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Recuerdos Un cuento de Marcelo Corrales Inspirado en hechos y testimonios reales

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Recuerdos

Un cuento de Marcelo Corrales

Inspirado en hechos y testimonios reales

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A Rodrigo, por su admirable valentía.

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I

Los recuerdos de aquella época son algo confusos, sin embargo quiero relatar cómo de niño y en una semana de cielos grises llegué a descubrir que no existía el diablo. Recuerdo mi hogar, un caserón amplio y de dos pisos en forma de L que abrazaba un patio decorado con rosas. En la primera planta había una droguería y contiguo estaba el concurrido Restaurante Popular, en donde las voces de los comensales trepaban las paredes de la fachada para llegar gateando al centro de mi cuarto y arrullarme al dormir. Podía oír también la música de la estación de gasolina del frente hasta tarde en la noche y la bullaranga de la carpintería de mi primo Pedro, diagonal a mi casa, que servía como lugar de recreo para los adultos que gustaban del parqués.

Recuerdo las tardes en que iba a un parque con mi padre. No sé cómo se llegaba allá ni por qué calles quedaba, pero ayer al caminar por el centro de la ciudad inmensa en donde vivo y al toparme con el olor a mango

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biche de un puesto de frutas, en mi mente se desataron las imágenes de lo que sucedió por aquellos días. En un rincón del parque había una ceiba muerta con un orificio en el tronco que comenzaba en su base y llegaba hasta un poco más arriba de mi cintura, formando una especie de concavidad en la que podía caber sentado. Adentro jugaba a Lobo del aire, ya que en el interior del árbol habían un montón de pequeñas espinas que yo apretaba como botones para iniciar vuelos imaginarios en helicóptero. Recuerdo pedalear mi triciclo verde a toda velocidad frente a la iglesia y ver cómo el cemento que separaba los cuadros de la baldosa roja se borraba para formar una mancha uniforme por donde yo pasara. También me gustaba visitar a las tortuguitas. Hoy recuerdo con nostalgia a esas estatuas tártaras que agonizaban con paciencia bajo el calor infernal de mi pueblo, parcialmente sumergidas en un charquito abandonado al que en cualquier momento se le iba a secar el agua.

No sé si los adultos le meten miedo a uno porque algún otro grande les hizo lo mismo a ellos cuando eran niños, o como costumbre facilista para explicar lo que no

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se entiende y controlar. Como sea, mi primo Pedro vino de la carpintería para almorzar a la casa el ACPM que mi mamá hacía todos los lunes como de costumbre. Recuerdo verlo sentado a mi izquierda enfocado en su bandeja y anclando sus boticas de caucho entre las patas de la silla, pues sus piernas no alcanzaban a tocar el suelo. Faltaban cinco días para mi cumpleaños y los juguetes que me habían comprado los iban a esconder en el oscuro cuarto de chécheres, al lado de la sala. En este había junto a la ventana una repisa llena de libros, decorada con máscaras, muñecos y afiches de un carnaval de Riosucio al que mis padres habían ido hacía algún tiempo. Resulta que mi papá intentaba entretenerme mientras mi mamá pasaba con una bolsa llena de paquetes, pero me la pillé y comencé a sospecharme algo. Me dirigí hacia la habitación preguntando qué sucedía, por lo cual Pedro, al ver que nadie encontraba la manera de embobarme, desistió en clavarle la siguiente palada al morro de su plato y recurrió de inmediato a la ya mencionada tradición. Me dijo, Mire allá junto a la ventana. Todas las noches a las nueve, el muñeco con cuernos se despierta para jalarle las pezuñas a los niños canzones. ¿Y a que no adivinas quién

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es ése? Pues nada más ni nada menos que el Patas, entonces lo mejor es que no entrés allá a molestarlo.

Esa noche no me atreví a buscar los juguetes. Pero como la tentación es amiga del infante, al siguiente día entré al cuarto cuando los grandes estaban despistados. Todavía quedaban cinco horas para que fueran las nueve, así que podía ignorar las palabras de Pedro hasta que el miedo me lo permitiera. Además mi primo dijo que a los niños canzones es a los que les jalan las patas, no a los metiches. Ya adentro, recorrí la habitación por si de pronto los paquetes estaban debajo de las sillas o en algún rincón, pero no vi nada. Me quedaba como última opción abrir las puertas pesadas del viejo armario.

Encontré lo que esperaba. En una bolsa blanca grande, como de esas para la basura, estaban los juguetes metidos dentro de dos cajitas de colores, encasilladas una encima de otra y acompañadas por otros paquetes con utensilios para la cocina y productos de limpieza. Por suerte mi mamá no había empacado aún las cajas y pude abrirlas. Memoricé bien entonces el orden en el que todo

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se encontraba. No fuera a ser que entrara alguien y abriera el armario para darse cuenta de que yo había estado husmeando por ahí. La primera caja, de colores verde y blanco, tenía una camioneta Tonka. La otra caja roja era un Armotodo con el que se podía construir un bulldozer. Lleno de emoción puse todo en su lugar para no despertar sospechas. Habrá más tiempo para jugar luego, me dije.

Ya habíamos comido, y el pensar en los regalos y en la sentencia de Pedro me revolvía el estómago. Las nueve de la noche ya estaban por llegar y no podía decidir si meterme a jugar al cuarto de los chécheres cuando todo el mundo estuviera durmiendo o mejor esperar hasta el otro día para no despertar al muñeco ese. Así me la pasé varias horas, dando vueltas en mi cama. Más tarde pude ver por la rendija de la puerta de mi habitación que mis papás apagaron las luces para irse a descansar. Claro que no podía salir de inmediato, tuve que esperar a que estuvieran bien dormidos. Pero al bajar los pies de la cama para ponerme las pantuflas comencé a escuchar cosas que no podía identificar; sonidos que las casas viejas hacen cuando domina el silencio. Me llené de miedo y decidí

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dejar la visita furtiva para el siguiente día en horas de la tarde.

Pero el plan en el que me había embarcado se estaba complicando mucho. Llegó el miércoles y no hubo oportunidad de hacer nada. Que a mi mamá la visita doña Pastora, que Pedro y mi prima Doris vienen a comer el algo, que vaya a la tienda a traer leche y huevos, que ábrale la puerta al señor de los aguacates, en fin, la tarde se me fue y no pude escabullirme para jugar un rato con la camioneta y el Armotodo. Lo único que podía hacer era esperar pacientemente hasta que llegara el momento apropiado.

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II

Recuerdo que mi papá se iba los jueves temprano en la mañana a trabajar en la ciudad de los puentes y regresaba los viernes por la tarde. Recuerdo estar montado en su camioneta una vez que lo acompañé y verlo sonreír mientras me escuchaba pronunciar las palabras que alcanzaba a leer en los letreros de la carretera, pues estaba demostrando mis nuevos dotes de alfabeta. Me sentía orgulloso. Durante los días en que mi viejo estaba ausente, mi primo Pedro venía a menudo a darle vuelta a la casa durante el día y a pasar las noches. Sin embargo no dormía en el cuarto de huéspedes, que quedaba en la parte trasera, sino en la abullonada poltrona de la sala. En esa época mi primo tenía unos veinticinco años más o menos, y aunque en varias ocasiones su baja estatura hacía difícil su labor de carpintero, su limitación era compensada por una fuerza descomunal que lo calificaba como el candidato apropiado para cuidarnos a mí y a mi mamá. Era un miércoles a la hora del algo

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cuando escuché a Pedro decir que el jueves en la noche se iba a reunir con sus amigos en la carpintería para una partida de parqués. Ésa sería la única oportunidad que tendría para ir a jugar con los regalos antes de que regresara mi papá y se me enmarañara la treta.

Recuerdo pues que ese día de cielos grises culminó sin percance aparente. Yo no me hice sentir mucho y los adultos siguieron sus rutinas sin sospechar nada, confiando que todo seguiría bajo el orden acostumbrado. Ya de noche, en la cama, pensaba qué ponerme a hacer con los bloquecitos de plástico. Me imaginaba armando cosas y desarmándolas. Armando y desarmando.

Al día siguiente mi mamá me recogió en la escuela y nos fuimos a pie hasta la casa. Yo pensaba en los juguetes hasta que al cruzar varias cuadras me di cuenta que no podía respirar bien. Un aroma espeso en el aire reemplazó el olor a mango que tenía el pueblo y sentí una viscosidad entrar en mis pulmones, forzándome a toser varias veces. Ese día vi un carro de color cobrizo estacionado encima de algún andén por donde caminábamos y le pasé la mano

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izquierda porque la pintura me pareció rara. Dejé una marca roja en una de las puertas y mi palma quedó cubierta de una especie de amianto perloso. Le mostré a mi mamá, pero ella me ignoró y continuó su paso apresurado. Yo la seguí hasta entrar a la casa y una vez subimos las escaleras juntos y llegamos al corredor frente al patio, me dijo que encendiera el televisor para no perderme El tesoro del saber. Debido al calor de esa tarde del jueves y al estar acostado en el cómodo mueble de la sala, el sopor me venció en la mitad del programa y no me desperté sino hasta que mi mamá me llamara para comer dulce de guayaba con leche.

Caída la noche, y luego de que mi mamá me metiera en las cobijas y rezáramos el Angelito de mi guarda, tenía suficientes energías para no dormirme y comenzar a prepararme para la misión que me había propuesto desde el lunes. Como el silencio en mi casa solo llegaba a eso de las diez de la noche cuando las puertas del Restaurante Popular se cerraban, no tenía que preocuparme por los sonidos que salieran de mi cuarto. Abrí el ruidoso cajón de mi nochero y saqué una linterna plateada que mi papá me

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había dado para que alumbrara los rincones por donde yo pensara que hubiera espantos. La necesitaría para no jugar a oscuras y vigilar al escalofriante muñeco. Luego abrí mi cómoda y saqué una cuatrimoto de impulso, de esas que vienen con una baratija de figura de plástico a la que no se le mueven los brazos ni las piernas individualmente pero que podía sentar como chofer para manejar la camioneta. Regresé a la cama y esperé en silencio hasta que tan solo se escucharan el sonido de la nevera y el gotear del lavaplatos.

Tras cerrar la puerta de mi cuarto con cuidado, di pasos de gato por el corredor. Al pasar la sala giré mi cabeza hacia el patio porque pronto pasaría cerca del cuadro de un Cristo con una corona de espinas que me atemorizaba. De esos en los que a Jesús le brota sangre de la frente mientras lo mira a uno con la boca abierta, agonizando de dolor. Lo ignoré, y apenas llegué al cuarto de chécheres, me detuve nervioso frente a la puerta por unos segundos.

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Tic…tic…tic, goteaba el lavaplatos. Tic…tic…tic, y pa’dentro sin pensarla tanto.

Con pulso firme levanté el brazo para que el rayo de luz de mi linterna alumbrara la cara del muñeco carnavalezco. No tenía certeza de que permanecería inmóvil, pero llevaba varios días portándome bien y pensé que quizás no me haría nada. Aparte, como iba a meterme a jugar dentro del voluminoso armario donde estaban los regalos, asumí que sus puertas gruesas me protegerían en caso de ser atacado. Saqué pues al motociclista y lo puse dentro de la camioneta. Me gustaba su realismo. Las llantas tenían aristas y llevaban escrito en letricas blancas la marca Tonka, lo que le daba un aire bastante especial. Como no tenía espacio para poner a rodar a la camioneta, decidí entonces abrir con cuidado la caja del Armotodo y mirar en detalle los pasos para construir el bulldozer que venía en las instrucciones. Esparcí las fichitas y seguí meticulosamente cada ilustración, eso sí, sin dejar de abrir el armario de vez en cuando para revisar si el muñeco cuernudo estaba en la repisa.

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Ya casi terminando el diseño del bulldozer comencé a bostezar, y como no quería correr el riesgo de quedarme dormido en ese cuarto, procedí a desbaratarlo por completo. Tenía que asegurarme que no quedara ninguna pieza unida a otra y dejar todo intacto, tal como lo encontré. Pero la desarmada resultó un tanto dolorosa y terminé con varios de mis deditos pringados. Los Armotodos de esa época no estaban hechos para que los niños despegaran los bloques con facilidad.

Al guardar todo revisé si el muñeco seguía en su lugar y apagué la linterna. Quería esperar a que mis ojos se acostumbraran de nuevo a la oscuridad para poder hacer la travesía de regreso a mi habitación sin esfuerzo. Recuerdo oír levemente el motor de la nevera, el gotear del lavaplatos y las voces que venían de la carpintería de mi primo. Aunque no tengo certeza de que la música proveniente de la gasolinería se escuchaba claramente y tampoco logre recordar qué canción sonaba, hoy al pensar en ese instante me hago la idea de que era Las acacias, del Dueto de antaño.

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Salí del armario y recorrí la habitación con mi mirada. Me cercioré que el reblujo se pudiera ver lo suficientemente claro para no toparme con ningún chéchere. Uno, dos, tres pasos y abrí la puerta del cuarto. Pero justo en el momento en que me asomé al corredor, un hedor cáustico me envolvió, hundiéndose en mis fosas hasta hacerlas arder. En el patio, las rosas habían perdido su color y parecían esculturas de cemento. Me quedé mirando los pétalos sorprendido, cuando recordé que había dejado al motociclista dentro de la camioneta. Di media vuelta y fue entonces que escuché un rugido hondo y prolongado que me hizo frenar en seco.

Todo pareció detenerse. Mi madre ya estaba en el corredor. ¡Me pilló, carajo!, pensé. Pero al hacerse más potente y ensordecedor el bramido, temblé y fijé los ojos en la repisa. Como un bulto oscuro esa cosa se vino al trote a perseguirme, rompiendo el marco de la puerta. Corrí hasta llegar a los brazos de mi mamá, que me levantó con rapidez y me llevó cargado hasta el baño para protegernos. ¡Pedro tenía razón! ¡Pedro tenía toda la razón! Apavorado intenté explicar lo que pasaba pero mi

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mamá no me prestó atención y todo comenzó a acelerarse.

Un estruendo golpeó la puerta del baño y mi madre me abrazó llorando, diciéndome que no me fuera de su lado. Yo me aferré a ella mientras todo temblaba y las paredes se iban desmoronando.

Fue solo una cuestión de segundos para que fuéramos arrastrados hacia la oscuridad. Atrás quedó el baño, que fue aplastado como un vaso desechable, intensificando la cacofonía de los pedazos de casas y árboles que se desgajaban a nuestro alrededor.

Un manto caliente envolvió mis piernas y mi mano se soltó de la de mi madre. Me perdí en la corriente solo, gritando por ayuda y perdón hasta quedar afónico y con la garganta seca. Recuerdo quedar en posición fetal entre un muro y una especie de malla metálica que formó un capullo alrededor de mi cuerpo.

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Tengo miedo, pues esa cosa me apretó hasta dejarme sin aire. Trato de liberarme pero es inútil. Siento que voy a morir estrangulado.

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III

Terror.

Miro al vacío y veo la nada regada por un valle del que salen gritos aterradores. Atormentado pienso si no será que el Patas me habrá arrastrado hasta sus dominios.

La noche espesa logra detener una vez más el tiempo y su efecto poco a poco lo siente mi adolorido cuerpo.

No sé cuánto tiempo habrá pasado, pero alguien con unos botines verdes me saca del capullo de metal de un tirón y me cuelga a sus espaldas. El hombrecito camina rápidamente por encima de carros y esquiva copas de árboles sin decir una sola palabra. Yo tampoco hablo por el miedo, y me dejo cargar porque no tengo energías para resistir. Creo que ese duende es un aliado del Patas que me lleva al final de mi destino.

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Me doy cuenta que pronto estamos en la cima de una montaña en donde los gritos son interrumpidos por el cauce de una quebrada cercana. Tras dejarme en el suelo me quedo observando las boticas verdes hasta que desaparecen en la oscuridad, loma abajo. Pido ayuda pero no me sale la voz. Pienso en lo útil que me sería la linterna que perdí hace varias horas.

Silencio.

Una ventisca mañanera sopla la tierra y mi piel desprotegida no opone resistencia al frío del amanecer. Cubro mis piernas empantanadas con la camiseta de mi piyama y continúo acurrucado por un buen rato, llorando y preguntándome cuál habrá sido el destino de mi madre.

Duermo.

Escucho la voz de una señora acompañada por un galopar mecanizado. Niño, niño, ¡llegaron por nosotros, llegaron por nosotros! Abro los ojos y me llevan hasta a un helicóptero. Aturdido pero emocionado quiero que me sienten junto a la ventana, pero suben primero a un

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anciano y acomodan mi cuerpo adolorido a su lado. Recuerdo ver al piloto extendiendo su mano hasta el techo de la cabina y apretar botones para iniciar el vuelo. Pienso en Lobo del aire.

El anciano duerme y el resto de los pasajeros y yo, seres irreconocibles por el lodo, tenemos los rostros perdidos y la mirada vacía, impactados por lo que ha ocurrido. Unos minutos después aterrizamos en un pueblo aledaño junto con otros dos helicópteros. Me bajan. Tengo sed y me dan Pony Malta y un gajo de uvas verdes. Ya es medio día y el calor del sol tuesta el barro de mi cuerpo.

Recuerdo que todo el mundo estaba desesperado por encontrar a sus familiares. Como no era fácil distinguirlos, sacan una manguera para que la gente se lave la cara y las heridas. Es mi turno. El anciano ayuda a limpiarme los brazos y luego pone el chorro de agua en mi cara. Agacho mi cabeza para quitarme el casco de lodo que se formó sobre mi cabello y lavarme la máscara de barro que llevo puesta. Abro los ojos mientras me limpio, y cuando veo unas boticas de caucho verdes que me recuerdan al

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duende de la noche anterior, siento dos manos grandes que me agarran del mentón y me dan unas palmadas tiernas en la mejilla. Es Pedro, que temblando de emoción, me abraza con fuerza. Debido al caos nadie me pudo explicar nada hasta ese instante. Además, el miedo y el no tener voz me impedían hacer preguntas.

Alguien enciende la radio. Es entonces que me doy cuenta que una avalancha ha arrasado con todo mi pueblo sin dejar vestigio alguno, borrándolo del mapa.

Hoy me encuentro en una metrópolis donde con esfuerzo he forjado los cimientos de mi futuro. Sin embargo, siempre que miro hacia atrás veo casi todo en blanco. Desde aquella semana de cielos grises me di cuenta que no existe el diablo, ni siquiera el infierno. Tan solo un gobierno que dejó morir a mi familia y a mi madre, sepultando para siempre mi historia y mi pasado.

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Marcelo Corrales es escritor, traductor y especialista en mercadeo. Nacido en Anserma, Caldas en 1979, vivió en Bogotá durante casi tres años antes de emigrar a los Estados Unidos. En su breve paso por la capital, tuvo el privilegio de ser estudiante de Nahum Montt y Andrea

Cote. Graduado en Historia de la Universidad de Rutgers en Nueva Jersey, enfocó sus estudios en la

historia cultural de los Estados Unidos en el siglo XX como también en historia y literatura latinoamericana. Ha escrito un ensayo en el que analiza del impacto de

NAFTA en México y una novela corta (inédita) titulada "¿Quién quiere ser el próximo Juan Valdez?".

Actualmente está escribiendo su segunda novela acerca de una familia que lo pierde todo cuando California deja

de pertenecer a México a mediados del siglo XIX.

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