Un país soñado

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Un país soñado “Chile no parece en absoluto un país subdesarrollado”, me escribió un amigo inglés, fascinado como todos por las primeras secuelas del terremoto. “Todas las imágenes que hemos visto son de puentes y edificios modernos, gente simpática que hace lo mejor que puede en circunstancias difíciles”. Eso fue antes de los saqueos. Después, “da la sensación de que la civilización es algo bastante frágil en Chile. Como ese minero japonés que se puso a comer a sus colaboradores a las pocas horas de quedarse atrapado en un accidente. La civilización no se demoró mucho en derrumbarse”. La mirada del mundo ya se alejó de Chile. Pero durante un par de días, quedó fijada en él: en una versión del país distorsionada por el desastre, pero más real, quizás, que la que se llevan los turistas que en momentos más normales pasan sin contratiempos de los barrios céntricos de Santiago a San Pedro de Atacama o a Torres del Paine. Lo que se vio fueron dos realidades incompatibles, como si en un mismo cuadro, iluminado por sucesivos relámpagos, se hubiera pasado sin explicación de una escena de orden y calma a una alegoría del infierno. Primero, una clase dirigente de innegable ascendencia europea, rodeada de edificios sólidos y ajena a todo tipo de catástrofe. Luego, turbas de

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Artículo de Neil Davidson sobre el terremoto del 2010 en Chile, donde describe cómo, a raíz de la destrucción provocada por sucesivas catástrofes, los chilenos han terminado viviendo en un país de fantasía.

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Un país soñado

“Chile no parece en absoluto un país subdesarrollado”, me escribió un amigo inglés,

fascinado como todos por las primeras secuelas del terremoto. “Todas las imágenes que

hemos visto son de puentes y edificios modernos, gente simpática que hace lo mejor que

puede en circunstancias difíciles”. Eso fue antes de los saqueos. Después, “da la

sensación de que la civilización es algo bastante frágil en Chile. Como ese minero

japonés que se puso a comer a sus colaboradores a las pocas horas de quedarse atrapado

en un accidente. La civilización no se demoró mucho en derrumbarse”.

La mirada del mundo ya se alejó de Chile. Pero durante un par de días, quedó fijada en él:

en una versión del país distorsionada por el desastre, pero más real, quizás, que la que se

llevan los turistas que en momentos más normales pasan sin contratiempos de los barrios

céntricos de Santiago a San Pedro de Atacama o a Torres del Paine. Lo que se vio fueron

dos realidades incompatibles, como si en un mismo cuadro, iluminado por sucesivos

relámpagos, se hubiera pasado sin explicación de una escena de orden y calma a una

alegoría del infierno. Primero, una clase dirigente de innegable ascendencia europea,

rodeada de edificios sólidos y ajena a todo tipo de catástrofe. Luego, turbas de

saqueadores de otra raza divisadas, a la luz de los incendios o las balizas de los

patrulleros, contra las ruinas de sus chozas o de unos edificios chatos de cemento mal

mezclado.

Para los mismos chilenos, no debería ser noticia el hecho de que el suyo es un país

dividido entre casta y casta, rico y pobre, primer y tercer mundo. Tradicionalmente, sin

embargo, los chilenos acomodados se han entrenado para no ver esas divisiones, sobre

todo las referidas a las condiciones físicas de la vida. Ya no se celebra como antes la

“unidad de la raza chilena”, pero a nadie le extraña que una presentadora de la televisión

lamente, amén de las muertes y el sufrimiento provocados por el tsunami, la destrucción

de “tantos balnearios preciosos”, hablando de poblados que antes del desastre se

formaban de cabañas hechizas encaramadas en laderas polvorientas. Más entendible

quizás es la nostalgia que se guarda por Valdivia, que todavía se percibe como la hermosa

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ciudad alemana que seguramente era –y sigue siendo quizás a los ojos de Dios– antes del

cataclismo de 1960. Recuerdo bien la decepción que sentí al llegar ahí quince años atrás,

entusiasmado por su descripción en el Turistel, para descubrir que ya no contenía ni

hermosura ni, hasta donde veía, alemanes. De ahí fui modificando mis expectativas y

quedé un poco chocado cuando un amigo inglés, tras visitar Valparaíso por consejo mío,

me describió la ciudad como “a giant slum”: una inmensa población callampa.

En términos arquitectónicos, los chilenos son como la rana que se deja hervir a fuego

lento en una olla de agua. Con cada terremoto desaparece un pedazo del patrimonio físico

del país, se aleja un poco más la memoria histórica de los hechos reales. Personas que

hace diez días vivían en hermosas aldeas coloniales ahora van a pasar a habitar,

probablemente en forma permanente, mediaguas construidas como medida de emergencia

en las ruinas de sus casas. Pero en la imaginación de nosotros, los habitantes de los

barrios altos de Santiago, esas aldeas coloniales seguirán en pie. Se las vamos a

recomendar como destino turístico a amigos extranjeros; nos costará percatarnos de la

decepción de éstos cuando se enfrenten a la realidad.

Alguna conciencia hay, por supuesto, de las divisiones del país. Prueba de eso es el

constante esfuerzo por hacer patria y celebrar los pocos intereses que comparte toda la

población: el asado del dieciocho y los triunfos de la Roja. Ese esfuerzo a menudo no

pasa de la retórica o, como mucho, la yuxtaposición física: la carretada de huasos que le

cantan una vez al año al Presidente de la República, para luego volver ellos a su mundo,

el Presidente al suyo. Sin embargo, el intento no es vano. Toda nación es un aglomerado

de individuos y de grupos que poco tienen que ver el uno con el otro. De ahí el gran valor

del concepto, ya que nos salva de la estrechez a la cual todos propendemos. Preferimos

estar con gente que piensa y actúa como nosotros, empresario con empresario, obrero con

obrero, literato con literato, y las comunicaciones modernas han empeorado la situación

al darnos acceso a nuestros símiles en todo el mundo. Contrapuestas a esa tendencia son

la familia, la comunidad y, por encima de todo, la nación, cuyos lazos de historia y

lealtad nos obligan a relacionarnos con personas que sólo comparten con nosotros el

accidente de haber nacido en un mismo espacio geográfico y bajo una misma bandera.

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Entre esos lazos está la experiencia compartida de las catástrofes, y si algún buen efecto

se puede prever del terremoto, es el reforzamiento de ellos. Pero lo que se da con una

mano se quita con la otra, porque gran parte de la memoria histórica se plasma

precisamente en el entorno físico que se ha ido destruyendo, los edificios y las ciudades.

En otros tiempos y en países mucho más pobres que el Chile de hoy, se han aprovechado

las catástrofes para reconstruir y embellecer ciudades enteras. Destruida por un terremoto

en 1755, Lisboa renació con opulencia. En 1666, se incendió un Londres de madera: fue

reconstruido en piedra y ladrillo. Pero en el caso actual, parece que son el cemento y el

ladrillo los que van a dar paso a la mediagua de madera.

Una creciente opulencia iba a sanar las divisiones del país; pero la evidencia visual

apunta en el sentido contrario. Con cada sismo la belleza urbana va cediendo terreno a la

precariedad, como si la misma tierra estuviera rechazando ese implante europeo. La

misma sensación tuvo el novelista D.H. Lawrence cuando recorrió en barco la costa de

Australia y vio las casas de los pobladores esparcidas “como cajones de embalaje

arrastrados a la playa”, con el presentimiento de que esa civilización no estaba destinada

a perdurar.