desde
el origen del niño y la palabra hasta el surgimiento de un hombre y sus cabezas en un
lenguaje convertido en un laberinto de hachas. Mi niño y sus manos llenas de libros
contra la casa. Mi niño chupándose los tallos de los tréboles amargos y desenchufando
una canción en los globos de helio. Mi niño que ya no soy yo, que hoy es Ezequiel y a
quien acudo en un verso de este modo: “Ahora sé que a mi hijo le costará tener mi edad
entender este libro” (verso de Los Duelos de Una Cabeza sin Mundo). Explico al
auditorio entonces que lo que estoy leyendo aquí es un reciclado de todas las cosas que
alguna vez quise decir y dije y otras que no. Repito esto para que no haya algún mal
entendido entre nosotros: aquí hay un viaje con agujero dentro; un diálogo desarreglado
e intervenido por recuerdos fugaces y manchas de una identidad a plazos donde me he
prohibido a mí mismo masticar el freno, donde me permito avanzar con esa lógica
cubista que ordena mis cabezas (sea la de la infancia, sea la de la adolescencia, sea la de
la adultez) en una sola. Intenciones sobre todo agujereando la tabla de un cuadro de pensar donde reposa un hombre. Así avanzo y retrocedo. Así ansío deshacerme en los
fragmentos difuminados por el deseo de responder con algunas palabras cómo llegue a
la lectura y de dónde vino la escritura como un algodón empapado de sangre debajo de
la lengua. Así al final no quedará ningún recuerdo de este diálogo desordenado y
ustedes podrán irse con la sensación de que no se dijo nada aunque haya puesto toda mi
vida en lo que dije, o de verdad lo haya dicho todo y no haya puesto absolutamente nada
de mi vida en este texto. Así nace el poema. Así comienzo:
He de confesar que soy un pésimo lector de literatura. De hecho carezco de esa
educación formal y alineada a través de corrientes y nudos históricos que tienen los
estudiantes de literatura y los escritores de formación académica. A pesar de que aprecio
aquella linealidad elegante, he sido desordenado y bastante. Leo desordenadamente, y
casi siempre lo que me cae en las manos y que tiene que ver conmigo y si no, lo leído,
encuentra su jaleo hasta enfrentarme. Hay un cordón misterioso que ha enlazado el
encuentro de ambos: del libro y de mi yo lector. La magia del reflejo está en la
posibilidad de trisarme oculta en unas cuantas palabras. Cuando era adolescente y
quería dar con Dios leía hasta tres libros por semana (uno de filosofía, uno de poesía y
uno de narrativa y me gustaba intercalarlos en un deleite de horas) al final no di con
dios, pero sí con mi primer poemario. Recuerdo que amé a Feuerbach y a Nietzsche yque odié todas las verdades de Schopenhauer. Así termina esta introducción de amor a
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uno mismo. Soy un lector desordenado, que escribe ordenadamente sus libros, y que no
tiene formación académica dentro de las letras. Un libro siempre me ha llevado a otro y
a otro hasta el infierno. En mi desorden de lector voraz he ido dejando libros a medio
leer que algún día retomaré, en mi escritura además he ido dejando textos que rescato a
veces, que reciclo. ¿Quién dice que en la literatura no se recicla? Todo se recicla. Todo
al fin cuenta. Y esto que estoy leyendo aquí en este momento es un reciclado de todas
las cosas que alguna vez quise decir y dije y otras que no. Aquí hay un viaje con
agujero dentro (verso de Los Diarios Sumergidos de Calibán). Un niño con sus manos
llenas de libros contra la casa. Un algodón empapado de sangre debajo de la lengua.
Pero hay que volver al inicio. Al instante en que se gestó todo este amor por la lectura
(que luego se convertiría en obsesión por la escritura). Hay que probar que es posible
viajar en el tiempo a través de unas pocas palabras. Avanzo. Retrocedo. Estoy entonces
en un departamento pequeño en la parte del sur de la ciudad de Guayaquil, donde
vivíamos con mi madre y mi hermana. Ese círculo de tres cerrado con cariño por las
noches cuando volvía del trabajo mi madre y nos leía cuentos. Recuerdo esa colección
de Cuenta Cuentos que incluía casetes de audio que preferí destripar a su descuido para
poder tener su voz todas las noches. Recuerdo por primera vez haber recreado rostros en
las manchas de la losa. Recuerdo estos rostros que luego tendrían nombre y que ubicaría
en hojas llenas de dibujos como historietas por la madrugada. Empieza así mi insomnio
con esos libros a los 7 u 8 años de edad. Con esos rostros extirpados a la losa y esas
historias que escribía y coloreaba entrada la madrugada hasta las seis de la mañana y
que al graparlas se las entregaba a mi madre diciéndole que aquello era un libro. Que
aquel manojillo de hojas garabateadas y con escritos debajo era de verdad un libro.
Y esto no es un cuento, pero quizás en nuestra boca todo es un cuento. Pienso en la
escritura. En ese útero empeñado en disminuirse (verso de Demonia Factory). Voy
ahora al espacio en que quedé colgado entre el final del colegio y el inicio de la
Universidad. 1996. Boston College: hay un muchacho sentado en su ventana
escribiendo versos sobre la nieve. Piensa en un círculo de temores donde aparecen el
amor y el crecimiento. La nieve atrapa los metales de su pensamiento. Piensa en el frío
y observa como su cerveza se cubre en un segundo de telarañas. La luna también es una
telaraña atrapada en el fondo de una botella. Piensa este muchacho en la escritura y lee
Ortega y Gasset y el cuento de “La Dama o el Tigre”. No sabe qué puerta abrir. No lo
sabrá al menos por 15 años más.
Avanzo, pero vuelvo a mi infancia. A mi madre y su segundo matrimonio. Yo y mi
silencio. Yo recogido en mí mismo. Yo y los libros comprados para el hogar donde
había desde literatura infantil, pasando por la ficción, hasta narrativa latinoamericana.
Comprendo bien que el no acoplarme a la nueva familia me empujó a buscarme un
hogar en un sinnúmero de libros. Entonces fui tremendamente feliz leyendo a Robert L.
Stevenson, Emilio Salgari, Mark Twain, Julio Verne, Alejandro Dumas, entre otros.
Llené mi vida de libros y si tuvieron una influencia marcada, propia de mencionarse,sería solamente visible en ese viaje que aún experimento al abrir un libro (ese
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desprendimiento parecido a un mecanismo de liberación), esa capacidad de permitirme
trasladarme a espacios y épocas distintas (por más trillado que esto suene). Llené mi
vida de libros desde entonces y estos me acompañaron y acompañan en todas las etapas
por las que viajo. Avanzo. Año 2001. 12 de la noche, en esa casa contaba con un estudio
donde mis libros y yo pasábamos nuestro tiempo juntos. Casi siempre haciendo cosas
como escribir y planificar otros libros gracias al insomnio. El insomnio a esos 24 años
se agolpaba en las paredes a pulir retratos. Tocaba en mi cerebro su marchita fúnebre de
ovejas. ¿Llovía? Creo que llovía sobre Guayaquil y oí esta frase: ¿Vienes a la cama/
tengo celos de la maldita poesía? Hago aquí un silencio por todo el tiempo que adeudo a
mi familia y a mi propia vida que quedó enlutado y enjaulado para siempre en horas de
lecturas y escritura. Quien lee y escribe trabaja contra el mundo. En su espalda se
aglomeran las edades de sus hijos, los amigos desaparecidos, las tardes que se evaporan
frente a la casa como un muerto sin pantalones a media siesta pero descomponiéndose
entero.
Avanzo pero vuelvo a mis 18 años. Había terminado de leer Demian de Herman Hesse.
Había tenido que salir a respirar sobre la vereda de mi casa y de pronto sentí todas las
casas tambalearse, quebrarse el aire, a las nubes derretirse hacia mis oídos. Sentí miedo
y placer. Me dije entonces: esto es un libro: esto que produce escozor y duda y
recogimiento y coraje y pena. Escribir es mantener la lucidez en medio del torbellino; se
trata al fin y al cabo –como dijo Perlongher– de una lucha atroz y solitaria por
deformarlo todo”. Así debía escribirse. Acordé entonces que lo que me propondría a
escribir no debía suceder como una operación matemática o de reflexión pura (menos
aún como breves narraciones sobre la cotidianidad de mi vida), sino que este libro debíalevantarse como una propuesta en debate con la realidad. Comprendí que iría a elaborar
textos divorciados de todo preciosismo (sin alejarse de la estética) y de todo
intelectualismo donde no esté implicado su protagonista (sin alejarse de la ética).
Wittengstein, de por medio. Y que mi libro debía iniciarse en el sitio donde se han
consumido todos los libros posibles y todas las voces posibles. Que debía transformar
mi trabajo en un devenir progresivo de mi identidad (recordando que las identidades
fueron derribadas desde la modernidad, y que ya nadie es un “todo como tal”, una
identidad clara o transparente, sino una extensión de seres, cosas y conocimientos en los
cuales deambulamos fragmentariamente. Y que -como dijo Bretón- “la historia de la
poesía moderna es únicamente la historia de las libertades que se han tomado los poetas
respecto al Yo”).
Sin embargo la literatura no puede cambiar el mundo. La poesía, por ejemplo, no puede
cambiar el mundo; sin embargo “el mundo no vuelve a ser el mismo después de un
poema”, dice el poeta español Jorge Riechmann. Pero hay libros que incendian
verdaderamente nuestra percepción de la realidad. Creo en esto. Creo, incluso, que la
lectura puede llevarnos a vías de mayor tolerancia. Enfrentarse a un autor es, de
cualquier modo, enfrentarse a una forma distinta de mirar la realidad. Enfrentarse a un
sinnúmero de probabilidades y verdades escogidas. No creo en aquella literatura que nodice nada. Que no está comprometida con la búsqueda de las soluciones a las preguntas
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esenciales. Dar con mi rostro. Escupirme una verdad en la cresta abierta de mi cráneo en
llamas. Siempre los libros más importantes en la vida de uno, son aquellos que han
causado un impacto de tal magnitud, que afectan nuestra percepción de la realidad.
Debe ser que el mundo no vuelve a ser el mismo después de ciertos libros. Pienso
entonces en Demian de Herman Hesse, en Así habló Zarathustra de Nietzsche, en La
Evolución creadora de Henry Bergson, en El mundo como representación de
Schopenhauer, en Personae y Los cantos de Ezra Pound, en Arte y Poesía de Martín
Heidegger, en el Oficio de vivir de Cesare Pavese, en Trópico de Cáncer y Trópico de
Capricornio de Henry Miller, en el Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrel, en los
Cuatro Cuartetos de Eliot, en el Antiedipo de Deleuze y Guattari, en casi todos los
cuentos de Borges, en casi todos los cuentos de Cortázar y Onetti, en casi toda la poesía
de Pessoa, en casi todos los ensayos de Válery, así como en su Cementerio marino.
Todos estos libros, citados, cambiaron mi concepción ética y estética de nuestro mundo.
Todos estos libros replantearon en mí otras rutas posibles –tanto morales como
artísticas- para mi trabajo poético.
Avanzo nuevamente en este diálogo desarreglado. Octubre de 2011: Universidad de
Cuenca. Encuentro de Literatura Alfonso Carrasco Vintimilla: Hablé sobre Poesía y
Tecnología y alguien me entendió mal. Alguien pidió mi opinión sobre qué es lo que
considero debe ser la poesía y esta es mi respuesta: ¿Amo lo que me limita? ¿Duermo
envuelto en lenguaje? ¿No queremos acaso a veces ir más allá del lenguaje, porque
sentimos simplemente que no abarca todo lo que necesitamos gritar? Sé que este
lenguaje me limita, sin embargo este lenguaje también me da la forma, me otorga la
vida y abre el mundo ante mis ojos, nuestra relación termina siendo la de uncanibalismo consentido, tiene la marca de la unidad desgarradora. Sin embargo mi
lenguaje es mi ideología, existe en constante consonancia con el sujeto que la emplea.
Mi lenguaje es lo que yo quiero hacer de mí, lo que creo de mí mismo, lo que me dibuja
sin temor frente a los otros. Mi lenguaje dice de mí, todo el tiempo, cosas que mi
silencio solamente arroja a posibles interpretaciones. Y la poesía, que tiene siempre la
intención de modificar este mundo, está inflada de lenguaje, es por esto que siempre que
hablemos de poesía estamos hablando de política y amor e ideología.
Dos últimos recortes: Casa del Vedado. La Habana 1995. Soy un chico inclinado sobre
una máquina de escribir que bebe café amargo y espera que lo que brille al final de esta
batalla con la página en blanco sea el elefante aplastado de un poema (verso de Los
Duelos de Una Cabeza sin Mundo). Allí escribía en un estudio pequeño de una mansión
arruinada. Creo no equivocarme al decir que allí sentí por primera vez que iba a ser
escritor. Me había sido obsequiado un libro del poeta Félix Pita Rodríguez donde leí
esta línea: “Mosca con intenciones de reconstruir el mundo”, sin saber que aquel verso
me estaba condenando para siempre.
Avanzo al final. Un niño se toma del cuello, siente escozor. Ve a una niña sentada junto
a él. En su overol el sol chapotea únicamente sobre la pequeña superficie de los botones. No encuentra las palabras. Suda el niño. Trata con sus deditos de ensanchar el cuello de
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su camisa. No sabe qué tiene. Qué enfermedad le está pidiendo ahí en medio de ese
patio escolar que hable, que diga algo, que emita algún sonido. La niña no dice nada,
pero sonríe. Hay que escribir, sospecha. Hay que pronunciar alguna cosa.
Santiago de Guayaquil, 22 de noviembre de 2011