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OSTiempos de conflicto

Estudios sobre estrategia y política

Obras Selectas

Aníbal Romero

Obras Selectas. Tiempos de conflicto. Estudios sobre estrategia y política. Aníbal Romero

© 2010 | Editorial EquinoccioTodas las obras publicadas bajo nuestro sello han sido sometidas a un proceso de arbitraje.Reservados todos los derechos.

Coordinación editorialCarlos Pacheco

Cuidado de la edición Maribel Espinoza

Diseño y diagramaciónAitor Muñoz Espinoza

ImpresiónGráficas Acea

Tiraje 1.000 ejemplares

Hecho el depósito de ley Depósito legal: lf2442010320151isbn: 978-980-237-313-0

Valle de Sartenejas, Baruta, estado Miranda.Apartado postal 89000, Caracas 1080-a, Venezuela.Teléfono: (0212) 9063162 | Fax: (0212) 9063164E-mail: [email protected]: g-20000063-5

Nota preliminar

Introducción. El pensamiento militar entre las dos guerras mundiales

Hitler

Stalin

Churchill

De Gaulle

Introducción

Sorpresa y filosofía de la historia

Escepticismo, conocimiento y racionalidad

Paradigmas, percepción e inteligencia estratégica

Engaño, magia, ilusión y fricción en la guerra

La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa

Consideraciones finales

Clausewitz hoy

El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941

Las biografías de Hitler: Problemas de la interpretación histórica

Tolstoi: El poder y la paz

Bibliografía

Índice

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P A R T E

P A R T E

P A R T E

Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle

La sorpresa en la guerra y la política

Historia, estrategia y relaciones internacionales

II

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III

La presente edición en tres volúmenes de mis Obras Selectas es el resulta-do de la buena voluntad y el esfuerzo de numerosas personas.

De manera especial deseo destacar la guía y el apoyo de mi colega y amigo Carlos Pacheco, profesor titular de la Universidad Simón Bolívar y director de la Editorial Equinoccio, así como de Evelyn Castro y todos los miembros del equipo de trabajo de Equinoccio.

He sido afortunado al contar con el respaldo profesional y aprecio compartido de Maribel Espinoza, cuya devoción hacia la tarea de co-rregir los textos y prepararlos para su publicación ha sido fundamental. Agradezco también a Aitor Muñoz Espinoza su aporte creador, así como a Alberto Linares su dedicación.

Numerosos amigos contribuyeron con el financiamiento de estas pu-blicaciones. A todos ellos les reitero mi honda gratitud. Una de las más gratas experiencias vinculadas con la realización del proyecto, ha sido precisamente constatar que cuento con un nutrido grupo de sinceros y leales amigos. Me he sentido genuinamente recompensado por ello.

El presente volumen recoge dos de mis libros en torno a la estrategia y las relaciones internacionales, así como varios estudios adicionales vin-culados a estos temas.

Las siguientes son las fechas iniciales de publicación de los diversos textos acá recopilados:

Clausewitz hoy (1977)Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle (1979)El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941 (1980)Tolstoi: El poder y la paz (1981)La sorpresa en la guerra y la política (1992)Las biografías de Hitler: Problemas de la interpretación histórica (2004)

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Dedico esta edición de mis Obras Selectas a Gladys, mi esposa, y a Paola, mi hija, a quienes debo más –en términos de afecto entregado y de estí-mulos para vivir– de lo que jamás podría retribuirles.

Caracas, febrero de 2010

P A R T E

ILíderes en guerra:

Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle

«Todo lo que es decididamente interesante ocurre en las sombras. Uno no sabe nada acerca de la verdadera historia de los hombres».

Louis Ferdinand Céline Voyage au bout de la nuit.

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11Introducción.

El pensamiento militar entre las dos guerras mundiales

Lecciones militares de la Primera Guerra Mundial

Imágenes de la guerra antes de 1914

Durante la segunda mitad del siglo xix, novedosos desarrollos tecnoló-gicos en la elaboración de armamentos comenzaron a ejercer un impac-to gradual en el arte de la guerra. Los principales conflictos bélicos que tuvieron lugar en las décadas inmediatamente anteriores al estallido de la Primera Guerra Mundial: la guerra civil en Estados Unidos, la guerra franco-prusiana de 1870-1871, la guerra ruso-turca de 1877-1878, la guerra de los Boers de 1899-1902 y la guerra ruso-japonesa de 1905 arrojaron en su conjunto importantes lecciones que en general pasaron inadvertidas para los estados mayores militares de los poderes en pugna entre 1914 y 1918. La más crucial de esas lecciones se refería al creciente poder de la de-fensa sobre el ataque debido a la invención de nuevas armas como la ame-tralladora, el fusil de repetición y la artillería de fuego rápido, así como también al uso extensivo de las trincheras que reducía radicalmente la eficacia de los ataques frontales y la utilidad de la caballería.

La incapacidad de los estrategas militares europeos responsables de las doctrinas de guerra y de la planificación en la Primera Guerra Mun-dial no puede atribuirse a una falta de información sobre las experiencias bélicas mencionadas, ya que numerosos participantes y observadores de las mismas hicieron públicos sus análisis sobre el poder de las nue-vas armas y las ventajas que otorgaban a la defensa. Invenciones como el aeroplano, el submarino, el automóvil, la radio, y otras, presentaban problemas especiales y bastante novedosos para el arte militar, pero las

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12transformaciones tecnológicas en las armas de infantería y en la artille-ría no generaban tales dificultades de asimilación. Los nuevos fusiles po-dían ser disparados hasta veinte veces por minuto; ametralladoras pesa-das como la Maxim de 1883 alcanzaba entre doscientos y cuatrocientos disparos por minuto, y nuevas piezas de artillería eran capaces de dispa-rar proyectiles más poderosos que cualquiera de sus antecesores hasta diez veces por minuto.

Las distancias que las nuevas armas podían cubrir eran también más extensas. En el siglo xviii y la primera mitad del siglo xix las guerras se llevaban a cabo con mosquetes y cañones de corto alcance, difíciles de recargar y por lo tanto de acción muy lenta. En esas condiciones, si el ata-cante lograba la superioridad numérica en áreas clave para el ataque era bastante probable que obtuviese el éxito en la medida en que las tropas se desempeñasen con suficiente determinación. Las nuevas armas, con su velocidad de tiro y su mayor alcance, cambiaron paulatinamente esta si-tuación hasta fortalecer en forma decisiva la defensa.

Las razones que explican las fallas en el pensamiento militar europeo antes de la Primera Guerra Mundial, y el exagerado culto a la ofensiva desarrollada en diversos países, hay que buscarlas en la naturaleza ex-pansionista de la política exterior de las potencias de la época y en las exi-gencias que ella imponía a los establecimientos militares. Las metas ex-pansionistas de las potencias europeas, y particularmente de Alemania, implicaban el diseño de una estrategia ofensiva. Las doctrinas militares oficiales tenían que estar en armonía con el carácter de las políticas a las que iban a servir como instrumento. Por otra parte, el exacerbado na-cionalismo, pleno de distorsionadas concepciones sobre «superioridad racial» y otros mitos del darwinismo social, influyó grandemente en las teorías militares, que incorporaron la idea de que «el ataque es la mejor forma de defenderse» y la ofensiva a ultranza la única doctrina de guerra apropiada para una nación consciente de su dignidad.

Los partidarios de la ofensiva no ignoraron del todo los problemas creados por las nuevas armas en el campo de batalla, pero asumieron que la voluntad, la energía, la decisión y el coraje de los hombres se sobrepon-drían a las dificultades, imponiéndose finalmente en ataque frontal. El impacto de estas ideas fue particularmente acentuado en Francia, y una de sus más extremas expresiones se encuentra en el libro del coronel Ar-dant Du Picq titulado Estudios de batalla, que tuvo gran influencia entre la oficialidad francesa antes de 1914. Du Picq, así como otros promotores

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13de las tácticas ofensivas, comprendía que debido a los problemas crea-dos por el poder de fuego de las nuevas armas se hacía más difícil para los oficiales conducir a sus hombres en batalla abierta. Su conclusión fue que sólo la «energía interna» de un todopoderoso «espíritu ofensi-vo» podía dar movilidad y capacidad de ataque a los ejércitos de masas. El problema de la motivación sicológica del soldado común y corriente ocupa lugar primordial entre las consideraciones de Du Picq, quien sos-tuvo que un ataque tiene éxito cuando los defensores del bando opuesto se convencen, abrumados por el arrojo y heroísmo de los atacantes, que su fuego no puede detenerlos. La conquista de ese arrojo a toda prueba es entonces requisito indispensable para la victoria.

En la obra de Du Picq, el análisis científico de la batalla en las nuevas condiciones tecnológicas es en gran parte sustituido por la propaganda y los eslóganes acerca del élam, del «espíritu de combate» y el arrojo carac-terísticos del soldado francés. La escuela de pensamiento militar france-sa, promotora de la ofensiva a ultranza, se inspiró en Du Picq y encontró en el general Foch a su máximo exponente. Foch sostuvo que «cualquier mejoramiento en las armas de fuego resulta en última instancia en el for-talecimiento de la ofensiva».1 Oficiales como Du Picq, Foch y sus discí-pulos tomaban poco en cuenta el comprobado efecto de la nueva tecno-logía de armamentos y se concentraban en la movilidad de los ejércitos, sin formularse unas preguntas clave: ¿Cómo hacer físicamente posible la movilidad de las tropas bajo el fuego de las armas modernas? ¿Qué ocurriría si los defensores se atrincheraban para disparar desde posicio-nes guarnecidas?

Como lo había demostrado la experiencia de varias guerras, en una situación tal la mayoría de los disparos hechos por los atacantes desde campo abierto contra las trincheras se perderían; en cambio, los dispa-ros de los defensores extraerían un altísimo costo en bajas a sus adversa-rios.

Este escenario, de ataques a campo traviesa destruidos por las armas de repetición y por la muralla infranqueable de las trincheras, fue clara-mente descrito por un autor polaco cuya obra, El futuro de la guerra, cons-tituye una excepción dentro del pensamiento estratégico en el período precedente al estallido de la conflagración. Iván Bloch no era un militar profesional, sino un banquero; no obstante sostenía que «las conclusio-

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Theodore Ropp, War in the Modern World. New York: Collier Books, 1971, pp. 216-217. 1

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2 Ibid., p. 219.

nes a que llegan los expertos militares no son de ninguna manera inacce-sibles a otras personas». De sus lecturas de los escritos de estrategas de la época, así como de sus propias investigaciones, Bloch concluyó que los nuevos desarrollos tecnológicos en las armas de fuego habían resultado en: 1) la apertura de las batallas desde distancias mucho más amplias; 2) la disgregación de las formaciones en el ataque; 3) el fortalecimiento de la defensa; 4) el crecimiento en la extensión global del campo de batalla, y 5) el aumento en el número de bajas.2

Bloch fue uno de los pocos que apreció el escaso realismo de los parti-darios de la ofensiva a ultranza al estilo de Foch; sin embargo, a pesar del carácter a la vez acertado e incisivo de sus conclusiones, la obra de Bloch permaneció en general ignorada. Su muerte en 1902 le impidió analizar las experiencias de la guerra ruso-japonesa de 1905, la cual confirmó en buena parte sus planteamientos.

Foch y Bloch pueden considerarse representantes de las dos posicio-nes extremas en la controversia ofensiva-defensiva anterior a la guerra mundial. Por un lado, el énfasis de Foch en la superioridad de la ofensiva llevó a sus más ardientes discípulos a argumentar que las críticas a esa te-sis eran signo de debilidad moral y de incapacidad sicológica para el man-do. Por otro lado, Bloch, hondamente convencido de la veracidad de sus postulados, concluyó que los costos humanos y materiales de una confla-gración general serían tan altos que «la guerra se había hecho imposible».

Desde cierto punto de vista Bloch tenía razón: en vista de sus costos probables, la guerra se había hecho «imposible» como acto racional de la política de los Estados participantes. El problema estaba en que, con muy escasas excepciones (entre las que se cuenta lord Grey, secretario del Exterior británico), los líderes políticos y militares que tomaron las decisiones de ir a la guerra en 1914 nunca imaginaron que los costos del conflicto serían tan extraordinariamente elevados, y que sus consecuen-cias políticas serían tan catastróficas para los poderes beligerantes.

La Primera Guerra Mundial condujo al derrumbamiento de tres de los imperios participantes, los imperios alemán, ruso y austro-húnga-ro, y al debilitamiento de los imperios francés y británico. La guerra fue igualmente uno de los detonantes de la Revolución Rusa y el aconteci-miento que marcó el inicio de la decadencia de Europa como el principal centro de poder en el mundo.

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3Henry A. Kissinger, Un mundo restaurado. México: Fondo de Cultura Económica, 1973, p. 17.

A los hombres no nos es dado prever el futuro, no obstante, pregun-tas como ésta tienen un sentido: «¿Cuál de los ministros que declararon la guerra en agosto de 1914 no hubiera retrocedido horrorizado si hu-biese visto el estado del mundo en 1918, para no decir nada del estado actual?».3 Su sentido se encuentra en que estimulan la búsqueda y el análisis de los errores, de las fallas, de las omisiones, y también de los aciertos en las perspectivas de los hombres acerca del futuro y en los pre-supuestos con base en los cuales alcanzan una determinada decisión. Durante la primera década de este siglo se extendió en Europa la creencia de que ningún país podría sostener económicamente una guerra larga, que este tipo de guerra conduciría al colapso de la civilización y a la revo-lución y la desintegración social; por lo tanto, la guerra debía ser corta, y todos los Estados Mayores militares de la época elaboraron planes para una guerra de corta duración y decisiva. Políticos y militares no se plan-tearon, antes de 1914, que la guerra duraría cuatro años sin detenerse a pesar de sus enormes costos. Existía la convicción de que la guerra ten-dría que ser corta, y esto demuestra que los líderes políticos y militares de la época no estaban totalmente ciegos ante las posibles consecuencias de un conflicto. Su error crucial estuvo en la subestimación de las poten-cialidades de la nueva tecnología armamentista, y en la distorsión de la estrategia por una política expansionista y por una ideología nacionalis-ta, que consideraban la ofensiva no como un instrumento militar de va-lor relativo, sino como el terreno de pruebas de la dignidad de un país.

Los planes militares y su ejecución

Los planes militares de los principales poderes continentales en pugna, en particular el Plan Schlieffen del Alto Mando alemán y el plan xvii del Estado Mayor francés, eran por naturaleza ofensivos y dirigidos al logro de una victoria rápida y decisiva.

Según los jefes militares alemanes, la posición central de su país en el continente europeo hacía indispensable la búsqueda de una rápida vic-toria en uno de los frentes de guerra, lo cual permitiría trasladar a tiem-po las fuerzas armadas a un segundo frente. El Estado Mayor alemán se había convencido desde 1890 de que no era posible obtener un triunfo rá-pido ante Rusia en el frente oriental, por lo tanto se hacía necesario con-

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4 J. E. Edmonds, A Short History of World War i. London: Oxford University Press, 1951, pp. 9-10, 17-18, 26.

centrar inicialmente el grueso de las fuerzas contra Francia en el frente occidental. La evolución gradual del plan dirigido a derrotar a Francia en seis semanas fue fundamentalmente la obra del conde Schlieffen, jefe del Estado Mayor alemán entre 1891 y 1906. Su proyecto comprendía la concentración de las fuerzas alemanas en el flanco derecho, ante Bélgica y Holanda, para descender contra Francia en una clásica maniobra en-volvente y capturar París. Los flancos central e izquierdo del despliegue alemán permanecerían provisionalmente débiles, y sólo algunos con-tingentes serían enviados al frente oriental para contener a los rusos, los cuales serían destruidos después de la caída de Francia.

El Plan Schlieffen tomaba en cuenta, aunque sin resolverlos, dos ries-gos: en primer lugar, la posibilidad de una rápida ofensiva general rusa, que se materializase antes de la derrota de Francia; en segundo lugar, la posibilidad de una penetración francesa a través del flanco izquierdo alemán en occidente, que era relativamente débil. Schlieffen confiaba en la capacidad de sus fortificaciones para contener esos ataques, hasta que su maniobra principal dislocase totalmente al Ejército francés.

El sucesor de Schlieffen, general Von Moltke, alteró algunos de los detalles del plan redactado en 1905, mediante la cancelación de la ofensi-va a través de territorio holandés y el fortalecimiento del flanco izquier-do alemán. Luego del fracaso de 1914 Von Moltke fue duramente criti-cado por estos cambios, pero lo cierto es que el mismo Schlieffen había experimentado con cambios crecientes sobre sus proyectos de ataque, a medida que comprendió la verdadera magnitud de los problemas logís-ticos, de aprovisionamiento y movilización de tropas que sólo había re-suelto en abstracto. De hecho, el éxito del plan dependía de numerosas suposiciones acerca de las posibles reacciones del adversario y dejaba de lado importantes consideraciones logísticas. De acuerdo con el historia-dor británico J. E. Edmonds, los proyectos de Schlieffen «eran arrogantes y se basaban en un injustificado menosprecio de sus adversarios. Alema-nia no poseía suficientes tropas para llevarlos a cabo y deben por lo tanto ser juzgados severamente, como errada estrategia».4

En 1913 el general Joffre, jefe del Estado Mayor francés, adoptó el así llamado «Plan xvii», que postulaba una ofensiva para penetrar el su-puesto sector central del despliegue militar alemán y paralizar las comu-nicaciones del ejército enemigo. Sus fundamentos eran los mismos que

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Citado por Ropp, p. 229. 5

los del Plan Schlieffen: la importancia de la ofensiva estratégica en una guerra corta, y se distinguía por su exaltado espíritu ofensivo. En sus ór-denes, el general Foch, otro de los jefes militares franceses, enfatizaba que «Todos los ataques deben ser llevados hasta el límite con la firme re-solución de ir hacia el enemigo y destruirlo con las bayonetas [...], aun al precio de sangrientos sacrificios. Cualquier otra concepción es contraria a la naturaleza misma de la guerra».5

El Plan xvii estaba condenado al fracaso en vista de que sus disposi-ciones en cuanto a la distribución real de las fuerzas alemanas eran total-mente erradas. El plan francés colocaba la mayor concentración de fuer-zas frente al flanco izquierdo alemán, y dejaba contingentes reducidos a lo largo de la vulnerable frontera belga que sería la que finalmente iba a soportar el peso principal del ataque.

Ambos bandos entraron en batalla convencidos de que la guerra du-raría pocas semanas. Los alemanes creían que el Plan Schlieffen les lle-varía a derrotar prontamente a Francia y volcar de inmediato sus fuerzas sobre Rusia antes de que el Zar hubiese logrado la movilización total de sus tropas. Los aliados anglo-franceses compartían ese optimismo y es-peraban que el Plan xvii les condujera a Berlín en 45 días. Los rusos tam-bién confiaban en su capacidad de marchar hacia Berlín desde el este a través de Prusia oriental. Las visiones predominantes de la guerra, de la estrategia y la táctica eran aún «napoleónicas»: la llave de la victoria estaba en concentrarse en el punto decisivo y utilizar la superioridad nu-mérica para obtener el triunfo.

Mas la guerra no terminó en seis semanas sino que se extendió por cuatro años hasta quebrar el poder de Europa, en una atroz conflagra-ción que nadie antes de 1914 había imaginado en toda su ferocidad y am-plitud. Las razones de esta extensión del conflicto fueron diversas; en un principio se enfatizó la ineptitud de los principales comandantes milita-res en los distintos teatros de guerra. En Alemania, Von Moltke fue cri-ticado por errores que supuestamente habían impedido el logro de una rápida victoria. En primer lugar, Von Moltke había establecido su cuar-tel general lejos de los frentes de batalla, lo cual hizo imposible mantener una perspectiva clara y un control adecuado de los acontecimientos. En segundo lugar, Von Moltke dio a sus subordinados excesiva libertad de acción, lo cual comprometió la rigidez de ejecución exigida por el Plan

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6 Henry A. Kissinger, «American Strategic, Doctrine and Diplomacy», en M. Howard, ed., The Theory and Practice of War. London: Cassell, 1965, p. 277.

Schlieffen. Por último, quizás el más crucial error de Moltke fue su deci-sión de enviar, apenas comenzada la contienda, importantes contingen-tes destacados con las fuerzas de choque que atacaron Francia al frente oriental, en respuesta a las informaciones acerca de una rápida movili-zación rusa. En este sentido, el Plan Schlieffen «falló en buena parte de-bido a que los comandantes alemanes se asustaron. Enfrentados a los avances rusos hacia el este de Alemania, ordenaron el envío de refuerzos desde el frente occidental, debilitando así su poder ofensivo en un mo-mento clave. La ironía de la situación estuvo en que estos refuerzos se en-contraban en tránsito cuando se realizaban batallas en ambos frentes».6 También habría que señalar la obsesión ofensiva de los altos mandos francés y británico, que arrojaron cientos de miles de hombres contra de-fensas infranqueables por la infantería en ataques frontales que conti-nuaron hasta el fin de la guerra, así como también la manifiesta incapa-cidad de los jefes militares rusos, que fue una de las principales causas del desastre experimentado por sus tropas en la batalla de Tannenberg.

No cabe duda de que los principales comandantes militares en la Pri-mera Guerra Mundial se caracterizaron por su falta de imaginación es-tratégica, así como los políticos por la confusión de sus objetivos y su debilidad e indecisión ante los hechos. Durante la guerra, estrategia y política tomaron caminos separados; la guerra se convirtió en un fin en sí mismo y dejó de ser un instrumento de la política, y los comandantes terminaron imponiendo una definición de victoria basada en criterios puramente militares. No obstante, las deficiencias de los generales y po-líticos sólo explican en parte el rotundo fracaso de las esperanzas deposi-tadas en las ofensivas de 1914 y de años posteriores, casi hasta el fin de la guerra. La nueva tecnología de armamentos, unida a las trincheras, fue otra de las causas fundamentales del estancamiento de los frentes de ba-talla por cuatro largos años.

Ya en diciembre de 1914 la guerra en el continente europeo estaba te-niendo lugar a lo largo de dos extensas líneas de trincheras y fortificacio-nes. Este era un panorama inesperado y sorprendente para todos los beli-gerantes, que confiaban en que esa situación sería temporal. La creencia en el poder indetenible de la ofensiva estaba hondamente arraigado, y el

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19deseo de asestar un golpe mortal y decisivo al adversario se manifestaba por igual en todos los combatientes. En 1915, Haig, comandante de las tropas británicas en Francia, declaraba que «si nos fuesen suministra-das cantidades suficientes de proyectiles de artillería [...] caminaríamos sobre las defensas alemanas en varios sitios». Después del fracaso de las ofensivas de marzo y mayo escribió que «las defensas frente a nosotros son tan fuertes, y el apoyo de las ametralladoras es tan completo, que sólo un largo y metódico bombardeo de artillería podrá demolerlas». Mas a pesar del uso de cientos de piezas de artillería pesada en poderosas concentraciones de fuego, las ofensivas continuaron estrellándose con-tra la muralla de las trincheras, los nidos de ametralladoras y el alambre de púas.

Alemanes y aliados aprendieron pronto a protegerse del creciente po-der de los ataques de artillería. Apenas éstos comenzaban, los defenso-res de uno u otro bando tomaban refugio en sus trincheras y emergían de las mismas cuando cesaba el cañoneo. Ello les daba tiempo de sobra para prepararse a hacer frente a los ataques de la infantería, que avanza-ba a campo traviesa ofreciendo blancos fáciles a las ametralladoras. Los pocos que penetraban las líneas enemigas tenían escasas posibilidades de dislocar las defensas contrarias o de sobrevivir mucho tiempo, debi-do a los rápidos contraataques del adversario y a las dificultades de reci-bir algún refuerzo.

En 1915 los franceses sufrieron 1.430.000 bajas y sólo ganaron unos 6 kilómetros de terreno; no obstante, la guerra continuó. Todos los gobier-nos de los poderes en pugna temían la derrota; detener la guerra sin ven-cedores ni vencidos significaba correr un grave riesgo político: ¿Cómo justificar entonces ante las masas los sacrificios realizados? Para el go-bierno alemán una decisión de este tipo era particularmente difícil. Su plan para una guerra corta había fallado, pero, sin embargo, al final de 1914 Alemania se encontraba en una ventajosa posición militar. Impor-tantes áreas habían sido capturadas en el norte de Francia que contenían sustanciales recursos de carbón y hierro, así como varias industrias clave. Bélgica también había sido ocupada, así como extensos territorios hacia el este. El costo había sido muy alto y los beneficios obtenidos no podían simplemente ser abandonados, a pesar del estancamiento de los frentes de batalla. La guerra siguió su curso y a medida que aumentaban sus cos-tos humanos y materiales se acrecentaba para todos los gobiernos la ne-

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20cesidad de justificarlos. El llamado del Presidente norteamericano Wil-son para una «paz sin victoria» no podía ser aceptado por los estadistas europeos.

La idea de una guerra corta y decisiva fue sustituida por la idea de una guerra de desgaste: mientras más larga y cruel fuese la masacre, mayores serían las posibilidades de que uno de los bandos desistiese. En 1916, las batallas de Verdún y el Somme infligieron 1.700.000 bajas a los comba-tientes, a cambio de mínimos avances. Ya para esta fecha el poco control político que en algunos momentos se había ejercido sobre la guerra esta-ba irreparablemente perdido.

Elementos básicos de una nueva concepción estratégica

Las teorías estratégicas predominantes antes de 1914 compartieron casi en su totalidad dos errores igualmente cruciales. En primer lugar, la exaltación del espíritu ofensivo como un valor en sí mismo, y de la ofen-siva como la forma primordial de la guerra, sin tomar en cuenta que la relación entre ofensiva y defensiva está sujeta a cambios a través de la historia, y que el carácter decisivo de una u otra forma de guerra depen-de de las circunstancias tecnológicas, políticas y sociales existentes en un período determinado. El segundo error estuvo en la subestimación de los nuevos desarrollos en materia de artillería y armas de repetición, y en la falta de comprensión acerca del poder que estas armas, así como las redes de trincheras, otorgaban a la defensa. Conceder a la ofensiva o la defensiva un valor absoluto es una grave equivocación; en toda guerra se dan situaciones en que es oportuno atacar o defenderse; la defensa no tiene por qué ser considerada una manera pasiva de hacer la guerra; en determinadas condiciones, una defensa activa, con contraataques, una vez que el adversario se ha sobreextendido en su ofensiva, puede propor-cionar las mejores posibilidades de retomar la iniciativa en los combates.

Los generales que estimulaban el culto ciego a la ofensiva perdían de vista que los enormes bombardeos preparatorios de artillería sacrifica-ban por completo la movilidad y la sorpresa estratégica en aras de la con-centración y el poder de fuego. Durante la Primera Guerra Mundial, las grandes ofensivas se iniciaban con bombardeos de artillería que usual-mente duraban varias horas. Esos ataques eran la mejor indicación para el contrario de que una ofensiva se avecinaba; éste entonces tomaba re-fugio, aguardaba el fin del bombardeo guarecido en sus trincheras, y pre-paraba sus armas para recibir a la infantería y cerrarle el paso.

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21Los frentes se estancaron e hicieron infranqueables a la infantería;

era necesario dar de nuevo movilidad a la guerra y encontrar la fórmu-la de penetrar las líneas enemigas. Para resolver estos problemas se de-sarrollaron algunas tácticas y técnicas que constituyeron los elementos básicos de una nueva concepción estratégica, la cual sólo fructificó ple-namente después de finalizado el conflicto. En marzo de 1918 las tropas alemanas en el frente occidental se lanzaron al ataque, utilizando nue-vas tácticas que intentaban restaurar los efectos de la sorpresa en el cam-po de batalla. Los escuadrones se movieron al área de ataque en el último momento, y grupos seleccionados infiltraron los puntos débiles en las lí-neas enemigas luego de un bombardeo de artillería de sólo cuatro horas. En ofensivas sucesivas hasta el mes de julio, los alemanes capturaron un espacio diez veces mayor al ganado por los aliados durante todo el año de 1917, causando un millón de bajas a sus adversarios; no obstante, estas tácticas no fueron decisivas y las pérdidas alemanas también ascendie-ron a varios cientos de miles. Su importancia radicó particularmente en que constituyeron un intento de recuperar el factor sorpresa en la bata-lla, así como de evitar en lo posible los costosos ataques frontales, adop-tando vías menos directas para las ofensivas.

Las otras dos aproximaciones novedosas dirigidas a abrir brechas en los frentes tuvieron un carácter tecnológico. La primera de ellas fue el uso del gas, que comenzó, por parte del Ejército alemán, en abril de 1915. A pesar de un relativo éxito inicial, métodos de protección antigases fue-ron rápidamente introducidos en las filas aliadas, y muy pronto ambos bandos «aprendieron a vivir» con el gas.

El éxito de los ataques iniciales con gas fue menor al esperado, en bue-na parte debido a que se perdió el factor sorpresa al usar la nueva arma en pequeñas cantidades. Algo semejante ocurrió con los tanques de guerra en sus primeras acciones. Los británicos fueron los primeros en intro-ducir tanques al campo de batalla. Esto ocurrió en septiembre de 1916 cuando 49 tanques entraron en acción contra los alemanes, los cuales fueron tomados totalmente por sorpresa. Sin embargo, muchos de esos tanques experimentaron fallas mecánicas aun antes de foguearse en ba-talla, y su número era insuficiente para producir una ruptura realmente grave en las defensas contrarias.

Los aliados incrementaron paulatinamente su uso de tanques, que eran concebidos como vehículos blindados capaces de avanzar sobre cráteres, trincheras y alambre de púas, y de apoyar a la infantería con ametralladoras y cañones ligeros en movimiento. Un ataque británico

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22realizado en agosto de 1918 con 415 tanques jugó un papel crucial en el proceso de dislocación sicológica del liderazgo militar alemán, que muy pronto iba a decidir dar fin a las hostilidades.

Otra innovación tecnológica que es necesario mencionar se refiere a la utilización de aviones para apoyo de ataques terrestres en estrecha co-operación con los tanques. La tecnología entonces existente no permitió una amplia explotación de estos métodos, pero sus potencialidades no pasaron inadvertidas. Llegado el final de la guerra en noviembre de 1918, ya existían los ingredientes fundamentales de una nueva concepción es-tratégica que fructificaría en las dos décadas siguientes: los alemanes ha-bían aportado tácticas de sorpresa e infiltración; por su parte, los alia-dos habían introducido el tanque, y ambos bandos hicieron uso de los aeroplanos en misiones de apoyo táctico terrestre. Por último, todos los contrincantes adquirieron una visión más acertada del valor de la propa-ganda como arma de guerra y de las posibilidades de emplear las fuerzas militares en ataques indirectos, no frontales, dirigidos a dislocar sicoló-gicamente al adversario.

Los teóricos del poder aéreo

Douhet

En 1921, el general italiano Giulio Douhet publicó su obra El comando del aire, que marcó el primer paso de importancia en la conformación de una teoría estratégica basada en el poder aéreo. Douhet partió de la pre-misa, comprobada según él por las experiencias de la Primera Guerra Mundial, de que la guerra moderna se había convertido definitivamente en un conflicto total. Los ejércitos beligerantes habían logrado mante-nerse durante cuatro largos años en los frentes de lucha gracias al apoyo de sociedades enteras, enfrascadas en un esfuerzo económico sin prece-dentes destinado a sostener a las tropas y suministrarles todo lo necesa-rio para combatir. La decisiva participación de las poblaciones, masiva-mente organizadas, en el esfuerzo de guerra, borraba para Douhet las líneas de separación entre combatientes y no combatientes; de ahora en

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Giulio Douhet, The Command of the Air. London: Faber & Faber, 1943, p. 26. Ibid., p. 84.

Edward Mead Earle, ed., Makers of Modern Strategy: Military Thought from Machiavelli to Hitler. Princeton: Princeton University Press, 1943, p. 315.

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adelante todos los miembros de una nación en guerra eran combatientes, y en consecuencia se convertían en blancos legítimos de ataque.

Douhet definió el «comando del aire» como la «capacidad para im-pedir a la fuerza aérea enemiga levantar el vuelo, mientras se retiene la habilidad ofensiva de la fuerza propia».7 Su doctrina puede resumirse así: 1) el bombardero es el arma ofensiva por excelencia, debido a su in-dependencia de limitaciones terrestres y a su superior velocidad; 2) la de- sintegración de las naciones, que en la Primera Guerra Mundial se logró en forma indirecta y prolongada mediante el enfrentamiento de los ejér-citos y el bloqueo naval, puede obtenerse directa, decisiva y rápidamente con el empleo masivo de fuerzas aéreas. El bombardeo indiscriminado de centros industriales, comerciales y de comunicación, y de concentra-ciones civiles, puede paralizar física y sicológicamente a una nación en corto tiempo, e impulsar a sus habitantes a pedir la paz.

Douhet planteó que en guerras futuras el papel de las fuerzas terres-tres y navales sería secundario, sus labores se limitarían a ocupar territo-rios conquistados por el poder de los bombarderos aéreos: «... la fuerza aérea independiente es el más útil instrumento de victoria [...] una vez que ha sido organizado en forma apropiada el comando del aire y para explotar ese comando con otras fuerzas...».8

La experiencia de la Segunda Guerra Mundial demostraría que las expectativas de Douhet con respecto al carácter decisivo del poder aéreo eran exageradas, y que las limitaciones de la tecnología eran mayores de las que había supuesto. No obstante, sus predicciones con respecto al ca-rácter total de la futura guerra europea se cumplieron por completo. En este sentido, Douhet coincidió con el general alemán Ludendorff, quien en un libro publicado en 1935 definió la guerra total como un conflicto que: 1) se extiende sobre todo el territorio de los beligerantes; 2) implica la participación activa de toda la población y economía del país; 3) usa la propaganda para fortalecer el frente interno y debilitar la moral comba-tiva del enemigo; 4) debe prepararse antes de la ruptura de hostilidades, y 5) debe estar dirigido por una autoridad suprema.9 En la Segunda Gue-rra Mundial, la urss fue la potencia que en forma más plena llenó todos esos requerimientos.

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Citado por C. Cole, Royal Air Force 1918. London: Kimber, 1968, p. 9.Citado por D. Divine, The Broken Wing. London: Hutchinson, 1964, p. 162.

Trenchard

El desarrollo de una fuerza aérea independiente en Gran Bretaña está indisolublemente ligado al nombre de Lord Trenchard. A mediados de 1917, el gobierno británico encomendó al general Smuts la realización de un estudio sobre los requerimientos de defensa aérea frente a los ataques alemanes contra Londres, que ya habían comenzado a producirse. En su informe, Smuts no se limitó a dar recomendaciones sobre la situación a corto plazo, sino que dirigió su mirada al futuro en una forma que anti-cipaba ideas que posteriormente ampliaría Douhet: «Es posible que no esté muy lejos el día cuando las operaciones aéreas, con su devastación de los territorios enemigos y la destrucción de sus industrias y centros poblados se conviertan en las principales acciones de guerra, respecto a las cuales todas las operaciones tradicionales, navales y militares queda-rán subordinadas».10

Al igual que Douhet, Smuts exageró las potencialidades de la nueva arma, deslumbrado por las perspectivas de ataques masivos a gran al-tura, con bombas de gran poder, contra los cuales se suponía no había un eficaz antídoto. Lo mismo ocurrió en el caso de Trenchard, quien fue nombrado jefe de Estado Mayor Aéreo en 1919. Trenchard tuvo que sos-tener una dura lucha interna contra el escepticismo y la acentuada riva-lidad de las fuerzas tradicionales de mar y tierra, y una de sus armas en este conflicto de carácter burocrático consistió en la exaltación ilimitada del poderío aéreo, en especial en lo que respecta a la dislocación sicológi-ca de la población del adversario.

Según Trenchard, «el efecto sicológico (“moral”) de los bombardeos supera sus efectos materiales en una proporción de veinte a uno».11 Por lo tanto, Trenchard propugnó la creación de una fuerza aérea compuesta esencialmente de bombarderos. A los que argumentaban que el carácter por naturaleza ofensivo del bombardero como arma de guerra lo hacía poco apropiado como instrumento en tiempo de paz, Trenchard respon-día que, precisamente por su indetenible poder ofensivo y la grave ame-naza que representaba, el bombardero era la mejor y más útil arma de di-suasión en tiempo de paz.

En estos debates de los años 1920 y 1930 se encuentran argumentos muy semejantes a los que hoy se esgrimen en torno a la cuestión nu-

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12Citado por C. Webster y N. Frankland, The Strategic Air Offensive Against Germany 1939-1945, vol. i. London: hmso, 1961, p. 55.

clear. Para Trenchard, la capacidad de infligir serios daños al enemigo en caso de que éste actuase de manera «inconveniente», era la más sóli-da garantía de disuadirle antes de que se atreviese a emprender ese curso de acción. Sus ideas indican que Trenchard había hecho suyo el aforis-mo según el cual «el ataque es la mejor forma de defensa», pues siempre sostuvo que sólo la fuerza aérea podía detener un ataque aéreo enemi-go, pero no mediante el uso de cañones antiaéreos en tierra o de avio-nes caza interceptores. La fórmula adecuada era enfrentarse a la raíz del problema con ataques directos a las fuentes de producción enemigas. El ganador de la batalla aérea sería aquella flota de bombarderos capaz de eliminar más rápida y eficazmente las bases e industrias que sostienen su esfuerzo bélico: «En lugar de atacar una máquina con diez bombas, debemos ir directamente a las instalaciones que suministran las bom-bas y demolerlas, y hacer lo mismo con las fuentes de producción de las máquinas. Este es un método más efectivo que permitir la continua ge-neración de suministros de guerra».12

Trenchard, al igual que Douhet, asumió que las defensas contra bom-barderos serían un problema menor o del todo ineficaz, actitud que fue plasmada de modo insuperable por Baldwin, Primer Ministro británi-co de la época, cuando declaró que «el bombardero siempre pasará», es decir, nada podrá detenerlo. El optimismo de estos hombres no fue con-firmado durante la Segunda Guerra Mundial, ya que sí fue posible, en ocasiones con gran eficacia, hacer frente a los bombarderos con defensas activas (aviones caza, radar, artillería antiaérea) y pasivas (como camu-flaje, construcción de refugios e instalaciones industriales subterráneas, etc.). La mayoría de los teóricos del poder aéreo sobrestimaron el poten-cial destructivo de las bombas entonces existentes, así como también las posibilidades de realizar ataques de precisión contra blancos específicos. No cabe duda de que el bombardeo estratégico contra Alemania en la Se-gunda Guerra Mundial produjo enorme destrucción; sin embargo, a pe-sar de la gran superioridad aérea de los aliados, los efectos fueron acumu-lativos durante un período de tiempo relativamente largo. Los tenaces ataques de las flotas aéreas norteamericanas, británicas y soviéticas no lograron impedir que los alemanes continuaran su producción bélica y alcanzaran altísimas cifras en tanques, aviones, submarinos, etc. Los

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William Mitchell, Winged Defence. New York: Putnam, 1925, pp. 126-127. W. Mitchell, Skyways. New York: Lippincott, 1930, pp. 255-256.

efectos sicológicos se hicieron sentir sólo progresivamente, y la disloca-ción general que Trenchard y Douhet entre otros esperaban, en realidad no se produjo; así que las expectativas de los teóricos del poder aéreo que-daron sin cumplirse en importantes aspectos.

Mitchell

William Mitchell, oficial norteamericano que comandó fuerzas aéreas en la Primera Guerra Mundial, tuvo gran influencia en las teorías sobre el poder aéreo a partir de 1919. Al igual que Trenchard y Douhet, Mit-chell enfatizó los efectos materiales del uso del arma aérea directamente sobre el territorio enemigo, así como los efectos sicológicos de ataques masivos contra centros poblados: «En el futuro, la mera amenaza de bombardear una ciudad con la fuerza aérea resultará en su evacuación y en la suspensión de todas las actividades industriales. Para obtener una victoria duradera en la guerra, el poder productivo bélico del adversario deberá ser destruido [...] Aviones operando en el propio corazón de un país enemigo cumplirán esta meta en un período de tiempo increíble-mente corto».13 Si bien Mitchell compartía el optimismo de otros teóri- cos del poder aéreo, sus tesis le diferenciaban del de Douhet y Trenchard en algunos aspectos relevantes. En particular, Mitchell no creía en el dogma de la invulnerabilidad de los bombarderos, e insistió en la impor-tancia de los aviones caza como un eficaz instrumento de defensa aérea. Por otra parte, Mitchell tomó en cuenta el papel que el poder aéreo po-día cumplir en misiones de apoyo terrestre, como complemento de otras fuerzas.

En el caso de Mitchell, como en el de Trenchard y Douhet, el estu-dio de las potencialidades de la fuerza aérea fue estimulado por las ex-periencias de la Primera Guerra Mundial y el deseo de restaurar flexi-bilidad táctica al poder militar y utilidad política a la guerra. Mitchell confiaba en que «el resultado de la guerra aérea será producir decisiones rápidas en los conflictos. La superioridad aérea causará tales daños en el enemigo que una campaña prolongada será imposible».14 Si bien las proyecciones de los teóricos del poder aéreo no se cumplieron a pleni-tud en la práctica, sus obras ejercieron una profunda influencia en el de-

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27sarrollo del pensamiento estratégico en el período entre las dos guerras mundiales.

Su objetivo de devolver a la guerra un carácter decisivo fue también adoptado por los pensadores que concentraron su atención en el segun-do producto tecnológico que, junto al aeroplano, se convirtió en instru-mento clave en los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial: el tanque.

La mecanización del campo de batalla

La guerra de trincheras había sido altamente costosa, no sólo en térmi-nos de bajas humanas y pérdidas materiales, sino también en sus devas-tadores efectos sobre la imaginación creadora en el área militar. La au-sencia de flexibilidad, el interminable desgaste mutuo, la tenacidad que se convertía en terquedad de repetidos ataques frontales contra un mis-mo objetivo, todos éstos y otros factores contribuyeron de manera deter-minante a cercenar la potencialidad creadora dentro del arte militar, y a restar a la guerra su carácter de instrumento al servicio de un fin que está más allá de sí misma.

Las repercusiones de esas experiencias se hicieron sentir en las men-tes de un brillante grupo de teóricos militares, que analizaron las leccio-nes de la Primera Guerra Mundial y dieron origen a un nuevo estilo de pensamiento, más amplio y versátil, que estaba destinado a cambiar el curso de las operaciones bélicas. Sus esfuerzos nacieron de la determina-ción de no repetir en el futuro el enfrentamiento estático de las trinche-ras, y culminaron en la exitosa restauración de la movilidad al campo de batalla. La oportunidad de lograrlo se produjo con la invención del mo-tor de combustión interna utilizado en vehículos blindados y aeroplanos, que acrecentaban extraordinariamente la capacidad de movimiento y poder de fuego de los combatientes.

Varios nombres se destacan en este contexto, muy especialmente los de dos autores británicos: Fuller y Liddell Hart. Ambos concibieron una estrategia y una táctica dirigidas, no hacia la eliminación de las fuerzas armadas enemigas en costosas batallas de desgaste, sino hacia la des-

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J. F. C. Fuller, The Reformation of War. New York: Dutton & Co., 1923; The Conduct of War. London: Eyre & Spottiswoode, 1961. Citado por Ropp, p. 301. B. H. Liddell Hart, Strategy. New York: Praeger, 1967, pp. 333-346.

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trucción de su voluntad de lucha con el uso de la sorpresa y la aplicación de golpes certeros y rápidos sobre sus propios centros de comando y co-municaciones. También los teóricos del poder aéreo sostenían que el ob-jetivo militar debían ser industrias y centros poblados del enemigo como un medio de afectar su voluntad de lucha; Fuller y Liddell Hart compar-tían el punto de vista según el cual el quiebre de esa voluntad combativa era el factor clave, y lograron diseñar las herramientas necesarias para producir la rápida dislocación sicológica de adversarios todavía aferra-dos a las nociones del pasado.

En palabras de Fuller, su proyecto consistía en «atacar los centros de comando del enemigo antes de atacar sus cuerpos combatientes, de tal forma que éstos, al dar batalla, se paralizasen por falta de dirección y li-derazgo. El método es penetrar con poderosas columnas de tanques rá-pidos protegidos por aviones a través del frente enemigo, avanzar hasta su cuartel general y tomarlo».15

Liddell Hart describió el objetivo y el método así:

... cortar las principales arterias de suministro en la retaguardia enemiga y producir el colapso de su ejército, difundiendo la des-moralización (con la ayuda de la propaganda y subversión) en su pueblo y gobierno [...] Los elementos esenciales son: combi-nación de ataques aéreos y blindados, manteniendo continua-mente un rápido avance a través de un proceso similar a un to-rrente que sigue adelante sin pausa, y desconcierta al enemigo amenazando varios objetivos simultáneamente.16

La dislocación sicológica del oponente se obtiene con dos fórmulas: en primer lugar, el enemigo debe sentirse amenazado desde varias direc-ciones, pues ello le crea un dilema en cuanto a cómo y dónde concentrar sus fuerzas; en segundo lugar, la confusión del oponente debe agravarse mediante la paralización de sus comunicaciones y centros de comando.17

Liddell Hart denominó las teorías que él y Fuller desarrollaron «estra-tegia de la aproximación indirecta». Sus componentes básicos pueden sintetizarse en pocas palabras: sorpresa, movilidad, velocidad, flexibili-

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General Von Seeckt, Thoughts of a Soldier. London: Ernst Benn, 1930, pp. 62-63. 18

dad y, quizás por encima de todo, una mezcla de audacia e inteligencia que es el signo distintivo de los grandes comandantes. Las contribucio-nes de Fuller y Liddell Hart, entre otros, liberaron el pensamiento estra-tégico de las cadenas de una estéril y rígida ortodoxia. En sus obras, la imaginación militar volvió a abrirse caminos y nuevos horizontes co-menzaron a ser explorados.

Ninguna potencia europea asimiló tan plenamente los nuevos plan-teamientos como lo hizo Alemania. A pesar de que Fuller y Liddell Hart eran británicos, sus estudios tuvieron una reducida influencia práctica en su propio país; lo mismo ocurrió en Francia y la urss, donde los es-fuerzos de oficiales como De Gaulle y Tuchachevski para promover las doctrinas de la guerra de blindados fracasaron en lo fundamental. No así en Alemania, donde una combinación de condiciones objetivas y subjetivas favoreció la adopción y puesta en práctica de los proyectos de-lineados en los trabajos de Fuller y Liddell Hart. Entre las condiciones objetivas se destaca el hecho de que, a raíz del Tratado de Paz de Versa-lles, en 1918, Alemania había sido obligada a desmembrar sus ejércitos y a mantener una fuerza militar de sólo 100.000 hombres. La necesidad de defender varios frentes en caso de guerra hacía indispensable, en vista de la escasez de tropas, que los pocos regimientos existentes fuesen ca-paces de desplazarse rápidamente de un punto a otro del país y de sobre-ponerse con su calidad a la superioridad numérica del adversario. Esta situación estimulaba la asimilación de doctrinas estratégicas que enfa-tizaban la movilidad y la decisión rápida. Así lo demuestran las frases del general Von Seeckt, que tuvo en sus manos el mando del Ejército ale-mán durante los primeros años de la posguerra, en un libro publicado en 1930: «En resumen, creo que el futuro de la guerra descansa en el empleo de ejércitos muy móviles, relativamente pequeños, pero de gran calidad y reforzados con la adición de aviones...».18

Las condiciones subjetivas se refieren a la clara percepción que dos hombres, un militar profesional y un político, tuvieron acerca de las po-tencialidades del tanque como arma de guerra: Guderian y Hitler. A me-diados de los años 1920, Guderian, que era entonces capitán, se convirtió en un entusiasta de los tanques y comenzó a estudiar en detalle las obras de Fuller y Liddell Hart. En su autobiografía, Guderian narra que ya en 1929 se había convencido de que

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General Heinz Guderian, Panzer Leader. London: Futura, 1977, p. 24. Ibid., pp. 29-30. Adolf Hitler, Mein Kampf. London: Hutchinson, 1974, p. 603. Citado por John Strawson, Hitler as Military Commander. London: Batsford, 1971, p. 36.

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... los tanques, actuando por sí solos o en conjunción con la in-fantería, no podían alcanzar una importancia decisiva. Mis es-tudios históricos y la experiencia práctica de simulacros me ha-bían persuadido de que los tanques no serían capaces de pro-ducir todos sus efectos hasta que las otras armas (infantería y artillería), en cuyo apoyo tienen que confiar, adquiriesen los mismos estándares de velocidad y eficacia. En esas formacio-nes de todas las armas, los tanques jugarían el papel principal, y las otras armas estarían subordinadas a sus requerimientos. Era equivocado simplemente añadir los tanques a las divisiones de infantería; lo que se necesitaba era crear divisiones blindadas que incluirían todas las armas de apoyo para permitir a los tan-ques combatir con plena efectividad.19

Las divisiones Panzer o acorazadas, compuestas de tanques, infan-tería motorizada, artillería autotransportada, y con apoyo aéreo, se con-vertirían en un instrumento militar decisivo para la realización de la «es-trategia indirecta». Como comandante de varias unidades blindadas experimentales, Guderian dio gran impulso a las nuevas ideas estraté-gicas en Alemania; pero el paso crucial en el desarrollo de las divisiones Panzer fue dado por Hitler. Guderian relata una visita de Hitler en 1933

–el año de su ascenso al poder–, al campo de pruebas de las aún escasas unidades Panzer. Impresionado por la velocidad y precisión de las mis-mas, Hitler exclamó repetidas veces: «¡Esto es lo que necesito! ¡Esto es lo que deseo tener!».20 Hitler, un veterano soldado de la Primera Guerra Mundial, había comprendido que la mecanización decidiría el curso de las guerras futuras. En el segundo volumen de su libro Mi lucha, publica-do por primera vez en 1926, Hitler ya había hablado de «la motorización general del mundo, que en la próxima guerra se pondrá de manifiesto inconteniblemente»;21 y en 1932 cristalizó aún más sus ideas al declarar que «la próxima guerra será muy distinta a la anterior guerra mundial. Los ataques de masas de infantería han quedado obsoletos. Las luchas que se extienden por años en frentes petrificados no retornarán. Yo ga-rantizo que nuestro bando recuperará la superioridad que otorga la fle-xibilidad en las operaciones».22

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Guderian, p. 41. Citado por Strawson, p. 39.

El concepto de «guerra relámpago» (Blitzkrieg) resultó de la combi-nación de elementos militares y políticos. Militarmente, en palabras de Guderian, la «guerra relámpago» era un instrumento cuya potenciali-dad residía en «ser capaces de moverse más rápidamente de lo que hasta ahora se ha hecho, de mantenerse en movimiento a pesar del fuego de-fensivo del enemigo y así crearle dificultades para construir nuevas posi-ciones defensivas; y finalmente, conducir el ataque hasta lo más profun-do de las defensas del adversario».23 Políticamente, la guerra relámpago era el instrumento militar de una voluntad de conquista que empleaba la propaganda y la «guerra sicológica» como armas complementarias en un enfrentamiento total. Como lo expresó Hitler: «Nunca comenzaré una guerra sin antes estar seguro de que un enemigo desmoralizado su-cumbirá bajo el impacto de un único y gigantesco golpe».24 Contra Po-lonia y Francia estos métodos trabajaron con gran éxito; no así contra la urss, donde los cálculos de Hitler fallaron.

Hitler unió diversas tendencias del pensamiento estratégico más no-vedoso de la época y les imprimió un sentido de dirección uniforme, in-corporando, en forma muy original, una perspectiva de guerra sicológi-ca y propagandística de demostrada eficacia práctica.

La propaganda como arma de guerra

Durante la Segunda Guerra Mundial, el empleo de la propaganda como arma de debilitamiento y dislocación sicológica del adversario tuvo gran efectividad. Los nazis fueron verdaderos maestros en este arte. Hitler comprendió desde los inicios de su carrera política la real importancia de la propaganda. Abrumado por la derrota alemana en la Primera Gue-rra Mundial, Hitler analizó las causas de ese fracaso y encontró que la superioridad de la propaganda enemiga había jugado un papel relevante como factor que contribuyó a erosionar la voluntad de lucha de su país.

En su libro Mi lucha, Hitler dedicó un capítulo al tema de la «propa-ganda de guerra». Estas páginas, en las que Hitler discute las técnicas de

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Alan Bullock, Hitler: A Study in Tyranny. Harmondsworth: Penguin Books, 1972, p. 68. Hitler, pp. 164-165. Ibid., p. 167.

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la propaganda de masas y el arte del liderazgo político son quizás las más interesantes de todo el libro; el análisis es pragmático y lleno de cinismo, pero su lucidez lo diferencia de otras largas secciones del volumen en las que Hitler, en oscuros y complicados párrafos, trata de explicar sus cru-das y poco originales ideas políticas. En palabras de Alan Bullock, autor de la que es todavía una de las mejores biografías de Hitler: «El genio político de Hitler descansaba en su inigualada comprensión de lo que es posible lograr con la propaganda, y en su habilidad para emplearla».25 En Mi lucha, Hitler se refiere a la manera en que los ingleses, contraria-mente a los alemanes, consideraron la propaganda «un arma de primer orden», y a la necesidad de asumirla como tal si se quiere tener éxito en la guerra y en la política. La Primera Guerra Mundial había demostra-do «los inmensos resultados que se pueden obtener mediante la correcta aplicación de la propaganda»:

La función de la propaganda no consiste en promover la actitud crítica del individuo, sino en enfocar la atención de las masas hacia ciertos hechos, procesos, necesidades, etc., cuyo significa-do se coloca por primera vez dentro de su campo visual [...] Toda propaganda debe ser popular y su nivel intelectual debe ajustar-se al de la más limitada inteligencia de aquellos a los que se diri-ge. En consecuencia, mientras mayor sea la masa que se preten-de alcanzar, más bajo debe ser el nivel puramente intelectual de la propaganda. En el caso de la propaganda de guerra, cuyo ob-jetivo es influenciar a todo un pueblo, debe evitarse plantear de-mandas intelectuales excesivas al público [...] El arte de la pro-paganda consiste en entender las emociones de las grandes ma-sas y en encontrar, con los instrumentos sicológicos adecuados, el camino hacia la atención y el corazón de las mayorías.26

Hitler desprendía su análisis de una premisa que consideraba básica: la congénita incapacidad de las masas para razonar fríamente: «Las ma-sas son tan femeninas por su naturaleza y actitud, que el razonamien-to sobrio determina sus pensamientos y acciones mucho menos que la emoción y el sentimiento».27

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Ibid., p. 168. Karl Dietrich Bracher, The German Dictatorship. Harmondsworth: Penguin Books, 1973, p. 193.

Hannah Arendt, Le systéme totalitaire. Paris: Éditions du Seuil, 1972, p. 68.

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Repetición constante de las mismas consignas, perseverancia, insis-tencia, radicalismo, continuidad y uniformidad en su aplicación eran para Hitler los principios de una exitosa propaganda: «La más brillante técnica propagandística no triunfará a menos que se adhiera en forma constante a un principio esencial: debe confinarse a unos cuantos pun-tos y repetirlos una y otra vez. Aquí, como en tantas otras cosas de este mundo, la persistencia es el primero y más importante requerimiento del éxito».28

El partido político creado por Hitler aprendió a presentar sus vagas y confusas teorías en frases simples y fácilmente memorizables, a «im-plantar» los hechos mediante su repetición constante, a generar podero-sas emociones con el uso de símbolos impactantes, y a canalizar la irra-cionalidad y el dinamismo de cientos de miles de hombres en contra de enemigos envilecidos sobre la base de la propaganda: «El partido [nazi] debió su crecimiento a la aplicación de técnicas de la publicidad comer-cial al reclutamiento político [...] con las que se lanzó un asalto al sub-consciente colectivo».29 Como de manera acertada lo expone Hannah Arendt, la propaganda totalitaria, en este caso la propaganda nazi, «se dirige siempre hacia el exterior, bien sea hacia segmentos de la población nacional o hacia países extranjeros. Ese dominio exterior es muy varia-ble; aun después de la toma del poder, la propaganda puede volcarse ha-cia sectores de la propia población cuyo adoctrinamiento no se considera lo suficientemente intenso».30 Internamente, en la propia Alemania, la propaganda hitleriana perseguía la mayor cohesión del país y el adoctri-namiento de las masas para la guerra. Hacia el exterior, Hitler utilizó la propaganda para debilitar sicológicamente a sus adversarios, de manera de encontrar la menor resistencia posible en el momento en que empren-diese sus planes de conquista.

Su feroz anticomunismo no habría permitido jamás a Hitler hacer suyas las siguientes frases de Lenin, las cuales, sin embargo, expresan con gran precisión ideas que de hecho caracterizaron la política nazi: «El método mediante el cual una nación pretende imponer su voluntad so-bre otra podría ser reemplazado, con el tiempo, por una lucha puramen-te sicológica, en la que ni las armas se emplearían en el campo de batalla, sino que, en cambio, la voluntad de una nación [...] debilitaría la facul-

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Vladimir Ilich Lenin, citado en Military Review, June 1977, p. 14. Liddell Hart, p. 164.

tad intelectual y desintegraría la fibra moral y espiritual de la otra».31 Hitler conquistó Austria y Checoslovaquia sin disparar un tiro, y fue a la guerra contra Polonia confiado en que sus adversarios occidentales, sicológicamente vencidos de antemano, aceptarían de nuevo, con sólo débiles protestas, el ejercicio de la arrolladora voluntad de poder nazi. Liddell Hart cita con frecuencia en sus libros otras frases de Lenin que ilustran con insuperable claridad el propósito de la «guerra sicológica»: «La estrategia más apropiada en la guerra consiste en posponer las ope-raciones hasta que la desintegración moral del enemigo convierta la eje-cución del golpe mortal en algo fácil, además de posible».32 Hitler no dio comienzo a ninguna de sus empresas bélicas sin estar previamente convencido de que sus enemigos se encontraban internamente erosio-nados, y no serían capaces de oponer una resistencia férrea. Esto fue así muy particularmente en el caso de Rusia, la cual, según Hitler esperaba, se desintegraría desde dentro al recibir el impacto de las acciones milita-res nazis.

Hitler y los nazis no fueron los únicos, desde luego, en apreciar co-rrectamente el valor de la propaganda como arma de guerra, mas no cabe duda de que supieron utilizarla con gran destreza, combinándola con doctrinas militares cuya eficacia quedó ampliamente demostrada en las primeras etapas del conflicto. Hitler tenía claro que la guerra es un ins-trumento y un acto político, y que por lo tanto es la política la que plantea los fines y da un sentido de dirección a la estrategia. No obstante, no fue capaz de mantener un equilibrio entre capacidades y objetivos, sus ambi-ciones desbordaron sus medios, y finalmente sucumbió bajo el poder de adversarios que su misma propaganda le había enseñado a subestimar.

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El político y el aventurero

«... propia afirmación de la propia esencia previamente a toda acción singular, vitalidad, energía de la existencia. Donde esto se observa como impulso vital primario, no como actitud racio-nal encaminada a un fin, es que estamos en presencia del hom-bre político».1

De esta manera define Spranger la característica fundamental de la «forma de vida» del político, y ciertamente esa definición se amolda ple-namente a Hitler: «Quizás no ha habido nunca otro hombre que haya entendido mejor la naturaleza del poder o que lo haya utilizado con fines más bajos».2 No cabe duda de que para lograr lo que logró, a pesar de ser ello terrible, Hitler requirió, y de hecho poseyó, capacidades fuera de lo ordinario, un genio político poco común, entendiendo por política, en un sentido estrecho, la búsqueda y conquista del poder.

Ese fue el sentido que Hitler siempre dio a la política: lucha constante por el poder de acuerdo con la ley del más fuerte; es el sentido que le da Carl Schmitt cuando sostiene que: «Si la guerra es la continuación de la política, también la política contiene siempre, por lo menos como posi-bilidad, un elemento de enemistad; y si la paz encierra la posibilidad de la guerra [...] también contiene un momento de enemistad».3 Para Hitler, la lucha entre individuos, comunidades nacionales, y sobre todo entre

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Eduardo Spranger, Formas de vida. Psicología y ética de la personalidad. Madrid: Revista de Occidente, 1954, pp. 259-260.

A. J. P. Taylor, Europe: Grandeur and Decline. Harmondsworth: Penguin Books, 1967, p. 199. Carl Schmitt, Teoría del partisano. Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1966, p. 83.

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Alan Bullock, Hitler: A Study in Tyranny. Harmondsworth: Penguin Books, 1972, p. 804. Roger Stephane, Retrato del aventurero. Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 1968, p. 10. Spranger, p. 168.

razas, era una ley natural, y la voluntad de dominio, poder y hegemonía la marca de los individuos y razas superiores. Basándose en este princi-pio Hitler emprendió su camino de conquista, empleando para sus ob-jetivos habilidades que han sido magistralmente resumidas por Bullock: conocimiento de los factores irracionales en la política, maestría para descubrir las debilidades de sus oponentes, capacidad para simplificar los problemas, sentido de la oportunidad, disposición a tomar riesgos: «Cínico y calculador en la explotación de sus dotes histriónicas, siempre mantuvo una creencia inalterable acerca de la importancia de su papel histórico y de sí mismo como una criatura del destino».4

En estas últimas frases de Bullock se encuentran las razones que ex-plican tanto los triunfos como el aplastante fracaso final de Hitler. Sus capacidades políticas, su destreza táctica, su voluntad de hierro, estaban en última instancia subordinadas a un espíritu aventurero y fantasioso que confundía la realidad y los deseos. Hitler quiso moldear la realidad de acuerdo con los dictados de su voluntad, pero continuamente tendió a ignorar la realidad, a mirarla de soslayo y a sustituirla en caso necesario por su fantasía.

T. E. Lawrence «de Arabia» escribió este extraordinario pasaje: «To-dos los hombres sueñan, pero no de la misma manera. Aquellos que sue-ñan por la noche entre los repliegues polvorientos de su mente, se des-piertan con el día y piensan que todo era vanidad; pero los soñadores diurnos son hombres peligrosos porque pueden actuar su sueño con los ojos abiertos, para tornarlo posible».5 Hitler era uno de esos «soñado-res diurnos»; sus sueños eran de destrucción, terror y muerte, y a pesar de que en numerosas ocasiones los describió públicamente, no muchos se atrevieron a creerle o a tomar oportunamente las medidas necesarias para impedir su realización. Una vez que la maquinaria motorizada por sus descontroladas ambiciones empezó a funcionar, sólo una maquina-ria muy superior pudo detenerla.

Hitler el político sucumbió ante Hitler el aventurero. Según Spran-ger: «Como trágica disposición se observa con frecuencia en el ávido de poder una vasta fantasía en la que se envuelve a sí mismo, en vez de pon-derar con espíritu realista hombres y circunstancias».6 Hitler creó una

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Albert Speer, Spandau: The Secret Diaries. London: Fontana, 1976, p. 44. A. Speer, Inside the Third Reich. London: Sphere Books, 1975, p. 239.

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imagen de sí mismo: una imagen de infalibilidad, de fuerza irresisti-ble, de realizador de milagros políticos y militares; sus éxitos iniciales le condujeron a ello, pero la imagen le embriagó, perdió toda capacidad de cuestionarla, su cinismo se esfumó, descartó el sentido de los límites, su mundo se redujo a sus sueños y le llevó a la ruina.

En sus Diarios, escritos secretamente en la prisión de Spandau, Albert Speer, uno de los hombres que estuvo más cerca de Hitler, hace unas re-flexiones de gran interés dentro de este contexto. Speer dice que: «Todos nos fascinamos ante las grandes personalidades históricas; y aun si un hombre de hecho no lo era, y sólo actuaba su parte con un poco de habili-dad, nos postrábamos a sus pies. Eso ocurrió en el caso de Hitler. Pienso que su éxito se explica hasta cierto punto por la imprudencia con la que pretendía ser un gran hombre».7 La definición de «grandeza» en la his-toria depende, desde luego, del punto de vista que se asuma: ¿Qué hizo «grande» a Federico «el Grande», o a Alejandro «Magno»? Podría cons-truirse un sólido argumento, de fundamentos éticos, para calificarlos de «grandes asesinos» en vez de «grandes conquistadores». Sin embargo, la observación de Speer es importante, pues apunta hacia una de las ca-racterísticas de la personalidad de Hitler que mayores resultados le dio a lo largo de su carrera política: su capacidad de dramatizar, de actuar, de asumir un papel e imponerlo con total eficacia sobre las más diversas au-diencias. Mucho se ha escrito acerca de la destreza de Hitler en el manejo de la sicología de masas y sobre su gran magnetismo personal. Su fuerza comenzó a decaer cuando los sucesivos triunfos le convencieron de que su magia como individuo y su voluntad superarían todos los obstáculos, lo cual le llevó a perder conciencia de los límites y a distorsionar la reali-dad de acuerdo con los dictados de su fantasía.

En sus Memorias, Speer señala que: «Hitler, de hecho, no sabía nada acerca de sus enemigos, y rehusaba usar la información que se le sumi-nistraba. En su lugar, Hitler confiaba en sus intuiciones, sin importarle que muchas veces fuesen inherentemente contradictorias y gobernadas por el desprecio y la extrema subestimación de sus adversarios».8 Los dos más graves errores políticos de Hitler, su suposición de que los bri-tánicos aceptarían un arreglo con Alemania basado en la dominación nazi de Europa, y de que el régimen de Stalin en la urss se desintegraría

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A. J. P. Taylor, p. 199. Bullock, p. 385. Adolfo Hitler, Mein Kampf. London: Hutchinson, 1974, p. 317. General Heinz Guderian, Panzer Leader. London: Futura, 1977, p. 431. L. P. Lochner, ed., The Goebbels’s Diaries. New York: Award Books, 1974, p. 403.

internamente al recibir los impactos de la maquinaria de guerra alema-na, se desprendieron de la ignorancia y subestimación con que veía a sus enemigos. Tal y como lo expresa, con palabras lapidarias, el historiador británico A. J. P. Taylor: «Hitler tenía una fe indestructible en la basura que llenaba su mente»;9 y esa «basura» le conducía a menospreciar pe-ligrosamente a sus contrarios y a ver el mundo no como es, sino como él quería que fuese: «El pecado que Hitler cometió fue [...] el del orgullo exagerado, el de creerse a sí mismo más que meramente un hombre. Na-die ha sido más duramente destruido por su propia imagen que Adolfo Hitler».10

Hitler creó una «ideología de la voluntad»; de una voluntad todopo-derosa, capaz de derribar todas las barreras y de sobreponerse a todas las dificultades. Concebía el liderazgo como equivalente a la voluntad; como afirmaba en Mein Kampf: «El prerrequisito para la creación de una forma organizacional eficaz es y seguirá siendo el hombre necesario para liderarla [...] El liderazgo requiere voluntad y habilidad, y debe conce-derse mayor importancia a la voluntad y a la energía que a la inteligen-cia como tal; la más valiosa combinación es: habilidad, determinación y perseverancia».11 Ese culto a la voluntad le llevó en numerosas ocasiones a superar situaciones difíciles y a imponerse sobre los acontecimientos, y no hay duda de que ella fue un ingrediente clave de sus éxitos. Para el general Guderian: «La más resaltante cualidad de Hitler era su fuerza de voluntad. Con su ejercicio, llevaba a los hombres a seguirle»; 12 no obs-tante, al exagerar el poder de su voluntad, Hitler la convirtió en un mito que finalmente le envolvió junto a los hombres que le seguían. Aún en mayo de 1943, después de la derrota de Stalingrado, Goebbels anotaba en su diario: «El Führer ha manifestado su inalterable convicción de que nuestro Reich se adueñará de toda Europa. Tendremos todavía que rea-lizar muchas batallas, pero obtendremos sin duda maravillosas victorias. Ellas nos abrirán el camino hacia la dominación del mundo, pues el que domine Europa asumirá por consiguiente el liderazgo mundial».13

Confiado en su voluntad, Hitler se negaba a aceptar los hechos, des-cartaba la evidencia objetiva y cerraba sus oídos a cualquier opinión que

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Citado por Joseph Peter Stern, Hitler: The Führer and the People. London: Fontana Press, 1975. Henry A. Kissinger, «The White Revolutionary: Reflections on Bismarck», Daedalus, 97, Summer 1968, p. 893.

no coincidiese con su propio punto de vista. En diciembre de 1942, ante la posibilidad de que el Sexto Ejército alemán en Stalingrado fuese comple-tamente cercado por las tropas soviéticas, Hitler decía a Zeitzier, jefe del Estado Mayor: «Stalingrado debe simplemente ser sostenido; debe serlo, es una posición clave». Veinticuatro horas más tarde, luego de recibir las «garantías» de Goering de que al Sexto Ejército se le suministraría todo lo necesario desde el aire, manifestaba: «¡Entonces, hay que sostenerse en Stalingrado! No tiene sentido seguir hablando de que el Sexto Ejér-cito puede romper el cerco ruso... ¡Stalingrado debe ser sostenido!».14 De nada valía que sus asesores militares le señalasen el carácter quimé-rico de las promesas de Goering, la grave amenaza que se cernía sobre el Sexto Ejército, el agotamiento que embargaba a las tropas, la carencia de alimentos y municiones, y que le indicasen que la única alternativa para evitar el desastre era permitir al Sexto Ejército que intentase romper el cerco y escapar. Para Hitler lo importante era la decisión de defender la posición, la voluntad de mantenerla: el «fanatismo» se impondría sobre la realidad.

Muchos autores han relatado la atmósfera de pesadilla que imperaba en el refugio de Hitler en Berlín, bajo las ruinas de la Cancillería, duran-te los últimos días de existencia del Tercer Reich y su máximo líder. En la sala de trabajo, rodeado de sus más cercanos colaboradores, y bajo el ca-ñoneo de las tropas soviéticas que se cernían masivamente sobre Berlín, Hitler estudiaba los mapas, daba órdenes a ejércitos que habían dejado de existir, planificaba contraofensivas con divisiones que sólo vivían en el papel, enumeraba tanques y aviones que yacían humeantes a todo lo largo de su «Reich». La fantasía y las ilusiones se hicieron dueñas abso-lutas del jefe nazi en la agonía de su carrera.

Al igual que Bismarck, Hitler insistía en identificar su voluntad con el significado de los acontecimientos, pero las diferencias entre ambos es-tadistas eran cruciales. Como agudamente lo ha apuntado Kissinger en sus «Reflexiones sobre Bismarck», este último «comprendió siempre los requisitos del éxito, pero nunca tuvo la plena seguridad de si debía em-prender su tarea con cierto sentido de respeto hacia la limitación de la na-turaleza humana [...] un estadista que no deja margen para lo imprevisto en la historia puede hipotecar el futuro de su país».15 Bismarck tendió al

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autocontrol en el ejercicio del poder, deslumbrado ante las exigencias de su tarea y las potencialidades de la maniobra política, y a veces ensimis-mado en el manejo de las técnicas del gobernante. Bismarck fue capaz de preservar cierto «sentido de reverencia» ante las limitaciones de la natu-raleza humana; Hitler, por el contrario, concibió siempre su autoafirma-ción como la ruptura de todos los límites.

«La Némesis del poder –escribe Kissinger– reside en que el confiar en él, excepto en manos de un maestro, tiende más a provocar una contien-da armada que el autodominio».16 Bismarck creía que una evaluación correcta del poder como medio desembocaba en una doctrina de autoli-mitación; Hitler exaltaba el poder hasta el paroxismo, y el poder mismo era su doctrina. El general Von Manstein, tal vez el más eficiente de los generales al servicio de Hitler, escribió:

Hitler era un hombre que sólo reconocía el principio de la lu-cha extrema y brutal. Su pensamiento estaba gobernado por la imagen de grandes masas de soldados enemigos desangrándo-se ante nosotros, y no por la imagen del elegante espadachín que sabe en ocasiones apartarse, para luego dar una limpia estocada con mayor seguridad. Al concepto del arte de la guerra, Hitler opuso el de la fuerza más cruda, y la idea de que la efectividad de esa fuerza estaba garantizada por la voluntad que la impul-saba.17

Después de haber ejercido hábilmente ese arte, Hitler se deshizo de la destreza política, arrojó por la borda todo sentido de los límites de la ac-ción, y dio rienda suelta a su culto por la fuerza. Sus compromisos ideo-lógicos, que más bien cabría llamar dogmas, sobre las «razas inferiores», la «superioridad aria», etc., ahogaron su magia; por último, sucumbió en la «Némesis del poder».

Ver en Hitler simplemente a un sicópata y un paranoico sería pasar por alto el hecho de que por muchos años, desde los comienzos de su ca-rrera política hasta las postrimerías de la guerra, fue capaz en múltiples ocasiones de actuar basándose en evaluaciones objetivas y «racionales» de muy diversas situaciones. Ciertamente, como señala Speer, «los ge-

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Speer, Spandau..., p. 53. 18

nerales en particular no estuvieron sobrecogidos por una fuerza despó-tica durante toda una década; ellos obedecían a una personalidad im-pactante, capaz de argumentar con coherencia».18 En Hitler coexistían un político y un aventurero; al final de su carrera, el aventurero se sobre-puso al político, sus obsesiones ideológicas y sus fantasías le envolvieron y cometió graves errores que eventualmente le condenaron. Tal vez esos errores fueron, sin embargo, los de un jugador que sabe que está apos-tando el todo por el todo en una aventura ilimitada.

El programa político de Hitler

El programa de Hitler en materia de política exterior fue la combinación de un conjunto de postulados ideológicos, la mayoría de los cuales se de-finieron desde los inicios de su carrera, así como de una serie de conclu-siones extraídas del contexto político-diplomático europeo en los años 1920 y 1930.

Hitler comenzó como un discípulo ideológico del movimiento pan-germánico, del cual adquirió varias ideas básicas que determinaron deci-sivamente su perspectiva política. En primer lugar, Hitler compartía los principios del socialdarwinismo decimonónico, según los cuales la vida humana es una lucha constante por la supervivencia de los más aptos. En segundo lugar, Hitler consideraba la «raza» como el factor primario en la historia. Finalmente, estaba convencido de que Alemania era un país peligrosamente sobrepoblado que requería mayores territorios para su supervivencia. De la combinación de estos elementos, Hitler produjo una visión de las relaciones internacionales dominada por la lucha entre varias naciones para posesionarse de cantidades limitadas de tierras y re-cursos. La función de la política exterior alemana debía ser entonces ase-gurar que ese país pudiese conducir el combate por su supervivencia des-de la posición estratégica más favorable posible. Sintetizando todo esto, Hitler escribió en su Segundo Libro: «Si la política es la historia realizán-dose, y la historia es el escenario de la lucha entre hombres y naciones por

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Adolfo Hitler, Hitler’s Secret Book. New York: Grove Press, 1961, p. 7. J. Noakes y G. Pridham, eds., Documents on Nazism, 1919-1945. London: Jonathan Cape, 1974, p. 497.

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la autopreservación y permanencia, la política es en verdad la ejecución del combate de una nación por su existencia».19

En 1919 el programa básico de Hitler, quien apenas comenzaba su vida política, coincidía con el movimiento nacionalista pangermánico, cuyos objetivos concretos: revisión del Tratado de Versalles, unificación de to-dos los alemanes en un solo Reich y la adquisición de territorios median-te conquista de colonias fuera de Europa, Hitler compartía. El programa del partido nazi en 1920 recogía estos puntos, y la evidencia sugiere que para aquella época Hitler, al igual que los pangermánicos, consideraba a Gran Bretaña y Francia, y no a Rusia, como los principales enemigos de Alemania.20

Según quedó demostrado por acontecimientos posteriores, Hitler es-taba dispuesto a ser flexible en cuanto a los medios necesarios para llevar a cabo ese programa. Sobre todo, Hitler estaba consciente de que Alema-nia necesitaría la colaboración de aliados poderosos para enfrentarse a Francia y Gran Bretaña, los dos principales protectores del statu quo. Ita-lia por sí sola no podía aportar la ayuda requerida; el imperio austríaco se había derrumbado, sólo restaba otro gran poder, también inconforme y aislado: Rusia.

Al comienzo de su carrera, y aunque ahora pueda parecer extraño, Hitler no se había opuesto a una alianza con la nueva Unión Soviética, y llegó a manifestar en algunos de sus primeros discursos que ésa debió haber sido la política del gobierno alemán de la preguerra con respecto a Rusia. A partir de 1919, sin embargo, viejos prejuicios y la influencia de ideólogos como Alfred Rosenberg se combinaron para convencer al líder nazi de que la Revolución Rusa había sido la obra de los judíos, y que de hecho los bolcheviques eran judíos. En un discurso pronunciado en ju-lio de 1920, Hitler expresó que «una alianza entre Rusia y Alemania sólo podría producirse si los judíos son derribados»; de tal manera que Hitler dejaba abierta la posibilidad de la alianza, sobre todo en vista de la preca-riedad que entonces caracterizaba al régimen bolchevique; mas si ese ré-gimen se estabilizaba, todas las puertas de unión quedarían cerradas.

¿Por qué Hitler aceptaba en forma tan ligera la identificación de «ju-díos» y «bolcheviques»? En parte debido a que tal conexión se ajustaba a su proyecto de expandir el poderío alemán hacia el este de Europa; aque-

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Robert Cecil, Hitler’s Decision to Invade Russia. London: Davis-Poyntern, 1975, p. 32. 21

llos que deseaban marchar contra los eslavos y tomar sus tierras podían ahora hacer causa común con los que querían exterminar a los judíos. Por otra parte, esa identificación respondía a uno de los principios clave de su técnica propagandística, que consistía en simplificar al máximo el mensaje político y dirigir el odio de las masas hacia un solo objetivo. Desde luego, el antisemitismo de Hitler no era meramente asunto de frío cálculo político; él fue víctima de su propia propaganda enraizada en po-derosos y profundos prejuicios antisemitas, antieslavos y antimarxistas. De no haber sido así, Hitler habría conducido la guerra como un jefe que actúa racionalmente sobre la base de apreciaciones de costos y benefi-cios y no hubiese, por ejemplo, utilizado recursos que eran urgentemen-te necesarios para hacer la guerra en la ejecución de sus incalificables de-signios contra los judíos europeos. Por encima de todo, como lo plantea Robert Cecil, Hitler «no hubiese atacado Rusia tan despectivamente y con tan exageradas expectativas de rápida victoria. Implícita en su iden-tificación de judíos y bolcheviques se hallaba la suposición de que los defectos que Hitler atribuía a los primeros, en especial la incapacidad de crear y mantener un Estado, se aplicaban también a los segundos».21 Si los bolcheviques eran judíos, y los judíos no podían construir un Esta-do, entonces el régimen bolchevique estaba «maduro para la desintegra-ción» y sucumbiría prontamente bajo el poderío nazi. El peor error de Hitler, su invasión a la urss, estuvo motivado por ese prejuicio.

La ocupación francesa de la zona del Ruhr en 1923 creó una nueva si-tuación diplomática que Hitler no tardó en percibir. La gran oposición que este evento suscitó en Gran Bretaña convenció a Hitler de que se es-taba produciendo un viraje crucial en la política de ese país hacia Francia, derivado del temor a una posible hegemonía francesa en el continente.

A raíz de esto, Hitler concibió la alternativa de una alianza entre Ale-mania y Gran Bretaña contra Francia. No obstante, tal posibilidad in-troducía un importante cambio en el esquema original de Hitler, ya que Alemania no podría obtener una alianza con la Gran Bretaña si al mismo tiempo trataba de conquistar colonias en Asia o África, perturbando así la estabilidad del Imperio británico.

En 1924, en prisión, Hitler resolvió el dilema mediante un programa de política exterior que reconciliaba las supuestas necesidades de expan-sión alemanas y conquista de «espacio vital» (Lebensraum) con la renun-

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Hitler, Mein Kampf, pp. 128, 598. Hitler, Hitler’s Secret Book, p. 127.

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cia a la adquisición de colonias de ultramar, a objeto de evitar un conflicto con Gran Bretaña. La solución hitleriana consistía en buscar ese «espacio vital» en el propio continente europeo, hacia el Este, y concretamente en Rusia donde ya el régimen bolchevique se había hecho más sólido. Como expresó en Mein Kampf, donde expuso con nitidez ese programa:

Para Alemania, la única posibilidad de llevar a cabo una sana política territorial descansa en la adquisición de nuevas tierras en el propio continente europeo [...] Si hablamos hoy de tie-rra en Europa, debemos tener en mente ante todo a Rusia y sus estados vasallos [...] El gigante imperio en el Este está madu-ro para el colapso, y el fin de la dominación judía en Rusia será también el fin de Rusia como Estado.22

Al dirigir sus planes de conquista hacia el Este, hacia la gran masa continental ocupada primordialmente por la urss, Hitler esperaba evi-tar la situación de una guerra en dos frentes que vivió Alemania duran-te la Primera Guerra Mundial. El gobierno del káiser Guillermo II ha-bía intentado proseguir simultáneamente una política colonial contra Gran Bretaña y una política continental contra Francia y Rusia, lo cual le condujo al fracaso. Hitler planteaba una solución que a sus ojos parecía óptima, pues combinaba consideraciones de poder, basadas en cálculos «realistas» (evitar una guerra en dos frentes), con elementos ideológicos sintetizados en la cruzada antibolchevique.

En su Segundo libro o Libro secreto de 1928, Hitler reiteró el programa delineado en Mein Kampf e introdujo dos nuevas perspectivas. En pri-mer lugar, dio énfasis al problema representado por Francia como segu-ro adversario de las ambiciones alemanas, y se refirió a la amenaza estra-tégica planteada por el sistema de alianzas francés en Europa oriental. Con relación a Polonia y Checoslovaquia, Hitler concluyó que, gracias a esos aliados, Francia estaba «en posición de amenazar con aviones casi todo el territorio de Alemania, apenas una hora después de que estalle un conflicto».23 En segundo lugar, Hitler atacó enérgicamente el argu-mento según el cual la Gran Bretaña, siguiendo su política tradicional de preservar el balance de poder en Europa, se opondría a las pretensio-

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Ibid., p. 149. 24

nes de hegemonía continental de Alemania. Según Hitler este argumen-to era incorrecto; Gran Bretaña no se opondría a la expansión alemana en Europa en tanto el Reich se abstuviese de amenazar en forma direc-ta al Imperio británico. «Si Inglaterra permanece fiel a sus verdaderos intereses políticos mundiales, sus oponentes en Europa serán Francia y Rusia, pues son éstos los países que amenazan su posición imperial, así como en el futuro y en otras partes del mundo lo hará la Unión America-na [Estados Unidos]».24

Hitler era un experto en detectar debilidades en el carácter de sus ene-migos, pero carecía de iguales dotes para apreciar la fortaleza moral y po-lítica de sus adversarios. Los líderes nazis eran incapaces de percibir la repugnancia moral que sus conquistas producían en el mundo exterior, así como la profunda reacción de rechazo que sus políticas suscitaron por ejemplo en Gran Bretaña, sobre todo a partir de 1938. La decisión bri-tánica de combatir a Hitler no resultó tan sólo de consideraciones de po-der, sino también y fundamentalmente de una honda convicción moral y política que se enfrentaba a la naturaleza esencialmente destructiva y nihilista del credo nazi.

De los argumentos e intenciones anunciados por Hitler en sus libros y discursos se desprende un programa político dividido en cinco etapas, que eran las siguientes: 1) Eliminación de las restricciones impuestas al rearme alemán por el Tratado de Versalles. Esta meta constituía una me-dida indispensable para edificar el instrumento militar que permitiría a Hitler llevar a cabo sus proyectos de conquista. 2) Destrucción del siste-ma de alianzas francés en Europa oriental, mediante el cual Francia in-tentaba mantener rodeada a Alemania. 3) Confrontación con Francia y su derrota, lo que aseguraría la frontera occidental de Alemania y abriría las puertas al siguiente paso: conquista de «espacio vital» hacia el Este. 4) Conquista y sumisión de Rusia. Esta era la etapa decisiva del programa político de Hitler: la obtención del «espacio vital» que el líder nazi con-sideraba absolutamente necesario para la supervivencia de Alemania. 5) La etapa final de su plan de dominio fue sólo superficialmente esbozada por Hitler en diversas ocasiones; su imaginación proyectaba a Alemania explotando los recursos conquistados en Rusia y fortaleciéndose para luego expandirse fuera de Europa, bien en pugna con Gran Bretaña o preferiblemente en alianza provisional con los británicos contra Estados

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A. J. P. Taylor, The Origins of the Second World War. London: Hamish Hamilton, 1963, p. 69.Hitler, Mein Kampf, pp. 191, 193.

Unidos. La lógica inherente de la ideología nazi implicaba que la meta fi-nal sería el dominio del mundo por parte de la «raza superior», mas Hit-ler no llegó a detallar sus planes para el logro de ese último objetivo.

Los objetivos del programa político de Hitler, en especial su meta de conquista de «espacio vital» en Rusia, permanecieron firmes durante toda su carrera, pero los medios empleados por Hitler para realizar su pro-grama se caracterizaron por su gran flexibilidad y elasticidad. Esta dispa-ridad entre la solidez de los fines y la flexibilidad de los medios ha traído como consecuencia que algunos historiadores hayan cuestionado el va-lor de los libros y pronunciamientos de Hitler como guías para determi-nar en qué consistían realmente sus proyectos de política exterior. Se ha dicho, por ejemplo, que Mein Kampf no proporciona lineamientos espe-cíficos para las acciones diplomáticas de Hitler entre 1933 y el comienzo de la guerra (1939), las cuales de hecho le condujeron a acordar un pacto de no agresión con la urss y a una guerra contra la Gran Bretaña, un po-der que Hitler había considerado como aliado potencial. Autores como A. J. P. Taylor han calificado los proyectos de conquista y dominación como «fantasías», «sueños diurnos»,25 y han señalado que, en la prác-tica, Hitler demostró ser fundamentalmente un político astuto y cíni-co, un oportunista que extraía ventajas de los errores e ilusiones de otros, para extender el poderío alemán por cauces y con métodos familiares a la historia europea.

Lo que los historiadores como Taylor pierden de vista es que Hitler mismo había establecido una clara distinción entre el pensador que for-mula objetivos y el político práctico que tiene que realizarlos, enfatizan-do con frecuencia la necesidad de flexibilidad táctica en la vida política. Como escribió en Mein Kampf: «El teórico de un movimiento debe esta-blecer los fines, y el político debe luchar para lograrlos. El pensamien-to del primero debe estar guiado por una verdad eterna, las acciones del otro por la realidad práctica del momento». Y luego, pensando sin duda en sí mismo: «En ciertos períodos del desarrollo humano, puede una vez ocurrir que el político y el pensador teórico se funden en un solo hombre».26 Hitler se adhirió siempre y en forma obsesiva a las princi-pales metas de su programa político, pero no así a un determinado con-junto de medios o de maniobras tácticas específicas; su política exterior

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Alan Bullock, «Hitler and the Origins of the Second World War», en E. M. Robertson, ed., The Origins of the Second World War. London: Macmillan, 1973, p. 193.

Hitler, Mein Kampf, p. 616.

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combinaba una total consistencia de los objetivos junto a un completo oportunismo en los métodos y tácticas de acción, lo cual ha sido en mu-chas oportunidades la clave del éxito en esa área.

Como agudamente lo anota Bullock en su artículo, «Hitler y los oríge-nes de la Segunda Guerra Mundial»:

Hitler sólo puede ser entendido si se toma en cuenta que era al mismo tiempo fanático y cínico, indoblegable en su voluntad y astuto en sus cálculos, convencido de su rol como hombre del destino y dispuesto a representarlo con todos los trucos y artifi-cios de un consumado actor. Esos dos aspectos: el irracional y el calculador, caracterizaron la personalidad de Hitler y lo aparta-ron de sus imitadores.27

Hitler tenía objetivos fijos, que serían realizados por una serie de mo-vimientos coordinados, pero no tenía un «plan maestro» en el sentido de que esos movimientos tácticos estuviesen predeterminados en detalle. Esto permitía que cada fase de acción fuese mantenida en secreto y eje-cutada con flexibilidad. Su táctica le dio grandes éxitos políticos hasta 1939, y a pesar de que la gravedad de los riesgos que asumía se acrecentaba más y más, se trataba siempre de riesgos calculados. Para Hitler, era polí-ticamente razonable suponer que su pacto con la urss en 1939 eliminaba toda posibilidad de que los aliados anglo-franceses, cuyo comportamien-to sobre Checoslovaquia en 1938 había dejado tanto que desear, prestasen ayuda efectiva a Polonia o se atreviesen a declarar la guerra a Alemania. Hitler subestimó los cambios experimentados por la opinión pública británica y francesa entre 1938 y 1939, y aunque la declaración de guerra de los aliados le tomó hasta cierto punto por sorpresa, pronto decidió sal-dar definitivamente sus cuentas con Francia, mantener abierta la posi-bilidad de un arreglo con los británicos y preparar el escenario para su golpe más crucial: el ataque a la urss. En Mein Kampf Hitler había afir-mado que: «Alemania concibe la destrucción de Francia sólo como un medio que le permitirá abrir a su pueblo las puertas de la expansión en otra parte»;28 se refería, desde luego, a Rusia.

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29 Karl Dietrich Bracher, The German Dictatorship. Harmondsworth: Penguin Books, 1973, p. 495.

Taylor tiene toda la razón cuando afirma que Hitler no buscaba una guerra general, que «quería los frutos de la victoria total sin la guerra to-tal»; pero es importante interpretar correctamente el sentido de estas palabras: Hitler quería lograr sus objetivos paso a paso y derrotar a sus enemigos uno a uno, pues sabía que el poder combinado de sus adver-sarios superaba al de Alemania. No obstante, Hitler estuvo dispuesto a aceptar una guerra total cuando ello se hiciese necesario, y así lo de-mostró al atacar a la urss antes de concluir su confrontación con Gran Bretaña, así como también al declararle la guerra a Estados Unidos. La Segunda Guerra Mundial fue el resultado lógico de la ideología y los pla-nes nazis, y esto debe tenerse muy presente cuando se examinan las cau-sas y los eventos que condujeron al conflicto. Tres puntos importantes, entre otros, merecen ser mencionados: 1) para Hitler, la Primera Guerra Mundial no había concluido, y la Segunda proporcionaría a Alemania la victoria; 2) la adquisición de «espacio vital» presuponía necesariamente expansionismo y agresión, y 3) el totalitarismo nazi se basaba en la mo-vilización permanente de una comunidad que proyectaba sus conflic-tos y energías internas hacia la conquista exterior.29 Ahora bien, antes y después de 1939, Hitler pensó en términos de un tipo de guerra distinta a la que Alemania había luchado y perdido entre 1914 y 1918. Así como en teoría se opuso tenazmente a una guerra en dos frentes (antes de romper su propio precepto al invadir a la urss en 1941 sin haber alcanzado una decisión contra Gran Bretaña), Hitler también entendió que Alemania estaría en desventaja en una guerra general y prolongada contra el con-junto de sus enemigos. Mas Alemania podía tal vez triunfar contra cada uno de sus adversarios por separado, a través de una serie de campañas individuales en las cuales tendría superioridad sobre su contrincante de turno. La sorpresa y el poderío de las ofensivas iniciales llevarían cada campaña a una conclusión decisiva antes de que la víctima lograse mo-vilizar todos sus recursos, impidiendo igualmente la intervención efec-tiva de otros poderes.

Para comprender los éxitos militares nazis, así como también sus fracasos, hay que tener claro qué tipo de guerra quiso hacer Hitler: la Blitzkrieg o «guerra relámpago», el instrumento militar que derrocó a Po-lonia en cuatro semanas, a Holanda en cinco días, a Bélgica en diecisiete, a Francia en seis semanas, a Yugoslavia en once días, a Grecia en tres se-

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49manas; el instrumento con el cual Hitler pretendió conquistar a la urss en cuatro o cinco meses, enviando a sus tropas al combate sin equipo de invierno confiado en que lograrían un triunfo rápido. La guerra que pla-neó Hitler y para la cual preparó a Alemania, consistía en un conjunto de guerras cortas y decisivas contra enemigos diferentes. Esa era la estrate-gia militar que más se adecuaba al programa político de Hitler y al con-texto político dentro del cual trató de implementarlo. La «guerra relám-pago» le dio brillantes victorias, pero falló en la prueba crucial.

El concepto de Blitzkrieg

La estrategia de Hitler tenía sus raíces en lecciones extraídas de la Pri-mera Guerra Mundial. Una de ellas era que Alemania tenía que esco-ger entre la amistad con Gran Bretaña y la amistad con Rusia para evi-tar una guerra en dos frentes. Para lograr sus objetivos, el Reich debía o bien estar libre del bloqueo naval británico, que tan decisivamente ha-bía influido en la derrota de 1918, o bien tener acceso a los recursos natu-rales de la Unión Soviética como único medio para asegurar la expan-sión. Ya se ha explicado en estas páginas la manera en que Hitler afrontó este problema y la solución que finalmente le dio. Otras dos lecciones, también sacadas de las experiencias de Alemania entre 1914 y 1918, eran las siguientes: en primer lugar, había que asegurar la estabilidad del frente interno, cuya desintegración en las postrimerías de la guerra fue, según Hitler, la causa principal de la derrota alemana. Para Hitler, Alemania había perdido la guerra porque elementos subversivos minaron la moral del frente interno, ya bastante debilitada por las penalidades impuestas a raíz del bloqueo, y dieron una «puñalada por la espalda» a un ejército imbatido por sus adversarios externos. La otra lección se refería a la ne-cesidad de restaurar movilidad a la guerra y lanzar golpes rápidos y deci-sivos contra los enemigos del Reich, evitando así una guerra de desgaste desfavorable para Alemania.

Estas tres consideraciones fueron unificadas por Hitler en el concepto de Blitzkrieg o «guerra relámpago» que no se refería solamente al uso de divisiones blindadas con apoyo aéreo en los frentes de batalla, sino tam-

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Hitler, Hitler’s Secret Book, p. 128. Citado por Hermann Rauschning, Hitler Speaks: A Series of Political Conversations with Adolf Hitler on His Real Aims. London: Thorton Butterworth, 1939, pp. 17-21.

bién a un método de hacer la guerra que evitaba el compromiso económico de la guerra total y permitía a la población civil alemana disfrutar de los beneficios de una serie de victorias sucesivas, sin experimentar las priva-ciones asociadas necesariamente a una guerra prolongada y de desgaste. Para Hitler, la Blitzkrieg no era tan sólo un concepto militar, un proyecto de orden puramente táctico dirigido a evitar los errores de la guerra de posiciones; se trataba de una noción más global, destinada a imposibi-litar una repetición de las tensiones políticas, económicas y sicológicas vividas por los alemanes durante la Primera Guerra Mundial. Esta con-cepción de Hitler se oponía por completo a la idea de «guerra total» for-mulada y promovida por el general Ludendorff, según la cual todos los aspectos de la vida nacional debían ser coordinados en la realización de un enorme esfuerzo de naturaleza militar. Hitler, por el contrario, sos-tenía que «Alemania no será capaz de sobreponerse a las fuerzas movili-zadas contra ella en Europa si deposita su confianza tan sólo en medios militares»;30 la presión diplomática, la subversión y la propaganda se encargarían, como primer paso, de erosionar la voluntad de resistencia del enemigo, que sería posteriormente sometido por golpes rápidos y poderosos suministrados por ejércitos «de formaciones especiales, alta-mente calificadas». Este tipo de guerra, pronosticaba Hitler, sería «in-creíblemente sangrienta y terrible», pero al mismo tiempo, y paradójica-mente, «la menos cruel, porque será la más corta».31

La Blitzkrieg sería el tipo de guerra menos cruel para el pueblo alemán, que continuaría consumiendo a un nivel cercano al del tiempo de paz a pe-sar de que Alemania se encontraría en guerra. Para los enemigos de Ale-mania, la Blitzkrieg luciría igual que una guerra total; pero para los ale-manes, la Blitzkrieg tendría el costo material y la duración de una guerra limitada, o, más exactamente, de una serie de guerras limitadas.

En su excelente estudio sobre los fundamentos económicos de la Blitz-krieg, Alan Milward ha destacado aquellos aspectos del concepto que se derivaban de consideraciones sobre la situación interna de Alemania, las características organizativas del régimen nazi y la influencia de todo ello en la instrumentalización del programa de política exterior de Hitler. Milward explica que la economía de Blitzkrieg hundía sus raíces en la pro-

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Alan S. Milward, The German Economy at War. London: University of London Press., 1965, p. 8. Ibid., pp. 8-6.

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pia naturaleza del Estado nazi y de la dictadura hitleriana; ese tipo de or-ganización económica «se adaptaba en forma plena a los principios en los cuales Hitler basaba su dictadura».32 En síntesis, Hitler la escogió de-bido a los siguientes factores: 1) La economía de Blitzkrieg estaba en ar-monía con los métodos administrativos peculiares al Estado nazi. 2) Se adecuaba a la idea de una dictadura. 3) Proporcionaba un método de ha-cer la guerra que no imponía excesivas exigencias a la población civil, y no perturbaba la estabilidad interna del régimen. 4) Ofrecía una fórmula mediante la cual Alemania podía hacer la guerra contra adversarios eco-nómicamente superiores. 5) Era estratégicamente muy conveniente, ya que las debilidades que inevitablemente revelaría la economía alemana en una guerra prolongada no serían explotadas por sus adversarios. La Blitzkrieg, en este sentido profundo, era el tipo de guerra para el cual Ale-mania y Hitler estaban preparados en 1939. Su ejecución

... requería «armamento en extensión» en lugar de «armamen-to en profundidad» [...] Alemania había organizado su econo-mía para mantener un alto nivel de disponibilidad en arma-mentos, pero no se había realizado la inversión básica necesaria para producir un nivel de armamentos capaz de dar la victoria en contra de poderes económicamente superiores. En otras pa-labras, Alemania tenía alto nivel de disponibilidad inmediata de armamentos, pero un bajo nivel de potencial productivo de armamentos.33

Estas medidas, desde luego, son relativas, y se refieren al potencial de Alemania comparado con el de poderes como la urss y Estados Unidos. En una guerra contra estos países Alemania sufriría la enorme desventa-ja inherente a sus limitaciones en cuanto a posesión de materias primas, ya que el carbón era el único recurso vital para una guerra que Alemania poseía en cantidades suficientes.

El concepto hitleriano de Blitzkrieg fue cuestionado antes y durante la guerra por unos cuantos miembros de las Fuerzas Armadas alemanas, entre los cuales se destaca el general Georg Thomas, quien en noviem-bre de 1939 había sido designado jefe de la Oficina para Armamentos y

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34 Ibid., p. 12.

Economía de Guerra del Comando Supremo. En diversos informes pre-sentados a Hitler, Thomas manifestó su desacuerdo con el concepto de Blitzkrieg como medio para evitar una guerra larga contra una coalición de enemigos. Thomas creía que al final Alemania se encontraría nueva-mente cercada por sus adversarios, y que la subestimación del poder de la urss y Estados Unidos sería fatal. En su opinión, los riesgos de una guerra larga debían ser afrontados con tres medidas básicas: primero, imposición de drásticas restricciones al consumo del sector civil y crea-ción de una economía de «guerra total»; segundo, introducción de un sistema racional y consistente de prioridades en la asignación de contra-tos para armamentos y distribución de recursos humanos y materiales; tercero, rearme en profundidad, y no sólo en extensión para la disponibi-lidad inmediata, y de tal manera edificar una maquinaria productiva de guerra sobre una sólida infraestructura.

Hitler se oponía resueltamente a las proposiciones de Thomas, y por varias razones. Primeramente, Hitler y muchos otros altos jerarcas del partido nazi querían evitar a toda costa la imposición de restricciones de «guerra total» sobre el frente interno, es decir, sobre el sector civil ale-mán. Las experiencias de desintegración doméstica durante la Primera Guerra Mundial estaban vivas en su memoria; la preocupación de los nazis sobre la verdadera solidez de la moral civil y del apoyo de masas al régimen, se originaba tanto en esas lecciones del pasado como en nume-rosos informes que llenaban los archivos de los organismos de seguridad del Estado en la década de 1930, en los que se anticipaba gran inestabili-dad política en caso de un aumento excesivo de las penalidades produci-das por los programas de inversión de capital. Como señala Milward: «El que estas proyecciones fuesen o no válidas, o aun plausibles, no importa mucho; lo verdaderamente relevante es que tales informes influencia-ron a Hitler, y su deseo de llevar a cabo una guerra que no implicase res-tricciones en la producción de bienes de consumo fue el factor que le lle-vó a dudar por tanto tiempo antes de comprometer a Alemania en una economía de guerra total».34

A fines de enero de 1941, cuando Hitler pronunció su discurso anual en conmemoración de su ascenso al poder, el público alemán notó que Hitler había omitido cualquier referencia a las relaciones con la urss, contra la cual se adelantaban en secreto masivos preparativos de ataque.

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35Cecil, pp. 141-142.

A partir de esa fecha y hasta el comienzo de la invasión, los reportes de la policía contenían numerosas observaciones acerca del temor y la an-siedad popular ante cualquier perspectiva de una mayor extensión de la guerra. Esto lo sabían los jefes nazis, quienes estaban decididos a conti-nuar produciendo tanto armamentos como bienes de consumo y a evitar una guerra larga. Hitler iba todavía más lejos, ya que no solamente que-ría que los alemanes tuviesen «pan», sino también «circo»: en el invier-no de 1939-1940 prosiguieron las labores de construcción del gran estadio olímpico de Garmisch, Baviera, y en el verano de 1940 Hitler continuaba insistiendo en que los grandiosos proyectos de construcción de su arqui-tecto Speer para Berlín y Núremberg siguiesen adelante, a pesar de que consumían enormes cantidades de materiales estratégicos necesarios para el esfuerzo de guerra.35

En cuanto a la segunda sugerencia de Thomas sobre la introducción de un sistema nacional de prioridades de distribución de recursos, Hitler rehusaba operar una estructura coordinada de planeamiento militar, o conectar el sector militar al sector civil a través de la maquinaria admi-nistrativa. Hitler trabajaba basado en el principio de «divide y reinarás», y la dirección de la economía de guerra alemana había sido puesta en ma-nos de diversas organizaciones y cuerpos administrativos que competían entre sí. La reorganización de la economía para la «guerra total» implica-ba el abandono de esas prácticas administrativas cuya descentralización permitía de hecho un mayor control por parte de Hitler y el partido. La economía de Blitzkrieg no imponía tales requerimientos de organización y podía ser fácilmente operada dentro del marco de los métodos admi-nistrativos nazis.

Además de los motivos ya citados, Hitler tenía otras razones, aun de mayor peso, para oponerse a los argumentos de Thomas sobre la necesi-dad de «armarse en profundidad». El programa político de Hitler tenía metas fijas y claramente determinadas, pero desde el punto de vista tác-tico, en cuanto a los medios de acción, Hitler buscaba un máximo de flexi-bilidad: sus enemigos iban a ser aislados y atacados sucesivamente, pero su lugar dentro de esa secuencia no estaba preestablecido de antemano, y era intercambiable de acuerdo con las circunstancias. Una política de «armamento en profundidad», como la quería Thomas, hubiese coarta-do la libertad de acción de Hitler en la escogencia del momento para ata-

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Milward, p. 11. Citado por Cecil, p. 145.

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car a uno u otro de sus enemigos: la idea de Blitzkrieg consistía en una serie de guerras cortas coordinadas con una intensificación del esfuerzo económico en sectores específicos. Dada una situación en la cual sólo una parte de la economía estaba dedicada a propósitos bélicos, se hacía necesario cambiar la composición del producto de este sector, de acuerdo al enemigo de turno. De esta manera el ataque a Francia estuvo precedido de un gran acrecentamiento en la producción de vehículos blindados; los preparativos para la invasión a Gran Bretaña, que no llegó a realizar-se, incluyeron como es lógico un incremento en la producción de equipo naval y aeroplanos, y, en forma similar, el ataque a la urss estuvo prece-dido de un enorme esfuerzo productivo en el campo de equipos para las fuerzas terrestres:

Ninguno de estos incrementos en producción implicó un in-cremento global de la producción del sector de la economía de-dicado a la industria de guerra. Cada incremento fue logrado mediante reducciones en la producción de otros tipos de ar-mamento; en consecuencia, a pesar de que el tamaño del sector comprometido en la industria de guerra no cambió, hubo vio-lentos cambios de prioridades dentro del mismo.36

La economía de Blitzkrieg favorecía la posición personal de Hitler como dictador, a la vez que se adecuaba a la naturaleza de su proyecto político. En agosto de 1940, luego de la derrota de Francia, Hitler aún no había tomado una decisión respecto a las opciones militares que tenía ante sí: o bien emprender la Operación León Marino e invadir Gran Bre-taña, o bien lanzar sus fuerzas a la conquista de Rusia en la Operación Barbarroja. En tales circunstancias, Hitler comunicó al general Halder que: «Nuestras Fuerzas Armadas deben estar listas para todo, aunque no se les hayan asignado todavía tareas específicas».37 Para Hitler, la me-jor política, por su flexibilidad y adaptabilidad, era la de «armamento en extensión», sometida a su voluntad y coordinada con el impacto de la Blitzkrieg, el cual aseguraba que la guerra sería corta. El punto débil del plan hitleriano se encontraba en su suposición de que la Blitzkrieg sería también efectiva contra un adversario como la urss, cuyas condiciones

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55peculiares eran muy distintas a las de otros países que sucumbieron bajo el poderío de la maquinaria militar alemana. El general Thomas, quien había visitado la urss en 1933 y conocía sus potencialidades, fue acusa-do de excesivo pesimismo cuando señaló las dificultades que presentaba el intento de repetir allí la Blitzkrieg.

La fase económica de la Blitzkrieg duró en Alemania desde la ruptu-ra de hostilidades en 1939 hasta el momento en que las tropas soviéticas iniciaron su contraofensiva a las puertas de Moscú, a fines de 1941. Si la urss se hubiese desintegrado, como esperaba Hitler, la Blitzkrieg se ha-bría justificado en forma decisiva; mas la capacidad soviética de sobrevi-vir a la «ofensiva de cinco meses» lanzada en su contra por los nazis colo-có a Hitler ante el compromiso de una guerra en dos frentes, uno de ellos fundamentalmente terrestre (en Rusia), y el otro básicamente naval y aé-reo (contra Gran Bretaña). En tales condiciones la Blitzkrieg se hacía im-posible. Aun cuando este fracaso tardó en ser del todo reconocido por el liderazgo nazi, las derrotas sufridas en el invierno de 1941-1942 marcaron de hecho el inicio de una nueva etapa en la guerra. A partir de esta fecha, Alemania empezó a armarse para una guerra larga y a abandonar las po-líticas económicas que hasta entonces había seguido.

En vista de que Alemania tenía ahora que prepararse para una gue-rra larga contra poderes económicamente más poderosos, ¿cómo pensa-ba Hitler ganarla? Las nuevas circunstancias impusieron un cambio de perspectiva en los planes de Hitler; el fracaso de la Blitzkrieg en Rusia le llevó a depositar su confianza en la superioridad cualitativa de la tecnolo-gía alemana sobre la de sus adversarios. Hitler asumió que sería posible para la tecnología alemana mantener una ventaja constante sobre la de sus enemigos en el ramo armamentista; no quedaba otro remedio que conceder la superioridad cuantitativa de la producción de armamentos de sus oponentes, no obstante, Alemania era capaz de ganar una guerra de producción en masa dirigiendo su ciencia y su tecnología a la tarea de mantener superioridad cualitativa en un conjunto de armamentos clave.

Durante esta segunda fase de su economía de guerra, Alemania logró importantes éxitos en el campo del desarrollo armamentista, pero éstos nunca llegaron a tener los efectos decisivos que Hitler esperaba. A medi-da que las derrotas nazis se hacían más severas, también aumentaban las expectativas de que las nuevas armas se mostrasen capaces de torcer el rumbo de la guerra y devolver a Alemania la iniciativa militar. Las bom-bas v-1 y v-2, los tanques «Tigre» y «Pantera» para la confrontación con la

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38 Speer, Inside..., p. 494.

urss y en África, nuevos torpedos para los submarinos tipo «u», y otros inventos, llegaron a convertirse en verdaderas panaceas a ojos de los líde-res nazis, que ya podían percibir en el horizonte las consecuencias que una derrota traería para ellos y su país.

Hitler era particularmente propenso a exagerar las potencialidades de las nuevas armas y a depositar en las mismas esperanzas excesivas. En numerosas ocasiones la influencia personal de Hitler fue crucial para la ejecución de programas que condujeron a importantes mejoramientos e innovaciones en el arsenal de guerra alemán. No obstante, los errores del jefe nazi en este campo fueron también apreciables. En sus Memorias, Albert Speer llega a decir que: «Hitler tenía una desconfianza esencial hacia todas aquellas innovaciones que como en el caso de los aviones jet o las bombas atómicas, trascendían los límites de la experiencia técnica recogida por la generación de la Primera Guerra Mundial, a la que Hitler pertenecía, y presagiaban una era que no llegaría a conocer».38 Es posi-ble que en este párrafo el ex ministro de Armamentos nazi haya exagera-do un poco los obstáculos y dificultades que en diversas oportunidades Hitler interpuso en el camino del desarrollo tecnológico de la industria de guerra alemana. No obstante, la afirmación de Speer apunta hacia un problema central de la noción de superioridad cualitativa: este concepto resultaba inútil si se le confinaba únicamente a los procesos de desarro-llo y producción de armamentos; la superioridad tenía que extenderse también a la esfera del uso práctico de los armamentos producidos, y en este campo existía una ruptura casi total entre las decisiones económicas y las decisiones estratégicas.

El ministerio de Speer desarrollaba proyectos tecnológicos, pero era Hitler quien decidía qué hacer con ellos. La noción de superioridad cua-litativa tenía tanta importancia económica como estratégica, y uno de sus puntos débiles se encontraba en que su efectividad requería el más sólido acuerdo entre el comando militar y los ministerios económicos. Este tipo de coordinación no llegó a materializarse en el Estado nazi, y fueron frecuentes las ocasiones en que Hitler tomó decisiones que res-taron eficacia militar a los nuevos desarrollos técnicos, por ejemplo al posponer la producción de los aviones «caza» con la nueva propulsión a turbinas jet (que seguramente habría acrecentado grandemente las ca-pacidades de defensa aérea alemanas), para luego convertirlos en bom-

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39A. J. P. Taylor, Introducción a la 2.ª edición de The Origins... Harmondsworth: Penguin Books, 1974.

barderos livianos, mucho menos eficientes desde el punto de vista mili-tar. De manera similar, Hitler equivocó sus prioridades al concentrar la enorme capacidad industrial alemana en la producción de los inmen-sos cohetes v-2 para retaliar contra Gran Bretaña a partir de julio de 1943. Hubiese sido preferible producir en masa cohetes tierra-aire para la de-fensa antiaérea (cuyos prototipos ya existían) en lugar de centralizar re-cursos en armas que, como la v-2, podían (si se alcanzaba la cifra de 39 cohetes diarios) tan sólo transportar 24 toneladas de explosivos por día hasta Gran Bretaña, mientras las flotas de bombarderos aliados arroja-ban un promedio de 3.000 toneladas de explosivos sobre Alemania dia-riamente.

En última instancia, aun el mismo intento de mantener ventajas cua-litativas se vio inevitablemente condenado por las restricciones a que es-taba sometida la economía armamentista alemana, en su confrontación con poderes muy superiores, los cuales de paso también poseían una base tecnológica avanzada. La insuficiente producción de acero, las difi-cultades para obtener todo tipo de suministros, repuestos, etc., y la esca-sez de mano de obra especializada en renglones clave llevaron también al fracaso la segunda etapa del esfuerzo económico alemán en la guerra.

El estudio del desarrollo de la economía alemana entre 1933 y 1939, es-pecialmente de la industria bélica, ha conducido a algunos historiadores a argumentar que la baja proporción de recursos dedicados a la produc-ción de armamentos indica que Hitler no estaba deliberadamente prepa-rándose para la guerra, sino que confiaba en forma exclusiva en la ame-naza de guerra para atemorizar a sus adversarios y obligarles a satisfacer sus demandas.39 Esta interpretación de los hechos es errada, ya que la economía alemana durante ese período era una economía de guerra, no en el sentido en que el término era usado por los planificadores británi-cos que pensaban en función de una «guerra total», sino dentro del es-quema estratégico de la Blitzkrieg. Lo cierto es que antes de septiembre de 1939 la capacidad económica alemana no fue en ningún momento de-dicada de lleno a la producción de guerra. Las cifras de producción de armamentos son bastante más bajas de lo que se habría logrado si el po-tencial económico alemán hubiese sido concentrado plenamente en esa área; pero hay razones que explican esa situación y que ya han sido discu-tidas en detalle. Hitler no buscaba la conversión a largo plazo de toda la

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58economía en una economía de guerra que, como en el caso de Gran Bre-taña, empezaría a arrojar resultados óptimos en un plazo de dos a tres años. Hitler buscaba una economía que respondiese a las exigencias es-tratégicas de la Blitzkrieg, una economía dirigida a obtener superioridad a corto plazo en armas que proporcionasen una serie de rápidas victorias, aun cuando esto implicase el abandono de un programa armamentista de más largo aliento. De tal manera que el estudio del proceso económi-co alemán entre 1933 y 1939 arroja luz sobre las verdaderas intenciones de Hitler sólo a través de la perspectiva analítica que proporciona la noción de Blitzkrieg.

El general Thomas, antes de la ruptura de hostilidades, y Albert Speer, luego de finalizado el conflicto, han argumentado que una de las princi-pales causas del fracaso de Alemania fue no comprometerse a desarro-llar una economía de guerra total desde las primeras etapas de enfrenta-miento. Hay que recordar, sin embargo, que la Blitzkrieg dio a Alemania extraordinarias victorias militares contra enemigos poderosos. Los fra-casos comenzaron precisamente a partir del momento en que falló la Blitzkrieg. La derrota final no constituye un argumento lo suficientemen-te sólido en contra de la estrategia de Hitler desde el punto de vista mi-litar y económico. ¿Qué proponían Thomas y Speer?; ¿que la Alemania nazi hiciese una guerra total contra todos sus enemigos simultáneamen-te? Allí fue precisamente donde la condujo la política de Hitler, pero eso no estaba en sus proyectos, y la guerra total significó la derrota de Alemania. Durante la etapa de Blitzkrieg Hitler sólo obtuvo triunfos.

El error crucial de Hitler fue político, y la naturaleza de ese error pue-de ser explicada en términos de lo que Clausewitz denomina «el punto culminante de la victoria». Conocer ese «punto culminante» consiste en saber dónde y cuándo detenerse en la guerra. Las victorias en cade-na son embriagadoras, y no es siempre fácil aceptar límites; en el caso de Hitler, sus triunfos en Polonia, Francia, Noruega, etc. le llevaron no sólo a intentar su repetición contra otros adversarios en diferentes condicio-nes, sino también a subestimar a sus oponentes. Hitler lanzó la Blitzkrieg contra Rusia sobre la base de una planificación superficial, impaciente de ejecutar sus más ambiciosos designios y enceguecido por sus prejui-cios ideológicos. En Rusia, Hitler atravesó un umbral y dio inicio a un proyecto situado más allá del «punto culminante» de lo que Alemania podía lograr con los recursos y capacidades de que disponía. Ya avanza-da la guerra contra la urss, Hitler fue capaz de reconocerlo y de admitir

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H. R. Trevor-Roper, ed., Hitler’s Secret Conversations. New York: New American Library, 1961, p. 59.

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que «al comenzar nuestro ataque, entramos en un mundo que nos era to-talmente desconocido».40

Hitler como jefe militar

El «Señor de la Guerra»

Uno de los aspectos más discutidos sobre la personalidad de Hitler se refiere a sus capacidades como jefe militar. Las opiniones varían desde las que consideran a Hitler una especie de genio errático, cuya falla prin-cipal se encontraba en una excesiva brillantez, hasta aquellas que le ven como un diletante o, peor aún, un incorregible ignorante en el campo militar. No es nada fácil clasificar las cualidades que en uno u otro caso a través de la historia han caracterizado a los grandes estrategas, pero usualmente la combinación de inteligencia, audacia y confianza en sí mismos están presentes en la acción de los grandes jefes militares, en-tendiendo por tales no aquellos que conducen tropas en combate, sino los que, en un plano más general, planifican el uso de la fuerza militar para obtener fines políticos: inteligencia para juzgar las situaciones y es-coger adecuadamente los medios de acción, audacia para llevar a cabo propósitos definidos, confianza en sí mismo que permite una ejecución firme y decidida de los planes, son rasgos que con frecuencia pueden ha-llarse al analizar la trayectoria de estrategas que se han distinguido a lo largo de la historia.

De esas características, Hitler indudablemente poseía la inteligencia y la audacia; ahora bien, un estudio de su carrera en la esfera militar su-giere que sus debilidades radicaban en la falta de confianza en sí mismo al poner en ejecución los planes, muchas veces brillantes, que su mente audaz y poderosa concebía. Esa confianza no es algo innato, sino que se deriva del conocimiento que se tiene acerca del arte militar. Hitler no era de ninguna manera un ignorante en cuestiones militares; en numerosas

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Speer, Inside the Third..., p. 321. 41

ocasiones su dominio de la tecnología de armamentos y de problemas de la táctica y la estrategia asombró a sus generales, pero Hitler carecía de una formación militar consistente y coherente; sus conocimientos provenían de sus lecturas personales y de sus experiencias en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial, y no estaban fundamentados en los sólidos cimientos de un estudio y una práctica profesionales del arte militar. Desde luego, no hace falta ser un militar profesional para ser un buen estratega, y Hitler entre otros así lo demostró; sin embargo, las raíces de esa desconfianza que le invadía en los momentos en que sus proyectos se encontraban en proceso de realización hay que buscarlas en su percepción de que había puntos flacos en sus conocimientos milita-res. Para ponerlo en otras palabras, Hitler fue un aventajado jefe militar aficionado; muy exitoso, no cabe la menor duda, pero como aficionado y no como profesional, y esto el líder nazi lo sabía.

Nuevamente, es Albert Speer quien destaca ese rasgo característico del hombre Hitler:

El amateurismo era una de las características dominantes de su personalidad [...] Como muchos otros autodidactas, Hitler no tenía idea de lo que significa un conocimiento realmente espe-cializado [...] Librado de las ideas usuales, su inteligencia rápi-da concebía a veces innovaciones que no habrían sido fácilmen-te descubiertas por un especialista. Las victorias de los prime-ros tiempos de la guerra pueden literalmente ser atribuidas a la ignorancia de las reglas del juego por parte de Hitler y a su pla-cer en tomar decisiones [...] Su audacia, unida a la superiori-dad militar, constituyó la base de sus primeros éxitos; pero tan pronto comenzaron los fracasos, él también empezó a hundirse [...] su ignorancia de las reglas del juego se reveló como una for-ma de incompetencia y sus defectos dejaron de ser ventajosos. A medida que se acrecentaban sus fracasos, también aumentaba su incurable amateurismo; las peculiaridades que antes le ha-bían favorecido, ahora aceleraron su caída.41

El mariscal Eric von Manstein comparte con Speer la opinión de que «lo que faltaba a Hitler era simplemente habilidad militar basada en la

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Mariscal de Campo Eric von Manstein, Lost Victories. London: Methuen, 1958, p. 275. Guderian, p. 439.

Speer, Spandau..., p. 205.

experiencia, algo para lo cual su “intuición” no era un sustituto adecua-do»;42 Hitler desconfiaba de sus generales y desconfiaba de sí mismo des-de el momento en que los planes militares dejaban la mesa de trabajo para ser ejecutados sobre el terreno. Mientras se encontraba tomando la ofen-siva, y si todo marchaba bien en sus campañas de corta duración, Hitler lograba superar su nerviosismo y su impaciencia; pero, apenas surgían dificultades, revelaba esa faceta de su personalidad de jefe militar que ha sido admirablemente resumida por Guderian: «Hitler esbozaba sus pla-nes con gran audacia [...] pero cuando en el proceso de ejecución de esos planes se enfrentaba a la primera dificultad –contrariamente a la tenaci-dad que caracterizaba su comportamiento ante crisis políticas– Hitler se debilitaba, quizás porque se daba cuenta instintivamente de sus fallas en el campo de la ciencia militar».43

Entre los autores que han discutido el papel de Hitler como jefe mili-tar existe un acuerdo bastante generalizado, en cuanto a que el líder nazi fue en buena medida responsable tanto de las victorias obtenidas por Alemania en la primera parte de la guerra (hasta el invierno de 1941-1942), como de las derrotas experimentadas en las etapas siguientes del conflic-to. Es difícil, no obstante, extraer de toda la carrera militar de Hitler un juicio tajante y decisivo como el que hace, por ejemplo, Speer en su Dia-rio: «... ciertamente, como quedó demostrado en la segunda parte de la guerra, Hitler no era un gran jefe militar».44 El récord de Hitler en este sentido es complejo, lleno de altibajos, y de ninguna manera queda acla-rado por una apreciación sumaria como la de Speer. Previamente se ha visto que en lo referente a la concepción estratégica, la Blitzkrieg era un instrumento que se adaptaba muy eficazmente al proyecto político de Hitler. Guderian y sus tanques le proporcionaron a su vez la herramien-ta táctica que hizo posible crear todo un nuevo estilo de guerra, el cual produjo asombrosas victorias en los primeros años del conflicto. Hitler transfirió al campo militar la astucia, sentido de la oportunidad y de la sorpresa que tanto éxito le habían dado en el terreno político, y si bien no fue él personalmente quien inventó las tácticas de la Blitzkrieg, su parti-cipación en el desarrollo práctico de las mismas fue decisiva, así como su integración dentro de un concepto estratégico global.

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45 Von Manstein, p. 275.

Según Von Manstein, esa capacidad para descubrir las potencialida-des operacionales de un plan ofensivo era una de las principales cualida-des de Hitler como jefe militar. Hitler poseía igualmente una memoria muy retentiva y gran imaginación, que le permitían asimilar una amplia gama de cuestiones técnicas militares, en especial en lo referente a pro-blemas de armamentos. A los defectos ya mencionados: desconfianza en sí mismo al ejecutar planes, sobrestimación del poder de la «voluntad», minimización de las potencialidades enemigas y tendencia a no tomar en cuenta los hechos y de guiarse por apreciaciones subjetivas. Mans-tein añade dos más de mucha importancia: en primer lugar, el gran in-terés de Hitler por los asuntos técnico-militares le llevaba a sobrevalorar la eficacia de sus propios recursos; como resultado, pretendía en ocasio-nes «que apenas unos cuantos destacamentos de cañones de asalto o tan-ques podrían restaurar situaciones en las cuales sólo grandes cuerpos de tropas tendrían alguna perspectiva de éxito». En segundo lugar, Hitler tenía poco conocimiento de los problemas de despliegue de reservas, al-macenamiento y distribución de suministros, organización y logística en general, y restaba usualmente importancia a estas cuestiones, lo cual, como se verá mas adelante, tuvo graves consecuencias durante la inva-sión a la urss: «Hitler no apreciaba correctamente el hecho de que cual-quier operación ofensiva de largo aliento exige un progresivo suministro de tropas y materiales por encima de aquéllos comprometidos en el asal-to original».45 Ciertamente, uno de los problemas de la Blitzkrieg se ha-llaba en que, si la ofensiva inicial se extenuaba sin lograr un éxito decisi-vo, no quedaban suficientes reservas para mantener un ritmo ascendente de ataque y las alternativas se reducían a «todo o nada».

Por otra parte, como se señaló anteriormente, si bien los esquemas operacionales de Hitler eran con frecuencia imaginativos y audaces, su ejecución de los mismos, en ocasiones, era tímida y caracterizada por la inconsistencia y la duda. En oportunidades, como indica Van Creveld, Hitler estuvo a punto de arruinar campañas enteras debido a una falta de confianza en sí mismo que se revelaba en momentos cruciales. Du-rante el ataque a Noruega en 1940, Hitler casi rescindió las órdenes de to-mar el importantísimo puerto de Narvik al norte, y sólo con grandes di-ficultades se le persuadió de no hacerlo. En el transcurso de la campaña contra Francia, una vez que las unidades Panzer habían penetrado pro-

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46Martin van Creveld, «War Lord Hitler: Some Points Reconsidered», European Studies Review, 4, 1, 1974, p. 57.

fundamente el frente enemigo, tal como él había originalmente querido, Hitler comenzó a preocuparse por la defensa de los flancos y ordenó a sus blindados detenerse ante Dunquerque, otorgando así a la Fuerza Ex-pedicionaria Británica una inmejorable ocasión de escapar:

... la audacia de sus planes no se correspondía con la timidez de su ejecución, mostrando así la falta de confianza que yacía bajo una apariencia de seguridad [...] Al igual que Ludendorff antes que él, Hitler tendía crecientemente a interferir en el comando operacional para apaciguar sus propios nervios. Mientras más prolongada se hacía una campaña, era más difícil para Hitler confiar la conducción cotidiana de las operaciones a sus subor-dinados.46

Falta de confianza en sí mismo, en sus tropas y en sus generales fue-ron todos factores que incidieron decisivamente en la carrera militar de Hitler.

Ahora bien, varios generales alemanes y diversos historiadores que han escrito sobre el tema después de 1945, han pintado una imagen de Hitler en la segunda parte de la guerra en la que se comporta todo el tiem-po como un maniático y comete constantemente todo tipo de errores, que causaron la derrota de Alemania. Como lo demuestran los fragmen-tos sobrevivientes de sus conferencias militares, esa visión de un Hitler entregado por completo a los accesos de cólera, incapaz de entender a sus generales, insultando a sus colaboradores y sin habilidad ninguna para dar órdenes coherentes es exagerada y no se corresponde con la rea-lidad. Ciertamente, sobre todo en el período final de la guerra, el lado fantasioso de la personalidad de Hitler le dominó plenamente, pero en etapas anteriores, Hitler mantuvo el control de su inmensa maquinaria de guerra a través de una confrontación en la cual las Fuerzas Armadas alemanas se sostuvieron por más de dos años, frente a adversarios más poderosos. No es posible decir que esto se logró gracias a las capacidades de su comandante supremo, pero tampoco se puede afirmar que ello fue posible a pesar de la incapacidad militar de Hitler.

Hitler ha sido muy criticado por sus acciones en la segunda parte de la guerra, particularmente por su persistente rechazo a aceptar retira-

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47 Ibid., p. 78.

das estratégicas en el frente oriental, lo cual contribuyó a que los sovié-ticos lograsen cercar grandes segmentos de tropas alemanas que tal vez de otra manera hubiesen podido escapar. Esta acusación, como apun-ta Van Creveld, es correcta en cuanto que Hitler no entendía otro tipo de defensa que la defensa estática, tal y como él mismo la había experi-mentado en la Primera Guerra Mundial; pero esto no significa que sus órdenes de «quedarse y pelear» fuesen siempre erróneas. Basta pensar en la situación planteada durante el invierno de 1941, cuando se inició la gran contraofensiva rusa a las puertas de Moscú. Hoy en día hay amplio acuerdo en que la determinación de Hitler de no ordenar una retirada y de establecer líneas de defensa «sin dar un paso atrás», fue lo que salvó a las tropas alemanas de correr la misma suerte que los ejércitos napoleó-nicos en 1812. Sin embargo, su excesivo énfasis en el ataque considerado casi como la única forma de hacer la guerra tuvo resultados catastróficos a largo plazo. Al fallar la Blitzkrieg en la urss, el Ejército alemán encon-tró que no tenía una línea fortificada hacia la cual retirarse para enfrentar la contraofensiva enemiga, que no disponía de equipos adecuados para condiciones invernales y que carecía de una reserva estratégica capaz de equilibrar de nuevo el balance de fuerzas:

Sólo en el ataque se sentía Hitler cómodo y dispuesto a poner en práctica sus cualidades de imaginación, audacia y sorpre-sa. Nervioso, impaciente, incapaz de sostener un esfuerzo con-tinuo, la defensa era una forma de la guerra a la que no podía adaptarse por temperamento. Desprovisto de la confianza que se requiere para organizar retiradas estratégicas, no concebía otro tipo de acción defensiva que aquella que por cuatro años conoció durante la Primera Guerra Mundial: defensa estática, sosteniendo el frente a toda costa.47

La flexibilidad táctica de la que Hitler había hecho gala en los prime-ros tiempos de la guerra desapareció paulatinamente en las etapas fina-les, con graves consecuencias para sus tropas.

En síntesis, si bien no cabe duda de que Hitler poseía grandes habi-lidades como jefe militar, junto a cada una de sus cualidades convivían defectos y fallas que se fueron acentuando a medida que sus éxitos dis-minuían y que las posibilidades de ejercer su dinamismo se reducían.

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48Von Manstein, p. 277.

Esa existencia paralela de defectos y cualidades se pone de manifiesto de modo singular en la que era tal vez la principal característica de Hitler como jefe militar, al igual que como líder político: su tendencia a ver el mundo en los términos de una rígida y férrea ideología. La ventaja de ello, de la cual Hitler sacó mucho provecho, estriba en que las profundas convicciones ideológicas dan a sus portadores una consistencia de mi-ras y una fuerza para la acción frecuentemente superiores a las de aque-llos que ven al mundo con estrechos criterios pragmáticos. Hitler creía en su misión histórica, y estaba obsesionado por la ideología que moto-rizaba sus actos y los de aquellos que le seguían. Mas las hondas convic-ciones ideológicas pueden desembocar en el fanatismo, y mientras más convencida está la persona menos dispuesta se encuentra a aceptar que los hechos pueden no encajar con los principios que postula la ideología. Como se apuntó antes, esa situación puede llegar a extremos en los cua-les, tal como ocurrió con Hitler, el ideólogo rechaza la realidad hasta que ésta termina por imponerse y le somete. Von Manstein lo apunta en sus Memorias: «Frente a su voluntad, los elementos esenciales que permiten apreciar una determinada situación, y en los cuales deben basarse las de-cisiones de un comandante militar, quedaban virtualmente eliminados por Hitler. Con ello, el líder nazi le dio la espalda a la realidad».48 Hitler era un hombre de implacable determinación, imaginativo, de una inte-ligencia rápida capaz de comprender y asimilar problemas técnicos y de desenvolverse con bastante eficacia en el terreno de la política y la estra-tegia; pero sus cualidades iban acompañadas de defectos que aumenta-ban a medida que su dictadura se hacía más absoluta, y que sus obsesio-nes ideológicas oscurecían y distorsionaban su apreciación de la realidad. Hitler no fue un «genio militar», pero tampoco un «diletante desquicia-do»; sólo una correcta estimación de sus cualidades explica sus éxitos, así como la comprensión de sus defectos ilumina sus fracasos.

Hitler y sus generales

Las relaciones entre Hitler y buen número de sus más importantes gene-rales nunca fueron del todo buenas, y estuvieron caracterizadas por crisis recurrentes que de hecho impidieron la constitución de un comando mi-litar unificado y coherente durante la Segunda Guerra Mundial. Hitler desconfiaba de sus generales, y veía a la mayoría de ellos como reacciona-

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Citado por Bullock, Hitler: A Study..., p. 249. Citado por Michael Howard, «Hitler and His Generals», en Studies in War and Peace. London: Temple Smith, 1970, p. 112.

rios y tradicionalistas, incapaces de llevar a cabo la guerra con la suficien-te convicción ideológica. Hitler sabía muy bien que su llegada al poder se debió en buena parte a la actitud favorable del Ejército. Como lo declaró en septiembre de 1933: «En este día debemos recordar particularmente el papel jugado por nuestro ejército, pues todos sabemos que si el Ejército no se hubiese puesto de nuestro lado durante el proceso de nuestra revo-lución, no estaríamos ahora aquí».49 El líder nazi tenía deudas políticas con la oficialidad que no quería pagar, y no estuvo nunca satisfecho con la relativa autonomía de que pudo por un tiempo disfrutar el Ejército con respecto a los nacionalsocialistas. Las Fuerzas Armadas alemanas retu-vieron, al menos hasta finales de 1941, un mayor grado de independencia que cualquiera otra institución en el Estado nazi; como Hitler decía: «el Estado Mayor es la única orden masónica que todavía no he disuelto».50 Para Hitler, los generales no abiertamente pronazis, y aun muchos de és-tos, representaban una tradición aristocrática que era incapaz de com-prender y que rechazaba; les veía como conspiradores potenciales y como rivales, como portavoces de un profesionalismo sin imaginación y poco permeables a sus intuiciones políticas.

En cuanto a la actitud de los generales hacia Hitler es posible discernir importantes diferencias, no sólo entre diversos grupos de oficiales, sino también entre las diversas ramas de las Fuerzas Armadas. Los líderes de la Marina y la Aviación eran leales al régimen nazi; en la oficialidad de las fuerzas terrestres, sin embargo, las opiniones variaban. Los generales más antiguos, conservadores y cautelosos, eran escépticos ante las ideas militares y políticas de Hitler y estaban poco dispuestos a tomar plena-mente en serio sus ambiciosos pronunciamientos sobre conquistas fu-turas. Algunos de estos hombres, como Warlimont por ejemplo, llega-ron a despreciar a Hitler; otros admiraban sus cualidades como político y su habilidad para entender los factores técnicos y sicológicos de la gue-rra moderna; por lo tanto, como ocurrió con Reichenau, Paulus y Bush, le sirvieron con lealtad. El grupo más importante estaba compuesto por los «nuevos profesionales», hombres de las nuevas generaciones cuya ac-tividad innovadora llamó tempranamente la atención de Hitler y sobre los cuales el jefe nazi mostró un favoritismo poco usual.

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51Barry A. Leach, German Strategy Against Russia: 1939-1941. London: Oxford University Press, 1973, p. 27.

Oficiales como Guderian, Thomas y Lutz, promotores de las fuerzas Panzer; Von Manstein, que impulsó el desarrollo de la artillería auto-propulsada; Rommel, que elaboró nuevas tácticas de infantería y luego se convirtió en gran jefe de tanques; Student, creador de los grupos pa-racaidistas, entre otros, contribuyeron decisivamente a poner en manos de Hitler las doctrinas y técnicas que requería para la Blitzkrieg. Estos hombres, como lo expresa Leach, «estaban preocupados con las tácticas de sus nuevas unidades y aparentemente mostraron poco interés acerca del propósito estratégico a ser logrado por las Fuerzas Armadas como un todo».51 El mito de los soldados apolíticos y obedientes, por el cual tan-tos oficiales alemanes entregaron su dignidad y tras el cual algunos han pretendido escudarse para justificar sus crímenes, esparció una mancha indeleble sobre la Wehrmacht durante el período nazi.

La alta oficialidad en el Estado Mayor alemán contenía un pequeño y aislado grupo de oficiales que se opuso a Hitler, no sólo debido al temor de que los nazis estuviesen llevando a Alemania a la derrota, sino tam-bién por objeciones de tipo moral a sus fines y sus métodos. Mas éste era un grupo minoritario; la mayoría aceptó el rol de «profesionales» que nada tenía que ver con política y brindaron a Hitler su más decidida co-laboración. Al final, la escogencia de ese papel, por temor, ambición o estrechez mental, no impidió que Hitler invadiese sus propios terrenos en la estrategia, las operaciones militares y la táctica, ni tampoco les co-locó por encima y aparte de las campañas de aniquilación, basadas en el terror y las atrocidades, ejecutadas por los nazis. Von Manstein, que a todo lo largo de sus Memorias escritas después de la guerra mantiene un tono de ciega autocomplacencia y de supuesta dignidad militar, fue capaz durante la guerra contra la urss de estampar su firma en órdenes como éstas:

El sistema judío-bolchevique debe ser exterminado [...] El sol-dado alemán se presenta como portador de un concepto racial, y debe apreciar la necesidad del más duro castigo para la judería [...] La situación alimenticia de nuestra patria hace esencial que las tropas se nutran sobre el terreno, y deben además ponerse a disposición de nuestro país los máximos depósitos alimenticios. En las ciudades enemigas una gran parte de la población tendrá

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Citado por Alexander Werth, Rusia en la guerra, 1941-1945, vol. 2. México: Grijalbo, 1968, p. 642. Citado por Howard, p. 120. Citado por Cecil, p. 125. Howard, p. 121.

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que pasar hambre. No debe darse nada, ni a la población civil ni a los prisioneros de guerra, por un desviado humanitarismo, a menos que estén al servicio de la Wehrmacht alemana.52

El Ejército alemán fue cómplice de las políticas nazis, a pesar de las muy airadas protestas que después de la guerra se han pretendido elevar contra los que así lo indican.

Los líderes militares aceptaron en su mayoría el papel de especialis-tas que poco o nada tienen que ver con los aspectos no estrictamente mi-litares de la guerra, y Hitler supo utilizarles con gran eficiencia. Antes de la invasión a la urss en 1941, no se había puesto aún plenamente en evi-dencia el hecho de que Hitler y sus generales no compartían una misma concepción de la guerra, lo cual hacía difícil una colaboración armóni-ca. Hitler tenía claro que en el desarrollo de sus planes la victoria mili-tar era sólo el preludio de una radical transformación de las sociedades conquistadas según los principios proclamados por el nazismo. La gue-rra de Hitler tenía fines políticos definidos, y en sus proyectos el Ejército ocupaba el lugar de un instrumento de acción limitado. Contra la urss, Hitler iba a tomar medidas que fueron delineadas en un anexo a sus ór-denes para la Operación Barbarroja, redactado en marzo de 1941. Como explicó entonces al general Jodl, los aspectos políticos de la invasión eran demasiado complejos para ser confiados al Ejército, por lo tanto, la ad-ministración de los territorios ocupados sería entregada a Himmler y a las ss, «a los cuales se les asignarían tareas especiales por mandato del Führer».53

Esas tareas de exterminio en masa, eliminación de intelectuales, mili-tantes políticos, científicos, y destrucción de «las fuerzas vivientes de Ru-sia, para que nada quede que pueda producir una regeneración»,54 fue-ron explicadas por Hitler a sus principales oficiales en diversas ocasiones, una de ellas el 30 de marzo de 1941. En esa reunión, así como en otras, los militares no hicieron preguntas ni protestaron: «El código militar alemán les permitía protestar vigorosamente si Hitler violaba principios orto-doxos de la estrategia; cuando el Führer declaraba su intención de violar los principios éticos fundamentales de la sociedad humana, el mismo código militar les permitía guardar silencio».55 No todos los oficiales

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Leach, pp. 30-31. Von Manstein, p. 283.

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alemanes compartían las ideas políticas de Hitler; algunos ni siquiera llegaban a creer que hablaba en serio. La gran mayoría tenía una noción estrecha de la guerra, carente de sutileza política y reducida a los mar-cos puramente militares. El hecho, tan firmemente expuesto por Clause- witz, de que la guerra es en su totalidad un acto político, no era compren-dido con debida claridad por aquellos que iban a combatir. Hitler doble-gó moral y políticamente a la oficialidad, y por último les obligó a acep-tarle como comandante supremo, como un jefe de cuya infalibilidad en todos los campos del arte militar era peligroso dudar.

A partir de 1938, Hitler comenzó a desarrollar los procedimientos me-diante los cuales llegó a ejercer pleno control estratégico de las Fuerzas Armadas alemanas. En primer lugar, presentaba los grandes lineamien-tos de sus planes a los comandantes de cada fuerza: el Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea; éstos a su vez elaboraban con sus Estados Mayores es-trategias militares y planes operacionales acordes con las decisiones de Hitler. Posteriormente, los borradores eran transmitidos a Hitler por el comandante en jefe del Ejército; si Hitler los aprobaba, el Comando Su-premo de las Fuerzas Armadas (okw), que operaba como el secretariado militar del Führer, elaboraba una directiva en la que se incorporaban las proposiciones de las tres fuerzas con las correcciones que se hubiesen he-cho; de tal manera que el Comando Supremo funcionaba tan sólo como un centro para confirmar y dar contenido operacional a las decisiones de Hitler. Como lo señaló el general Warlimont: «Al estallar la Segunda Guerra Mundial no existía un cuartel general capaz de tomar en sus ma-nos la conducción de la totalidad del esfuerzo bélico alemán».56 En los asuntos militares, así como en los económicos, Hitler trabajaba con base en el principio de «dividir y reinar». Las Fuerzas Armadas alemanas ca-recían de un Estado Mayor combinado de las tres fuerzas; Hitler hacía lo posible para evitar que sus altos oficiales sostuviesen reuniones unifica-das para discutir problemas estratégicos, y sólo se les permitía congre-garse en presencia del Führer con el propósito de oír sus opiniones. No sólo la dirección sino también la coordinación de las tres fuerzas esta-ban en manos de Hitler. En palabras de Manstein: «Para Hitler, aceptar las recomendaciones de un jefe de Estado Mayor responsable por el con-junto de las fuerzas armadas no significaba complementar su propia vo-luntad, sino someterse a la voluntad de otro».57

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Bracher, p. 500. 58

Del lado alemán, la conducción estratégica de la guerra estuvo marca-da por continuos y desconcertantes cambios en la estructura de coman-do y por una siempre creciente concentración del poder de decisión en la persona de Hitler. La contraofensiva soviética en el invierno de 1941, que marcó el fin de la Blitzkrieg, llevó a Hitler a deshacerse de algunos de sus más altos oficiales y a tomar control personal y directo del Ejército; desde ese momento los problemas estratégicos pasaron a ocupar lugar primor-dial entre sus preocupaciones. Entre esa fecha y el fin de la guerra, Hitler nombró y depuso en sucesión a cuatro generales como jefes de Estado Mayor del Ejército (Halder, Zeitzier, Guderian y Krebs), y reemplazó al comandante de la Marina, almirante Raeder, por Dönitz, jefe de la flota de submarinos. En el transcurso de la guerra, la mitad de los generales en altas posiciones fueron destituidos, trasladados o castigados de una u otra manera; sin embargo, todos esos conflictos resultaron insuficien-tes para inducir a los líderes militares a mantener un frente común ante Hitler y criticar sus errores: «... las Fuerzas Armadas cerraron sus ojos a la realidad y a las consecuencias de la guerra, limitándose a la eficiente realización de sus tareas operacionales y evitando las disputas políticas y estratégicas».58 Hitler fue a la guerra con una maquinaria militar de alta calidad profesional y con una clara doctrina estratégica, pero sin confian-za en la solidez política de su instrumento bélico. Hitler sospechaba de sus generales y despreciaba a muchos de ellos; sobre todo, el líder nazi dudaba de la capacidad de sus altos oficiales para entender o aceptar los fines políticos de su guerra de conquista, lo cual tuvo graves consecuen-cias en la dirección del esfuerzo militar alemán.

La invasión a la URSS

La génesis de la Operación Barbarroja

En páginas anteriores se ha visto que Hitler tenía un programa de políti-ca exterior con objetivos fijos y explícitamente determinados, el princi-

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71pal de los cuales era la conquista de «espacio vital» para Alemania hacia el este de Europa y específicamente en la urss. El líder nazi estaba dis-puesto a lograr sus fines políticos, pero no se sentía comprometido con ningún plan táctico. De tal manera que la rigidez de proyectos políticos iba acompañada de una extrema flexibilidad táctica. No obstante, un programa político tan ambicioso como el de Hitler tenía que basarse en ciertos supuestos básicos, los cuales, en caso de no cumplirse en la forma prevista, podían dislocar la concepción global en el aspecto estratégico y hacer mucho más difícil la improvisación y el cambio de rumbo en el pla-no táctico. Uno de estos supuestos consistía en asumir que un conflicto entre Alemania y Gran Bretaña podía evitarse, y que los británicos acep-tarían la dominación continental alemana a cambio de la preservación del Imperio. Este supuesto, unido a otras consideraciones de índole eco-nómica que tenían que ver con las capacidades limitadas de Alemania, habían llevado a Hitler a prestar una atención secundaria al desarrollo de la Marina de Guerra y a concentrarse en fuerzas apropiadas para eje-cutar una serie de «guerras relámpago» terrestres. Por esta razón, en 1940 y 1941, la resistencia de Gran Bretaña enfrentó a los alemanes con un pro-blema militar para el cual no estaban preparados, ya que no les era posi-ble ni improvisar eficazmente una invasión de las Islas Británicas ni reali-zar una guerra prolongada en Occidente, manteniendo al mismo tiempo en el Este un gran ejército en caso de presentarse un choque con la urss. Para el momento en que este dilema se hizo plenamente evidente luego de la derrota de Francia ya Hitler había decidido invadir Rusia, y en últi-ma instancia, a pesar de algunas resistencias, sus generales aceptaron la decisión como la única alternativa.

En el caso de los generales alemanes, la invasión a la urss se mostraba como una posible solución a una grave situación estratégica; para Hitler, el ataque a Rusia constituía la realización de su más importante designio político. El fracaso de uno de sus supuestos básicos, que ahora le obliga-ba a tomar deliberadamente la decisión de llevar a cabo una guerra en dos frentes, no dejó de causar algún malestar en cuadros militares y aun den-tro del aparato del Estado y del partido nazi. De allí que para justificar su proyecto de invadir Rusia, aun sin haber concluido la guerra contra Gran Bretaña, Hitler emplease argumentos que no siempre eran consistentes entre sí, como, por ejemplo, que la urss era demasiado débil para resis-tir eficazmente, o que Rusia estaba a punto de atacar Alemania y unirse a Gran Bretaña. Durante la segunda mitad de 1940, mientras se desarrolla-

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Citado por Leach, p. 40. Citado por Walter Ansel, Hitler Confronts England. Durhan, n. c.: Duke University Press, 1960, p. 108.

ba la batalla aérea contra Inglaterra y comenzaban a elaborarse los planes para la Operación Barbarroja, Hitler llegó a argumentar, por una parte, que para efectos prácticos Gran Bretaña había sido derrotada y podía por tanto ser ignorada en tanto se ejecutaba la guerra en el Este, y por otra parte que la única manera de terminar con Gran Bretaña era privándola de su único aliado potencial en Europa, la urss, en cuya ayuda eventual confiaban los británicos.

Las contradicciones en que caía Hitler provenían de su necesidad de movilizar todo el potencial de Alemania contra la urss, a pesar de la natural preocupación, sentida por muchos en el sector militar, con res-pecto a la apertura de un nuevo frente de guerra. De hecho, estos mili-tares habían ignorado, consciente o inconscientemente, todas las indi-caciones que sugerían que la campaña en Occidente no era para Hitler sino el preludio para un ataque contra la urss. Tales indicaciones se en-contraban no sólo en la trayectoria política de Hitler, en sus discursos y otros pronunciamientos, sino también, y más concretamente, en me-morandos y conversaciones sostenidas por el líder nazi con sus aseso-res militares en diversas oportunidades. Ya el 10 de octubre de 1939, en un memorando leído a Brauchitsch y a Halder, Hitler expuso que el fin político de su guerra contra los poderes occidentales era impedir que és-tos se opusieran a la «consolidación y mayor desarrollo del pueblo ale-mán en Europa». Una semana más tarde Hitler hizo más explícito lo que ese «mayor desarrollo» significaba, cuando ordenó a los generales Keitel y Wagner que supervisasen el acondicionamiento de todos los medios de comunicación en Polonia oriental, ya que «ese territorio nos interesa desde el punto de vista militar como un trampolín y como una platafor-ma que puede utilizarse para concentrar tropas».59 Aun antes de la de-rrota de Francia, Hitler ya había comenzado a referirse abiertamente a las próximas acciones contra la urss. Cuando la Fuerza Expedicionaria Británica se encontraba rodeada en Dunquerque, Hitler exclamó ante Von Rundstedt que seguramente «Gran Bretaña aceptaría un razonable arreglo de paz», el cual le dejaría las manos libres para realizar su mayor tarea: «el conflicto con el bolchevismo». Después, Hitler añadió: «... el único problema es: ¿cómo voy a darle la noticia a mi niño?».60 Es fácil suponer que Hitler se refería al pueblo alemán. Un poco más tarde, en

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Citado por Cecil, p. 70. Citado por David Irving. Hitler’s War. London: Hodder & Stoughton, 1977, pp. 142-143.

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febrero de 1941, Hitler decía que si Gran Bretaña fuese derrotada, ya no le sería posible «inspirar al pueblo alemán para la lucha contra Rusia, por lo tanto, hay que acabar con Rusia primero».61 Posteriormente, en abril de 1941, Hitler insistió de nuevo sobre este punto:

Desde luego el pueblo no entenderá el sentido de esta nueva campaña, pero el pueblo nunca comprende lo que es necesario hacer en su propio bien y hay que tirar de él por la nariz hasta el Paraíso. Hoy estamos más poderosamente armados que nun-ca antes y no podemos mantener este nivel de armamentos por mucho tiempo más [...] Por esto debemos usar las armas que ahora tenemos para dar la real batalla, la que verdaderamente cuenta, porque un día los rusos, los millones de eslavos ven-drán. Quizás no lo harán en los próximos diez años, sino dentro de cien años, pero vendrán.62

Lo que hacía tan urgente la operación contra la urss, sin importar que todavía estuviese activo el frente occidental, era tanto el deseo de Hitler de aprovechar las temporales ventajas alemanas y someter a los rusos an-tes de que éstos lograsen modernizar sus fuerzas, así como también el impulso ideológico que ejercía una influencia dominante en la mente del líder nazi.

Hitler anunció su «decisión irrevocable» de atacar Rusia el último día de julio de 1940 en una reunión con altos jefes militares. El 29 de julio el lí-der nazi había recibido a Brauchitsch para hacer una evaluación general de la situación y de las diversas alternativas que se abrían para Alemania. En esa ocasión, Hitler comenzó por considerar la posibilidad de conti-nuar la guerra contra Gran Bretaña y de buscar con tal objetivo la colabo-ración de otros países, incluyendo la urss. Para ese momento, Jodl, Rae-der, Halder y otros importantes jerarcas militares continuaban viendo a Gran Bretaña como el enemigo principal. En la segunda parte de esa reu-nión, la discusión entre Hitler y Brauchitsch se centró en «el problema ruso» y se analizó un primer proyecto de un plan para invadir la urss. Ese mismo día, Halder –jefe de Estado Mayor del Ejército– dio instruc-ciones al general Marcks para que se encargase de «clarificar lineamien-

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63 Citado por Cecil, pp. 75-76.

tos de acción básicos para una ofensiva en el Este». La cuestión de atacar a Gran Bretaña o a la urss seguía estando abierta en opinión de los mili-tares alemanes. El 30 de julio Halder anotó lo siguiente: «A la pregunta: si no es posible alcanzar una decisión ante Inglaterra, y ésta se alía a Rusia, ¿debemos en primer lugar concluir la guerra con Rusia?, debe dársele la siguiente respuesta: es preferible mantener nuestra amistad con Rusia. Sería aconsejable visitar a Stalin [...] Podríamos golpear decisivamente a los ingleses en el Mediterráneo y sacarlos de Asia...».63

Buena parte de los jefes militares alemanes no quería invadir Rusia sin antes llegar a una decisión frente a Inglaterra, pero una vez más se im-puso la opinión de Hitler. En una reunión crucial con su alto mando mi-litar, sostenida el 31 de julio de 1940, Hitler anunció su decisión de atacar Rusia, presentándola como la mejor forma de forzar a Inglaterra a hacer la paz. El líder nazi esperaba, con razón, que la idea de una guerra en dos frentes suscitaría la oposición de sus asesores militares; por lo tanto, no presentó su proyecto de invadir la urss como la realización de su sueño de adquirir «espacio vital», sino como una vía indirecta de aplastar defi-nitivamente la resistencia de los británicos, privándoles de su esperanza de encontrar un aliado en Rusia. Algunos historiadores se han referido a esta actitud de Hitler como «el síndrome de 1812», relacionándola con la situación político-militar que en su momento había llevado a Napoleón a invadir Rusia. La idea de que el camino para lograr la sumisión de In-glaterra pasaba por la conquista de la urss, sólo tenía sentido si se asu-mía que la guerra en el Este sería corta, y que la fórmula de la Blitzkrieg acabaría con Rusia con igual rapidez con que lo hizo frente a Polonia y Francia.

Como se verá, la Operación Barbarroja se fundamentó en la suposi-ción, escasamente analizada en todas sus implicaciones, de que los mé-todos que habían sido útiles para subyugar otros países se repetirían con el mismo éxito en las condiciones tan especiales de una nación como la urss.

¿Tenía Alemania una alternativa estratégica? Jefes militares como Raeder, Brauchitsch y Jodl la habían propuesto en varias oportunidades a Hitler atacar las líneas de comunicación británicas en el Mediterráneo, apoyar a los italianos en África del Norte y crear todo tipo de dificulta-des a los británicos en el mundo árabe; en otras palabras, someter a Gran

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Citado por Günther Blumentritt, Von Rundstedt: The Soldier and the Man. London: Odhams Press, 1952, p. 87. Albert Kesselring, Memoirs. London: William Kimber, 1953, p. 83.

Bretaña por vía indirecta, pero no a través de un ataque a la urss sino al propio Imperio británico, cortando a su vez los suministros que mante-nían encendida la llama de la resistencia en las Islas Británicas. Sin em-bargo Hitler nunca aceptó de lleno esta opción. En julio de 1940, al anun-ciar su decisión de atacar Rusia al año siguiente, Hitler también aceptó la posibilidad de que para entonces Gran Bretaña estuviese en guerra to-davía, en vista de lo cual tomó medidas para dejar en Europa occidental tropas suficientes que preservasen su dominio en esa parte del continen-te. De tal manera que Hitler no consideró que la derrota previa de Inglate-rra era un prerrequisito para el ataque a Rusia, y los eventos políticos y militares durante la segunda mitad de 1940, incluyendo la guerra aérea contra Inglaterra, demostraron que Hitler no concibió las operaciones contra las Islas Británicas, o contra las líneas de comunicación y bases de Gran Bretaña en el Mediterráneo, como alternativas al ataque a Ru-sia. La invasión a la urss era el objetivo primordial de Hitler y lo demás eran maniobras de distracción o complementarias de ese proyecto fun-damental.

De tal forma que la directiva de Hitler del 1.º de agosto de 1940, por la cual se daba inicio a la guerra aérea contra Gran Bretaña como paso pre-liminar a una invasión de las Islas Británicas, puede ser vista no tanto como un bluff, pero sí como una «jugada» de menor importancia en el ta-blero de Hitler: si la Luftwaffe lograba derrotar a la Fuerza Aérea británi-ca y abría las vías de una invasión, bien; en caso contrario, Hitler de todos modos no permitiría que esos eventos le apartasen de su rumbo. De he-cho, Hitler nunca puso su corazón en la realización de la Operación León Marino para invadir las Islas Británicas. Ya en julio de 1940 Hitler decía a Rundstedt que «no tenía la intención de llevar a cabo “León Marino”»; 64 y el mariscal Kesselring, luego de señalar en sus Memorias que la ofensi-va aérea contra Gran Bretaña en agosto de 1940 nunca fue armonizada con planes de invasión, concluye que esa operación «no fue seriamente contemplada».65 Lo mismo opinan, entre otros, Von Manstein y Gude-rian.

Antes de que se iniciase el ataque aéreo contra Gran Bretaña, Hitler había tomado decisiones que indicaban su intención de invadir Rusia tu-viese o no lugar la invasión de las Islas Británicas. Una de ellas fue orde-

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76nar el 2 de agosto de 1940 el incremento del Ejército de Tierra (en lugar de la Marina) de acuerdo con nuevas apreciaciones sobre el poderío militar soviético, producidas por los servicios de inteligencia alemanes en el mes de julio. La otra, del 9 de agosto, fue ordenar que empezasen los prepara-tivos preliminares en zonas ocupadas de Polonia oriental para recibir al gran número de tropas que serían concentradas allí. Por último, el 14 de agosto Goering informó al general Thomas que los compromisos econó-micos con la urss, contraídos a raíz del pacto germano-soviético de 1939, sólo se cumplirían hasta la primavera de 1941 (cuando comenzaría la in-vasión). Estas decisiones indican claramente que Hitler jamás tuvo la se-ria intención de colocar la derrota de Inglaterra como primera considera-ción en su lista de prioridades, antes de la destrucción de Rusia.

La decisión clave no se refería a si atacar o no a Rusia, sino tan solo al problema de cuándo hacerlo, y la eventual derrota de Gran Bretaña de-pendía de esa decisión. Hitler escogió atacar en la primavera de 1941, lue-go de convencerse que esa era la fecha más temprana que le permitiría hacer todos los preparativos y concentrar las tropas requeridas en el Este. Esta opción daba a Alemania casi un año para alistar sus recursos para la guerra contra la urss; entretanto, Inglaterra seguiría sometida a diver-sos ataques que, aun cuando no la derrotasen, reducirían su capacidad para intervenir en forma efectiva en el continente. Cierto número de tro-pas debería permanecer en Europa occidental, pero el grueso de las Fuer-zas Armadas alemanas, más de un 80% del total, podría ser empleado en una campaña rápida y decisiva contra Rusia. En vista de que Gran Bre-taña no podría intervenir en forma directa en esa lucha, exceptuando el uso de poder aéreo contra Alemania, Hitler pensaba que no era del todo legítimo hablar de una «guerra en dos frentes», a pesar de que muchos de sus oficiales no estaban muy seguros de ello.

La gran confianza de Hitler en el éxito que tendría la campaña contra Rusia pronto contagió a sus generales, exceptuando quizás a unos pocos de la vieja generación. La oposición militar a «Barbarroja» pronto co-menzó a debilitarse, y los que aún levantaban objeciones después de no-viembre de 1940 (mes de la visita de Molotov a Berlín) lo hacían no tanto por los riesgos implícitos en el proyecto, sino debido a sus dificultades para entender por qué era necesario emprender una campaña contra la urss con el fin de obligar a Inglaterra a hacer la paz. La mayoría de los generales alemanes eran, como Hitler, anticomunistas y antieslavos, y para el momento de iniciar la invasión habían llegado a la conclusión

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Citado por Leach, p. 78. Citado por Cecil, p. 171.

Ibid. Blumentritt, p. 98.

Von Manstein, p. 174.

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de que sólo el establecimiento de un gran imperio en el Este resolvería los problemas económicos, militares y políticos de Alemania. Las difí-ciles negociaciones realizadas con Molotov y la supuesta intransigencia del ministro de Asuntos Exteriores soviético, reafirmaron la decisión de Hitler y le dieron nuevos elementos para insistir en la necesidad de aca-bar prontamente con Rusia: «Las conversaciones habían mostrado ha-cia dónde conducían los planes rusos [...] [aceptar los arreglos territo-riales que éstos pedían] hubiese significado el fin de Europa central».66 Una vez superada la oposición inicial de sus generales, Hitler comenzó a hablar del ataque contra la urss como una «guerra preventiva»: había que atacar a la urss antes de que la urss atacase Alemania, y había que hacerlo rápido, pues los rusos se disponían a atacar pronto.

El mito de la «guerra preventiva» no soporta el más ligero análisis his-tórico. Como descubrieron los alemanes al empezar su invasión, el des-pliegue estratégico del Ejército Rojo era esencialmente defensivo; aun después del fracaso de las negociaciones de noviembre del 1940, Stalin mantuvo vivas las esperanzas de nuevos arreglos con Hitler, y –como afirmó el general Von Paulus durante el juicio de Núremberg– los servi-cios de inteligencia alemanes no habían detectado antes de 1941 «ningún tipo de preparativos de ataque por parte de la Unión Soviética».67 Gude-rian, luego de oír a Hitler exponer los propósitos del ataque la víspera de la invasión, opinó que: «... su detallada exposición de las razones que le llevaban a hacer una “guerra preventiva” fue poco convincente».68 Von Rundstedt dio un golpe decisivo al mito de la «guerra preventiva» cuan-do sostuvo, de acuerdo con su biógrafo, que «si los rusos hubiesen tenido la intención de atacar Alemania, lo habrían hecho cuando la totalidad del Ejército alemán se hallaba enfrascado en la campaña en Occidente».69 Von Manstein, por su parte, si bien admite que las disposiciones estraté-gicas soviéticas no indicaban intenciones ofensivas inmediatas, dice que éstas constituían una «amenaza latente»: «El despliegue soviético en las fronteras con Alemania, Hungría y Rumania ciertamente parecían lo su-ficientemente amenazantes».70 En este pasaje, como en otros de su libro, Von Manstein no llega a justificar abiertamente las decisiones de Hitler,

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Citado por Raymond Aron, Penser la guerre: Clausewitz, vol. i. Paris: Gallimard, 1976, p. 59. Carl von Clausewitz, On War. Princeton: Princeton University Press, 1976, p. 220. Leach, p. 88.

pero les da un crédito que no queda establecido por los hechos. Lo cierto es que no es lo mismo hacer una «guerra preventiva» que remover una «amenaza latente»; si todos los Estados buscasen eliminar las «amena-zas latentes» que sobre ellos se ciernen por medio de la guerra, jamás es-tarían en paz. La guerra de Hitler contra la urss fue pura y simplemente una guerra de agresión, ejecutada ferozmente para subyugar a todo un pueblo.

En un extraordinario pasaje de su ensayo sobre la campaña de Napo-león contra Rusia, Clausewitz había dicho que «Los inmensos espacios rusos hacen imposible al atacante cubrir y ocupar estratégicamente, por el solo hecho de su movimiento hacia adelante, el país que deja tras de él. Al profundizar esta idea, el autor ha llegado a convencerse de que un gran país de civilización europea no puede ser conquistado sin la ayuda de discordias interiores».71

En De la guerra, Clausewitz fue más allá, llegando a afirmar que: «Ru-sia, con la campaña de 1812, nos ha enseñado [...] que un país de tal ta-maño no puede ser conquistado».72 Hitler y sus generales habrían he-cho bien en tomar muy en cuenta estas opiniones de Clausewitz. El plan alemán para la conquista de la Unión Soviética no fue el resultado de un análisis cuidadoso de todos los factores relevantes para una empresa de tal envergadura; estaba basado en una irresponsable subestimación del poderío de la urss y de los problemas que presentaban las condiciones del terreno, del clima y la vastedad de los espacios, así como en un exage-rado optimismo en cuanto a la «invencibilidad» de las Fuerzas Armadas alemanas: «Los objetivos fueron definidos no sobre la base de lo que era posible, sino de lo que era deseable»; sobre todo, «los factores económi-cos y logísticos fueron casi completamente ignorados hasta tanto el plan operacional estuvo listo».73 No obstante, el éxito de los planes militares dependía de manera crucial del funcionamiento efectivo de los planes logísticos para mantener avanzando a las unidades mecanizadas y a las tropas en el inmenso territorio soviético.

Hitler seguía a Clausewitz al menos en un punto: en la esperanza de que la debilidad interna del Estado soviético se uniría a los golpes lan-zados desde el exterior para producir un colapso político. El líder nazi

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74Clausewitz, p. 579.

afirmaba que por motivos que tenían que ver con lo «racial» y con la ideología comunista, el Estado soviético se encontraba «podrido inter-namente» y sucumbiría a la mera aplicación de la fuerza. Este fue, jun-to a su subestimación de la voluntad británica de resistirle, el más grave error de apreciación política cometido por Hitler.

Evolución de los planes operacionales:Fin político y objetivos militares

En el libro viii de su obra De la guerra, Clausewitz analiza dos conceptos de notable importancia para la determinación de un plan de guerra; se trata de las nociones de fin político y objetivo militar de la guerra, cuya clarificación –insiste Clausewitz– debe preceder el inicio de toda empre-sa bélica:

Nadie comienza una guerra –o, mejor dicho, nadie debería atre-verse a hacerlo– sin antes tener claro qué es lo que pretende lo-grar con esa guerra y en esa guerra. Lo primero es el fin políti-co; lo segundo es el objetivo militar. Esta consideración esencial prescribe todo el curso de la guerra y establece la escala de los medios y del esfuerzo que se requiere, haciendo sentir su in-fluencia hasta en los detalles operacionales.74

El fin político de la guerra es la guía que indica cuáles deben ser los objetivos operacionales de la acción bélica.

Si el fin político es ilimitado, es decir, si se busca la aniquilación total del Estado adversario, su destrucción como entidad política autónoma, o la imposición de los términos de paz sobre el mismo, los objetivos mi-litares tendrán igualmente gran amplitud y se dirigirán a eliminar por completo la capacidad de resistencia organizada del oponente. Por otra parte, si el fin político es limitado, si éste no incluye la eliminación to-tal del adversario y la completa supresión de su capacidad de resistencia, los objetivos militares serán también limitados y exigirán un esfuerzo menor de parte del atacante.

La diferencia entre fin político y objetivo militar está estrechamente conectada con la distinción que Clausewitz establece entre dos tipos de

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75 Ibid., pp. 585-586.

guerra: en primer lugar las guerras de aniquilación, que persiguen hacer política y militarmente impotente al adversario; en segundo lugar, las guerras limitadas, cuyo fin es obtener ciertas ventajas que luego pueden ser utilizadas en la mesa de negociaciones a la hora de concluir un arre-glo. Lo primero que deben hacer los dirigentes de un Estado que se plan-tean la guerra como instrumento de acción ante una situación determi-nada, es aclarar en forma lo más precisa posible qué es lo que intentarán lograr con la guerra, ya que del fin político que se acuerde dependerán los objetivos militares:

Para descubrir qué cantidad de recursos deben ser movilizados para la guerra, debemos primeramente examinar nuestro pro-pio fin político, así como el del enemigo, evaluar las fortalezas del otro Estado, el carácter y las habilidades de su gobierno y de su pueblo, y hacer todo esto también con respecto a nuestras propias condiciones. Finalmente, debemos considerar las sim-patías políticas de otros Estados y los efectos que la guerra pue-de tener en ellos.75

Al tomar su decisión de invadir la Unión Soviética, Hitler tenía una idea general bastante clara de lo que pretendía lograr con la guerra, aun cuando no hubiese desarrollado en detalle todas sus implicaciones ope-racionales. La mayoría de sus jefes militares, por el contrario, o bien no tenían una idea precisa en cuanto a cuál debía ser el fin político de la gue-rra contra la urss, o bien sus ideas al respecto no coincidían plenamente con las de Hitler. Las dificultades para definir con exactitud el fin políti-co de la invasión a Rusia se hicieron sentir con efectos devastadores, tan-to en la formulación de los objetivos militares como en la planificación de las operaciones, todo lo cual tuvo consecuencias catastróficas para las Fuerzas Armadas alemanas y el Estado nazi. Hitler y sus militares no lograron ponerse de acuerdo ni en cuanto al fin político ni en cuanto a los objetivos operacionales de «Barbarroja», abandonando así el princi-pio cuya clarificación Clausewitz consideraba condición indispensable para el éxito de una guerra.

Ciertamente, como se dice en De la guerra: «Si el crítico [comentarista de eventos militares] quiere distribuir elogios o hacer recriminaciones,

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Ibid., p. 164. Cecil, p. 73.

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debe tratar de colocarse exactamente en la posición del comandante, re-colectar todo lo que el comandante sabía y todos los motivos que influ-yeron en su decisión, e ignorar todo lo que podía saber, en especial el re-sultado final de la lucha».76

Hitler y sus generales no podían saber que «Barbarroja» les condu-ciría a una atroz derrota; mas el análisis del proceso de planificación de la operación, de las apreciaciones que se hicieron sobre las capacidades económicas y militares de la urss, de los preparativos logísticos realiza-dos para sostener el ataque, y por último de las decisiones en cuanto al fin político y los objetivos militares de la invasión, demuestra sin lugar a dudas el carácter improvisado de la acción hitleriana, y permite sostener que «Barbarroja», antes que un acto político racionalmente calculado, constituyó más bien una gran aventura.

El primer esquema de un plan para la invasión de Rusia fue discutido por Hitler y el mariscal Von Brauchistch en su reunión del 21 de julio de 1940. No existen indicaciones precisas acerca de la proveniencia de ese primer esbozo del plan de ataque, en el cual se establecía que las fuerzas para la invasión (entre 80 y 120 divisiones) se concentrarían en un perío-do de cuatro a seis semanas. La estimación del potencial militar soviéti-co se reducía a la frase: «Rusia tiene entre 50 y 75 buenas divisiones».77 Dos días más tarde, por órdenes del general Halder, los servicios de inte-ligencia alemanes produjeron un nuevo estimado de las fuerzas soviéti-cas capaces de defender las fronteras occidentales del país: 90 divisiones de infantería, 23 de caballería y 28 brigadas mecanizadas.

El 29 de julio de 1940, Halder instruyó al general Marks para que ela-borase un estudio independiente sobre las posibilidades de una invasión a la urss. El Plan Marcks fue concluido el 1.º de agosto, mas un día antes, el 31 de julio, Hitler había presentado un conjunto de ideas sobre la futu-ra invasión a Rusia ante sus jefes militares. En esta oportunidad, Hitler trató de conectar estrechamente las operaciones en el Este con la guerra que aún se realizaba contra Gran Bretaña en el frente occidental, y no quiso manifestar explícitamente que el verdadero propósito de la cam-paña era la conquista de «espacio vital» y la destrucción definitiva del Estado soviético. Hitler, no obstante, dijo que desde el punto de vista mi-litar «la captura de una cierta área no sería suficiente»; el objetivo mili-

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78 Leach, p. 100.

tar-estratégico debería ser «la destrucción del poder vital de Rusia».78 El sentido de esta frase era bastante ambiguo, ya que la «destrucción del poder vital» del contrario podía interpretarse como un objetivo militar (en caso de referirse a la eliminación de sus Fuerzas Armadas como un medio para otro fin), o como un fin político (si se refería a la supresión de su existencia política independiente). En ocasiones posteriores Hit-ler aclaró el significado de sus palabras. También en esa reunión, el líder nazi estipuló que tales metas tendrían que lograrse en una sola campaña con una duración de cinco meses. El ataque procedería en dos direccio-nes: un grupo de ejércitos avanzaría hacia Kiev y seguiría el rumbo del río Dniéper; un segundo golpe iría a través de los Estados bálticos hacia Moscú.

Ambas ofensivas alcanzarían un punto de unión en el interior de Ru-sia a manera de tenazas que se cierran. Finalmente, una operación sub-sidiaria procedería hacia el sur para capturar los campos petroleros de Bakú.

En su plan, el general Marcks aumentó levemente los cálculos hasta entonces hechos por la inteligencia alemana en relación con el potencial militar soviético. Marcks asumió que un número equivalente de divi-siones sería desplegado por los alemanes; no obstante, las 24 divisiones Panzer les darían gran superioridad, ya que buena parte de las fuerzas móviles soviéticas estaban compuestas de caballería (25 divisiones). El defecto de los cálculos de Marcks se encontraba en que los mismos se fundamentaban en supuestos que no llegaron a materializarse. El pri-mero era que debido a la amenaza japonesa, Stalin se vería obligado a mantener gran número de tropas y equipos en el Lejano Oriente, las cua-les no podrían incorporarse a la defensa de las fronteras occidentales de Rusia. Sin embargo, la decisión japonesa de no atacar la urss permitió a los soviéticos trasladar importantes contingentes al frente occidental, que proporcionaron ayuda crucial en momentos críticos. En segundo lugar, Marcks pensó que las únicas fuerzas alemanas que no participa-rían en la invasión serían las tropas de ocupación en Europa occidental y central; Marcks no podía prever, en agosto de 1940, que la Operación Marita contra Yugoslavia y Grecia, y el envío del Africa Korps para pres-tar auxilio al Ejército italiano en África del Norte, extraerían significati-vos recursos a las fuerzas alemanas destinadas contra la urss.

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Citado por Franz Halder, Hitler as War Lord. London: Putnam, 1950, p. 40. 79

Por otra parte, Marcks asumió, sin tener evidencia suficiente para ello, que el Ejército Rojo enfrentaría el ataque alemán con base en un bien concebido y organizado plan de defensa, el cual en realidad no exis-tía. Finalmente, Marcks afirmó que los soviéticos se encontraban en si-tuación de inferioridad frente a las Fuerzas Armadas alemanas, tanto en términos de entrenamiento como de doctrina táctica, así como también en lo referente a la calidad de su material de guerra. En esto Marcks no se equivocaba del todo, mas los análisis en cuanto a las capacidades mili-tares soviéticas dejaron pronto de fundamentarse en informaciones ob-jetivas (las cuales, en todo caso, eran escasas) para caer en una excesiva subestimación del adversario. La influencia de la ideología nazi, con su desprecio por los eslavos, los así llamados «subhombres», distorsionó las apreciaciones de inteligencia sobre el potencial del enemigo, y con-dujo tanto a un exagerado optimismo acerca de las posibilidades de un rápido y decisivo triunfo alemán, así como también a un menosprecio suicida del oponente.

Los objetivos militares del Plan Marcks eran, en primer lugar, asestar abrumadores golpes al Ejército Rojo en la Rusia europea y avanzar has-ta una línea definida por las ciudades de Arcángel, Rostov y Gorki, si-tuadas lo suficientemente al Este para impedir ataques aéreos soviéticos contra Alemania. Estos objetivos militares perseguían de hecho un fin político limitado: infligir serias derrotas a las Fuerzas Armadas soviéticas «que hagan imposible para Rusia participar en una guerra contra Alema-nia en el futuro previsible».79

Marcks hizo explícita su opinión de que la ocupación de la urss has-ta la línea propuesta en su plan no daría fin necesariamente a las hostili-dades, y advirtió que tal vez se requeriría extender la ofensiva hasta los Urales, ya que un gobierno soviético en la parte asiática de la urss po-dría tratar de continuar la guerra indefinidamente.

Estas opiniones revelan que el general Marcks tenía cierta visión de las dificultades de conquistar un país tan vasto y de tantos recursos como la urss. Las Fuerzas Armadas alemanas no podían contar con la supe-rioridad cuantitativa que usualmente requiere el atacante; por otro lado, la masa territorial rusa presentaba características peculiares que agudi-zaban los problemas de un invasor. En primer lugar, el territorio ruso se amplía en dirección norte-sur a medida que se avanza dentro de él en

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84dirección oeste-este, lo cual iba a extender las distancias que separarían a los diversos grupos de ejércitos en marcha, creando enormes proble-mas de suministro de todo tipo de materiales. En segundo lugar, el fren-te que atacarían los alemanes está dividido por la zona pantanosa de Pri-pet, que creaba un sector de unos 300 kilómetros en los cuales se hacía muy difícil operar a los vehículos blindados, especialmente los tanques. El ancho del frente, su división por los pantanos de Pripet y la presencia de grandes contingentes soviéticos en Ucrania llevaron a Marcks a pro-yectar dos ofensivas separadas, una dirigida hacia Moscú y otra hacia Kiev, con una fuerza especial encargada de atacar al Norte en dirección a Leningrado. La captura de Moscú fue elevada a objetivo operacional clave de la campaña ya que Marcks sostenía que la pérdida de la capital, centro económico y político de la urss, destruiría la coordinación del Estado soviético. Una aproximación directa a la ciudad era posible debi-do a la existencia de un buen sistema de carreteras que llegaba a Moscú desde Varsovia y Prusia oriental.

En otra parte muy importante de su trabajo, Marcks trató de superar el problema de la relación desigual entre el inmenso espacio que sería in-vadido y la cantidad de fuerzas alemanas disponibles, mediante la crea-ción de una reserva estratégica encargada de proteger los flancos de las líneas de avance y de eliminar las fuerzas soviéticas que fuesen dejadas atrás por la rápida penetración de los blindados. Marcks había estimado que la urss tenía un total de 221 unidades de combate (151 divisiones de infantería, 32 de caballería y 31 brigadas mecanizadas), de las cuales sólo 133 estarían en posición de enfrentar el ataque alemán, ya que el resto se encontraba comprometido en otras áreas (frente a Turquía, Japón y Fin-landia). Alemania atacaría con un total de 147 unidades (110 divisiones de infantería, una de caballería, 12 divisiones motorizadas y 24 divisio-nes Panzer); un tercio de las unidades de infantería, cuatro divisiones Panzer y cuatro motorizadas formarían parte de la reserva estratégica.

Después de estudiar el Plan Marcks, el general Halder aceptó que de-berían realizarse operaciones al norte y al sur de los pantanos de Pripet, e introdujo una innovación: la operación subsidiaria contra Leningrado a través de los Estados bálticos procedería en forma independiente de los ataques principales a lo largo de Rusia occidental. El general Von Paulus, jefe delegado del Estado Mayor, recibió en septiembre de 1940 el encar-go de coordinar todos los planes operacionales para el ataque contra la urss. Para dar mayor ímpetu a los ataques simultáneos contra Leningra-

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85do, Moscú y Kiev, Paulus redujo el número de divisiones asignado por Marcks a las reservas, y dividió las fuerzas disponibles en tres grandes grupos de ejércitos: Norte, Central y Sur, cada uno de los cuales conduci-ría por separado batallas envolventes en la primera etapa de la invasión.

A pesar de lo dicho por Hitler en su conferencia del 31 de julio acerca de la «destrucción del poder vital ruso», Halder y Paulus persistieron en la creencia de que el fin político de la invasión a la urss era limitado. Después de la guerra, sin embargo, Paulus describió la tarea asignada a los que planificaron los aspectos operacionales de la campaña como «algo que estaba mucho más allá del poder de Alemania». Halder, por su parte, manifestó que él había pensado que los objetivos de Hitler eran li-mitados: «Ocupación de áreas importantes de la Rusia occidental, Ucra-nia y los Estados bálticos, lo cual proporcionaría elementos clave a ser utilizados en las negociaciones de paz». Los jefes del Estado Mayor de cada uno de los grupos de ejércitos esbozaron también planes opera-cionales de ataque antes de diciembre de 1940. De éstos, el único que se diferenciaba del proyecto de Paulus fue el realizado por el general Von Sodenstern, del grupo de ejércitos Norte. Es interesante citarlo, ya que Von Sodenstern fue el único alto miembro de Estado Mayor que expresó abiertamente su inconformidad con la decisión de invadir Rusia. Forza-do a producir un plan para una campaña que consideraba excesivamente arriesgada y casi sin esperanzas de éxito, Sodenstern trató de enfrentar el problema desde un ángulo novedoso: en lugar de concentrarse en la des-trucción de las Fuerzas Armadas rusas, los alemanes deberían apuntar a la rápida captura de Moscú, Leningrado y Karkov con objeto de diezmar el liderazgo político soviético y contribuir así a la desorganización de la resistencia enemiga. El Plan Sodenstern proponía sólo una gran batalla envolvente entre Kiev y Gomel; Sodenstern esperaba que los alemanes conquistaran una posición ventajosa para negociar una paz favorable al capturar las zonas industriales de las mencionadas ciudades. Sus objeti-vos militares y su fin político eran limitados, y el plan no pasó de ser un ejercicio intelectual.

Von Brauchitsch y Halder presentaron a Hitler el Plan Paulus el 5 de diciembre de 1940. Nuevamente en esta reunión Halder recibió la impre-sión de que el objetivo operacional de la invasión era alcanzar un punto desde el cual se hiciese imposible para los rusos realizar ataques aéreos contra Alemania, lo cual de hecho implicaba, desde el punto de vista po-lítico, que un Estado soviético continuaría existiendo de una manera u

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86otra más allá de ese punto. Halder persistió en esa creencia a pesar de que Hitler repitió sus ideas acerca de la necesidad de «destruir las fuerzas vivientes de Rusia», de «no dejar nada que pueda producir una regene-ración». Es evidente que tales propósitos tenían una dimensión políti-ca mayor a la de los objetivos operacionales que se estaban discutiendo, aunque la falta de armonía entre ambas concepciones no fue resuelta, y ni siquiera fue enfrentada de manera explícita. Es probable que Brau-chitsch y Halder hayan subestimado, como muchos otros lo hicieron, la seriedad de las intenciones de Hitler.

En esa misma conferencia del 5 de diciembre de 1940, surgió otra difi-cultad que tendría graves consecuencias durante la ejecución de la cam-paña en Rusia. El Plan Paulus, al igual que el Plan Marcks, concedía una importancia fundamental a la captura de Moscú. Si bien Hitler se mos-tró en líneas generales de acuerdo con el proyecto de Paulus, manifestó su inconformidad con la idea de que la toma de la capital soviética era un objetivo clave. Según Hitler, «Moscú no era muy importante»; el objeti-vo principal era envolver y destruir a las Fuerzas Armadas rusas antes de que éstas pudiesen retirarse al interior del país. Por esta razón Hitler su-girió que una sección del grupo de ejércitos Centro, una vez que hubiese avanzado en territorio ruso, se desprendiese del cuerpo principal, diri-giéndose hacia el Norte para asistir en cortarle la retirada a las fuerzas soviéticas operando en los Estados bálticos y alrededor de Leningrado. Hitler dio igualmente mayor relevancia a las operaciones en el Sur, en Ucrania, que la contemplada por Marcks y Paulus, de tal forma que el esfuerzo militar alemán que inicialmente iba a estar concentrado en el centro, en dirección a Moscú, se dispersaría ahora mucho más, con gran-des operaciones conducidas hacia el mar Báltico al norte y el mar Negro al sur. Detrás de todo esto se encontraba la firme intención de Hitler de destruir primeramente las Fuerzas Armadas rusas y conquistar objeti-vos económicos, antes de proceder contra ciudades y objetivos de carác-ter simbólico.

El historiador Barry A. Leach sugiere que es posible que Hitler haya derivado sus ideas sobre aspectos operacionales de «Barbarroja» de un estudio preparado por el teniente coronel Von Lossberg, de acuerdo con instrucciones del general Jodl. El estudio de Lossberg, fechado en sep-tiembre de 1940, con unas treinta páginas de extensión, apéndices y ma-pas, guarda gran semejanza con el plan de campaña final de la Operación Barbarroja. Los objetivos operacionales planteados por Lossberg eran:

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Leach, p. 255. H. R. Trevor-Roper, ed., Hitler’s War Directives, 1939-1945. London: Pan Books, 1973, pp. 95-96.

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«... destruir la gran masa del Ejército soviético en Rusia occidental; im-pedir la retirada de elementos combatientes al interior de Rusia, y lue-go, una vez cerradas las salidas hacia el mar en Rusia occidental, avanzar hasta una línea que coloque la parte más importante de Rusia en nues-tras manos».80 Un proyecto como el de Lossberg se adaptaba al objeti-vo hitleriano de proceder en primer lugar a la eliminación de las fuerzas rusas, a través de grandes operaciones envolventes a lo largo de un frente extenso, en lugar de simplemente empujarlas hacia el interior con ata-ques frontales. El 17 de diciembre, Hitler ordenó a Jodl corregir el borra-dor de la Directiva para el ataque a Rusia, e introducir una modificación según la cual el grupo de ejércitos Centro desprendería poderosas fuer-zas motorizadas hacia el Norte, y en conjunción con el grupo de ejércitos Norte, operando en dirección a Leningrado, destruiría las fuerzas ene-migas en las áreas situadas en torno al Báltico. El 18 de diciembre, Hitler firmó la Directiva número 21, «Caso Barbarroja», en la cual se estipulaba que «Sólo después del cumplimiento de esta tarea esencial, que debe in-cluir la ocupación [de los puertos] de Leningrado y Kronstadt, el ataque continuará con la intención de ocupar Moscú, un importante centro de comunicaciones e industrias de armamentos».81

El líder nazi volvió a insistir en «la rápida captura del área báltica» y «la necesidad de ocupar el área de Bakú», en una conferencia realizada en su residencia del Berghoff el 9 de enero de 1941. Como lo apunta Cecil:

Ese énfasis en las dos extremidades de un tan vasto frente debió, por lo menos, haber provocado alguna discusión, la cual Brau-chitsch habría podido conectar con el hecho de que las fuerzas designadas para la Operación Marita (Yugoslavia y Grecia) no iban a estar disponibles para el ataque contra Rusia. Igualmente, Brauchitsch podría haber señalado que tareas cada vez más am-plias estaban siendo asignadas a fuerzas que se reducían, fortale-ciendo en el proceso los extremos a expensas del centro (Moscú). En lugar de decir esto, los generales aparentemente escucharon en silencio a Hitler, quien concluyó su exposición diciendo: «Cuan-do esta operación se inicie, Europa contendrá su aliento».82

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Citado por Howard, p. 119. Citado por Irving, p. 348.

Una cierta falta de entusiasmo por parte de los generales no habría es-tado fuera de lugar. Las ambiciones de Hitler y su tendencia a plantearse objetivos cada vez más grandiosos sobrepasaban con creces a las de sus generales, algunos de los cuales no comprendían con precisión la verda-dera naturaleza de los fines políticos del Führer nazi.

Una intensa polémica ha tenido lugar en torno a las modificaciones introducidas por Hitler a la Operación Barbarroja, polémica que se tor-na más confusa por la ausencia, en la mayoría de los casos, de una cla-ra diferenciación conceptual entre fines políticos y objetivos militares u operacionales. Generales alemanes, así como diversos historiadores, han atacado a Hitler por la supuesta herejía de, en palabras del general War-limont, «desviarse del primer e inmutable objetivo en la conducta de la guerra, eliminar la fuerza vital del enemigo [sus Fuerzas Armadas] para perseguir en su lugar metas secundarias».83 Según esta interpretación, el fracaso de la Operación Barbarroja se debió a que Hitler optó por ob-jetivos operacionales de orden político (como Leningrado) y económico (la agricultura de Ucrania y el petróleo del Cáucaso), en lugar de concen-trarse primeramente en la destrucción del Ejército Rojo a través de una operación central contra Moscú. De hecho, sin embargo, Hitler compar-tía el mismo objetivo operacional de sus generales: destruir a las Fuerzas Armadas rusas como primer paso; la diferencia estaba en que Hitler con-sideraba que ese objetivo se lograría más eficazmente mediante grandes operaciones envolventes en lugar de los ataques frontales contra centros poblados propuestos por sus asesores militares. Como lo reveló el ma-riscal Timoshenko en un informe secreto de 1941, los soviéticos temían sobre todo la posibilidad de que los alemanes fuesen con toda su fuerza tras los objetivos inicialmente delineados por Hitler: «Si Alemania logra conquistar Moscú, ello será sin duda un rudo golpe para nosotros, pero de ninguna manera desmembrará nuestra estrategia [...] Alemania me-jorará su posición, pero así no ganará la guerra. Lo único que interesa es el petróleo».84

Los generales alemanes, como Napoleón antes que ellos, estaban sim-plemente obsesionados con la captura de Moscú, porque suponían que la caída de la capital produciría un colapso político y sicológico en la urss. El énfasis en la toma de Moscú, que se acentuó después de agosto de 1941,

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89una vez que la resistencia soviética ya había demostrado que los objetivos operacionales originales del Plan Barbarroja no podrían alcanzarse antes del invierno, no provenía en lo fundamental de la firme creencia de que ésa sería la mejor manera de destruir al Ejército Rojo, sino de la esperan-za de acabar con la urss por medio de un solo golpe decisivo. Los enor-mes sacrificios humanos y materiales sobrellevados estoicamente por el pueblo soviético en 1941 y 1942, hacen pensar que la resistencia en la urss no se habría derrumbado con la caída de Moscú a manos de una segun-da grande armée, esta vez comandada por Hitler en lugar de Napoleón. Las victorias obtenidas por las fuerzas alemanas en batallas envolventes como la de Kiev y otras operaciones del otoño de 1941, que permitieron la ocupación de Ucrania, gran parte de Crimea y abrieron las puertas del Cáucaso a los nazis, sugieren que la estrategia establecida por Hitler en relación con el objetivo de destruir las fuerzas soviéticas era más eficaz que los ataques directos defendidos por sus principales generales. Con estos ata-ques, seguramente sólo habrían logrado empujar al Ejército Rojo hacia el interior de los inmensos espacios de la urss, pero sin eliminarlo. El Plan Barbarroja falló, en última instancia, porque los fines políticos de Hitler so-brepasaban en mucho las capacidades de Alemania para realizarlos.

Ya se ha indicado que, al elaborar su plan, el general Marcks había definido como objetivo operacional final de la campaña la conquista de una línea que se extendía desde Rostov, al sur, hasta Arcángel, al norte. Marcks no esperaba que el logro de este objetivo diera fin a las hostili-dades y advirtió que posiblemente los soviéticos continuarían la guerra desde la parte asiática del país. Es sorprendente constatar que Hitler se mostró en ocasiones de acuerdo con ese punto de vista. Una fuerza de unas cuarenta o cincuenta divisiones alemanas debería permanecer a lo largo de la «línea Volga-Arcángel» (según la formulación de la Directiva número 21) como un «escudo frente a la Rusia asiática», mientras una flota aérea de la Luftwaffe proseguía los ataques contra los restantes cen-tros industriales soviéticos en los Urales. Esta era la posición más especí-fica manifestada por Hitler en referencia al problema de cómo concluir la guerra con Rusia, es decir, al problema de cómo hacer la paz. El maris-cal Von Bock planteó este asunto fundamental a Hitler el 2 de febrero de 1941; Von Bock preguntó al líder nazi de qué manera se iba a forzar a los rusos a hacer la paz, y Hitler contestó que, de ser necesario, fuerzas mo-torizadas alemanas tendrían que avanzar hasta los Urales. Tal respues-ta, que de hecho planteaba nuevos objetivos operacionales y campañas

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Trevor-Roper, ed., Hitler’s War Directives, p. 93. Ibid., p. 94. Cecil, p. 127.

de duración indefinida, estaba en total contradicción con los frecuen-tes pronunciamientos de Hitler acerca de «derrotar decisivamente a la Unión Soviética con un solo golpe», e igualmente con las metas formu-ladas en la Directiva número 21 para el ataque contra Rusia.

La primera fase de esa Directiva llamaba a las Fuerzas Armadas ale-manas a prepararse para «aplastar la Rusia soviética en una rápida cam-paña [“Caso Barbarroja”]»;85 sin embargo, la Directiva también estable-cía que:

... el enemigo será perseguido enérgicamente hasta alcanzar una línea desde la cual la Fuerza Aérea rusa no pueda atacar el terri-torio alemán. El objetivo final de la operación es erigir una ba-rrera en contra de la Rusia asiática a lo largo de la línea general Volga-Arcángel. Las áreas industriales sobrevivientes de Rusia en los Urales pueden entonces, si es necesario, ser eliminadas por la Fuerza Aérea alemana.86

Todo esto implicaba que, aun si la Operación Barbarroja alcanza-ba todos sus objetivos operacionales, alrededor de un tercio (cuarenta o cincuenta divisiones) de las fuerzas terrestres alemanas y al menos una flota aérea se verían obligadas a permanecer en la urss en condiciones invernales. Esto dejaba sin resolver el problema de cómo llevar a su fin la guerra con Rusia, sobre el cual no había una respuesta clara, ya que la mayoría prefería dejarlo en manos de «la intuición del Führer». Dos oficiales del staff de Von Bock, que conocían bien la urss, asistieron en vísperas de la invasión a una reunión informativa con el jefe del staff, ge-neral Von Greiffenburg, en la cual se puso plenamente de manifiesto la ambigüedad de los proyectos alemanes. Von Greiffenburg profetizó que Moscú sería conquistada en un plazo de cinco a seis semanas, y cuando los dos oficiales preguntaron si ese triunfo terminaría la guerra, el jefe del staff de Von Bock respondió: «No vamos a partirnos el cerebro tratan-do de responder eso».87 A todo lo largo de la planificación para «Barba-rroja» persistió la tendencia, poco fundamentada, a asumir que la cam-paña obtendría resultados decisivos antes de la llegada del invierno; los

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A. Eremenko, The Arduous Beginning. Moscow: Progress Publishers, 1966, p. 319. Cecil, p. 152.

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escépticos que dudaban de que los objetivos operacionales de «Barba-rroja» producirían una firme decisión a nivel político estaban en mino-ría. Como lo dijo el mariscal soviético Eremenko, los alemanes se condu-jeron como si creyesen que sus triunfos serían todavía mayores que los ambiciosos objetivos establecidos en sus planes.88

Las fallas en el proceso de planificación para el ataque contra la urss no pueden achacarse exclusivamente a Hitler; aun antes de que el líder nazi hubiese hecho explícita su decisión de invadir Rusia en 1941, los je-fes militares alemanes habían ordenado la realización de estudios para una campaña en el Este, y sus proyectos operacionales diferían muy poco de las ideas de Hitler. Más tarde los líderes del Ejército aceptaron también las propuestas de Hitler en cuanto a la duración de la campaña y sus métodos de ejecución, ya que compartían los mismos prejuicios sobre la debilidad de la urss y la invencibilidad de las fuerzas alemanas.

Los generales encargados de conducir la Operación Barbarroja acep-taron aparentemente los planes de Hitler que concedían una importan-cia secundaria a la toma de Moscú. Sin embargo, una vez comenzada la invasión, el desarrollo de las acciones demostró que, de hecho, los mili-tares alemanes seguían con sus ojos fijos en la capital soviética y estaban dispuestos a circunvenir, así fuese subrepticiamente, las órdenes del líder nazi para lanzarse en forma directa hacia la ciudad. De tal manera que a la falta de un acuerdo preciso acerca del fin político de la guerra se añadían profundas divergencias entre Hitler y sus generales, en cuanto a la priori-dad que correspondía a los diversos objetivos operacionales. Los eventos a partir del verano de 1941 sólo confirmaron lo peligroso que es empren-der una guerra, en particular una acción bélica de tales dimensiones, sin un acuerdo claro respecto a sus fases de desarrollo y sus metas finales.

En el transcurso de su carrera, Hitler había insistido siempre en coor-dinar la política de las armas con las armas de la política, y en utilizar la propaganda como un instrumento para debilitar la voluntad del enemi-go en el proceso de asestarle golpes decisivos. No obstante, «en la extraña historia de los planes de Hitler para invadir Rusia nada es más extraño que el abandono casi total de aquellos métodos de guerra política y sico-lógica acerca de los cuales tanto había escrito y hablado y que tan efec-tivamente había empleado en contra de otros enemigos».89 Hitler te-

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Citado por Leach, p. 152. Citado por Irving, p. 212.

nía fines políticos ilimitados en su guerra contra la urss; para el Führer nazi: «... la próxima campaña es más que un mero choque de armas, se trata también de un conflicto entre dos ideologías».90 Los alemanes es-peraban, como lo expresaba Goering, que con su entrada en Rusia «el Estado bolchevique experimentaría un colapso», y para acelerarlo sería necesario «liquidar a todo el liderazgo bolchevique». Su desprecio por el enemigo llevó a los alemanes a abandonar su astuto uso de la propa-ganda y la subversión, que en el caso de Rusia podría haber acentuado el resentimiento que secciones de la población soviética sentían hacia el opresor régimen estalinista, y a confiar en que el Estado soviético su-cumbiría bajo la mera aplicación de la fuerza militar. Es más, en lugar de contribuir a agudizar las tensiones políticas existentes en ese tiempo en la urss, los alemanes, y Hitler en especial, decidieron llevar a cabo la campaña con base en la más descarnada utilización del terror racial e ideológico como un medio para incrementar los efectos paralizadores de la Blitzkrieg.

En marzo de 1941 Hitler rechazó un proyecto de las Fuerzas Armadas que colocaba la futura administración de los territorios ocupados en ma-nos militares, pues en su opinión el Ejército sería incapaz de resolver los problemas políticos de la invasión. En su lugar, Hitler asignó esas tareas a Himmler y a las ss; en ellos recaería la responsabilidad de «liquidar a la intelligentsia judío-bolchevique», así como a los «jefes y comisarios bol-cheviques».

Hitler comunicó a Halder que «la intelligentsia designada por Stalin debe ser destruida. La maquinaria de comando del imperio ruso debe ser aplastada. En toda Rusia será indispensable utilizar la más desnuda fuerza bruta».91 El 30 de marzo de 1941, ante más de doscientos oficiales, Hitler hizo pública la tristemente famosa «orden de los comisarios», con la cual colocaba fuera de las reglas normales de la guerra no solamente a los dirigentes comunistas soviéticos, que iban a ser sistemáticamente eliminados sin juicio previo, sino también a todos aquellos habitantes de la urss que se opusiesen a los alemanes, los cuales serían fusilados sin contemplaciones. La próxima campaña, insistió Hitler, sería una batalla de aniquilación; los alemanes debían «impedir la reconstitución de una clase educada» en Rusia. Para las masas rusas, Hitler también guardaba,

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como manifestó en otra oportunidad, terribles designios: «Está en favor de nuestros intereses que los rusos aprendan tan sólo lo suficiente para reconocer las indicaciones en los caminos».92 La «orden de los comisa-rios» sólo iba a resultar en una mayor oposición de la población soviética frente a los alemanes: el pueblo iba a estar sometido a la más indiscrimi-nada represión ante la cual la única salida era luchar. Las masas sovié-ticas pronto entendieron que se enfrentaban a un enemigo implacable que buscaba la subyugación total de los pobladores de la urss y su con-versión en poco menos que esclavos. La «orden de los comisarios», así como toda la guerra ideológica de Hitler en Rusia impedía cualquier co-laboracionismo de los pobladores y estimulaba represalias contra los pri-sioneros alemanes; pero el líder nazi estaba decidido a llevar su cruzada ideológica hasta las últimas consecuencias, sin hacer caso a los costos mi-litares de la misma. Los generales alemanes no levantaron su voz de pro-testa ante el Führer, tal vez con la esperanza de que el terror desplegado por las ss contribuyera al colapso de la urss. Hitler y sus militares coinci-dieron al menos en ese error.

La subestimación del enemigo

La Operación Barbarroja fue planeada por los alemanes sobre la base de informaciones totalmente inadecuadas acerca de las capacidades de su adversario. A la falta de un suministro apropiado de inteligencia sobre el enemigo se añadían la subestimación y el desprecio de tipo racial, la convicción en la «innata superioridad de los arios sobre los eslavos» y las exageradas concepciones con respecto a la presunta «invencibilidad de la Wehrmacht. Es esencialmente correcto afirmar que la carencia de infor-mación adecuada sobre las potencialidades industriales y militares de la urss fue la raíz del desastre que cayó sobre las Fuerzas Armadas ale-manas. El error crucial fue la enorme e irresponsable subestimación de un enemigo que poseía unos recursos materiales y una voluntad política mucho mayores de los que habían previsto los cálculos más optimistas.

Los problemas en cuanto a inteligencia del enemigo provenían en pri-mer lugar de las grandes dificultades existentes para obtener informacio-nes confiables acerca de la urss. Muy poco se sabía del Ejército Rojo. En una sociedad cerrada como la soviética, con unos servicios de seguridad

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Halder, p. 20. Citado por Irving, p. 341.

tan eficientes, se hacía muy difícil recabar suficientes datos para cons-truir una panorámica realista de la situación del país. Al conquistar Po-lonia y Francia, los alemanes descubrieron en su estudio de los archivos que los servicios de inteligencia de esos países tampoco poseían infor-mación precisa sobre Rusia.

El problema de la escasez de información se agudizaba por la mala utilización de la que se tenía, debido a la influencia de los prejuicios ra-ciales nazis y a la tradicional tendencia europeo-occidental de ver a Ru-sia como un país semiasiático y primitivo. Hitler aseguraba a Halder que «los rusos carecen por completo de habilidad técnica».93 El líder nazi es-taba convencido de que «en términos de armamentos el soldado ruso es tan inferior frente a nosotros como el francés. Tiene pocas baterías mo-dernas, todo el resto del equipo es material viejo y reacondicionado [...] la mayor parte de la fuerza blindada rusa es anticuada. El material hu-mano ruso es inferior y su Ejército carece de líderes...». Los alemanes aún no sabían de la existencia del tanque soviético t-34, el más eficaz tanque de la Segunda Guerra Mundial, superior a todos los modelos de Hitler, quien llegó a exclamar exasperado: «¡Cómo puede este pueblo primitivo alcanzar tales éxitos tecnológicos en tan corto tiempo!».94

Marcks había estimado, en agosto de 1940, que el Ejército Rojo dis-pondría de unas 133 unidades para defender la Rusia europea. En enero de 1941 la inteligencia alemana calculó que el número de unidades rusas era de 177. Para abril de ese año el estimado alcanzaba 247 unidades (171 divisiones de infantería, 36 de caballería y 40 brigadas mecanizadas).

Cuatro meses más tarde, cuando ya no podía retirarse sin sufrir un grave colapso, el Ejército alemán admitió que hasta ese momento se ha-bían identificado alrededor de 360 divisiones soviéticas en combate. El Führer y sus generales habían contado con una relativa igualdad numé-rica, que en algunas áreas desfavorables se vería equilibrada por la su-perioridad cualitativa de los equipos alemanes. Esto era particularmen-te importante en el caso de la Aviación. La Luftwaffe tenía 1.150 aviones comprometidos en el frente occidental contra Inglaterra, lo cual dejaba 2.770 para ser utilizados en la campaña en el Este, una proporción desfa-vorable de cuatro a cinco aviones soviéticos por cada avión alemán. Du-rante la campaña en Europa occidental en 1940, la Luftwaffe había em-

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pleado 3.530 aviones, operando la mayoría de ellos en un área de unos 350 kilómetros cuadrados. Contra la urss, la Luftwaffe iba a utilizar menor número de aviones para un teatro mucho más extenso, de unos 1.600 kilómetros de ancho y de una inagotable profundidad, que conver-tía importantes centros industriales en objetivos inalcanzables para los bombarderos. El 4 de julio de 1941, pocos días después de haber dado co-mienzo a la invasión, el oficial encargado del diario de las Fuerzas Arma-das alemanas anotaba confiadamente lo siguiente: «Los rusos han per-dido miles de aviones y 4.600 tanques; no pueden quedar muchos».95 A mediados de julio, los alemanes calculaban haber destruido alrededor de 8.000 tanques rusos, pero éstos todavía se desplazaban en los fren-tes de batalla. Para fines de julio, eran 12.000 los tanques rusos destrui-dos o capturados, pero aún venían. Al visitar el grupo de ejércitos Cen-tro el 4 de agosto, Hitler admitió ante Guderian: «Si hubiese sabido que los rusos tenían tantos tanques, lo habría pensado dos veces antes de invadir».96

Los alemanes descontaron en forma verdaderamente irresponsable las informaciones acerca del potencial industrial soviético, situado más allá de la estrecha franja de territorio conformada por la Rusia europea, donde se suponía tendrían lugar las batallas decisivas. Se asumió que la Blitzkrieg produciría de nuevo la rápida derrota del enemigo y la captura de sus principales centros industriales; el resto del potencial económi-co soviético localizado más allá de los Urales sería destruido mediante bombardeos. Hitler y la mayoría de sus asesores no se plantearon la posi-bilidad de que los soviéticos, con sus enormes reservas humanas y recur-sos económicos de todo tipo, fuesen capaces de levantar nuevos ejércitos, aun después de sufrir las más terribles derrotas. Como lo expresa Leach:

En este sentido, las suposiciones de los alemanes parecen haber sido influidas por su propia economía de Blitzkrieg, que concen-traba los armamentos y municiones requeridos para cada campa-ña mediante cortos pero intensos esfuerzos productivos. Los ale-manes sabían que buena parte de la industria de guerra soviética se encontraría más allá del alcance de sus fuerzas terrestres du-rante las fases tempranas de la campaña, y que la Luftwaffe care-

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97 Leach, p. 93.

cía de las fuerzas para atacarla. Sin embargo, los líderes alemanes parecen haber creído que desde el comienzo de su ataque las au-toridades políticas y militares, la industria y las comunicaciones de la urss se verían contagiados por una especie de parálisis.97

A mediados de diciembre de 1940 el general Halder y el jefe de su divi-sión de operaciones discutieron el problema del potencial industrial so-viético, y llegaron a la conclusión de que el 32% de la capacidad produc-tiva de guerra de la urss se encontraba en la Ucrania, 44% en las áreas de Moscú y Leningrado, y el 24% restante más hacia el Este. Como tantos otros datos estadísticos acerca de la Unión Soviética en poder de los ale-manes, éstos eran poco confiables y en gran parte el producto de la ima-ginación. Otro problema que quedaba sin resolver era el siguiente: de acuerdo con los términos del pacto de no agresión germano-soviético de 1939, la urss se comprometía a exportar a Alemania grandes cantidades de vitales recursos económicos, en especial materias primas y productos agrícolas. La pregunta que preocupaba a algunos planificadores alema-nes a partir del otoño de 1940 era: ¿Cómo iba Alemania a conquistar Ru-sia sin las materias primas que la urss le suministraba sobre la base de los tratados existentes? Para dar una respuesta favorable había que asu-mir no sólo que la guerra contra la urss sería muy corta, sino también que las fuerzas alemanas tendrían extraordinarios éxitos al capturar in-tactos grandes sectores de la industria soviética, asegurando también la cooperación de la población trabajadora.

En febrero de 1941 el general Thomas calculó que las reservas de com-bustible de la Luftwaffe durarían hasta el otoño, pero el combustible de vehículos sólo alcanzaría hasta mediados de agosto. El triunfo en una guerra corta se lograría dadas las siguientes condiciones: evitar la des-trucción de las reservas económicas, depósitos, etc., del enemigo; cap-tura de los campos petroleros en el Cáucaso; por último, resolución del problema de transporte. Para una guerra larga sería igualmente indis-pensable obtener la cooperación de los trabajadores industriales y agrí-colas. Aun así, a menos que los lazos de comunicación con el lejano oriente soviético fuesen prontamente restablecidos, no podrían obte-nerse suficientes suministros de caucho, cobre, platino, estaño y otros renglones vitales para la economía alemana. Ninguno de estos plan-teamientos económicos, que de hecho tenían una importancia decisiva

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97para el éxito de la invasión, recibió una respuesta clara y precisa antes de iniciarse el ataque.

En los vastos espacios soviéticos las cuestiones logísticas, el suminis-tro de combustible para las unidades Panzer, de armamentos, municio-nes y comida para las tropas, el establecimiento de comunicaciones rá-pidas y seguras para el envío de refuerzos, la evacuación de heridos, etc., adquirían una dimensión especial, que no había estado presente en los casos de Polonia y Francia.

No obstante, Hitler y los líderes militares alemanes concibieron la in-vasión a la urss como una campaña Blitzkrieg similar a las de 1939 y 1940. Más aún, en las etapas de planeamiento, el proyecto «Barbarroja» careció de las características de las anteriores operaciones Blitzkrieg. La disper-sión de las fuerzas alemanas en tres teatros de guerra: occidental, en el Mediterráneo y en el Este, y la magnitud de las fuerzas soviéticas, despo-jó a la Wehrmacht de la superioridad o, como mínimo, paridad de fuerzas con las que había ejecutado otras campañas. Por otra parte, la decisión de avanzar a lo largo de tres sectores de un frente muy amplio impidió a los alemanes alcanzar el mismo grado de concentración de fuerzas que ha-bían logrado en Polonia y Francia. La enormidad del teatro de operacio-nes redujo los efectos del ataque combinado de tanques y aviones, factor clave de la Blitzkrieg, ya que las distancias imponían una mayor disper-sión. Finalmente, los prejuicios raciales y la guerra ideológica hitleriana dificultaron aún más la de por sí difícil tarea de ganar simpatías en un pueblo que veía su territorio invadido por extranjeros. En Rusia, Hitler no podía contar con ningún tipo de «quinta columna» pronazi. El exceso de confianza de Hitler se puso también de manifiesto en su escaso interés de informar a sus aliados, Japón e Italia, sobre el ataque, y de implicarlos activamente y asegurar su efectiva colaboración.

Lo más sorprendente de todo lo relacionado con «Barbarroja» es la comprobación de que a medida que se acrecentaba la disparidad de fuerzas y aumentaba la complejidad de los planes para la campaña, los alemanes reducían el tiempo establecido para conquistar sus objetivos. El primer estimado, hecho en julio de 1940, cuando todavía parecía que los objetivos eran limitados, fue de cinco meses. Marcks estimó una dura-ción máxima para la campaña de diecisiete semanas. Paulus, al mismo tiempo que dispersaba las fuerzas, redujo el período a diez semanas. En abril de 1941, Brauchitsch resumió así las perspectivas: «Masivas bata-llas fronterizas deben esperarse con duración de hasta cuatro semanas. Posteriormente, sólo habrá que afrontar ligera resistencia». Cecil no se

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98 Cecil, p. 129.

equivoca al afirmar que ya en vísperas de la invasión a la urss, una espe-cie de «locura colectiva» parecía haber poseído a los líderes alemanes.98 Quizá algunos intuían que los riesgos de «Barbarroja» la convertían en una aventura descabellada.

La gran aventura

«La empresa de Hitler fue sobrehumana e inhumana».

Charles De Gaulle

El 22 de junio de 1941, más de 3 millones de soldados alemanes invadieron la urss, dando comienzo así a la más grande operación militar de la his-toria. Los ejércitos nazis iban acompañados de 3.350 tanques, 7.184 pie-zas de artillería, tres flotas aéreas de combate con más de 2.000 aviones, y 600.000 vehículos de transporte y blindados. Unos 3.200.000 hombres, de un total de 3.800.000 que integraban las Fuerzas Armadas alemanas, fueron lanzados contra la urss. Estas tropas hacían un total de 148 divi-siones, entre ellas diez Panzer, 12 de infantería motorizada y nueve de co-municaciones, todas reforzadas con grupos antiaéreos, antitanque, de ingenieros y de artillería pesada. Rumania, entonces aliada con los nazis, aportó 14 divisiones al esfuerzo bélico alemán, y Finlandia 21 divisiones. Después del 24 de junio tropas italianas, húngaras, eslovacas y españo-las entraron en guerra contra la Unión Soviética. Las fuerzas atacantes se dividían en tres grupos de ejércitos: Norte, bajo el mariscal Von Leeb, con el Grupo Panzer 4 (comandante: Hoepner); Centro, bajo el maris-cal Von Bock, con el Grupo Panzer 3 (Hoth) y 2 (Guderian), y Sur, bajo el mariscal Von Rundstedt, con cinco divisiones blindadas para actuar como «puntas de lanza».

La planificación del ataque se había basado en una perspectiva estra-tégica que aceptaba el riesgo de guerra en dos frentes, ante el cual Hitler se negó a retroceder deslumbrado e impulsado por sus sueños de con-quista en el Este. Las esperanzas de un nuevo y decisivo triunfo de la Blitzkrieg en Rusia descansaban en el entusiasmo generado por victorias

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99Citado por Leach, p. 202.

anteriores, así como también en una seria subestimación de las capaci-dades del adversario. El Ejército alemán invadió la Unión Soviética con cantidades limitadas de combustible para movilizarse y con muy esca-so equipo de invierno, lo cual forzosamente les obligaba a producir una decisión en corto tiempo. El Plan Barbarroja carecía de flexibilidad; si la fórmula Blitzkrieg fallaba, no quedaba otra alternativa que una defensa improvisada en territorio ruso y en condiciones invernales.

Las graves derrotas y enormes pérdidas sufridas por las fuerzas so-viéticas en las batallas iniciales hicieron creer a los alemanes que la Ope-ración Barbarroja se encaminaba hacia un rotundo éxito. A principios de julio, los servicios de inteligencia estimaban que de 164 divisiones soviéticas hasta ese momento localizadas, 89 habían sido entera o par-cialmente destruidas, y sólo nueve de las 29 divisiones blindadas rusas estaban todavía en capacidad de combatir. A pesar de todo, se tenían in-formes de que grandes esfuerzos de movilización se estaban producien-do en el interior de la urss; sin embargo, Halder descartó la posibilidad de que los soviéticos, debido a la escasez de personal técnico especiali-zado y de oficiales competentes, pudiesen colocar rápidamente nuevas unidades sobre el terreno de batalla. Un mes más tarde, Halder se vería obligado a reconocer que el verdadero potencial del «coloso ruso» había sido gravemente menospreciado: «Al comenzar la guerra pensábamos que enfrentaríamos unas 200 divisiones rusas. Ya hemos contado 360. Desde luego, en términos de equipos esas unidades son inferiores a las nuestras, y su liderazgo táctico es frecuentemente inadecuado. Pero es-tán allí, y cuando destruimos una docena de ellas, los rusos las reempla-zan con otra docena».99

Las más desagradables sorpresas vinieron para los alemanes al cons-tatar el tamaño y la calidad de las fuerzas blindadas y aéreas soviéticas. Se había calculado que los rusos tenían cerca de 15.000 tanques, pero el total se aproximaba realmente a 24.000, de los cuales 1.475 eran nuevos modelos t-34 y kv, cuyo poder de fuego, movilidad y espesor de blinda-je superaban al de los mejores modelos alemanes. Se subestimó igual-mente el potencial de la Fuerza Aérea soviética y la calidad de sus nuevos equipos. Después de un mes de lucha, la Luftwaffe aseguraba haber des-truido un total de 7.564 aviones de combate rusos; no obstante, la Fuerza Aérea roja continuaba en batalla.

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100 Clausewitz, pp. 566-573.

Ya a principios de agosto de 1941 la dura realidad de las cosas comenzó a penetrar en los puestos de mando alemanes y empezaron a nacer du-das sobre la posibilidad de victoria. Los alemanes continuarían su avan-ce por otros tres meses, pero en condiciones muy distintas a las del pasa-do, batallando en un espacio sin fin y enfrentando una resistencia feroz de parte de un pueblo totalmente movilizado para la guerra. A pesar de su inferioridad numérica, las tropas alemanas lograron magníficas vic-torias militares, gracias a su mayor experiencia de combate, a la alta ca-lidad de su liderazgo profesional, a su nivel de entrenamiento y a la falta de preparación inicial del Ejército Rojo. Las tropas de Hitler fueron dete-nidas ante las puertas de Moscú en el invierno de 1941. La contraofensi-va soviética comandada por Zhukov selló el fracaso de la Blitzkrieg en la urss. Aún quedaban varios años de guerra, pero el mito de la invencibi-lidad de la Wehrmacht alemana yacía definitivamente roto en las nieves que cubren la estepa rusa.

Tal y como se dijo previamente, en el libro vii de De la guerra se en-cuentra un capítulo titulado «El punto culminante de la victoria», que es probablemente uno de los más interesantes, profundos y plenos de deri-vaciones de toda la obra de Clausewitz. El «punto culminante de la victo-ria» es inicialmente definido por Clausewitz en términos operacionales: se trata del momento en que una ofensiva exitosa se desgasta y pierde su ímpetu hasta detenerse y asumir una postura defensiva. Pero el concep-to tiene implicaciones más hondas, que van más allá de lo meramente operacional e invaden el terreno de lo político, es decir, de la apreciación política del instrumento bélico.

En este sentido, el «punto culminante de la victoria» consiste en saber dónde detenerse en la guerra, en apreciar hasta qué punto es posible llegar con éxito en una ofensiva, pues más allá de ese punto los costos comien-zan a ascender y los riesgos a acrecentarse, poniendo en peligro todo lo que antes se había ganado.100 En otras palabras, traspasar el «punto cul-minante de la victoria» significa sobreextenderse en el uso político de la guerra, exigir de lo militar algo que no puede dar, desbordar las propias capacidades y apostarlo todo en una jugada suicida.

La invasión napoleónica a Rusia en 1812 fue seguramente el ejemplo que Clausewitz tenía en mente al redactar sus ideas sobre el «punto cul-minante de la victoria». En 1941, Hitler repitió el error de su predecesor

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Leach, p. 241. Clausewitz, p. 572.

en aras de una meta muy semejante: crear un solo imperio en todo el con-tinente europeo. Hitler intentó conquistar la Unión Soviética con el ins-trumento con que había subyugado Europa: la guerra relámpago. El líder nazi «rechazó el concepto de una guerra larga en el Este porque no tenía el tiempo necesario, porque estaba convencido de que era capaz de com-pensar las deficiencias materiales a través de un esfuerzo de la voluntad, y porque fue víctima de sus propios mitos propagandísticos sobre el po-der de la Blitzkrieg y su propia infalibilidad como estratega».101 Hitler se jugó el todo por el todo; el aventurero avanzó más allá del punto culmi-nante de la victoria, abandonando la prudencia que debe siempre acom-pañar el juicio político y a favor de la cual argumenta Clausewitz con tan-ta lucidez: «Es importante calcular este punto correctamente cuando se planea una campaña. De lo contrario, el atacante puede tratar de abarcar más de lo que es capaz, y, por así decirlo, incurrir en una deuda. El defen-sor debe estar preparado para reconocer prontamente el error de su ene-migo, y explotarlo hasta el fin».102 Los soviéticos así lo hicieron.

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El hombre de acero

«Todo el mundo quiere algo, sin tener idea alguna de cómo obtenerlo, y el as-pecto realmente intrigante de la situación es que nadie sabe exactamente cómo obtener lo que desea. Pero en virtud de que yo sé lo que quiero y de lo que son ca-paces los otros, estoy completamente preparado».

Metternich

A lo largo de su carrera revolucionaria en la clandestinidad, José Djugas-hvili utilizó no menos de diecisiete seudónimos, de los cuales el que sin duda mejor definía su personalidad –el rostro que mostraba hacia afue-ra– y que adoptó en forma definitiva, fue Stalin: «hombre de acero». Las palabras de Metternich previamente transcritas bien podrían haber sido pronunciadas por el hombre que «sacó a Rusia de la barbarie con méto-dos bárbaros». Stalin sabía lo que quería: poder; pero no cualquier clase de poder, sino un poder absoluto, total, incuestionable. Sabía también cómo obtener lo que deseaba: mediante la astucia, la manipulación, el engaño, la callada eficiencia; todo ello controlado por un talento político poco común, cuya aparente sordidez y primitivismo suscitaban el me-nosprecio inicial de sus adversarios. Stalin conocía el arte de esperar en las sombras hasta que se presentaba el momento oportuno. Su estilo era simple y carente de brillo intelectual. Sus habilidades no se ejercían en campo abierto, sino dentro del engranaje de las maquinarias políticas. Hombres de la talla de Trotsky fueron incapaces de medir la verdadera fuerza y destreza de Stalin por mucho tiempo, y lo mismo ocurrió con

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Leon Trotsky, Stalin. Barcelona: Industrial Gráfica, 1950, p. xv. L. Trotsky, My Life. New York: Grosset & Dunlap, 1960, pp. 481, 506. Citado por R. C. Tucker, «Several Stalins», Survey, 17, 4, 1971, p. 168.

otras de sus grandes víctimas, como Zinoviev, Bujarin y Kámenev. Stalin se dejaba subestimar, permitía que sus enemigos le menospreciaran; en-tretanto, preparaba ventajosamente la hora del desquite.

Trotsky cayó asesinado en agosto de 1940 a manos de un agente esta-linista. Ello le impidió, entre otras cosas, culminar la biografía de Stalin que para entonces escribía. En la introducción a esta obra inconclusa Trotsky decía:

... Stalin representa un fenómeno sumamente excepcional. No es un pensador, ni un escritor, ni un orador. Tomó posesión del poder antes que las masas aprendiesen a distinguir su figura de otras durante las triunfales procesiones a través de la Plaza Roja; Stalin tomó posesión del poder no valiéndose de sus cualidades personales, sino con ayuda de una máquina impersonal. Y no fue él quien creó la máquina, sino la máquina quien lo creó.1

La interpretación que hizo Trotsky sobre la personalidad de Stalin formaba parte de una teoría más amplia acerca de la presunta distor-sión y traición de los ideales de la Revolución bolchevique por parte de una casta burocrática que colocó a Stalin a la cabeza. Para Trotsky, Sta-lin representaba la quintaesencia del burócrata y hombre de aparato; sus cualidades: sentido práctico, perseverancia, fuerza de voluntad, falta de imaginación y simplismo teórico eran típicas del burócrata, y en ellas re-sidía su éxito.

En 1925, uno de los ayudantes de Trotsky, Skiyansky, le preguntó su opinión sobre Stalin. Trotsky respondió: «Stalin es la más grande me-diocridad del partido». Según Trotsky, «lo que importa no es Stalin, sino las fuerzas que él expresa sin ni siquiera darse cuenta».2 Más tarde, en su obra La revolución traicionada, Trotsky sintetizó sus puntos de vista así: «Stalin es la personificación de la burocracia; esa es la sustancia de su personalidad política».3 Con estas frases, Trotsky reveló que le era im-posible reconocer plenamente las capacidades políticas de Stalin. Para el fundador del Ejército Rojo, el más grande jefe revolucionario en Rusia

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Isaac Deutscher, Trotsky, el profeta desarmado. México: era, 1968, p. 96. Leon Trotsky. Lenin’s Testament. New York: Merit Publishers, 1965, p. 19.

Trotsky, Stalin, p. 433.

después de Lenin, se hacía extremadamente difícil apreciar en su justa dimensión todos los componentes de la situación que le llevó a perder la batalla política frente a un hombre –Stalin– al cual consideraba una mediocridad. Como lo expresa Deutscher, «Para Trotsky era casi una mala broma el hecho de que Stalin, el personaje voluntarioso y taimado, pero desgarbado y mediocre, fuera su rival; él no habría de concederle importancia, no habría de rebajarse a su nivel».4 Fuesen cuales fuesen los orígenes de las tesis de Trotsky, no cabe duda de que se equivocó gra-vemente. Lenin tuvo una percepción más acertada de la personalidad de Stalin cuando escribió el documento de 1922, que luego se conoció como su «testamento», al decir que Trotsky y Stalin eran «los dos jefes más ca-pacitados del Comité Central Bolchevique».5 Todavía en 1940, en las pá-ginas finales de la biografía sobre su archienemigo, Trotsky decía:

Seleccionar a hombres para puestos privilegiados, unirlos en el espíritu de casta, debilitar y disciplinar a las masas, son [...] ta-reas para las cuales los atributos de Stalin no tienen precio y le convierten por derecho propio en caudillo de la reacción buro-crática. Sin embargo, Stalin sigue siendo una mediocridad. No sólo carece de vuelo su entendimiento, sino que es incapaz de discurrir con lógica.6

En realidad, como entendieron muchos a veces a su pesar, Stalin no era una mediocridad como político. Las razones que le permitieron de-rrotar a Trostky en la lucha por la sucesión de Lenin no se derivaban de artimañas que le acercaban a los burócratas, ni de su poder para nom-brar y remover individuos en diferentes cargos, sino fundamentalmente de su capacidad para hacer uso de temas que encontraban una amplia y positiva respuesta de parte de vastos sectores del Partido Bolchevique. Entre esos temas, sin lugar a dudas el más importante fue el de la posi-bilidad de construir el «socialismo es un solo país», aun cuando ese país fuese una Unión Soviética atrasada, predominantemente campesina y aislada políticamente en el mundo:

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7 Tucker, loc. cit.

En la medida en que existía, la afinidad peculiar que Trotsky percibió entre Stalin y el surgimiento de la casta burocrática so-viética fue en buena parte el resultado de la habilidad de Sta-lin para convertirse en principal vocero de una posición política que los nuevos hombres de poder hallaban convincente. El sur-gimiento de esa afinidad constituyó un tributo a la formidable capacidad política de Stalin.7

Para Trotsky, no fue Stalin quien creó la maquinaria sino ésta la que le creó a él; mas como observa E. H. Carr: «... se requería algo más que una maquinaria para “crear” a Stalin y colocarlo en la cima del poder». Ese «algo más» pertenecía a Stalin mismo y no provenía de la maquina-ria. Ciertamente, sus discursos, artículos y ensayos parecen hoy sorpren-dentemente pobres. Trotsky desbordaba en imaginación y brillantez; Stalin se veía eclipsado y se movía en los entretelones, refugiándose en frases estereotipadas y concentrando su atención en unos pocos temas. No obstante, numerosos testigos, desde Lenin a Churchill, han recono-cido que en las situaciones confidenciales, lejos de la luz pública y de la mirada escudriñadora de los auditorios, el pensamiento de Stalin se for-mulaba con fuerza y precisión para traducirse en actos: Stalin era eso, un político práctico, que usaba la teoría para lograr fines concretos.

A pesar de las deficiencias en su razonamiento sobre «el socialismo en un solo país», su fórmula fue políticamente efectiva y logró captu-rar el entusiasmo y el apoyo de los cuadros medios del Partido Bolche-vique en momentos cruciales. Trotsky esperaba que la revolución euro-pea viniese a la ayuda de la Revolución Rusa; esa era la única vía para avanzar sólidamente hacia la construcción del socialismo en la urss. La consigna de Stalin era mucho más simple, y si bien sus deficiencias teó-ricas eran obvias para los sectores ideológicamente maduros del partido, contenía una proposición clara y positiva: es posible completar la cons-trucción del socialismo en la urss aun sin la revolución europea y hay que hacerlo. Para Trotsky, la «revolución permanente» implicaba, entre otras cosas, que Rusia por sí misma no sería capaz de avanzar lejos en la edificación del socialismo; la revolución tendría que atravesar las fronte-ras nacionales y alcanzar la fase internacional como único camino para sobrevivir y preservar su carácter socialista. Stalin decía: «Rusia puede

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Isaac Deutscher, Stalin. Harmondsworth: Penguin Books, 1972, p. 292. Ibid., p. 232.

sostenerse por sí misma, y puede construir el socialismo en forma auto-suficiente».

Como lo expresa Deutscher, las doctrinas políticas pueden clasificar-se en dos grandes categorías: «... aquellas que, proviniendo de una larga cadena de ideas, se dirigen audazmente hacia un futuro remoto; y aque-llas que, no siendo ni profundas ni originales en sus anticipaciones, son capaces de sintetizar grandes y poderosas emociones y tendencias de opinión que hasta entonces permanecían desarticuladas. La tesis de Sta-lin pertenecía obviamente a la segunda categoría».8 La habilidad mani-pulativa de Stalin excedió la brillantez teórica de Trotsky; no ha sido éste el único caso en la historia, pero tal vez ninguno haya tenido tan hondas consecuencias.

Es verdaderamente sorprendente constatar hasta qué punto Stalin fue subestimado por todos los que en algún momento se convirtieron en sus adversarios. Esta sistemática subestimación de la fuerza y de las am-biciones de Stalin se prolongó hasta que ya no quedaban enemigos de ta-lla que pudieran oponerse al «hombre de acero».

Escasos desarrollos históricos de importancia han sido tan poco conspicuos y han parecido tan irrelevantes a sus contem-poráneos como la enorme acumulación de poder en manos de Stalin, que tuvo lugar en vida de Lenin. Dos años después de finalizada la guerra civil, ya la sociedad rusa vivía virtualmente bajo el mando de Stalin, sin que ni siquiera conociese el nombre de su jefe. Más extraño aún, Stalin fue llevado a esas posiciones de poder por sus propios rivales. Hubo numerosas situaciones dramáticas en su lucha posterior contra esos adversarios, pero la pelea comenzó sólo después de que Stalin había sujetado fir-memente las palancas del poder, y luego de que sus oponentes, dándose cuenta del error cometido, habían tratado de apartarle de su posición dominante. Pero ya para entonces Stalin se había hecho inamovible.9

¿En qué creía Stalin?, ¿qué buscaba? No cabe duda de que deseaba el poder, pero, ¿para qué? Según Milovan Djilas: «Cualesquiera sean los es-

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Milovan Djilas, Conversations with Stalin. Harmondsworth: Penguin Books, 1969, p. 145. André Malraux, La corde et les souris. Paris: Gallimard, 1976, p. 28. Djilas, p. 68.

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tándares que utilicemos para juzgarle, Stalin tiene en su haber la gloria de ser el más grande criminal de la historia [...] En él se combinaban la crueldad de Calígula con el refinamiento de Borgia y la brutalidad de Iván el Terrible».10 Pero todo ese poder, las purgas, la enorme convulsión histórica del proceso de colectivización, ¿qué significaban para Stalin? En sus Memorias, Malraux relata que «En una ocasión pregunté a Gor-ki si Stalin pensaba algo sobre el sentido de la vida. Gorki me respondió con cierta ironía: “Él piensa que los hombres están sobre la tierra para convertirse en comunistas, y que los comunistas existen para hacer rei-nar la justicia”. No está mal –dijo entonces Malraux– dentro del género monolítico. Y Gorki: “Stalin lo ha inventado”».11 Las motivaciones más profundas de Stalin, sus convicciones e ideas básicas acerca de su pro-pio papel en medio de los trascendentales acontecimientos que tuvieron lugar durante su existencia son apenas borrosas imágenes de una perso-nalidad fría, sinuosa, calculadora: «Como resultado de su ideología, sus métodos, su experiencia personal y herencia histórica, Stalin sólo con-fiaba en aquello que pudiese sujetar y dominar firmemente...».12 La figu-ra de Stalin encarna el poder absoluto, su soledad y su aterradora gran-deza; quizá por ello sea tan enigmática e inescrutable.

Carr se ha referido a Stalin como «la más impersonal de las grandes figuras históricas». Tal afirmación no deja de estar influida por la tesis de Trotsky sobre Stalin: el hombre creado por la maquinaria para servir sus intereses burocráticos, y el problema con esa tesis es su carácter li-mitado. Stalin no era un brillante intelectual, pero tenía puntos de vista propios sobre el marxismo y el desarrollo del socialismo; sus apreciacio-nes eran dogmáticas, pero poderosas en sus efectos inmediatos. Lo que impresiona negativamente de la figura de Stalin no es la ausencia de una personalidad definida, sino la naturaleza monolítica de su personalidad. En Stalin todo estaba centrado en el poder. Su historia como revolucio-nario y como político es una larga lucha por el poder personal, y su his-toria como jefe de Estado es un combate colosal para acrecentar no ya el poder del comunismo, sino el poder de Rusia, lo cual de hecho era para Stalin una y la misma cosa. De todos los retratos de Stalin realizados por quienes le conocieron, quizás el más lúcido y penetrante proviene de la pluma de De Gaulle:

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13Charles De Gaulle, Mémoires de guerre, vol. iii: Le salut, 1944-1946. Paris: Plon, 1959, pp. 73-74.

Stalin estaba dominado por la voluntad de poder. Acostumbra-do por una vida de complots a enmascarar su personalidad, su alma, a descontar las ilusiones, la piedad, la sinceridad, a ver en cada hombre un obstáculo o un peligro, todo en él era maniobra, desconfianza y obstinación. La revolución, el partido, el Estado, la guerra, le habían ofrecido las ocasiones y los medios de do-minar, y lo había logrado, utilizando a fondo las palancas de la exégesis marxista y el rigor totalitario, empleando una audacia y una astucia sobrehumanas, y subyugando o liquidando a los otros [...] Desde entonces, sólo frente a Rusia, Stalin la vio mis-teriosa, más fuerte y más durable que todas las teorías y que to-dos los regímenes. Él la ama a su manera. Ella le acepta como el zar para un período terrible, y soporta el bolchevismo para ser-virse del mismo como instrumento. Reunir a los eslavos, aplas-tar a los germanos, extenderse a Asia, acceder a los mares libres, esos eran los sueños de la patria y el déspota los hizo sus me-tas. Dos condiciones se requerían para triunfar: hacer del país una gran potencia moderna, es decir una potencia industrial, y llegado el momento, ir a una guerra mundial. Lo primero ha-bía sido logrado a un costo casi inconcebible en sufrimientos y pérdidas humanas. Cuando yo lo vi, Stalin acababa de lograr lo segundo en medio de tumbas y de ruinas. Su suerte fue haber encontrado un pueblo hasta tal punto paciente que la peor ser-vidumbre no le paralizaba; una tierra repleta de recursos tales que los más voraces saqueos no podían hacerla estéril, y aliados sin los cuales él no habría podido derrotar al adversario, pero que sin él tampoco podían abatirlo [...] Durante las quince ho-ras que duraron, en total, mis conversaciones con Stalin, yo per-cibí su política, grandiosa y disimulada. Comunista vestido de mariscal, dictador envuelto en su treta, conquistador con aire bondadoso, Stalin cambiaba sus rostros, y a pesar de la pasión áspera que transparentaba en ocasiones, lo hacía con cierto en-canto tenebroso.13

La calidad literaria de esta página de De Gaulle supera a muchas otras escritas sobre Stalin; sin embargo, el enigma permanece. ¿Que había de-trás del rostro inescrutable, de la mirada fija en atenta y tensa observa-

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14 George Kennan, Russia and the West under Lenin and Stalin. New York: Little, Brown & Co., 1960, p. 248.

ción, de la figura imperturbable del todopoderoso dictador cuyas órde-nes movilizaban a una vasta masa humana en una avasallante empresa histórica?

Lenin y Trotsky eran políticos revolucionarios como Stalin, pero eran más que eso: eran hombres de una amplia cultura, con una personali-dad humana e intelectual polifacéticas. De Lenin sabemos que escucha-ba con deleite la Appassionatta de Beethoven, que leía a Tolstoi y valoraba su amistad con Gorki. Su ascendiente sobre los demás era espontáneo y se basaba en el reconocimiento de una superioridad intelectual y del im-pacto de su fe revolucionaria. Trotsky poseía, de los tres, la personalidad humana más rica y compleja. La amplitud de sus intereses intelectuales se manifestaba en múltiples terrenos que iban desde la crítica literaria hasta la teoría militar. En Stalin sólo encontramos, aparentemente, un monótono acrecentamiento y un implacable ejercicio del poder. Mas el retrato que dibuja De Gaulle contiene un trazo que revela otros rasgos: Stalin era un «comunista vestido de mariscal», un «dictador envuelto en su treta», un «conquistador con aire bondadoso»; en otras palabras, Sta-lin era un actor de la política y no sólo un actor político, y ¿quién sabe si quizás jugaba con fruición sus papeles en el inmenso escenario histórico que le tocó vivir? George Kennan, y también Djilas, que tuvieron la opor-tunidad de observar a Stalin desde cerca, coinciden en hablar de él como «un actor consumado».14 Tal vez esa misma habilidad histriónica, esa ca-pacidad para representar un papel, explique en parte la apariencia de im-personalidad que transmite Stalin.

En el verano de 1941 Roosevelt envió a uno de sus más íntimos colabo-radores a Moscú a ver a Stalin. Así describió Hopkins su visita:

Ni una sola vez se repitió. Stalin hablaba con fuerza [...] Me re-cibió con unas breves palabras en lengua rusa, sin frases vanas ni gestos inútiles, sin ningún tipo de afectación. Uno hubiese creído que le estaba hablando a una maquina perfectamen-te coordinada, a una máquina inteligente. José Stalin sabía lo que quería, y lo que Rusia quería, y suponía que usted también lo sabía [...] Sus respuestas eran rápidas y precisas, como si las hubiese tenido listas desde hacía años [...] Nadie hubiese podi-

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Citado por Emmanuel D’Astier, Sur Staline. Lausanne: La Guilde du Livre, 1967, pp. 91-92. Víctor Vidal, «Demonio y política», El Nacional, Caracas, 7 de abril de 1978.

do olvidar la imagen del dictador de Rusia mientras me miraba partir: silueta austera, ruda, resuelta, con botas que brillaban como espejos, un pantalón ancho y grueso y camisa bien ajus-tada. No portaba ninguna insignia, ni militar ni civil [...] Stalin no parecía tener ninguna inquietud.15

¡Qué imagen tan adecuada para un dictador! ¿Es acaso grotesco, casi impúdico, imaginar que Stalin, en la soledad de sus habitaciones del Kremlin, haya reído alguna vez de sí mismo, del papel que representaba? Alguien ha relatado cómo en una ocasión, en un almuerzo ofrecido por el ex ministro de Franco, Arias Salgado, este último afirmó:

Stalin viaja con frecuencia y no se dan explicaciones de dónde va. Pero nosotros lo sabemos. Se va a la República de Azerbai-jan, y allí, en un pozo abandonado de las exploraciones petrolí-feras, se le aparece el diablo, que surge de las profundidades de la tierra. Stalin recibe las instrucciones diabólicas sobre lo que debe hacer en política. Las sigue al pie de la letra y esto explica sus éxitos pasajeros.16

Una explicación poco científica de la historia, desde luego, pero ilus-trativa de un punto: la magia que irradia una figura aparentemente ina-sible tras su poder total. Quizás Stalin quiso lograr, y de hecho lo hizo, que la mayoría de los que se acercan a su personalidad histórica para tra-tar de interpretarla, terminen convencidos de que el seudónimo «hom-bre de acero» la sintetiza por completo. Stalin, al contrario de Trotsky, nunca habría escrito una autobiografía; su temperamento no se lo per-mitía. Además, habría tenido que explicar por qué escogió el seudónimo «hombre de acero», y eso hubiese sido ir demasiado lejos. Stalin lo com-prendía: la voluntad de poder no debe manifestarse tan explícitamente, a riesgo de cerrarle el camino en forma prematura. Stalin supo actuar su papel hasta convertirlo en enigma.

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112La transformación de la URSS

Colectivización y purgas

En abril de 1929, la decimosexta Conferencia del Partido Comunista So-viético, bajo la égida de Stalin, aprobó la versión máxima del primer plan quinquenal, destinado a convertir a la urss en una nación industrial en tiempo récord. Las metas incluían acrecentar la producción industrial en 18%, las inversiones en 228%, el consumo en 70% y la producción agrí-cola en 55%. Los señalamientos acerca del carácter exageradamente am-bicioso y hasta utópico de tales cifras fueron prontamente calificados de desviacionistas, productos de la traición y la herejía. Stalin se había lan-zado a la ofensiva y nada iba a detenerlo; el plan quinquenal era el instru-mento que le permitiría movilizar bajo su liderazgo a decenas de miles de militantes bolcheviques y a millones de hombres y mujeres soviéticos en una empresa económica sin precedentes en la historia. Stalin alcan-zaría el poder supremo dirigiendo la maquinaria política del partido ha-cia la transformación radical de la sociedad soviética.

Las exigencias de inversión del plan quinquenal tenían que ser cu-biertas mediante la extracción del excedente económico producido por vastos sectores sociales. El plan exigía un esfuerzo supremo y precipita-ba el conflicto que venía gestándose con el campesinado. El objetivo era convertir a Rusia en una nación industrializada y ello conducía al aplas-tamiento del sector social más atrasado del país: los campesinos, la in-mensa masa humana que poblaba Rusia y sobre la cual se descargaría el peso implacable del estalinismo en la forma de un violento proceso de colectivización. La «revolución desde arriba» de Stalin reclamaba el más férreo control estatal de la producción y el abastecimiento; la colectivi-zación masiva de la agricultura estaba implícita en la lógica misma del plan quinquenal y Stalin ordenó su ejecución, sin ningún aviso o prepa-ración previa, en una declaración hecha en noviembre de 1929. Ningún congreso o conferencia del partido se había reunido para considerar la nueva política; Lenin, antes de morir, había advertido sobre los peligros de emplear la violencia contra las masas campesinas. Stalin no hizo caso y asumió todos los riesgos, tal vez impulsado por un designio plenamen-te consciente, quizá obligado por las circunstancias, posiblemente am-bas cosas. La colectivización sería llevada a cabo por una maquinaria partidista predominantemente urbana, por hombres que en buena par-

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17Alec Nove, An Economic History of the ussr. Harmondsworth: Penguin Books, 1972, p. 191.

te desconocían los problemas rurales y que no tenían un lenguaje común con los campesinos. La colectivización significaba tanto la eliminación de los kulaks, o campesinos «ricos», mediante el exilio o la destrucción fí-sica, y la concentración de los otros estratos del campesinado en granjas colectivas, profundamente odiadas por la mayoría. Sólo la fuerza, una violencia muy amplia y sistemática podía lograr tales propósitos sobre una población de millones de seres, pero Stalin no daría marcha atrás, y así lo hizo saber con típica crudeza: «Cuando se ha cortado una cabeza, no tiene sentido preocuparse por el cabello».

Los horrores de la colectivización fueron muchos, enormes los pa-decimientos infligidos a un campesinado atrasado e imposibilitado de plantear una oposición organizada ante las políticas de Stalin. Hacia 1934, la lucha había concluido y la gran masa campesina rusa se hallaba doblegada. Entretanto, el primer plan quinquenal, si bien no había al-canzado las metas previstas en todos los renglones, arrojaba resultados verdaderamente impresionantes. En cinco años, la producción indus-trial había aumentado (100 millones de rublos) de 18.3 a 43.3; la produc-ción de electricidad (100 millones de kilovatios), de 5.05 a 13.4; la de car-bón (millones de toneladas), de 35.4 a 64.3; la de petróleo (millones de toneladas), de 5.7 a 12.1; la fuerza de trabajo empleada había crecido de 11.3 a 22.8 millones.17

El costo había sido enorme y el país yacía exhausto, mas las bases de una moderna y poderosa estructura industrial habían sido echadas. El segundo plan quinquenal, que cubrió el período desde 1933 hasta 1937, cambió aún más la fisonomía del país. Stalin estaba «sacando a Rusia de la barbarie con métodos bárbaros».

Los años de 1934 y 1935 habían dado pie a alguna dosis de optimismo y tranquilidad por parte del pueblo soviético, luego de los rigores del pe-ríodo anterior. Las condiciones económicas mejoraban y Stalin anunció una nueva Constitución, que según los apologistas del régimen era «la más democrática del mundo». Pero el pueblo soviético no tenía tregua: en 1936, Stalin desató la maquinaria de terror que durante los dos años siguientes convulsionaría a la sociedad soviética hasta sus cimientos, en una purga de enormes dimensiones. Aún hoy, a pesar de las montañas de evidencia acumuladas sobre la escala y consecuencias de las purgas estalinistas, cuesta trabajo creer en las cifras, captar en toda su atroz rea-

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114lidad el proceso a través del cual Stalin se erigió definitivamente en la fuente suprema de poder en la urss.

El mundo se enteró de lo que ocurría primeramente por los «juicios» a que fue sometida la plana mayor de la dirigencia bolchevique, los com-pañeros de Lenin, los líderes de la Revolución de Octubre. A lo largo de tensas y teatrales sesiones, en las que la «justicia revolucionaria» se con-vertía en el instrumento de venganza de Stalin, los grandes hombres del bolchevismo, Zinoviev, Kámenev, Bujarin, Rykov, Pyatakov, Kakovsky y otros fueron sometidos a humillaciones y bombardeados con todo tipo de acusaciones, las cuales, según los «jueces», les hacían merecedores del más serio castigo. Trotsky se había salvado provisionalmente de la retribución estalinista, pero ésta le alcanzaría poco tiempo después en su exilio mexicano. La condena de los más destacados bolcheviques fue sólo una mínima parte de un vasto ciclo de represión y muerte. La mayo-ría de las víctimas pereció en secreto, silenciada bajo los mecanismos de un aparato policial con poderes derivados de manera directa de la volun-tad de Stalin.

¿A quiénes afectó la gran purga? En primer lugar, a los más altos diri-gentes del Partido Comunista, incluyendo a buen número de miembros de la facción estalinista que en determinado momento fueron conside-rados «poco confiables» por Stalin, bien sea porque hubiesen tratado de limitar de alguna forma su poder o porque hubiesen intentado detener la marea del terror. Este primer grupo incluyó a la gran mayoría de los miembros del Comité Central, unos cien de los 130 participantes, y la mayor parte de los delegados al Congreso del partido, hombres con ran-go ministerial, que hasta entonces habían servido a Stalin. Esto signifi-có un golpe tremendo al partido creado por Lenin; los mejores cuadros dirigentes que habían sobrevivido al Octubre Rojo y a la guerra civil su-cumbieron ante la feroz ambición del «hombre de acero».

En segundo lugar, la gran purga fue desatada contra el Ejército Rojo, afectando a un gran número de altos jefes militares. El mariscal Mijaíl Tukhachevsky, uno de los hombres más brillantes en las Fuerzas Arma-das soviéticas, fue de los primeros en ser acusado. De los ochenta miem-bros del Soviet Militar en 1934, solamente quedaban cinco en 1938. Los once comisarios delegados para la defensa fueron eliminados. Todos los comandantes de los distritos militares habían sido ejecutados para el ve-rano del año 1938. Trece de quince comandantes de ejércitos, 57 de los 85 comandantes de cuerpos, 110 de los 195 comandantes de división y 220 de

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18Alan Clark, Barbarossa. Harmondsworth: Penguin Books, 1966, pp. 60-61.

los 406 comandantes de brigada fueron ejecutados. El mayor número de pérdidas en la oficialidad soviética se produjo entre aquellos con rango de coronel hacia abajo, hasta alcanzar el nivel de comandante de com-pañía.18 Todos los almirantes en las distintas flotas soviéticas y sus su-plentes fueron eliminados, y miles de oficiales de todos los rangos fueron enviados a los campos de prisioneros. La acusación era: «traición». De los mariscales sólo sobrevivieron Budenny y Voroshilov, ambos cómpli-ces incondicionales de Stalin. El Ejército Rojo como instrumento militar quedó casi absolutamente en ruinas, sin conductores de talla y sin supe-riores capaces de afrontar inteligentemente las nuevas condiciones de la guerra moderna. Esto se haría patente poco más tarde en la guerra contra Finlandia y durante las primeras etapas de la guerra contra la Alemania nazi.

En tercer lugar, la gran purga cobró un gran porcentaje de víctimas entre los científicos, dirigentes de empresas estatales, ingenieros e inves-tigadores en ramas diversas. Las consecuencias fueron muy graves y ex-plican la paralización virtual del crecimiento económico en la urss en 1937. La cuarta categoría incluyó a casi todos los jefes del partido y diri-gentes estatales en las distintas repúblicas nacionales dentro de la urss, basándose en cargos de «traición», «nacionalismo burgués» y otros. En quinto lugar, los jefes de la policía secreta (nkvd) en 1936, los mismos hombres que, como Yagoda, habían llevado a cabo al pie de la letra las órdenes de Stalin, instrumentado con temible perfección el terror ma-sivo, fueron a su vez destruidos junto a la mayoría de los altos oficiales de los organismos represivos. La sexta categoría de víctimas fue quizás más amplia y genérica que las anteriores, pues incluyó a aquellos que te-nían contactos en el extranjero, aun cuando fuesen relaciones legítimas; los diplomáticos, representantes comerciales, agentes de inteligencia y muchos líderes comunistas residentes en Rusia, que habían llegado allí en busca de refugio o en cumplimiento de alguna misión política. Final-mente, la purga se extendió entre aquellos que de una u otra manera esta-ban relacionados con las otras categorías de víctimas: subordinados, co-legas, amigos, asociados y familiares que llenaban los siempre crecientes campos de concentración. Después de dos años de esta casi inconcebi-ble e inhumana experiencia histórica, la Unión Soviética yacía postra-da ante Stalin, débil pero nunca acabada del todo. ¿Cuántos perecieron

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Alec Nove, Stalinism and After. London: Alien & Unwin, 1973, p. 54. Deutscher, Stalin, p. 372.

en las purgas? Los cómputos realizados por diversos historiadores son variables, pero nunca bajan de millones. Algunos calculan un total de víctimas de la represión estalinista que asciende a los 12 o 15 millones de seres humanos, cifra extraordinariamente alta y sin embargo creíble.19 ¿Qué otras naciones en la historia han logrado recuperarse de convulsio-nes como ésta? Y todavía faltaba a la urss atravesar por la experiencia de la Segunda Guerra Mundial y su estela de 20 millones de muertos...

Luego de constatar estos hechos, tan atroces que bordean los límites de lo fantástico, restan por formularse tres preguntas: ¿Qué se propuso Stalin con las purgas, cuáles eran sus objetivos? ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Cómo logró desatar tal grado de represión sin que se tambalease su au-toridad? Stalin quería y buscaba el poder supremo, y la gran purga eli-minó todas las alternativas a su propio poder personal. Al destruir a sus enemigos, actuales y potenciales, reales e imaginarios, Stalin creó un va-cío de poder que sólo él estaba en capacidad de llenar. La «revolución desde arriba» había afectado a muchos y generado odios intensos; Sta-lin y sus asociados seguramente percibían los signos de ese torrente opo-sicionista contenido, que podía de pronto salirse de los cauces en que le mantenía la represión y arrollarlo todo a su paso. El peligro de guerra con la Alemania de Hitler aumentaba día tras día; en esa confrontación, en caso de producirse, un fracaso soviético podía abrir las compuertas para la suplantación del gobierno de turno. Pero Stalin no iba a conce-derle esa oportunidad a sus opositores; Stalin tomaría las medidas nece-sarias para cerrarles el paso antes de que tuviesen lugar acontecimientos que pudiesen abrir canales de poder efectivo a una oposición organiza-da, destruyendo a sus enemigos y manchando sus reputaciones: «El ver-dadero motivo de Stalin era destruir a los hombres que representaban la posibilidad de un gobierno alternativo, o quizás de varios gobiernos alternativos [...] La eliminación de todos los centros políticos desde los cuales, en ciertas circunstancias, podía emanar ese intento de crear otra fuente de poder fue la consecuencia directa e innegable de las purgas».20 Stalin temía una guerra prematura con Hitler, y sin embargo liquidó a los más brillantes y capaces oficiales de su Ejército, ¿por qué? Estos hom-bres tenían magníficas reputaciones, y gozaban del respeto y la lealtad de sus subordinados; ello les convertía, a ojos de Stalin, en conspirado-

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21Nove, Stalinism..., p. 57.

res potenciales, en muy peligrosos rivales, y por esa razón debían ser li-quidados. Cuando Hitler invadió Rusia en junio de 1941 se produjeron desastres militares más graves de los que nadie había previsto; el Ejército Rojo sufrió derrotas catastróficas, y por momentos, muchos llegaron a pensar que la Unión Soviética sería irremediablemente derrotada. Pero el poder de Stalin no sucumbió: a pesar de los fracasos, en buena parte el resultado de sus propios errores, nadie se atrevió a cuestionar al jefe su-premo. Stalin estaba solo con todo el poder.

Lo que más sorprende en todo esto no es la desmedida ambición de Stalin, otros muchos la han tenido; lo asombroso se encuentra en el gra-do de crueldad utilizado, en la voluntad implacable de llegar hasta el fin para liquidar físicamente a los adversarios. El historiador británico Alec Nove relata que un viejo militante comunista, que había estado a favor de Stalin en el período de la purga a Bujarin, le dijo en una ocasión: «No obstante, no había razón para no haber enviado a Bujarin como profesor de una escuela primaria en Omsk».21

Es decir, no era necesario matar a Bujarin, bastaba con neutralizar-lo políticamente, con enviarlo a un lejano pueblo del interior de Rusia a enseñar a leer a los hijos de campesinos siberianos. Mas Stalin no creía en la piedad; para él, la lucha por el poder era algo que exigía medidas ra-dicales, con un inevitable ingrediente de crueldad. Durante las purgas, Stalin llegó a consentir en la ejecución de Abel Lenoukidze, uno de sus allegados más íntimos y padrino de su esposa Nadia, quien había come-tido suicidio debido, según muchos, a los maltratos a que era frecuente-mente sometida. Ante la muerte de Lenoukidze, Trotsky, del otro lado de los mares, escribió: «Caín, ¿qué has hecho con tu hermano Abel?». El terror estalinista no conocía límites.

Stalin tuvo el cuidado de producir una justificación teórica para sus medidas represivas. Marx y Lenin habían afirmado que el Estado ten-dería a desaparecer a medida que avanzaba el proceso de edificación del socialismo. Stalin, por el contrario –y todos aquellos que desde enton-ces, consciente o inconscientemente, le han seguido– afirmaba que en un ambiente hostil, rodeado de países capitalistas, el Estado socialista no podía desaparecer. Es más, a medida que el socialismo avanza, la lu-cha de clases se hace más intensa y se acentúan las conspiraciones de los adversarios del sistema soviético, acrecentando asimismo la necesidad

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118de una mayor severidad contra los enemigos del comunismo. Stalin creó el mito de que el poder del Estado dentro del socialismo antes de desapa-recer tiene que ser maximizado.

Las motivaciones de la purga se enraízan en la sed de poder de Stalin, en su convicción de que sólo él podía conducir a la urss a un destino más alto y salvaguardar el socialismo. Ahora bien, ¿cómo pudo Stalin man-tener la marcha a toda máquina y por tanto tiempo de los mecanismos de terror sin que ello suscitase una vasta oposición organizada? La res-puesta es que las purgas, al mismo tiempo que destruían y marginaban a decenas de miles de personas, daban a otras muchas oportunidades que antes no habían tenido, abriendo para ellos nuevas posiciones y canales de progreso social. Estas generaciones de relevo hallaban el vacío creado por la represión estalinista y lo ocupaban con avidez. El enorme esfuer-zo de crecimiento económico que se desarrollaba al mismo tiempo que las purgas y que estaba encauzado por los planes quinquenales, les brin-daba nuevas vías de realización individual unidas a las de toda la nación. Como lo expresa Deutscher: «La razón más profunda para el triunfo de Stalin se encontró en que [...] ofreció a su nación un programa positivo y novedoso de organización social, que si bien significaba sufrimiento y privaciones para muchos, también creaba oportunidades insospecha-das para muchos otros. Estos últimos tenían interés en la continuación del mando de Stalin, lo cual, en última instancia, explica por qué Stalin no quedó suspendido en el vacío luego de la liquidación de la vieja guar-dia bolchevique. Por casi tres años su puño de hierro había barrido con todas las posiciones de poder en el Estado y el partido. Sólo un pequeño grupo de toda la masa de administradores que ocupaban cargos en 1936 se encontraban aún en sus posiciones en 1938. Las purgas produjeron in-numerables ausencias en todos los campos de la autoridad pública. En los cinco años desde 1933 a 1938, alrededor de medio millón de adminis-tradores, técnicos, economistas y otros profesionales se habían gradua-do en la urss, un número muy elevado para un país cuyas clases educa-das habían previamente constituido sólo un minúsculo segmento de la sociedad. Estos eran los hombres que sustituyeron a quienes habían pe-recido en las purgas; sus miembros, sometidos por años a la propaganda estalinista, eran hostiles hacia la vieja guardia bolchevique o indiferen-tes respecto a su destino. Los nuevos grupos dirigentes se lanzaron a su trabajo con un celo y un entusiasmo que no opacaban los terribles even-tos que tenían lugar en el país. Sus credenciales eran ciertamente mo-

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22Deutscher, Stalin, pp. 380-381.

destas; no tenían casi ninguna experiencia práctica. La urss tendría aún que pagar un precio exorbitante por el aprendizaje práctico de sus fun-cionarios públicos, gerentes industriales y comandantes militares, y ese aprendizaje duraría hasta las etapas finales de la Segunda Guerra Mun-dial.22 La gran purga eliminó toda una élite burocrática que había con-tribuido a elevar a Stalin al poder, pero en la cual sobrevivían demasia-dos elementos críticos y un potencial de independencia mal visto por un hombre ansioso de mando total. A su vez, las purgas y los planes quin-quenales crearon una nueva élite burocrática, que reemplazó a la ante-rior y de cuya mentalidad domesticada Stalin tenía poco que temer. Él sería el árbitro supremo e incuestionable en todos los asuntos del Estado. Él, sin escuchar críticas y consejos de nadie, protegería las conquistas de la revolución.

Fascismo y política exterior

Al igual que otras grandes figuras históricas, Stalin se destaca tanto por la magnitud de sus realizaciones así como también por la trascendencia y gravedad de sus errores. El período de la historia europea que va de 1928 a 1933 presenció el ascenso y consolidación del nazismo en Alemania; esta enorme tragedia, que desembocaría en el cataclismo de la Segunda Guerra Mundial, no fue el producto de una fuerza social incontenible ni de la acción de un talento político predestinado. El triunfo de Hitler fue en buena parte el resultado de la incapacidad de sus enemigos, muy prin-cipalmente del Partido Comunista alemán y de la dirigencia estalinista del Partido Comunista soviético, para comprender el verdadero carácter del movimiento nazi, sus orígenes sociales y objetivos políticos. Los na-zis, que consideraban a los comunistas como sus más tenaces e implaca-bles enemigos, no encontraron en éstos la férrea oposición, la claridad y constancia políticas que podrían haberles cerrado el paso hacia el poder. Por el contrario, el partido alemán, controlado desde Moscú por una In-ternacional Comunista sujeta a los vaivenes de la lucha interna entre es-talinistas y antiestalinistas, sólo fue capaz de reaccionar con vigor ante la amenaza hitleriana cuando ya era demasiado tarde, y los nazis habían dado inicio desde el poder al desmantelamiento total de las organizacio-nes obreras y «progresistas».

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23 Nove, Stalinism..., p. 39.

En 1928, la Internacional Comunista (Comintern) dio un «viraje a la izquierda» en su línea política que forzó a los partidos comunistas eu-ropeos, en especial al alemán, a adoptar una posición rígida y sectaria ante cualquier idea de alianzas o «frente unido» con otros partidos de centroizquierda (como los socialdemócratas) para enfrentar conjunta-mente la amenaza fascista. De hecho, esta seria amenaza fue casi com-pletamente ignorada y se estipuló que el «enemigo número 1» de los par-tidos comunistas, el adversario sobre el cual debían concentrar en primer lugar todas sus energías políticas, era precisamente la izquierda no co-munista, y a los socialdemócratas se les calificó de «social-fascistas». Es decir, que la Internacional Comunista no sólo no reconoció al fascismo como el enemigo principal de la clase obrera alemana y europea, como un enemigo mortal e implacable ante el cual sólo cabía un enfrentamien-to radical, sino que a la vez estableció una línea política que exacerbaba las diferencias en el propio seno de los movimientos obreros, dividien-do las fuerzas en momentos en que la unidad y la solidaridad se hacían cuestiones de vida o muerte.

¿Cómo fue posible todo esto? Este grave error político, que tanto con-tribuyó a erosionar las capacidades defensivas de la izquierda y de la cla-se obrera alemana en un momento decisivo de su historia, no fue el pro-ducto de una ceguera temporal de sus dirigentes, sino en buena parte el resultado de la disputa dentro de la Internacional Comunista entre Stalin y Bujarin, para entonces jefe de la facción «moderada». Ya Trots-ky había perdido la batalla contra Stalin y se encontraba en el exilio. Bu-jarin permanecía como el único líder que aún planteaba un reto a Stalin, y la Internacional se convirtió en la arena de esa confrontación interna, lo cual tuvo a su vez enormes consecuencias en el exterior de la urss. La línea «ultraizquierdista» y sectaria fue utilizada por Stalin para atacar a Bujarin y asegurar a los suyos el control de la Internacional, lo cual sig-nificaba también el control de otros partidos comunistas en Europa y el resto del mundo: «Es difícil leer la mente de los hombres, en especial una mente tan enigmática como la de Stalin, pero es muy posible que haya usado la Internacional no como un instrumento de acción exterior sino como otra arma en su lucha por el poder dentro de la urss».23 En reali-dad, la evidencia sugiere que Stalin y sus «leales» no solamente utiliza-ron la polémica en el seno de la Internacional para servir sus intereses de

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24Deutscher, Stalin, p. 402.

poder en la Unión Soviética, sino que efectivamente subestimaron en forma que bien puede calificarse de suicida la amenaza nazi.

Trotsky sí percibió el peligro. Exiliado en una isla del mar Negro, ex-pulsado del Partido Comunista soviético, calumniado y vilipendiado, sujeto a amenazas contra su vida y la de su familia, este gran líder y teó-rico revolucionario realizó en esos años el que fue quizás su más impor-tante acto político luego de su salida de la urss, un verdadero tour de force teórico que constituye hoy por hoy uno de los más completos y profun-dos análisis de las raíces sociales y significado político del fascismo.

En palabras de Deutscher:

Ningún estudioso de estos asuntos puede pasar por alto el enor-me contraste entre la falta de entendimiento e imaginación que Stalin, teniendo bajo su mando todos los recursos de informa-ción e inteligencia de un gran poder y una vasta organización internacional, desplegó en este momento crucial y la agudeza y sentido de responsabilidad con los cuales Trotsky, desde su soli-tario exilio en la isla de Prinkipo, reaccionó ante la crisis alema-na [...] Trotsky siguió paso a paso el desarrollo del movimiento nazi, predijo anticipadamente cada una de sus fases y trató en vano de alentar a la izquierda alemana, a la Internacional y al gobierno soviético sobre la furia destructiva que estaba a punto de caer sobre sus cabezas.24

No cabe duda de que Trotsky cometió serios errores políticos en su confrontación con Stalin, y en este capítulo se han tratado de señalar al-gunas de las causas de su fracaso; pero en lo que respecta al análisis del fascismo, a la responsabilidad con que Trotsky asumió la tarea de adver-tir a la clase obrera y los sectores «progresistas» europeos sobre la ame-naza que se perfilaba en el horizonte, Trotsky logró elevarse por encima de todos sus adversarios, en un acto pleno de coraje personal. Trotsky no tenía dudas de que Hitler y los nazis en el poder significaban la des-trucción total de la izquierda y el movimiento obrero alemán, tanto del «reformista» (socialdemócrata) como del comunista. Por lo tanto, argu-mentaba, era necesario unir esfuerzos para cerrarle el camino y elimi-narlo antes de que fuese demasiado tarde. Para Trotsky era simplemente

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Leon Trotsky, The Struggle Against Fascism in Germany. Harmondsworth: Penguin Books, 1975, p. 56. Ibid., pp. 87-88.

una locura negar la diferencia entre la «democracia burguesa» y el fascis-mo, calificándolos a ambos como simples «formas diferentes de la opre-sión capitalista». Decir que «en última instancia no hay diferencia entre los socialdemócratas y los fascistas» era, afirmaba Trotsky, lo mismo que decir que «no hay diferencia entre un enemigo que engaña y traiciona a los trabajadores y un enemigo que simplemente quiere matarlos».25 En una democracia parlamentaria era posible la transacción y negociación social, así como el mantenimiento de organizaciones autónomas de la clase obrera, sindicatos, asociaciones, partidos políticos con una pren-sa libre y con amplia libertad de acción. El fascismo significaba el fin de todo esto, el cese de la negociación entre las clases y grupos sociales, y la liquidación de cualquier forma de poder autónomo de la clase obrera. El enemigo número uno eran Hitler y los nazis, y era criminal por parte de los dirigentes de la Internacional y el partido alemán seguir la línea esta-linista que dividía a comunistas de socialdemócratas, debilitando así el movimiento obrero y abriendo al fascismo la vía de la victoria:

Uno de los momentos decisivos de la historia se avecina –escri-bía Trotsky en 1931– [...] Que los ciegos y los cobardes se nie-guen a reconocer esto. Que los calumniadores y periodistas a sueldo nos acusen de estar aliados con la contrarrevolución... Nada debe ocultarse, nada debe empequeñecerse... ¡Obreros comunistas! Vosotros sois centenares de miles, vosotros sois millones... Si el fascismo llega al poder pasará como un tanque terrorífico sobre vuestros cráneos... Vuestra salvación reside en la lucha despiadada. Sólo una unidad combativa con los obre-ros socialdemócratas puede traer la victoria. Apresuraos... te-néis muy poco tiempo que perder.26

Trotsky pedía la preparación para la guerra civil contra los nazis por-que consideraba que ese duro camino era sin embargo el único que podía impedir a Hitler tomar el poder, y el único que podía ahorrarle a Alema-nia y al mundo la catástrofe que se dibujaba en el horizonte.

Trotsky, con mayor lucidez que nadie y mucho antes que nadie, perci-bió las características irracionales y totalitarias del nazismo, su sed des-tructiva y su radical voluntad de llevar hasta el fin los lemas de odio que

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Ibid., p. 90. Ibid., p. 425.

proclamaba. Sus escritos de los años de 1930 a 1933 son como clarines de alarma cuya reverberación impresiona aún hoy día. Ya en 1931 Trotsky afirmaba que: «Una victoria del fascismo en Alemania significa inevita-blemente una guerra contra la urss».27 Esa guerra tendría lugar, como predijo Trotsky, una década más tarde. En noviembre de 1933, con Hitler instalado en el poder, Trotsky escribía que «La fecha de la nueva catás-trofe europea será determinada por el tiempo necesario para el rearme alemán. No es una cuestión de meses, pero tampoco es una cuestión de décadas. Sólo pasarán unos años antes de que Europa sea de nuevo arras-trada a la guerra, a menos que Hitler sea detenido a tiempo por fuerzas internas de Alemania».28 Pero Stalin y la dirigencia comunista de la épo-ca tardaron mucho en reaccionar y darse cuenta de cuán peligroso era Hitler realmente. Sólo en julio de 1935, en el 7.º Congreso de la Interna-cional celebrado en Moscú, cambió la línea «ultraizquierdista» de ma-nera radical, hacia la constitución de amplios «frentes populares» con participación de socialdemócratas y hasta de liberales. Esta nueva posi-ción reflejaba un cambio de táctica en la política exterior soviética; aho-ra Stalin esperaba contener la amenaza nazi a través de una alianza con los poderes occidentales. Una vez comprendido el peligro, a Stalin no le quedaba otro remedio que buscar alianzas tácticas que impidiesen un enfrentamiento de la urss, por sí sola, contra Alemania, contra el Japón, o contra ambos países al mismo tiempo. Los errores estratégicos del pa-sado comenzaban a ser apreciados en toda su gravedad y había que tratar de superarlos con manipulaciones tácticas. En esta materia, y a pesar de su relativamente escaso conocimiento del mundo exterior, Stalin era un maestro.

El problema para el «hombre de acero» era que los poderes occiden-tales, en particular Gran Bretaña y Francia, no parecían estar dispuestos a enfrentarse a Hitler y preferían «apaciguarlo». A medida que crecía la amenaza nazi, Francia se paralizaba más y más, y Gran Bretaña, bajo el liderazgo de Chamberlain, se mostraba reticente a adoptar posiciones firmes contra una Alemania que se preparaba abiertamente para la gue-rra mientras proclamaba una política de expansión en Europa.

La situación había evolucionado de tal forma que de pronto dejó de parecer irracional para Stalin contemplar un pacto con Hitler, ante el riesgo de que la urss pudiese quedarse sola frente al poderío nazi, y

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124apoyada solamente por el temor y la indiferencia de los occidentales. No dejaba de tener cierto sentido para el ala dominante del conservatismo británico imaginar una guerra entre la Alemania nazi y la urss que des-gastase ambos poderes, e hiciese desaparecer del horizonte y como por encanto los nubarrones que oscurecían el panorama del Imperio. Sin duda, un pacto con Hitler iba a significar una enorme crisis dentro del movimiento comunista mundial; ello contradecía los principios básicos de la ideología marxista y echaba por tierra, reduciéndola a añicos, una política tardía de enfrentamiento antifascista elocuentemente sosteni-da por toda la maquinaria propagandística de la Internacional y los par-tidos comunistas alrededor de Europa. No obstante, un alto oficial de inteligencia soviético que desertó a Occidente en 1937 afirmó que ya para ese entonces Stalin delineaba la posibilidad de pactar con los nazis.

Lo cierto es que los poderes occidentales, críticamente carentes de preparación militar para detener a Hitler, y lo que es más importante sin la voluntad política de hacerlo, cerraron para Stalin las vías de una co-laboración eficaz. Durante la crisis checa en 1938, el gobierno soviético hizo renovados esfuerzos para cerrar filas con los poderes occidentales y plantear a Hitler una amenaza lo suficientemente creíble; sin embar-go, Francia y Gran Bretaña optaron por acceder a las demandas nazis y entregar Checoslovaquia sin ni siquiera tomar en cuenta a la urss. El vergonzoso «Pacto de Múnich» fue negociado a espaldas de la Unión Soviética, lo cual seguramente acrecentó las dudas de Stalin sobre la confiabilidad de una alianza con Gran Bretaña y Francia. Más tarde, lue-go de la ocupación de Praga por los nazis y de que Gran Bretaña exten-diese su «garantía» de defensa a Polonia, se iniciaron conversaciones entre soviéticos, británicos y franceses con miras a establecer mecanis-mos de cooperación militar. La lentitud de las negociaciones y la actitud siempre recelosa de los occidentales, acentuaron las sospechas soviéti-cas acerca de sus verdaderas intenciones, sospechas que, como se conoce hoy en día, estaban plenamente justificadas. Chamberlain aún confiaba en detener diplomáticamente a Hitler, y prefería no profundizar dema-siado los acercamientos con la potencia comunista. Cuando Hitler ata-có Polonia en 1939 los poderes occidentales nada hicieron, aparte de de-clarar la guerra, pues de hecho, militarmente, no podían hacer nada. La única forma en que la «garantía» a Polonia podía funcionar era a través de la participación efectiva del Ejército Rojo, que sí tenía la capacidad de enfrentar las tropas de Hitler en el Este. Pero esto era algo que ni siquie-

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125ra el propio gobierno polaco de la época, conservador y profundamente antisoviético, quería aceptar.

En agosto de 1939 los gobiernos de la urss y de la Alemania nazi fir-maron un «pacto de no agresión» y un «protocolo secreto adicional». En el pacto, ambas naciones se comprometían a permanecer estrictamente neutrales entre sí en caso de que alguna de ellas se viese envuelta en una guerra, y de paso establecían un conjunto de mecanismos de intercam-bio comercial de gran envergadura. El Pacto nazi-soviético era la culmi-nación de una década de errores políticos para la dirigencia estalinista, el punto final de un proceso que había llevado a la urss, el único país «so-cialista» del mundo y el motor de un movimiento revolucionario mun-dial, a negociar y llegar a acuerdos con un régimen que representaba la más cruel amenaza a la democracia y a la clase trabajadora europea, así como a todos los valores de libertad, dignidad y convivencia entre hom-bres y naciones. En el momento en que se produjo, el Pacto nazi-sovié-tico podía ser defendido, y de hecho lo fue, en términos de política de gran poder, de realpolitik; para Stalin, se trataba de ganar tiempo, evitan-do provisionalmente una confrontación con Alemania. Por otra parte, ni a Stalin ni a nadie podía pasarle por alto que al concluir el pacto, también a Hitler se le quitaba un gran peso de encima: la pesadilla de una guerra en dos frentes contra Occidente y la urss. En consecuencia, el pacto con la Unión Soviética dejaba el camino libre a Hitler para dar inicio a la gue-rra en occidente. Como «gran poder», la urss, gobernada por Stalin, in-tentaba ganar tiempo a costa del sacrificio del proletariado europeo-oc-cidental, que ahora quedaba solo a merced del poderío de la Wehrmacht. Así vieron las cosas miles de sinceros militantes comunistas que rompie-ron con sus partidos a lo largo de toda Europa, en Francia, Gran Bretaña, Bélgica, decepcionados ante la decisión del Kremlin.

El «protocolo secreto adicional» contenía aspectos igualmente graves y cuestionables en un poder supuestamente revolucionario, pues repre-sentaba todo un programa expansionista soviético que cubría no sólo la parte oriental de Polonia, sino también los Estados bálticos, la Besarabia rumana y partes de Finlandia. Esto se trataba de justificar como una me-dida destinada a fortalecer a la urss en tiempos de peligro, pero signifi-caba arrojar al «basurero de la historia» el hasta entonces principio favo-rito de la política exterior de Stalin: «... no queremos ni un solo metro de la tierra de otros». Otra de las graves consecuencias del pacto con los na-zis fue el abandono por parte de la urss de la política antifascista previa-

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126mente sostenida. Ello, como es lógico, produjo enorme confusión y de- sengaño dentro del movimiento comunista europeo. Una vez comenza-da la guerra en el frente occidental, la gran maquinaria propagandística soviética instaba a los comunistas a oponerse a la «guerra imperialista», tal como Lenin lo había hecho, en condiciones diferentes, durante la Pri-mera Guerra Mundial, sugiriendo muchas veces que de cierta manera Gran Bretaña y Francia eran aún más culpables que la Alemania de Hitler de haber iniciado el conflicto.

Una vez adoptada la política de pactar con los nazis, Stalin se aferró a ella inflexiblemente, en el intento de alargar al máximo el «respiro» que esa paz precaria, comprada a costa del abandono de tantos principios, le podía brindar a la urss. El propósito de Stalin era ganar tiempo, prose-guir con sus planes económicos y acrecentar el poderío soviético para ponerlo a funcionar en el momento más oportuno. Todos los indicios sugieren que Stalin esperaba que los poderes occidentales detuviesen a Hitler, o en todo caso que Gran Bretaña y Francia serían capaces de re-sistir decorosamente y por un período de tiempo prolongado la ofensiva alemana. La rapidez de los triunfos de Hitler tomó por sorpresa a Stalin y descalabró todos sus cálculos. No obstante, luego del ataque alemán a la urss en junio de 1941, Stalin continuó defendiendo públicamente la decisión de haber firmado el pacto con los nazis en el momento en que lo hizo. En su discurso del 3 de julio de 1941 Stalin dijo: «Algunos se pregun-tarán: ¿Cómo es posible que el gobierno soviético haya consentido con-cluir un acuerdo de no agresión con gente tan pérfida como Hitler y Rib-bentrop?; ¿no fue éste un grave error de parte del gobierno soviético?». Stalin negó que el pacto con los nazis hubiese sido un error, ya que «Ase-guramos la paz para nuestro país por año y medio y tuvimos la oportuni-dad de preparar nuestras fuerzas». La urss no sólo había ganado tiempo sino también territorio, que significaba mayor espacio para la defensa, y la ventaja moral de estar convencidos de que el adversario era el verdade-ro agresor en tanto que el gobierno soviético había mantenido una políti-ca de paz hasta el final.

La autojustificación de Stalin tendría mayor solidez si durante el tiem-po que duró el pacto con Hitler se hubiesen realizado con todo el vigor necesario los preparativos para una guerra, que supuestamente se con-sideraba inevitable, pero esto no fue así. El pacto con los nazis fue una maniobra que pareció arrojar buenos dividendos a través de los veintidós meses de su duración, pero que finalmente dejó a Stalin y a la urss solos

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127en el continente europeo ante una amenaza alemana que se había acre-centado y agravado gracias en parte a los suministros de materiales estra-tégicos escrupulosamente realizados por la urss, según los términos del acuerdo con Hitler. El intento de justificación de Stalin en julio de 1941 fue engañoso en dos sentidos: en primer lugar implicaba que Hitler ha-bía estado en una situación de relativa pasividad durante el período de vi-gencia del Pacto, pero la realidad era totalmente contraria. Liberado de la pesadilla de una guerra en dos frentes, los nazis subyugaron Europa, aña-diendo los recursos de una docena de países a la base logística del aparato bélico alemán. Hitler había extraído el máximo de provecho a su tiempo, y en 1941 era inmensamente más fuerte que en 1939, gracias en parte al apoyo económico soviético. En segundo lugar, era muy discutible la pre-sentación que hacía Stalin con respecto al presunto buen uso que él había dado al tiempo que le concedió el Pacto. Es cierto que Stalin ha servido de «chivo expiatorio» después de la guerra y ha sido puesto a jugar el pa-pel de único culpable de los desastres acaecidos a la implicaba que Hitler había estado en una en 1941 y 1942; sin embargo, no cabe duda de que una gran parte de la culpa recae sobre el que para entonces concentraba en sus manos gran parte el poder y la capacidad de tomar medidas que hubie-sen impedido derrotas de tal magnitud. Aferrado hasta el último minuto a la esperanza de evitar el ataque, Stalin no hizo ningún caso a los múlti-ples signos de la inminente ofensiva alemana y se abstuvo de movilizar fuerzas suficientes para enfrentarla. Su timidez parece haberse basado en la idea de que la movilización rusa de 1914 había precipitado la Pri-mera Guerra Mundial, pero aparte de que las circunstancias no eran las mismas, la falta de movilización soviética se agravó por la inexistencia de un plan de retirada coherente y por la concentración de tropas, equipos y depósitos en las fronteras, lo cual les hacía presas fáciles de los ataques de las «puntas de lanza» blindadas que luego procedían a rodearles:

... el cargo más serio contra Stalin se refiere a su desconsidera-ción de las opiniones de expertos militares [...] que insistían en la importancia de dispersar estratégicamente tropas e indus-trias hacia el este del país. Se hizo de hecho todo lo contrario, sin que tampoco se estableciesen planes para afrontar ataques, dis-rupción o captura de áreas en la parte occidental. Una vez toma-da la decisión de adoptar una «estrategia adelantada» (defen-derse en la propia línea de fronteras), aun a pesar de las graves

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John Erickson, The Road to Stalingrad. London: Weidenfeld & Nicolson, 1975, pp. 61-62. J. Erickson, The Soviet High Command. London: MacMillan, 1962, p. 599. Deutscher, Stalin, p. 447.

deficiencias existentes en esas zonas en materia de transporte, comunicaciones y facilidades militares, y de mover allí al Ejérci-to Rojo que carecía de una eficiente organización de apoyo des-de la retaguardia, la seguridad de la Unión Soviética fue puesta en enorme peligro.29

Como lo afirma Erickson en su excelente libro sobre el Alto Mando soviético, una vez que los alemanes atacaron penetrando profundamen-te a través de las defensas soviéticas y rodeando grandes contingentes en rápidas maniobras, encontraron también que «no había evidencia de que existiese un plan de retirada estratégica».30 La industria soviética no había sido dispersada hacia el Este, en consecuencia las grandes re-giones industriales de Moscú, Leningrado y Ucrania, que encerraban la columna vertebral del poderío industrial soviético, se vieron sometidas al riesgo de extinción por los nazis. La conversión de la economía para la guerra no comenzó sino hasta julio de 1941, y el primer «plan de mo-vilización económica» fue adoptado sólo una semana después del co-mienzo de la invasión alemana. A pesar de los esfuerzos que habían sido hechos para acumular material de guerra y preparar reservas de arma-mentos entre 1939 y 1941, los resultados no podían compararse al creci-miento del poder militar y económico alemán durante esa misma etapa:

Por tres largos años, el Ejército Rojo iba a confrontar casi por sí solo a las fuerzas de Hitler, a ceder amplios y valiosos territorios, a desangrarse más profusamente que cualquier otro ejército en la historia, y a esperar ansiosamente la apertura de otro frente en occidente. No obstante ese frente había estado allí en 1939 y 1940, y podía haber seguido allí más tarde si Stalin hubiese lan-zado a Rusia al combate en sus fases tempranas.31

Pero una vez comprometido con el pacto en 1939, Stalin se sujetó ob-sesivamente a esa decisión, combinando la falta de visión política con la insuficiencia y el carácter errático de las medidas económicas y militares tomadas para defender a la urss. En palabras del general soviético Kuro-

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32Citado por Robert Cecil, Hitler’s Decission to Invade Russia. London: Davis-Poyntern, 1975, p. 172.

chkin en 1965: «Stalin cometió graves errores antes de la guerra [...] en la evaluación de la situación militar y sus aspectos políticos [...] Este error de cálculo fue el responsable principal de la falta de preparación de las Fuerzas Armadas soviéticas».32

Después de las victorias de la Blitzkrieg hitleriana en Polonia y Fran-cia, Stalin debió haber adoptado medidas para hacer frente a esta nueva forma de guerra. Era evidente que las líneas estáticas de defensa no eran apropiadas ante las embestidas de los Panzer. Por otra parte, las grandes concentraciones de tropas en posiciones avanzadas eran tremendamen-te vulnerables a la táctica de penetración a través de los puntos débiles empleada por los nazis.

No obstante, el Ejército Rojo, diezmado cuantitativa y sobre todo cualitativamente por las purgas estalinistas, había hecho de la ofensiva a ultranza un verdadero artículo de fe. En caso de ataque enemigo, el Ejér-cito Rojo tomaría de inmediato la ofensiva para llevar la guerra al territo-rio del adversario, hasta obtener una «victoria decisiva a bajo costo». La confianza en estas fórmulas dogmáticas había llevado a Stalin en 1937 a suspender los preparativos para la «guerra de partisanos» o «guerra de guerrillas» realizada por la población en territorios ocupados por el ene-migo. Todo esto implicaba necesariamente mover la masa de las tropas hacia adelante, para esperar la ofensiva enemiga y recibirla de frente y en forma directa, lo cual brindaba al contrincante la oportunidad de repetir a mayor escala las exitosas tácticas de la Blitzkrieg.

«Ganar tiempo» había sido el objetivo de Stalin, quien llegó a decir a un diplomático norteamericano en 1941 que «Si Hitler me hubiese de-jado un año más, los alemanes no hubiesen nunca profanado el suelo ruso». Pero este pronunciamiento apologético tiene poco peso cuando se le compara con la lentitud, dogmatismo y desidia con las cuales el ré-gimen de Stalin enfrentó la situación. El pacto con Hitler fue una de las cartas más arriesgadas que jamás jugó Stalin. El acuerdo con los nazis llegó a mostrarse en determinado momento como una alternativa de «seguridad» para la urss, a pesar de lo que significaba en términos de sacrificio de principios políticos. Esto llegó a ser así en buena parte como resultado de la desastrosa política estalinista frente al fascismo, que tan-to contribuyó al ascenso de Hitler. Mas como lo había profetizado Trots-ky, la guerra entre los nazis y la urss era inevitable, y ningún tipo de

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130pacto podía impedirla. En 1941 Stalin tuvo que hacer frente a esa verdad, antes de lo que él había pensado y en desfavorables condiciones.

La guerra contra Finlandia

El fantasma de la guerra con Alemania acentuó, como era de esperarse, las preocupaciones del gobierno soviético en torno a la seguridad de sus fronteras occidentales. Debido a esto, Finlandia, que hasta 1917 había for-mado parte del Imperio ruso, volvió a adquirir una enorme importancia estratégica para los soviéticos. La costa sur de Finlandia y las islas finlan-desas del golfo dominaban los canales de navegación hacia Leningrado; en teoría, aquel que controlase esta costa estaría en capacidad de blo-quear todas las vías marítimas de acceso a Leningrado, la segunda ciudad soviética y el principal puerto de la urss en el Báltico. Era bastante claro que el uso o posesión de esa costa por un enemigo de la Unión Soviética significaba un grave peligro para la seguridad de Leningrado; de allí el in-terés de los líderes soviéticos en el área. A pesar de ser una nación con tan sólo 3.5 millones de habitantes, que por sí misma no amenazaba a nadie, la posición geográfica de Finlandia y su potencial estratégico podían ser explotados por otro gran poder, y era esto lo que preocupaba al gobierno soviético en sus negociaciones con los representantes finlandeses, parti-cularmente entre 1938 y 1939.

El estudio de la guerra entre Finlandia y la urss tiene interés ante todo como ejemplo de las dificultades y dilemas especiales que afronta un «pequeño Estado» en el esfuerzo de garantizar su seguridad y defensa nacional. Cuando a mediados de 1939 los soviéticos comenzaron a ejercer presión diplomática para que Finlandia hiciese una serie de concesiones, que permitiesen a la urss mejorar las defensas de Leningrado y de sus vías de acceso, el gobierno finlandés tenía dos opciones: o acceder a las proposiciones soviéticas –que, como veremos, ofrecían compensación a Finlandia–, lo cual significaba romper la neutralidad del país, o rechazar esas demandas, lo cual implicaba el riesgo de guerra con un poder enor-memente superior. Los dirigentes políticos finlandeses escogieron este último camino a pesar de la oposición de sus consejeros militares. Las razones para ello fueron, en primer lugar, la subestimación de la capaci-dad militar del Ejército Rojo y de la voluntad política soviética de lograr sus objetivos en Finlandia, y en segundo lugar, la idea equivocada de que Finlandia contaría con la pronta ayuda de otros poderes, bien fuese Ale-

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131mania, o Francia y Gran Bretaña, en un enfrentamiento bélico contra la urss.

Las apreciaciones del gobierno finlandés eran erróneas y correspon-dió a un militar, el mariscal C. G. Mannerheim, cuestionar la posición de los dirigentes políticos de su país. En febrero-marzo de 1939 los so-viéticos realizaron un nuevo esfuerzo de negociación directa a través de un emisario que fue enviado a Helsinki, con la siguiente proposición: en lugar de pedir una base militar en la isla de Suursaari, lo cual podía interpretarse como una ruptura de la neutralidad finlandesa, la Unión Soviética «alquilaría», o cambiaría por otros territorios, el grupo de pe-queñas islas en el golfo de Finlandia que cubren las vías marítimas ha-cia Leningrado. Al ser consultado al respecto, el mariscal Mannerheim, quien pocos meses después conduciría gallardamente a sus tropas ante la invasión soviética, aconsejó a su gobierno que abriese urgentemente las negociaciones y que no dejase al emisario de Stalin con las manos va-cías, ya que un pequeño Estado como Finlandia no podía darse el lujo de rechazar de plano las propuestas de una gran potencia en búsqueda de mayor seguridad para sus áreas vitales. En esto Mannerheim fue «más político» que los propios dirigentes políticos de su país, los cuales rehu-saron seguir sus consejos, adoptando una postura totalmente rígida de «no concesiones» frente a la urss.

Las apreciaciones en que los gobernantes finlandeses basaban su ac-titud inflexible eran erróneas, sobre todo en lo referente a la posibilidad de recibir ayuda militar concreta de otros poderes. Alemania, al firmar el Pacto de no agresión con la urss, había definido una posición que era muy clara: Hitler había logrado conjurar la amenaza de guerra en dos frentes, y dirigiría sus tanques primeramente contra el frente occidental. Los nazis no iban a echar por tierra esa conquista diplomática para pres-tar ayuda a Finlandia en su hora de suprema emergencia nacional. Britá-nicos y franceses, por su parte, no podían dar ayuda efectiva a Finlandia pues carecían de la capacidad militar para ello. Además, la diplomacia británica ya había comenzado a acercarse a la urss en los meses finales de 1939, con el propósito de apartar paulatinamente a los soviéticos de su política de colaboración con Hitler.

En octubre de 1939 se inició un nuevo ciclo de negociaciones entre so-viéticos y finlandeses. Esta vez las demandas rusas fueron mayores. Los soviéticos pedían el «alquiler» por treinta años del puerto de Hanko en la entrada al golfo de Finlandia, la cesión de las islas finlandesas del golfo,

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132incluyendo Suursaari, que se moviese la frontera en el istmo de Karelia a una distancia de 70 kilómetros más allá de Leningrado, y por último que se destruyesen las fortificaciones en el istmo. En compensación por es-tas concesiones finlandesas, los soviéticos ofrecían entregar territorios de la Karelia rusa casi dos veces más extensos de los que iba a ceder Finlan-dia; además, la urss permitiría que las islas Aland fuesen fortificadas siempre que los finlandeses lo hiciesen por sí solos.

Las propuestas soviéticas estaban diseñadas para hacer frente a con-tingencias que en 1939 no eran de ninguna manera improbables o utó-picas, y constituían intentos de dar respuesta a una situación de peligro real. En este sentido, las proposiciones soviéticas podían ser vistas como legítimas y no como la cobertura de propósitos secretos a ser llevados a cabo ulteriormente. Por esta razón, el rechazo radical de estas propues-tas por parte de los finlandeses lució siniestro a los soviéticos, y acen-tuó su tendencia a creer que Finlandia estaba dispuesta a convertirse en trampolín para un ataque contra la urss por parte de otro gran poder europeo.

Stalin participó personalmente en las conversaciones sostenidas el 4 de noviembre con representantes finlandeses. En esta ocasión, Stalin les sugirió lo siguiente: «Vendan Hanko si no quieren alquilarla. De esta forma, el área pertenecerá a la Unión Soviética y estará bajo su sobera-nía». Los delegados finlandeses respondieron que no podían discutir esa oferta, y Stalin repitió que la urss debía tener una base en la zona, ya que Finlandia era demasiado débil para defender su neutralidad contra un gran poder. Stalin entonces sugirió que dejasen de lado Hanko y con-siderasen en su lugar un grupo de islas cercanas. Esto convenció a los de-legados finlandeses de que los soviéticos estaban genuinamente buscan-do un compromiso y pidieron tiempo para consultar a su gobierno. No obstante, el resultado de su oferta fue completamente contrario al que Stalin esperaba: el gobierno finlandés la interpretó como un signo de de-bilidad soviética, y ordenó a su delegación que rehusase el otorgamiento de cualquier base militar a la urss. La reunión final con Stalin tuvo lu-gar el 9 de noviembre. Cuando el líder soviético fue informado de que su nueva propuesta había sido también rechazada murmuró: «Nada bue-no saldrá de esto»; sin embargo, hizo un intento más, indicando una isla sobre el mapa al mismo tiempo que preguntaba: «¿Es esta isla vital para ustedes?».

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Anthony F. Upton, Finland 1939-1940. London: Davis-Poynter, 1974, pp. 40-41. Ibid., p. 50.

Mas los finlandeses sólo pudieron repetir que carecían de autoriza-ción para discutir sobre cualquier isla.33 Con esto, las posibilidades de un arreglo pacífico sufrieron un golpe mortal.

El 27 de noviembre el mariscal Mannerheim presentó su renuncia como miembro del Consejo de Defensa de su país y Comandante en Jefe designado, sobre la base de que no podía hacerse responsable de una si-tuación ante la cual el gobierno mostraba una total incapacidad para apreciar las realidades. El 30 de noviembre comenzó la invasión soviéti-ca y con ella la guerra. Ante la emergencia, Mannerheim retiró su renun-cia. Ese mismo día Paasikivi, uno de los representantes finlandeses en las negociaciones con los soviéticos, escribió en su diario:

A esto hemos llegado. Hemos permitido que nuestro país vaya a una guerra contra el gigante soviético a pesar de que los siguien-tes hechos son evidentes: 1) Nadie nos ha prometido ayuda. 2) La Unión Soviética tiene plena libertad de acción contra noso-tros. 3) Nuestras fuerzas de defensa presentan serias deficien-cias. A esto no se le puede llamar una política exterior coheren-te. Nuestro Estado ha carecido de liderazgo. Hemos resbalado irreflexivamente hacia la guerra y la desgracia.34

El juicio de Paasikivi era acertado, excepto en lo referente a la capaci-dad militar del Ejército finlandés. Sin duda, la enorme desigualdad nu-mérica y de recursos materiales era sobre el papel impresionantemente desfavorable para Finlandia, pero había varios factores de naturaleza cualitativa que podían hasta cierto punto compensar esas deficiencias. El primero era la existencia de excelentes fortificaciones y líneas de de-fensa en el istmo de Karelia, el principal y más vulnerable teatro de la guerra. El segundo y aun más relevante factor era la calidad del recurso humano finlandés, la superioridad en el entrenamiento y la moral de sol-dados que luchaban en su propio territorio. El tercer factor tenía que ver con las tácticas militares. En este renglón, Finlandia dio un ejemplo dig-no de ser tomado en cuenta por otros «pequeños Estados» enfrentados a la necesidad de velar por su propia seguridad y defensa. El Ejército fin-

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35 Ibid., p. 57.

landés había tenido la visión y el coraje de no imitar ni copiarse las doctri-nas militares de otras naciones más poderosas, sino de producir sus pro-pias tácticas de defensa adaptadas a las condiciones peculiares del país, a las características del terreno, del clima y de las disponibilidades mate-riales y humanas. Estos factores, unidos a la incompetencia de la oficiali-dad y las tropas soviéticas, hicieron que durante la primera fase de la gue-rra más de un millón de soldados soviéticos, con gran apoyo logístico, de artillería, formaciones blindadas y una poderosa fuerza aérea sufriesen humillantes derrotas a manos de unas Fuerzas Armadas finlandesas que nunca sumaron más de 200.000 hombres.

Las fuerzas soviéticas no lograron sacar partido a su extraordinaria superioridad numérica y de apoyo material, y fueron tomadas por sor-presa por la habilidad militar de los finlandeses.

El fracaso inicial del Ejército Rojo se debió fundamentalmente a una conducción incapaz de la guerra por parte del Alto Mando, a la adopción de tácticas inadecuadas y a la falta de entrenamiento y preparación de las tropas: «El clima no debió haber sido una sorpresa para los rusos, sin embargo, los récords muestran que carecían de ropa blanca de camufla-je, que tenían muy pocas unidades de esquiadores [...] y que sus armas y equipos no tenían protección apropiada contra bajas temperaturas. Esta última falla luce inexplicable excepto como resultado de una gran negli-gencia e incompetencia».35 Negligencia e incompetencia predominaron del lado soviético en las primeras etapas de la guerra. Esos reveses, que en otras circunstancias habrían sido motivo de graves cuestionamientos a la capacidad y eficiencia del gobierno y que habrían generado amplias críticas al mismo, no erosionaron la férrea dominación de Stalin, quien pronto tomó medidas para restaurar la situación.

Stalin no tenía la más mínima intención de aceptar la derrota, y su primera reacción al comprobar los desastrosos resultados de la ofensiva inicial fue preparar una segunda fase de la guerra. Nuevas órdenes opera-cionales, que implicaban un cambio completo en las tácticas, fueron dic-tadas el 28 de diciembre de 1939. Nuevas unidades fueron llevadas al fren-te y sometidas a intenso entrenamiento; nuevos equipos como el tanque kv, tanques lanzallamas y grandes masas de artillería fueron también transportados a la zona de combate. Este revitalizado Ejército Rojo dio

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135comienzo a una nueva ofensiva que obligó al gobierno finlandés a pedir la paz en marzo de 1940. A pesar de la heroica resistencia finlandesa, la dura realidad era muy simple: las fuerzas finlandesas carecían de recur-sos humanos y materiales de reserva con los cuales reponer sus pérdidas; los soviéticos, en cambio, contaban con una fuente casi inagotable de re-cursos para reponer sus bajas.

La guerra contra Finlandia estimuló un movimiento de reforma den-tro del Ejército Rojo, que si bien no había madurado aún lo suficiente para junio de 1941, produjo cambios que tuvieron un peso importante en etapas posteriores del conflicto con Alemania. El Soviet Supremo Mili-tar se reunió en abril de 1940 para evaluar los resultados y lecciones de la campaña finlandesa. Estas deliberaciones resultaron en la sustitución de Voroshilov por Timoshenko, vencedor en Finlandia como Comisa-rio de Defensa. El 16 de mayo fue dictada una nueva instrucción para el Ejército Rojo, la orden número 120, en la cual se describían los resulta-dos de la guerra, se hacía una lista de los errores cometidos y de las fallas que se habían puesto de manifiesto durante la campaña, y se establecía un programa masivo de entrenamiento y reorganización dirigido a su-perarlas. La guerra entre la urss y Finlandia contribuyó a acentuar las dudas que tanto los aliados occidentales como Hitler y los nazis, tenían sobre las capacidades combativas del Ejército Rojo. Es, por supuesto, casi imposible determinar hasta qué punto las serias derrotas infligidas por los finlandeses sobre los soviéticos influyeron en el ánimo de Hitler y en sus cálculos sobre el tiempo y los costos requeridos para someter a la urss.

No se puede tampoco afirmar que Hitler no habría invadido la urss si no hubiese estado cegado por las experiencias de la guerra finlande-sa y lo que ésta parecía indicar sobre la ineficiencia del Ejército Rojo. El líder nazi tenía otras motivaciones y prejuicios que le impulsaban a in-vadir la Unión Soviética. Sin embargo, no es aventurado sostener que la guerra soviético-finlandesa mostró a los alemanes que era realmen-te factible planificar con toda seriedad la destrucción del Ejército Rojo y la conquista de la urss en una sola campaña decisiva. En este senti-do, la guerra entre Finlandia y la Unión Soviética tuvo una consecuencia «que afectaría la historia de todo el mundo occidental, pues los desastres iniciales experimentados por los rusos crearon el mito de que el Ejérci-to Rojo no debía ser tomado en serio como fuerza combatiente [...] [Ese

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36 Ibid., p. 91.

mito] estuvo presente en los errores de cálculo que condenaron al fraca-so la campaña hitleriana contra Rusia en 1941».36

En relación con los resultados concretos de la guerra para Finlandia, es necesario tener presente que en un primer momento de la contienda armada el objetivo soviético no fue meramente obtener ciertos territo-rios, sino la conquista total de Finlandia y la instalación de un «gobier-no títere» controlado desde el Kremlin. La valerosa defensa de su país realizada por el Ejército finlandés impidió que esto ocurriese. En última instancia, sin embargo, Finlandia tuvo que aceptar amplias demandas territoriales soviéticas que fueron especificadas en un tratado formali-zado en marzo de 1940.

Los finlandeses perdieron la guerra pero preservaron la independen-cia de su nación. Ahora bien, ¿no habrían logrado lo mismo, sin incurrir en tales costos humanos y materiales, de haber aceptado el compromiso diplomático propuesto por Stalin en octubre y noviembre de 1939? El go-bierno finlandés fue a la guerra basado en una evaluación muy deficien-te de la situación política imperante. En primer lugar, si bien las aprecia-ciones que se tenían sobre la poca eficiencia del Ejército Rojo eran hasta cierto punto acertadas, la voluntad política del gobierno soviético de hacer valer sus demandas sobre Finlandia era muy firme, y Stalin contaba con enormes recursos para lograr sus propósitos. Esto quedó demostrado cuando los soviéticos, luego de pagar altos costos en la primera fase de la guerra, volvieron a la ofensiva con renovados bríos y empeñando ma-yores recursos que en la etapa anterior. En segundo lugar, los dirigentes políticos finlandeses no percibieron el carácter interesado y la impracti-cabilidad de las ofertas de ayuda franco-británicas. Ni los aliados occi-dentales ni Hitler estaban preparados o dispuestos a socorrer a Finlan-dia frente a la urss en ese momento. Por último, el gobierno finlandés no hizo caso de, entre otras, las recomendaciones de su principal asesor militar, quien con una muy sensata visión política aconsejó un compro-miso con la urss, basado en que un «pequeño Estado» no debe ser in-flexible ante un gran poder que teme por su seguridad y busca arreglos para acrecentarla.

La guerra soviético-finlandesa demostró, en palabras de Upton, que: «No puede haber seguridad para los pequeños y los débiles, no importa cuán heroicos sean, en tanto las relaciones entre Estados estén basadas

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37Ibid., p. 163.

sobre la sanción final de la guerra».37 Esto es sólo en parte cierto. Los «pequeños Estados» cuentan a veces con un margen de maniobra diplo-mático o militar que puede permitirles sacar partido de las situaciones o impedir que les afecten demasiado negativamente. Este margen de maniobra no elimina los dilemas sino que tan sólo permite definirlos en forma más clara. En relación con Finlandia, Stalin buscó primeramente un compromiso. Al no obtenerlo, quiso hacer con ese país lo mismo que hizo con los Estados bálticos y Polonia oriental: someterlo por completo. La resistencia finlandesa lo impidió; los soviéticos quedaron lo suficien-temente impresionados como para reducir la amplitud de sus objetivos de conquista y retornar a las concesiones limitadas. Los finlandeses die-ron un magnífico ejemplo de lo que pueden lograr la inteligencia y el co-raje de un pueblo, por pequeño que éste sea, con suficiente amor por su libertad e independencia.

Stalin como jefe militar

Stalin y el 22 de junio de 1941

Las tropas hitlerianas que invadieron la urss en junio de 1941 tomaron al Ejército Rojo, al pueblo y al liderazgo soviético por sorpresa, lo cual constituyó un factor de gran importancia en la magnitud de las victorias iniciales nazis. ¿Cómo fue esto posible? Ciertamente, para ese momento el pacto de no agresión germano-soviético aún estaba vigente. Pero in-cluso aquellos que apoyaban la política de Stalin hacia Hitler asumían que el líder soviético, el cauteloso, astuto e incrédulo Stalin, desconfiaba de la palabra de Hitler tanto como de la de los dirigentes occidentales, y que el pacto era tan sólo un instrumento para ganar tiempo, golpear a Alemania en el momento oportuno y así llevar la guerra –como lo postu-laban las regulaciones del Ejército Rojo– «al territorio del enemigo». Sin embargo, el ataque alemán tomó a Stalin por sorpresa, y existe un incon-trovertible caudal de evidencia que demuestra que Stalin no quiso creer

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Ainsztein, «Stalin and June 22, 1941», International Affairs, 42, 1966, p. 663. Documents on British Foreign Policy, Third Series, vol. iv. London, 1950-1953, p. 412.

en las numerosas advertencias e informaciones que revelaban la inmi-nencia de la ofensiva alemana y demostraban el carácter irrevocable de la decisión del Führer nazi. ¿Qué ocurrió?

En el volumen i de la Historia Oficial soviética sobre la guerra entre Alemania y la urss puede leerse el siguiente párrafo:

El pueblo y el gobierno soviéticos tenían buenas bases para pen-sar que aun después de haber firmado un pacto de no agresión, Alemania no había abandonado la idea de expandirse hacia el Este. En vista de la prevaleciente situación internacional, cuan-do círculos reaccionarios en países del occidente europeo ha-cían esfuerzos para estimular un choque armado entre la urss y Alemania, la política exterior soviética tenía que ser flexible y previsiva. Los líderes del Estado soviético hicieron todo lo que estaba en su poder para no darle a los nazis el menor pretexto de atacar a la urss. La implementación leal de todas las obli-gaciones contraídas al firmar el pacto era prueba convincente de la actitud del gobierno soviético. Pero para los imperialistas alemanes el tratado con la urss era sólo una cortina de humo tras la cual los militaristas nazis preparaban su gran aventura: la guerra contra la Unión Soviética.38

Este argumento –la admisión de que el gobierno soviético sabía que no podía confiar en Hitler a pesar del pacto de no agresión, y que por lo tanto tenía que intentar detenerlo no haciendo caso y pretendiendo no perci-bir sus preparativos de guerra– es muy poco convincente y manifiesta esca-so interés de llegar hasta las raíces del problema.

Stalin había querido ganar tiempo, pero Hitler no estaba dispuesto a concederle todo el tiempo que buscaba. El líder soviético había basa-do sus cálculos en la convicción de que, como lo dijo en marzo de 1939, las democracias occidentales eran «sin duda más poderosas, económi-ca y militarmente, que los Estados fascistas».39 La aplastante derrota de Francia y la expulsión de los británicos en Dunquerque asombraron al mundo, y seguramente también a Stalin. La rapidez de los aconteci-mientos bélicos motorizados por la Blitzkrieg había transformado la faz

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de Europa en un tiempo muy breve. Stalin se había comprometido con una política que brindó una ayuda significativa al logro de los propósi-tos de Hitler. Para Stalin, conceder que los nazis atacarían masivamente a la urss en 1941 implicaba aceptar que su política de pactar con Hitler y alimentar su maquinaria de guerra había sido un error. Era preferible creer que Hitler acabaría primero con Inglaterra, que los movimientos de tropas hacia el Este no eran más que una treta destinada a engañar a los británicos e infundirles una falsa sensación de seguridad, y que los avisos sobre el ataque que se avecinaba contra la urss no eran sino «pro-vocaciones» elaboradas por círculos reaccionarios deseosos de fomentar una guerra entre nazis y soviéticos. Como lo expresa el almirante sovié-tico Kuznetsov: «Stalin veía el tratado de 1939 como un medio de ganar tiempo, pero el respiro fue considerablemente más corto de lo que había estimado. Su error estuvo en una apreciación incorrecta de cuándo ten-dría lugar el conflicto».40

Pocos jefes de Estado han tenido el privilegio de recibir una informa-ción tan acertada y completa sobre un riesgo que les amenaza como lo tuvo Stalin en los primeros meses de 1941. Las advertencias provenientes de muy diversas fuentes fueron numerosas y detalladas. La información estaba allí, pero no existía la voluntad de creer en ella. Stalin contaba con los servicios de dos eficientes agencias de inteligencia: el departamento exterior del aparato de seguridad interna (nkvd) y el departamento de operaciones extranjeras del Estado Mayor (gru), es decir, la inteligencia militar. La información obtenida por estas agencias iba a manos del po-deroso Departamento Central de Información, bajo el control directo del Buró Político, y más específicamente al secretariado secreto directamen-te sometido a Stalin. La vertiente de información suministrada por estas fuentes era presentada a Stalin por hombres como Beria, jefe de la policía política, y Golikov, jefe del gru. Hoy en día, ya no quedan dudas acerca de la abundancia de los avisos recabados por las agencias de inteligencia soviéticas sobre el inminente ataque alemán. El problema estuvo en que ni Stalin quería creer en las advertencias ni los hombres encargados de transmitírselas querían decirle lo que no deseaba oír. El terror estalinista funcionó para cerrar los canales de información o para distorsionarla.

En sus Memorias, el almirante Kuznetsov relata una conversación sos-tenida en febrero de 1941 con Zhdanov, miembro del Buró Político y uno

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Ibid., p. 668. Barton Whaley, Codeword Barbarossa. Cambridge: The mit Press, 1973. Ainsztein, p. 666.

de los dirigentes más cercanos a Stalin. Es interesante reproducirla, ya que muy probablemente las opiniones manifestadas en esa ocasión por Zhdanov constituían el reflejo de lo que Stalin mismo pensaba. Kuznet-sov preguntó a Zhdanov si éste consideraba las actividades alemanas en la frontera soviética como preparativos de guerra, y Zhdanov «sostuvo que Alemania no estaba en posición de hacer una guerra en dos frentes. Él interpretaba las violaciones del espacio aéreo soviético por parte de los alemanes y la concentración de fuerzas en la frontera como medidas de precaución tomadas por Hitler con el objetivo de ejercer presión sicológi-ca sobre el liderazgo soviético, nada más».41 Para Zhdanov, las lecciones de la Primera Guerra Mundial mostraban que Alemania no podía ganar una guerra en dos frentes, y también que Hitler no cometería el error de lanzarse contra la urss sin haber sometido a Gran Bretaña.

Fueron muchos los mensajes transmitidos a los servicios de inteligen-cia soviéticos sobre la inminencia de la ofensiva alemana. Barton Whaley, en su libro Código Barbarroja, enumera decenas de reportes enviados por muy diversos canales y recogidos por agentes en varias partes del mun-do.42 Stalin tenía sus razones para descartar los mensajes provenientes de los servicios de inteligencia británicos y norteamericanos, ya que opi-naba que los occidentales sólo buscaban mezclarlo en una guerra con los nazis. Pero hubo otras advertencias, de fuentes insospechables. Valentín Berezhkov, primer secretario de la Embajada soviética en Berlín a prin-cipios de 1941 relata en sus Memorias que en marzo de ese año habían co-menzado a intensificarse los rumores sobre un próximo ataque alemán contra la urss.

A principios de mayo, sobre la base de informaciones que hasta de-tallaban la fecha probable de la invasión, el personal especializado de la misión diplomática preparó un informe en el que se concluía que la ofen-siva alemana era inminente. Ese informe fue, desde luego, enviado de in-mediato a Moscú.43 Las tres más famosas redes de espionaje soviéticas en la Segunda Guerra Mundial: la «orquesta roja», dirigida por Leopold Trepper y activa en Alemania, Francia y Bélgica; el grupo dirigido por el geógrafo húngaro Sándor Radó (conocido por el nombre código «Dora», y que contaba con los servicios del súper espía «Lucy») con sede en Sui-

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Leopold Trepper, The Great Game. London: Michael Joseph, 1977, p. 126. Sándor Radó, Codename Dora. London: Abelard, 1977, pp. 55-58.

za, y por último el enigmático Richard Sorge, agente soviético en Tokio, conocieron con anticipación detalles precisos sobre los planes de guerra alemanes y los transmitieron a Moscú, sin que ello surtiese el efecto de-seado. Tanto Trepper como Radó sobrevivieron la guerra y publicaron Memorias, que contienen revelaciones verdaderamente fascinantes so-bre sus labores de espionaje en favor de la Unión Soviética y los éxitos logrados.

Trepper afirma que: «En febrero [1941] envié un reporte detallado a Moscú, indicando el número exacto de divisiones alemanas que estaban siendo transportadas desde Francia y Bélgica hacia el Este. En mayo, a través del agregado militar soviético de Vichy [sector no ocupado de Francia], general Susloparov, envié el plan de ataque alemán e indiqué su fecha original [15 de mayo], luego la fecha revisada y la fecha final».44 Por su parte, Radó reproduce los textos de varios mensajes transmitidos a Moscú entre febrero y junio de 1941, en los que se confirmaba no solamen-te la decisión alemana de atacar sino que también se daban detalles so-bre la cantidad, características y distribución de las unidades de combate desplegadas ante la urss.45 Stalin, sin embargo, no recibía este material de inteligencia «en estado puro», es decir, tal y como era enviado por sus agentes desde el exterior. Antes de llegar a sus manos, las más valiosas informaciones eran procesadas por Golikov, jefe del gru (Servicio de In-teligencia del Ejército Rojo), quien rendía cuentas a Stalin personalmen-te. Los informes eran transmitidos a Stalin bajo dos clasificaciones: los provenientes de «fuentes confiables» y aquellos que se consideraban pro-venientes de «fuentes dudosas». De acuerdo con el oficial que de hecho entregaba las carpetas de informes a Stalin, éste tomaba primeramente y con evidente interés lo que venía clasificado como «dudoso» y que podía reafirmar su política de inactividad ante los signos de una creciente ame-naza nazi: «Todo lo que tendiese a confirmar que Hitler había marcado a Gran Bretaña como su verdadero objetivo, y que los movimientos de tropas hacia el Este no eran más que una enorme y complicada treta, era clasificado por Golikov [consciente de lo que su jefe deseaba oír] como

“confiable”».Las vitales y cada vez más detalladas informaciones de Richard Sorge

desembocaban inevitablemente en la carpeta de reportes «dudosos» y

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John Erickson, The Road to Stalingrad, pp. 88-89. Trepper, p. 127. Nove, Stalinism..., p. 83.

eran depositados en el limbo de los archivos. «La exposición completa del Plan Barbarroja fue ciertamente sometida por Golikov a Stalin, pero presentada (de acuerdo con un historiador soviético que leyó el docu-mento) como la obra de “agentes provocadores” interesados en promo-ver una guerra entre Alemania y la urss».46 El mariscal Zhukov también ha sugerido en varias oportunidades que Golikov no transmitió a Stalin toda la evidencia existente sobre los preparativos bélicos de Alemania contra la Unión Soviética. El 20 de marzo de 1941 Golikov había trans-mitido una nota a los miembros del aparato de inteligencia y espionaje, indicándoles que «todos los documentos que sugieran que la guerra es inminente deben ser vistos como falsificaciones emanadas de fuentes británicas o aun alemanas».47

Podría pensarse que estos testimonios reducen la culpabilidad de Stalin en la debacle que sobrevino sobre su país en junio de 1941, pero no hay que olvidar que Stalin quería creer que el ataque no se produciría, al menos no en ese momento, y que a pesar de los numerosos indicios, no todos ellos suprimidos por Golikov, de que los alemanes habían cambia-do su actitud ante la urss, de las múltiples violaciones del espacio aéreo soviético por parte de aviones de observación de la Luftwaffe, y de las ad-vertencias provenientes de diversos agentes en varios lugares de Europa, Stalin cerró sus oídos ante el murmullo creciente de los preparativos na-zis; de esta manera, los tanques y aviones de Hitler lograron abalanzarse sobre un Ejército Rojo desprevenido y vulnerablemente concentrado cer-ca de las fronteras. De los 3.800.000 hombres que componían las Fuerzas Armadas alemanas, Hitler lanzó 3.200.000 contra la urss en la más am-biciosa de sus operaciones militares, la más grandiosa y cruel de las cam-pañas de la Segunda Guerra Mundial. Como dice Alec Nove:

No es posible culpar a Golikov por lo ocurrido. Él sabía bien que «el jefe» pensaba que los alemanes no atacarían, al menos no ese año. Sabía igualmente que miles de oficiales habían sido fusi-lados por órdenes del jefe sólo pocos años antes. Era demasia-do arriesgado decir la verdad. El terror a Stalin y su escogencia de hombres de segunda clase como sus colegas contribuyeron a acentuar su incapacidad para percibir la realidad.48

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49Citado por Ainsztein, p. 670.

Algunos comandantes soviéticos, actuando por iniciativa propia, lo-graron poner a sus tropas en estado de alerta, pero en la mayoría de los frentes los alemanes lograron una sorpresa táctica total gracias a la obs-tinación y –aparentemente– falta de información de Stalin. El «hombre de acero» había cometido uno de los más serios errores de su carrera.

A las 3:15 de la mañana del 22 de junio de 1941, la línea gigantesca de la frontera occidental soviética se iluminó con el fuego de miles de bate-rías, tanques, aviones y tropas alemanas. El ataque había comenzado. A las 5:30 a.m., hora de Moscú, el embajador alemán Von Schulenburg en-tregó a Molotov la declaración de guerra de Hitler. Fue solamente cuan-do su ministro de Relaciones Exteriores le hizo llegar el documento que Stalin se convenció de que definitivamente la urss estaba en guerra con la Alemania nazi. El pacto con Hitler había sido su creación, sobre él des-cansaba su política, y mientras el pacto durase también se mantenía su éxito. La guerra conmocionaba radicalmente los cimientos del régimen y ponía en cuestión su poder. Una nueva etapa comenzaba para Stalin, la más difícil de su trayectoria como jefe de Estado. De ella saldría airo-so, proyectando una imagen plena de poder y prestigio; mas los costos de su victoria fueron enormes, y lo que los hace más terribles es que en parte hubiesen podido evitarse. Pero Stalin no sólo no creyó en el ataque alemán, sino que tampoco fue capaz de tomar medidas preventivas que le asegurasen contra sorpresas desagradables. Esta es la pregunta que se hace el almirante Kuznetsov: «¿Por qué Stalin no tomó ni siquiera medi-das simples de precaución? Un hombre con su experiencia política de-bió haberse dado cuenta de que la única manera de hacer entrar en razón a un agresor potencial es demostrar la disposición de devolver golpe por golpe». Stalin, no obstante,

... al entender que sus cálculos habían estado equivocados, que las Fuerzas Armadas soviéticas y el país como un todo no es-taban suficientemente preparados para la guerra [...] reaccionó con furia patológica contra las medidas preventivas de nuestras tropas. Llegamos así a una situación en la cual los aviones de re-conocimiento alemanes fotografiaban nuestras bases y a noso-tros se nos ordenaba no dispararles.49

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144Los desastres que se iniciaron para la urss el 22 de junio de 1941 tuvie-

ron sus raíces en la estructura misma del sistema estalinista, en las pur-gas de los años 1930, en el terror generado por el aparato represivo que impuso sobre el pueblo soviético y sus élites políticas, científicas y mili-tares una actitud de total sumisión a la voluntad de un solo hombre: Sta-lin. Ahora, con las divisiones Panzer de Hitler irrumpiendo ferozmente dentro de la urss, el «hombre de acero» se veía obligado a enfrentar el peligro mortal que tanto había tratado de evitar.

Stalin, Comandante Supremo

Diversos analistas de la guerra germano-soviética han sostenido que, dados la superioridad de la Wehrmacht y los efectos de la sorpresa, era extremadamente difícil que aun el más experto comandante militar hu-biese podido impedir las grandes pérdidas humanas y territoriales que sufrió la urss durante los primeros meses del conflicto. Pero a estas al-turas ya no cabe duda de que la insistencia de Stalin en no ceder terre-no bajo ninguna circunstancia, su preferencia por la defensa estática, su apoyo a la doctrina de la ofensiva a ultranza y su ceguera ante las inten-ciones de Hitler, acrecentaron los costos del conflicto y complicaron to-davía más el panorama para el Ejército Rojo.

En términos estrictamente militares las tropas hitlerianas fueron al ataque con varias ventajas sobre sus adversarios. En primer lugar, había una notoria discrepancia en la calidad de los armamentos de ambos con-trincantes. Cuantitativamente, los soviéticos poseían mayor número de tanques y aviones de combate que la Wehrmacht, pero estos equipos soviéticos eran anticuados en comparación con los modelos alemanes. La urss se había enfrascado desde antes de 1939 en un ambicioso pro-grama de renovación de equipos bélicos, y a partir de finales de 1941 co-menzaron a hacer su entrada en los frentes de batalla tanques y aviones que, como el famoso t-34, el mejor de los tanques de la Segunda Gue-rra Mundial, eventualmente inclinaron la balanza cualitativa a su favor. No obstante, en la primera etapa de la guerra aviones como el i-16 o el bombardero tb-3 se hallaban ampliamente superados por los Messers-chmitts alemanes, y lo mismo ocurría con el tanque t-26, menos blinda-do, versátil y potente que los Panzer nazis. En ese primer período de en-frentamientos la mayoría de los aviones de combate soviéticos carecían de equipos de radio, lo cual deterioraba enormemente su desempeño

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145táctico. Por otra parte, las unidades soviéticas eran muy inferiores a las alemanas en cuanto a medios de transporte. Los camiones eran escasos, así como los depósitos de combustible y los sistemas para movilizarlo de un sitio a otro. Esta falta de medios de transporte, así como las serias deficiencias en los medios de comunicación (particularmente inalám-bricos) hacían que las respuestas soviéticas a las penetraciones alemanas experimentasen retrasos que les restaban su eficacia. En tercer lugar, el mariscal Zhukov y otros prominentes actores del conflicto nazi-sovié-tico sostienen enfáticamente que en el momento del ataque los alema-nes contaban también con una sustancial superioridad numérica sobre el Ejército Rojo. No hay que olvidar que Stalin se había negado a orde-nar la movilización general antes de que comenzase la ofensiva; por lo tanto, buen número de unidades soviéticas estaban reducidas y el pro-ceso de crear nuevas divisiones marchaba con lentitud. De lo que sí no quedan dudas es de que en los sectores escogidos para avanzar, los nazis tenían una aplastante superioridad en hombres y máquinas. En cuarto lugar, y quizás era ésta la diferencia más importante, durante la etapa de choques iniciales las tropas alemanas aventajaban a las soviéticas en es-píritu de lucha, capacidad táctica y nivel general de entrenamiento. Las purgas de Stalin habían diezmado al cuerpo de oficiales del Ejército Rojo, deteriorando también la moral de las tropas y su confianza en sus líderes militares. Hitler sabía que la urss era un gigante, pero estaba seguro de vencerlo ya que estaba convencido de que Stalin lo había convertido en un coloso con pies de barro. El Führer nazi estaba equivocado, pero no del todo.

El lunes 23 de junio de 1941, el segundo día de la guerra, el gobierno soviético se dio a sí mismo una estructura de comando con el estableci-miento de un órgano de gran importancia: el Stavka o Alto Mando, pre-sidido por Stalin como «comandante en jefe» de las Fuerzas Armadas soviéticas. Al Stavka, que era de hecho el Estado Mayor de Stalin, corres-pondía la dirección estratégica de la guerra en la cual los diferentes gru-pos del Estado Mayor basaban su actividad. Como institución, el Stavka incluía mariscales de la urss, el Jefe del Estado Mayor General, los jefes de las fuerzas aéreas y navales y, más avanzado el conflicto, también co-mandantes de ejércitos y otros servicios. El Stavka era también un cen-tro de comando dentro de los muros del Kremlim, un «cuarto de guerra» con su propia infraestructura y centro de comunicaciones, que pronto se convirtió en instrumento de gran centralización.

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146La dirección suprema del esfuerzo de guerra, es decir, el control polí-

tico de la lucha estaba concentrado en un pequeño consejo de defensa, el «Comité de Defensa del Estado», que virtualmente reemplazó a los órga-nos de conducción del Estado y el Partido Comunista. El Comité estaba integrado por cinco miembros: Stalin, que lo presidía; Molotov, encar-gado de la diplomacia soviética; Beria, el temible jefe de la policía secre-ta y encargado de los asuntos domésticos; Voroshilov, quien tenía a su cargo las relaciones entre las Fuerzas Armadas y las autoridades civiles, y por último, Malenkov, en representación del partido. Estos hombres eran incondicionales de Stalin, y en ellos se concentraba un poder de de-cisión que no era sino el reflejo del poder de su comandante supremo.

Al comenzar el ataque alemán, Stalin, seguramente lleno de preocu-pación y quizás asaltado de oscuros temores, se apartó por completo de actividades públicas, encerrándose en sus habitaciones y centros de mando del Kremlin. El pueblo soviético sólo pudo escucharle casi dos semanas más tarde, el 3 de julio de 1941. Algunos comentaristas, con muy escasa evidencia para sostener tal tipo de aseveraciones, han afir-mado que durante esos días Stalin cedió a la depresión y al descontrol, vagando en estado de ebriedad por el Kremlin, expresando sus temores de derrota a sus más íntimos colaboradores. Estos rumores carecen de credibilidad; el entonces general Voronov, quien se encontraba en esa época en el Kremlin en diario contacto con Stalin, reporta no una ex-traña «desaparición» hacia un lejano mundo de lamentaciones y torpor alcohólico, sino su nerviosismo y actitud errática en las discusiones del Alto Mando sobre las medidas a tomar para hacer frente al peligro mor-tal que se cernía sobre la urss. En esos días iniciales de la gran batalla que duraría cuatro años, Stalin parecía no comprender plenamente la verdadera naturaleza y dimensiones de la guerra que Hitler había desen-cadenado, ni apreciar las enormes dificultades que habrían de superar el Ejército y pueblo soviéticos para vencer al enemigo. El mismo día 22 de junio en la noche, cuando ya las unidades Panzer alemanas habían pe-netrado el frente en varios puntos, aniquilando o capturando numero-sos grupos de combate soviéticos, el mariscal Timoshenko, con aproba-ción de Stalin, enviaba una orden al frente, la Directiva número 3, según la cual el Ejército Rojo debía tomar la ofensiva de inmediato y expulsar al enemigo con un ataque masivo que diese fin a la guerra de un solo golpe. Era evidente que Stalin no tenía una idea clara de la magnitud y poder de la ofensiva nazi y de los éxitos que estaba obteniendo. La ruptura en

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147las comunicaciones entre el centro de comando en Moscú y los frentes de batalla fue un factor esencial en esto, pero había algo más: los triun-fos alemanes se hacían tan amplios y devastadores que no era fácil para Stalin y sus colaboradores inmediatos asimilar su significado. Para sólo dar un ejemplo, en la mañana del 22 de junio la Luftwaffe había llevado a cabo una masacre contra la Fuerza Aérea roja, bombardeando y destru-yendo no menos de 1.200 aviones de combate soviéticos, la mayoría de ellos estacionados en sus bases.

La realidad pronto comenzó a hacerse evidente. Hay que imaginar a Stalin, solitario en su despacho del Kremlin, leyendo con estupor los informes de los frentes de batalla que hablaban de divisiones enteras aplastadas por los Panzer, de decenas de miles de prisioneros soviéticos, de la rápida penetración de las columnas blindadas de la Wehrmacht ha-cia las entrañas de la urss. Stalin había luchado duramente por el po-der; ahora un riesgo mortal se perfilaba en el horizonte, y su poder per-sonal, los logros de la revolución y la existencia misma de Rusia estaban en juego. Es posible que Stalin haya flaqueado por un momento, pero por algo se llamaba a sí mismo «hombre de acero»: tenía que dominar la situación, que superar los errores cometidos y erguirse ante la debacle que amenazaba todo aquello por lo cual había vivido. Para lograrlo, sólo le restaba acudir a esa vasta reserva de voluntad de lucha y sacrificio con-tenida en el pueblo soviético. El 3 de julio de 1941, Stalin se dirigió a esa gran masa humana, a los pobladores silenciosos de la «tierra del socialis-mo», a los millones de hombres y mujeres que con inusitada tenacidad habían levantado a la urss. El discurso empezó así: «¡Camaradas, ciu-dadanos, hermanos y hermanas, luchadores de nuestro Ejército y Arma-da, a vosotros me dirijo amigos míos!». Stalin nunca se había expresado en esos términos; Stalin era una presencia lejana y casi intangible a ojos del pueblo; él nunca les había llamado «amigos», nunca les había habla-do de esa manera. La situación era grave, la hora era decisiva, se trataba de una cuestión de vida o muerte:

El pueblo soviético debe abandonar toda complacencia, no pue-de existir compasión con el enemigo [...] No debe haber lugar en nuestras filas para los cobardes [...] En caso de retirada forza-da [...] todo aquello que pueda ser evacuado debe transportarse. No hay que dejarle al enemigo ni un solo vehículo, ni un solo vagón, ni una sola libra de grano ni un solo galón de combusti-

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50 Alexander Werth, Rusia en la guerra, 1941-1945, vol. 1. México: Grijalbo, 1968, pp. 170-171.

ble [...] Todo lo que no pueda ser evacuado, incluyendo metales, grano y combustible, debe ser completamente destruido [...] En las áreas ocupadas por el enemigo deben formarse grupos de guerrilleros. Las condiciones deben hacerse insoportables para el enemigo y sus cómplices. Deben ser perseguidos y aniquila-dos a cada paso y todas sus medidas deben frustrarse.

Stalin estaba declarando una política de «tierra arrasada», de guerra a muerte contra un adversario implacable. La supervivencia misma de la nación corría peligro, y así como en 1812 el pueblo y el Ejército unidos habían enfrentado a Napoleón, el gran conquistador de Europa, derro-tándolo decisivamente, en 1941, ante un conquistador mucho más pode-roso y fanatizado, el pueblo y el Ejército soviéticos tenían que luchar una «guerra patriótica» y llevarla hasta un final victorioso. Stalin culminó su discurso, leído lentamente, con un estilo sobrio y sin altisonancias como era usual en este hombre de pocas palabras, haciendo un llamado al pue-blo para «cerrar filas en torno al partido de Lenin y Stalin». El «hombre de acero» hacía referencia a sí mismo en tercera persona. El pueblo com-prendió. Con su intervención radiada, relativamente corta, «Stalin no solamente creó la esperanza, casi la seguridad en la victoria, sino que es-tableció, mediante cortas y significativas frases, todo el programa a seguir durante la contienda por el conjunto de la nación. Apeló asimismo al or-gullo nacional, a los instintos patrióticos del pueblo ruso. Fue un gran discurso en el sentido de haber electrizado a la gente movilizando sus energías».50 El pueblo soviético reconoció en ese discurso a la vez seco y férreo la voz de un jefe indomable. La urss podía sacrificar espacio para ganar tiempo y extraer un elevado costo al enemigo por cada kilómetro de su avance. No habría compasión, Stalin iba a enfrentar a Hitler con la más poderosa de las armas: una mayor fuerza de voluntad.

El avance alemán continuó, pero a un precio cada vez más elevado. La Wehrmacht comprendió instintivamente que este nuevo enemigo no se-ría fácil de vencer. Los tanques de Guderian comenzaron a aproximarse a Moscú. Stalin ordenó a Zhukov, un militar joven, que había ascendido basado en su comprobada habilidad táctica y estratégica, que se encar-gase de preparar las defensas de la capital. Zhukov venía de Leningrado, donde había delineado los planes y establecido la organización que per-

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149mitirían a la ciudad soportar el terrible sitio a que la someterían las tro-pas de Hitler. El 16 de octubre, departamentos gubernamentales y emba-jadas extranjeras iniciaron su evacuación desde Moscú hacia la ciudad de Kuibyshev. Los tanques de Hitler se hallaban cerca, y nada parecía ser capaz de detener el ímpetu de la ofensiva alemana. La población civil co-noció el pánico, pero Stalin no abandonó Moscú. Su presencia allí, en esa hora de peligro supremo, era importante. El 6 de noviembre (según el viejo calendario ruso) se celebró el aniversario de la Revolución. Como de costumbre, el Soviet de Moscú celebró una sesión solemne, pero esta vez en una estación subterránea del metro, Stalin se dirigió a la asamblea. A la mañana siguiente, con los alemanes desplegándose para el ataque a pocas millas de distancia, Stalin presidió el tradicional desfile militar desde la terraza del mausoleo de Lenin en la Plaza Roja. Brigadas de vo-luntarios, unidades regulares del Ejército, columnas de viejos tanques t-26 y unos cuantos t-34, se desplazaron bajo la luz invernal horadando la nieve que cubría las calles. Todos se dirigían desde la parada militar di-rectamente al frente de batalla. La ocasión era a la vez hermosa y trágica, heroica y patética. Stalin habló a los soldados, recordó la época de la gue-rra civil, «cuando tres cuartas partes de nuestro país se hallaban en ma-nos de intervencionistas extranjeros» y la nueva nación soviética carecía de ejército y de aliados. Ahora, la urss poseía un poderoso ejército, y no estaba sola: «El enemigo no es tan fuerte como lo pintan [...] Alemania no podrá sostener este esfuerzo por mucho más tiempo. En unos cuan-tos meses, en medio año, quizás en otro año, la Alemania hitleriana re-ventará bajo la presión de sus crímenes [...] ¡que la bandera victoriosa del gran Lenin os guíe!». Con estas frases, Stalin despidió a los hombres que defenderían Moscú.

Zhukov preparó las defensas de la capital casi en los últimos minu-tos de tiempo. El invierno ruso había llegado; los alemanes, confiados en una victoria rápida, carecían de equipos adecuados para condiciones in-vernales y la situación comenzaba a complicárseles.

Los informes del espía Sorge desde Tokio habían convencido a Sta-lin de que los japoneses no atacarían la urss. Eso le permitió traer para la defensa de Moscú algunas de las mejores divisiones con que contaba el Ejército Rojo, las famosas «divisiones siberianas» del frente oriental. A pesar de las desesperadas peticiones de sus generales para que les su-ministrase refuerzos en diversos frentes, Stalin acumuló reservas para un contraataque desde las puertas de Moscú. Hitler no lo esperaba, el

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51 Citado por Werth, p. 15.

Führer nazi ya había declarado que el Ejército Rojo «estaba destruido». Los comandantes alemanes así lo creían. Pero los soldados soviéticos, como sus ancestros en 1812, estaban dispuestos a resistir sin tregua. En-tre ellos repetían: «Rusia es vasta, pero no queda espacio para retirarse. Detrás de nosotros está Moscú».

A las 3:00 de la mañana del viernes 5 de diciembre de 1941, en tempera-turas de menos 30 grados centígrados, comenzó la contraofensiva sovié-tica. A pesar de que no pudieron lograrse plenamente los objetivos traza-dos por Stalin, los ataques soviéticos obligaron a los alemanes a retirarse más de 150 kilómetros en algunos lugares del frente. Las pérdidas nazis fueron considerables y la Wehrmacht experimentó su primera gran de-rrota en toda la guerra. Sólo la intervención personal de Hitler evitó el desastre de una retirada general y en desorden, que hubiese podido lle-var a las Fuerzas Armadas alemanas a un destino parecido al del «gran ejército» de Napoleón en Rusia. La batalla de Moscú no fue militarmen-te decisiva, pero su importancia sicológica fue muy grande; se había ga-nado un invalorable respiro, la Blitzkrieg había sido detenida, forzando así un profundo cambio en la estrategia de Hitler; además, la batalla de Moscú demostró al soldado ruso que la Wehrmacht no era invencible. Stalin, con su actitud confiada y decidida aumentó su ascendiente en-tre sus generales y su prestigio ante las tropas y el pueblo. Al permanecer en el Kremlin en esos momentos cruciales, Stalin demostró su volun-tad de triunfo. El mariscal Zhukov, un gran jefe militar, quien de hecho tenía poca simpatía por Stalin, le rindió sin embargo el siguiente tribu-to: «Pueden decir lo que quieran, pero ese hombre tiene los nervios de acero».51

¿Qué puede decirse de la actuación de Stalin como comandante mi-litar? Hay que tener presente que Stalin no era tan sólo el supremo jefe militar, sino también el supremo jefe político; Stalin había logrado una absoluta unidad de mando en su propia persona, y su acción no puede juzgarse únicamente en términos de su competencia militar, debe tam-bién tomarse en cuenta el factor político, su habilidad en la utilización de la guerra como instrumento político.

Gran número de memorias publicadas después de la guerra por los más destacados comandantes militares soviéticos y por comentaristas extranjeros de la talla de Churchill, De Gaulle, Hopkins y otros que tu-

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Deutscher, Stalin, p. 456. 52

vieron la oportunidad de visitar a Stalin durante el conflicto y de apre-ciarle en su trabajo diario, permiten trazarse una muy clara idea de su ac-tuación como comandante supremo.

Todos estos autores coinciden en señalar que Stalin poseía genuina-mente el mando, que era capaz de oír sugerencias y recomendaciones y de estimular el pensamiento crítico en sus más importantes subordina-dos, pero era él quien siempre tomaba la decisión final:

Muchos visitantes del Kremlin quedaban asombrados de ver el gran número de asuntos, grandes y pequeños, militares, políti-cos o diplomáticos, acerca de los cuales Stalin personalmente tomaba las decisiones. Él era de hecho su propio comandante en jefe, su propio ministro de Defensa, su propio ministro de Aprovisionamiento, su propio ministro de Relaciones Exterio-res y hasta su propio jefe de protocolo [...] Desde su mesa de tra-bajo, en contacto constante y directo con sus comandantes en los diversos frentes, Stalin analizaba y dirigía las campañas en el terreno de batalla. Desde esa mesa de trabajo Stalin condujo otra estupenda operación: la evacuación de cientos de fábricas y plantas industriales desde la Rusia occidental y Ucrania has-ta el Volga, los Urales y Siberia, una evacuación que englobó no sólo máquinas e instalaciones sino también millones de obre-ros y técnicos y sus familias. Entre una función y otra, Stalin ne-gociaba [con sus aliados] [...] o recibía a líderes guerrilleros pro-venientes de territorio ocupado por los alemanes, discutiendo con ellos operaciones que se ejecutarían cientos de millas tras las líneas enemigas.52

En líneas generales, los diversos testimonios de los hombres que más cerca estuvieron de Stalin durante la guerra revelan que el líder sovié-tico fue un eficaz jefe militar, con apreciable dominio de los problemas estratégicos y un buen conocimiento de las cuestiones técnicas sobre ar-mamentos, operaciones y organización militar. Sobre todo, Stalin se dis-tinguió por su interés en los aspectos logísticos de la guerra; numerosos autores se han referido al cuidado que ponía en el control y transporte de las reservas, y en la producción de todos los materiales necesarios para

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152el esfuerzo bélico. Armado de un creyón azul (que ha sido mencionado por Milovan Djilas, Zhukov y Churchill, entre otros), Stalin anotaba en una libreta las cifras de producción de tanques y aviones de combate, y mantenía escrupulosamente una lista de las reservas disponibles para reforzar los frentes de batalla más críticos. A veces, sólo Stalin conocía la verdadera situación de suministros de hombres y materiales; el número, equipamiento y condición de las reservas del Stavka eran un secreto bien guardado, cuyos detalles se reunían en la libreta de Stalin.

En 1942 el líder soviético produjo sus propios «principios de la guerra» distinguiendo dos categorías: factores que operan en forma permanente y factores transitorios y fortuitos. Los factores «permanentes» son: can-tidad y calidad de las tropas y de los equipos, la habilidad organizativa de los comandantes, la «moral del Ejército», y por último la «estabilidad de la retaguardia». Estos factores permanentes reflejan la tendencia de Sta-lin a enfatizar los aspectos materiales y de conceder prioridad a la exis-tencia de una firme base económica. Tal como lo expresó en una confe-rencia dictada ante los miembros del «Politburó», «la guerra se gana en las fábricas».

Vasilevsky, Zhukov, Shtemenko y otros generales soviéticos se han referido a la gran capacidad organizativa de Stalin y a su intensa labor en el terreno logístico. Zhukov y Shtemenko han descrito su habilidad para captar los elementos esenciales de una situación compleja, su cuidado por el detalle, su retentiva memoria y sus dotes para intuir dónde yacían la fortaleza y las debilidades de otros hombres. Contrariamente a Hitler, Stalin aprendió a ser tolerante hacia los puntos de vista de sus generales y a estimular su pensamiento crítico. Las purgas habían contribuido a cercenar la iniciativa y voluntad de los comandantes soviéticos, lo cual tuvo mucho que ver con la magnitud de las derrotas iniciales sufridas por el Ejército Rojo. Mas la lección no pasó inadvertida para Stalin, y en el transcurso del conflicto supo rodearse de un grupo de altos oficiales competentes en los campos de la planificación estratégica y ejecución de operaciones militares:

Stalin no imponía a sus generales sus propios esquemas opera-cionales, sino que les indicaba sus ideas básicas, fundamenta-das en un conocimiento excepcional de todos los aspectos de la situación: tanto económicos como políticos y militares. Stalin permitía a sus generales formular sus puntos de vista y elaborar

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sus planes en los cuales él posteriormente basaba sus propias decisiones. Su rol parece haber sido el de un árbitro frío, sereno y experimentado. En caso de controversia entre sus generales, Stalin recogía las principales opiniones, consideraba sus venta-jas y desventajas y eventualmente expresaba su opinión perso-nal [...] Su mente, al contrario de la de Hitler, no producía lumi-nosos proyectos y aventuradas invenciones estratégicas, pero su método de trabajo dejaba mayor libertad para la acción colecti-va de sus comandantes y favorecía una relación más sólida entre el comandante en jefe y sus subordinados que la existente en el cuartel general del Führer nazi.53

Hubo un punto acerca del cual Stalin y Hitler coincidían, y era éste el de no basar sus decisiones en cuanto a la promoción de oficiales a pues-tos de mando en consideraciones de antigüedad, prestigio o jerarquía. Para Stalin sólo contaba la eficiencia, en especial la eficiencia combativa. El líder soviético se caracterizaba por la severidad con la cual castigaba la incompetencia o falta de vigilancia de sus subordinados, así como tam-bién por la rapidez con la cual promovía a sus más capaces comandan-tes a posiciones destacadas. La selección fundamental de la élite militar que rodeó a Stalin a través de la guerra y que condujo al Ejército Rojo al triunfo tuvo lugar durante la batalla de Moscú, en el invierno de 1941, cuando Zhukov, Rokossovsky, Voronov y Vassilevsky entraron en esce-na en plenas facultades. Este proceso de selección continuó con la bata-lla de Stalingrado, en la cual Chuikov, Yeremenko, Vatutin, Rotmistrov y otros ganaron su bien merecida reputación de grandes jefes militares. Cherniakovsky, uno de los oficiales que más se distinguió en la batalla de Kursk, ascendió de mayor a general en muy corto tiempo, y estos «sal-tos» se hicieron frecuentes a todos los niveles. Casi todos estos hombres lograron sus victorias a los treinta o cuarenta años; eran jóvenes, pero ca-paces, tanto o más que sus enemigos.

Vasilevsky, Samsonov y otros generales han rendido tributo a la habi-lidad de Stalin como estratega, y esta opinión ha sido confirmada por co-mentaristas de la talla de Churchill. En una de sus reuniones con el líder soviético durante su primera visita a Moscú, en agosto de 1942, Churchill comenzó a explicar a Stalin los objetivos y el significado de la Operación

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54 Winston S. Churchill, The Second World War, vol. viii: Victory in Africa. London: Cassell, 1962, p. 65.

Antorcha, en el norte de África, que los angloamericanos planificaban en ese entonces. Stalin se interesó enormemente en lo que decía Churchill, y tan pronto recibió los lineamientos fundamentales de la operación «Sta-lin pareció captar repentinamente todas las ventajas estratégicas de “An-torcha”, y enumeró cuatro razones principales para realizarla: en primer lugar, golpearía a Rommel por la espalda; en segundo lugar, atemoriza-ría y cercaría a España; en tercer lugar, generaría conflicto entre franceses y alemanes en Francia, y en cuarto lugar, expondría Italia a todo el peso de la guerra». Ante esto, Churchill comenta lo siguiente: «Quedé profun-damente impresionado con esta reveladora afirmación que demostraba el completo dominio por parte del dictador ruso de un problema nuevo para él. Muy pocos hombres podrían haber comprendido en tan escasos minutos los objetivos con los cuales nosotros habíamos estado luchando a lo largo de varios meses. Stalin lo vio todo de un golpe».54

La centralización de las decisiones en manos del Stavka y de Stalin personalmente tuvo en ocasiones efectos negativos, debido a la falta de coordinación existente en ciertos casos entre lo que ocurría en el fren-te de batalla y las órdenes provenientes del Kremlin. No obstante, una mayoría de opiniones tiende a sostener que, dadas las condiciones de la guerra en la urss, era necesario centralizar la toma de decisiones y que el nivel de conducción político-estratégico de la guerra en el Stavka era elevado y de gran eficacia. Stalin mantenía contacto telefónico diario con los más importantes frentes de lucha, y cuando se requería, los coman-dantes eran trasladados por tierra o aire a Moscú para discutir a fondo los problemas. Todos los principales testigos coinciden en señalar que, una vez superadas las crisis iniciales, Stalin llegó a estar muy bien informado acerca de lo que sucedía a lo largo del inmenso frente ruso-alemán. Un amplio Estado Mayor y los muy extendidos servicios de inteligencia le suministraban los datos con los cuales establecía una clara pintura de los acontecimientos y de la evolución de los combates. Stalin dirigió la gue-rra encerrado en el Kremlin, asesorado por un brillante cuerpo de oficia-les y sin buscar, como lo hacían Hitler y Churchill, el contacto directo con sus tropas. Para éstas, Stalin era el jefe indiscutido y la encarnación de la voluntad de resistencia soviética. La guerra elevó a Stalin a la posición de una especie de semidiós en la urss y a su conversión en una figura con vi-sos legendarios.

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155Ahora bien, Stalin no era solamente el principal jefe militar de la

urss, sino también el máximo jefe político. En él se concentraba todo el mando, y para juzgar adecuadamente su actuación de estratega hay que tomar en cuenta hasta qué punto supo conducir la guerra como un instrumento político. No cabe duda de que, desde esta perspectiva, Sta-lin ocupa el primer puesto como el estadista que logró los éxitos más ro-tundos en la Segunda Guerra Mundial. A pesar de que la urss estaba realizando una lucha por su propia supervivencia, Stalin no perdió de vista las amplias dimensiones políticas del conflicto y las posibilidades de transformación en el balance de poder que abría la guerra. En el in-vierno de 1941, con los alemanes todavía cerca de Moscú, Stalin recibió la visita de Anthony Eden, el ministro de Asuntos Exteriores británico. En esa ocasión, cuando aún estaba en duda que la Unión Soviética fue-se capaz de detener el esfuerzo de conquista hitleriano, Stalin presentó a Eden todo un plan para la división de Europa en esferas de influencia. Este no era el tipo de proyectos que supuestamente un líder revoluciona-rio debería diseñar; no obstante, como acto de realpolitik era audaz y de-mostraba el interés y la capacidad de Stalin para mirar más allá del pre-sente hacia el futuro y la posición que asumiría la urss en la posguerra. En 1944 Stalin presentó ante Milovan Djilas su concepción acerca de la naturaleza política de la guerra mundial: «Esta guerra no es como otras en el pasado; ahora, aquel que ocupa un determinado territorio impone sobre el mismo su propio sistema social. Cada cual impone su sistema tan lejos como pueda llegar su Ejército; no podría ser de otra manera».55 Stalin sabía bien quiénes eran sus enemigos. Los nazis eran adversarios mortales; los angloamericanos eran aliados circunstanciales, pero en esencia eran también enemigos de la urss y del socialismo que volve-rían a mostrar su verdadero rostro tan pronto Hitler fuese derrotado. En sus Memorias, Djilas relata una anécdota que revela lo que sentía Stalin. En el transcurso de una reunión en el Kremlin, Stalin se detuvo ante un mapa en el cual la Unión Soviética estaba coloreada de rojo. Moviendo su mano sobre esa gran área, Stalin exclamó (refiriéndose a los británi-cos y norteamericanos): «¡Ellos nunca aceptarán la idea de que este in-menso espacio sea rojo, nunca jamás!».56

Bajo Stalin, la Unión Soviética ganó la guerra y emergió como el se-gundo poder de la tierra, rompiendo definitivamente el aislamiento a

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Djilas, p. 90.Milovan Djilas, Wartime. London: Secker & Warburgh, 1977, p. 389.

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156que había estado sometida desde la revolución de 1917. Los costos de esta victoria, no sólo en términos humanos y materiales sino también polí-ticos, fueron enormes. La urss dejó de ser un «poder revolucionario», como de cierta manera lo había sido en los tiempos de Lenin, para con-vertirse en un «gran poder», guiada por un jefe implacable y tenaz.

Como estratega, Stalin tuvo que aprender con la experiencia. En los primeros meses de la guerra, y sobre todo una vez que la amenaza inicial alemana había sido contenida a las puertas de Moscú, Stalin se mostró propenso a cometer dos tipos de errores: en primer lugar la subestima-ción del enemigo, y en segundo lugar la incapacidad de concentrar los golpes en áreas decisivas. Luego de la retirada de la Wehrmacht frente a Moscú, el Stavka comenzó la preparación de la primera gran contra-ofensiva soviética. Gracias a las instrucciones de Stalin, el plan fue esta-blecido con base en operaciones ofensivas de una escala completamen-te desproporcionada respecto a los verdaderos recursos militares con los que de hecho contaba el Ejército Rojo. Por otra parte, en lugar de dirigirse masivamente hacia la destrucción del grupo de ejércitos Centro, preca-riamente sostenido por las órdenes de Hitler: «ni un paso atrás», el plan de contraofensiva proponía una expansión de los ataques hacia todos los frentes soviéticos, originando así una dispersión y debilitamiento del es-fuerzo. Zhukov y Voznesenskii hicieron críticas al plan, pero Stalin no quedó convencido ya que en su opinión: «Los alemanes están totalmen-te desorganizados a raíz de su derrota en Moscú [...] Este es el momento más favorable para pasar a una ofensiva general».57 De hecho, la ofen-siva soviética no tuvo los resultados esperados, debilitándose progresi-vamente hasta llegar a un desgaste generalizado alrededor de marzo de 1942. Durante esos meses se hizo difícil para los comandantes y miem-bros de su Estado Mayor convencer a Stalin sobre la realidad de la cre-ciente resistencia alemana, aumento de las pérdidas soviéticas, sobreex-tensión de los frentes de batalla y peligrosa multiplicidad de objetivos. La «infalibilidad» estalinista se hacía sentir pesadamente en la toma de de-cisiones, y a pesar de que Stalin supo asimilar ciertas lecciones, la rigidez y carácter incuestionable de su mando fueron fuentes de muchos errores y fracasos. Hay aquí sin embargo una importante diferencia entre Sta-lin y Hitler. El líder nazi siempre se mostró sicológicamente incapaz para reconocer fallas o errores; en el caso de Stalin, como lo demuestran los

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Citado por Erickson, The Road..., p. 297.57

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157testimonios de varios de los hombres que trabajaron cerca de él durante la guerra (Zhukov, Shtemenko, etc.) la situación era distinta, ya que el dictador soviético permitía en muchas ocasiones la crítica, y era capaz de reconocer equivocaciones y volver atrás en algunas de sus decisiones. En este aspecto, Stalin fue mucho más inteligente y sagaz que Hitler.

Pueblo y ejército

En Europa, la Segunda Guerra Mundial fue esencialmente una guerra ruso-alemana. Las tropas de Hitler estaban en plena retirada hacia sus fronteras nacionales mucho antes de que los angloamericanos desem-barcasen en Normandía en julio de 1944. No es de extrañarse entonces que los soviéticos afirmen que fueron ellos los que llevaron el mayor peso de la batalla contra el nazismo, esto es simplemente cierto; ni tampoco cabe sorprenderse de las consecuencias de este triunfo en la transforma-ción radical del balance del poder europeo y mundial. Los hechos tien-den a demostrar que Stalin estaba probablemente más claro que Roose-velt y Churchill sobre el significado de los eventos militares que llevaron al Ejército Rojo desde las puertas de Moscú, los muros infranqueados de Leningrado y las ruinas de Stalingrado hasta Berlín y la propia Canci-llería del Führer nazi. Stalin sabía que la victoria le daba el control de la mitad de Europa; el gobierno soviético buscaba esa zona de seguridad que también había inspirado en buena parte las negociaciones que con-dujeron a la firma del pacto con Hitler en 1939. Con la otrora orgullosa Wehrmacht aplastada por las ofensivas soviéticas, y con un Ejército Rojo poderosamente desplegado a todo lo largo de Europa central, nada po-día quitar a Stalin los frutos de la victoria excepto al precio de otra guerra, que nadie estaba dispuesto a pagar.

En las conferencias de Teherán y Yalta, Stalin se encontró en una po-sición bastante favorable con relación a Churchill y Roosevelt. Para ese momento, Churchill había comenzado a entender que la guerra no sola-mente había conducido a la destrucción del régimen nazi en Alemania, sino también a la subversión del «viejo orden» europeo y a la inevitable extensión de la influencia y el poder soviéticos. Churchill comprendía la situación pero tenía poco poder para hacer algo al respecto. Roosevelt, por su parte, tenía mucho poder pero poco realismo; su salud estaba que-brantada y sus aspiraciones idealistas sobre un mundo de armonía en la posguerra le impedían negociar con una clara perspectiva acerca del fu-

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158turo. Stalin tenía poder, una salud de hierro y una visión política mol-deada a través de las más duras y difíciles experiencias personales, que le habían conducido a imponerse sobre adversarios de la talla de Trotsky y Bujarin y, en última instancia, a vencer a Hitler. A Stalin, como a todo gran político, no le guiaba la piedad ni le perturbaban los remordimien-tos; quizás era él el único que realmente captaba en qué situación se en-contraba cada uno de los líderes que participaron en esas famosas con-ferencias. Él, el «hombre de acero», había logrado mucho y sobrevivido aún más; su posición era por lo tanto la más favorable y supo sacarle pro-vecho, promoviendo a toda costa los intereses de la urss tal y como los interpretaba.

Mas esa victoria no fue exactamente la victoria de Stalin; estaba abier-ta, y aún lo está, la pregunta de hasta qué punto el triunfo se logró gracias a él o a pesar de él. Su nombre quedó asociado con la heroica lucha que sacó a la urss del desastre y la llevó a la aniquilación del Tercer Reich; el endiosamiento de Stalin después de la guerra oscureció y colocó tras una cortina de secreto y falsificación muchos de sus errores, y, peor aún, co-locó en lugar subordinado la inmensa historia del combate y los sacrifi-cios del pueblo soviético. Fue este pueblo y su Ejército los que ganaron la guerra. Sin duda, la mitología de Stalin y su energía como líder dieron al pueblo de la urss elementos de inspiración y de confianza en la victoria, pero ésta jamás se habría obtenido sin la voluntad inconquistable de las masas soviéticas.

Los nazis cometieron el más grave de sus errores al subestimar a los so-viéticos y tratarles como «una conglomeración de animales», como una «raza inferior» que sucumbiría fácilmente bajo el impacto de los Panzer y la Blitzkrieg hitleriana. Desde los comienzos de «Barbarroja» pudieron los nazis percibir los signos de la verdadera realidad. Esta realidad fue confirmada por el comandante del Sexto Ejército soviético ante el alto mando alemán, luego de ser capturado por tropas nazis en los primeros días de combate: con el destino de su país en la balanza, el pueblo soviéti-co pelearía hasta el fin; nada importaban las pérdidas territoriales y las li-mitaciones y defectos del régimen estalinista. Rusia jamás se rendiría.58

Al producirse el ataque alemán, la Unión Soviética estaba en desven-taja en cuanto a preparativos militares y económicos y en relación con las

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Citado por Erickson, The Road..., p. 232. 58

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159capacidades industriales de ambos contendientes. El problema se agravó críticamente por la pérdida de valiosos territorios que contenían buena parte de la riqueza agrícola e importantes instalaciones industriales de la urss. Muy pronto, sin embargo, el esfuerzo de producción soviético comenzó a equilibrar la situación. Este fue un logro que bien puede cali-ficarse de sobrehumano. El primer Plan de Movilización Económica y el plan de producción de municiones quedaron listos una semana después de iniciarse la guerra. Elaborados por la Comisión de Planificación del Estado («Gosplan») bajo la dirección de N. A. Voznesenskii, el plan con-templaba un enorme esfuerzo de evacuación de plantas, fábricas, insta-laciones de diversos tipos, obreros, técnicos, científicos y otros muchos elementos humanos y materiales hacia el Este, hacia los Urales, Siberia y Asia central, así como también la acelerada explotación de estos territo-rios que constituían una impresionante reserva de recursos de todo tipo. En estas áreas se construirían «bases de evacuación» en las cuales se le-vantarían nuevos y poderosos centros industriales.

Entre los meses de agosto y octubre de 1941, cerca de un 80% de la in-dustria de guerra soviética estaba «sobre ruedas», siendo transporta-da desde sus ubicaciones iniciales hacia los Urales; lo que no podía ser transportado era destruido sin contemplaciones, incluyendo obras de tal envergadura como la represa en el río Dniéper, uno de los más espec-taculares logros de los primeros planes quinquenales. Dentro de este enorme esfuerzo de movilización, el sistema ferrocarrilero soviético cumplió un papel relevante: en los primeros tres meses de la guerra los trenes habían transportado 2.500.000 soldados a los frentes de batalla, y transferido 1.523 plantas industriales, 455 a los Urales, 210 a la Siberia occidental, 200 a la zona del Volga y más de 250 a Kazakhstan y Asia cen-tral. Las tensiones y dificultades de todo tipo originadas en este proceso fueron inmensas, pero se impuso la férrea disciplina de una población entregada en su gran mayoría a una lucha sin cuartel contra el invasor. Las proezas individuales y de grupo se multiplicaron; para sólo citar dos casos, en Saratov, las maquinarias de una fábrica de aviones de comba-te, transferida allá poco antes, comenzaron a funcionar sin que aún se hubiesen levantado las paredes y el techo de la planta, y catorce días des-pués de que se descargasen los últimos instrumentos de producción sa-lió el primer cazabombardero de las líneas de ensamblaje, listo para en-trar en acción. El 8 de diciembre de 1941, las plantas de ensamblaje de

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160tanques de Kharkov, ahora situadas a cientos de kilómetros de su locali-zación original, produjeron sus primeros tanques t-34, sólo diez sema-nas después de que los últimos ingenieros habían abandonado las insta-laciones en Kharkov con los alemanes pisándoles los talones.

Esta extraordinaria hazaña sólo fue posible gracias al patriotismo y espíritu de sacrificio del pueblo soviético. Durante la guerra, la urss ex-perimentó una verdadera «revolución industrial», a pesar de toda la des-trucción traída por los nazis. Las exigencias del conflicto, la lucha por la supervivencia, demandaron el máximo de las capacidades de hombres y mujeres soviéticos, los cuales respondieron con creces. La ayuda econó-mica que a partir de fines de 1941 enviaron norteamericanos y británicos a la urss alivió algunos problemas, en especial en lo referente a suminis-tro de camiones, equipos de radio y comida enlatada, pero sería absurdo atribuir a esta ayuda los fantásticos logros de producción soviéticos du-rante el conflicto. Como dice Alec Nove:

El hecho de que, para fines de 1942, los rusos estuviesen produ-ciendo más tanques y aviones que los alemanes [...] se debió ante todo al espíritu de sacrificio y al duro trabajo del pueblo. Qué tan grandes fueron los sacrificios es algo que no se entiende aún en Occidente. La comida era escasa, pues las principales zonas agrí-colas habían sido capturadas, y los sistemas de transporte esta-ban sometidos a una incesante presión por las exigencias bélicas. En la retaguardia, mucha gente estaba hambrienta; vivían en alo-jamientos sobresaturados con varias familias ocupando una sola habitación. Las horas de trabajo extra eran muchas y la disciplina militar fue impuesta sobre la población civil. La producción de bienes de consumo se paralizó casi por completo; ropa y otras ne-cesidades de ese tipo eran casi imposibles de obtener. En ningún otro país se dio tan alta prioridad a la realización de una guerra total. Para este propósito, el sistema político y los mecanismos de planificación estalinistas eran invalorables. Mas éstos jamás ha-brían tenido éxito si el pueblo no hubiese respondido.59

Los costos que pagó la urss por su victoria fueron muy altos y han de-jado una huella indeleble en ese país. Más personas perecieron en Lenin-

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Nove, Stalinism..., pp. 90-91.59

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161grado solamente que el total de británicos y norteamericanos muertos por diversas causas a lo largo de toda la guerra. Se calcula que las pérdidas militares soviéticas alcanzaron la cifra de 10 millones de muertos, de los cuales alrededor de 3 millones fallecieron en los campos de prisioneros debido al absoluto descuido y al inhumano tratamiento de sus captores. Un «detalle» que faltaba cubrir en los planes de la Operación Barbarroja se refería precisamente a los prisioneros de guerra. Se buscaba capturar grandes masas de prisioneros, pero los planificadores nazis no se preocu-paron por responder a la pregunta de cómo mantenerlos una vez que ca-yesen en sus manos. A las pérdidas militares hay que añadir las civiles, que ascendieron también a los 10 millones; parte de ellas pereció a manos del enemigo, las demás a causa del hambre y las enfermedades.

El Ejército Rojo, que en las primeras de cambio había sufrido severas derrotas, pronto se recuperó, llegando a convertirse en una maquinaria de gran calidad profesional y en la fuerza militar dominante en Europa. La batalla de Stalingrado en el invierno de 1942-1943, ha quedado como una de las páginas más heroicas en la historia de la guerra. Stalingrado fue un golpe psicológico decisivo, pero el golpe más crucial desde el pun-to de vista militar fue asestado contra la Wehrmacht en Kursk, en el vera-no de 1943. Kursk ha sido la batalla de tanques más grande de la historia; en esa ocasión, las tropas de Hitler sucumbieron ante el nuevo poderío soviético y vieron sellada definitivamente su derrota. A partir de ese mo-mento, los ejércitos nazis empezaron la retirada que les llevaría, dos años más tarde, hasta las propias calles y derruidas edificaciones de Berlín, en-frentando a las tropas rusas que penetraban en el humeante búnker del Führer.

Algo que hay que tener claro es que el Ejército Rojo que combatió en Kursk, Kiev, Moscú, Leningrado, etc., era una fuerza eminentemente po-pular, una verdadera fuerza telúrica lanzada a la defensa de su país. El ge-neral alemán Manteuffel se refirió en los términos siguientes al Ejército Rojo, en una conversación con el estratega británico Basil Liddell Hart:

El avance de un ejército ruso es algo que los occidentales no pue-den imaginar. Detrás de las columnas de tanques se abalanza una vasta horda, casi toda sobre caballos. El soldado lleva un pe-queño saco a sus espaldas con pedazos de pan seco y vegetales crudos recogidos en su marcha a través de campos y villas. Los caballos comen la paja que cubre el techo de las casas abandona-

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60 B. H. Liddell Hart, The German Generals Talk. New York: William Morow, 1948, p. 116.

das; ambos consumen poco aparte de eso. Los rusos están acos-tumbrados a avanzar por tres semanas o más de esa manera. No es posible detenerlos como se detiene a un ejército ordinario cor-tando sus comunicaciones, pues muy raras veces se consigue al-guna columna de suministros a la cual atacar. 60

La guerra en la urss se convirtió para los alemanes, como había ocu-rrido con Napoleón, en una pesadilla de la que sólo se quería salir lo an-tes posible.

Ya en noviembre de 1942, para el momento en que se desencadenaba con plena intensidad la Operación Uranus desatada por el Ejército Rojo en torno a Stalingrado, las fuerzas soviéticas sumaban 6.124.000 hom-bres apoyados por 77.734 cañones y morteros, 6.956 tanques y 3.254 avio-nes de combate. En los frentes de batalla, el Ejército Rojo desplegaba 391 divisiones, varias brigadas blindadas y mecanizadas independientes y quince cuerpos de tanques. En su reserva, el Stavka mantenía 25 divi-siones, siete grupos de infantería y brigadas blindadas independientes, y trece cuerpos de tanques y grupos mecanizados. Frente a este poten-cial los planes de Hitler no podían materializarse, y Stalin, confiado en sí mismo y en las fuerzas a su disposición, así lo sabía.

La revolución traicionada

En 1936, en su exilio noruego, Trotsky redactó uno de sus más comple-jos e impactantes libros: La revolución traicionada. El título hizo creer a muchos que el libro representaba la ruptura definitiva de Trotsky con la Unión Soviética de Stalin y el estalinismo. En realidad, la argumen-tación de Trotsky era más sutil y a ratos difícil de seguir en sus compli-cados vaivenes dialécticos. El libro representaba la reacción de Trotsky ante el anuncio oficial del Kremlin, según el cual la Unión Soviética «ya

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163había alcanzado el socialismo», dándose a la vez a sí misma «la Consti-tución más democrática del mundo». Stalin fundamentaba sus fanfa-rrias sobre la «llegada del socialismo» a la urss en los progresos experi-mentados por el proceso de industrialización, la relativa consolidación de la agricultura colectivizada y en el hecho de que la nación parecía es-tar dejando atrás el hambre y las persecuciones de los primeros años de la década de 1930.

Para Trotsky, esta pretensión estalinista era absurda y contradictoria. En primer lugar, Trotsky señaló que el predominio de los mecanismos sociales de propiedad no constituía de por sí todavía el socialismo, aun cuando éstos eran sus prerrequisitos esenciales; el socialismo tenía que basarse en una economía de la abundancia y no podía darse en las con-diciones de atraso y escasez que seguían predominando en muchos sec-tores de la urss. En segundo lugar, el socialismo era incompatible con las desigualdades de tipo económico y social aún presentes a diversos niveles en la sociedad soviética, y con los privilegios que poseía la «casta burocrática» en control del aparato del Estado. En tercer lugar, Trotsky indicó que el socialismo era inconcebible sin la gradual extinción del Es-tado; en la Unión Soviética estalinista, el Estado, en lugar de languide-cer y apagarse se había fortalecido en forma extraordinaria, acentuando particularmente sus poderes coercitivos y centralizando radicalmente el proceso de toma de decisiones de interés colectivo. Por último, Trotsky insistió en que la idea del socialismo no podía de ninguna manera ar-monizarse con las persecuciones, las purgas y el culto a la personalidad, que eran parte inherente del régimen estalinista. Para Stalin, el «cerco» al cual estaba sometida la urss por parte de las potencias capitalistas impedía el debilitamiento del Estado soviético; para Trotsky, esto cons-tituía una admisión indirecta de que la tesis del «socialismo en un solo país» era una farsa, que distorsionaba la verdadera esencia de la idea so-cialista como proyecto de carácter internacional.61

Trotsky pensó que de continuar aumentando los poderes de control y los privilegios de la burocracia, la urss corría el riesgo de una restaura-ción del capitalismo; pero el poder de Stalin descansaba sobre una eco-nomía socializada y planificada, y él también comprendía que una res-tauración capitalista significaba su propio fin:

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Deutscher, Trotsky..., pp. 277-278. 61

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164... de ahí que se lanzara contra su propia burocracia, y [...] la diez-mara en cada una de las purgas sucesivas. Uno de los efectos de las purgas fue impedir que los grupos de administradores se con-solidaran como un estrato social. Stalin estimulaba sus instintos voraces y les retorcía el pescuezo [...] Mientras por una parte el terror aniquilaba a los viejos cuadros bolcheviques e intimidaba a la clase obrera y el campesinado, por otra parte mantenía a la burocracia entera en un estado de flujo, renovando permanen-temente su composición y no permitiéndole pasar de una con-dición de amiba o protoplasma a la de un organismo compacto y articulado con una identidad sociopolítica propia.62

En La revolución traicionada, Trotsky trató de analizar la situación de la urss y las perspectivas del estalinismo; muchas de sus apreciaciones fueron acertadas, pero se equivocó en un punto muy importante: perdió nuevamente de vista la tenacidad y astucia de Stalin; el «hombre de ace-ro» no era el representante de la nueva burocracia, era al mismo tiempo su expresión y su verdugo.

¿Traicionó Stalin a la revolución? Es difícil dar una respuesta simple y clara a esta pregunta. Puede articularse un argumento a favor de Stalin, pero es también fácil construir un devastador argumento en su contra. Stalin empezó a ascender hacia el poder en un país atrasado, pleno de campesinos pobres, exhausto luego de una formidable revolución y de una cruel guerra civil, rodeado de enemigos que buscaban su destruc-ción y con una economía casi totalmente en ruinas. Al morir, tres déca-das más tarde, Stalin era el jefe supremo de uno de los dos superpode-res mundiales, con una industria y una tecnología sólo sobrepasadas por las de los Estados Unidos y capaces de producir la bomba de hidrógeno. Durante su período de mando, las fronteras del viejo Imperio ruso fue-ron casi del todo restauradas, la influencia soviética se extendió a Europa oriental, China se hizo comunista, y en la urss se expandieron la edu-cación y los servicios sociales a todos los niveles. Los defensores de Sta-lin, que siguen siendo muchos, pueden apuntar a éstos, así como a otros logros para sostener la «necesidad» de los métodos empleados: la estra-tegia económica de Stalin, basada en la colectivización forzada, fue lo que salvó a la urss de la amenaza nazi. Esto significa férrea disciplina,

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165represión, sacrificios; era indispensable avanzar rápidamente y sin con-templaciones. A fin de cuentas (argumentaría este hipotético persona-je), Stalin fue una figura positiva, como revolucionario y como estadista, para la Unión Soviética y para la causa del socialismo.

Los adversarios de Stalin, y entre éstos los innumerables marxistas de una y otra especie, criticarían ante todo sus métodos; su cruel indiferen-cia hacia la vida humana; su oportunismo; sus serios errores de política interna y exterior; el dogmatismo que impuso sobre la actividad intelec-tual, científica y artística; la destrucción que hizo caer sobre el Partido Bolchevique como organismo capaz de pensar y discutir con relativa li-bertad diversos puntos de vista; el aliento que dio al culto de su persona y que desbordó los límites más inimaginables; el encono con el cual per-siguió a sus opositores y que llegó en muchas ocasiones hasta los familia-res y amigos de éstos y sobre muchas otras víctimas inocentes; el terror generalizado que desencadenó sobre la sociedad soviética, y quizá más que todo lo ya mencionado, la subordinación en que colocó los intereses de la revolución internacional con respecto a los intereses nacionales de la urss como Estado. El caso contra Stalin es sólido y difícilmente refu-table si se le sostiene con base a criterios de tipo ético o desde una pers-pectiva marxista «ortodoxa». Este fue el ángulo escogido por Trotsky, el cual le condujo a argumentar que, en lo que tuvo de negativo, el estalinis-mo no fue un producto del socialismo, sino exclusivamente de su histo-ria en Rusia y de condiciones históricas muy precisas.

Hoy en día no se puede aceptar sin críticas esa opinión de Trotsky, porque ya no es tan fácil separar la idea socialista de su historia, o en otras palabras, las ideas originales socialistas tienen que ser revisadas y están siendo revisadas a la luz de la historia del socialismo en este siglo. Sin duda, el ascenso de Stalin, su poder, sus métodos, sus éxitos y fracasos tienen que ser entendidos en el contexto de la historia de Rusia, del desti-no de la revolución comunista en un país mayoritariamente campesino, atrasado y aislado en el mundo. Pero esta explicación es todavía muy li-mitada, y por supuesto, entender a Stalin y el estalinismo como produc-tos de un contexto determinado no puede servir nunca como justificati-vo de lo hecho por Stalin.

Trotsky y muchos otros marxistas ortodoxos han visto en el estalinis-mo una degeneración ideológica de serias consecuencias. Lo que ocurrió fue que la realidad se comportó en forma diferente a como lo postulaban las ideas. En lugar de producirse en países capitalistas avanzados, la re-

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63 Ibid., pp. 464-465.

volución se dio en un país con un capitalismo incipiente. Posteriormen-te, el «segundo ciclo revolucionario» no fue el resultado de insurreccio-nes «desde abajo», como había sido la insurrección de octubre de 1917, sino una revolución por la conquista trasladada en las bayonetas del Ejército Rojo en toda Europa oriental:

Los principales agentes de la revolución no fueron los obreros de esos países y sus partidos sino el Ejército Rojo. El éxito o el fraca-so no dependieron del equilibrio de las fuerzas sociales dentro de ningún país, sino fundamentalmente del equilibrio interna-cional de poder, de los pactos diplomáticos, de las alianzas y las campañas militares. La lucha y la cooperación de las grandes potencias se impusieron sobre la lucha de clases, transformán-dola y deformándola [...] El pacto de Stalin con Hitler y la divi-sión de esferas de influencia entre ellos constituyeron el punto de partida para la transformación social en la Polonia oriental y en los Estados bálticos. Las revoluciones en Polonia propiamen-te dicha, en los países balcánicos y en Alemania oriental se rea-lizaron sobre la base de la división de esferas de influencia que Stalin, Roosevelt y Churchill acordaron en Teherán y Yalta. En virtud de esta división, las potencias occidentales utilizaron su influencia para reprimir, con la connivencia de Stalin, la revolu-ción en Europa occidental (y en Grecia), independientemente de todo equilibrio local de las fuerzas sociales. Es probable que de no haber existido los acuerdos de Teherán y Yalta, la Europa occidental más bien que la oriental se habría convertido en el teatro de la revolución [...] En ambos lados de la gran división, el equilibrio internacional del poder ahogó a la lucha de clases.63

Los hechos no se amoldaron a la teoría y la vida se mostró mucho más compleja y sinuosa que los dogmas; en especial, las realidades de-mostraron que tanto el marxismo original, así como el propio análisis de Trotsky, subestimaron la importancia del elemento nacional en las luchas históricas contemporáneas. Stalin se impuso por una serie de ra-zones, pero una de las principales fue su capacidad de adaptarse a una

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64Roy Medvedev, Le stalinisme. Paris: Le Seuil, 1972.

situación nueva, no prevista en los textos marxistas: la revolución en un solo país. Stalin fue en buena parte el producto del fracaso de la revolu-ción en Occidente y del aislamiento de la Unión Soviética.

En su importante libro El estalinismo, el historiador disidente soviéti-co Roy Medvedev se formula tres preguntas centrales: ¿Fue el estalinis-mo un accidente histórico, el resultado del impacto de una personalidad peculiar? ¿Fue la ascensión de Stalin al poder supremo un acontecimien-to ineluctable, anclado en el bolchevismo mismo, al cual de hecho ex-presaba? ¿Fue el estalinismo necesario para que la urss alcanzase los impresionantes logros de este medio siglo de transformaciones? Como historiador no determinista que es, Medvedev responde negativamen-te a esas preguntas.64 La historia está siempre abierta, en el sentido de que son los hombres los que la hacen, aunque «no en condiciones esco-gidas por ellos». La historia es un campo en el que múltiples fuerzas se enfrentan y la victoria no implica que la causa de los triunfadores sea la más justa. La «fortuna» o azar de que habla Maquiavelo tiene su lugar en los acontecimientos históricos, dentro de los cuales la voluntad humana juega un papel esencial. Este factor, que Trotsky no supo apreciar sobre su enemigo, tuvo un peso crucial en el éxito político de Stalin. Dos ca-racterísticas resaltaban en su compleja personalidad: su ilimitada ambi-ción de poder y su capacidad de simulación y manipulación de hombres e ideas. Para Medvedev, Stalin era absolutamente hipócrita con respecto a las ideas; su «marxismo» era un instrumento de poder y nada más. Sin embargo, hay hechos y testimonios que hacen pensar que esa opinión no es del todo justa. Nikita Khrushchev, uno de los más influyentes inicia-dores del proceso de «desestalinización» en la urss, al mismo tiempo que denunciaba las atrocidades y crueldades de Stalin declaraba que:

Stalin estaba convencido de que esto era necesario para la de-fensa de los intereses de la clase trabajadora contra las conspira-ciones de sus enemigos y los ataques del campo imperialista. El veía todo esto desde la perspectiva de los intereses de los traba-jadores y de la victoria del socialismo y el comunismo. No pode-mos decir que sus acciones eran las de un déspota al cual nada importaba sino su poder. Él pensaba que esto debía hacerse en

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65 Citado por Tucker, p. 174.

el interés del partido y de las masas, en nombre de la revolución y de la defensa de sus conquistas. ¡En esto precisamente descan-saba toda la tragedia del asunto! 65

Ciertamente, Stalin tenía una inmensa ambición de poder, pero su existencia cotidiana era ascética, solitaria, plenamente consagrada al ser-vicio de su país. Stalin estaba convencido de que era él quien encarnaba la voluntad revolucionaria, él quien debía gobernar para guiar a la urss a través de los peligros que por todas partes la acechaban. Seguramente Trotsky no se equivocaba al pensar que Stalin padecía de un cierto com-plejo de inferioridad con respecto a los intelectuales, a quienes con tanto rencor y fanatismo perseguía, pero es también probable que el «hombre de acero» haya despreciado en ellos su falta de tenacidad y realismo po-líticos. En el fondo, Stalin posiblemente se consideraba un buen bolche-vique, un legítimo sucesor de Lenin y el portavoz de los más puros anhe-los revolucionarios. Allí, como lo dice Khrushchev, descansa la tragedia: Stalin expresaba la máxima bismarckiana de que «la política es el arte de lo posible», y lo posible, en las condiciones en que actuó, difícilmente po-día satisfacer las aspiraciones de las que brotó la Revolución de Octubre.

Esta visión de Stalin no es fácil de aceptar. La figura de Stalin luce in-humana, no sólo por las acciones brutales que era capaz de conducir y ejecutar, sino también en un sentido más individual, referido a la «ima-gen» misma de la persona. Lenin y Trotsky eran políticos y revolucio-narios, pero eran igualmente capaces de apreciar el arte, la música, la li-teratura. Dicen sus apologistas que Lenin se sobrecogía al escuchar la Appassionatta de Beethoven; Trotsky fue un amante de la literatura, su personalidad intelectual era multifacética, y así como podía escribir so-bre áridos temas económicos era también capaz de descubrir el valor de una obra como La condición humana de Malraux, y de exaltarla en agu-dos artículos de crítica literaria. En Stalin todo es tedio, uniformidad, rutina de estadista centrado en la política y el poder. Los así llamados «crímenes de Stalin», es decir, las atrocidades que se cometieron bajo sus órdenes, las purgas, deportaciones y persecuciones masivas fueron de una crueldad y de una magnitud tales que se hacen casi abstractas a los ojos de los que ahora leen y se documentan al respecto. Algunos han ha-

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Simone de Beauvoir, El marqués de Sade. Buenos Aires: Siglo Veinte, 1969, p. 34. Ibid., p. 18.

Djilas, Conversations..., p. 30. Deutscher, Stalin, p. 535.

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blado de «sadismo» en relación con estos crímenes, pero este epíteto no es quizá el más adecuado, ya que como lo dice Simone de Beauvoir en su ensayo sobre Sade: «Hacer correr la sangre era un acto cuya significa-ción podía, en ciertas circunstancias, exaltarlo. Pero lo que exigía esen-cialmente de la crueldad era que se le revelara como conciencia y liber-tad al mismo tiempo que como carne de individuos singulares y como la suya propia. Juzgar, condenar, ver morir desde lejos a seres anónimos, no lo tentaba».66 En cambio, Stalin generaba o se unía a procesos que ha-cían perecer a miles de seres que a veces sólo quedaban como números en cómputos estadísticos. Stalin podría haber hecho suyas estas frases del célebre Marqués: «¿Qué deseamos en el gozo? Que todo lo que nos rodea no se ocupe más que de nosotros, no piense más que en nosotros, no cuide más que de nosotros [...] no existe hombre que no quiera ser un déspota».67 Pocos lo consiguen a la manera de Stalin.

La época de la guerra fue terriblemente dura para la Unión Soviética; durante ese período y hasta su muerte, el nombre de Stalin quedó aso-ciado a la gran victoria sobre el nazismo. Para muchos, esa victoria rei-vindicó a Stalin y sus políticas internas y externas. En relación con este razonamiento, bien puede aplicarse la frase de Djilas de que: «... en polí-tica, todo lo que termina bien pronto se olvida».68 Stalin había dicho en 1931: «Nos encontramos cincuenta o cien años detrás de los países avan-zados. Tenemos que recorrer esa distancia en diez años. O lo hacemos así o nos liquidan». Numerosos analistas de la historia soviética y del papel de Stalin, entre ellos Isaac Deutscher, han asegurado que «la guerra no habría sido ganada sin la intensiva industrialización de Rusia [...] y sin la colectivización de la agricultura».69 Pero esto ha sido cuestionado. El conocido economista norteamericano Paul Sweezy se ha preguntado lo siguiente:

¿Por qué [...] se sostiene tan firmemente que a no ser por la cam-paña de colectivización forzada e industrialización de los años 1920 la urss habría perdido la guerra? De seguro que aun si la Unión Soviética hubiese seguido una estrategia de desarrollo

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Monthly Review, January, 1978, p. 63. Nove, Stalinism..., p. 95.

distinta, no habría sido fácil de conquistar en 1940, y si la alian-za obrero-campesina hubiese sido cultivada y no destruida, la urss se habría presentado ante Hitler en mejores condiciones de las que se encontraba. A pesar de sus éxitos iniciales y de su aplastante superioridad militar, el Japón no logró conquistar China en los años 1930; ¿por qué debe asumirse que la Alemania nazi habría tenido mejor suerte contra la urss? 70

Hay que tener cuidado para no malinterpretar a Sweezy; no se tra-ta de que la industrialización no haya sido importante para colocar a la urss en condiciones de detener a Hitler; la pregunta es, más bien: ¿Era el camino escogido por Stalin el único posible, el más acertado? Una cosa es cierta: la urss se industrializó, la urss colectivizó la agricultura, la urss ganó la guerra, pero los costos de estos triunfos fueron excesivos. Con Stalin a la cabeza, el precio en vidas humanas y recursos materia-les ascendía; ése era su estilo: cruel, despótico y en última instancia efi-caz gracias a las características de un pueblo que como el soviético posee una gran capacidad de sacrificio y un espíritu que bien puede calificarse de estoico.

Stalin supo imponer la voluntad del Estado soviético en momentos en que una parte importante del territorio nacional se encontraba in-vadido y hasta se pensaba en la eventualidad de una derrota, pero esas perspectivas de fracaso ante el nazismo tenían mucho que ver con los errores políticos de Stalin. Un juicio balanceado sobre el «hombre de acero», como ocurre con otras figuras históricas, no debe perder de vista ninguna de esas dos realidades. Nove relata que en una ocasión escuchó a alguien decir que el triunfo de Stalingrado demostraba la certeza de las políticas de Stalin, y un crítico respondió que; «por lo que sabemos, de no haber sido por las políticas de Stalin, los alemanes ni siquiera se hu-biesen acercado a Stalingrado».71

Quizá sea lo más adecuado concluir este estudio sobre Stalin con las siguientes palabras de Georges Sabine:

Tanto Hitler como Stalin fueron tiranos; en cuanto a maldad personal, no se podría escoger entre ambos. Pero, por lo que se

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72George H. Sabine, Historia de la teoría política. México: Fondo de Cultura Económica, 1972, p. 658.

refiere a los valores de la política civilizada, Hitler era un nihilis-ta; no es posible relacionar con su carrera una sola idea o una po-lítica constructiva. Significó un enorme desastre para Alemania y para Europa. Stalin utilizó ampliamente los métodos de bru-talidad y terrorismo y, sin embargo, no hay duda de que los his-toriadores describirán el cuarto de siglo de su gobierno como un período en el cual Rusia no sólo se convirtió en una gran poten-cia política, sino que se transformó económica y socialmente en una nación moderna.72

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La vocación política

«Es un hermoso juego, el de la política».

ChurchillCarta a su madre, 1895.

En un excelente ensayo sobre Churchill, el historiador británico A. J. P. Taylor hace una afirmación que a primera vista puede lucir extraña o aun sorprendente. Según Taylor: «Desde un comienzo, Churchill fue un es-tadista y no propiamente un político».1 ¿En qué se diferencia un político de un estadista?; las palabras de Taylor encierran una cierta desvaloriza-ción de lo que «ser político» significa, o para ponerlo de otra forma, otor-gan a la acción del estadista una superioridad sobre las luchas del que es solamente un político.

Max Weber escribió que: «Quien hace política aspira al poder; al po-der como medio para la consecución de otros fines (idealistas o egoístas) o al poder “por el poder”, para gozar del sentimiento de prestigio que él confiere».2 Este planteamiento puede ser útil para entender lo que ha querido decir Taylor: un «político», en el sentido de Taylor, es aquél para quien la lucha por el poder como fin en sí mismo predomina sobre la con-cepción del poder como medio para lograr otros fines. El estadista, por el contrario, es un cierto tipo de político, que gracias a su visión, a su supe-

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A. J. P. Taylor, «Churchill: The Statesman», en Churchill. Four Faces and the Man. Harmondsworth: Penguin Books, 1973, p. 11.

Max Weber, El político y el científico. Madrid: Alianza Editorial, 1972, p. 84.

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174rioridad intelectual, a su seguridad en sí mismo y su misión, a su poder persuasivo y a la fuerza y el impacto de sus convicciones, trasciende las pequeñeces de la lucha cotidiana por parcelas y gramos de poder, y aun cuando participe hasta cierto punto de ellas, se coloca por encima de esas limitaciones y amplía el horizonte de lo político hacia los problemas bá-sicos de la organización, la convivencia y los conflictos entre comunida-des y Estados. Un político, de acuerdo con Taylor, es un hombre sujeto a los vaivenes de una pugna sin fin por posiciones de poder; un estadista, en cambio, es un político que, sin dejar de ser pugnaz y combativo, eleva constantemente la confrontación de ideas y posiciones a niveles más al-tos, y una vez llegado al poder, y aun antes de haberlo conquistado, colo-ca la cuestión de los fines en lugar primordial y prioritario.

Aclarados así los términos, resulta esencialmente correcto decir que sir Winston Churchill fue sobre todo un estadista que ingresó a la políti-ca «desde arriba», pero no siempre, como se verá más adelante, se man-tuvo en la cima, ni en cuanto a posiciones de poder ni con relación a la altura o nobleza de sus planteamientos. Churchill fue, de hecho, un aris-tócrata de la política, un hombre que sentía que el poder le era debido por tradición heredada y por sus cualidades personales. Sir Winston era descendiente directo de John Churchill, el duque de Marlborough, ven-cedor de los ejércitos franceses de Luis XIV. El padre de Churchill, lord Randolph, había sido ministro y figura prominente del Partido Conser-vador. El propio sir Winston no tardó mucho en ingresar a la sociedad de los ministros potenciales, y a los 33 años ya era miembro del Gabinete. Desde un principio, Churchill imprimió a su carrera política el ímpetu, la fogosidad y la elocuencia que siempre le caracterizaron. Los estudios, la vida militar, la investigación histórica, sus escritos, eran parte de su acción política. Churchill era un aristócrata en medio de la democracia británica, que dedicó su vida a la defensa del Imperio, de la estructura social y de los valores que había conocido desde niño a través del prisma de una clase dominante segura de sí misma y de su misión «civilizadora» hacia otros pueblos, y «paternal» hacia las clases trabajadoras de su pro-pia nación.

Churchill era esencialmente un conservador, un hombre que acep-taba sin el más mínimo cuestionamiento las creencias tradicionales de la clase gobernante británica, de los hombres que habían liderado la ex-pansión del Imperio alrededor del mundo y dirigido la revolución in-dustrial y comercial que había hecho de Inglaterra por muchos años el

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3R. Rhodes James, «Churchill: The Politician», en Churchill: Four Faces..., pp. 66-67.

poder dominante del globo, preservando en lo fundamental un sistema social rígido y sólidamente jerarquizado. Churchill, como escribió de él Charles Masterman, «deseaba para Gran Bretaña un estado de cosas en el cual una benigna clase alta dispensase beneficios a una industriosa y agradecida clase trabajadora».3

Churchill creía fervientemente en la bondad de las instituciones par-lamentarias y el concepto de libertad británico, pero su idea al respecto era la de un parlamento constituido por hombres como él, aristócratas que discutían sobre todo aquello que pudiese interesar al pueblo, pero que éste no podía dilucidar por sí mismo. La «libertad» de que hablaba Churchill estaba reservada a algunos países y a ciertas clases de hombres. Ante las aspiraciones de independencia de la India, Churchill se hizo el vocero del más recalcitrante imperialismo, enumerando en sus discur-sos todos los argumentos alarmistas siempre utilizados por los que pien-san que hay países y hombres con derecho a determinar los destinos de otros: «Somos 45 millones de personas en esta isla, de las cuales una gran proporción existe gracias a nuestra posición en el mundo, económica, política e imperial. Si ustedes, guiados por locura y cobardía disfrazadas de benevolencia, se retiran de India, dejarán atrás un [...] caos horrible, y encontrarán hambre a su regreso». (Discurso del 30 de enero de 1931). En octubre de 1932, Churchill declaró en una carta pública que:

Las elecciones, aun en las democracias más avanzadas, son vis-tas como una desgracia y una perturbación del progreso social, moral y económico, y hasta como un peligro para la paz interna-cional. ¿Por qué debemos en este momento forzar sobre las ra-zas atrasadas de India un sistema cuyos inconvenientes se hacen sentir hoy día aun en las naciones más desarrolladas, los Esta-dos Unidos, Alemania, Francia y la misma Inglaterra?

Churchill se reservaba sus más virulentos ataques para usarlos con-tra Gandhi. Para el heredero de Marlborough, el líder hindú era «un fa-nático maligno y subversivo»; a su modo de ver, resultaba

... alarmante y también nauseabundo contemplar al señor Gan-dhi, un abogado sedicioso, posando ahora como fakir de una es-

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176pecie bien conocida en el Oriente, ascendiendo medio desnudo las escaleras del palacio virreinal [del Viceroy británico en In-dia], mientras organiza y conduce al mismo tiempo una desa-fiante campaña de desobediencia civil, para hablar en términos de igualdad con el representante del Rey-Emperador. (Alocu-ción del 23 de febrero de 1931).

Winston Churchill era capaz de llegar a estos extremos de un no muy velado racismo, típico de un hombre que amaba contradictoriamente la libertad y el Imperio, la democracia y la monarquía, la libre empresa y el colonialismo. Se trataba de un hombre apasionado, muchas veces im-predecible, en el que convivían los impulsos más nobles con una cues-tionable crudeza ideológica.

Churchill quería el poder, pero no lo buscaba con la callada avidez de Stalin, o con la tumultuosa ambición de un Hitler. Para Churchill, el poder era producto de un contexto institucional, de una realidad par-lamentaria y democrática, a la que consideraba inviolable dentro de su propio país. No obstante, Churchill estimaba que ese poder le venía como un traje hecho a la medida, como un instrumento indispensable para el despliegue de sus condiciones. Si bien Churchill perteneció tanto al Partido Liberal como al Conservador, mantuvo siempre una gran in-dependencia de las organizaciones y autoridades partidistas; Churchill era, ante todo, él mismo, un estadista que combatía por sus conviccio-nes con un radicalismo apto para generar las más férreas adhesiones y las más enconadas enemistades.

Quizá el rasgo más distintivo de Churchill, como hombre y como es-tadista, era su coraje. En su juventud, como miembro de varias fuerzas expedicionarias británicas en Sudáfrica y la India, participó en relevan-tes acciones de guerra, asumiendo en varias oportunidades serios ries-gos que le labraron una merecida reputación de valentía. En ocasiones, esos riesgos estaban cuidadosamente calculados para generar el mayor impacto y publicidad posibles. Como reveló a su madre en una carta de 1897, en la que narraba su participación en un combate contra tribus re-beldes en la parte noroeste de la India: «Cabalgué a todo lo largo de la lí-nea de fuego mientras los demás se arrastraban en busca de protección. Una acción idiota e irracional tal vez, pero yo juego sólo por elevadas recompensas, y dada una audiencia no existen actos que sean excesiva-mente nobles o arriesgados. Sin la galería las cosas son distintas». Chur-

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4Ibid., p. 57.

chill ansiaba despertar la admiración de «la galería»; su talento requería el alimento de la admiración de otros, y su estilo político, fogoso, elo-cuente, exagerado en la forma y el contenido, se dirigía a impactar, a pro-ducir en los demás una reacción, costase lo que costase. En 1907, Lloyd George escribía sobre Churchill lo siguiente: «El aplauso del Parlamen-to es como el aire para sus pulmones. Él es como un actor; le fascina estar en el centro del escenario y recibir la aprobación de los espectadores».4 Churchill sabía cómo mantener sobre él la atención del público, de la prensa, de sus colegas en el Parlamento. Su apetito de lucha era insacia-ble e inagotable la fecundidad de su talento. Aun durante los períodos en que estuvo fuera del gobierno, en particular en la década de 1929-1939, Churchill evitó caer en el desierto político; con libros, conferencias y en-cendidos discursos sobre la evolución política europea, sir Winston con-tinuó demostrando sus dotes de estadista.

Churchill encerraba en su persona grandes virtudes, así como tam-bién inevitables pequeñeces. Le era difícil distinguir entre un adversario y un enemigo; la oposición a sus ideas y proyectos le enervaba, y le hacía combatir con una intensidad a veces desproporcionada a las situaciones, sin preocuparle los efectos que ello podía tener sobre los demás. Lord Beaverbrook, uno de sus amigos más cercanos, se expresó de él en estos términos: «Churchill [...] posee los ingredientes de los cuales están he-chos los tiranos». Tomando en cuenta que vivía en un ambiente político democrático, y que rendía sincero tributo al parlamentarismo y a todo lo que éste representaba, Churchill era poco capaz de distinguir entre obje-tivos políticos limitados e ilimitados, muy poco amigo de los compromi-sos y con tendencia a convertir a los rivales en acérrimos oponentes. Para él, era todo o nada; de allí que caracterizase a sus adversarios políticos en tales términos que hacía imposible cualquier tipo de reconciliación. Esta actitud se ponía de manifiesto tanto en su actividad política interna como en sus posiciones en política exterior. Vale la pena reproducir al-gunas de sus ideas sobre el socialismo de los laboristas británicos, expre-sadas con hábil cinismo y un humor distorsionante:

Traducida en términos concretos, la sociedad socialista es un conjunto de individuos desagradables que obtuvieron una ma-yoría de votos en alguna elección reciente, y cuyos dirigentes

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5 Citado por Henry Pelling, Winston Churchill. London: Pan Books, 1977, p. 113.

mirarán ahora a la humanidad a través de innumerables venta-nillas y mostradores y preguntarán: «Sus tickets, por favor» [...] El socialismo quiere acabar con la riqueza; el liberalismo busca aliviar la pobreza. El socialismo quiere destruir el interés priva-do de la única manera en que puede ser segura y justamente pre-servado, es decir, reconciliándolo con el derecho público. El so-cialismo mata a la empresa, el liberalismo la rescata de las redes del privilegio y la preferencia.5

Churchill era implacable con sus adversarios, pero sabía también ser generoso con los vencidos. Sir Winston quiso dejar plasmados los princi-pios que guiaban su acción en un epígrafe colocado al comienzo de cada uno de los volúmenes de su historia de la Segunda Guerra Mundial: «En la guerra: resolución; en la derrota: rebeldía; en la victoria: magnanimi-dad; en la paz: buena voluntad». Churchill fue un hombre multifacéti-co: estadista, orador, historiador, estratega, y hasta un buen pintor afi-cionado; sus pasiones eran la Gran Bretaña y su Imperio, acerca de los cuales tenía una idea romántica y poco acorde con la convulsionada rea-lidad del siglo. Su mayor contribución fue haber liderado la lucha de su país en una de las etapas más críticas de su historia, logrando al final la victoria contra el nazismo. Mas este triunfo no hizo a Inglaterra más po-derosa; Gran Bretaña quedó extenuada y la guerra abrió las puertas para la desintegración definitiva del Imperio. Internamente, el fin de los com-bates en 1945 coincidió con la gran victoria electoral de los laboristas y la salida de Churchill del gobierno. Resultaba extremadamente para-dójico, y hasta podía verse como una manifestación de ingratitud, que el pueblo británico votase abrumadoramente por el partido opuesto a Churchill. Sir Winston había sido el gran líder, la figura indomable que desafió a Hitler, infundiendo esperanzas a un pueblo que vivía uno de los momentos más difíciles de su existencia nacional. No obstante, los británicos decidieron entregar las riendas del poder a los laboristas, y no fue Churchill, sino Attlee quien representó a Gran Bretaña en las nego-ciaciones de Potsdam con Stalin y Truman.

La Gran Bretaña había sobrevivido como nación independiente, pero no así el Imperio ni tampoco el tipo de sociedad que Churchill había in-tantado defender. La guerra produjo grandes transformaciones en el pa-

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179norama interno y exterior del país, y quizá fue Churchill uno de los más sorprendidos por el radicalismo de los cambios. Se había logrado la vic-toria con el liderazgo inspirador de Churchill, pero ni el Imperio ni la sociedad liberal de corte decimonónico de sus antepasados había sobre-vivido. Para Churchill, todo esto debe haber lucido extraño y paradójico; el juego de la política había tomado un derrotero imprevisto que no esta-ba en sus cálculos. ¿Qué había ocurrido? El caso de Churchill es revela-dor de los dilemas a que se enfrenta un conservador, un hombre aferrado al pasado, dentro de una situación política altamente dinámica y cam-biante como la que caracteriza esta época histórica.

Es interesante analizar a Churchill como estadista, no tanto en aras de constatar de nuevo lo que logró, sino de descubrir qué fue lo que real-mente pretendió lograr sin que hubiese podido hacerlo. Con tal propó-sito, es necesario primeramente discutir los dilemas a que se enfrentaba Gran Bretaña con relación a su defensa y la del Imperio en el período en-tre las dos guerras mundiales.

Los dilemas del poder insular

Gran Bretaña se encontró del lado de los poderes victoriosos en la Prime-ra Guerra Mundial, pero pocas victorias habían parecido tan ambiguas al pueblo británico. Las dolorosas experiencias del conflicto, los largos años de privaciones y sacrificios, el millón de muertos que yacían en las trincheras –toda una generación– constituían un precio que a muchos lucía extremadamente alto sólo para mantener el «balance de poder» en Europa. La guerra había sido desastrosamente conducida política y mili-tarmente; se habían derrumbado numerosos mitos y las reputaciones de muchos dirigentes civiles y militares habían sufrido un daño irrepara-ble: el impacto de las tragedias de Passchendale, el Somme, Ypres y otras batallas en las que cientos de miles de británicos perecieron en medio del lodo y el alambre de púas, enceguecidos por el gas o acribillados por las ametralladoras, se grabó de modo indeleble en la mentalidad popu-lar. Los británicos vieron la victoria con escepticismo; ya no tenía interés preguntarse sobre los motivos de la guerra ni preocuparse por dilucidar

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180a fondo sus objetivos políticos. Se trataba tan sólo de escribir un epitafio adecuado sobre las tumbas de una generación joven y voluntariosa que había sido aniquilada en espantosas condiciones, atrozmente guiada a su destino por jefes incompetentes e insensibles. El epitafio escogido fue: «¡Nunca más!»; nunca más el pueblo británico aceptaría sacrificar de esa manera a sus generaciones de relevo, nunca más las enviaría masi-vamente a pelear al continente europeo, a participar en las turbias polé-micas de esos poderes continentales cuya inestabilidad interna les hacía tan diferentes y esencialmente lejanos. El canal de la Mancha, ese estre-cho trozo de mar que separaba la masa terrestre de Europa de las Islas Británicas había permitido a este pueblo desarrollarse en forma pecu-liar, sin ser invadido, con el espíritu volcado hacia el océano y a construir un imperio alrededor del mundo. Gran Bretaña, así pensaban muchos, estaba en Europa, pero no formaba parte de Europa; antes de la Primera Guerra Mundial, los británicos habían intervenido muchas veces en los conflictos europeos, pero nunca –al menos así lo consideraba una ma-yoría– los costos fueron tan altos, y nunca debían serlo otra vez. A partir del fin de esa guerra, el aislacionismo se apoderó de los británicos; había que encerrarse en las islas, dar gracias a Dios o a los accidentes de la geo-grafía por la existencia de ese canal, de esa brecha de aguas tumultuosas que les separaba de los incómodos vecinos continentales, y fijar la vista en el horizonte interminable del Imperio.

El sentimiento popular era comprensible, pero lo cierto es que los bri-tánicos, incluyendo hombres de la talla de Liddell Hart, el gran teórico militar, no distinguían entre los diversos componentes del compromi-so de su país durante la guerra. El «compromiso continental» de Gran Bretaña tenía un ingrediente político, otro estratégico y otro operacional. Desde el punto de vista operacional estaban plenamente justificadas las críticas a las decisiones estratégicas y tácticas que tanto habían contri-buido a acrecentar los costos humanos y materiales del conflicto; pero esto no implicaba necesariamente cuestionar el fin político de la partici-pación británica en la guerra. Al fin y al cabo, ¿cuál había sido el propó-sito de la intervención británica en el conflicto?; para responder breve-mente: el propósito fue impedir la hegemonía alemana en el continente. ¿Era válido ese objetivo desde el punto de vista de la seguridad de Gran Bretaña y de su Imperio? Varios siglos de historia obligan a dar una res-puesta afirmativa a esa pregunta. A pesar de ser un poder insular, el des-tino de las Islas Británicas ha estado y sigue estando férreamente ligado

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Michael Howard, The Continental Commitment. Harmondsworth: Penguin Books, 1974, pp. 9-10. Henry A. Kissinger, Un mundo restaurado. México: Fondo de Cultura Económica, 1973, p. 47.

al del continente europeo como un todo, pues como lo explica Michael Howard: «... la seguridad de Gran Bretaña está básicamente conectada a la de nuestros vecinos continentales, ya que el dominio de la masa terres-tre europea por parte de un poder hostil haría casi imposible la preser-vación de nuestra independencia nacional y de nuestra capacidad para mantener un sistema de defensa que nos permita proteger cualquier in-terés extraeuropeo que aún retengamos».6 En las actuales condiciones políticas y tecnológicas resulta fácil constatar que el canal de la Man-cha no constituye una verdadera barrera defensiva, mas esto había sido muy claro para los líderes británicos en siglos anteriores; por algo fue Wellington, y no un oficial prusiano o austríaco, el jefe de los ejércitos que derrotaron a Napoleón en Waterloo. En ese tiempo Gran Bretaña había combatido contra el predominio de Francia y durante la Primera Guerra Mundial luchó contra la hegemonía de Alemania. En ambos ca-sos, el objetivo de ese «compromiso continental» había sido mantener el balance de poder en Europa. Después de la Primera Guerra Mundial, gran número de británicos condenó el compromiso sin diferenciar entre sus diversos componentes; no obstante, era posible rechazar la forma en que las operaciones habían sido conducidas y los elevados costos incu-rridos sin condenar de igual manera las razones políticas de la interven-ción. Ha escrito Henry Kissinger:

La memoria de los Estados es la prueba de la verdad de su polí-tica. Entre más elemental sea la experiencia, más profundo será su impacto sobre la interpretación que haga una nación del pre-sente a la luz del pasado. Aun es posible que una nación sufra una experiencia tan demoledora que se convierta en prisionera de su pasado. No sucedió así con Gran Bretaña en 1812. Había tenido su crisis y había sobrevivido. Pero aunque su estructura moral permaneció incólume, salió de la ordalía de casi un de-cenio de aislamiento con la resolución de no volver a estar sola jamás.7

La empresa de conquista de Napoleón había conmocionado al gobier-no británico, haciéndole entender que un continente controlado por una

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8 Ibid., p. 53.

potencia hostil planteaba a Gran Bretaña y a su Imperio una amenaza mortal. El aislacionismo de etapas anteriores ya no podía sostenerse y el «compromiso continental» se imponía como un imperativo político-es-tratégico, el cual, de ser violado, acarrearía las más graves consecuencias. Pero este compromiso no fue asumido por Gran Bretaña como una doc-trina del intervencionismo, sino más bien como una postura vigilante, una actitud de alerta ante las amenazas que se perfilasen en Europa y que pusiesen en peligro el balance de poder. Aquí se presentaba una profun-da diferencia entre la posición de Gran Bretaña, el poder insular, y la de Austria, la potencia continental situada en el centro de Europa, mucho más cercana a la realidad de los riesgos. Como explica Kissinger, Metter-nich, el canciller austríaco, «no tenía un canal de la Mancha para evaluar tras su protección los acontecimientos que estaban sucediendo y para in-terferir a través del mismo en el momento de máxima ventaja. Su seguri-dad dependía de la primera batalla, no de la última; la precaución era su única política».8 Para Gran Bretaña, la espera era posible; su posición in-sular le daba tiempo para medir con calma la intensidad de las amenazas, para evaluar los riesgos e intervenir en el momento oportuno, fraguan-do alianzas pasajeras, establecidas con objetivos limitados, uniones que desaparecían una vez extinguido el peligro que las había visto nacer. De allí que el gobierno británico, al contrario del austríaco, no creyese con-veniente ni necesario edificar luego de la derrota definitiva de Napoleón una alianza permanente sobre el continente, un «gobierno europeo» que era visto con temor y que no se correspondía con el ánimo independien-te e «insular» del pueblo británico. La idea de ligarse en forma decisiva a Europa despertaba –y aún hoy día despierta en numerosos habitantes de esas islas, que votaron al comienzo en contra de la incorporación de Gran Bretaña al Mercado Común Europeo– pruritos hondamente arraigados, afectando negativamente su orgullo de ser de alguna manera «diferen-tes» a lo poco ordenados o a veces demasiado belicosos pueblos del con-tinente. Meternich buscaba después de 1812 una alianza sólida entre los poderes del estatus, dirigida a proteger la estabilidad de un orden social que había sido gravemente amenazado por la Revolución Francesa y su secuela napoleónica. El gobierno británico, representado por su canciller lord Castlereagh, también buscaba una Europa donde fuese imposible el dominio universal, pero sus tradiciones, la firme creencia en que sus ins-

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Ibid., pp. 53-54. Ibid., p. 54.

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tituciones políticas internas eran distintas y que su mezcla con las prác-ticas europeas sólo conduciría a su progresiva desintegración, le llevó a rechazar el proyecto austríaco, limitándose a reservarse la facultad de in-tervenir en circunstancias extremas. En palabras de Canning, el gran rival de Castlereagh, la aceptación de un compromiso de asistir regularmente a los congresos europeos propuestos por Meternich habría involucrado a Gran Bretaña «profundamente en toda la política del continente, mien-tras que nuestra política auténtica ha sido siempre la de no interferir sino en grandes emergencias, y entonces con una fuerza aplastante».9 Lord Castlereagh compartía esta visión de las cosas, este rechazo de un com-promiso continental definitivo:

Cuando se perturbe el equilibrio territorial de Europa [Gran Bretaña] puede interferir eficazmente, pero es el último gobier-no de Europa del que puede esperarse que se aventure a com-prometerse en alguna cuestión de carácter absoluto [...] Nos en-contraremos en nuestro sitio cuando un peligro real amenace el sistema de Europa: pero este país no puede actuar, y no actuará, de acuerdo con principios abstractos de precaución [itálicas ar].10

De esta forma respondió Castlereagh a una propuesta del zar de Ru-sia, que pedía la intervención de los poderes europeos contra una revolu-ción que había estallado en España. El Zar quería aplastar la revuelta en nombre de la legitimidad de un orden social; Castlereagh, convencido de la estabilidad de las instituciones británicas, preocupado tan sólo por el efecto externo de esas rebeliones sociales y pesimista ante las preten-siones universalistas de las alianzas entre poderes cuyos intereses diver-gían en el fondo, se limitaba a defender el balance de poder sin intentar la homogeneización de las instituciones de países sustancialmente dife-rentes.

Gran Bretaña actuaría ante un peligro real, ante grandes emergencias, en circunstancias extremas; su política sería defensiva y no preventiva. No se trataba de actuar «de acuerdo con principios abstractos de precaución», sino de reaccionar una vez que las crisis se hubiesen desarrollado ante amenazas carentes de ambigüedad. Esta era la política de un poder insu-

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184lar que no rompía la conexión con el continente en vista de la importan-cia que el balance de poder europeo tenía para su seguridad, pero que no daba a su compromiso el carácter de una alianza o de una siempre defini-da participación militar en los conflictos. Después de la Primera Guerra Mundial la idea misma de un compromiso continental se hizo impopu-lar, contribuyendo a que se oscureciesen las motivaciones políticas que habían originado previamente las diversas intervenciones británicas, y a que no se prestase suficiente atención a los dilemas implícitos en una po-lítica de compromisos limitados en un tiempo de rápidos y convulsivos cambios sociales, políticos y tecnológicos.

En efecto, durante el período napoleónico, las condiciones de la tec-nología militar hacían posible que el juego político, la creación de coa-liciones y la manipulación de los arreglos aconteciesen parsimoniosa-mente, sin excesivos sobresaltos, permitiendo un mayor equilibrio entre la toma de decisiones políticas y el apresto de los aparatos militares. Pero, ¿qué podía ocurrir dadas otras condiciones, en las cuales la tecnología bélica y las nuevas doctrinas estratégicas se combinasen para posibilitar victorias rápidas, decisivas y traumatizantes dentro de un contexto polí-tico mucho más complejo e imprevisible?

Hasta el momento de la invasión a Polonia en 1939, Hitler confió en que sería capaz de evitar una guerra contra todos sus enemigos en forma simultánea. Entre 1933, año de su ascenso al poder, y 1939 el Führer nazi supo avanzar paso a paso hacia la conquista de sus objetivos hegemóni-cos: primero fue la reocupación de la zona del Ruhr, luego la anexión de Austria, después vino el Pacto de Múnich y más tarde la toma del resto de Checoslovaquia. De esta manera, a través de golpes individuales y suce-sivos, manipulando los temores y las falsas esperanzas de sus adversarios, Hitler evitó presentarse como ese «peligro real», en la «gran emergencia» o las «circunstancias extremas» de que habían hablado Castlereagh y Canning el siglo pasado. Hasta el final, el líder nazi mantuvo su confian-za en llegar a un arreglo con Gran Bretaña, aparentemente convencido de que ese país bien podía tolerar la hegemonía alemana en el continente a cambio de la estabilidad de su Imperio. La política de no actuar sobre la base de «principios abstractos de precaución», de no asumir un compro-miso continental definido hasta tanto la amenaza se despojase de ambi-güedades, contribuyó significativamente al crecimiento de esa amenaza

–debido a la ausencia de controles que la limitasen– y, en última instan-cia, a Dunquerque.

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Brian Bond, Liddell Hart: A Study of His Military Thought. London: Cassell, 1977, pp. 65, 88.Howard, p. 58.

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Quizá Gran Bretaña hubiese asumido compromisos más claros en el período 1919-1939 de no haber mediado el predominio de la atmósfera pacifista generada luego de los desastres de la Primera Guerra Mundial. El pueblo británico veía con horror la posibilidad de otra guerra, el elec-torado era abrumadoramente pacifista y los políticos no podían perder de vista esa realidad. En este marco de ideas y opiniones se propagaron las doctrinas militares sobre «el modo británico de hacer la guerra», ela-boradas por teóricos de la importancia de Liddell Hart. Fue precisamen-te Liddell Hart quien acuñó la frase: «modo británico de hacer la guerra» en un libro de ese título publicado en 1932. De acuerdo con Liddell Hart, esta práctica distintivamente británica se basaba en un uso eficaz del po-der marítimo, la movilidad y la sorpresa. Esta doctrina fue su respues-ta a los dilemas de la política de defensa británica entre las dos guerras mundiales: Gran Bretaña no debía crear de nuevo un gran ejército para enviarlo al continente con una estrategia ofensiva dirigida a la «victoria total». La solución militar adecuada consistía en retornar a las prácti-cas tradicionales de dejar el peso de los combates terrestres a sus aliados, mientras Gran Bretaña se concentraba en el empleo del poder naval y aé-reo a través del bloqueo y los bombardeos. El Ejército de Tierra británi-co debería concebirse tan sólo como una fuerza de policía imperial, y su aporte a la lucha en el continente debía limitarse a unas cuantas brigadas mecanizadas. Mas en todo caso sería preferible no comprometer fuerzas terrestres a las batallas sobre el continente y limitar al mínimo posible el compromiso británico en ese sentido.11

Las ideas de Liddell Hart reflejaban los sufrimientos padecidos por su generación durante la Primera Guerra Mundial, pero no hay que olvidar que si bien era legítimo abogar por estrategias más flexibles, era también necesario tener en cuenta que, en palabras de Howard, «... el éxito de tal flexibilidad dependía de la existencia de un aliado continental que estu-viese dispuesto a aceptar los sacrificios que los británicos querían evitar, y que ni la fortaleza militar ni la paciencia política de esos aliados eran inextinguibles».12 Ya el mariscal francés Foch había advertido a Henry Wilson en febrero de 1915 que: «Ustedes los ingleses no deben cortejar una guerra larga con acciones dilatorias. Nosotros los franceses no po-demos seguir en esto eternamente, así que envíen a todo el que puedan

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13 Ibid., pp. 58-59.

lo antes que puedan».13 Las tesis de Liddell Hart eran particularmente débiles al no tomar en cuenta el hecho de que Gran Bretaña y sus aliados podían ser derrotados de forma decisiva antes de que cualquier «estra-tegia de aproximación indirecta» o «modo británico de hacer la guerra» fuesen puestos en acción. Si Francia y Rusia hubiesen experimentado un colapso durante la Primera Guerra Mundial (cosa que lució probable en 1915), la flexibilidad del poder naval británico podría haber logrado tan poco contra una Europa bajo la hegemonía alemana como fue capaz de lograr entre 1940 y 1942 –período en que también contaba con el po-der aéreo. Sin duda, durante las guerras contra Napoleón y en la Primera Guerra Mundial, el bloqueo británico y el uso del poder marítimo en ge-neral cumplieron un papel de relevancia (mucho más en el segundo caso que en el primero); pero en lo que respecta a Hitler, de poco habrían vali-do el bloqueo y los bombardeos sin las batallas de Stalingrado, Kursk, El Alamein y la invasión anglo-norteamericana al continente en 1944. No se trata de hacer un fetiche de la guerra terrestre, sino de ubicarse concreta-mente en las condiciones políticas y militares de la guerra entre los años 1918 y 1945.

Dada la situación existente a partir de 1918, el gobierno británico trató de responder a los dilemas de defensa nacional optando por una política de «disuasión». Con la aparición del poder aéreo y su capacidad de llevar la destrucción más allá de los frentes de batalla hasta las propias ciuda-des del enemigo, cambió radicalmente la imagen de la guerra que tenía el público británico. En 1923, lord Trenchard, fundador de la Real Fuerza Aérea sostuvo que: «El poder aéreo hace posible la rápida terminación de una guerra europea»; no obstante, ni la Fuerza Aérea británica ni la de ningún otro país era capaz de impedir que los bombarderos enemigos atacasen, ya que no había, al menos eso se creía en ese tiempo, una defen-sa eficaz contra el ataque aéreo. Esta era, admitía Trenchard, «una situa-ción de inestable equilibrio internacional de muy alarmantes caracterís-ticas», puesto que, si no existían defensas, la única alternativa de impedir un devastador ataque del adversario era destruir su Fuerza Aérea en tie-rra antes de que ésta despegase y todos los poderes rivales estarían tenta-dos de dar el primer golpe. En tales condiciones, Balfour, Primer Minis-tro británico, sacó la conclusión de que la garantía final de la paz era «la certidumbre por parte de cada hombre, mujer y niño civilizado de que

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Ibid., p. 84. Citado por F. M. Sallagar, The Road to Total War. New York: Van Nostrand Reinhold Company, 1975, p. 13.

todo el mundo será destruido si hay una guerra, todos y todo». Balfour confiaba en que «si las energías de nuestros departamentos de investiga-ción se concentran en ese objetivo con suficiente habilidad, desemboca-remos en esa situación».14 Es interesante constatar la premonición que encierran estas palabras: efectivamente, tres décadas más tarde, las ar-mas termonucleares darían mucho mayor realismo a la «certidumbre» de que hablaba Balfour.

La política de la disuasión descansaba en el poder aéreo y el terror ge-nerado por una nueva imagen de la guerra, de acuerdo con la cual una nueva conflagración comenzaría con la masacre de decenas de miles de civiles inocentes a través del bombardeo aéreo de ciudades en vasta esca-la. Para el público británico, la ciudad de Londres, que según Churchill era como «una tremenda vaca gorda, una valiosa vaca gorda amarrada para atraer las bestias de rapiña»,15 sería la primera y más terrible vícti-ma. Los londinenses estaban convencidos de que los resultados de un ataque aéreo masivo contra su ciudad serían catastróficos, con cientos de miles de bajas y millones de refugiados, que se verían obligados a huir a las zonas rurales. Estas imágenes, compartidas tanto por la gente co-mún y corriente como por los círculos oficiales, no se correspondían con la realidad de lo que el poder aéreo podía hacer en aquel momento, en vis-ta del atraso en las técnicas de bombardeo, del relativamente bajo poder de los explosivos y de la eficacia aún no comprobada de las defensas (to-davía no se había experimentado con el uso del radar); sin embargo, eso era lo que la gente creía que iba a pasar, esas eran las expectativas que se tenían, y en materia de disuasión el factor psicológico es clave. Lo cierto es que –como ahora lo sabemos– la Fuerza Aérea alemana no tenía ni los planes ni la capacidad para darle ese «golpe de nocáut» a Gran Bretaña con un bombardeo masivo y aplastante, pero el público británico creía que así sería la guerra, y esta opinión, que acentuaba aún más las ten-dencias pacifistas predominantes, contribuyó de manera significativa a moldear la política de «apaciguamiento» de Chamberlain hacia Hitler. Esta actitud, esas imágenes de catástrofe, fueron también responsables por el pánico que cundió en Gran Bretaña durante la crisis de Múnich, cuando las carreteras de salida de Londres se vieron congestionadas de automóviles y más de 150.000 personas huyeron a Gales en una evacua-

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16 Citado por Howard, p. 99.

ción no autorizada por el gobierno. Una vez enfrentados a la verdadera realidad de la guerra aérea, el comportamiento del pueblo británico fue muy diferente; pero antes de esa prueba se impusieron las imágenes de catástrofe y el temor a cualquier ruptura de la paz.

La protección de Gran Bretaña se basaría entonces en la disuasión y no en la defensa, y esa disuasión, tal y como ahora en la era nuclear, esta-ría a su vez fundamentada en la amenaza de infligir al enemigo un daño inaceptable si éste se atrevía a atacar. Como lo hacen hoy día Estados Unidos y la urss, en los años 1920 Gran Bretaña pretendió mantener la paz con la amenaza del terror.

Esta política de disuasión se adaptaba no sólo a las actitudes domi-nantes del público, sino también a las dificultades financieras del gobier-no británico. Se concentrarían recursos en la Fuerza Aérea, mientras se imponían ciertas restricciones a la Marina y sobre todo a las fuerzas te-rrestres. Aunque pueda parecer extraño, fue el mismo Churchill quien durante su gestión como ministro de Finanzas (Chancellor of the Exche-quer) persuadió al Comité de Defensa Imperial en 1928 de que estable-ciese «como una presuposición política básica que no habría una gran guerra en los próximos diez años, y que tal regla debería seguir vigente hasta tanto se decidiese su alteración por iniciativa explícita del Ministe-rio del Interior o alguna de las ramas de las Fuerzas Armadas». Esta fue la notoria «Regla de los diez años», la cual se convirtió en otro de los fac-tores que obstaculizaron el progreso de las defensas británicas entre las dos guerras mundiales. La «Regla de los diez años» fue establecida como una hipótesis de trabajo y no como un ensayo en profecía; sin embargo, el Ministerio de Finanzas británico la sostuvo en vista del difícil panora-ma económico del país en ese tiempo. Las deudas de Gran Bretaña eran enormes y se requería «un período de recuperación, de impuestos decre-cientes, aumento en el comercio y el empleo» en razón de que «los riesgos económicos y financieros son los más urgentes que tiene que enfrentar el país».16 Ya en febrero de 1932, poco después de la apertura de la Conferen-cia de Desarme en Ginebra, los jefes militares británicos estaban pidien-do la cancelación de la «Regla de los diez años» debido al deterioro de la situación política y militar, tanto en Europa como en el Lejano Oriente. El poder del Japón comenzaba a hacerse sentir con mayor peso que nun-

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189ca, erosionando las posiciones británicas en Asia; entretanto, el Imperio empezaba a estremecerse bajo el empuje de las rebeliones nacionalistas en la India. Las capacidades militares de Gran Bretaña comenzaban a re-velarse patéticamente insuficientes para responder a las exigencias de la defensa de las propias islas ante la contingencia de una guerra europea o del Imperio en caso de conflicto en Asia.

En 1934, un comité especial compuesto de varios ministros y el Alto Mando militar presentó al Gabinete un reporte, en el cual se argumen-taba, dentro de la más ortodoxa concepción del «balance de poder», que: «... si los Países Bajos [Holanda y Bélgica] cayesen en manos de una po-tencia hostil, no sólo se acrecentarían la frecuencia e intensidad de los ataques aéreos contra Londres, sino que todas las áreas industriales del centro y norte de Inglaterra se encontrarían dentro del área de penetra-ción de los ataques». Ante esto, el nuevo ministro de Finanzas y hombre fuerte del Gabinete, Neville Chamberlain, respondió que: «... nuestra experiencia en la última guerra indica que debemos concentrar nuestros recursos en la Marina y la Fuerza Aérea [...] el Ejército debe ser mante-nido para ser usado en otras partes del mundo». Estas eran las ideas de Liddell Hart enarboladas ahora por un influyente ministro: se trataba de evitar el «compromiso continental» y de contribuir al esfuerzo de guerra con la Armada y los escuadrones de bombarderos, utilizando las fuerzas terrestres fuera del contexto europeo.

Los jefes militares británicos respondieron a Chamberlain con un me- morando que vale la pena citar de modo amplio, pues constituye una muy clara exposición de los principios que habían fundamentado la po-lítica de defensa británica por más de un siglo, hasta quedar ensombre-cidos por las experiencias de la Primera Guerra Mundial. En ese docu-mento, el Alto Mando militar británico planteó que:

Nadie puede dudar que necesitamos una poderosa armada y una eficaz fuerza aérea; no obstante, a menos que tengamos fuerzas terrestres capaces de una temprana intervención en el continente europeo, nuestros potenciales enemigos, así como nuestros posibles aliados considerarán probablemente que [...] nuestro poder para influir sobre cualquier decisión a través de las armas es inadecuado [...] Apartando por ahora lo referente al cumplimiento de los compromisos que hemos adquirido en

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Ibid., pp. 108-109. Ibid., p. 110.

diversos tratados de defensa mutua que se han firmado, la se-guridad de este país demanda que estemos preparados a luchar por la integridad de Holanda y Bélgica.17

A pesar de que este memorando surtió efecto sobre algunos minis-tros, que decidieron apoyar los aumentos de gastos militares que se pe-dían, no todos quedaron convencidos, y entre estos últimos se hallaba Chamberlain, quien indicó que el programa de defensa del gobierno de-bía consistir en medidas que el público pudiese entender y aprobar. Se-gún Chamberlain: «... nuestra mejor defensa está en la existencia de una fuerza de disuasión tan poderosa que elimine cualquier incentivo de ata-que. A mi modo de ver la mejor forma de lograrlo es mediante la creación de una fuerza aérea estacionada en el país y de un tamaño y una eficien-cia calculadas para inspirar respeto en la mente de posibles enemigos».18

En 1938, en momentos en que la amenaza nazi ya presentaba perfiles bastante definidos, el ministro de Defensa británico, Hore-Belisha, lle-gó a declarar que: «... no tenía dudas en colocar el compromiso conti-nental en último lugar de prioridades [...] cuando los franceses se den cuenta de que no podemos comprometernos a enviar una fuerza expedi-cionaria al continente, estarán más inclinados a acelerar la extensión de la Línea Maginot hasta el mar». En otras palabras, se trataba de mostrar a los aliados que, en vista de la precaria situación de las fuerzas británi-cas, tocaba a ellos superar todas las deficiencias y comprender que les correspondería cargar con el peso de la guerra. Esta no era propiamen-te una política diseñada para estimular o hacer más sólida una alianza, menos aún era esa una política apropiada para inspirar respeto o temor a un enemigo de la talla de Hitler. En esas condiciones llegó Gran Bretaña a las crisis políticas de 1938 y 1939 en Europa, a la captura de Checoslova-quia y la invasión de Polonia por los nazis. Sin un instrumento armado para intervenir en el continente y con los nervios paralizados por la ame-naza planteada por la Luftwaffe, la política británica de esos años sólo podía ser la del «apaciguamiento» ante Hitler.

La invasión de Polonia fue la gota que rebasó el vaso y llevó a Gran Bretaña a declarar la guerra y a que se transformase la actitud del pue-blo británico, que ahora se preparaba a enfrentar a su adversario en con-

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19Kissinger, p. 418.

diciones muy desventajosas. «Los países –ha escrito Kissinger– sólo aprenden por la experiencia: “saben” sólo cuando ya es demasiado tar-de para actuar».19 Los dirigentes británicos del período inmediatamen-te posterior a las guerras napoleónicas habían asimilado las lecciones de esa experiencia. Sin llegar a adoptar una política de alianzas permanen-tes como la propuesta por Metternich, sostuvieron sin embargo la nece-sidad de un «compromiso continental», que se mantuvo hasta 1918. El abandono de ese compromiso después de la Primera Guerra Mundial condujo a Gran Bretaña a la más grave crisis de su historia. A lo largo de esos años decisivos de la década de 1930 Churchill estuvo sonando la alarma, intentando alertar a sus compatriotas sobre el peligro que se cer-nía en el horizonte. Fue ese un tiempo difícil, durante el cual los dilemas de Gran Bretaña en su posición insular se sumaron a los propios dilemas de Churchill como político conservador, sumergido en el tumulto de una era revolucionaria.

Los dilemas de un conservador

En una época revolucionaria como la actual, los retos políticos más com-plejos se presentan a aquellos que quieren detener la revolución y no a los que pretenden realizarla. Para un político conservador los dilemas son claros y apremiantes: enfrentarse a la revolución en forma radical puede traer como consecuencia una total pérdida de perspectiva sobre el significado de los acontecimientos históricos del período; por otra par-te, el intento de manipular los cambios, de levantar diques, de canalizar los procesos y maniobrar para restarles impacto, domesticando hechos y hombres en el camino, puede no ser más que una ilusión pasajera, un inú- til gesto de la voluntad, un esfuerzo menguado en su propia naturaleza.

En los períodos históricos en que el orden político es firme y no se encuentra sometido a cuestionamientos profundos, el reto del estadis-ta consiste en no aferrarse al presente, sino trascenderlo, en pensar ha-cia el futuro y prever los cambios que éste puede traer, con el propósito

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Ibid., p. 268.Citado por Kissinger, p. 266. Ibid.

de orientar creativamente la sociedad hacia nuevos destinos sin experi-mentar traumas insuperables: «... no corresponde a los conservadores

–escribe Kissinger– derrotar la revolución, sino impedirla [...] una socie-dad que no puede prevenir una revolución, la desintegración de cuyos valores haya quedado en evidencia por el hecho de la revolución, no po-drá derrotarla por medios conservadores [...] el orden una vez destruido no se puede restablecer sino por la experiencia del caos».20 En una épo-ca de crisis revolucionaria, el reto para el político conservador consiste, ante todo, en comprender acertadamente el significado de los aconteci-mientos y en aceptar que el simple ejercicio de la voluntad no es suficien-te para detener los cambios, que hace falta desarrollar una política activa para apuntalar lo que pueda salvarse del pasado.

Como político conservador en una era revolucionaria, Churchill se enfrentó inicialmente a la revolución en forma radical, pero sin éxito; después trató de contenerla, de controlarla, de manipularla en función de la defensa de un orden que en lo fundamental yacía en ruinas. El úni-co reto que Churchill no supo enfrentar adecuadamente fue el de la crea-tividad política. Este gran líder de nuestro tiempo podría haber hecho su-yas las siguientes palabras de Metternich: «Mi vida ha transcurrido en un período terrible. Nací demasiado pronto o demasiado tarde [...] Antes habría disfrutado de la vida, después podría haber ayudado en la recons-trucción. Ahora me paso el tiempo apuntalando edificios en ruinas».21 Churchill era heredero de un pasado glorioso, su vida estaba consagrada a la defensa de ese pasado y a combatir todo lo que se atreviera a desa-fiarlo; mas con el estadista británico ocurrió lo mismo que pasó a Met-ternich en el siglo xix, el cual: «Pudo haber tenido razón al asegurar que quienes nunca han tenido un pasado no pueden poseer el futuro, pero los que han tenido un pasado pueden condenarse a sí mismos buscándo-lo en el futuro».22

Gran Bretaña había vencido en la Primera Guerra Mundial, mas este conflicto había contribuido decisivamente al estallido de la Revolución Rusa y al surgimiento de un nuevo adversario. Churchill reaccionó con furia ante el triunfo bolchevique y fue uno de los principales impulso-res de la intervención extranjera contra la revolución. Los bolcheviques

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193representaban para Churchill la negación de todos los valores cuyo sos-tenimiento propugnaba; Lenin y Trotsky abogaban por la guerra de cla-ses, la eliminación de las jerarquías aristocráticas, el fin de las fronteras nacionales, la unidad de los obreros contra sus patronos y de los países oprimidos contra sus amos imperialistas. La revolución bolchevique era la antítesis de todo aquello que para Churchill daba sentido a la política y la vida civilizada; por ello actuó con violencia y radicalismo, promo-viendo el envío de tropas para participar con las fuerzas antirrevolucio-narias en la guerra civil y arengando a sus colegas en el Parlamento sobre el «peligro rojo». Churchill fracasó en su empresa, pero desde entonces quedó signado por un feroz anticomunismo, que en más de una oportu-nidad obnubilaría su visión política, distorsionando también su análisis de los eventos del período.

Al igual que la mayoría de los políticos y el público británico en gene-ral, Churchill no creyó probable durante la década siguiente al fin de la Primera Guerra Mundial que Alemania presentase en el futuro una nue-va amenaza de conflagración a gran escala. Entre 1918 y 1921, una etapa crucial para la reconstrucción de las Fuerzas Armadas, Churchill ocupó posiciones clave como ministro del Aire y de Guerra. Su acción allí desi-lusionó hondamente a aquellos oficiales que confiaban en la destreza estratégica de Churchill y en su capacidad para comprender los nuevos avances de la tecnología militar. Fue Churchill quien en 1919 propuso la fórmula según la cual las estimaciones en los gastos de defensa debían llevarse a cabo con base en el supuesto de que no habría guerra en los diez años siguientes, y en 1928 el Gabinete británico dio su aprobación formal a esta «regla de los diez años». En la medida en que Churchill vis-lumbraba una amenaza contra Gran Bretaña, pensaba que ésta provenía de la Unión Soviética, pero no era fácil sostener que un país tan convul-sionado internamente pudiese abrigar intenciones agresivas hacia una potencia imperial.

Al encargarse del Ministerio del Aire en 1919, Churchill se encontró con un plan elaborado por el Estado Mayor Aéreo para crear 154 escua-drones, de los cuales cuarenta serían utilizados para la defensa de las Is-las Británicas. Con su visto bueno, este proyecto se redujo a la creación de tan sólo 22 escuadrones, dos de ellos para la defensa del país y el resto para actuar en misiones de bombardeo. Al cesar sus funciones en este ministerio en 1921, el diario The Times comentó que: «[Churchill] aban-dona el cuerpo volador británico en su último estertor, cuando lo úni-

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Winston Churchill, The Second World War, vol. 1: The Gathering Storm. London: Cassell, 1969, p. 14. Citado por R. Rhodes James, p. 105.

co que queda es hacerle un funeral militar». Como ministro de Finan-zas, entre 1924 y 1929, Churchill permitió una progresiva reducción de los gastos de defensa, en particular en lo referente al Ejército de Tierra. Churchill, así como gran parte de sus compatriotas, se había convertido de nuevo al «aislacionismo» luego de la Primera Guerra Mundial. Una vez obtenida la victoria, Gran Bretaña debía separarse aún más del con-tinente y descansar segura tras la barrera de protección que le proporcio-naba su Marina de Guerra. Paradójicamente, Churchill tuvo mucho que ver con la reducción en las capacidades militares británicas durante la década de 1920, reducción que él mismo denunciaría con enorme fervor la década siguiente.

Lanzado a combatir la revolución y preservar el orden, Churchill no percibió sino hasta muy tarde el significado de los cambios sociales y po-líticos que se iniciaron con el triunfo de Mussolini en Italia en 1922. Des-de 1919 Churchill había visto con mayor desdén que aprobación la crea-ción de la «Liga de Naciones», el fallido intento de construir un pacto de seguridad colectiva en Europa. En el primer volumen de su historia de la Segunda Guerra Mundial, Churchill expresó que: «Era una política simple la de mantener a Alemania desarmada y a los poderes victorio-sos adecuadamente armados por treinta años [...] y construir con mayor fuerza una verdadera Liga de Naciones capaz de garantizar el cumpli-miento de los tratados...»,23 pero lo cierto es que el propio autor de esas líneas contribuyó poco al logro de los objetivos mencionados, reaccio-nando cuando ya los peligros eran plenamente evidentes. La victoria fas-cista en Italia no fue vista por Churchill como un hecho negativo para la paz en Europa. Churchill admiraba a Mussolini como el hombre que ha-bía salvado a Italia del bolchevismo, y en 1937 llegó a escribir que «sería peligroso y tonto que el pueblo británico subestimase la perdurable po-sición de Mussolini en la historia mundial y las asombrosas cualidades de coraje, autocontrol y perseverancia que él ejemplificaba».24 Sus ins-tintos de clase y su temor y odio al comunismo le impidieron entender con la necesaria claridad la naturaleza del fascismo. En uno de sus libros, Churchill declaró que:

... en el conflicto entre el fascismo y el comunismo no había du-das acerca de qué lado se encontraban mis simpatías y convic-

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Winston Churchill, The Second World War, vol. 3: The Fall of France. London: Cassell, 1972, pp. 107-108. Citado por A. J. P. Taylor, p. 43.

ciones. En las dos ocasiones en que me entrevisté con Mussolini en 1927 nuestras relaciones personales fueron cordiales y amis-tosas. Yo nunca habría estimulado a Gran Bretaña para que se interpusiese a Mussolini en torno al conflicto de Abisinia o para que le sancionase a través de la Liga de Naciones, a menos que estuviésemos preparados a ir a la guerra en último extremo.25

Esta posición tolerante ante el fascismo condujo a Churchill a respal-dar la intervención de la Italia fascista y la Alemania nazi en la Guerra Civil española en apoyo de Franco, perdiendo así de vista la amenaza que esa participación representaba para Gran Bretaña y el equilibrio político europeo. Churchill se alineó emocionalmente con Franco y el fascismo en contra de la República española, y apoyó la política de «no interven-ción» del gobierno británico a pesar de que los poderes fascistas la vio-laban impunemente, suministrando a Franco el material bélico y apo-yo logístico que finalmente le permitieron ganar la guerra. Sólo en 1939, cuando ya todo estaba perdido en España, y Mussolini y Hitler celebra-ban complacidos el triunfo de sus armas en ese conflicto, Churchill reco-noció que, a pesar de sus faltas, la causa republicana había sido la causa de la libertad.

Sus instintos conservadores hacían difícil para Churchill entender las raíces socioeconómicas del fascismo y su estrecha conexión con el deterioro del orden liberal-capitalista; de allí que Churchill manifesta-se pocas simpatías hacia la idea de que la guerra sería una cruzada gene-ral contra el fascismo y estuviese dispuesto por mucho tiempo a tolerar a Mussolini, así como había tolerado a Franco, y aun a aceptarlo como aliado. Por ello escribió después de concluido el conflicto que: «Aun en el momento en que la cuestión de la guerra se convirtió en certidumbre, Mussolini hubiese sido bienvenido por los aliados».26 Churchill fue a la guerra desprovisto de la visión de una nueva Europa, menos aún de un mundo y un imperio organizados en forma diferente. Sus propósitos eran esencialmente negativos: restaurar las cosas tal y como eran antes, y mantener tal como estaban aquellas que favorecían a Inglaterra. Una vez distorsionada su perspectiva sobre el fascismo, Churchill quedó envuel-to en el dilema del conservador que en épocas de crisis confunde el sen-tido de los eventos. El hecho de que Churchill haya reaccionado, así fue-

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27 Citado por R. Rhodes James, p. 105.

se tardíamente y no sin ambigüedades, ante la amenaza hitleriana es sin duda prueba tanto de su perspicacia política como de la ceguera de la ma-yoría de los dirigentes británicos de ese entonces. Su reacción se produjo ante la sobrecogedora evidencia del peligro representado por Hitler y los nazis, y no estuvo acompañada de una apropiada comprensión sociopo-lítica del nacionalsocialismo. Esto puede comprobarse al leer el capítulo 4 del primer tomo de su historia sobre la guerra, titulado «Adolfo Hitler», en el cual es muy poco lo que se encuentra acerca de las fuerzas sociales y económicas que motivaron el ascenso de los nazis al poder.

Sería mezquino permitir que la revelación del tortuoso y no siempre fecundo camino político de Churchill entre las dos guerras, restase brillo a sus grandes logros posteriores como líder de su país en la lucha contra Hitler. No obstante, hay que señalar que las dudas y errores existieron, y que en algunas oportunidades, como por ejemplo en relación con la Guerra Civil española, esos errores fueron graves. Sus orígenes estaban en los términos del dilema expuesto algunas páginas atrás. Todavía en septiembre de 1937, Churchill llegó a escribir que: «Uno puede rechazar el sistema de Hitler y sin embargo admirar sus éxitos patrióticos. Si nues-tro país cae derrotado, yo espero que encontremos un jefe tan indomable que restaure nuestro coraje y nos lleve de nuevo a ocupar nuestro legí-timo lugar en el conjunto de las naciones»; y en otro artículo de prensa manifestó que en tiempos recientes él había sido exageradamente alar-mista, pero ahora consideraba que no habría guerra.27 Todo esto viene a demostrar que la imagen de Churchill, dibujada por numerosos biógra-fos y comentaristas después de la guerra, como el líder que no cesó de dar la alarma, que en todo momento midió con exactitud la magnitud de la amenaza y jamás estuvo dispuesto a transigir frente a los dictadores, no tiene exacta relación con los hechos. Lo que quizá olvidan los autores que presentan a Churchill de esa forma es que tal uniformidad en la acción y la claridad ideológica que debe necesariamente acompañarla, no se co-rresponde con actores políticos que, como Churchill, están condiciona-dos por la visión de un mundo tan rígido que la menor convulsión hace precaria su existencia. Por eso, para Churchill, al menos por un tiempo, Hitler y Mussolini fueron «patriotas» antes que fascistas, y «nacionalis-tas» antes que conquistadores.

El 13 de mayo de 1940, una vez confirmado como Primer Ministro, Churchill se dirigió a la Cámara de los Comunes en estos términos:

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Churchill, The Fall..., p. 22. Citado por D. Dilks, «Allied Leadership in the Second World War: Churchill», Survey, 21, 1-2, 1975, pp. 20-21.

Se preguntan: ¿cuál es nuestra política? Yo digo: hacer la guerra, por mar, tierra y aire con todo el poder y la fuerza que Dios pue-da darnos; hacer la guerra contra una tiranía monstruosa, ja-más sobrepasada en el oscuro y lamentable catálogo del crimen humano. Esta es nuestra política. Se preguntan: ¿cuál es nues-tro objetivo? Puedo responder con una palabra: victoria, victo-ria a toda costa, victoria a pesar de todo el terror, victoria no im-porta cuán largo y difícil sea el camino, pues sin la victoria no sobreviviremos.28

Estas eran palabras muy firmes que buscaban un efecto político y propagandístico; el momento era crítico, y la elocuencia, la reducción de problemas complicados a frases simples e impactantes servían como armas en la lucha que se iniciaba. Unos días más tarde, a finales de mayo, el Ejército francés sufría un colapso total, y con él se hundían también los fundamentos de la política de defensa británica. El Gabinete, presi-dido por Churchill, consideró una petición francesa que buscaba tender puentes hacia Mussolini y «comprarlo». Lord Halifax, en ese momento ministro de Asuntos Exteriores, planteó a Churchill la siguiente pregun-ta: si el Primer Ministro estuviese satisfecho de que «los asuntos vitales para la independencia del país», no se verían negativamente afectados, ¿discutiría entonces términos de paz? Churchill respondió que «estaría agradecido de superar nuestras presentes dificultades a través de esos términos, siempre que retuviésemos los elementos esenciales de nues-tra fuerza vital, aun al costo de alguna concesión territorial». Y poste-riormente Churchill dijo que: «Si Hitler estuviese dispuesto a hacer la paz en términos de la restauración de colonias alemanas y el control de Europa central, eso es una cosa. Mas es poco probable que llegue a hacer tal oferta».29 ¿Un instante de debilidad?, ¿frases dichas a la ligera y con escasa convicción? Lo cierto es que Churchill añadió que aun cuando no estaba dispuesto a unirse a Francia en pedir términos para un armisti-cio, se hallaba preparado a considerarlos si se le hacían saber. Puede lucir extraño, pero era Churchill el que con estas intervenciones se mostraba listo a pensar en una «paz» que inevitablemente habría dejado a Hitler como dueño de la mitad de Europa y habría implicado también la pér-dida de territorio británico. La idea corriente de que, una vez nombrado

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30 Bond, Liddell Hart..., p. 146.

Primer Ministro, Churchill estuvo plenamente decidido a luchar sin va-cilaciones hasta que toda Europa fuese liberada, no puede sostenerse en forma pura y definitiva. Hubo dudas, pero duraron poco gracias a la ili-mitada ambición de conquista de Hitler.

Una vez envuelto en el torbellino de la guerra, Churchill retornó a su concepción de «victoria a toda costa», que más tarde se tradujo en una política de «rendición incondicional» cuya expresión militar era el bom-bardeo estratégico contra Alemania. Esta política, que recibió el total respaldo de una abrumadora mayoría del pueblo británico, fue criticada aun durante la guerra por hombres de la talla de Liddell Hart, quien con-sideraba que no tenía sentido combinar el bombardeo estratégico –que afectaba gravemente a la población civil– con una política de «rendición incondicional». Esa combinación sólo iba a traer como consecuencia un endurecimiento de la resistencia alemana, y conduciría al pueblo de ese país a plegarse todavía más estrechamente a Hitler y a su régimen como únicas vías para la supervivencia nacional. Liddell Hart pensó enviar a Churchill un memorando sobre el asunto, pero después cambió de idea, ya que «su mente [la de Churchill] tiene una estructura tan destructiva que muy difícilmente puede ser penetrada por una visión tan diferente de las cosas».30

Liddell Hart no tenía una perspectiva clara acerca de la naturaleza del régimen nazi, el carácter ilimitado de los objetivos de Hitler y el estado de ánimo del pueblo británico, que estaba decidido a acabar con todo lo que el Tercer Reich representaba y esperaba lo mismo de sus líderes. «Victoria a toda costa» era de hecho la política de las masas británicas, y si ese pueblo pagó un precio muy alto por la victoria, lo hizo sin duda con los ojos abiertos. Churchill supo expresar esa resolución; no obstante, las críticas de un Liddell Hart se basaban en una consideración de gran importancia política. En un memorando profético titulado «El futuro balance europeo», fechado el 1.º de octubre de 1943, Liddell Hart vio con gran claridad que la Unión Soviética reemplazaría a Alemania como el poder dominante sobre el continente; según el estratega británico, a lar-go plazo ese predominio soviético podría ser aún más peligroso que la hegemonía alemana: «Las consecuencias inmediatas de la victoria serán probablemente la ocupación por parte del Ejército Rojo de la totalidad de Europa central y una gran parte de Alemania. Sólo Rusia tendrá la

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Ibid., pp. 151-152. Winston Churchill, The Second World War, vol. 5: Germany Drives East. London: Cassell, 1972, p. 336.

fuerza para colocar un ejército de ocupación efectivo en esos países. Al mismo tiempo las fuerzas anglo-americanas ocuparán los países del sur de Europa y algunas secciones de Alemania». Gran Bretaña se hallaría entonces en una difícil posición entre los dos grandes poderes, pero del lado opuesto del Atlántico y demasiado cerca de los soviéticos. El único otro Estado que podía servir de barrera estaba siendo aplastado bajo la política de «rendición incondicional»: «La ironía de la situación –escri-bió Liddell Hart en el mencionado memorando– se encuentra en que el logro de nuestra meta de victoria total conducirá a la destrucción de la única otra fuente de fuerza real».31

El análisis de Liddell Hart pasaba por alto el hecho de que la política de rendición incondicional no había sido simplemente elegida por los aliados, sino que era en buena parte el resultado de las políticas hitleria-nas de conquista y subyugación. Sin embargo, Liddell Hart apuntó tem-prano hacia un problema acerca del cual Churchill tomó conciencia rela-tivamente tarde, tratando entonces de manipularlo y controlarlo a través de angustiosas maniobras diplomáticas. Ese problema, ese nuevo reto, estaba representado por el triunfo de las armas soviéticas sobre los ejér-citos de Hitler. Churchill veía la guerra esencialmente como un conflicto entre Estados, y su mentalidad conservadora no le ayudaba a percibir las profundas conmociones sociales y políticas que el conflicto llevaba apa-rejadas. La guerra mundial estaba desatando una revolución en Europa y en otros continentes, y estaba transformando radicalmente el balance de poder. La definición de victoria que había dado Churchill en sus prime-ras actuaciones como Primer Ministro, una definición militar y no polí-tica, pronto se mostró insuficiente. Churchill había dicho el 21 de junio de 1941: «Tengo sólo un propósito: la destrucción de Hitler; de esa mane-ra mi vida se simplifica. Si Hitler invadiese el infierno yo haría al menos una referencia favorable al diablo en la Cámara de los Comunes».32 Al día siguiente Hitler invadió la Unión Soviética, y Churchill de inmediato ofreció toda ayuda posible a Stalin. La alianza antinazi comenzaba a fra-guarse, pero sus protagonistas eran muy diferentes y las consecuencias del combate mortal que acabaría en el búnker de Hitler sólo se revelaron con toda intensidad a Churchill en las etapas finales de la guerra. Escribe Kissinger en su libro Un mundo restaurado:

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33 Kissinger, pp. 143-144.

Una potencia insular en la periferia de los acontecimientos en-cuentra difícil admitir que las guerras pueden producirse por causas intrínsecas. Dado que su participación suele ser defensi-va, para evitar el dominio universal, considerará la necesidad de la paz una legitimación suficiente del equilibrio. En un mundo donde las ventajas de la paz parecen tan patentes [...] las gue-rras sólo pueden causarlas la malicia de los hombres malvados. Dado que no se entenderá que el equilibrio de poder puede ser inherentemente inestable, las guerras tienden a convertirse en cruzadas para eliminar la «causa» del levantamiento.33

Para Churchill, la guerra se convirtió en una cruzada contra Hitler, el «hombre malvado» de que habla Kissinger, y no contra el fascismo; de acuerdo con sus propias palabras, la meta era «la derrota, ruina y destruc-ción de Hitler con la exclusión de cualquier otro propósito». Mas para los pueblos de Europa, en Francia, Italia, Yugoslavia, Hungría, Grecia, etc., la lucha contra Hitler y el nazismo se convirtió también en el combate por un orden social diferente, que no estaba en los planes de Churchill. El líder británico no tenía conciencia de la magnitud de los cambios so-ciales impulsados por la guerra y del crecimiento del espíritu democrá-tico suscitado por la resistencia, aun dentro de la propia Gran Bretaña. Una de las más grandes sorpresas en la vida de Churchill debe haber sido la derrota electoral sufrida a manos del Partido Laborista en 1945, aun antes de finalizada la guerra mundial. A pesar de su enorme prestigio personal, labrado a través de un valiente e inspirador liderazgo durante la guerra, Churchill –y con él el Partido Conservador, al cual representa-ba–, recibieron un rechazo masivo en las urnas electorales. El objetivo de Churchill era fundamentalmente negativo: la derrota de Hitler, y aspira-ba que una vez conquistada esa meta todo volvería con ligeras alteracio-nes a su lugar de antes. Pero el pueblo británico no iba a conformarse con una simple restauración del orden y de las políticas del pasado; la guerra había creado una nueva situación, y para evitar conflagraciones seme-jantes en el futuro era necesario transformar desde dentro la sociedad.

Así como Churchill carecía de una política positiva para llevar a cabo los cambios que reclamaba la población de su propio país, no tenía tam-poco una política constructiva hacia la Europa de la posguerra. Enfrenta-

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201do al poder soviético y a la posibilidad de que Estados Unidos se retirase nuevamente de Europa una vez terminado el conflicto, Churchill pen-só en una partición del continente en esferas de influencia controladas respectivamente por Gran Bretaña y la urss. Uno de los más interesan-tes episodios políticos de la guerra tuvo lugar durante la visita que Chur-chill hizo a Stalin en Moscú en octubre de 1944. En el transcurso de una de sus entrevistas, Churchill propuso al líder soviético lo siguiente: «Lle-guemos a un acuerdo sobre nuestros asuntos en los Balcanes. Sus ejérci-tos están en Rumania y Bulgaria. Nosotros tenemos intereses, misiones y gentes allí. No permitamos que las pequeñeces nos dividan. En lo que a Rusia y a Gran Bretaña concierne, ¿qué le parece si a ustedes toca un 90% de predominio en Rumania, a nosotros 90% en Grecia y un 50 y 50 en Yu-goslavia?»

Mientras la proposición era traducida al ruso, Churchill extendió una hoja de papel que contenía este proyecto de partición:

Luego de una pausa, Stalin tomó un lápiz y marcó el papel con un signo aprobatorio. Todo quedó listo en pocos segundos. Churchill en-tonces preguntó: «¿No se pensará que ha sido más bien cínico que noso-tros hayamos dispuesto estos asuntos, que afectan a tanta gente, de una manera tan casual y ligera? Mejor quemamos el papel». Y Stalin replicó: «No, guárdelo usted».34

34Winston Churchill, The Second World War, vol. 11: The Tide of Victory. London: Cassell, 1964, pp. 200-201.

RUMANIA

Rusia

Los otros

GRECIA

Gran Bretaña ( D E A C U E R D O C O N E E . U U . )

Rusia

YUGOSLAVIA

HUNGRÍA

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En estos términos se refiere Kissinger a Metternich, ob. cit., p. 266. Citado por Dilks, p. 24. Citado por B. H. Liddell Hart, «The Military Strategist», en Churchill: Four Faces..., p. 202.

En la medida en que Stalin tomó en serio el gesto de Churchill, fue también víctima del engaño del estadista que pretende manipular la rea-lidad sociopolítica de pueblos enteros, como si el control de la misma fuese tan sólo un problema de voluntad individual. Churchill actuaba impulsado por el deseo de obtener un arreglo diplomático antes de que el desarrollo de los acontecimientos le dejase sin cartas de negociación. Gran Bretaña estaba ganando la guerra junto a sus aliados, pero el precio había sido el agotamiento del país y la indetenible erosión de su poderío mundial. Las maniobras de Churchill en las postrimerías del conflicto eran como si «el conductor de un automóvil que se dirigiese sin control a una dirección desconocida por una gran pendiente montañosa tratara desesperadamente de asir el volante, porque si sólo lograra hacer esto su caída inevitable representaría el orden y no el caos».35

Aunque pueda parecer extraño, Churchill tenía gran confianza en que Stalin cumpliría al pie de la letra todos los arreglos tendientes a congelar la situación política europea. Poco antes de la conferencia de Yalta, Chur-chill manifestó que: «... el pobre Neville Chamberlain creía que podía confiar en Hitler. Estaba equivocado, pero no creo que yo me equivoque sobre Stalin». Y algo más tarde insistió ante su ministro del Exterior, An-thony Eden, sobre su admiración por Stalin. Eden, ansioso de colocar las negociaciones sobre bases más realistas que una mera simpatía personal, dijo a Churchill: «A mí me llena de admiración la forma en que Stalin le maneja a usted».36 Ese era Churchill: una mezcla de realismo y romanti-cismo, un estadista valeroso y de gran talento volcado hacia el pasado, al que faltaba la creatividad política, tan importante para la grandeza. Qui-zás en cuenta de esto último, pocos años después de la guerra, Churchill expresó que el veredicto final de la historia se basaría no solamente en las victorias logradas bajo su dirección, sino también en los resultados polí-ticos derivados de ellas, y añadió: «Juzgando de acuerdo a este último cri-terio, no estoy seguro de que se considere que tuve éxito».37

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203El estratega

«La historia de la especie humana es la guerra. Con excepción de breves y precarios interludios, nunca ha habido paz en el mundo».

Churchill

Churchill fue no solamente un testigo político privilegiado de las dos grandes conflagraciones del siglo xx, sino que también tuvo una rele-vante participación en ambos conflictos como entusiasta, a veces errá-tico, pero esencialmente brillante estratega militar. No sería apropiado decir que a Churchill le gustaba la guerra, pero tampoco sería injusto afirmar que la veía con pasión. El general Frederick Pile, comandante de las defensas antiaéreas británicas en la Segunda Guerra Mundial, ha re-latado lo difícil que le resultaba llevar a Churchill a los refugios antiaé-reos y mantenerlo allí en las oportunidades en que éste realizaba visitas de inspección a los emplazamientos defensivos. En una ocasión, ante la insistencia de Pile para que se apartase de los cañones y buscase refugio de las bombas, Churchill exclamó con júbilo: «Me encantan las explo-siones».

Al estallar la Primera Guerra Mundial, Churchill ocupaba la posición de Primer Lord del Almirantazgo, la principal autoridad de la Marina de Guerra británica. Para Churchill, la mejor forma de la defensa era la ofensiva y, desde el inicio de la guerra en 1914 hasta el momento en que dejó el Almirantazgo en la primavera de 1915, estuvo buscando fórmulas para que la Armada tomase la iniciativa en batallas de carácter decisivo. De hecho, esa batalla final contra la flota alemana no se produjo; no obs-tante, la Armada británica contribuyó en forma determinante al triun-fo aliado a través del arma del bloqueo económico. Cerrando los pasajes marítimos entre el norte de las Islas Británicas y Noruega, la Marina Real le cortó las arterias a Alemania, impidiendo la entrada o salida de bienes fundamentales para sostener el esfuerzo de guerra. Churchill no visua-lizó claramente, antes de su salida del Almirantazgo, la importancia que iba a adquirir el arma del bloqueo en el transcurso de la guerra, pero los cuatro años que había pasado a la cabeza de la Armada, entre 1911 y 1915, habían sido de vital relevancia en el forjamiento de esa herramienta de acción «intangible» en el conflicto.

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38 Citado por Pelling, p. 190.

Los aportes de mayor peso estratégico hechos por Churchill durante la Primera Guerra Mundial se dirigieron a resolver el intrincado proble-ma que la nueva tecnología militar y las trincheras habían planteado en las líneas de fuego del continente: el congelamiento de los frentes de ba-talla, la guerra de desgaste en que decenas de millones de vidas eran sa-crificadas para avanzar unos pocos kilómetros. A fines de 1914, en un me-morando profundamente perceptivo sobre la política de guerra enviado al primer ministro Asquith, Churchill escribió:

Pienso que es posible que ninguno de los bandos combatientes tendrá la fuerza suficiente para penetrar las líneas del contrario en el frente occidental [...] mi impresión es que la posición de ambos ejércitos no experimentará mayores cambios –aunque sin duda varios cientos de miles de hombres serán sacrificados para satisfacer sobre este punto a las mentes militares [...] ¿No hay acaso otras alternativas que la de enviar a nuestros ejércitos a masticar alambre de púas en Flanders? ¿No es posible lograr que el poder de la Armada se cierna sobre el enemigo? 38

Ante el problema del estancamiento de los frentes terrestres se plan-tearon, desde el lado británico, dos tipos de soluciones: una de orden tác-tico y la otra de orden estratégico, y Churchill tuvo una destacada partici-pación en la formulación de ambas. La búsqueda de una solución táctica se centró en la creación de una máquina blindada de guerra que fuese ca-paz de atravesar las trincheras, de derribar el alambre de púas y aguantar el fuego de las ametralladoras, protegiendo también el avance de la infan-tería. A fines de 1915, en un importante memorando titulado «Variantes de la ofensiva», Churchill –quien ya no estaba en el Gabinete– propuso la utilización de vehículos blindados con orugas, capaces no sólo de pa-sar sobre las trincheras y el alambre de púas sino también de mantener bajo fuego constantemente a los defensores enemigos. Churchill, más que ninguna otra persona en alta posición, tuvo mucho que ver con el de-sarrollo de ese vehículo que vino a conocerse como el «tanque». Si bien la idea original no fue plenamente suya, él la acogió en forma entusiasta, y logró, a través de su permanente interés, promoviendo experimentos y batallando por convencer a los escépticos, que la idea se materializase.

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205La solución estratégica diseñada para enfrentar el estancamiento no

consistía en atravesar las trincheras, sino en dar un rodeo por sus flancos y así sobrepasarlas por un lado. Los proponentes de este proyecto, que fueron catalogados como la «escuela oriental» en contraposición a los «occidentalistas», argumentaban que la alianza enemiga debía ser vista como un todo, y que la tecnología militar moderna y el mejoramiento en los medios de transporte y suministro permitían programar acciones decisivas en otros teatros de guerra, en los flancos estratégicos y menos protegidos del adversario. Para Churchill, ansioso de emplear con ma-yor dinamismo el poder de la Armada, esta concepción tenía el atractivo de explotar las potencialidades del poder marítimo en operaciones a lar-ga distancia. Inicialmente Churchill pensó en acciones navales en el mar del Norte dirigidas a bloquear la salida de la Armada alemana de sus puertos, y eventualmente abrir las entradas del Báltico. Este plan pre-sentaba dificultades que le restaban eficacia; la alternativa era atacar el otro flanco enemigo en el continente a través del estrecho de los Darda-nelos, penetrar en el mar de Mármara y caer sobre Constantinopla (hoy Estambul), para eventualmente unirse al Ejército ruso, fuertemente pre-sionado por la ofensiva alemana. Este proyecto recibió un impulso en diciembre de 1914, cuando se recibió un mensaje en el cual el gran duque Nicolás, comandante en jefe de las fuerzas rusas, pedía a los británicos una «demostración» en contra de los turcos para aliviar la presión que estaban soportando los ejércitos rusos en el Cáucaso.

Hombres de la categoría e influencia de Lloyd George se sumaron a la idea, abogando por la transferencia de gran parte de las fuerzas británi-cas a los Balcanes para ayudar a Serbia y desarrollar una ofensiva desde la retaguardia de la alianza enemiga. La captura de Constantinopla sería seguida por un avance a lo largo del Danubio hasta Austria y Hungría. La concepción era brillante desde el punto de vista estratégico-político, pero la ejecución fue catastrófica. Los comandantes aliados en el fren-te occidental se opusieron tenazmente al proyecto, y el peso de la opi-nión militar impuso la concentración de esfuerzos en ese frente con la esperanza de lograr una ruptura rápida de las líneas enemigas. No obs-tante, Churchill y otros continuaron propulsando el plan de ataque en los Dardanelos, que comenzó, con fuerzas muy reducidas, en febrero de 1915. Gracias al factor sorpresa, los británicos lograron desembarcar en la península de Gallípoli y establecerse allí, pero los turcos, desde sus for-talezas en las colinas circundantes, pronto restablecieron la situación,

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movilizando sus reservas y conteniendo la penetración de sus adversa-rios. Los invasores consiguieron mantenerse en dos precarias cabezas de playa, pero no pudieron expandirlas y la guerra de trincheras se instaló también en Gallípoli. Las pérdidas crecientes, las duras condiciones de la batalla y las enormes dificultades logísticas forzaron una evacuación, que se llevó a cabo en dos etapas entre diciembre de 1915 y enero de 1916. La operación de los Dardanelos había sido un fracaso y la reputación de Churchill sufrió por ello; pero como él mismo expresó ante la Comisión designada para investigar las causas de la derrota: «Es ocioso condenar las operaciones porque llevan implícitos el azar y la incertidumbre. Toda la guerra es azarosa y la victoria sólo se obtiene corriendo riesgos».39 Churchill dejó el gobierno en noviembre de 1915 y retornó a él en julio de 1917 como ministro de Municiones. Sus contribuciones estratégicas a lo largo del conflicto, aunque no siempre exitosas, revelaron la fertilidad de su talento militar y su gusto por las estrategias flexibles e «indirectas» di-rigidas a explotar las debilidades del enemigo haciendo uso de la audacia y la imaginación.

En el período entre las dos guerras mundiales Churchill preservó su interés en los problemas de la estrategia y la táctica militar, aunque su pensamiento al respecto no fue muy coherente y sus proyecciones sobre los cambios introducidos por los nuevos desarrollos tecnológicos fueron en general desacertadas. Con relación a la guerra naval, su tradicionalis-mo le llevó a alinearse con la así llamada battleship school, que propug-naba la construcción de grandes buques de guerra y aseguraba que los submarinos no presentaban una amenaza grave. Esta escuela de estra-tegia naval también subestimaba la amenaza aérea contra los buques de guerra tradicionales, y Churchill declaró en enero de 1938 que «La ame-naza aérea contra los barcos de guerra apropiadamente armados y prote-gidos no reviste un carácter decisivo». Ocho meses más tarde reiteró esta opinión, afirmando que: «... este hecho, unido a la indudable obsoles-cencia del submarino como decisiva arma de guerra, debe proporcionar a las democracias occidentales un sentimiento de confianza respecto a la seguridad de los océanos».40 Con tales pronunciamientos, Churchill sólo contribuyó a reafirmar la vanidad de los almirantes que integraban la battleship school; mas en las nuevas condiciones tecnológicas el poder marítimo perdía gran eficacia sin el control del aire:

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Taylor, p. 33. Churchill, The Second World War, vol. 3: The Fall of France, p. 37.

Winston Churchill, The Second World War, vol. 2: The Twilight War. London: Cassell, 1969, p. 239.

... su incapacidad para apreciarlo ilustraba una vez más una cu-riosa contradicción en la naturaleza de Churchill como estrate-ga. Él había enfatizado repetidamente la importancia del po-der aéreo, más aun quizás que cualquier otro estadista civil. No obstante, cuando llegó la hora de la acción, no pudo resistir la llamada de la tradición e imaginar que la marina real lograría de nuevo mantener su supremacía sin otra ayuda.41

Churchill también restó importancia a los posibles efectos del poder aéreo en la guerra terrestre, pero sobre todo no previó –y en esto su sor-presa fue tan grande como la que recibió la abrumadora mayoría de los profesionales militares del período– la extraordinaria transformación introducida por las tácticas y técnicas de la Blitzkrieg. Como lo dijo en su recuento de la caída de Francia, subyugada por los ejércitos de Hitler: «[Hasta ese momento] no había asimilado la violencia de la revolución efectuada desde la última guerra por la incursión de una masa de veloces vehículos blindados. Yo conocía su realidad, pero la misma no alteró mis convicciones de la manera en que debía haberlo hecho».42

Las sucesivas crisis políticas y militares que culminaron en la inva-sión hitleriana a Polonia y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, fueron los peldaños a través de los cuales Churchill retornó del desier-to político para liderar a su país en un combate mortal. En el verano de 1939 el clamor del público y la prensa para que Churchill fuese incluido en el Gabinete británico llegó a un punto muy alto. Si la guerra era inevi-table, el viejo guerrero debía estar allí para enfrentarla. Churchill, como lo expresaba un importante diario londinense, era un estadista que «po-seía un inigualable conocimiento práctico de los problemas cruciales que presenta la guerra, en especial en el campo de la estrategia». En sep-tiembre de 1939 Churchill regresó a su antigua posición de Primer Lord del Almirantazgo, y en mayo de 1940, en medio del calor de la batalla de Francia, fue nombrado Primer Ministro por el Rey. Al fin había llegado la hora. Churchill tenía entonces 66 años, pero estaba lleno de vigor y en plena posesión de sus facultades intelectuales y de su legendaria capaci-dad de trabajo, sintiendo al mismo tiempo que toda su vida pasada había sido «la preparación para este momento y este reto [...] Pensé que sabía mucho acerca de todo esto y que no fallaría».43

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44 Winston Churchill, The Second World War, vol. 10: Assault from the Air. London: Cassell, 1964, p. 53.

Desde su nueva posición de poder Churchill se autodesignó ministro de la Defensa con autoridad ejecutiva, lo cual le permitía mantener un control mucho más directo sobre las diversas ramas de las Fuerzas Ar-madas y la estrategia general de la guerra. Churchill tenía acceso directo a los altos jefes militares británicos, cuya función consistía en asesorarle sobre la factibilidad de las operaciones militares propuestas. De esta for-ma, Churchill logró algo que fue imposible para Lloyd George durante la Primera Guerra Mundial: unidad y uniformidad en la dirección es-tratégica superior de la guerra. Desde luego, su poder estaba sometido a los controles institucionales de un régimen político democrático. Como él mismo lo dijo, comparando su situación con la de sus dos más impor-tantes aliados: «El período de mando del Presidente [de Estados Uni-dos] era fijo, y sus poderes no sólo como Presidente, sino también como Comandante en Jefe, eran casi absolutos de acuerdo con los términos de la Constitución norteamericana. Stalin [...] ciertamente era todopode-roso en Rusia. Ellos podían ordenar; yo tenía que convencer y persuadir, y estaba feliz de que así fuese».44 De hecho, Churchill imponía su volun-tad mucho más gracias a la argumentación que a la imposición; nunca se cansaba de discutir y era capaz de ceder en sus puntos de vista si se encontraba con un opositor que tuviese la persistencia de demostrarle dónde estaba el error. En una oportunidad Churchill describió su méto-do con una de sus hermosas frases: «Todo lo que quiero es que se acepten mis deseos luego de razonable discusión».

Una vez derrotada Francia, Gran Bretaña se encontró sola ante el in-menso poder de Hitler. Los meses finales del año 1940 fueron decisivos, y a lo largo de esos tiempos difíciles la figura de Churchill se levantó so-bre la adversidad para inspirar a su pueblo en una lucha desigual. Chur-chill y el pueblo británico en general no querían limitar sus objetivos de guerra a la mera supervivencia. La meta final era la victoria, y ésta era la inevitable consecuencia del rechazo a buscar un compromiso con Hitler. Ya que no era posible que la guerra durase por siempre, la única alterna-tiva al fracaso era el triunfo. No había un punto medio. De hecho, la po-lítica de guerra británica nunca fue meramente defensiva y los primeros planes de victoria fueron esbozados en mayo de 1940, cuando se perfila-ba concretamente en el horizonte la amenaza de una invasión alemana a las islas.

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La Alemania nazi disponía de recursos muy superiores a los de Gran Bretaña, aun contando con el Imperio, pero Churchill, en ese período crítico, nunca perdió su fe en la victoria y la impuso sobre los pesimistas.

Su fe era en parte emocional y aun mística: una terca creencia en el Imperio británico y su poder latente [...] Mas esa fe también se sostenía sobre bases racionales. Churchill previó que los dos grandes países neutrales, la Unión Soviética y Estados Unidos, irían eventualmente a la guerra contra Hitler [...] Una vez más Churchill creyó que algo ocurriría porque él quería que ocurrie-se, y en este caso su creencia se comprobó como verdadera.45

Sin embargo, Churchill no se cruzó de brazos a esperar la entrada de soviéticos y norteamericanos en la guerra; él aspiraba a que Gran Breta-ña fuese capaz de combatir sola y quizás de ganar; por lo tanto, si bien Churchill no descansó hasta lograr el compromiso de ayuda norteame-ricana, y se sintió aliviado cuando Hitler invadió la urss y Japón atacó Pearl Harbour, también condujo una estrategia específicamente británi-ca que tuvo dos aspectos esenciales. El primero de ellos fue la ofensiva aé-rea contra Alemania; el segundo, la guerra en la zona del Mediterráneo.

Por razones que fueron expuestas previamente, en el período entre las dos guerras mundiales la Fuerza Aérea británica fue diseñada como una fuerza de bombardeo estratégico contra las ciudades y centros vitales del enemigo. En mayo de 1940 el gobierno británico decidió dar comienzo al bombardeo estratégico contra Alemania, y la ofensiva se mantuvo hasta 1945, aumentando constantemente su violencia y degenerando en mul-titudinarios ataques que devastaron ciudades enteras como Dresde y Hamburgo. Los eventos demostraron, en especial durante los primeros años de la guerra, que la Fuerza Aérea británica no tenía el poder para obtener un resultado decisivo; a pesar de los bombardeos, Alemania con-tinuó su esfuerzo de guerra y mantuvo casi hasta el fin una elevada pro-ducción industrial. No obstante, la ofensiva británica (y más tarde norte-americana) siguió su curso, animada por el infatigable Churchill que en todo momento depositó grandes esperanzas en sus resultados. Aparte de confiar en las ventajas del poder aéreo, los británicos iniciaron su ofensi-va porque carecían de otra alternativa para golpear a Hitler.

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Si no bombardeaban ciudades alemanas, no había más nada, o casi nada, que pudiesen hacer. En los meses finales de la guerra, la revulsión moral causada por los indiscriminados bombardeos contra la población civil alemana comenzó a acrecentarse, y es muy probable que este senti-miento se haya apoderado del propio Churchill, uno de los principales defensores de esta política previamente: «Parece como si luego del ata-que a Dresde, Churchill hubiese querido disociarse de ese acto y de toda la ofensiva aérea estratégica de la cual él había sido uno de los más im-portantes arquitectos».46

El segundo aspecto fundamental de la estrategia británica fue la gue-rra en el Mediterráneo. Como lo había demostrado su experiencia en la Primera Guerra Mundial, la estrategia periférica de la «aproximación in-directa» hacia los flancos y puntos débiles del enemigo, usando la sorpre-sa y la movilidad, era habitual a Churchill. Sin duda, la más fructífera ac-ción estratégica de Churchill en 1940, después de la caída de Francia, fue su decisión de enviar refuerzos a África y tomar allí la ofensiva contra las mal equipadas y desmoralizadas fuerzas italianas. Esa decisión en mo-mentos tan críticos implicaba reducir aún más las capacidades defensi-vas de las Islas Británicas en caso de invasión alemana a través del canal, no obstante, «estuvo justificada tanto en principio como en sus resulta-dos. Produjo un éxito tonificante, distrajo recursos del principal oponen-te y abrió una nueva avenida para desarrollos militares futuros».47 Ante la debacle de sus aliados italianos, Hitler se vio obligado a enviar a Libia el famoso Africa Korps, que por un tiempo, bajo el mando brillante pero excesivamente audaz de Rommel, conoció significativas victorias.

La idea de escoger Egipto como el punto de partida de la ofensiva bri-tánica fue de Churchill, quien a lo largo de la guerra no cesó de diseñar proyectos destinados a intentar otra vez, pero en distintas condiciones, la estrategia que había fallado en Gallípoli durante la Primera Guerra Mundial.

Con inagotable insistencia, Churchill persiguió el sueño de for-zar a Turquía a entrar en la guerra; luego los ejércitos británicos y turcos penetrarían por los Balcanes sumando otros aliados en el camino. Alemania sería derrotada mediante este ataque des-

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de su retaguardia, o al menos obligada a aceptar un compromi-so. Esta era una extraña fantasía. Por momentos, Churchill sos-tenía que la victoria sería difícil aun con la intervención de la urss y Estados Unidos. En otras ocasiones, Churchill pensaba que la victoria sería fácil si tan sólo Turquía –un país sin un ejér-cito moderno– se convertía en aliado. Es una contradicción que no puede explicarse. Churchill siguió fiel a sí mismo, aun en sus años de responsabilidad suprema. Una parte de su naturaleza era realista y enfrentaba los problemas de la guerra con preci-sión, cálculo frío y cuidadosa preparación. Por otro lado, era to-davía un jugador, un muchacho impulsivo, siempre esperando que una maniobra ingeniosa obrara milagros.48

Históricamente tiene poco sentido preguntarse: «¿Qué habría pasa-do si...?», pero lo cierto es que el plan de Churchill de atacar a través de los Balcanes –una idea que siempre acarició con extraña fruición–, en lugar de suponer (como tendían a hacerlo los norteamericanos) que la única o principal vía de invasión del continente tenía necesariamente que ser Francia, hubiese tenido, una vez materializada, enormes conse-cuencias para el resultado político de la guerra. Con esta maniobra, asu-miendo que hubiese tenido éxito, Churchill podría haber cerrado el paso de los soviéticos hacia Europa central. Pero éstas son tan sólo especula-ciones, y la consideración del plan de Churchill tiene verdadero sentido como muestra de su talento estratégico, fecundo en concepciones bri-llantes, pero también impaciente, tendiente a la precipitación y la aven-tura. A pesar de las enormes diferencias en temperamento e ideas políti-cas, son muchas las similitudes entre Hitler y Churchill como estrategas.

Si bien no es fácil verlo de esa forma luego de tantos años y del éxito final que acompañó esa política, una de las decisiones más aventuradas de Churchill en los primeros meses de la guerra fue acoger a De Gaulle, brindarle apoyo irrestricto y promoverle como el campeón y legítimo re-presentante de los intereses de Francia. De Gaulle fue una personalidad extraordinaria, pero sin la ayuda de Churchill su gran misión de rescatar a Francia de la derrota y la humillación no habría encontrado un asidero real. Y así lo reconoce De Gaulle en un pasaje de sus Memorias de guerra: «... como gran político [Churchill] siempre estuvo convencido de que

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Charles De Gaulle, Mémoires de guerre, vol. iii: Le salut, 1944-1946. Paris: Plon, 1959, p. 239. Churchill, The Second World War, vol. 3: The Fall..., pp. 162-163.

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Francia era necesaria, y como excepcional artista fue siempre sensible al carácter de mi dramática misión [...] sin él, mi tentativa habría sido vana desde el principio...».49 Churchill sostiene en su historia de la guerra que encontrándose en Tours, en las improvisadas oficinas de Reynaud, Pri-mer Ministro francés, luego de que el gobierno había abandonado París ante el avance alemán, escuchaba a algunos parlamentarios hablar sobre una «lucha a muerte». La hora era grave y Francia caía doblegada bajo el impacto de los Panzer. Churchill entonces abandonó la sala, caminó ha-cia el patio y vio a De Gaulle en la puerta, con rostro inexpresivo. «Salu-dándole, le dije en francés, en voz baja: “L’homme du destin”. Él perma-neció impasivo».50 ¡El hombre del destino! La historia de Churchill luce demasiado hermosa y novelesca como para creerla plenamente; sin em-bargo, su actitud posterior demuestra que sí vio en De Gaulle a un indi-viduo excepcional, una roca sólidamente instalada en medio de un mar borrascoso, lleno de caos, fracaso y desesperación. En esa percepción Churchill volcó lo mejor de sí mismo como hombre y como político.

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El proyecto de vida

«Él inventa a la vez sus sueños y sus realidades, su estilo...».

André MalrauxLe triangle noir.

De Gaulle quiso hacer de su vida una leyenda y la diseñó con el deleite del artista que elabora una gran obra de arte. Su carrera presenta «una mezcla notable de pensamiento y acción, una rara capacidad para reali-zar la propia vocación dándose a él mismo y a su misión la forma de sus sueños».1 Durante los años en que todavía era un joven y poco conocido oficial, De Gaulle escribió cuatro libros en los que trazó todo su proyecto de vida y plasmó sus ideas sobre la política, la guerra, el liderazgo y sobre todo su visión de Francia. Nunca más se apartaría de lo que escribió en esos trabajos, excelentes por su calidad literaria, la concisión y fluidez del estilo y el diestro manejo del lenguaje, y también sorprendentes por la altivez de las frases, la dura sobriedad del tono, la serena pero firme au-toridad del escritor. De esos libros, El filo de la espada es verdaderamente profético. Allí De Gaulle se pintó a sí mismo, el que quería ser e iba a ser. La historia demostró que estaba hecho a la medida de sus sueños. «To-dos los grandes hombres de acción –escribió en sus Memorias– fueron también reflexivos. Todos poseyeron en alto grado la capacidad de reple-

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Stanley e Inge Hoffmann, «Voluntad de grandeza: De Gaulle, artista político», en D. A. Rustow, ed., Filósofos y estadistas. México: Fondo de Cultura Económica, 1976, p. 313.

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Charles De Gaulle, Mémoires de guerre, vol. i: L’appel, 1940-1942. Paris: Berger-Levrault, 1973, p. 23. Dominique De Roux, De Gaulle. Paris: Éditions Universitaires, 1967, pp. 32-33. Charles De Gaulle, Vers l’armée de métier. Paris: Plon, 1973, pp. 139, 154.

garse en sí mismos y deliberar sobre el futuro».2 Para De Gaulle la políti-ca, así como la estrategia, era acción y reflexión sobre la acción; por ello, no tuvo temor a expresar su visión del mundo y de sí mismo temprana-mente, como signos inmutables que le impidiesen perder el camino. «La desgracia de aquellos que definen su política por adelantado, sus gran-des proyectos secretos –escribió un biógrafo de De Gaulle–, es que una vez superado el tiempo de la palabra y llegado el tiempo de la acción, se ven forzados a devastar el mundo para que la historia no les contradiga».3 Para De Gaulle no fue necesario devastar el mundo. Hitler casi lo hizo, arrastrado por la impetuosidad alucinada de sus sueños. De Gaulle tuvo que luchar ante todo contra lo que en sí mismo pudiese debilitarle o apar-tarle de su objetivo: la grandeza y la gloria de Francia y la suya propia, una grandeza mítica, basada en la voluntad y la ambición de jamás ceder, de sobreponerse a los eventos y dominarlos con la convicción de que, en sus propias palabras: «No se hace nada sin los grandes hombres, y éstos lo son por haberlo querido». La forma de ser grande era: «Elevarse por en-cima de sí a fin de dominar a los otros, y de esa manera, también los acon-tecimientos». Era igualmente indispensable aspirar a la grandeza, ya que «la gloria se da solamente a aquellos que siempre la han soñado».4

De Gaulle publicó el primero de sus libros, La discordia en el seno del enemigo, en 1924, a los 34 años de edad. El libro es un estudio de la expe-riencia de Alemania en la Primera Guerra Mundial, y constituye esen-cialmente un análisis del papel crítico que juega el factor moral en la guerra, de la influencia que tiene la voluntad colectiva de la nación en la empresa bélica y de las nefastas consecuencias de su derrumbamien-to. Para De Gaulle, las divisiones internas entre diversas facciones con posiciones políticas encontradas fueron decisivas en la derrota alema-na. Otro factor tan negativo como el anterior fue la debilidad demostra-da por los líderes políticos ante las desmesuradas exigencias de los jefes militares, lanzados a una aventura de conquista que estaba más allá de las capacidades nacionales, y en la que se rompió por completo el princi-pio de que la política debe dirigir la guerra. De Gaulle aspiraba a que su estudio mostrase «los defectos comunes a esos hombres eminentes: el gusto por las empresas desmesuradas, la pasión de extender a toda costa

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Charles De Gaulle, La discorde chez l’ennemi. Paris: Plon. 1973, p. 9.Ibid., p. 10. Ibid., p. 9.

su poder personal, el desprecio de los límites trazados por la experiencia humana, el sentido común y la ley».5 El Estado Mayor de Ludendorff y Hindenburg, ciego ante las realidades políticas, dogmáticamente con-vencido de su invencibilidad y dispuesto a hacer apuestas con el destino de países enteros, fue juzgado con severidad por De Gaulle, quien hizo un llamado a la moderación muy cercano a la más pura tradición clau-sewitziana: «Este estudio habrá logrado su propósito si contribuye en su modesta medida a que nuestros jefes militares de mañana [...] mo-delen su espíritu y carácter según las reglas del orden clásico. En ellas se encuentra ese sentido del equilibrio, de lo posible, de la mesura, que es el único que hace durables y fecundas las obras de la energía».6 En esta obra primigenia De Gaulle esbozó dos temas que ocuparían lugar central en su vida y sus escritos: por un lado la concepción de la guerra como un fenómeno contingente, que no puede ser sometido a leyes universales; y en segundo lugar su convicción de la relevancia del elemento individual en la historia, de la primacía de los «jefes», de los hombres que moldean la historia con la potencia de su voluntad: «... en la guerra no existe un sistema universal [...] sino tan sólo circunstancias y personalidades». De allí la significación que reviste «la filosofía superior de guerra que anima a los jefes, la cual en ocasiones es capaz de anular los más rudos esfuerzos de un gran pueblo, así como constituirse en la más segura garantía de los destinos de la Patria».7

El tema del jefe entendido como conductor político o comandante militar, su personalidad, su carácter, su peso específico en la determi-nación de los acontecimientos históricos, constituye el eje fundamental del segundo libro de De Gaulle, publicado en 1932. El filo de la espada es un ensayo profético; en él De Gaulle se perfila todo entero, sus ambicio-nes, su visión de sí mismo y de su país, sus concepciones básicas sobre los principales asuntos que le ocuparon a lo largo de su vida. Las ideas de De Gaulle se desarrollan en torno a cuatro áreas: el liderazgo y la autori-dad carismática, la política y el poder, la guerra y las doctrinas militares y, finalmente, la relación entre estrategia y política.

En primer lugar, De Gaulle reafirma su creencia en la importancia clave del factor individual en la historia: «... la intervención de la vo-

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De Gaulle, Le fil de l’épée. Paris: Berger-Levrault, 1973, p. 28. Ibid., pp. 46-47. Ibid., pp. 66-67. André Malraux, Les chenes qu’on abat... Paris: Gallimard, 1971, p. 45. De Gaulle, Le fil..., p. 48. André Malraux, Antimémoires. Paris: Gallimard, 1967, p. 134.

luntad humana en el desencadenamiento de los eventos tiene algo de irrevocable. Útil o no, oportuna o perjudicial, conlleva consecuencias indefinidas».8 De Gaulle dibuja al líder, al «hombre de carácter», a aquel cuyo deseo es «imponer su marca a la acción, tomarla a su propia cuen-ta, hacerla su asunto personal». El jefe no pretende ignorar las órdenes o subestimar los consejos, pero tiene «la pasión de querer, la voluntad de decidir». En síntesis, el hombre de carácter es aquel que «confiere noble-za a la acción».9 ¿De dónde viene la autoridad del líder? Aunque no lo exprese en esas palabras, no cabe duda de que para De Gaulle el carisma es la autoconfianza transmitida a los demás. La autoridad del jefe tiene algo de innato, y es también producto del «misterio», de la «distancia»: «El hecho es que ciertos hombres expanden, por así decir de nacimien-to, un fluido de autoridad del cual es difícil discernir en qué consiste y cuyos efectos pueden asombrar al que los percibe». Pero esa autoridad natural tiene que complementarse con una actitud propensa a preser-varla: «... el prestigio no puede separarse del misterio, pues se tiene poca reverencia por aquello que se conoce bien [...] y no hay grandes hombres para sus sirvientes. Por ello es necesario que en los proyectos, la manera de actuar, los movimientos del espíritu, se proteja un elemento que sea inalcanzable para los otros, que les intrigue, les conmueva y les manten-ga en suspenso».10

De Gaulle no define con precisión qué entiende por «carácter»; se tra-ta de un estilo, de un modo de ser: su realidad es la percepción que los de-más reciben al entrar en contacto con él. En una oportunidad De Gaulle dijo a Malraux que «la gloria es un camino hacia algo que uno no cono-ce»; 11 de igual manera, la autoridad de los líderes tiene mucho de inasi-ble, y el jefe debe ser «distante, pues la autoridad no va sin prestigio, ni el prestigio sin lejanía».12

En sus Antimemorias, Malraux ha relatado las impresiones de su pri-mer encuentro con De Gaulle, y ha hablado de «esa distancia singular que se produce no solamente entre su interlocutor y él sino también en-tre lo que él decía y lo que era».13 De Gaulle siempre mantuvo esa distan-

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De Gaulle, Le fil..., p. 75. Ibid., p. 35. Ibid., p. 10.

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cia, esa postura de orgullo indomable que le convertía a ojos de muchos en un personaje insoportable, pero le daba a la vez ese halo de misterio y superioridad que veía como esencial para ejercer una verdadera autori-dad: «El hombre de acción –escribió en El filo de la espada– no se concibe sin una fuerte dosis de egoísmo, de orgullo, de dureza, de astucia [...] Debe apuntar alto, ver en grande, juzgar con fuerza, elevándose así sobre el común de los hombres que se debaten dentro de estrechos límites. El jefe debe personificar el desprecio de las contingencias, en tanto que la masa se vuelca hacia los detalles».14 Aquí se retrató De Gaulle de cuerpo entero; en estas páginas definió su estilo y trazó su rumbo. Las decisio-nes que tomó en 1940 y que le llevaron, sólo y desprovisto de recursos, a enfrentarse a la derrota, están prefiguradas en su obra de 1932.

El líder debe el poder a sí mismo, a su determinación, su voluntad y su confianza; vive de los retos y sabe que los hombres le requieren en los momentos críticos. A De Gaulle siempre le importó más enfrentarse a la adversidad que la forma específica de hacerlo. Lo esencial era hacer fren-te al desafío; las medidas concretas dependían de las circunstancias. El liderazgo que De Gaulle proclamaba es un liderazgo para la crisis, y su gran autoridad se derivó en buena parte de su capacidad para adelan-tarse a los acontecimientos y profetizar su desencadenamiento, prepa-rándose con paciencia y tenacidad para afrontarlos. Todo lo que escribió antes de 1940 prefiguró al hombre que levantaría la voz luego de la caída de su patria para salvaguardar el honor y la dignidad nacional. En los triunfos de De Gaulle siempre hubo una perfecta adecuación entre los hechos y la profecía.

El filo de la espada contiene también una sólida noción de la política como un problema de poder, ante el cual sólo cabe adoptar una actitud realista y desprovista de sentimentalismos. No se le escapaba que «El impulso profundo de la actividad de los mejores y más fuertes es el de-seo de adquirir poder».15 Este realismo político es una constante en las obras y la acción de De Gaulle. En El filo de la espada afirmó que: «Las le-yes internacionales no valen nada sin las tropas. Sea cual sea la dirección que tome el mundo, no dejará de lado las armas».16 La idea se repite en su obra de 1934, Hacia el ejército profesional, en la que escribió que: «Bajo

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De Gaulle, Vers..., p. 33. Charles De Gaulle, La France et son armée. Paris: Plon, 1973, p. 131. Citado por De Roux, p. 97. Charles De Gaulle, Mémoires de guerre, vol. iii: Le salut, 1944-1946. Paris: Plon, 1973, p. 334.

la protección de armas vigilantes, las quimeras de la política representan menos peligro».17

En Francia y su ejército, de 1938, dice que: «... toda la virtud del mundo no puede prevalecer contra el fuego»,18 y su concepción se confirmó du-rante su experiencia como líder de la Francia Libre durante la Segunda Guerra Mundial, la cual le demostró que: «La diplomacia, bajo conven-ciones formales, sólo conoce realidades», pues «en los asuntos entre Es-tados, la lógica y los sentimientos pesan menos que las realidades del po-der; y lo que verdaderamente importa es aquello que se toma y que uno sabe preservar».19

Para De Gaulle la política era por sobre todo la creación y la acción del Estado; De Gaulle no utilizaba categorías como «conflicto de clases» o «grupos de presión» o «partidos». A su modo de ver los verdaderos y legí-timos actores políticos eran las naciones, «Francia» y «los franceses» no este o aquel partido o agrupación. Esos conceptos podían referirse a en-tidades abstractas, pero para De Gaulle se trataba de realidades tangibles. La nación era una entidad cultural e histórica cuya unidad fundamental estaba por encima de cualquier otra consideración. El «gaullismo» fue una posición y no una ideología política, una actitud y no una doctrina; era en el fondo tan indefinible como las nociones de «gloria» y «grande-za» que proclamaba; sus contornos conceptuales no estaban claros y sin embargo generaban una fuerza política concreta, fundamentada –y allí estaban su vigor y sus limitaciones– en el carisma de De Gaulle. No po-día haber «gaullismo» sin él, y su idea de la política era inseparable de su visión del líder, del jefe. El «Estado», al cual en tantas ocasiones apeló De Gaulle, era de hecho él mismo, y en sus Memorias, hablando de sí mismo en tercera persona, escribió que:

Con De Gaulle se alejaban [cuando dejó el escenario político en 1946] ese hálito que viene de las alturas, ese espíritu de triun-fo, esa ambición de Francia que sostiene el alma nacional. Cada francés, cualquiera que fuese su tendencia, tenía en el fondo el sentimiento de que el General encarnaba algo primordial, per-manente, necesario enraizado en la Historia, y que el régimen de partidos no podía representar.20

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¿Un orgullo desmesurado? quizás, pero basado en hondas conviccio-nes, y respaldado por los hechos.

Si la política es la acción del Estado personificada, la guerra es la con-tinuación de esa política estatal que no cambia su naturaleza sino sólo los medios a través de los cuales se expresa. Por lo tanto, también en la guerra es esencial la calidad de los jefes: «... la inteligencia, el instinto, la autoridad del jefe hacen de la guerra lo que ella es. ¿Y qué son esas facul-tades sino la personalidad misma, sus recursos y su poder? [...] La prepa-ración para la guerra es ante todo la preparación de los jefes, y es posible decir literalmente, que a los ejércitos y pueblos dotados de jefes excelen-tes todo lo demás les será dado por añadidura».21

A pesar de que las tareas del gobernante político y las del comandan-te militar no son las mismas, su interdependencia es indiscutible, pues: «¿Qué política tiene éxito cuando las armas sucumben? ¿Qué estrategia es válida si carece de medios?». De Gaulle se ubica sólidamente dentro de la tradición clausewitziana que lucha por el equilibrio y la armonía entre la estrategia y la política. En El filo de la espada hay un gran sentido de proporción, un ritmo y un balance interiores que reflejan la propia personalidad del autor, ese «contraste entre la fuerza interior y el auto-dominio» del que habla De Gaulle como el rasgo que define ese «don» de los líderes: «Puede el hombre de Estado invadir el dominio del coman-dante militar y dictar autoritariamente la estrategia. Puede también el guerrero, abusando de su fuerza, degradar los poderes públicos. Pero el triunfo de una de las partes significa la parálisis de la otra, lo cual rompe el equilibrio, quiebra el orden, destruye los controles. La acción se hace incoherente y se produce el desastre».22

Como soldado, De Gaulle fue siempre disciplinado, excepto en el mo-mento en que el gobierno de su país aceptó el armisticio de Hitler renun-ciando de hecho a la independencia y perdiendo por ello la legitimidad. De Gaulle, que nunca renunció a su independencia personal, fue capaz de convertirse en símbolo de la grandeza de su país y de restaurársela en una de sus horas más críticas.

Antes que estadista, político o guerrero, De Gaulle fue el servidor de una idea: Francia. Su logro más notable fue establecer ese lazo indiso-luble entre él y Francia, esa identificación «de él mismo con Francia, del pueblo con él, de él mismo y Francia con causas más elevadas, siempre

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Hoffmann, p. 356. De Gaulle, Mémoires de guerre, vol. i: L’appel..., p. 6. Citado por De Roux, p. 32.

que las circunstancias eran exigidas por su plan; siempre que pudo pre-sentar o representar en el escenario de la historia el gran drama que que-ría exhibir: el de rendir solo un gran servicio decisivo y famoso a su nación en desgracia...».23 Esa «idea de Francia», que es más bien una emoción, un calor de Patria exaltado al máximo, fue expuesta por De Gaulle en la primera página de sus Memorias de guerra, uno de los textos que mejor le revelan. Son frases que denotan amor, admiración, fidelidad y una pro-funda dedicación al ideal. Allí De Gaulle confiesa que:

Lo que hay en mí de afectivo imagina naturalmente a Francia como la princesa de los cuentos o la madona de los frescos, en-tregada a un destino eminente y excepcional. Tengo instintiva-mente la impresión de que la Providencia la ha creado para vivir grandes triunfos o ejemplares desgracias. Si la mediocridad lle-ga a marcar sus hechos y sus gestos yo experimento la sensación de una absurda anomalía, imputable a las faltas de los franceses y no al genio de la Patria [...] En breve, a mi modo de ver, Francia no puede ser Francia sin la grandeza.24

Malraux le dijo en una ocasión que su «Francia» no era racional, pero De Gaulle tampoco lo era; su carisma iba unido al apego a ese ideal inco-rruptible. Su propósito fue restaurar Francia a la «grandeza» y no cabe duda de que Francia retornó a la escena internacional como gran poder en 1945 en buena parte gracias a De Gaulle.

Sus ideas sobre Francia, sobre la gloria y la grandeza eran tal vez eté-reas y románticas, pero estaban acompañadas de una férrea e inquebran-table voluntad, y nada arrastra tanto como un ideal sentido de esa forma: «A nuestra dama Francia –escribió en el segundo volumen de sus Memo-rias de guerra–, sólo queremos decirle una cosa: que nada nos importa excepto servirla [...] No tenemos nada que pedirle, excepto quizá que el día de la libertad nos abra maternalmente sus brazos para allí llorar de alegría, y aquel día en que la muerte nos reclame, nos acepte en su buena y santa tierra».25

La personalidad de De Gaulle es en muchos sentidos la más atrayen-te de las que se han venido considerando en este libro. Sus cualidades no

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26A. J. P. Taylor, Europe: Grandeur and Decline. Harmondsworth: Penguin Books, 1967, p. 299.

fueron probadas en batalla o en el debate público; en comparación con Hitler, Stalin o Churchill, carecía casi por completo de recursos materia-les en su hora más crítica; no obstante, su poder fue real, así como su con-tribución a la libertad de su país. «En lugar de comenzar como héroe y convertirse en leyenda, De Gaulle comenzó como leyenda y se hizo hé-roe en el camino».26 Es una suerte para la posteridad que De Gaulle haya escrito tanto, y de paso que haya sido tan buen escritor, no permitiendo que los fracasos le desviasen de su misión, proyectándose hacia el maña-na y preparándose, a través de la reflexión volcada en la escritura, para los desafíos que le deparase el futuro. Sus primeros libros constituyen un plan de vida, el testimonio de una ambición y de un sueño. El hecho de que ese sueño se haya realizado les da un carácter especial, y hace posible que el historiador siga, paso a paso, el desarrollo del proyecto que va reve-lándose con la nitidez que tienen los trazos de una pintura clásica.

El profeta militar

«Tal parece que al espíritu militar francés le repugna reconocer el carácter esen- cialmente empírico que debe revestir la acción de guerra, y se esfuerza sin cesar en concebir una doctrina que le permita, a priori, orientar la acción y concebir su forma, sin tomar en cuenta las circunstancias que la fundamentan».

Charles De Gaulle

Los escritos militares de De Gaulle, en especial su libro Vers l’armée de mé-tier, publicado en 1934, constituyeron en la Francia de entonces el aporte más original y novedoso dentro del campo del pensamiento militar.

De Gaulle pertenece al selecto grupo de autores que en el período en-tre las dos guerras mundiales transformaron las concepciones estraté-gicas tradicionales, trascendiendo las prácticas institucionalizadas du-rante la Primera Guerra Mundial. De Gaulle fue más allá de teóricos que

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27 De Gaulle, Le fil..., p. 13.

como Guderian o Trenchard se limitaron en lo fundamental a los aspec-tos tácticos del arte militar, y a la manera de Liddell Hart dirigió más bien su atención a una amplia discusión sobre la guerra y la política. De tal modo que sus planteamientos acerca de las posibilidades militares que abrían nuevos armamentos empleados de acuerdo con diferentes con-cepciones tácticas, se enmarcaban dentro de consideraciones políticas y estratégicas de mayor alcance, que excedían los límites de lo estricta-mente técnico. Las ideas militares de De Gaulle se relacionaban con su concepción global de la política y la guerra, y estaban basadas en un de-tallado análisis de la situación interna y de la política exterior francesa durante la época en que trató en forma sistemática temas de estrategia. Y a pesar de que no llegó a desarrollar en forma plena la teoría de la «gue-rra relámpago», De Gaulle logró formular un conjunto de proposiciones que, de haber sido aceptadas por los jefes militares franceses del perío-do, seguramente habrían contribuido a evitar, o al menos a hacer mucho más difícil, la victoria que los ejércitos de Hitler obtuvieron sobre Fran-cia en 1940.

Una frase de El filo de la espada anunciaba el ataque devastador que De Gaulle lanzaría dos años más tarde contra los dogmas predominantes dentro del establecimiento militar francés: «La acción de guerra reviste esencialmente el carácter de la contingencia. El resultado que persigue es relativo al enemigo y variable por excelencia. El enemigo puede pre-sentarse en una infinidad de maneras, dispone de medios cuya fuerza exacta se desconoce, y sus intenciones son susceptibles de manifestarse a través de muy diversas vías».27 El azar, siempre presente en la acción de guerra, así como en muchos otros fenómenos sociales, no permite ma-nejar con éxito la estrategia como un conjunto de dogmas rígidos y de principios inmutables. La política y la guerra son mundos contingentes, y es por lo tanto errado formular directivas «geométricas» para actuar en los mismos.

La doctrina estratégica predominante en Francia durante las décadas de 1920 y 1930 se caracterizaba por su carácter abstracto y dogmático, y era el resultado de las experiencias de la Primera Guerra Mundial. Tales experiencias se habían convertido en principios «a priori» que servían de base para establecer los planes militares sin tomar en cuenta los rápi-dos cambios que experimentaba el pensamiento estratégico del período,

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General M. Weygand, «L’armée d’aujourd’hui»; citado por R. J. Young, «Preparations for Defeat: French War Doctrine in the Inter-War Period», Journal of European Studies, 2, 1972, p. 158.

28

particularmente en Alemania. La doctrina estratégica francesa, contra la cual De Gaulle lanzó sus poderosos argumentos, era un compuesto de varias teorías que presuntamente habían probado su efectividad en la Primera Guerra Mundial. En tal sentido, esa doctrina venía a comprobar la opinión de quienes sostienen que «los generales invariablemente se preparan para la próxima guerra alistándose de hecho para la que lucha-ron más recientemente». La primera de las teorías que integraban la doc-trina estratégica francesa era la de «defensa fronteriza», según la cual, en vista de que una invasión desde el Norte afectaría en forma inmediata áreas vitales del país, era necesario establecer una sólida línea de defensa en la propia frontera. No se trataba de crear una fuerza capaz de recibir el primer impacto de ataque enemigo y demorarlo, realizando si era nece-saria una retirada táctica mientras se recibía el auxilio de otras unidades, sino de constituir un frente rígido y estático sobre la línea fronteriza, con gran número de tropas especialmente entrenadas para ese rol defensivo.

El segundo ingrediente de la doctrina de guerra francesa era la convic-ción sobre el papel decisivo, tanto en operaciones defensivas como ofen-sivas, del equipo o «material» bélico. Esta idea aparentemente simple y sin duda acertada se convirtió en un dogma, y ya para fines de los años 1930 los jefes militares franceses se expresaban en términos de «la tiranía del material, impuesta por el poder omnipotente del fuego».28 Este én-fasis en la importancia cuantitativa y cualitativa del equipo bélico no te-nía que ver con nociones sobre la sustitución de hombres por máquinas, ya que Francia sostenía un numeroso ejército de conscriptos de acuerdo con los principios de «la nación en armas», los cuales formaban parte de la mitología política de la convulsionada Tercera República francesa. La teoría del «material» era más bien uno de esos dogmas que se convierten en clichés de ambiguos contenidos, que con tanta frecuencia se apode-ran de las instituciones militares en todas partes del mundo.

Después de la firma del Tratado de Versalles, la política exterior fran-cesa había adoptado en la práctica una postura esencialmente defensiva:

Francia estaba comprometida con el acuerdo de paz de 1919, por-que parecía ser si no el mejor al menos el más viable de los medios para proteger la seguridad del país [...] Políticamente entregados

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29 Young, p. 159.

a una postura defensiva, los gobernantes franceses acogieron fa-vorablemente la doctrina de guerra propuesta por el Estado Ma-yor Militar. La relevancia que se daba a la inviolabilidad de las fronteras era perfectamente compatible con la posición defensi-va desde la cual se conduciría la política exterior francesa.29

De esta visión política, que como se verá más adelante no se corres-pondía con los compromisos concretos adquiridos por Francia hacia sus aliados en el este de Europa, surgía el tercer ingrediente de la doctrina estratégica francesa: la teoría de la «guerra en dos etapas». La primera de ellas sería básicamente defensiva y se llevaría a cabo en las fronteras; posteriormente, y una vez movilizadas las reservas, se lanzaría una con-traofensiva estratégica hasta hacer retroceder al enemigo, culminando de esa forma con la segunda etapa del conflicto.

La consecuencia inevitable de la teoría de la «guerra en dos etapas» era que Francia concedía la iniciativa militar al adversario. El Tratado de Versalles había impuesto duras condiciones sobre Alemania, que la condenaban teóricamente a una permanente inferioridad militar frente a Francia.

Para hacer cumplir los términos del tratado en todos sus diversos as-pectos, y en especial en lo concerniente al rearme alemán, Francia tenía que haber adoptado una postura política ofensiva que preservase la op-ción de intervenir militarmente en caso de transgresión. Resultaría ex-cesivamente largo, y rompería con los límites de este estudio, tratar de explicar el complejo panorama político europeo posterior a Versalles, que permitió no sólo el rearme sino también la restauración de Alemania como el poder dominante en el continente. Lo cierto es que los gobernan-tes de la Tercera República francesa encontraron que una posición ofen-siva destinada a perpetuar la inferioridad militar alemana era demasiado costosa en términos financieros, así como con respecto a la unidad po-lítica interna y las relaciones externas con algunos aliados, por ejemplo la Gran Bretaña. De allí que la teoría de la «guerra en dos etapas», con-cediendo implícitamente la iniciativa militar al enemigo, fuese aceptada como una fórmula eficaz para la defensa de Francia, a pesar de las trans-formaciones que en la velocidad de las operaciones estaba introduciendo el desarrollo de nuevas armas como el tanque y la infantería motorizada.

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225En efecto, es importante resaltar el hecho de que la teoría de la «gue-

rra en dos etapas» descansaba sobre el supuesto de que habría suficiente tiempo para contener un primer ataque enemigo y luego movilizar nue-vas tropas y equipos para una contraofensiva general. La creencia en que se repetiría el lento proceso de movilización de la Primera Guerra en un nuevo conflicto con Alemania se combinó con la relevancia que se con-cedía al poder de fuego, por encima de la movilidad, para producir una doc-trina estratégica que si bien podría haber sido útil en las condiciones de 1914 a 1918, estaba obsoleta para 1940. El Ejército alemán venció a Francia sobre la base de la sorpresa, la movilidad y la velocidad que le propor-cionaban sus divisiones Panzer. En 1940 Francia tenía tanques y aviones de combate, y su número y calidad eran equivalentes y en algunos casos hasta superiores a los que poseía Alemania. Pero Francia carecía de una doctrina estratégica capaz de producir con esos armamentos una nueva dimen-sión de la guerra. La teoría y la práctica de la Blitzkrieg demostraron que el poder militar es un compuesto de diversos factores, entre los que se cuentan fundamentalmente la cantidad y calidad de los equipos, la ha-bilidad técnica de jefes y soldados y la originalidad y eficacia de las doc-trinas de guerra. Entre dos adversarios con capacidades materiales equi-valentes vencerá aquel que tenga superioridad en el terreno de las ideas, y es en el orden de lo cualitativo donde se hace posible para el débil equi-pararse al poderoso y aun derrotarlo.

El sistema de defensa nacional francés en la década de 1930 descan-saba en una doctrina de guerra condicionada totalmente por experien-cias militares que habían quedado superadas, tanto en el campo tácti-co como en el estratégico. Los dogmas del pasado se habían solidificado en una doctrina militar que no sólo cedía la iniciativa al adversario, sino que colocaba a Francia en el dilema de aceptar un paulatino cambio en la balanza de poder en Europa o hacer una guerra total para evitarlo. En efecto, el masivo «ejército de ciudadanos» francés no estaba diseñado para la guerra limitada, para realizar «intervenciones quirúrgicas» con objetivos específicos y destinadas a servir de instrumento a la política exterior francesa, necesitada de brindar protección y ayuda a otros alia-dos europeos. La parálisis de esa política exterior se hacía más enervante por la ausencia de un instrumento flexible, capaz de impedir alteracio-nes en el balance de poder sin recurrir a soluciones radicales de «todo» o «nada». El «ejército de ciudadanos», con sus enormes reservas, era tan caro, tan pesado y tan desafiante políticamente que no tenía oportuni-

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dad para actuar sino en caso de que los adversarios de Francia se nega-sen a ser intimidados por la amenaza de una guerra total. Esto fue lo que ocurrió con Hitler, que avanzó paso a paso en sus conquistas, emplean-do todos los medios para acentuar la parálisis sicológica y militar de sus oponentes, mientras el Ejército francés consumía el tiempo en fortalecer la Línea Maginot en las fronteras. Llegado el momento, los ejércitos de Hitler penetraron por los dos únicos sitios que habían quedado desguar-necidos: a través de Bélgica y del Bosque de las Ardenas, dejando atrás en el espacio y el tiempo las líneas de defensa en que se sostenía la tesis de la «guerra en dos etapas».

En 1934, cuando aún existía la posibilidad de que el establecimiento militar francés se pusiese a tono con las nuevas realidades militares de la época, el entonces coronel Charles De Gaulle publicó un pequeño li-bro titulado Hacia el ejército profesional, en cuyas páginas plasmó, con un lenguaje claro y con férreos argumentos, un ataque devastador contra las ideas predominantes dentro del Ejército francés. De Gaulle presentaba tres argumentos esenciales contra las teorías del «frente continuo» y la «guerra en dos etapas». En primer lugar, un argumento de índole estra-tégico: la doctrina militar francesa debía ser modificada pues colocaba toda la iniciativa en manos del enemigo. En segundo lugar, un argumen-to político: «... al declarar nuestra intención de mantener nuestras tro-pas en la frontera, empujábamos a Alemania a actuar contra los países débiles, que quedaban aislados y desprotegidos...».30 Francia no debía asumir una postura rígidamente defensiva en su política exterior, pues ello sólo contribuiría a abrir las puertas al expansionismo alemán: «Para bien o para mal, formamos parte de un cierto orden establecido del cual todos los elementos que lo componen son solidarios [...] Debemos por lo tanto estar listos para actuar más allá de las fronteras, en todo momento y ocasión».31 En esta idea de la necesaria relación entre la política exterior y la estrategia de guerra se encontraba el elemento más crucial de toda la argumentación de De Gaulle: «En la presente situación del mundo, la pendiente de nuestro destino nos conduce a disponer de un instrumento de intervención siempre listo a enfrentar emergencias. Sólo de esa ma-nera tendremos el ejército que requiere nuestra política».32 Por último, De Gaulle presentaba un argumento de naturaleza moral: la doctrina

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de guerra prevaleciente socavaba la moral nacional, pues «hacía creer al país que para él la guerra iba a consistir en combatir siempre lo menos posible».33

En lugar de la teoría de la «guerra en dos etapas» basada en el ejér-cito de ciudadanos, De Gaulle proponía las tácticas de la guerra rápida, utilizando para ello unidades mecanizadas cuyo complejo manejo exi-gía el reclutamiento y entrenamiento de personal altamente especializa-do, es decir, de personal de élite. En las nuevas condiciones del arte de la guerra, las grandes masas de soldados no garantizaban una protección suficiente y el número no podía seguir siendo el criterio determinante del poder militar: «Es un hecho que hoy día, en el mar, la tierra y el aire, un personal escogido, capaz de extraer el máximo provecho de un mate-rial extremadamente poderoso y variado, posee sobre las masas [...] una terrible superioridad».34 El «instrumento de maniobra» por el cual cla-maba De Gaulle se hacía posible gracias al motor, el cual en un vehículo blindado «posee tal potencia de fuego y choque que el ritmo del com-bate se intensifica de acuerdo con las evoluciones de un artefacto mecá-nico». La fuerza de choque estaría integrada por 100.000 soldados pro-fesionales, distribuidos en seis divisiones de línea y una división ligera, todas ellas motorizadas y en buena parte blindadas. La creación de este instrumento moderno evitaría «a las tropas de élite la estabilización de los frentes de batalla, que tanto falseó la reciente guerra desde el punto de vista del arte militar, y, en consecuencia, de la relación entre pérdidas y resultados».35

Las ideas de De Gaulle fueron vigorosamente apoyadas por Paul Re-ynaud, un valiente político al que tocó enfrentar como jefe de gobierno de Francia la invasión alemana de 1940. En marzo de 1935 Reynaud ex-puso y defendió las tesis de De Gaulle ante el Parlamento, pero con poco éxito. El ministro de Guerra, Louis Maurin, rechazó el nuevo esquema con la calurosa aprobación de una mayoría de parlamentarios. De igual forma, el Alto Mando militar repudió sin ambigüedades cualquier su-gerencia acerca de la posible coexistencia entre un ejército profesional de élite y un ejército de ciudadanos. En 1936, una comisión presidida por el general Georges ratificó la validez de los dogmas predominantes, ar-gumentando que a pesar de los avances tecnológicos realizados en la pa-

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Ibid., p. 127. Ibid., pp. 131-132.

sada década cada nuevo invento ofensivo era inmediatamente sucedido por otra innovación que le neutralizaba: frente al tanque, el cañón anti-tanque; frente al avión, el cañón antiaéreo. Los tanques, sostuvo la co-misión Georges, podrían operar como puntas de lanza de los asaltos de infantería, pero no serían capaces de penetrar hasta la retaguardia de las defensas enemigas a no ser que las mismas hubiesen sido previamente debilitadas al máximo. La Blitzkrieg hitleriana demostró pocos años des-pués cuán equivocadamente había juzgado el Alto Mando francés el po-tencial de la nueva tecnología militar, así como la capacidad de nuevas tácticas para cambiar la faz del campo de batalla.

Es importante indicar que a pesar de lo avanzado de sus ideas y del ca-rácter radical de éstas dentro del contexto del pensamiento militar fran-cés de entonces, De Gaulle no llegó a desarrollar a plenitud la teoría de la Blitzkrieg. En particular, De Gaulle concedió poca relevancia a la aviación como uno de los ingredientes sustanciales de la nueva táctica, dándole en su libro de 1934 un rol relativamente secundario:

... el avión será [...] para los comandantes el verdadero medio de tomar a tiempo conocimiento directo de las situaciones; por ello, aparatos ligeros, capaces de aterrizar en cualquier parte, deberán ser distribuidos a los Estados Mayores. Por otra parte, las unidades terrestres, en especial las blindadas, recibirán de la aviación una ayuda preciosa en cuanto a su camuflaje. Cortinas de humo esparcidas desde el aire pueden ocultar vastas superfi-cies en pocos minutos, y el ruido de las máquinas voladoras cu-bre el de los motores que se desplazan en tierra.36

Mas si bien De Gaulle no llegó a precisar con total coherencia los as-pectos técnicos de la nueva táctica, sí fue capaz de entender que su poder descansaba en la posibilidad de penetrar los frentes y explotar esas rup-turas, introduciéndose hasta la retaguardia enemiga, desequilibrando sus mandos y paralizando su capacidad de reacción: «La “explotación” se hará ahora una realidad, pues en la pasada guerra no fue sino un sueño [...] [y] las comunicaciones del enemigo serán frecuentemente su princi-pal objetivo».37

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Ibid., p. 133. De Gaulle, Mémoires de guerre, vol. iii: Le salut..., p. 59.

En las páginas finales de su obra, al extraer conclusiones generales sobre lo expuesto, De Gaulle fue verdaderamente profético respecto a lo que ocurriría en una guerra en que las nuevas armas fuesen empleadas de acuerdo a novedosos esquemas tácticos:

En los conflictos del futuro, cada vez que un frente sea roto, se verá a las tropas rápidas penetrar a fondo en la retaguardia ene-miga, golpear sus puntos sensibles y poner en zozobra todo su sistema defensivo. De esta manera será restaurada la extensión estratégica de los resultados tácticos, que jamás pudieron obte-ner Joffre, ni Falkenhayn, ni Hindenburg o Foch [generales de la Primera Guerra Mundial] [...] y que constituye el fin supremo y la nobleza del arte militar.

De Gaulle supo también colocar su proyecto táctico en el marco de una perspectiva estratégica global y dentro del contexto de una filoso-fía de la guerra y de la política: «Si la guerra es por excelencia destructi-va, el ideal de aquellos que la hacen debe ser, por lo tanto, la economía, la menor masacre por el más grande resultado, la combinación que sa-que de la muerte, el sufrimiento y el terror el mejor partido, con objeto de hacerlos cesar lo más pronto posible, alcanzando más rápidamente el objetivo».38 He aquí ese «sentido de la proporción» que separa radical-mente a un De Gaulle de un Hitler y que se fundamenta en la preserva-ción de «una proporción correcta entre las fuerzas del Estado y los fines que éste persigue».39

El hecho de que el Alto Mando francés hubiese creado en 1936 una co-misión para revisar los preparativos militares del país a la luz de nuevos desarrollos técnicos y políticos, demuestra que al menos hubo un inten-to de adaptarse a las cambiantes circunstancias del período. Por otra par-te, el hecho de que la Comisión Georges hubiese concluido sus estudios reafirmando la validez de todos los dogmas prevalecientes es una prue-ba más de las dificultades para renovar el pensamiento de instituciones altamente disciplinadas, profundamente amantes de la tradición y ten-dientes a fomentar un clima de opinión conservador, como es el caso de la institución militar. De allí que la mayoría de las veces este tipo de ins-

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Young, p. 171. Charles De Gaulle, Trois études. Paris: Plon, 1973, pp. 49-70. De Gaulle, Vers..., p. 139.

titución sólo logra renovarse a través de las crisis, de los fracasos o, como ocurrió con el Ejército francés en la Segunda Guerra Mundial, de las ca-tástrofes. La Comisión Georges hizo preguntas, pero eran las mismas de siempre, y se las hizo a quienes repetían las respuestas de siempre. «Las lecciones que habían sido extraídas de la Primera Guerra Mundial eran tan claras y en apariencia tan cruciales que muy pocos soldados o civi-les se atrevieron a rebelarse en contra de esa forma pedante y dogmática de tratar los problemas de la guerra. Lo que se había asimilado en cua-tro años terribles no podía ser revisado en veinte años».40 La raíz fun-damental del desastre militar de 1940 fue la incapacidad del gobierno y el Alto Mando franceses para modificar sus concepciones estratégicas y tácticas, de acuerdo con los compromisos políticos de Francia y con las nuevas dimensiones de la guerra moderna.

De Gaulle había previsto lo que podía ocurrir, y todavía en enero de 1940, ya declarada la guerra contra Hitler, continuaba impulsando sus ideas a través de un memorando, enviado a los más importantes jefes mi-litares y gobernantes franceses, en el cual insistía en que el aparato militar francés no tenía finalmente sino un chance: la defensiva táctica, y que era urgente dotarlo de unidades blindadas con capacidad de actuar en forma independiente, pues «para destruir una fuerza mecánica, sólo otra fuer-za mecánica es realmente eficaz».41

De Gaulle hizo todo lo posible por evitar a su país la tragedia que se avecinaba. Una vez llegado el momento, supo actuar como lo había pres- crito en sus libros y como lo había soñado siempre: «Elevándose por en- cima de sí mismo, a fin de dominar a los otros y, de esa forma, los acon-tecimientos...».42 Su concepción del liderazgo era la de un jefe para la crisis, un conductor único, inimitable, carismático, capaz de arrastrar a los demás con la fuerza de sus propias convicciones. No fue posible evi-tar la tragedia; era la hora de las decisiones.

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43Carl von Clausewitz, De la guerra, citado por A. Glucksmann, El discurso de la guerra. Barcelona: Anagrama, 1969, p. 57.

El espacio de la guerra

«Las sociedades existen más en el tiempo que en el espacio. En cualquier mo-mento dado, un Estado es sólo una colección de individuos [...] Pero obtiene la identidad a través de la conciencia de una historia común».

H. A. Kissinger

«Cuantos más triunfos obtenga el enemigo, más tendrá que desplegarse y de-bilitarse: donde esté el enemigo, ahí estará la frontera, porque [...] el Estado no hará sino replegarse sobre sí mismo, y donde quiera que quede un pedazo de tie-rra y hombres, el Estado subsistirá aún».

Roger Caillois

La guerra es un acto político y se lleva a cabo en todo momento dentro de un contexto político. La política es el factor dominante, el sustrato per-manente que debe guiar la acción de guerra. Ese elemento político pue-de manifestarse esencialmente de dos formas: como voluntad de con-quista y como voluntad de resistencia. Según Clausewitz, la voluntad de defensa es lo último que perece en la guerra; el defensor establece la dua-lidad del combate ya que «un conquistador es siempre amigo de la paz [...] su ideal sería entrar en nuestro Estado sin oposición».43 El ataque y la defensa son cosas de distinta naturaleza y fuerza desigual; la defensa tiene a su favor el espacio y el tiempo, y, sobre todo, la voluntad de resis-tir, que en ocasiones se hace indomable y permite a la defensa equilibrar una potencia ofensiva mayor a la suya. Como afirma Caillois en uno de los epígrafes que introducen esta sección, los triunfos del enemigo son un arma de doble filo; mientras más avance más tendrá que desplegarse para ocupar el territorio conquistado y el tiempo irá amainando el ím-petu de sus victorias. Mientras tanto, el Estado invadido podrá subsistir en la voluntad de algunos hombres, convencidos de que sólo la preserva-ción de la dignidad podrá algún día hacer renacer una nación libre.

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De Gaulle, Le fil..., p. 134. Clausewitz, De la guerra; citado por R. Aron, Penser la guerre: Clausewitz, vol. ii. Paris: Gallimard, 1976, p. 100.

Como profundo estudioso de temas militares, De Gaulle seguramen-te leyó la obra de Clausewitz y asimiló su pensamiento. Hay en El filo de la espada una frase casi idéntica a la citada anteriormente del gran autor prusiano: «No se conoce ningún conquistador que no haya afirmado de buena fe su amor por la paz».44 En 1940, ante el derrumbe de su gobier-no y de su pueblo, De Gaulle apeló a la voluntad de resistencia y a la legi-timidad que provienen de la preservación de la dignidad nacional. Sus acciones de ese entonces se ven prefiguradas en un trascendental párra-fo de Clausewitz, en el que insiste sobre el poder e importancia de la vo-luntad de defensa:

Ningún Estado debe creer que su destino, su existencia entera depende de una batalla, por decisiva que ésta sea [...] Siempre hay tiempo para morir [...] y está dentro del orden natural del mundo moral que un pueblo trate por todos los medios de sal-varse cuando se ve precipitado al fondo del abismo. Por más pe-queño y débil que sea un Estado con relación a su adversario, no debe nunca eximirse de un esfuerzo supremo, sin el cual habrá que decir que ya no hay alma en él.45

No cabe exagerar la relevancia de las reflexiones de Clausewitz. Se trata de una idea crucial, cuya validez práctica ha quedado demostrada muchas veces en la historia moderna de la guerra. Desde la resistencia de los pueblos ruso y español ante Napoleón hasta la lucha de los vietna-mitas contra Francia y Estados Unidos, pueden apreciarse los efectos de una misma voluntad política, el empleo del tiempo y del espacio enten-didos también como dimensiones políticas para mantener vivo un ideal y desgastar la voluntad de conquista del enemigo.

En mayo de 1940, frente al vertiginoso avance de los ejércitos de Hitler, la duda, el temor y eventualmente el derrotismo comenzaron a hacer es-tragos entre los dirigentes políticos y militares franceses. Con una velo-cidad y un poder totalmente imprevistos, la Blitzkrieg hitleriana derrum-baba las defensas construidas luego de años de inercia, dogmatismo y amargas e infructuosas polémicas internas. La Tercera República caía doblegada por una nueva forma de hacer la guerra, y en medio de la con-fusión y el caos, De Gaulle, al mando de un grupo blindado, trataba de

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46De Gaulle, Mémoires de guerre, vol. i: L’appel..., pp. 42-43.

contener en lo posible la avalancha de hombres y tanques que penetra-ban Francia. Para el 30 de mayo la batalla estaba virtualmente perdida, pero ya en De Gaulle había nacido un propósito:

Ante el espectáculo de este pueblo trastornado y de esta derrota militar, frente a la insolencia y el desprecio del adversario, me sentí sobrecogido de una furia sin límites. La guerra comienza infinitamente mal, mas es necesario que continúe. Para ello hay espacio en el mundo. Si vivo, combatiré, donde sea y por el tiempo que se requiera hasta que el enemigo sea derrotado y limpiada la mancha nacional. Lo que yo haya podido hacer a continua-ción, lo decidí aquel día.46

La resolución fue tomada el 16 de mayo; la noche del 5 de junio, Paul Reynaud nombró a De Gaulle subsecretario de Estado para la Defensa, incorporándolo así al Gabinete y al principal centro de toma de decisio-nes.

Desde el momento en que la derrota militar comenzó a perfilarse en el horizonte, De Gaulle se planteó la necesidad de proseguir el combate, de no aceptar un armisticio humillante y de hacer uso del espacio, del tiempo y de los aliados para preservar el honor de Francia y la posibili-dad de una restitución nacional en el futuro. La guerra que Hitler desen-cadenaba era una guerra mundial; Francia podía caer, pero había otros sitios desde los cuales continuar la lucha. A pesar de encontrarse, como el resto del Ejército francés, en plena retirada, De Gaulle reflexionaba de la forma siguiente en mayo de 1940:

Acantonado en la región de Picardie, no me hago ilusiones, pero me propongo mantener la esperanza. Si a fin de cuentas la situa-ción no puede ser restaurada en la Francia continental, habrá que restablecerla en otra parte. Allí está el Imperio, que ofrece sus recursos, y la flota que puede protegerlos. El pueblo, que de todas formas tendrá que experimentar la invasión, también está allí, y la República puede llevarlo a la resistencia, terrible oca-sión de unidad. El mundo entero está allí, que puede suminis-trarnos nuevas armas y un gran apoyo. Una pregunta lo domina todo: ¿Serán capaces los poderes públicos, pase lo que pase, de

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Ibid., p. 52. Ibid., p. 59. Ibid., pp. 64-65. Ibid., p. 88. Ibid., p. 94.

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colocar el Estado fuera del alcance enemigo, conservar la indepen-dencia y salvaguardar el porvenir? 47

Esa era la cuestión esencial: Francia iba a ser derrotada militarmen-te, pero ello no implicaba de modo necesario el cese de la resistencia; era posible resistir, proteger la llama del irredentismo ante el invasor. No se trataba de actuar en forma ilusa o romántica; los recursos existían: todo un imperio, una armada imbatida, aliados dispuestos a colaborar. Sólo faltaba la voluntad de salvar el Estado.

En los primeros días de junio de 1940, De Gaulle manifestó sus ideas al general Weygand, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, y éste le respondió así: «¿El Imperio?, ¡pero esto es infantil! En cuanto al mun-do, cuando yo sea derrotado aquí, Inglaterra no esperará ni ocho días para negociar con el Reich».48 De Gaulle esperaba otra respuesta, pero no pasó mucho tiempo antes de que cayese en cuenta de que era muy poco lo que podía hacer para convencer a los líderes de la Tercera República de que adoptasen una actitud más firme: «De hecho, en medio de una nación postrada y estupefacta, tras un ejército sin fe y sin esperanza, la máquina del poder se hundía en una irremediable confusión».49 En esos días fina-les, ante el marasmo y la renuncia de los dirigentes nacionales, De Gaulle supo elevarse a la altura del momento histórico y asumir la dignidad de su país en su persona. Por encima de todo, De Gaulle tuvo fe en que Gran Bretaña no cedería ante Hitler, y que el Imperio, numerosos sectores de las Fuerzas Armadas y una mayoría de franceses le acompañarían en el rechazo de un armisticio que colocaría a Francia bajo el yugo de un con-quistador victorioso. En cuanto a lo primero, De Gaulle no se equivocó; pero en relación con el apoyo de los franceses la lucha fue más larga y difí-cil. Mas para De Gaulle lo fundamental en esa hora crucial no era sumar voluntades a su causa sino mantener vivo el honor de Francia: «Para que el esfuerzo valiese la pena había que mantener en guerra no solamente a los franceses, sino a Francia»,50 y esto podía lograrse mediante el desafío de un solo hombre: «Frente al vacío espantoso de la renuncia general, mi misión se me apareció de un solo golpe clara y terrible. En ese momento, el más grave de su historia, me correspondía a mí asumir a Francia».51

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Ibid., p. 90. Ibid., pp. 141-167.

Charles De Gaulle, Mémoires de guerre, vol. ii: L’unité, 1942-1944. Paris: Plon, 1973, p. 316.

El 17 de junio a las 9 de la mañana, sin el conocimiento de las auto-ridades, De Gaulle abordó el pequeño avión británico que le llevaría a Londres. Como escribió Churchill años después, en ese endeble aeropla-no «De Gaulle transportaba el honor de Francia». A partir de ese instan-te, ese desterrado General, de mirada taciturna y rostro tenso, descono-cido en su propio país, abrió una página legendaria en la historia: «... por limitado y solitario que estuviese, y justamente por ello, me era indis-pensable ganar las alturas y no descender nunca más».52 El 18 de junio, hablando a través de la bbc de Londres, De Gaulle lanzó su famoso «lla-mado» a sus compatriotas y se convirtió así en el primero de los resisten-tes. Ese fue su gran acto histórico; De Gaulle se transformó en símbo-lo que encarnaba «la figura de una Francia indomable en medio de las pruebas», todo lo cual «imponía a mi personaje una actitud que ya no podría cambiar», y que era como «una especie de sacerdocio».53

De Gaulle había esperado una respuesta favorable a su llamado de parte de todo el Imperio francés; no obstante, en un principio sólo le si-guieron las colonias del África ecuatorial. Por otro lado, una parte sus-tancial de la opinión pública francesa parecía convencida de que Hitler había ganado la guerra y era preferible para Francia adaptarse de la mejor manera posible a las circunstancias. En tal situación se hacía aún más difícil para De Gaulle hacer valer su demanda de representar a Francia. Sólo un hombre de muy profundas convicciones, de una gran seguri-dad en sí mismo y de extraordinaria fuerza interior pudo haber logrado imponerse en esas condiciones, y es evidente que tal fuerza provenía del sentimiento de ser el instrumento de un destino superior: «... en el cen-tro de la turbulencia, me sentía cumplir una misión que sobrepasaba con mucho a mi persona».54 Una vez que cruzó el canal de la Mancha, De Gaulle se convirtió en Francia y nunca más cesó de serlo. En 1942, mo-lesto ante las altivas exigencias del rebelde a quien tanto había ayudado, Churchill dijo a De Gaulle: «Después de todo, ¿es usted Francia? Puede que haya otros grupos en el país que sean llamados, en el momento opor-tuno, a ocupar un lugar más importante que el que ahora tienen». Y De Gaulle respondió: «Si yo no represento a Francia ¿para qué entonces dis-cutir conmigo?». Este intercambio revelaba a la vez la debilidad y la fuer-za de De Gaulle. Él no era el jefe de un partido, no tenía grandes ejércitos

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Taylor, Europe..., p. 311. De Gaulle, Mémoires de guerre, vol. ii: L’unité..., p. 321.

bajo su mando, el gobierno «legal» de su país –que convivía con los ale-manes– le había condenado y proscrito, su única base material se la da-ban algunas colonias y el apoyo británico. En consecuencia, para Chur-chill y para el mundo, o bien De Gaulle representaba a Francia o no era nada. «Este era el secreto de su éxito [...] Él podía ser reducido a nada, por ello era incansable en pedirlo todo».55 Se dice que en una ocasión Stalin preguntó a alguien que le hablaba del poder del Papado: «¿Y cuántas di-visiones tiene el Papa?». Algo semejante podría haberse preguntado so-bre De Gaulle: ¿De dónde viene su poder?, ¿cuáles son sus fundamentos?, ¿en qué se sostiene? Para sus aliados no era siempre fácil hallar una res-puesta, y De Gaulle lo sabía:

Ese jefe de Estado sin Constitución, sin electores, sin capital, que hablaba en nombre de Francia; ese oficial que portaba tan escasas estrellas sobre sus hombros [...] ese francés que había sido condenado por el gobierno «legal», vilipendiado por nu-merosos notables y combatido por una parte de las tropas [...] no podía sino causar asombro y perturbar el conformismo de los militares británicos y norteamericanos.56

Se trataba de un hombre que había decidido levantar, él solo, la ban-dera de su país en medio de una atroz derrota; ésa era su magia, el im-pacto que ejerce una personalidad que se eleva en los momentos críticos para retar al destino. Para De Gaulle no era suficiente derrotar a Hitler; lo esencial era restaurar a Francia como poder en el mundo, y así lo logró, basado en la confianza en sí mismo. De Gaulle se hizo Francia, convenci-do de que el interés supremo de su país no se identificaba con lo que de él quisiesen hacer los franceses en un momento dado. Su responsabilidad era grave y sólo con un fervor casi místico podía asumirla.

El llamado de De Gaulle encontró eco en un valioso grupo de france- ses, que poco a poco fue creciendo, así como la intensidad de la resisten-cia contra el invasor. En términos concretos de batallas y triunfos milita-res, la contribución de Francia a la victoria aliada fue relativamente se-cundaria; no obstante, y gracias en lo esencial a la epopeya política de De Gaulle, Francia volvió en 1945 a ocupar su rango dentro de las potencias europeas. De Gaulle había buscado que el arreglo final de paz no se lleva-

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La política como arte

«... los hombres se convierten en mitos no por lo que sepan, ni siquiera por lo que logren, sino por las tareas que se fijen».

H. A. Kissinger

«¿No es acaso la política el arte de colocar las quimeras en su lugar? ¡No es posible hacer nada serio si uno se somete a las quimeras!, pero, ¿cómo hacer algo grande sin ellas?».

Charles De Gaulle En conversación con André Malraux.

La verdadera fortaleza de los individuos se mide en las situaciones extre-mas, y la guerra es uno de esos momentos críticos en los que el drama colectivo irrumpe en la vida de cada persona planteándole exigencias ra-dicales y definitivas. Esto es tanto más cierto en nuestro tiempo, cuan-

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57 Roger Caillois, La cuesta de la guerra. México: Fondo de Cultura Económica, 1972, p. 69.

do la guerra ha perdido todo elemento lúdico y el espíritu del juego ya ha dejado de ejercer cualquier efecto restrictivo en las dimensiones y el sentido mismo de la destrucción y la matanza: «De hecho –escribe Cai-llois– cuando el pueblo es admitido en el combate, la guerra debe nece-sariamente dejar de ser un juego, un torneo y un desfile. Se hace seria».57 La Segunda Guerra Mundial fue una guerra «seria»; el sentido del juego, que es autocontrol, moderación, sometimiento a reglas, aceptación de la valía moral del adversario, se vino por los suelos. Sólo quedó la pasión del combate y el enfrentamiento feroz entre enemigos irreconciliables.

Para los líderes, las exigencias de una guerra no son tan sólo presiones sicológicas; el reto principal para un líder en guerra es no perder el senti-do de la proporción, establecer un equilibrio entre sus ideales y ambicio-nes y sus medios para lograrlos, armonizar su visión del mundo y de su puesto en la historia con el sentido de la finitud de la vida, ya que sólo la muerte desconoce toda regla e insiste en ganar siempre.

Para un líder no basta entonces establecer una relación armoniosa en-tre política y estrategia, entre el fin y los medios; hace falta algo más pro-fundo dentro de la guerra moderna, que cada día es capaz de generar ma-yor destrucción. En tales condiciones, lo que puede mantener a un líder apegado a lo humano, a pesar de la confusión, el apasionamiento y la in-certidumbre del hecho bélico es su moderación, su control de sí mismo y su conciencia de lo lúdico como factor que posibilita el triunfo de la vida sobre la muerte.

El sentido del juego y de la comedia protege lo humano en medio de la devastación que son capaces de producir los hombres mismos, preser-vando la posibilidad de nuevas quimeras y de una competencia limitada.

Hitler carecía del sentido de lo lúdico, de las reglas y las limitaciones; su vida es testimonio de lo excesivo, de una voluntad sin flaquezas, que no parecía humana. Según De Gaulle:

La empresa de Hitler fue sobrehumana e inhumana. Hasta las horas finales de agonía, en el fondo de su búnker berlinés, Hitler permanece indiscutido, inflexible, implacable, como lo había sido en los días más deslumbrantes. En función de la grandeza sombría de su combate y de su memoria, había escogido no du-

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De Gaulle, Mémoires de guerre, vol. iii: Le salut..., p. 205. Ibid., pp. 103-104.

Ibid., p. 94.

dar, ni transigir, ni retroceder jamás. El titán que se esforzaba en sublevar el mundo no podía doblegarse o amansarse. Sin embar- go, vencido y aplastado, quizás volvió a ser un hombre, justo a tiempo para una lágrima secreta, en el momento en que todo ter- mina.58

Esta es una hermosa página del gran jefe francés sobre el hombre que conquistó y quiso humillar a su país. Ese fue Hitler, un titán de desbor-dadas ambiciones, arrastrado por una empresa que no conocía límites y que le llevó al suicidio en medio del caos y las ruinas: «Hitler –dice De Gaulle– encontró el obstáculo humano, que no es posible franquear. Hitler fundamentaba su gigantesco plan en la idea que se hacía sobre la bajeza de los hombres. Pero los hombres son almas al mismo tiempo que légamo, y actuar como si los otros jamás tuviesen coraje es aventurarse demasiado».59

Stalin era el hijo de una revolución victoriosa, un líder implacable acostumbrado a dominar a los otros. No obstante, dijo en una ocasión a De Gaulle que «después de todo, sólo la muerte gana».60 Stalin, el más enigmático de los hombres, llevaba una vida personal modesta, com-pletamente entregada al mando de su vasto imperio. Sus quimeras eran enormes, pero las trataba con el estilo rústico del hombre de provincia, del hijo de campesinos pobres que en el fondo nunca dejó de ser.

La guerra ofreció a Churchill el terreno para ejercer sus dotes de esta-dista; su liderazgo fue decisivo para los británicos, y no cabe duda de que supo conducirlo con esa mezcla de sobriedad y buen humor que es parte de la tradición anglosajona. Churchill, contrariamente a Hitler, era un hombre que sabía sonreír, y en los momentos más serios y difíciles tam-bién capaz de enarbolar un rostro pleno de calor humano, altivo por la vida ante la muerte.

Yo le admiré mucho –escribió De Gaulle–, pero también envi-dié las condiciones en que actuaba; pues si bien su tarea era gi-gantesca, al menos se encontraba investido por las instancias regulares del Estado, revestido de todo poder y provisto de to-

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Ibid., p. 239. Malraux, Les chenes..., p. 53. Jean Duvignaud, El actor. Madrid: Taurus, 1966, p. 9. Hoffmann, p. 360. Ibid., p. 334.

dos los instrumentos de autoridad legal, a la cabeza de un pue-blo unánime, de un territorio intacto, de un vasto imperio e im-ponentes ejércitos. Pero yo, condenado como estaba por parte de los poderes aparentemente oficiales, reducido a utilizar al-gunos restos de fuerzas y unas pocas briznas de fervor nacio-nal, tuve que responder, solo, de la suerte de un país sometido al enemigo y desgarrado hasta las entrañas.61

¿Qué hizo de De Gaulle un personaje legendario? Él no fue un gran capitán, ni el triunfador de una guerra; fue un gran político, «pero ni Ri-chelieu ni Bismarck –escribe Malraux– son personajes legendarios; los gigantes políticos no lo son jamás».62 Lo que hizo a De Gaulle grande fue el nivel de su enfrentamiento, el carácter de su lucha, la naturaleza de la tarea que se fijó. De Gaulle concibió su vida como obra de arte y vio la política como arte en un doble sentido: en primer lugar, la política es estilo, capacidad de representación; en la misma interviene un elemen-to lúdico, el sentido del juego como camino para la aceptación de límites. Según Dauvignaud: «Parece que se debiera utilizar el término de actor para designar más bien el estatuto que reconoce una sociedad al hom-bre capaz de encarnar a personajes imaginarios, y el de comediante cada vez que interviene la conciencia que el artista toma de sí mismo y de la tarea que debe realizar para un público».63 De Gaulle exhibió siempre una profunda percepción del ingrediente estético dentro de lo político, y supo utilizarlo para colocar su misión en el nivel que quería: «El carisma de De Gaulle tiene en sí un elemento de poesía, el sonido y el ritmo son más importantes que el significado real de las palabras; modelan o vuel-ven a modelar los significados».64 De Gaulle fue un «actor» que encarnó un personaje: el héroe solitario que reta al destino y le impone su propio escenario: «... el deber del actor no consiste en seguir un papel preconce-bido, sino en escribir el suyo y representarlo lo mejor que las circunstan-cias permitan».65 Cuando los hechos no se adaptaban a las exigencias del papel que se había impuesto, De Gaulle esperaba que madurasen las

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De Gaulle, Le fil..., p. 86. Hoffmann, p. 335.

Citado por Hoffmann, p. 328.

circunstancias para hacer su entrada en el momento más oportuno y ele-var el nivel de su desafío.

En segundo lugar. De Gaulle entendió la relación entre el arte y el jue-go, entre la actuación y los límites de toda comedia, y la dialéctica entre la creatividad y la decadencia. El buen actor trabaja sólo para sí mismo, ya que, como escribió en El filo de la espada, «los líderes de los hombres, políticos, profetas, soldados, que más lograron de los demás, se identifi-caron con grandes ideas».66 El gran líder político se debe a una causa y es ella la que da sentido a sus empresas. Para De Gaulle, ser la encarnación de la soberanía francesa imponía la necesidad de conservar a Francia y de subordinarse a ese objetivo. Tal subordinación imponía «prudencia, armonía, moderación y proteger a la nación y al misionero de los excesos de aquellos (como Napoleón o Hitler) que utilizan su nación como ins-trumento de gloria personal o a fin de desahogar sus obsesiones ideoló-gicas o sicológicas».67

Para lograr sus objetivos, Hitler tenía que ir más allá del «punto cul-minante de la victoria» del que habla Clausewitz, y cuyo significado se ha explicado previamente; le era indispensable, debido a la naturaleza de sus fines políticos, traspasar los límites rompiendo todo equilibrio en-tre sus propósitos y los medios de que disponía para lograrlos. De Gaulle, por otra parte, denunció en los «superhombres» su «inclinación hacia empresas excesivas» y el egoísmo de una élite que «cree que busca el in-terés general mientras busca su propia gloria».68 El gran líder debe saber equilibrar fines y medios y distinguir lo que es posible de lo que es fanta-sioso, guiado siempre por un sano respeto de la finitud y de la dignidad de los hombres. Mientras más consciente se esté de las posibilidades y limitaciones propias y de la nación a la que se pertenece, más eficazmen-te se servirá a una causa que esté por encima de la glorificación personal. La hubris de la que hablaban los clásicos griegos, la vocación por las em-presas excesivas, puede ser el peor enemigo de los hombres.

La empresa de De Gaulle fue compleja y extraordinariamente exigen-te, pero no excesiva; su acción fue una mezcla de altivez y moderación, de orgullo y equilibrio que le ha ganado un puesto muy especial entre los

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IILa sorpresa en la guerra y la política

«Los manuales, por supuesto, están de acuerdo en que sólo debemos creer aquella información que es realmente confiable, siempre debemos estar en guar-dia y sospechar de todo. Ahora bien, ¿de qué sirven unas máximas tan frágiles? Son consejos propios de inventores de sistemas y creadores de compendios, a los que se recurre cuando ya no quedan ideas».

Carl von Clausewitz De la guerra.

«El mundo de la inteligencia, como el de la guerra, está dominado por la am-bigüedad y la incertidumbre, y estas últimas jamás serán del todo eliminadas. Si bien la búsqueda de certeza, claridad y predecibilidad constituye un poderoso factor en la conducta humana, la misma está destinada –por la naturaleza de las cosas y de la gente– a permanecer insatisfecha para siempre».

Michael Handel War, Strategy and Intelligence.

«Nunca debemos suponer que la naturaleza de la realidad se agota por los ti-pos de conocimiento que de ella poseemos».

P. F. Strawson The Bounds of Sense.

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Cuatro siglos antes de Cristo, el hoy famoso estratega militar chino Sun Tzu aportó la siguiente máxima, que consideraba clave para el arte de la guerra: «Conoce a tu enemigo y conócete a ti mismo; de esa manera, nun-ca hallarás peligro en cien batallas».1 Uno de los propósitos centrales del presente estudio es mostrar que la sabiduría contenida en el consejo de Sun Tzu resulta muy atractiva en teoría, pero en extremo difícil de con-quistar en la práctica. Dicho en otros términos, un objetivo prioritario de esta obra consistirá en poner de manifiesto las limitaciones y obstáculos de diversa índole que se interponen en el camino del conocimiento acer-ca del adversario, en la guerra y la política, así como del conocimiento de nosotros mismos. Este análisis permitirá a su vez explicar por qué ocu-rre la sorpresa en la guerra y la política, a pesar de que, como veremos, los «sorprendidos» usualmente poseen significativa información que podría, en teoría, conducirles a descubrir las intenciones de su enemigo. Por esta razón, casi siempre, al hablar de sorpresa se trata de algo relativo, ya que la misma no es jamás resultado de una total carencia de informa-ción sobre lo que puede pasar, sino también –y en ocasiones básicamen-te– de una interpretación errónea o distorsionada de la información que se posee en relación con las intenciones y capacidades del enemigo.

La constatación de esta verdad: que la sorpresa militar y política tiene lugar en no poca medida a pesar de que exista en ocasiones un exceso de datos sobre lo que se nos viene encima, ha llevado a algunos analistas del tema a concluir que las fallas y fracasos en la evaluación de inteligencia

Introducción

1Sun Tzu, The Art of War. Oxford: Oxford University Press, 1977, p. 84.

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Richard K. Betts, «Analysis, War, and Decision: Why Intelligence Failures are Inevitable», World Politics, 31, 1, 1978. Roberta Wohlstetter, Pearl Harbor: Warning and Decision. Stanford: Stanford University Press, 1962, p. 397.

son «inevitables»,2 que «la posibilidad de la sorpresa en cualquier mo-mento descansa en condiciones tan esenciales de la percepción humana, y surge de incertidumbres tan fundamentales, que no nos es dado elimi-narlas, aunque tal vez seamos capaces de reducirlas».3

A mi modo de ver, si bien este escepticismo se justifica parcialmen-te, no es legítimo exagerarlo, pues como veremos a medida que más se profundiza en el análisis concreto de determinados casos (Pearl Harbor, Barbarroja, Yom Kippur, Tet y otros), se observa con mayor claridad que las limitaciones de la percepción y la simple estupidez humana se ubican a veces en un contexto de carencia relativa de información, de existencia de información ambigua y contradictoria, y de intervención del azar y la «fricción», todo lo cual contribuye a minimizar la culpa de los responsa-bles de advertir el peligro. En tal sentido, es útil advertir que la noción de «fricción» en la guerra, que deriva de Clausewitz, será analizada con ma-yor detalle en este estudio la sección titulada «Engaño, magia, ilusión y fricción en la guerra», y en general se refiere al papel de la falibilidad hu-mana envuelta en el azar.

Si bien es errado sobredimensionar el pesimismo acerca de la posi-bilidad de evitar o reducir la sorpresa militar y política, también cons-tituye un serio desacierto pretender que con sólo obtener suficiente in-formación, y someterla a un cuidadoso y racional análisis, lograremos impedir la sorpresa. El asunto es mucho más complejo y hasta el presen-te el estudio teórico de las motivaciones, medios y efectos de la sorpresa ha hecho sólo un aporte de no excesiva monta en cuanto a mejorar sus-tancialmente los mecanismos prácticos para eliminar la sorpresa o po-sibilitar una advertencia oportuna y eficaz. En otras palabras, el exceso de pesimismo en esta materia puede ser tan peligroso como un superfi-cial optimismo, que pierda de vista los serios obstáculos que bloquean el sendero de los que se enfrentan al desafío de la incertidumbre y la ambi-güedad en los asuntos humanos en general, y de la sorpresa militar y po-lítica en particular.

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Michael Handel, ed., Leaders and Intelligence. London: Frank Cass, 1989, p. 21. Katarina Brodin, «Surprise Attack: The Case of Sweden», Journal of Strategic Studies, 1, May 1978, p. 99.

Richard K. Betts, Surprise Attack: Lessons for Defense Planning. Washington: The Brookings Institution, d.c., 1982, p. 11.

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El tema de la sorpresa es una especie de punto de encuentro de numero-sas disciplinas y asuntos de interés teórico y práctico en la política, la si-cología social, la filosofía –en especial la epistemología o teoría del cono-cimiento–, la historia, la teoría de las organizaciones y la magia, es decir, el arte de engañar a otros y crearles falsas expectativas e ilusiones. Goethe decía que «nadie nos engaña, nos engañamos a nosotros mismos». Esto es cierto, pero no del todo. Tampoco es correcto sostener, como hace Han-del, que «sorprender a otros es un claro y preciso problema operacional, en cambio, evitar la sorpresa es un problema muy complejo de percep-ción humana y análisis político».4 Lo sensato es aceptar que el arte del en- gaño en particular, y de la sorpresa en general, presentan igualmente as-pectos de gran complejidad, que tocan la sicología y la política y que exi-gen gran habilidad de parte de sus ejecutores. Nada hay de simple y senci-llo en el tema de la sorpresa, excepto la dura toma de conciencia de que en lo que toca a lo humano, la fragilidad sicológica, las pequeñeces persona-les, las debilidades intelectuales y la estupidez siempre juegan un papel destacado.

Katarina Brodin define la sorpresa como «un ataque lanzado contra un oponente que se encuentra insuficientemente preparado en relación con sus (potenciales) recursos de movilización».5 Esta conceptualización tiene la ventaja de ubicar la sorpresa en términos de carencia de adecua-da preparación por parte de la víctima, carencia originada en una o más apreciaciones equivocadas acerca de si, por qué, cuándo, dónde y cómo el adversario va a atacar.6 Casi siempre hay algún aviso y casi siempre la víctima es incapaz de maximizar su respuesta para reducir la sorpresa. Ahora bien, esta definición, muy útil en el terreno estratégico-militar, tie-ne que hacerse más amplia y sutil en ciertos casos que atañen más especí-ficamente a la política (y dentro de la política a la diplomacia), donde no se aplica con tanta claridad el criterio de «falta de adecuada preparación» por parte de la víctima. Por ejemplo, cuando Nixon se «abrió» a China, o cuando Chamberlain confió en la palabra de Hitler –o cifró expectativas erróneas en ella aun después de que el Führer nazi violó el Pacto de Mú-

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7 Michael Handel, «Intelligence and the Problem of Strategic Surprise», Journal of Strategic Studies, 7, 3, September 1984, pp. 231-232.

nich–, ni los soviéticos, ni el Congreso o el público norteamericanos (en el primer caso) pueden ser acusados de «no estar suficientemente prepa-rados», ni Chamberlain –como se verá– tenía derecho a engañarse en la medida en que lo hizo.

Dicho de otra forma, en el terreno militar, como ilustran los ejemplos de Pearl Harbor, Barbarroja, Tet, Yom Kippur y las Malvinas, entre otros, la frecuente existencia anticipada de importantes piezas de información sobre la venidera sorpresa, fenómeno obvio y natural en vista de la im-posibilidad de preparar un gran ataque militar en total secreto, permi-te conceptualizar ese tipo de acción en relación con la falta de prepara-ción de la víctima. Esta última casi nunca es tomada completamente por sorpresa; por ello se trata de una realidad relativa, que debe ser juzga-da en relación con la víctima, en función de lo que conocía e interpretó mal, de lo que no sabía, y de la prontitud y eficacia de su reacción una vez que decidió que el ataque sí venía. En cambio, en el terreno políti-co y diplomático pueden observarse casos de sorpresa casi absoluta, con enorme impacto, rapidez y eficiencia (la apertura de Nixon a China o el Pacto Ribbentrop-Molotov), o de autoengaño que traspasa los límites de lo comprensible o razonablemente admisible, y se convierte en mera terquedad (Chamberlain y la política de «apaciguamiento» hacia la Ale-mania nazi, sobre todo a partir de 1938).

La sorpresa puede manifestarse en diversas dimensiones, en conjunto o separadamente, y puede tener que ver con: 1) las intenciones del atacan-te o «actor» político; 2) sus razones para atacar; 3) las capacidades usadas en su ataque (doctrina militar, nuevas tecnologías); 4) el momento (ti-ming) del ataque; 5) el lugar geográfico del ataque; 6) los blancos especí-ficos del ataque; 7) la rapidez de los movimientos y su sucesión inespera-da.7 En este estudio, al analizar casos concretos, se pondrá en evidencia tanto la mezcla que en la vida real se produce entre la política y la estra-tegia militar, así como la especificidad que en determinadas circunstan-cias alcanza cada uno de estos aspectos, enriqueciendo así nuestra visión de un escenario complejo y retador en el despliegue del comportamiento humano. De igual forma cada una de las dimensiones de la sorpresa será tratada en función de su relevancia en los casos históricos bajo escruti-nio. Podremos así comprobar que la sorpresa, en sus más desafiantes

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Betts, Surprise Attack, p. 19. Betts, «Analysis, War, and Decision», pp. 61-89.

formas, es un fenómeno intelectual y político más que un asunto técni-co que pueda resolverse con fórmulas organizacionales o a través de en-trenamientos especializados.8 Nos enfrentamos, con la sorpresa, al reto permanente de la impredecibilidad humana.

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Conviene resumir algunos de los principales planteamientos ya esboza-dos: la constancia y magnitud de los errores en la evaluación de inteligen-cia estratégica –es decir, de información política y militar– en especial en lo que se refiere al éxito recurrente del ataque por sorpresa, ha conducido a los estudiosos del tema a ubicarse en dos «escuelas de pensamiento» básicas: la escuela de la incertidumbre y la escuela de la estupidez.

De acuerdo con el primer tipo de explicación, las fallas en la evalua-ción de inteligencia son el producto de un contexto que es, por definición, incierto y ambiguo, y en el cual los analistas y decisores sólo pueden es-tar seguros de la confusión que les rodea. A partir de aquí se sugiere que motivos vinculados con la dinámica de las organizaciones, la presión si-cológica inducida por la complejidad, las amenazas prevalecientes en el ámbito político-militar y la ambigüedad de los datos de inteligencia, son responsables de los errores de apreciación y análisis. En sus versiones más pesimistas, estos puntos de vista interpretan el error en este campo como resultado de paradojas y dilemas irresolubles, más que como una patología que puede y debe curarse, e indican que ninguna reforma ins-titucional o procedimental puede compensar simultánea y eficazmente las múltiples dificultades imperantes en la evaluación de inteligencia. El error, se argumenta, es inherente al trabajo de inteligencia; no hay que atribuir excesiva culpa a los analistas y decisores como tales y tener en cuenta que los presuntos remedios no pasan de ser paliativos.9

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Janice Gross Stein, «Intelligence and Stupidity Reconsidered: Estimation and Decision in Israel, 1973», Journal of Strategic Studies, 3, 2, September 1980, p. 151. Graham Allison, Essence of Decision: Explaining the Cuban Missile Crisis. Boston: Little, Brown & Co., 1971, p. 13. Robert Jervis, Perception and Misperception in International Politics. Princeton: Princeton University Press, 1976, p. 321.

La escuela de la estupidez atribuye el error más bien a las limitacio-nes de analistas y líderes, y no enfatiza presuntas distorsiones esenciales en el procesamiento de información, con carácter endémico. El plantea-miento básico de esta escuela interpretativa es que el error en el procesa-miento de información puede evitarse, y focaliza su interés en la torpeza y la incompetencia que con frecuencia se descubren en el desempeño de analistas y líderes por igual. Su rigidez mental, su empeño en aferrarse a ciertas fórmulas y su rechazo a otras, así como su excesiva confianza en un solo indicador o concepto, son las raíces del fracaso.10

Todas las visiones sobre el tema de la sorpresa que contienen algún grado de optimismo al respecto asumen, en mayor o menor medida, un paradigma de racionalidad como guía de la toma de decisiones, de acuer-do con el cual las acciones de los decisores políticos reflejan una determi-nada intención y objetivos claros, entendidos –en términos de Graham Allison– como «una solución calculada a un problema estratégico».11 El énfasis en la racionalidad, la consistencia y la coherencia, y en la maxi-mización de los beneficios de la decisión, lleva generalmente a los que in-tentan ser optimistas a restar relevancia al papel del azar y la falibilidad humana, de lo que Clausewitz llamaba «fricción», es decir, la carencia de coordinación, las coincidencias y las consecuencias no deseadas de la acción humana en la historia. Por ello, estas versiones de los orígenes de la sorpresa en ocasiones desembocan en «teorías conspirativas» sobre las causas de los hechos, pues parten de la premisa de que «planes bien ela-borados pueden dar a los eventos una coherencia que de otra forma no tendrían».12 Por lo tanto, de ser esto así, la manipulación y la conspira-ción (como las que –presuntamente– ejecutaron los japoneses al atacar Pearl Harbor), y no la confusión, el desorden y las limitaciones de la per-cepción humana, son los factores que realmente explican la sorpresa. La popularidad de las teorías conspirativas de, por ejemplo, el ataque a Pearl Harbor, tiene en no poca medida su explicación en el empleo a posteriori de un paradigma de racionalidad a un suceso complejo y «desordenado» que aún traumatiza a numerosos norteamericanos.

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John D. Steinbruner, The Cybernetic Theory of Decision. Princeton: Princeton University Press, 1964, p. 67. Abraham Ben-Zvi, «The Study of Surprise Attacks»,

British Journal of International Studies, 5, 2, July 1979, pp. 129-130.

De otro lado, las visiones más pesimistas sobre el trabajo de inteligen-cia buscan explicaciones en términos de los mecanismos de la percep-ción y el conocimiento, los cuales tienen limitaciones endémicas y for-man una especie de impenetrable barrera de «ruido» que distorsiona las «señales» de inteligencia (la información «verdadera»), acumulada por la potencial víctima de la sorpresa. Al admitir la posición según la cual bajo condiciones de presión sicológica ante la incertidumbre la mente humana no es capaz de escudriñar críticamente la realidad, así como sus propias preconcepciones y prejuicios, los que asumen esta línea interpre-tativa adoptan implícita o explícitamente modelos de toma de decisio-nes, como el modelo «cibernético»,13 que tienden a minimizar el papel de la voluntad consciente en los asuntos humanos: «Ya que se asume que el decisor posee una gama muy limitada de respuestas, que casi mecáni-camente determinan su reacción ante estímulos externos, el modelo ci-bernético dibuja a ese protagonista que decide como incapaz de proceder más allá de un estrecho horizonte de límites y reglas fijas».14

A mi modo de ver, las tendencias interpretativas del fenómeno sor-presa que se limiten a posturas unilaterales a expensas de otros factores, pecan de simplismo y deben ser cuestionadas. Para empezar, las inter-pretaciones que enfatizan los condicionamientos del ambiente y mini-mizan el rol de los individuos hacen difícil –o quizás imposible– la atri-bución de responsabilidades, a pesar de que los criterios normativos son clave cuando se trata de evaluar el desempeño de analistas y líderes. La escuela de la estupidez, a su vez, y particularmente en sus versiones me-nos pesimistas, según las cuales los errores pueden evitarse y no hay que dejarse engañar por el desempeño subestándar de ciertos líderes, es con frecuencia injusta en relación con los dilemas y dificultades que se en-frentan en la vida real, y que deben tomarse en cuenta al estudiar un fe-nómeno tan complejo como la sorpresa militar y política.

En tal sentido, la tesis que procuraré perfilar en este estudio sostiene que la sorpresa es resultado de múltiples factores, y que los planteamien-tos unilaterales no son capaces de dar cuenta de una realidad tan rica y desafiante. En palabras de Stein:

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15 Stein, pp. 151-152.

Una explicación convincente de los errores de inteligencia debe tener un fundamento amplio, y permitir una evaluación equili-brada del desempeño de los líderes políticos y militares. Convie-ne entonces incluir una discusión de las limitaciones impuestas por el medio ambiente y por el problema de inteligencia espe-cífico que se enfrenta, el impacto de los procesos organizativos sobre los flujos de información, las consecuencias de la presión sicológica (estrés) en los procesos evaluativos y el efecto negati-vo de las estructuras burocráticas en la formación de opiniones, así como los límites y distorsiones que generan los procesos per-ceptuales y cognoscitivos.15

Mi visión, por tanto, se moverá a lo largo de un camino que incluye, sin jamás subestimarles, la racionalidad, la irracionalidad, la estupidez, la sensatez y la imperfección.

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En función de lo antes expuesto, el presente estudio se dividirá en cinco capítulos. Los primeros cuatro abordarán temas de naturaleza teórica, y en el último se analizarán varios casos de sorpresa militar y político-di-plomática, de diversa índole, para ilustrar en concreto los procesos inte-lectuales, políticos y estratégicos en discusión.

Los primeros cuatro capítulos se referirán, entre otros, a los siguientes asuntos: 1) ¿Qué hace relevante el tema de la sorpresa, desde el punto de vista filosófico, político y estratégico? 2) ¿Qué podemos conocer? ¿Qué es racional? ¿Cuáles son los límites de la racionalidad? ¿Podemos entender a los demás? (problema de las «otras culturas»). 3) ¿Por qué se distorsio-na nuestra percepción de la evidencia? ¿Cuáles son las raíces y métodos del engaño? ¿Es posible no autoengañarse? 4) ¿Cuál es el papel del azar y la «fricción» en la sorpresa? 5) ¿Cómo influyen la dinámica de las organi-zaciones y las características de los líderes en el proceso de evaluación de

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El quinto capítulo, a su vez dividido en nueve secciones, estará dedi-cado a estudiar más a fondo un conjunto de casos de sorpresa, algunos de los cuales (Pearl Harbor, Barbarroja, Tet, Yom Kippur y las Malvinas) agrupan temas similares, en tanto que otros (el apaciguamiento a Hitler y el Pacto Ribbentrop-Molotov, Cuba 1962, la apertura de Nixon a China y el derrumbe de la urss) presentan peculiaridades propias que permiti-rán observar dimensiones adicionales del complejo problema de la sor-presa militar y política.

El estudio cerrará con una concisa sección de consideraciones fina-les, en la cual se harán explícitas las principales conclusiones del análisis efectuado y se discutirán aspectos complementarios del tema de la sor-presa como un arte, de acuerdo con el sentido que Clausewitz daba a este último término.

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255Sorpresa y filosofía de la historia

La intervención del individuo en la historia

La realidad de la sorpresa militar y política es uno de los más claros ejem-plos de la importancia que tiene la intervención de la voluntad conscien-te de los individuos en el desarrollo de los acontecimientos históricos. De hecho, la planificación y ejecución de la sorpresa ponen de manifies-to, con especial impacto, la relevancia de la fuerza y determinación de ciertos individuos y su capacidad para moldear los eventos de acuerdo con sus propósitos.

Sin Yamamoto no habría habido Pearl Harbor, sin Hitler no habría habido Barbarroja, sin Sadat no habría habido Yom Kippur, sin Giap no habría habido Tet, sin Nixon no habría habido apertura a China. En to-dos estos casos, y en otros que se estudiarán acá, la voluntad de personas concretas tuvo un efecto singular, dando al traste con expectativas, susci-tando nuevas posibilidades y torciendo el rumbo de los sucesos hacia de-rroteros en buena medida imprevistos. No sólo se trató, en estos y otros ejemplos, de descubrir oportunidades y utilizarlas, sino fundamental-mente de crearlas con un ejercicio de voluntad y decisión.

De hecho, el tema de la sorpresa ofrece grandes posibilidades para cuestionar las tesis deterministas del proceso histórico, al estilo –por ejemplo– de Tolstoi,1 y para observar el proceso creativo de la voluntad individual en el terreno político-estratégico, uno de los campos más complejos y exigentes de la acción humana.

Véase mi estudio «Tolstoi, el poder y la paz», Argos, 3, Universidad Simón Bolívar, Caracas, 1981, pp. 13-44, reproducido en este volumen.

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Ian Buruma, «Ghosts of Pearl Harbor», The New York Review of Books, December 19, 1991, pp. 9-14. Véase mi estudio «El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941», en Tiempos de conflicto. Ensayos político-estratégicos, pp. 189-229, reproducido en este volumen. Citado por Otto Friedrich, «La traición y el engaño. Un momento de sorpresa histórica», El Nacional, Caracas, 2 de diciembre de 1991, p. a-6.

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La concepción inicial de la sorpresa, su planificación y su ejecución primigenia son sin excepción procesos que demandan enorme esfuerzo y tenacidad, y en ocasiones toman años de preparación. Ese fue el caso, por ejemplo, de Yamamoto y Pearl Harbor. El almirante japonés que pla-nificó el ataque y comandó la flota que lo llevó a cabo en diciembre de 1941 había prestado particular atención, desde varios años atrás –entre otros muchos elementos de análisis–, a dos libros del periodista y exper-to naval británico Héctor Bywater (Sea Power in the Pacific y The Great Pa-cific War), aparecidos en 1921 y 1925. En estos trabajos, una especie de sen-sato ejercicio de futurología, Bywater describió con asombrosa precisión lo que eventualmente ocurriría dos décadas más tarde: una rápida y des-tructiva ofensiva japonesa contra la flota norteamericana en el Pacífico, seguida de una serie de batallas a lo largo y ancho del mosaico de islas del área, y culminando en una estrecha victoria estadounidense.

Los libros de Bywater fueron editados varias veces en Japón y existe evidencia sobre el interés que les concedió Yamamoto. No es por tanto simple especulación suponer que el estratega japonés vislumbró lo que luego sería el ataque por sorpresa de 1941 varios años antes de efectuar-lo.2 Desde luego, con esta observación no deseo restar méritos a la ori-ginalidad del almirante japonés, a quien sus propios adversarios califi-caban como muy competente y destacado. Al fin y al cabo, él fue quien transformó ideas que rondaban en su medio en una concepción coheren-te y eficaz para la acción concreta. Lo hizo así a pesar de su convicción ín-tima del riesgo excesivo que Japón corría al desafiar al coloso norteame-ricano, acerca de cuyo enorme poder Yamamoto no se llamaba a engaño. El estratega japonés sabía que su país no estaba en capacidad de ganar una guerra prolongada contra Estados Unidos; no obstante, enfrentado al hecho de que, por un conjunto de razones que ahora no es necesario discutir,3 los líderes políticos, y sobre todo los jefes militares japoneses, concluyeron que la guerra era inevitable, Yamamoto planteó entonces como salida que «Japón debe asestar un golpe fatal a la Marina estado-unidense al principio de la guerra. Es la única manera de poder luchar con una perspectiva razonable de éxito».4

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Anwar El-Sadat, In Search of Identity. London: Fontana-Collins, 1978, pp. 278-323. En vista de nueva evidencia en torno al tema, he modificado mi opinión inicial sobre este punto.

Puede verse mi libro Estrategia y política en la era nuclear. Madrid: Tecnos, 1979, pp. 261-271. Michael Handel, «Intelligence and the Problem of Strategic

Surprise», Journal of Strategic Studies, 7, 3, September 1984, p. 230.

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Su esperanza consistía en que, luego de sufrir una debacle inicial lo suficientemente profunda, Washington se vería incentivado a aceptar los términos de negociación japoneses, enfrentado a la difícil y poco atracti-va alternativa de una larga y sangrienta reconquista en el Pacífico. Las co-sas no funcionaron de esa manera, pero no cabe duda de que Yamamoto tomó una opción al menos sustentable «racionalmente» en las circuns-tancias. Su mérito –y su responsabilidad– tuvo que ver con la concepción inicial, el desarrollo y la ejecución del plan.

Un caso semejante fue el de Sadat en 1973. Él mismo ha narrado en su autobiografía5 cómo y por qué llegó a la decisión de atacar a Israel por sorpresa, y de qué forma llevó adelante personalmente el proceso de construcción de las condiciones políticas y militares para garantizar el éxito de su iniciativa. La significación fundamental de este caso estriba en que Sadat armonizó con gran consistencia y visión sus fines políticos con sus medios militares, jamás perdió de vista que la definición de la victoria es en última instancia política, y, por último, supo sacarle el ma-yor provecho político tanto al desempeño de sus tropas en batalla como a la crisis internacional que produjo su audaz ofensiva a través del canal de Suez. No obstante, los altos mandos árabes, y Sadat mismo, no logra-ron extraer todo el beneficio militar factible de la sorpresa inicial en ba-talla, pues Israel se halló por momentos en severa desventaja y las fuer-zas egipcias y sirias tuvieron la opción, que no tomaron, de continuar su avance y aumentar las dificultades de su enemigo.6

Si bien en la historia militar moderna la sorpresa pocas veces ha falla-do en cuanto a su impacto inicial, sorprender al adversario no significa per se que el atacante le haya extraído todo el beneficio posible a su acción, o que su victoria final está asegurada.7 No existe de hecho –como lo muestran inequívocamente los casos de Pearl Harbor y Barbarroja, entre otros–, una correlación positiva entre los éxitos iniciales de una sorpresa estratégica y el resultado final de una guerra. Los japoneses y alemanes obtuvieron triunfos espectaculares contra Estados Unidos y la Unión Soviética en las primeras etapas de sus respectivas ofensivas, impulsadas por las sorpresas iniciales de diciembre y junio de 1941; sin embargo, per-

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J. V. Stalin, The Foundations of Leninism. Peking: Foreign Languages Press, 1970, pp. 82-100. Raymond Garthoff, The Soviet Image of Future War. Washington: Public Affairs Press, d.c., 1959.Con relación a este punto, cabe mencionar un verso de Petrarca citado por Montaigne en uno de sus Ensayos: «Aníbal conquistó, pero después no supo beneficiarse de su victoria», (Soneto lxxxvii, citado en Montaigne: Essays, Harmondsworth: Penguin Books, 1984, p. 123).

dieron la guerra cuatro años más tarde. Tal vez sea esto lo que explica que, por años, la doctrina militar soviética asignó a la sorpresa el carácter de elemento «transitorio», pero no de factor decisivo y «permanente», en la guerra. Stalin hizo de esto, como de todo lo demás, un dogma.8 La inven-ción de las armas nucleares convirtió en obsoleta la distinción estalinista entre factores «transitorios» y «permanentes» de la guerra, en vista de su poder de destrucción masiva en muy corto tiempo. No obstante, los ma-nuales soviéticos continuaron repitiendo los viejos principios de Stalin hasta bien entrada la era nuclear.9

La evidencia histórica muestra que, con frecuencia, el atacante se en-cuentra tan asombrado por el éxito de su ataque que no es capaz de ex-plotarlo a plenitud. Ello puede ocurrir tanto en el plano estrictamente militar como en el político. Por ejemplo, los japoneses no dieron conti-nuidad a su ofensiva inicial contra la flota estadounidense en Pearl Har-bor con ataques complementarios a los gigantescos depósitos de com-bustible y otras instalaciones logísticas en Hawai. De haberlo hecho, las posibilidades de recuperación norteamericanas se habrían visto severa-mente reducidas, y es altamente probable que la guerra se hubiese pro-longado mayor tiempo. Algo semejante, como ya se mencionó, ocurrió a los egipcios y sirios en su ofensiva por sorpresa contra Israel en octubre de 1973: su rígido compromiso con el plan inicial de ataque les condujo a detener prematuramente su avance, dando una bienvenida oportuni-dad de reaccionar a su adversario, cuando se les abría a ellos la opción de progresar sobre el terreno a bajo costo.

Lo que esto muestra es que el logro de la sorpresa es sólo la prime-ra fase del plan; la segunda debe consistir en una preparación detallada para explotar al máximo el ataque proyectado y para hacerle un segui-miento al impacto inicial. Si bien la primera fase casi nunca falla, la se-gunda presenta serios problemas, que se complican aún más cuando se trata de traducir la sorpresa militar al terreno político, ya que la sorpresa es un medio, y el fin es lograr el objetivo para el cual, en primer lugar, se planifica el ataque.10 Para llevar a cabo con éxito pleno una sorpresa mi-litar o política se requiere de gran creatividad, visión y perseverancia; sin

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Nicolás Maquiavelo, El Príncipe. Madrid: Revista de Occidente, 1955, pp. 344, 422, 444-445. Max Weber, El político y el científico. Madrid: Alianza Editorial, 1975, p. 156.

embargo, aun cuando estas cualidades estén presentes en los líderes que toman las decisiones, la historia puede burlarles, colocando de nuevo la intención humana en el plano de vulnerabilidad que nuestras limitacio-nes evidencian una y otra vez.

La historia y su ironía

Fue Maquiavelo, en El Príncipe, quien posiblemente primero enfatizó con la necesaria fuerza que en política –y en general en la historia– nu-merosas veces las mejores intenciones, puestas en práctica, se transfor-man en lo contrario de lo que sus promotores querían, y llevan a resulta-dos opuestos a los que se esperaban.11 Propósitos que parecían excelentes de pronto conducen a la ruina, y otros sobre los que en principio se abri-gaban grandes dudas pueden desembocar en realidades positivas para la sociedad. La idea tiene enormes implicaciones, pues cuando se estudia la historia no es difícil caer en cuenta de que no pocas tragedias han sido desencadenadas con los más loables objetivos en mente.

Las revoluciones de nuestro tiempo son un ejemplo típico: su origen ha sido una voluntad de superación y liberación humanas; sus produc-tos, sin embargo, han sido el totalitarismo y la opresión llevados a un más elevado nivel de refinamiento y crueldad. Esa es la «ironía de la his-toria», el choque entre las intenciones y los resultados, entre los planes y deseos, por un lado, y por el otro las consecuencias reales de los actos. Max Weber lo expresaba en estos términos: «Es una tremenda verdad y un hecho básico de la historia el de que frecuentemente, o, mejor, gene-ralmente, el resultado final de la acción política guarda una relación to-talmente inadecuada, y frecuentemente incluso paradójica, con su sen-tido originario».12

Esta ironía de la historia se manifiesta también, por supuesto, en la guerra y la sorpresa. Por ejemplo, la gran paradoja de las guerras napo-leónicas fue que en tanto su principal instigador, el Emperador de los

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13 Felix Markham, Napoleon. New York: New American Library, 1963, p. 174.

franceses, continuamente buscó una victoria decisiva y final en el terre-no de batalla –hasta culminar en la catástrofe de la invasión a Rusia en 1812–, sus propios ejércitos desplegaban y diseminaban por toda Europa los principios del nacionalismo, el igualitarismo y la democracia impul-sados por la Revolución y en un sentido encarnados por Napoleón, así como una nueva forma de hacer la guerra, una «guerra total», que invo-lucraba a naciones enteras y que por ello mismo hacía más difícil una vic-toria decisiva.

Como lo apunta uno de los mejores biógrafos de Napoleón, el Empe-rador francés no vio sino hasta muy tarde que

... su destrucción de la herencia del Antiguo Régimen europeo conduciría a la germinación de las semillas del nacionalismo. La clase media, a la que Napoleón percibía como un apoyo para su programa de reforma ilustrada, fue la primera en sumarse al sen-timiento de un vigoroso nacionalismo. Durante su campaña final (los «Cien Días», hasta Waterloo) y luego en su exilio en Santa He-lena, Napoleón tomó conciencia de esta tendencia que la propia dinámica por él alentada había suscitado, e intentó reinterpretar su carrera como una lucha a nombre de los pueblos y las naciona-lidades contra las viejas dinastías. No obstante, lo cierto es que el Imperio Napoleónico, mientras duró, fue la negación del princi-pio de nacionalidad, en especial en su fase final después de 1810.13

Estas consideraciones tienen particular relevancia en relación con el tema central que acá nos ocupa, es decir, la sorpresa, pues el problema de las consecuencias no deseadas de la acción histórica merece lugar rele-vante en el estudio de la estrategia y en la planificación de la guerra. Con frecuencia, como se indicaba previamente, la planificación de la sorpre-sa se detiene en su primera fase y la sorpresa es vista como una panacea, capaz no sólo de decidir el combate militar sino de lograr los fines polí-ticos que se desean. Esta actitud, sin embargo, constituye un peligroso espejismo. Así lo muestran, para citar dos muy importantes ejemplos, los casos de Pearl Harbor y Barbarroja, que recibirán atención detallada más adelante en este estudio. Los japoneses pretendieron resolver su di-lema estratégico con una acción audaz, en la esperanza, débilmente fun-

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Robert Jervis, Perception and Misperception in International Politics. Princeton: Princeton University Press, 1976, p. 64.

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dada, de que su adversario se resignaría simplemente a aceptar la domi-nación del Asia por parte del Imperio del Sol Naciente. De su lado, Hitler lanzó por sorpresa sus poderosas fuerzas contra la Unión Soviética bajo la premisa de que la campaña duraría poco tiempo y sólo tendría una fase. De allí que las tropas alemanas penetraron los vastos espacios de Rusia sin preparativos para el invierno, sin ropa y equipos adecuados, y, sobre todo, sin una clara concepción acerca de qué hacer en caso de que la Blitzkrieg no alcanzase el éxito ansiado por Hitler, y no se lograsen re-petir los aplastantes golpes anteriormente asestados a Francia y Polonia.

Ahora bien, el tema de las consecuencias no deseadas de la acción his-tórica tiene otro aspecto, respecto de la sorpresa, que cabe destacar. En los casos citados de Pearl Harbor y Barbarroja, las expectativas iniciales de los atacantes no se cumplieron y eventualmente los que ejecutaron la sorpresa perdieron la guerra. Sin embargo, en un caso como la ofensiva Tet del Vietcong y Vietnam del Norte (1968) se obtuvo un fin político dis-tinto al planeado. La ofensiva buscaba generar una insurrección popular y derribar al gobierno de Vietnam del Sur; nada de esto se logró, pero el impacto quebró la voluntad de Washington y abrió las puertas a su even-tual retirada. Ese fin político, aunque distinto al inicialmente concebi-do, fue no obstante positivo para los atacantes, ya que Tet dio inicio a un irreversible proceso de retirada estadounidense de la trágica aventura vietnamita, y todo ello a pesar de que Tet fue una severa, casi podría de-cirse que catastrófica, derrota militar para los atacantes, pues las fuerzas del Vietcong (insurgentes de Vietnam del Sur), así como los contingen-tes norvietnamitas que participaron fueron diezmados por el poder de fuego norteamericano.

Lo que estas instancias muestran es la presencia de ese crucial elemen-to irónico en la historia, que en el ámbito en que se coloca este estudio ha sido resumido como el «dilema de la seguridad»: «Cuando los Estados buscan defenderse a sí mismos, obtienen a la vez mucho y muy poco: mu-cho, porque conquistan la capacidad de agredir a otros; muy poco, por-que los otros, sintiéndose amenazados, incrementan sus propios arsena-les, y así reducen la seguridad de los demás».14 Lord Grey, ministro del Exterior británico, lo dijo de esta forma en vísperas de la Primera Guerra Mundial:

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15 Edward Grey, Twenty-Five Years, vol. 1. London: Hodderand Staughton, 1925, p. 92.

El aumento en los armamentos, que cada nación procura a ma-nera de acentuar su conciencia de fortaleza y sentido de segu-ridad, no produce tales efectos. Al contrario, lo que genera es miedo y conciencia de la fuerza de otras naciones. El miedo a su vez suscita sospecha y desconfianza, y toda suerte de especu-laciones angustiosas, hasta que cada gobierno siente que sería una traición a su pueblo no tomar todas las necesarias precau-ciones, en tanto que cada gobierno interpreta las precauciones de los otros como evidencia de intenciones agresivas.15

Este «dilema de la seguridad», que está detrás de tantos conflictos y guerras debe ser asimilado en toda su desafiante complejidad y apre-miante exigencia política e intelectual, tanto para analizar adecuada-mente los eventos históricos como para actuar con la debida prudencia en la toma de decisiones. Como se verá al abordar, en el último capítulo de este estudio, diversas instancias concretas de sorpresa estratégica y política, esa prudencia es poco usual y su ausencia casi siempre acarrea terribles consecuencias.

Sorpresa y tecnología

Si bien la sorpresa ha sido en numerosas oportunidades posible a lo largo de la historia en el plano táctico (es decir, en encuentros y batallas locali-zados, sin carácter determinante sobre el curso total de la guerra), la sor-presa estratégica, a gran escala y masiva, es prácticamente un fenómeno del siglo en que vivimos. Antes de la revolución industrial-tecnológica, la rápida movilización de grandes contingentes de tropas y equipos a tra-vés de amplios espacios y en corto tiempo era virtualmente imposible. Como apunta Handel: «La lentitud de la movilización, para no mencio-nar la de la concentración de tropas, daba múltiples indicios acerca de las intenciones de los contendores. Esa evidencia podía ser obtenida a

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Handel, «Intelligence and the Problem of Strategic Surprise», p. 231. Carl von Clausewitz, On War. Princeton: Princeton University Press, 1976, pp. 198-199.

tiempo a objeto de llevar a cabo una contramovilización y realizar todos los preparativos necesarios para detener un ataque».16

Clausewitz reconoció esta situación a principios del siglo pasado, y concluyó que la sorpresa estratégica tenía mayor interés teórico que práctico. Vale la pena citarlo in extenso:

Básicamente, la sorpresa es un instrumento táctico, simplemen-te porque en el terreno táctico el espacio y el tiempo están limita-dos en su escala. Por ello, la sorpresa se hace más factible mien-tras más se acerca al dominio de lo táctico, y más difícil mientras más se aleja hacia los dominios de lo estratégico [...] Si bien el deseo de lograr la sorpresa es común y hasta indispensable, y si bien es verdad que ese deseo no deja de tener relevancia y no es del todo ineficaz, también es cierto que por su propia naturaleza la sorpresa sólo raramente puede tener un impacto notable y de-cisivo. Sería por tanto un error entender la sorpresa como un ele-mento clave en la guerra. El principio es muy atractivo en teoría, pero en la práctica se debilita a través de la fricción que experi-menta la compleja maquinaria bélica [...] Los preparativos para una guerra usualmente toman meses. Concentrar las tropas en sus puntos de encuentro requiere esfuerzos cuyo significado es fácilmente discernible. Es muy extraño por tanto que un Estado pueda sorprender a otro con un ataque o con preparativos secre-tos de guerra.17

De hecho, Clausewitz estaba persuadido de que en las condiciones prevalecientes para entonces (inmediatamente después de las guerras napoleónicas), la sorpresa estratégica no era lo suficientemente podero-sa como para superar las ventajas intrínsecas de la defensa, y escribió en De la guerra:

El objeto inmediato de un ataque es la victoria. Sólo a través de una fuerza superior puede el atacante compensar las ventajas que el defensor disfruta en virtud de su posición, a lo que se suma el modesto estímulo que un ejército deriva de saber que

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se encuentra atacando, de sentir que es el lado que avanza. No obstante, este último factor es sobrestimado, dura poco y no so-porta excesivos obstáculos. Naturalmente, estamos asumien-do que el defensor actuará tan sensata y correctamente como el atacante. Lo enfatizamos para excluir ciertas nociones vagas sobre ataques repentinos y por sorpresa, que son concebidos como casi milagrosas fuentes de victoria. En realidad, solamen-te en condiciones excepcionales puede la sorpresa producirse y ser verdaderamente efectiva.18

Las realidades que describía Clausewitz fueron radicalmente trans-formadas por el impacto de la tecnología moderna. Los cambios afecta-ron tanto la posibilidad de ejecutar la sorpresa a nivel estratégico como las dimensiones y propósitos de la sorpresa, la cual pudo ahora ser logra-da simultáneamente a distintos niveles: en cuanto al lugar, al momento y a la rapidez del ataque, incluyendo también la posibilidad de sorpren-der con nuevos sistemas de armamento, nuevos medios de lanzamiento y envío de las armas (means of delivery), nuevas doctrinas militares, así como tácticas innovadoras para el empleo de las nuevas tecnologías.

Los trenes y los motores de combustión aceleraron extraordinaria-mente la velocidad de transporte de masas, y la llegada del aeroplano añadió una nueva dimensión a la guerra. El poder aéreo acrecentó ex-ponencialmente la posibilidad de obtener éxito en la sorpresa estratégi-ca, ya que con este instrumento «la transición de la paz a la guerra pudo ejecutarse de manera casi instantánea, en tanto que el poder de fuego capaz de ser desatado se hizo mucho mayor [...] El tiempo y el espacio se comprimieron».19 De allí que en nuestro tiempo la sorpresa estratégica se ha convertido en una formidable arma de guerra, a través de un proce-so que ha hallado su punto culminante con los gigantescos arsenales nu-cleares de las superpotencias militares (en especial de Estados Unidos y Rusia). Se trata de enormes concentraciones de misiles y bombarderos, que pueden ser activados y enviados a sus blancos en cuestión de minu-tos, logrando una sorpresa estratégica que puede a la vez ser el comienzo y el fin de la guerra. De modo que aquello que Clausewitz consideraba tan sólo una posibilidad teórica –la idea de que una guerra pudiese deci-dirse con un «único y firme golpe»– se ha hecho una opción práctica.

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He desarrollado ampliamente este tema en mi tesis doctoral, todavía inédita, The Conservative Challenge. Henry Kissinger and the Ideological Crisis of American

Foreign Policy, Ph D. Thesis. University of London, King’s College, 1984, pp. 185-199. Eric Voegelin, The New Science of Politics. Chicago: University of Chicago Press, 1952, p. 10.

La influencia de la tecnología moderna sobre la guerra y la estrategia es notoria, en especial en lo que tiene que ver con lo operacional. Menos claro, sin embargo, es su efecto sobre las concepciones políticas que de-finen el marco social, los objetivos y la terminación de los conflictos. La tecnología es un instrumento en el que se manifiesta la voluntad domi-nadora del ser humano sobre la Naturaleza y sobre sus semejantes; 20 si bien su impacto puede ser positivo, y de hecho en numerosos sentidos lo ha sido, también es capaz de distorsionar la perspectiva de los deciso-res, conduciéndoles a atribuir al factor tecnológico un poder de control sobre los eventos que muchas veces no está en capacidad de conquistar. Esto es particularmente peligroso en el campo militar, donde con fre-cuencia se cae en una especie de fetichismo tecnológico y se sustituye la sustancia política por la eficiencia técnica en un proceso de «perversión de la relevancia» –en palabras de Eric Voegelin– 21 que puede conducir a costosos errores. La sorpresa es un multiplicador de la fuerza, capaz de revertir en forma drástica la correlación de fuerzas en favor del atacante. Su importancia estratégico-militar es innegable, así como su atractivo político en la dinámica del conflicto, y hasta su tentador atractivo inte-lectual basado en la puesta en práctica del secreto, el engaño, la treta y el ilusionismo sicológico. No obstante, la sorpresa, como la tecnología y la táctica militar, son medios y no fines. La confusión de estos aspectos o la pérdida del sentido de las proporciones respecto del lugar que cada uno debe ocupar en un proceso racional de toma de decisiones, ha inducido a graves errores. Los dirigentes japoneses en 1941, Hitler ese mismo año, Khrushchev en Cuba en 1962, se dejaron deslumbrar por la tentación de la sorpresa. Una de mis metas en este estudio será analizar las motiva-ciones y efectos de esa equivocación.

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267Escepticismo, conocimiento y racionalidad

Potencial y limitaciones del conocimiento

La inteligencia militar y política es conocimiento, del adversario y de no-sotros mismos. En sustancia, la tarea de inteligencia busca comprender y en lo posible pronosticar realidades que pertenecen al terreno de lo hu-mano, más precisamente de lo social, visto como ámbito de la acción.

El problema del conocimiento, de lo que nos es dado saber y de lo que no alcanzamos a explicar, es uno de los temas clave de la filosofía occi-dental, y uno de los más complejos. La tradición escéptica nos indica que se trata de un ámbito plagado de trampas. Hobbes, uno de los grandes es-cépticos, comenzó sus indagaciones filosóficas a mediados del siglo xvii intrigado por las dificultades que planteaba la moderna ciencia natural. Hobbes adoptó la idea según la cual lo que percibimos –las imágenes y todo lo que es inmediatamente aparente a un observador interno–, ca-recen de relación de verosimilitud con el mundo externo. El ser humano es como una especie de prisionero dentro de la celda de su propia mente y en verdad no tiene clara idea de lo que realmente se encuentra fuera de las paredes de su cárcel. De hecho, la filosofía de la ciencia en Hobbes fue diseñada para corroborar la tradicional postura escéptica, según la cual nuestra observación del mundo está radicalmente contaminada por la ilusión. El material sobre el cual trabaja nuestra mente está plagado de fantasías, causadas por inescrutables fuerzas externas. A partir de esas fantasías podemos en alguna medida deducir el carácter de ese mundo en particular –que está formado de objetos materiales que interactúan causalmente entre sí–, pero no podemos con certeza conocer nada más.1

Richard Tuck, Hobbes. Oxford: Oxford University Press, 1989, pp. 40, 51, 77. 1

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David Hume, A Treatise of Human Nature. Oxford: Oxford University Press, 1968, pp. 218, 265, 268-269. D. Hume, Enquiries Concerning the Human Understanding and Concerning the Principles of Morals. Oxford: Oxford University Press, 1972, pp. 122, 127. Hume, A Treatise..., p. 187. Richard Popxin, «David Hume: His Pyrrhonism and his Critique of Pyrrhonism», en V. C. Chappell, ed., Hume. London: MacMillan, 1966, p. 73.

Otro notable y perspicaz escéptico, David Hume, también profundi-zó con significativa fuerza argumental en las limitaciones de nuestro co-nocimiento, y concluyó que un análisis epistemológico sobre la natura-leza y fundamentos de lo que pretendemos conocer revela que no existen motivos racionales o bases ciertas para nuestros juicios; no tenemos, en síntesis, un criterio último y cierto para determinar cuáles de nuestros juicios acerca de áreas cruciales del conocimiento humano son verdade-ros y preferibles a otros.2 Ahora bien, Hume igualmente sostuvo que la posición escéptica, de acuerdo con la cual no debemos tener y de hecho no tenemos opiniones, es falsa: debemos poseer opiniones porque la na-turaleza nos obliga a ello. No se trata de lo que debemos hacer sino de lo que de hecho hacemos, pues nuestras creencias de sentido común sobre la existencia de nuestro cuerpo, del mundo externo, de los demás seres, se mantienen a pesar de los argumentos que puedan esgrimirse en su contra. Para Hume, «nadie se ha topado jamás con una criatura tan ab-surda» como un completo escéptico, y acá nos enfrentamos a la paradoja de que los argumentos del escepticismo «ni admiten respuesta ni gene-ran convicción».3 Es por tanto afortunado que «la naturaleza quiebre a tiempo la fuerza de los argumentos escépticos, y les impida ejercer in-fluencia considerable sobre nuestro entendimiento».4 Es la naturaleza, no la razón, la que nos salvaguarda ante el escepticismo.5

Si bien en el campo filosófico Hume nos advierte en torno a la im-portancia de controlar el escepticismo, en el terreno de la inteligencia es-tratégica su admonición es poco práctica. La tarea de inteligencia exige, en teoría, un permanente y sistemático escepticismo, pero en la prácti-ca ello no ocurre. La labor de inteligencia no es meramente teórica, sino que tiene una esencial dimensión práctica dirigida a suministrar crite-rios para la toma de decisiones. De manera que si una organización de inteligencia se reduce a cuestionarlo todo siempre, no será capaz de ofre-cer a su «cliente» (el decisor político) elementos y orientaciones para de-cidir, dejándole en un limbo de eternas dudas. No obstante –y, repito, en teoría– la actitud escéptica es la más adecuada en inteligencia, debido a la casi insuperable dificultad que existe para diferenciar entre «señales»

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M. Handel, War, Strategy, and Intelligence. London: Frank Cass, 1989, p. 32. Edward Luttwack y Dan Horowitz, The Israeli Army. London: Alien Lane, 1975, p. 340.

Carl von Clausewitz, On War. Princeton: Princeton University Press, 1976, p. 117. Barton Whaley, Stratagem, Deception, and Surprise in War. Cambridge, Mass.:

mit Center for International Studies, 1969 (mimeo), pp. 146-147.

(datos que indican reales intenciones y capacidades del adversario) y «ruido» (toda la masa complementaria de información ambigua o falsa). De allí que la totalidad de la información, la válida y la inválida, debería ser tratada como incierta, ya que, de hecho y paradójicamente, «todo lo que existe es ruido, no señales».6 En palabras de Luttwak y Horowitz: «No hay diferencia entre señales y ruido, excepto retrospectivamente. No hay datos verdaderos y falsos; en un sentido profundo, todo dato de alerta estratégica es ruido».7

Como de costumbre, Clausewitz constató el problema con especial lucidez: «La dificultad de conocer con precisión constituye una de las más serias causas de fricción, desorden y confusión en la guerra, hacien-do que las cosas ocurran y aparezcan de forma enteramente diferente a como se esperaba».8 La guerra, provincia por excelencia de la incerti-dumbre, demanda información precisa y oportuna, pero las circunstan-cias en que tiene lugar, sumadas a los insondables vericuetos de la mente, así como a los efectos del engaño, complican extraordinariamente la mi-sión de obtener ese conocimiento cierto y oportuno. Por ello, uno de los más rigurosos analistas del tema ha concluido que:

... el que procura engañar casi siempre tiene éxito, no importa cuán sofisticada en el mismo arte sea su víctima. En principio, esta conclusión parece intolerable, una ofensa al sentido co-mún. Sin embargo está sustentada en irrefutable evidencia his-tórica [...] Debo reconocer que son muy escasas las guías acerca de cómo evitar la victimización. Las exhortaciones que nos exi-gen evitar ser engañados no son más que homilías de poca utili-dad práctica.9

En medio de este escepticismo, es sin embargo necesario preguntar-se: ¿Podemos conocer? ¿Y de qué forma?

El problema de la inteligencia estratégica se ubica dentro del área de las llamadas ciencias humanas o sociales. Al respecto cabe preguntarse: ¿Aportan tales disciplinas un criterio científico para discernir la realidad?

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Friedrich A. Hayek, The Counter-Revolution of Science. Indianapolis: Liberty Press, 1979, p. 69. A. Romero, Aproximación a la política. Caracas: Instituto de Altos Estudios para la América Latina, Universidad Simón Bolívar, 1990, pp. 46-51.

Para dilucidar este asunto, conviene disipar el error «cientificista» de su-poner que las ciencias sociales tienen que asumir los métodos y prácticas de las ciencias naturales para adquirir el rango de «verdadera ciencia». Este prejuicio descansa en una equivocada concepción acerca de lo que es ciencia, perdiendo de paso de vista que las ciencias sociales no se ocu-pan de las relaciones entre cosas, sino de las relaciones entre seres huma-nos y cosas y de los seres humanos entre sí. Además, las ciencias sociales tienen que ver con las acciones humanas, y con la explicación no sólo de los efectos deseados de esas acciones sino también con los resultados no intencionales y no previstos de esas acciones. Como bien explica Hayek, si los fenómenos sociales mostrasen orden sólo en la medida en que fue-sen resultado de un diseño consciente, las ciencias sociales se verían re-ducidas exclusivamente a la sicología.10

Las ciencias sociales pueden ajustarse a criterios de racionalidad, sis-tematicidad, verificabilidad (referida al control intersubjetivo de los da-tos), refutabilidad (referida a la provisionalidad de los datos y su apertura a la crítica), y comunicabilidad. Si bien pueden adquirir rango científico, las ciencias sociales no son idénticas a las naturales.11 En el ámbito de es-tas últimas es fácil distinguir entre hechos y meras opiniones sobre los hechos; para las ciencias sociales, sin embargo, las opiniones (no del ana-lista, sino de los individuos que actúan y son su objeto de estudio), son también hechos. Los hechos que estudia el científico social son tan obje-tivos como los que ocupan la atención del estudioso en otras áreas, y ello se aplica a los hechos que intenta escudriñar el analista de inteligencia, que es, en el fondo, una especie de «científico social», de quien se espera un conocimiento lo más objetivo e imparcial (no prejuiciado) posible, y que esté a la vez vinculado a la acción. Se trata de analizar hechos que no son producidos por su imaginación ni inventados por su capricho, sino de fenómenos que están sujetos a la observación de otras personas.

No obstante, algunos de los hechos que estudian los científicos socia-les son opiniones sustentadas por las personas cuyas acciones se anali-zan, y esas opiniones, ideas y creencias, indiferentemente de que sean ciertas o falsas, son también datos para el científico social. Podemos re-conocer y comprender en cierta medida esas opiniones, ideas y creencias

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12W. G. Runciman, Social Science and Political Theory. Cambridge: Cambridge University Press, 1971, pp. 11-16.

–aun cuando no seamos capaces de observarlas directamente en la mente de otros– a través de lo que los demás hacen y dicen. Por ejemplo, pode-mos reconocer y comprender la visión política de un Chamberlain a tra-vés de sus diarios personales, de sus discursos en el Parlamento británi-co, de sus conversaciones, cartas y otros testimonios documentales, así como podemos trazar la perspectiva mental de Hitler mediante innume-rables documentos de diversa índole. Por otra parte, como no se cansó de enfatizar Max Weber, si bien las exigencias usuales del análisis científico tienen validez en el campo de las ciencias sociales, estas últimas deben complementar esos requerimientos con un esfuerzo interpretativo adi-cional, que dé cuenta del significado que tienen para los actores en una situación social los hechos en que se ven involucrados o que contribuyen a generar.

La realidad de que las acciones sociales tienen un significado para aquellos que las ejecutan, exige esfuerzos y métodos propios y adicio-nales a los que se emplean en las ciencias naturales, y abre para el analis-ta de lo social un ineludible ámbito interpretativo que no existe, al me-nos de igual forma, en el campo de las ciencias naturales. La noción de «comprensión» (Verstehen), propuesta por Weber para la acción humana provista de significado es compleja y presenta importantes dificultades. Como señala Runciman, ¿podemos, por ejemplo, sostener que hemos comprendido la conducta de otra persona, aun si ella misma se niega a admitir la validez de la interpretación ofrecida? Este es un problema tí-pico del sicoanálisis freudiano, donde con frecuencia se presume que el analista puede entender mejor las motivaciones de la conducta del pa-ciente que el propio paciente.12 De igual manera, y en un área aún más cercana a la labor de inteligencia, ¿está justificado el estudioso de una cultura extraña –quiero decir, diferente–, en imponer unos criterios y una terminología de análisis que los miembros de esa cultura no admiti-rían como adecuados para explicar sus costumbres?

Lo que estas interrogantes procuran es mostrar que el análisis de inte-ligencia, al igual que las ciencias sociales en general, en opinión de Weber demanda a la vez alguna forma de comprensión «interna» de las moti-vaciones e intenciones del actor social (del adversario y de nosotros mis-mos), así como un proceso de verificación «externa» de la evidencia em-pírica, indispensable para sustentar la explicación de una determinada

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Bruno Wasserman, «The Failure of Intelligence Prediction», Political Studies, viii, 2, 1960, p. 166. Ibid., p. 168.

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realidad. Esta exigencia de «comprensión» en la labor de inteligencia, sus posibilidades y obstáculos, es materia que ahora discutiré con mayor detenimiento en relación con el tema de las «otras culturas».

El problema de las «otras culturas»

En el intento de indagar problemas teóricos clave relativos a la labor de in-teligencia y sus posibilidades, tiene sentido analizar más a fondo el tema de las «otras culturas», estrechamente vinculado al de la «comprensión» (Verstehen) weberiana. Se trata de un problema primordial, pues, como lo plantea Wasserman, «el trabajo de inteligencia exige evaluar las intencio-nes y probables acciones de naciones extranjeras, y las fallas en esta tarea se derivan en última instancia de la incomprensión de los esquemas con-ceptuales de esos extranjeros, de sus suposiciones, prejuicios e interpreta-ciones de la situación, sobre todo lo cual fundamentan sus decisiones».13 Según este mismo autor, la única manera realmente adecuada de conocer esos esquemas «extraños» a la cultura propia es mediante una evaluación racional en términos de sus criterios, que aplique a los «otros» los mis-mos estándares que aceptaríamos en la explicación de nuestras acciones: «Ello implica la voluntad de someter las interpretaciones y supuestos propios a un estándar racional, universal e independiente, y también a cambiarlos cuando no se ajustan a ese criterio general».14 Como veremos, no obstante, el problema es más complejo y se deriva precisamente de la dificultad de hallar esos criterios «racionales» de aplicabilidad universal.

Precisamente, uno de los más serios obstáculos que encuentra el tra-bajo de inteligencia se refiere a lo que Knorr denomina «comportamiento aparentemente irracional», en referencia al hecho de que con frecuencia la conducta de personas con un bagaje cultural diferente al que posee-mos luce irracional a nuestros ojos, ya que ellos evalúan el sentido, cos-tos, implicaciones y resultados de cursos de acción alternativos en térmi-

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Klaus Knorr, «Failures in National Intelligence Estimates: The Case of the Cuban Missiles», World Politics, 16, 1, 1964, p. 459.

Peter Winch, The Idea of a Social Science and Its Relation to Philosophy. London: Routledge & Kegan Paul, 1971, pp. 100, 102.

Martin Hollis, «Witchcraft and Winchcraft», Philosophy of the Social Sciences, 2, 1972, pp. 100-101.

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nos que en ocasiones difieren significativamente de los nuestros.15 Este abismo cultural ha llevado en numerosas oportunidades a conclusiones equivocadas acerca de los riesgos que otros están dispuestos a asumir y que no parecen racionales. Así ocurrió a los norteamericanos con los ja-poneses antes de Pearl Harbor, a los israelíes con los árabes en 1973 y a Chamberlain con Hitler.

Esta brecha entre culturas y las dificultades que genera para la eva-luación de inteligencia es lo que da pertinencia a la aspiración de Weber sobre la «comprensión», en el sentido de lograr una íntima familiaridad con la visión del mundo y las actitudes del adversario a objeto de enten-der las cosas desde su punto de vista. Semejante aspiración no está sin embargo desprovista de obstáculos, como lo muestra la polémica en tor-no al tema en el campo de la antropología, donde la necesidad de enten-der culturas diferentes se hace particularmente apremiante.

Autores como Winch, por ejemplo, sostienen que «los criterios de la lógica no son un regalo directo de Dios, sino que surgen de –y son so-lamente inteligibles en– un contexto determinado, un modo de vida y de existencia social». Para Winch, cada modo de vida ofrece una opción diferente en cuanto a la inteligibilidad de la realidad; por ello, en su opi-nión, «la realidad no tiene llave».16 Ante esto, Martin Hollis argumenta que es indispensable distinguir entre criterios de racionalidad y leyes de la lógica. El término racionalidad se refiere a dos cuestiones. Por un lado, para que las creencias y prácticas de una persona sean racionales deben ser coherentes, y ello «implica una referencia a las leyes de nuestra lógica, que es la única lógica que en el fondo somos capaces de entender». Por otro lado, para mostrar por qué las acciones de alguien son racionales de-bemos explicar sus razones para realizarlas. «Esto exige una referencia a su cultura y por ello no es permisible que el investigador imponga de ma-nera arbitraria sus propios criterios desde afuera. Ahora bien, al suponer que las variaciones en criterios de racionalidad pueden incluir variacio-nes en las más fundamentales leyes de la lógica, Winch le ha asignado al investigador social una tarea imposible».17 Para Hollis,

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M. Hollis, «Reason and Ritual», en Alan Ryan, ed., The Philosophy of Social Explanation. Oxford: Oxford University Press, 1973, p. 46. F. A. Hanson y R. Martin, «The Problem of Other Cultures», Philosophy of the Social Sciences, 3, 1973, p. 192. Arthur C. Danto, «The Problem of Other Periods», Journal of Philosophy, 65, 1966, p. 571.

... si una interpretación caritativa significa meramente hacer de otra sociedad y sus criterios algo que sea lo más racional posi-ble, no tengo objeciones. Pero si ello significa convertir las no-ciones de realidad y racionalidad relativas a los esquemas con-ceptuales de cada cual (en este caso, y a manera de ejemplo, los nativos de una tribu «primitiva»), en la creencia de que no de-bemos pretender el monopolio de estas nociones, debo con-cluir entonces que la antropología no puede explicar nada y se hace imposible.18

Es claro que el problema en cuestión surge del axioma antropológico de la diferencia cultural, según el cual debemos intentar entender otras culturas en función de su «otredad», como diferentes a la nuestra, y la forma de alcanzar esa comprensión «interna» es a través de los térmi-nos, categorías y criterios propios de esa «otra» cultura, ya que el hecho de que sea diferente implica que «entenderla y explicarla en términos de nuestra cultura produce un conocimiento distorsionado de algo que es diferente».19 La interrogante permanece, pues ¿cómo se obtiene ese co-nocimiento «interno» de otras culturas? Una respuesta posible es que el investigador debe experimentar en sí mismo las emociones, pensamien-tos, creencias y convicciones de los «otros» como si fuesen parte de su cultura (es decir, más gráficamente, «poniéndose en los zapatos de los demás»). Como lo expresa Danto, se trata de integrar el trabajo descrip-tivo con un elemento de «simpatía» cultural, que duplique la dimensión «interna» de la «otra» realidad cultural, generando así su conocimiento «interior».20

Esta solución al problema es, no obstante, muy vulnerable, ya que si el pensamiento y el conocimiento son producto de la cultura, entonces nuestro modo de pensar y nuestro conocimiento son producto de nues-tra cultura, y ello incluye nuestro modo de pensar sobre otras culturas. De allí que cualquier tipo de comprensión que obtengamos acerca de otra cultura tiene que surgir de nuestra cultura, ya que esa comprensión es parte de nuestro pensamiento y de nuestro conocimiento. Desde esta perspectiva, por consiguiente, denominar un tipo especial de compren-

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Hanson y Martin, p. 192. Danto, p. 572.

Martin Hollis, «The Limits of Irrationality», Archives Européenes de Sociologie, 8, 1967, p. 269. Danto, p. 575.

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sión como «interna» es una especie de ejercicio de autoengaño.21 Uno no está equipado con la experiencia vital que forma el marco de las creen-cias y actitudes de los «otros», y por ello se hace tan difícil alcanzar un verdadero «conocimiento interno» de otras culturas, en particular cuan-do se toma conciencia de que parte de la experiencia que constituye las creencias de otros es precisamente la experiencia de creer en ellas, es de-cir, de afirmar con veracidad que son ciertas (por ejemplo, para los japo-neses antes de la Segunda Guerra Mundial, la creencia en que el Empe-rador era un Dios; o para Hitler, que la «raza aria» era superior y ello le daba derecho a dominar a las demás «razas»). A raíz de esto, Danto afir-ma que la «comprensión interna» nos permite «adentrarnos en formas de vida similares a la nuestra sólo en la medida en que sean realmente similares, y, cuando esa similitud se rompe, solamente la comprensión externa es posible».22

Esta discusión, en apariencia demasiado abstracta, tiene sin embar-go una relevancia singular en el contexto teórico del problema de la sor-presa y del trabajo de inteligencia en general, ya que se refiere a lo que podemos o no conocer de los demás, en especial de culturas distintas a la nuestra. Por un lado, el axioma de la diferencia cultural nos aconseja intentar la «comprensión interna» de otras culturas mediante su «dupli-cación simpática» (sympathic duplication), a objeto de evitar distorsiones etnocéntricas. Por otro lado, pareciera que esa «comprensión interna» es algo muy difícil, si no imposible, de lograr.

Una manera de superar el problema consiste en mantener que las «otras» culturas no son en verdad tan diferentes después de todo, ya que detrás de peculiaridades y variaciones superficiales se esconde un ba-samento de racionalidad común que permite a alguien perteneciente a una cultura entender la de otros. Así, Hollis escribe que «Para que la an-tropología sea posible, los otros deben compartir nuestros conceptos de verdad, coherencia e interdependencia racional de las creencias».23 Otra opción es la de aceptar el axioma de la diferencia cultural, y a la vez, como hace Danto, minimizar la aplicabilidad de la «comprensión interna», ar-gumentando que esta última sólo puede lograrse en aquellas culturas si-milares a la nuestra.24

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25 Hanson y Martin, pp. 195-197.

Otra alternativa, formulada por Hanson y Martin, consiste en distin-guir entre dos nociones de lo que es una «mente». La primera, que de acuerdo con estos autores genera toda suerte de dificultades analíticas, es la tradicional teoría del «dualismo cartesiano», según la cual cada per-sona tiene un cuerpo y una mente: todas las actividades públicas del ser humano –escribir, caminar, hablar, etc.–, son actividades de su cuerpo. Las actividades mentales, por otra parte, son «internas» y tienen lugar en su mente, una especie de lugar metafórico escondido dentro de la per-sona. Un corolario de esta teoría es que las actividades mentales sólo son directamente accesibles al poseedor de esa mente, mediante la introspec-ción. Los demás sólo podríamos conocer con certidumbre de qué activi-dades se trata si pudiésemos experimentarlas por nosotros mismos; de allí que la idea de una comprensión «interna» se deriva de supuestos car-tesianos. La idea de que existe un acceso privilegiado a la mente, que nie-ga la posibilidad de una aprehensión directa de los contenidos de otras mentes, hace imposible estar seguros de si, al analizar a otros, estamos duplicando sus pensamientos o meramente los equivalentes funciona-les de esos pensamientos.25

Se puede argumentar, desde luego, que existe en ocasiones una simi-litud entre lo que el analista piensa y lo que piensa su objeto de estudio; no obstante, lo que interesa en la tarea de inteligencia es la diferencia cultural, y si ya es difícil estar seguros de que interpretamos adecuada-mente las actividades mentales de un vecino a quien vemos a diario, el problema se acentúa cuando ese conocimiento se busca mas allá de los límites de nuestro propio ambiente cultural. A ello se suman las dificul-tades, previamente mencionadas, de las tesis freudianas de que algunos contenidos de nuestra mente están tan hondamente escondidos que no son accesibles ni siquiera al poseedor mismo de la mente en cuestión.

Como salida ante estos obstáculos, Hanson y Martin proponen una teoría alternativa, basada en la obra de Gilbert Ryle, que niega el supues-to cartesiano según el cual la mente es una especie de teatro privado en el cual tienen lugar actos inaccesibles. La «mente», de acuerdo con Ryle, se refiere a la manera en que esos actos son desempeñados, y así los actos mentales, por decirlo de este modo, salen a la superficie. El punto central de esta teoría es que la mayoría y las más importantes actividades menta-les son «desempeños abiertos e inteligentes»; existe una prioridad lógica

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Gilbert Ryle, The Concept of Mind. London: Methuen, 1949, p. 58. Ibid., p. 54.

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de estos actos abiertos, y el acceso a los procesos privados de una mente –la nuestra– no descubre nada que sea en principio diferente de lo que hallaríamos al examinar los actos abiertos de nosotros mismos o de los demás. Los desempeños abiertos inteligentes no son llaves que abren los procesos mentales: esos desempeños son los procesos mentales. Como lo expresa Ryle: «Boswell describió la mente de Johnson cuando describió cómo escribía, hablaba y comía...».26 En consecuencia, si la compren-sión de otras culturas demanda «compartir» sus actividades mentales, en términos de Ryle ello no implica otra cosa que la capacidad de dupli-car los desempeños abiertos inteligentes de esas culturas diferentes. En sus palabras, entender significa conocer cómo.27 Su teoría sostiene que la comprensión no significa una comunión de experiencias privadas, ba-sada en un dualismo entre lo «interno» y lo «externo», sino la habilidad de hacer o usar algo: «conocemos» un lenguaje extranjero cuando sabe-mos usarlo.

La ventaja de esta teoría es que permite suponer que «entendemos» otra cultura cuando somos capaces de operar en ella, y de conocer cuál es la conducta apropiada en determinadas circunstancias. Esta posición hace al menos posible la pretensión de avanzar en el conocimiento, pero de ninguna manera lo garantiza, y ciertamente no lo hace en el caso de la labor de inteligencia, donde el espacio para la incertidumbre sigue sien-do amplio. La razón fundamental de ello, conviene insistir sobre el punto, se encuentra en que las diferencias culturales pueden interponer obstá-culos prácticamente insuperables en el esfuerzo de comprender los su-puestos de las decisiones y actitudes de otros. Por más intenso que a veces sea el esfuerzo de «ponerse en los zapatos ajenos» (y eso lo sabemos has-ta por experiencia personal cotidiana), los resultados son con frecuencia desalentadores, por el simple hecho de que nuestra racionalidad es limi-tada y se topa constantemente con otras «racionalidades». Este es un pro-blema recurrente en la labor de inteligencia, y, con frecuencia, también la fuente última de la mayoría de los errores de evaluación acerca de las po-sibles intenciones del adversario.

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Wasserman, p. 168. Karl Popper: The Poverty of Historicism. London: Routledge & Kegan Paul, 1972, p. 141.

Racionalidad e irracionalidad

Los argumentos expuestos en la sección previa nos muestran por qué la siguiente aseveración de Wasserman no puede ser aceptada sin ma-tices: «La explicación de las acciones de otros como racionales en térmi-nos de sus propios supuestos es, a mi modo de ver, el único tipo de expli-cación que puede verificarse de forma independiente, y que es también abierta al cambio y a ser mejorada. En tal sentido, puede ser considerada objetiva».28 Como ya vimos, buena parte del problema radica en que no podemos estar seguros de conocer esos «supuestos» que constituyen el marco de racionalidad de los otros.

Sin embargo, y con todas las limitaciones del caso, a las ciencias so-ciales se les presenta la alternativa de analizar situaciones de acuerdo con parámetros racionales, con base en

... la posibilidad de adoptar [...] lo que puede denominarse el método de construcción lógica o racional, o en otras palabras el método cero. Se trata de construir un modelo sobre la base de asumir una completa racionalidad (y tal vez también una in-formación completa) por parte de todos los individuos conside-rados, y luego estudiar las desviaciones en el comportamiento real de los sujetos con respecto del comportamiento prescrito por el modelo, utilizando este último parámetro como una es-pecie de coordenada cero.29

Desde luego, el uso de modelos que presumen la racionalidad (cál-culo desapasionado de costo-beneficio y adecuación estricta de fines y medios), no debe conducir a perder de vista que frecuentemente las ac-ciones humanas tienen consecuencias no previstas o queridas por sus autores, y que de hecho una tarea fundamental de las ciencias sociales teóricas consiste en discernir las repercusiones sociales inesperadas de las acciones humanas intencionales. Por otra parte, como han señala-do entre otros Clausewitz y Popper, el «modelo de racionalidad pura» es sólo un «modelo ideal», útil para propósitos de análisis, pero muy insu-ficiente, sobre todo cuando se trata de pronosticar cuál puede ser la con-ducta de un adversario en el futuro. El modelo tiene mayor poder analí-

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No obstante, a pesar de ello y de las limitaciones del modelo de racio-nalidad pura, este último es un instrumento indispensable para el análi-sis de la sorpresa, tanto desde el punto de vista del que lleva a cabo la sor-presa como de la víctima, con la salvedad de que se trata de un modelo imperfecto cuyo uso exige el complemento de esos ingredientes analíti-cos adicionales (factores culturales e ideológicos «no racionales», rivali-dades interburocráticas y otros), que también intervienen en la toma de decisiones y minimizan su carácter teóricamente racional.

El modelo de racionalidad pura, que estará en la base, como «coorde-nada cero», de nuestros juicios acerca de diversos casos históricos a ser discutidos posteriormente, puede sintetizarse así:

El modelo supone que los contrincantes (o al menos uno de ellos) co-nocen precisamente cuáles son sus fines y expectativas y el valor que asignan a los mismos, así como los fines y expectativas del enemigo y el valor que para el otro tienen.El modelo supone que los beligerantes disponen de toda la informa-ción necesaria para evaluar su poder de lucha y el de su adversario; por lo tanto, pueden calcular el poder relativo presente y futuro del otro y sus efectos en la situación del combate.

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M. Handel, «The Study of War Termination», The Journal of Strategic Studies, 1, 1, 1978, pp. 66-67. Irving L. Janis, Groupthink. Boston: Houghton Mifflin Co., 1982, p. 136.

El modelo supone que uno o ambos de los beligerantes pueden iden-tificar y comparar anticipadamente los costos probables de los diver-sos cursos de acción u opciones existentes.Al respecto, cabe señalar las diversas limitaciones de semejantes su-

puestos: Como lo indican los estudios acerca del funcionamiento de las buro-cracias, los Estados no deciden típicamente como unidades homogé-neas. Las decisiones más importantes son con frecuencia el resultado de un complicado proceso de negociación que lleva a un compromiso, el cual no es siempre «racional» sino que responde a las necesidades de diversos grupos y refleja su poder e influencia. Es muy difícil que algún bando posea un conocimiento completo y exacto sobre sus propios fines y valores, pues las opiniones en cada país usualmente están divididas y hay polémica en torno a asuntos básicos. Para alcanzar una decisión perfectamente racional se requiere infor-mación completa sobre los valores, fines y poder del enemigo, mas tal información es en extremo difícil de obtener y sólo se acopia en forma parcial. Gran parte de la evaluación sobre las intenciones y ca-pacidades del enemigo es una cuestión de percepciones e intuiciones, con amplio margen para la incertidumbre. Muchos valores, como la «libertad», el «honor nacional», la «justicia», etc., no pueden ser sometidos a una evaluación racional, en especial por aquellos mismos que los sustentan en situaciones coyunturales y momentos críticos.De lo anterior se deriva que es con frecuencia imposible establecer en forma precisa una comparación de cálculos costo-beneficio, tal como lo postula el «modelo de racionalidad pura», pues los fines y valores de cada contrincante no pueden medirse según los mismos criterios, y no existe un denominador común que permita estimar el valor que cada bando asigna a sus propios objetivos y su disposición a sacrifi-carse y pagar altos costos («irracionales») para lograrlos.30

Conviene no obstante enfatizar que se han dado casos, como por ejemplo el proceso de toma de decisiones por parte de Kennedy y sus ase-sores durante la crisis de Cuba en octubre de 1962,31 que han llenado en medida importante las exigencias del modelo de racionalidad pura, pero

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Robert Butow, Tojo and the Coming of the War. Princeton: Princeton University Press, 1961, p. 267. Handel, War, Strategy and Intelligence, p. 32.

Citado por Hermann Rauschning, Hitler Speaks. A Series of Political Conversations with Adolf Hitler on His Real Aims. London Thorton Butterworth, 1939, p. 17.

éstos son más bien excepciones. Lo fundamental es tener claro que en el mundo real de las decisiones político-militares, la mayoría de las veces la gente no está de acuerdo sobre reglas generales para juzgar evidencias y tomar decisiones. Una instancia interesante de ello, entre muchas otras, fue la que enfrentó al Primer Ministro japonés Konoe y al general Tojo en el otoño de 1941: «En cierto momento en la vida de un hombre –dijo Tojo a Konoe– éste puede creer necesario saltar, con los ojos cerrados, desde las alturas de un risco hacia el abismo». De esta forma, Tojo expre-só lo que él y otros en el Ejército japonés pensaban acerca del venidero y desigual enfrentamiento contra Estados Unidos: que existen ocasiones cuando el éxito o el fracaso dependen de los riesgos que se está dispuesto a asumir, y que para Japón ese momento decisivo había llegado. Como comenta Butow: «... fue un pronunciamiento al estilo y en la tradición de los samurai, cuya disposición a responder ante los desafíos, sin cal-cular riesgos ni evaluar obstáculos, es legendaria».32 La moraleja es sim-ple: ¿cómo medir el «espíritu samurai»? Además, como señala Handel, la capacidad de asumir riesgos «insensatos» genera una paradoja para la labor de inteligencia: «Mientras mayor sea el riesgo y menos factible la operación que se planea ejecutar, menos peligroso resulta en la práctica [porque el adversario no cree en nuestra enorme «insensatez», ar]. De tal manera que mientras más elevado en apariencia es el riesgo, menos intenso se hace en realidad».33 Hitler percibió con claridad esta paradoja cuando dijo que: «Lo imposible siempre tiene éxito. Lo más improbable es siempre lo más seguro».34

Para resumir, la presunción según la cual el trabajo de inteligencia puede ajustarse de manera estricta a un «modelo de racionalidad pura» es en la práctica poco realista. Sin embargo, ese modelo debería funcio-nar como una especie de ideal a la hora de tomar decisiones complejas, y en todo caso constituye una herramienta analítica indispensable, tanto para evaluar hechos históricos como –con menor potencial explicativo– para pronosticar situaciones futuras. Existe una brecha, difícil de supe-rar, entre realidades y percepciones, entre una racionalidad que se presu-me y las motivaciones y criterios efectivos que enmarcan las decisiones. A ello dedicaremos el siguiente capítulo.

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Relevancia de los paradigmas o esquemas conceptuales

El proceso de percibir lo que acontece en el ambiente que nos rodea es un proceso activo, no pasivo. Con frecuencia, tendemos a suponer que la percepción de ese ambiente ocurre pasivamente: recibimos estímulos sobre nuestros sentidos y «objetivamente» los asimilamos. No obstante, la percepción es activa en el sentido de que «construye» la realidad, y no meramente la «asimila». Percibir significa tomar conciencia y a la vez en-tender; es un proceso de inferencia mediante el cual el individuo constru-ye su versión de la realidad sobre la base de información que le proveen los sentidos. Este material sensorial es elaborado y tramitado a través de procesos mentales que definen los elementos de información a ser pro-cesados, cómo los organizamos y qué significado les atribuimos. De esta manera, qué percibimos y cómo lo percibimos está fuertemente influido por nuestras experiencias pasadas, nuestros valores culturales y forma-ción educativa, así como por los estímulos que recibimos del ambiente que nos circunda.1

Varios experimentos han mostrado que las percepciones tienden a formarse rápidamente, pero se resisten al cambio. Nuestras tendencias cognoscitivas, es decir, los esquemas mentales producto de nuestra ex-periencia y formación intelectual, determinan la forma en que captamos y analizamos la información. La tendencia predominante, como señala Steinbruner, se orienta a: 1) controlar el proceso perceptivo a través de

Paradigmas, percepción e inteligencia estratégica

Richard J. Heuer, Jr., «Cognitive Factors in Deception and Counter-Deception», en D. C. Daniel y K. L. Herbig, eds., Strategic Military Deception. New York: Pergamon Press, 1982, pp. 33-34.

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John D.Steinbruner, The Cybernetic Theory of Decision. Princeton: Princeton University Press, 1964, pp. 3-17.Heuer, p. 40.

mecanismos que dejan de lado aquella información que las percepciones ya establecidas no están programadas a aceptar; 2) tramitar sólo algunas, generalmente pocas, de las variables recibidas como elementos de infor-mación, y 3) tomar decisiones según un esquema de reglas establecidas y previamente definidas. 2 Por ello es frecuente que si un actor político (por ejemplo, un Estado y sus órganos de inteligencia) está convencido de que un adversario no tiene ni la voluntad ni la capacidad de atacarle, y sin embargo recibe información de que en efecto su enemigo está movili-zándose para agredirle, se atribuya tal evidencia a una «desinformación» deliberada con el objeto de crear problemas (Stalin en relación con los in-gleses en 1941), o se reste credibilidad a la fuente informativa, aseverando que la movilización sólo tiene propósitos «defensivos» (Israel frente a los árabes en octubre de 1973).

En otras palabras, los esquemas preconcebidos canalizan la informa-ción en la dirección preferida, de acuerdo con lo ya establecido. En vista de que el trabajo de inteligencia busca iluminar lo desconocido, casi por definición el análisis se enfrenta a situaciones muy ambiguas, y a medida que aumenta la ambigüedad se acentúa también el impacto de las creen-cias, expectativas y esquemas mentales preexistentes, ante el impacto de los nuevos estímulos. De tal forma que, a pesar de los esfuerzos para al-canzar la mayor «objetividad», es siempre probable que las preconcep-ciones del analista de inteligencia ejerzan mayor influencia en su labor de lo que es normal en otros campos, menos afectados por la ambigüe-dad.3 Por otro lado, la alternativa de combatir la rigidez mental median-te una actitud de flexibilidad conceptual permanente también tiene sus problemas, pues el cambio continuo de esquemas puede originar una gran confusión y eventualmente paralizar las decisiones.

La muy humana tendencia a la consistencia cognoscitiva –es decir a intentar que nuestras creencias, sensaciones, acciones y conocimientos sean mutuamente consistentes–, es una forma económica de organizar la información, facilitando su retención e interpretación. A la vez esa tendencia, como ya se indicó, tiene implicaciones adversas para el aná-lisis y la toma de decisiones, pues da lugar a una propensión sistemática en favor de información que sea consistente con la que ya poseemos y que define nuestros esquemas conceptuales o «paradigmas».

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Thomas Kuhn, The Structure of Scientific Revolutions. Chicago: University of Chicago Press, 1970, p. 52. Véase también Robert Jervis, Perception and Misperception

in International Politics. Princeton: Princeton University Press, 1976, p. 156. Roberta Wohlstetter, Pearl Harbor: Warning and Decision. Stanford: Stanford University Press, 1962, p. 392.

En el terreno de las ciencias naturales, Thomas Kuhn ha mostrado que esos paradigmas o esquemas conceptuales preexistentes establecen el marco de la investigación. Tales paradigmas, como, por ejemplo, el sis-tema tolemaico, son desafiados y transformados sólo bajo el impacto de revoluciones científicas como la revolución copernicana. Los paradig-mas establecen los límites de lo que tiene o no sentido y contribuyen de-cisivamente a determinar cuáles fenómenos son relevantes y exigen que se profundice en ellos. De igual forma los paradigmas establecen áreas o aspectos que se quedan en la oscuridad o permanecen en la irrelevancia, bien porque se supone que esos aspectos no arrojan luz sobre problemas previamente definidos como «interesantes» o porque el paradigma su-giere que «no hay nada allí». El grueso de la actividad científica consiste en resolver problemas dentro del marco establecido por el paradigma y no está en busca de innovaciones sustanciales en la teoría o la práctica.4

La tesis de Kuhn tiene gran importancia en el campo de la inteligencia, donde también existen paradigmas que usualmente no son meros pre-juicios sino esquemas conceptuales y suposiciones analíticas que han ga-nado vigor y aceptación por su capacidad de explicar hasta ese momento gran número de eventos, apoyados en amplia evidencia. De allí que mu-chas veces, si una información novedosa tiende a cuestionar teorías y es-quemas preestablecidos, la resistencia al cambio encuentra razones su-ficientes para obstruir y bloquear. Ciertamente, los paradigmas pueden cambiar y de hecho lo hacen, pero buena parte de la evidencia conducen-te a adoptar un nuevo esquema mental luce persuasiva sólo después de que la gente empieza a ver las cosas desde dentro de esa nueva estructu-ra conceptual. Es por ello que Roberta Wohlstetter, en su notable estu-dio sobre el ataque a Pearl Harbor, afirmó que «Si nadie está escuchando las señales que apuntan hacia un ataque contra un blanco muy improba-ble, es entonces bastante difícil que las señales sean escuchadas».5 Hasta el propio día 7 de diciembre de 1941, la inteligencia naval norteamerica-na supuso –con base en el paradigma predominante– que los japoneses no se atreverían a lanzar un ataque por sorpresa contra Hawai, pues en-tendían que ello precipitaría una guerra contra Estados Unidos, guerra que Estados Unidos, inmensamente más poderoso, con seguridad gana-

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ría. Los norteamericanos fueron incapaces de mirar la situación desde la perspectiva japonesa, de tomar en cuenta numerosas variables adicio-nales, aparte del riesgo de perder, que intervenían en el proceso de toma de decisiones de sus adversarios y de cuestionar, en consecuencia, el es-quema «racional» vigente, que filtraba la información dejando de lado señales que nadie escuchaba pues nadie estaba en disposición mental de oírlas.

Como argumenta Jervis, la relevancia de los paradigmas explica que en aquellas –no muchas– ocasiones cuando se detecta a tiempo un in-tento de sorpresa militar o diplomática, ello se debe no tanto a la habili-dad del servicio de inteligencia en cuestión, sino al grado en que sus ex-pectativas, creencias y conceptos preexistentes se ajustan a las acciones que el adversario está planificando. Ello también indica que cuando un actor político quiere sorprender a otro lo que debe hacer es averiguar qué es lo que ese «otro» espera que haga, y entonces hacer lo contrario, en lugar de tratar de alterar su esquema conceptual –lo cual es mucho más difícil.

Dicho de otro modo, es preferible sacar provecho del hecho de que la gente tiende a asimilar información discordante dentro de sus esque-mas preexistentes, o simplemente desecharla, en lugar de combatir esa tendencia.6 Por ejemplo, el exitoso esfuerzo de los aliados, dirigido a ha-cer creer a Hitler que la invasión a Francia tendría lugar en Calais, en lu-gar de Normandía u otro sitio, posiblemente no habría dado tan exce-lentes resultados de no ser porque Hitler ya estaba convencido de que Calais sería el objetivo de sus adversarios. La medida en que los esque-mas y predisposiciones mentales se ajustan o no al ambiente es no sola-mente producto de un proceso racional, de estudio, análisis y empatía con los demás para entenderlos, sino también de factores como el azar y la suerte en torno a los cuales es difícil avanzar cualquier pronóstico.

Dos corolarios se derivan de la tendencia a cerrar prematuramente los canales cognoscitivos y a asimilar nueva información dentro de esque-mas preexistentes: 1) La tendencia es mayor mientras más ambigua es la información, más confiado está el actor acerca de la validez de sus teorías y más intenso es su compromiso con los esquemas vigentes. 2) El grado de confianza en el paradigma preexistente está en relación inversamente

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proporcional a la capacidad de asimilar elementos novedosos o discre-pantes de información. Dicho en otros términos, mientras mayor sea el compromiso con el esquema mental vigente, mayores serán las dificulta-des de organizar nueva evidencia y ajustarla dentro de una nueva teoría. El grado de compromiso tiene que ver no sólo con la medida en que estén en juego el poder y el prestigio de las personas, sino también con la medi-da en que el paradigma vigente haya resultado satisfactorio a lo largo del tiempo para explicar la realidad, y haya sido por ello internalizado.7

De especial relevancia en el terreno de la inteligencia y la toma de deci-siones político-militares son los paradigmas desarrollados a lo largo del tiempo, producto de largos procesos de análisis y discusión, que llegan a ser ampliamente admitidos como valederos. Un ejemplo interesante de este tipo de marco conceptual estratégico, que analizaremos en detalle más adelante, fue el desarrollado por las Fuerzas Armadas del Estado de Israel entre 1967 –año de su gran victoria relámpago sobre los árabes–, y 1973, cuando Egipto y Siria, violentando a fondo el paradigma preexis-tente de su enemigo, le tomaron por sorpresa.

Un planteamiento complementario al de Jervis (y Kuhn, que lo apli-ca en otro campo), de indudable significación para nuestro tema, es el de Janis y Mann. Así como Jervis enfatiza la influencia de procesos cognos-citivos en las distorsiones de la percepción, Janis y Mann ponen su acen-to en factores motivacionales. Para Jervis, el punto de partida es la nece-sidad humana de desarrollar reglas sencillas para procesar información, y así darle orden y sentido a un medio ambiente extraordinariamente complejo e incierto. Janis y Mann, por su parte, insisten en el deseo, tam-bién muy humano, de evitar y eludir el miedo, la vergüenza y la culpa. Los decisores –sostienen estos autores– son seres emocionales y no fríos calculadores; están llenos de dudas, acosados por la incertidumbre, y su vida transcurre luchando con antipatías, lealtades y aspiraciones, las más de las veces oscuras o incongruentes. Para Jervis la consistencia cog-noscitiva es el principio clave en la organización del conocimiento. Para Janis y Mann el deseo de evitar el «estrés» sicológico es el factor crucial que afecta el conocimiento. Mientras Jervis concluye que nuestras ex-pectativas, creencias y conceptos condicionan nuestra receptividad a la información y nuestra interpretación de los eventos, Janis y Mann enfa-

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Para un excelente resumen de estos planteamientos, véase R. N. Lebow, Between Peace and War: The Nature of International Crisis. Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1987, pp. 101-119. La obra clave de Irving Janis y Leon Mann es Decisión Making: A Psycological Analisis of Conflict, Choice, and Commitment. New York: The Free Press, 1977. Lebow, p. 112.

tizan la importancia de las preferencias emocionales. Para Jervis, vemos lo que esperamos ver; para Janis y Mann vemos lo que queremos ver. 8

Pienso que estas aproximaciones al problema de las distorsiones de la percepción, lejos de ser incompatibles son en realidad complementarias, y ponen de manifiesto varias patologías en la evaluación de inteligencia y la toma de decisiones que encontraremos a lo largo de nuestro estudio de casos concretos. Esas patologías se resumen así: 1) la sobrestimación del desempeño pasado por encima de las realidades presentes, lo cual ge-nera rigidez mental; 2) el exceso de confianza en puntos de vista y para-digmas con los cuales existe un compromiso, y 3) la carencia de sensibi-lidad hacia elementos de información que puedan afectar críticamente esos esquemas y puntos de vista, consagrados por la experiencia.9 Cada una de esas patologías jugará su papel en este estudio.

Barreras de la percepción

Previamente dijimos que en lenguaje de inteligencia se entiende por «se-ñal» de una acción una clave, un signo, un síntoma, una pieza de eviden-cia que indique esa acción o la intención de llevarla a cabo por parte de un adversario. «Ruido» es el término técnico que denomina el background de señales irrelevantes, claves o signos que apuntan en dirección equivo-cada y que oscurecen, confunden o sumergen las que apuntan en direc-ción correcta. Las fallas de inteligencia provienen en buena medida del flujo de la información cierta (de las señales) a través de tres barreras de ruido que van sumando distorsiones, y que a su vez complican el marco conceptual-perceptivo de los decisores. El objetivo de estos últimos –y de sus servicios de inteligencia– debe ser entonces mejorar la relación se-ñales-ruido: minimizar el segundo y acrecentar las primeras. Las tres ba-

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10Michael Handel, Perception, Deception and Surprise: The Case of the Yom Kippur War. Jerusalem: The Hebrew University of Jerusalem, 1976, pp. 12-13.

rreras de ruido son: el enemigo, el ambiente internacional y el ruido au-togenerado.

Son varias las razones por las cuales no resulta fácil obtener señales claras del enemigo:

Puede ocurrir que esas señales simplemente no existan, pues el ene-migo no ha tomado decisiones cruciales en un sentido u otro, o puede que existan dos grupos de señales contradictorias pero en aparien-cias igualmente relevantes y verdaderas. Sólo en septiembre de 1941, luego de meses de discusiones (por tanto, de emisión involuntaria de señales a través de diversos medios), el Gabinete japonés tomó la decisión de atacar Asia del Sudeste en lugar de la urss. Los planes aliados de abrir un segundo frente en Europa –para citar otro caso– se vieron por un tiempo sujetos a un debate entre norteamericanos (que favorecían una invasión en la costa francesa) y británicos (que consideraban preferible una invasión en África del Norte, Italia y los Balcanes). Los alemanes con seguridad recibieron durante ese perío-do señales contradictorias pero correctas, que indicaban dos áreas amenazadas por un ataque inminente. Al final ambos conjuntos de señales resultaron acertados, pues los dos planes fueron ejecutados. Como expresa Handel: «Al menos durante un tiempo, dos grupos de señales igualmente correctas pero contradictorias pueden ser emiti-das en forma simultánea, y ninguno debe ser dejado de lado como ruido a pesar de su aparente incompatibilidad [...] Lo que el enemigo mismo no sabe difícilmente puede ser determinado por los servicios de inteligencia del amenazado».10

También puede ocurrir, de manera más específica, que la doctrina militar-operativa del enemigo no cristalice sino en último momento y varias doctrinas contradictorias coexistan hasta muy poco antes del ataque. Antes del ataque a Pearl Harbor, era en extremo difícil para los norteamericanos imaginar que los japoneses, violando su tradi-cional cautela en materia naval, se atreviesen a arriesgar en una sola operación gran parte de su escuadra de portaviones. De igual forma, la inteligencia israelí, previamente a la guerra de 1973, desconocía las innovaciones en las doctrinas árabes de «negación de los cielos», me-diante el uso masivo de sistemas antiaéreos de fabricación soviética.

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11 W. Erfurth, Surprise. Pennsylvania: Military Service Publishing Co., 1943, pp. 6-7.

Estas tácticas tenían pocos precedentes, y varios de estos sistemas de armas se probaron por primera vez en esa oportunidad. Otra barrera fundamental, desde luego, es el secreto, ya que el poten-cial atacante (con excepción de sus acciones dirigidas explícitamente a confundir y engañar a su adversario), tratará siempre de ocultar sus capacidades, intenciones y planes tras una muralla de secreto. La di-ficultad para distinguir entre el engaño deliberado y la involuntaria revelación de secretos, de diferenciar entre señales y ruido, conduce en ocasiones a la necesidad de tratar de manera similar toda la infor-mación, pues todo es ruido hasta que los hechos ocurren. Cabe enfatizar también los problemas que se derivan de aquel adver-sario que está dispuesto a tomar riesgos excesivos, ya que, como expre-só el general Erfurth: «La idea de que algo no puede hacerse es una de las principales ayudas a la sorpresa [...] Los expertos tienden a olvidar que la mayoría de los problemas militares son solucionables, siem-pre que se esté dispuesto a pagar el precio».11 Para Stalin era difícil-mente concebible que Hitler se aventurase a una guerra en dos frentes, ya que, entre otros aspectos del asunto, el líder nazi había afirmado repetidas veces y con manifiesta convicción, en su libro Mein Kampf, que ello sería suicida para Alemania. La sorpresa del Yom Kippur, a su vez, tuvo mucho que ver con la convicción por parte de los líderes políticos y jefes de inteligencia israelíes de que los árabes sabían que no podían ganar una guerra contra Israel. Y era cierto. Sadat, el líder egipcio, no se hacía ilusiones al respecto; pero lo que no previeron los israelíes fue que los árabes serían capaces de tomar un grave y al mis-mo tiempo calculado riesgo: no se trataba de ganar la guerra militar-mente, sino de utilizarla como instrumento político, crear una crisis y descongelar la situación diplomática en el Medio Oriente, forzando a los superpoderes, particularmente a Washington, a intervenir. De allí que, paradójicamente, mientras mayor es el riesgo para el agresor, se hace menos creíble para su potencial víctima. Así, mientras mayor es de hecho el riesgo, éste se hace con frecuencia menor en la percepción del amenazado.La segunda barrera a la percepción es el propio ambiente internacio-

nal predominante en un momento dado. Un ambiente internacional conflictivo puede desviar la atención de los servicios de inteligencia hacia

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focos de interés no decisivos en coyunturas cruciales. Por ejemplo, cuan-do ocurrió el ataque a Pearl Harbor, los mecanismos de análisis y toma de decisiones norteamericanos se hallaban concentrados en los peligros que acechaban a Europa y el Atlántico: «Estas señales europeas anuncia-ban peligros de manera más específica y frecuente que las provenientes del Lejano Oriente».12 Por otra parte, un ambiente internacional pacífi-co también puede producir distorsiones. Así, la atmósfera existente an-tes del estallido de la guerra del Yom Kippur era relativamente tranquila; la «detente» entre Estados Unidos y la urss se estaba haciendo más só-lida y en el Medio Oriente no habían acontecido por cierto tiempo crisis militares de envergadura. De tal forma que tanto un ambiente conflicti-vo como uno pacífico pueden incidir negativamente en la evaluación de los datos de inteligencia, confundiendo la atención o adormeciéndola. De hecho el agresor puede contribuir intencionalmente a «pacificar» el ambiente, para hacer caer a su víctima en una rutina soporífera.

La tercera y más importante barrera de ruido es el ruido autogenera-do. Esta barrera actúa a raíz de la influencia de nuestros paradigmas y esquemas conceptuales. El conocimiento no puede adquirirse sin estos marcos conceptuales, teorías, categorías analíticas y principios de orga-nización e interpretación, que someten los hechos al poder ordenador de la mente. Además, el conocimiento no puede basarse en todos los he-chos, que son, en principio, imposibles de obtener. Es obvio que en casi todo problema en el mundo, político, económico, etc., no hay un «fin» de los hechos que de una u otra forma, en el pasado y el presente, inter-vienen o afectan –tenue o severamente– el asunto en cuestión. Como mostró Wohlstetter en sus estudios sobre Pearl Harbor y acerca de la crisis cubana, aun las inferencias envueltas en el acto de interpretar fo-tografías aparentemente precisas son posibles gracias a un cuerpo de suposiciones con diversos grados de certidumbre, que van desde princi-pios de óptica y geometría euclidiana hasta juicios tecnológicos y políti-cos. Estas inferencias a su vez se basan en un horizonte aun más amplio de creencias de variada claridad y coherencia. Pero justamente debido a la existencia de este cuerpo de creencias y aproximaciones que inter-vienen hasta en la interpretación de una fotografía, de las observaciones de un agente de inteligencia, o de un reporte o dato de cualquier natu-raleza que se considere en principio relevante, es que se hace posible in-

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Citado por R. Wohlstetter, «Cuba and Pearl Harbor: Hindsight and Foresight», Foreign Affairs, July 1975, p. 706.B. Magee, Popper. London: Fontana, 1973, pp. 35-55, y Karl Popper: The Logic of Scientific Discovery. London: Hutchinson, 1974, pp. 27-48, 78-135, 251-284.

terpretar de muy diversas maneras esa fotografía, observación o reporte. Como afirma el destacado filósofo W. Quine: «Nuestras creencias están subdeterminadas por nuestra experiencia, y no la enfrentan separada-mente, proposición por proposición, sino siempre en masa, como una colección. Tenemos por tanto un buen margen de libertad en cuanto a qué proposiciones ajustar de acuerdo con datos nuevos y aparentemen-te perturbadores».13

Cada servicio de inteligencia y grupo de decisores desarrolla un mar-co conceptual, un esquema de creencias, presuposiciones e hipótesis res-pecto de las intenciones y capacidades del adversario, y con base en los cuales se evalúan las probabilidades y riesgos de conflicto a corto, me-diano y largo plazo. Sin este marco conceptual y estas hipótesis no po-dría organizarse la masa de información y datos existentes ni extraerse sentido alguno de los mismos. Aun en el campo de las ciencias naturales, la interpretación hasta de los más simples experimentos depende implí-citamente de teorías sobre los instrumentos de medición, el comporta-miento de los diversos elementos interventores y otros factores. Como ha mostrado Popper con gran contundencia, siempre es posible «salvar» una teoría o hipótesis alterando una o varias suposiciones del amplio conjunto que conecta esa teoría con determinadas observaciones. Pue-de demostrarse lógicamente que cualquier número finito de observacio-nes es capaz de ser «acomodado» dentro de un número indefinidamente largo de explicaciones diversas. Lo que esto significa es que los hechos tienen plasticidad dentro de los esquemas, teorías e hipótesis que pre-tenden explicarlos; no son rígidos, fijos, inflexibles o indiscutibles, pues ello depende en gran medida del marco teórico a cuya presión se les so-meta. De allí que ese marco teórico mismo deba ser objeto del análisis de inteligencia y de esta manera evitar en lo posible el dogmatismo.14 Las observaciones empíricas no permiten verificar conclusivamente una hipótesis, pero sí permiten refutarla. Esto es así porque existe una asi-metría lógica entre verificación y refutación. Si bien ningún número de observaciones de cisnes blancos nos permite, en lógica, derivar la propo-sición universal «todos los cisnes son blancos» (pues de pronto nos topa-mos con uno negro), una sola observación de un cisne negro nos permite

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derivar la proposición «no todos los cisnes son blancos». En este sentido lógico, las generalizaciones empíricas, aunque no son verificables sí son refutables, lo cual implica que las leyes científicas pueden ser sometidas a tests, para al menos intentar refutarlas. La relevancia de todo esto para nuestro tema consiste en constatar que el empirismo ingenuo, que su-giere que la verificación decisiva y última de teorías e hipótesis es posible gracias a la presunta «incuestionabilidad» u «objetividad» de los hechos no tiene validez, pues pierde de vista que los hechos no son «incuestio-nables».

Las dificultades de verificación se agudizan en una esfera esencial-mente práctica, como lo es la inteligencia estratégica:

En este terreno, los presupuestos que configuran la interpreta-ción son más variados, menos explícitos, y por lo tanto con fre-cuencia sostenidos más débilmente, aunque a veces algunos supuestos relevantes sean defendidos con pasión por quienes les apoyan. Estos últimos supuestos incluyen probablemente creencias autoestimulantes y elementos de orgullo nacional, entre otros. Este esquema mental primario es el que con mayor facilidad se olvida retrospectivamente, y es por encima de todo lo que hace que cada sorpresa pasada se convierta en algo casi ininteligible o inexplicable, excepto quizás como locura crimi-nal o conspiración.15

Esto último apunta en la dirección de las teorías revisionistas o cons-pirativas del ataque por sorpresa, que encuentran su abono en la incapa-cidad de admitir nuestros propios errores y prejuicios.

La existencia de nuestras hipótesis y marcos conceptuales es necesaria e inevitable, pero tiene sus peligros, de los cuales surge el ruido autogene-rado. Por un lado, los marcos conceptuales, una vez desarrollados, pue-den hacerse demasiado rígidos y dogmáticos, y ser incapaces de adaptar-se a los cambios en el ambiente. Ello puede conducir a una situación en la cual los datos son interpretados de manera determinista y en la que se in-tenta someter «por la fuerza» la información, a objeto de amoldarla al es-quema o paradigma dominante, lo cual crea un abismo entre la realidad y las percepciones que de ella se tienen. Por otro lado, teniendo en cuenta

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la flexibilidad para la producción de hipótesis en el trabajo de inteligen-cia, puede establecerse un marco conceptual menos rígido y abierto, pero los cambios frecuentes de perspectiva pueden hacerlo inútil como una guía para la interpretación sólida y la toma de decisiones oportunas. En este sentido, la poca rigidez puede ser tan negativa como su exceso,16 y el equilibrio no es fácil de lograr. En el trabajo de inteligencia la mente hu-mana está dirigida por creencias y suposiciones acerca de lo que proba-blemente va a ocurrir, y ello usualmente genera ruido. Su minimización o eliminación es posible en algunos casos, pero antes de adentrarnos en este aspecto conviene discutir los principales problemas en la evaluación de las intenciones y capacidades del adversario, con el propósito de des-cubrir en qué áreas se presenta con mayor intensidad la posibilidad de autoproducción de ruido.

Evaluación de intenciones y capacidades

Un relevante problema de inteligencia política y militar consiste en es-tablecer si debemos concentrar la atención en las capacidades o en las intenciones del enemigo. No basta con querer hacer algo; es necesario tener las capacidades para ello. Esta constatación, aparentemente obvia, presenta sin embargo dificultades en el terreno de la evaluación de inte-ligencia, y cabe señalar, por su especial relevancia, las siguientes:

Si las intenciones propias no son agresivas (pues se disfruta del esta-tus o se le considera razonablemente aceptable), puede ocurrir, y de hecho pasa, que se le atribuyan al adversario intenciones semejantes y se presuma que lo que es bueno para «nosotros» debe serlo también, al menos hasta cierto punto, para el enemigo. Aun si se presumen in-tenciones agresivas por parte de un adversario potencial, es probable que las mismas aparezcan como algo remoto y abstracto, que cho-ca abrupta y absurdamente con las «evidentes» ventajas del estatus. Todo esto contribuye a reducir las percepciones de amenaza como algo inmediato. Por otra parte, si las amenazas de ataque se toman en

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serio, existe el miedo de que los preparativos para enfrentarlo «anta-gonicen, provoquen o asusten al enemigo, fortaleciendo los intereses de los grupos más belicosos en su seno, dándoles una excusa para to-mar acciones preventivas. Los preparativos de guerra son así vistos como una profecía que se autorrealiza; en cambio, hacer caso omiso de las señales amenazantes parecería contribuir a la paz».17

Una de las tretas más eficaces para engañar al enemigo consiste en dar la impresión de que las capacidades propias no se armonizan con las intenciones, de tal forma que no importa cuán agresivos sean los pro-pósitos que se tengan, pues no será materialmente posible llevarlos a cabo. Este fue uno de los caminos seguidos por los árabes durante el período preparatorio de la guerra de octubre de 1973. Los servicios de inteligencia israelíes creían conocer sobradamente las intenciones árabes: «destruir Israel», «arrojar su pueblo al mar», etc.; pero tales objetivos, en particular después de la aplastante derrota militar su-frida por los árabes en 1967, parecían remotos y abstractos. Desde el punto de vista de las capacidades árabes para hacer la guerra, resulta-ba difícil a los israelíes imaginar que en sólo seis años los ejércitos de sus adversarios hubiesen sido reconstruidos, aprendiendo de paso el manejo de sofisticados y ultramodernos sistemas de armas. Así, de un lado, los servicios de inteligencia israelíes se concentraron en el análisis de las intenciones árabes pero con base en un patrón rígido, incapaz de detectar las variaciones tácticas en la estrategia global de sus adversarios. Por otro lado, en parte gracias al secreto guardado por sus enemigos, y en parte –tal vez fundamentalmente– debido a los prejuicios dominantes sobre la supuestamente escasa habilidad militar árabe, los israelíes no pudieron captar los cambios experi-mentados por los ejércitos de Egipto y Siria entre los años 1967 y 1973.En materia de intenciones y capacidades se cometen usualmente dos tipos de errores, tan peligrosos uno como el otro: por un lado la so-brestimación y por el otro la subestimación del enemigo. Los árabes sobrestimaron las capacidades de Israel en 1973, y ello fue factor im-portante en la formulación de su plan estratégico, el cual se caracteri-zaba, en especial en lo concerniente al frente del Sinaí (Egipto), por una excesiva rigidez. La sobrestimación del adversario puede enton-ces resultar en una estrategia demasiado tímida, que conduce a per-

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Sobre el tema de la subestimación del adversario, véase mi libro Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle. Madrid: Tecnos, 1979, pp. 63-87. En este volumen, en las pp. 70-101. Sobre la relevancia de una clara doctrina estratégica, puede consultarse mi obra La miseria del populismo (2.ª edición). Caracas: Centauro, 1987, pp. 320-342.

der oportunidades de acción y éxito. La subestimación del adversario de otro lado, conduce a evaluaciones exageradamente favorables de las capacidades propias y a excesos de confianza que en la historia de la guerra con frecuencia han desembocado en catástrofe.18 Las capa-cidades del enemigo no pueden medirse tan sólo en términos cuanti-tativos –equipos, número de soldados, recursos logísticos, etc.–; hay que tomar también en cuenta los aspectos cualitativos, en particular la doctrina estratégica del adversario a través de la cual se ponen en acción las capacidades. En otras palabras, la doctrina estratégica da un sentido de dirección al empleo del poder militar.19

Podría decirse que una estructura de fuerza militar que carezca de una doctrina estratégica es como un coloso ciego. Lo importante es tener en cuenta que capacidades similares pueden trasladarse a la ac-ción en formas muy distintas y producir resultados radicalmente di-ferentes, de acuerdo con la escogencia de una u otra doctrina estraté-gica –doctrina que influye en la planificación, el entrenamiento, las tácticas de combate y en general el modo de hacer la guerra de cada cual. De allí que este elemento de naturaleza cualitativa debe ser to-mado muy en cuenta; pero ello no resulta fácil, pues la doctrina en cuestión puede no haber sido probada previamente en condiciones reales de batalla, o puede ser cambiada, renovada o puesta al día poco antes de la ruptura de hostilidades (así ocurrió con el uso de torpedos por parte de los japoneses, previamente al ataque a Pearl Harbor, gra-cias a nuevos desarrollos técnicos que posibilitaron su empleo en las aguas poco profundas del lugar). Se plantea igualmente el peligro de proyectar y atribuir la doctrina propia al enemigo y considerar la suya como una simple variante de «nuestra» visión de las cosas. Hay indi-cios que sugieren que, al menos en cierta medida, este fenómeno se manifestó en las apreciaciones israelíes de 1973 sobre las concepcio-nes árabes en relación con la guerra de tanques y aérea. Otro aspecto relevante consiste en evaluar las intenciones del adver-sario de acuerdo con «nuestras» capacidades y lo que él sabe de ellas. En efecto, si «nuestro» adversario subestima nuestras capacidades, un resultado bastante factible es que se haga más agresivo; por el con-

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Handel, p. 25. Yehezkel Dror, Crazy States. Lexington: Heath Lexington Books, 1971.

Klaus Knorr, «Failures in National Intelligence Estimates: The Case of the Cuban Missiles», World Politics, April 1964, p. 459.

trario, si sobrestima «nuestras» capacidades es probable que su agre-sividad disminuya, o al menos que limite sus objetivos. De una forma u otra, para evaluar las intenciones del enemigo tenemos que conocer lo que él sabe o desconoce de nosotros. Con frecuencia, sin embar-go, es más fácil conocer las capacidades del adversario que adquirir información sobre su conocimiento de «nuestras» capacidades y su evaluación de las mismas; es decir, podemos saber con qué cuenta el enemigo, pero es difícil conocer qué sabe el enemigo de nosotros, lo cual complica enormemente los esfuerzos de evaluar las intenciones del enemigo y entorpece las estimaciones sobre un posible ataque por sorpresa. Como muestra el análisis de las ofensivas en Pearl Harbor y Rusia en 1941 («Barbarroja»), tanto norteamericanos como soviéti-cos desconocían la medida en que sus adversarios les subestimaban, lo cual fue factor importante en la decisión de atacar por parte de los militares japoneses y el Führer nazi.20

Pocas exigencias son más intensas en el trabajo de inteligencia que la de analizar las intenciones del enemigo y la de formarse una imagen cabal acerca de su carácter, sus propósitos y su voluntad de asumir riesgos en aras de sus objetivos. El problema se hace crítico cuando el adversario potencial opera con visiones del mundo vigentes en con-textos culturales distintos al «nuestro». Este es el problema, ya esbo-zado, del comportamiento aparentemente irracional de «Estados lo-cos», agudamente analizado por Dror en un libro del mismo título.21 No conviene, sin embargo, calificar de tal forma esas actitudes pre-suntamente «irracionales», ya que, como lo expresa Knorr: «El com-portamiento de gente con una cultura diferente a la propia frecuen-temente parece irracional, pero de hecho ellos actúan racionalmente, aunque evalúan los resultados de sus acciones de acuerdo con valo-res que difieren de los nuestros».22 Es precisamente en el área de eva-luación de intenciones donde se encuentran las dificultades princi-pales, y existe amplio consenso en cuanto a los procesos de distorsión que se derivan del intento de juzgar al adversario con criterios que no se adaptan a su condición propia. Así, Wasserman es enfático al afirmar que las fallas en la evaluación de inteligencia «pueden redu-

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Bruno Wasserman, «The Failure of Intelligence Prediction», Political Studies, viii, 2, 1960, pp. 166-167. Juan Carlos Rey, «Doctrina de seguridad nacional e ideología autoritaria», en Problemas sociopolíticos de América Latina. Caracas: Ateneo de Caracas, 1980, pp. 195-263.

cirse en última instancia a la incomprensión de los esquemas concep-tuales del adversario, es decir, a la incapacidad para entender adecua-damente las suposiciones e interpretaciones de la situación sobre las cuales el adversario sustenta sus decisiones. Esos errores se deben al análisis de las acciones de Estados extranjeros en términos de nues-tros propios marcos conceptuales».23

Conviene enfatizar que las imágenes que los seres humanos nos for-mamos sobre la realidad influyen decisivamente en nuestra interpre-tación de los eventos y en la conducta que asumimos ante los mismos. Estas imágenes no están compuestas tan sólo de elementos teóricos sus-ceptibles de verificación o refutación, sino que a ellas también se inte-gran componentes de naturaleza afectiva y normativa que se entremez-clan a los tácticos:

El flujo de información acerca del ambiente o acerca de aconte-cimientos específicos, no entra de manera directa en la percep-ción y en el sistema de toma de decisiones de un actor, sino a tra-vés del conjunto de creencias del mismo, donde la información es filtrada y seleccionada. La formación de distintas estructuras de percepción o conjuntos perceptivos, y los patrones a partir de los cuales se mezclan estímulos perceptivos, son el resultado de un proceso de aprendizaje. Una vez adquiridos estos últimos, se produce una lógica resistencia a cambiarlos, no sólo por el es-fuerzo que significa todo nuevo aprendizaje, sino también por-que están asociados con gratificaciones experimentadas por el sujeto y prescindir de ellos produce temor.24

Esto quiere decir que las ideologías, los sistemas de valores, las visio-nes de la realidad y las imágenes que nos hacemos de nuestros adversa-rios son producto de todo un proceso de aprendizaje selectivo que a su vez genera diversas formas de percepción, las cuales no son fácilmente susceptibles al cambio, ya que se arraigan emocional e intelectualmente en los analistas y decisores, aun de manera inconsciente. La importancia de este fenómeno para el tema que venimos tratando reside en que, dado

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Wohlstetter, Pearl Harbor, pp. 349, 354. 25

que la realidad de las cosas puede verse distorsionada por nuestra forma de aprehenderla –que es subjetiva y sujeta a factores no estrictamente cognoscitivos–, es necesario esforzarse por sacar a la luz de manera cons-ciente esos esquemas e imágenes, y evitar utilizarlos acríticamente en la evaluación de las intenciones y acciones del enemigo. De lo planteado surgen dos tipos de problemas que deben ser enfrentados en la evalua-ción de inteligencia:

Determinar la existencia y características de marcos conceptuales e imágenes definidas sobre la realidad, los cuales pueden adolecer de defectos y limitaciones debido a que son selectivos y contienen ingre-dientes emocionales que en nada contribuyen a una adecuada apre-ciación de los hechos. Evitar la atribución o proyección de determinados esquemas, visio-nes del mundo o sistemas de valores a adversarios que bien pueden no compartirlos debido a diferencias culturales y a que manejan otros mecanismos de percepción de la realidad.En octubre de 1973 los árabes se arriesgaron a una severa derrota mili-

tar, que eventualmente no fue tan grave, en aras de mejorar su posición política y diplomática, y de hecho lo lograron. Para Israel era difícil anti-cipar esa línea de comportamiento, pues la dura experiencia del Estado judío le ha enseñado que «no hay sustituto para la victoria» militar. Por ello no era fácil percibir la verdadera intención de los árabes (o en todo caso de Sadat, Presidente egipcio), y comprender que un adversario que sabía iba a ser derrotado militarmente se atreviese a lanzar una ofensi-va general corriendo grandes riesgos. De igual modo, en 1941 era difícil para los analistas y decisores norteamericanos apreciar la disposición ja-ponesa de asumir riesgos considerados altamente inaceptables por parte de sus víctimas potenciales. Era complicado presumir que un poder «pe-queño» en términos relativos como Japón daría el primer golpe contra un gran poder como Estados Unidos. Por esta razón, los norteamerica-nos no fueron capaces de calcular «la habilidad y voluntad japonesas de aceptar altos riesgos [...] pues para la supervivencia nacional era inconve-niente una acción tan audaz; pero la perspectiva de los japoneses sobre el asunto no podía ser medida con base en nuestros propios estándares».25

Durante la guerra de Vietnam se puso también de manifiesto la dis-tancia entre los esquemas evaluativos, imágenes y expectativas de la in-

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26 Frank Snepp, Decent Interval. New York: Random House, 1977.

teligencia norteamericana, por una parte, y por otra la conducta efecti-va de las fuerzas enemigas, situación que ha sido discutida –entre otras fuentes– en un interesante libro por uno de los entonces analistas de la cia en la sede de la Agencia en Saigón, para la época capital de Vietnam del Sur.26 Allí, el autor muestra que los analistas norteamericanos fue-ron recurrentemente incapaces, con algunas excepciones, de estimar la voluntad vietnamita de asumir riesgos, así como su disposición a acep-tar elevados costos para lograr sus objetivos políticos.

En la parte conclusiva de su notable obra sobre el ataque a Pearl Har-bor, Wohlstetter sintetiza las principales dificultades que hicieron posi-ble el éxito japonés y que pueden servir como resumen de los principales puntos ya explicados. Según esta autora, el logro de la sorpresa por parte de los japoneses se debió a los siguientes factores:

La extendida tendencia a no prestar atención a las señales de ataque contra un blanco improbable, pues «es muy difícil que tales señales puedan ser oídas».La gran masa de evidencia contradictoria que podía sustentar hipó-tesis alternativas y en apariencia igualmente razonables; es decir, la gran masa de «ruido». El esfuerzo del enemigo (los japoneses) para ocultar sus intenciones tras un espeso velo de secreto. La generación deliberada de «ruido» por parte del enemigo y el envío de señales falsas o contradictorias a través de tretas y engaños.El cambio, a veces repentino, de señales que sí eran relevantes y que, no obstante, se trastocaron al final por la influencia de novedosos de-sarrollos técnicos (como en el caso, ya mencionado, del lanzamiento de torpedos desde el aire en aguas poco profundas), o cambios en las decisiones políticas. Los propios mecanismos internos de seguridad de los servicios de in-teligencia norteamericanos, con su celo por el secreto, entorpeció la comunicación de señales, presentando a analistas y decisores con el dilema entre cerrar el acceso de información al enemigo (bloqueando o minimizando las comunicaciones propias), y de preservar a la vez la apertura de canales entre ellos mismos –lo cual no era en todo caso fácil, debido a las inmensas distancias entre Hawai y Washington.

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27Wohlstetter, Pearl Harbor, pp. 392, 395.

Finalmente, jugaron un rol los bloqueos a la percepción y comunica-ción inherentes a toda organización burocrática, así como las rivali-dades dentro de determinados servicios de inteligencia (el de la Ar-mada, la Aviación) y entre ellos mismos.27

Conviene en este contexto referirse al denominado «síndrome de ahí viene el lobo» (cry-wolf syndrome), basado en la historia infantil según la cual un niño mentiroso (un pastorcito) engaña varias veces a la gente, haciéndoles creer que está siendo atacado por un lobo, hasta que los de-más –cansados de atender sus falsas alarmas– dejan de hacerle caso y en el momento en que de verdad le agrede el lobo nadie acude en su ayuda. Si un servicio de inteligencia anuncia demasiadas alertas que a la postre resultan falsas, ello puede producir un cierto adormecimiento en los ór-ganos de decisión, así como desaliento y desmoralización entre los ana-listas. El proceso puede conducir a que se minimice sistemáticamente el número de alertas, llegándose por ese camino a pecar de exceso de caute-la en tal sentido. Debe añadirse igualmente que las alertas falsas pueden resultar muy costosas, al generar una dinámica de repetidas moviliza-ciones militares con serias repercusiones financieras.

A su vez, esa movilización ante la alerta puede de hecho funcionar como detonante de un ataque que en verdad no venía, lo cual se conoce como «la profecía que se autorrealiza».

Desde luego, en vista de que no existen criterios absolutamente firmes para diferenciar entre, por un lado, intenciones verdaderas de ataque, y por otro lado meras maniobras de entrenamiento (que en ocasiones pue-den llevarse a cabo en vasta escala), realizadas tal vez precisamente para condicionarnos y adormecernos ante las recurrentes alarmas, no queda otro camino que el de desarrollar medidas básicas de precaución que re-duzcan la vulnerabilidad de las defensas aun en la eventualidad de un ataque por sorpresa. Claro está que tales medidas no siempre responden a las expectativas, como le ocurrió a Israel en octubre de 1973.

En este orden de ideas, resulta singularmente interesante analizar los testimonios de actores políticos de la relevancia de Moshe Dayan y Gol-da Meir (para entonces ministro de Defensa y Primera Ministra de Israel, respectivamente), acerca de la sorpresa árabe el día de Yom Kippur, el 6 de octubre de 1973. Sus relatos revelan hasta qué punto son reales las difi-

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Moshe Dayan, Story of my Life. London: Weidenfeld & Nicolson, 1976, p. 380. Ibid., p. 382. Ibid., p. 386.

cultades que se han venido señalando en estas páginas: el «síndrome de ahí viene el lobo», la «profecía que se autorrealiza», el condicionamiento y engaño de los decisores por las maniobras y manipulaciones del adver-sario, y la sobrestimación de la capacidad de los servicios de inteligencia propios, adormecidos a su vez por el disfrute del estatus y la subestima-ción del enemigo.

Según Dayan, él y otros dirigentes israelíes habían estado convenci-dos, desde el fin del período de la así llamada «guerra de desgaste» en agosto de 1970, de que la inconformidad de egipcios y sirios con la situa-ción impuesta por Israel llevaría a los árabes a reanudar, tarde o tempra-no, las hostilidades: «El problema no era si lo iban a hacer sino cuándo lo harían».28 Durante las dos semanas anteriores al ataque árabe se habían producido numerosos signos inquietantes en ambos frentes («sur» con Egipto, «norte» con Siria), «pero tanto nuestra inteligencia militar como la norteamericana concluyeron que Egipto y Siria no estaban cercanos a empezar una guerra. Ambos servicios de inteligencia interpretaron el aumento de actividad en el frente sur como “maniobras del Ejército” y no como los preparativos de una ofensiva».29 El 2 de octubre, Dayan con-sultó al jefe del Estado Mayor, quien luego de verificar con la inteligen-cia militar le informó que existía la convicción de que lo que ocurría era tan sólo un ejercicio militar, una maniobra de entrenamiento. En una reunión, el 3 de octubre, el jefe de Inteligencia Militar ratificó la conclu-sión de que «lo que estaba ocurriendo en el frente sur eran las maniobras anuales del Ejército [egipcio, ar]». En una sesión del Gabinete israelí el 5 de octubre (un día antes del ataque) el jefe de Inteligencia, general Eli Zeira, reiteró esa apreciación, que fue a su vez aceptada por el jefe del Es-tado Mayor. «El Ejército a su vez suponía que, si en verdad la guerra era inminente, habría otras indicaciones y reportes de inteligencia. Sólo si y cuando tales avisos aparecieran sería necesario movilizar las reservas y tomar medidas adicionales [...] [por otra parte] la evaluación norteame-ricana era que ni Egipto ni Siria tenían la intención de lanzar un ataque en el futuro cercano».30

Por su lado, Golda Meir se refiere en su autobiografía al total consen-so que existía entre los expertos de inteligencia israelíes, así como los de

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Golda Meir, My Life. Nueva York: Dell Publishing Co., 1976, p. 409. Ibid., p. 408.

Handel, pp. 54-55.

«fuentes extranjeras con los cuales estábamos en contacto permanente», de que los árabes no iban a lanzar un ataque masivo.

Ahora sé lo que debí haber hecho; debí superar mis dudas. Yo sabía muy bien lo que significaba una movilización en gran es-cala y cuánto dinero costaría, y también sabía que pocos meses antes, en mayo, habíamos recibido un alerta y las reservas ha-bían sido convocadas, pero no ocurrió nada. No obstante, tam-bién entendía que quizás la guerra no había estallado en mayo debido a que las reservas fueron movilizadas.31

Esta última observación es muy importante, pues una contramovili-zación ante preparativos sospechosos del enemigo, si bien puede actuar como detonante de una guerra, puede también servir como factor disua-sivo y enfriar las intenciones agresivas del contrario. La primera minis-tra Meir intuía que algo raro, fuera de lo normal, amenazante, flotaba en el ambiente, pero –como apunta en sus memorias– «la intuición es una cosa bastante engañosa; a veces hay que responder ante ella de inmedia-to, pero otras veces no pasa de ser un síntoma de ansiedad que desorien-ta y confunde».32

Las narraciones de Meir y Dayan confirman otras dos paradojas del análisis de inteligencia. En primer término, el hecho de que mientras mayor es la credibilidad, ganada a lo largo del tiempo, de un servicio de inteligencia (y nadie se atrevía a cuestionar la eficiencia de los exper-tos israelíes en la materia), menos interrogantes y dudas suscitarán sus apreciaciones; por lo tanto mayor será el riesgo a largo plazo derivado de confiar excesivamente en sus evaluaciones. La otra paradoja es la de «la profecía que se autoniega»: la información sobre un inminente ataque enemigo lleva a una contramovilización preventiva; ésta a su vez hace que el enemigo retarde o cancele sus planes. Resulta de tal forma poco menos que imposible, aun retrospectivamente, conocer si la contramo-vilización estuvo o no justificada.33

¿Cómo superar estos obstáculos? ¿Es acaso posible hacerlo? Sí lo es, pero sólo hasta cierto punto, de manera bastante limitada y con un relati-

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304vamente elevado margen de error. En última instancia es siempre más se-guro amoldar apreciaciones y planes de acuerdo con las capacidades pre-suntamente más concretas, materiales y evidentes del adversario, que con base en sus intenciones (mas volátiles, intangibles, y a veces amor-fas y contradictorias). Sin embargo, lo dicho hasta ahora sugiere que no existe un abismo entre ambas esferas (capacidades e intenciones), en lo que concierne a su relevancia para el análisis de inteligencia. A decir ver-dad, puede en ocasiones existir tanta o mayor oscuridad e incertidumbre respecto de las capacidades que en relación con las intenciones del adver-sario, y a fin de cuentas la evaluación es una sola.

Matices suplementarios de las paradojas y obstáculos del análisis de inteligencia, enfocados más a fondo desde la perspectiva de la influencia de individuos y estructuras organizativas, ocuparán la sección final de este capítulo.

Líderes y organizaciones

La existencia de información adecuada y de un análisis acertado es con-dición necesaria pero no suficiente para que el trabajo de inteligencia ge-nere los resultados deseables. Esta última fase requiere de un elemento adicional y ése no es otro que las decisiones correctas de parte de quienes, en última instancia, utilizan la información y los análisis, y los traducen en acciones u omisiones, según sea el caso. Se trata de los decisores, bien sean líderes políticos o comandantes militares sobre el terreno.

El eslabón final de la cadena de inteligencia es el uso adecuado o ina-decuado que los decisores hacen de la información y los análisis que les son suministrados por sus agencias de inteligencia. En tal sentido, mu-cho depende de las características personales de esos decisores. Por un lado se encuentran aquellos con mentalidad abierta, con capacidad para la autocrítica y tolerancia hacia la discusión de diversos puntos de vis-ta. De otro lado se presentan los líderes con mentalidad cerrada y escasa disposición a escuchar información desagradable o a tolerar la disiden-cia. Si bien es más común hallar al primer tipo de persona en ambientes

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B. H. Liddell Hart, The German Generals Talk. New York: W. Morrow & Co., 1948, p. 3. Citado por Hermann Rauschning, Hitler Speaks. A Series of Political Conversations

with Adolf Hitler on His Real Aims. London: Thorton Butterworth, 1939, p. 17. Citado por Handel, «Intelligence and the Problem of Strategic

Surprise», Journal of Strategic Studies, 7, 3, September 1984, p. 253.

democráticos, no existe una regla rígida al respecto. También en demo-cracias se dan casos de dirigentes con fuertes personalidades autoritarias, sospechosos de la crítica y poco aptos para la discusión franca o la tole-rancia hacia puntos de vista divergentes.

Hitler y Stalin constituyen notables ejemplos de personalidad autori-taria, con relevante incidencia sobre su relación con la tarea de inteligen-cia. El caso de Hitler es particularmente interesante, pues el líder nazi mezclaba los rasgos –capacidad para el riesgo y disposición a innovar– característicos de los grandes maestros de la sorpresa, con otro tipo de elementos –dogmatismo, rigidez e intolerancia– que usualmente con-ducen al anquilosamiento intelectual y a la inflexibilidad operativa.

Con buenas razones, Liddell Hart afirmó que Hitler poseía «un sutil sentido de la sorpresa».34 Este rasgo de su intelecto y su temperamento tuvo mucho que ver con sus grandes victorias iniciales como guerrero. Él mismo había señalado la paradoja de que «lo imposible siempre tiene éxito. Lo menos probable es siempre lo más seguro».35 Por otro lado, sin embargo, Hitler tendía a la prepotencia, lo cual con facilidad desembo-caba en rigidez mental. De allí su observación a Ribbentrop, su ministro de Relaciones Exteriores, a quien dijo una vez que «cuando debo tomar grandes decisiones, me considero el instrumento de la Providencia, lo cual me genera una sensación de absoluta certidumbre».36 El líder nazi carecía de hábitos para el trabajo en equipo y constantemente insistía en imponer sus ideas sobre los demás. Esa tendencia se reforzó luego de sus grandes triunfos en las primeras etapas de la guerra, ya que los hechos le habían dado repetidas veces la razón frente a sus comandantes militares.

Otro factor que contribuía a impedir que Hitler admitiese y asimilase información contraria a sus deseos y aspiraciones, en especial –pero no solamente– a partir del momento (Stalingrado, 1942) en que las cosas comenzaron de verdad a andar mal para Alemania, era el hecho de que el líder nazi se hallaba rodeado de personajes como Goering, Himmler y Bormann, consumidos por el servilismo y por el impulso a complacer a como diese lugar a su jefe. Hitler tomaba sus decisiones más relevantes sin consultar a nadie y de paso sus más cercanos «colaboradores» hacían

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Raushning, pp. 16, 107. W. C. Langer, The Mind of Adolf Hitler. New York: Basic Books, 1972, pp. 75, 201. Véase, por ejemplo, C. L. Weinberg, «Hitler’s Image of the United States», American Historical Review, 69, July 1964, pp. 1004-1021.

lo posible por filtrar la información que llegaba a manos del líder nazi para no importunarle. Y si bien en ocasiones la información era relevan-te y acertada, su pertinencia se reducía en vista de las preconcepciones y rigideces con que era asumida por el Führer alemán.

Hitler sostenía tener la habilidad de «reducir todos los problemas a sus más simples ingredientes. La guerra ha sido convertida en una espe-cie de ciencia secreta y misteriosa. ¿Qué es, no obstante, la guerra, si no astucia, engaño, ilusionismo, ataque y sorpresa?».37 A pesar de esta im-portante disposición intelectual hacia el riesgo y la innovación, Hitler a la vez creía en la infalibilidad de su «voz interior», lo cual le llevaba a la rigidez cuando sus planes se enfrentaban a acontecimientos inespera-dos o a la firme oposición del adversario, como ocurrió durante la cam-paña en Rusia. Por eso Otto Strasser, uno de los hombres que acompañó a Hitler en las primeras etapas de su lucha política, observó temprana-mente que el líder nazi «se quedaba en el aire cuando hallaba en su cami-no obstáculos que contradecían sus expectativas». Y de manera un tanto más cruda: «Hitler le teme a la lógica. Como una mujer, evade el punto en cuestión, y termina por lanzarte al rostro un argumento que nada tie-ne que ver con el asunto que está en discusión».38

Desde luego, el etnocentrismo, es decir la tendencia a menospreciar por motivos ideológicos a los adversarios, fue otro de los elementos que ayudó a que los rasgos positivos de Hitler como innovador militar y ar-tífice de la sorpresa se diluyesen y acabasen por rendirse ante el peso de su dogmatismo y distorsionado sentido de superioridad. Hitler menos-preciaba los informes de inteligencia acerca de los avances soviéticos y norteamericanos en el campo de la tecnología bélica, o en relación con el poderío industrial de esas naciones, calificándoles de «trampas judío-bolcheviques».39

De igual forma, la ideología comunista de Stalin, que le llevaba a ver el mundo en los términos de un juego suma-cero, le impedía creer, por ejemplo, que los reportes de la inteligencia británica, advirtiendo a los dirigentes soviéticos acerca de la proximidad y certidumbre del ataque alemán en 1941, eran realmente genuinos. Para Stalin esas informacio-nes no eran otra cosa que manifestaciones del «complot capitalista» di-

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John Erickson, The Road to Stalingrad. London: Weidenfeld & Nicolson, 1975; D. Jablonsky, «The Paradox of Duality. Adolf Hitler and the Concept of Military

Surprise», en Handel, ed., Leaders and Intelligence. London: Frank Cass, 1989, pp. 76-77. Klaus Knorr «Strategic Surprise. The Incentive Structure», en K. Knorr, ed.,

Strategic Military Surprise. New Brunswick: Transaction Books, 1983, p. 183. Citado por Handel, «Intelligence...», p. 253.

rigido a involucrar a la urss en una guerra prematura con la Alemania nazi. Para el dictador soviético, además, los repetidos retrasos aliados en el objetivo de abrir un segundo frente en Europa occidental no provenían de dificultades efectivas, sino del deseo de dejar a la urss y a Alemania «desangrarse hasta la muerte», para luego asegurar el control capitalista del continente europeo.40

El caso de Stalin recibirá más extenso tratamiento en otro capítulo de este estudio. Por ahora, sin embargo, conviene comentar dos puntos adi-cionales, ambos referidos a las ventajas y desventajas –en relación con la tarea de inteligencia– de los mandos unitarios frente a los sistemas de-cisionales atomizados. Como ha sugerido Klaus Knorr, «un intento ver-daderamente audaz de sorpresa política y estratégica corre el riesgo de perderse dentro de un sistema decisional de tipo colegiado, que le con-cede poder de veto a mentes cautelosas».41 Esta realidad, que se verá más claramente cuando analicemos algunos casos en el terreno de la sorpre-sa político-diplomática (como el Pacto Molotov-Ribbentrop, la apertu-ra de Nixon a China y la visita de Sadat a Jerusalén), ciertamente hace que los sistemas de decisión unitarios posean algunas ventajas sobre los sistemas colegiados, aun los elitistas. La desventaja, como ya vimos, se deriva del hecho de que los sistemas unitarios –como las dictaduras nazi y soviética– pueden estar en manos de personajes con rasgos de extre-ma peligrosidad, por su rigidez, intolerancia y soberbia. En todo caso, es crucial indicar que Hitler y Stalin son ejemplos extremos, y el peligro de que la información se distorsione para complacer al líder y afianzar sus preferencias existe en cualquier sistema político, autoritario o democrá-tico. En palabras de McLachlan: «La tendencia a creer lo que se quiere creer (wishful thinking) es permanente en los políticos que se ocupan de asuntos militares y en los militares que entran a la política».42

Por supuesto, la mejor –quizás la única– manera a través de la cual un analista de inteligencia puede colaborar con su jefe político y/o mi-litar, es suministrándole su verdad, de acuerdo con su propia y hones-ta interpretación de los hechos, y jamás ocultarle intencionalmente esos

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R. Lewin, Churchill as a Warlord. New York: Stein & Day, 1982, p. 75.Citado por Handel, «Intelligence...», p. 279.

hechos o distorsionárselos edulcorándole su significado. En ese orden de ideas no cabe duda de que un líder como Churchill presentaba ras-gos que le otorgaban notables ventajas sobre un Hitler o un Stalin, como consumidor y usuario de inteligencia estratégica. A diferencia de Hitler, Churchill «desplegaba constante interés en las más recientes informa-ciones sobre el enemigo».43 Churchill, por otra parte, insistía en que le suministrasen reportes «crudos» de inteligencia, con la mínima inter-pretación posible y preferiblemente tal y como procedían de la fuente originaria, para de ese modo, en su posición central, dominar el proce-so. Su tentación era la de convertirse en su propio agente de inteligencia, práctica peligrosa para un jefe con tales responsabilidades, y ello por va-rias razones: 1) Líderes de la talla y ocupaciones de Churchill sólo tienen escaso tiempo para analizar en profundidad ciertos asuntos de cualquier naturaleza. 2) Con frecuencia, los líderes políticos no son verdaderos expertos en asunto alguno de carácter técnico (ésa no es su tarea), y su conocimiento es limitado en relación con los complejos problemas que deben analizar. 3) Es muy difícil que los líderes sean imparciales y que tomen en cuenta todos los factores de significación al considerar preci-samente aquellos asuntos que más les interesan. 4) Los líderes tienden usualmente a concentrar su atención en los asuntos urgentes, en detri-mento de los realmente importantes. Por ello la pertinencia de las frases atribuidas a Kissinger: «No sé qué inteligencia es la que quiero; lo que sí sé es cuándo la recibo».44

El ejemplo de Churchill tiene una relevancia adicional en cuanto al tema acá tratado. Me refiero a la dificultad de explicar en forma general de qué manera sacan sus conclusiones aquellos que aciertan y aquellos que se equivocan en el campo del análisis de inteligencia, el cual, como hemos insistido, exige una buena dosis de inferencia vertida hacia el fu-turo. En tal sentido, es indudable que la mayor parte de los historiadores de eventos complejos y controversiales –y casi todos los que tienen que ver con la sorpresa lo son– asumen una actitud severa y acusadora con-tra aquellos a quienes el curso de los acontecimientos mostró como desa-certados (Chamberlain, por ejemplo). Lo que numerosos estudios sobre la política de «apaciguamiento» británica antes de estallar la guerra, o sobre Pearl Harbor, indican es que sólo personas que se comprometie-

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45Jervis, pp. 176-177.

ron de manera irracional con sus puntos de vista podrían haberlos sos-tenido hasta el momento y del modo en que lo hicieron, desechando la información «correcta». Si bien, como más adelante trataré de mostrar, nueva evidencia en torno a Chamberlain tiende a sugerir que tal impre-sión de la mayoría de los historiadores del período es cierta, también es importante enfatizar que en muchos casos aquellos que estuvieron en lo correcto, es decir –como Churchill– aquellos que acertaron en sus apre-ciaciones e intuiciones, fueron en ocasiones tan rígidos en sus esquemas y tan cerrados al flujo de información, variable y en ocasiones contradic-toria, como los que erraron y luego fueron condenados por el juicio de la posteridad.

En el caso de Churchill, si la evidencia sobre lo que tanto él como Chamberlain conocían es examinada desapasionadamente, puede apre-ciarse que ambos hicieron todos los esfuerzos posibles para asimilar cada elemento novedoso de información dentro de los esquemas preconcebi-dos que ya poseían. Jervis enfoca el asunto con particular agudeza:

A medida que se acumula evidencia que indica que un punto de vista está errado, aquellos que lo sostienen parecen irracional-mente tercos, por no reconocer que si bien sus creencias se jus-tificaban previamente, ya son claramente incorrectas. No obs-tante, aquellos que están equivocados pueden lucir más tercos precisamente porque reciben más información discrepante. Por otro lado, aquellos que están en lo correcto suelen parecer más flexibles tan sólo porque sus puntos de vista iniciales se compro-baron más acertados. Si una gran masa de información discre-pante hubiese aparecido posteriormente, ellos (los acertados) seguramente también la hubiesen tratado de asimilar casi a la fuerza dentro de sus propias imágenes. Dicho en otros términos, en lugar de que una persona se equivoque porque es terca, pue-de ser que sea terca porque se equivoca.45

El punto de Jervis no es sólo que aquellos a quienes el curso de los eventos y la posteridad han mostrado errados no fueron necesariamen-te más tercos y dogmáticos que los acertados, sino también –y aún más importante para nuestros fines en este estudio– que no resulta nada fá-

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cil determinar cuándo una persona es demasiado «terca» en materia de evaluación de inteligencia: «No existe una regla infalible para distinguir de entrada entre, por un lado, el razonable grado de firmeza conceptual necesario para comprender el contexto que nos rodea, y por otro lado el excesivo grado de firmeza (en estos casos usualmente denominada, a posteriori, terquedad) que conduce a mantener puntos de vista más allá de lo razonable».46 De hecho, en ocasiones los que llegan a las conclusio-nes correctas pueden haber tratado la información disponible en forma menos razonable y más arbitrariamente que los que se equivocan. Este no es generalmente el caso, pero no hay duda de que la suerte, las intui-ciones, y –lo crucial– un análisis global acertado acerca de las caracterís-ticas fundamentales del adversario, más que el detalle sobre peculiari-dades específicas de su comportamiento, juegan un papel clave a la hora de explicar por qué algunos son capaces de pronosticar correctamente lo que harán los otros.

Ese fue en buena medida el caso de Churchill en sus apreciaciones bá-sicas sobre la naturaleza del régimen nazi, el carácter de su líder y el cur-so esencial de sus políticas. Las predisposiciones y preconcepciones de Churchill, que eran las de un hombre entrenado para ver el mundo y la política en términos de lucha y conflicto, coincidían mucho más adecua-damente que las de Chamberlain –por temperamento y experiencia un político de consenso– con el curso básico de la acción hitleriana. Decir que la suerte juega su papel en numerosos casos no es superfluo ni arbi-trario, aunque desde luego lo científico es fijar la atención sobre las pre-disposiciones de los individuos y su adecuación a determinado contexto en momentos específicos. Un hombre como Churchill, especialmente sensible a las amenazas a su país y al Imperio, y movido por una visión del mundo centrada en la confrontación y la guerra, poseía «antenas» mucho más perceptivas que las de Chamberlain para percibir y evaluar el sentido fundamental de la política de agresión de Hitler. Por otro lado, sin embargo, durante buena parte de los años 1930 en Europa, los «apa-ciguadores» de Hitler tenían razón en suponer tanto que Alemania, bajo cualquier líder, buscaría restaurar a otro nivel su excesivamente dismi-nuida posición geopolítica, como que no estaría dispuesta a correr ries-gos demasiado elevados para colocarse en posición dominante, todo lo cual abría un espacio para un bien entendido «apaciguamiento».

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Ibid., p. 180. Steinbruner, The Cybernetic Theory of Decision, pp. 127, 130, 135.

Hitler acabó por arriesgarse en exceso, pero al menos hasta Múnich (1938) se movió con una habilísima mezcla de audacia y de cautela que arrojaba mensajes ambiguos a sus adversarios y que dejaba abierta la duda acerca de sus intenciones últimas. De otra manera, si el líder nazi no hubiese actuado con tanta astucia, no se explicarían la fuerza y el res-paldo de que gozó en la Gran Bretaña, casi hasta la propia ruptura de hostilidades en 1939, la política de apaciguamiento, hoy –a posteriori– tan criticada y menospreciada.

Estas consideraciones nos conducen al tema de los servicios de inte-ligencia vistos como organizaciones y como burocracias, y las limitacio-nes de su rol. Para empezar, como ocurre con los individuos, el éxito en la detección de un ataque por sorpresa usualmente se explica menos por la capacidad de manejar ingredientes específicos de información que por la armonía entre las predisposiciones y expectativas de la organización y las acciones del enemigo: «Ello implica que un actor político que está intentando sorprender a otro debe procurar descubrir lo que el otro es-pera que haga, y luego hacer lo contrario, en lugar de tratar de alterar lo que el otro está esperando. Es preferible, dicho de otro modo, sacar ven-taja del hecho de que la gente tiende a asimilar información discrepante de sus esquemas y disposiciones preexistentes, en lugar de combatir esa tendencia».47 Esta realidad se explica por las conocidas observaciones de Steinbruner sobre la manera como la información es acogida y ana-lizada, pues este autor nos dice que la tendencia predominante lleva a: 1) controlar la incertidumbre a través de mecanismos que descartan in-formación que los esquemas conceptuales preestablecidos no están pro-gramados para aceptar; 2) procesar sólo algunas pocas de las variables relevantes del problema en cuestión; 3) tomar decisiones de acuerdo con un marco de reglas ya existentes.48 Así, por ejemplo, los decisores que consideran que un adversario es renuente y no desea ir a la guerra, pero que, sin embargo, reciben reportes alarmantes acerca de los preparativos bélicos del enemigo, pueden manipular esa información contradictoria y hacerla consistente con sus creencias y expectativas, atribuyendo los preparativos del adversario a simples maniobras defensivas o de entre-namiento (como ocurrió a Israel en octubre de 1973), o simplemente ne-gando confiabilidad a la fuente de información (como ocurrió a Stalin,

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en relación con varias fuentes de inteligencia, antes del ataque alemán en 1941).

El enfoque organizacional aplicado al tema de la inteligencia argu-menta que las fuerzas y relaciones sociales y las estructuras burocráti-cas de las organizaciones tienen destacada influencia sobre el proceso de análisis y toma de decisiones. Steinbruner distingue tres modelos de di-námica organizacional:

El pensamiento «canalizado», referido a la tendencia a concentrarse sistemáticamente en un pequeño número de variables, aplicando a las mismas criterios consistentes de decisión. Este proceso propor-ciona estabilidad a través del manejo simplificado de los dilemas de la incertidumbre, la presión política, las pesadas cargas de trabajo y la controversia política relativa a las consecuencias de la acción. El pensamiento «no comprometido», que tiene lugar usualmente a los más altos niveles de análisis y toma de decisiones, donde se hace imposible establecer criterios y respuestas rutinarias, ya que los im-plicados deben manejar un amplio cuerpo de problemas que les pre-sentan múltiples agencias, que a su vez compiten entre sí. En vista de que los decisores deben enfrentar un alto grado de incertidumbre, cada uno oscila entre diversos esquemas conceptuales y marcos refe-renciales a objeto de proteger, preservar y reforzar sus propias creen-cias. Finalmente, el tercer modelo planteado por Steinbruner es el deno-minado «pensamiento teorético», referido a un elaborado y estable marco conceptual desarrollado por los decisores a lo largo del tiempo. Ello les permite madurar un esquema o paradigma a largo plazo que puede ser usado para descartar información inconsistente. Ya que el desarrollo de este tipo de paradigma requiere tiempo y un ambiente adecuado, este modelo se da en organizaciones que estimulan la inte-racción entre grupos pequeños y solidarios.49

La relevancia de estas tesis para nuestros propósitos se centra en el planteamiento de acuerdo con el cual la jerarquización, especialización y centralismo de los procesos analíticos y decisionales constituyen sig-nificativos elementos de distorsión y bloqueo de la tarea de inteligencia. Según Allison, ya que las dinámicas organizacionales conforman tanto la situación como las opciones que se abren a los decisores, las fallas de

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Graham Allison, Essence of Decision: Explaining the Cuban Missile Crisis. Boston: Little, Brown & Co., 1971, p. 91. Morton Halperin, Bureaucratic Politics and Foreign Policy. Washington, d.c.: Brookings Institution, 1974.

inteligencia pueden ser vistas en buena medida como el resultado del carácter «programado» de la actividad organizacional y las limitaciones creadas por rutinas organizacionales preestablecidas.50 A estas observa-ciones se suman los argumentos de los estudiosos del comportamiento burocrático, de acuerdo con los cuales las decisiones gubernamentales son el producto de un proceso de conflicto y negociación entre distintos actores y agencias con diversos intereses e influencia. La posibilidad y naturaleza del consenso dependen del poder que cada participante pue-de ejercer durante el proceso de discusión de los temas. De esa manera, las reglas que gobiernan la conducta de las burocracias determinan las vías de influencia y de acceso a recursos, restringen el espacio para las decisiones y bloquean o inhiben cursos de acción que dejan de constituir alternativas válidas para los decisores.51

La extraordinaria relevancia de estos aspectos relativos a la «política burocrática» y sus efectos en la tarea de inteligencia –tarea que, repito, busca idealmente sustentar decisiones racionales– se vislumbra clara-mente, para citar un ejemplo de singular importancia, en el proceso que condujo a la decisión de arrojar las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, y a la posterior rendición del Japón. A principios de 1945, me-ses antes de las explosiones atómicas, para muchos era evidente que Ja-pón ya había perdido la guerra, sin embargo, sus líderes no estaban aún preparados para pedir la paz. Una sección del Ejército aguardaba una batalla final en el propio suelo patrio, que al menos ganase al Japón el honor en medio de la derrota. Otros deseaban una batalla hasta la muer-te. Otros más, en los rangos civiles del gobierno, no sabían qué hacer, y la política interna japonesa bloqueaba todas las opciones. Los gobernantes japoneses, que habían engañado a su pueblo acerca del verdadero curso de la guerra, temían que un camino de rendición desatase incontrolables desórdenes internos y tal vez una revolución. Por su parte, los decisores norteamericanos, que tenían acceso a los códigos secretos japoneses y por tanto manejaban inteligencia que les permitía hacerse un claro pa-norama sobre los dilemas de su adversario, jamás dieron consideración formal a la alternativa de abrir negociaciones con Japón. Al contrario, en su mayor parte, las decisiones de aumentar la intensidad de la ofensiva militar, hasta su punto culminante en Hiroshima y Nagasaki, no fueron

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52 Citado por V. Sigal, Fighting to a Finish. New York: Cornell University Press, 1988, p. 183.

tomadas en función de un cálculo estratégico y racional, en relación con la condición del enemigo y a la posibilidad de influir en la lucha interna entre los radicales, los indecisos y los que habían caído en cuenta de la necesidad de negociar términos de rendición.

En su notable estudio sobre este caso, Leon Sigal muestra convin-centemente que las acciones norteamericanas en esos meses finales de la guerra con el Japón estuvieron determinadas de manera predominan-te –y en ocasiones exclusiva– por los intereses de las organizaciones en-vueltas en el conflicto (por ejemplo, el Comando Aéreo Estratégico y la gerencia superior del Proyecto Manhattan dirigido a crear y probar una bomba atómica). El Comando Aéreo Estratégico se dedicó a bombar-dear masivamente y con impunidad las ciudades japonesas, ignorando cualquier consideración política dirigida a aumentar o disminuir la in-tensidad y lugar de sus ataques, a objeto de fortalecer la posición de los sectores japoneses interesados en la paz. Por su parte, la alta gerencia del Proyecto Manhattan jamás concedió mayor relevancia al tipo de consi-deraciones políticas que podrían haberse interpuesto en su camino de probar el nuevo invento en óptimas condiciones técnicas. El general Les-lie Groves, oficial a cargo del proyecto, describió así los criterios para la escogencia de blancos: «A objeto de permitirnos una adecuada evalua-ción de los efectos de la bomba, los blancos [ciudades] no deben haber sido dañadas previamente por efectos de ataques aéreos. Es también de-seable que el primer blanco sea de tal tamaño que el daño se confine den-tro del mismo, para así ser capaces de definir en forma más clara el poder de la bomba».52

Para Groves y varios de sus influyentes colegas en el Proyecto era esen-cial mostrar «algo» que justificase adecuadamente la enorme inversión realizada, y que, además, garantizase la continuación en términos salu-dables del programa atómico hacia el futuro. Semejante meta parecía re-querir que la bomba experimentase su «bautismo de fuego» en condi-ciones reales, y este criterio, enmarcado en los intereses propios de una organización comprometida consigo misma, tomó precedencia en la toma de decisiones sobre las consideraciones políticas relativas a la pron-ta terminación de la guerra a través de la negociación.

Para hacer justicia a Sigal, debo dejar claro que este autor no asegu-ra que los japoneses se hubiesen rendido antes del uso de la bomba ató-

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mica en términos aceptables para los aliados. Sigal simplemente señala que no se hizo el necesario esfuerzo para –con base en la inteligencia en manos de los decisores norteamericanos sobre la situación interna en Ja-pón–, estimular desarrollos internos favorables a las «palomas» (grupos interesados en la paz), frente a los «halcones» (que rechazaban cualquier salida negociada). Lo que sí afirma Sigal es que

... [el presidente] Truman tal vez no fue jamás adecuadamen-te informado de las alternativas existentes a la de simplemen-te arrojar bombas atómicas sobre Japón sin previa advertencia. Los procedimientos empleados para decidir acerca del uso de las bombas sugieren por qué ello ocurrió de la forma como ocu-rrió: las decisiones quedaron en manos de oficiales subordina-dos, con el mayor interés en exhibir el poder de las bombas en su máximo efecto, es decir, las personas responsables de cons-truir las bombas y conducirlas hasta sus blancos.53

El caso de las bombas de Hiroshima y Nagasaki pone de manifiesto de manera elocuente la relevancia de la dinámica organizacional, así como de la política burocrática interna, en el trabajo de inteligencia visto en toda su complejidad, que incluye primordialmente (en su modelo ideal) el procesamiento de información para la toma de decisiones racionales en la guerra y la política. Ya discutido el punto, así como el rol de los líde-res individuales, nos resta analizar en detalle en el siguiente capítulo el tema del engaño en la tarea de inteligencia.

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Naturaleza e impacto del engaño

El engaño es una dimensión presente de manera aparentemente inerra-dicable en la experiencia humana, y la literatura universal se ha hecho eco de esta realidad con particular fuerza. Para sólo mencionar unos po-cos ejemplos, de singular calidad artística, en su famosa novela Nido de víboras, François Mauriac describe el deterioro sicológico y moral de una familia cuyas relaciones se basan en el engaño. Poco después de su matri-monio, el personaje central descubre que su esposa se casó básicamente por interés y en ningún caso por amor. A partir de allí y a lo largo de años de pesadumbre y esterilidad ética, se crea una opresiva trama de falsifica-ciones y fingimientos entre los esposos y entre el padre y los hijos, que el autor pinta con especial intensidad.1 Otra sutil y poderosa descripción del engaño, en variantes alternativas, se encuentra en El fin de un affai-re, una de las más acabadas novelas del británico Graham Greene. En la misma se describe el caso de un hombre –el personaje central del libro– que se cree engañado por su amante, una mujer de propensión religio-sa que en realidad está sacrificando su amor en aras de lo que considera un superior compromiso moral.2 Por otra parte, en una de las más pode-rosas novelas jamás escritas, Dostoievski presenta al inolvidable Raskol-nikov, el asesino de Crimen y castigo, un libro en el que se mezclan la más profunda reflexión moral con la novela policíaca y el riguroso análisis si-cológico de un asesinato, en un universo de avasallante y sobrecogedora intensidad. En este caso el engaño se genera dentro del personaje clave;

Engaño, magia, ilusión y fricción en la guerra

François Mauriac, Le noeud de vipères. Paris: Grasset, 1933. Graham Greene, The End of the Affair. Harmondsworth: Penguin Books, 1975.

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Fiódor Dostoievski, Crimen y castigo, en Obras completas, tomo ii. Madrid: Aguilar, 1966. Thomas Mann, Confesiones del estafador Félix Krull. Buenos Aires: Sudamericana, 1956. T. Mann, La engañada. Buenos Aires: Sudamericana, 1975. Georg Lukács, Thomas Mann. Barcelona: Grijalbo, 1969, p. 155. Michael Handel, War, Strategy and Intelligence. London: Frank Cass, 1989, p. 310. M. Handel, «Intelligence and the Problem of Strategic Surprise», Journal of Strategic Studies, 7, 3, September 1984, p. 236.

es, en otras palabras, autoengaño, y del tipo más complejo y riesgoso, ya que tiene que ver con las propias motivaciones éticas y el esfuerzo de en-cubrir la traición a la moral personal.3 De su lado el gran Thomas Mann produjo dos de las más interesantes descripciones de otros tipos de en-gaño en sus novelas Confesiones del estafador Félix Krull4 y La engañada.5 En la primera –libro por cierto analizado con particular originalidad por Lukács– Krull, uno de los más gratos personajes de la literatura de este siglo, asume una nueva personalidad, engaña a todo el mundo, pero no con propósitos torcidos sino, por el contrario, con el objeto de exaltar su propia vida y hacer en lo posible mejor las de los otros. En palabras de Lukács, Krull «se hace estafador para poder llevar una vida adecuada a su fantasía, consiguiendo realizar así la imagen de sí mismo que su pro-pia fantasía le brinda».6 En su otra obra de «engaño», Mann nos pinta con gran poder dramático la tragedia íntima del amor otoñal en una mu-jer que lucha contra la inevitable decadencia física. Todos estos notables libros, que son tan sólo unas pocas ilustraciones de la vasta contribución literaria al tema que ahora, desde otra perspectiva, nos ocupa, muestran en qué medida el engaño constituye un aspecto clave de lo humano.

Ahora bien, con referencia específicamente a su aplicación al terreno de la inteligencia, la guerra, la política y la sorpresa, el engaño puede defi-nirse como el intento, por parte del que engaña, de manipular las percep-ciones del adversario con el objeto de ganar una ventaja competitiva. En palabras de Handel: «Donde quiera y cuando sea que exista una situa-ción –en los negocios, la política, el amor– que permita ganar una venta-ja a través del engaño, siempre habrá individuos o grupos que lo lleven a cabo».7 En el campo concreto de la inteligencia, una definición más pre-cisa del engaño le describe como «la deliberada y sutil diseminación de información falsa o ambigua dirigida a confundir y distraer».8 En su sen-tido estricto el engaño implica astucia, trampa, señuelos, falsificación, etc. Hybel habla del «esfuerzo para confundir y desorientar a una poten-cial víctima mediante la manipulación, distorsión, falsificación, camu-

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9Alex Roberto Hybel, The Logic of Surprise in International Politics. Lexington, Mass.: Lexington Books, 1986, p. 18.

flaje y ocultamiento de evidencia, con el propósito de inducirle a reaccio-nar de manera perjudicial a sus intereses y beneficiosa para las metas del que engaña».9

Más allá de las definiciones, es importante tener claro que el engaño es un elemento de la guerra y de la política en general, y no solamente de la sorpresa. El uso y efectos del engaño, en cuanto se aplica a la sorpresa, deben verse tanto desde la perspectiva del que intenta engañar (los me-dios que utiliza) como desde el punto de vista de la víctima engañada. Sólo de esta forma es posible distinguir entre la sorpresa que es produ-cida por el engaño y la sorpresa que es resultado de impedimentos inter-nos en el procesamiento de información por parte de la víctima. Dicho en otras palabras, es un error limitarse al estudio del engaño en lo que co-rresponde al que lo practica, pues su sorpresa puede tener éxito no exac-tamente gracias a sus esfuerzos para engañar, sino a otros factores que obstaculizan la reacción de su víctima.

Si bien los términos «mentir» y «engañar» son con frecuencia usados como sinónimos, no son en realidad lo mismo. Alguien que relata una historia falsa que no es creída por los demás sigue siendo un mentiroso, a pesar de que los otros no le hagan caso. Uno no deja de ser un mentiro-so porque los demás no crean, pues a pesar de todo uno sigue siendo un mentiroso. Sin embargo, uno fracasa en el engaño si los demás no son en-gañados, pues el éxito del que engaña consiste en asegurar que sus menti-ras son aceptadas el tiempo suficiente hasta que se logre su propósito. En este orden de ideas, conviene desde ya distinguir entre dos variantes glo-bales de engaño, que operan de modo distinto y generan efectos en cierta medida diferentes. De un lado tenemos el tipo de engaño que aumenta la ambigüedad de la información para la víctima, a objeto de confundirla y de acrecentar su inseguridad respecto de su posible reacción. De otro lado se encuentra aquel tipo de engaño que en lugar de acrecentar la am-bigüedad para la víctima la disminuye acrecentando la verosimilitud de una alternativa, de modo de desviar la atención de la víctima concentrán-dola en el sitio equivocado.

La actividad del que engaña, en el terreno militar y político, ha sido comparada con la de un director de teatro: cada uno tiene que desplegar

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D. C. Daniel y K. L. Herbig, «Propositions on Military Deception», en Daniel & Herbig, eds., Strategic Military Deception. New York: Pergamon Press, 1982, pp. 9-10. Handel, «Intelligence and the Problem of Strategic Surprise», p. 236.

en escena una historia y transmitirla a una audiencia, coordinando múl-tiples aspectos de producción y ejecución.10 Desde luego, la tarea del que engaña en lo militar y político es más compleja, y ello por dos razones bá-sicas: en primer término, el que intenta engañar en el plano estratégico no puede suponer, como sí lo hace el director de teatro, que la audiencia sólo atiende a su propia producción. Está presentando un show, pero no controla ni el número de actores ni los libretos que tal vez se producen si-multáneamente, ya que el adversario puede estar pendiente de muchas otras cosas. En segundo lugar, la «producción» del que intenta engañar en el campo político-militar normalmente se desarrolla a bastante dis-tancia de su audiencia, y ello acrecienta la posibilidad de que sus seña-les no alcancen a la víctima o no sean interpretadas adecuadamente por ésta.

A pesar de las dificultades indicadas, y de otras más, lo cierto es que el engaño en el plano político-militar muchas veces tiene éxito, lo cual en no poca medida se explica por una paradoja que Handel expone con agudeza: «Ya que el que engaña desea presentar su información falsa como altamente confiable, los más exitosos casos de engaño estratégico se fundamentan de hecho en el suministro de datos que son precisos y hasta verificables por parte de la potencial víctima». Habiendo trabajado duro para obtener información que luce creíble, la víctima está sicológi-camente predispuesta a creerla; de allí que un buen analista de inteligen-cia deba esforzarse por tratar toda información como desconfiable hasta que se pruebe lo contrario. Ello se aplica con especial pertinencia en dos circunstancias: 1) cuando la potencial víctima del engaño es también un practicante del mismo, lo cual acrecienta su sensibilidad hacia su posi-ble uso por parte del adversario; 2) cuando una potencial víctima ya ha sido afectada previamente por el engaño, lo cual, por supuesto, aumenta su estado de alerta frente al fenómeno y la hace excesivamente cautelosa. Esto, a su vez, conduce a la siguiente paradoja, cuya discusión será am-pliada más tarde: mientras más alerta se está frente al engaño, más pro-bable es que uno se convierta en su víctima (pues uno termina creyendo todo, confundiéndose más, o creyendo nada, paralizándose).11 Semejan-te paradoja, como casi todas, sólo se resuelve mediante una actitud de

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Sun Tzu, The Art of War. Oxford: Oxford University Press, 1977, p. 66. Carl von Clausewitz, On War. Harmondsworth: Penguin Books, 1974, p. 203.

equilibrio, que no puede ser rígidamente reglamentada en general y para todos los casos.

Aunque desde un punto de vista ético, y en especial en el ámbito civil e interpersonal, el engaño es condenable y repudiable, la realidad es que en la guerra –y en menor medida en la política– el engaño es prácticamen-te admitido como un elemento integral y normal de la competencia de poder. Bien afirmó Sun Tzu que «Toda la guerra se basa en el engaño».12 Con frecuencia, el engaño ha dado excelentes resultados en la guerra y la política, pero no es ni mucho menos un instrumento infalible y en oca-siones puede hasta ser negativo para el que lo intenta (lo mismo ocurre en los negocios y el amor). No obstante, en la guerra el engaño tiene que ser considerado un instrumento «racional» (sin connotaciones éticas) y una actividad necesaria, ya que actúa como un multiplicador de fuerza magnificando el impacto de la acción del que engaña con éxito. Como ocurre con la sorpresa, que siempre contiene un elemento de engaño, si dos adversarios poseen fortalezas equiparables, el que logre engañar y sorprender sacará una ventaja. De allí que generalmente el más débil tie-ne más incentivos para recurrir al engaño y la sorpresa como multiplica-dor de su fuerza, y así lo reconoció Clausewitz en estos términos: «Mien-tras más débiles sean las fuerzas a disposición del comandante supremo, más atractivo se hace el uso del engaño. En una situación de vulnerabili-dad, cuando la prudencia, el buen juicio y la habilidad ya no son suficien-tes, la astucia [cunning] puede lucir como la última esperanza».13

Ya se mencionaron dos tipos generales de engaño en el plano estraté-gico, dirigidos respectivamente a aumentar o a disminuir la ambigüedad de la información. Esto puede desglosarse de este modo: 1) El engaño di-rigido a lograr que el enemigo concentre su acción y fuerzas en el lugar equivocado, violando así el importante principio de la concentración de fuerzas en el espacio. 2) El engaño dirigido a que el adversario violente el principio de «economía de fuerza», malgastando sus recursos (tiem-po, suministros, armamentos, etc.) en terrenos sin verdadera relevancia y preferiblemente en blancos no existentes sino en su imaginación. 3) El engaño que busca sorprender al adversario creando una situación que permita atacarle cuando su estado de alerta es bajo y sus preparativos

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14 Michael Handel, «Intelligence and Deception», The Journal of Strategic Studies, 5, 1, 1982, pp. 124-125.

son escasos.14 En última instancia, las operaciones orientadas a engañar al enemigo buscan su efecto bien en el plano de «nuestras» intenciones o de «nuestras» capacidades. Se trata de ocultar las verdaderas intencio-nes y capacidades a través del engaño como secreto (instrumento pasi-vo), o de desviar la atención del adversario de nuestras verdaderas inten-ciones y hacerle creer otras (a través de una operación que, al tiempo de ocultar «nuestras» intenciones, promueve ante el enemigo otras distin-tas y falsas, haciéndoselas creer).

De manera semejante, el uso del engaño para desorientar y confun-dir al oponente en cuanto a «nuestras» capacidades puede dividirse en dos tipos. El primero trata de crear una impresión exagerada acerca de «nuestras» verdaderas capacidades tanto cuantitativa como cualitativa-mente; el segundo intenta ocultar esas capacidades. El primer caso (de bluff) normalmente es producto de actores políticos relativamente débi-les que se proponen disuadir a un adversario más poderoso, obtener de-terminadas ventajas o ganar tiempo para cerrar la brecha que les separa en capacidad militar. El segundo tipo de engaño, que intenta ocultar las verdaderas capacidades existentes, usualmente se lleva a cabo para crear un falso sentido de seguridad y confianza en el adversario, como prelu-dio para un ataque (en otras palabras, se ocultan capacidades para es-conder también intenciones ofensivas).

Ahora bien, el bluff es un instrumento peligroso, que puede ser contra-producente para el que lo ejercita. En los años inmediatamente anterio-res al estallido de la Segunda Guerra Mundial, para citar un caso, el dic-tador italiano Benito Mussolini se convirtió en un experto en el arte de exagerar las capacidades militares de su país, que en realidad eran muy pobres. Con ello, por un lado, sólo alarmó a sus potenciales adversarios, que acrecentaron sus precauciones y preparativos contra Italia, pero ade-más terminó engañando a su aliado, el Führer nazi, quien –en contra de las apreciaciones de algunos de sus colaboradores militares que no creían en las aseveraciones de Mussolini– se dejó deslumbrar por las exagera-ciones de su colega fascista y pagó cara la alianza, pues tuvo en las horas decisivas que acudir repetidamente en su ayuda malgastando preciosos recursos. Una Italia neutral hubiese posiblemente sido una mejor opción para Alemania.

Otro ejemplo interesante acerca de los efectos perniciosos que puede acarrear el bluff es el proceso que condujo a la «crisis de los cohetes» de

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323Cuba en 1962. A partir de finales de la década de 1950 el entonces premier soviético Khrushchev empezó una campaña sistemática de exageración del poderío nuclear de la urss, por lo demás bastante creíble prima facie, debido a los avances del programa espacial soviético. Ello sembró graves temores en Washington, y la dirigencia norteamericana se propuso ce-rrar a como diese lugar una –de hecho, ficticia– «brecha misilística» que sólo existía en la imaginación de los que engañaban y eran engañados. Cuando explotó la crisis, en octubre de 1962, Estados Unidos no sólo había cerrado la presunta «brecha» (ficticia, como ya dije), sino que ha-bía alcanzado una significativa, tal vez aplastante superioridad sobre la urss en el plano nuclear. La existencia de esta verdadera «brecha» fue lo que condujo a Khrushchev y a la dirigencia soviética a tomar la impru-dente y fatídica decisión de colocar misiles de alcance intermedio, inca-paces de alcanzar a Estados Unidos desde la urss, pero sí desde el mar Caribe en la isla de Cuba, a sólo unas decenas de kilómetros del territo-rio continental norteamericano.

Lo anterior sugiere que las operaciones de engaño dirigidas a inflar las capacidades propias son riesgosas y deben manejarse con cuidado. En primer lugar, hay que cuidarse de que el adversario engañado no reac-cione redoblando sus esfuerzos y eventualmente ganando una ventaja aunque esa no haya sido su intención inicial. En segundo lugar hay que cuidarse de que el adversario, cansado de las amenazas, decida abrir la partida y jugárselas todas (calling the bluff), exponiéndonos a la humilla-ción y la derrota en condiciones de inferioridad. Por último, hay que cui-darse de creer en las exageraciones propias (autoengañarse), dejando de lado la posible reacción del enemigo y terminando por tomar decisiones con base en prejuicios sin respaldo en la realidad. Este tipo de autoen-gaño pudo haber llevado a Hitler a atacar a la Gran Bretaña en 1940, im-pulsado por su exagerada apreciación de las presuntas fortalezas de la Fuerza Aérea alemana (Luftwaffe).Un fenómeno parecido puede haber ocurrido a Khrushchev, impulsándole a su desastrosa decisión de colo-car misiles en Cuba, aceptando su bluff y actuando en consecuencia (es-timulado también, como se mencionó, por la verdadera brecha nuclear creada por Estados Unidos).

Decía previamente que el segundo tipo de engaño es el que intenta minimizar, en lugar de inflar, las capacidades propias. Ello puede ser el producto de un plan diseñado para generar en el oponente un falso sen-tido de seguridad, de modo de atacarle en el momento oportuno cuando esté menos preparado para resistir. Ahora bien, este bluff al revés puede

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Ibid., p. 133. Ibid. Este punto es comentado ampliamente en mi libro Líderes en guerra: Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle, pp. 115-131. Véanse en este volumen las pp. 137-157.

también ser la consecuencia no deseada de una actitud centrada en el secreto, propia de ciertos regímenes políticos que o bien se sienten espe-cialmente amenazados –como el de Israel– o bien poseen una estructu-ra totalitaria –como el soviético hasta la llegada de Gorbachov y la pos-terior disolución del comunismo. El éxito en ocultar la fuerza propia contribuye en buena medida a explicar la rápida y decisiva victoria de Is-rael sobre los árabes en 1967, ya que los servicios de inteligencia del adver-sario fallaron por completo en su estimación de las notables capacidades militares del Estado judío. En esa ocasión, «la debilidad proyectada por Israel no era el objetivo, sino que fue la consecuencia no planeada del se-creto. Con ello sólo se logró vulnerar la capacidad disuasiva israelí, pues los árabes se sintieron más tentados a atacar. Si la verdadera fortaleza de Israel hubiese sido conocida por sus enemigos, la disuasión tal vez ha-bría funcionado y la guerra se hubiese evitado».15 Un caso similar ocu-rrió a la urss y a Stalin frente a la Alemania nazi en 1941. Los servicios de inteligencia alemanes sólo pudieron rozar la superficie del denso manto de secreto que cubría el Estado soviético bajo el estalinismo, de allí que sus apreciaciones, así como buena parte de la inteligencia utilizada para planificar la Operación Barbarroja de junio de 1941, tenían enormes fa-llas que solamente fueron descubiertas una vez que comenzó el ataque y que las divisiones nazis comenzaron a penetrar los gigantescos espacios rusos. De allí que, quizás verazmente, Hitler dijo más tarde al ministro italiano Ciano que si Alemania hubiese conocido la verdadera fortaleza soviética se habría abstenido de atacar a la urss.16 De tal forma que el ex-ceso de secreto por parte de los soviéticos condujo a un colapso de la di-suasión y a una guerra que Moscú no quería. Por tanto, parece evidente que los engaños, en estos casos envueltos en secretos, no son una pana-cea y deben ser empleados con cuidado.17

Este último punto me conduce a enfatizar la diferencia, ya antes vis-lumbrada, entre el engaño pasivo y el engaño activo. El primero se sus-tenta principalmente en el secreto y el camuflaje, y de hecho usualmente es indispensable para el éxito de las formas más activas de engaño, que implican la diseminación intencional de información –que puede ser

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325verdadera en parte– al adversario, a objeto de hacerle creer lo que «noso-tros» queremos que crea. Este tipo de operación es de difícil ejecución y exige un conocimiento profundo de la sicología del oponente, de sus mé-todos de trabajo, de sus hábitos y costumbres. Ello ante todo para asegu-rarnos de que los mensajes que le estamos enviando son efectivamente captados y para garantizar también que puedan tener la necesaria credi-bilidad. La trampa tiene por tanto que diseñarse de acuerdo con las pecu-liaridades específicas de cada adversario, lo cual requiere conocimiento de su manera de ver las cosas y de la información que el «otro» maneja.

Si bien los costos de una operación de engaño pueden en ocasiones ser bajos, los beneficios, en caso de tener éxito, son con frecuencia signi-ficativos. Sin embargo, hay que insistir en que el engaño, como la sorpre-sa, no es una panacea capaz de reemplazar en la guerra otros factores ne-cesarios para la victoria. La creencia de que el engaño por sí solo puede corregir o suprimir otros factores de debilidad militar es una tentación peligrosa, y aun la mejor operación de engaño puede conducir al desas-tre si no es respaldada por una real fuerza militar o si se carece de la ca-pacidad para explotar los logros iniciales del engaño. De paso, como ya se expuso, en ocasiones las operaciones de engaño pueden fallar y aun en caso de tener éxito pueden ser contraproducentes. Las fallas general-mente ocurren si: 1) El adversario simplemente no es capaz de captar el mensaje que se le está enviando, bien porque su trabajo de inteligencia es de baja calidad o bien porque no «entiende» la trampa. 2) Hay una con-tradicción entre el corto y el largo plazo del engaño, y lo que puede ser exitoso a corto plazo se convierte en negativo a largo plazo (como acon-teció con Khrushchev en 1962). 3) El adversario puede descifrar el enga-ño y usarlo en contra del que lo origina. Esta es la razón por la cual las operaciones de engaño deben tener un cuidadoso seguimiento de parte de sus productores.

¿Qué tan fácil o qué tan difícil es detectar el engaño? Para profundizar en esta interrogante conviene acudir a la ayuda de la magia.

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18 Barton Whaley, «Toward a General Theory of Deception», The Journal of Strategic Studies, 5, 1, 1982, pp. 178-179.

Analogías mágicas

Mis propósitos en esta sección son los siguientes: 1) Establecer puntos de conexión entre la magia y el engaño, y de esa manera ampliar y comple-mentar la discusión que he venido llevando a cabo. 2) Analizar si –y en qué medida– es posible enseñar y aprender el arte del engaño. 3) Abor-dar el problema de cómo evitar ser engañados.

La magia es sicología aplicada, y todo engaño intencional lo es tam-bién: se trata siempre de la sicología dirigida a crear percepciones erra-das.18 Goethe decía que «Nadie nos engaña; nos engañamos a nosotros mismos». Esto puede interpretarse así: el engaño tiene lugar en la mente del engañado y el que engaña lo que hace es inducir el engaño en la men-te del otro, es decir, produce una imagen falsa y distorsionada de las co-sas; pero para que esa imagen cumpla su cometido es necesario que sea percibida y creída por el engañado. Conviene por tanto distinguir entre el engaño inducido por otros y el autoengaño, que es inducido por noso-tros mismos.

Ahora bien, la tarea del engaño es proponer y hacer aceptar lo falso frente a lo real. Los magos denominan este proceso «magia», y los opera-dores de inteligencia «engaño» o «camuflaje estratégico». La realidad es distorsionada y mostrada en forma engañosa tanto por el hombre como por la naturaleza (como, por ejemplo, en los espejismos, pero también en los esfuerzos de muchos animales para camuflajear su presencia y ocul-tarla a la vista de sus depredadores). Toda operación de engaño, del hom-bre o la naturaleza, se compone de dos partes básicas: el disimulo y la si-mulación. Disimular es esconder lo real, y su misión consiste en ocultar o al menos oscurecer y confundir la verdad. Operacionalmente, el disi-mulo se logra escondiendo una o varias de las características que confor-man la «realidad» concreta en cada caso. Los magos hablan del método o procedimiento que permite ejecutar un «truco», en aquella parte que re-quiere ocultarle algo a la audiencia; por su parte, los operadores de inteli-gencia hablan de «camuflar o cubrir», o simplemente de «disimulo».

La simulación, por otra parte, consiste en mostrar lo falso. Es una operación abierta, la parte del engaño que se muestra a la víctima. Su ta-rea es presentar una mentira como verdadera (o una verdad que se dirige a proteger una mentira). La simulación se logra mostrando una o varias

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19Ibid., pp. 182-184.

de las características que conforman la realidad del caso. Los magos ha-blan del «efecto» y lo definen como aquella parte del acto de magia que los espectadores deben percibir. Los operadores de inteligencia militar hablan de «disimulo» y lo definen explícitamente como «mostrar lo fal-so». Existen en lo esencial tres métodos de disimulo y tres de simulación. Los tres procedimientos que permiten esconder cosas reales (objetos o eventos) son el enmascaramiento, el reenvoltorio y el asombro: 1) El en-mascaramiento oculta lo real haciéndolo invisible, bien sea interponien-do una «pantalla» que lo cubra de los sensores del engañado, bien sea integrando lo que se desea ocultar con el medio ambiente, de tal forma que no sea visto. Se trata de esconder lo real o de mezclarlo con lo que le rodea. Es lo que hace el mago tras bastidores, detrás de espejos, bajo la mesa o bajo su manga, y lo que hace un sistema de defensa antiaérea con el bloqueo electrónico. 2) Reenvolver es esconder lo real disfrazán-dolo, envolviéndolo de otra manera para que luzca diferente, como una metamorfosis simulada, añadiendo o sustrayendo características de la realidad y transformándola. Así lo hacen los magos cuando cambian de traje con un asistente o los almirantes que disfrazan su buque de guerra como un simple carguero. 3) Asombrar consiste en esconder lo real con-fundiendo, creando perplejidad, reduciendo la certidumbre acerca de la verdadera naturaleza de lo real. Se trata de oscurecer la percepción a la manera de los magos que emplean equívocamente sus gestos para con-fundir a la gente, o de los operadores de inteligencia que inventan códi-gos indescifrables para el enemigo.19

Los procedimientos básicos de simulación, por otro lado, son éstos: 1) La mímica, que consiste en mostrar lo falso haciendo que una cosa imite a la otra, por ejemplo, duplicando suficientes rasgos de lo otro para crear una réplica creíble. La mejor ilustración es un «doble», que reemplace a alguien. Los magos imitan el sonido de una moneda o de un paquete de cartas, y en ocasiones introducen un doble o un mellizo idéntico a algu-no que se «desvaneció». Los operadores de inteligencia conocen bien la valía de un buen «doble». 2) La invención: muestra lo falso desplegando otra realidad. A diferencia de la mímica, que imita algo ya existente, la in-vención crea algo enteramente nuevo, aunque falso. Así, los magos crean muñecos falsos para sustituirse, a veces a ellos mismos, y los operado-res militares crean tanques y cañones falsos, de plástico o madera, como

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lo hizo Rommel en el desierto, engañando en varias oportunidades a los británicos en cuanto a la magnitud de sus fuerzas. 3) Los señuelos, por último, muestran lo falso distrayendo la atención con una opción enga-ñosa, uno de los más comunes trucos de los magos, y de las operaciones más exitosas –cuando están bien hechas– en el terreno militar (el amago de ataque por un flanco, para en realidad atacar por el otro).20

Whaley argumenta, con base en un detallado análisis de los trucos de los magos, que el método óptimo de engaño es el que combina el disimu-lo del enmascaramiento con la simulación de la mímica; en cambio, los menos efectivos son los que mezclan el disimulo del asombro con la si-mulación de los señuelos. El enmascaramiento y la mímica no sólo son los métodos más utilizados, por separado, para disimular y simular, sino que también son los más empleados en combinación. Según Whaley, por el contrario, si bien pueden crearse y ejecutarse operaciones que combi-nen asombro y señuelos, pocas sobrevivirían una experiencia frecuente y pronto serían marginadas del repertorio mágico.21 Dejando de lado esta discusión, excesivamente específica para mis objetivos, lo que interesa destacar es lo siguiente: aparte de su indudable fascinación intelectual, ¿es útil en la práctica esta analogía magia-inteligencia? Whaley piensa que sí y de hecho ofrece una lista de las etapas que conforman el «proceso del engaño», que a continuación enumero:

Al planificar un engaño el operador debe conocer claramente su obje-tivo. Para el mago el objetivo es complacer y conquistar una audien-cia; para el operador de inteligencia y su comandante ese objetivo puede variar, desde la invasión por sorpresa de un país vecino hasta el rescate de una patrulla en territorio enemigo; pero en todo caso el ob-jetivo define el problema. Al planificar, el operador debe decidir cómo quiere que su víctima reaccione ante la situación que va a plantearse. El mago sólo requie-re que su audiencia concentre su atención e interés en el efecto, a ex-clusión del método; para el operador de inteligencia el problema es usualmente más complejo, pues se trata de lograr no sólo que el ad-versario piense de cierta manera sino también que actúe en conse-cuencia. El tercer paso consiste en decidir qué se quiere que la víctima perciba específicamente sobre los hechos o eventos.

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En cuarto lugar, el operador debe decidir qué se va a esconder y qué se va a mostrar sobre esos hechos o eventos. En este punto el operador debe analizar la composición de la realidad del caso (lo que se va a ocultar), de modo de identificar sus rasgos dis-tintivos y cuáles específicamente van a ser eliminados o añadidos a objeto de enmascarar (repackaging or dazzle). Lo mismo que en el punto anterior, para imitar, inventar o producir un señuelo. El operador ya ha definido el efecto que quiere lograr y ha formulado su método para obtenerlo. Ahora debe explorar las vías alternativas para presentar el efecto a su víctima. Se trata de una cuestión de re-cursos, de capacidades y de aptitudes, tanto de magos como de ope-radores de inteligencia. Terminada la fase de planificación se inicia la parte operativa propia-mente dicha. En la magia, el planificador es comúnmente también el ejecutor. En el campo de la inteligencia militar y política, el planifica-dor usualmente deja en manos de otros la presentación concreta del «efecto». Es indispensable asegurarse de que la comunicación del efecto se lleve a cabo a través de canales abiertos a los sensores del adversario, para que este último los capte y no se pierdan en un limbo. Es inútil que un mago imite el sonido de monedas ante un sordo, o que un ope-rador de inteligencia coloque avisos falsos en un periódico que el ene-migo posiblemente jamás lee. Finalmente, si el engaño va a tener éxito, es imperativo que la víctima acepte el efecto percibiéndolo como una ilusión. Llegados a este pun-to el engaño fracasará sólo si la víctima no presta atención al efecto que se le presenta, o si lo nota pero lo juzga irrelevante, o si malinter-preta su significado, o si detecta el método (como cuando a un mago se le ven las cartas bajo la manga). La víctima notará la presentación si se la diseña para atraer su atención; la hallará relevante si puede mantener su interés; construirá la hipótesis adecuada acerca de su significado si lo que se le presenta es congruente con los esquemas conceptuales de su mente y su memoria; y por último, no percibirá el engaño si las incongruencias de la presentación permanecen inacce-sibles a sus sensores sicológicos.22

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Scott A. Boorman, «Deception in Chinese Strategy», en W. W. Whitson, ed., The Military and Political Power in China in the 1970s. New York: Praeger, 1972, pp. 315-316. Ibid., pp. 318-323.

A mi modo de ver, estas y otras fórmulas procedimentales sobre el arte del engaño son ciertamente útiles para los que aspiran practicarlo, en la magia o en la guerra. Desde luego, el engaño es un arte creativo, y con el mismo ocurre lo que con la pintura o el arte de escribir obras de ficción o de poesía, así como con la música. Es posible, por supuesto, en-señar pintura, música y hasta métodos para escribir a alguien, pero con ello solamente no se sustituye el talento ni se crea un virtuoso. Existen elementos adicionales que son indispensables y que tienen que ver con la motivación y el «instinto natural» en determinados individuos.

Es difícil que pueda llegarse a enseñar de manera sistemática y es-tructurada el arte del engaño, de la misma forma que es difícil, probable-mente imposible, enseñar a alguien a ser un artista original. No obstante, como señala Handel, hay ciertas condiciones que facilitan el desarrollo del arte del engaño. En primer término, y enfatizando un punto ya varias veces anotado en estas páginas, para engañar con éxito es crucial que el que pretende hacerlo (un individuo u organización) sea capaz de ver las cosas desde el punto de vista de su potencial víctima. Esto exige estudio y conocimiento de sus esquemas mentales, de su ambiente cultural, de sus preferencias y rechazos, y hasta de su lenguaje, hábitos y aspiracio-nes. Es de interés señalar que un estudioso del tema, Scott Boorman, en su investigación sobre el enfoque chino de la estrategia, sostiene que el engaño ha sido tradicionalmente parte muy relevante de la concepción estratégica en esa nación debido a que está presente de manera habitual en el clima cultural de las relaciones interpersonales. Los chinos aparen-temente suponen que el engaño ocurre y debe ocurrir constantemente entre individuos como un método de «salvar la cara» (el honor), dejando de lado o minimizando verdades excesivamente amenazantes.23 Desde los lejanos tiempos de Sun Tzu, en el siglo iv antes de Cristo, los chinos han alabado y exaltado las victorias obtenidas a través del engaño que logra erosionar el deseo o la capacidad del adversario para dar batalla.24 Si bien es sugestiva la posible relación entre la propensión al engaño o la sinceridad a nivel interpersonal, por un lado, y la disposición al en-gaño en la política y la guerra, por el otro, no es conveniente establecer normas rígidas sobre la materia y concluir, por ejemplo, que un país es

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Barton Whaley, Stratagem, Deception and Surprise in War. Cambridge:mit Center for International Studies, 1969 (mimeo), pp. 6-12.

Handel, «Intelligence and Deception», p. 136. Ibid., pp. 137, 144.

R. J. Heuer, Jr., Strategic Deception: A Psychological Perspective. Los Angeles, Calif., March 1980, (mimeo), pp. 17-18.

menos capaz de engañar que otro. Sin embargo, el campo está abierto al estudio y al debate.

Adicionalmente, en otra de sus importantes investigaciones del tema, Whaley ha especulado sobre la posible existencia de un tipo de persona-lidad especialmente apta para el engaño y la sorpresa, y otro tipo con es-casas habilidades al respecto.25 No puede decirse que los haya identifi-cado; no obstante, en líneas generales, históricamente, los más hábiles practicantes del arte del engaño en la guerra (T. E. Lawrence «de Arabia», Hitler, Churchill, Giap, Sadat y Dayan, entre otros), han sido personajes en extremo individualistas y competitivos, poco aptos para trabajar en grandes organizaciones, con preferencia a actuar por su lado y menos-preciando la rutina. Son además personas muy convencidas acerca de la superioridad de sus propios puntos de vista sobre los de los otros. Al con-trario, y en teoría, las personas que «se sienten cómodas trabajando con grupos grandes, que prefieren actuar según el consenso democrático, y que con facilidad se involucran en tareas rutinarias, son candidatos poco promisorios para practicar el arte del engaño».26

¿Qué puede decirse en cuanto a la posibilidad de aumentar los chan-ces de detectar un engaño? Sobre el punto las opiniones divergen, y van desde un acentuado pesimismo hasta un moderado optimismo. Handel argumenta que es muy difícil aconsejar a una potencial víctima del enga-ño acerca de cómo descubrirle y evitarle: «En tal sentido, las dificultades para evitar el engaño son bastante similares a los obstáculos inherentes en todo intento de anticipar un ataque por sorpresa». Handel alcanza la conclusión de que el engaño, aun cuando no logre todas sus metas origi-nales, casi nunca fracasa y favorece por tanto al que engaña.27 Heuer, por su parte, señala que «los prejuicios perceptuales y cognoscitivos favore-cen intensamente al que intenta engañar, en tanto que su tarea se dirija a reforzar las preconcepciones de la víctima, o simplemente a crear ambi-güedad y duda sobre sus verdaderas intenciones».28

Merece la pena citar este extenso párrafo suyo:

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Ibid., p. 47. Whaley, «Toward a General Theory of Deception», p. 190.

Las precauciones y la alerta ante la posibilidad del engaño pue-den influenciar nuestra capacidad de abrirnos a nueva infor-mación, pero no necesariamente en forma positiva. El estímulo para cambiar nuestra interpretación de una situación sólo pue-de provenir del reconocimiento de una incompatibilidad entre nuestra apreciación actual y una evidencia nueva. Si la gente es capaz de explicar esta nueva evidencia a su satisfacción, con es-caso cambio en las creencias prevalecientes, sólo raramente sen-tirá la necesidad de cambiar esas creencias en forma drástica. El engaño proporciona elementos «facilitadores» de la explicación para los nuevos datos. Si la evidencia no encaja en nuestras pre-concepciones, puede ser relegada como un engaño. Además, mientras más alertas y sospechosos seamos ante el engaño, más fácilmente accesibles estarán los ingredientes de la explicación. La sospecha y alerta ante el engaño presuntamente estimulan un examen más cuidadoso y sistemático de la evidencia. No obs-tante, la anticipación frente al engaño también conduce al ana-lista a ser más escéptico ante toda evidencia, y en la medida en que la evidencia se considere desconfiable, las preconcepciones del analista jugarán un mayor papel en la determinación de lo que se va a creer finalmente. Todo lo cual conduce a la paradoja de acuerdo con la cual mientras más alertas estemos frente al en-gaño, es más probable que seamos engañados.29

Whaley adopta una actitud menos pesimista y sostiene que

... la posibilidad de detectar el engaño, cualquiera que sea, es in-herente al esfuerzo de engañar. Toda operación de engaño ne-cesaria e inevitablemente deja huellas. El analista sólo requiere de los sensores adecuados y de las hipótesis cognoscitivas apro-piadas para detectar y entender el significado de esas huellas. El problema es enteramente de técnica y procedimientos y no de teoría [...] Ya que todo (eventos u objetos) puede en alguna me-dida simularse y disimularse, el engaño siempre es posible. Sin embargo, como esto nunca puede hacerse a la perfección, el con-traengaño es también siempre posible.30

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Whaley, Stratagem, Deception and Surprise in War, p. 147. Clausewitz, p. 203.

Ibid., p. 89.

No obstante, Whaley se queda corto y no presenta una «teoría del an-tiengaño»; de paso, sus apreciaciones optimistas tienen que ser vistas en perspectiva en relación con un trabajo anterior donde el mismo autor arremetió contra las «exhortaciones para evitar ser engañados [...] que son tan inútilmente homiléticas como los que las emplean».31

Clausewitz, en su momento y lugar, otorgó en algunos pasajes de su obra relativamente escasa importancia al arte del engaño en la guerra, argumentando que era peligroso «utilizar recursos y tiempo meramente para crear una ilusión».32 Desde entonces muchas circunstancias han cambiado y el engaño y la sorpresa han adquirido significativa relevan-cia. Ejecutar el engaño no es tan fácil como desearlo y concebirlo, y sin caer en posturas extremas de tipo pesimista u optimista, conviene in-sistir en que el engaño y la sorpresa en la guerra y la política no son pana-ceas, y de hecho pueden generar consecuencias altamente indeseables. A pesar de ello el engaño ha probado muchas veces ser un instrumento for-midable para el logro de determinados objetivos, y por ello se sigue y se seguirá usando en numerosas esferas de la existencia humana.

Fricción, azar e incertidumbre

La guerra y la política son territorios invadidos por el azar y la incerti-dumbre. Bien decía Clausewitz, al formular su «definición trinitaria» de la guerra, que esta última está compuesta por la violencia primordial, el juego del azar y la probabilidad, y la razón política que –al menos en teo-ría– debe someter el hecho bélico y subordinarle a un control racional.33 A lo largo de estas páginas, al analizar la sorpresa y el engaño, nos he-mos referido en varias ocasiones al papel de la incertidumbre y en algu-na oportunidad hemos mencionado de manera tangencial el concepto clausewitziano de «fricción». Es natural, o al menos es común, que en los estudios de esta índole, en los que fenómenos complejos son inevi-tablemente reducidos a algunas de sus variables, se asuma un modelo

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Ibid., p. 85-86, 101. Ibid., p. 86.

de racionalidad para el análisis de los procesos decisionales. Al mismo tiempo es común que de manera explícita o implícita la incertidumbre y el azar sean considerados como factores primordialmente negativos y perturbadores, cuyos efectos deben a toda costa minimizarse. Cabe sin embargo preguntarse si semejante visión de las cosas es acertada.

Clausewitz observó que «Ninguna otra actividad humana está tan total y continuamente penetrada por el azar y la incertidumbre como la guerra [...] La guerra es el dominio de la incertidumbre», afirmando igualmente que la guerra es como «un juego», la actividad humana que «más se parece a una partida de cartas».34 Para Clausewitz era claro que el peso de la violencia y la incertidumbre tiende a limitar las posibilida-des del control racional en la guerra; no obstante, ello no le llevaba al ab-surdo de pretender, por así decirlo, desterrar el azar y la incertidumbre de un fenómeno tan hondamente impregnado de esos factores, caracte-rísticos del conflicto humano. Clausewitz no llegó a sostener que el azar y la incertidumbre son siempre positivos; en De la guerra esos factores son analizados con criterio neutral. No obstante, Clausewitz enfatizó que es precisamente en medio del azar y la incertidumbre donde se des-pliega la creatividad política y militar que consagra a los grandes líderes y comandantes. Son factores que abren posibilidades que el actor políti-co y militar debe estar en capacidad de aprovechar. Si bien el azar y la in-certidumbre son a veces fenómenos perturbadores, Clausewitz también sugiere que pueden ser bienvenidos: «Aunque nuestro intelecto cons-tantemente ansía la claridad y la certidumbre, nuestra naturaleza con frecuencia encuentra fascinación en la incertidumbre. Preferimos soñar despiertos en los dominios del azar y de la suerte en lugar de acompañar al intelecto en su estrecho y tortuoso camino de especulación filosófica y deducción lógica...».35

Estas ideas de Clausewitz sobre el rol del azar y la incertidumbre y acerca del espacio creativo que son capaces de abrir, tienen singular re-levancia con el objeto de colocar el análisis de la «fricción» en adecua-da perspectiva. Al contrario de muchos otros estudiosos de la guerra y la política, desde su tiempo hasta el nuestro, Clausewitz no consideró el juego del azar y la incertidumbre como intrínsecamente pernicioso, ni jamás pretendió someter la guerra a normas rígidas y dogmas estrictos. El rol del azar y la incertidumbre estimulan en líderes y comandantes la

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K. L. Herbig, «Chance and Uncertainty in On War», en M. Handel, ed., Clausewitz and Modern Strategy. London: Frank Cass, 1986, p. 100.

Clausewitz, p. 136. Ibid., p. 119.

Herbig, «Chance and Uncertainty in On War», p. 105. Clausewitz, p. 139.

capacidad de responder de forma creativa ante la adversidad, con flexi-bilidad intelectual y operativa, a objeto de aprovechar y sacar ventaja de los impredecibles designios de la «fortuna» (el término empleado por Maquiavelo), en lugar de dejarse avasallar por lo imprevisto.36 De allí la pertinencia de las tres principales objeciones que Clausewitz hace a los sistemas teóricos que intentan someter a la guerra a un marco rígido de principios inmutables: en primer lugar, «aspiran establecer valores fijos, pero en la guerra todo es incierto, y los cálculos tienen que hacerse con base en factores variables»; en segundo lugar, «dirigen la investigación exclusivamente hacia factores cuantitativos y físicos, cuando en realidad toda acción militar está impregnada de fuerzas y efectos sicológicos»; fi-nalmente, los sistemas dogmáticos «consideran tan sólo la acción unila-teral, pero en realidad la guerra consiste en una continua interacción de fuerzas opuestas».37

Las reflexiones de Clausewitz sobre el papel del azar y la incertidum-bre son muy importantes para colocar en su justa proporción el concepto de «fricción» y su incidencia en el análisis de la sorpresa. La noción clau-sewitziana de «fricción» es una especie de metáfora que cubre «aquellos factores que diferencian la guerra real de la guerra sobre el papel».38 La «fricción» es producto inevitable, siempre presente, de la falibilidad hu-mana, a la que se añaden el peligro, el cansancio y el miedo. Los líderes y comandantes que comprenden acertadamente la dinámica de la fric-ción no son aquellos que intentan impedir lo inevitable, sino los que en-tienden que la «fricción» impone límites sobre lo que es o no posible y que es necesario estar preparados para responder con creatividad ante lo imprevisto.39 Ya que la guerra, por definición, se mueve en función de una dinámica de acción y reacción, carece de sentido estudiar sólo un lado del fenómeno y lo que uno solo de los bandos en pugna puede o no puede hacer: «... la misma naturaleza de la interacción hace a la guerra impredecible».40

No solamente las intenciones y reacciones del adversario constituyen una fuente permanente de incertidumbre, sino que también el enemigo puede, a través de sus disposiciones secretas, velocidad de movimiento

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Ibid., p. 199. Herbig, «Chance and Uncertainty in On War», p. 113. Robert Jervis, Perception and Misperception in International Politics. Princeton: Princeton University Press, 1976, pp. 319-323. Citado por Handel, «Intelligence...», p. 270.

o habilidad para realizar lo que parecía imposible, tomarnos por sorpre-sa. Clausewitz enfatiza que el azar y la incertidumbre también juegan un papel en la sorpresa, y así como en numerosas ocasiones contribuyen a hacerla efectiva también pueden intervenir para frustrarla: «Los gran-des éxitos en acciones sorpresivas no dependen solamente de la energía y la resolución del comandante, sino que son favorecidos por circunstan-cias adicionales».41 El azar puede sorprendernos; el enemigo puede sor-prendernos, y también puede ocurrir que el enemigo nos sorprenda por-que sus propios planes fueron favorecidos por la intervención del azar.42 Este último nivel de complejidad es el que más interesa a Clausewitz y su obra abunda en ejemplos orientados a mostrar esta constante participa-ción de lo imprevisible, que es el espacio de la creatividad.

A pesar de todo lo dicho, la experiencia indica que los decisores con demasiada frecuencia son renuentes a admitir la «fricción», que aspiran entenderlo y en especial controlarlo todo, y se sienten incómodos con las cosas «dejadas al azar».43 Estas actitudes se ven reforzadas por la frustra-ción que se origina en las dificultades para evitar la sorpresa, dificultades que existen y seguirán existiendo a pesar de los grandes avances tecnoló-gicos en la recolección y procesamiento de información, así como inte-lectuales en la comprensión del fenómeno. No obstante, continúa vigen-te la máxima napoleónica según la cual «la incertidumbre es la esencia de la guerra y la sorpresa es su regla».44

Hasta ahora he discutido algunas de las principales dificultades del trabajo de inteligencia en relación con el problema de la sorpresa, colo-cando el énfasis en un modelo analítico que centra su atención en los me-canismos de la percepción y las predisposiciones generadoras de «ruido», que entorpecen la evaluación acertada de la información disponible. En líneas generales, este modelo conduce a conclusiones más bien pesimis-tas sobre las posibilidades de escudriñar el presente y el futuro y evitar la sorpresa, pues se parte de la premisa según la cual la mente humana –en particular en situaciones de gran tensión, ambigüedad e incertidumbre– es poco capaz de someter a crítica sus esquemas conceptuales, suposi-ciones y prejuicios, y busca por el contrario cualquier signo que tienda a

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Barton Whaley, Codeword Barbarossa. Cambridge: The mit Press, 1973. Abraham Ben-Zvi, «The Study of Surprise Attacks»,

British Journal of International Studies, 5, 2, July 1979, pp. 129,149.

reforzar esas nociones preestablecidas. Por ello, autores como Steinbru-ner y Whaley (cuyo estudio sobre el caso Barbarroja es uno de los más no-tables del género),45 se pronuncian a favor de modelos decisionales sus-tentados en la cibernética que tratan de minimizar el rol de la voluntad consciente en los asuntos humanos. Se supone que los decisores poseen un conjunto muy limitado de respuestas para enfrentar estímulos exter-nos, y por lo tanto son incapaces de desembarazarse de sus condiciona-mientos y superar determinados límites o reglas de decisión.

A mi modo de ver, si bien las dificultades son significativas no se jus-tifica un total pesimismo respecto de las potencialidades y realizaciones del trabajo de inteligencia. Y aquí vale la pena referirse a un esquema de análisis que ignora el papel del azar, de la falibilidad humana, de las coin- cidencias y consecuencias no deseadas de las decisiones y acciones en el campo de la sorpresa estratégica. Se trata de las teorías revisionistas, ya mencionadas en la introducción a este estudio, de acuerdo con las cuales la manipulación y las conspiraciones, en lugar de la confusión y la falibi-lidad humanas, son los verdaderos responsables de las fallas y los errores que se ponen de manifiesto en la reiterada incapacidad para prevenir la sorpresa. En relación con eventos como el ataque a Pearl Harbor, la gue-rra de Corea y la guerra de octubre de 1973 en el Medio Oriente, las tesis revisionistas sostienen que la ruptura de hostilidades fue el resultado de una elaborada trama, diseñada para incitar al adversario a «disparar el primer tiro» y así hallar justificación para desatar la guerra.

Por lo tanto, estas crisis –presuntamente– no fueron el producto de genuinas fallas humanas, así como del papel del azar y de los adecuados planes y ejecutorias de los que sorprendieron, sino más bien el resultado de provocaciones deliberadas y de «sorpresas manufacturadas».46

Las versiones revisionistas de eventos como el ataque a Pearl Harbor tienen gran popularidad, así como otros tipos de visiones e interpreta-ciones conspirativas de la historia, pero lo cierto es que exageran y sobres-timan enormemente la capacidad humana para planificar y manipular la realidad, e ignoran que los actores políticos no funcionan en un vacío, sino que se mueven dentro de un complejo contexto sociopolítico, sicoló-gico y militar, el cual –en medio del azar y la incertidumbre– restringe en

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338grados variables su libertad de acción y capacidad de maniobra. En este sentido puede afirmarse, y ello será más detalladamente discutido en el siguiente capítulo, que las tesis revisionistas no son usualmente convin-centes, al menos en lo que atañe al tema de la sorpresa, aunque en algu-nos casos han añadido elementos de gran interés al estudio de aconteci-mientos como la sorpresa en Pearl Harbor y la guerra del Yom Kippur.

¿Cómo minimizar las posibilidades de error en la tarea de inteligencia y qué hacer si a pesar de todo ocurre la sorpresa? En relación con la pri-mera parte de la interrogante, el mejoramiento de la relación entre seña-les y ruido exige avanzar en tres direcciones convergentes y complemen-tarias, a saber: 1) Creación y mantenimiento de nítidos y directos canales de comunicación e intercambio entre analistas y decisores. 2) Reempla-zo de la concepción de un conocimiento «objetivo», que refleja un orden fáctico «dado» (y por tanto no refutable ni sometible a tests) por una no-ción diferente, que otorgue mayor cabida a la imaginación y posibilite la producción de hipótesis alternativas, criticables y refutables. Ello a su vez requiere la incorporación en el trabajo de inteligencia de un esque-ma conceptual con la suficiente amplitud y flexibilidad para evitar dog-matismos esterilizantes y unidimensionales. 3) Constitución de varias agencias de inteligencia competitivas entre sí, capaces de suministrar op- ciones a los decisores.

Como se ha argumentado previamente, las decisiones son tomadas en el marco de determinados esquemas conceptuales y horizontes de ex-pectativas que influyen significativamente en las percepciones e inter-pretaciones de una situación por parte de los actores políticos. De allí la importancia de que los analistas de inteligencia conozcan en la mayor medida posible las concepciones predominantes en los decisores, y que estos últimos se esfuercen por hacer explícitas sus posiciones y expecta-tivas y por exponerlas al examen crítico de sus asesores en materia de in-teligencia. Ello puede sin duda contribuir a reconocer y minimizar –si es el caso– los prejuicios latentes en la mente del decisor, y tal vez a un con-secuente aumento en la calidad de las políticas. La comunicación entre analistas y decisores es también vital para que ambos se proporcionen información que sea verdaderamente relevante.

La información básica en sus diversas formas (reportes, observacio-nes, datos estadísticos, fotografías, etc.) es crucial para la tarea de inte-ligencia, pero por sí sola no basta. Las dificultades para distinguir entre ruido y señales imposibilitan confiar en una idea del conocimiento como

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47Sobre los «mapas cognoscitivos» y el procesamiento multidimensional de información, véase P. Suedfeld y P. Tetlock, «Integrative Complexity of Communications in International Crisis»,

Journal of Conflict Resolution, xxx, 1977, p. 112. También J. G. Stein, «Freud and Descartes. The Paradoxes of Psychological Logic», International Journal, xxxii, 1977, pp. 444-445.

reflejo de un orden fáctico, un conocimiento basado en la acumulación supuestamente objetiva y desprejuiciada de «hechos». Es indispensable entender y asumir el papel de la imaginación y la teorización en el traba-jo de inteligencia, y complementar el esfuerzo de acumulación de infor-mación básica con una idea del conocimiento sustentada en la invención, sólidamente fundada, de explicaciones (hipótesis refutables) sobre una realidad determinada, un conocimiento que sea, por tanto, capaz de ser sometido a tests.

Así como las tesis revisionistas –algunas de las cuales serán posterior-mente consideradas en este estudio– sobrestiman la capacidad humana para manipular la realidad política, las explicaciones que enfatizan las li-mitaciones del conocimiento y de la percepción en la tarea de inteligencia con frecuencia subestiman las potencialidades de la imaginación, la ini-ciativa intelectual y el uso analítico de esquemas cognoscitivos integra-tivos y multidimensionales.47 La habilidad de considerar diversos pun-tos de vista en forma simultánea, de integrarlos y responder ante ellos de manera flexible, permiten disminuir las restricciones de esquemas para-digmáticos simples y no diferenciados, así como de marcos conceptuales preexistentes y muchas veces contaminados por prejuicios implícitos.

En el camino de instituir mecanismos destinados a mejorar la labor de inteligencia, es útil la propuesta de asignar a ciertos analistas la fun-ción de actuar como especie de «abogados del diablo» dentro de sus pro-pias agencias, cuestionando y sometiendo a crítica sistemática las con-cepciones y métodos interpretativos predominantes. Este «pluralismo conceptual» puede servir de contrapeso a las fuertes tendencias hacia la homogeneización y esclerosamiento de criterios en una misma agencia, de consecuencias altamente negativas para el análisis de problemas com-plejos.

No hay que perder de vista, sin embargo, que el uso eficaz de este plu-ralismo interpretativo requiere usuarios (decisores) capaces de discer-nir entre interpretaciones fantasiosas y análisis realistas, decisores con la fuerza moral para escoger con convicción y seguir su ruta con firmeza pero sin dogmatismo. Sabemos, no obstante, que este tipo de líderes no aparece con la frecuencia deseable en el campo político.

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Roberta Wohlstetter, «Cuba and Pearl Harbor: Hindsight and Foresight», Foreign Affairs, July 1975, p. 707.Handel, «Intelligence...», p. 27.

El problema del análisis de inteligencia es inseparable del de la toma de decisiones en condiciones de incertidumbre. No se puede garantizar la previsión, pero sí se puede –en cierta medida– mejorar los chances de actuar a tiempo con base en señales, para así evitar o al menos moderar el impacto de eventos perjudiciales para el interés propio. Ello puede lo-grarse a través de análisis más sofisticados y multidimensionales de la información que se posea, haciendo más explícitos, así como tentativos, los marcos conceptuales en que se introducen nuevos datos, y «refinan-do, subdividiendo y haciendo más selectivo el rango de nuestras respues-tas, de manera que éstas puedan amoldarse a las ambigüedades de nues-tra información, y se logre disminuir el riesgo de error y de pasividad».48

Desde luego, en materia de inteligencia política y militar no existen panaceas, y todas las prescripciones destinadas a resolver el recurrente problema de la sorpresa tienen una validez limitada, pues la posibilidad de un ataque por sorpresa es parte integrante del conflicto y la guerra. De allí que para países colocados en una situación estratégica caracteri-zada por permanentes e intensas amenazas a la seguridad nacional en términos militares, sea recomendable preparar las fuerzas de defensa para combatir eficazmente aun en condiciones de ataque por sorpresa. De igual forma, y esto se aplica a un mayor número de países, en caso de duda respecto de la inminente posibilidad de un ataque por sorpresa, es siempre más seguro movilizarse a tiempo y estar preparados, a pesar de los costos financieros que ello implica y de que pueda tratarse de una fal-sa alarma. La incertidumbre es parte de la vida, pero en ciertos campos, como el de la defensa nacional, jamás se le debe aceptar pasivamente.

Algunas de las medidas posibles para reaccionar frente a un ataque por sorpresa, una vez que este último tiene lugar, son las siguientes:

Mejorar los planes militares preexistentes destinados a operar en me-dio de la sorpresa (planes de contingencia).Tomar medidas especiales para la protección, ante cualquier even-tualidad, de los centros de comando y comunicación del sistema polí-tico-militar nacional, es decir, del «sistema nervioso» del Estado y su gobierno. Establecer preparativos para la movilización acelerada en caso de emergencia, bajo condiciones de ataque.49

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expresar que de ejecutar, aunque por supuesto nunca es superfluo in-tentar prepararse para lo inesperado. Resta ahora, en el siguiente capítu-lo, y con la ayuda de los elementos teóricos ya discutidos, abordar el aná-lisis de varios y disímiles casos de sorpresa, para observarla en la práctica y admirar su ejecución.

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Pearl Harbor: Ni conspiración ni estupidez

En la introducción a este estudio señalé que la complejidad del fenómeno de la sorpresa estratégica pone en cuestión los esfuerzos interpretativos de tipo unilateral, que intentan simplificar la realidad y que no toman en cuenta el conjunto de variables que usualmente intervienen en el proble-ma. Esta observación adquiere particular relevancia cuando se analizan de manera específica casos concretos de sorpresa militar y política, que es precisamente el objetivo de este capítulo, comenzando por uno de los más controversiales y aún discutidos ejemplos de sorpresa militar: el exi-toso ataque japonés contra la flota norteamericana del Pacífico, anclada en Pearl Harbor, Hawai, en diciembre de 1941.

En torno a Pearl Harbor, sus orígenes, impacto y consecuencias exis-ten básicamente tres posiciones, que son las siguientes: en primer térmi-no, se encuentran aquellos que, como Wasserman y –en menor medida– Wohlstetter, sostienen que la sorpresa se debió esencialmente a fallas y errores de interpretación de inteligencia y no a la carencia de datos e in-formaciones sobre las intenciones y preparativos japoneses. En palabras de Wasserman, «El ataque fue sorpresivo porque la información exis-tente nunca fue adecuadamente evaluada y por ello su verdadero signi-ficado jamás fue asimilado».1 Wohlstetter, por su parte –y a pesar de su extremo rigor intelectual, que le conduce a ser más cuidadosa en los jui-cios–, también afirma en su notable estudio del caso que «si los sistemas de inteligencia norteamericanos y otros canales de información no fue-ron capaces de generar una imagen acertada de las intenciones y capaci-dades japonesas, ello no se debió a la carencia de adecuado y suficiente

La sorpresa en la práctica y la práctica de la sorpresa

Bruno Wasserman, «The Failure of Intelligence Prediction», Political Studies, viii, 2, 1960, p. 165. 1

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Roberta Wohlstetter, Pearl Harbor: Warning and Decision. Stanford: Stanford University Press, 1962, pp. 382, 387. R. Wohlstetter, «Cuba and Pearl Harbor: Hindsight and Foresight», Foreign Affairs, July 1975, p. 705. Ariel Levite, Intelligence and Strategic Surprises. New York: Columbia University Press, 1987, pp. 82, 78-79.

material. Nunca antes habíamos poseído un cuadro tan completo de in-formaciones». Su conclusión es que «los decisores norteamericanos te-nían en sus manos una impresionante masa de información sobre el ene-migo» y que su incapacidad para anticipar el ataque japonés no se debió a la ausencia de datos relevantes, sino al exceso de datos irrelevantes [es decir, al “ruido”, ar]».2 No obstante, y para hacer justicia a esta autora, Wohlstetter ha dejado constancia de que «los datos eran ambiguos e in-completos», de que «nunca hubo una señal definitiva que indicase el ata-que, sino, más bien, una acumulación de datos que, en conjunto, tendían a cristalizar la sospecha». Sin embargo, «las verdaderas señales siempre estuvieron sumergidas bajo el ruido o irrelevancia de las señales falsas. Ese ruido fue parcial y deliberadamente producido por nuestros enemi-gos, otro fue producto del azar y otro lo generamos nosotros mismos».3

Un segundo grupo de autores, entre los que destaca Ariel Levite en un heterodoxo y desafiante análisis del caso, argumentan que «la sorpre-sa en Pearl Harbor [...] fue básicamente el resultado de fallas en la reco-lección de inteligencia [es decir, el acceso a la información, ar], y no de evaluación del material». De acuerdo con Levite,

... previamente al 7 de diciembre de 1941, Estados Unidos no po-seía nada que remotamente pareciese evidencia concreta de que Japón se preparaba realmente a atacar un blanco norteameri-cano, muchos menos Pearl Harbor, en esa fecha. Tampoco po-seía Estados Unidos información sólida de que Japón contem-plaba un ataque aéreo contra Pearl Harbor como movida inicial de una guerra, si y cuando tal guerra ocurriese [...] Los Estados Unidos tenía amplia información –antes del ataque– sobre la identidad del adversario (quién) y sus motivaciones (por qué), pero sus datos acerca de otras dimensiones clave: si el enemigo iba a actuar contra Estados Unidos, dónde y cómo actuaría, y de qué forma, estos datos –repito– eran pobres en extremo, tanto en cantidad como en calidad.4

Por su lado, y en el mismo sentido, David Kahn afirma que si bien «Estados Unidos esperaba una eventual guerra con Japón, esa expectati-

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David Kahn, «The Intelligence Failure of Pearl Harbor», Foreign Affairs, Winter 1991-1992, pp. 147-148. H. E. Barnes, ed., Perpetual War for Perpetual Peace. Idaho: Caldweil, 1953, p. 651.

va no podía implicar el conocimiento de un ataque a Pearl Harbor, pues es imposible en lógica saltar de una creencia general a una predicción específica [...] Ni un solo dato de inteligencia ni una sola intercepción apuntó jamás hacia un ataque a Pearl Harbor. No hubo, en términos de Wohlstetter, señal que detectar. La inteligencia existente, aunque buena en algunas áreas, no era lo suficientemente buena», y concluye que «La falla de inteligencia en Pearl Harbor no fue de análisis, sino de recolec-ción de datos».5

Finalmente, ha proliferado una tendencia revisionista que sostiene que no hubo tal falla de inteligencia en relación con Pearl Harbor sino una verdadera «conspiración» de parte de los mismos decisores norte-americanos –en especial el propio presidente, Franklin Delano Roose-velt– para que el ataque japonés tuviese lugar exitosamente. Dicho de otro modo, en Pearl Harbor el problema no fue ni de recolección ni de análisis de información, sino de manipulación política. Como lo expresa Barnes, «La conclusión central de la escuela revisionista sobre Pearl Har-bor es ésta: a objeto de promover sus ambiciones políticas personales y su cuestionable política exterior, Roosevelt permitió que alrededor de 3.000 jóvenes norteamericanos fuesen masacrados sin necesidad».6

¿Qué verdad puede extraerse de puntos de vista tan contrapuestos? Como con frecuencia ocurre con el tema de la sorpresa, la complejidad del fenómeno conduce a algunos a «perder de vista el bosque por andar viendo los árboles», a hallar coherencia donde imperan la confusión y el desorden, a descubrir conspiraciones porque no se logra creer en la falibilidad humana, o a maximizar o minimizar elementos de análisis para satisfacer teorías preconcebidas. Pienso que para producir un juicio equilibrado sobre éste, así como cualquier otro caso de sorpresa, es impe-rativo considerar todos los ángulos del problema y aclarar estos aspectos:

¿Qué llevó al Japón a atacar y cuáles eran las percepciones predomi-nantes del lado norteamericano? ¿Qué sabían y qué no sabían los servicios de inteligencia y los deciso-res norteamericanos? ¿En qué medida se recibieron señales y en qué medida el ruido, autogenerado o producido por el enemigo, ocultó la verdad? ¿Qué tan exitosos fueron los japoneses en el engaño y el se-creto?

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346¿Cómo y por qué atribuir responsabilidades respecto de Pearl Harbor? ¿Fue un error imperdonable dejarse tomar por sorpresa, o, más bien, hallarse tan gravemente desprevenidos cuando la sorpresa ocurrió?Para entender adecuadamente por qué y cómo se dio la sorpresa en

Pearl Harbor hay que conocer ante todo las razones japonesas para atacar y la percepción norteamericana sobre esas razones. En el capítulo titu-lado «Escepticismo, conocimiento y racionalidad» se trató el tema de la «racionalidad» en la toma de decisiones, y se señalaron las limitaciones de un concepto estrecho de «racionalidad», que no tome en cuenta las diferencias culturales y los impulsos motivacionales (valores) de los de-cisores en circunstancias específicas. Observada con frialdad y en pers-pectiva histórica, la decisión japonesa de ir a la guerra contra una nación muchas veces más poderosa, como era Estados Unidos en 1941, luce «irra-cional». No obstante, como tuve ocasión de mostrar en un detallado es-tudio redactado hace algunos años sobre el proceso decisional japonés,7 los compromisos políticos, valores éticos y tendencias motivacionales de los dirigentes japoneses en ese momento permiten explicar la decisión «irracional» que tomaron y la manera como intentaron implementarla, culminando eventualmente en Hiroshima y Nagasaki.

Por años el Imperio japonés había invertido enormes recursos huma-nos y materiales, además de imagen y prestigio políticos, en un infruc-tuoso intento de dominar por completo China e Indochina. La exigencia norteamericana de que Japón retirase sus tropas, aceptase la humillación y admitiese que sus fines en todo momento habían estado errados y eran agresivos, era absolutamente indigerible para los principales líderes mili-tares y civiles del Imperio, y si bien el propio Emperador tenía sus dudas acerca de una guerra con Estados Unidos, su posición era ambigua y equí-voca. El dilema japonés fue expuesto claramente por el entonces subjefe del Estado Mayor del Ejército, Tsukada, en una intervención en la Con-ferencia Imperial del 1.º de noviembre de 1941: «En general, las perspecti-vas si vamos a la guerra [contra Estados Unidos] no son brillantes [...] Por otra parte, no es posible mantener el statu quo. De allí que, inevitablemen-te, uno tenga que alcanzar la conclusión de que debemos ir a la guerra».8 Habiendo descartado la alternativa de abandonar sus fines políticos ex-

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A. Romero, «El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra: Japón en 1941», en Tiempos de conflicto. Ensayos político-estratégicos. Caracas: Ediciones de la Asociación Política Internacional, 1986, pp. 189-229; también en este volumen, pp. 465-510. Citado en Nobutaka Ike, ed., Japan’s Decision for War. Records of the 1941 Policy Conferences. Stanford: Stanford University Press, 1961, p. 207.

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Ibid., p. xxv. Ibid., p. 153.

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pansionistas, así como de aceptar la creciente hegemonía norteamerica-na en Asia, y ante la dura realidad del desequilibrio entre el poderío bé-lico de Japón y el de su principal adversario, sólo quedaba una opción a los dirigentes japoneses: planificar un tipo de guerra que posibilitase una victoria limitada pero satisfactoria. Japón no atacó Pearl Harbor bajo la expectativa de derrotar con ello a Estados Unidos, sino de eliminar la flo-ta norteamericana del Pacífico y así desarrollar sin mayores obstáculos su amplio proceso de conquista militar en Asia. Los decisores japoneses sa-bían que Washington reconstruiría sus fuerzas luego de los primeros re-veses, pero confiaban en que –en el ínterin– Japón sería capaz de cons-truir una sólida e impenetrable estructura de autosuficiencia, incluyendo petróleo y alimentos, con vías seguras de comunicación marítima, y así frustrar posteriores intentos norteamericanos de restablecer el statu quo.

Los imponderables eran muchos, y los dirigentes japoneses también confiaron en la posibilidad de que los norteamericanos, enfrentados a una probable victoria alemana en Europa, se cansasen y perdiesen el en-tusiasmo para una guerra en el Pacífico, aceptando en su lugar una paz negociada que dejase al Japón como país dominante en Asia. Como seña-la Nobutaka Ike, la incertidumbre era aguda: «Los norteamericanos no necesariamente iban a cansarse de la guerra; Alemania podía no triunfar en Europa; otras naciones podían no estar dispuestas a actuar como me-diadores en tareas de negociación. Sin embargo, los líderes japoneses no se dejaron disuadir por esas consideraciones, pues estaban preparados a asumir grandes riesgos».9 Todo esto quedó plasmado en un memorando preparado como material de apoyo por los jefes militares japoneses para una importante reunión celebrada el 6 de septiembre de 1941. Decía el tex-to que:

Una guerra contra Gran Bretaña y Estados Unidos será larga [...] Es muy difícil predecir la terminación de una guerra, y no es po-sible esperar que Estados Unidos se rinda. Sin embargo, no po-demos excluir la posibilidad de que la guerra finalice debido a un gran cambio en la opinión pública norteamericana [...] En todo caso, debemos ser capaces de establecer una posición invencible [...] Entretanto, podemos tener esperanza en que seremos capaces de influenciar el curso de los eventos y llevar la guerra a un fin.10

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S. E. Morison, The Rising Sun in the Pacific, 1931-April 1942, vol. iii. Boston: Little, Brown & Co., 1951, p. 81. Wohlstetter, Pearl Harbor..., p. 352. Sun Tzu, The Art of War. Oxford: Oxford University Press, 1977, p. 100. Shigeru Fukudome, «Hawaii Operation», en The Japanese Navy in World War ii. Annapolis: us Naval Institute, 1969, p. 8.

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En vista de la enorme disparidad de poder entre Estados Unidos y Japón, y de las zonas oscuras, incertidumbres y dudas que rodearon la decisión japonesa de atacar Pearl Harbor, se ha dicho que la misma fue «irracional»11 o sencillamente «no explicable en términos racionales».12 No obstante la evidencia sugiere que para los principales líderes japone-ses, los costos de no ir a la guerra contra Estados Unidos y de aceptar «por las buenas» las exigencias norteamericanas, eran percibidos como aún mayores y más arriesgados –en términos de poder y prestigio naciona-les– que los de entrar en combate en condiciones de desventaja. Al fin y al cabo Sun Tzu había dicho que «la victoria puede ser creada, pues aun si el enemigo es numeroso, puedo impedirle que entre en combate».13 Esta era en el fondo la esperanza de los japoneses, esperanza frágil, pero no «irracional» desde su perspectiva. No siempre el riesgo de perder una guerra es colocado como fundamental en las prioridades de los Estados, y ciertamente la historia muestra que otras alternativas –como la pérdi-da del honor nacional o el riesgo de una crisis interna originada en una humillación exterior–, son a veces vistas como aún peores que la derrota en una guerra. Dado este marco, el ataque a Pearl Harbor fue presentado como una necesidad por parte de su principal arquitecto, el almirante Yamamoto, con base en cuatro puntos:

Si la flota norteamericana del Pacífico no era destruida, el avance ja-ponés en el resto del Asia estaría en grave peligro.En vista de la disparidad de poderío naval entre Japón y Estados Uni-dos, Japón no tendría chance alguno de victoria a menos que se infli-giese, en un comienzo, un severo golpe a la flota norteamericana.Si bien la operación contra Pearl Harbor implicaba numerosos ries-gos, estos últimos podrían ser superados a través de una adecuada es-trategia de secreto y engaño. Por último, Yamamoto argumentó que, a menos que se ejecutase la operación contra Pearl Harbor, él no tendría confianza en su capaci-dad de llevar a cabo sus responsabilidades a la cabeza de la Armada Imperial.14

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Gordon Prange, At Dawn We Slept. New York: Penguin Books, 1991, p. 819. Captain (usn) G. M. Slonim, citado por Prange, ob. cit., p. 736.

Ibid., pp. 35, 751.

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Una vez que se tienen claras las gigantescas dificultades y riesgos de la decisión japonesa, puede comprenderse mejor una realidad sin la cual resulta imposible captar por qué Estados Unidos fue tomado por sorpre-sa en Pearl Harbor. Así mismo, sin la adecuada comprensión de esa reali-dad no es difícil caer en la tentación de las «teorías conspirativas» que no dejan espacio para la negligencia, ni para el azar, ni para la estupidez, ni para la falibilidad humana. La realidad a la que me refiero es que la raíz fundamental de la sorpresa japonesa se halló en la dificultad de parte de los líderes políticos y militares norteamericanos, y de la opinión pública en general, para creer que, de verdad, los japoneses se arriesgarían a la aventura de una guerra contra Estados Unidos. Esta es la conclusión a que llegó el autor de la más exhaustiva historia sobre el caso, el norteame-ricano Gordon Prange, quien luego de décadas de esfuerzo se convenció de que los errores, omisiones y problemas de diversa índole que conduje-ron a la sorpresa en Pearl Harbor (a lo que se sumó la habilidad japonesa), se desprendieron en buena medida de «la carencia de credibilidad en que tal ataque era posible».15 Este punto clave fue expresado con fuerza por un oficial de la Armada de Estados Unidos en estas frases: «Posibilida-des y probabilidades, capacidades e intenciones se convierten en acadé-micas cuando uno no tiene credibilidad en las evaluaciones propias. Los norteamericanos no creían».16

Una serie de autores, entre ellos el propio Prange y Thuston Clarke en su obra Fantasmas de Pearl Harbor, han analizado las diferencias cultu-rales que separaban entonces a japoneses de norteamericanos, y las sos-pechas y menosprecio mutuos que existían entre ambos pueblos y sus respectivos dirigentes. Los japoneses consideraban decadentes a los nor-teamericanos, divididos, incapaces de soportar penurias, acostumbra-dos a una vida muelle, carentes de coraje; en cambio, se veían a sí mismos con gran orgullo y poseían un sentido de superioridad. Por su parte, los norteamericanos subestimaban a los japoneses, su economía, su tecno-logía, sus Fuerzas Armadas y su habilidad y disposición para enfrentarse a un poder como Estados Unidos.17 No es correcto decir, como sostiene Hybel, que «Los líderes norteamericanos tenían pocos problemas para concluir que los japoneses irían a la guerra, aunque les era difícil admitir

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Alex Roberto Hybel, The Logic of Surprise in International Politics. Lexington, Mass.: Lexington Books, 1986, p. 66. T. Clarke, Pearl Harbor Ghosts. New York: Morrow, 1991. Prange, p. 736.

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que Pearl Harbor sería un blanco»;18 más bien, como con énfasis apunta Clarke, para los norteamericanos de la época, por razones complejas que incluían prejuicios culturales y raciales, era difícil reconocer la inminen-cia de la amenaza militar japonesa.19 Si bien en los niveles de decisión ci-viles y militares se sabía que Japón se hallaba en un grave dilema y que la salida militar era posible, «estos factores no alcanzaban el estado de con-vicción en las mentes de personas responsables [...] en la medida sufi-ciente para impulsarles a implementar los planes necesarios para repeler o al menos mitigar las acciones hostiles iniciales del enemigo».20

Esta carencia de credibilidad básica en que Japón se iba a atrever a dar inicio a una guerra contra Estados Unidos, es el background general fren-te al que debe evaluarse la información en manos de los norteamericanos antes del fatídico día 7 de diciembre de 1941. Levite y Kahn han realiza-do un análisis impresionantemente detallado y prácticamente exhaus-tivo de las fuentes de inteligencia, abiertas y encubiertas, que permitían a Washington y a los servicios militares norteamericanos hacer el segui-miento de las intenciones y capacidades japonesas antes del ataque. Lue-go de su extenso recorrido sobre esas fuentes, que resulta innecesario re-producir acá, Levite concluye que «Estados Unidos no sólo carecía de una cobertura sistemática de los militares japoneses, sino que además sus fuentes se estaban secando durante el período inmediatamente an-terior al ataque a Pearl Harbor [...] Se habría requerido un increíble gol-pe de suerte para que Estados Unidos obtuviese evidencia concreta y por adelantado acerca de la intención japonesa de atacar». Su amplia inves-tigación llega a esta síntesis:

Antes del 7 de diciembre de 1941, Estados Unidos poseía nutrida evidencia de que su relación con Japón era muy tensa y se de-terioraba rápidamente; las negociaciones estaban bloqueadas y suspendidas, y una ruptura de relaciones diplomáticas era al-tamente probable. Estados Unidos se hallaba igualmente bien informado de que los japoneses esperaban que el conflicto se intensificase, posiblemente hasta la ruptura de hostilidades, y una serie de medidas se estaban tomando a objeto de preparar-se para ese resultado y minimizar su impacto una vez que ocu-

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Levite, pp. 70-71. L. Kirkpatrick, Captains Without Eyes. New York: Macmillan, 1969, pp. 84-85.

Kahn, pp. 143-144.

rriese. Finalmente, Estados Unidos tenía a su disposición am-plia información que indicaba que Japón se estaba preparando para ejecutar masivas operaciones militares en el Lejano Orien-te, que el comienzo de esas operaciones era inminente y que las mismas podían tener lugar en cualquier momento después de noviembre de 1941 [...] Pero Estados Unidos no poseía evidencia alguna que revelase de manera específica que Japón realmente iba a atacar[le] y que este ataque había sido ordenado para un determinado momento.21

Lyman Kirkpatrick lo pone de esta forma: «Estados Unidos carecía de inteligencia sólida, de evidencia concluyente sobre lo que podría ha-cer Japón [...] los norteamericanos no tenían idea de la inmensidad del desastre que se avecinaba».22

De su lado, en su interesante y reveladora historia del desarrollo de los servicios criptográficos norteamericanos, David Kahn se refiere a la importante información que se recibía a través de la lectura de los men-sajes diplomáticos japoneses («Magic»), así como de partes de ciertos mensajes militares, cuyos códigos secretos habían sido descifrados. En tal sentido dice que:

Estos mensajes proveían información acerca de las posiciones y actividades del Ministerio del Exterior del Japón, y corrobo-raban la evidencia de negociaciones y eventos –como la ocupa-ción japonesa de Indochina– de que la situación se aproximaba a una crisis. Pero tales mensajes no revelaban planes militares o navales. El Ejército (norteamericano) no había descifrado los códigos del Ejército japonés porque no le era posible intercep-tar suficientes mensajes. La Marina, por su parte, había avan-zado poco sobre el principal código operativo japonés, el jn25, cuya segunda y más amplia edición había sido introducida en diciembre de 1940 [...] Para diciembre de 1941 sólo alrededor de 10% del texto de un mensaje promedio en jn25 podía ser desci-frado por los norteamericanos.23

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352Levite evalúa así la relevancia de «Magic»: «Si bien esta fuente ponía

de manifiesto en detalle la estrategia negociadora de Japón ante Estados Unidos, la misma ofrecía pocas claves acerca del pensamiento del Gabi-nete japonés que formulaba la estrategia, y casi ninguna información de valor operacional sobre las Fuerzas Armadas japonesas».24 Prange, cu-yas opiniones son menos enfáticas que las de Levite y Kahn, dice que:

Magic no era una especie de llave encantada que abriese las puertas del pensamiento japonés. Sus mensajes sólo revelaban lo que el Ministerio del Exterior transmitía a sus diplomáticos, y ese Ministerio estaba lejos de ser omnisciente. El Ejército y la Armada dictaban la política exterior japonesa, y estos últimos no siempre dejaban saber al ministro del Exterior y sus asocia-dos lo que estaban preparando, sino hasta que las cosas marcha-ban lejos, a veces demasiado lejos...25

Si bien era inconcebible que ocurriese un ataque a Pearl Harbor sin la intención japonesa de iniciar una guerra contra Estados Unidos, lo contrario no sólo era posible sino también probable, es decir, que Japón diese comienzo a una guerra contra Estados Unidos atacando, por ejem-plo, las Filipinas.26 De hecho, la inmensa movilización japonesa hacia el sur de Asia concentró la atención norteamericana y contribuyó a reducir aún más la sensación de vulnerabilidad respecto de Pearl Harbor. Las masivas concentraciones de buques y tropas japonesas moviéndose ha-cia el Sur crearon una especie de «hipnosis [...] distorsionando la aten-ción militar y política norteamericana y actuando como camuflaje de la fuerza de tarea asignada para destruir la flota en Pearl Harbor».27

De hecho, los japoneses ejecutaron un refinado e ingenioso plan de engaño antes del ataque, que incluía otorgar permisos de salida a tierra a numerosos marineros de la flota imperial, reforzar las guarniciones al norte de Manchuria para dar la impresión de que se daría un golpe hacia esa dirección, enviar planes falsos a diversos comandantes y sólo susti-tuirlos poco antes de la ofensiva real, y proseguir las negociaciones con Washington como un medio adicional para reducir las sospechas del

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Levite, p. 52. Prange, p. 81. R. H. Ferrel, «Pearl Harbor and the Revisionists», en E. M. Robertson, ed., The Origins of the Second World War. London: Macmillan, 1973, p. 281. Prange, p. 435.

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353enemigo y mantenerle adivinando.28 Como lo expresa Kahn: «Japón ha-bía cerrado todas las grietas de posible filtración. Sus negociadores en Washington no fueron notificados sobre el ataque. El conocimiento del mismo se limitaba a un estrecho círculo en Tokio. Los planes fueron dis-tribuidos a mano a los buques de la fuerza destacada para el ataque. Nin-guna referencia al ataque salió jamás al aire, ni siquiera en código».29

Algunos de aquellos que, como Wasserman, sostienen que Estados Unidos poseía suficiente información para razonablemente permitirle predecir el ataque, también admiten que:

A pesar de toda la inteligencia existente, nadie en Washington o Hawai tenía la menor sospecha de que Pearl Harbor como tal se hallaba en peligro [...] La información no fue evaluada ade-cuadamente porque toda la política norteamericana y su siste-ma de inteligencia estaban orientados implícitamente por el su-puesto de que un ataque japonés, si es que venía y cuando vinie-se, se produciría en el Lejano Oriente, cerca del Japón, lo cual no incluía un ataque a Pearl Harbor.30

Wohlstetter, de su lado, siempre se cuida de aclarar que «Ninguna de las señales recibidas constituyó una indicación carente de ambigüeda-des de la intención japonesa de atacar a Estados Unidos [en particular a Pearl Harbor, ar]».31

Ahora bien, aun tomando en cuenta todas las limitaciones que obsta-culizaban una adecuada recopilación de información por parte de Esta-dos Unidos previamente a Pearl Harbor, y haciendo el necesario recono-cimiento a la habilidad japonesa para ocultar sus propósitos y engañar al enemigo, conviene sin embargo enfatizar que las alertas de inteligencia, derivadas del análisis de la evidencia existente, no tienen que ser «per-fectas» para ser creíbles, pues su función es advertir a los líderes políti-cos sobre un peligro aun si la evidencia no justifica una predicción fir-me.32 Dicho esto, reitero que aquellos autores que, como Wohlstetter y Wasserman, señalan que existía abundante información antes del ata-que que en alguna medida posibilitaba visualizar el peligro, también ad-

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Wohlstetter, «Cuba and Pearl Harbor...», p. 704; Hybel, pp. 67-68.Kahn, p. 147.

Wasserman, p. 166. Wohlstetter, Pearl Harbor..., p. 211.

R. K. Betts, «Surprise, Scholasticism, and Strategy», International Studies Quarterly, 33, 1989, p. 331.

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354miten que muchas de esas señales se hicieron claras sólo en retrospectiva, y que en su momento vinieron recubiertas de ambigüedad y «ruido». Si la evidencia, antes del 7 de diciembre de 1941, hubiese sido concluyente y definitiva, sería imperativo aceptar las teorías conspirativas sobre Pearl Harbor, cosa que considero inaceptable.

Es común que creamos que la conducta de los otros es más coherente y planificada de lo que es. Se trata de una extendida tendencia a estable-cer un orden y simplificar eventos complejos, de difícil explicación. En palabras de Jervis: «La gente quiere ser capaz de explicar en lo posible lo que acontece a su alrededor. Admitir que un fenómeno no puede ser explicado, o al menos que no puede explicarse sin añadir numerosas y complejas excepciones y correcciones a nuestras creencias, es sicológica-mente incómodo e intelectualmente insatisfactorio».33 El papel del azar, de los accidentes, de la confusión, de la estupidez y la falibilidad huma-na pocas veces recibe la consideración debida en el contexto del análisis de eventos complejos y decisivos, como es el caso de Pearl Harbor. En su lugar, con frecuencia surgen sospechas de que nada es «casual», de que grandes eventos deben tener grandes causas, y de que planes siniestros

–en lugar de complejas combinaciones de factores en sí comprensibles– explican situaciones que exigen un análisis sofisticado y desprejuiciado. Este tipo de análisis, que tome en cuenta la complejidad de un fenómeno como la sorpresa, está ausente de las tesis revisionistas, que una y otra vez se ponen de moda en Estados Unidos en torno a Pearl Harbor.

Esta tendencia, como apunta Clarke, en cierta medida se explica por el todavía herido orgullo de no pocos norteamericanos ante el éxito de la sorpresa japonesa, orgullo que suscita una «desesperada necesidad de explicar lo ocurrido sin conceder victoria a las armas japonesas o admitir los errores y el exceso de confianza norteamericanos».34 Mientras más importante es el tema, y mayor el número e intensidad de las creencias que se ponen en juego al respecto, más aguda es la tendencia a generar teorías conspirativas para explicar lo inaceptable.

En tal sentido, una de las versiones «conspirativas» sobre Pearl Har-bor sostiene que Churchill recibió, y suprimió de manera deliberada, una firme advertencia del ataque. La verdad, no obstante, es que los ser-vicios de inteligencia británicos no fueron capaces de anticipar el ata-

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Robert Jervis, Perception and Misperception in International Politics. Princeton: Princeton University Press, 1976, p. 319. Citado por Ian Buruma, «Ghosts of Pearl Harbor», The New York Review of Books, December 19, 1991, p. 9.

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355que.35 El más respetable y exhaustivo recuento de las actividades de inteligencia británicas durante la Segunda Guerra Mundial indica al respecto que: 1) Los británicos «no poseían inteligencia de importancia que no fuese accesible a los norteamericanos y, de hecho, estos últimos tenían mucho que no veían los ingleses». 2) La evaluación de inteligen-cia británica previa a Pearl Harbor «implícitamente excluyó la perspecti-va de un ataque directo japonés contra posesiones norteamericanas», en la expectativa de que las acciones japonesas en el Lejano Oriente inten-tarían minimizar «el riesgo de guerra contra Estados Unidos».36

En conclusión, la sorpresa en Pearl Harbor tuvo que ver con fallas de recolección e interpretación de inteligencia, y con la excelencia de los planes y operaciones japonesas. No fue producto de la estupidez, aun-que la misma jugó su casi inevitable papel en ciertos momentos y cir-cunstancias, ni tampoco de una conspiración fraguada por Roosevelt y/o Churchill, aunque a ambos, por sus propias razones, les «convenía» lo ocurrido: a Roosevelt porque con Pearl Harbor el aislacionismo quedó temporalmente derrotado y Estados Unidos entró en la guerra; a Chur-chill, porque con la entrada de Estados Unidos en guerra, Inglaterra dejó de estar sola y ganó un aliado crucial. Es casi seguro que el debate en tor-no a Pearl Harbor no ha concluido aún, y posiblemente no concluirá jamás. Por largo tiempo se discutirá si, con base en la evidencia en sus manos, los comandantes de la base norteamericana debieron preparar-se mejor, con el objeto de estar en condiciones de enfrentar aun la peor contingencia. No obstante, a mi modo de ver, el caso de Pearl Harbor no pone de manifiesto una conspiración, sino simplemente otra instancia de la insuperable falibilidad humana.

Barbarroja: Un engaño exitoso

El objetivo medular de la política hitleriana era la conquista de «espacio vital» hacia el Este (Rusia), para la colonización y el disfrute de la «raza

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C. Andrew, «Churchill and Intelligence», en M. Handel, ed., Leaders and Intelligence. London: Frank Cass, 1989, p. 189.

F. H. Hinsley, British Intelligence in the Second World War. New York: Cambridge University Press, 1981, p. 76.

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356aria». Esta meta fundamental se hallaba en el centro de la visión del mun-do del Führer nazi, como lo prueban innumerables testimonios. Hitler era capaz, sin desviarse de ese propósito clave, de actuar con gran flexibi-lidad táctica, pero jamás perdió de vista su rumbo estratégico. El enfren-tamiento geopolítico con la urss estalinista, así como la lucha mortal en el plano ideológico entre nazismo y comunismo, no impidieron sin em-bargo la materialización del pacto germano-soviético de 1939, que selló el destino de Polonia y abrió definitivamente las compuertas a la Segunda Guerra Mundial, poniendo de paso de manifiesto el oportunismo y flexi- bilidad táctica de ambos dictadores.

Hitler y Stalin, los archienemigos políticos e ideológicos, con ese pac-to se estrecharon las manos a través de sus ministros, y lograron lo que en ese momento cada uno buscaba: Hitler aseguró que su próxima invasión a Polonia no le atraparía en una guerra en dos frentes. Aun si los fran-ceses y británicos cumplían su compromiso con Varsovia y declaraban la guerra a Alemania, nada podrían hacer militarmente, y ya no conta-rían con la posibilidad de una reacción soviética en defensa de los po-lacos. Además, con el pacto, Hitler obtuvo los suministros minerales y agrícolas que Alemania requería para seguir funcionando frente al blo-queo británico. Stalin, a su vez, ganó lo que para entonces más necesita-ba: tiempo para reconstruir el Ejército Rojo, diezmado por las purgas de años anteriores, desmoralizado y totalmente vulnerable, y tiempo para prepararse en todos los terrenos para el casi seguro enfrentamiento futu-ro con la Alemania hitlerista. Con el Pacto Ribbentrop-Molotov, la pesa-dilla de un combate a muerte entre una urss solitaria y debilitada, y una Alemania nazi aguerrida y triunfante, se había disipado pasajeramente.

La Blitzkrieg de Hitler acabó con Polonia en 1939, y puso de rodillas a Francia en la primavera de 1940. No se había decidido aún el resultado de la «Batalla de Inglaterra», en el otoño de ese año, cuando ya el Führer nazi comenzó a impartir órdenes a objeto de que se elaborasen los pla-nes operacionales para la venidera conquista de Rusia. Al igual que en el caso de Pearl Harbor, resulta conveniente analizar las motivaciones del líder nazi como preludio a la discusión de la sorpresa.

Al dar inicio a los preparativos para atacar a Rusia, sin haber termina-do aún con Inglaterra, Hitler abría la posibilidad de una nueva guerra en dos frentes –semejante a la Primera Guerra Mundial– opción que hasta entonces el Führer nazi había anatematizado como casi un suicidio para Alemania. La explicación que dio a sus colaboradores y jefes militares fue

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37W. Warlimont, Inside Hitler’s Headquarters 1939-1945. London: Weindenfeld & Nicolson, 1964, p. 114.

que, de acuerdo con sus cálculos, la Gran Bretaña se mantenía inflexible en la esperanza de que, si tan sólo el conflicto se prolongaba en el tiempo, la urss entrase en guerra contra Alemania. Hitler llegó a la conclusión de que sus ejércitos serían capaces de conquistar Rusia en una sola cam-paña, corta y decisiva, al estilo de las ejecutadas contra Francia y Polonia. Con Rusia a sus pies, desaparecería la última esperanza de los británicos, que se verían forzados a llegar a un arreglo con el dueño de la Europa con-tinental. De paso, Hitler habría logrado su objetivo central de «espacio vital» en el Este: «Rusia –dijo Hitler a sus generales a fines de 1940– es el factor que todavía cuenta para Inglaterra [...] Si Rusia es derrotada, la úl-tima esperanza inglesa perecerá. Alemania será la dueña de Europa y los Balcanes [...] La decisión como resultado de esto es que debemos arreglar el asunto de Rusia. Lo haremos en la primavera de 1941...».37

La apreciación del Führer nazi, según la cual Rusia sería dominada en una sola campaña relámpago, se basó en una grave subestimación del adversario. No obstante, antes de la invasión alemana, y hasta el mo-mento –invierno de 1941– cuando las tropas soviéticas contraatacaron a las puertas de Moscú, el propio Stalin desconfiaba seriamente de la ca-pacidad de sus Fuerzas Armadas para repeler el poderoso aparato bélico alemán. A pesar de la enemistad subyacente entre los regímenes nazi y comunista, a pesar del conocimiento de que el pacto germano-soviéti-co era producto de temporales y efímeras conveniencias, a pesar de nu-merosos avisos de inteligencia acerca de las intenciones bélicas de Hitler, Stalin y el Ejército Rojo fueron tomados por sorpresa en junio de 1941. ¿Por qué?

El caso «Barbarroja» ofrece tres aspectos de particular interés en el es-tudio de la sorpresa. En primer término, Barbarroja fue en buena medi-da el producto de una gigantesca operación de engaño, dirigida a ocultar la verdadera intención de los masivos preparativos de invasión realiza-dos en la frontera con la urss antes del ataque. En segundo lugar, en vez de buscar que se redujese la sensación de vulnerabilidad de su adversa-rio, para evitar por todos los medios hallarle en estado de alerta a la hora del ataque, Hitler quiso aumentar esa sensación, pero sólo hasta cier-to punto, a objeto de lograr dos cosas: 1) que Stalin movilizase el grueso del Ejército Rojo hacia la frontera, donde los alemanes le aplastarían en grandes operaciones envolventes, y 2) que Stalin no colocase a sus fuer-

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38 B. Whaley, Stratagem, Deception and Surprise in War. Cambridge: mit Center for International Studies, 1969, (mimeo), p. 135.

zas en estado de alerta, de modo de lograr la sorpresa. Para lograr esto último engañó a Stalin con la idea de un presunto «ultimátum». En ter-cer lugar, Barbarroja es un importante ejemplo de autoengaño, en este caso del propio Stalin, quien bloqueó su mente a las informaciones que apuntaban hacia la cercana invasión alemana y contribuyó de esa forma a agudizar la magnitud e impacto de la sorpresa enemiga.

A diferencia de Pearl Harbor, cuando –de acuerdo con el modelo de Wohlstetter– los norteamericanos o bien no recibieron suficientes y ade-cuadas señales previamente al ataque, o bien las perdieron de vista debi-do al ruido que las ocultaba, la sorpresa en Barbarroja fue predominan-temente el resultado del «envío» deliberado, por parte de los alemanes, de señales falsas, que ni eran ambiguas ni estaban recubiertas de «ruido», señales que lograron convencer a Stalin, engañándole, y alcanzando así el propósito supremo del engaño y la estratagema en la guerra: hacer que el enemigo esté «seguro, decidido, y equivocado».38 En Barbarroja, dicho de otra manera, Hitler no confió tanto en el «ruido» ni en la casi imposi-ble opción de ocultar sus capacidades operacionales, ya que, al contrario de Pearl Harbor, no se trataba de una fuerza de tarea naval deslizándose por el inmenso océano Pacífico, sino de millones de hombres, tanques, cañones y vehículos blindados desplegándose en la propia frontera oc-cidental de la Unión Soviética. La tarea de los alemanes fue generar se-ñales que, con un alto grado de veracidad y credibilidad aparentes, apun-taban en la dirección que Stalin quería y por lo tanto estaba dispuesto a escuchar.

Siguiendo a Whaley, estoy usando acá los términos «ruido» y «seña-les» en un sentido un tanto diferente al impuesto por Wohlstetter. Como se recordará, de acuerdo con esta autora, el «ruido» es información falsa o irrelevante que oculta o distorsiona el viaje de las «señales», es decir de la información que en verdad revela las intenciones y capacidades del enemigo. En este caso, y para precisar la diferencia específica de Barba-rroja, estoy planteando una diferencia entre «ruido», por un lado, y por otro «señales» emitidas deliberadamente, falsas pero creíbles, capaces de engañar a la víctima. Tal vez, para evitar confusiones, sea preferible hablar con un cierto tipo de ruido, deliberado y dirigido no a acrecentar la ambigüedad sino a reducirla en la mente del enemigo.

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B. Whaley, Codeword Barbarossa. Cambridge: The mit Press, 1973, p. 242. 39

Stalin fue tomado por sorpresa no a causa del ruido o de las alertas ambiguas, sino porque los alemanes redujeron deliberadamente la am-bigüedad de los avisos y alertas, definiendo una intención aparentemen-te clara, que Stalin deseaba creer pero que no era verdadera. En palabras de Whaley, «se logró la sorpresa a través del envío deliberado de señales falsas, no de señales ambiguas y menos aún de ruido para distraer».39 El punto clave se refiere a la distinción entre «ruido», en un sentido ge-neral, y «desinformación deliberada» que, según Whaley, no deben ser confundidos o identificados.

La importancia de esta discusión se debe a que la tesis de Whaley contribuye a resaltar la sutileza y efectos de la gigantesca operación de engaño ejecutada por los alemanes; al mismo tiempo, esta visión de las cosas permite poner en perspectiva la actitud cerrada de Stalin frente a las múltiples «señales» verdaderas que recibió acerca de la inminencia de la invasión nazi. No se trata de manera alguna de atenuar la culpabi-lidad de Stalin ni su responsabilidad al dejarse tomar por sorpresa. Se trata, más bien, de precisar que las –al menos– 84 advertencias sobre el próximo ataque alemán que recibió Stalin antes del 22 de junio de 1941 no fueron desoídas por el líder soviético simplemente por estupidez o terquedad (y terquedad hubo en grandes dosis), sino también porque fue víctima de un acertado plan de engaño en cuanto a la verdadera in-tención de su enemigo al desplegar sus ejércitos en la frontera.

Inicialmente, la estrategia de engaño de Hitler se orientó a hacer creer a los soviéticos que el verdadero objetivo alemán era la invasión a la Gran Bretaña a través del canal de la Mancha. Sin embargo, el fracaso de la Fuerza Aérea alemana en la Batalla de Inglaterra, las dificultades para movilizar suficientes tropas y equipos en la costa atlántica a objeto de hacer creíble el engaño, y lo más importante, la dificultad para ocultar el enorme despliegue militar en la frontera soviética, hicieron ver a Hitler que esta estrategia fracasaría: era poco probable que los soviéticos creye-sen que Alemania se aprestaba a invadir la Gran Bretaña cuando más del 80% de las Fuerzas Armadas alemanas eran desplegadas a pocos kilóme-tros de la línea fronteriza occidental de la urss.

Hitler siempre sostuvo, ante la oposición de algunos de sus más há-biles jefes militares, que el objetivo operacional clave de la invasión a Ru-sia debía ser «la destrucción del poder vital ruso», entendiendo por tal el

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40 Citado por B. Leach, German Strategy Against Russia 1939-1941. Oxford: Clarendon Press, 1973, p. 100.

grueso de las Fuerzas Armadas y no la captura de ciudades.40 Para lograr semejante propósito, en una sola campaña relámpago, era indispensa-ble que Stalin desplegase la masa fundamental del Ejército Rojo hacia la frontera; por ello había que amenazarle y agudizar su sensación de vul-nerabilidad. A la vez, para lograr la sorpresa era indispensable también que el Ejército Rojo no estuviese en estado de alerta a la hora de producir-se la invasión. Esto último exigía que Hitler hiciese creer a Stalin que su propósito no era atacar, sino amenazar para extraer concesiones de parte de la urss. El despliegue alemán fue por lo tanto «vendido» deliberada-mente a Stalin como un instrumento de amenaza, que iba eventualmen-te a conducir a un ultimátum.

La evidencia indica que Stalin «compró» la estratagema de Hitler, y es por ello que el líder rojo no solamente no hizo caso a las numerosas advertencias sobre la verdadera intención del Führer nazi, sino que ade-más se negó a colocar en estado de alerta a sus tropas por temor a provo-car a Hitler y así impulsarle a invadir. La actitud de Stalin sugiere que el jefe soviético concluyó que era posible negociar de nuevo con Hitler y llegar a un arreglo, posponiendo otra vez el fatídico y temido choque de armas. Stalin parece haber razonado que Hitler no iba a involucrarse en una guerra en dos frentes, que el Führer nazi necesitaba los suministros que le proveía la urss y que la movilización masiva de las fuerzas alema-nas hacia la Unión Soviética era un bluff, con el propósito de obtener me-jores condiciones económicas y territoriales para así preparar mejor una ofensiva, sólo que más tarde. Stalin necesitaba tiempo, sabía que sus ejércitos no estaban listos para detener una invasión nazi, y sus deseos se sumaron a la eficaz operación de engaño de los alemanes, operación en la cual Hitler –casi siempre acertado cuando se trataba de olfatear las de-bilidades sicológicas de sus adversarios– tuvo mucho que ver.

La estrategia de engaño ejecutada por los alemanes fue desarrollada con base en un tema central y varios temas secundarios. El punto central, como ya se dijo, era que Alemania se aprestaba a extender un ultimátum a la urss para hacer exigencias y lograr concesiones. Los temas comple-mentarios, dirigidos a cubrir la verdadera intención de la movilización hacia el Este, eran los de la presunta invasión a la Gran Bretaña (el movi-miento al Este fue presentado como un engaño a los ingleses), un ataque alemán masivo en Grecia y los Balcanes, y la necesidad de defenderse ante la posibilidad de un ataque ruso.

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Citado por A. Ainsztein, «Stalin and June 22, 1941», International Affairs, 42, 1966, p. 670. A. George, Presidential Decision Making in Foreign Policy. Boulder, Col.: Westview Press, 1980, pp. 74-75.

El engaño alemán funcionó en parte porque fue bien diseñado e im-plementado, y numerosas «señales» que anunciaban la intención de dar un ultimátum fueron deliberadamente enviadas a los rusos; además, el engaño funcionó porque fue sembrado en una mente, la de Stalin, que deseaba creer lo que los alemanes sutilmente estaban diciéndole. Stalin había querido ganar tiempo a través de su pacto con Hitler, pero la rapi-dez de los acontecimientos bélicos motorizados por la Blitzkrieg había transformado radicalmente el horizonte en un breve período. Stalin se había comprometido con una política que brindó una ayuda significati-va al logro de las primeras conquistas de Hitler. Para el jefe soviético con-ceder que los alemanes se aprestaban a atacar masivamente a la urss en 1941, implicaba aceptar que su política de pactar con los nazis y alimen-tar su maquinaria bélica había sido un monstruoso error. Era preferible creer que Hitler acabaría primero con Inglaterra, que la movilización ha-cia el Este era un bluff destinado a pactar un nuevo y más favorable acuer-do para Alemania, y que los avisos sobre el ataque que se avecinaba no eran más que «provocaciones» elaboradas por «círculos reaccionarios» y por los propios británicos, deseosos de fomentar una guerra entre na-zis y soviéticos. Como lo expresó el almirante Kuznetsov: «Stalin veía el tratado de 1939 como un medio de ganar tiempo, pero el respiro fue con-siderablemente más corto de lo que había estimado. Su error estuvo en una apreciación incorrecta de cuándo tendría lugar el conflicto».41

Pocos jefes de Estado han tenido el privilegio de recibir una informa-ción tan completa sobre el riesgo que les amenaza como lo tuvo Stalin los primeros meses de 1941. Las advertencias provenientes de muy diver-sas fuentes fueron numerosas y en algunos casos detalladas. La informa-ción estaba allí, pero no existía la voluntad de creer en ella. Acá se aplica con especial intensidad la observación de George de acuerdo con la cual «tomar en serio una advertencia siempre acarrea la responsabilidad de decidir qué hacer al respecto»; esa responsabilidad puede hacerse muy pesada, una especie de castigo para líderes que tienen entonces que en-frentarse a la opción de tomar decisiones incómodas e indeseables. De allí que, en tales circunstancias, puede ocurrir – y eso posiblemente pasó a Stalin – que el dilema se evada, haciéndose los implicados menos re-ceptivos a las noticias y avisos desagradables.42 Puesto en otros términos, la admisión o aceptación de una advertencia requiere una voluntad o dis-

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Jervis, p. 375. Citado por Ainsztein, p. 668.

posición de actuar al respecto y dar una respuesta. Para citar a Jervis: «... cuando la gente está preparada a actuar en función de lo que conoce, no descarta las noticias desagradables».43 Stalin no quería creer que el ata-que alemán era inminente en 1941, por ello fue mas fácilmente engañado.

Stalin contaba con los servicios de dos eficientes agencias de inteli-gencia, aparte de la, para ese entonces, nada menospreciable solidaridad del movimiento comunista internacional. Las dos agencias eran el de-partamento exterior del aparato de seguridad interna (nkvd, después kgb) y el departamento de operaciones extranjeras del Estado Mayor (gru, inteligencia militar). La información obtenida por estos organis-mos pasaba a manos del poderoso Departamento Central de Informa-ción, bajo el control directo del Buró Político del Partido Comunista so-viético, y más específicamente del Secretariado, sometido a Stalin. El flujo de información suministrado por estas fuentes era presentado a Stalin por hombres como Beria (kgb) y Golikov (jefe del gru). Hoy ya no quedan dudas acerca de la abundancia de los avisos recibidos por las agencias de inteligencia soviéticas sobre el inminente ataque alemán. El problema estuvo en que ni Stalin quería creer en las advertencias, ni los hombres encargados de transmitírselas se atrevían a decirle lo que el jefe rojo no quería oír. El terror estalinista funcionó para cerrar los canales de información, y en otras ocasiones para distorsionarla.

En sus Memorias, el almirante Nikolái Kuznetsov relata una conver-sación sostenida en febrero de 1941 con Zhdanov, miembro del Buró Po-lítico y uno de los dirigentes más cercanos a Stalin. El marino preguntó a Zhdanov si este último consideraba las actividades alemanas en la fron-tera soviética como preparativos de guerra, y Zhdanov, posiblemente reflejando lo que pensaba el propio Stalin, «sostuvo que Alemania no estaba en posición de hacer una guerra en dos frentes. Él interpretaba las violaciones del espacio aéreo soviético por parte de los alemanes y la concentración de fuerzas en la frontera como medidas de precaución to-madas por Hitler con el objeto de ejercer presión sicológica sobre el lide-razgo soviético, nada más».44 Para Zhdanov, las lecciones de la Primera Guerra Mundial mostraban que Alemania no podía ganar una guerra en dos frentes, y que Hitler no cometería el error de lanzarse contra la urss sin antes haber sometido a la Gran Bretaña.

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Ibid., p. 666. L. Trepper: The Great Game. London: Michael Joseph, 1977, p. 126.

S. Radó, Codename Dora. London: Abelard, 1977, pp. 55, 58.

Stalin tenía sus razones para descartar los mensajes enviados por los servicios de inteligencia británicos y norteamericanos, ya que opinaba que éstos sólo buscaban enredarle en un conflicto bélico con los nazis. Pero hubo otras advertencias, de fuentes insospechables. Por ejemplo, Valentín Berezhkov, primer secretario de la embajada soviética en Ber-lín a principios de 1941, relata en sus Memorias que en marzo de ese año habían comenzado a acentuarse los rumores sobre el próximo ataque alemán contra la urss. En mayo, en función de datos que incluían la fecha probable de la invasión, el personal especializado de la misión di-plomática preparó un informe en el que se concluía que la ofensiva ale-mana era inminente. Este informe fue enviado de inmediato a Moscú.45 Adicionalmente, las tres más famosas redes de espionaje soviéticas de la Segunda Guerra Mundial: la «orquesta roja», dirigida por Leopold Trepper y activa en Alemania, Francia y Bélgica; el grupo dirigido por el geógrafo húngaro Sándor Radó (conocido bajo el nombre-código «Dora», y que contaba con los servicios del súper espía «Lucy») con sede en Suiza, y por último el enigmático y eficaz espía Richard Sorge, agen-te soviético basado en Tokio, todas ellas conocieron con anticipación de-talles precisos sobre los planes alemanes contra la urss y los transmi-tieron a Moscú, sin que ello surtiese el efecto deseado. Tanto Trepper como Radó sobrevivieron a la guerra y publicaron sus respectivas histo-rias, que contienen revelaciones de gran importancia sobre sus labores de espionaje.

Trepper afirma: «En febrero [1941] envié un reporte detallado a Mos-cú, indicando el número exacto de divisiones alemanas que estaban sien-do transportadas desde Francia y Bélgica hacia el Este. En mayo, a través del agregado militar soviético en Vichy [sector no ocupado de Francia], general Susloparov, envié el plan de ataque alemán e indiqué su fecha original [15 de mayo], luego la fecha revisada y la fecha final».46 Por su parte, Radó reproduce los textos de varios mensajes transmitidos a Mos-cú entre febrero y junio de 1941, en los que se confirmaban no solamente la decisión de Hitler de atacar, sino que también se daban detalles sobre la cantidad, características y distribución de las unidades alemanas des-plegadas frente a la urss.47

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J. Erickson, The Road to Stalingrad. London: Weidenfeld & Nicolson, 1975, pp. 88-89. Trepper, p. 127.

Stalin, sin embargo, no recibía este material de inteligencia en estado puro, es decir, tal y como era enviado por sus agentes en el exterior. Antes de llegar a sus manos, las más valiosas informaciones eran procesadas por Golikov (gru, inteligencia del Ejército Rojo), quien rendía cuentas a Stalin. Los informes eran pasados al jefe rojo bajo dos clasificaciones: los provenientes de «fuentes confiables» y aquellos que se consideraban originados en «fuentes dudosas». De acuerdo con el oficial que de hecho entregaba las carpetas de informes a Stalin, este último tomaba primera-mente y con evidente interés lo clasificado como «dudoso», y lo revisaba predispuesto a reafirmar su inactividad ante los signos de una creciente amenaza nazi. Todo lo que, por el contrario, tendiese a señalar que Hitler había marcado a Gran Bretaña como su verdadero objetivo y que los mo-vimientos de tropas hacia el Este no eran más que una enorme y compli-cada treta, era clasificado por Golikov (consciente de lo que su jefe quería escuchar) como «confiable». Las vitales y cada vez más detalladas infor-maciones de Richard Sorge desembocaban inevitablemente en la carpe-ta de reportes «dudosos». El respetado historiador militar británico John Erickson afirma que: «La exposición completa del Plan Barbarroja fue ciertamente sometida por Golikov a Stalin, pero presentada –de acuer-do con el historiador soviético que leyó el documento– como la obra de agentes provocadores interesados en promover una guerra entre Alema-nia y la urss».48 El mariscal Zhukov también sugirió en varias oportuni-dades que Golikov no transmitió a Stalin toda la evidencia existente so-bre los preparativos bélicos de Hitler contra la Unión Soviética. El 20 de marzo de 1941 Golikov había enviado una nota a los miembros del apara-to de inteligencia y espionaje, indicándoles que «todos los documentos que sugieran que la guerra es inminente deben ser asumidos como falsi-ficaciones, emanadas de fuentes británicas o aun alemanas».49

Podría pensarse que estos testimonios reducen en alguna medida el grado de culpabilidad de Stalin en la debacle que sobrevino sobre la urss en junio de 1941; no obstante, no hay que olvidar que Stalin desea-ba creer que el ataque no se produciría, al menos no en ese momento, y que a pesar de los numerosos indicios acerca de su proximidad (no todos ellos suprimidos por Golikov), de los signos del cambio de actitud y la belicosidad nazis, de las múltiples violaciones del espacio aéreo sovié-

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Alec Nove, Stalinism and After. London: Allen & Unwin, 1975, p. 83. 50

tico por parte de aviones de observación de la Luftwaffe, de las adver-tencias provenientes de diversas fuentes y de los reportes de desertores alemanes que se pasaron a los rusos, a pesar de todo esto –repito– Stalin cerró sus oídos al murmullo creciente de los preparativos de Hitler. De esa manera, las tropas y tanques alemanes lograron abalanzarse sobre un Ejército Rojo desprevenido y vulnerablemente concentrado cerca de las fronteras.

De los 3.800.000 hombres que en total integraban las Fuerzas Arma-das alemanas, Hitler lanzó 3.200.000 contra la urss, en la más ambicio-sa de sus operaciones militares, la más grandiosa y cruel de las campañas de la Segunda Guerra Mundial. En palabras de Alec Nove:

No es posible culpar a Golikov por lo ocurrido. Él sabía bien que su jefe pensaba que los alemanes no atacarían, al menos no ese año. Sabía igualmente que miles de oficiales habían sido fusila-dos por órdenes de Stalin sólo poco tiempo antes. Era demasia-do arriesgado decir la verdad. El terror de Stalin, y su escogen-cia de hombres de segunda categoría como sus colegas y colabo-radores cercanos, fueron factores que en mucho contribuyeron a aumentar su incapacidad para percibir la realidad.50

Algunos comandantes soviéticos, actuando por iniciativa propia, lo-graron poner a sus tropas en estado de alerta poco antes de iniciarse la ofensiva alemana, pero en la mayoría de los frentes la sorpresa fue casi total. Stalin había cometido un gravísimo error.

A las 3:15 de la mañana del 22 de junio de 1941, la línea gigantesca de la frontera occidental soviética se iluminó con el fuego de miles de caño-nes, tanques, aviones y tropas de infantería alemanas. El ataque había comenzado. A las 5:30 a.m., hora de Moscú, el Embajador alemán Von Schulemburg entregó a Molotov la declaración de guerra de Hitler. Fue solamente cuando su ministro de Relaciones Exteriores le hizo llegar el documento cuando Stalin se convenció de que definitivamente su país estaba en guerra con la Alemania hitlerista. El pacto con el Führer nazi había sido pieza clave de su política exterior; sobre el pacto descansaba su precaria seguridad y mientras durase también sobreviviría su éxito. La guerra conmocionaba radicalmente los cimientos del régimen y po-

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Citado por Ainsztein, p. 670. H. H. Ransom, «Strategic Intelligence and Foreign Policy», World Politics, 27, 1, 1974, p. 143.

nía en cuestión su enorme poder personal. Los costos de la victoria final fueron terribles, y quizás en no escasa medida habrían podido evitarse, sobre todo durante las primeras etapas, cuando «Barbarroja» se desató sobre Rusia por sorpresa como una tormenta incontenible de destruc-ción.

Stalin no sólo no creyó en la inminencia del ataque alemán, sino que tampoco fue capaz de tomar medidas preventivas capaces de amortiguar el peso de una sorpresa. ¿Por qué Stalin no tomó medidas de precaución? Esa es la pregunta que se hace, por ejemplo, el almirante Kuznetsov, y dice que «Un hombre con la experiencia política de Stalin debió haberse dado cuenta de que la única manera de hacer entrar en razón a un agre-sor potencial, es demostrar la disposición de devolver golpe por golpe». Stalin, sin embargo, al captar que sus cálculos habían estado equivoca-dos, que «las Fuerzas Armadas soviéticas y el país como un todo no esta-ban preparados suficientemente para la guerra [...] reaccionó con furia contra las medidas preventivas de nuestras tropas. Llegamos así a una situación en la cual los aviones de reconocimiento alemanes fotografia-ban nuestras bases y a nosotros se nos ordenaba no dispararles».51 Esta es una reacción comprensible de parte de un militar, a la que sólo resta-ría añadir que Stalin actuó como lo hizo no sólo porque percibía la posi-bilidad de su trágico error, sino porque quería creer en el venidero «ulti-mátum» de Hitler, y no deseaba provocarle.

La serie de desastres que se inició para la urss en junio de 1941 tuvo sus raíces en la estructura misma del sistema totalitario estalinista, en las purgas de los años 1930, en el terror generado por un aparato represivo que impuso sobre el pueblo soviético la voluntad de un solo hombre, y también en la capacidad alemana para formular y ejecutar lo que un do-cumento secreto de la época denominó «la más grande operación de en-gaño en la historia de la guerra».52

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53Henry A. Kissinger, Un mundo restaurado. México: Fondo de Cultura Económica, 1973, p. 17.

Chamberlain y el apaciguamiento a Hitler

Con razón se preguntaba Kissinger: «¿Cuál de los ministros que declara-ron la guerra en agosto de 1914 no habría retrocedido horrorizado si hu-biese visto el estado del mundo en 1918, para no decir nada del estado actual?».53 Esa terrible guerra fue verdaderamente trágica en lo humano, por su extrema crueldad, y en lo político, por los resultados que arrojó. En particular, la Primera Guerra Mundial no culminó en una paz de re-construcción sino en una paz de retaliación. Los vencedores, especial-mente Francia, perdieron de vista la importancia de la magnanimidad en la victoria, así como el imperativo de que la guerra, si es inevitable hacerla, lleve a una paz mejor y más sólida, y no a la creación de un nue-vo y aún más extremo escenario de conflictos. El Tratado de Versalles lo-gró precisamente eso: crear las condiciones para que la República demo-crática de Weimar, surgida en Alemania luego de la derrota, comenzase su existencia prácticamente condenada al fracaso, en vista del enorme peso socioeconómico de las reparaciones e indemnizaciones impuestas por los poderes victoriosos, y del rencor nacionalista contra las cláusulas discriminatorias de un tratado de paz carente de visión.

Dentro de ese cuadro, a partir de 1918 –cuadro al que se añadió la cri-sis económica de los años 1920– el terreno estaba abonado para el na-cimiento y acelerado desarrollo de movimientos políticos radicales de derecha e izquierda, y en general para la agudización de las confronta-ciones sociales y la exacerbación de todos los odios y pasiones. Ese fue el marco donde surgió Hitler a la vida política. Con su carisma, sus dotes organizativas, su fanatismo y su implacabilidad, Hitler se insertó en me-dio de la decadencia y el resentimiento imperantes en ese tiempo y cir-cunstancias, hasta conducir al movimiento nazi al poder en 1933.

Gran Bretaña y Francia habían salido triunfantes, pero severamen-te golpeadas, de la atroz contienda de 1914-1918. Los sobrevivientes de la generación que se desangró en las trincheras durante la guerra decidie-ron que su lema y línea de conducta en adelante sería: ¡nunca más! Ja-más otra guerra y jamás otra matanza semejante. El clima de opinión, así como las condiciones económicas, sociales y políticas prevalecientes durante el período que se extendió desde el fin de la Primera Guerra has-

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368ta aproximadamente el momento en que Chamberlain, Daladier, Hitler y Mussolini firmaron el Pacto de Múnich en septiembre de 1938, da for-ma al contexto en el cual surge la llamada «política de apaciguamien-to», adelantada predominantemente por la Gran Bretaña hacia Hitler y la Alemania nazi, política que se quiebra de manera definitiva en 1939. El principal arquitecto y promotor de esa política fue Neville Chamberlain, Primer Ministro británico y personaje de extraordinario interés para el análisis de un aspecto del tema central de este estudio, que es el de la re-lación desde el punto de vista de la víctima entre personalidad política, percepción de amenaza y sorpresa.

El planteamiento que desarrollaré acá es que la personalidad políti-ca de Chamberlain, sus convicciones y su visión del mundo hacían muy difícil que percibiese con la necesaria claridad la amenaza que Hitler re-presentaba; en consecuencia, Chamberlain se convirtió en una víctima particularmente vulnerable para las sorpresas diplomáticas del Führer nazi, cuya concepción de la política difería radicalmente de la de su an-tagonista. Este análisis permitirá también abordar el controversial tema de la atribución de responsabilidades individuales en el campo de la sor-presa, pues –como se indicó en la introducción a este estudio– la for-mulación de un juicio equilibrado sobre el desempeño individual den-tro de la complejidad del fenómeno sorpresa, exige tomar en cuenta los condicionamientos del ambiente y a la vez evaluar los criterios, valores y convicciones de los actores individuales, sin subestimar la relevancia de ninguno de estos factores. De allí que sea indispensable primeramente ubicar la política de apaciguamiento en su contexto histórico, e intentar un juicio ponderado acerca de sus motivaciones y evolución, para luego introducir el elemento individual, referido a Chamberlain, a sus propó-sitos y expectativas, y finalmente emitir una opinión sobre su desempe-ño personal y sobre las razones que condujeron al dramático fracaso del apaciguamiento a Hitler.

La política de apaciguamiento promovida por Chamberlain sigue siendo hoy objeto de controversia. Por un tiempo, en los años inmedia-tamente posteriores al fin de la Guerra Mundial, la opinión dominan-te la condenó en forma total, como una línea débil y vergonzosa de en-treguismo y cobardía ante las dictaduras fascistas. Un segundo tipo de interpretación, insuperablemente representada por el brillante y polé-mico libro de A.J.P. Taylor, Los orígenes de la Segunda Guerra Mundial,54

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A. J. P. Taylor, The Origins of the Second World War. Harmondsworth: Penguin Books, 1974. 54

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369muestra el proceso que culmina en la invasión alemana a Polonia en 1939, incluyendo la política de apaciguamiento, como un rumbo de malenten-didos, pleno de estupidez y cálculos equivocados pero no necesariamen-te malintencionados, que terminó llevando a Hitler y a los demás líderes de la época a una guerra que en el fondo ninguno quería. Más reciente-mente algunos historiadores han salido a la defensa de Chamberlain,55 presentando el apaciguamiento como un curso de acción natural y ra-cional, dadas las circunstancias económicas y militares de la Gran Bre-taña en los años 1930, la fragilidad de la situación estratégica inglesa y el impacto posible de una nueva guerra sobre la estabilidad doméstica de los países en pugna, así como en la redefinición de la distribución mun-dial del poder geopolítico.

A mi modo de ver, para entender el apaciguamiento y a Chamberlain, es necesario esforzarse por mirar con empatía la posición de la dirigen-cia británica en los años 1930, antes de que su política se hiciese pedazos con el estallido de la guerra. A Chamberlain, como argumentaré, no se le puede en justicia condenar de plano; es necesario tratar de comprender el conjunto de circunstancias dentro de las cuales actuó. Sólo así es posi-ble formular un juicio crítico equilibrado acerca de un proceso complejo, reacio a las simplificaciones.

En primer término, no cabe duda de que la realidad geopolítica del Imperio británico era precaria y frágil para la época. Existía una contra-dicción fundamental entre, por un lado, las exigencias externas de la Gran Bretaña –que requerían un masivo programa armamentista para proteger los extensos intereses imperiales alrededor del mundo–, y por otro lado, las demandas internas de la nación británica, que se tradu-cían en reforma social, repliegue geopolítico y estabilización económica, todo lo cual, en síntesis, apuntaba a la paz y no a la guerra.56 Esta reali-dad geopolítica, que generaba dilemas de muy difícil resolución, ha lle-vado a algunos historiadores a concluir que, dadas las condiciones pre-valecientes, el apaciguamiento, en una versión u otra, era prácticamente inevitable como línea de conducta en política exterior.57 Dicho en otros términos y éste me luce un juicio razonable, conviene analizar «lo que era factible, no lo que era deseable»,58 de modo de pronunciarse con objeti-

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Véase, por ejemplo, John Charmley, Chamberlain and the Lost Peace. London: Macmillan, 1989. Paul Kennedy, «Appeasement and British Defense Policy in the

Interwar Years», British Journal of International Studies, 4, 1978, p. 166.N. H. Gibbs, Grand Strategy, vol. i. London: hmso, 1976.

R. Meyers, citado por Kennedy, p. 166.

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370vidad en torno al problema. Esto es de especial importancia ya que, en se-gundo lugar, Chamberlain y sus colaboradores eran hombres de Estado de gran experiencia y capacidad; no eran exactamente ingenuos o estúpi-dos. De allí que sus errores, que arrojan tantas y tan significativas leccio-nes, exijan un tratamiento equilibrado.

Ahora bien, ¿qué fue y qué es una política de «apaciguamiento»? El fracaso de Chamberlain y la opinión radicalmente adversa prevaleciente por muchos años respecto de su persona han dado al término una con-notación esencialmente negativa, transformándole de palabra que –en los años 1930– designaba una política admitida por numerosos políticos y por buena parte del público como razonable y sensata, a palabra o con-cepto «malo» y condenable por antonomasia. Este resultado semántico pierde de vista que tradicionalmente, en el marco europeo, el «apacigua-miento» fue una política basada en concesiones hechas desde una posi-ción de fuerza, dentro de límites siempre bajo control del «apaciguador», y en función de un propósito «ético» de estabilización del orden y con-tención de los conflictos.59 Ciertamente, el Pacto de Múnich en 1938 no reflejó esa concepción «positiva» del apaciguamiento, pues fue un tra-tado al que se llegó en una especie de atmósfera de desesperación, que culminó en la aceptación, bajo presión y angustia de las exigencias del adversario, y que condujo a la desintegración de Checoslovaquia (cuyos líderes ni siquiera participaron en las negociaciones) y el traslado bajo dominio nazi de numerosas personas sin un plebiscito legitimizador. En palabras de Herz, la «inmoralidad» en que desembocó el apacigua-miento de los años 1930 se encuentra en la disposición final de sus eje-cutores «a colocar la libertad de individuos, grupos y naciones enteras, su independencia del control fascista, en la mesa de negociaciones, y de, en última instancia, convertirlas en instrumento para hacer concesiones unilaterales».60

Chamberlain tomó el camino del apaciguamiento con base en tres factores: 1) Como ya se dijo, en principio y en abstracto, el apaciguamien-to «no es en sí mismo condenable, dentro de ciertos límites, como estra-tegia de conducta en política exterior. Chamberlain calculó que una lí-nea de acción sustentada en concesiones y compromisos razonables no sólo era éticamente aceptable y deseada por la mayoría en Gran Bretaña y

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W. R. Rock, British Appeasement in the 1930s. London: Arnold Publishers, 1977, p. 25. J. H. Herz, «The Relevancy and Irrelevancy of Appeasement», Social Research, xxxi, 3, 1964, p. 318.

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371Europa en general, sino que era el camino más esperanzador y eficaz para lograr el objetivo –para él prioritario por encima de todo– de preservar la paz. 2) Chamberlain adoptó el apaciguamiento como la respuesta más adecuada ante los serios dilemas geopolíticos y económicos del Imperio británico de esos años.61 3) Por último, Chamberlain hizo de su versión del apaciguamiento una línea política muy personal, en cuanto que sus más íntimas convicciones, valores, motivaciones y percepciones intervi-nieron de manera decisiva en la formulación y ejecución de la estrategia diplomática hacia Hitler, dando a esa estrategia un sello muy propio, que eventualmente produjo su fracaso.

El escenario geopolítico que movió a Chamberlain tenía tres rasgos fundamentales: 1) La naturaleza singular de la economía británica, en extremo dependiente del comercio, muy vulnerable al impacto de una crisis internacional e incapaz de contar en caso de guerra con masivos re-cursos domésticos (como Estados Unidos y la urss), o de hacerse casi au-tárquica (como Alemania). 2) La naturaleza global de la vulnerabilidad estratégica británica, a la cabeza de un Imperio que enfrentaba amena-zas y asumía obligaciones virtualmente en todos los continentes y océa-nos del planeta, sin capacidad militar para combatir con éxito contra más de un oponente de envergadura a la vez. 3) La situación política domésti-ca británica, que a pesar de su aparente tranquilidad no era impermeable a los vientos revolucionarios que sacudían Europa, y donde empezaba a moverse un poderoso impulso de reforma social, que a su vez requería de recursos financieros crecientemente escasos.

No le falta razón a Charmley, en su honesta defensa de Chamberlain, cuando sostiene que este último consultó numerosas veces la opinión de sus colaboradores financieros y militares, que casi al unísono, y con per-severancia a lo largo del tiempo, pintaron en los tonos más sombríos los dilemas estratégicos británicos: «Los informes del Estado Mayor Militar eran pesimistas, pero Chamberlain les consultó, como también lo hizo con el Ministerio del Exterior. Es por tanto un exceso de severidad con-denar a Chamberlain porque, presuntamente, no consultaba la opinión de expertos, mientras por otro lado también se le condena por no haber desestimado los puntos de vista de los expertos».62 Ciertamente, si los reportes del Tesoro británico sobre las perspectivas financieras en ese

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R. P. Shay, Jr., British Rearmament in the Thirties. Politics and Profits. Princeton: Princeton University Press, 1977. Charmley, p. 71.

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Citado por Paul Kennedy, «Appeasement», en G. Martel, ed., The Origins of the Second World War Reconsidered. Boston: Alien & Unwin, 1986, p. 153. Distinción establecida por Max Weber, en El político y el científico. Madrid: Alianza Editorial, 1972.

tiempo eran sombríos, mucho más pesimistas eran las apreciaciones de los militares, que se explicaron en diciembre de 1937 con estas palabras:

No vislumbramos aún un momento en que nuestras fuerzas tengan la capacidad suficiente para proteger nuestro comercio, territorio e intereses vitales frente a Alemania, Japón e Italia a la vez [...] No podemos enfatizar demasiado la importancia que, a nuestro modo de ver, tiene para la defensa imperial cualquier acción política internacional que pueda implementarse, a obje-to de reducir el número de nuestros enemigos potenciales y de ganar el apoyo de potenciales aliados.63

No basta entonces con criticar a Chamberlain exclusivamente por fal-ta de decisión y voluntad –y hubo un momento a partir del cual esa falta de coraje se hizo incuestionable–, hay que tomar en consideración igual-mente la falta de medios en que se sustentó la política de apaciguamiento, una política asumida en función de consideraciones prácticas, de un sen-tido de culpabilidad nacional (inglés, en relación con Versalles), de pre-sunta superioridad moral (que permitía combinar la disuasión con las concesiones a los dictadores), de misión personal por parte de su princi-pal arquitecto, y todo ello montado sobre los endebles andamios de una fatal incomprensión acerca de la naturaleza de Hitler y su régimen.

Una cosa es apreciar las dificultades y dilemas que enfrentaba la diri-gencia británica en los años 1920 y 1930, y otra distinta justificar en sus dis-tintos aspectos su acción hacia Hitler. Lo esencial es no emitir opiniones basadas tan sólo en el beneficio que nos da la perspectiva histórica. Por ello hay que introducir el elemento individual, y seguir a Chamberlain a lo largo de su propio proceso, para llegar a una opinión ponderada sobre su actuación. En ese orden de ideas es crucial ante todo constatar que, al igual que la inmensa mayoría de sus compatriotas, Chamberlain repu-diaba las dictaduras fascistas, pero a la vez, con esa frialdad característica de los «políticos de consenso» –a diferencia de los de «convicción»–,64 concluía que ya que no podía remover por la fuerza a Hitler y a Musso-lini, o hacerles desaparecer con un acto de magia; Gran Bretaña tenía

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Rock, p. 27. Ibid.

Sebastian Haffner, The Meaning of Hitler. New York: Macmillan, 1979, p. 112. Citado en Charmley, p. 133.

que aprender a vivir con ellos en paz e intentar alcanzar compromisos en aquellas áreas conflictivas donde las exigencias de los adversarios pare-cían «legítimas» y ameritaban una reconsideración. La única condición que Chamberlain exigía era que los cambios tuviesen lugar de manera pacífica, como el resultado de negociaciones y no como producto de la fuerza o de la amenaza de su uso:

Actuar así frente a los dictadores implicaba riesgos, que a Cham- berlain no se le escapaban; pero eran pocos comparados con la única alternativa que veía, es decir, el continuo deterioro de las relaciones hasta que, en sus propias palabras, «las últimas barre-ras se derriben y comience un conflicto que, muchos pensamos, puede significar el fin de la civilización». La política de Cham-berlain, tal y como él mismo la juzgaba, era tan razonable que no podía concebir que alguien se opusiese a la misma en forma sincera.65

No obstante, el apaciguamiento a Hitler tenía una grieta que se fue haciendo más amplia y profunda con el paso del tiempo, hasta que llegó un punto en que se abrió de tal modo que resultaba imposible no verla, a menos que –como le ocurrió a Chamberlain– la terquedad y la miopía política, productos del orgullo y del capital moral invertido a lo largo del camino, bloqueasen la razón. Esa grieta era la errada apreciación según la cual Hitler era un estadista razonable, permeable a la persuasión, con puntos de vista sobre la política y la guerra esencialmente semejantes a los del propio Chamberlain, quien había proclamado en un banquete en 1937 que «la naturaleza humana, que es la misma en todas partes, debe re-chazar con toda su fuerza la pesadilla de la guerra».66 En realidad, y para desgracia de Chamberlain y del mundo entero, Hitler era un ideólogo fa-natizado, para el cual «la guerra era la norma y la paz la excepción».67

Chamberlain, por el contrario, se describía a sí mismo como «un hombre de paz hasta las raíces de mi alma».68 Nada le iba a desviar, has-ta las horas amargas del otoño de 1939, de su terca misión de «hallar de-

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Citado en Sidney Aster, «Guilty Men.The Case of Neville Chamberlain», en R. Royce y E. M. Robertson, eds., Paths to War. London: Macmillan, 1989, p. 241. Ibid., pp. 243, 247.Ibid., p. 250.Ibid., p. 242.

cencia aun en los dictadores», y así impedir una guerra que «nada gana, nada cura, nada concluye».69 Estas últimas frases de Chamberlain son extraídas de su correspondencia de la época, enviada a sus dos hermanas, y sólo analizada a partir de 1975, cuando los papeles privados del ex Pri-mer Ministro fueron abiertos al escrutinio de los historiadores. Esas car-tas y otros documentos permiten hacerse una imagen mucho más clara y una opinión más firme sobre el curso de acción seguido por Chamber-lain y las severas limitaciones del mismo.

Sus principios eran, por una parte, que «no se debe amenazar a me-nos que se esté en posición de ejecutar las amenazas»; por lo tanto, hasta que Gran Bretaña estuviese adecuadamente preparada en el terreno mi-litar debía «ajustar su política a las circunstancias [...] y soportar con pa-ciencia y hasta buen humor acciones que quisiéramos afrontar de mane-ra diferente».70 Chamberlain consideraba francamente que el Tratado de Versalles tenía defectos que los alemanes, con razón, exigían rectifi-car. Su política buscaría entonces atenuar el descontento, remediar las quejas y desactivar las áreas de peligro. En cuanto al rearme británico, Chamberlain se opuso tenazmente a crear un poderoso ejército de tierra, concentrando los relativamente escasos recursos que estaba dispuesto a invertir en las fuerzas aéreas y navales.

Keith Feiling, el primer biógrafo que tuvo oportunidad de explorar los papeles privados de Chamberlain, concluyó que «ganar tiempo para armarse y hacer frente a una guerra inevitable [...] nunca fue su princi-pal motivación [...] simplemente la justicia de la paz y el rechazo de la guerra». Esto fue corroborado por Horace Wilson, estrecho colaborador y confidente del Primer Ministro: «... nuestra política nunca fue dise-ñada para posponer la guerra, o para permitirnos entrar en guerra más unidos y fuertes. El propósito del apaciguamiento fue evitar la guerra para siempre».71 El estudio desapasionado del proceso diplomático en-tre 1937 y 1939 corrobora, en mi opinión, el punto de Wilson: aunque en abstracto Chamberlain decía estar dispuesto a ir a la guerra por una cau-sa suprema, que nunca definió con precisión,72 en la práctica su odio ha-

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El ineluctable proceso de erosión de una política que, no obstante sus buenas intenciones y su ubicación en un marco de debilidad relativa, adolecía de insuperables fallas de análisis en relación con la naturaleza del hitlerismo, de fallas sicológicas por cuanto dejaba siempre la inicia-tiva en manos de un adversario sin escrúpulos de ninguna especie, y de fallas éticas por cuanto se predicaba sobre la posibilidad de negociar con la libertad e independencia de otros, ese proceso de bancarrota gradual

–repito– llegó a su punto culminante con el Pacto de Múnich y la des-membración forzada de Checoslovaquia, pacto suscrito por Chamber-lain, Daladier, Hitler y Mussolini en septiembre de 1938. Si bien hasta ese momento la política de apaciguamiento pudo haber sido defendida con algún grado de sensatez y razonable honorabilidad (aunque hubiese sido indispensable complementarla con medidas de rearme más firmes, así como con una más flexible política de alianzas que incluyese a la urss), Múnich decretó su colapso, pero Chamberlain no lo vio así y siguió culti-vando ilusiones por varios meses más.

En efecto, dada la todavía débil posición militar británica en 1938 –de-bida en no escasa medida a la pusilanimidad de sus líderes, las serias ad-vertencias contra la guerra provenientes hasta de los jefes militares del Imperio, la ambigüedad e indecisión francesas y el raquítico respaldo ex-presado por los dominios británicos alrededor del mundo, a lo que se su-maba la aparente fuerza de los argumentos de Hitler a favor de la auto-determinación de las minorías alemanas en Checoslovaquia–, Múnich podía ser defendido por Chamberlain con cierta confianza, y de hecho obtuvo, al menos inicialmente, amplio apoyo de sus compatriotas. No obstante, Múnich tuvo poderosos críticos, quienes con razón señalaron

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que el acuerdo se obtuvo a expensas de una nación pequeña y débil, cuya libertad y soberanía fueron seriamente comprometidas. Este aspecto éti-co adquirió mayor prominencia a medida que Chamberlain prosiguió su rumbo de apaciguamiento, hablando del nacimiento de una «nueva era», ello a pesar del precio pagado en Múnich, del maltrato experimentado a manos de Hitler y de la masa de información disponible en Londres acerca de los preparativos de nuevas agresiones por parte de Alemania.74 Con semejante actitud, Chamberlain debilitó aún más la capacidad de resistencia a Hitler, erosionando los ya deteriorados mecanismos mate-riales y sicológicos que podrían haber contenido al Führer nazi, y alen-tándole a nuevas aventuras. Los apologistas de Múnich, de acuerdo con los cuales Chamberlain tenía que continuar ganando tiempo para rear-marse, no hallan confirmación de ese propósito en los papeles privados del entonces Primer Ministro, para el cual, ciertamente, ganar tiempo era importante, pero no para prepararse mejor para una guerra que ya a muchos lucía inevitable, sino para evitar la guerra a toda costa. Cham-berlain hablaba ante el Parlamento acerca de su intención de fortalecer los arsenales británicos, pero en privado decía que: «Mucha gente está perdiendo la cabeza y pensando y hablando como si Múnich hubiese he-cho más probable la guerra, en vez de menos inminente [...] Si bien hay brechas que cubrir, no creo que debamos realizar extensos gastos adi-cionales a los programas [de rearme] que ya tenemos [...] [pues] la parte conciliatoria de nuestra política es tan importante como el rearme».75

El 15 de mayo de 1939 Hitler ocupó Praga y el resto de Checoslovaquia, pisoteando así el Pacto de Múnich, y tomando otra vez por sorpresa a sus adversarios (como lo había hecho antes de remilitarizar la zona del Rin y al anexar Austria). Ello empezó a disipar «el resto de fe» que Chamber-lain alguna vez tuvo en la palabra del dictador, pero no alteró su odio a la guerra y su creencia en el apaciguamiento, en las condiciones de crecien-te debilidad en que conducía esa política:

... nunca acepto –escribió en privado– la opinión de que la guerra es inevitable [...] No veo qué otra cosa podamos hacer, a menos que extendamos un ultimátum a Alemania [...] eso

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Ibid., p. 253. Citado en Charmley, p. 166.

Alan Bullock, Hitler: A Study in Tyranny. Harmondsworth: Penguin Books, 1972, pp. 490-559.

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significaría la guerra y no voy a ser el responsable de presentar-lo. Debemos seguir rearmándonos y procurando cuanta ayu-da podamos, en la esperanza de que algo ocurra que rompa el maleficio, bien sea la muerte de Hitler o la toma de conciencia de que nuestra defensa se ha hecho demasiado fuerte y hace inconcebible un ataque.76

En público afirmó que «Aunque uno deba sufrir desengaños y frus-traciones de vez en cuando, la meta que nos guía es demasiado impor-tante para el futuro de la humanidad como para que la abandonemos o dejemos de lado a la ligera».77

El 31 de marzo de 1939, Gran Bretaña y Francia dieron en conjunto una «garantía» de defensa a Polonia, la nueva presa de los propósitos expan-sionistas de Hitler. Es clave, no obstante, tener claro que Chamberlain concibió la «garantía» como una señal para Hitler, no como una especie de declaración de guerra. Se trataba, de paso y en su perspectiva, de una garantía de la independencia de Polonia y no de sus fronteras entonces existentes, de modo que seguía abierta la posibilidad de negociar y ceder. Por último, la garantía polaca no implicó la búsqueda activa del único instrumento militar concreto que habría podido ser empleado para de-tener a Hitler: una alianza con la urss, que colocase al Führer nazi ante la disyuntiva de una guerra en dos frentes en caso de atreverse a invadir Polonia. La pusilanimidad de los líderes británicos y franceses empujó a Stalin a los brazos de Hitler, y el 24 de agosto se firmó el pacto de no agre-sión nazi-soviético. El 1.º de septiembre, el Führer nazi desató la furia de su Blitzkrieg contra los polacos. El 3 de septiembre, con su política de apa-ciguamiento hecha añicos y vencido el plazo de un ultimátum, Cham-berlain anunció que Gran Bretaña se hallaba en guerra con Alemania. Esta vez fue Hitler el tomado por sorpresa, pues su experiencia hasta en-tonces le había llevado a menospreciar de tal manera a sus adversarios oc-cidentales que no creyó que tendrían el coraje de declararle la guerra.78

Resulta casi patético constatar que aún después de todas estas prue-bas, de que ya la guerra había sido declarada y de las lecciones aprendi-

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Charmley, p. 197. Citado en Aster, p. 257. Levite, pp. 143-144.

das acerca de la naturaleza de Hitler y su régimen, Chamberlain conti-nuó creyendo en la posibilidad de una paz negociada hasta mayo de 1940, cuando la invasión a Francia terminó con sus restantes esperanzas.79 Chamberlain creía que la guerra sería de «resistencia» (a waiting war) y que Inglaterra soportaría mejor que Alemania la «guerra de nervios». Su intención era proseguir el rearme y fortalecer el bloqueo, pero sin tomar medidas ofensivas: «... no creo que los holocaustos se requieran para lo-grar la victoria», escribió el 23 de septiembre de 1939, y el 8 de octubre ma-nifestó su expectativa de que «si se nos permite continuar esta política, habremos ganado la guerra en la primavera».80 En realidad, en la prima-vera comenzó la guerra.

Chamberlain se definió a sí mismo como «un hombre de paz», y ello, lejos de ser condenable es más bien, a mi modo de ver, digno de elogio. No obstante, el principal deber de un estadista es proteger a la comuni-dad a la que se debe, y desafortunadamente, en el mundo de la política real, ello exige estar en ocasiones preparado para ir a la guerra. Cham-berlain no lo entendió así, y por ello, lamentablemente, adelantó una política de apaciguamiento que en lugar de fortalecer las posibilidades de una paz de equilibrio, alentó la sed de conquista de Hitler.

Como apunta Levite, las características de la personalidad de los líde-res pueden aumentar o disminuir –según el caso– su capacidad de perci-bir amenazas y de reaccionar a tiempo ante advertencias, evitando así la sorpresa.81 Churchill, el más agudo y persistente crítico de la política de apaciguamiento de Chamberlain, percibió tempranamente la amenaza de la Alemania hitlerista y llevó adelante una incansable campaña para alertar a sus compatriotas, y en especial al Parlamento británico, acer-ca de la tormenta que estaba tomando cuerpo en el horizonte europeo. Churchill, al contrario de Chamberlain, era un «político de convicción», no «de consenso»; su larga y agitada experiencia militar y política, así como sus «paradigmas» mentales, le hacían ver la política en términos de conflicto. El contraste entre Churchill y Chamberlain tiende a corro-borar el punto expuesto por Jervis, según el cual «Aquellos que tienen ra-zón, en la ciencia y en la política, sólo raras veces se distinguen de aque-llos que se equivocan por su habilitad para evaluar elementos específicos

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Jervis, p. 179. Un análisis de conjunto sobre la guerra de Vietnam puede hallarse en mi

libro Estrategia y política en la era nuclear. Madrid: Tecnos, 1979, pp. 272-291.

de información [...] Más bien, las expectativas y predisposiciones de los que aciertan proporcionan una mejor explicación de sus éxitos frente a los que yerran».82 Como «hombre de paz», Chamberlain estaba en fran-ca desventaja en un combate frente a Hitler, para quien la guerra no era ni siquiera «la continuación de la política por otros medios» sino su cul-minación.

La ofensiva Tet: Vietnam 1968

La ofensiva Tet, ejecutada en enero-febrero de 1968, fue la batalla decisi-va de la guerra de Vietnam.83 Su planificación, desarrollo e impacto tie-nen gran interés para el tema de la sorpresa, por varias razones: en primer término, la sorpresa como tal tuvo un efecto clave, que dio a Tet el carác-ter de evento decisivo en el proceso de salida de Estados Unidos de Viet-nam. En segundo lugar, Tet fue una sorpresa dentro de la guerra misma, es decir, la ofensiva no dio inicio a la guerra, que ya estaba en curso por varios años, sino que se produjo a pesar de que, presuntamente, la vícti-ma debía haber estado en actitud de mayor alerta, y sin ninguna duda acerca de la identidad del adversario, así como tampoco en cuanto a que el enemigo iba a hacer todo lo que estuviese en sus manos para golpear con la mayor fuerza posible. En tal sentido, Tet pone aún más de relieve las dificultades del análisis y predicción de inteligencia. En tercer lugar Tet fue planificada con base en un serio error de cálculo político de parte de sus ejecutores, y el efecto de Tet, a pesar de favorecerles, no era exacta-mente el que buscaban los que la llevaron a cabo. En cuarto lugar Tet fue diseñada en el marco de una amplia estrategia de engaño, con caracterís-ticas en algunos sentidos peculiares. Por último, Tet fue una derrota mi-litar para sus ejecutores (Vietnam del Norte y las fuerzas guerrilleras en el Sur, denominadas por los norteamericanos «Vietcong»); sin embargo, Tet se tradujo en una importante victoria política, que es el terreno don-

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B. Palmer, The 25-Year War. America’s Military Role in Vietnam. Lexington: The University Press of Kentucky, 1984, pp. 78, 167. Citado en H. G. Summers, On Strategy. New York: Dell, 1982, p. 210. Citado en G. Kolko, Vietnam: Anatomy of War, 1940-1945. London: Unwin, 1986, p. 306.

de en definitiva se define la victoria y se aprecia la derrota. En resumen, la ofensiva Tet debe considerarse como un caso especialmente exitoso de ataque por sorpresa, ya que fue la sorpresa misma, y no sus consecuen-cias militares, la que alteró el balance de voluntad política entre los com-batientes.

Como casi siempre ocurre en la sorpresa estratégica, la ofensiva Tet no cayó «del cielo» sobre norteamericanos y sus aliados en Vietnam del Sur. Los servicios de inteligencia en el terreno, en especial la estación de la cia en Saigón, además de las otras agencias militares trabajando en Vietnam y en Washington, anticiparon en no escasa medida aspectos re-levantes del ataque que se avecinaba. Pero todo ello dentro de un con-texto de ambigüedad, de confusión, de dudas y de incertidumbre acerca de las verdaderas intenciones del adversario, así como sobre sus reales objetivos. El general Bruce Palmer Jr., quien luchó en Vietnam, sostiene que Tet logró la sorpresa, y que «si bien esperábamos problemas alrede-dor de Tet (fiesta del año nuevo lunar en Vietnam) fuimos sorprendidos por el momento específico del ataque –creíamos que el enemigo no vio-laría la tradicional tregua de esos días, y desataría su ofensiva después–, así como por la naturaleza de su ataque».84 Palmer se pregunta: «¿Y por qué la sorpresa, por qué los comandantes norteamericanos se dejaron sorprender, a pesar de la amplia evidencia a su disposición?», y prosigue así: «La respuesta es más sicológica que militar, más emocional que pro-fesional. Fueron víctimas de su excesivo optimismo, y de la hábil estrate-gia de engaño del general Giap» [gran estratega norvietnamita, vencedor de los franceses en Dien Bien Phu y principal arquitecto de Tet, ar].85 El entonces Presidente de Estados Unidos, Lyndon Johnson, quien había sido informado acerca de la inminencia de una ofensiva, sin embargo resumió así –más tarde– su impacto: «... fue más masiva de lo que ha-bíamos anticipado, no esperábamos que atacasen tantas ciudades como lo hicieron, no creímos que alcanzarían el nivel de coordinación que lo-graron [...] [además] la fuerza atacante era mayor de la que habíamos estimado».86 Por su lado, los autores de los Papeles del Pentágono es-cribieron poco tiempo después del evento que «La ofensiva Tet, aunque

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Ibid. T. L. Cubbage, «Westmoreland vs. CBS. Was Intelligence Corrupted by

Policy Demands?», en M. Handel, ed., Leaders and Intelligence, pp. 118-180. Kolko, p. 305.

J. J. Wirtz, The Tet Offensive. Intelligence Failure in War. Ithaca: Cornell University Press, 1991, p. 119.

había sido prevista, tomó al comando y al público norteamericanos por sorpresa, y su fuerza, duración e intensidad prolongaron el choque».87

El impacto de Tet sobre la opinión pública norteamericana fue tal que pronto surgió toda una tesis según la cual el comando militar norteame-ricano en Vietnam había estado engañando deliberadamente a los me-dios de comunicación, al país en general y al gobierno en particular sobre la verdadera fortaleza del adversario que enfrentaban en la antigua In-dochina.88 Si bien los detalles de esa controversia no interesan acá es útil mencionarla, pues indican que, ciertamente, entre los militares estado-unidenses en Vietnam predominaba un optimismo exagerado sobre las perspectivas de la guerra, lo que en alguna medida explica la imagen un tanto complaciente que hasta el choque de Tet existía en la opinión pú-blica. Sin embargo, la ofensiva fue –conviene enfatizarlo– una sorpresa «relativa», como casi todas, y si bien sus planificadores tuvieron gran cui-dado en ocultar sus objetivos específicos, el proyecto global, así como el análisis de las condiciones y supuestos que sustentaban el venidero ata-que, fueron en general conocidos por la inteligencia norteamericana du-rante los meses previos a la ofensiva:

Hacia septiembre de 1967, el Comité Central [del Partido Comu-nista de Vietnam del Norte, ar] comenzó a despachar órdenes a todas las principales secciones en el Sur, y la inteligencia nor-teamericana de inmediato empezó a captar información sobre la próxima ofensiva. Ya en diciembre, en los círculos guberna-mentales de Washington, se conocía la posibilidad de un ata-que generalizado, que incluiría asaltos a numerosas ciudades y áreas urbanas.89

Varios factores se combinaron para generar la sorpresa. Es funda-mental señalar, en primer lugar, el hecho de que, hacia mediados de 1967, la evaluación del comando militar de Estados Unidos en Vietnam les in-dicaba que Estados Unidos y sus aliados estaban ganando la guerra.90

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Ello, de un lado, debía alertarles acerca de la posibilidad de que el adver-sario hiciese una movida «desesperada» para torcer el rumbo de la con-tienda; pero, por otro lado, la estimación positiva sobre el curso del com-bate y la situación de relativo abatimiento del enemigo hacía difícil para los norteamericanos prever una recuperación sustancial en corto plazo. Tal vez acá se encuentra la explicación esencial de la sorpresa de Tet: en medida no subestimable Tet fue una jugada, una riesgosa apuesta de parte del liderazgo revolucionario vietnamita. Su objetivo con Tet no era otro que ganar la guerra en el Sur, encendiendo la chispa de un levanta-miento popular generalizado contra Estados Unidos y el gobierno «títe-re» de Vietnam del Sur. Sin esa insurrección popular, que sería un resul-tado político de la ofensiva militar, Tet difícilmente podría infligir una derrota militar a Estados Unidos, con su enorme poder de fuego y gi-gantescos recursos humanos y materiales. Como mínimo, posiblemen-te, los comunistas esperaban que Tet detuviera por un tiempo el avance de las operaciones norteamericanas en el Sur, creando las bases para una reanudación, en mejores condiciones, de una guerra de desgaste.

Ahora bien, en su debate sobre la estrategia a seguir, la dirigencia co-munista colocó casi todo el énfasis en la insurrección popular como pro-ductora del colapso enemigo que se buscaba en el ataque militar, actuan-do como catalizador del levantamiento de masas. Según la evaluación de Giap y otros estrategas vietnamitas, la estabilidad política del gobier-no de Vietnam del Sur y su base de apoyo popular estaban seriamente erosionadas, y también se hallaba en declinación el respaldo a la guerra dentro de Estados Unidos. En función de estos cálculos, parcialmente errados, se programó y llevó a cabo el ataque.

Giap formuló una estrategia sustentada en la coordinación de la lu-cha militar –en manos de las unidades regulares del Norte y de las gue-rrillas del Sur (estas últimas en mayoría)–, en la lucha política dirigida a estimular la protesta popular, y en iniciativas diplomáticas destinadas a confundir y engañar al gobierno estadounidense y a retrasar su respues-ta ante los indicios de una inminente ofensiva. De acuerdo con Giap, la combinación de estos frentes de lucha actuaría como un «multiplicador de fuerza» favorable a sus objetivos. Todo esto sería desatado con máxi-ma eficacia a través de la sorpresa. Según Giap, los comandantes nor-teamericanos eran especialmente vulnerables, «subjetivos y altivos, y siempre han sido tomados por sorpresa y derrotados».91

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Ibid., pp. 57-58.W. C. Westmoreland, A Soldier’s Report. New York: Doubleday, 1976, p. 378.

Lo cierto, a pesar de la confianza de Giap, es que todos se equivocaron de algún modo en relación con Tet, tanto los que ejecutaron el ataque como sus víctimas. Los comunistas esperaban generar una insurrección popular y ésta no se produjo. Los norteamericanos creían que estaban ganando la guerra, pero Tet demostró una capacidad de reacción, una perseverancia, un coraje imprevistos de parte de sus adversarios. En al-guna medida, los comunistas tomaron en cuenta la influencia de la opi-nión pública norteamericana como un factor que ayudaría a contener la respuesta de Washington a la ofensiva; sin embargo, Giap pensaba que el electorado en Estados Unidos requeriría uno o dos años adicionales de «ni victoria ni derrota» en Vietnam antes de cansarse de la guerra, pero Tet aceleró significativamente los hechos y prácticamente dio inicio a un irreversible proceso de retirada de parte de los norteamericanos. En pala-bras del general norvietnamita Do: «No logramos nuestro principal pro-pósito, que era desatar una insurrección general en el Sur. Pero logramos asestar severos golpes e infligir graves pérdidas a los norteamericanos y sus títeres [...] No era nuestra intención inicial producir tal impacto en Estados Unidos, pero fue un resultado afortunado para nosotros».92

El general Westmoreland, comandante militar supremo de Estados Unidos en Vietnam para la época, dijo esto sobre Tet: «Es debatible que los líderes del Norte hayan creído realmente que eran capaces de inducir una insurrección en el Sur [...] Pero lo que verdaderamente interesaba era demostrar que Estados Unidos sólo podía ganar la guerra a un cos-to muy superior al que ya estaba pagando».93 Esta es una observación importante, ya que Westmoreland captó un aspecto central del efecto de Tet en Washington y sobre el electorado norteamericano: la ofensi-va, que produjo elevados costos humanos y materiales a ambos bandos, puso de manifiesto que el sacrificio requerido para «ganar» en Vietnam era excesivo. Así como los norteamericanos fueron sorprendidos por la magnitud y fuerza de la ofensiva, sus ejecutores fueron a su vez sorpren-didos por el rápido y decisivo resultado político que tuvo Tet en Estados Unidos. Así, el general norvietnamita Van Tra confesó que:

En la planificación de Tet en 1968, no evaluamos correctamen-te el balance específico de fuerzas entre nosotros y el enemigo, y no nos dimos cuenta de que el enemigo aún poseía conside-

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Citado en S. Karnow, Vietnam: A History. New York: Penguin Books, 1983, p. 544. Westmoreland, p. 391.

rables capacidades, mientras que las nuestras seguían siendo limitadas [...] Nuestros objetivos estaban más allá de nuestras posibilidades, y se basaban en parte en nuestros deseos subje-tivos. Por ello sufrimos grandes pérdidas en hombres y equipos, en especial cuadros de calidad a varios niveles, lo que sin duda nos debilitó.94

Van Tra se refería seguramente a la infraestructura político-organiza-tiva del Frente de Liberación Nacional en el Sur («Vietcong»), que emer-gió de la clandestinidad durante Tet para unirse a la ofensiva militar y fue diezmada por el poder de fuego norteamericano. Las graves pérdidas comunistas llevaron a Westmoreland, entre muchos otros, a sostener que Estados Unidos logró una decisiva victoria (militar) en Tet, y que «la prensa y la televisión transformaron lo que sin lugar a dudas fue una ca-tastrófica derrota militar para el enemigo en una presunta debacle para Estados Unidos y sus aliados...».95 Desafortunadamente para el coman-dante norteamericano, su conclusión, aunque cierta en un sentido (los comunistas experimentaron graves pérdidas militares), constituye un craso error de apreciación en otro, ya que la «victoria» en la guerra se de-fine en términos políticos, no militares. En ese orden de ideas, Tet fue un triunfo para los comunistas, aunque no por las razones que esperaban.

El éxito de la sorpresa en Tet tuvo mucho que ver con la puesta en mar-cha de una ingeniosa y efectiva estrategia de engaño por parte de los nor-vietnamitas y el Vietcong. Esa estrategia tuvo un ingrediente pasivo, des-tinado a cubrir en lo posible en un manto de secreto los preparativos del ataque. El elemento activo se compuso principalmente de ataques secun-darios, dirigidos a atraer y distraer importantes fuerzas norteamericanas hacia áreas de menor significación, alejándolas de las zonas urbanas don-de se colocaría el peso fundamental de la ofensiva. Entre estos ataques, el más relevante fue el sitio a la base norteamericana de Khe Sanh. La rea-lización del ataque durante la fiesta de Tet, que es muy especial para los vietnamitas y que nunca antes había sido violada de esa forma, también contribuyó a la sorpresa pero a la vez ganó antipatías adicionales a los comunistas entre la población de Vietnam del Sur. Los comunistas ini-ciaron igualmente una campaña diplomática hacia el gobierno de Esta-

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Wirtz, pp. 62-63, 65-66. Ibid., pp. 80-81.

dos Unidos, suavizando sus posiciones negociadoras y pretendiendo así que se disponían a llegar a acuerdos, confundiendo todavía más la situa-ción. De paso, al hacer públicas esas posturas más flexibles, los comunis-tas aspiraban a sembrar divisiones en el bando aliado, haciendo creer a los survietnamitas que Estados Unidos podía estar dispuesto a alcanzar un arreglo negociado de la guerra.96 Los comunistas, desde luego, no pu-dieron ocultar por completo sus planes, entre otras razones porque les era indispensable, en vista de la ambición de sus objetivos, distribuir ins-trucciones y órdenes con cierta amplitud. No obstante, como he sugeri-do en otras partes de este estudio, los planificadores de una estrategia de engaño tienen que asumir que –como mínimo– algunos indicios de sus intenciones caerán en manos enemigas. Lo clave es asegurarse que el ad-versario fije la vista en los ataques secundarios y dirija la atención fuera de la órbita central de la ofensiva.97

Dentro de la estrategia de engaño de los comunistas, el sitio a la base norteamericana de Khe Sanh jugó un rol primordial. Si bien durante di-ciembre de 1967 y las tres primeras semanas de enero de 1968, los servi-cios de inteligencia norteamericanos recopilaron abundante informa-ción que indicaba que los comunistas se alistaban a atacar áreas urbanas, instalaciones gubernamentales y bases militares a todo lo largo de Viet-nam del Sur, estas «señales» venían acompañadas de otras que apunta-ban hacia la concentración de importantes unidades regulares del Ejér-cito de Vietnam del Norte alrededor de Khe Sanh, en la zona fronteriza. Influidos por la analogía de Dien Bien Phu (la aislada guarnición fran-cesa que se rindió a las fuerzas nacionalistas del Vietminh también co-mandadas por Giap, en 1954), Westmoreland y otros jefes militares nor-teamericanos concentraron su atención y recursos en la remota base fronteriza, asegurándose de impedir una repetición de la amarga expe-riencia francesa años atrás. El asalto comunista a Keh Sanh, que tenía el objetivo esencial de distraer, empezó el 21 de enero, pocos días antes del comienzo de la ofensiva Tet como tal. Alrededor de 6.000 «marines» norteamericanos usaron 100.000 toneladas de municiones contra sus 20.000 sitiadores en Khe Sanh, sitiadores que también tuvieron que so-portar una cerrada ofensiva aérea de parte de aviones desplegados des-de tierra y desde portaviones norteamericanos cerca de la costa. West-

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Kolko, pp. 305-306. Wirtz, p. 60. u.s. Congress: u.s. Intelligence Agencies and Activities. House Select Committee on Intelligence, 94th Congress, 1st Session 1975, pp. 1996-1997. J. J. Wirtz, «Review of R. Adler, Reckless Disregard», en Intelligence and National Security, 2, 4, 1987, pp. 180-183.

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moreland decidió enviar cerca de la mitad de los batallones de maniobra norteamericanos hacia las zonas fronterizas, cayendo en el señuelo de Giap.98

A pesar de sus notables éxitos, Tet no generó la insurrección popular esperada por sus planificadores. Las dudas de Westmoreland al respecto no se justifican, pues existe extensa evidencia de que, en efecto, el prin-cipal objetivo de Tet era ganar la guerra a través de la instigación de un levantamiento general contra el gobierno de Vietnam del Sur.99 Esta fue una de las razones fundamentales que contribuyeron a confundir a los servicios de inteligencia norteamericanos y a producir la sorpresa, pues

–de acuerdo con una investigación del gobierno de Estados Unidos– «los comandantes y oficiales de inteligencia norteamericanos vieron esas ex-hortaciones a una insurrección popular masiva como mera propaganda comunista y no como un verdadero plan de acción».100 Los comunistas erraron su cálculo político en Tet, pero los servicios de inteligencia nor-teamericanos no se percataron de ello:

Los analistas norteamericanos reconocieron que el enemigo es-taba preparando una gran ofensiva, pero no creyeron la infor-mación que indicaba que las unidades guerrilleras del Vietcong iban a atacar las ciudades del Sur a objeto de instigar una insu-rrección de masas. Los norteamericanos poseían mejor infor-mación acerca de las simpatías políticas de la población urba-na survietnamita que sus adversarios, quienes se equivocaban de plano al suponer que el pueblo se levantaría para respaldar la ofensiva. Ya que los analistas norteamericanos estaban conven-cidos de que los ataques comunistas no provocarían una revuel-ta popular contra el gobierno de Vietnam del Sur, descartaron la información al respecto como mera propaganda. Su evaluación fue parcialmente correcta: no se materializó la revuelta, pero los comunistas sí atacaron las áreas urbanas en forma masiva du-rante Tet.101

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Citado en Karnow, p. 535. Wirtz, The Tet Offensive, p. 128.

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Ahora bien, los comunistas sí creyeron su propia propaganda, que de hecho reflejaba correctamente sus planes y objetivos. De allí que el general norvietnamita Tran Do dijese que «Con toda honestidad, no al-canzamos nuestro mayor objetivo, que era generar una insurrección de masas en el Sur».102 La información en manos de los analistas de inte-ligencia norteamericanos era abundante y contenía numerosas señales que apuntaban en la dirección correcta, pero esa información chocaba con lo que los norteamericanos sabían, tanto acerca de la actitud políti-ca de la población urbana en el Sur (en general anticomunista), como so-bre la situación militar del adversario (en aparente deterioro). Por ello, la incapacidad de anticipar el error de cálculo del enemigo confundió a los norteamericanos.103

Lo ocurrido muestra que los paradigmas vigentes previamente a Tet ejercieron significativa influencia en la evaluación de información nueva, que esos criterios sólo cambiaron lentamente o no lo hicieron, facilitan-do así la sorpresa. De hecho, los aumentos en la actividad del adversario durante las semanas previas al ataque fueron interpretados como meras movidas tácticas dentro de una estrategia defensiva y no como los prepa-rativos para una ofensiva, lo cual se ajustaba mejor a la creencia en el de-bilitamiento de la capacidad militar norvietnamita y del Vietcong.104 La perplejidad de los analistas norteamericanos, acentuada por la dificul-tad de asimilar los errores de cálculo del adversario, fueron sintetizados por un oficial de inteligencia del Ejército que admitió: «Si hubiésemos tenido en nuestras manos la totalidad del plan de batalla del enemigo, no lo hubiésemos creído».105

La ofensiva Tet falló en cuanto a su objetivo principal, que era generar una rápida terminación de la guerra a través de una insurrección de ma-sas; sin embargo, de manera no anticipada, el choque de la sorpresa en Estados Unidos puso en marcha un proceso político que eventualmente condujo a la retirada norteamericana de Vietnam. Los servicios de inte-ligencia norteamericanos tuvieron un razonable desempeño en cuanto a la recolección de información sobre lo que se avecinaba; sin embargo, en el terreno del análisis se vieron limitados por los ya conocidos pro-blemas que generan la ambigüedad, el «ruido» y la estrategia de engaño

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Wirtz, The Tet Offensive, p. 258. Ibid., pp. 270-271.

del enemigo, aparte de poco flexibles convicciones propias. Importantes decisores militares norteamericanos en Vietnam conocieron con antici-pación indicios que mostraban el cuadro general de la venidera ofensiva, pero no con el tiempo ni la claridad suficientes para impedir o reducir de manera efectiva el impacto sicológico de los ataques.106 Hubo fallas de estimación en cuanto a la misma probabilidad del ataque, pues prevale-cía la tendencia a creer que el enemigo se hallaba seriamente debilitado, así como en cuanto al lugar y al momento específicos de inicio de la ofen-siva. Los analistas norteamericanos

... reconocieron que las operaciones militares de Estados Uni-dos en Vietnam habían tenido un fuerte impacto sobre los co-munistas, pero no cayeron adecuadamente en cuenta de que, al intervenir de ese modo en el conflicto, obligaban al enemigo a buscar una nueva vía para hacer frente a la amenaza [...] [Los norteamericanos] se convencieron de que sus unidades milita-res no podían ser neutralizadas a través de innovación estratégi-ca alguna, violando de esa forma el principio de jamás subesti-mar a un adversario en tiempo de guerra.107

Los norvietnamitas y el Vietcong experimentaron en Tet un grave re-vés militar pero obtuvieron una significativa victoria política y sicológica. Su empleo de la sorpresa dio resultados que excedieron las expectativas más optimistas, logrando introducir en el ánimo de su principal adver-sario una duda insuperable acerca de la conveniencia de su participación en una guerra que sólo prometía mayores costos, sin claras perspectivas de una pronta terminación. Un siglo y medio antes de Tet, Clausewitz había descrito ese tipo de resultado en De la guerra:

No todas las guerras tienen que ser peleadas hasta que uno de los bandos en pugna colapse por completo. Cuando los moti-vos y las tensiones de la guerra son menos intensas para un lado que para el otro, uno puede imaginar que la mínima perspecti-va de derrota lleve a ese bando sicológicamente más débil, a ce-der. Si el otro bando considera que ello es probable, obviamente

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Citado en Summers, p. 43. 108

se concentrará en producir tal resultado, en lugar de tomar el camino más largo y duro de tratar de derrotar totalmente a su adversario en el terreno militar.108

Giap siguió a Clausewitz al pie de la letra, quizás sin proponérselo.

La sorpresa en la guerra del Yom Kippur–Medio Oriente, octubre de 1973

El ataque combinado egipcio-sirio, realizado en octubre de 1973, tomó por sorpresa a las Fuerzas Armadas israelíes. La sorpresa fue ante todo política y sicológica, pues los israelíes estaban convencidos de que los árabes no se iban a aventurar a lanzar un ataque ya que sabían que no podían ganar una guerra en el terreno militar contra el Estado judío, y a la vez los árabes sabían que Israel lo sabía. Además, luego de su rápida y eficiente victoria de 1967 («guerra de los Seis Días»), la autocomplacen-cia se había apoderado en buena medida de los decisores políticos y mi-litares de Israel, así como de sus analistas de inteligencia; ello les hacía sicológicamente poco aptos para asimilar a tiempo la posibilidad de una ofensiva general árabe en condiciones de inferioridad militar.

La sorpresa árabe fue también militar, en tres aspectos: 1) Los árabes sorprendieron con un significativo cambio de doctrina estratégica, es de-cir, del conjunto de concepciones en las que se sustentaba su modo de ha-cer la guerra. En lugar de buscar objetivos ambiciosos se centraron en ob-jetivos militares limitados, que favoreciesen sus fortalezas y acentuasen las vulnerabilidades del adversario. 2) Los árabes sorprendieron en cuan-to al salto exponencial en la calidad de su desempeño en batalla, produc-to de un cuidadoso entrenamiento y de adecuada motivación. 3) Los ára-bes sorprendieron en el campo tecnológico, con la introducción masiva, por primera vez, de sistemas de armamentos (misiles antiaéreos y anti-tanques) cuya existencia era conocida, pero que no habían sido utiliza-dos con tal intensidad y eficacia previamente.

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State of Israel, Agranat Report. Jerusalem: Government Press Office, April 2, 1974, p. 9. A. Shlaim, «Failures in National Intelligence Estimates: The Case of the Yom Kippur War», World Politics, 28, 3, 1976, p. 349.

Finalizada la guerra, Israel estableció una Comisión destinada a ana-lizar las causas de la sorpresa y atribuir responsabilidades. El reporte de este órgano («Comisión Agranat») señaló específicamente al Director de Inteligencia Militar y a su principal asistente en la sección de investi-gación –entre otras personas– como responsables de las fallas de evalua-ción que permitieron el éxito de la sorpresa egipcio-siria. Estos oficiales, indica el reporte, no dieron la alerta necesaria para que Israel movilizase a tiempo sus fuerzas.

De acuerdo con la Comisión, fueron tres las razones principales que explican la falta cometida: 1) La inflexible adhesión de los decisores mi-litares y jefes de inteligencia a una cierta «concepción» sobre las condi-ciones de un posible ataque árabe, condiciones que variaron entre 1967 y 1973 y que debieron ser sometidas a revisión constante, pero que sin em-bargo fueron dogmáticamente sostenidas como criterios para evaluar la amenaza. La pérdida de validez de la «concepción» no fue por tanto apreciada, y los cambios introducidos por los árabes en el marco de con-diciones para un posible ataque no fueron captados y asimilados. 2) La inteligencia militar se había comprometido a dar en cualquier escenario un aviso oportuno sobre la cercanía de un ataque, a objeto de movilizar a tiempo las reservas y de considerar la posibilidad de un ataque aéreo preventivo. Este compromiso se hizo elemento importante de los planes de defensa de Israel, pero la comisión Agranat no halló bases suficien-tes para sustentar semejante garantía de cumplimiento. 3) En los días in-mediatamente precedentes al ataque árabe, la inteligencia militar israe-lí acumuló abundante información sobre los preparativos del enemigo, información que fue o bien asfixiada dentro de los estrechos y rígidos es-quemas de la «concepción», o bien desestimada a la ligera, explicándose-le como meros ejercicios militares o movidas puramente defensivas.109

Este juicio crítico, que como veremos requiere ser explicado y en algu-na medida cuestionado, ha sido adoptado por buen número de estudio-sos del episodio, quienes argumentan de manera un tanto simplista que «La falla de inteligencia de Israel tiene en común con varias otras el hecho de que no se debió a la carencia de información, sino a la incorrecta eva-luación de la información que se tenía».110 Un importante militar y ex ministro israelí por su parte, afirmó que «Las Fuerzas de Defensa de Is-

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C. Bar-Lev, citado en Shlaim, p. 350. Agranat Report, p. 7.

Janice Gross Stein, «Intelligence and Stupidity Reconsidered: Estimation and Decision in Israel, 1973», Journal of Strategic Studies, 3, 2, 1980, p. 156.

rael tenían toda la información sobre el poder del enemigo, su despliegue y sus sistemas de armamento avanzado. El error estuvo en la evaluación de los datos de inteligencia y no en la ausencia de información acertada y confiable».111 Estos juicios, a mi manera de ver, adolecen de una adecua-da consideración del hecho, ya discutido recurrentemente en este estu-dio, de que la información «acertada y confiable» pocas veces existe en estado puro en la tarea de inteligencia; los datos vienen envueltos en una caja de resonancia confusa y ambigua, y en ocasiones la información que se creía poseer en realidad no se tenía. Por todo ello, la atribución de res-ponsabilidades, a veces necesaria como instrumento de sanción político-burocrática, es de relativamente secundario interés cuando de lo que en verdad se trata es de ir a fondo en la explicación de una falla de inteligen-cia, en especial de una falla tan grave.

Como indiqué antes, después de 1967 la «concepción» israelí sobre las condiciones de un futuro ataque árabe estipulaba lo siguiente: 1) Egipto no atacaría Israel hasta que su Fuerza Aérea no adquiriese la capacidad de ejecutar acciones de «penetración profunda» en el territorio del Es-tado judío, en particular contra los campos aéreos (negando a Israel el dominio absoluto del aire que tuvo en 1967, así como la posibilidad de amenazar, sin contrapartida, las ciudades árabes con bombardeos). 2) Siria atacaría Israel en unión con Egipto y coordinadamente.112 Esta eva-luación se sustentaba en evidencia proveniente de los debates militares árabes y asumía un cálculo racional de disuasión: si Egipto no podía res-ponder ante la amenaza de ataques en profundidad contra su territorio y ciudades, no atacaría. Este análisis era bastante plausible y convincen-te, pero también insuficiente, pues se concentraba en exceso en una sola condición –mejoramiento de la capacidad de ataque aéreo– cerrando el panorama a la consideración de otras opciones.113

En abril de 1973, los jefes militares árabes se reunieron en El Cairo para examinar la situación. El ministro de Guerra egipcio, general Ismail, re-veló más tarde las conclusiones de este encuentro:

Nuestra apreciación fue que Israel poseía cuatro ventajas bási-cas: su superioridad aérea, su habilidad tecnológica, su eficien-te entrenamiento, y su posibilidad de recibir amplia y continua

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114 Citado en T. Taylor, The Insight Team of The Sunday Times: Insight on the Middle East War. London: Deutsch, 1974, p. 37.

ayuda militar de Estados Unidos. El enemigo tenía también las siguientes desventajas: sus líneas de comunicación eran largas y extendidas en diversos frentes, lo cual las hacía difíciles de de-fender; sus recursos humanos eran escasos, y por eso no podía aceptar pérdidas severas; sus condiciones económicas le impe-dían realizar una guerra larga, y por último, el enemigo padecía de autocomplacencia en sus propias capacidades y de autoen-gaño sobre las características de su adversario.114

De hecho, existía un cierto ingrediente –luego de 1967– de subestima-ción israelí hacia las aptitudes militares árabes. Para explotar sus puntos débiles era imperativo, de acuerdo con Ismail, forzar a Israel a distribuir sus contrataques por separado y en diversos frentes, lo cual le restaría fuerza. Ello implicaba concertar una estrategia árabe común, que fue lo-grada con la incorporación de Siria como participante activo, y de Jorda-nia en un rol de apoyo.

Los árabes, por otro lado, tenían que negar a Israel la opción estraté-gica de bombardear con su Fuerza Aérea ciudades egipcias y sirias, lo cual exigía obtener los medios para retaliar. La llegada, poco antes del inicio de las hostilidades (verano de 1973), de misiles soviéticos scud-b (tierra-tierra, capaces de alcanzar ciudades israelíes, del mismo tipo usa-do posteriormente por Irak en las guerras del Golfo contra Irán y Estados Unidos y sus aliados), dio a los árabes el instrumento de contradisuasión requerido.

Ya hacia mayo de 1973, la estimación pesimista sobre las capacidades militares árabes debió haber sido sometida a una reconsideración siste-mática por parte de los servicios de inteligencia israelíes, en vista de la aceleración de los suministros de armamentos soviéticos y de la signifi-cativa reorientación de la doctrina militar árabe, aunque sobre este últi-mo aspecto la estrategia de engaño árabe sembró mucha confusión. Este cambio tuvo un componente político y varios novedosos ingredientes militares. En lo político, los árabes clarificaron con precisión la naturale-za de la guerra que iban a lanzar, así como su fin político. No se trataba de una operación dirigida a infligir una derrota total al enemigo, buscando su aniquilación. El propósito en esta oportunidad era crear una nueva

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Citado en la obra del general D. Palit, Return to Sinai. Salisbury: Compton Russell, 1974, pp. 32, 40. Stein, p. 156.

situación política en el Medio Oriente mediante una campaña militar limitada, concentrada alrededor del canal de Suez y en la frontera entre Siria e Israel. Para ello, los árabes concibieron un plan que mantendría la operación de las fuerzas de tierra bajo la constante protección de un «paraguas» antiaéreo, integrado por un denso sistema nunca antes usa-do con tal magnitud y eficacia, compuesto a su vez por una extensa red de baterías misilísticas soviéticas, complementadas por nuevos cañones de repetición antiaéreos, también de origen soviético. Además, la infan-tería árabe cruzaría el canal –utilizando novedosos sistemas para tender puentes en corto tiempo– provista de miles de misiles antitanque, a ob-jeto de detener la contraofensiva blindada de Israel, en otra innovación operativo-tecnológica que tomó por sorpresa al adversario.

Esta ofensiva limitada, que descargaba una campaña a través del de-sierto del Sinaí, estaba diseñada para sacar ventaja de las fortalezas ára-bes y para maximizar los problemas para el adversario. Los objetivos mi- litares limitados eran suficientes para lograr el fin político de «descon-gelar» la situación del Medio Oriente y forzar a Israel a negociar. En con-secuencia, Sadat dictó sus instrucciones a los jefes militares egipcios de acuerdo con el fin político de su plan: «Preparar las Fuerzas Armadas para tener éxito en una ofensiva que romperá el hielo político en Medio Oriente». Y el Director de Operaciones egipcio, general Gamasy, formu-ló en estos términos el objetivo militar: «Llevar a cabo una ofensiva li-mitada, destinada a establecer una cabeza de puente del otro lado del canal».115

En Israel, los servicios de inteligencia reaccionaron con lentitud ante la evidencia que apuntaba hacia cambios de relevancia en las capacida-des árabes para hacer la guerra; a ello se sumó la tendencia a restar im-portancia a las declaraciones de intención por parte de los árabes. En abril de 1973, el Director de Inteligencia Militar del Estado judío expli-có que las intenciones belicosas árabes respecto de Israel excedían con frecuencia sus reales capacidades; era por tanto necesario no dar a la re-tórica árabe el rango de criterio válido para indicar un ataque, pues por ese camino se podía llegar a terribles errores de cálculo.116 Al menos tres veces antes de octubre de 1973, las Fuerzas Armadas egipcias fueron re-forzadas y desplegadas como para un ataque, y sin embargo no atacaron.

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Janice Gross Stein, «Military Deception, Strategic Surprise, and Conventional Deterrence: A Political Analysis of Egypt and Israel, 1971-73», The Journal of Strategic Studies, 5, 1, 1982, p. 108. Stein, «Intelligence and Stupidity...», pp. 161-162.

El síndrome de «allí viene el lobo», intencionalmente reforzado por los árabes, penetró las «antenas» de los analistas de inteligencia israelíes.

No obstante, en reuniones celebradas en abril y mayo de 1973, el Di-rector del Servicio Secreto israelí (Mossad), general Samir, cuestionó las apreciaciones de la inteligencia militar y sugirió que las condiciones para un ataque árabe ya existían: el Ejército egipcio sería capaz de ope-rar en la zona del canal bajo la protección del «paraguas» antiaéreo, y ese mismo sistema podría defender el territorio egipcio contra el bombar-deo estratégico israelí.117 En septiembre, el Director de Inteligencia Mi-litar y su equipo revisaron la evidencia sobre el despliegue egipcio: ya varias veces antes había ocurrido algo semejante sin que se produjese una ofensiva. El general Zeira, luego de estudiar la situación, reportó a sus superiores que las tropas egipcias se hallaban en maniobras y que su estado de alerta tal vez se debía a que Egipto estaba erradamente an-ticipando una acción militar de Israel en su contra. Las evaluaciones de esos días mostraron que los indicadores clave eran ambiguos o inconsis-tentes, y la inteligencia militar concluyó, basándose en la «concepción» (estimación de las capacidades militares egipcias), que un ataque «no parecía probable».118 Durante los primeros días de octubre prosiguió la extensa movilización egipcia y el refuerzo de su despliegue militar, y se produjo la salida de las familias de los consultores militares soviéticos y otro personal de Egipto. Los datos no eran fáciles de interpretar: la eva-cuación podía deberse a un deterioro en las relaciones soviético-árabes, o a la aceptación soviética de las falsas acusaciones sirias de que Israel se aprestaba a atacar a los árabes. Durante esos días los israelíes estuvieron especialmente preocupados por el riesgo de cometer un error de cálcu-lo, de irse de bruces y ser vistos como los agresores. Aún el 5 de octubre la inteligencia militar concluyó que la probabilidad de ataque era baja. El 6 de octubre en la madrugada el Director de Inteligencia Militar re-cibió una llamada de una importantísima (y secreta) fuente, advirtién-dole que Egipto y Siria atacarían en la tarde de ese día. Sin embargo, el mensaje sugirió que la ofensiva no era todavía segura, pues Sadat podía aún cancelarla si se enteraba de que Israel sabía. Además, no era la pri-mera vez que esa misma fuente (tal vez un espía al servicio de Israel) ha-

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Ibid., pp. 163-165. 119

cía advertencias semejantes. La fuente y contenidos del mensaje fueron calificados por la Comisión Agranat como «ambiguos», pero en ese mo-mento, en las primeras horas del 6 de octubre, la primera ministra Meir estimó que «ya no cabían dudas» sobre el venidero ataque. Sin embargo, todavía en esos instantes, prácticamente al borde de la guerra, Zeira (Di-rector de Inteligencia), y Dayan (ministro de Defensa), tuvieron dudas, expresando que la guerra «era muy probable pero no segura».119 Poco después del mediodía, 240 aviones egipcios sobrevolaron el canal para bombardear puestos de comando, aeropuertos e instalaciones militares diversas en Israel y la zona ocupada del Sinaí, 1.848 piezas de artillería abrieron fuego simultáneamente a lo largo del frente, y la infantería y los blindados egipcios comenzaron la operación de cruce del obstáculo de agua. En la frontera siria la guerra también se encendió.

Los árabes lograron la sorpresa, en parte porque sus adversarios se sobrestimaron, y en parte porque su estrategia de engaño funcionó bien en sus elementos activos y pasivos (el secreto fue estricto y las decisiones sólo conocidas por un muy pequeño círculo). Los árabes hicieron todo lo posible para asegurar que su adversario no tuviese razones para aumen-tar su sensación de vulnerabilidad. Sus esfuerzos cubrieron un amplio terreno, desde la diplomacia hasta, por ejemplo, la publicación delibera-da en periódicos de países como el Líbano de noticias sobre el presunto deterioro de los armamentos soviéticos en la zona del canal, y la poca ca-pacidad de las tropas egipcias para aprender rápidamente el uso de nue-vos equipos. Pocos días antes del ataque un grupo palestino secuestró en Austria un tren de refugiados judíos, desviando la atención de los di-rigentes israelíes. Los sirios «enterraron» muchos de sus tanques, para actuar más bien como piezas de artillería, en una posición que sugería intenciones defensivas y no ofensivas. Los árabes no activaron los proce-dimientos de defensa civil antes de entrar en guerra, para no alertar a su enemigo, no hicieron cambios cruciales en la disposición de sus aviones de combate, dieron permisos –bien publicitados– a oficiales para ir a la Meca luego del 8 de octubre (el día en que, supuestamente, terminarían los ejercicios militares). La diplomacia fue también empleada para en-gañar a los norteamericanos. Los egipcios dieron la bienvenida a los es-fuerzos de Kissinger para lograr una negociación en 1973 y estimularon a los norteamericanos para presionar a Israel a abstenerse de provocar

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120 Hybel, pp. 79-80.

a los árabes o de aparecer como agresores, disparando el primer tiro de una nueva guerra.120

Por encima de todo, los árabes fueron extraordinariamente efecti-vos en la tarea de reafirmar la «concepción» israelí, filtrando constante-mente información que indicaba que no estaban en capacidad de hacer una guerra y no iban a hacerla porque no podrían «ganarla». Lo que los israelíes perdieron de vista fue la posibilidad de que los árabes formu-lasen una estrategia con objetivos limitados, tanto políticos como mili-tares, dirigida a lograr una victoria política limitada, descongelando el panorama en el Medio Oriente a través de una ofensiva militar cuidado-samente ceñida a un margen estricto de operación.

El paradigma dominante en las percepciones de Israel se mostró rígi-do e incapaz de transformación oportuna. No obstante, también es cier-to que la evidencia recibida a lo largo del proceso conducente al ataque fue en todo momento ambigua y abierta a diversas interpretaciones. Los decisores israelíes, por otro lado, fallaron al buscar certidumbre total an-tes de optar; el énfasis en las consecuencias negativas de un error de cál-culo, la influencia del síndrome de «allí viene el lobo», la poca seriedad con que se tomaban las expresiones de intención árabes, muchas veces repetidas y pocas veces llevadas a la práctica, el peso de la «concepción» predominante, la ingeniosa estrategia de engaño árabe y la tendencia is-raelí, abierta o soterrada, a subestimar al adversario, se conjugaron para generar una sorpresa que derribó muchos mitos.

Tres casos de sorpresa diplomática: El Pacto Molotov-Ribbentrop,

Nixon en China, Sadat en Jerusalén

La diplomacia es el lenguaje usual de la política internacional, pero desde luego no es el único y tampoco es unidimensional. La imagen «normal» de la diplomacia la describe en términos corteses y formales; no obstan-te, tras las finas palabras, los rostros adustos y los gestos cuidadosos se

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Quiero reconocer mi deuda, con respecto de varias de las ideas centrales en este capítulo, con la obra de M. I. Handel, The Diplomacy of Surprise: Hitler, Nixon, Sadat.

Cambridge, Mass.: Center for International Affairs, Harvard University, 1981.Ibid., p. 4.

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juega también el destino del poder. La diplomacia es un instrumento po-lítico y en ocasiones es capaz de hacerse un instrumento altamente crea-tivo, con características revolucionarias que rompen los esquemas exis-tentes y abren perspectivas inéditas o hasta el momento inconcebibles. La diplomacia revolucionaria con frecuencia se manifiesta a través de la sorpresa, y tiene sentido, en el marco de este estudio, analizar los parale-lismos, así como las diferencias, entre la sorpresa militar y la sorpresa en otro terreno de la lucha de poder entre Estados.121 Mao Tse Tung decía que «la guerra es la política con sangre y la política es la guerra sin san-gre»; podríamos añadir que la diplomacia es una expresión de la política con el potencial para estallar en sangre o para evitarla.

Quizá convenga distinguir entre la «sorpresa en diplomacia» y la «di-plomacia de la sorpresa». Es posible infligir, en el campo de la diploma-cia, sorpresas de poca monta, llevar a cabo iniciativas con algún conte-nido novedoso, y adelantar acciones o producir hechos inesperados capaces de cambiar en cierta medida el proceso y tendencias en las rela-ciones entre dos Estados, sin que ello implique una alteración radical del contexto vigente ni un impacto crucial sobre el sistema internacional. La «diplomacia de la sorpresa», a la que nos referiremos, se caracteriza por su carácter «revolucionario» así como por sus efectos desquiciado-res de una situación, cuestionada hasta sus cimientos.

Es útil también distinguir entre una diplomacia de «hechos cumpli-dos» (faits accomplis) y una diplomacia de la sorpresa. Si bien –como lo muestran las iniciativas de Hitler entre 1935 y 1938– una diplomacia de hechos cumplidos puede tener gran impacto en el balance de poder, la misma usualmente alcanza la sorpresa sólo en cuanto a su oportunidad, es decir, en el momento en que se lleva a cabo, pero no en cuanto a su sustancia: la declaración del propósito de rearmar a Alemania (1935), así como la remilitarización de la zona del Rin (1936), sorprendieron debido al momento que escogió el Führer nazi para actuar, pero sus intenciones eran bien conocidas.122 Además, un «hecho cumplido» es un acto unila-teral; en cambio, una sorpresa diplomática (y en lo que sigue el término se empleará exclusivamente para hacer referencia a acciones «revolucio-narias»), puede en ocasiones resultar de la acción bilateral de dos actores

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398(Alemania y la urss en 1939, Estados Unidos y China entre 1969-1971, o puede ser producto de la iniciativa de un solo actor: Sadat en 1977).

La diplomacia de hechos cumplidos, siempre preparados con «ofen-sivas de paz» destinadas a engañar a sus adversarios y a disminuir su sen-sación de vulnerabilidad, logró extraordinarios resultados para Hitler, pero el Führer nazi cayó en la tentación de llevarla demasiado lejos y de perder el sentido de los límites. En 1933 Hitler retiró a Alemania de la Liga de Naciones. En 1935 Hitler anunció la creación de una nueva fuerza aé-rea y un programa de alistamiento y rearme, contraviniendo las estipula-ciones del Tratado de Versalles. En 1936 tropas alemanas recuperaron la zona del Rin. En 1937 Austria «es unida» a Alemania. En 1938, bajo gran presión alemana, las potencias democráticas europeas admiten la des-membración de Checoslovaquia. En septiembre de 1939, confiado en que los occidentales no le declararán la guerra, Hitler invade Polonia. Su ju-gada esta vez no tiene el éxito esperado. En el ínterin, sin embargo, Stalin y Hitler han producido una casi increíble sorpresa diplomática, con la firma del tratado de no agresión entre Alemania y la urss el 24 de agosto de 1939.

Handel ha señalado que la frecuencia con la cual la sorpresa es usada en diplomacia depende de dos variables: el estilo de liderazgo y el tipo de sistema político en que ese liderazgo se ejerce. En función de ello estable-ce cuatro combinaciones: 1) Un líder autoritario en un sistema no demo-crático: la combinación más adecuada para la sorpresa, ya que integra el tipo de líder que se inclina a actuar independientemente con un siste-ma carente de controles parlamentarios y de opinión pública, o al menos con controles débiles, lo cual favorece el secreto. 2) Un líder autoritario en un sistema democrático: los casos de Nixon, De Gaulle y Begin son ilustrativos de esta combinación, que permite a individuos con persona-lidad fuerte superar los inevitables obstáculos de un orden democrático, donde el incrementalismo, el consenso y la opinión pública colocan fre-nos a la voluntad de sorprender. 3) Un líder democrático en un sistema democrático. Esta es la combinación menos apta para generar la sorpre-sa diplomática, en vista de que el líder trabaja con base en el consenso y la apertura a múltiples opiniones que tienden al incrementalismo y no a la innovación radical en la toma de decisiones. 4) Liderazgo colectivo en un sistema no democrático. Este fue el caso de la urss casi todo el tiem-po y las acciones de Khrushchev en Cuba en 1962 constituyen una excep-ción, que su autor pagó caro. Se trata de una combinación que tampoco

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123Ibid., pp. 12-13.

estimula la sorpresa, y tiende al conservatismo. Handel sostiene que lo esencial en la sorpresa diplomática es el estilo autoritario de liderazgo, y la naturaleza del sistema político es un factor relativamente secundario, lo cual se comprueba en el caso de Nixon.123

Una lección esencial de la sorpresa diplomática es que los Estados con verdadera gravitación en el sistema internacional actúan en las horas crí-ticas en función de sus intereses, y no de la ideología que proclaman con propósitos legitimizadores y de propaganda. Hitler y Stalin dejaron de lado la retórica anticomunista y antifascista, y se entendieron; Nixon abandonó veinte años de implacable hostilidad contra los «chinos-ro-jos», y éstos a su vez olvidaron sus ataques contra su otrora feroz adver-sario y se entendieron; Sadat viajó a Jerusalén, habló ante el Parlamento del Estado judío e hizo las paces, ganándose el odio sin límites de los ra-dicales del mundo árabe, que le hicieron pagar con su vida. Pero Egipto sigue en paz con Israel.

A diferencia de lo que ocurre con la sorpresa militar, la sorpresa di-plomática tiene beneficios y también costos. En el terreno militar la sor-presa es un multiplicador de la fuerza: concede la iniciativa al que la eje-cuta, reduce sus pérdidas, y puede contribuir decisivamente a su triunfo. En la diplomacia, no obstante, se paga un precio, sobre todo en relación con aliados que se sienten traicionados o atemorizados (Italia y Japón, sorprendidos por Hitler con su acercamiento a Stalin; Taiwán y Japón, asombrados por la apertura de Nixon a China, y casi todo el mundo ára-be, así como la urss, dejados «fuera de juego» por Sadat). Los costos también pueden medirse en cuanto a los efectos domésticos de la sorpre-sa. Hitler y Stalin tenían el poder para silenciar la oposición, pero Nixon tuvo que enfrentar cierta oposición de parte del lobby protaiwanés.

Otras diferencias entre la sorpresa militar y la diplomática tienen que ver con el hecho de que, en el campo militar, la sorpresa es lo común, es imperativo esperarla siempre y planificarla cuando se pueda; en cam-bio, en diplomacia, la normalidad, la estabilidad y la continuidad son las reglas y la sorpresa una excepción. Además, la sorpresa militar es en general más compleja y puede ocurrir a diversos niveles: dónde, cuán-do, cómo, quién, por qué. Por otro lado, al menos en teoría, debería ser más fácil pronosticar la sorpresa diplomática, en vista del relativamente estrecho espacio para los cambios radicales en la política exterior de un

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Estado en un momento dado. Sin embargo, también en diplomacia se dan los procesos de distorsión de la percepción por el «ruido», el dogma-tismo y la dificultad para reaccionar a tiempo ante nuevos elementos de análisis, temas que ya han sido discutidos en este estudio con referencia al problema de la sorpresa militar.

Por ejemplo, en 1939, en vista del rechazo franco-británico a sus pre-tensiones en Polonia, a Hitler sólo le restaba una opción: mirar hacia la urss e intentar acordarse con Stalin. Eso fue lo que efectivamente hizo, y sorprendió a sus enemigos porque estos últimos simplemente no po-dían creer que los archirrivales ideológicos terminarían entendiéndose. En retrospectiva, el porqué del arreglo ruso-alemán luce obvio, pero en ese momento parecía muy difícil, si no imposible.

Handel explica, en relación con la diplomacia bilateral de la sorpresa, que la misma atraviesa comúnmente un proceso en tres fases: 1) Inicio de la revaluación, por parte de ambos actores, de sus intereses y concep-ciones, en dirección hacia un significativo cambio en la política exterior. 2) Determinación, por parte de cada uno de los actores involucrados, de que el otro lado es serio en sus intenciones de producir un cambio en las relaciones. Es durante esta fase que el secreto se convierte en algo cla-ve, de modo que si el movimiento hacia el cambio queda obstruido por algún obstáculo sea posible para las partes retirarse sin pagar excesivos costos. ¿Qué habría pasado si, por ejemplo, Italia y Japón se hubiesen en-terado de las iniciativas de Hitler en 1939 hacia la urss, o si Japón, Taiwán y la propia urss hubiesen conocido del viaje secreto de Kissinger a Pekín y su propósito, o los radicales árabes de la decisión de Sadat de viajar a Israel y concluir la paz por separado con el Estado judío? 3) Por último, la nueva realidad es anunciada públicamente, con el consecuente shock para los afectados.124

Este proceso se observa con claridad en los tres casos que ocupan acá nuestra atención. El camino que condujo al Pacto Ribbentrop-Molotov puede seguirse con bastante precisión. Inmediatamente después de fir-mado el Tratado de Múnich, Hitler y Stalin dieron comienzo a una reva-luación de sus intereses y concepciones básicas, desde aproximadamente octubre de 1938 hasta abril de 1939. El siguiente paso de Hitler, la siguien-te víctima de su sed de conquista, era Polonia. La «garantía» otorgada por los poderes occidentales a Varsovia parecía indicar una determinación

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G. L. Weinberg, Germany and the Soviet Union, 1939-1941. Leiden: Brill, 1954, p. 15. 125

de obstaculizar la expansión nazi y el riesgo de una guerra en dos frentes. Hitler razonó, correctamente, que en términos prácticos la única posibi-lidad de que tal «garantía» se tradujese en acción militar eficaz era que la urss se involucrase directamente en una guerra en Polonia y por Polonia, ello a pesar de que Gran Bretaña y Francia ni habían incluido a Moscú en su «garantía» ni estaban haciendo esfuerzos para atraerla a un pacto de acción colectiva. De allí que acercarse a la urss era la vía expedita para adelantarse y dejar en un limbo a sus enemigos.

De otro lado, el sustrato de la posición soviética a partir de Múnich es acertadamente resumido por Weinberg:

La siguiente meta de agresión alemana era Polonia. No era pro-bable que los polacos aceptasen pasivamente las exigencias ale-manas; a diferencia de los checos, daba la impresión de que Po-lonia resistiría con todas sus fuerzas. Ante esta situación, los lí-deres soviéticos seguramente razonaron así: si Alemania ataca Polonia, Gran Bretaña o bien abandonará Polonia a su suerte o bien declarará la guerra a Hitler. Si Gran Bretaña reniega de su promesa, y lo ocurrido en Múnich llevó a los rusos a pensar que ello era posible, entonces la Unión Soviética terminaría por ha-llarse sola en una guerra contra Alemania. Si, por el contrario. Gran Bretaña y Francia decidían pelear, ¿por qué no dejar enton-ces a las naciones capitalistas y el régimen nazi, ambos adversa-rios de la urss, desangrarse en una guerra? En cualquier caso, si un acuerdo con Alemania fuese posible, el mismo le haría ganar tiempo a Rusia y le permitiría beneficiarse sustancialmente del derrumbe de lo que restaba del viejo orden europeo.125

Entre mayo y agosto de 1939 se dio el proceso de intercambio de seña-les y estimación de intenciones mutuas entre Hitler y Stalin, que condu-jo a un acuerdo el 21 de agosto. Al día siguiente Hitler se reunió con sus comandantes militares y les comunicó que la guerra contra Polonia em-pezaría cuatro días más tarde (de hecho, la fecha tuvo que posponerse). En esa reunión les dijo: «El enemigo [las democracias occidentales] abri-gaba otra esperanza: que Rusia se enfrentase a nosotros por Polonia. No contaron con mi tenacidad y decisión. Nuestros enemigos son poca cosa.

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Documents of German Foreign Policy, 1918-1945: Series d. London: hmso, 1956-1957, pp. 200-204. Winston Churchill, The Gathering Storm. Boston: Houghton Mifflin, 1954, p. 394.

Yo lo pude apreciar en Múnich».126 La tercera fase consistió en el anun-cio público y la sorpresa de los terceros afectados por el pacto. Churchill, como de costumbre, encontró las más resonantes y apropiadas frases para expresar lo ocurrido: «La noticia siniestra se abrió sobre el mundo como una gigantesca explosión».127

Sin duda, a mi modo de ver, los poderes occidentales, Gran Bretaña y Francia, fueron los grandes culpables de este resultado. No sólo no hi-cieron nada para impedirlo, sino que de hecho, con su actitud ambigua y no poco desdeñosa hacia Moscú, empujaron a Stalin a los brazos de Hitler. Gran Bretaña y Francia fueron tomadas por sorpresa por su in-capacidad para apreciar que sus esquemas de análisis, basados en la pre-suntamente insuperable diferencia ideológica entre nazis y comunistas, dejó de lado una adecuada ponderación de los intereses esenciales de los Estados en cuestión. Los poderes occidentales no cayeron tampoco en cuenta de la muy desfavorable impresión que su debilidad ante Hitler y sus constantes concesiones hasta 1938 habían causado en Stalin. Ya en 1939, y en vista de la renuencia de Londres y París para estimular accio-nes concretas frente al curso de agresión nazi, Stalin percibió que Hitler sí tenía algo específico que ofrecer, pues los alemanes estaban prepara-dos para dividir Polonia y reconocer una esfera de interés soviético, lo cual era algo tangible, aparte de que el pacto con Hitler como mínimo aplazaba la amenaza alemana. Por todo ello, nazis y comunistas alcan-zaron un entendimiento y sorprendieron a todo el mundo.

Las tres fases definidas por Handel se perciben con igual claridad en el proceso que condujo a la «apertura» de Nixon a China, y al restableci-miento de relaciones entre Washington y Pekín en 1971. Durante su cam-paña electoral de 1968, Nixon dio comienzo a una revaluación de su pos-tura personal sobre la materia, proceso que se acentuó una vez instalado en la Casa Blanca como Presidente. Ello se dio como resultado de una situación peculiar, que exigía un nuevo realismo. Por una parte, la urss se hallaba en posición de fuerza frente a Estados Unidos para la época. Su arsenal nuclear se había multiplicado y ahora sobrepasaba al de su principal adversario en ciertos aspectos; además, al mantener relaciones tanto con Washington como con Pekín, la urss se colocaba en el vértice del triángulo, con ventaja sobre Washington, que no mantenía contac-

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Henry A. Kissinger, The White House Years. Boston: Little, Brown & Co., 1979, p. 183. T. Szulc, The Illusion of Peace. Foreign Policy in the Nixon Years. New York: Viking Press, 1978, p. 103.

Citado en Kissinger, p. 220.

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tos con China. Además, la guerra de Vietnam acosaba a Estados Unidos; China era un actor en el drama, proporcionando ayuda militar y respal-do diplomático a Vietnam del Norte y a los comunistas en el Sur.

Para Nixon, la creciente adversidad entre Moscú y Pekín, que había conducido a enfrentamientos militares en la frontera entre ambas nacio-nes, creaba peligros y abría oportunidades para una diplomacia creativa. Los peligros se derivaban de la posibilidad de un ataque nuclear preven-tivo de la urss contra China. Al respecto, Kissinger explica en sus Memo-rias que hacia agosto de 1969 las tensiones entre la urss y China se habían intensificado hasta llegar al borde de la guerra: «La convicción de Nixon, expuesta el 14 de agosto en una reunión del Consejo Nacional de Segu-ridad, según la cual Estados Unidos no podía permitir que China fuese aplastada, ya no era un asunto hipotético. Si ocurría el cataclismo, Nixon y yo tendríamos que afrontarlo [...] en razón de lo que considerábamos el imperativo estratégico de apoyar a China».128 Desde otro ángulo, la riva-lidad entre los dos colosos comunistas daba a Washington la opción de manipular el uno contra el otro. En palabras de Tad Szulc: «Nixon vis-lumbraba un continente asiático en el cual los intereses chinos y soviéti-cos se cancelarían entre sí, requiriendo a su vez una permanente presen-cia norteamericana, de una forma u otra, a través del Pacífico».129

El 1.º de febrero de 1969, poco después de asumir su cargo, Nixon en-vió a Kissinger, para entonces su Asistente de Seguridad Nacional, un memorando en estos términos: «Debemos estimular la percepción de que este gobierno está explorando las posibilidades de un acercamien-to hacia los chinos. Desde luego, hay que hacerlo confidencialmente, y bajo ninguna circunstancia esta actitud debe ser públicamente conoci-da por los momentos».130 Muy pronto las señales comenzaron a inten-sificarse, con los chinos jugando también su papel por sus propias razo-nes. Ante todo, Pekín temía un posible ataque soviético, y después de los estragos de la «revolución cultural», el propio Mao Tse Tung estaba listo para proveer a China el rol geopolítico que ameritaba su peso específico en Asia y el mundo. El camino no fue fácil; hubo avances y retrocesos; al-gunas señales no fueron oídas o fueron malinterpretadas; sin embargo, la dinámica de intereses fundamentales se sobrepuso a todo lo demás.

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131 Kissinger, p. 163.

El viaje secreto de Kissinger a Pekín, en julio de 1971, permitió aclarar cuestiones básicas y dio un empuje decisivo a las negociaciones, lo cual fue anunciado públicamente por Nixon, con evidente satisfacción, el día 15 de ese mes, en una intervención televisiva que asombró al mundo en-tero. La jugada diplomática dio inicio al cambio desde un sistema bipo-lar hacia un juego triangular más complejo, con Washington en ventaja y con la posibilidad, para los chinos, de colaborar con Estados Unidos fren-te a la urss. Los soviéticos estaban ahora menos seguros, y en Taiwán, Japón y Vietnam, el impacto de la sorpresa también estremeció las con-cepciones tradicionales sobre el esquema de poder y sus perspectivas. Al igual que ocurrió con Gran Bretaña y Francia en 1939, los dirigentes so-viéticos fueron tomados por sorpresa por su adhesión a una visión rígida acerca del abismo ideológico entre Washington y Pekín. Olvidaron que el peso de los intereses es vital, y que Nixon, por encima de todo, había sido siempre un político pragmático, con la disposición mental para actuar por su cuenta. Kissinger lo explica bien en sus Memorias:

Si bien yo había llegado en forma independiente a la misma conclusión que Nixon respecto de China, y aunque me tocó formular muchas de las movidas en el ajedrez, no tenía la fuer-za política ni la influencia burocrática para llevar adelante un cambio tan esencial por mi cuenta. Nixon comprendió visce-ralmente la oportunidad que se presentaba y la cultivó con te-nacidad y perseverancia. Para ello contaba con una base políti-ca derechista, que le protegía de la acusación de ser débil ante los comunistas.131

A pesar de que Kissinger asegura que él también se convenció del im-perativo de la «apertura», sería mezquino negar a Nixon el mérito prin-cipal tanto de concepción como de ejecución, en la conquista del logro más significativo de su política exterior.

A semejanza de Nixon, pero con la ventaja adicional –en este caso– de moverse dentro de un sistema político cerrado, Sadat fue un maestro de la acción individual puesta en función de la sorpresa estratégica y di-plomática. Su distancia respecto de cualquier ideología que pudiese blo-quear sus cálculos de poder, y su gusto por el secreto y las decisiones soli-

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405tarias, fueron los pilares de sus iniciativas, en particular de su conducta en 1973 (guerra del Yom Kippur), y en 1977, cuando se produjo su viaje a Jerusalén.

La sorpresa diplomática de Sadat fue consecuencia de varios factores, el primero de los cuales, como ya señalé, tuvo que ver con su propia per-sonalidad propensa al drama y a la creatividad política. Además, la si-tuación interna de Israel había cambiado, con la elección de Begin como Primer Ministro. De nuevo, y paradójicamente, la llegada al poder de un nacionalista radical favoreció las posibilidades de negociación con los árabes, en especial con Egipto, pues nadie podía acusar a Begin de debili-dad hacia los adversarios de Israel.

Otro factor de relevancia fue la toma de conciencia, por parte de Sa-dat, de que la presión que Washington era capaz de ejercer sobre Israel tenía sus límites. Después de la guerra de octubre de 1973, que fortaleció significativamente la posición interna de Sadat en Egipto y abrió un pe-ríodo de negociaciones en Ginebra, el proceso de traducción de los re-sultados de la guerra a un acuerdo de paz estable y equilibrado se había estancado, con la urss y los Estados radicales árabes jugando un papel escasamente constructivo, en tanto que Jerusalén avanzaba con enorme cautela. Ante este panorama, e impulsado igualmente por su convicción de que Egipto tenía de una vez por todas que concentrarse en sus proble-mas domésticos y hallar una salida a la perenne confrontación con Israel, Sadat optó por romper el impasse a través de una acción audaz y decisiva.

En síntesis, cuatro años después de su sorpresa militar, Sadat no ha-bía logrado todavía una traducción política definitiva de su maniobra es-tratégica, y se enfrentaba a dos opciones (pues la de una nueva guerra estaba descartada, en vista de la debilidad de Egipto y de la recuperación de Israel): la primera consistía en mantener la situación de «ni guerra ni paz», en la esperanza de que la presión de Washington acabase por im-poner un arreglo que retornase a Egipto los territorios perdidos a manos de Israel en la guerra de 1967. Esta alternativa, aparte de ser muy incierta, desgastaba a Sadat política y sicológicamente, imponiendo sobre Egip-to el peso ya inaguantable de un masivo aparato militar. La segunda op-ción, que sólo Sadat entre los líderes árabes de mayor relevancia se atre-vió a considerar, era la de hacer la paz y hacerla en forma rápida.

Lo que hace especialmente interesante la maniobra de Sadat es que la misma estuvo básicamente guiada por una visión de los intereses nacio-nales de su país, por encima de otras causas más amplias. Otra vez, las

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Citado en Handel, The Diplomacy of Surprise, pp. 326-327. Ibid., p. 327.

ideologías y las consignas cedieron su lugar a un frío cálculo acerca de las conveniencias del Estado, en este caso, de un Egipto empobrecido y necesitado de masiva ayuda económica para avanzar. La paz era impe-rativa, y hacia fines de 1977, Sadat, luego de alcanzar en gran soledad su decisión –la cual preservó en secreto férreamente– estaba listo para dar su sorpresa. Al inaugurar el nuevo período de sesiones de la Asamblea Nacional egipcia, Sadat afirmó que «estoy dispuesto a ir donde sea. En Israel se sorprenderán cuando me escuchen decir que estoy dispuesto a ir a su casa, al Knesset [Parlamento] y hablar con ellos de paz». Pocos días más tarde, Begin respondió públicamente en un discurso radiado a los egipcios: «Vuestro Presidente ha dicho que está dispuesto a venir a Jerusalén [...] para impedir que un solo soldado egipcio más sea herido [...] Celebro esta idea y será un gran placer dar la bienvenida al Presiden-te con la tradicional hospitalidad que hemos heredado de nuestro Padre común Abraham...».132

Al principio, muchos creyeron que se trataba de una broma o algo pa-recido, de simples ejercicios retóricos con fines propagandísticos, y no faltaron expertos en Israel que pensaron que, en realidad, Sadat estaba tendiendo una cortina de humo para ocultar preparativos de guerra.133 No obstante, el proceso siguió aceleradamente su curso, ante las cada día más firmes objeciones de varios países árabes y en particular de los pa-lestinos, que ahora veían desintegrarse el frente común contra Israel. El 15 de noviembre Begin envió a Sadat una invitación formal, y el día 19 Sadat aterrizaba en el aeropuerto Ben Gurión, de Tel Aviv. Para asom-bro de todos, en el Medio Oriente y en el mundo entero, Sadat desafió uno de los más rígidos e implacables dogmas de conducta política pre-valecientes después de la Segunda Guerra Mundial en un área de crucial importancia estratégica. Dejando de lado un juicio sobre la sustancia y consecuencias de su acción, asunto sobre el cual no interesa pronunciar-se acá, lo significativo se encuentra en la audacia del uso de la sorpresa diplomática para transformar un esquema mental y político.

Los casos analizados confirman, en otro terreno, el hallazgo puesto de manifiesto en relación con la sorpresa militar: las «víctimas» son sor-prendidas como resultado de una combinación de elementos de gran complejidad, combinación en la que intervienen el secreto, los dogmas

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407y preconcepciones, los prejuicios, el ruido que distorsiona las señales, la dificultad de reacomodar a tiempo nueva información que tiende a susti-tuir marcos conceptuales establecidos, y también el impacto que siempre genera el uso de uno de los más escasos recursos políticos: la creatividad.

Desde luego, en diplomacia la sorpresa no puede ser la regla, pues ningún Estado sería capaz de preservar un mínimo de credibilidad si su-jetase su política exterior a continuos e impredecibles cambios. No obs-tante, la sorpresa es un instrumento de enorme potencial en condiciones especiales, cuyo empleo exitoso exige maestría y paciencia, virtudes que, quizás afortunadamente, son de difícil cultivo.

Cuba 1962: Error de cálculo y sorpresa

A treinta años de distancia de la «crisis de los cohetes» (octubre de 1962) cuando escribo estas líneas, el estudio de esos eventos constituye un ejercicio de permanente asombro. En efecto, es asombroso constatar el gigantesco error de cálculo soviético, que llevó a los jefes del Kremlin a desplegar un amplio arsenal de misiles nucleares en una isla situada a noventa millas del territorio continental norteamericano, una isla, ade-más gobernada por un líder temperamental e impredecible, en la creen-cia de que Estados Unidos aceptaría el resultado, si no pasivamente, al menos con moderada resignación.

Desde luego, los soviéticos comprendían que Washington no iba a quedarse totalmente cruzado de brazos si las acciones y los propósitos soviéticos se conocían, de allí que intentasen ejecutarlos por sorpresa, en la expectativa de que, una vez instalados –puestos en estado operativo– los misiles, y transformado a través de una ambiciosa y audaz jugada el balance de poder, el presidente Kennedy tendría que admitir la realidad y adaptarse a ella.

Con la perspectiva del tiempo a favor, las movidas soviéticas duran-te ese episodio lucen particularmente torpes y en extremo imprudentes, contrastando con una línea de política exterior que –al menos hasta ese momento– se había caracterizado más bien por su cautela. Tanto era ello

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u.s. Congress, Committee on Armed Services, Preparedness Investigating Subcommittee, Investigations of the Preparedness Program, Interim Report on Cuban Military Build-Up, 88th Congress, 1st Session, 1963, p. 3. Para un más amplio análisis del punto, véase mi libro Estrategia y política en la era nuclear, pp. 229-235.

así que el reporte oficial del Congreso de los Estados Unidos sobre el de-sarrollo de la crisis atribuyó especial relevancia, como una de las causas de la falla de inteligencia norteamericana, a la «predisposición existente entre analistas y decisores, una especie de convicción filosófica, según la cual sería incompatible con la política exterior soviética la introducción de misiles nucleares en Cuba».134 Por un lado, esta predisposición de la comunidad de inteligencia norteamericana favorecía la posibilidad de la sorpresa de parte de los soviéticos, ya que reducía la capacidad de alerta del adversario. Por otro lado, sin embargo, la vigencia de esa «convicción filosófica» en Estados Unidos también indicaba que una acción tan radi-cal e inesperada como la de colocar buena parte de su capacidad misilís-tica en la vecindad de Florida, tenía necesariamente que ser percibida en Washington como una intolerable provocación y un inexcusable desafío. De allí que sea tan importante dirigirse primeramente hacia el análisis de las motivaciones del liderazgo soviético, que les condujeron a tomar tan arriesgada decisión, para luego abordar el estudio de la estrategia de sorpresa escogida, y finalmente proceder al análisis de la reacción norte-americana ante el reto.

Parece claro, hoy en día, que la dirigencia del Kremlin se vio impulsa-da a instalar los misiles en Cuba en gran medida debido a la angustia que les generó constatar su posición de significativa inferioridad estratégica frente a Estados Unidos en el terreno nuclear, a lo que se sumó como fac-tor coyuntural que contribuyó a concretar la decisión la subestimación del adversario y de su voluntad de hacer del problema un casus belli. Sin entrar en excesivo detalle, que no es acá necesario,135 conviene no obs-tante tener presente que luego del lanzamiento del satélite Sputnik en 1957, la urss pareció gozar de un notable margen de adelanto en el terre-no misilístico frente a Estados Unidos, situación que fue además inflada por las constantes referencias de Khruschev y otros dirigentes soviéticos a las presuntas capacidades nucleares de su país.

En realidad, como mostraron los hechos posteriormente, la urss era mucho más vulnerable de lo que habría entonces imaginado el más es-céptico, pero fue sólo a mediados de 1961 cuando los servicios de inteli-

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Hybel, p. 49. Esto lo sostiene Donald Kagan en su estudio «World War i,

World War ii, World War iii», Commentary, March 1987, p. 38.

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gencia norteamericanos alcanzaron en firme esta conclusión y la hicie-ron saber a los soviéticos.136

Ahora bien, las exageraciones de Khrushchev y otros líderes soviéti-cos a finales de los años 1950, de acuerdo con las cuales el balance mili-tar estaba girando definitivamente a favor de la urss, habían generado una aguda polémica política en Estados Unidos, que a su vez condujo a la aceleración de los programas misilísticos y nucleares, y al consecuen-te logro de una tangible superioridad cuantitativa y cualitativa sobre la Unión Soviética.

De hecho, para el momento en que se fraguó la decisión del Kremlin respecto a Cuba, Estados Unidos tenía desplegados centenares de misi-les de alcance intercontinental (icbm), capaces de golpear la urss, a los que se añadían otros centenares de armas nucleares transportadas por bombarderos, a su vez colocados en bases en Europa o Estados Unidos, que también podían asestar un ataque devastador sobre las ciudades y centros industriales soviéticos. Por su parte, Moscú sólo podía contar con unos pocos misiles intercontinentales, posiblemente no más de cin-cuenta y quizás menos de diez,137 con la capacidad de golpear territorio norteamericano. En estas circunstancias, la opción de colocar buena par-te de su arsenal de misiles de menor alcance (irbm y mrbm) en el «porta-viones ambulante» que era Cuba se presentaba de modo especialmente atractivo al liderazgo soviético, acosado por numerosos problemas do-mésticos y externos, por una economía frágil, una población ansiosa de mejorar sus niveles de vida y una posición internacional vulnerada por el creciente reconocimiento de que el balance estratégico favorecía amplia-mente a Washington.

Graham Allison argumenta que la «carta cubana» fue para los sovié-ticos una manera de responder a varios problemas a la vez: restaurar el equilibrio en la balanza estratégica global; garantizar la defensa de la Cuba castrista; procurar una solución favorable a la urss del asunto de Berlín (para lo cual una mejor posición estratégica lucía indispensable); transferir recursos del sector militar hacia el sector industrial –de con-sumo civil– de la economía (para lo cual los misiles en Cuba se mostra-

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Allison, pp. 238-244. Elie Abel, The Missile Crisis. Philadelphia: Lippincott, 1966, p. 23.

ban como alternativa ideal, e instrumento de sustantivo ahorro), y final-mente, apaciguar las controversias domésticas entre distintos grupos de presión en la urss.138

Es posible, como argumenta Allison, que todos estos asuntos hayan jugado un rol en el proceso de decisiones que llevó a los líderes del Krem-lin a enviar los misiles a Cuba; sin embargo, es importante destacar que, desde nuestro punto de vista, fue la brecha estratégico-nuclear frente a Estados Unidos el factor crucial y la motivación determinante en la de-cisión soviética de correr el riesgo de instalar misiles en la Cuba castrista. Con esa ambiciosa jugada los soviéticos podían, de un solo golpe, reequi-librar a su favor la balanza nuclear, y, de paso, afrontar en mejores condi-ciones los problemas restantes.

Es también muy probable que lo que en definitiva detonó la decisión soviética fue la subestimación, por parte de la dirigencia del Kremlin en general, y de Khrushchev en particular, de la capacidad de reacción nor-teamericana y de la voluntad de John Kennedy. Cabe en tal sentido recor-dar que Kennedy había sido electo por un pequeño margen sobre su rival republicano, Richard Nixon. A la relativa precariedad de su mandato de 1960 se habían sumado episodios escasamente alentadores, tales como su encuentro con Khrushchev en Viena (durante el cual el veterano líder soviético intentó con cierto éxito avasallar al joven Presidente norteame-ricano), así como la desastrosa invasión de Bahía de Cochinos (Playa Gi-rón) en 1961. La actitud débil de Kennedy ante el fiasco de la invasión, así como ante la construcción del Muro de Berlín, contribuyó a dar origen a una actitud de subestimación en extremo peligrosa en el campo de sus adversarios.

De nuevo, Allison sostiene en su conocida obra que estos eventos, así como la posición adoptada por algunos analistas norteamericanos se-gún la cual era conveniente y más seguro un equilibrio entre la urss y Estados Unidos, a lo que se sumó la tácita aceptación por parte de Was-hington de la ayuda militar (convencional) de Moscú a Cuba, conduje-ron a los soviéticos a suponer que Kennedy no respondería con verda-dera firmeza a su audaz movida misilística en el Caribe.139 La tesis de Allison es admisible en tanto se tome en cuenta que la subestimación so-viética no llegó jamás a convertirse en abierto desdén; de allí que los so-

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The Washington Post, 18-xii-1962. Robert Kennedy, Thirteen Days. New York: Norton, 1969, p. 124.

Hybel, p. 115. Roger Hillsman, To Move a Nation. New York: Doubleday, 1967, p. 172.

Abel, p. 34.

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viéticos procuraron instalar los misiles por sorpresa, bajo la quizás no del todo infundada premisa de que la reacción de Washington sería menos intensa si se hallaba ante el hecho cumplido (misiles en estado operativo en Cuba), que si se descubría la jugada durante el proceso de instalación y activación de los misiles. Por ello, como veremos, los soviéticos acele-raron al máximo su esfuerzo para hacer operativos los misiles en corto tiempo.

El error de cálculo del Kremlin fue grave. Como lo expresó Kennedy poco después de conjurada la crisis: el despliegue de misiles soviéticos en Cuba «habría transformado el balance de poder, o al menos habría dado la impresión de transformarlo, y en política las apariencias contribuyen a la realidad»;140 por su parte, Robert Kennedy explicó que: «Nosotros sentíamos que los misiles en Cuba afectaban vitalmente nuestra seguri-dad nacional, pero no la de la Unión Soviética».141 Ciertamente los norte-americanos no esperaban que los soviéticos fuesen más allá, aprovechan-do las oportunidades que les brindaba Castro en Cuba, de suministrar ayuda militar y técnica en términos convencionales. El consenso de los expertos indicaba que era en extremo improbable que los soviéticos pa-sasen a un nivel superior de confrontación, por tres razones: 1) Los sovié-ticos habían sido siempre muy cuidadosos de no instalar misiles estraté-gicos fuera de su territorio.142 2) Aun si los soviéticos optaban por alterar esa tradicional línea de conducta, no sería Cuba el lugar adecuado para hacerlo, ya que: a) las enormes distancias entre la urss y Cuba hacían la operación demasiado vulnerable a la intercepción y obstaculización norteamericanas, y b) Castro y su régimen eran demasiado inestables y desconfiables como para hacerles jugar el papel de custodios, al menos parciales, de armas nucleares, aun cuando el control operativo permane-ciese en manos soviéticas.143 3) Se argumentaba que Khrushchev no in-troduciría misiles en Cuba, pues se trataba de un hombre racional, capaz de apreciar el enorme riesgo de semejante acción y sus probablemente catastróficas consecuencias.144

Ahora bien, como es sabido, el camino más expedito para lograr la sorpresa, cuando la ocasión se presenta, es hacer precisamente aquello

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Arthur Schlesinger, A Thousand Days. Boston: Houghton Mifflin, 1965, p. 799. 145

que nuestro adversario piensa que no vamos a hacer. Y ya que, por las razones expuestas, Washington no esperaba que los soviéticos diesen el paso que en efecto dieron, los jefes del Kremlin escogieron una estrategia de sorpresa orientada a minimizar todavía más la sensación de vulnera-bilidad norteamericana, ocultando en lo posible su verdadera intención, que no era otra que instalar misiles nucleares en la Cuba castrista.

Para los soviéticos era clave reducir la justificada sensación de peli-gro que, en la percepción de Washington, emanaba de la presencia de un régimen hostil, alineado con su principal adversario, a noventa millas de su territorio. Dicho en otras palabras, si bien los norteamericanos no esperaban que los soviéticos llegasen al extremo de utilizar Cuba para desplegar misiles nucleares, ello no significaba que Washington menos-preciase la amenaza representada por Castro y su régimen, amenaza que podía traducirse, como eventualmente ocurrió, en la intensificación de la lucha guerrillera y la propagación de la influencia marxista en Améri-ca Latina en años posteriores.

El creciente compromiso soviético con Castro agudizó la sensación de peligro en Washington, que aun cuando había permitido el aumento de la ayuda militar de Moscú –en parte porque las armas convencionales en-tregadas a Castro no representaban una amenaza directa, y en parte por-que Washington no quería agriar aún más sus relaciones con la urss–, no estaba sin embargo dispuesto a admitir una provocación tan grave como la derivada de instalar misiles nucleares en territorio cubano.

Por todo ello, los soviéticos dieron una serie de pasos destinados a ocultar su intención y producir la sorpresa. El paso más sencillo consis-tió en fusionar el envío de misiles nucleares con los suministros de ar-mas convencionales, que Moscú venía enviando a Castro desde el verano de 1960. Estos suministros se acentuaron en 1962, con el envío de misiles tierra-aire (antiaéreos, sam) y de aviones de combate mig-21. Ante la in-quietud mostrada en Washington por estos gestos de generosidad hacia Castro, los líderes soviéticos iniciaron una campaña, pública y privada, para asegurar a Estados Unidos que estos armamentos tenían el único propósito de acrecentar las defensas de Cuba, y que en ningún caso Mos-cú suministraría a Castro o desplegaría en Cuba armas ofensivas.145

Estas «garantías» públicas soviéticas se hicieron especialmente nu-merosas e intensas en septiembre de 1962, y fueron reforzadas con la vi-

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sita a Washington, a principios de octubre, del yerno de Khrushchev (en misión periodística), y por las constantes visitas del Embajador soviéti-co, Dobrynin, al Departamento de Estado, quienes informaron tanto al Presidente como a otras autoridades que el propósito exclusivo de los ar-mamentos soviéticos en Cuba era defensivo. El día 16 de octubre, pocas horas después de que Kennedy había sido definitivamente informado por los organismos de inteligencia de que, en efecto, los soviéticos esta-ban desplegando misiles nucleares en Cuba, el ministro de Relaciones Exteriores del Kremlin, Andrei Gromyko, se reunió con el Presidente en la Casa Blanca y le volvió a asegurar –desconociendo, por supuesto, que se le estaba sometiendo a un test de sinceridad– que Moscú jamás des-plegaría armas ofensivas en Cuba.146

El proceso de instalación de los misiles se intentó llevar a cabo en el mayor secreto y con la máxima rapidez posible, trabajando de noche, usando pocos puertos, con una mayoría de personal soviético, y trans-portando por tierra el equipo a través de rutas aéreas camufladas por bosques y montañas.147 Para el momento de su retirada de Cuba, el 28 de octubre –luego de que el bloqueo naval y la alerta nuclear norteamerica-na, acompañada de una intensa presión diplomática, habían persuadi-do a los líderes del Kremlin de su error–, los misiles de alcance mediano (mrbm, con mil millas de cobertura) estaban plenamente operativos.

Estados Unidos, por su parte, mantenía una cuidadosa vigilancia de lo que ocurría en Cuba, a través de cuatro fuentes principales de inteli-gencia: la inteligencia naval de rutina alrededor de la isla, informes de refugiados cubanos en constante migración hacia territorio continental norteamericano, informes de agentes de inteligencia que permanecían en Cuba y fotografías producidas por los aviones-espía supersónicos del tipo u-2.148

A pesar de poseer estos instrumentos de información, los analistas y decisores norteamericanos estaban también parcialmente bloqueados por varias barreras, entre las que se destacan las siguientes: 1) El fenóme-no de «ahí viene el lobo»: el 9 de septiembre, la cia recibió un informe proveniente de exiliados cubanos, de acuerdo con el cual misiles nuclea-res soviéticos habían sido observados en ruta hacia el área de San Cristó-

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414bal, en la parte occidental de Cuba. La cia se hallaba renuente a admitir estos informes como verdaderos, pues previamente había recibido nu-merosos reportes similares, ninguno de los cuales había sido acertado. 2) La administración Kennedy estaba para la época empeñada en evitar nuevas confrontaciones con los soviéticos, y ello le hacía todavía más di-fícil ver lo que no quería ver. 3) Como se apuntó antes, el consenso de la comunidad de inteligencia y de los expertos del área era que la introduc-ción de misiles nucleares en Cuba constituía una acción incompatible con la política global soviética.149 Todo esto redujo la capacidad norte-americana para apreciar la magnitud del riesgo que estaba tomando su adversario, y de hecho, Kennedy y sus colaboradores clave dieron alta credibilidad a las «garantías» públicas y privadas soviéticas, hasta que tuvieron en sus manos evidencia incuestionable de que se trataba de un engaño.

Es cierto que, en un sentido, la inteligencia norteamericana se anotó un triunfo en el caso de los misiles en Cuba; sin embargo, no es menos cierto que numerosos indicios y mecanismos habrían hecho posible de-tectar los misiles antes del 14 de octubre, día en que las fotografías de dos aviones u-2 suministraron prueba irrefutable de la verdadera intención soviética.150 De hecho, si bien la Casa Blanca como tal, así como el De-partamento de Estado, fueron tomados por sorpresa a raíz de la acción soviética, existe evidencia que sugiere que ya hacia fines de septiembre, analistas de la cia y la dia (Agencia de Inteligencia de Defensa), habían alcanzado la conclusión de que era altamente probable que los soviéti-cos estuviesen desplegando misiles nucleares en Cuba. El proceso que les condujo a esa conclusión es aún confidencial,151 pero lo importante acá es señalar que hubo un gap, una brecha de más de un mes entre el pri-mer informe sobre la presunta presencia de misiles balísticos en Cuba (recibido el 9 de septiembre) y la producción de evidencia definitiva el 14 de octubre. El vuelo de los u-2 ese día decisivo, autorizado por Kennedy, muestra que si bien el Presidente no creía que los soviéticos se atreverían a desplegar misiles nucleares en Cuba, tampoco descartaba del todo esa posibilidad en vista del creciente flujo de inteligencia en esa dirección.

Poco antes de ese primer reporte, el 4 de septiembre, Kennedy había anunciado públicamente que los soviéticos estaban instalando misiles

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Wohlstetter, «Cuba and Pearl Harbor...», pp. 699-702. Hybel, pp. 137-138. Graham Allison, Essence of Decision: Explaining the Cuban Missile Crisis. Boston: Little, Brown & Co., 1971, pp. 122 y 192.

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antiaéreos (no nucleares) en Cuba, lo cual había sido confirmado por fo-tografías del 29 de agosto. En su alocución, Kennedy fue enfático al sos-tener que no toleraría bajo circunstancia alguna la instalación en territo-rio cubano de misiles nucleares capaces de golpear a los Estados Unidos. Como explica Wohlstetter:

Kennedy hizo explícita una distinción entre armas ofensivas y defensivas, y lo hizo de manera tal de transmitir al Kremlin un firme compromiso [...] El Presidente estaba deliberadamente comprometiendo su prestigio personal y el de su país. Estaba reaccionando tanto frente a sus opositores internos como ante Castro. Kennedy estaba justificando su pasividad hasta cierto límite y a la vez indicando que seguramente actuaría si ese lí-mite era violado. Dicho de otra forma, Kennedy estaba trazan-do una línea, y diciendo que era muy poco probable que fuese a permitir el cruce de esa línea por parte de sus adversarios.152

El 13 de septiembre, una vez más, Kennedy alertó acerca de la firme-za de su compromiso; no obstante, los soviéticos no consideraron estas advertencias lo suficientemente convincentes como para abandonar sus planes en Cuba.

Las consecuencias del error de cálculo soviético fueron muchas. En el corto plazo, Moscú se vio obligado a retirar los misiles ofensivos de Cuba, lo cual fue bastante humillante para el liderazgo soviético y oca-sionó la ira de su aliado Fidel Castro, sembrando igualmente las semillas de la posterior salida de Khrushchev del Kremlin. A más largo plazo, el episodio cubano condujo a los soviéticos a desarrollar un masivo pro-grama nuclear, para lograr un equilibrio que no requiriese el empleo de fórmulas tan arriesgadas como la que se trató de implementar en Cuba en 1962. Este fue, quizás, el resultado más importante de ese peligroso episodio, que por momentos pareció colocar al mundo al borde de una guerra atómica.

En síntesis, la sorpresa soviética no llegó a completarse, pues no fue posible para el Kremlin reducir suficientemente la sensación de vulne-rabilidad norteamericana. Los mecanismos de inteligencia funciona-ron, aunque algo tardíamente. Sólo cabe imaginar qué habría pasado si la totalidad de los misiles trasladados a Cuba hubiesen estado operati-

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153 P. Windsor, «Diplomatic Dimensions of the Falkland Crisis», Millenium, Spring 1983, p. 95.

vos para el momento de ser descubiertos, o, puestos en otro escenario, si Moscú hubiese anunciado la presencia operativa de los misiles en Cuba sin que Washington hubiese sido capaz de conocer con anticipación el proceso de despliegue e instalación de los mismos. A mi modo de ver, y con base en la actitud de Kennedy ese octubre, la reacción norteamerica-na no hubiese sido muy distinta de lo que de hecho fue, y tal vez aún más firme. Los riesgos para el mundo también hubiesen sido mayores.

La guerra de las Malvinas: ¿Quién sorprendió a quién?

Desde la perspectiva de la sorpresa, la guerra por las islas Malvinas de abril-mayo de 1982 entre Argentina y Gran Bretaña constituye uno de los casos a la vez más complejos e interesantes ocurridos en el siglo xx. Du-rante ese conflicto se pusieron de manifiesto con especial fuerza aspectos fundamentales para el estudio de la política internacional, de la inteli-gencia, la diplomacia y la toma de decisiones en circunstancias de incer-tidumbre. El rasgo central que merece ser destacado de entrada es que ambos contrincantes fueron tomados por sorpresa por las acciones del otro: los británicos fueron sorprendidos por la invasión militar argenti-na a las Malvinas; los argentinos, por su parte, fueron sorprendidos por la contundente respuesta militar británica. Ninguno de los bandos en pugna actuó con base en una adecuada percepción de los verdaderos in-tereses, expectativas e intenciones del otro, y la confusión entre señales y ruido fue prácticamente total.

Ha dicho Philip Windsor que la guerra de las Malvinas fue «una de la pocas guerras en la historia en las que una nación no tenía verdadera intención de invadir, y la otra luchó por un territorio respecto del cual, durante los veinte años anteriores, había afirmado que realmente no lo deseaba».153 Esto es sólo parcialmente cierto, pues si bien la Junta Mili-tar argentina, que tomó finalmente la decisión de invadir, sí tenía la in-tención de hacerlo –en el momento, repito, cuando esa intención se ma-

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J. Record, «The Falklands War», The Washington Quarterly, Autumn 1982, p. 44. R. N. Lebow, «Miscalculation in the South Atlantic: The Origin of the

Falklands War», The Journal of Strategic Studies, 6, 1, March 1983, p. 26. Un buen resumen se encuentra en el estudio de G. A. Makin, «Argentine Approaches to the

Falklands-Malvinas: Was the Resort to Violence Foreseeable?», International Affairs, 59, 3, Summer 1983.

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terializó definitivamente–, lo que realmente no esperaba era tener que ir a la guerra por las islas. En otras palabras, los militares argentinos no creían que los británicos reaccionarían de la manera como lo hicieron, y confiaban «obtener los frutos de la guerra sin necesidad de hacer la gue-rra de verdad».154 Por encima de todo, el caso Malvinas es un excelente ejemplo de la capacidad de dos grupos de decisores políticos, y sus res-pectivos analistas de inteligencia, para engañarse mutuamente; aunque como argumentaré más adelante, los británicos tenían menos motivos para ser sorprendidos en 1982 que los militares argentinos, los cuales, como bien señala Lebow, actuaron –en función de la información dis-ponible– con «una razonable expectativa de victoria».155

La disputa entre Buenos Aires y Londres en torno a las Malvinas se extiende ya por más de un siglo. De hecho, en 1983, un año después de la guerra, se cumplió siglo y medio desde el inicio de la ocupación bri-tánica en 1833. Para los argentinos, la permanencia del control soberano de Gran Bretaña sobre las islas era y es vista como un simple atavismo, aparte de una ofensa histórica, en nuestro tiempo de descolonización. Para los británicos, por otra parte, la perspectiva colonialista tradicional no se aplicaba ni se aplica de igual forma que en otros ejemplos al caso Malvinas, ya que los escasos habitantes de las islas son de origen britá-nico y siempre se han opuesto a aceptar un arreglo que pueda sujetarles políticamente a la Argentina.

A lo largo de esta en apariencia interminable disputa, los argentinos multiplicaron los gestos y acciones dirigidos a procurar la cesión de sobe-ranía por parte de la Gran Bretaña. No es necesario, para nuestros propó-sitos, relatar esta historia.156 Lo que sí interesa destacar es la afirmación de Makin, de acuerdo con la cual:

Contrariamente a los supuestos prevalecientes del lado británi-co, la opción del uso de la fuerza no ha sido un rasgo permanen-te en la actitud de los muy diversos gobiernos argentinos a lo largo del tiempo en relación con la disputa en el Atlántico Sur. La consecuencia de este error de apreciación fue la incapacidad,

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Ibid., p. 391. P. Williams, «Miscalculation, Crisis Management, and the Falklands Conflict», The World Today, April 1983, p. 147. Makin, p. 402.

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por parte de los británicos, para percibir las diferencias entre las señales emanadas de Buenos Aires los primeros meses de 1982 y las de años anteriores.157

Esta observación contrasta netamente con la de Williams, que expre-sa la visión predominante del lado británico, según la cual: «Después de todo, los períodos de tensión se habían presentado varias veces en el pasa-do; las expresiones belicosas de Buenos Aires no eran nuevas ni carecían de precedentes, y no habían sido el preludio de acciones militares en pre-vias oportunidades. ¿Por qué debían tomarse más en serio esta vez?».158

Makin, con mayor conocimiento, sensibilidad e información sobre la realidad política interna argentina –dimensión que siempre careció de adecuada consideración del lado británico hasta los eventos de 1982– explica, apoyado en abundante documentación, que en efecto

... algo sin precedentes se estaba diciendo y planificando en Ar-gentina en relación con las Malvinas a principios de 1982. Se perdió por completo confianza en la línea de negociación. Por la primera vez se empezó a mencionar una agenda, la termina-ción unilateral de las conversaciones, la entrega de un ultimá-tum a Gran Bretaña, y, por encima de todo, la repetida referen-cia a la acción militar que se hizo corriente en Buenos Aires esos meses.

Makin critica duramente el informe oficial británico posterior a la guerra (Franks Report), como una muestra adicional de «la incapacidad de la dirigencia británica para analizar la política argentina y el significa-do del discurso político doméstico en Argentina», y concluye que «la pro-pia evidencia acumulada en el Informe debió conducir oportunamente a la conclusión de que un gobierno militar que obtuvo el poder de manera ilegítima y en secreto [...] no podía ser predecible...».159

Al poner el énfasis en la naturaleza del gobierno militar argentino y su situación a principios de 1982, Makin indica el rumbo más sensato para analizar el caso Malvinas. En síntesis, la guerra tuvo lugar debido

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O. R. Cardoso, R. Kirshbaum y E. Van der Kooy, Malvinas: La trama secreta. Planeta: Buenos Aires, 1983, p. 20. Ibid., p. 21.

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a dos procesos convergentes que dieron forma a la decisión final de in-vadir las islas: por una parte la crítica situación doméstica del gobierno militar y en general de la institución armada argentina, que impulsó a la Junta (compuesta por Galtieri, Anaya y Lamí Dozo) a buscar una salida externa a sus conflictos internos. Por otra parte, la dinámica interna de la Junta, como expresión de una crisis nacional e institucional, se com-binó con la respuesta británica durante esos meses –que daba continui-dad a una historia más larga–, respuesta que envió un mensaje erróneo a la Junta acerca de la posible reacción de su adversario, y que se susten-tó en una interpretación totalmente desacertada sobre las intenciones y voluntad argentinas.

El general Galtieri, que sucedió al general Viola como Presidente ar-gentino en diciembre de 1981, llegó al poder «con una nación muy próxi-ma al desquicio».160 Los desastrosos seis años del llamado «Proceso de Reorganización Nacional» –eufemismo que escondía una de las más trágicas etapas de la historia argentina– había llevado al país al borde de la catástrofe. Para el momento en que Galtieri asumió el mando, la economía argentina estaba hecha pedazos, la sociedad se hallaba dividi-da y en conflicto permanente, la deuda externa se había hecho asfixian-te, y –de particular importancia– los abusos y desmanes de la dictadu-ra militar habían conducido a la institución armada a un punto crítico, acosada por la opinión pública interna e internacional debido a las sis-temáticas violaciones de derechos humanos, ejecutadas en el transcurso de la «guerra sucia» de esos años nefastos. Frente a este panorama, «La asunción de Galtieri significó una posibilidad de reaseguro para el fisu-rado edificio militar [...] Con la conciencia de que tenía que reconstruir un poder resquebrajado, llegó a la convicción compartida por sus pa-res militares: obtener algún tipo de triunfo resonante que diera impul-so a un régimen militar al que le estaba costando demasiado esfuerzo respirar».161 Un triunfo en las Malvinas, una causa nacional compartida profundamente por todos los argentinos, podría suministrar el oxígeno necesario, como lo reconoció un alto funcionario de la época: «El triun-fo en las Malvinas hubiera justificado históricamente el gobierno de las Fuerzas Armadas».162

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Extensos extractos de este informe fueron publicados en los diarios Clarín, La Prensa y La Nación de Buenos Aires, entre el 27 de septiembre y el 3 de noviembre de 1982. Lebow, p. 21. L. Freedman y V. Gamba-Stonehouse, Signals of War. London: Faber & Faber, 1991, p. 98.

La evidencia existente 163 sugiere que la planificación, más detalla-da, política y militar argentina para el caso Malvinas, se inició a fines de 1981 y principios de 1982. Ahora bien, es crucial, a objeto de ceñirse a una compleja verdad histórica y de comprender adecuadamente por qué y cómo fueron tomados por sorpresa ambos contrincantes, aclarar de una vez un punto controversial de esencial relevancia. Se trata de la diferen-cia entre aquellos que piensan que, en lo fundamental, la Junta tomó la decisión de invadir militarmente desde enero o febrero de 1982, y aque-llos otros –entre los que me cuento– que creemos que la estrategia argen-tina fue a la vez menos simple y más confusa menos simple porque no hubo una decisión irrevocable sino hasta pocos días, tal vez sólo dos,164 antes de concretar la invasión de las islas, y más confusa, porque era una estrategia que sumaba elementos militares, políticos y diplomáticos en un proceso evolutivo que tomaba en consideración las reacciones britá-nicas a lo largo del período que se extendió desde el 27 de febrero –cuan-do culminan las conversaciones argentino-británicas en Nueva York–, y el 2 de abril, el día en que las tropas argentinas desembarcaron en las Malvinas.

En el primer campo se encuentran, por ejemplo, Lawrence Freedman y Virginia Gamba-Stonehouse, quienes en su monumental libro sobre este conflicto sostienen que:

La guerra del Atlántico Sur tuvo lugar porque la Junta Militar ar-gentina había estado planificando una acción militar. Si los pla-nes no hubiesen estado tan avanzados en marzo de 1982 [cuando ocurre el «incidente» de la ocupación, por parte de civiles argen-tinos, de la isla Georgia Sur, ar] la intervención no podría haber ocurrido. Si la Junta no hubiese estado tan decidida a preservar esa opción [militar, ar], no se habría preocupado tanto por el hecho de que Gran Bretaña iba a quitarla de sus manos a través del envío de refuerzos a sus entonces escasas capacidades mili-tares en la zona.165

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Falkland Islands Review: A Report of a Committee of Privy Counsellors, Chairman The Rt. Hon, The Lord Franks, Cmnd., 8787, London, 1983.

Makin, p. 403.

A mi modo de ver, Freedman y Gamba-Stonehouse confunden dos cosas: una es que, sin duda, los militares argentinos deseaban preservar la opción de invadir las islas pero sin efectiva resistencia británica (ir a la guerra pero no correr con las consecuencias de la misma); de allí su te-mor a que el gobierno británico reforzase su muy débil contingente en el área (un buque rompehielos, el Endurance, ligeramente armado, y 21 «marines») antes de que se produjese una decisión definitiva. Esto, sin embargo, es diferente a suponer que a lo largo de esas semanas (fines de febrero a principios de abril) la Junta haya estado todo el tiempo conven-cida de que su «triunfo» en Malvinas tenía necesariamente que traducir-se en una invasión militar.

Insisto: la invasión era efectivamente una alternativa planificada por la Junta que fue adquiriendo prioridad a medida que se desarrollaban los eventos a partir de febrero; no obstante, ello no significa –como podría interpretarse en el texto de algunos estudios sobre el caso, y aun de sec-ciones del Informe Franks–,166 que la decisión de invadir militarmente las islas fue alcanzada «en frío» y de una vez por todas por Galtieri y sus colegas tempranamente, quizás aun antes del fin de las conversaciones en Nueva York.

Precisamente porque estamos hablando de un proceso que fue muy complejo, es que se plantea con particular dificultad el tema de la sor-presa del lado británico. Ello es así pues –como es fácil documentar– los argentinos estuvieron escindidos durante esas semanas clave entre, de un lado, el intento de ocultar en alguna medida sus preparativos de in-vasión (en lo que tuvieron escaso éxito), y, de otro lado, el esfuerzo por hacer llegar a sus adversarios señales reales que expresasen su determi-nación y su inquietud, con el propósito, al menos implícito, de encontrar una respuesta más positiva de parte del gobierno británico. Esta respues-ta no se materializó porque los británicos no fueron capaces de percibir las dificultades del régimen militar y de tomar en serio sus amenazas;167 una observación semejante, casi en los mismos términos, hace Lebow cuando argumenta que «la desesperación de los generales no fue cap-tada en Londres [...] Al final, la capacidad de autoengaño británica su-peró los esfuerzos argentinos para inducir un sentido de urgencia en la

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Lebow, p. 20. J. Cable, «Who Was Surprised in the Falklands and Why?», Encounter, September-October 1982, p. 42. Latin American Weekly Report, London, February 12-19, 1982. Lebow, p. 20.

conciencia de sus adversarios».168 Este punto, de fundamental impor-tancia, se resume en las duras frases de James Cable: «Los extranjeros existen, y, aun si son latinoamericanos, deben en ocasiones ser tomados en serio».169 Dejando de lado las tonalidades despectivas del comenta-rio, su sustancia reitera lo ya dicho en cuanto a que la sorpresa, del lado británico, se debió esencialmente al bloqueo mental imperante en re-lación con la dinámica interna argentina. Como se verá, los argentinos procuraron deliberadamente transmitir su mensaje casi desesperado a Londres, pero no había «antenas» que lo escuchasen. Así, la sorpresa del lado británico ocurrió a pesar de los esfuerzos argentinos para comuni-car sus intenciones al adversario.

Los militares argentinos comenzaron a «quemar puentes» tras de sí casi inmediatamente después de concluidas las conversaciones en Nue-va York. En un comunicado emitido el 2 de marzo, los generales anuncia-ron que Argentina se reservaba el derecho de buscar «otros medios» para recuperar las Malvinas. Intensos rumores comenzaron a circular en me-dios diplomáticos de la capital argentina en relación con los preparati-vos bélicos de la Junta, y la prensa dio resonancia a los mismos, acom-pañándoles numerosas veces de editoriales agresivos.170 Los generales llegaron hasta a

... comunicar a Londres el tipo de concesión que tenían en mente: un pronunciamiento por parte del gobierno británico manifes-tando que estaba dispuesto a reiniciar negociaciones, con el fir-me propósito de alcanzar un acuerdo de transferencia de sobera-nía antes de fin de año. Más tarde, ese mes de marzo, la presión se intensificó cuando la Junta decidió enviar tres buques de la Ar-mada al islote de Georgia Sur, para proteger a los civiles argenti-nos que habían desembarcado allí desafiando a los británicos.171

Sin duda, se trataba de una estrategia de coerción política,

... aun más obvia si se toma en cuenta el hecho de que los milita-res argentinos no hicieron mayores esfuerzos para ocultar sus in-tenciones, ni para esconder más tarde sus preparativos de inva-

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sión. Estos últimos fueron bien publicitados y dirigidos a mos-trar a Londres de manera palpable la determinación argentina. La agencia de noticias oficial hizo públicas informaciones sobre los extensos preparativos navales, incluyendo –el 29 de marzo– un reporte que indicaba que la Infantería de Marina adscrita a la fuerza de tarea argentina [entonces en maniobras conjuntas con la flota uruguaya, ar] había recibido raciones y municiones para una inminente invasión a las islas. El 30 de marzo, el gobierno uruguayo –seguramente con la aprobación del argentino– pre-guntó a Londres si habitantes de las islas deseaban ser evacua-dos por aire antes de que se llevase a cabo la invasión.172

La Junta argentina desarrolló una estrategia de brinkmanship, de em-pujar las cosas paulatinamente hasta el borde del abismo, una estrategia con una dinámica propia, impulsada por las pasiones nacionalistas des-pertadas por el aumento gradual de la presión, que colocaba a los genera-les ante el imperativo de lograr algún resultado o, de lo contrario, perder el resto de legitimidad que les quedaba, que era poca: «... fue una jugada desesperada, la última carta en una mala mano con alguna perspectiva de éxito».173

Los británicos podrían haber contribuido a cambiar el rumbo de las cosas si: 1) hubiesen captado la verdadera determinación de la Junta de llegar tan lejos en la confrontación; 2) hubiesen estado dispuestos a ha-cer alguna concesión significativa en materia de soberanía a los argenti-nos, o 3) hubiesen despachado a tiempo una fuerza militar relevante al Atlántico Sur para actuar como mecanismo de disuasión, que impidiese la concreción de la expectativa argentina de realizar una invasión a bajo costo, si posible sin derramamiento de sangre. Desde luego, nada garan-tiza que, aun si el gobierno Thatcher hubiese entendido la gravedad de la situación en marzo, habría estado en consecuencia dispuesto a hacer concesiones bajo presión; tal vez no, pero en todo caso lo que sí es proba-ble es que habría hecho pública la determinación de enviar submarinos, y luego una fuerza de tarea aeronaval a las Malvinas (aparentemente, un submarino y varios buques fueron despachados por Londres al Atlán-tico Sur a fines de marzo, pero ello no se hizo público y quedó como un reporte no confirmado de prensa), lo cual podría haber actuado como

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The Times, London, April 7, 1982 (reporte basado en fuentes de inteligencia británicas). G. Brock, «Why Did We Misjudge Such Clear Signals of War?», The Times, London, June 30, 1982. L. Freedman, «The War of the Falkland Islands», Foreign Affairs, Fall 1982, p. 198.

un eficaz instrumento de disuasión –con graves repercusiones políticas internas para una junta ya en ese momento atrapada en su propio jue-go. Lo cierto es que, si consideramos que la evidencia sugiere que Galtie-ri sólo ordenó finalmente a la fuerza de tarea argentina separarse de las maniobras con Uruguay y dirigirse a las Malvinas el 31 de marzo,174 te-nemos entonces que el gobierno de Londres perdió un tiempo precioso, bloqueado como estaba a las señales de Buenos Aires. Es de interés, de paso, indicar que algunas fuentes en el Ministerio de Defensa británico comentaron, poco después de finalizada la guerra, que un plan de con-tingencia para el envío de una fuerza de tarea a las Malvinas comenzó a ser elaborado inmediatamente después del fracaso de las conversaciones en Nueva York a fines de febrero. No obstante, fuentes militares británi-cas declararon enfáticamente que, con la excepción de algunas órdenes a submarinos en patrulla más cercanos al área, ninguna planificación mi-litar concreta se llevó a cabo hasta sólo dos días antes de la invasión.175

Los errores de percepción y análisis del lado británico se enraizaron en una ya larga línea gubernamental frente al tema Malvinas, que ni ha-cía concesiones significativas a los argentinos –pero aceptaba negociar con ellos– ni tampoco conducía a un compromiso serio y a largo plazo sobre la seguridad y prosperidad de las islas y sus habitantes. Los británi-cos negociaban, pero siempre bajo la premisa de que los deseos de los ha-bitantes de las islas eran decisivos, lo cual no hacía sino irritar aún más a los argentinos.176 Este era el peor de los escenarios, uno en el cual los bri-tánicos negociaban sin conceder nada, y a la vez no se disponían a respal-dar su compromiso hacia las islas con medidas concretas y sustantivas. No hay que asombrarse, por tanto, de que los militares argentinos hayan acabado por creer que Londres admitiría un rápido y eficaz fait accompli en las Malvinas, sin derramamiento de sangre.

Ciertamente, como con frecuencia ocurre en estas situaciones, las se-ñales argentinas se hicieron claras retrospectivamente, pero no lo fueron cuando se produjeron durante los dos o tres meses previos a la invasión. De igual modo, lo cual también es un fenómeno recurrente en los casos de sorpresa político-militar, los británicos poseían amplia información acerca de las intenciones y preparativos militares argentinos antes del 2 de abril. No obstante, en esas semanas cruciales los servicios de inte-

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ligencia y los decisores británicos interpretaron las movidas argentinas como parte de una estrategia de bluff. Así lo dijeron la primera ministra Thatcher y lord Carrington, ministro del Exterior, en sus intervenciones en la Cámara de los Comunes el día 4 de abril de 1982. Según Margaret Thatcher: «Varias veces en el pasado se nos había amenazado con una in-vasión. La única forma de estar seguros de impedirla habría sido mante-ner una poderosa flota cerca de las islas, a 8.000 millas de distancia. Nin-gún gobierno ha logrado hacerlo, pues el costo sería enorme».177

Aun admitiendo lo dicho por Thatcher –y ya hemos visto que Ma-kin cuestiona la aseveración de que la amenaza de fuerza había sido un rasgo permanente en la política argentina sobre Malvinas–, y aun si se comprende el dilema en que se hallaban los decisores británicos, lo cier-to es que al esperar por evidencia irrefutable de un venidero ataque, los británicos (al igual que los israelíes en octubre de 1973) se colocaron en una posición totalmente estéril: ni se movieron en el terreno de las con-cesiones diplomáticas ni en el de la disuasión militar. De modo seme-jante a la experiencia de Israel en 1973, la adopción de un criterio restrin-gido de alerta, que prácticamente dependía de la certidumbre acerca de un venidero ataque, impidió a los británicos actuar a tiempo para tomar acciones preventivas o disuadir al adversario. En lugar de enfrentar una realidad desagradable, y los posibles costos políticos, sicológicos y mate-riales que esa línea acarreaba, el gobierno británico «buscó un escape en la ilusión de que su política de “dejar hacer, dejar pasar” hacia Argentina seguiría dando resultados [...] [los británicos] se convencieron de que el curso de acción con el que se hallaban comprometidos continuaría te-niendo éxito, y se hicieron insensibles a las informaciones que indicaban lo contrario».178

En síntesis, la concepción británica, sus percepciones y expectativas sobre el conflicto y la naturaleza de su adversario tenían muy serias fallas y limitaciones, y se sustentaban en una notable subestimación de la im-portancia del tema Malvinas para los argentinos en general, así como de su muy especial relevancia circunstancial para el gobierno militar que regía los destinos del país en el momento de la agudización de la contro-versia. Desde el punto de vista británico, en palabras de Gerald Hopple, la guerra de las Malvinas constituyó «un clásico desastre decisional y fra-caso político», aunque la posterior victoria militar pareció reivindicarles.

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G. W. Hopple, «Intelligence and Warning: Implications and Lessons of the Falkland Islands War», World Politics, 36, 3, April 1984, p. 350. Cardoso, Kirshbaum y Van der Kooy, pp. 42-43. Record, p. 44. R. Roth, Después de Malvinas... ¿qué? Buenos Aires: La Campana, 1982, p. 19. L. Kanaf, La batalla de las Malvinas. Buenos Aires: Tribuna Abierta, 1982, p. 121. The Times, London, June 12, 1982.

En tal sentido, Hopple argumenta que ya para los primeros días de mar-zo una decidida reacción británica habría llegado «demasiado tarde» y «no habría sido suficiente», ya que el envío de una fuerza de disuasión sólo habría contribuido a «detonar un ataque preventivo argentino».179 Deseo ratificar que no comparto esta interpretación, y que a mi modo de ver la evidencia tiende más bien a sugerir que los militares argentinos no habrían llegado al extremo que llegaron de haber percibido a tiempo que los británicos iban a dar una dura pelea por las islas.

Si la concepción estratégica británica tenía severas fallas, la de la Jun-ta Militar argentina era también desacertada: «La caracterización polí-tica, diplomática, y militar del conflicto por parte de la Junta Militar no guardaba ninguna proporción con la realidad» –expresan Cardoso, Kirs-chbaum y Van deer Kooy– añadiendo que los documentos preparatorios elaborados por los militares antes de la invasión «mezclaban en igual proporción la ingenuidad con la estupidez».180 El error clave de la Jun-ta fue suponer que los británicos no irían a la guerra por las Malvinas, lo cual ponía de manifiesto «una apreciación completamente equivocada de la historia y el carácter británicos».181

De acuerdo con Roberto Roth, en su cuidadosa investigación del tema, ningún alto dirigente u oficial militar argentino de hecho creyó que sería necesario ir a la guerra.182 El general Luciano B. Menéndez dijo a otro autor que: «Lo más que Inglaterra puede hacer es protestar ante las Na-ciones Unidas, pues en términos militares se encuentra en una posición muy inferior [...] Inglaterra no reaccionará, y si lo hace, experimentará una severa derrota».183 Por su parte, el general Galtieri confesó poco des-pués de la guerra que «si bien una reacción británica se consideró como una posibilidad, nunca la vimos como algo probable. Personalmente yo la veía como escasamente posible y totalmente improbable». Y luego se expresó con estas reveladoras frases: «¿Por qué un país europeo tiene que preocuparse tanto por unas islas situadas tan lejos en el océano Atlántico, unas islas, además, que no sirven interés nacional alguno para ellos? Me parece insensato».184 Es evidente que Galtieri, así como los otros miem-

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bros de la Junta Militar, no estaban mentalmente equipados para com-prender las peculiaridades del sistema político británico, así como la in-fluencia de una tradición y un orgullo nacionales que hacían difícil, si no imposible, para el gobierno conservador de Margaret Thatcher aceptar pasivamente, sin una respuesta contundente, la invasión de las islas. Así como resultaba casi inconcebible para los líderes argentinos que Gran Bretaña se arriesgase a una acción bélica tan exigente, a 8.000 millas de distancia, de igual forma resultaba inconcebible para la inmensa mayo-ría de los británicos que no se realizase la expedición militar, si no queda-ba otra alternativa para forzar la retirada argentina.185 Esta actitud bri-tánica se pudo observar claramente en los debates parlamentarios que siguieron a la invasión, de los que fui testigo directo en ese tiempo como estudiante en Londres.

Conviene anotar que aparte del carácter simbólico que las Malvinas adquirieron para los británicos luego de la invasión (para los argentinos eran desde mucho antes un símbolo de orgullo nacional herido), y de la presión de la opinión pública interna, el gobierno de la señora Thatcher tuvo también que tomar en cuenta el impacto que la invasión argentina podía ejercer sobre otros intereses británicos, intereses que se despren-den del pasado imperial de esa nación, tales como Hong Kong (recla-mada por China), Gibraltar (reclamada por España), y la isla de Diego García en el océano Índico (ambicionada por Mauricius). La actitud de vehemente apoyo a Argentina por parte de Venezuela (que reclama te-rritorio en la ex colonia británica de Guyana, ahora República Coopera-tiva de Guyana), así como de Guatemala (que reclama Belice), y la ola de nacionalismo español desatada respecto a Gibraltar a raíz de la invasión a las Malvinas, fueron todos elementos que seguramente jugaron un pa-pel complementario en la decisión británica de responder con todas las fuerzas a su disposición. A lo dicho se añade la cuestión de los derechos económicos en el Atlántico Sur y la Antártida, en torno a los cuales Gran Bretaña y Argentina también se han enfrentado.

Los decisores argentinos fueron sorprendidos por la firmeza de la res-puesta política y militar británica. Ciertamente, su análisis fue excesiva-mente simplista, aunque en su descargo es razonable reconocer que las equívocas señales británicas por varios años –que aparentaban indicar una ausencia de interés y voluntad reales de proteger las islas– las expec-

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Hopple, p. 352, y The New York Times, May 17, 1982. Lebow, p. 29. R. N. Lebow, Between Peace and War: The Nature of International Crisis. Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1987, pp. 61-82.

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tativas de la Junta acerca de una posible actitud neutral de parte de Esta-dos Unidos –también alentadas equívocamente por importantes miem-bros de la administración Reagan–,186 y la constatación de las enormes dificultades geográficas y logístico-operacionales que tendría cualquier expedición para recapturar las islas, todos estos factores –repito– faci-litaron a los militares argentinos adoptar una estrategia de intensa pre-sión que eventualmente les condujo a una terrible derrota.

En este orden de ideas, quizás la mejor prueba de que la Junta no espe-raba una reacción británica se encuentra en la pobreza e incompetencia de sus movidas militares, en especial el serio error cometido al no trasla-dar elementos importantes de la Fuerza Aérea a las Malvinas, desde don-de habrían podido actuar con mucha mayor eficacia, por razones de dis-tancia, contra la flota británica enviada a recapturar las islas. Cuando la Junta invadió, la mayor parte de la flota británica se hallaba «en casa», en época de Semana Santa, lo cual facilitó significativamente la organi-zación de la poderosa fuerza de tarea que pronto zarpó al Atlántico Sur. Con sólo haber aguardado un par de meses, la Junta habría hallado que la flota británica estaba dispersa alrededor del mundo; sólo 18 meses más tarde los dos portaviones británicos que tan destacado papel tuvieron en la guerra estaban destinados a ser vendidos. Pero la Junta no tenía tanto tiempo y además no creyó que los británicos irían a la guerra, mucho me-nos de la forma en que lo hicieron.

Lebow ha definido la estrategia de brinkmanship como un tipo de con-frontación en la cual un Estado desafía deliberadamente un relevante interés de otro Estado, con la expectativa de que su adversario eventual-mente retrocederá ante el reto.187 En este esquema de conflicto, el que la inicia no busca la guerra sino el logro de un objetivo político a través de la coacción. La estrategia de brinkmanship usualmente se desprende de dos condiciones: 1) la percepción de que el compromiso del adversario hacia el interés desafiado es relativamente débil, y 2) la creencia de que un re-sultado exitoso puede contribuir a resolver serios problemas domésticos y externos.188 La guerra de las Malvinas se ubica nítidamente dentro de este esquema de confrontación. Los militares argentinos no buscaban la guerra, pero sí aspiraban a recuperar las Malvinas; como con no poca fre-

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El colapso de la URSS: La sorpresa del fin de un imperio

En este estudio he venido ocupándome del tema de la sorpresa, como un aspecto singular de la toma de decisiones en medio de la incertidumbre e impredecibilidad de los asuntos humanos, en particular en los terrenos de la guerra y la política. Uno de los temas que recurrentemente han sur-gido en el curso de nuestro análisis es el de la influencia de los esquemas conceptuales vigentes en un momento dado, sobre la creación de expec-tativas acerca del desarrollo presente y futuro de los eventos. Han sido discutidas diferentes instancias, que muestran de qué manera estos pa-radigmas mentales con frecuencia bloquean nuestra capacidad de visua-lizar la naturaleza, magnitud y velocidad de los cambios posibles en un marco político determinado.

Ahora bien, directa o indirectamente, la mayoría –por no decir todos– los ejemplos que hemos tocado tienen que ver con situaciones bélicas, en su génesis, proceso y culminación. En este capítulo, sin embargo, nos ocuparemos de un fenómeno político, sin duda de los más importantes del siglo xx, que no se originó ni desembocó en una guerra: me refiero al estrepitoso derrumbe de la urss, del comunismo y del imperio soviético, fenómeno que muy pocos previeron y que prácticamente nadie vislum-bró con precisión en las dimensiones que le caracterizaron. La pregunta que nos haremos es, como de costumbre: ¿Por qué la sorpresa?

Como es usual, visto en retrospectiva, el proceso que condujo a la des-membración de la Unión Soviética parece predeterminado; todo luce ine- vitable, como si no hubiese podido ocurrir de otra forma. La realidad, no obstante, es que sí había alternativas, y que sin la intervención de deter-minados individuos, en particular de Mijaíl Gorbachov, las cosas po-drían haber tomado un curso diferente. Desde luego, con ello no quiero

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189 El Diario de Caracas, Caracas, 26 de diciembre de 1991.

decir que, eventualmente, la urss no habría desembocado en la situa-ción de agotamiento en que cayó, sino sencillamente que lo que hoy nos parece inevitable y casi preprogramado, tuvo lugar como un proceso de extrema complejidad en el que participaron numerosos individuos con puntos de vista contrastantes, individuos que en ciertos momentos to-maron decisiones clave que han podido ser distintas, y haber llevado a re-sultados diferentes, en todo caso con costos quizá mucho más elevados.

No faltaron, por supuesto, en los años y aun décadas precedentes al derrumbe final, estudios y pronósticos que ponían de manifiesto las graves vulnerabilidades y candentes contradicciones que hervían en la urss. El propio Gorbachov tocó algunas de las más relevantes en la alo-cución que hizo al renunciar a su cargo en diciembre de 1991, cuando dijo que:

Todo aquí es abundancia; tierra, petróleo, gas, carbón, metales preciosos y otras riquezas naturales, sin contar la inteligencia y los talentos que Dios no nos ha escatimado. No obstante, vivía-mos mucho peor que en los países desarrollados, quedándonos siempre retrasados con respecto a ellos. La razón de ello es clara: la sociedad se ahogaba bajo el peso del sistema administrativo de mando. Condenada a servir la ideología y cargar con el pesa-do fardo de la militarización a ultranza, ella había llegado al lí-mite de lo soportable. Todos los intentos de reforma parcial [...] fracasaron uno tras otro [...] Ya no era posible vivir en esas con-diciones, había que cambiarlo todo radicalmente.189

Estas fueron palabras de gran lucidez, donde la invocación a Dios –poco enfatizada por los comentaristas esos días– tuvo resonancias ver-daderamente especiales en los labios del último Secretario General del Partido Comunista fundado por Lenin.

Ciertamente no faltaron pronósticos pesimistas sobre la urss a todo lo largo de sus más de setenta años de existencia. Los más destacados disidentes de años recientes –hombres como Solzhenitzin, Sakharov, Amalrik y Bukovsky– se cansaron de anunciar la erosión de una Unión Soviética asfixiada por el totalitarismo, pero también ellos fueron inca-paces de vislumbrar en su apasionante ritmo el camino que tomaron las

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V. Bukovsky, «The Political Condition of the Soviet Union», en Henry S. Rowen y Charles Wolf, Jr., eds., The Future of the Soviet Empire. New York: St. Martin’s Press, 1987, p. 259.

D. Ross, «Where is the Soviet Union Heading?», en Rowen y Wolf, p. 273.

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cosas, la velocidad y orientación de su desenlace a partir de la toma del poder por parte de Gorbachov. El propio Amalrik se había preguntado tiempo atrás: «¿Podrá la urss sobrevivir hasta 1984?», y en efecto lo hizo, y duró siete años más de lo previsto por él. Bukovsky, por su parte –en un estudio publicado en uno de los libros más importantes sobre las pers-pectivas en la urss, aparecidos en los años inmediatamente anteriores a la caída del imperio–, afirmó con razón que: «El derrumbe inminente del régimen soviético ha sido anunciado en Occidente cada década, des-de que los bolcheviques conquistaron el poder en Petrogrado hace seten-ta años».190

A pesar de ello, el consenso generalizado entre los sovietólogos, po-dría decirse que casi hasta la etapa final de existencia de la urss, y en al-gunos casos todavía después del intento de golpe de Estado «reacciona-rio» de agosto de 1991, postulaba que las reformas de Gorbachov serían capaces de sostener lo esencial del orden interno y del imperio exterior. Este consenso, expresado claramente en las opiniones de varios de los más reconocidos expertos sobre la urss, percibió a Gorbachov como un dirigente empeñado en una política de «salir del paso», consciente de las dificultades de su situación y la de su país, pero con los recursos para salir adelante sin una transformación verdaderamente radical. Así, por ejem-plo, Dennis Ross afirmó (1987) que: «Si se me pidiese que apostase res-pecto al rumbo futuro de la Unión Soviética [...] diría que, por los mo-mentos y en los próximos años, no espero grandes cambios –aunque sí creo que tendrán lugar ciertas mejoras en el desempeño económico del sistema».191

Otros dos prestigiosos expertos, Henry Rowen y Charles Wolf, opi-naron así:

Suponemos que el curso más probable hasta el año 2000 es que no habrá cambios fundamentales en el sistema soviético, con muy lento crecimiento económico (y períodos de crecimien-to negativo), escasas modificaciones en la estructura de poder, en la dinámica de las instituciones, y en el comportamiento ca-racterístico de la población [...] Este es el rumbo más probable

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192 H. S. Rowen y C. Wolf, «The Future of the Soviet Empire: The Correlation of Forces and Implications for Western Policy», en Rowen y Wolf, eds., p. 293.

debido al extremo conservatismo de la élite dominante, la gran eficiencia de sus órganos de control interno, su aptitud para evi-tar grandes desastres internos o externos, la tradición de apatía de los pueblos soviéticos, y la continua habilidad del régimen para cooptar y controlar elementos potencialmente desestabi-lizadores.192

Conviene enfatizar que el análisis elaborado por estos autores pare-cía razonable en el momento en que fue expuesto –y recordemos que ya Gorbachov tenía dos años al frente de la urss–, y revelaba un consen-so absolutamente dominante entre los estudiosos del proceso soviético, consenso que predominó hasta muy tarde y que fue convertido en añicos por la sorpresa de un colapso mucho más completo y rápido del que se esperaba.

A mi manera de ver, las causas de esa sorpresa fueron en esencia dos: 1) La vigencia de un paradigma conceptual, forjado a lo largo de los años, y probado por la experiencia, que se sustentaba en una seria sobrestima-ción de las fortalezas soviéticas y en una igualmente severa subestima-ción de sus debilidades, ambos errores derivados en lo fundamental del espejismo creado a través de los años por el poderío militar del sistema totalitario. 2) La ausencia de una percepción adecuada del impacto que ciertas reformas de Gorbachov, en especial la libertad de expresión y la apertura de la historia soviética al análisis de la gente, tuvieron sobre la población, particularmente en cuanto a la radical aceleración del proce-so de pérdida de legitimidad de la ideología y del sistema comunistas, es decir, del «cemento» que sostenía el complejo aparato de subordinación, control y represión del régimen.

Todos los expertos mencionados, y otros más, captaban con claridad los dilemas de Gorbachov, pero todos –incluido Bukovsky– supusie-ron que el sistema sería capaz de «salir del paso», con ajustes menores, o en todo caso con un retorno a una más acentuada represión. Debo decir que pienso que esta perspectiva de las cosas era razonable en lo analíti-co, estaba lejos de ser insensata, y se basaba en lo que el propio Gorba-chov pretendía y quería hacer desde un comienzo: revitalizar el socialis-mo y la urss desde dentro, lograr que el sistema funcionase ajustándolo

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M. Dobbs, «Gorbachov Never Knew what he was Getting Loose», The Washington Post, December 22, 1991. Véase, en este estudio, el capítulo titulado «Sorpresa y filosofía de la historia».

en sus márgenes, pero sin llevar a cabo el tipo de cambios que pudiesen afectar sus estructuras fundamentales de organización del poder polí-tico y social. Por ello, fue el propio Gorbachov el principal sorprendido por el efecto de sus iniciativas. En las aptas frases de Dobbs, Gorbachov fue: «... el comunista que desmanteló el comunismo, el reformador que fue sobrepasado por sus reformas, el emperador que permitió que el úl-timo de los imperios multinacionales se desintegrase».193 No cabe duda de que el caso Gorbachov –al igual, por distintas razones, que el de Le-nin– constituye uno de los más dramáticos ejemplos de la distancia en-tre intenciones y resultados de la acción política, de esa «alquimia» a la que se referían Max Weber y Maquiavelo, capaz de transmutar lo que se quiere y convertirlo en otra cosa.194

Ya a estas alturas del juego, la figura de Gorbachov es asociada en la historia con el colapso y desprestigio del comunismo y el fin del impe-rio soviético; sin embargo, esto fue muy distinto a lo que originalmen-te Gorbachov se propuso, que consistía precisamente en infundir nueva vida al socialismo como sistema socioeconómico y político, y en revitali-zar a la urss e impedir su mayor debilitamiento en el contexto mundial de poder.

Este paradójico resultado se desprendió, por una parte, de las premi-sas mismas que sustentaban el presuntamente limitado programa refor-mista de Gorbachov, premisas que contenían dilemas ya prácticamen-te insuperables en las condiciones del sistema soviético para el período 1985-1991. Por otra parte, el segundo aspecto que cabe destacar –ya se-ñalado– tiene que ver con el impacto específico de las reformas político-ideológicas sobre los «corazones y las mentes» de la población, de la gen-te concreta, que experimentó un cambio anímico sustancial esos años, al reencontrarse con su historia –hasta entonces oculta o distorsionada– y hasta con su misma humanidad. Es obvio, ahora, que Gorbachov no fue capaz de prever el efecto de la apertura, del glasnost y la perestroika, en la aceleración del proceso de deslegitimización del sistema. Su programa reformista no tenía intenciones radicales, pero tuvo un impacto radical.

En su lúcido análisis del dilema de Gorbachov, Bukovsky explica que el punto de tensión fundamental para los reformistas se hallaba enton-ces, y se había hallado anteriormente (bajo Khrushchev), en la naturale-

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195 Bukovsky, pp. 29-32.

za dual del Estado soviético: por un lado se encontraban los intereses del gobierno (que comprendía la necesidad de cambiar para sobrevivir), y por otro los del Partido Comunista (que comprendía que un cambio ver-dadero le impediría sobrevivir). Para realizar los cambios ofrecidos, Gor-bachov tenía –al igual que Khrushchev antes que él– que trabajar a través del aparato del partido, es decir, de la estructura cuyo poder estaba a la vez obligado a reducir para llevar a cabo las reformas: «El Secretario Ge-neral del partido no tiene otro instrumento de control sobre el país, y al reducir el poder del partido reduce también su poder personal». Limita-ciones estructurales hacían casi imposibles los cambios de fondo, pero si no eran radicales las reformas no funcionarían. Bukovsky captó con gran precisión la trampa en que se colocó Gorbachov; su deseo de revitalizar el sistema soviético chocaba de frente con la naturaleza misma de un or-den incapaz de regenerarse en sus propios términos: «Reformas que se requieren desesperadamente pueden conducir a una pérdida de control de la economía [...] y en consecuencia a una erosión del imperio externo [Europa del Este, ar] y a amenazar el imperio interno [las repúblicas no rusas, ar]». Para Bukovsky, las dos variables clave para el experimento de Gorbachov serían la conducta de las naciones industrializadas de Oc-cidente y la respuesta de la población soviética. Si el Occidente decidía suministrar ayuda en gran escala sin condicionamientos a la urss, Gor-bachov tal vez tendría oportunidad de seguir adelante con una política de ajustes dentro del sistema «por una década o más antes de la próxima crisis»; por otra parte, la actitud de la población sería crucial: ¿Existirían aún reservas en la ideología comunista para renovar el entusiasmo de la gente? ¿Qué tan sustanciales y concretos tendrían que ser los beneficios ofrecidos para despertar el ánimo y el compromiso de una población ale-targada por la frustración y el desánimo? 195

Rowen y Wolf centraron también su atención sobre el dilema funda-mental de Gorbachov:

Si un genuino proceso de descentralización es en efecto impul-sado por Gorbachov [...] encontrará fuerte resistencia en el apa-rato del partido y las estructuras tradicionales de poder. En este aspecto, el liderazgo soviético confronta un dilema fundamen-tal: sin amplias reformas hacia una economía de mercado, el

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Rowen y Wolf, pp. 287-288. Kagan, «World War i, World War ii, World War iii», p. 38.

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desempeño del sistema seguirá deteriorándose irremediable-mente. Pero si el régimen de hecho adopta cambios significati-vos en la dirección del mercado, las repercusiones serán profun-das [...] afectando severamente el control del partido sobre el sistema.

Estos autores, al igual que Bukovsky, percibieron que con el paso del tiempo la tolerancia de la población estaba disminuyendo, debido a la continua decadencia de un sistema sustentado sobre una cada día más evidente brecha entre la propaganda falsificadora y la realidad cotidiana

–un sistema, en otras palabras, basado en la mentira.196

A pesar de estas apreciaciones sobre la situación de la urss a princi-pios de la década de 1980, de la creciente constatación del aumento de los problemas económicos, la corrupción, las tensiones étnicas, el alcoho-lismo, la mortalidad infantil, y la masiva pérdida de credibilidad del li-derazgo y del comunismo, todavía en 1987 un destacado experto sostenía que: «Nadie puede dudar que lo que llamamos el balance de poder, y que los soviéticos denominan la correlación de fuerzas, ha virado sustanti-vamente a su favor las pasadas dos décadas; y si ellos se atreven a mirar el futuro con más confianza que temor, pienso que tendrán justificadas razones para hacerlo».197 En no poca medida, una percepción semejante alimentaba la concepción y el impulso iniciales de Gorbachov: si bien la urss tenía serias dificultades, el país y el socialismo serían sin embargo capaces de salir adelante. De allí que el glasnost y la perestroika surgieron en un principio como fórmulas destinadas a restaurar la legitimidad del Estado comunista y fortalecer la naturaleza socialista de la sociedad y la economía soviéticas. Gorbachov quiso revivir la vana esperanza en un «real socialismo», un «socialismo con rostro humano», con una econo-mía productiva, con libertad y bienestar para todos.

Como lo hizo ver en un discurso en 1987, Gorbachov no podía des-prenderse –y lo mismo ocurría a muchas otras personas de verdadera buena voluntad– de los mitos construidos por setenta años de propagan-da: «Sigo pensando –dijo– que de no haber sido por Stalin, quien traicio-nó los ideales de una gran revolución, podría entonces haber sido posible dirigir al país hacia el progreso democrático, la renovación y la prospe-

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Citado en D. Remnick, «Dead Souls», The New York Review of Books, December 19, 1991, p. 81. A. Tsypko, Restoration of Capitalism or Revitalization Socialism?, Paper for the Soviet-American Conferenceon: «Transition to Freedom: The New Soviet Challenge», Moscow, September 1990, (mimeo), pp. 7-8. Dobbs, art. cit.

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ridad económica».198 El epitafio a este sueño ilusorio fue escrito por el filósofo ruso Alexander Tsypko en un conmovedor y brillante papel de trabajo presentado a un congreso académico sobre las perspectivas de la urss, celebrado en Moscú en septiembre de 1990:

No obstante el sueño, la lógica misma del desarrollo de la vida nada tiene en común con las leyes de preservación de la anterior legitimidad comunista [...] Nos tomó cinco años de perestroika para entender que la revitalización del socialismo es imposible, que no existe un tercer camino entre la civilización y el socialis-mo [...] Es imposible conquistar el imperio de la ley sin tener un sistema multipartidista, lo que implica renunciar al monopolio comunista del poder.199

Al acabar con el monopolio de poder comunista y con la intolerancia hacia toda forma de oposición, Gorbachov asestó un golpe mortal al pi-lar básico del sistema.

El coraje y la tragedia de Gorbachov se encierran en ese movimiento paralelo que caracterizó su liderazgo: el intento de cambiar un sistema con medidas que lo empujaban hacia su colapso final. Su duplicidad, sus constantes maniobras tácticas, los compromisos y «medias tintas» que a menudo acompañaban sus acciones, eran inevitables si quería sobrevivir en el marco tradicional y a la vez preservar la oportunidad de cambiarlo. Por ello considero justa la aseveración de Dobbs cuando dice que, segu-ramente, la habilidad de Gorbachov «salvó a la urss en varias ocasiones de un retroceso al dominio de la línea dura comunista».200

Al mismo tiempo, no obstante, su renuencia a romper definitivamen-te con el pasado le hizo perder la oportunidad de mantenerse en la cresta de la ola, y de ser el timonel de eventos que de pronto comenzaron a de-jarle atrás: «Si yo –dijo en una entrevista de 1991– no hubiese alcanzado la firme convicción de que esto tenía que cambiar, habría actuado a la manera de mis predecesores, como Brezhnev y otros. Podría haber vi-vido como un emperador por diez años sin importarme un bledo lo que vendría después [...] ¿Existe algún otro caso en la historia de un hombre

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que, luego de adquirir tanto poder, lo haya entregado?».201 La relevancia de estas frases se halla en que ponen de manifiesto que Gorbachov creyó tener alternativas, que actuó como lo hizo aun cuando pensó tener otras opciones, y lo que él hizo definió un rumbo de consecuencias imprevis-tas hasta para su ejecutor.

Creo que Gorbachov tuvo razón cuando afirmó que el sistema totali-tario podría haberse mantenido un tiempo más en la urss, de no haber sido por sus acciones y por los procesos que él desató. ¿Unos años, tal vez? Imposible determinarlo. Lo que aceleró las cosas fue la combina-ción de la apertura, de la llegada de una mucha mayor libertad de expre-sión e investigación, con la posición espiritual de gran número de ciu-dadanos soviéticos para ese momento. Como el propio Lenin lo habría dicho, se combinaron la voluntad de una vanguardia política visiona-ria –básicamente de un individuo de excepcional coraje en medio de sus contradicciones–, y la decisión de un pueblo de no continuar viviendo como lo venía haciendo. En tal sentido, la posibilidad de enfrentarse con su verdadera historia, de exponer el fraude y la explotación comunistas, el mito del Lenin «bueno» y el Stalin «malo», ese pasado de opresión y atrocidades cometidas en nombre de una ideología incapaz de satisfacer un mínimo de las utopías que proclamaba, fue un factor de enorme sig-nificación en el camino de –si se quiere– «conversión» experimentado por la población soviética a través de la apertura. Gorbachov lo vio claro, retrospectivamente, cuando sostuvo en su alocución de renuncia que: «La sociedad obtuvo su libertad y se liberó política y espiritualmente. Esta es la conquista principal, aún insuficientemente valorizada...».202 Con esa libertad, la sociedad soviética también se liberó de un Gorba-chov que no quiso aceptar las consecuencias últimas de su extraordina-ria hazaña política. Como con acierto observó Bukovsky, la cuestión se decidió finalmente entre la gente de carne y hueso, en los «corazones y las mentes» de millones de personas que despidieron, con una mezcla de decepción y pesadumbre, la utopía comunista de sus vidas.

Es muy difícil para los que se ocupan del ejercicio del poder en un orden político percibir la cercanía de su deceso. Esto sin duda ocurrió a Gorbachov, pero también a la mayoría de los observadores y analistas de la escena soviética, para los cuales el fin, casi plenamente pacífico, del comunismo en la urss, llegó como una grata sorpresa.

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Abrigo la esperanza de que los casos de sorpresa militar y política dis-cutidos en el capítulo anterior, hayan en efecto contribuido a ilustrar de modo más patente los aspectos teóricos analizados en los primeros cua-tro capítulos de este estudio. En especial, confío en que el bastante am-plio recorrido realizado a través de muy diversos panoramas históricos, permita dejar en claro que la sorpresa es un arte, en el sentido que Clau-sewitz atribuye a la palabra; 1 es decir, un fenómeno que escapa a las re-glas fijas y a los principios inmutables, y que abre un extenso espacio para la creatividad y la imaginación.

Vale la pena, en ese orden de ideas, repetir las frases de Handel citadas en uno de los epígrafes que encabezan este estudio:

El mundo de la inteligencia [y en consecuencia, también el de la sorpresa, ar] está dominado por la ambigüedad y la incer-tidumbre, y estas últimas jamás serán del todo eliminadas. Si bien la búsqueda de certeza, claridad y predecibilidad consti-tuye un poderoso factor en la conducta humana, la misma está destinada –por la naturaleza de las cosas y de la gente– a perma-necer insatisfecha para siempre.2

Cabe igualmente enfatizar que la sorpresa, si bien puede ser en oca-siones un factor de gran utilidad en la conquista de objetivos políticos y militares, no es una panacea. Como se intentó mostrar, no resulta fácil

Consideraciones finales

Raymond Aron, Penser la guerre, Clausewitz, i. Paris: Gallimard, 1976, pp. 281-313. Michael I. Handel, War, Strategy and Intelligence. London: Frank Cass, 1989, p. 220.

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440impedir la sorpresa, y con suficiente habilidad, determinación y pacien-cia, lograr la sorpresa no es tarea excesiva. No obstante, si bien los más elevados riesgos se reducen en alguna o mucha medida con el logro de la sorpresa, aun los más grandes éxitos obtenidos al comienzo de una guerra con el empleo de la sorpresa (Pearl Harbor, Barbarroja y otros) no han sido suficientes, a mediano y largo plazo, para conquistar la victoria final. En tal sentido, la racionalidad o irracionalidad de la decisión política de ir a la guerra se coloca en un nivel previo y superior al de la decisión de intentar o no la sorpresa. Dicho en otros términos, la sorpresa es un me-dio, no un fin en sí mismo; un medio cuya instrumentalizacion debe de-rivarse de una decisión política sobre los fines que se persiguen y de los costos que se está dispuesto a asumir en aras de esos fines.

Estas reflexiones adquieren especial relevancia cuando se enfoca el tema de la sorpresa en la guerra nuclear, y se piensa que nunca como en nuestra era se hizo más factible la perspectiva de llevar a cabo un demo-ledor y decisivo ataque por sorpresa por parte de los Estados Unidos con-tra Rusia y viceversa. Sin embargo, a pesar de la alternativa materializa-da por la tecnología nuclear, ese ataque no se produjo, y pareciera que el riesgo del mismo tiende día a día a disminuir (así como aumenta el de la posesión de armas nucleares por parte de «Estados locos» o de terroris-tas, capaces de ocasionar otro tipo de catástrofe).

A pesar, insisto, de los conflictos y tensiones de la larga «Guerra Fría», los líderes soviéticos y norteamericanos aparentemente –de acuerdo con la evidencia existente– jamás consideraron seriamente la idea de desatar el holocausto.3 El primer Plan Operacional Integrado estadounidense (siop) para la guerra nuclear, preparado en 1960, ofrecía al Presidente norteamericano una sola opción: el uso de todas las armas nucleares en-tonces en poder de Estados Unidos contra la urss, China y Europa orien-tal, bajo el supuesto de que ese ataque produciría alrededor de 360 a 425 millones de muertos.4 En las aptas palabras de Lebow: «Uno se pregunta si algún Presidente norteamericano habría sido capaz de tomar la deci-sión que generaría semejante desastre, aun en respuesta a una invasión soviética a Europa occidental».5

Véase al respecto el importante estudio de R. N. Lebow «Windows of Opportunity: Do States Jump Through Them?», en S. E. Miller, ed., Military Strategy and the Origins of the First World War. Princeton: Princeton University Press, 1985, pp. 147-186. D. A. Rosenberg, «A Smoking Radiating Ruin at the end of Two Hours: Documents on American Plans for Nuclear War with the Soviet Union, 1954-55», International Security, 6, 3, Winter 1981-1982, pp. 3-38. Lebow, p. 175.

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naturaleza humana, hasta los momentos ha prevalecido una cierta ra-cionalidad en el terreno nuclear, y la tentación de la sorpresa empujada por la tecnología ha sido resistida con éxito.

II

Handel presenta un buen resumen de las principales paradojas del arte de la sorpresa, que vale la pena exponer acá:

Como resultado de las dificultades para diferenciar entre «ruido» y «señales» en el análisis de inteligencia, así como al procurar la alerta ante la sorpresa, tanto la información presuntamente valedera como la que en apariencia no lo es deben ser tratadas como inciertas. De he-cho todo lo que existe es «ruido», no señales, que sólo se ven claras en retrospectiva.Mientras mayor luce el riesgo y más difícil parece una operación po-lítica y/o militar, menos azarosa resulta en la práctica. Así, mientras más grande es el riesgo en teoría, resulta menor en la realidad. Los «sonidos del silencio»: un ambiente internacional tranquilo y pa-cífico puede actuar como «ruido» de background, condicionando a los observadores a una rutina somnolienta que en realidad encubre pre-parativos de guerra. Mientras mayor es la credibilidad que gana una agencia de inteligen-cia en el transcurso del tiempo, menores son los cuestionamientos que tienden a hacerse a sus apreciaciones y recomendaciones y, por lo tanto, mayor es el riesgo de un exceso de confianza conducente a la paralización del juicio crítico. La profecía que se autoniega: informaciones que predicen un inmi-nente ataque enemigo llevan a una contramovilización preventiva, que a su vez estimula al adversario a posponer o cancelar sus planes de agresión. Aun en retrospectiva, es difícil saber a ciencia cierta si la contramovilización era o no necesaria. Mientras mayor es la cantidad de información recolectada, más di-fícil resulta filtrar, organizar y procesar los datos para ser usados a tiempo.

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Handel, War, Strategy and Intelligence, pp. 32-33. Janice Gross Stein, «Military Deception, Strategic Surprise, and Conventional Deterrence: A Political Analysis of Egypt and Israel, 1971-73», The Journal of Strategic Studies, 5, 1, 1982, pp. 115-116.

Mientras mayor es la cantidad de información recolectada, más in-tenso el «ruido» que debe ser filtrado. Mientras mayor sea el número de alertas que no llevan a nada, mayor es el desgaste de su credibilidad («fatiga de la alerta» o «síndrome de allí viene el lobo»). El incremento en la sensibilidad y calidad global de los sistemas de inteligencia y alerta reduce el riesgo de sorpresa, pero a la vez aumen-ta el número de falsas alarmas.6

La persistencia de estas paradojas, que forman parte de la imprede-cibilidad intrínseca al fenómeno de la sorpresa, sólo permite –para con-trarrestarlas en alguna medida– ofrecer unas cuantas recomendaciones básicas:

Una alerta adecuada, precisa y a tiempo no debe ser jamás dada por sentada. En lugar de planificar en función de la posibilidad de obte-ner una alerta segura y certera, conviene planificar en función de pla-nes alternativos de contingencia ante la posibilidad de la sorpresa. Los analistas de inteligencia, políticos y planificadores militares de-ben reconocer que las alertas no pueden corroborarse sino después de que ocurren los hechos. Dadas la complejidad e incertidumbre de los pronósticos políticos y militares, conviene revaluar constantemente los argumentos en sus propios méritos, y no arrojar al cesto de la ba-sura razonamientos y premisas que en el pasado se mostraron inade-cuados como predicciones. Nada debe descartarse para siempre en la labor de inteligencia. Los políticos y comandantes militares deben tener siempre presen-te que los analistas de inteligencia trabajan con evidencia ambigua, abierta a múltiples y contrastantes interpretaciones. Por su parte, los analistas de inteligencia no deben evadir la responsabilidad de expre-sar con claridad sus puntos de vista lo más sólidamente fundamenta-dos que se pueda. La complejidad política y la responsabilidad ética de la decisión de ir a la guerra indican que es inaceptable sustentarla sobre un solo ele-mento de análisis. En todo momento hay que tratar de ver el panora-ma que nos rodea con amplitud.7

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Handel, War, Strategy and Intelligence, p. 486. Ibid., p. 47.

Ibid., p. 495.

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III

El fin de la Guerra Fría y la desaparición de la urss, han dado paso a cier-tas perspectivas singularmente optimistas acerca de lo que supuesta-mente nos aguarda, dentro del reacomodo del sistema internacional. Se ha argumentado que la expansión de los valores democráticos, la decli-nación de la importancia de la política exterior y el aumento de la rele-vancia de la política doméstica, la revolución nuclear, el creciente costo del dominio y del uso directo del poder, y la disminución del papel estra-tégico de muchas materias primas, han restringido en conjunto la capa-cidad de los Estados modernos, así como disminuido su voluntad para hacer la guerra.8

Desde luego que hay algo de verdad en ese análisis, pero parece exa-gerado concluir, como hace Handel, que «Es inevitable un mundo en el cual los propios practicantes de la Realpolitik –política de poder– argu-mentarán en contra del uso de la fuerza, basándose en un cálculo frío de la realidad».9 En ese libro, publicado en 1989, el autor sostuvo que «La era de la posguerra [mundial, ar] demuestra que la intervención mili-tar directa a gran escala no promueve los intereses de los que la llevan a cabo».10 Tan sólo dos años más tarde, la vasta guerra en el golfo Pérsi-co entre Irak y una poderosa coalición encabezada por Estados Unidos echó por tierra en buena medida esos razonamientos. Puede decirse lo que sea sobre las posibles consecuencias a largo plazo de ese conflicto; sin embargo, no cabe duda de que el objetivo central de los poderes que intervinieron masivamente contra Irak, es decir, la liberación de Kuwait, fue logrado.

Posteriormente, el resurgimiento de la cruel guerra civil, racial y reli-giosa en lo que era Yugoslavia, en plena marcha cuando escribo estas lí-neas, una guerra bárbara que busca la «limpieza étnica» de comunidades enteras y que pone el problema del genocidio de nuevo sobre el tapete en la «civilizada» Europa, debiese introducir elementos de sano escepticis-mo en cualquier vaticinio demasiado esperanzador sobre lo que el porve-nir nos depara.

No queda sino seguir confiando en la razón, último y precario sostén –aparte de la fe– de nuestra humanidad caída e imperfecta.

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Historia, estrategia y relaciones internacionales III

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El propósito de este estudio es comentar la nueva edición en lengua in-glesa de la obra fundamental de Carl von Clausewitz, De la guerra, publi-cada por Princeton University Press en 1976 (711 pp.), así como los masi-vos tomos de Raymond Aron en torno al pensamiento de Clausewitz. La edición estuvo a cargo de tres de los más importantes estudiosos contem-poráneos de la obra de Clausewitz: Peter Paret, profesor de Historia en la Universidad de Stanford y autor del libro Clausewitz y el Estado, un traba-jo sólido y de alta calidad académica; Michael Howard, historiador y Fe-llow de All Souls College, Universidad de Oxford, autor de, entre otros, un libro que se considera básico sobre la guerra franco-prusiana, y Ber-nard Brodie, ya fallecido, profesor de Ciencia Política en la Universidad de California, autor de varias obras de gran influencia en el pensamiento estratégico moderno, tales como Estrategia en la era del misil y Guerra y po-lítica.

Además de presentar una traducción completamente nueva del texto original de Clausewitz, que supera en precisión y claridad a la que hasta ahora se consideraba la mejor edición en inglés (realizada por el coronel F. N. Maude en 1908 y reeditada muchas veces, con base en una traduc-ción hecha en 1874), Paret, Howard y Brodie han añadido a esta nueva edición tres ensayos introductorios y una «guía para la lectura» de De la guerra, de gran utilidad para una mejor comprensión de la obra.

Los ensayos de Paret, Howard y Brodie explican numerosos aspectos cruciales para una interpretación correcta de De la guerra. Ante todo, aclaran que Clausewitz no logró concluir su obra; los manuscritos que había dejado fueron publicados por primera vez dos años después de su

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Carl von Clausewitz, On War. Princeton: Princeton University Press, 1976, p. 70. Ibid.

muerte, en 1832. En una «nota introductoria» escrita en 1827, Clausewitz indicó que hasta ese momento, y luego de varios años de arduo trabajo, había logrado completar seis de los ocho libros en que estaba dividida la obra, los libros séptimo y octavo eran apenas esbozos. Cuando éstos fue-sen terminados, el autor revisaría la totalidad de la obra para clarificar dos temas centrales a los que previamente no había concedido la aten-ción necesaria. Esos dos temas: la naturaleza dual de la guerra y la con-cepción de la guerra como un acto político, los cuales habían sido sugeri-dos pero no lo suficientemente profundizados en el texto original, tenían tal importancia que exigían una reelaboración del conjunto de la obra.

En esa nota de 1827, Clausewitz advirtió que: «Si me sorprende una muerte temprana, lo que he escrito hasta ahora sólo merecerá ser con-siderado una masa informe de ideas. En tal condición, mi trabajo estará sujeto a interminables distorsiones críticas y será el blanco de numero-sos comentarios parciales...».1 En esto Clausewitz fue profético, y no es fácil encontrar otro caso de un autor que sea tan citado y tan poco leído. Clausewitz murió en 1830, y para entonces sólo había logrado revisar a su entera satisfacción el capítulo 1 del libro i, es decir, sólo una muy peque-ña parte de una obra que consta de ocho libros y más de cien capítulos.

De tal manera que De la guerra es no sólo una obra inacabada, sino también una obra en la cual no son explorados a fondo dos temas funda-mentales de cuya verdadera relevancia Clausewitz tomó conciencia muy tarde. Sin embargo, como lo apuntó el mismo Clausewitz en su nota de 1827, «un lector que vaya sin prejuicios en búsqueda de la verdad recono-cerá el hecho de que los primeros seis libros, a pesar de sus imperfeccio-nes, contienen el fruto de años de estudio y reflexión sobre la guerra».2 Los libros siete y ocho, sobre «el ataque» y «los planes de guerra», tienen el mismo carácter inconcluso de los demás, pero están llenos de ideas im-portantes que, como el resto de la obra, han establecido la reputación de Clausewitz como uno de los más grandes analistas del fenómeno guerra.

El significado de la famosa frase del capítulo 1, libro i: «... la guerra es la continuación de la política por otros medios», sólo puede ser entendi-do cabalmente en conexión con los dos temas ya mencionados que ocu-paron lugar preeminente en las reflexiones de Clausewitz al final de su vida: la naturaleza dual de la guerra y el hecho de que la guerra es, en su totalidad, un acto y un instrumento políticos.

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Ibid., p. 75. Ibid., p. 89.

Ibid., pp. 86-87.

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Al comienzo del libro i, Clausewitz define la guerra como «un acto de fuerza dirigido a obligar a nuestro enemigo a cumplir nuestra volun-tad».3 De acuerdo con esta primera definición «absoluta» o «abstracta», toda guerra conduce necesariamente a la aniquilación o sometimien-to total del enemigo debido a la acción recíproca de las fuerzas y de las voluntades, cada una de las cuales busca imponer su propia ley sobre la otra. Pero esta «ley de los extremos» no siempre se aplica en la realidad, ya que el fenómeno guerra no sólo está compuesto de esa «violencia pri-mordial» que «puede ser vista como una ciega fuerza natural», sino tam-bién «del juego del azar y de la probabilidad en el cual el espíritu creador puede manifestarse libremente, y de un elemento que subordina a los demás, como instrumento político, el cual sujeta la guerra a la razón».4 La guerra no es nunca un acto aislado: «Cuando comunidades enteras van a la guerra [...] ello siempre se debe a una cierta situación política y surge de un motivo político»,5 y en la realidad no siempre los fines polí-ticos de los beligerantes son ilimitados y se dirigen a aniquilar al adver-sario o destruir su existencia política independiente. Aun las guerras de aniquilación, que más se acercan a su forma «absoluta», son «políticas» en el sentido de que se derivan de determinadas condiciones políticas y tienen un fin político.

La naturaleza dual de la guerra tal y como Clausewitz la definió al fin de su vida es expresada en dos tipos de conflictos, cada uno concebido de acuerdo con su propósito político. En primer lugar, la guerra que se rea-liza con el fin de derrotar completamente al enemigo para: a) destruirlo como entidad política autónoma, o b) para forzarlo a aceptar cualquier clase de términos de paz. En segundo lugar, guerras que se realizan para obtener ventajas limitadas, con objeto de: a) retener esas ventajas, o b) utilizarlas en la mesa de negociaciones. Durante el período prenapoleó-nico, desde 1648 a 1789, las guerras europeas fueron en gran medida del segundo tipo y se llevaron a cabo por objetivos limitados. En esa etapa histórica existía un marco estable de relaciones internacionales en Eu-ropa dentro del cual Estados diferentes podían actuar y hacer la guerra por objetivos limitados, que usualmente no incluían la meta de derri-bar el propio sistema internacional. La Revolución Francesa transformó esa situación; el ejército revolucionario francés no estaba compuesto de

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6 Ibid., p. 22.

soldados profesionales sino de «patriotas» que iban a la guerra para ex-tender los principios revolucionarios a lo largo y ancho de Europa. Na-poleón entendió la importancia de estos nuevos factores y los canalizó en una vasta empresa bélica, cuyo fin era demoler el orden internacional que hasta entonces predominaba en Europa y construir un nuevo siste-ma bajo la égida de la Francia imperial.

Clausewitz percibió claramente las implicaciones revolucionarias del período napoleónico y reaccionó en su contra; si bien Clausewitz no se identificó plenamente con el ancien régime, luchó contra Napoleón de-bido al carácter ilimitado de los objetivos políticos de Francia. La actitud asumida por Clausewitz frente a los desarrollos históricos de su tiem-po tuvo una profunda influencia sobre su filosofía de la guerra, y éste es un punto que no queda lo suficientemente aclarado por Paret, Howard y Brodie. La idea de Clausewitz acerca de la relación entre guerra y política y sus concepciones sobre el predominio del factor político en la guerra están estrechamente conectadas con su planteamientos sobre la natura-leza dual de la guerra y con su posición de rechazo a las pretensiones he-gemónicas de Napoleón.

Paret señala,6 aunque no explica, el hecho de que Clausewitz utiliza la palabra «política» en dos sentidos diferentes: en primer lugar, para de-signar el mundo objetivado (lo que Marx denomina «relaciones socia-les»), y en segundo lugar para referirse a las decisiones del jefe de Estado que Clausewitz identifica con los fines políticos de un Estado frente a otro. De esta distinción se derivan importantes consecuencias que dan origen a una tensión no resuelta en la obra de Clausewitz: la tensión en-tre las fuerzas de la violencia y las fuerzas de la razón política. En efecto, cuando Clausewitz escribe en el capítulo 1 del libro i que aun las guerras mas violentas, las que más se acercan a la forma «absoluta» de guerra a ultranza, siguen siendo «políticas» ya que son circunstancias políticas las que generan la violencia, sólo retiene uno de los dos sentidos que el término «política» posee en su obra: el de relaciones históricas objetiva-das. Esto es así, ya que el entendimiento político es el factor que contro-la la violencia bélica, y el hecho de que la guerra ascienda a los extremos significa que esa razón política pierde paulatinamente su dominio sobre los factores «irracionales».

Clausewitz sostiene que la guerra tiene una naturaleza dual, y que el primer tipo está constituido por las guerras de aniquilación; pero cuan-

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451do discute el problema de la relación entre guerra y política, Clausewitz maneja frecuentemente una concepción subjetiva de la política (los fines o intenciones políticas), que de hecho excluye las guerras de aniquila-ción como un tipo de guerra que pueda ser considerado un instrumento político racional. En otras palabras, Clausewitz establece una divergen-cia irreconciliable entre el principio de supremacía del factor político y las guerras de aniquilación. Esto se debe a que la obra de Clausewitz en-cierra una filosofía política conservadora de acuerdo con la cual la guerra puede llevarse a cabo por dos razones: 1) para defender el orden estable-cido, y 2) para dirimir disputas dentro de ese orden; es decir, los objetivos de la guerra deben ser limitados, de lo contrario la guerra tiende a acer-carse a su forma absoluta y cesa de ser un instrumento político racional. Para que la limitación en los fines políticos sea posible, es indispensa-ble que el orden internacional posea legitimidad y que esta legitimidad sea aceptada por todos los Estados que la integran. Es decir, para que el orden internacional sea legítimo, se requiere que no exista dentro de él un poder revolucionario cuyo propósito sea la destrucción de ese orden, como era el caso de Francia en el período napoleónico.

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Para Clausewitz el problema de la guerra era también el problema de la paz, de la coexistencia entre Estados soberanos, y no podía imaginar de qué manera podría surgir la paz si se realizaban los ilimitados objeti-vos políticos de Napoleón. Clausewitz pensó sobre la guerra dentro del contexto de un orden internacional que veía amenazados sus propios ci-mientos por el reto de un actor revolucionario: la Francia imperial, que cuestionaba los fundamentos de legitimidad vigentes. Clausewitz tomó partido por el orden e interpretó el período napoleónico como la transi-ción entre dos épocas históricas: de un lado se hallaba el sistema inter-nacional europeo de 1648 a 1789; de otro lado emergía un nuevo sistema que inició su existencia luego del fin de las guerras napoleónicas. La res-tauración del orden logró preservar un sistema de Estados soberanos basado en el balance de poder, un tipo de sistema cuya función, como explicaba Bull, «no ha sido la de preservar la paz, sino la de defender la

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H. Bull, The Control of the Arms Race. New York: Praeger, 1965, p. 39. Clausewitz, p. 610.

independencia de los Estados soberanos, e impedir que esa sociedad de Estados sea transformada por medio de la conquista militar en un impe-rio universal, y hacer esto, si ello es necesario, con el uso de la guerra».7 Clausewitz tomó partido por este tipo de orden, un orden que utiliza la guerra como un instrumento con fines limitados, que no incluyen la ani-quilación de los contrarios. La moderación en la guerra exige un acuerdo implícito de los adversarios, el tipo de acuerdo que había permitido la supervivencia del sistema de Estados europeos a favor del cual luchó el autor de De la guerra. El compromiso ideológico, no siempre explícito, de Clausewitz y su filosofía política conservadora le llevaron finalmente, en el libro viii de su obra, a interpretar las guerras napoleónicas como con-flictos bélicos que se acercaron a la «forma absoluta» de la guerra a pesar de que fueron el resultado de desarrollos políticos objetivos:

... la guerra experimentó significativas alteraciones en su carác-ter y en sus métodos que la acercaron a su forma absoluta. Mas estos cambios no se produjeron a causa de que el gobierno fran-cés se hubiese liberado de los condicionamientos de la política, sino que fueron causados por las nuevas condiciones políticas creadas por la revolución tanto en Francia como en el resto de Europa, condiciones que han dado origen a fuerzas novedosas y que han permitido hacer la guerra con una intensidad previa-mente inconcebible.8

Es evidente que en este pasaje Clausewitz utiliza el término «políti-ca» en sentido objetivo, como el conjunto de situaciones históricas que impulsaron la empresa bélica napoleónica y llevaron la guerra hacia su forma «absoluta». Si la guerra «absoluta», como violencia pura, es una guerra no política, está claro también que Clausewitz contrapone «gue-rra de aniquilación», por un lado, y «razón política» por otro. Las guerras con fines ilimitados cesan de estar sometidas al entendimiento político, tal y como Clausewitz lo concibe; por lo tanto, para Clausewitz, el único tipo de guerra que puede ser considerado un instrumento político racio-nal son las guerras limitadas. Las guerras de Napoleón, aunque objetiva-mente surgen de la «política», pues se desprenden de una determinada situación histórica, se alejan progresivamente de la «política» en sentido

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9Ibid., p. 593.

subjetivo, pues su ascensión hacia extremos de violencia y sus fines ili-mitados debilitan el control racional que debe ejercer el entendimiento político.

La argumentación anterior puede sintetizarse así: 1) De acuerdo con Clausewitz, la guerra es un compuesto de violencia original, azar y pro-babilidad, y razón política que es el factor que establece los fines y con-trola los medios. 2) La ascensión hacia los extremos de la violencia, como en las guerras de aniquilación, acerca la guerra a su forma absoluta. 3) La guerra absoluta cesa de ser un instrumento político y se convierte en algo irracional. 4) La limitación de los fines políticos es la más firme garantía de control político; los fines políticos ilimitados de las guerras de aniqui-lación llevan a la guerra a la forma absoluta. 5) En conclusión, Clausewitz identifica implícitamente «razón política» con fines políticos limitados.

Los cambios introducidos en el balance de poder europeo por la Re-volución Francesa llevaron a Clausewitz a la siguiente conclusión:

... el que a partir de ahora [fin de las guerras napoleónicas] los con-flictos bélicos en Europa sean llevados a cabo con todo el poder de los Estados, y en consecuencia tengan su origen en aquellos gran-des intereses que afectan íntimamente al pueblo, o el que una separación entre los intereses del gobierno y del pueblo surja de nuevo gradualmente, es algo extremadamente difícil de predecir [...] Pero se puede estar de acuerdo en que las barreras, al ser de-rribadas, no son fáciles de construir nuevamente, y que cuando grandes intereses estén en disputa, la hostilidad mutua se descar-gará de la misma forma como lo ha hecho en nuestro tiempo.9

En este pasaje Clausewitz pone de manifiesto su comprensión de que nuevas y poderosas fuerzas históricas habían hecho su entrada en la es-cena europea. Por otra parte, a todo lo largo del capítulo 3, libro iii, es posible percibir la aspiración de Clausewitz a un retorno al tipo de esta-bilidad preexistente a la Revolución Francesa, a un sistema internacio-nal legítimo que someta la guerra, por mutuo acuerdo de sus integran-tes, a controles políticos definidos. Su compromiso ideológico con el orden prerrevolucionario impidió a Clausewitz entender la verdadera naturaleza de las fuerzas históricas que estaban transformando el con-texto político europeo; por esta razón pensó que las nuevas energías so-

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10 Ibid., p. 29.

ciales, políticas e ideológicas desencadenadas por la revolución, la cre-ciente intensidad de los combates, el carácter radical de sus resultados y el resquebrajamiento del orden internacional europeo significaban que la guerra se acercaba a su forma «absoluta». Pero lo que de hecho ocurrió fue que la política dejó de ser patrimonio exclusivo de grupos reducidos para convertirse en un fenómeno de masas envueltas en agudos conflic-tos sociales y luchas nacionalistas. Las «guerras de gabinete» habían pa-sado a la historia y ya no era posible para los gobiernos separar la políti-ca exterior de la política interna o establecer una clara distancia entre la guerra y la sociedad. Clausewitz prescribió la limitación de los fines en momentos en que los desarrollos de la economía, la sociedad y la políti-ca empezaban a conducir a los Estados europeos hacia las más grandes e ilimitadas conflagraciones.

En sus excelentes ensayos, Paret, Howard y Brodie no resaltan con la intensidad necesaria esa tensión presente en la obra de Clausewitz, aun-que Howard se refiere de pasada a «la paradoja central de toda guerra, la dialéctica entre las fuerzas de la violencia y las fuerzas de la razón».10 De haber tenido tiempo de revisar su obra, quizás Clausewitz hubiese he-cho mucho más explícita su «toma de partido por la razón» en el sentido aquí expuesto, como limitación de los fines políticos dentro de un orden legítimo. Ciertamente, ese dilema entre fines y medios a que se ha hecho referencia, y la distinción entre guerras de aniquilación y guerras limi-tadas, inciden crucialmente sobre el problema del control político de la guerra y de la relación entre política y estrategia. Clausewitz reconoció desde un principio el condicionamiento político de la guerra, pero fue sólo a partir de 1827 cuando captó el hecho de la penetración de todo el acto guerrero por la política.

Como lo expresaba en una carta del 22 de diciembre de 1827:

La guerra no es un fenómeno independiente sino la continua-ción de la política por otros medios. En consecuencia, los li-neamientos básicos de todo gran plan estratégico son de natu-raleza esencialmente política, y su carácter político se intensi-fica mientras más amplio sea el plan, al aplicarse a campañas enteras a todo el Estado [...] Un plan de campaña se deriva del plan de guerra, y en el caso de que exista un solo teatro de ope-

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Citado por Paret, en ibid., p. 7. Clausewitz, pp. 585-586.

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raciones ambos planes pueden ser idénticos. Mas el elemento político está presente hasta en los componentes separados de un plan de campaña, y raramente dejará de tener influencia en episodios de tal importancia en la guerra como las batallas, etc. De acuerdo con esto no puede haber una evaluación puramente militar de los asuntos estratégicos ni esquemas puramente mi-litares para su resolución.11

La evaluación de los asuntos estratégicos desde una perspectiva po-lítica expresa otro sentido del término en Clausewitz: política como la percepción que de la realidad objetiva tienen los actores políticos y el análisis que hacen de la misma. Correctas decisiones políticas son la me-jor garantía de una correcta decisión estratégica:

Con objeto de evaluar la escala real de los medios que es nece-sario emplear en la guerra, debemos ante todo definir el fin po-lítico desde nuestro punto de vista y también desde el punto de vista del enemigo; debemos igualmente considerar el poder y la posición del Estado enemigo así como del nuestro, el carácter de su gobierno y de sus habitantes y las capacidades de ambos, y todo esto asimismo de nuestro lado.12

La eficacia de la política en este sentido se basa en la precisión de sus análisis de las condiciones socioeconómicas, políticas, sicológicas y mi-litares existentes para ambos bandos en conflicto en determinadas cir-cunstancias.

La estrategia militar es un instrumento de acción. Corresponde a la política establecer el fin de la guerra: qué se quiere lograr con la guerra, lo cual influye decisivamente en la determinación de los objetivos milita-res que se quiere conquistar en la guerra. Si el fin político no está claro, la posibilidad de controlar los medios militares y de utilizarlos eficazmen-te disminuye. La política no puede pedirle a la estrategia lo que no está en capacidad de dar; los fines no deben exceder la potencialidad de los medios. La estrategia, a su vez, no puede desembarazarse de la política, a riesgo de perder su sentido de dirección y su naturaleza instrumental.

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13 Ibid., p. 607.

En palabras de Clausewitz: la guerra tiene su propia gramática (la con-frontación estratégica), pero no su propia lógica (que le es dada por la política): «Puede imaginarse el caso de que la política plantea exigencias que la guerra no sea capaz de cumplir; mas esta hipótesis es contraria a la inevitable y natural suposición de que la política conoce el instrumen-to que planea utilizar».13 El cambio en los fines políticos influye sobre la conducta de las operaciones, ¿pero de qué manera exactamente? ¿Cuál es la diferencia entre un plan de guerra para un conflicto de aniquilación y un conflicto limitado? ¿Cómo interviene el factor político en uno y otro? Estas son preguntas que quedan sin respuesta precisa en De la guerra, preguntas que sin duda Clausewitz habría afrontado con la lucidez y el fervor intelectual que le caracterizaban de no habérselo impedido una muerte prematura.

En el desarrollo de su obra, Clausewitz se aproximó a la posición de hacer de la guerra limitada el único tipo de guerra políticamente legí-timo, con base en una toma de partido ideológico del cual puede deri-varse una prescripción: la guerra debe ser limitada porque las guerras de aniquilación debilitan las capacidades de control de la razón política. En nuestro tiempo, con la invención de las armas de destrucción masiva, el problema de la limitación de la guerra adquiere una relevancia singular, y la obra de Clausewitz vuelve a revelar, por esa y por otras muchas razo-nes, toda su importancia como uno de los más lúcidos y profundos tra-tados jamás escritos sobre el tema de la guerra.

El pensamiento de Clausewitz ha sido sometido a muy diversas inter-pretaciones, y ello en parte puede atribuirse a la baja calidad de nume-rosas ediciones de De la guerra, que o bien son incompletas o bien están acompañadas de notas explicativas que – como ocurre con la edición he-cha por Maude en 1908– distorsionan los propósitos y el significado de la obra de Clausewitz. Otro problema ha sido el de las traducciones, usual-mente poco confiables y realizadas sin tomar en cuenta toda la sutile-za del discurso clausewitziano. La edición de Princeton University Press aquí comentada constituye un trabajo excepcional, que afronta y supera con creces los defectos de previas publicaciones de De la guerra. Peter Pa-ret, Michael Howard y Bernard Brodie han realizado una labor realmen-te excelente, que hace accesible la obra de Clausewitz a un mayor núme-ro de personas que en el caso del original alemán.

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Raymond Aron, Penser la guerre, Clausewitz, i. L’age européen, 472 p.; ii. L’age planétaire. Paris: Gallimard, 1976. 365 p.

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Como lo demuestran sus numerosos libros y ensayos sobre relaciones in-ternacionales y estrategia, en los que el nombre de Clausewitz reapare-ce constantemente, Raymond Aron fue por años un asiduo estudioso de la vida y obra del autor de De la guerra. Este interés de Aron ha quedado plasmado en un libro suyo –publicado en 1976– que proporciona una es-tupenda visión de conjunto de la obra de Clausewitz y explora aspectos novedosos que habían sido poco tomados en cuenta previamente.

El libro de Aron consta de dos volúmenes;14 el tomo i está dedicado a analizar el proyecto teórico de Clausewitz, la formación de su pensa-miento, el plan de De la guerra, y el desarrollo del «Tratado» con base en tres parejas de conceptos clave en torno al tema de la guerra: los medios y los fines, la moral y lo físico, la defensa y el ataque. Aron discute la con-cepción de la historia presente en la obra de Clausewitz y dedica un inte-resante capítulo al problema de la posible influencia intelectual de Kant, Hegel y Montesquieu en De la guerra. El tomo ii lo dedica Aron a rastrear la influencia y las diversas interpretaciones de las ideas de Clausewitz a partir de la segunda mitad del siglo xix, desde Moltke hasta Hitler y Mao Tse Tung, pasando por Ludendorff, Lenin, Liddell Hart, etc., y pos- teriormente a discutir los principales problemas estratégicos de la era nuclear con base en las concepciones sobre la relación entre guerra y po-lítica expuestas en De la guerra.

En opinión de este comentarista, los dos volúmenes del libro de Aron tienen una calidad desigual. El tomo i es el producto de una profunda investigación bibliográfica y de un cuidadoso y ponderado análisis del texto de Clausewitz, y aporta muy valiosos elementos para la plena com-prensión de esa obra fundamental. El tomo ii, en cambio, cubre dema-siados temas a veces de manera superficial y repite afirmaciones no del todo acertadas, que ya habían aparecido en trabajos anteriores de Aron.

Es imposible comentar aquí las numerosas ideas de interés que con-tiene el volumen i; por ello sólo haré referencia a un punto básico plan-teado con gran fuerza argumentativa por Aron: «Clausewitz luchó, por así decir, en dos frentes: de un lado contra los seudorracionalistas que pretenden reducir la estrategia en la teoría o en la práctica a un ejercicio

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Aron, Penser la guerre, Clausewitz, i. L’age européen, p. 219. Clausewitz, p. 147. Aron, Penser la guerre, Clausewitz, i. L’age européen, p. 288.

estrictamente racional; de otro lado, contra aquellos militaristas antiin-telectuales que desprecian la ciencia y desconfían de los oficiales que se absorben en los libros».15 En otras palabras, Clausewitz se enfrentó a dos tipos de dogmatismo; en primer lugar, el dogmatismo de los que preten-den, como Jomini y Von Büllow en su tiempo, convertir la estrategia en un ejercicio puramente racional y sometido en forma estricta a «leyes» geométricas y matemáticas y a «principios» inmutables de aplicación universal. En segundo lugar, Clausewitz luchó contra el dogmatismo de los que menosprecian los problemas teóricos, contra los que pierden de vista que la relación entre estrategia y política ilumina la relación entre teoría y práctica, y contra los que olvidan que, como lo dice en De la gue-rra: «... el principal actor en la guerra debe llevar consigo todo el apara-to mental de su conocimiento y ser capaz en todo momento de tomar por sí mismo las decisiones adecuadas. Mediante esta completa asimila-ción con su mente y su vida, el conocimiento debe ser convertido en po-der real».16 Clausewitz acepta que hay diferencias entre el intelectual y el hombre de acción, pero enfatiza la necesidad de que el jefe militar posea los conocimientos que requiere su profesión y la sutileza mental que le permita entender la guerra como acto político y actuar en consecuencia. A la pregunta: ¿Cuáles son esos conocimientos?, Clausewitz intenta res-ponder con lujo de detalles en su obra.

Clausewitz luchó durante toda su carrera intelectual contra aquellos teóricos que intentan sujetar la estrategia a «reglas» y «principios» cuya estricta observación constituiría supuestamente una «garantía de victo-ria». A estos teóricos –que como Von Büllow y Jomini se convertían en abanderados de «principios fundamentales» al estilo de «la correcta re-lación entre la base y las líneas de operaciones» o «la maniobra en líneas interiores»–, Clausewitz hacía cuatro reproches: 1) La consideración ex-clusiva y unilateral de una variable entre las muchas que intervienen en un fenómeno tan complejo como la guerra. 2) El rechazo a tomar sufi-cientemente en cuenta la influencia de las fuerzas morales en la guerra. 3) La ilusión del cientificismo mediante el intento de cuantificar factores que son por naturaleza ajenos a este tipo de tratamiento matemático. 4) El olvido de que en todo conflicto bélico hay una acción recíproca entre dos adversarios con voluntades independientes.17 Estas críticas de Clau-

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Sun Tzu, The Art of War. Oxford: Oxford University Press, 1977, p. 101. Aron, Penser la guerre, Clausewitz, i. L’age européen, p. 293.

sewitz tienen que ver tanto con la concepción de la guerra como fenóme-no sociopolítico así como también con el problema de la función especí-fica de la teoría de la guerra. Von Büllow y Jomini pretendían crear una «ciencia de la guerra»; para Clausewitz, éste era un objetivo imposible de alcanzar, ante todo porque, como ya había dicho Sun Tzu muchos siglos atrás: «Así como el agua carece de una forma constante, no hay en la gue-rra condiciones permanentes».18

Lo que impide una «ciencia de la guerra» como la entendían algunos contemporáneos de Clausewitz y como aún se entiende hoy en día es, por un lado, el conjunto de condiciones que diferencian el combate real de los combates simulados o imaginables: la ambigüedad de las informacio-nes sobre el enemigo, la incertidumbre en cuanto a las fuerzas morales y el funcionamiento operacional de las maquinarias militares, etc.; y, por otro lado, la acción recíproca de las voluntades, el hecho de que en la gue-rra la voluntad de cada uno de los contrincantes se ejerce no sobre una materia inerte sino sobre otra voluntad que puede reaccionar de manera imprevisible: «De esas dos causas se deduce el carácter singular y único de toda situación a la que se enfrentan el jefe militar y sus hombres».19 Clausewitz no niega la posibilidad de un creciente progreso en el análisis «científico» del fenómeno guerra, pero utiliza ese término en un sentido muy especial referido al objetivo de la ciencia, que es el conocimiento; el arte, por otra parte, se dirige primariamente a crear y producir. En relación con otras artes –como la pintura y la arquitectura– con las cuales Clausewitz compara el arte de la guerra, este último presenta un rasgo original que le coloca en una dimensión peculiar a sí mismo: en este caso, el «artista» no manipula fuerzas inertes, materiales, etc., sino que afronta otra voluntad. La voluntad guerrera busca destruir o doblegar una voluntad diferente que por naturaleza se opone a la suya.

No obstante, existe una teoría de la guerra, así como hay una teoría de la arquitectura, que reúne un conjunto de conocimientos útiles para la conducción de la guerra. Para Clausewitz, el desarrollo de la teoría de la guerra es una actividad científica cuyos resultados no son proposicio-nes dogmáticas, ya que la variedad y el cambio constante en la guerra no permitirían su sujeción a un sistema rígido. En la teoría de la guerra cualquier simplificación dogmática –por ejemplo, que la victoria de-pende del control de puntos clave o de la destrucción de las líneas de co-

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20 Paret, en Clausewitz, p. 15.

municación enemigas– tiende a falsificar la realidad. Según Clausewitz, la función de la teoría de la guerra, y de la educación en general, no es transmitir una enseñanza positiva, claramente definida y sólidamente establecida, sino desarrollar la capacidad crítica y analítica de los indi-viduos: «... dar al artista o soldado puntos de referencia y estándares de evaluación en áreas específicas de su actividad, con el propósito final no de decirle cómo actuar sino de desarrollar su capacidad de juzgar por sí mismo las situaciones».20 Este fue el sentido de la labor de Clausewitz en De la guerra, y ello queda perfectamente claro en el primer volumen de la obra de Aron.

El segundo volumen del libro de Aron, titulado La era planetaria, si bien contiene aspectos de indudable interés carece de la profundidad y riqueza intelectuales del primero. En particular, Aron falla en la interpre-tación de ciertos eventos históricos, y su exposición sobre los problemas de la relación entre estrategia y política en la teoría y la práctica milita-res de nuestro tiempo no tiene la coherencia argumentativa y el cuida-do en los detalles que caracterizan el primer volumen. Esto se pone de manifiesto en los dos capítulos iniciales, donde se discuten temas rela-cionados con la Primera y la Segunda guerras mundiales. Aron analiza las características principales del pensamiento militar europeo antes de 1914, pero no se detiene a considerar el contexto político de la época y los objetivos políticos de los diversos poderes, sin lo cual es imposible enten-der lo ocurrido en esa gran conflagración, que derribó tres imperios y fue uno de los factores clave que permitió a Lenin y a los bolcheviques llevar a cabo la Revolución Rusa.

Todos los bandos, previamente al estallido de la Primera Guerra Mun- dial, confiaban en que de producirse un conflicto el mismo sería inten-so pero de corta duración. Los planes estratégicos se basaban sin excep-ción en concepciones ofensivas destinadas a alcanzar objetivos militares decisivos en el corto plazo; sin embargo al iniciarse las batallas, los nue-vos desarrollos tecnológicos –la ametralladora, la artillería de tiro rápido, los fusiles de repetición y los sistemas de trincheras– pronto detuvieron el ímpetu de los ataques. Ante el fracaso de los planes militares se plan-teó el problema: ¿Qué nueva decisión tomar? Militarmente la guerra se había estancado, pero políticamente la dinámica histórica que la había originado continuaba su avance escapando al control de líderes políticos y militares.

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21B. A. Leach, German Strategy Against Russia: 1939-1941. Oxford: Oxford University Press, 1973, p. 110.

La estabilización militar de los frentes encontró a las tropas alemanas del frente occidental ocupando a Bélgica y partes de Francia, y se pro-dujo luego de una gran victoria alemana sobre Rusia en el frente orien-tal. En tales condiciones era difícil para los líderes políticos alemanes dar marcha atrás y aceptar un retorno al statu quo previo a la guerra. Los fines políticos expansionistas de Alemania y la decisión de sus adversarios de cerrar a un nuevo competidor las puertas del colonialismo y el mer-cado mundial capitalista, se conjugaron para eliminar la alternativa de un arreglo político del conflicto. Los aliados franceses, británicos y ru-sos habían sufrido serias pérdidas, pero fueron capaces de impedir una debacle militar total. En tal situación, a medida que los costos en vidas y recursos se acrecentaban para cada uno de los contrincantes en inúti-les ofensivas contra frentes estáticos e impenetrables, se acentuaba para los gobiernos la necesidad política de justificar la guerra ante las masas y ante sus establecimientos militares, de probarle a la opinión pública de sus países que los sacrificios en que se estaba incurriendo no serían en vano. El miedo a la derrota, el temor de ser los perdedores, se convirtió en una verdadera obsesión de victoria definida en términos puramen-te militares. De aquí surgió un abismo entre estrategia y política que no hizo sino acrecentarse a medida que se prolongaba la guerra. Aron no aclara que los planes de guerra eran ofensivos precisamente porque los fines políticos de los poderes en pugna eran, particularmente en el caso de Alemania, agresivos y dirigidos a la expansión territorial.

En el segundo capítulo, Aron acepta sin críticas la interpretación del general Von Manstein en torno a los objetivos operacionales para la invasión nazi de la urss en junio de 1941. De acuerdo con este análisis, bastante difundido entre historiadores del período, el fracaso del plan se debió a que Hitler optó por objetivos operacionales de orden político (Leningrado) y económico (la Ucrania y el petróleo del Cáucaso), en lu-gar de concentrarse primeramente en la destrucción del Ejército Rojo en forma directa a través de una operación central contra Moscú. De hecho, sin embargo, Hitler tenía la misma intención que sus generales: rodear y destruir, como primer objetivo, a las Fuerzas Armadas rusas; la dife-rencia estaba en que Hitler consideraba que ese objetivo se lograría más eficazmente mediante grandes operaciones envolventes en lugar de los ataques frontales contra importantes centros poblados propuestos por sus asesores militares.21 Como lo reveló el mariscal Timoshenko en un

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Citado por D. Irving, Hitler’s War. London: Hodder & Stoughton, 1977, pp. 348, 396. Aron, Penser la guerre, Clausewitz, i. L’age européen, 472 pp.; ii. L’age planétaire, pp. 139-184.

informe secreto de 1941, los soviéticos temían sobre todo la posibilidad de que los alemanes fuesen con el grueso de sus fuerzas tras los objetivos inicialmente delineados por Hitler: «Si Alemania logra conquistar Mos-cú, ello será sin duda un rudo golpe para nosotros, pero de ninguna ma-nera desmembrará nuestra estrategia [...] Alemania mejorará su posi-ción, pero así no ganará la guerra. Lo único que interesa es el petróleo».22 Los generales alemanes, como Napoleón antes que ellos, estaban simple-mente obsesionados con la captura de Moscú porque suponían que la caída de la capital produciría un colapso político y sicológico en la urss. El énfasis en la toma de Moscú (que se acentuó después de agosto de 1941, una vez que la resistencia soviética ya había demostrado que los objeti-vos originales de la Operación Barbarroja no podrían alcanzarse antes del invierno), no provenía en lo fundamental de la creencia en que ésa sería la mejor manera de destruir al Ejército Rojo, sino de la esperanza de acabar con la urss por medio de un solo golpe decisivo. Los enormes sa-crificios humanos y materiales sobrellevados estoicamente por el pueblo soviético en 1941 y 1942, hacen pensar que la resistencia en la urss no se habría de ninguna manera derrumbado con la caída de Moscú a manos de una segunda grande armée, esta vez comandada por Hitler en lugar de Napoleón. Las victorias obtenidas por las fuerzas alemanas en batallas envolventes como la de Kiev y otras operaciones del otoño en 1941, que permitieron la ocupación de Ucrania, gran parte de Crimea y abrieron las puertas del Cáucaso a los nazis, sugieren que la estrategia estableci-da por Hitler en relación con el objetivo de destruir las fuerzas soviéticas era más eficaz que los ataques directos defendidos por sus principales generales. Con estos ataques seguramente sólo habrían logrado empu-jar al Ejército Rojo hacia el interior de los inmensos espacios de la urss, pero sin eliminarlo. La Operación Barbarroja falló, en última instancia, porque los objetivos de Hitler sobrepasaban con mucho las capacidades de Alemania para realizarlos.

El capítulo 4 sobre «los tratados de la disuasión»23 es probablemente el más interesante del segundo volumen. Allí Aron analiza las principa-les etapas en la evolución de las doctrinas estratégicas norteamericanas desde 1945 hasta el presente, y concentra su atención en algunos de los libros más influyentes a lo largo de todo el período. Aron demuestra, en su discusión de obras como On Escalation de Hermann Kahn y Arms and

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Ibid., p. 153. Ibid., p. 155. Ibid., p. 159.

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Influence de Thomas Schelling, la poca asimilación de los principios bá-sicos de Clausewitz sobre la relación entre guerra y política que caracte-riza a estos libros y a otros muchos de gran influencia en los medios aca-démicos y militares de Estados Unidos.

En On Escalation, por ejemplo, Kahn hace una pintura de jefes de Es-tado siempre libres de controlar la violencia y de actuar razonablemen-te en medio de las crisis más graves. No obstante, «lo que la experiencia vietnamita ha enseñado a los responsables de la acción exterior de Es-tados Unidos es la limitación de su autonomía, tanto por su propia opi-nión pública como por la naturaleza del sistema interestatal, y también la inutilidad – para alcanzar ciertos fines políticos– de armas que no se emplean y que el adversario no teme por la simple razón de que sabe que no serán utilizadas».24 Schelling, por su parte, se abstuvo explícitamen-te de analizar el problema político de la guerra de Vietnam. Sin embargo, «no era difícil encontrar en ese libro una aprobación de la acción norte-americana en Asia del Sudeste [...] como si tal aprobación del método o del medio pudiese separarse, en una diplomacia de la violencia, de un juicio sobre la política misma...».25 En estas páginas, Aron realiza una crítica incisiva de toda una escuela de pensamiento estratégico que en ocasiones se ha autodefinido como «neo-clausewitziana», pero que en verdad deja de lado las más relevantes enseñanzas de Clausewitz. Tam-bién en ese capítulo 26 Aron presenta una interpretación algo sui géneris e incompleta de la estrategia de «respuesta flexible» de Kennedy-Mc Na-mara, la cual no toma en cuenta el hecho de que a nivel estratégico-nu-clear el fundamento básico de esa doctrina estaba en el mantenimiento de una superioridad avasallante de las fuerzas nucleares norteamerica-nas sobre las soviéticas, y que de allí se desprenden en buena parte las ra-zones que explican la colocación de misiles soviéticos en Cuba y la «cri-sis del Caribe» en octubre de 1962.

En el capítulo 6, titulado «La política o la inteligencia del Estado per-sonificado», Aron realiza un interesante y agudo comentario del brillan-te libro de André Glucksmann, El discurso de la guerra. En este trabajo Glucksmann sostiene que en De la guerra Clausewitz asume la autono-mía del cálculo puramente estratégico (militar), aun cuando éste se en-cuentre al servicio de un fin político. Según Glucksmann, «Existe un

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André Glucksmann, El discurso de la guerra. Barcelona: Anagrama, 1969, p. 48. Ibid., pp. 326, 338.

cálculo estratégico autónomo; mientras se refiera a él, el político puede encontrar en la guerra un instrumento manejable, dominable, y no so-lamente explosivo».27 Como bien señala Aron, es totalmente erróneo atribuir tal concepción a Clausewitz; Glucksmann basa su argumento en algunas frases del capítulo 1, libro i, de De la guerra, mas en esa prime-ra parte del capítulo Clausewitz se está refiriendo a la definición «abs-tracta» o «absoluta» de guerra como «acto de fuerza destinado a forzar a nuestro enemigo a cumplir nuestra voluntad». En las siguientes páginas de ese mismo capítulo, Clausewitz pasa a considerar las guerras reales en las que intervienen otros factores además de la violencia y que son en su totalidad un acto político. La definición de «guerra absoluta» sir-ve a Clausewitz tan sólo como una idea regulativa cuya crítica permite descubrir la verdadera esencia de la guerra como fenómeno penetrado por lo político en todos los momentos de su desarrollo. Clausewitz ha-bría rechazado de plano la afirmación de Glucksmann: «... toda guerra es política, y sin embargo, se puede pensar separadamente la guerra en sí misma, en sus caracteres específicos [...] La estrategia juzga a la política; teniendo su inteligibilidad propia, permite medir lo serio de la acción política efectiva...».28 En frases como éstas se «invierte» completamen-te a Clausewitz y así lo indica Aron en su crítica a Glucksmann. Sin em-bargo, Aron no explora la comparación que Glucksmann establece entre Clausewitz y Mao Tse Tung y su tesis de que: «La relación guerra-políti-ca es idéntica en Clausewitz y en Mao». Glucksmann pisa terreno más firme al atribuir a Mao frases como las citadas anteriormente; su error está en poner en boca de Clausewitz argumentos que sí pueden extraer-se de los ensayos militares de Mao pero que no están en De la guerra.

En los trabajos de Mao sobre estrategia, en especial Problemas estraté-gicos de la guerra revolucionaria en China y Sobre la guerra prolongada, se en-cuentra una línea de pensamiento que resalta esa «autonomía del cálculo estratégico» de la que habla Glucksmann. ¿Significa esto que Mao, políti-co revolucionario por excelencia, concedía al factor político una influen-cia menor que la que Clausewitz le otorga? La evidencia textual conduce a una respuesta afirmativa de esa pregunta, lo cual no viene sino a recal-car la palpitante actualidad de De la guerra y el hecho de que se trata de una obra todavía bastante inexplorada.

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Estructuración teórica del problema

Incertidumbre y racionalidad

El futuro es incierto, y a medida que se acrecienta la complejidad de los eventos –como ocurre en el marco de las relaciones internacionales contemporáneas– aumenta también el grado de incertidumbre sobre su curso probable, así como sobre el posible impacto de las decisiones. La dificultad de pronosticar con cierta exactitud el desarrollo de los he-chos es particularmente aguda en el caso de la guerra, pues como afir-maba Clausewitz: «La guerra es la provincia de la incertidumbre: gran parte de los factores sobre los que debe calcularse la acción de guerra están más o menos ocultos tras las nubes de la incertidumbre [...] des-de el comienzo hay un juego de posibilidades, probabilidades, buena y mala suerte que se extienden como los hilos de una red, y hacen de la guerra la actividad humana más parecida a un juego».1 Lo que impi-de una «ciencia de la guerra» entendida como un conjunto de reglas y principios dogmáticos que den «garantía de victoria», es por un lado el conjunto de condiciones que diferencian el combate real de los comba-tes simulados o imaginados: la ambigüedad de las informaciones sobre el enemigo, la incertidumbre en cuanto a las fuerzas morales y el fun-cionamiento operacional de las maquinarias militares, etc.; y por otro lado la acción recíproca de las voluntades, el hecho de que en la guerra la voluntad de cada uno de los contrincantes se ejerce no sobre una ma-teria inerte sino sobre otra voluntad que puede reaccionar de manera

El modelo de racionalidad y la decisión de ir a la guerra:

Japón en 1941

Carl von Clausewitz, On War. Harmondsworth: Penguin Books, 1974, pp. 140-147. 1

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Raymond Aron, Penser la guerre: Clausewitz, ii. L’age planétaire. Paris: Gallimard, 1976, p. 293.Karl W. Deutsch, El análisis de las relaciones internacionales. Buenos Aires: Paidós, 1970, p. 109.

imprevisible, «De estas dos causas –dice Aron– se deduce el carácter singular y único, de toda situación a la que se enfrentan el jefe militar y sus hombres».2

No obstante, si bien la incertidumbre es un dato omnipresente, los actores políticos, en especial si se trata de una decisión tan trascendental como la de ir a la guerra, están obligados como mínimo a estimar las con-secuencias probables de sus acciones, teniendo en cuenta, claro está, que siempre habrá un irreducible margen reservado por la historia al azar. Como expresa Deutsch:

Los hombres y los gobiernos deben confiar menos en la seguri-dad y más en el aseguramiento, e incluso esto sólo en medida li-mitada. Conociendo las limitaciones de su capacidad de previ-sión, pueden intentar prever, tomar previsiones ante posibles riesgos cuya estimación sólo logran realizar de un modo muy imperfecto, esforzarse para que sus riesgos sean menores, adap-tar sus niveles de aspiración en los asuntos exteriores a los recur-sos de hombres y material realmente disponibles, en compara-ción con los recursos y reservas que cada nivel de fines en políti-ca exterior requeriría.3

Lo que Karl Deutsch plantea es que el proceso de toma de decisiones en política exterior debe estar sometido a una norma de racionalidad, entendiendo por tal básicamente un cálculo de la relación proporcional entre fines, expectativas y medios. Desde luego, el proceso de formula-ción y toma de decisiones debería ser racional, y quizás lo sea con fre-cuencia, pero no lo es siempre. El propio análisis de Deutsch desmiente la validez descriptiva –sin disminuir por ello el atractivo normativo– del modelo de racionalidad. Según Deutsch, entre 1914 y 1964:

... las decisiones de las potencias principales de ir a una guerra o expandirla, junto con sus juicios acerca de las intenciones y ca-pacidades relevantes de las otras naciones, parecen involucrar grandes errores sobre los hechos en quizás más del 50% de los ca-

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Citado por Eva Josko de Guerón, «La civilización científico-tecnológica y la política exterior. Del modelo racionalista al modelo de la política burocrática», Politeia, 3, Caracas, 1974, p. 51.

Fred Charles Iklé, Every War Must End. New York: Columbia University Press, 1971, pp. 127-128.

sos. Cada uno de estos errores costó miles de vidas; algunos cos-taron millones. La frecuencia de tales errores parece ser igual en monarquías y repúblicas, democracias y dictaduras, regímenes comunistas y no comunistas. Sería interesante buscar evidencia si los gobiernos contemporáneos son más o menos propensos al error en su percepción de lo que suponen son sus intereses. 4

El modelo de racionalidad, que supone la existencia de un actor polí-tico unitario, valores manifiestos y susceptibles de jerarquización, am-plia información sobre las alternativas y cálculo racional, no puede en muchas ocasiones dar cuenta de los hechos tal y como realmente ocu-rren. Esto es así porque las decisiones son tomadas por seres humanos influenciados por sus motivaciones y enmarcadas dentro de contextos culturales específicos, lo cual merma en numerosos casos el impacto del cálculo racional. Decisiones de enorme importancia son a veces tomadas sin ninguna planificación previa, y sin ningún análisis de sus posibles resultados. Podría citarse como ejemplo la decisión de Hitler de decla-rar la guerra a los Estados Unidos. Pocas horas después de ser anunciada, el jefe del Estado Mayor de Hitler, general Jodl, telefoneó desde Berlín a un oficial en el Cuartel General: «¿Ha escuchado que el Führer acaba de declararle la guerra a Estados Unidos? Les corresponde ahora a ustedes examinar en qué dirección, el Lejano Oriente o Europa, es más probable que los norteamericanos envíen al grueso de sus fuerzas. Sólo después de realizado ese estudio se tomarán otras decisiones». El oficial enton-ces respondió: «Ciertamente, se requiere ese examen de la situación. Ya que hasta ahora no se suponía que debíamos considerar una guerra con-tra Estados Unidos no hemos hecho preparativos para este análisis; por lo tanto la misión tiene que emprenderse de inmediato». Y Jodl añadió: «Vea usted qué puede hacer. Cuando nos reunamos mañana discutire-mos de nuevo el asunto».5 Peculiaridades culturales, sistemas de valores y visiones del mundo pueden también jugar un papel notable en la deter-minación de ciertas decisiones; así ocurrió, como se verá más adelante, en el caso de los dirigentes civiles y militares japoneses a quienes corres-pondió discutir la entrada de su país a la Segunda Guerra Mundial.

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Guerón, p. 61.Michael Handel, «The Study of War Termination», The Journal of Strategic Studies, 1, 1, May 1978, p. 62.

Otra de las críticas que se hacen al modelo de racionalidad proviene del estudio de la «política burocrática», es decir, de la interrelación entre las diversas unidades que participan dentro de un mismo Estado en el proceso de formulación de políticas y toma de decisiones. Se dice que la política exterior es el resultado de un conjunto de juegos simultáneos en-tre diversas unidades oficiales que intentan controlar las decisiones. En lugar de la imagen de unidad y de progresión homogénea hacia la maxi-mización de determinados valores subyacentes en el modelo de raciona-lidad, se constata más bien una realidad de competencia y rivalidades en-tre distintas agencias gubernamentales involucradas en el proceso: «En esta perspectiva, la política exterior es la acumulación de pequeñas polí-ticas más que la realización deductiva de un gran diseño».6 La importan-cia de este «modelo burocrático» para el tema aquí tratado, reside en que llama la atención sobre las diferencias en la actitud de distintos sectores en la escena doméstica ante un problema específico de política exterior. Diversos autores y analistas de las relaciones internacionales han suge-rido que, una vez que comienza una guerra, el sector militar es el más re-nuente a darle fin en términos que no sean los que se consideran más fa-vorables, prefiriendo continuar la lucha en la forma que sea posible. Con frecuencia rehúsan admitir que una guerra está perdida o que no puede ser ganada de manera decisiva. Este fue el caso con todos los ejércitos en la Primera Guerra Mundial, y una ilustración extrema se encuentra en la actitud de los jefes militares japoneses en las etapas finales de la Segunda Guerra Mundial: «Los militares están usualmente menos al tanto que otros del hecho de que la guerra se hace para lograr fines políticos, entre ellos una paz mejor. Para ellos, la guerra es una actividad que tiene su propia lógica, y no tienen ni el deseo ni el tiempo de considerar la estruc-tura de paz posterior a la guerra».7 Esta generalización, un tanto exage-rada, no se aplica por supuesto a todos los casos, aunque sí a algunos. No obstante, como se verá en otra sección de este estudio, los dirigentes civi-les japoneses tuvieron tanta responsabilidad como los militares en la de-cisión de ir a la guerra contra Estados Unidos en noviembre de 1941.

La utilidad descriptiva del modelo de racionalidad ha sido también cuestionada por los proponentes de la así llamada «teoría de la organi-

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8Véase, por ejemplo, J. G. March y H. Simon, Organizations. New York: John Wiley & Sons, 1958, pp. 137, 172.

zación», quienes señalan los límites de la racionalidad e indican que en la práctica, en la acción política concreta, se da una búsqueda de satis-facción más que de maximización.8 A pesar de estas críticas, el modelo de racionalidad sigue teniendo cierta validez descriptiva, sobre todo en el campo de las relaciones internacionales y en particular en situacio-nes de crisis, en las cuales generalmente se restituyen las jerarquías y hay una tendencia a unificar la toma de decisiones ante amenazas extremas. Cuando se trata de una decisión tan crucial y de tantas implicaciones como la de ir a la guerra, el modelo de racionalidad manifiesta toda su validez normativa: la guerra es un instrumento de uso extremadamen-te delicado, y es razonable esperar que los estadistas que tengan en sus manos la decisión de emplearlo se esfuercen en calcular los costos pro-bables y los relacionen con las posibles ganancias de su utilización en cada caso. En vista de que el análisis que aquí se proyecta sobre la deci-sión japonesa de 1941 se hará con base en los postulados de ese «modelo», es necesario explicarlo con mayor detalle e igualmente insistir sobre sus limitaciones.

Postulados básicos del modelo de racionalidad

Aplicado al problema de la guerra, el modelo de racionalidad asume que los contrincantes poseen suficiente información para realizar los cálcu-los costo-beneficio que deben fundamentar la decisión de ir a un conflic-to bélico y definir el marco de su eventual terminación. En De la guerra, Clausewitz hizo una clara exposición de los lineamientos esenciales del modelo:

Ya que la guerra no es un acto de ciega pasión, sino que está do-minada por el fin político, el valor de ese fin determina el mon-to de los sacrificios requeridos para lograrlo; tal será el caso no sólo en lo que respecta a la extensión, sino también en cuan-to a la duración del conflicto. Tan pronto como los costos en que se incurra sobrepasen el valor del fin político, éste deberá ser abandonado y el resultado será la paz [...] Vemos enton-ces que en aquellas guerras donde uno de los bandos no pueda

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9 Clausewitz, p. 125.

desarmar completamente al otro, las motivaciones de paz de ambos contrincantes aumentarán o disminuirán de acuerdo con las probabilidades de éxito futuro y los sacrificios reque-ridos.9

El planteamiento de Clausewitz, que encierra una formulación del «modelo racionalista», puede sintetizarse así:

Los actores políticos en conflicto son considerados como unidades, con un centro identificable de toma de decisiones.Los contrincantes (o al menos uno de ellos) conocen precisamente cuáles son sus fines y expectativas, y el valor que le asignan a los mis-mos, así como los fines y expectativas del enemigo y el valor que para el mismo tienen.Los beligerantes disponen de toda la información necesaria para eva-luar su poder de lucha y el de su adversario; por lo tanto pueden cal-cular el poder relativo presente y futuro del otro y sus efectos en la continuación del combate.Uno o ambos de los beligerantes pueden identificar y comparar anti-cipadamente los costos de los diversos cursos de acción existentes.Ya se han señalado algunas de las limitaciones de estos postulados, y cabe enfatizar las siguientes:En primer lugar, como lo indican los estudios de la «política burocrá-tica», los Estados no deciden típicamente como unidades homogé-neas. Las resoluciones más importantes son con frecuencia el resulta-do de un complicado proceso de negociación que lleva a alcanzar un compromiso, el cual no es siempre «racional», sino que responde a las necesidades de diversos grupos y refleja su poder e influencia.En segundo lugar, es muy difícil que algún bando posea un conoci-miento completo y exacto sobre sus propios fines y valores, pues las opiniones en cada país usualmente están divididas y hay polémica en torno a asuntos básicos. Para llegar a una decisión perfectamente racional se requiere infor-mación completa sobre los valores, fines y poder del enemigo, mas tal información es extremadamente difícil de obtener y sólo se acopia en forma parcial. Gran parte de la evaluación sobre las intenciones

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Handel, pp. 66-67. Herbert Simon, El comportamiento administrativo. Madrid: Aguilar, 1970, p. 66.

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y capacidades del enemigo es una cuestión de percepciones, que son –particularmente en la guerra– terreno propicio para el error.Muchos valores, tales como la «libertad», el «honor nacional», la «jus-ticia», etc., no pueden ser sometidos a una evaluación racional, en es-pecial por aquellos mismos que los sustentan en situaciones coyun-turales y momentos críticos. Desde luego, en relación con el problema de la terminación de la guerra, hay un caso excepcional que se produ-ce cuando un Estado se ve amenazado por una guerra a ultranza y una política de genocidio, pues en tal situación no queda otro camino que resistir a como dé lugar. De lo anterior se deriva que es imposible establecer en forma precisa una comparación de cálculos costo-beneficio tal como lo recomienda Clausewitz, pues los fines y valores de cada bando no pueden medir-se según los mismos criterios, y no hay un denominador común que permita estimar la categoría que cada contrincante asigna a sus pro-pios objetivos y su disposición de sacrificarse y pagar altos costos para obtenerlos.10

En otras palabras, lo que se pretende afirmar es que son muchas las causas que contribuyen a preservar un irreducible margen para la incer-tidumbre y el azar, y que si el cálculo propuesto por Clausewitz fuese po-sible y exacto, la guerra estaría de hecho predeterminada. En palabras de Simon:

Desde luego, el sujeto que actúa no puede conocer directamen-te las consecuencias que se seguirán de su comportamiento. Si pudiese conocerlas, operaría aquí una especie de causalidad in-versa: las consecuencias futuras serían las determinantes del comportamiento presente. Lo que él hace es formar expectativas de las consecuencias futuras, expectativas que están basadas en relaciones empíricas conocidas y en su información sobre la si-tuación existente.11

Kecskemeti reitera este planteamiento:

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12 Paul Kecskemeti, Strategic Surrender. Stanford: Stanford University Press, 1958, p. 9.

Con perfecta previsión, el perdedor potencial sabría, antes de comenzar el conflicto, que él debe perder, aun si sus fuerzas fue-sen inicialmente superiores. En este caso, si fuese racional, no daría comienzo a las hostilidades. En ausencia de esa previsión perfecta, a los beligerantes sólo les queda hacer las mejores es-timaciones posibles sobre el curso futuro de la guerra [...] Lo que el perdedor puede ciertamente evitar, si es racional, son los costos que experimentaría al continuar luchando cuando la evidencia existente definitivamente excluye otra salida que la derrota.12

Kecskemeti plantea aquí dos puntos de gran interés: en primer lugar, no es posible prever por anticipado el curso de la guerra, pero sí es posible, y necesario, hacer estimaciones adecuadas sobre su desarrollo probable; en segundo lugar, esas estimaciones costo-beneficio deben hacerse a lo largo de la guerra, en diversos momentos de su desarrollo, pues puede ocurrir que la evidencia llegue sin lugar a dudas a sugerir que ya es hora de terminar el conflicto, antes de seguir incurriendo en costos innecesa-rios.

En relación con lo segundo, numerosos casos históricos demuestran que con frecuencia los combates en una guerra continúan mucho más allá del punto en que un cálculo «racional» indicaría que el conflicto de-bería ser terminado, aun al precio de significativas concesiones. Los di-rigentes del Estado encuentran serias dificultades para revisar o cambiar políticas con las cuales se han comprometido, y se da la situación (ejem-plificada hasta la saciedad durante la Primera y la Segunda guerras mun-diales), de distorsión intencionada de los hechos dirigida a no perturbar las decisiones ya tomadas. Por otra parte, como señala Iklé:

Después de las batallas iniciales, se tiene mucha mayor infor-mación sobre la fuerza relativa del enemigo que antes del co-mienzo de las hostilidades. Una actitud racional que conside-rase los intereses de la nación como un todo conduciría a reva-luar la decisión de combatir, pues –de acuerdo con el modelo «racional» de toma de decisiones– nueva información lleva a nuevas escogencias (o a su reafirmación). Sin embargo, es muy

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Iklé, p. 16. Ibid., p. 108.

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raro que un gobierno se revoque a sí mismo después de las pri-meras campañas de una guerra.13

Con respecto a las estimaciones previas a la guerra es también am-plia la evidencia que indica que «muchas guerras de este siglo han sido comenzadas con tan sólo las más nebulosas perspectivas acerca de su resultado, y sobre la base de planes que prestaban ninguna o muy esca-sa atención al problema de cómo iban a finalizar esos conflictos. Fueron numerosos los que empezaron inadvertidamente, y sin ningún plan».14 Planificar las fases iniciales de una guerra es un proceso complicado y di-fícil, y la experiencia muestra que la realidad frecuentemente contradice los planes; más complicado aún resulta planificar para la terminación de una guerra, ya que entra en juego un número adicional de variables, lo cual necesariamente aumenta el nivel de incertidumbre. Ello explica que los planes de guerra tiendan a cubrir tan sólo el «primer acto», y que la mayoría de las veces los dirigentes de un Estado, al decidir sobre un plan de guerra, estén de hecho escogiendo un proyecto carente de fin o de cul-minación. No nos referimos aquí al problema del fin político de la guerra, de qué se busca con la guerra: tales fines son reiteradamente enunciados con un alto grado de generalidad y abstracción; se trata más bien de una visión (o de un conjunto de visiones) sobre las consecuencias probables, políticas y militares, de los cursos de acción escogidos. Tal visión debería incluir, para ser verdaderamente completa, un análisis de las consecuen-cias probables de una derrota. El problema, claro está, se encuentra en que admitir aun en forma hipotética, antes o durante la guerra, la posi-bilidad de una derrota es exponerse al cargo de «traición», de allí que po-cos se atreven a plantear con claridad este punto en las decisiones sobre el problema bélico. Los planes de guerra usualmente fallan en ese senti-do, y así ocurrió en el caso del Japón en 1941.

Todo esto lleva a considerar el problema central de la guerra y su pla-nificación, que es el de la definición de la victoria: si la guerra es un instru-mento político, que sirve fines que están más allá de sí misma, fines no violentos, la definición de la victoria es entonces política; es decir, la vic-toria se define en términos de una situación política deseada, que esta-blece una nueva interrelación entre las partes. Las acciones militares que

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474se planifiquen deben formularse y ejecutarse en función de esa visión política, y hay que tener claro que la materialización de ese fin político no es el resultado de una sola campaña sino de los efectos de la guerra en su totalidad.

Estas ideas se encuentran en la base de la discusión que sigue sobre la decisión japonesa de 1941, y pueden resumirse en cinco proposiciones de naturaleza prescriptiva:

La decisión de ir a la guerra no debe tomarse sin antes analizar a fon-do el problema de su posible terminación.Los fines políticos y los planes militares deben estar en estrecha ar-monía y basarse en estimaciones lo más claras posibles del curso pro-bable de los eventos.Es un error tomar decisiones altamente riesgosas porque no se puede pensar en otros medios para lograr los fines, sin que al menos se exa-mine la posibilidad de alterar esos fines.Es el resultado de la guerra en su conjunto, y no el de campañas sin-gulares dentro de ella, el que determina su efectividad al servicio de los intereses del Estado. Una batalla que se gana es beneficiosa sólo si se enmarca dentro de un plan más amplio para finalizar la guerra en términos favorables; de lo contrario, puede tener serias consecuen-cias para el momentáneo triunfador (como ocurrió a los japoneses, victoriosos en Pearl Harbor).Las analogías históricas deben manejarse con extremo cuidado si son empleadas como guías para un plan de guerra. Como se verá poste-riormente, la experiencia de su guerra contra Rusia en 1905, y del ata-que por sorpresa que aniquiló la flota del Zar, influyó significativa-mente a los planificadores japoneses que prepararon el ataque a Pearl Harbor.Caben unas breves palabras acerca de por qué se ha escogido el caso

del Japón en 1941 para analizar la relevancia de estas proposiciones. En primer lugar, porque ofrece un sinnúmero de matices interesantes tanto políticos como militares, económicos e ideológico-culturales; en segun-do lugar, porque gracias al trabajo minucioso de un académico japonés, Nobutaka Ike, se tiene acceso a una detallada recopilación, traducida al inglés, de las discusiones realizadas por los dirigentes civiles y militares del Japón en una serie de conferencias que reunieron al Gabinete y al Alto Mando militar (a veces en presencia del Emperador), entre septiembre de 1940 y diciembre de 1941. Estas notas constituyen un material de primera mano, verdaderamente invalorable para el historiador y el estudioso de

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475la toma de decisiones, pues a través de las mismas se puede seguir, paso a paso, el debate que condujo a la resolución final de ir a la guerra contra Estados Unidos. Los investigadores de estos asuntos conocen sobrada-mente que una documentación de esta categoría es algo excepcional y se impone sacarle el mejor provecho.

Orígenes históricos de la decisión japonesa

A partir de la segunda mitad del siglo xix, el Japón comenzó un período de cambios que le condujeron a transformarse en una moderna y pode-rosa sociedad capitalista. Su ímpetu expansionista le llevó a participar junto con otros poderes imperialistas en la explotación de Asia del Este, anexándose la isla de Formosa, Corea y secciones del sur de Manchuria. Hacia finales de la década de 1920, Japón intentaba jugar el rol de gran poder en la escena internacional y entraba a competir con otras naciones, en particular con Gran Bretaña y Estados Unidos, por derechos econó-micos y acceso a territorio y materias primas en la zona del Pacífico.

Durante esa etapa se producían también importantes transformacio-nes en China, y el Kuomintang, el «partido nacionalista» dirigido por Chiang Kai Shek, trataba de unificar y modernizar ese enorme país. En 1927 Chiang se pronunció a favor de la política japonesa hacia el nacio-nalismo chino, que difería de la actitud «opresiva» de Estados Unidos e Inglaterra. En aquel momento, el objetivo de la diplomacia japonesa era fortalecer a los elementos no comunistas dentro del Kuomintang, y al mismo tiempo dar apoyo al gobierno del «señor de la guerra», Chang Tso-lin, que controlaba en forma cuasi independiente la enorme provin-cia de Manchuria, ávidamente codiciada por los intereses económicos japoneses. Tarde o temprano, tales ambiciones sobre Manchuria tenían que entrar en conflicto con el nacionalismo chino.

En efecto, hacia 1931 comenzaba a verse claro que la relativamente conciliadora diplomacia japonesa del pasado no iba a dar los resulta-dos previstos. Manchuria seguía siendo independiente del Kuomintang, pero las presiones chinas para su incorporación continuaban aumentan-do. Japón había realizado grandes inversiones en la construcción del fe-rrocarril del sur de Manchuria, y consideraba ese territorio como fuen-te potencial de suministro de materias primas requeridas con urgencia para la industria del país. En ese entonces, como hoy en día, el Japón era un poder industrial al que faltaba sólo una cosa: recursos primarios, tan-to minerales como agrícolas.

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476Estimulados por el gobierno, numerosos colonos japoneses y corea-

nos se instalaron en Manchuria, indignando aún más a los nacionalistas chinos y también, simultáneamente, reafirmando el compromiso del Ejército japonés destacado en la provincia («Ejército de Kwantung») de preservar el orden en la región. El Kuomintang acentuó las acciones di-rigidas a eliminar la influencia japonesa en Manchuria, para lo cual con-taba con el apoyo de la mayoría de la población en la provincia. En tales condiciones se intensificó el debate en el medio doméstico japonés sobre las perspectivas de la política exterior: ¿Debía el Japón aspirar a conver-tirse en poder dominante en Asia del Este, y usar la fuerza para lograrlo, o era acaso preferible someterse a las reglas impuestas por las ya saciadas potencias imperialistas occidentales? El dilema fue resuelto en forma directa, en septiembre de 1931, por el Ejército de Kwantung, cuyos oficia-les provocaron un enfrentamiento con las fuerzas chinas («el incidente de Mukden») y procedieron a tomar el control completo de Manchuria. En agosto de 1932 el gobierno japonés –bajo intensa presión popular y de las Fuerzas Armadas– reconoció a Manchuria como «Estado indepen-diente», denominándolo «Manchukuo» y colocándola bajo un régimen títere encabezado por el ex emperador manchú Pu Yi. Estos eventos, la creciente oposición china, y las protestas norteamericanas y británicas tuvieron un profundo impacto en el Japón, estimulando a los grupos fascistas y ultranacionalistas, acrecentando el poder de los militares y reduciendo el de los líderes civiles moderados.

El fait accompli creado por el Ejército de Kwantung en Manchuria y su posterior reconocimiento por el gobierno japonés, colocó al Japón frente a frente con respecto a Estados Unidos. Japón había escogido la política de crear un «nuevo orden» en Asia en conjunto con China y Manchukuo. De acuerdo con este programa, Asia del Este se convertiría en una vasta zona de autosuficiencia, en la cual Japón hallaría seguridad económica y se haría inmune a los boicots comerciales a que se había visto sujeto en el pasado por parte de los poderes occidentales.

Esta política entraba en conflicto frontal con el nacionalismo chino y con la insistencia norteamericana en mantener una política de «puertas abiertas» al comercio en China y el resto de Asia.

No hay duda de que el conflicto entre Japón y Estados Unidos en la dé-cada de 1930, que desembocó en el ataque a Pearl Harbor y la gran guerra del Pacífico, era una confrontación interimperialista. Japón consideraba sus intereses en Manchuria como necesidades vitales para su existencia nacional. La Unión Soviética y los poderes anglosajones se cernían cada

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Citado por Noam Chomsky, American Power and the New Mandarins. Harmondsworth: Penguin Books, 1971, p. 154.

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vez más poderosos sobre un Asia que ofrecía al Japón la más obvia po-sibilidad de expandir sus tentáculos económicos. No obstante, como lo describe el diplomático japonés Mamoru Shigemitsu:

Las colonias europeas estaban completamente clausuradas a los japoneses. En las Filipinas, Indochina, Borneo, Indonesia, Malaya, Burma, no solamente se prohibían las actividades de los japoneses, sino también su entrada. El comercio ordinario era estorbado por un trato discriminatorio [...] En cierto senti-do el incidente de Manchuria fue el resultado de las economías cerradas posteriores a la Primera Guerra Mundial. Existía [en Japón] el sentimiento de que [el incidente] proporcionaba el único escape a la estrangulación económica.15

Yosuka Matsouka, quien sería luego ministro de Relaciones Exterio-res y al que tocó negociar el Pacto de Neutralidad con Stalin en abril de 1941, expresó en 1931 que «[Japón] se siente sofocado [...] Lo que busca-mos es lo mínimamente necesario para seres vivientes. En otras palabras, buscamos vivir, buscamos espacio para respirar». Y Preguntaba: «¿Le co-rresponde a Estados Unidos, que controla el Hemisferio Occidental y se expande en el Atlántico y el Pacífico, decir que estos ideales, que estas ambiciones japonesas están equivocadas?».16

Los informes producidos en ese período por el Instituto de Relacio-nes del Pacífico indican claramente que las restricciones económicas im-puestas en la región por los poderes occidentales colocaban al Japón en muy serias dificultades. El país no estaba en capacidad de soportar una situación en la cual la India, Malaya, Indochina y las Filipinas erigían barreras y controles tarifarios que favorecían a los poderes coloniales del Occidente; por otra parte, Japón no podía sobrevivir como poder si se deterioraba sustancialmente su intercambio comercial con Estados Unidos y China. La «guerra comercial» contra los productos japoneses en Asia y el control norteamericano sobre recursos vitales para el Japón, como el petróleo, colocaban a ese país en un callejón sin aparente salida. De allí que no cabe asombrarse de que, a raíz de esta cada vez más aguda confrontación, a partir de 1937 Japón comenzase a expandirse en China.

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17 Ibid., p. 157.

El propósito de la incursión militar japonesa en el norte de China era establecer un «nuevo orden» que defendería tanto a China como al Japón del «imperialismo occidental». Dirigentes japoneses enfatizaron repeti-damente que su país no buscaba engrandecimiento territorial en China. Según un pronunciamiento del príncipe Konoye en diciembre de 1938, China «debía extender facilidades al Japón para desarrollar los recursos naturales del país, particularmente en las regiones del norte y la Mongo-lia interior». Líderes como Tojo y Matsuoka manifestaron con insisten-cia que no se podía acusar al Japón de estar meramente buscando ven-tajas económicas; Japón se encontraba «pagando el precio que demanda el liderazgo de Asia», y de esa manera «impedir que Asia se convierta en otra África e igualmente evitar que China se haga comunista». Como se-ñala Chomsky, esta terminología, que pretendía ocultar la rapacidad im-perialista tras el velo de propósitos aparentemente altruistas, estaba to-mada directamente del léxico del colonialismo occidental.17

En 1940 Japón estableció un gobierno títere en la ciudad china de Nanking; no obstante, su intento de someter el nacionalismo chino oca-sionaba cada vez mayores costos humanos y materiales y se estancaba progresivamente. El «Frente Unido» del Kuomintang y los comunistas, conducidos estos últimos por Mao Tse Tung, se mostraba capaz de resis-tir a los japoneses y hundirles en el pantano de la guerra revolucionaria prolongada. Para los japoneses la resistencia china era posible tan sólo debido a la ayuda material que Estados Unidos proporcionaba a Chiang Kai-Shek. Ante esta situación, el gobierno japonés buscó aliarse con Ale-mania e Italia en el «Pacto Tripartito». Una vez terminado el Tratado comercial norteamericano-japonés en enero de 1940, Japón comenzó a planificar la captura de las Indias Orientales holandesas, de la Indochina francesa y de las Filipinas. En julio de ese mismo año los Estados Unidos establecieron un embargo en la exportación de combustible para aviones, que Japón, en ese momento, no podía obtener de ninguna otra fuente, y en septiembre se decidió un embargo de material de hierro. Entretanto, la ayuda norteamericana a Chiang Kai-Shek iba en aumento. En sep-tiembre de 1940 se firmó el «Pacto Tripartito», y tropas japonesas inva-dieron el norte de Indochina con dos propósitos: cortar el flujo de sumi-nistros dirigidos a los nacionalistas chinos y avanzar hacia la ocupación de las Indias Orientales holandesas, donde Japón podría posesionarse de yacimientos petrolíferos. Pocos meses después, el 26 de julio de 1941,

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18Ibid., p. 165.

el gobierno japonés anunció públicamente sus planes de ocupar el sur de Indochina y en respuesta el gobierno norteamericano ordenó el con-gelamiento de todos los valores japoneses depositados en Estados Uni-dos. El 1.º de agosto se produjo la decisión más temida por los japoneses, una decisión que colocaba al Japón definitivamente ante la alternativa de retirarse o proseguir sus acciones expansionistas a costa de un conflicto mucho mayor: el gobierno de Roosevelt anunció un embargo total en las exportaciones de petróleo, lo cual cerraba al Japón acceso a un recurso vi-tal para su supervivencia.

Los objetivos del Japón eran netamente imperialistas, y en esto no diferían de los poderes occidentales. ¿Por qué –se preguntaban dirigen-tes y pueblo japoneses– los Estados Unidos se atribuyen el derecho de mantener una «Doctrina Monroe» en América y exigen una política de «puertas abiertas» en Asia? ¿Por qué era aceptable que Inglaterra y Ho-landa ocupasen la India, Hong Kong, Singapur y las Indias Orientales, y un «crimen» que Japón siguiese su ejemplo? La competencia interimpe-rialista, la lucha de los principales poderes capitalistas por el control de mercados y recursos, habían colocado al Japón hacia 1941 en una situa-ción insostenible. Las posibilidades eran dos: o bien renunciar a una po-lítica en la que se habían empeñado enormes sacrificios y aceptar un sta-tu quo que negaba al Japón sus aspiraciones de convertirse en gran poder, o bien alterar el statu quo, lo cual significaba un enfrentamiento bélico con Estados Unidos y Gran Bretaña. Japón trató de negociar; el proceso de toma de decisiones que condujo en última instancia a la guerra tomó varios meses, mas ya a finales de 1941 los dirigentes japoneses se habían convencido de que estaban siendo acorralados.

Las exigencias norteamericanas implicaban que Japón tendría que abandonar totalmente su intento de obtener «intereses especiales» al es-tilo de los que poseían Estados Unidos e Inglaterra en las áreas sometidas a su dominación, suprimiendo también su alianza con las naciones del «Eje» para convertirse, en palabras de Chomsky, en un «subcontratista del emergente sistema mundial norteamericano».18 En aquel momen-to el pueblo y el gobierno del Japón no estaban dispuestos a adoptar este curso de acción. El sentido de crisis, la influencia de un nacionalismo exacerbado, el sentimiento de estar «cercados» por poderes de ilimitada voracidad que ya habían colocado al África bajo el control del hombre blanco y pretendían hacer lo mismo en Asia, el miedo a la urss y al cada

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19 William Shakespeare, Complete Works. London: Oxford University Press, 1971, p. 840.

vez más poderoso comunismo chino, y la actitud firme del gobierno de Roosevelt, contribuyeron a empujar al Japón a una guerra que, como lo demuestra el debate que llevó a la decisión final, era una aventura lle-na de grandes riesgos y que resultaría extremadamente costosa, mucho más de lo calculado.

La teoría de la disuasión supone que una nación más débil, que actúe racionalmente, no atacará a otra mucho más fuerte por temor a la derro-ta y la destrucción. No hay duda de que el miedo a la derrota ha persua-dido a muchos líderes de no iniciar guerras, pero el caso del Japón en 1941 demuestra que puede haber excepciones. Los dirigentes civiles y milita-res japoneses no se ocultaron a sí mismos el hecho de que ir a la guerra era una jugada excesivamente riesgosa, pero trataron la decisión de realizar-la como algo que tenía que ser hecho. Si Japón afrontaba el riesgo podía ser derrotado, pero si no lo hacía iría también a la derrota y a la disminu-ción de su poder. Por lo tanto, Japón debía aceptar su azaroso destino y no rehuir la lucha. La actitud de los líderes japoneses se correspondía ple-namente con lo expresado por el personaje de Shakespeare en la extraor-dinaria Escena iii del Acto iv del drama Julio César:

Our legions are brim-full, our cause is ripe: The enemy increa-se the very day; We, at the height, are ready to decline. There is a tide in the affairs of men, Which, taken at the flood, leads on t o fortune; Omitted, all the voyage of their life Is bound in sha-llows and in miseries. On such a full sea are we now afloat; And we must take the current when it serves, or lose our ventures.19

(Nuestras legiones están completas, y nuestra causa madura: el enemigo crece día a día; nosotros, en la cúspide, estamos ex-puestos a la declinación. Existe una corriente en los asuntos hu-manos, que tomada en su curso conduce a la fortuna; omitirla es dejar que todo el viaje de la vida se hunda en escollos y des-gracias. En ese mar abierto ahora nos encontramos, y debemos aprovechar la corriente cuando es favorable, o arriesgarnos a perder nuestro cargamento).

Como Brutus, uno de los más interesantes personajes shakesperia-nos, los dirigentes japoneses actuaron convencidos de que era «ahora o nunca».

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Karl Popper, The Poverty of Historicism. London: Routledge & Kegan Paul, 1972, p. 141. K. Popper, El desarrollo del conocimiento científico. Buenos Aires: Paidós, 1967, p. 394. Véase también

Juan Carlos Rey, Individualismo vs. holismo en el estudio de sistemas complejos. Caracas, 1979, (mimeo).

La decisión

«Dos soldados están sentados en una trinchera frente a un nido de ametralla-doras. Uno de ellos permanece a cubierto. El otro, con riesgo de su vida, destruye el nido de ametralladoras con una granada. ¿Quién se conduce racionalmente?».

Herbert Simon

Preliminares

En varias de sus obras Karl Popper ha enfatizado los elementos de ra-cionalidad presentes en gran número de situaciones sociales y ha insis-tido en que quizás la diferencia más importante entre los métodos de las ciencias sociales y las naturales consiste en

... la posibilidad de adoptar, en las ciencias sociales, lo que pue-de denominarse el método de construcción lógica o racional, o en otras palabras el método cero. Se trata de construir un mo-delo sobre la base de asumir una completa racionalidad (y tal vez también una información completa) por parte de todos los individuos considerados, y luego estimar las desviaciones en el comportamiento real de los sujetos con respecto al comporta-miento prescrito por el modelo, utilizando este último paráme-tro como una especie de coordenada cero.20

El uso de modelos que presumen la racionalidad no significa perder de vista que frecuentemente las acciones humanas tienen consecuencias no queridas o previstas por sus autores, y que de hecho la principal tarea de las ciencias sociales teóricas es «discernir las repercusiones sociales ines- peradas de las acciones humanas intencionales». La comprobación de que no todas las consecuencias de nuestras acciones son deseadas lleva a desechar cualquier «teoría conspirativa de la sociedad», que no puede ser verdadera «porque equivale a afirmar que todos los sucesos, aun los que a primera vista no parecen deseados por nadie, son los resultados inten-cionales de las acciones de personas interesadas en esos resultados».21

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22 Simon, p. 79.

Estas observaciones son relevantes para «centrar» el análisis subsi-guiente sobre la decisión japonesa de ir a la guerra en 1941. El uso de la «coordenada cero» como modelo normativo no debe conducir a la subes- timación de las limitaciones de la racionalidad. En tal sentido, vale la pena reiterar, con base en las ideas de Simon, algunos de los planteamien-tos realizados en la primera parte de este estudio, donde se hizo ver que el comportamiento real de, en este caso, los actores políticos no alcanza la racionalidad objetiva (comportamiento correcto para maximizar unos valores dados en una situación dada), por lo menos de tres maneras: a) La racionalidad exige un conocimiento y una anticipación completa de las consecuencias que seguirán a cada elección, pero en realidad el cono-cimiento de las consecuencias es siempre fragmentario; b) En vista de que estas consecuencias pertenecen al futuro, la imaginación debe suplir la falta de experiencia al asignarles valores, pero sólo es posible anticipar de manera imperfecta esos valores; c) La racionalidad exige una elección entre todos los posibles comportamientos alternativos, pero en el com-portamiento real sólo se nos ocurren unas pocas de estas alternativas.22 Tomados en cuenta tales límites, se trata entonces de juzgar hasta qué punto el proceso de toma de decisiones que llevó a los líderes japoneses a la guerra contra Estados Unidos en 1941 se desvía de un «modelo ideal». Para ello es necesario definir los criterios constitutivos de la «coordenada cero» que servirá de pauta para el análisis, es decir, los elementos presen-tes y ausentes en la discusión que, idealmente, deberían formar parte de un proceso «racional» de decisión. He seleccionado los siguientes:

Alternativa de abandonar los fines políticos. Discusión sobre disparidad de poder respecto a Estados Unidos y di-

ficultades de una «gran guerra».Definición y expectativas de victoria.Probable duración de la guerra.El momento oportuno para iniciar las hostilidades.Consecuencias probables de una derrota.Costos humanos y materiales del conflicto.En este contexto se considerarán otros aspectos de vital importancia:Relación entre la diplomacia y los preparativos militares.Relación guerra-política y «punto de vista puramente militar».Influencia de analogías históricas y factores culturales.Posiciones divergentes de los distintos servicios militares.

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483Análisis de los contenidos

del proceso de decisión

La alternativa de abandonar los fines políticos

La guerra es un instrumento de la política, y son los fines políticos –con-quista, lucha contra la agresión y por la supervivencia, logros territoria-les y económicos, influencia sobre otros Estados, por ejemplo– los que deben determinar el empleo del medio militar. Se va a la guerra bien para obtener una paz mejor o bien para preservar la situación existente antes del inicio del conflicto bélico. Ir a la guerra para ampliarla interminable-mente y sin perspectivas de paz carece de sentido. A veces hacer la paz resulta extremadamente difícil, ya sea porque ello requiera el abando-no de fines por los cuales se continúa pidiendo a los hombres que mue-ran (como ocurrió a los líderes alemanes en la postrimerías de la Primera Guerra Mundial), o porque no hacer la guerra implique dejar de lado una política que se ha venido sosteniendo por años, que ha exigido grandes sacrificios y en la cual un gobierno y un pueblo han empeñado su pres-tigio y orgullo nacional. Esto último ocurría con Japón en 1941. Como demuestran conclusivamente los debates de los decisores japoneses de ese tiempo, todos compartían los mismos valores básicos; dirigentes ci-viles y militares favorecían la creación de la «Esfera de co-prosperidad del Asia oriental» (bajo el dominio japonés), y creían que ello contribui-ría al afianzamiento de la paz mundial. Todos consideraban que la opo-sición norteamericana a ese proyecto y al expansionismo japonés en ge-neral amenazaba intereses vitales de la nación, y sus desacuerdos tenían que ver esencialmente con cuestiones de oportunidad y métodos, no de principios fundamentales.

Para los dirigentes japoneses no era un secreto que la continuación de la política expansionista en la zona del Pacífico y Asia acrecentaría cada vez más la resistencia de otros países, lo cual significaba riesgos; pero en general todos pensaban que era preferible aceptar los riesgos antes que abandonar los fines y tolerar el statu quo. Desde luego, había algunos más dispuestos a arriesgarse que otros. El Emperador, por ejemplo, si bien puede asumirse que compartía los lineamientos centrales de la política nacional, con frecuencia se inclinó a favor de la cautela y utilizó su con-siderable influencia –hasta donde la tradición se lo permitía– para mo-derar a los más radicales y presionar hacia la búsqueda de una solución

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484diplomática. Para entonces la posición del Emperador en la política ja-ponesa era un tanto ambigua. En teoría su poder era supremo, todas las decisiones de Estado debían recibir su aprobación; mas en la práctica y según la tradición, una vez que el Gabinete y los jefes militares hubiesen acordado un curso de acción, el Emperador no podía negar su visto bue-no ya que debía permanecer por encima de rivalidades parciales y de con-sideraciones de partido, representando a la nación entera. No obstante, su influencia era enorme, y podía aconsejar, advertir y recriminar sin ver-se envuelto en forma directa en las decisiones. Además, su estatus espe-cial, que para muchos le acercaba al de una divinidad, implicaba que to-dos los japoneses estaban comprometidos a servirle hasta la muerte de ser necesario, lo cual le investía con extraordinario «poder espiritual».

Hacia mediados de 1941 tres alternativas se perfilaban claramente ante los líderes japoneses: a) Una política de extrema cautela, que con-fiase casi exclusivamente en la diplomacia para un arreglo con Estados Unidos, aun a expensas de serias dificultades económicas y políticas en el ámbito interno; b) Iniciar sin demora las hostilidades, y asumir todos los riesgos; c) Proseguir los esfuerzos diplomáticos y al mismo tiempo completar a fondo los preparativos militares, para ir a la guerra en caso de que fracasasen las negociaciones. El plan «a» no recibió mayor consi-deración; para la mayoría adoptarlo significaba el suicidio nacional. La alternativa «b» tenía notable apoyo militar; se argumentaba que seguir en el camino diplomático sólo favorecería los intereses norteamericanos, y que desde el punto de vista operacional lo mejor y más efectivo sería ir a la guerra cuanto antes. La alternativa «c» representaba un compromi-so entre «a» y «b»; la misma recibió un significativo respaldo en la crucial Conferencia Imperial celebrada el 6 de septiembre de 1941. En esa opor-tunidad, Hara Yoshimichi, Presidente del Consejo Privado (un grupo de personalidades que asesoraban al emperador Hirohito) refiriéndose

–en nombre del Emperador– a un documento presentado en la reunión, apuntó que:

Cuando reviso [los contenidos del documento] observo que se sugiere nos preparemos para la guerra y prosigamos la activi-dad diplomática simultáneamente en los intereses de la defen-sa y la autopreservación. Me parece que está implícita la deter-minación de comenzar las hostilidades; hay pasajes que sugie-ren que no será posible evitar la guerra, pero que trataremos de

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Nobutaka Ike, ed., Japan’s Decisión for War: Records of the 1941 Policy Conferences. Stanford: Stanford University Press, 1941, p. 149.

Ibid., p. 152.

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resolver el asunto por medios diplomáticos [...] El documento parece sugerir que la guerra viene primero y la diplomacia des-pués, pero yo interpreto que lo que se quiere decir es que no aho-rraremos ningún esfuerzo diplomático, y sólo iremos a la gue-rra en caso de no hallar otra solución.23

De hecho, los materiales de referencia contenían pasajes como éste:

... la política de Estados Unidos hacia Japón está basada en la idea de preservar el statu quo. Para dominar el mundo y defen-der la democracia, esa política quiere impedir el crecimiento de nuestro imperio en Asia oriental. En tales circunstancias, debe señalarse que las políticas de Estados Unidos y Japón son mu-tuamente incompatibles; es históricamente inevitable que el conflicto entre los dos países [...] conduzca en última instancia a la guerra.24

La preocupación de Hara provenía del carácter bastante radical de las propuestas sometidas a la Conferencia Imperial, en las que se estable-cía un límite definitivo al proceso diplomático (10 de octubre). Oikawa, ministro de la Marina, respondió que la interpretación de Hara coinci-día plenamente con sus sentimientos al redactar la propuesta; pero Hara insistió en que persistía la impresión de que se tomaría el camino de la guerra en lugar de la diplomacia: «¿Van ustedes realmente a colocar el énfasis en la diplomacia? Desearía escuchar la opinión del gobierno [mi-nistros civiles], así como la del Comando Supremo [militar]». En medio de la tensa atmósfera, el Emperador, rompiendo la tradición, se dirigió a los presentes y dijo: «¿Por qué no responden?». Oikawa, sorprendido y atemorizado como todos, se levantó a reiterar que: «Comenzaremos los preparativos de guerra, pero por supuesto nos esforzaremos en nego-ciar». Los jefes del Ejército, Nagano y Sugiyama, no se pronunciaron; en-tonces, el Emperador expresó: «Lamento que el Comando Supremo no tenga nada que decir»; luego extrajo un pedazo de papel de su bolsillo y leyó un poema que había sido escrito por su abuelo, el emperador Meiji:

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25 John Toland, The Rising Sun. New York: Random House, 1970, pp. 125-126.

«Todos los mares, en todas partes son hermanos unos con otros, ¿por qué entonces los vientos y las olas de la lucha se desatan con tal violencia en el mundo?».25

Esta extraordinaria escena hizo ver a los presentes el deseo del Empe-rador de evitar en lo posible la guerra, y los jefes militares no pudieron sino manifestar que ellos también colocaban el énfasis en la diplomacia. A pesar de todo, la decisión de comenzar la guerra el 10 de octubre si las negociaciones no tenían éxito había sido aprobada, pero la actitud de Hi-rohito dio al primer ministro Konoye nuevos bríos para intentar un arre-glo pacífico con Estados Unidos. En tal sentido, poco después de la Con-ferencia Imperial, Konoye se reunió con el Embajador norteamericano Grew y le comunicó que los «cuatro principios» establecidos como con-diciones de paz por el secretario de Estado Cordell Hull eran «en general aceptables» 1. Respeto por la integridad territorial y soberanía de cada país. 2. Apoyo al principio de no interferencia en los asuntos internos de otras naciones. 3. Apoyo al principio de igualdad de oportunidades co-merciales. 4. Respeto por el statu quo en la zona del Pacífico, excepto en los casos en que su alteración no exija el empleo de medios violentos. Ko-noye insistió en la importancia de entrevistarse con Roosevelt, y aseguró a Grew que estaba dispuesto a correr cualquier riesgo para superar las di-ferencias entre los dos países. Además de aceptar los «cuatro principios» y comprometerse a abandonar Indochina, los japoneses ofrecieron no tomar acciones militares contra regiones al sur del Japón y retirar sus tropas de China una vez alcanzada la paz. Como contrapartida, los nor-teamericanos deberían suspender las medidas económicas contra Japón y sus propias acciones militares en el Lejano Oriente y área del Pacífico.

Hull sólo respondió el 2 de octubre. Afirmó que acogía con satisfac-ción la idea de una reunión de alto nivel, así como la aceptación japonesa de los «cuatro principios», pero rechazó las propuestas japonesas, exi-giendo el retiro inmediato de las tropas extranjeras de China. La reunión cumbre tendría que esperar hasta que se lograse «coincidir previamente en ciertos puntos esenciales». El 17 de octubre Tojo, ministro de Guerra, sucedió a Konoye como Primer Ministro, con instrucciones del Empera-dor de «hacer un estudio detallado de las condiciones domésticas e inter-nacionales, sin tomar en cuenta la decisión tomada el 6 de septiembre». Nunca antes un Emperador había rescindido una decisión de la Confe-rencia Imperial, y para Tojo ello significaba «empezar de nuevo».

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26R. J. C. Butow, Tojo and the Coming of the War. Princeton: Princeton University Press, 1961, p. 340.

En una crucial conferencia realizada entre el 1.º y 2 de noviembre, los dirigentes japoneses decidieron sobre dos «paquetes» de proposiciones a ser presentadas al gobierno norteamericano. Según la «propuesta a», Japón aceptaba retirar sus tropas de China, incluyendo aquellas reque-ridas allí como «defensa contra el comunismo» para el año 1966. Según la «propuesta b», que sería presentada en caso de rechazo de la anterior, Japón se comprometía a no llevar a cabo acciones agresivas hacia el su-deste asiático y el Pacífico sur, y a retirar sus tropas de Indochina una vez que se lograse la paz con China o se alcanzase un arreglo en toda la zona del Pacífico. Entretanto, Japón movería sus tropas desde el sur al norte de Indochina; los dos países cooperarían para obtener las materias primas que cada cual requiriese de las Indias Neerlandesas, y Estados Unidos aseguraría la venta de un millón de toneladas anuales de com-bustible para aviones al Japón. Además, el gobierno norteamericano se comprometería a no obstaculizar la restauración de la paz entre Japón y China, lo que de hecho significaba suspender la ayuda a Chiang Kai-Shek. El 7 de noviembre el Embajador japonés en Washington entregó a Hull, y luego hizo del conocimiento de Roosevelt, la «propuesta a». En vista de la tardanza norteamericana en dar una respuesta, el ministro japonés de Relaciones Exteriores, Togo Shigenori, instruyó a su Embaja-dor el 20 de noviembre para que presentase la «propuesta b». Hull la in-terpretó como un ultimátum, en especial lo referente a la suspensión de ayuda a China, y el 26 de noviembre el gobierno norteamericano respon-dió con una nota en la cual exigía al Japón «retirar todas las fuerzas te-rrestres, navales, aéreas y policiales de China e Indochina», no dar apoyo a otro gobierno chino excepto el de Chiang Kai-Shek, y abrogar el «Pacto Tripartito». Los dirigentes japoneses conocieron la respuesta estadouni-dense el día 27, y la tomaron como el factor que ponía punto final a los esfuerzos diplomáticos. Diez días después se producía el ataque a Pearl Harbor.

Como afirma Robert Butow, el rechazo japonés a retirar sus tropas de China e Indochina «puede fácilmente entenderse en términos de que tal retirada implicaba que los fines políticos del Japón habían estado erra-dos y eran agresivos».26 Los dirigentes japoneses no estaban preparados ni dispuestos a abandonar esos fines, y así lo había expresado el subjefe del Estado Mayor del Ejército, Tsukada, en una intervención en la con-ferencia del 1.º de noviembre: «En general, las perspectivas si vamos a

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Ike, p. 207. Ibid., p. 238. Sun Tzu, The Art of War. Oxford: Oxford University Press, 1977, p. 84.

la guerra no son brillantes [...] Por otra parte, no es posible mantener el statu quo. De allí que, inevitablemente, uno tenga que alcanzar la conclu-sión de que debemos ir a la guerra».27 Japón no iba a sacrificar sus aspi-raciones en Asia, como lo corroboró Hara en la conferencia del 12 de no-viembre: «Si entramos en una guerra prolongada habrá dificultades [...] La primera fase de la guerra no será difícil, pero tenemos dudas sobre una guerra prolongada. ¿Mas cómo podemos permitir que Estados Uni-dos haga lo que quiera, aun existiendo tales dudas?».28 Dada esta postu-ra, queda claro que los dirigentes japoneses tenían al menos un orden de-finido de preferencias: consideraban preferible la guerra a la aceptación del statu quo y el creciente dominio norteamericano en Asia. Era enton-ces necesario discutir en qué términos se planteaba la guerra.

Discusión sobre disparidad de poder frente a Estados Unidosy dificultades de una «Gran Guerra»

Varios siglos antes de Cristo, el gran estratega militar chino Sun Tzu es-cribió lo siguiente:

«Conoce al enemigo y a ti mismo, y no tendrás peligro en cien batallas. Cuando eres ignorante respecto al enemigo pero te conoces a ti mis-

mo, tus chances de ganar o perder son iguales.Si eres ignorante sobre ti mismo y sobre el enemigo puedes estar se-

guro de peligrar en todas las batallas».29

Ya que los dirigentes japoneses no estaban dispuestos a abandonar sus fines políticos, ni siquiera a comprometerlos en alguna forma que pudiese parecer sustancial, tenían que planificar seriamente para la gue-rra, lo cual exigía un cuidadoso estudio de las potencialidades del Japón y de sus adversarios, en particular los Estados Unidos. No obstante, el análisis de las discusiones realizadas por el Gabinete y el Alto Mando japoneses revela que algunas de las preguntas clave sobre potencial para la guerra de ambos bandos o bien no fueron hechas o bien fueron res-pondidas de manera insatisfactoria, y a medida que se vislumbraba con mayor claridad la disparidad de poder entre el Japón y su principal con-trincante se acentuaba la tendencia a confiar en factores sicológicos, en

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30Butow, pp. 316-317.

la presunta superioridad moral de los japoneses, o en una victoria tem-prana que desconcertarse al adversario y le condujese a cesar la guerra.

Por ejemplo, no existen documentos o testimonios que muestren si se alcanzaron algunas conclusiones sobre las requisiciones de barcos y las posibles pérdidas a ser sostenidas durante los primeros dos o tres años de guerra. Hasta se ha sugerido que el asunto no fue estudiado o que las investigaciones finalizaron demasiado tarde para tener alguna utilidad práctica. Sobre el mantenimiento de transportes para usos civiles y el suministro de artículos de consumo corriente, el general Suzuki, Presi-dente del Comité de Planeamiento, estableció que con una capacidad de 3 millones de toneladas en transporte marítimo sería posible, con la ex-cepción de ciertos artículos, mantener el suministro considerado nece-sario. Si las pérdidas llegaban a una cifra de entre 800.000 a un millón de toneladas (buques hundidos o averiados), y si la tasa de construcción y reemplazo llegaba a 600.000 toneladas anuales, se lograría preservar la cantidad de 3 millones señaladas como mínimo para transporte de bie-nes básicos. La pregunta obvia sobre qué ocurriría si las pérdidas eran mayores a las previstas o disminuía la tasa de reemplazo parece no ha-ber sido siquiera formulada. De hecho, las proyecciones fueron trasto-cadas por la realidad. En el caso de la Armada, se esperaban pérdidas de un millón de toneladas en el primer año de guerra y 800.000 toneladas cada uno de los años siguientes; sin embargo, la Marina de Guerra japo-nesa sostuvo pérdidas de 1.250.000 toneladas el primer año, 2.560.000 el segundo y 3.480.000 el tercero, muy superiores a lo calculado. Con res-pecto a la capacidad financiera del Japón para sostener una guerra de las proporciones que se contemplaban, los responsables explicaron que se-ría posible asumir tales requerimientos en tanto se mantuviese un su-ministro adecuado de materiales para uso militar. Ahora bien, nadie se atrevió a profundizar el problema y buscar respuestas precisas a las inte-rrogantes: ¿Qué constituye un suministro adecuado y cuáles son las pro-babilidades de asegurarlo? 30

En una conferencia del 1.º de julio de 1941, Kobayashi, ministro de Co-mercio e Industria, apuntó lo siguiente:

No creo que tengamos suficiente fortaleza, en lo que respecta a recursos, para soportar una guerra. Tanto el Ejército como la

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Ike, p. 76. Citado por Ike, p. 188.

Armada pueden recurrir a la fuerza, pero no tenemos materia-les suficientes para hacer la guerra en tierra y mar a la vez. El Ejército se movilizará rápidamente; la Marina también hará preparativos; nos veremos obligados a hacer requisiciones de buques, y entonces no seremos capaces de transportar materia-les indispensables. Todo esto afectará seriamente la expansión de nuestra capacidad productiva y el aprovisionamiento de ar-mamentos [...] El Imperio no tiene los materiales.31

Las observaciones de Kobayashi no produjeron mayor impresión; Suzuki hizo algunas referencias a la obtención de materiales y pidió al Alto Mando que estudiase el asunto. Se esperó hasta octubre para deba-tir de nuevo el problema de los recursos económicos y la capacidad japo-nesa de hacer la guerra, especialmente en términos de materiales clave como petróleo y acero. En tal sentido, varios hechos ineludibles con-frontaban a los decisores. La capacidad norteamericana de producción de acero era 12 veces superior a la del Japón, y no se podían satisfacer los requerimientos de construcción de buques. En relación con el petróleo, hasta 1940 los japoneses habían cubierto 60% de sus necesidades con im-portaciones desde Estados Unidos, pero este flujo había cesado en julio de 1941; a pesar de los esfuerzos de almacenaje y creación de reservas, las existencias no durarían más de 18 meses en condiciones normales.

Ahora bien, uno de los problemas fundamentales que enfrentaban los planificadores en el Gabinete derivaba de las limitaciones de acceso a la información impuestas por las Fuerzas Armadas, que hacían uso de su gran libertad de acción para cerrar los canales de indagación a otros sectores. El propio Suzuki, a pesar de ser oficial superior del Ejército, no pudo obtener información sobre el petróleo almacenado por las Fuer-zas Armadas hasta octubre de 1941 (dos meses antes de comenzar la gue-rra). Togo, ministro del Exterior, se quejó de este absurdo mucho más tarde, cuando ya nada se podía hacer: «Estaba asombrado por la caren-cia de datos estadísticos para un estudio de esa naturaleza; más aún, re-sentía agudamente el absurdo de basar nuestras deliberaciones en sim-ples suposiciones, ya que el Alto Mando rehusaba divulgar cifras sobre nuestras fuerzas o cualquier cosa que tuviese que ver con operaciones militares».32

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Ibid., p. 192. Ibid., p. 195.

Ibid., pp. 220, 236.

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El 27 de octubre prosiguió en el seno del Gabinete, con participación de los comandantes militares, el análisis del problema de los recursos ma-teriales para hacer la guerra. La información que empezaba a ensamblar-se no podía sino inducir al pesimismo; sin embargo, el Ejército continua-ba incrementando sus fuerzas en Manchuria para una eventual guerra... ¡contra la urss! El Alto Mando no estaba satisfecho, pero Sugiyama, jefe del Estado Mayor del Ejército, argumentó que «la deficiencia de materia-les puede ser superada aprovechando cambios en la situación y mediante una hábil estrategia».33 Al día siguiente Kaya, ministro de Finanzas, pre-guntó explícitamente: «Supongamos, por un lado, que hay guerra, y, por otro lado, que no hay: ¿Qué sería lo mejor, en términos del suministro de materiales?». Su interrogante no fue respondida en forma directa, pero el debate subsiguiente indicó que la situación, en ambos casos, era mala.34

En la Conferencia Imperial del 5 de noviembre, Suzuki retomó la in-quietud de Kaya y dijo esto: «... en vista de que las posibilidades de vic-toria en las etapas iniciales de la guerra son suficientemente altas, estoy convencido de que debemos aprovechar esa ventaja y dirigir la elevada moral del pueblo [...] hacia una mayor producción y una disminución del consumo [...] esto es preferible a sentarse y esperar que el enemigo nos presione». Hara, sin embargo, insistió en que «Los estadistas deben considerar muy seriamente la sabiduría de hacer la guerra contra un gran poder como Estados Unidos, sin que hayan finalizado aún el conflicto con China».35 Los datos existentes indicaban alarmantes diferencias en el potencial de guerra japonés respecto al norteamericano: en acero la desproporción era de 20 a 1, en petróleo más de 100 a 1, en carbón 10 a 1, en aviones 5 a 1, en barcos 2 a 1, y en fuerza de trabajo 5 a 1. Desde luego, la guerra no se decide únicamente por factores cuantitativos; también hay que tomar en cuenta los aspectos cualitativos: la moral de las tropas y de la población, la calidad de los equipos, planes y doctrinas estraté-gicas, etc. Las disparidades entre el potencial de guerra japonés y el de su principal contendiente llevaban forzosamente a colocar el énfasis en estos factores cualitativos, y a confiar en que un uso adecuado de los mis-mos conduciría a la victoria.

Mas las dudas persistían y llenaban al propio Emperador. Éste había recibido el 31 de julio al jefe del Estado Mayor Naval, almirante Nagano.

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Toland, pp. 108-109. Sun Tzu, p. 100.

En esa ocasión el alto oficial dijo primeramente que su deseo era evitar la guerra y que ello podía lograrse mediante la revocación del «Pacto Tri-partito», el cual siempre había sido considerado por la Armada como un grave obstáculo para la paz con Estados Unidos. Posteriormente, en la misma entrevista, Nagano advirtió que las reservas de petróleo del Ja-pón durarían sólo dos años, y en caso de guerra 18 meses. «En tales cir-cunstancias –dijo Nagano, en evidente contradicción con su plantea-miento anterior– es mejor tomar la iniciativa. Nosotros ganaremos». En solamente un párrafo Nagano había hablado de paz, pretendido librar a la Marina de responsabilidad por las crecientes tensiones con Estados Unidos, sugerido la guerra y profetizado una victoria. Sus palabras re-velaban la confusión imperante aún entre los militares. El Emperador intervino y preguntó: «¿Ganaremos una gran victoria, como la batalla de Tsushima?» (que decidió en 1905 la guerra ruso-japonesa). «Lo siento

–dijo Nagano–, pero eso no será posible». «Entonces –replicó el Empera-dor–, la guerra será desesperada».36 Habiendo descartado la alternativa de abandonar los fines políticos expansionistas, y ante la dura realidad del desequilibrio entre el poderío bélico del Japón y el de sus enemigos, sólo quedaba una opción a los dirigentes japoneses: planificar un tipo de guerra que posibilitase una victoria limitada pero satisfactoria. Los im-ponderables eran muchos; no obstante, como había expresado Sun Tzu: «... la victoria puede ser creada, pues aun si el enemigo es numeroso, pue-do impedirle que entre en combate».37 Esta era, en el fondo, la esperanza de los japoneses y su mayor expectativa de victoria.

Definición y expectativas de victoria

La definición de la victoria es política, y los dirigentes japoneses hasta cierto punto lo entendieron así. Nadie pensó que era posible aplastar mi-litarmente a Estados Unidos, invadir y ocupar el territorio norteamerica-no y obligar a su gobierno a rendirse. La mayor esperanza era lograr que los norteamericanos, enfrentados a una victoria alemana en Europa y sin entusiasmo ante otra guerra en el Pacífico, aceptasen una paz negociada que permitiese al Japón convertirse en el poder dominante en Asia. Exis-te evidencia que indica que los japoneses esperaban contar con la ayuda

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Ike, p. xxv.Kent Roberts Greenfield, American Strategy in World War ii. Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1973, p. 11.

de algún país latinoamericano, o de Suiza, Portugal o el Vaticano, como mediador en las negociaciones. Desde luego, como señala Ike, «había mu- chos imponderables en el proyecto. Los norteamericanos no necesaria-mente tenían que cansarse de la guerra; Alemania podía no ganar en Eu-ropa; otros países podían no estar dispuestos a actuar como mediadores. Sin embargo, los líderes japoneses no se dejaron disuadir por tales incer-tidumbres pues estaban preparados a asumir grandes riesgos».38

En su ensayo sobre la estrategia norteamericana en la Segunda Gue-rra Mundial, Kent Roberts Greenfield explica con claridad en qué con-sistían las expectativas de victoria japonesas:

Su gobierno había planificado cuidadosamente una guerra li-mitada contra Estados Unidos. En vista de nuestra falta de pre-paración, de nuestras ansiedades respecto a Europa, y del hecho de que las garras alemanas se afincaban en la garganta de Ru-sia, los japoneses creyeron que podían asegurar su supremacía en Asia, y que nosotros aceptaríamos un hecho cumplido [...] Nuestra decisión estratégica inicial de hacer una guerra de con-tención en el Pacífico hasta derrotar a Alemania en Europa pa-reció confirmar los planes del Japón; pero muy pronto chocaron contra nuestra determinación de no hacer el juego de la guerra en sus propios términos.39

A través de una serie de rudos golpes iniciales, los japoneses espera-ban conquistar áreas vitales y crear así una estructura de autosuficiencia, una posición impregnable que hiciese comprender a Estados Unidos la inutilidad de proseguir la lucha. Este plan, de hecho, se asemejaba mu-cho a los lineamientos de guerra seguidos por Japón contra China sin éxi-to: con base en una serie de triunfos iniciales y la amenaza de acciones más amplias y decisivas, Japón buscaría una «reconsideración» de la si-tuación por parte de Estados Unidos; más –como lo expresa Butow:

... poco se pensó en las políticas que debían adoptarse en caso de que los desarrollos futuros no correspondiesen a las estimacio-

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Butow, p. 12. Ike, p. 12.

nes. Los líderes japoneses hablaban sólo de victoria [...] La con-clusión de las principales operaciones japonesas en el Sur –pen-saban– crearía una oportunidad para restaurar la paz. Una vic-toria similar en China [...] o desarrollos favorables en la guerra europea [...] serviría también a ese propósito. Si bien era natu-ral, en las circunstancias, hacer tales proyectos, su efecto sobre los que les formulaban era el mismo como si Japón, en noviem-bre de 1941, ya hubiese peleado y ganado la guerra.40

En general, los dirigentes japoneses confiaban en que una política agresiva e intransigente era preferible a una política de conciliación; no obstante, en la Conferencia Imperial del 19 de septiembre de 1940 Hara manifestó lo siguiente: «Estados Unidos es una nación llena de confian-za en sí misma. Me pregunto, por lo tanto, si una postura firme de nues-tra parte podría producir un resultado muy diferente al que esperamos». Ante esto, el entonces ministro de Relaciones Exteriores Matsuoka res-pondió:

Japón no es España. Somos un gran poder con una Armada po-derosa [...] Desde luego, Estados Unidos puede adoptar una ac-titud severa por un tiempo, pero pienso que pronto considerará desapasionadamente sus intereses y llegará a una posición ra-zonable. En cuanto a los chances de que los norteamericanos produzcan una situación crítica o más bien reconsideren su ac-titud, yo diría que son de cincuenta y cincuenta.41

Un año más tarde, en la importante conferencia celebrada el 6 de sep-tiembre, los dirigentes japoneses discutieron de nuevo las posibilidades de obtener una victoria limitada frente a Estados Unidos y forzarle a ne-gociar. En esa ocasión se habló con franqueza sobre los riesgos existentes, y se dijo que no había una garantía de triunfo; al final, sin embargo, el de-bate se centró en torno al argumento de que «no se presentará una mejor oportunidad, es preferible actuar ahora». Como lo manifestó el almiran-te Nagano:

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Ibid., pp. 139-140. Iklé, p. 3.

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Nuestro Imperio no tiene los medios de tomar la ofensiva, supe-rar al enemigo y hacerle abandonar su voluntad de lucha. Más aún, nuestros recursos domésticos son escasos, por ello quisié-ramos evitar una guerra prolongada. No obstante, si entramos en una guerra larga, la mejor manera de asegurar una salida ai-rosa es capturar áreas militares importantes y fuentes de mate-riales del enemigo rápidamente al comienzo del conflicto [...] Si esta primera etapa de operaciones tiene éxito [...] nuestro Im-perio habrá establecido una posición impregnable y echará las bases para una guerra de larga duración [...] Por ello el resultado de una guerra prolongada está estrechamente conectado al éxito o fracaso de la primera etapa de nuestras operaciones. Las con-diciones esenciales que nos dan un chance de triunfar en esta etapa son: primero, decidir rápidamente el comienzo de hosti-lidades; segundo, tomar la iniciativa antes que el enemigo; ter-cero, considerar las circunstancias meteorológicas en el área de acción para facilitar nuestros movimientos.42

El general Sugiyama respaldó a Nagano y sostuvo que, en vista de la situación de las fuerzas, la decisión de ir a la guerra debía tomarse a más tardar durante los primeros días del mes de octubre. Nagano había di-cho que «lo que ocurra después [de la primera fase] dependerá en gran medida de la totalidad del poder nacional –incluyendo varios elementos, tangibles e intangibles–, y de los desarrollos en la situación mundial». Palabras confusas y oscuras, en vista del enorme riesgo al que se hacía re-ferencia. Como comenta Fred Charles Iklé: los dirigentes japoneses no habían olvidado que la guerra que iban a comenzar debía tener un fin; la pregunta flotaba en el ambiente, pero simplemente carecían de respues-tas.43 En un memorando especialmente preparado por los jefes militares para esa reunión se encuentra un pasaje muy significativo, que intenta-ba explícitamente responder a la pregunta «¿Cuáles son las perspectivas de guerra contra Gran Bretaña y Estados Unidos?; en particular, ¿cómo terminaremos la guerra?». Los militares se respondieron a sí mismos de esta forma:

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Ike, p. 153. Ibid., p. 207. Ibid., p. 226.

Una guerra contra Gran Bretaña y Estados Unidos será larga [...] Es muy difícil predecir la terminación de una guerra, y no es posible esperar que los Estados Unidos se rinda. Sin embar-go, no podemos excluir la posibilidad de que la guerra finalice debi-do a un gran cambio en la opinión pública norteamericana [...] En todo caso, debemos ser capaces de establecer una posición invencible. Entretanto, podemos tener esperanza en que seremos ca-paces de influenciar el curso de los eventos y llevar la guerra a un fin [itálicas ar].44

Los riesgos que estaban dispuestos a correr los líderes japoneses eran muy altos, al punto de que en una conferencia del 24 y 25 de octubre de 1941 se llegó a afirmar que si la guerra se prolongaba no era descartable una confrontación adicional contra la Unión Soviética. En la conferen-cia del 1.º de noviembre, el subjefe del Estado Mayor del Ejército, general Tsukada, manifestó que:

En líneas generales nuestras perspectivas de guerra no son bri-llantes [...] Nadie está dispuesto a decir: «No se preocupen; aun si la guerra es prolongada, yo asumiré toda la responsabilidad». Por otra parte, no es posible mantener el statu quo; de aquí que inevitablemente se llega a la conclusión de que debemos ir a la guerra [...] Cuando se nos pregunta qué pasará de ahora a cin-co años en el campo militar, político o diplomático es natural que no sepamos.45

El 5 de noviembre, el jefe del Estado Mayor, general Sugiyama, dijo: «... debemos estar preparados ante la probabilidad de que la guerra sea prolongada; pero en vista de que vamos a capturar bases enemigas y de que seremos capaces de establecer una posición estratégica impregna-ble, pienso que podremos frustrar los planes enemigos de una forma u otra».46 El planteamiento del alto jefe militar era superficial y poco res-ponsable; no sólo dejaba en el aire el problema de la estrategia japonesa para una guerra prolongada, sino que tampoco especificaba cuáles eran los «planes enemigos».

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47Ibid., p. 282.

El debate sobre las expectativas de victoria culminó el 1.º de diciem-bre de 1941, cuando los dirigentes japoneses, en una Conferencia Impe-rial ante Hirohito, formalizaron la decisión de ir a la guerra. En esa opor-tunidad, Hara, un hombre de notable inteligencia y muy respetado por su sensatez, hizo la intervención final y pronunció unas palabras que re-sumen todas las contradicciones e incertidumbres de la decisión japone-sa. Dijo Hara: «No podemos esta vez evitar una guerra larga, pero creo que de alguna manera debemos superar esto y lograr un arreglo rápido. Para hacerlo, debemos empezar desde ahora a pensar cómo terminar la guerra» [itá-licas ar].47 Es decir, en el momento mismo en que se sancionaba final-mente la decisión de comenzar la guerra (sólo seis días después los avio-nes japoneses descenderían sobre Pearl Harbor), los líderes del Japón se planteaban la necesidad de pensar en cómo terminarla.

Probable duración de la guerra

Dadas las condiciones en que se planificaba la guerra, la pregunta sobre su duración era muy importante para los dirigentes japoneses. La dispa-ridad de recursos militares y económicos entre Japón y Estados Unidos hacía que una guerra larga y de desgaste fuese la peor de las alternativas posibles. Tres fueron las perspectivas discutidas, sin mayor detalle, por los jefes militares y líderes civiles del Japón: 1) Una guerra prolongada que no empezase con victorias decisivas. 2) Una guerra prolongada que comenzase con una o varias victorias clave para las armas japonesas. 3) Una guerra de corta duración, caracterizada por un conjunto de golpes devastadores sobre el poder norteamericano en el Pacífico que llevasen a Estados Unidos a hacer la paz. La tercera opción ofrecía las mayores ven-tajas; la primera, las mayores dificultades.

Los intercambios más relevantes sobre este tema se produjeron entre el 3 y el 6 de septiembre de 1941, y en ellos participaron los más altos diri-gentes civiles y militares y el propio Emperador. En la reunión ministe-rial del 3 de septiembre el jefe del Estado Mayor Naval, almirante Naga-no, hizo el siguiente planteamiento:

En última instancia, si no hay esperanza para la diplomacia, y si la guerra no puede evitarse, es esencial que tomemos pronta-mente una decisión. Si bien confío que actualmente tenemos

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Ibid., p. 131. Toland, p. 123.

chance de ganar una guerra, temo que esta oportunidad desa-parecerá a medida que pase el tiempo. En cuanto a la guerra, la Marina piensa en términos tanto de un conflicto corto como de uno largo. Pienso que será probablemente una guerra larga y debemos prepararnos para ella. Depositamos nuestra espe-ranza en que el enemigo se lance a un enfrentamiento rápido; en ese caso habrá un choque decisivo en aguas próximas y an-ticipo que tendremos buen chance de obtener la victoria. Pero no creo que la guerra terminaría con eso; sería una larga guerra. En referencia a esto, pienso que deberíamos sacar provecho de una victoria inicial para poder aguantar una guerra larga. Si por el contrario vamos a este conflicto sin ganar una victoria inicial decisiva estaremos en dificultades, ya que nuestros recursos se agotarán.48

En vista de la proximidad del estallido del conflicto (y el jefe del Es-tado Mayor Naval conocía cuán avanzados se encontraban los prepa-rativos), la intervención de Nagano demuestra una sorprendente falta de seguridad. Ello quedó aún más claro en una reunión realizada el 5 de septiembre de 1941 entre Nagano, el general Sugiyama, el primer minis-tro Konoye y el emperador Hirohito. Durante la audiencia, el Emperador preguntó a Sugiyama cuánto tiempo tomaría a las Fuerzas Armadas dar fin a la guerra contra Estados Unidos. Sugiyama respondió que las ope-raciones en el sur del Pacífico (en Malaya y las Filipinas) serían conclui-das en cinco meses. Hirohito dijo entonces: «¿Está usted seguro de que las cosas marcharán como han sido planificadas? Cuando usted era mi-nistro de Guerra afirmó que Chiang Kai-Shek sería vencido rápidamen-te, y sin embargo todavía no ha sido capaz de hacerlo». Ante esto, Sugi-yama expresó: «Pero es tan vasto el interior de China», e Hirohito replicó turbado y molesto: «Lo sé, pero el océano Pacífico es mucho más vasto. ¿Cómo puede usted decir que terminará la guerra en cinco meses?».49 Sugiyama trató de responder diciendo que la fortaleza del Japón dismi-nuía gradualmente y que era necesario actuar cuanto antes aprovechan-do que el Imperio aún tenía poder. Se llegó a la conclusión de que debía seguirse otorgando prioridad a la diplomacia; no obstante, el hecho de

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Costos de guerra y consecuencias probables de una derrota

Es sorprendente constatar, cuando se leen los documentos que contie-nen los más relevantes planteamientos de los planificadores japoneses, la muy escasa atención que prestaron al problema de los costos huma-nos y materiales que podría acarrear el conflicto, y de las probables con-secuencias de una derrota. Desde luego, se afirma con frecuencia que un cálculo de costos previo al inicio de un conflicto puede fácilmente con-vertirse en instrumento para fomentar actitudes derrotistas; de igual forma se dice que hablar de derrota es casi lo mismo que aceptarla. Esto puede ser cierto en determinadas circunstancias, a nivel emocional, pero definitivamente no es responsable como postura política frente a decisiones complejas y de graves implicaciones. Como con insistencia lo remarca Iklé, el «derrotismo» es tan reprobable y peligroso como el «aventurerismo» en la guerra; este término designa actitudes que pue-den conducir a la destrucción del propio gobierno y país

... no por dar ayuda al enemigo, sino por hacer enemigos; no por luchar muy poco sino por luchar mucho y por demasiado tiempo [...] La traición ayuda a nuestros adversarios haciéndo-los más fuertes; el aventurerismo puede destruirnos haciéndo-les más numerosos. La traición puede derrotarnos al retirarnos

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ante el enemigo; el aventurerismo puede hacerlo al empujar nuestras fuerzas hasta que sean aplastadas en distantes bata-llas. La traición puede forzarnos a capitular por tratos secretos con el enemigo –el aventurerismo puede hacerlo al evitar hacer tratos oportunamente. La traición puede permitir al enemigo romper nuestras alianzas; el aventurerismo puede llevar a los aliados al desastre. Es difícil decir qué ha hundido mayor nú-mero de naciones en la tumba de la historia: el aventurerismo o la traición. El récord es confuso, pues cuando los aventureros destruyen una nación usualmente culpan a los traidores por el desastre.50

Esto se aplica a un intercambio entre Tojo (ministro de Guerra) y Ko-noye (Primer Ministro) el 12 de octubre de 1941. Ante los llamados a una mayor cautela, Tojo respondió: «Hay momentos cuando debemos tener el coraje de hacer cosas extraordinarias, como saltar con los ojos cerra-dos desde la baranda del templo Kiyomizo» (situado al borde de una alta colina en Kyoto). Konoye, con razón, replicó que eso era posible para in-dividuos privados, pero «gente en posiciones responsables no debería pensar de esa manera».51

Es demasiado fácil acusar de «derrotistas» a los que se preocupan de sopesar con sobriedad los costos probables de una guerra, y de vislum-brar qué consecuencias podría traer una derrota. De allí que los dirigen-tes japoneses sólo hablasen de victoria, y en ello jugaron papel impor-tante factores culturales, la idea, hondamente enraizada en la tradición y cultura política japonesas, de que existe una «esencia nacional» que co-loca al Japón en sitio aparte entre los países del mundo. Como lo afirmó el usualmente sereno Hara en la crucial conferencia del 1.º de diciembre de 1941: «Nuestra nación, gobernada por su magnífica esencia nacional (Kokutai), es, desde un punto de vista espiritual, ciertamente insupera-da en todo el mundo».52 Esta creencia, la cual eventualmente se trans-formó en fanatismo, influyó poderosamente en la toma de decisiones por parte de civiles y militares japoneses, quienes se convencieron, como expresó Tsukada el 1.º de noviembre de 1941, que al iniciarse la guerra «El

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Ibid., p. 207. Ernest R. May, Lessons of the Past: The Use and Misuse of History in

American Foreign Policy. New York: Oxford University Press, 1973, p. ix.

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espíritu y moral del Japón, la Tierra de los Dioses, brillará».53 Otro fac-tor de índole cultural-sicológico que debe mencionarse es el fatalismo, según el cual los asuntos humanos están controlados por fuerzas supe-riores, luego el individuo no actúa como un agente verdaderamente libre y por lo tanto no puede ser responsable de sus acciones. Estas concep-ciones predominaban entre los decisores japoneses y, por supuesto, es mucho más fácil decidir ante la incertidumbre cuando se es fatalista de la forma descrita.

Cabe por último referirse a la influencia, acerca de la cual ya se habló someramente, de analogías históricas sobre la decisión japonesa. En un libro dedicado al estudio de este fenómeno en la política exterior norte-americana, Ernst May observa que los decisores «frecuentemente se ven influenciados por creencias acerca de lo que enseña o prefigura la his-toria, y a veces perciben los problemas en términos de analogías con el pasado...».54 No cabe duda de que la memoria de lo ocurrido en la exito-sa guerra con Rusia en 1905 estaba muy presente en la mente de los deci-sores japoneses en 1941. Si bien Japón había sido un «David» comparado al gran «Goliat» ruso, los japoneses fueron capaces de lograr importan-tes triunfos en las fases tempranas del conflicto. No obstante, a medida que la guerra proseguía, se empezaron a acentuar los signos de extenua-ción nacional por el esfuerzo realizado; por fortuna para el Japón, el Pre-sidente norteamericano Theodore Roosevelt arregló un acuerdo entre los antagonistas antes de que la guerra cambiase de curso.

En suma, no sólo no se discutió a fondo el problema de los posibles costos de la guerra, sino que también se actuó bajo la influencia de ana-logías históricas asimiladas a medias, llegándose finalmente, ante las evidentes disparidades de poder, a otorgar a los factores morales una re-levancia fuera de toda proporción.

La «política burocrática» de los servicios militares

De acuerdo con el «modelo de racionalidad», los Estados van a la guerra provistos de un plan que articula sus esfuerzos políticos, económicos y militares con un conjunto de objetivos bien definidos y armonizados en-

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55 Guerón, p. 62.

tre sí. No obstante, la experiencia práctica indica que con frecuencia los Estados no hacen la guerra sobre la base de ese gran cálculo de perspec-tivas y posibilidades, sino que diversas agencias, organizaciones e indi-viduos compiten en formular la política general en función de intereses particulares. Según este punto de vista, la guerra sirve diversos propósi-tos, que no se cumplen tan sólo al culminar los combates sino también en el transcurso del conflicto, a través del esfuerzo de guerra mismo y de los preparativos de lucha:

La política burocrática supone no sólo la multiplicidad de acto-res, sino también la multiplicidad de fines. Reflejando heteroge-neidad valorativa e información incompleta, las discrepancias entre los fines se asocian tanto con intereses sustantivos como con intereses posicionales. Por una parte, existen diferencias de perspectiva debidas a la especialización o al alcance de la res-ponsabilidad del actor. Por otra parte, interviene el interés de con-solidar la posición individual u organizacional en el mercado político [itálicas ar].55

En el caso bajo estudio, se pone de manifiesto la importancia de este «modelo burocrático», tanto en relación con el «punto de vista puramen-te militar», adoptado en general por los representantes de los servicios armados japoneses, como con respecto a los cambios de actitud y ambi-güedades en la posición de la Marina de Guerra especialmente, que re-flejaban la dificultad de equilibrar sus intereses específicos con los fines que más podían convenir al país como un todo. En efecto, en caso de gue-rra, iba a corresponder a la Armada una gran parte de la responsabilidad operativa, y sus principales representantes en la toma de decisiones no llegaron a estar plenamente convencidos de la capacidad de la Marina para sostenerse y salir triunfante de una gran guerra. No obstante, en su competencia de prestigio y posiciones con el Ejército, la Armada no po-día quedarse atrás, y esto condujo a sus líderes a adoptar posturas poco claras a lo largo del proceso de decisión.

En un principio, al menos hasta los primeros meses de 1941, la Mari-na estuvo a favor de hacer los mayores esfuerzos para encontrarle una so-lución pacífica a la confrontación con Estados Unidos. En la Conferen-

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Ibid., p. 139.

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cia Imperial del 19 de septiembre de 1940, el príncipe Fushimi (jefe del Estado Mayor de la Armada hasta abril de 1941) indicó en referencia a la alianza militar con Alemania e Italia que: «1) Aun si esta alianza es esta-blecida, deben tomarse todas las medidas posibles para evitar una gue-rra con Estados Unidos. 2) El avance hacia el sur debe ser intentado en lo posible con medios pacíficos. 3) El control de la prensa debe fortalecerse, la discusión abierta de este pacto no debe permitirse, y hay que contener comentarios dañinos contra Estados Unidos y Gran Bretaña».56 Esta postura moderada de la Armada fue cambiando a medida que se acre-centaban las dificultades diplomáticas con Estados Unidos y aumenta-ban el fervor nacionalista del país y la belicosidad en las filas del Ejército. Por otra parte, los preparativos de guerra significaban considerables be-neficios para la Marina en términos de asignación de recursos para hom-bres y equipos, ante lo cual los jefes navales no podían haber sido indife-rentes. A pesar de todo subsistían grandes dudas. Un momento clave se presentó durante la así llamada «Conferencia de Ogikubo», convocada por el primer ministro Konoye en su residencia en un suburbio de Tokio el 12 de octubre de 1941. Poco antes de que la reunión comenzase llegó un mensaje para Konoye de parte del almirante Oka, jefe del Departamen-to de Asuntos Navales, en el cual expresaba que: «La Marina no quiere que se detengan las negociaciones norteamericano-japonesas y desea en lo posible evitar la guerra, pero no encontramos la manera de expresar-lo abiertamente en la conferencia».57 Tojo, ministro de Guerra (y como tal vocero del Ejército), enterado de los contenidos del mensaje se em-peñó en que la Marina plantease con claridad su posición, ante lo cual el ministro de Marina, Oikawa, expresó lo siguiente: «Estamos en una encrucijada: la guerra o la paz. Si continuamos la diplomacia debemos suspender los preparativos bélicos y confiar enteramente en las conver-saciones; negociar durante meses y luego alterar repentinamente nues-tra vía no servirá [...] La Marina está dispuesta a dejar la decisión ente-ramente en manos del Primer Ministro».58 Konoye trató de persuadir a Tojo de que aún había chance de llegar a un acuerdo con Estados Uni-dos, pero no tuvo éxito; si el ministro de Marina hubiese manifestado inequívocamente que la Armada tenía graves dudas sobre las perspec-

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tivas de guerra, tal vez el resultado de esa reunión habría sido distinto, pero Oikawa no tuvo el valor de hacerlo. Ni Konoye ni Togo (ministro del Exterior) podían garantizarle a Tojo que las negociaciones diplomáticas tendrían éxito, así que este último no cambió su posición a favor de la guerra.

Una situación parecida se repitió en la conferencia del 1.º de noviem-bre de 1941, cuando Kaya (ministro de Finanzas) interpeló a Nagano (jefe de Estado Mayor de la Armada) con esta enfática pregunta: «¿Cuándo podemos ir a la guerra y ganarla?», y Nagano respondió: «Ahora mismo; ¡no llegará un momento oportuno más tarde!».59 No obstante, poco des-pués, en un momento de receso, Nagano se acercó a Tojo y le dijo: «¿No podría el ministro del Exterior asumir esta tarea y enderezar las cosas a través de la diplomacia? En lo que concierne a la Marina usted puede re-solver el problema a su discreción». Estimulado por este apoyo inespe-rado, Tojo regresó a la reunión decidido a presionar aún más a favor de las negociaciones; pero Nagano volvió a recomendar la guerra: «Desde luego, podemos perder, pero si no peleamos tendremos que arrodillar-nos ante Estados Unidos».60 En privado, el representante de la Armada hablaba de paz; en público –tal vez por temor a perder prestigio, parecer cobarde y ver reducidas las ventajas presupuestarias– hablaba de guerra.

Es común que en un proceso complejo de toma de decisiones salgan a la luz diferencias de perspectiva fundamentadas en la especialización e intereses de cada grupo. En el caso de una decisión de guerra, tal fenóme-no se hace particularmente peligroso si el sector militar subordina o trata de apartar las consideraciones políticas con base en una visión estrecha del origen y significado de los conflictos bélicos. El «punto de vista pura-mente militar», tan perjudicial y catastrófico en numerosas guerras, no ha sido desde luego patrimonio exclusivo de los militares; no obstante, en líneas generales, esa perspectiva exclusivista fue adoptada sin refina-mientos por los hombres de armas japoneses antes de la Segunda Gue-rra Mundial. Expresión típica de ello, entre otras, fueron las palabras de Tsukada, subjefe del Estado Mayor del Ejército, en una conferencia del 26 de junio de 1941, cuando dijo (en referencia a la propuesta de consultar diversos asuntos con Alemania): «... la fuerza militar es una cuestión de derrota o victoria. Podemos conferenciar en torno a elevadas cuestiones

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políticas, pero no sobre aquellas que pertenecen al Comando Supremo [militar]».61 Bien entendidos, los recelos de Tsukada no tienen que ver con el carácter «secreto» de los asuntos militares; sus palabras reflejan la idea de que existe una diferencia sustancial de naturaleza entre los as-pectos políticos y la acción militar, que le condujo a separar radicalmente ambas dimensiones de la guerra. Esta actitud, como se ha visto en estas páginas, perjudicó notablemente el debate entre civiles y militares japo-neses, oscureciendo los problemas en lugar de esclarecerlos y acentuan-do las diferencias en lugar de reducirlas.

Consideraciones finales

«El hombre, visto como un sistema de comportamiento, es bastante simple. La aparente complejidad de su conducta en el tiempo es en gran parte el reflejo de la complejidad del ambiente en que actúa».

Herbert Simon The Sciences of the Artificial.

«Es insoportable para los oficiales y soldados del Ejército y la Marina rendir sus armas y aceptar la ocupación del país [...] Sin embargo, comparado con la completa desaparición del Japón, aun si sólo unas pocas semillas sobreviven, ello nos permitirá vislumbrar la recuperación y un futuro mejor».

Emperador Hirohito Anuncio de los términos de rendición; 14 de agosto de 1945.

«Si admitimos que la vida humana puede ser regida por la razón, la posibili-dad de vivir es destruida».

Tolstoi La guerra y la paz.

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62 Iklé, p. 5.

El análisis realizado ha permitido mostrar, con base en un caso concreto, algunas de las limitaciones del «modelo de racionalidad» que se expu-sieron, consideradas en teoría, al comienzo de este estudio. No hay duda, por otra parte, de que el análisis del proceso de toma de decisiones que llevó al Japón a la guerra revela también la enorme complejidad que pue-de revestir la política internacional. En tal sentido, se aplican las frases de Simon colocadas como epígrafe al inicio de esta sección: los dirigen-tes japoneses, en su mayoría, demostraron poca sutileza, una tendencia a simplificar los asuntos, a ceder ante esperanzas poco fundadas y a ac-tuar emocionalmente bajo el influjo de dogmas y posiciones rígidas. El ambiente político que los rodeaba, en cambio, era confuso, complejo y altamente dinámico. La capacidad de respuesta de los líderes japoneses era menor que las exigencias del ambiente. La diplomacia norteameri-cana fue intransigente, pero ésta era una instancia más de la inevitable dureza de la vida internacional, ante la cual es difícil comportarse con la frialdad que reclama la racionalidad.

El ataque a Pearl Harbor constituyó una exitosa operación militar; no obstante, como lo dice Iklé, los planes de guerra japoneses eran como un puente caro «que sólo alcanza hasta la mitad de un río». Este tipo de bre-cha o vacío es excusable si la lucha a toda costa se convierte, en determi-nadas circunstancias, en la única alternativa a la extinción nacional: «En este caso una defensa heroica no sólo sirve fines trascendentes (perecer combatiendo en lugar de rendirse), sino que también puede abrir paso a una intervención “milagrosa” y salvadora».62 Desde luego, los riesgos son grandes, y la decisión de luchar a la espera de un «milagro» puede ser mucho más contraproducente que la de negociar. Así ocurrió con Finlan-dia en 1939. Los finlandeses fueron a la guerra contra la urss confiados en una pronta intervención anglo-francesa de su lado; al no materializarse ésta quedaron solos frente al poderío ruso que terminó imponiéndose. Los finlandeses perdieron más territorio y autonomía de la que habían previsto, pero su férrea resistencia les ganó al menos cierto respeto por parte de sus adversarios y la posibilidad de preservar algún grado de in-dependencia nacional.

Clausewitz escribió que: «Un pequeño Estado envuelto en disputas con poder muy superior, y que prevé que cada año su posición será peor, debe actuar antes de que la situación le sea totalmente desfavorable [...]

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Ante este panorama es aconsejable para el pequeño Estado atacar».63 En 1941 Japón no podía de ninguna manera ser considerado un «pequeño Estado»; sin embargo, su poder militar y capacidades económicas eran significativamente inferiores a las de su principal adversario, los Esta-dos Unidos. En tales condiciones los japoneses se enfrentaban al proble-ma denominado «la ruina de un jugador», magistralmente utilizado por Karl Deutsch para el análisis de las relaciones internacionales:

En los juegos de azar prolongados, es muy probable que los ju-gadores que cuentan con pequeñas reservas sean aniquilados por las fluctuaciones de su fortuna, aunque la constante venta-ja que lleva siempre la banca sea muy moderada. Una vez afec-tado por una racha de mala suerte, es probable que el peque-ño jugador se arruine y por lo tanto no sea capaz de aprovechar cualquier racha posterior y más favorable. Sin embargo, la ban-ca, con sus mayores reservas, o cualquier jugador en buenas condiciones financieras similares, pueden sobrevivir incluso a largas rachas de mala suerte, y confiar en la probabilidad de que les vaya mejor en alguna etapa posterior. Cuanto mayores sean los riesgos y más incierta y fluctuante la fortuna del juego, tan-to más probable será la ruina del pequeño jugador. El jugador –o el país– dotado de mayores recursos puede enfrentar más acci-dentes y errores, y seguir con todo en el juego, mientras que el que tiene reservas escasas debe ser muy hábil, e incluso muy afortunado para sobrevivir. En verdad, si el juego dura bastante tiempo es probable que, de todos modos, la banca llegue a hacerlo que-brar [itálicas ar].64

Aplicando esta idea al caso bajo estudio, Japón era el «pequeño juga-dor», los Estados Unidos era la «banca», y el factor tiempo la cuestión esencial: si la guerra era prolongada, conduciría seguramente a la ruina del «pequeño jugador». Los japoneses hubiesen querido quedarse con las conquistas de las primeras fases de la guerra y «salir del juego», pero la «banca» no se los permitió.

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65 Karl W. Deutsch, Los nervios del gobierno. Buenos Aires: Paidós, 1969, p. 188.

Los dirigentes japoneses asumieron graves riesgos y perdieron; tam-bién otros han actuado de esa forma a lo largo de la historia. Pero lo que sí es verdaderamente inexcusable es el hecho de que una vez que se ex-tendió y prolongó la guerra, a medida que se hacía más evidente la dis-paridad del poder entre Japón y sus contrincantes, y que podía ya vis-lumbrarse el desenlace final del conflicto, los líderes japoneses –en particular del bando militar– se hayan aferrado fanáticamente, como jugadores suicidas, a una resistencia sin futuro. Aun después de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki se trató de impedir que el Emperador y el Gabinete aceptasen los términos de rendición. El ma-yor conocimiento de las realidades del poder debió haber conducido a una revaluación de la decisión de combatir; mas estos procesos de au-tocrítica son extremadamente difíciles de lograr en regímenes políticos «cerrados» en los que el poder de toma de decisiones está muy concen-trado. Como señala Deutsch en su otra gran obra, Los nervios del gobier-no, «la capacidad de un sistema de decisión política para idear y ejecutar políticas fundamentalmente nuevas destinadas a hacer frente a nuevas condiciones, se relaciona evidentemente con su capacidad de combinar ítems de información de modo de formar nuevas pautas y hallar nuevas soluciones...».65 Esta «capacidad de aprendizaje» de un sistema le hace dar una respuesta diferente y más efectiva ante un estímulo externo re-petido, y la misma está estrechamente vinculada a las probabilidades de éxito en la búsqueda de objetivos. Los regímenes políticos pueden en-tonces compararse mediante un modelo que tome en cuenta su capaci-dad de conducción y aprendizaje para adaptarse a una variedad de cam-bios ambientales. El modelo se fundamenta en los siguientes criterios: a) ¿cuál es la carga de información que el sistema (régimen político) es capaz de procesar?; b) ¿en qué medida la respuesta ante nuevos datos es suficientemente rápida?; c) ¿cuál es el cambio real (el «provecho») que resulta como consecuencia de la información procesada?; d) ¿cuál es el monto de guía o anticipación, es decir, la capacidad de un gobierno para anticipar con eficacia los nuevos problemas?

Sin duda, los sistemas democráticos y las sociedades «abiertas» tie-nen ventajas en cuanto a su capacidad de absorber información frente a la rigidez y cierre de canales de acceso de los regímenes autoritarios; así también los sistemas democráticos aventajan a los autoritarios en cuan-

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66Ibid., pp. 229, 231.

to a su capacidad para obtener «provecho» en sus respuestas, pues el plu-ralismo funciona como un mecanismo de enriquecimiento de las ideas. Por último, en relación con el monto de anticipación, la democracia tie-ne ventajas por sus mayores posibilidades de adaptación y creatividad, y por los efectos de la libre discusión sobre las posibilidades de innovar y plantear ideas originales ante nuevos desafíos. Por otro lado, las venta-jas de un sistema de tipo autoritario, como el imperante en Japón para la época se dan aparentemente a nivel de la velocidad en la formulación de respuestas, es decir, en cuanto a la disminución del retardo en las deci-siones ante nuevos retos, debido a que los mecanismos democráticos de creación de consenso tienden, en principio, a la lentitud. No obstante, la rigidez autoritaria dificulta los cambios y obstaculiza el ajuste a nuevas condiciones de la vida internacional. Esto último ciertamente ocurrió en el caso del Japón durante la Segunda Guerra Mundial; la «capacidad de aprendizaje» del sistema era muy escasa debido a sus características de sociedad «cerrada» y a la gran concentración del poder de decisión en unas pocas manos. Esto también ocurría en la urss, y el país tuvo que pagar un altísimo precio por el aprendizaje que finalmente le llevó a so-breponerse a la invasión nazi. La urss salió airosa de la guerra, pero a un costo elevado, en buena parte consecuencia de la rigidez y dogmatismo estalinistas.

Como lo expresa Deutsch, «la concentración de todas las decisiones supremas en un solo punto implica que dentro de la organización polí-tica más extensa no se tolera el funcionamiento de ningún subsistema, que cuente con un mínimo de autonomía como para poder modificar o contrarrestar las decisiones efectuadas en la cúspide». Tal concentra-ción es particularmente engañosa en política internacional, pues «pue-de tender a desviar la atención de los límites muy reales que restringen las decisiones hasta en las naciones más poderosas. Ningún Estado es omnipotente o dispone de recursos ilimitados, ni tampoco puede nin-gún gobierno esperar sacrificios ilimitados por parte de su población».66 Por otra parte, no hay que perder de vista que cuanto más elevado sea el grado real de concentración de las decisiones mayor suele ser el grado de vulnerabilidad y miedo a la destrucción o una posible infiltración; igualmente, son más elevados los riesgos de que los posibles defectos de ese «núcleo» de decisión (irracionalidad, dogmatismo, debilidades de

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67 Deutsch, El análisis..., p. 110.

carácter, etc.) no puedan ser contrarrestados y produzcan las más desas-trosas consecuencias.

Los dirigentes japoneses que tomaron las determinaciones funda-mentales y las mantuvieron hasta el holocausto final estaban lejos de amoldarse –como se ha tratado de mostrar en estas páginas– al modelo del «actor racional», que decide con base en una amplia y detallada in-formación y un cálculo definido de probabilidades. Se arriesgaron y fra-casaron; y hay que tener claro, para citar de nuevo a Deutsch, que:

Los hombres tendrán aún que tomar decisiones con su corazón y su mente, y por lo tanto, no debemos subestimar la importan-cia conceptual y filosófica de la comprensión de los aspectos de la marcha al azar en la política internacional. Esto nos recorda-rá que al enfrentar zonas sustanciales de incertidumbre que se-guirán estando ante nosotros, revelaremos cuáles son los valores que seguiremos ante la duda: los valores del orgullo y el poder o los valores de la moderación y la compasión [itálicas ar].67

Los hombres hacen la política exterior, y el hombre es un compues-to de razón y emoción; ¿cómo lograr el equilibrio?, ¿en qué consiste?, ¿cómo armonizar los valores morales y los imperativos políticos? Todas estas preguntas giran en torno al problema de la relación entre ética y política, así como entre política y guerra, cuya dilucidación escapa a los límites de este estudio.

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511Las biografías de Hitler:

Problemas de la interpretación histórica

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¿Qué hace que una biografía pueda considerarse una buena biografía? Y más específicamente, ¿qué criterios permiten evaluar como buena una biografía de Hitler? La respuesta a la primera interrogante no necesaria-mente puede cubrir en todos sus aspectos la segunda, pues existen im-portantes diferencias en cuanto a reto intelectual entre, digamos, la bio-grafía de una notable figura literaria a la manera de James Joyce o Paul Valéry, de un lado, y de otro la de una figura política como Hitler. En el primer caso puede imaginarse un título como James Joyce, su vida y su tiempo, lo que indicaría que hay en principio espacio para seguir la pis-ta del desarrollo espiritual del biografiado, con relativa autonomía con respecto de sus circunstancias vitales; en tanto que con Hitler resulta imposible distinguir su vida de su tiempo, ambos están estrechamen-te vinculados y entremezclados más allá de cualquier esfuerzo que pro-cure separarles. La propia naturaleza del personaje biografiado impone desafíos específicos al biógrafo, y sugiere también criterios propios para juzgar los resultados.

En líneas muy generales una buena biografía narra una historia de manera convincente, y ello tiene que ver en parte con la calidad del es-tilo literario, con la riqueza de materiales de apoyo que el autor utilice, y también con la adopción de un punto de vista por parte del biógrafo sobre el sentido de lo que relata y el significado de la trayectoria humana que describe. Para mencionar un ejemplo, la biografía de John Toland sobre Hitler, publicada inicialmente en 1976, está bien escrita y cautiva a ratos el interés del lector, sobre todo debido a la magnitud e importancia mundial de los eventos que narra, y a la particular fascinación que ejerce

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John Toland, Adolf Hitler, vol. 1. Madrid: Cosmos, 1977, p. 6. Sobre este punto véase John Lukacs, The Hitler of History. New York: Vintage Books, 1998, p. 17.

la figura de Hitler como encarnación del mal en nuestro tiempo. No obs-tante, al final la obra deja una especie de desazón en el ánimo del lector que aspira a algo más que una descripción, y desea saber lo que piensa el biógrafo sobre qué significó todo aquello. La razón de esta falla en el libro de Toland estriba a mi modo de ver en la confesión inicial del autor, cuan-do afirma que «Mi libro no tiene tesis, y todas las conclusiones que en él se encuentran surgieron al irlo escribiendo». Una de tales conclusiones, nos dice, es que Hitler «era mucho más complejo y contradictorio de lo que yo había imaginado».1 Este es un resultado relevante, pero sugiere que el autor consideraba, al dar comienzo a su tarea, que los hechos ha-blan por sí mismos, lo cual es falso y conduce a serios extravíos. Los he-chos no son elocuentes por sí mismos pues no se pueden separar de su enunciación y su explicación, y esta última es una tarea con implicacio-nes morales. Al biógrafo toca describir, narrar y explicar, y la selección de sus palabras y aseveraciones no constituye un mero asunto estilístico o científico sino moral.2

Esa carencia de tesis, es decir, de un punto de vista y una perspectiva clara y consistente, se une en el libro de Toland a una serie de afirmacio-nes que me lucen cuestionables, y no tienen sustentación adecuada en la masa de evidencia disponible. Para sólo citar tres casos, Toland sostiene que Hitler «se consideraba a sí mismo nacido y predestinado a la políti-ca», pero en realidad los datos existentes sugieren que este tipo de convic-ción mesiánica sólo se concretó, en su dirección específicamente política, después de la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial y lue-go de las experiencias vividas por Hitler en Múnich al ser desmovilizado del Ejército, y no antes. Toland también asegura que Hitler ocultaba sus intenciones revolucionarias en tiempos electorales para no alarmar al ciudadano medio, y en particular afirma, con referencia a las elecciones de febrero de 1933, que Hitler «nada anticipó acerca de sus planes contra los judíos». Es cierto que Hitler era capaz de moderar el tono y conteni-dos de sus discursos en función de las diversas situaciones que enfrenta-ba, pero si algo caracterizó su carrera política fue su sistemática prédica radical, perceptible aun en las más acomodaticias circunstancias. Nadie puede acusar al Führer nazi de haber ocultado sus intenciones, aunque por supuesto no las repetía a plenitud a cada instante. Por otra parte, no

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Toland, ob. cit., vol. 1, pp. 93, 334, 372. Ulick O’Connor, Biographers and the Art of Biography. London: Quarter Books, 1991, p. 36. Daniel Aron, ed., Studies in Biography. Cambridge: Harvard University Press, 1978, p. vii.

queda claro qué intenta decir Toland cuando señala que en esa coyuntu-ra específica Hitler nada anticipó con respecto a sus planes contra los ju-díos. El antisemitismo de Hitler era explícito y notorio, pero sus planes concretos de exterminio en masa de los judíos nunca fueron expuestos abiertamente, en público, por el líder nazi –tal vez con la excepción de al-gunos íntimos colaboradores–, y en 1933 ni siquiera los judíos alemanes, al menos buena parte de ellos, alcanzaban a imaginar la catástrofe que el régimen nacionalsocialista y su máximo jefe se aprestaban a desatar so-bre ellos y en general sobre la población judía en varios países de Europa y la urss. Más aún, es probable que en ese relativamente temprano mo-mento de la historia del régimen, tampoco Hitler y los jerarcas nazis te-nían claro qué era exactamente lo que iban a hacer, no sólo con respecto a los judíos sino con relación a la guerra de conquista europea.

En otra sección de su obra, Toland dice que en diciembre de 1933 «Ale-mania estaba en el umbral del totalitarismo y había llegado allí más por las necesidades de la época y el deseo de conformarse, que por el terror».3 Esto me parece discutible, ya que podemos preguntarnos: ¿Cuáles eran las necesidades de la época, y porqué otras naciones europeas, como In-glaterra y Polonia por ejemplo, no sucumbieron a ellas como lo hizo Ale-mania? ¿Qué sentido tiene hablar de un deseo de conformarse de parte de una sociedad alemana que nunca, antes de 1933, votó mayoritariamente por Hitler y los nazis? ¿No se explica también el ascenso de Hitler al po-der por la miopía y el egoísmo de las élites conservadoras y de la izquierda socialdemócrata y comunista, que siempre subestimaron el radicalismo nacionalsocialista y el carisma de su líder, y no fueron capaces de luchar juntos contra la amenaza mortal que acabó por destruirles?

Estudiosos del arte de la biografía –pues se trata de un arte que re-quiere sensibilidad, diseño conceptual, penetración sicológica, creación de un clima narrativo, comprensión sociológica y empatía hacia el tema explorado–,4 sostienen que una biografía debe ser simplemente la his-toria de la vida de una persona «y no una teoría sobre esa vida».5 Pero esta afirmación puede prestarse a equívocos. Si bien es cierto que una biografía no debe concebirse como un tratado sociológico o un texto de sicología, también lo es que sin teoría, entendida acá como un marco

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Karl Dietrich Bracher, «Problemas y perspectivas en la interpretación de Hitler», en Controversias de historia contemporánea. Barcelona: Alfa, 1983, p. 84. Konrad Heiden, The Führer. New York: Carroll & Graf Publishers, Inc., 1999, pp. 34-35. Citado por Lytton Strachey, Eminent Victorians. New York: Capricorn Books, 1963, p. vii. Citada por Paula R. Backscheider, Reflections on Biography. Oxford: Oxford University Press, 1999, p. xxi.

conceptual que sustente un punto de vista y una perspectiva interpreta-tiva, una biografía carece de hilo conductor, muy particularmente si es-tamos hablando de una figura con las características de un Hitler, por la multiplicidad de variables y la complejidad intrínseca del contexto y del personaje mismo. Creo que esa falta de teoría o «tesis», como Toland lo expresa, crea un vacío en su libro, y a ella pueden atribuírsele, al menos parcialmente, algunas de las dificultades interpretativas de la obra. Esta carencia de teoría es lo que lleva a otros a decir, para mencionar un par de ejemplos, que «Hitler no figura entre las grandes personalidades de la historia», y que «hay poco que lo haga interesante como hombre en sí».6 Estas son aseveraciones debatibles, ya que en primer término habría que definir qué se entiende por «grandeza» histórica, y en segundo lugar se-ría imperativo tomar en cuenta que puede existir un abismo –y de hecho ocurre con frecuencia– entre ciertos rasgos pedestres de la personalidad cotidiana de un individuo, como ocurre con Hitler, y el impacto colec-tivo e histórico del personaje. Esto por cierto lo señaló el primer biógra-fo «serio» de Hitler, Konrad Heiden, en su excelente y perceptiva obra de 1944, de la manera siguiente: «La contradicción entre la apariencia lamentable y la voz poderosa caracteriza al hombre. La suya es una per-sonalidad escindida; amplias zonas de su alma son insignificantes, des-coloridas de cualidades relevantes de intelecto o voluntad: pero hay tam-bién esquinas sobrecargadas de fuerza. Esta asociación de inferioridad y fuerza es lo que le hace tan extraño y fascinante a la vez».7 Esa misma inferioridad y esa apariencia lamentable, lejos de parecerme poco inte-resantes, me despiertan, tratándose de Hitler, el mayor interés.

Voltaire decía: «... yo nada impongo, nada propongo, sencillamente expongo»; 8 pero estas frases de nuevo ponen de manifiesto la ilusión de que los hechos hablan por sí mismos, una ilusión que constantemente confunde a los biógrafos y les hace perder de vista que un biógrafo –y un historiador en general– constantemente toma decisiones que reflejan el acto de interpretar. Considero preferible, antes que la ficción volteriana, la aspiración de Hannah Arendt, plasmada así: «En tiempos sombríos te-nemos el derecho de esperar alguna iluminación, y algunas vidas arrojan una luz sobre el mundo».9 No se trata, desde luego, de una luz ética, mu-

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Véase, para citar un caso, el artículo de Norman Lebrecht, «The Humanising of Hitler», The Spectator, London, October 28, 2000, pp. 60-61.

George H. Stein, ed., Hitler. New Jersey: Prentice Hall, Inc., 1968, p. 172. Esta es la posición asumida por Claude Lanzmann. Véase Ron Rosenbaum,

Explaining Hitler. London: Macmillan-Papermac, 1999, pp. xvi-xvii.

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cho menos en el caso de Hitler –más bien todo lo contrario. Considero que Arendt se refiere a una luz explicativa sobre la época, y ciertamente la figura de Hitler es fundamental no sólo para la comprensión de algunos de los sucesos clave del siglo xx, sino que tiene un hondo interés humano

–en un sentido amplio– precisamente por haber alcanzado los extremos de odio contra los que consideraba sus enemigos, dominio real sobre sus seguidores y criminalidad que conocemos. Estos rasgos tan pronuncia-dos en cuanto a maldad y capacidad destructiva complican la tarea para sus biógrafos, pues se corre el riesgo de satanizar al personaje de modo tal que adquiera dimensiones ajenas a una explicación equilibrada, en lo que tiene que ver con el rigor intelectual en general. De otro lado, esa mis-ma imagen demoníaca, y la indudable maldad moral de Hitler, lleva a no pocos a creer que es errado y/o peligroso «humanizar» a Hitler,10 en el sentido básico de sostener que era un ser humano y que hay que esforzar-se por explicar su vida, pues aunque nos resulte repugnante y nos genere gran desasosiego moral, la carrera de Hitler demuestra qué somos capa-ces de hacer, o como mínimo qué fue capaz de hacer un miembro de la especie. El tema del genocidio es central en el estudio de Hitler, y hay que darle toda la importancia que requiere, mas no puede convertirse en obs-táculo –en lugar de ser un elemento más, de crucial importancia– para la explicación de esa vida y sus circunstancias. Al contrario, pienso que la atracción que irradia la figura de Hitler, en una perspectiva científica del término en el campo de las ciencias sociales y de la ética misma, reside precisamente en su radicalismo político y su maldad moral.

De allí que me resulten inadmisibles los intentos de colocar la vida y carrera de Hitler más allá del campo de las explicaciones posibles y sos-tener, por ejemplo, que las biografías de Hitler ponen de manifiesto una «insuperable dificultad» para explicar «por qué Hitler pensó y actuó como lo hizo y por qué millones de alemanes hallaron una nueva fe en su pavorosa ideología»;11 o aseverar que «entenderlo todo es perdonar-lo todo», que emprender el esfuerzo de entender a Hitler es arriesgarse a hacer comprensibles sus crímenes y de ese modo reconocer la «alter-nativa prohibida» de tener que perdonarle.12 No creo que sea imposible ensayar explicaciones de lo que ocurrió con Hitler y los alemanes, unas

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13 Hugh R. Trevor-Roper, «Hitler Revisited», Encounter, December 1988, p. 19; la cita de Bullock en Rosenbaum, p. xv.

más satisfactorias o menos sesgadas o limitadas que otras; tampoco comparto la idea de que explicar inevitablemente empuje a perdonar. Una cosa es el análisis histórico, con sus implicaciones evaluativas en cada caso, y otra la decisión moral de perdonar. Por lo demás, un biógra-fo tiene por encima de todo que estar persuadido de que la tarea que se propone emprender es factible, y ello no tiene por qué llevarnos a olvidar que numerosas vidas humanas, tal vez la mayoría y ciertamente no sólo la de Hitler, dejan un ámbito para el misterio, el enigma, y finalmente la duda acerca de sus motivaciones y acciones. De tal manera que afirma-ciones como las de Hugh Trevor Roper y Alan Bullock, dos de los mejo-res biógrafos de Hitler, según las cuales el jefe nazi «permanece como un atemorizador misterio», y «mientras más lo estudio más difícil en-cuentro explicarle»13 deben tomarse, pienso, en el sentido de que la vida humana tiene mucho de misterioso, rasgo que se acentúa en el caso de un Hitler. El verdadero problema se halla entonces en la pretensión de ex-plicar plenamente a un ser humano, en esperar que una biografía pueda proporcionarnos la clave final y definitiva y entregarnos, por así decir-lo, al «verdadero Hitler», al «Hitler real», descifrando sin que nada reste su misterio y decodificando sus más recónditos y oscuros secretos. Una biografía puede intentar esta empresa, pero es iluso presumir que la mis-ma tendrá un punto final.

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Los más oscuros rasgos morales, los instintos homicidas y la mezquin-dad de espíritu no son desafortunadamente incompatibles con la des-treza política, y ello ha sido reconocido así por los más importantes bió-grafos de Hitler, aunque Ian Kershaw –como veremos– procura en cierta forma desdibujar el genio político del líder nazi bajo el oleaje tumultuo-so de las fuerzas sociales que conformaban el contexto en que aconteció su actuación pública. Por su parte, Alan Bullock reconoce sin cortapi-

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Alan Bullock, Hitler. A Study in Tyranny. Harmondsworth: Penguin Books, 1972, p. 804. Joachim Fest, Hitler. New York: Vintage Books, 1975, p. 262.

Marlis Steinert, Hitler. Buenos Aires: Javier Vergara Editor, 1999, p. 111.

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sas las habilidades políticas fuera de lo común de un hombre que pareció emerger de la nada hasta dominar Alemania y buena parte de Europa, confundiendo y venciendo por años a adversarios que siempre parecían quedar varios pasos atrás de las maniobras urdidas por su sinuoso y sor-prendente contrincante. En su conocida y excelente biografía de 1952, Bu-llock destaca en particular el instinto y la capacidad de Hitler para iden-tificar y utilizar para su provecho los factores emocionales en la política, así como su maestría para simplificar su mensaje y transmitirlo con im-pacto, su atinada percepción de las debilidades de sus oponentes y su vo-luntad de asumir riesgos.14 Y Joachim Fest, a mi manera de ver autor de la que es, hasta ahora, la mejor biografía del líder nazi, señala sin ambi-güedades que Hitler fue un político consumado.15 Por su parte, Marlis Steinert, en un libro meritorio pero quizás demasiado ortodoxo en sus interpretaciones y un tanto academicista en sus métodos y estilo de pre-sentación, enfatiza el papel de la pasión, entendida como una fuerza di-námica e implacable, en el éxito político de Hitler, una pasión que –es-cribe– Hitler «supo comunicar a millones de frustrados y de mediocres como él».16

Hay que suponer que al calificar a Hitler de «mediocre» Steinert desea llamar la atención sobre ciertas características personales de aquel indi-viduo con propensiones bohemias, hábitos y gustos triviales, que jamás logró disciplinarse para trabajar en serio, que era incapaz de afectos hu-manos estables, carecía de autenticidad en sus relaciones y estaba lleno de inseguridades y prejuicios. De otro lado, no obstante, me parece peli-groso, en el sentido de la disección analítica de Hitler, calificarle como un «mediocre», a menos que se tenga muy claro qué es lo que se quiere ex-presar con el término. Igual cosa ocurre cuando se discute sobre la «gran-deza» histórica de un personaje como Hitler. El riesgo que se corre es el de confundir su impacto concreto en el curso de los eventos con su va-loración moral. Ciertamente, Hitler no fue «grande» como factor de lo-gros positivos o como influencia benefactora para su pueblo, pero como lo manifiesta el autor de uno de los más agudos, equilibrados y origina-les estudios en torno al Führer nazi, «Los grandes hombres son con fre-cuencia malos, y Hitler, a pesar de todos su horripilantes atributos, fue

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Sebastian Haffner, The Meaning of Hitler. New York: Macmillan, 1979, p. 171. Citado por Lukacs, p. 254. K. D. Bracher, p. 85. Steinert, p. 12. Joachim Fest, The Face of the Third Reich. New York: Pantheon Books, 1970, p. 4. Citado en Backscheider, p. 109. Rosenbaum, p. xi.

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un gran hombre, como lo demostró una y otra vez por la audacia de su visión y la astucia de sus instintos».17 Jacob Burckhart, por otra parte, ha argumentado que «aquellos que son sólo vigorosos destructores no son grandes», históricamente hablando,18 y no puede negarse el peso de esta idea de las cosas. Ahora bien, a mi parecer lo verdaderamente clave, más allá de uno u otro calificativo, está en evadir la tentación de subestimar la figura y el fenómeno político de Hitler. Mentes perceptivas como las de Bracher y Steinert se preguntan: «¿Cómo un hombre de existencia perso-nal tan estrecha [...] pudo fundamentar [...] un desarrollo de dimensio-nes y consecuencias de tanto alcance histórico-mundial, que dependió considerablemente de él?»,19 ¿cómo se explica «la disparidad entre una apariencia insignificante y los cataclismos que produjo»? 20 Si bien la interrogante no deja de tener sentido, no creo que semejante disparidad constituya de por sí un acertijo indescifrable, pues bien podría sostener-se que en lugar de ser las cualidades que le separaban de las masas las que le llevaron donde llegó, fueron más bien las que le asemejaban a la mayoría y de las que Hitler encarnaba la representación las que explican su éxito, pues de hecho el líder nazi fue el individuo que dio voz a las masas, a bue-na parte de ellas, y a través del cual las masas hablaron.21

En realidad, hablar de las presuntas «mediocridad» o «grandeza» de Hitler poco ayuda a explicarle, pero, ¿qué es explicar una vida?, ¿en qué consiste esa tarea? El propio Freud confesó que «Resulta imposible en-tender el pasado con certeza, porque no podemos adivinar las motiva-ciones de los hombres y la esencia de sus almas, y por ello no podemos interpretar sus actos».22 Esto luce un tanto exagerado, pues los actores históricos dejan rastros –documentos, grabaciones, memorias, testimo-nios de otros que les vieron desempeñarse, impresiones de sus contem-poráneos, etc.– que permiten hasta cierto punto hacerse una idea de lo que les movía a hacer lo que hicieron, aparte de lo que revelan sus deci-siones y acciones como tales. Me parece, insisto, excesivo sostener que Hitler «escapa a una explicación»,23 aunque ciertamente conviene li-mitar las ambiciones en cuanto a las posibilidades de llegar a conclusio-

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Para una interesante discusión en torno a la sicohistoria, consúltese, Fred Weinstein, «Psychohistory and the Crisis of the Social Sciences», History and Theory, 34, 4, 1995, pp. 299-319.

Fest, Hitler, pp. 39-40. Roger Caillois, El mito y el hombre. México: Fondo de Cultura Económica, 1998, pp. 26-30.

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nes últimas y definitivas sobre las razones o sinrazones que explican la conducta de las personas. De hecho, en no poca medida el atractivo de una buena biografía se encuentra en la búsqueda de respuestas, y en la aceptación de que aun el mejor de los biógrafos nos dejará parcialmente insatisfechos en nuestra ansia de las mismas. Una gran biografía es ca-paz de suscitar tantas preguntas como las respuestas que propone, y una buena biografía es generalmente testimonio de las fallas de las diversas teorías sicológicas y sociológicas acerca de la personalidad.24 Es cierto que los avances en sicología profunda pueden arrojar alguna luz sobre la conexión que hubo entre el carisma de Hitler y los miedos, resentimien-tos, ambiciones y ansias de revancha de muchos de sus seguidores; tam-bién es en principio posible que –como algunos han sugerido, y a manera de ejemplo para lo que venimos discutiendo–, el feroz antisemitismo de Hitler haya tenido raíces patológicas vinculadas a su compleja sexuali-dad.25 Todas estas teorías e hipótesis contribuyen de un modo u otro a observar la carrera del individuo en cuestión y analizarla, pero no le ago-tan, y son como los pasos en una caminata que al emprenderse no se co-noce dónde y cuándo termina.

En el contexto de las teorías socio-antropológicas y sicológicas que intentan explicar el carisma, llama la atención la muy interesante tesis que presenta Roger Caillois en su libro sobre el mito, en el que distingue entre la mitología de las situaciones y la de los héroes. Las situaciones míticas constituyen la proyección de conflictos sicológicos, y el héroe es la proyección del propio individuo «como imagen ideal de compen-sación que tiñe de grandeza su alma humillada».26 El individuo es pre-sa de conflictos sicológicos acerca de los cuales muchas veces somos in-conscientes, pues surgen de las presiones de la estructura social que nos rodea sobre nuestros deseos. De allí que el individuo sólo puede salir de esos conflictos mediante actos condenados por la sociedad y hasta por su propia conciencia, condicionada y marcada como está por los tabúes y prohibiciones sociales. La consecuencia de ello es que el individuo se paraliza ante la transgresión a la que le empujan sus aspiraciones más re-cónditas, y confía su ejecución al «héroe». El héroe es por lo tanto aquel que encuentra una solución a la situación mítica, el que le halla una sa-

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Uno de los más lúcidos fue Walter Benjamin, en su ensayo «La obra de arte en la era de su reproducibilidad técnica», en Illuminations. London: Jonathan Cape, 1970, pp. 219-253. John Moffatt Mecklin, citado por Caillois, p. 30.Steinert, p. 13.

lida, feliz o desdichada, pero salida al fin. El héroe resuelve el conflicto, y esa facultad legitima para él un derecho superior, no tanto al crimen sino a la culpabilidad, siendo la función de esa culpabilidad (la que se acarrea para el héroe por su transgresión) la de halagar al individuo que la desea pero no es capaz de asumirla. Argumenta Caillois igualmente que el in-dividuo no se contenta con un mero halago y le es necesario el acto, es decir, que no se trata de una identificación virtual o de una satisfacción ideal con el héroe; se requiere, sicológicamente, una identificación real y una satisfacción palpable, las cuales puede tener lugar en el marco míti-co, marco hecho a su vez factible por el rito, que es el medio o instrumen-to que concede al mito del héroe su capacidad de ser vivido. Y como han explicado autores que han detectado este aspecto del movimiento nazi y destacado su apego a la estetización de la política,27 la ritualización política con que los nazis rodeaban toda su actividad, y especialmente los encuentros de las masas con el Führer, iban claramente destinados a provocar entre los miembros «esa embriaguez breve que un hombre in-ferior no puede disimular cuando por unos instantes se siente detenta-dor del poder y provocador de miedo».28

El tema de las relaciones entre la personalidad de Hitler y su entorno, de la influencia mutua entre el individuo y su contexto sociocultural, re-sulta central para sus biógrafos, aunque el manejo de los complejos vín-culos y de las teorías que pueden desarrollarse sobre el papel y peso espe-cífico de las diversas variables individuales y colectivas varía de un caso a otro. Steinert plantea acertadamente la cuestión: «¿Quiénes se acercan más a la “verdad”: los que reducen todo a las intenciones y al programa de Hitler, los que lo explican todo mediante las estructuras y las funcio-nes socioeconómicas, o aquéllos para quienes el verdadero problema está planteado por la cultura política alemana, es decir por las ideas y los valo-res que subyacen en toda acción y estructura política?».29 Sobre el tema de la relación entre el individuo y su contexto histórico, y acerca del peso que una personalidad o las fuerzas colectivas ejercen en cambiantes co-yunturas sobre el destino de los eventos, considero que una postura teóri-ca que procure el equilibrio en el manejo de estos factores es la más atina-da. En palabras de E. H. Carr, «Lo que me parece esencial es ver en el gran

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E. H. Carr, ¿Qué es la historia? Barcelona: Editorial Seix Barral, 1969, p. 73. Ian Kershaw, Hitler, 1889-1936. Barcelona: Península, 1999, p. 22.

Ibid., p. 24. Sobre el tema, consúltese a Thomas E. Dow, «The Theory of

Charisma», The Sociological Quarterly, 10, 1999, pp. 306-318. Ibid., pp. 25-26.

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hombre a un individuo destacado, a la vez producto y agente del proceso histórico, representante tanto como creador de fuerzas sociales que cam-bian la faz del mundo y el pensamiento de los hombres».30

Este equilibrio no es siempre fácil de lograr, y con relación al caso de Hitler las dificultades aumentan y el deseo de minimizar su relevancia en el marco de lo ocurrido puede jugar malas pasadas a los biógrafos e historiadores, conduciéndoles a un reduccionismo excesivo en el cual el individuo es asfixiado por su entorno, o –a veces– a la banalización del problema. Un buen ejemplo de lo primero se patentiza en la por lo de-más notable biografía del Führer nazi del historiador británico Ian Ker-shaw. Como pareciera ser costumbre entre los que intentan biografiar a Hitler, Kershaw se pregunta ¿cómo explicar que «alguien con tan pocas dotes intelectuales [...] alguien que no era más que un cuenco vacío [...] pudo sin embargo llegar a tener una repercusión histórica tan inmensa, pudo hacer contener el aliento al mundo entero?».31 Su respuesta es ine-quívoca: Hitler fue «en gran medida un producto social, una creación de motivaciones y expectativas sociales con que le “invistieron” sus se-guidores». Kershaw se apresura a añadir que esta apreciación no signi-fica que las acciones del propio Hitler no fuesen «de la máxima impor-tancia en momentos clave»; pero en su opinión «el peso de su poder ha de verse sobre todo no en atributos específicos de la “personalidad” sino en su papel como Führer, un papel que sólo podía ser factible con el me-nosprecio, los errores, la debilidad y la colaboración de otros».32 Cierta-mente, la autoridad carismática requiere no solamente la existencia de cualidades singulares en una persona, sino también el que dichas cua-lidades sean reconocidas como tales por otros.33 Y lo que aparentemente busca Kershaw en su obra es responder a la interrogante de por qué la so-ciedad alemana de ese momento y circunstancias reconoció a Hitler como su «salvador». En su intento de lograr esa meta Kershaw propone lo que anuncia como «un planteamiento nuevo», que consistiría en «integrar las acciones del dictador en las estructuras políticas y las fuerzas socia-les que condicionaron su adquisición del poder y el ejercicio del mismo, así como la influencia excepcional de ese poder».34

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Ibid., p. 95. Ibid., pp. 148, 423.

A decir verdad, y sin ánimo de menoscabar la valiosa y a ratos fasci-nante biografía de Kershaw, su planteamiento no es tan novedoso y ya había sido desarrollado –con bastante éxito– por anteriores biógrafos de Hitler, como Bullock y Fest. Creo que Kershaw acierta al declarar que es una distorsión afirmar que la historia alemana mostraba una especie de pauta inexorable, que culminó en la llegada de Hitler al poder, y que se-ría igualmente equivocado suponer que el líder nacionalsocialista cayó como un rayo del cielo en un contexto histórico desprovisto de elemen-tos socioculturales que ayudan a explicar qué pasó, al combinarse el mar-co social y el individuo que encarnó rasgos clave del mismo y supo explo-tarlos en la dirección en que lo hizo.35 Admitido todo esto, considero no obstante que Kershaw tiende a banalizar las cosas cuando insiste reite-radamente a lo largo de su obra en que sin las circunstancias específicas que le proporcionaron su marco de acción –las tradiciones autoritarias de Alemania, la debilidad de la cultura liberal-democrática en el país, las secuelas de la derrota de 1918, la ceguera de las élites conservadoras y de los partidos reformistas, etc.–, Hitler «habría seguido siendo un don na-die». Más tarde escribe que «Sin las condiciones únicas en las que alcan-zó prominencia, Hitler no habría sido nada. Cuesta imaginarle cruzan-do el escenario de la historia en cualquier otro período».36

Estas aseveraciones de Kershaw o bien constituyen una gran verdad o una banalidad, o seguramente ambas cosas. Lo mismo podría decirse de muchos otros «grandes hombres», pues sus cualidades singulares, cua-lesquiera que hayan sido, requirieron en cada caso del abono nutritivo de circunstancias específicas, para detonar con el indispensable impac-to los magnos eventos que esa unión individuo-contexto desató. Tiene desde luego sentido estudiar a fondo las condiciones sicosociales de la sociedad alemana en que surgió Hitler, y ése es el camino para esbozar una explicación de lo ocurrido, dando el peso necesario también a las características del personaje, quien sin duda tenía atributos de sagaci-dad política, don de mando, habilidad oratoria y de suscitar adhesiones que le distinguieron y dinamizaron en su época y circunstancias. Fest se pregunta qué destino habría aguardado a Hitler si la historia no hu-biese producido las condiciones singulares que le despertaron, por así decirlo, y le convirtieron en el portavoz de millones: «Es fácil vislumbrar

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Fest, Hitler, p. 8. Fest, The Face of the Third Reich, p. 3. Algo parecido escribió el historiador de las religiones

Owen Chadwick sobre Lutero: «La reforma protestante hubiese ocurrido sin Lutero. Pero sin Lutero no hubiese ocurrido del modo en que ocurrió», citado por Lukacs, p. 258.

Modris Eksteins, Rites of Spring. New York: Anchor Books-Doubleday, 1989, p. 324.

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su existencia ignorada en los márgenes de la sociedad, amargado y mi-sántropo, ansiando un gran destino e incapaz de perdonarle a la vida por haberle rehusado el papel heroico que anhelaba».37 Estas son frases es-tupendas, que abundan en el libro de Fest, y son además acertadas; sin sus circunstancias, Hitler no hubiese sido el Führer nazi, pero de igual manera cabe decir que podemos imaginar a la Alemania de los años 1920 y 1930 del siglo xx sumida en severas tormentas, que probablemente la hubiesen conducido a una grave crisis, pero –y así lo admite el propio Fest en otra de sus obras– «sin la persona de Hitler jamás hasta alcanzar esos extremos».38 Por otra parte, al hablarse del contexto o marco histó-rico y de fuerzas colectivas conviene no limitarse exclusivamente a lo so-cial y económico, pues como apunta con extraordinaria agudeza Modris Eksteins, Hitler fue también una creación «de la imaginación alemana», más bien que de fuerzas sociales y económicas en sí mismas: «Hitler no fue visto en primer término como un agente de recuperación social y económica –ésa fue una interpretación post facto– sino como un símbolo de revuelta y reacción de los desposeídos, los frustrados, los humillados, desempleados, resentidos e iracundos. Hitler era la protesta, un emble-ma mental en medio de la derrota y el fracaso [...] ante su podio de ora-dor [...] las masas se celebraban a sí mismas».39

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El tema de la relación entre el individuo y sus circunstancias, en cuanto a Hitler se refiere, tiene otro aspecto de importancia que resulta impera-tivo tocar y que se vincula a lo ético. La satanización de un solo personaje, sin que minimicemos su maldad, puede tener el propósito –deliberado o no– de descargar de culpas a muchos otros miembros de la sociedad donde el individuo en cuestión, ahora transformado en chivo expiato-

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Ibid., p. 67. Eric Voegelin, The New Science of Politics. Chicago & London: The University of Chicago Press, 1974, pp. 61-63. E. Voegelin, Hitler and the Germans. Columbia & London: University of Missouri Press, 1999, p. 38.

rio, desarrolló su acción. También puede percibirse en ciertos casos la tendencia a ampliar de tal modo las culpas, que entonces se pierde todo referente concreto, o al menos se desdibuja más allá de toda posibilidad de concisión histórica. Creo que ello se evidencia en las líneas finales de la ya citada obra de Fest, El rostro del Tercer Reich, publicada años antes de su reconocida biografía. Allí Fest sostiene que Hitler fue el resultado «de un largo proceso de degeneración que no estuvo confinado a un solo país, el resultado de un proceso evolutivo que fue tanto europeo como alemán, una falla común. Esto no disminuye la responsabilidad del pue-blo alemán, pero sí la divide».40 Este estilo de explicación es lo que con radical firmeza ética rechaza Eric Voegelin en su polémico estudio sobre Hitler y los alemanes, texto que es oportuno mencionar en estas notas so-bre las biografías del líder nacionalsocialista. La pregunta que se formu-la es: ¿Cómo fue posible que una efectiva mayoría de alemanes aceptase a un líder con la tipología encarnada en Hitler? Voegelin procura dar res-puesta a la interrogante mediante el uso de lo que llama, siguiendo a Pla-tón, el «principio antropológico», según el cual la polis es la expresión del individuo y la cualidad de la sociedad es definida por el talante moral de sus miembros.41

En este orden de ideas, Voegelin cuestiona las interpretaciones que privilegian factores políticos y socioeconómicos de naturaleza colecti-va, que conceden a Hitler un papel secundario, el de un individuo más, arrastrado como todos por los eventos en lugar de controlarles, y singu-lariza la conocida obra de Hannah Arendt sobre Los orígenes del totalita-rismo como ejemplo de ello. En opinión de Voegelin:

El tratamiento de los movimientos totalitarios al nivel de situa-ciones de cambio social [...] tiende a atribuir un aura de fatali-dad a la causalidad histórica. Los eventos y cambios requieren desde luego una respuesta, pero no la determinan. El carácter de un hombre, el rango e intensidad de sus pasiones, los contro-les ejercidos por sus virtudes y su libertad espiritual, también participan como otras causas.42

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Ibid., pp. 25-63. Ibid., pp. 106-110.

Steinert, p. 396.

Voegelin procura en su obra preservar un sano balance entre los as-pectos relativos al carácter personal de los individuos que intervienen en la historia, enmarcado dentro de las estructuras sociales con sus efec-tos estimulantes o inhibitorios de ese carácter. No obstante, ese balan-ce no es perfecto, pues la sociedad debe siempre ser considerada al final como la expresión de las personas moralmente maduras que la integran. Si fuese al revés, es decir, si el individuo fuese la expresión de la sociedad de la que forma parte, ello indicaría un proceso de decadencia espiritual, pues según Voegelin la personalidad moral del individuo no está fijada, no importa cuán influyentes sean tales factores, por las estructuras so-ciales en que se halla inmerso. De esta manera, si bien tanto los compo-nentes intencionales como los estructurales intervienen en el esfuerzo de explicación histórica, en última instancia el logro o el fracaso en con-quistar madurez ética por parte de la gente es el elemento explicativo de la bondad o maldad de las estructuras sociopolíticas.

De allí que Voegelin se niegue a aislar a Hitler de sus conciudadanos, y argumente que el ascenso del líder nacionalsocialista al poder tiene que verse en conexión con una disposición del pueblo alemán de ese momen-to y circunstancias, que se identificó con él y le dio el necesario apoyo. Hitler a su vez explotó las debilidades morales de los demás para sus pro-pósitos.43 El juicio de Voegelin sobre esa significativa parte del pueblo alemán que respaldó al Führer nazi es severo, sin caer en el extremo de acusarles colectivamente, pues lo que realmente importa en toda situa-ción histórica es el valor o cobardía moral de cada persona y su concien-cia. De acuerdo con Voegelin, el ascenso, triunfo y colapso del nazismo puso en evidencia un fenómeno generalizado de estupidez moral, mas «no existe un derecho a ser estúpidos» en el plano moral.44 Este señala-miento es reiterado por Steinert en su biografía, cuando escribe que «La puesta en práctica de la solución final [el Holocausto del pueblo judío, ar] no fue [...] solamente obra de Hitler y de su odio patológico, sino de una “comunidad de acción policéntrica” [...] En el origen de todo ello, se encuentra el “desdoblamiento de la percepción moral” de Hitler y de un buen número de científicos, médicos, militares y burócratas».45 Hitler, en otras palabras, no estuvo solo en sus ejecutorias. Steinert también ob-

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Ibid., p. 162. Voegelin, Hitler and the Germans, p. 101. Fest, Hitler, pp. 158-159, 480; Bullock, p. 375; Kershaw, p. 8. Bullock, p. 385; Kershaw, p. 111. Fest, Hitler, p. 522. Ibid., p. 611.

serva en esa especie de íntima convicción de poseer un «derecho de ma-tar» a quienes los nazis percibían como nocivos para el pueblo alemán, lo que se encuentra en la base de la sicología del genocidio, y lo que distin-guió al nacionalsocialismo de otras variantes del fascismo, como el ita-liano por ejemplo.46

Voegelin destaca la influencia de la hubris, término empleado en las tragedias griegas clásicas para referirse al pecado de orgullo, de arrogan-cia espiritual y pérdida del sentido de las proporciones, como otro fac-tor de primera importancia a ser tomado en cuenta en el estudio del na-zismo.47 Ese elemento fundamental del movimiento nazi y de su líder es igualmente elaborado por sus principales biógrafos,48 mas llama la atención el hecho de que varios de ellos parecen creer que al menos en las etapas iniciales de su carrera política esa fuerza irracional, esa hubris, co-existía en el líder nacionalsocialista con una poderosa dosis de realismo y frialdad calculadora, pero que a partir de cierto momento, intoxicado por sus triunfos, Hitler se convenció a sí mismo de su propio mito aban-donándose por completo a una megalomanía que acabó por destruirle.49 Según Fest, «Cuando el sentido de su misión histórica no fue ya contro-lado por sus cálculos maquiavélicos, cuando él mismo sucumbió a la no-ción de que era más que humano, el descenso empezó».50 La hipótesis según la cual hubo un momento en que Hitler «abandonó la política»51 para moverse exclusivamente en el terreno de la fantasía es interesante, pero a mi modo de ver inexacta. Mi impresión, más bien, es que ambos planos coexistieron siempre en la personalidad del Führer nazi, y que en todo caso la acentuación del lado fantástico de su temperamento no tuvo lugar a partir del tiempo en que se concretaron sus mayores victorias, sino cuan-do comenzaron las grandes derrotas, en particular Stalingrado, y ello –creo– fue así no precisamente debido a un intento de escapar de una realidad ingrata, sino como un medio, quizás también calculado, para hacer re-troceder esa realidad con lo único que le restaba: fuerza de voluntad y pa-sión «irracional». Creo que en cierta forma Bullock acepta esto cuando asevera que en los 18 meses finales de su vida, «el rechazo a ver o admitir

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Bullock, p. 722. Bracher, p. 98.

Bullock, p. 804. Citado por Alan Bullock, Hitler and Stalin. Parallel Lives. London: Fontana Press, 1993, p. 379.

Ibid., pp. 438-451. Esta cita de Bullock proviene del texto de las entrevistas que llevó a cabo Rosenbaum con el propio

Bullock y Hugh Trevor Roper en torno a sus respectivos libros sobre Hitler. Véase Rosenbaum, pp. 78-96. La obra de Trevor Roper, aunque no es una biografía propiamente dicha, constituye uno de los más

penetrantes estudios sicológicos del líder nazi y una brillante descripción de sus días finales en el búnker berlinés. Véase H. H. Trevor Roper, The Last Days of Hitler. Chicago: The University of Chicago Press, 1992.

Citado en José M. González García, Metáforas del poder. Madrid: Alianza Editorial, 1998, p. 130.

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lo que estaba pasando fuera del círculo mágico de su cuartel general fue la condición esencial de su habilidad para continuar la guerra».52

Hitler fue un verdadero revolucionario. Como lo expresa Bracher, si entendemos por revolucionario a quien sabe unir una visión de cambio radical con la aptitud para suscitar, movilizar y conducir las fuerzas ne-cesarias para llevarlo a cabo, es obligatorio entonces admitir que Hitler fue el prototipo del revolucionario.53 Es difícil imaginar a un verdadero revolucionario que no posea un arraigado compromiso con unas creen-cias, que lo impulsan y motivan a los demás. Un buen actor puede fingir que cree, pero cuesta suponer que un actor sea capaz de engañar a los demás de manera tan eficaz que les conduzca a los sacrificios, hazañas y derrotas que han desatado hombres como Lenin y Hitler, para sólo men-cionar dos ejemplos. Con todo esto lo que intento es indicar que Hitler no fue, como lo describió Alan Bullock en su biografía original de 1952, un «oportunista carente por completo de principios...».54 Hitler creía en lo que predicaba y su magnetismo sobre sus seguidores se explica si tomamos en cuenta lo dicho por Nietzsche: «Los seres humanos creen en la verdad de lo que parece ser firmemente creído».55 Años más tar-de, en una voluminosa semblanza de las carreras paralelas de Hitler y Stalin, Bullock cuestionó su interpretación inicial de Hitler, y enfatizó la función de la ideología como ingrediente clave en la estructura mental y carisma del Führer nazi, así como en la dinámica del régimen nacional-socialista.56 Bullock había recibido críticas de otros historiadores por su primera versión de un Hitler excesivamente «racional», lo que le condu-jo a una revisión de sus planteamientos originales y a la conclusión de que, en todo caso, Hitler fue «un gran actor que creía en su papel».57

Fue el poeta Hugo von Hofmannsthal quien dijo que «La política es magia. Quien sepa extraer fuerzas de lo profundo, será seguido».58 Bio-grafiar a una figura como Hitler exige tomar en cuenta la relevancia de

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59 Rüdiger Safranski, El mal, o el drama de la libertad. Barcelona: Tusquets Editores, 2000, p. 242.

los factores emocionales en la política. No se trata de calificarles de «irra-cionales» y de adoptar una idea puramente instrumental de lo que es la razón humana; se trata de dar toda su importancia a las pasiones que en determinadas coyunturas históricas se despliegan en el horizonte de los pueblos, y son a la vez encarnadas y canalizadas por un individuo, a ve-ces –pocas– para construir, mas casi siempre para destruir. En ese orden de ideas, una buena biografía de Hitler requiere preguntarse, entre otras cosas, ¿qué hizo posible la aparición en la historia de un individuo que cumpliese ese papel?, ¿cómo era, cuáles eran las raíces de su personali-dad, qué cualidades peculiares tuvo que poseer para imponer su huella?, ¿qué era, ideólogo, manipulador, propagandista, guerrero, estadista, o una mezcla de esto y más?, ¿cuál era su visión del mundo y por qué su feroz antisemitismo?, ¿en qué medida, y hasta qué momento, impulsó los eventos y a partir de cuándo éstos empezaron a sobrepasarle?, ¿cuá-les eran sus principales defectos y limitaciones?, ¿qué explica el respaldo real y efectivo de que gozó por parte de amplios sectores de su pueblo?, ¿por qué fracasó?

Aparte de enfrentar y procurar dar respuesta a éstas y otras cuestio-nes de obvio interés personal e historiográfico, una buena biografía tiene que poseer calidad literaria y en no poca medida su triunfo o fracaso tie-ne igualmente que ver con lo que podríamos llamar su caracterización central o medular del personaje; es decir, expresado en otros términos, con la capacidad del autor para dejar en el lector la impresión de que, fi-nalmente, se hospeda en su espíritu una imagen definida, cualquiera que ésta sea, pero lo crucial es que sea clara, convincente en cuanto que bien sustentada, del personaje biografiado, y no una especie de amalgama confusa de percepciones diversas e inconexas. No quiero con esto soste-ner que una biografía deba resolverse en la simplificación del sujeto de estudio, sino que la presentación de su complejidad debe avanzar por un sendero coherente. En tal sentido, considero que por su calidad literaria, riqueza argumental, solidez de los materiales de apoyo, sutileza inter-pretativa y poder persuasivo, las cuatro mejores biografías que he leído sobre Hitler son –en orden descendente–, la de Joachim Fest, la primera de Alan Bullock (1952), la de Ian Kershaw, y la de Marlis Steinert.

«El éxito de Hitler –escribe Safranski– es un ejemplo extremo de có-mo la historia está dirigida en gran medida por la locura».59 Junto a los

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Sobre estas obras literarias, su contenido y significado, véase Jean-Marie Domenach, El retorno de lo trágico. Barcelona: Península, 1969, pp. 125-132. Domenach también se refiere

a Hitler como «fundador de una religión», en cuanto que «cree en el hombre, al menos en la clase de hombre que entrevé, y prepara su cambio mediante la purificación de la raza», p. 135.

Safranski, p. 242. S. Kierkegaard, The Seducer’s Diary. Princeton: Princeton University Press, 1997.

Domenach, p. 133. Ibid.

biógrafos, han sido dramaturgos como Bertold Brecht y novelistas como Hermann Broch los que posiblemente han desentrañado con mayor luci-dez los resortes más recónditos del alma de Hitler y de su magnetismo y arrastre políticos. Brecht lo logró en su pieza teatral La resistible ascensión de Arturo Ui, historia que relata el camino al poder de un hombre surgi-do de la nada a la manera de Hitler. Por su parte, Broch hizo en su novela El tentador el retrato de un granuja que acaba por convertirse en una es-pecie de fundador de una nueva religión.60 Safranski también habla de Hitler como «la variante lúgubre del fundador de una religión»,61 pues fue, de un lado y efectivamente, el «tentador», un tentador escuchado, y de otro lado también el «seductor», en el sentido en que la palabra es usada por Kierkegaard en su Diario de un seductor.62 En este esquema el seductor es un rufián, moralmente hablando, pero capaz de arrastrar a otros al abismo. El nazismo, además de ideología y movimiento político radical, fue un culto, y Hitler tuvo la terrible y atinada intuición de que a un vasto sector del pueblo alemán de la época y circunstancias entonces imperantes podía tratársele «como si fuera una tribu».63 De allí –escribe Domenach– «el fulgurante éxito de sus sortilegios, de su mitología y de sus emblemas. Instintivamente supo encontrar y recrear los rasgos fun-damentales de una sociedad primitiva».64 En síntesis, Hitler nos mostró que el horror también forma parte de lo humano y que podemos retroce-der a la barbarie.

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En su diario, Tolstoi escribió en una ocasión lo siguiente: «Me parece im-posible describir a un hombre, pero sí creo posible describir el efecto que tiene sobre mí».1 La figura intelectual de Tolstoi es tan imponente, sus logros literarios tan fecundos, su postura moral y política tan desafian-tes, que resulta difícil aproximarse a un estudio sin sentirse abrumado por su talento y su coraje espiritual. Tolstoi produce el efecto de un reto; a pesar del respeto y la admiración que suscitan sus conquistas litera-rias, del impacto de sus polémicos tratados ético-políticos, y de la fuerza que transmite la consistencia intransigente de sus puntos de vista, vale la pena enfrentar el pensamiento de Tolstoi con una perspectiva crítica. Esto es así, como trataré de explicar en estas páginas, porque la visión de la historia de Tolstoi, su radicalismo moral y su rechazo de la política como tarea humana y por lo tanto imperfecta, contiene elementos ina-ceptables teóricamente y que pueden conducir en la práctica a adoptar posiciones extremas que rompen los principios de moderación, auto-control, equilibrio, sentido de las proporciones y de los límites de la ac-ción que el mismo Tolstoi pretende sostener. En otras palabras, intenta-ré mostrar que la interpretación tolstoiana de la historia y la naturaleza de la guerra, su análisis del poder y la relación entre ética y política, y su pacifismo de base religiosa constituyen posiciones extremas que a lo lar-go de las luchas históricas han llevado a resultados completamente con-trarios a los deseados por Tolstoi, de cuya honestidad intelectual, pureza de intenciones y solidez moral, por otra parte, es imposible dudar.

1Citado por R. F. Christian, Tolstoi: A Critical Introduction. Cambridge: Cambridge University Press, 1969, p. 18.

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Citado por G. Ritter, El problema ético del poder. Madrid: Revista del Occidente, 1976, p. 58. Ibid., pp. 97-110.

Maquiavelo –que vio la política como un ejercicio en el control y el uso creativo del poder– escribió que: «... los hombres cometen la falta de no saber limitar sus esperanzas. Se entregan a ellas sin medir sus fuerzas y corren así a su pérdida».2 La historia del pensamiento y los combates políticos ofrece ejemplos tanto de hombres que no han sabido apreciar acertadamente la correlación de fuerzas en un momento dado, y se han excedido en sus aspiraciones, como de hombres que han deseado la desa- parición de lo político y han querido alcanzar esta meta a través de un acto de conversión moral y de la prédica de un mensaje de salvación in-dividual. Tolstoi pertenece a este segundo grupo, y sus excesivas espe-ranzas no han podido materializarse ante la inevitable complejidad de la dinámica histórica y el carácter trágico, imperfecto y cambiante, que reviste la relación entre la política como intento perenne de construir un orden justo de convivencia y la política como lucha por el poder. Es ésta la «antinomia de lo político» de la que habla Ritter,3 el hecho de que la polí-tica es a la vez lucha por el poder e intento de instaurar y mantener un or-den pacífico y duradero en la sociedad humana. El radicalismo ético, que aspira a la justicia pero rechaza la política como medio, resulta atractivo por la pureza de sus motivaciones, pero de hecho en la vida real y práctica de los conflictos humanos conduce al fanatismo o a la frustración.

La hubris de la que hablaban los creadores de la tragedia griega, el cas-tigo por el exceso en la vanidad y aspiraciones humanas, puede derivarse, en el caso de los pensadores y combatientes políticos, bien de un derro-che de ambiciones de poder, de una confianza extrema en lo que los hom-bres somos capaces de lograr en el terreno moral, o de una visión limita-da de la política que pierde de vista la tensión irresoluble entre poder y lucha, por un lado, y paz, orden y justicia por el otro. Tolstoi se ubica en el campo de los que movidos por valores trascendentes rechazan indig-nados el campo imperfecto de la política, y condenan de plano la guerra y todas las formas de poder. Pero el peligro de esta postura radical está en que la pretensión de pureza moral puede de hecho desembocar en la ero-sión de todas las restricciones, y en el sacrificio de tensiones que son rea-les y no el producto de artificios en aras de una uniformidad ética carente de matices que a su vez exige una inflexibilidad sin barreras.

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4Leon Tolstoi, War and Peace, vol. ii. Oxford: Oxford Classics, 1970, p. 258.

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El pensamiento de Tolstoi se levanta sobre una filosofía de la historia que evoluciona a través de una compleja y tortuosa reflexión ético-política hasta el pacifismo. En su obra maestra, la novela La guerra y la paz, Tols-toi desplegó con inigualable fuerza artística su visión del mundo, del sentido de la historia, la naturaleza del poder y la paz. Posteriormente, luego de la crisis espiritual que relata en su «Confesión», Tolstoi sometió a revisión algunos aspectos centrales de la filosofía de la historia expues-ta en La guerra y la paz, pero el estudio de esta obra es indispensable para comprender las dificultades teóricas que debió superar Tolstoi, y las con-tradicciones y limitaciones que labraron su ruta hacia el pacifismo y el re-chazo radical de la política.

La guerra y la paz, además de ser una de las más grandes obras de la li-teratura universal, una novela épica de extraordinaria riqueza artística por la caracterización dramática de los personajes y el dinamismo des-criptivo de las acciones colectivas, constituye también una especie de tratado teórico sobre el fenómeno de la guerra. El interés de Tolstoi por la historia europea de su tiempo despertó tempranamente, y a medida que profundizó sus investigaciones se sintió cada vez más insatisfecho del producto de los historiadores de la época, lo cual le llevó a concebir la idea de realizar una contribución propia a través de una novela históri-ca. El evento que sirve de panorama fundamental para la formulación de la filosofía de la historia tolstoiana es la invasión napoleónica a Rusia en 1812, y el blanco clave de sus ataques lo constituye la «teoría de los grandes hombres de la historia», plasmada en las obras de Thiers, Mikhailovski, Danielevski y otros historiadores «oficiales» del siglo xix, quienes otor-gaban una importancia desmesurada al papel del individuo en la genera-ción y desarrollo de los grandes acontecimientos históricos.

Según Tolstoi, los individuos estamos inmersos en fuerzas que esca-pan a nuestra comprensión. Tolstoi distingue entre el lado individual de la vida del hombre, que es más libre mientras más abstractos sean sus in-tereses, y aquella otra parte que se incrusta en el colectivo, la «vida del enjambre», en la cual el individuo obedece inevitablemente leyes que es-capan a su control. «El hombre –escribe en La guerra y la paz– vive cons-cientemente para sí mismo, pero es un instrumento inconsciente en el lo-gro de propósitos universales e históricos de la humanidad».4 ¿Cuál fue

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R. V. Sampson, Tolstoi: The Discovery of Peace. London: Heinemann, 1973, p. 162. Tolstoi, ob. cit., vol. ii, p. 258.

–se pregunta Tolstoi– la causa de la invasión francesa a Rusia en 1812?; no es posible, argumenta, creer que eventos de tal magnitud tuvieron su ori-gen en la voluntad de un solo hombre, o de un grupo de presuntos líderes. Es ilusorio pensar que el poder para producir y controlar los eventos his-tóricos reside en la voluntad de héroes carismáticos o en las ideas de hom-bres esclarecidos, pues existe una enorme asimetría entre la naturaleza de las causas aparentes y la magnitud de las consecuencias que de ellas presuntamente se derivan: «Es absurdo decir que Rousseau, a través de la doctrina de la soberanía de la voluntad general, llevó a los hombres a re-belarse y matarse entre sí en muy diversas partes de Francia, así como lo es afirmar que mediante sus órdenes Napoleón causó que 600.000 hom-bres se moviesen del oeste al este de Europa a hacer la guerra».5 En ambos casos el absurdo reside en suponer que las actividades de grandes grupos de hombres pueden ser causadas por las de uno solo o algunos pocos en-tre ellos, no importa cuán excepcionales puedan ser.

Los hombres buscan el poder con el propósito de imponer su volun-tad sobre los otros, que a su vez temen al poderoso; pero, afirma Tolstoi, un hombre es más libre en la medida en que no posea poder, y los más po-derosos, considerados desde el punto de vista de los procesos históricos, son de hecho los menos libres. Esta idea choca violentamente con la his-toriografía convencional de acuerdo con la cual la historia es hecha por los poderosos. Tolstoi no disputa la verdad de esta afirmación a un nivel puramente descriptivo, pero la relega al plano de lo predeterminado, de la «vida del enjambre»: «Mientras más alto se coloca un hombre en la escala social, se conecta con mayor número de gente y tiene más poder sobre otros, más evidente es la predestinación e inevitabilidad de sus ac-ciones [...] La historia, es decir, la vida inconsciente, general, colectiva de la humanidad usa cada momento de la vida de los reyes y poderosos para sus propios propósitos».6

En relación con el ataque francés a Rusia, Tolstoi quiso mostrar que los eventos siguieron un curso predeterminado, no fueron resultado de las órdenes o planes de Napoleón sino el producto de la contribución de todos los cientos de miles de participantes. Con el objetivo de ilustrar su tesis Tolstoi discute la batalla de Borodino, en la cual Napoleón sufrió su primer serio revés militar. Algunos historiadores sugirieron que ese

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Citado por Sampson, p. 160. Tolstoi, ob. cit., p. 498.

descalabro debía atribuírsele al hecho de que el Emperador francés no se encontraba en condiciones físicas adecuadas el día del combate, se halla-ba indispuesto a causa de una fuerte gripe y no pudo actuar con su usual eficacia estratégica. Para derribar este argumento, Tolstoi examina en detalle las órdenes de batalla de Napoleón con el propósito de demos-trar, por una parte, que tales órdenes no fueron ni mejores ni peores de lo acostumbrado, y en segundo lugar que las mismas fueron en todo caso irrelevantes, pues en la realidad de las cosas la dinámica concreta del en-cuentro impidió que se ejecutase siquiera una de ellas. A todo lo largo de la batalla y la invasión, Napoleón, «quien nos parece fue el líder de esos grandiosos movimientos [...] actuó en realidad como un niño que mani-pulando un par de cuerdas dentro de una carreta cree que la maneja».7

Ciertamente, todos los eventos históricos parecen el producto de la voluntad de algún hombre o de un grupo de hombres y las acciones de combate el resultado de las órdenes de los comandantes; pero la ilusión de causalidad se deriva de que sólo recordamos aquellas órdenes que co-rrespondieron a lo realmente ocurrido, y olvidamos las que no se mate-rializaron. Según Tolstoi:

A la pregunta de qué causa los eventos históricos hay que res-ponder que el curso de los acontecimientos humanos está pre-determinado por la Providencia, y depende de la presencia de las voluntades de todos los que toman parte en esos eventos; la influencia de un Napoleón sobre los mismos es puramente ex-terna y ficticia [...] Los así llamados grandes hombres son sólo rótulos que se dan a los eventos, y como tales tienen la más pe-queña conexión con los eventos mismos [...] Sus actos, que a ellos parecen el producto de su propia voluntad, son en un sen-tido histórico involuntarios, se relacionan con todo el curso de la historia y están predeterminados desde toda la eternidad.8

La historia está hecha por un gran número de hombres que llevan a cabo lo dispuesto por la Providencia sin responsabilidad personal por lo que hacen, y los dirigentes y líderes nunca efectivamente y en forma di-recta hacen las cosas que colectivamente crean la historia. Existe, por así

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Ibid., vol. iii, p. 517.Ibid., vol. iii, p. 510.

decirlo, una división del trabajo en la actividad organizada de los hom-bres, y las tareas que colectivamente constituyen la historia son siempre efectuadas por la gente común, las vastas mayorías, mientras que la fun-ción de los dirigentes no consiste en actuar directamente sino en «formu-lar consideraciones y justificaciones sobre lo que ha pasado». El Ejército francés atravesó Europa hacia el Este e invadió Rusia, y posteriormen-te se explicó que ello era necesario por la gloria de Francia o el debilita-miento de Inglaterra y por el mandato del Emperador, más en verdad la causa de esos eventos no fue la voluntad de Napoleón, ya que el poder es algo ilusorio, es «la relación de una persona hacia otros individuos, en la cual mientras esa persona más expresa opiniones, predicciones y justifi-caciones de la acción colectiva que se realiza, menor es su participación en dicha acción».9 El movimiento de las naciones no es causado por el poder de «grandes hombres», su actividad intelectual o –como suponen los historiadores– por una combinación de ambos factores, sino por la actividad de todos los que de una manera u otra participan en los even-tos. En la guerra, por ejemplo, el elemento clave que determina victorias y derrotas es el «espíritu» o la moral de los ejércitos, la cual está confor-mada por una cantidad infinita de condiciones y estados sicológicos de numerosos individuos; la tarea del historiador y su objetivo, al que sólo es posible aproximarse, consiste en tratar de integrar todos esos infinita-mente pequeños diferenciales de la historia. El historiador no puede ra-zonablemente abrigar la esperanza de reconocerlos plenamente, pero al apreciar su enorme variedad comprenderá los límites de la teoría de los grandes hombres de la historia y de la historiografía que centra en ellos su atención.

En síntesis, la «gran ilusión» que Tolstoi ataca con toda la fuerza de sus convicciones es la que sostiene que los individuos pueden con sus propios medios entender y controlar el curso de los eventos. El individuo que juega un papel en los acontecimientos históricos nunca entiende su significado: «... sólo la Providencia, independientemente a todo, puede por su propia voluntad determinar la dirección del movimiento de la hu-manidad...». 10

Es importante, para hacer justicia a un pensamiento complejo y fe-cundo como el de Tolstoi, tratar de precisar más aún su filosofía de la his-

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Es en relación con el tema de la guerra donde se ponen de manifies-to más claramente las dificultades y contradicciones del pensamiento de Tolstoi; éstas tienen su origen en una tensión no resuelta de tipo ético, que una vez superada marcó el camino de Tolstoi hacia el pacifismo. En efecto, en La guerra y la paz, Tolstoi, quien había sido soldado en su ju-ventud, describe los horrores de la guerra con enorme realismo, y a pe-sar de encontrarla condenable desde un punto de vista ético se resigna a su existencia, sostiene que es una fuerza que gobierna el destino de los hombres y naciones, y que no hay nada que pueda hacerse racionalmen-te para impedirla. En su novela Tolstoi intenta mostrar una y otra vez que

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los seres humanos estamos dotados de razón, que podemos discriminar entre el bien y el mal y que somos libres de escoger uno u otro sendero en nuestras vidas; pero por otra parte afirma que la causa de la guerra es inescrutable, y sólo son verdaderamente grandes los hombres que, como Kutuzov, aceptan con modestia los dictados de esa fuerza misteriosa e irresistible que mueve la historia. Por lo tanto, Tolstoi desemboca en una seria contradicción, pues carece de sentido afirmar a la vez que la guerra es necesaria, pero también es mala y erradicable, y es el deber moral de los hombres rechazarla.

La guerra es obra de los secretos designios de la Providencia, pero –in-siste Tolstoi– la guerra es totalmente contraria a la razón, por ello, a pesar de su racionalismo y su voluntad de conocer, Tolstoi no duda en extraer la conclusión de que la vida humana no es asunto en que impere la razón. El tortuoso argumento de Tolstoi tiene sus raíces en su ambivalencia, presente en La guerra y la paz pero superada más tarde, en relación con el problema de la guerra. Años después de concluir su novela, ya converti-do al pacifismo, Tolstoi condenó la guerra y cualquier acto de violencia como moralmente indefendibles, pero en La guerra y la paz Tolstoi no ha dado aún ese paso y sostiene que la lucha del pueblo ruso contra el inva-sor fue justa, que se trataba de una guerra defensiva para proteger al sue-lo patrio ante la rapiña extranjera. Por un lado, Tolstoi identifica el deseo de poder como el factor que corrompe a los individuos y que colectiva-mente genera la guerra, pero por otro lado, el «otro» Tolstoi, sensitivo a la universalidad del fenómeno guerra y al hecho de que toda la cultura que le rodeaba se basaba en la violencia, necesitaba ajustarse a esta realidad, lo cual le llevó a argumentar que la causa de la guerra es inescrutable.11 De acuerdo con esto, Tolstoi concluye que la causa de la guerra no está en la ambición de poder, que es mala y condenable, sino en el oscuro pro-pósito de la Providencia que se expresa en la historia a través de diversas manifestaciones de la actividad humana. La guerra es realmente hecha por el soldado común; su coraje o su cobardía determinan el curso de las batallas, y la responsabilidad sobre lo que ocurre sólo en apariencia per-tenece a los generales y estadistas pero en verdad descansa en Dios, que usa esos eventos en función de sus designios, inalcanzables para la limi-tada razón humana.

El juego de las fuerzas históricas es particularmente fluido, brutal e incontrolable en la guerra. En el campo de batalla la vida del hombre está

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Tolstoi, ob. cit., vol. ii, pp. 307-308. 12

en peligro, y el movimiento de fuerzas contingentes hace imposible para cualquier individuo prever el desarrollo de la lucha. El gran mérito de Kutuzov fue haber entendido lo que estaba pasando en combates como el de Borodino, esforzándose por obstruir lo menos posible –con preten-didas «órdenes» y «planes»– la inevitabilidad de los hechos. Es precisa-mente en la sección dedicada a la batalla de Borodino en La guerra y la paz donde Tolstoi produce una de las más impactantes escenas de la novela, cuando el príncipe Andrés Bolkonski reflexiona sobre el significado de la acción humana, el carácter trágico de la historia y la vanidad de los que pretenden dominar y dirigir eventos tan masivos, crueles y de tan impre-visibles consecuencias como las guerras. En una reunión del Estado Ma-yor del Ejército, mientras escuchaba a los comandantes discutir las alter-nativas estratégicas ante un mapa, a Bolkonsky se le ocurrió la idea de que «no existe, y no puede existir, una ciencia de la guerra, y por lo tanto no puede hablarse de genios militares». Ante la pretenciosa arrogancia de sus superiores, Bolkonski vio como obvia esta verdad:

¿Cómo va a ser posible una ciencia sobre una materia [la gue-rra] cuyas condiciones y circunstancias son desconocidas y no pueden ser definidas, en especial en vista de que la fuerza real de los contrincantes nunca puede calibrarse con precisión? [...] ¿Cómo puede haber ciencia sobre asuntos acerca de los cuales, en la práctica, nada puede definirse, y que dependen de innu-merables condiciones cuyo significado se determina en los mo-mentos menos esperados e imprevisibles? 12

En la guerra el factor moral es fundamental, y no puede «medirse», no está sujeto a «leyes» ni se le puede regimentar de acuerdo con los cá-nones de la «estrategia de escritorio».

En una conversación previa a la batalla de Borodino, Bolkonski expli-ca a su amigo Pierre Bezukhov: «Una batalla es ganada por aquellos que se resuelven firmemente a ganarla». Según Tolstoi, la fortaleza de un ejér-cito es el resultado de su masa y un factor o «cantidad desconocida». La «ciencia militar», enfrentada a la evidencia histórica de que en muchas ocasiones la masa o tamaño de un ejército no se ha correspondido a su poder y eficacia combativa, y que pequeños destacamentos han sido ca-paces de derrotar contingentes más numerosos, ha intentado hallar esa

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Ibid., vol. iii, p. 289. Ibid., p. 290.

«cantidad desconocida» en el uso de determinadas tácticas o de ciertos equipos, o más frecuentemente en el «genio» de los «grandes comandan-tes». Pero en realidad, ese factor especial y desconocido es «el espíritu del ejército», es decir, «la mayor o menor voluntad de luchar y hacer frente al peligro sentido por los hombres que componen la fuerza militar, inde-pendientemente de que estén o no comandados por un “genio”, de que empleen una u otras tácticas, estén armados de garrotes o de fusiles. Los hombres que quieren pelear siempre se colocarán en la posición más ven-tajosa para hacerlo».13 En su retirada desde Moscú en 1812, los franceses, que de acuerdo con los «principios de la táctica» debían haberse separa-do en pequeños grupos para defenderse y huir más eficazmente, en lugar de ello se congregaron en una gran masa «porque el espíritu del Ejército había caído tan bajo que sólo la masa les sostenía». Por otra parte, los ru-sos, que por el contrario debían haber atacado en masa, mas bien se sepa-raron en pequeñas unidades porque su espíritu estaba tan alto que «indi-viduos aislados, sin órdenes, golpearon a los invasores sin necesidad de ser obligados o inducidos para exponerse al peligro y las calamidades».14 El poder que mueve la historia y que causa la guerra y la paz la orienta de acuerdo con propósitos insondables; en la guerra, victorias y derrotas, triunfos y fracasos no dependen del genio de algún líder o el número de hombres y equipos, sino de factores de otra índole que son a la vez oscu-ros e inexorables.

A pesar del estilo brillante en que es expuesto, el análisis de Tolstoi sufre de serias fallas y contradicciones. Por una parte, Napoleón y otras «grandes figuras» son atacados por aceptar la responsabilidad de ordenar muertes, desatar violencia y causar incalculables sufrimientos, es decir, son atacados por su poder, el cual es condenable. Pero de otro lado tam-bién son atacados por su arrogancia y vanidad (su hubris) en suponer in-genuamente que ellos, débiles individuos en el mar de la historia, son los verdaderos causantes de eventos formados por la participación de millo-nes de hombres. Su ilimitada arrogancia reside en la ilusa pretensión de ejercer un poder que en realidad no tienen. Mas si esto es así, ¿cómo con-denarles entonces?; ¿cómo atribuirles responsabilidad ética si sus accio-nes son producto de un designio superior? Si, como afirma Tolstoi, los hombres no tienen de hecho el poder que se atribuyen a sí mismos, si to-

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Sampson, p. 156.Tolstoi, ob. cit., vol. ii, p. 499.

dos los hombres que están envueltos en eventos históricos contribuyen a sus resultados, y si la fuerza que en realidad mueve la historia reside en la voluntad divina, hay que llegar a la conclusión de que la historia está predestinada y gobernada por leyes. De allí que en palabras de Sampson, «para elucidar estas leyes haría falta examinar e integrar los aportes de cada uno de los individuos implicado de alguna manera en el desarrollo de los acontecimientos. Así, una ciencia de la historia sería en principio posible pero en la práctica imposible, pues nadie sería capaz de amasar toda la evidencia necesaria».15 Las dificultades se acrecientan al consi-derar el problema central de la filosofía de la historia tolstoiana, que es el problema del determinismo. De acuerdo con Tolstoi, si bien la actividad humana está gobernada por la voluntad divina, y por lo tanto está prede-terminada y no es libre, cada uno de nosotros sabe que puede escoger entre el bien y el mal y esto señala el sentido y la responsabilidad ética de nuestras vidas. Tolstoi, por lo tanto, se enfrenta a la contradictoria tarea de conci-liar una doctrina determinista con una profunda convicción ética sobre la libre voluntad del hombre.

3

Los pronunciamientos de Tolstoi sobre el problema de la causalidad his-tórica tienen en general un carácter confuso y a veces hasta contradicto-rio, lo cual ha generado numerosos equívocos en la interpretación de su obra. Por ejemplo, en su capítulo de La guerra y la paz dedicado a anali-zar el papel de Napoleón en la batalla de Borodino, Tolstoi sostiene, por una parte, que «los soldados franceses no fueron a matar ni acataron la muerte en Borodino gracias a la órdenes de Napoleón, sino a los dicta-dos de su propia voluntad»; y pocas líneas después afirma: «Si Napoleón hubiese prohibido a sus soldados combatir, éstos le hubiesen liquidado y habrían procedido a luchar contra los rusos “porque ello era inevitable”» [itálicas ar].16 Es decir, que en la misma página Tolstoi establece de un

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Christian, p. 156.Tolstoi, ob. cit., vol. iii, p. 527.

lado que los hombres actúan según su voluntad, y de otro lado que lo hacen obedeciendo un designio inevitable. Para comprender el pensa-miento tolstoiano en este punto es necesario tener en mente la distin-ción hecha en La guerra y la paz entre los «dos aspectos» que componen la vida de todo hombre: su vida individual, en la cual posee cierto grado de libertad, y su vida como parte de una colectividad mayor en la que obe-dece leyes superiores e inexorables. Para Tolstoi, el terreno de libertad de que disfruta el hombre en su vida individual está severamente restringi-do; las acciones que se realizan en esa limitada área tienen poca signifi-cación, y en todo caso, aun cuando actúa por sí solo, el individuo es fruto del ambiente natural e histórico que le rodea y su libertad de escogencia es mucho menos amplia y flexible de lo que quisiera creer. La razón dice al hombre que no es verdaderamente libre, pero su conciencia se opone a aceptarlo. Como lo expone Christian: «... es necesario que el hombre tenga la ilusión de la libertad para poder vivir, y no es difícil para él soste-nerla ya que es demasiado lo que desconoce».17

Según Tolstoi nuestro grado de conciencia sobre la libertad y la nece-sidad depende de tres factores: en primer lugar, de la relación que tenga con el mundo exterior el individuo que actúa, de su percepción sobre los vínculos que le unen a todo aquello que le rodea. En segundo lugar, del mayor o menor tiempo que haya transcurrido entre el momento de la ac-ción y nuestro juicio sobre la misma; a mayor tiempo, más clara concien-cia sobre la inevitabilidad de los eventos; mientras más atrás vamos en el examen de los hechos, menos arbitrarios y voluntarios parecen.

Un suceso contemporáneo siempre se nos revela más «libre» de lo que realmente es, pero con eventos remotos comprendemos que sus resulta-dos eran inevitables y no consideramos que otra cosa distinta pudiese haber pasado. Por último, de acuerdo con Tolstoi, nuestros juicios sobre libertad y necesidad dependen de la percepción «de esa infinita cadena de causas que forzosamente demanda la razón [...] en la cual cada acción debe tener su lugar como resultado de lo que ha ocurrido antes y como causa de lo que vendrá después».18 Somos más o menos conscientes de las restricciones a nuestra «libertad» de acuerdo con el conocimiento que tengamos de nuestra dependencia de factores que escapan a nuestro

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Ibid., p. 533.Ibid., p. 537.

control. En última instancia, según Tolstoi, si pudiésemos reconstruir todos esos factores, veríamos que hemos sido y somos los prisioneros de inevitables designios históricos. Como lo expresa en el segundo epílogo en La guerra y la paz: «En la historia, aquello que conocemos lo llamamos leyes inevitables, y aquello que nos es desconocido lo denominamos li-bre voluntad. Esta libertad es para la historia tan sólo un título que hace referencia a todo lo que no sabemos acerca de las leyes que rigen la vida humana».19

Las tensiones en el pensamiento de Tolstoi se manifiestan una y otra vez a lo largo de su obra. En una ocasión afirma que «no hay y no puede haber otra causa de un evento histórico excepto la única causa de todas las causas» (es decir, los designios de la Divinidad); sin embargo, el pro-pio Tolstoi analiza en detalle «las causas» que condujeron a la destruc-ción de los ejércitos napoleónicos en Rusia. En otro pasaje, ya mencio-nado, Tolstoi afirma que el curso de la historia está predestinado, lo cual significa que el hombre no puede alterarlo; no obstante, Tolstoi habla del «espíritu del ejército» o factor moral como el elemento determinante en la guerra, sin reparar que ese «factor moral» depende en gran medida de la voluntad de los hombres. A pesar de esas contradicciones, Tolstoi ter-mina por abrazar una postura netamente determinista y todo el peso de los razonamientos filosóficos de La guerra y la paz, resumido en las fra-ses finales de la obra, así lo demuestra: «Es necesario renunciar a una li-bertad que no existe y reconocer una dependencia [de las leyes históricas, ar] de la que no estamos conscientes».20 Desde luego, como toda teoría determinista la filosofía de la historia de Tolstoi implica que la libertad de escogencia del individuo es en última instancia una ilusión, y que la idea de que los seres humanos podrían haber actuado en forma diferen-te a la que lo hicieron descansa en la ignorancia de los hechos. En con-secuencia, afirmar que una persona debía haber actuado de esta u otra manera, podría haber evitado esto o aquello, merece aprobación o cen-sura por sus actos, etc., se basa en la presunción de que algún aspecto de su vida no está regido por leyes de naturaleza metafísica, científica o teológica, y tal afirmación, de acuerdo con las premisas deterministas, es radicalmente falsa. Así, todo genuino determinismo, y el de La guerra y

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Isaiah Berlin, Four Essays on Liberty. Oxford: Oxford University Press, 1969, p. xxxv. Christian, p. 164.

la paz lo es, implica en el fondo la eliminación de la noción de responsa-bilidad individual. Si la persona estaba «condenada» a actuar de esa ma-nera, ¿qué sentido tiene atribuirle responsabilidad moral por sus accio-nes? Como plantea Berlin en su formidable ensayo sobre el problema, en los sistemas deterministas las nociones de libre escogencia y responsa-bilidad moral, en su sentido usual, se desvanecen o al menos carecen de aplicación, y la propia noción de lo que es una acción humana tiene que revisarse. La aceptación de la hipótesis determinista exige una recons-trucción total de nuestra visión de la realidad, lo que constituye una ta-rea mucho más ardua y compleja de lo que con frecuencia se asume al discutir el tema.21 Kant sí estuvo plenamente consciente de las implica-ciones del asunto cuando afirmó que si se comprobaba que las leyes que gobiernan el mundo exterior lo rigen férreamente todo, incluso el com-portamiento humano, entonces el concepto de responsabilidad moral quedaba aniquilado, y ésta es verdaderamente una conclusión incompa-tible con el celo moral y el aliento profético que inspira toda la obra y la vida de Tolstoi.

El determinismo tolstoiano ha sido fuente de estupor y casi insupe-rables dificultades para los estudiosos de su obra. Tolstoi sostiene que el hombre no es capaz de moldear el futuro a su imagen, que no puede cons-cientemente producir los resultados que desea de una acción, y de esta lectura de las limitaciones históricas de la acción humana Tolstoi des-prende la teoría de que el curso de la historia está predeterminado desde su comienzo. Ya que no era un fatalista –creía firmemente en la posibili-dad y capacidad de los seres humanos para cambiar sus vidas y ejercer su libre voluntad en la escogencia de diversas alternativas–, Tolstoi no tuvo otro remedio que salir del dilema adoptando la tesis de que sólo «pensa-mos» que somos libres y es esta conciencia de libertad lo que nos permite vivir.22 Cabe preguntarse: ¿Por qué Tolstoi llevó hasta tal extremo sus ar-gumentos?, ¿por qué no dijo que si bien no es posible conocer a plenitud el producto de nuestras acciones cuando implican a otras personas, algu-nos resultados –de acuerdo con experiencias pasadas– son más proba-bles que otros?, ¿por qué no quiso aceptar que algunos hombres son más influyentes que otros, y que así como existe un «espíritu del ejército» o

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Citado por Christian, p. 61. Tolstoi, ob. cit., vol. iii, p. 422.

factor moral colectivo también hay líderes carismáticos y personalidades sobresalientes en la historia? La razón en parte se encuentra en que Tols-toi se hallaba en pugna contra una tradición de interpretación y escritura de la historia que en su opinión debía ser resistida, pues concedía un pa-pel excesivo a los «grandes hombres» dejando de lado las fuerzas anóni-mas de naturaleza social que dinamizan los eventos. Su objetivo de des-truir toda una línea de análisis histórico que divinizaba a los «héroes», llevó a Tolstoi a atribuir la causa de los movimientos históricos no a la vo-luntad de unos pocos líderes sino a los secretos propósitos de la Providen-cia. Esto a su vez le condujo a aceptar la guerra como fruto de esa volun-tad indescifrable. En su obra Sebastopol en mayo, escrita una década antes de La guerra y la paz, Tolstoi había dicho: «O bien la guerra es una locura o bien los hombres que llevan a cabo esa locura no son los seres racionales que por alguna causa creemos que son».23 En La guerra y la paz, Tolstoi por una parte acepta la realidad de la guerra como producto de un desig-nio divino, y por otra la rechaza como contraria a la razón; de allí que no le quedase otro camino que concluir con estas palabras del Primer Epílogo: «Si admitimos que la vida humana puede ser regida por la razón, la po-sibilidad misma de la vida es destruida».24 Tolstoi trató posteriormente de superar las tensiones éticas presentes en su obra a través de la condena total de la guerra y la voluntad de poder, y la adopción de un pacifismo radical. Este intento, como trataré de mostrar posteriormente, no puede considerarse exitoso y deriva en posturas tan extremas en relación con el sentido del desarrollo histórico como las que se exponen en La guerra y la paz. Las raíces de este fracaso se encuentran en un conflicto intelectual, lúcidamente analizado por Isaiah Berlin en su libro sobre Tolstoi, que se manifestó con particular agudeza en la obra y la vida del gran novelis-ta ruso. Tomando como punto de partida una enigmática frase del poe-ta griego Arquíloco, según la cual «el zorro conoce muchas cosas pero el puercoespín conoce una gran cosa», Berlin clasifica a los grandes pensa-dores en «zorros» y «puercoespines». Los primeros persiguen muchos y diversos fines, a veces con escasa relación y mutuamente contradictorios entre sí, carentes de un único principio estético o moral que les conecte. Cubren con amplitud de espíritu la enorme variedad de la experiencia

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25 Christian, p. 161. Véase Isaiah Berlin, The Hedgehog and the Fox. New York: Simon & Schuster, 1953, pp. 72-82.

sin buscar la unificación de sus múltiples aspectos en una estructura ar-moniosa. Por el contrario, los «puercoespines» tratan de ubicar los he-chos dentro de un sistema que les abarque en su totalidad y proporcione unidad a expensas de la complejidad. Según Berlin, Tolstoi era por natu-raleza un «zorro» (como lo son casi todos los grandes talentos literarios) que creía y quería ser un «puercoespín». Tolstoi buscaba leyes históricas que evitasen la influencia de elementos como el azar o la genialidad en la vida, aun cuando esas leyes fuesen incomprensibles. Tolstoi buscaba un propósito definido para la historia aun cuando aceptaba que el mismo se hallaba más allá de nuestro entendimiento. Tolstoi quería que

... el historiador integrase la experiencia a pesar de que toda la evidencia de sus ojos y sentidos contradecía lo que quería creer. No había signos de orden, propósito, armonía, leyes o progreso en su experiencia de la historia contemporánea o en su lectura del pasado. Quizás por esta misma razón se aferraba aún más a la creencia de que esas leyes debían estar allí, pero que los histo-riadores profesionales habían confundido a la gente con un fal-so énfasis y preguntas equivocadas.25

La filosofía de la historia tolstoiana se enraíza en esa necesidad sicoló-gica de un sistema, de un conjunto de leyes, de una estructura, que le con-dujo a una rígida interpretación del arte, la religión y la política. Si bien Tolstoi –después de concluida La guerra y la paz y luego de la crisis espiri-tual que narra en su Confesión–, superó las tensiones éticas que le angus-tiaban mediante una condena radical del poder, la guerra y la violencia y un rechazo de la política, en su nueva postura de pacifismo religioso con-tinuaron manifestándose las dificultades de un pensamiento que quiere someter la realidad a un modelo aparentemente uniforme y firmemente estructurado, pero que sacrifica de hecho la complejidad de la vida.

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26Tolstoi, ob. cit., vol. ii, pp. 486-487.

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Tolstoi quiso demostrar en su gran obra que la influencia aparente de los así llamados «poderosos» en la historia es en realidad una mera ilusión. En su esfuerzo por desmantelar las vacías ambiciones de esos supuestos héroes, Tolstoi llevó sus argumentos a extremos imposibles de reconci-liar con sus valores éticos. Si el papel de Napoleón en la historia no fue más significativo que el del más humilde de sus soldados, y si de hecho cada uno de estos últimos contribuyó de manera mucho más relevante a moldear los eventos que su líder, la condena y el rechazo moral ante lo acontecido debería entonces reservarse precisamente a la actuación de esos soldados quienes fueron los que en concreto llevaron a cabo actos de vandalismo, muerte y destrucción. Desde luego, no es esa la conclu-sión a la que desea llegar Tolstoi. Si bien cree que nadie puede evadir su responsabilidad, no cabe duda de que Tolstoi insiste implícitamente en que los que comandan, dirigen y ordenan, es decir, precisamente los su-puestos «poderosos», son los que mayor responsabilidad tienen. La con-tradicción es insalvable: si Napoleón no ejerció ningún poder su figura no constituye un blanco legítimo de indignación moral; si se puede en justicia censurarle, la razón es que ejerció poder para el mal. En La guerra y la paz Tolstoi condena el poder, sostiene que la guerra es causada por la voluntad de poder en el hombre, pero no llega a condenar la guerra en sí misma. Mas bien, en una significativa escena que tiene lugar en vísperas de la batalla de Borodino, Tolstoi pone en boca del príncipe Andrés Bol-konski estas palabras:

No debemos tomar prisioneros [...] Eso cambiaría toda la gue-rra y la haría menos cruel. Hasta ahora sólo hemos jugado a la guerra y esto es verdaderamente vil. Hemos jugado a ser mag-nánimos [...] Si no existiese tal magnanimidad iríamos a la gue-rra únicamente cuando tuviese sentido ir a una muerte segura como ahora [...] La guerra no es una cortesía sino la cosa más horrible de la vida, y así debemos aceptarlo y no jugar simple-mente a la guerra. Debemos aceptar esta terrible realidad con toda seriedad y firmeza. Todo lo que se requiere es rechazar las falsificaciones y dejar que la guerra sea guerra y no juego.26

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27 Berlin, The Hedgegog..., p. 81.

Este es un pasaje en extremo revelador. Por un lado indica la acep-tación del hecho de la guerra como algo inevitable y como parte de un designio superior; pero por otro lado muestra los peligros de un tem-peramento moral como el tolstoiano: si la guerra existe y es en el fondo censurable, su realidad concreta exige no obstante una respuesta firme y definitiva, sin ambigüedades. No debe jugarse con lo que es intrínse-camente aborrecible pero inevitable. La conclusión de todo esto es que según tales criterios no puede limitarse la guerra, hay que exacerbar la violencia y llevar a su punto máximo la confrontación. No es justo con-siderar que todo lo que dicen los personajes de una obra de ficción como La guerra y la paz forma parte del pensamiento moral de su autor; sin em-bargo, en mi opinión, lo planteado por Tolstoi a través de Bolkonski en el pasaje mencionado ilustra claramente los peligros de una posición ética radical, que quiere rechazar la guerra pero cree que no queda otra salida que aceptarla en toda su realidad, y que entonces, abrumado el moralista por el peso de un hecho aplastante, exige los extremos y pide que se de-rrumben todas las limitaciones. Si la guerra es mala, dice Tolstoi, resulta hipócrita pretender disfrazar de alguna manera su terror, y por este ca-mino se llega a considerar toda limitación como una farsa. Esta línea de pensamiento demuestra que las posiciones éticas extremas pueden en ocasiones convertirse en firmes aliadas de una política del fanatismo.

Tolstoi rechaza en La guerra y la paz la voluntad de poder en el hom-bre, pero no llega a condenar en forma absoluta la guerra pues aún se mueve dentro del marco de una teoría de la «guerra justa». La guerra de Napoleón es mala y censurable, pero no la de Kutuzov. Este último, ade-más, entendió que era un simple peón en las manos del destino. Más tar-de, habiéndose desembarazado ya de los obstáculos que se interponían en su camino de rechazar de plano el poder y la política, Tolstoi abando-nó la idea de que pudiese haber una guerra justa. No obstante, como dice Berlin, «su sentido de la realidad fue hasta el final demasiado devastador para ser compatible con un ideal moral que quisiese construir con los fragmentos en que su intelecto seccionaba al mundo, y sin embargo, de-dicó toda su fuerza y voluntad a negar ese hecho a lo largo de su vida».27 Tolstoi, el gran novelista y agudísimo observador de las complejidades de la vida humana, sabía que del caótico devenir histórico no podían ex-traerse esa unidad y ese propósito a que aspiraba; pero Tolstoi el moralis-

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28Citado por Georg Lukács, The Historical Novel. Harmondsworth: Penguin Books, 1969, p. 379.

ta quería integrar la realidad y la experiencia y someterlas dentro de un marco rígido de inflexibles principios y rechazos totales.

Sobre los «grandes hombres» y el papel del individuo en la historia, es interesante destacar cierto paralelismo entre las ideas de Tolstoi y la visión marxista acerca del tema. Los exponentes del materialismo histó-rico siempre han tendido a minimizar el rol del individuo en los procesos históricos, y le han atribuido un carácter bastante secundario al papel de determinadas personalidades en el curso de los eventos. Según Engels:

El que este o aquel hombre en ese momento particular surja y se destaque en un país dado, es desde luego puramente accidental. Pero si se le elimina habrá demanda por un sustituto y se le halla-rá, bueno o malo, pero a largo plazo se le hallará. El que Napoleón, ese particular nativo de Córcega, hubiese sido el dictador militar que la República francesa –exhausta por su propia guerra– había hecho necesario fue por supuesto un accidente; pero si Napoleón hubiese faltado otro habría tomado su lugar, y así lo demuestra el hecho de que el hombre adecuado siempre se ha encontrado cuando era necesario: César, Augusto, Cromwell, etc.28

En su visión histórica Tolstoi también minimiza la importancia de lo que es personal y único, coloca al individuo a merced de fuerzas y totali-dades superiores y reduce su papel al de actor inconsciente en un drama prefijado. A mi modo de ver, tanto las tesis marxistas como las tolstoia-nas –que se derivan de una creencia en la primacía absoluta de las «fuer-zas» que enmarcan la acción individual– son exageradas en su disminu-ción de la importancia del rol del individuo. Sobre este punto comparto la opinión más equilibrada del historiador británico E. H. Carr, quien sostiene lo siguiente en su libro ¿Qué es la historia?:

El gran hombre es siempre representativo de fuerzas existentes o de fuerzas que coadyuva a crear, desafiando a la autoridad vi-gente. Pero tal vez deba reconocerse el más alto grado de capaci-dad creadora a los hombres que, como Cromwell o Lenin, con-tribuyeron a moldear las fuerzas que les hicieron grandes, y no aquellos que cabalgaron hacia la grandeza montados en fuerzas

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E. H. Carr, ¿Qué es la historia? Barcelona: Seix Barral, 1969, pp. 72-73.Sampson, p. 166.

ya existentes, como Napoleón o Bismarck. Como tampoco de-bemos olvidar a aquellos grandes hombres que de tal modo se adelantaron a su época que su grandeza sólo fue reconocida por las generaciones posteriores. Lo que me parece esencial es ver en el gran hombre a un individuo destacado, a la vez producto y agente del proceso histórico, representante tanto como crea-dor de fuerzas sociales que cambian la faz del mundo y el pensa-miento de los hombres.29

En otras palabras, es necesario reconocer tanto el rol destacado y la influencia especial del hombre fuera de lo común en los procesos históri-cos, así como también el hecho de que esos hombres son moldeados, en mayor o menor grado, por las situaciones que heredan y el marco social en que actúan.

Los problemas y contradicciones del análisis tolstoiano sobre el ejer-cicio del poder se presentan también en su interpretación del rol histó-rico de aquellos que se someten al poder. Por un lado, como señala lú-cidamente Sampson, Tolstoi asevera que los supuestos «comandantes» de hecho no comandan ni sus órdenes tienen verdadero efecto, en parti-cular en medio de una batalla que se compone de innumerables eventos caóticos y donde los hombres –enfrentados a la posibilidad de morir– se hacen aún más incontrolables e impredecibles. No obstante, Tolstoi igualmente afirma, en contradicción con lo anterior, que el poder de la disciplina militar es tal que impide al soldado individual abstenerse de atacar cuando todos lo que le rodean así lo hacen, o rechazar la huida si sus compañeros escapan al peligro o se rinden.30 Tolstoi ofrece como ejemplo de una situación límite de ausencia de libertad y sujeción al po-der de otros el caso del soldado en su regimiento, y esto no puede recon-ciliarse con la idea de que en la guerra la voluntad de los comandantes no tiene relevancia.

En resumen, La guerra y la paz, además de ser una poderosa obra lite-raria, brillantemente escrita por un talento superior, contiene también una filosofía de la historia y una visión del sentido de la acción humana. En su novela Tolstoi lucha por presentar una interpretación coherente de las causas de la guerra y de los dilemas éticos que se derivan de los

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Max Weber, Essays in Sociology. New York: Oxford University Press, 1964, p. 126.R. V. Sampson, Introducción a su traducción del ensayo de

Tolstoi: The Inevitable Revolution. London: Housemans, 1975, p. 3.

conflictos sociales y las relaciones individuales. Literariamente, desde su publicación inicial, La guerra y la paz ha sido siempre considerada una obra maestra; sin embargo, el titánico esfuerzo de Tolstoi en esa obra ex-traordinaria por superar las tensiones de su pensamiento ético y político puede considerarse fallido. Es en su siguiente etapa de desarrollo cuan-do las dificultades e implicaciones de ese pensamiento se muestran con toda claridad.

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«Aquel que quiere la salvación del alma no debe buscarla en el camino de la política, pues las exigencias de esta última sólo pueden ser enfrentadas a través de la violencia».

Max Weber31

«La verdad es que nunca estamos justificados en recurrir a la violencia».

R. V. Sampson 32

Tolstoi pertenecía a esa compleja, fervorosa y trágica clase de hombres para los cuales los dilemas morales sólo se resuelven a través de escogen-cias radicales, francas, definitivas. Son hombres que ante la lucha entre lo perfecto y lo imperfecto son incapaces de asumir una postura de sano escepticismo, y de reconocer que la debilidad y la fortaleza coexisten en la vida del individuo; hombres que prefieren elegir de una manera deci-siva en el plano moral, aunque el mundo les contradiga a cada instante.

La inquietud moral se deriva de una sed de justicia y de un ideal de perfección; la política es a la vez lucha por el poder e intento de construir

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G. Ritter, p. 103.Nicolás Maquiavelo, El Príncipe. Madrid: Revista de Occidente, 1955, pp. 342-343.

un orden de convivencia, un orden de paz entre los hombres. Existe en la política una inevitable dimensión polémica, que gira en torno a un poder siempre cuestionado; pero el conflicto no agota la idea de política, ya que ésta también incluye propósitos que trascienden los enfrentamientos y se dirigen a un fin superior. La exigencia moral, en sí misma, es uniforme y se postula en función de fines últimos; la política se mueve entre dos polos: de un lado, la lucha y el conflicto; de otro, el orden, la armonía, la convivencia pacífica de la comunidad. Ritter ha hablado de la «antino-mia de lo político», de esta tensión entre una realidad de poder, coacción y violencia y una aspiración de armonía y justicia, y concluye que: «La cuestión de la relación que uno de estos elementos de la política haya de guardar con el otro es un problema que no puede ser nunca resuelto de modo definitivo teóricamente y que sólo es susceptible de solución me-diante la decisión práctica».33

Existe entonces una cuestionabilidad originaria de la relación entre ética y política, y la idea misma de política es problemática. Como plan-tea Aranguren en su libro Ética y política, tal cuestionabilidad puede ser vivida y pensada de cuatro modos fundamentales. En primer lugar, para el «realismo político», moral y política son términos incompatibles, y la intromisión del elemento ético dentro del terreno político sólo puede ser perturbador. Para actuar con eficacia en política es necesario prescindir de la moral, pues como dice Maquiavelo en El Príncipe: «Tanta es la dis-tancia entre cómo se vive y cómo se debería vivir, que quien prefiere a lo que se hace lo que debería hacerse, más camina a su ruina que a su pre-servación, y el hombre que quiere portarse en todo como bueno, por ne-cesidad fracasa ante tantos que no lo son, necesitando el príncipe que quiere conservarse aprender a poder no ser bueno...».34

El segundo modo de entender la relación entre ética y política conduce al intento de superar el carácter antinómico de la idea de política median-te el rechazo al poder. Debido a que no es posible eliminar de la política el elemento de poder, y que poder significa violencia abierta o velada, esta segunda postura repudia la política con base en principios morales ab-solutos. Esta es la posición de Tolstoi, para quien «La base del poder es la violencia corporal». Para Tolstoi la política es un dominio de «suciedad» moral; esta idea es explicada por el teólogo protestante Reinhold Niebuhr,

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Reinhold Niebuhr, «Christian Faith and Political Controversy», en Christianity and Crisis, 13, July 1952. Jean Paul Sartre, Teatro, 1, Buenos Aires: Losada, 1978, p. 298.

para quien el mal en la política no puede ser «localizado», la contagia en su totalidad y por ello el «bien» político es un ideal inaccesible.35 Esta concepción y la anterior coinciden en cuanto a la presunta imposibili-dad de conjugar lo ético y lo político. La tensión se considera insoluble y se opta por escoger un camino de manera radical y sin ambigüedades: la pureza moral no puede mezclarse con las impurezas políticas.

La literatura contemporánea ha dibujado con excepcional lucidez los dilemas entre ética y política. En su pieza teatral Antígona, Jean Anouilh muestra por una parte a una heroína que representa el absolutismo ético: es unívoca, clara, rechaza el mal y muere, condenándose a la ineficacia en aras de la pureza de los principios. Por otra parte está Creonte, quien per-sonifica la actitud «política»: responde afirmativamente a una realidad «sucia»; alguien tiene que asumir el oficio –esencialmente impuro– de gobernar y ejecutar sanciones para asegurar una tolerable vida en común. La realidad concreta es constitutivamente impura y rechazarla equivale a evadirse.

En Las manos sucias, el revolucionario lleno de ideales y ansioso de «purificar» el mundo se paraliza a la hora de pasar a la acción al constatar que a veces la eficacia exige comprometer la limpidez de los principios. Para Hugo «no todos los medios son buenos»; Hoederer, el «político prác- tico» le responde: «Todos los medios son buenos cuando son eficaces», y le increpa:

¡Cómo te importa tu pureza [...] Qué miedo tienes de ensuciar-te las manos!... La pureza es una idea de fakir y de monje. A us-tedes, los intelectuales, los anarquistas burgueses, les sirve de pretexto para no hacer nada [...] Yo tengo las manos sucias has-ta los codos. Las he metido en excremento y sangre. ¿Y qué? ¿Te imaginas que se puede gobernar inocentemente? 36

Para Hoederer, la política exige eficacia, aun a costa de principios mo-rales idealmente rectos y plenamente consecuentes, que no pueden co-locarse por encima de toda situación concreta.

Con diferencias de estilo y acento, pero de acuerdo en lo sustancial, un autor contemporáneo, Maurice Merleau-Ponty, en su libro Humanis-

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Maurice Merleau-Ponty, Humanismo y terror. Buenos Aires: La Pléyade, 1968, pp. 26-29. José Luis Aranguren, Ética y política. Madrid: Guadarrama, 1968, p. 66.

mo y terror, comparte la visión tolstoiana de una total incompatibilidad entre pureza moral y eficacia política:

La acción política es en sí impura, porque es acción de uno sobre otro y porque es acción entre varios [...] Nunca dijimos que toda política que triunfe fuese buena. Hemos dicho que una política para ser buena tiene que triunfar. Nunca dijimos que el triunfo significase todo; hemos dicho que el fracaso es una falta o que en política no existe el derecho a equivocarse, y que sólo el éxito torna definitivamente razonable lo que al principio era audacia y fe. La maldición de la política consiste precisamente en esto: que debe traducir los valores en el orden de los hechos.37

Para Merleau-Ponty es iluso creer en la posibilidad de una vida polí-tica moral y no violenta; la violencia está en las raíces mismas del poder y por lo tanto en los orígenes de todos los sistemas de dominación política, no importa su signo ideológico. Lo que ocurre es que los regímenes po-líticos ya constituidos dejan atrás, a sus espaldas, la violencia inicial de cuyo vientre nacieron; continúan, sin embargo, haciendo uso de la vio-lencia pero ésta no se da en forma abierta, elemental y descarnada sino que se encuentra convertida en ley y sancionada por el derecho. No es posible, para Merleau-Ponty, elegir dentro de la política entre violencia y pureza, sino sólo entre distintos tipos de violencia.

Ahora bien, las dos alternativas ya esbozadas no agotan los posibles modos de relación entre ética y política. Ante las posiciones que, como las anteriores, resuelven el dilema, escindiendo de forma radical y abrien-do una brecha insalvable entre los términos que le componen, se encuen-tran otras dos alternativas. Por una parte, la del hombre que entiende que tiene que ser moral y que también tiene que ser político, y sabe que no puede serlo conjuntamente. Lo característico de esta posición es el sen-tido trágico del desgarramiento; el hombre que la asume se ve «condena-do a inhabilidad y fracaso políticos por intentar responder a la demanda moral; condenado moralmente porque, en definitiva, el simple hecho de entrar en el juego político es ya inmoral».38 Por último, la cuarta concep-

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Ibid. Max Weber, El político y el científico. Madrid: Alianza Editorial, 1972, p. 162.

ción se asemeja a la tercera en cuanto que también acepta ambos térmi-nos de la ecuación ética-política, pero no supone la imposibilidad abso-luta de reconciliarlos sino la problemática que se deriva de la presencia de la dimensión ética en la lucha política. Ya no se trata de un sentido «trágico» de la relación sino de una vivencia «dramática» de la misma. La moralidad política es ardua, compleja, difícil, nunca lograda plena-mente: «La auténtica moral es y no puede dejar de ser lucha por la moral. Lucha incesante, caer y volverse a levantar, búsqueda sin posesión, ten-sión permanente y autocrítica implacable».39 Hacer las exigencias éticas compatibles con los requerimientos políticos es un camino sin final defi-nido, una tarea inacabable que entiende la vida moral como permanente lucha moral, no como instalación, de una vez por todas, de una realidad de perfección, que no sería humana.

En esta tendencia de no admitir una presunta superación del dilema moral-política mediante la supresión de uno de sus aspectos, la posición más matizada, sofisticada, y a mi modo de ver más lúcida, es la de Max Weber. La conciencia del carácter antinómico de la idea de política se en-cuentra en su punto más alto en la sociología de Weber, quien distingue entre una «ética de la responsabilidad», la cual juzga no según la inten-ción exclusivamente, sino también según las consecuencias de los actos, y una «ética de la convicción» que deposita toda la fe en el respeto incon-dicional de los valores, sean cuales fueren las consecuencias. Weber no llega a una escogencia definitiva; su propósito no es elegir un camino sino dilucidar una situación. La ética absoluta o –en palabras de Weber– «acósmica», nos ordena «no resistir el mal con la fuerza», pero «para el político lo que tiene validez es el mandato opuesto: has de resistir el mal con la fuerza, pues de lo contrario te haces responsable de su triunfo».40 No se trata de que la ética de la convicción sea idéntica a la falta de res-ponsabilidad, o la ética de la responsabilidad a la ausencia de convic-ción y un crudo realismo político; pero no cabe duda de que existe una gran diferencia entre actuar de acuerdo con las máximas del Sermón de la Montaña y su mandato de obrar bien y dejar los resultados en manos de Dios, o actuar según las orientaciones de una ética de la responsabili-dad, que exige tener presentes en todo momento las consecuencias pre-

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Ibid., p. 165. Ibid., p. 166.

visibles de la acción política: «Ninguna ética del mundo puede eludir el hecho de que para conseguir fines “buenos” hay que contar en muchos casos con medios moralmente dudosos, e incluso peligrosos, y con la posibilidad e incluso la probabilidad de consecuencias laterales moral-mente malas».41 La moral de Cristo: dar la otra mejilla, no tiene cabida en el terreno de la política; equivale –si no es santidad– a una falta de dignidad, y el hecho es que la santidad no es un elemento constitutivo en la vida de las colectividades.

Weber no rechaza de plano una ética de la convicción; simplemente piensa que ésta no debe convertirse en rectora de la acción política. Es en torno al problema de la santificación de los medios por el fin donde se da forzosamente la quiebra de cualquier moral de la convicción, a la cual no le queda otro remedio que condenar toda acción que utilice medios mo-ralmente peligrosos. El político debe moverse en un territorio de realida-des, no en un universo de buenos deseos; la política tiene limitaciones, la ética de las convicciones absolutas e inflexibles no tiene restricciones y lo reclama todo, pues en verdad se agota en sí misma. Ahora bien, como ha dicho Kissinger, «La pretensión misma de superioridad moral conduce a la erosión de toda restricción moral», y es un hecho incontrovertible que

–en palabras de Weber– «En el terreno de las realidades vemos una y otra vez que quienes actúan según una ética de la convicción se transforman súbitamente en profetas quiliásticos; que, por ejemplo quienes repetida-mente han invocado “el amor frente a la fuerza”, invocan acto seguido la fuerza, la fuerza definitiva que ha de traer consigo la aniquilación de toda violencia...».42 La ética de la convicción es una ética del extremismo, cuya aparente sobriedad, aplicada al campo de la política, puede generar los más nefastos radicalismos.

«Quien opera conforme a una ética de la convicción –dice Weber– no soporta la irracionalidad ética del mundo», y ésta fue precisamente la tragedia íntima de Tolstoi. La revolución moral le condujo a radicalizar su propia postura ética hasta el punto de rechazar cualquier acción que pudiese contener un elemento de violencia, no importa que fuese en res-puesta a otra violencia originaria. En su Confesión, un libro verdadera-mente admirable por su sinceridad y poder expresivo, Tolstoi describe el

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Leon Tolstoi, A Confession. Oxford: Oxford Classics, 1971, pp. 316-318. L. Tolstoi, The Kingdom of God and Peace Essays. Oxford: Oxford Classics, 1960, p. 264.

L. Tolstoi, On Civil Disobedience and Non-Violence. New York: The New American Library, 1968, p. 87.

camino que le llevó a adoptar una férrea ética de la convicción. La lectura de un pasaje del Evangelio en el cual Cristo ordena «no ofrecer resisten-cia ante aquel que hace el mal» fue decisivo.43 Tolstoi hizo suyo ese prin-cipio, según el cual no debe oponerse ninguna resistencia al mal, no debe jamás devolverse violencia con violencia, y a través de su peculiar inter-pretación de la ética cristiana el pacifismo alcanzó en nuestro tiempo el rango de una coherente filosofía social. En manos de Gandhi, su más descollante discípulo, el pacifismo llegó a ser una doctrina y una postura de reforma práctica en un vasto país como la India; aunque, como se verá más adelante, hay diferencias importantes entre las perspectivas de am-bos hombres.

Para Tolstoi, el conflicto fundamental se planteaba entre la concien-cia ética de cada individuo y el poder del Estado y de la estructura social dominante. En su opinión, antes de intentar transformar el medio social objetivo era indispensable modificar la conciencia moral de cada cual y su conducta personal; de esa manera, con la acumulación de esfuerzos individuales, el pacifismo cambiaría el curso de la historia. Como lo afir-ma en su libro El reino de Dios está dentro de ti, «la liberación de los hom-bres sólo se hará realidad a través de la emancipación de cada individuo por separado».44 La columna vertebral del pacifismo tolstoiano es la doctrina de la no violencia; la liberación humana de las cadenas opreso-ras del Estado y de la desigualdad no se logrará a través de la lucha políti-ca o mediante cualquier acción que implique violencia, sino a través de una comprensión diferente de la vida. Tolstoi se convenció a sí mismo de que ese proceso de renovación espiritual de los hombres era indetenible, y que se generalizaría de tal forma que nada impediría el derrumbamien-to de los mecanismos de opresión existentes: «El progreso de la huma-nidad –dice en su ensayo sobre Patriotismo– desde las viejas a las nuevas opiniones debe sin duda tener lugar. Este cambio es tan inevitable como la caída de las últimas hojas secas al comenzar la primavera...».45 Para Tolstoi el fin de todas las instituciones basadas en la violencia se produci-ría simplemente mediante la toma de conciencia racional de parte de los seres humanos de la maldad de la opresión: «Está llegando el día, y ese

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Tolstoi, The Kingdom of God, p. 330. Tolstoi, On Civil Disobedience, pp. 178-179. Ibid., p. 98. L. Horowitz, La idea de la guerra y la paz en la filosofía contemporánea. Buenos Aires: Galatea, 1960, p. 42.

momento inevitablemente llegará, cuando todas las estructuras funda-das sobre la violencia desaparecerán porque para todos se ha hecho obvio que son inútiles, estúpidas y dañinas».46

Según Tolstoi, la existencia de esas instituciones, la presencia históri-ca de la violencia y la opresión no son el resultado de luchas y conflictos enraizados en intereses divergentes, sino el producto de un «engaño» de los poderosos sobre los débiles:

Si la paz no ha sido aún establecida, no es porque no exista entre los hombres el universal deseo de lograrla [...] sino sólo por la influencia de un engaño mediante el cual los hombres han sido y son persuadidos de que la paz es imposible y la guerra indis-pensable. Por lo tanto, para establecer la paz entre los hombres [...] no es necesario inculcar en ellos nada nuevo sino sólo librar-los del engaño que les sujeta y les lleva a actuar contrariamente a sus deseos. Este engaño se muestra cada día con mayor claridad y en nuestro tiempo basta con un pequeño esfuerzo para que los hombres se desprendan por completo de él.47

Tolstoi asume un principio de buena voluntad, y supone que para eli-minar la guerra y la violencia es suficiente con rechazarlas: «Para lograr que aquellos que no quieren la guerra no la hagan, no es necesario contar con leyes y arbitraje internacionales, tribunales o soluciones de proble-mas; lo que en realidad se requiere es que aquellos sometidos al engaño se levanten y liberen del hechizo o ilusión en que se encuentran».48

El análisis de Tolstoi no se fundamenta en consideraciones empíricas, sino en una visión ideal que suplanta la realidad. Como lo dice Horowitz, en Tolstoi «el análisis fáctico no sirve más que como paisaje de fondo de su explicación racionalista de la existencia y esencia humanas».49 Es ob-vio que Tolstoi se equivoca al aceptar como una especie de ley general de la naturaleza humana un principio de buena voluntad. Tan errado es el radicalismo de Maquiavelo en El Príncipe cuando afirma que «los hombres siempre serán malos si la necesidad no les obliga a ser buenos»,

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50Citado por Horowitz, pp. 106-107.

como la convicción tolstoiana de que sólo un engaño aparta a los seres humanos del camino de la paz. Tolstoi argumenta que esa paz se logrará, sin duda, a través de la adopción por la generalidad de los hombres de los postulados pacifistas; no obstante, los hechos demuestran que no exis-te, ni está en vías de producirse, un apoyo masivo a la doctrina pacifista. Cuando Tolstoi escribía con su inalterable y empíricamente endeble op-timismo, que en nuestro tiempo sólo se requería un pequeño esfuerzo para acabar de una vez con las ilusiones belicistas, se tejía al mismo tiem-po la compleja red de conflictos que desembocaría en la Primera Gue-rra Mundial. La posición de Tolstoi tiene el grave defecto de alejarse por completo de las realidades concretas, de aspirar a conversiones espiri-tuales sin referencia a los antagonismos materiales, políticos e ideoló-gicos que separan a los hombres y a los que no tiene sentido calificar de «engaños» y rechazarles de un plumazo. La paz, la convivencia armóni-ca son, por supuesto, metas altamente deseables; pero no podrán con-quistarse con base en ilusiones sino sumergiéndose en las complejida-des de la vida política, con todas sus ambigüedades y contradicciones. En este punto se halla la diferencia entre Tolstoi y Gandhi, su discípulo. Para Tolstoi la política es un dominio totalmente condenable desde una perspectiva ética; Gandhi, por el contrario, quiso demostrar la compati-bilidad del pacifismo con una vida política intensa, de allí que escribiese en su Autobiografía:

... uno debe ser capaz de amar a la partícula más insignificante de la creación tanto como a uno mismo; y quien a eso aspira no puede darse el lujo de mantenerse ajeno a ningún aspecto fun-damental de la vida. A ello se debe que mi devoción por la ver-dad me haya conducido al terreno de la política, y puedo decir sin la menor vacilación y al mismo tiempo con la mayor humil-dad que quienes dicen que la religión no tiene nada que ver con la política no saben lo que significa religión.50

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51 Ibid., p. 42.

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La enorme sed de justicia de Tolstoi y su repudio a la explotación del hombre por el hombre se expresó finalmente en una postura tan rígida moralmente como políticamente ineficaz. En La guerra y la paz el mal era inescrutable, y las acciones de los individuos meros subproductos de una voluntad superior. Luego de su crisis religiosa, en lugar de abrazar una posición que colocase al individuo ni como títere ni como artífice om-nipotente, y que tomase en cuenta las limitaciones y la complejidad de la acción humana y de los procesos históricos, Tolstoi se aferró a nuevos dogmas con el mismo vigor y apasionamiento que recorren la totalidad de su obra. La visión moral de Tolstoi es absolutista, en el sentido de esta-blecer una insuperable separación entre lo que es realmente accesible en el terreno de las luchas históricas y lo que es éticamente valioso en el nivel de los principios. Ello se deriva de considerar la fuerza, el poder y la auto-ridad como algo malo en forma absoluta, sin tomar para nada en cuenta las causas y consecuencias de su empleo en circunstancias históricas de-terminadas. Resulta por tanto sin importancia para Tolstoi indagar so-bre una base moral los antecedentes e impacto histórico de sus creencias pacifistas, o los posibles efectos prácticos de su doctrina en un mundo en que la fuerza y la coacción están presentes, con mayor o menor intensi-dad, en buena parte de los asuntos humanos, y donde juegan papel rele-vante otros valores. El núcleo ético del pacifismo es monista y no admite una pluralidad de interpretaciones; en él historia y moral se separan.

De cierta manera –como señala Horowitz– el pacifista sostiene que aquello que desean los seres humanos puede ser logrado ipso facto en la vida práctica: al hacerlo, el pacifismo invierte las relaciones entre hecho y valor. Y debe hacerlo necesariamente, ya que sostiene como significati-vo el objetivo de la paz antes que las bases materiales para su obtenibili-dad. El admitir que pueda haber una condición bajo la cual la paz no sea accesible significa descartar la afirmación del valor absoluto de la armo-nía universal, porque revelaría una incongruencia incompatible con la idea de que lo deseable es siempre obtenible.51

No se hace una injusticia al pensamiento de Tolstoi si se afirma que sus ideas acerca de una transformación radical de la sociedad, el Estado y

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52Henry A. Kissinger, Un mundo restaurado. México: Fondo de Cultura Económica, 1973, p. 243.

las relaciones internacionales, a través de un cambio en la conciencia in-dividual –cuyos posibles orígenes no son explicados con claridad– pecan de excesiva ingenuidad. El problema de una ética de la convicción está en la negación de los matices, la condena de la historia. El testimonio moral es tomado como tribunal inapelable con fundamentos puramente intui-tivos, sin posibilidad de invocar la evidencia empírica, de calibrar el peso de las realidades, las complejas motivaciones de la sicología humana y las determinaciones del comportamiento social. En última instancia, la negativa a cuestionar las creencias éticas de acuerdo con la cambiante multiplicidad de los hechos constituye una versión del dogmatismo, a la que Tolstoi no es ajeno.

Para vivir entre hombres no es posible rechazar la política como algo inhumano, pues ésta no tiene tan sólo que ver con una lucha por el poder sino que persigue un objetivo hondamente humanista: la creación de un orden de convivencia y paz para el desarrollo armonioso de la vida en co-mún. Ahora bien, el valor de la paz no puede separarse de otros objetivos sociales, económicos, ideológicos y culturales de grupos sociales e indi-viduos; la idea de paz forma parte del amplio contexto de la evolución humana, y sólo colocándola en ese marco es posible evitar el dogmatis-mo inherente a los sistemas éticos absolutos. Como bien apuntaba We-ber, una ética absolutista de la convicción degenera con facilidad en fuer-za conflictiva e intolerable; de la diferencia profunda entre la ética de la convicción y de la responsabilidad se desprende el choque entre el profe-ta, que responde a los valores y no a la historia, y el político, que entiende las limitaciones de la acción humana en la historia pero debe luchar para que no le aprisionen. En palabras de Kissinger:

El estadista vive en el tiempo; su prueba es la permanencia de una estructura bajo presión. El profeta vive en la eternidad que, por definición, no tiene una dimensión temporal; su prueba está inherente en su visión [...] Para el estadista, la negociación es la esencia de la estabilidad, porque simboliza el ajuste de pre-tensiones en conflicto y el reconocimiento de la legitimidad; para el profeta es el símbolo de la imperfección, de motivos im-puros que frustran la bienaventuranza universal.52

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53 Leon Tolstoi, Recollections and Essays. Oxford: Oxford Classics, 1961, p. 177.

La política exige compromiso, aceptación de la diversidad del mun-do; la pretensión de verdad absoluta es un rechazo al fluir de las relacio-nes humanas y una simplificación de los procesos históricos. En la vida, la valoración debe venir antes que el juicio; en la doctrina pacifista, un juicio inflexible antecede a toda evaluación concreta, que de hecho no existe. Pero no basta con repudiar la guerra y ansiar la paz; se hace nece-sario, también, luchar por la paz.

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En las páginas precedentes he intentado mostrar las dificultades y con-tradicciones presentes en la visión histórica de Tolstoi, así como el carác-ter unilateral de su filosofía política y de su postura moral, que le lleva a un rechazo radical de la acción política y por lo tanto de la historia mis-ma. La grandiosa personalidad literaria de Tolstoi, su honestidad inte-lectual y su coraje ético no deben impedir un severo juicio de su actitud hacia la política, y de su desdén con respecto a las complejas y exigentes tareas que debe afrontar el estadista.

En un ensayo de 1898 Tolstoi escribió que «Nunca ha habido ni pue-de haber una vida sin autocontrol [...] y el logro de la perfección debe comenzar con ello».53 Lamentablemente, en cuanto a su perspectiva in-telectual y su postura ética, Tolstoi no hizo caso a sus propias palabras, al adoptar una senda de progresiva radicalización que le hizo perder de vista la naturaleza ambivalente de la política, que como la vida misma

–tan magistralmente dibujada en sus novelas– no se agota en una sola dimensión. Resulta paradójico que un autor de la profundidad sicológi-ca de Tolstoi, creador de personajes tan complejos como Ana Karenina y Pierre Bezukhov, no haya extraído de la variedad vital que pintaba en sus obras la conclusión de que no existe una sola perspectiva para juzgar la acción política, y que la relación entre ética y política no es siempre cla-ra y uniforme sino que usualmente es oscura y complicada; que, como lo expresa Niebuhr, «La política será hasta el fin de la historia un área de

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Reinhold Niebuhr, Moral Man and Inmoral Society. New York: Scribner, 1949, p. 4. R. V. Sampson, Igualdad y poder. México: Fondo de Cultura Económica, 1975, p. 23.

G. Ritter, pp. 102-103.

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encuentro entre conciencia y poder, donde los factores éticos y coerci-tivos de la vida humana se interpenetrarán para producir sus difíciles y tentativos compromisos».54

Para Tolstoi y sus discípulos, contrariamente a Niehbur, moral y po-lítica no pueden coexistir, y – según lo expone uno de los más lúcidos se-guidores de Tolstoi en nuestros días– «el creer en la posibilidad de acre-centar el bienestar humano mediante la persecución del poder político es en sí el más grande factor ilusorio que impide ese bienestar. Es lo que pro-porciona al individuo la excusa más plausible y más ampliamente dis-ponible para justificar la no realización de los cambios necesarios para eliminar las contradicciones de su propia vida».55 El error de este punto de vista descansa en desconocer que la política, como «arte de lo posible», se orienta hacia la mediación de oposiciones y el equilibrio de intereses divergentes que son reales, surgen de conflictos entre individuos y gru-pos sociales, y tienen necesariamente que tomarse en cuenta y afrontar-se si es que ha de ser posible una vida en común soportable y civilizada. Tan propio de la política es ser potencia luchadora como el ser poder or-denador, que fundamenta la paz entendida como equilibrio y el derecho concebido como conjunto de reglas para la coexistencia en sociedad.56 Preocuparse únicamente de los valores éticos y excluir toda actividad práctica en la dimensión política es abdicar la responsabilidad humana de intervenir en la historia y dirigir, en la medida de lo posible, el curso de los acontecimientos. Por otra parte, acumular poder y capacidad de coacción sin ocuparse de sus fines éticos es tomar un rumbo de corrup-ción moral, degeneración personal y, seguramente, fracaso político. La obsesión con los valores morales sin una honda preocupación por su ins-trumentación concreta en un mundo imperfecto es, en última instancia, una actitud conducente al deterioro ético, por su carencia de un interés práctico en el camino que tome la sociedad. De igual forma, la obsesión por el poder político sin una constante preocupación por sus fundamen-tos éticos y el grado de su aceptación por parte de la comunidad, lleva a la inevitable agudización de los conflictos. La acción política, en el plano interno e internacional, debe asumir entonces un carácter diagonal, y los fines éticos deben hacerse más ambiciosos a medida que se incrementa

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57 Michael Howard, «Ethics and Power in International Policy», International Affairs, 53, 3, July 1977, pp. 374-375.

la capacidad política. Mientras mayor sea el poder del actor político más elevada debe ser su conciencia moral.

Al seguir su curso, el estadista es como un piloto que ve una brújula de cuya dirección central no debe separarse si aspira lograr sus propó-sitos. Una preocupación excesivamente rigurosa por principios mora-les absolutos puede reducir o destruir su capacidad de actuar de mane-ra efectiva. Sin embargo, si bien ignorar esas normas puede reportarle ventajas a corto plazo, tales prerrogativas serán logradas a costa de una reducción de su capacidad global para operar eficazmente en un mundo integrado por Estados que funcionan como entidades morales y no sólo militares; Estados cuya autoridad depende tanto de la capacidad coacti-va como de la aceptabilidad moral.57

La política y la guerra no son solamente potencias destructivas, sino que son realidades históricas capaces de operar creativamente en deter-minadas condiciones. Este hecho no debe idealizarse, ni convertirse en la base de una filosofía de la guerra como «partera de la historia», sino que debe ubicarse dentro de una visión de la política como resultado de un impulso de poder y un proyecto moral.

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El hombre puede ser visto como un «sistema» con objetivos múltiples, de diversa jerarquía y muchas veces contradictorios entre sí. Es posible, desde luego, encontrar ciertos individuos que sustentan valores con alto grado de coherencia, ausencia de conflictos y un riguroso orden de prio-ridades entre ellos. No obstante, para gran número de hombres, que son perfectamente normales y no se encuentran en estados síquicos patoló-gicos, el universo de sus valores no se ordena en forma totalmente lógica, y pueden sostener valores que se excluyen mutuamente sin por ello de-jar de ser tales valores. Paradójicamente, el hombre plenamente racional, que sustenta un conjunto de principios éticos universales y rígidamente jerarquizados, y actúa constantemente de acuerdo con ellos, puede ser

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58Juan Carlos Rey, Individualismo vs. holismo en el estudio de sistemas complejos, 1979, (mimeo), p. 20.

calificado de fanático, ya que aunque cualquier persona puede vivir si-tuaciones extremas y relativamente transitorias, en que uno de sus obje-tivos se convierte en prioritario o predominante, cuando tal situación se transforma en permanente, estamos en presencia de una personalidad patológica. En política, la «plena racionalidad» lleva, en el plano perso-nal, al fanatismo y, a nivel del Estado, a los procedimientos de gobierno «de emergencia» (si el predominio del objetivo único es meramente tran-sitorio) o a los regímenes autoritarios y totalitarios (si es permanente). En términos técnicos tal procedimiento se llama «suboptimización», es decir, lograr la máxima eficacia en uno de los objetivos a costa de los otros o privilegiar unilateralmente a uno de los parámetros del sistema.58

Por fortuna, hay un punto medio entre el fanático que actúa con ra-cionalidad plena en función de un único objetivo y el individuo de perso-nalidad fragmentada que obra de manera irracional; esa área intermedia está constituida por gran número de personas que actúan con racionali-dad limitada, es decir, con la flexibilidad que exige la existencia humana en sociedad para adaptarse a los cambios en las circunstancias históricas, sin simplificar los complejos requerimientos de supervivencia en comu-nidad con otros individuos y en las relaciones entre Estados. Tolstoi re-chazaba esa flexibilidad en aras de valores jerarquizados en forma estric-ta e inalterablemente sostenidos en todos los casos.

Para Tolstoi la paz era un objetivo supremo; pero aun este valor, tan nítidamente positivo en apariencia, puede interpretarse en formas di-versas. Para algunos podría definírsele negativamente como ausencia de hostilidades armadas; para otros significa un estado del alma, una si-tuación del individuo; otros más entienden la paz como una economía mundial integrada y establecida sobre la cooperación. Ahora bien, el sig-nificado de la paz se deriva de su relación con los distintos niveles de or-ganización de la vida. En un cierto nivel, la paz puede ser lograda en un plano puramente individual sin referirse necesariamente a una comuni-dad de hombres o a un sistema de Estados amantes de la paz. A otro nivel, la paz puede considerarse sólo como una condición social sin que la mis-ma implique una íntima serenidad del individuo. Por otra parte, la paz a nivel internacional, la paz entre naciones soberanas no implica de mane-ra causal que haya paz dentro de cada nación, pues de hecho una guerra civil o de índole religiosa puede estar tan confinada dentro de los límites

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de un país en particular que no represente una seria amenaza para la paz mundial.59 Tolstoi entendía la paz esencialmente como un problema in-dividual, y esa comprensión de su significado queda plasmada en el títu-lo del libro de uno de sus intérpretes, R. V. Sampson, ya citado en este es-tudio: Tolstoi: el descubrimiento de la paz.

A mi modo de ver, en el terreno de la política, la paz debe entenderse como equilibrio, compromiso entre intereses divergentes, reconciliación gradual de antagonismos. La paz no debe verse como la no existencia de la lucha política, pues «El peligro de un rechazo del poder es que pue-de resultar en un perfeccionismo nihilista, que desdeña el gradualismo y busca destruir lo que no se compagina con su noción de utopía. El peligro de un exceso de confianza en la fuerza es que los actores políticos deben responder al clamor con una serie de gestos espasmódicos y maniobras estilísticas, para luego retroceder ante sus implicaciones».60 La política, para no desprenderse de la ética, exige una conciencia de los límites de la acción humana, un reconocimiento de que el hombre no es Dios, y de que a partir de esa condición debe conquistar su dignidad. De ese reco-nocimiento de la finitud se desprende una noción de tolerancia, que es la base de una política concebida en términos de lucha perenne para hallar un balance de fuerzas y un equilibrio de intereses en pugna. El realismo en política significa en última instancia el reconocimiento de los límites del poder, y la idea de realpolitik, tan atacada desde el punto de vista mo-ral, puede entonces apreciarse en su más legítima dimensión: como una exigencia de moderación. El idealismo de Tolstoi no deja de conmover, pero no puede convertirse en única guía de la acción en un mundo imper-fecto, en el que coexisten el poder y la paz.

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Universidad Simón Bolívar

Autoridades

Enrique Planchart Rector Rafael Escalona Vicerrector académicoWilliam Colmenares Vicerrector administrativoCristian Puig Secretario

Consejo Editorial de la Universidad Simón Bolívar

Carlos Graciano Presidente/Decano de Extensión

Lilian Reyna IribarrenDirectora de Cultura

Miembros por la División de Ciencias Físicas y Matemáticas

Claudio Olivera PrincipalOscar González Primer suplenteLuis Loreto Segundo suplente

Miembros por la División de Ciencias Sociales y Humanidades

Carole Leal Curiel PrincipalCarlos Leáñez Aristimuño Primer suplenteGustavo Sarmiento Segundo suplente

Miembros por la División de Ciencias Biológicas

Alicia Villamizar PrincipalPatricio Hevia Primer suplenteEduardo Klein Segundo suplente

Miembros por la División de Ciencias y Tecnologías Administrativas e Industriales

Lilian Pérez Monroy PrincipalJunys Quijada Primera suplenteLuis Buttó Segundo suplente

Miembros externos

Antonio López Ortega PrincipalClaudio Bifano Primer suplenteJesús Alberto León Segundo suplente

Carlos PachecoCoordinador

Evelyn CastroCoordinadora de producción

José Manuel GuilarteCorrector

Luis MüllerCristin MedinaDiseñadores gráficos

Nelson GonzálezAdministrador

Isabel BorgesSecretaria

El tercer volumen de Obras Selectas de Aníbal Romero fue impreso durante el mes de febrero de 2010 en los talleres de Gráficas Acea, Caracas, Venezuela. En su composición se emplearon las familias tipográficas FF Maiola y Vonness.

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