Treinta y uno...Treinta y uno Jaume Leal Esteve 4 Nota preliminar “Treinta y uno” es una...
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Relatos
Treinta y uno
Jaume Leal
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Índice
1. Plumas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5
2. Misiva . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
3. Mi jungla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
4. El chico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
5. Mónica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
6. La extranjera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
7. Rosas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
8. El pacto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
9. Pasos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
10. El duelo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
11. Una zanahoria menos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29
12. La boda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31
13. En el límite . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33
14. La ola . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35
15. Leyenda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37
16. Lucas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39
17. Sangre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41
18. Secretos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43
19. Heredero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45
20. Elegía a nadie . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47
21. Oro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 48
22. La torre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55
23. El sueño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57
24. Cupido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59
25. Sin Hache . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
26. Jaque mate . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63
27. Estrella fugaz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 66
28. Los intérpretes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 68
29. Realidad extendida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71
30. Metamorfosis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77
31. Mentiras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79
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Más vale tarde, ¿verdad?
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Treinta y uno Jaume Leal Esteve
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Nota preliminar
“Treinta y uno” es una recopilación de relatos cortos escrita entre octubre
de 2018 y junio de 2019, siguiendo las premisas del reto Plotober.
Dicho reto consiste en, durante el mes de octubre, elaborar un texto diario
siguiendo una lista de premisas preestablecidas, la cual es previamente
compartida a través de la red.
Es evidente que el plazo se prorrogó enormemente, debido en parte a la
escasez de tiempo, pero esto contribuyó también a mejorar la calidad de los
textos, así como su extensión.
Los relatos fueron compartidos a través de las redes sociales y ahora se
recogen en este libro, abarcando un gran abanico de temas y planteamientos
que han tratado de ajustarse a las premisas del mejor modo posible.
Sólo queda darle las gracias a todos aquellos que me leyeron en su
momento y a quienes ahora me leen, así como a los que me ayudaron
aportando ideas y segundas opiniones durante la elaboración de los relatos, y
también a Alberto, por su corrección desinteresada y su opinión sincera.
Sin más, disfruten de “Treinta y uno”. O al menos léanlo.
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Treinta y uno Jaume Leal Esteve
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1. Plumas
Siempre supe que, de uno u otro modo, yo no era como los otros niños.
No sé qué era exactamente lo que me hacía distinto, ni en qué momento me
di cuenta, pero… Estaba ahí.
Mi nombre es César, pero mi madre siempre me ha llamado Patito. No
por nada en especial, claro. Yo era un niño más bien bajito y delgadete, con el
pelo desgreñado y los ojos oscuros, que se pasaba las tardes en el parque o en
casa de los abuelos. Recuerdo que antes de acostarme mamá solía acercarse a
mi cama a darme un “beso de pollito”, rozando la punta de su nariz con la
mía. Yo reía y le daba las buenas noches y ella me arropaba y apagaba la luz.
En casa todo era muy fácil.
El colegio era otra cosa. No es que lo pasara mal, pero los niños son
crueles. No sé a qué edad dejan de serlo, si es que dejan de serlo o sólo lo
disimulan. Al principio no había problema, éramos niños y hacer amigos era
algo tan sencillo como encontrar alguien con quien jugar. Pero fuimos
creciendo y poco a poco llegaron las risitas, las bromas pesadas; los dedos que
señalaban y las miradas de desprecio. Yo no sabía qué hacía mal, y callaba y
trataba de encajar como podía con los otros niños.
Luego nos hicimos grandes. No demasiado (los mayores seguían
llamándonos niños), pero sí lo bastante grandes como para quedarnos hasta
tarde los sábados y fingir que nos emborrachábamos. Luego crecimos un poco
más y dejamos de fingir. Y jugar a parejitas dejó de ser un juego y nadie nos
había explicado qué era el amor y yo no lo sabía.
Recuerdo besar a un par de chicas. Aunque lo más correcto sería decir que
ellas me besaron a mí. Los besos estuvieron bien; delicados, tímidos. Pero
nada más. A veces pensaba en cómo besarían los chicos, y me odiaba por
pensar en ello y trataba de sacármelo de la cabeza como fuese. No quería risitas
ni bromas ni dedos señalándome.
Supongo que hay cosas que no comprendes hasta que ocurren. Era de
noche y yo estaba a solas con uno de mis amigos. Nos habíamos conocido al
pasar al instituto y me cayó bien. Me gustaba cómo reía y su forma de hablar.
Y su pelo un tanto largo y sus ojos grises. Y su boca y sus manos.
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Treinta y uno Jaume Leal Esteve
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Recuerdo que le cogí de la mano sin saber muy bien por qué. Estábamos
sentados en un parque en la zona alta de la ciudad, mirando los edificios en
silencio. Después de un tiempo y sin girarse me preguntó si alguna vez me
había besado con alguien. Con un par de chicas, contesté. ¿Y qué tal? No
estuvo mal. Suave. ¿Y tú? Yo no, dijo. Me quedé unos segundos en silencio.
A veces me pregunto cómo besan los chicos. ¿Crees que habrá diferencia? No
lo sé. Y le besé.
Luego crecimos más y a veces mi madre me llamaba Patito aunque yo ya
no era un niño. Y algunos niños que no habían crecido siguieron riendo y
señalándome y entonces comprendí que tardarían mucho en cambiar y que no
me importaban lo más mínimo.
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2. Misiva
Albacete, 27 de julio del 1936
Querido amor de mi vida:
Me dirijo así a ti porque nadie sabrá jamás quiénes somos. Porque los
tiempos que corren son extraños y no tengo claro que estas palabras puedan
llegar -vírgenes al menos- allí donde estás tú. Por eso no diré tu nombre, pues
cualquiera que lo lea sabrá quién eres y quizás no nos conviene. España se ha
vuelto peligrosa y ahora nunca se sabe si se puede confiar en el de al lado. A
estas alturas creo que sólo confío en ti.
Confieso que mis dedos aún huelen a jazmín de tantas veces que he leído
aquella carta, impregnada por el aroma de la flor que escondiste entre las
cuartillas. Me pedías que volviese a reír y yo no quiero reír si no es contigo. Ya
no puedo pasear por los jardines sin acordarme de ti. Tampoco podía hacerlo
antes.
¿Cómo iba a olvidarte? Si eres eterno como lo son tus palabras, que
resuenan por todas partes como un eco que reconoce que no eres sino el más
grande de todos los poetas. Era preciso que me enamorase de unos versos
como los tuyos, susurrados al oído. Que sepas que los guardo todos con recelo
y los leo cuando te echo de menos, que es todos los días.
Sigo sin olvidarme de esa última despedida. Atocha pareció vaciarse y
quedamos tú y yo y nadie más. Fue difícil contener las lágrimas cuando te vi
alejarte desde el andén. Espero que la próxima vez que nos veamos sea de
camino a Méjico, si no ya allí, y sonrías como tú lo haces y tus ojos ya no
parezcan tristes.
Mi padre poco a poco va cediendo. Entiende que estamos en peligro y que
lo más sensato sería marcharse lejos, al otro lado del océano si hace falta.
Corren rumores de que los sublevados cada vez ganan más fuerza, y tengo
miedo de que jamás leas estas palabras o, peor, que estas sean las últimas
palabras que puedas leer.
De ser así, amor mío, sabrás que a mí se me quedan cortas las palabras
para expresar lo que guardo en el pecho; que no habrá versos suficientes sobre
los que desgranar mi alma. Pero que sepas que es tuya, como todo mi ser.
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Desde la punta de los dedos hasta el último mechón de pelo estaré esperando
a que respondas, y acudiré sin demora allí donde me indiques. Y marcharemos
y nadie nos encontrará en cien noches. La luna no sabrá de nosotros y morirá
de envidia el vaivén del mar.
Te ruego que no te demores en responder, o de lo contrario me pondré
en lo peor. Y no me imagino vivir sin ti, como ahora entiendo que antes de
conocerte no vivía. Volveremos a vernos, te lo prometo.
Con todo el amor que existe; J. R. de L.
La madrugada del 18 de agosto de 1936 Federico García Lorca era fusilado “por rojo y por maricón”.
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3. Mi jungla
Mi jungla era mía por la sencilla razón de que yo no me concebía a mí
mismo en ningún otro lugar que no fuera ese. Así, yo pertenecía a ella del
mismo modo que ella formaba parte de mí, y yo era jungla y la jungla, en mayor
o menor medida, era yo. Yo y otros tantos.
Vivíamos sin conocernos y nos cruzábamos. Y las caras nunca eran las
mismas y uno podía inventarse las vidas de todos aquellos a los que
seguramente no volvería a ver. Por poder hubiese podido inventarme mi vida
y ser cada día alguien distinto y nadie se habría dado cuenta jamás.
Yo paseaba por mi jungla y escuchaba. Y se oían gritos y rugidos que venían
de todas partes y no cesaban ni al caer la noche, impidiéndome conciliar el
sueño en muchas ocasiones. Se decía que aquel lugar nunca dormía, y animales
noctámbulos salían de su escondrijo a cazar al crepúsculo.
El hedor era insoportable, y el ambiente, podredumbre. El aire que se
respiraba era asfixiante y nauseabundo, y el peligro acechaba en cada esquina.
Pero nada de eso importaba.
Yo quería a mi jungla porque sin ella no había nada, porque era única y
porque era mi hogar.
Mi jungla era entera de cristal y cemento, de amasijos de hierro y espejos,
basura, humo y rascacielos; de bestias de acero que escupen veneno. De miles
de monos trajeados y hambrientos.
Y un día me marché. Sin decirle nada a nadie. Sin apagar las luces y sin
cerrar con llave. Sin más.
Fui a parar a casa de mi tío, lejos de la ciudad. Lejos de todo. Y la casa de
mi tío no era una jungla sino más bien un sólo árbol caído en la explanada. Y
la línea del horizonte parecía no interrumpirse y no había más que mar dorado
mirases donde mirases. Y un pueblo a lo lejos. Y aquí el pozo, allá el corral y
ahí la despensa. Y dos sillones cómodos delante del fuego. Y silencio.
Había silencio en aquel lugar, y en ese silencio pude escuchar los ecos de
la jungla que aún habitaba en mí. Se oyeron lejanos los gritos airados de
algunos monos con traje que repetían mi nombre antes de que pudiera acallar
aquel bullicio insoportable.
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Me pregunté entonces si realmente había huido de la civilización o había
llegado a ella.
Y mi jungla dejó de ser mi jungla del mismo modo que yo me fui de allí
para no volver.
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4. El chico
-Escúchame bien, chico -dijo el señor Graham, al tiempo que prendía su
encendedor y lo acercaba hasta el cigarrillo que sostenía en la boca-. En esta
vida sólo hay tres cosas realmente importantes.
Le miré, expectante, mientras él daba una larga calada. Estábamos solos en
su despacho, aunque yo sabía perfectamente que al otro lado de la puerta había
al menos dos hombres armados y preparados para cualquier tipo de anomalía.
-¿Cuáles crees que son? -preguntó.
Dudé unos segundos, y contesté sabiendo que aquella no era la respuesta
correcta.
-Salud, dinero y amor -una pausa. Tenía la boca seca y me sudaban las
manos-. O al menos eso es lo que se dice.
-No está mal, no está mal... Pero el mundo real es muy distinto, chico.
Dejó el cigarrillo apoyado en el cenicero y se volvió hacia el estante de
atrás, recostándose sobre la silla. Cogió una botella de bourbon y dos vasos
anchos y los dejó sobre la mesa. Sirvió sendas copas y me tendió una. La
habitación estaba en penumbra, iluminada únicamente por la lámpara del
escritorio que nos separaba.
-La ciudad es como un animal. Respira. Tiene vida propia -dio un sorbo a
su copa-. Tienes que entender qué es lo que necesita para poder dominarla.
Aunque he de felicitarte, chico. Has acertado una de las tres cosas.
Dejó entrever una pequeña sonrisa mientras dejaba el bourbon sobre la
mesa.
-La primera cosa -dijo lentamente, sacando del bolsillo interior de su
chaqueta un fajo de billetes de cien dólares- es el dinero -y lo colocó encima
del escritorio con cuidado-. El dinero lo mueve todo; desde una mísera barra
de pan hasta una mansión junto al lago. Prácticamente todo puede comprarse
con dinero, ¿verdad, chico?
Yo asentí. Él recuperó su cigarrillo y prosiguió.
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-Sin embargo, hay cosas que el dinero no puede comprar. Muy pocas, sí,
pero existen. Y son peligrosas. El honor, la lealtad. El respeto, el miedo. La
admiración… Son cosas que no dependen del dinero, pero se pueden
comprar. ¿Y sabes cómo? -preguntó, y antes de que pudiese responder, dijo-
Con fe. La fe es el segundo de los pilares que sujetan esta ciudad.
Acercó su silla y me miró a los ojos. Tenía una mirada triste y apagada,
pero que de algún modo conseguía intimidarme, como dejándome claro en
todo momento quién mandaba.
-La fe hace que las personas renunciemos a nuestros principios. Nos
convence, nos condiciona -hizo una pausa y se apartó ligeramente del
escritorio-. ¿En qué crees, chico?
Dudé unos segundos. El señor Graham le dio una última calada a su
cigarrillo y lo apagó en el cenicero.
-En nada, señor -dije finalmente.
-Pero tendrás unos principios -replicó. Y añadió-. Por ejemplo, dudo que
tuvieses el mal gesto de rechazar mi hospitalidad -y miró a mi vaso, intacto-
estrellando tu vaso contra el suelo, ¿verdad?
Asentí y cogí el vaso. Di un sorbo. El bourbon era dulce al principio, y
luego golpeaba con fuerza.
-Sin embargo, con la motivación adecuada, no dudarías en desparramar
una buena copa por la moqueta. Por ejemplo -dijo despreocupadamente,
mientras abría un cajón de su escritorio- si yo te dijese que, de no echarlo al
suelo, te mataría -y levantó el brazo y me apuntó con un revólver.
Tragué saliva e intenté permanecer calmado. Él seguía apuntándome sin
apartar la mirada. Di un trago largo mientras esperaba que bajase el arma.
-La persuasión es una herramienta poderosa. Pero hay que saber usarla.
Un hombre con una idea, con una necesidad, puede hacer grandes cosas. Y
nosotros determinamos qué piensa la gente. Es tan sencillo como explicarles
las consecuencias que podrían tener ciertos actos, y en seguida lo entienden.
Dejó la pistola sobre la mesa, al lado del fajo de billetes, y prosiguió,
recuperando su vaso.
-Esos son dos de los motores principales de la ciudad. Pero están limitados.
Además, no sólo nosotros tenemos dinero, ni tampoco somos los únicos
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capaces de persuadir a la gente. Por eso tenemos que crear una necesidad que
nadie más pueda satisfacer.
Hurgó en los bolsillos de su traje, sacó una pequeña bolsita con cierre
hermético llena de polvo blanco y la dejó con cuidado junto al fajo de billetes
y la pistola, formando una fila.
-Azúcar. Nuestra jugada maestra; todo un as en la manga -se recostó sobre
la silla y disimuló una sonrisa-. La cocaína más pura de todo el país.
Contempló los tres objetos sobre la mesa y suspiró satisfecho.
-Dinero, fe y Azúcar -dijo pausadamente-. Controla uno sólo de ellos y
serás poderoso. Contrólalos todos y la ciudad entera será tuya.
El señor Graham se quedó en silencio unos instantes. Cuando volvió a
hablar su voz sonaba más cercana, y sus ojos ya no parecían tan amenazantes.
-¿Por qué quieres trabajar con nosotros, chico?
-Porque ya no me queda nada -respondí. Era cierto.
-Un hombre sin motivación es un hombre impredecible, difícil de
controlar -dijo, y añadió-. Peligroso.
-Tampoco tengo nada que perder -observé.
-Buen punto, chico. Alguien sin condicionantes puede ser enormemente
valeroso -apuntó-. Pero dudo que sea enteramente así.
Antes de que pudiera replicar o tratar de persuadirle, prosiguió.
-De todos modos, pareces bastante inteligente, así que hagamos una cosa -
dijo, irguiéndose y apoyando los codos en la mesa-. ¿Si tuvieras que
convencerme para dejar que te unas a nosotros, cuál de las tres cosas elegirías?
Me incorporé en la silla y miré los tres objetos, pensativo. Un fajo de
billetes, un revólver y una bolsita llena de cocaína. Sonreí.
Con un movimiento rápido cogí mi arma, me puse de pie y coloqué mi
cabeza y la pistola junto a la cabeza del señor Graham, quedando esta en
medio. Él no se movió.
-Ahora mismo, usted depende de mí, del mismo modo que yo dependo
de usted. Si aprieto el gatillo la bala atravesará su cráneo y llegará a mi cabeza
-susurré-. Si grita, dispararé.
-¿Cómo sabes que el revólver no está descargado? -dijo con tranquilidad.
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Sonreí, apartándome, y me volví a sentar mirando al señor Graham a los
ojos. Su arma seguía sobre la mesa, y yo guardé mi pistola en la chaqueta.
El hombre cogió su vaso, lo apuró lentamente y lo dejó sobre el escritorio.
Cuando volvió a mirarme, sonreía.
-Bienvenido a la familia, chico.
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5. Mónica
Mónica era preciosa. De esas personas que enamoran sólo con sonreír. Y
cada vez que la veía me moría de ganas de abrazarla y quedarme allí. Y llenarla
de caricias y de besos; y cerrar los ojos y sentirla cerca, y no dejar que se fuera
demasiado lejos por si se olvidaba de cómo volver.
Creo que decir que la quería es quedarme corta. Yo la admiraba como los
filósofos griegos. La idealizaba como los artistas del Renacimiento. Y me moría
de envidia todas y cada una de las veces que la miraba; casi siempre a
hurtadillas y procurando que ella no notase que se me caía la baba al verla reír.
Me hubiese gustado tener sus ojos. Y ojalá unos labios que besasen tan
bien. Una voz mínimamente parecida o ese cuerpo. Manos así de suaves o su
pelo. Daría lo que fuera por parecerme a ella, aunque fuese sólo un poco.
Tener de su dulzura y de su forma de querer.
A decir verdad no tengo muy claro cómo llegamos a estar juntas. Pasé de
no atreverme a hablarle a compartir tardes enteras paseando por ahí. De no
poder acercarme sin temblar a cogerle de la mano. Dejé de darle dos besos. Y
perdí la cuenta.
Ella se había quedado más veces en casa, pero aquella vez fue distinta.
Habíamos cenado viendo una peli, y luego nos fuimos a dormir. Me dijo que
estaba bastante cansada y se durmió sin echarse siquiera las sábanas por
encima. De todos modos aquella noche hacía mucho calor, así que abrí las
ventanas para dejar pasar algo de aire. La luz de la luna se colaba entre los
edificios, que reflejaban en sus ventanales destellos plateados. Me recosté a su
lado y en pocos minutos me dormí.
Y entonces escuché aquel ruido. Un estruendo como de truenos.
¿Ronquidos? Puede que muebles arrastrándose en el piso de arriba -
algo poco probable pasadas las dos de la madrugada, pero podría ser-. Un
rugido cada vez más trabajoso y profundo.
Me froté los oídos. Pensé que, si yo me había despertado, Mónica también
debería de haberse dado cuenta, así que me volví hacia ella. El ruido sonaba
realmente cercano, y poco a poco iba ganando intensidad y cadencia.
Fue entonces cuando la perdí.
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No sé si despierta o en sueños, pero recuerdo ver unos ojos inyectados en
sangre mirándome desde el otro lado de la cama. Y colmillos blancos
sobresaliendo de una gran boca. Entonces la figura cubierta de pelo se apartó
bruscamente y se alejó. Traté de seguirla pero antes de que me diese cuenta ya
estaba en la puerta del piso.
Lo único que me dijo Mónica antes de marcharse fue: “Hay luna llena”.
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6. La extranjera
Los humanos son extraños. Siempre esconden algo y muy pocas veces
dicen lo que piensan. Además se mienten y están llenos de contradicciones.
No es que les tenga miedo, pero prefiero evitarlos. Los miro desde lejos.
Nada más. Supongo que aún no me he acostumbrado del todo a este lugar.
Pero me gusta.
Me gustan los tejados. Son curiosos y amables, aunque algo torpes. La
gente no suele pasarse por allí, y me tranquiliza, pero es una pena. Suelen
invitarnos a que miremos arriba. El cielo despejado y simpático, las nubes tan
divertidas e indecisas, o las estrellas. Las estrellas suenan bien. A casa. A
nostalgia. A volver.
Los túneles no están mal. Algo húmedos, pero tranquilos. Secretos. Paso
bastante tiempo allí. Tal vez más del que debería, pero bueno. A veces fuera
hace frío, o me entra el sueño, o tengo miedo. Y la profundidad es refugio y
ese pequeño laberinto perfectamente diseñado me acoge como un buen
amigo. Y es oscuro y guarda secretos y aún nos estamos conociendo pero me
cae bien.
Lo que más me gusta son los árboles. Me pasaría el día entre sus ramas,
escuchando atenta la melodía que cantan al soplar un viento inspirado. Me
gustan porque son sabios y saben lo que dicen. Y lo que no. A veces callan tan
bien que cuentan mucho. Yo siempre trato de poner atención.
Los árboles son seres complicados. Hay algunos orgullosos y algo faltones
y otros muy tímidos y reservados. Y curiosamente conviven sin el más mínimo
inconveniente. Y a veces caen con gran estrépito y otras tantas nadie escucha.
Me pregunto cómo serían las cosas si yo no escuchase. Si cambiaría el
sonido del viento entre las ramas o el de los truenos que amenazan y advierten.
Sigo sin saber cómo suena un árbol cuando nadie lo escucha caer. Trato de
imaginar un silencio distinto al de la noche.
También me gusta la lluvia. Cuenta secretos que ni ella conoce y todo lo
abraza. Y tiñe el cielo de plata y de paz de grises. A veces viaja y se marcha
remolona, y otras se queda para largo y regala el mar.
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Cuando llueve los árboles hacen de techo, y al principio el suelo se
mantiene seco bajo las ramas. Luego las gotas se drenan y van deslizándose de
hoja en hoja, lentamente, hasta caer. Incluso puede que, con el cielo ya
despejado, aún siga lloviendo bajo las copas.
Los árboles retrasan la lluvia y la modifican. Y ya no tiene la misma música
al caer, y las historias que cuenta son nuevas y distintas.
A veces esas historias hablan de tierras lejanas y yo no puedo evitar
recordar.
El día que llegué a este planeta llovía. En los ojos aún guardo algo de esa
humedad.
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7. Rosas
Aquella primavera fue realmente calurosa. El buen tiempo parecía haberse
adelantado y las mañanas se hacían bastante agradables. Fuera del pueblo todo
estaba cubierto de flores y la brisa arrastraba su aroma hasta las calles.
En casa teníamos algunas macetas con lirios y begonias. Y también
margaritas, hortensias y rosas. A Paula le encantaban las flores. Las cuidaba
con mucho mimo, regándolas y arrancando las hierbecitas que crecían entre
ellas. Y cuando salíamos al campo siempre se las arreglaba para hacerse unas
diademas muy bonitas, que se colocaba entre sus cabellos claros. Era delgada
y algo pálida, pero preciosa. Y no sólo lo digo porque fuese mi hija. Era cierto.
Supongo que se parecía a su madre.
Decía que quería ser florista. Recuerdo que un día la pillé revolviendo mi
escritorio, buscando el frasco de tinta para la pluma. Me dijo que quería probar
una cosa, y que sólo serían unas pocas gotas, así que accedí. Ella las echó en
un vaso de agua y metió allí una rosa blanca. A la mañana siguiente la rosa
tenía un tono azulado, y pude ver como Paula sonreía ilusionada. Las rosas
eran sus flores favoritas.
Eran tiempos extraños. Hacía casi un año que la guerra había empezado,
pero la vida en el pueblo era relativamente tranquila. No sabíamos cuando
llegarían los fascistas hasta allí, así que procurábamos ser discretos, pero
vivíamos con normalidad.
El pueblo no era muy grande de modo que, cuando llegaron los militares,
no hubo demasiada confrontación. Nos acostumbramos a ellos y fuimos con
cuidado, tratando de no resultar problemáticos, nada más.
Pero un día, al volver del trabajo, supe que algo no iba bien. Paula no
estaba. La busqué por toda la casa; entré y salí de cada habitación y miré en
los armarios y bajo las camas, y pregunté a los vecinos y toqué los timbres de
las casas. Hacía horas que nadie la veía. Yo estaba mareado y atacado, y
recorría las calles gritando su nombre y nadie contestaba, y corría y gritaba y
los guardias me miraban y yo seguía llamándola y ella no aparecía. Y salí del
pueblo, hacia el pinar que había al lado, y grité su nombre. No reconocía la
voz que salía de mi garganta y aun así seguí llamándola. Y nadie contestaba y
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allí no había más que pinos y romero y algunas amapolas esparcidas. Y
margaritas.
Y allí estaba ella, en el suelo, tendida. Con la ropa desgarrada y la mirada
perdida.
Me derrumbé de rodillas a su lado. La abracé y estaba fría. Y no podía
creer todo aquello y lloré. Lloré durante horas sin entender por qué aquello le
había pasado a mi hija, precisamente a ella, que aún era una niña.
Cuando vinieron a buscarme yo aún no me había separado de ella. Y se la
llevaron y a mí me llevaron a no sé dónde, y sólo recuerdo que esa noche no
dormí nada y que a ella la enterraron a la mañana siguiente.
Y busqué a ese hijo de puta, sabiendo que no descansaría hasta que lo viese
muerto. Pregunté y fui desagradable. Algunos hablaron de lo que vieron y de
lo que no. Y habían visto que uno de los guardias volvía tarde de algún sitio, y
no lo habían visto salir en coche del pueblo.
Había tomado una decisión. Y un día vi cómo salía del pueblo y lo seguí.
El camino que llevaba hasta unas masías cercanas era arenoso e irregular.
Había hierbajos, hinojo y alguna amapola. Tomé un atajo campo a través y lo
alcancé en un recodo. Esperé.
En menos de un segundo estaba en el suelo, completamente inmovilizado.
Se resistía y yo le golpeaba en la cara sin parar. Puñetazos y más puñetazos. Y
pronto tenía sangre en mis nudillos y luego esa sangre ya no era solo suya. Y
hacía rato que no se resistía y yo seguía golpeándole. Y él que ya no se movía
y yo lloraba y no paraba de darle puñetazos, y ahora su cara era completamente
irreconocible y los ojos abiertos y sin vida estaban llenos de terror.
Es cierto que aquella primavera murieron muchas personas, pero si había
alguien que lo merecía más que nadie era aquel hijo de puta.
Dejé el cadáver allí y volví a casa, me lavé las manos y me di un baño. Y
corté una rosa y la metí en un vaso de agua. Le eché unas gotas de tinta azul y
me fui a dormir mirando el retrato de mi hija.
A la mañana siguiente me levanté temprano y fui al cementerio. Llegué a
su tumba y puse allí la rosa. Era su flor favorita.
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Treinta y uno Jaume Leal Esteve
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8. El pacto
Apreté mi mano con fuerza. El corte era más profundo de lo que creía y
un hilo de sangre se escurrió entre mis dedos y cayó al suelo, justo en el centro
de aquel círculo. La figura oscura aguardaba expectante en un rincón, apenas
distinguible entre las sombras. La luz de las velas colocadas en el suelo dejaba
la habitación en una penumbra danzante, en la que las siluetas se confundían
y nada era lo que parecía.
Aquella voz que llegaba de ninguna parte volvió a sonar. Intenté no
estremecerme.
-Recuerda el pacto, Luis; puedes retroceder hasta donde tú quieras. Sólo
tienes que visualizar en tu mente el momento exacto y cruzar la puerta.
En aquel justo momento una puerta de ébano, minuciosamente tallada y
con el pomo dorado, se materializó delante de mí, envuelta en una tenue
neblina.
-Pero recuerda -dijo, antes de que llevase la mano hasta el pomo-, una vez
que vuelvas nada volverá a ser lo mismo. Para bien o para mal.
La voz era extraña, oscilando entre un retumbar grave y unos agudos
chirriantes. Parecía esconder una sonrisa cuando terminó de hablar. Esperé
unos segundos para comprobar que no decía nada más y me decidí. Así el
pomo y lo giré, cerrando los ojos. Noté el peso de la puerta y cómo crujía al
abrirse. Y en mi cabeza aquella escena se repetía en bucle, como lo llevaba
haciendo los últimos seis años. No necesitaba concentrarme en absoluto para
verlo todo con claridad. Pero allí estaba.
Pude volverla a ver perfectamente. El pelo corto y las pecas. La sudadera
roja y los vaqueros rasgados. Los ojos oscuros. Sonreía.
Por fin la tenía delante. Y volví a oler su perfume después de tantos años.
Había cosas que uno no podía recordar, por mucho que quisiese.
No sé por qué, pero aquella vez también le hice cosquillas. Caminábamos
jugueteando y ella se apartaba riendo. Y su risa era música y ella estaba preciosa
y ojalá hubiera podido quedarme allí, en aquel preciso instante.
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Treinta y uno Jaume Leal Esteve
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Habíamos llegado al cruce. Y le hacía cosquillas aun sabiendo lo que
seguía. Ella rio y se apartó, un paso, dos, en la intersección. No sé de qué color
estaba el semáforo. Pero la furgoneta gris llegaría demasiado rápido y ella
dejaría de reír. Y me miró. Me miró sin entender que aquello yo ya lo había
vivido. Cada noche, una y otra vez, pensando en ello sin poder dormir o
despertando de otra pesadilla más.
Estaba a un par de metros de ella, y se escuchaba el motor y la furgoneta
que quizás iba demasiado deprisa. Sabía que tenía que hacer algo. Para eso
estaba allí.
Corrí hasta ella y supe que tenía dos opciones. Empujar o tirar. Mi cerebro
funcionaba deprisa y mi cuerpo apenas lo seguía. Si con la inercia que llevaba
trataba de tirar de ella hacia mí no podría frenar y apartarla a tiempo. Tenía
que lanzarme y empujarla. Salté.
Ella cayó de espaldas, con los ojos llenos de terror clavados en mí. Y pude
ver como no entendía qué estaba pasando y por qué esa furgoneta gris acababa
de arrollarme y qué hacía yo en el suelo a varios metros de allí, sin moverme.
No sentí el golpe. Fue un momento demasiado breve para percibirlo. Un
chasquido y ¡ah!, de repente ya no notaba nada. Ni piernas ni brazos ni manos
ni dedos ni espalda. Sólo un pitido en los oídos. Y una extraña voz que no
venía de ninguna parte y reía histérica.
Cuando abrí los ojos ella entraba por la puerta. La habitación de hospital
estaba vacía y yo no volvería a andar. Pero no importaba. Sonreí.
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Treinta y uno Jaume Leal Esteve
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9. Pasos
Lo primero que escuché fueron los pasos.
Por el pasillo, lentos, pausados. La madera de suelo crujía con cada pisada.
Al llegar a la altura de la puerta de mi cuarto se detuvieron. Un chasquido
y el chirrido de la puerta al abrirse. Más pasos. Y cada vez estaban más cerca.
Podía notarlo. Había alguien en la habitación, no podían ser imaginaciones
mías. Estaba completamente segura de que algo había entrado, y ahora ese algo
se acercaba a mi cama.
Me decidí a abrir los ojos. Delante de mí sólo había oscuridad; una negrura
casi total en la que no podía distinguir más que la silueta de los muebles.
Recorrí la habitación con la mirada, pero allí no parecía haber nada fuera de
lo habitual.
Sin embargo podía sentirlo. Una presencia que se acercaba más y más. Y
un silencio asfixiante y a mí que cada vez me costaba más respirar. Noté como
me faltaba el aire. Cada vez el corazón me iba más deprisa y empecé a sudar.
Tragué saliva. Y yo que sólo veía negro; y el extraño silencio que me aterraba.
Y pasos. Una sombra que parecía moverse en un rincón y desaparecía. El
aire enrarecido y nauseabundo, y yo que sentía vértigo y me mareaba. Cerré
los ojos con fuerza esperando que cuando los abriese habría despertado. Pero
los abrí y la sensación de que había algo escondido persistía. Y parecía que
observase expectante que yo hiciese algo para abalanzarse sobre mí.
Decidí que lo mejor sería tratar de salir de allí como fuese, y encerrarme
en el baño con las luces encendidas y no salir hasta que amaneciera. Era
sencillo. Salir de la cama y correr y no parar hasta haber cruzado el pasillo y
cerrar la puerta del baño y poner el pestillo y quedarme allí.
Traté de levantarme. Intenté quitarme la manta de encima, pero algo iba
mal. Mis brazos no respondían. Ni mis piernas, ni el cuello. No podía
moverme.
Y por mucho que intentase levantarme era inútil. Mi cuerpo se había
quedado rígido; inmóvil. Entré en pánico. Hubiese lo que hubiese allí dentro,
no podía escapar. Y quería llorar y gritar pero no podía. Sentía una presión en
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el pecho que me ahogaba; y un nudo en la garganta me impedía pensar con
claridad.
Más pasos. Y un roce de tela y frío. Me estremecí. Y me pareció ver una
hendidura en las sábanas que se movía, como una mano acariciando la tela
que se acercaba más y más. En el aire flotaba un extraño hedor a almizcle y
podrido. Me costaba respirar.
Y la mano se deslizaba por las sábanas y se acercaba a mi cuello. Había
subido por mi abdomen y podía sentir su presión, y cómo pasaba por mi pecho
y subía cada vez más cerca. Se me nublaba la vista y me pitaban los oídos.
Justo cuando la mano llegaba a mi cuello sonó el móvil. La presión
desapareció y noté como mis dedos se movían temblorosamente. Sin estar
completamente segura de lo que hacía alargué el brazo y alcancé el teléfono.
La luz de la pantalla me cegó al principio. Eran las tres de la mañana y tenía
un mensaje de un número desconocido.
“No te duermas” decía, “o vendrá a por ti”. Sentí un escalofrío.
Pude oír cómo los pasos empezaban a alejarse.
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10. El duelo
-Llegas tres amaneceres tarde.
El intercomunicador acababa de hacer conexión. Vi cómo su nave
descendía hasta la superficie y se posaba sobre un montículo. Una vez quedó
asegurada, la compuerta se abrió y Patrick se bajó de un salto.
-Veo que sigues tan perfeccionista como siempre -contestó-. Pero sólo han
sido unas horas. Tenía algunos asuntos que atender en Ganimedes.
-Vaya, tú tan ocupado como siempre. Espero no haber interrumpido nada
importante -dije sarcásticamente.
-Negocios, nada más.
-¿La clase de negocios por los que te pasarías el resto de tu vida encerrado
en una cárcel de mala muerte en el culo de Caronte?
-La clase de negocios por la que podría terminar comprando Caronte -
respondió.
El asteroide en el que estábamos estaba cubierto por una fina capa de
polvo, y con cada pequeño movimiento de pies se levantaba una nubecilla de
partículas que lentamente volvían a caer al suelo. El traje exomuscular
generaba el calor suficiente como para no ponerse a temblar y tiraba en las
articulaciones.
-Y bien, ¿me vas a explicar por qué me has traído aquí? -preguntó-. He
tenido que asegurar la lanzadera con ganchos de amarre. ¿No podríamos
habernos visto en un sitio normal?
-Aquí no nos molestará nadie.
-¿En un asteroide más pequeño que un transbordador interplanetario, y
perdido en medio del Cinturón Interior? Seguro que no -se burló-. Pero
vamos, ahora no irás a decirme que todo eso del duelo es cierto.
-¿Por qué no iba a serlo? -reproché, divertido.
-Últimamente has estado por la Tierra, ¿verdad? Todo eso de las justas y
el honor… Como que me da bastante pereza.
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-Ya te expliqué el trato. Si tu ganas y sobrevives, te podrás llevar los planos
del Motor de Impulso Interestelar -dije, y cité la descripción que había pensado
en un primer momento-: “La siguiente gran revolución desde la rueda e
Internet; y que extenderá las fronteras de la humanidad hasta los confines del
universo” -suspiré-. Mi ópera prima.
-Nuestra ópera prima -corrigió-. Te recuerdo que lo estábamos diseñando
entre los dos.
-Oh, por supuesto. Hasta que me traicionaste y vendiste todos nuestros
progresos a los imbéciles del Instituto Astronómico de las Lunas de Júpiter -
dije indignado-. Esos incompetentes son incapaces de avanzar un palmo a
partir de mis cálculos. No se merecían ni una pizca del reconocimiento que les
dieron en todo el Sistema.
-Vamos, no te pongas así. Tu teoría alcanzó el prestigio que merecía.
-Sí, excepto porque no fui yo quien la publicó a su nombre -le recordé.
-Sabes perfectamente que si la hubieses publicado tú no habría tenido la
mitad del impacto -dijo.
-¡Aún no estaba lista! -grité enfadado.
-Sí, supongo que tienes razón -dijo al cabo de unos segundos-. Pero no
entiendo qué ganas tú con todo esto -hizo una pausa-. ¿Vengarte? Pensaba que
estabas por encima de eso.
-¿Crees que no soy capaz?
Nos separaban unos cien metros, pero ninguno de los dos pensaba en
acercarse más. Las naves estaban amarradas a los lados y el Sol cruzaba en
cielo rápidamente sobre nuestras cabezas. La escasa gravedad de aquel sitio
me hacía sentir realmente extraño, y el traje exomuscular chasqueaba a cada
rato compensando mi fuerza.
Debido a la falta de atmósfera el silencio era total, siendo interrumpido
únicamente por el sonido de la pausada respiración de Patrick a través del
intercomunicador.
-Muy bien, como quieras -dijo, sacando su arma. Un bláster de plasma
asomó entre los ropajes que llevaba sobre el traje exomuscular y quedó
suspendido, apuntándome.
Yo saqué mi revólver y lo dirigí hacia él.
-
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-Debes estar de broma -dijo realmente sorprendido-. ¿Quieres que te
explique los principios básicos de la combustión?
-No seas imbécil, no son balas normales. Además, me parecía lo más
adecuado para la situación.
Sonreí. Mediante el autoenfoque óptico de la máscara de respiración pude
ver su mirada de desconcierto, aunque seguía confiado. Echó una ojeada a su
arma y me miró.
-Ninguno de los dos quiere hacer esto -dijo. Y añadió-. Vamos, hazlo por
los viejos tiempos.
-Habla por ti -respondí, irguiendo el arma con firmeza.
Patrick hizo lo mismo y se quedó observándome, expectante. El silencio
se apoderó de aquel instante, y parecía que ambos aguantábamos la
respiración. Yo sabía que, debido a la ausencia de atmósfera, el disparo no
sonaría más que como un chasquido amortiguado en el intercomunicador, así
que puse toda mi atención en el más mínimo movimiento. Tenía que
calcularlo todo a la perfección.
Pasaron unos segundos que parecieron horas. El sol seguía cruzando el
cielo más rápido de lo que estábamos acostumbrados, y pronto se volvería a
poner para luego salir de nuevo. Yo miraba el bláster y miraba sus ojos
castaños, fijos en mí.
Y entonces disparó. Un levísimo cambio en la tensión de la musculatura y
el dedo que se apretaba sobre el gatillo en un movimiento mínimo. Yo
reaccioné prácticamente al unísono, de modo que la vibración de la explosión
del revólver eclipsó el chasquido del bláster.
Tal como había previsto, y gracias al principio de acción-reacción, la fuerza
del disparo me empujó hacia atrás y ligeramente hacia abajo, y el traje
exomuscular se contrajo dejándome agachado y apenas rozando el suelo.
Normalmente estos dispositivos servían para contrarrestar las gravedades
de los distintos planetas y satélites, adaptando una ayuda o una resistencia
respectivamente; pero el dispositivo también podía programarse para realizar
un movimiento concreto, algo así como un acto reflejo perfectamente preciso
y automatizado.
Los cálculos eran ajustados y el proyectil de plasma había pasado a escasos
centímetros de mi cabeza, pero la primera parte del plan había funcionado. Le
miré.
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-Has fallado -dije, sonriendo.
-Tú también -respondió algo defraudado-. Pensaba que irías en serio. Que
realmente serías capaz de dispararme. Pero lo he visto, ni siquiera me estabas
apuntando. El disparo ha pasado sobre mi cabeza, y con bastante margen -hizo
una pausa, y cuando continuó hablando su voz sonó distinta-. Me decepcionas,
Dean. Creía que habías cambiado… Pero sigues siendo el mismo cobarde de
siempre.
Yo seguía agachado en el suelo, escuchando.
-Es cierto que eres más inteligente, y que te necesitaba. Pero nunca
entendiste que eras tú el que más dependía de mí. Que jamás serías capaz de
tomar una decisión importante por ti mismo -dijo, volviendo a levantar su
arma-. Por eso me da bastante pena tener que hacerte esto -y esta vez apuntó
hacia mi nave.
La segunda parte del plan estaba a punto de funcionar: a diferencia de los
proyectiles de plasma, las balas tenían bastante masa, de modo que en lugar de
desplazarse tangencialmente al movimiento de rotación (que avanzaba en su
mismo sentido, separándolo más del suelo), podía ser atraída por el campo
gravitatorio del asteroide. Así, habiendo ajustado la trayectoria perfectamente,
y gracias a la precisión del traje exomuscular, la bala podía dar una vuelta a la
órbita del asteroide para terminar impactando contra su objetivo.
Antes de que Patrick pudiera disparar una bala impactó contra su máscara
de respiración y le atravesó la cabeza.
Yo me di la vuelta y regresé a la nave. El sol volvía a ponerse en el
horizonte.
Era hora de volver a casa.
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11. Una zanahoria menos
El pasillo que llevaba de la celda de espera a La sala medía cuarenta y dos pasos.
El sabor del coñac persistía en mi garganta, y la luz de los tubos
fluorescentes me molestaba la vista. Las paredes eran grises y lisas, y varias
puertas a los lados llevaban a alguna parte.
Carl me acompañaba, llevándome del hombro. Me había quitado las
esposas y había brindado conmigo. Después de tanto tiempo. Era un buen
hombre.
Yo seguía pensando en la que sería nuestra última conversación.
-¿Así que hoy termina todo? -había dicho.
-Sí...
Estábamos sentados uno frente al otro en una mesa ancha. Sobre ella había
dos copas llenas y lo que quedaba de la botella. Un último deseo algo
particular, sin duda.
-En cierto modo es un alivio -dije-. Llega un punto en el que uno se cansa
de prórrogas y juicios y de alargar tanto las cosas. Me alegro de que vaya a
terminarse.
-Y... ¿no te da miedo?
-¿Miedo? -me quedé pensando- No veo el porqué. Simplemente es el
punto y final, luego... Nada. Al principio me daba pena, pero he tenido
bastante tiempo para asimilarlo.
-¿Y no te parece que es un buen momento para empezar a creer? -dijo
Carl entre risas. Sonreí.
-Creo que no me daría tiempo a pedir perdón -contesté, y añadí-. Y no
soporto el calor.
Ambos reímos y dimos un buen trago. Después de un momento de
silencio, Carl preguntó:
-¿Te arrepientes de lo que hiciste?
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-Cada día... -contesté- Pero si volviese a estar en aquella situación, creo que
los mataría de nuevo. Aquello no fue un crimen. Fue justicia.
Nos quedamos callados unos segundos y bebimos un poco más.
-¿Sabes? -dijo Carl, mirándome a los ojos- Creo que voy a echarte de
menos. Eras de las pocas zanahorias a las que soportaba.
Le miré con una sonrisa. La verdad es que me caía bien.
Un funcionario llamó a la puerta indicando que era la hora. Carl y yo nos
pusimos de pie y levantamos las copas.
-Por ti -dijo él.
-Y por el maravilloso sistema penitenciario de este país. -respondí.
Brindamos, apuramos las copas y salimos de la celda de espera.
Recorríamos el pasillo en silencio, sin mirar a ningún punto en concreto.
Yo contaba mentalmente los pasos. Al entrar en La sala Carl se apartó y a mí me sujetaron a una silla.
Me colocaron una vía en el brazo. La aguja era gruesa y el pinchazo había
dolido. La aseguraron con un esparadrapo y se apartaron.
Miré a Carl. Había dicho que me iba a echar de menos. Que era de las
pocas zanahorias que soportaba. Era gracioso. Llamaba zanahorias a los presos
por el estúpido mono naranja que nos hacían llevar. Y porque no le gustaban
las zanahorias. Le sonreí.
-¿Algunas últimas palabras? -preguntó un hombre uniformado.
Miré hacia el frente y suspiré. Había llegado el momento. Aquello era todo.
Por fin.
-Los buenos siempre ganan -dije. Luego, nada.
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12. La boda
El portón se abrió dejando pasar un haz de luz que llegó hasta mis piernas.
Entonces Paola entró, mirando al frente y con paso decidido. Estaba
preciosa. Realmente preciosa. El vestido blanco rozaba el suelo y dibujaba sus
contornos con delicadeza. Parecía una princesa sacada de algún cuento. Sin
duda de uno con final feliz.
Al mirar hacia mí sonrió, y me pareció que la sala había estado a oscuras
hasta ese momento. Tenía unos ojos grises que siempre veían a través de las
personas. Una de esas miradas que te remueven desde dentro y te hacen
temblar.
El pelo suelto y castaño le caía sobre los hombros desnudos. Tenía la piel
clara y llena de pecas, sobre todo en las mejillas. Y una nariz pequeñita y los
labios finos y rojos. Las manos, cubiertas por unos guantes de encaje, sujetaban
un ramillete blanco.
Paola era de esas personas magnéticas que no puedes dejar de mirar por
mucho que lo intentes. Y yo ni parpadeaba. No podía creérmelo. Ella estaba
allí, después de tanto tiempo.
Nos habíamos conocido en el instituto. Yo me había cambiado de centro
para hacer el bachiller y me tocó en su clase. Nada más verla lo supe. Y cada
mañana era maravillosa porque sabía que iba a verla, allí sentada, radiante; y
levantarse de la cama no era tan difícil y el camino hasta el instituto lo hacía
prácticamente corriendo y sonriendo como un idiota. Todo porque ella estaría
ahí.
Era inteligente y le gustaba la música. Y cantaba como nadie, aunque decía
que le daba vergüenza y se guardaba sus conciertos particulares para unos
pocos afortunados que no eran conscientes de su condición. Su voz era
delicada y suave, y yo a veces conseguía escucharla a hurtadillas cuando
coincidíamos en los baños. Y era difícil no sentir escalofríos y ponerse a
temblar.
Desde que la vi, desde ese primer instante en el que me dijo su nombre,
supe que era el amor de mi vida. Y daría lo que fuera por verla feliz. Y hacerle
reír siempre que pudiese y quedarme a vivir en sus brazos. Y no soltarla nunca.
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No podía creer que realmente fuese ella. La miré y volví a comprobar la
lista. El siguiente nombre era el suyo, sin duda. Paola Villa Sánchez. Se le veía
tan contenta...
Terminada la ceremonia los novios y sus invitados se fueron. Al salir, Paola
cerró el portón y la sala quedó apagada de nuevo. Hice todo lo posible por no
ponerme a llorar.
Llevaba toda mi vida enamorado de esa mujer. Ella nunca lo sabría.
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13. En el límite
A veces hay ciertas situaciones de las que, por mucho que lo intentemos,
no podemos escapar. Escenarios imposibles de evitar, hagamos lo que
hagamos. Parece ser que siempre hay una cierta esperanza intrínseca, quizás
por el simple hecho de que necesitamos creer que algo es posible para lograrlo.
Y allí estaba yo, en lo que parecía ser el fin de mi viaje.
Delante de mí no había nada. Era un precipicio escarpado, que se perdía
entre la neblina que flotaba metros abajo. La línea del cortado se extendía
varios kilómetros, perdiéndose de vista, y el horizonte no era más que un mar
de nubes meciéndose suavemente con el soplar del viento, teñidas de un
naranja opaco por los últimos rayos de sol invernal. Sobre aquel mar cobrizo
el cielo estaba despejado y empezaba a oscurecerse; y las estrellas más
brillantes se iban dejando entrever.
El aire era frío y dolía en las mejillas, y yo me veía obligado a parpadear
más de lo habitual para evitar que me llorasen los ojos. Tenía las manos
heladas y entumecidas, y estaba empezando a temblar. Aunque puede que no
sólo por el frío.
Detrás de mí, expectantes y preparados como resortes para actuar nada
más les dieran la orden, había cientos, miles de soldados, aguardando. El
silencio era absoluto, y el viento silbaba entre las lanzas y hacía ondear las capas
y los estandartes con el sol bordado sobre el fondo azul marino.
El ejército era realmente numeroso y, pese a ello, formaba a la perfección.
Las tropas se extendían hacia atrás cientos de metros dejando el espacio exacto
entre soldados, que se mantenían firmes y con la mirada al frente, sin moverse
lo más mínimo pese al frío.
Yo sabía que cualquiera de ellos, en el mismo instante en el que le diesen
la orden, era capaz de lanzar su lanza con tal velocidad y precisión que podría
atravesarle la cabeza a un hombre antes de que este se percatase siquiera de la
situación en la que estaba.
Yo sí era consciente. El ejército más preparado del mundo aguardaba
detrás de mí. Delante sólo había un vacío mar de nubes. Temblaba. Aquel no
podía ser el final.
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-Regresemos -dijo una voz a mis espaldas-. Es imposible seguir. Ahí delante
no hay nada.
-Preparad los buques aéreos. Partimos -respondí.
-¿A dónde, capitán? -preguntó la voz del almirante.
-A donde ningún ser humano ha estado antes -hice una pausa y me volví-.
Vamos más allá del fin del mundo.
Hubo un cierto desconcierto, y después un murmullo de actividad. Los
operarios avivaron las llamas y los globos se hincharon, elevando los buques
del suelo. Una primera nave salió, acercándose lentamente al borde del
precipicio. Sabía que aquello tenía que funcionar.
El buque avanzó algunos metros hasta quedar completamente suspendido
en el aire. Seguía estable. Di la orden y lo seguimos en una segunda nave. Al
otro lado de aquel mar de nubes tenía que haber algo, lo presentía. Y estaba
seguro de que mi misión era encontrarlo.
No quedaba otra que explorar lo desconocido. Y conquistarlo.
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14. La ola
El fuego crepitaba tranquilo a nuestras espaldas, desprendiendo aún algo
de calor. Delante de nosotros las olas rompían con suavidad dibujando líneas
de blanca espuma en la arena. El mar reflejaba la luna, dejando destellos
plateados que se perdían con el movimiento de las aguas. Era una noche
tranquila.
Nosotros estábamos allí. Los cuatro, otra vez. Como siempre. Llevábamos
tanto tiempo juntos que ahora se me hacía difícil imaginarme una vida sin ellos.
Y sin embargo…
Era la noche de San Juan. Como todos los años, la playa se llenaba de
hogueras y grupos de jóvenes que cenaban sobre la arena. La tradición decía
que en el fuego se debían quemar todos los males, para quedarse así sólo con
lo bueno. Entre los estudiantes se había extendido la práctica de quemar los
apuntes del curso que ya no nos servirían, ya fuese para reutilizarlos como leña
o por mero despecho. Nosotros ya no los íbamos a necesitar.
Estábamos callados, sentados en la orilla. Teníamos los pies descalzos para
no mojarnos las zapatillas con las olas que se adentraban un poco más en la
arena, y sentir agua fresca era agradable. No hacía demasiado frío, y la playa
estaba ya casi vacía. La mayoría de la gente se había ido a los pubs a tomar
algo, pero a nosotros nos bastaba con las cervezas que nos quedaban en la
neverita portátil. Supongo que no estábamos para mucha fiesta.
Lo único que se oía era el fuego y el rumor de las olas. Ninguno de los
cuatro se atrevía a hablar y, aun así, todos sabíamos que aquel silencio sonaba
a despedida. Puede que no del todo, ni mucho menos para siempre, pero
aquello era un adiós.
El curso se había terminado, y ahora dejábamos el instituto y cada uno se
iba a estudiar a un lugar distinto. Nos mudaríamos y conoceríamos a gente
nueva. Haríamos nuevos amigos, amigos con los que poder reír y salir de fiesta
o con los que poder quedarnos hasta las tantas en cualquier parque hablando
de todo y de nada. Y ya no seríamos los cuatro.
Es cierto que volveríamos a vernos, y que algún fin de semana
coincidiríamos en la ciudad e iríamos al bar de siempre como si no pasase
-
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nada. Pero todo sería distinto. Sabíamos que por mucho que quisiéramos,
aquello era algo así como el final de una era.
Seguíamos en silencio y yo quería decir algo pero no sabía el qué. Creo
que a ellos les pasaba lo mismo. Mirábamos el horizonte y de vez en cuando
bebíamos un trago de cerveza. Y algunas olas rompían con algo más de fuerza
y el agua llegaba hasta nuestros pies.
Olía a salitre y a humo de leña, y el vaivén del mar conseguía relajarme.
Las olas que iban y venían, que rompían y se marchaban. El agua que avanzaba
sobre la arena y daba media vuelta, dejando una fina capa de espuma
blanquecina…
Era curioso observar las olas. Supongo que me tranquilizaba el hecho de
saber que seguirían en movimiento para siempre. La certeza de que, por muy
calmada que estuviese el agua, no dejaría de ir y venir. Y entonces lo hizo.
Una última ola alcanzó nuestros pies, y luego el mar empezó a alejarse. El
agua se adentraba más y más y las pocas personas que quedaban en la playa se
quedaron pasmadas unos segundos antes de salir huyendo. Nosotros sabíamos
qué significaba aquello.
Apenas necesitamos una mirada para decidirnos. Dejamos las cervezas
sobre la arena y nos pusimos de pie.
Y corrimos. Corrimos con todas nuestras fuerzas por donde antes sólo
había mar, sin pararnos a pensar en nada y sin mirar hacia atrás.
Y entonces llegó la ola.
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15. Leyenda
Roberto llegaba diez minutos tarde, y eso que sabía perfectamente lo
mucho que yo odiaba tener que esperar.
No es que me molestase la espera en sí. Lo que me jodía era tener que
estar escondido como un crío que no quiere que sus padres le pillen haciendo
alguna trastada. Y eso que yo no había hecho nada malo. Pero digamos que a
la salida de los conciertos no era el mejor lugar para pararse a hacerse fotos
con los fans. Como que estaba un poco indispuesto. Algo así como hasta las
cejas.
Salí por la puerta de atrás cuando vi a la limusina negra doblando la
esquina. Un par de flashes desde el otro lado de la calle y alguien que gritaba
mi nombre. Entré sin pararme a mirar y le dije a Roberto que se diese prisa.
Quería volver al hotel lo antes posible. Estaba cansado de tanta gente y tantas
luces.
A veces sentía que todo esto me sobrepasaba. Que el rollo de la
superestrella me venía grande.
Por una parte estaba lo de la fama. La idea de que te conozcan en todos
lados está guay, claro. Pero luego no puedes pasear por la calle sin que se
forme un tumulto de gente a tu alrededor. No puedes estar tranquilo cenando
en el bar de la esquina sin que vengan a pedirte una foto... No siempre puedes
hacer lo que quieres, no sé si me explico.
Claro que la pasta estaba bien. Cifras y más cifras en la cuenta y ropa cara;
deportivos guapos y viajes en primera. Y vivir en una casa grande y no mirar
los precios de las cosas. Y cubrirse de joyas y ser asquerosamente rico.
El dinero molaba, y con él venía el resto. Alcohol bueno y drogas de todo
tipo. Un tiro antes del concierto para enchufarse o un porro para calmar los
nervios. Y luego sentir cómo flotabas sobre el escenario, y la gente cantando
tus frases a pleno pulmón y saltando como si les fuese la vida en ello. Y luego
el aplauso, la ovación. El éxtasis.
Quizás ese era el problema de ser una estrella. Que el límite de tus
emociones se extendía. Que el clímax estaba cada vez más arriba. Y entonces
necesitabas más y más para llegar hasta él.
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Todo eran excesos. La fama, el dinero, la droga, las chicas… A veces me
cansaba de todo y pensaba en sentar la cabeza. Y dejar atrás tanta noche de
usar y tirar con cualquier groupie y enamorarme de verdad. Y, con todo, no estaba seguro de poder hacerlo.
Supongo que ahora nuestra vida era esa. Éramos las nuevas estrellas del
rock, sólo que en realidad nosotros no sabíamos cantar. Y nuestra música era
sintética y la mitad de las veces nuestras canciones no hablaban de nada. Pero
la esencia era la misma. La idea de la superestrella mundial, el ídolo de masas.
Yo siempre había pensado que la única diferencia entre un ídolo y una
leyenda es que los primeros están vivos.
Roberto conducía deprisa y cruzó el semáforo en ámbar. Lo último que vi
fueron las luces del camión que se acercaba por la derecha.
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Treinta y uno Jaume Leal Esteve
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16. Lucas
Vamos Lucas, hay que volver a casa, que es tarde. Venga, no me mires así,
que llevamos toda la tarde en el parque jugando sin parar. ¿De verdad que no
estás cansado? Yo no sé cómo lo haces, en serio. Bueno, sí, sí lo sé. Luego te
pasas todo el día durmiendo ahí, todo tapadito. Y sólo te despiertas para
comer. Claro, así normal que ahora tengas tanta energía. Yo estoy la mitad del
tiempo que no sé ni lo que hago, la verdad. De casa al trabajo y del trabajo a
casa, y así todas las semanas. Menos mal que siempre saco un ratito para estar
contigo, ¿a que sí? Ay, si es que me das la vida en realidad. No sé yo quién
tiene más ganas de ver a quién cuando vuelvo de la oficina, eh...
Uf, ¡qué frío hace, por dios! Cómo se nota que ya viene el fresco de verdad,
ahora que acaba de entrar noviembre. Menos mal que te he puesto bien
abrigadito, ¿a que sí? ¿A que vas bien calentito, ahí con tu chaquetita y las
zapatillas? Mira que yo llevo los pies helados y eso que llevo botas, no me
quiero ni imaginar si llevase algo más ligero...
Venga, va, date prisa, que no quiero ir tirando de ti. Sí, ya sé que no quieres
volver a casa, pero es viernes, y ya sabes que toca los viernes, ¿verdad? Exacto,
hoy toca bañito. ¿Tienes ganas? Con lo estresada que llevo toda la semana,
igual hasta yo me doy un buen baño calentito, que eso de ducharse con prisas
y salir de casa con el pelo empapado y a medio secar no tiene que ser nada
bueno, y menos con el aire que hace. ¡Y aún estamos a seis! Me da a mí que
va a llegar diciembre y no podremos ni salir de casa, con la de nieve que habrá
si sigue así. Ahora que lo pienso, tú no habrás visto nevar nunca, ¿verdad?
Claro, que sólo tienes tres añitos, pero pensaba que no hacía tanto desde la
última vez que nevó de verdad. Cómo pasa el tiempo, madre mía...
Va, Lucas, no te hagas el remolón, que estamos a punto de llegar. ¿O es
que prefieres que te lleve en brazos? Venga, no querrás parecer un bebé
delante de esos chicos de ahí delante. Ay, qué monos... Yo también tenía esa
edad cuando estuve con mi primer novio. Me pregunto qué será de él... Pero
bueno, no es que ahora quiera estar con nadie, tranquilo. Te tengo a ti, ¡qué
más quiero! Si es que eres el más guapo del mundo, ¿verdad, mi niño?
Mira, si hasta se han echado a reír. ¡Quién volviera a pillar los quince!
Aunque... Digo yo que se reirán por otra cosa, ¿no? Con lo bien que te quedan
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los zapatitos que te he puesto, no creo que sea eso, ¿verdad? O igual es que
han escuchado lo que te decía. ¿Tan raro es que hable así contigo? Quiero
decir... ¿A caso no trata todo el mundo a sus mascotas como si fuesen sus
hijos?
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17. Sangre
El dolor era insoportable y yo no podía dormir. Estaba hecho un ovillo en
la cama, enredado entre las sábanas que se retorcían y doblegaban de tantas
veces que había intentado cubrirme con ellas. Debían de pasar las cuatro y yo
sentía que no podía más.
Lo peor era que ni siquiera podía moverme. El más mínimo temblor y
notaba como si una cuchilla me atravesara el bajo vientre. Como si me cogieran
las entrañas en un puñado y tirasen de ellas hasta arrancarlas. Pero nunca
llegaban a desprenderlas de mí.
La punzada no cesaba. Justo en el instante en el que parecía desaparecer,
el dolor volvía con más fuerza y más saña que antes. Y esa angustia aguda e
insufrible se trasladaba a todo el cuerpo, rígido e inmóvil, entumecido por tanta
tensión involuntaria.
Tenía que ser justo aquella noche; la víspera del gran día. De mi gran día.
En unas horas tendría que despertarme, pillar un taxi e ir hasta el Salón de
Conferencias como si no pasara nada. No sabía si me merecía realmente aquel
premio, la verdad, pero habían sido tantos años de investigación... Horas y
horas frente a una pantalla, comprobando datos y corrigiendo algoritmos
quilométricos que a duras penas era capaz de comprender y ahora, por fin,
llegaba la recompensa. El mayor galardón de la ciencia llevaría este año mi
nombre. Si conseguía sobrevivir a esta noche.
Mi habitación estaba completamente a oscuras y el silencio era total.
Tampoco pasaba ningún coche por la calle a esas horas. Yo cerraba los ojos
tratando de no pensar en nada, esperando que el sueño apareciese en uno u
otro momento y pudiese dormir por fin, aunque sólo fueran un par de horas.
Intentaba poner la mente en blanco, pero el dolor era como un chirrido que
me impedía dormir.
Era exasperante ver cómo te anulaba como persona. Cómo el dolor
inundaba tu cerebro y te impedía pensar en cualquier otra cosa más que en las
ganas de que se terminase. El analgésico que me había tomado antes de
acostarme parecía no servir de nada y ahora, además, me parecía sentir un hilo
de sangre recorriéndome el muslo. Me limité a abrazarme a la almohada y a
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confiar en que me terminaría durmiendo, aunque sólo fuese de puro
agotamiento.
A la mañana siguiente fui al baño, me cambié la compresa y dejé el pijama
y las sábanas para lavar. Me hice un café, una tostada y un ibuprofeno y pedí
un taxi. Era mi gran día.
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18. Secretos
Después de una mañana gris de lluvia y frío el cielo de mediodía se había
despejado un poco, dejando pasar la luz entre unas nubes, ahora más bien
dispersas, que parecían pedazos de algodón. El asfalto brillaba iridiscente y
había algunos charcos aquí y allá, reflejando el cielo como espejos
desparramados.
Eran las doce y un ejército de padres, madres y abuelos se aglutinaba en el
patio del colegio de primaria. Algunos esperaban en los coches y otros, quizás
los más afortunados, confiaban en que sus hijos fueran los suficientemente
mayores como para poder volver a casa andando ellos solitos.
Mi hija salió corriendo nada más se abrieron las puertas del edificio, con la
chaqueta en una mano y la mochila en la otra. Tenía seis años y se llamaba
Marta, y era la niña más lista y más bonita del mundo.
-¡Hola papi!
-¡Hola cariño! -dije, dándole un abrazo- ¿Qué hemos dicho de la chaqueta?
-Que hay que ponérsela antes de salir -respondió con pesadez al mismo
tiempo que yo se lo repetía.
-Bueno, vale, no pasa nada por esta vez, pero mañana te la quiero ver
puesta.
-Sí…
-Y qué, ¿qué habéis hecho hoy en el cole?
-Pues hemos hecho frases y sumas y hemos jugado a un juego de
adivinanzas y hemos empezado un dibujo muy chulo. Y yo se lo voy a regalar
a la seño cuando lo termine.
-¿Ah sí?
-Sí, ¡pero shhh! No se lo digas a nadie, ¿vale?
-Vale, vale, no se lo diré a nadie. Anda, sube al coche.
Marta entró de un salto y la abroché en su sillita. Al volver al asiento del
conductor vi un papelito que había sujeto al limpiaparabrisas y lo cogí. Parecía
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un pedazo de hoja, arrancada de cualquier manera, de una libreta
cuadriculada. En él sólo había una frase, escrita con un rotulador grueso y con
trazo descuidado y agresivo.
“Sé tu secreto”, decía. Mi secreto. Pero yo no tenía secretos. Quiero decir,
no sé. Nada importante. Además de que era imposible que nadie los supiera.
¿Quién habría escrito aquella nota? “Sé tu secreto”. ¿Cuál era mi secreto? La
madre de Marta y yo estábamos separados desde hacía un par de años. ¿Que
le había puesto los cuernos? ¿Era ese el secreto? Es cierto que por entonces
no estábamos muy bien y que todos cometemos errores, pero de eso hacía
demasiado tiempo. ¿Lo de mis padres? Me hacía falta el dinero, sólo eso. Ellos
no lo necesitaban, y pensaba devolvérselo cuando las cosas mejorasen un poco
en el trabajo. Además, siempre iba a visitarles y me encargaba de arreglarles
las cosas que se les estropeaban por casa. Tal vez fuese el tema de las escrituras
de la finca que teníamos, que seguían sin estar declaradas -con lo que nos
ahorrábamos un buen pellizco-, pero ¿quién podía saber eso? Mi secreto...
Quizás fuese aquel atraco en el 96. Yo sólo los saqué de allí con la furgoneta,
pero ya está. Un golpe y nada más, cada uno por su lado y a disfrutar de la
parte que nos tocaba. Además, el resto del grupo estaba entre rejas, y yo no
quería saber nada de ellos. Aquello ya no iba conmigo.
Volví a leer la nota. “Sé tu secreto”, decía. Entonces recordé el cadáver que había en el maletero.
-¿Qué pasa papá?
-Nada cariño, se han equivocado.
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19. Heredero
Era una tarde tapada y fría de marzo, durante las vacaciones de Pascua, en
Estoril. La familia de los duques de Barcelona había vuelto a Villa Giralda tras
la misa vespertina del Jueves Santo, y los dos hijos, Juan Carlos y Alfonso,
esperaban a que llegase la hora de la cena en uno de los salones de la casa.
Ya había anochecido, y el viento cortante de principios de primavera les
disuadió de salir a los jardines, apenas iluminados por unas cuantas farolas. Un
par de ellas se encontraban apagadas; con los cristales rotos y algunos
pequeños fragmentos esparcidos aún por el suelo.
-¿Qué me das si consigo volarle la cabeza a aquella figurita de porcelana? -
dijo Juan Carlos, que sujetaba una pequeña pistola, de calibre 22, con la que
apuntaba a un estante de la otra punta de la habitación
-Madre dijo que no volviéramos a coger eso -le reprochó Alfonso-, podrías
hacerte daño.
-Pues bien que ayer querías que te la dejara -respondió Juan Carlos, que
seguía dirigiendo el arma hacia la figurita, guiñando un ojo para tener mayor
precisión.
-Vamos, nos echaron la bronca por cogerla sin permiso y dispararle a las
farolas del jardín, y prometimos que no volveríamos a pillarla. Si padre se
entera de que has vuelto a robarla de su colección se nos va a caer el pelo.
-Sí, bueno, en realidad no la he cogido sin su permiso -dijo Juan Carlos,
bajando el arma-. Me la ha dado él.
-Mientes -contestó Alfonso.
-Es cierto, padre me la ha regalado -repuso su hermano-. Dice que ahora
que he empezado mi formación militar debo de tener una pistola propia, y que
cuando me gradúe me dará una de mayor calibre. Ayer dijo eso porque no
quería que te pusieras celoso...
-Padre no haría algo así -dijo el pequeño, algo alterado-. Además, sé que
ayer la cogiste de la vitrina a escondidas, no te la dio él.
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-¿Y cómo sabes que no me dio permiso para hacerlo? -preguntó con
suficiencia-. Lo que pasa es que no quieres aceptar que yo soy el mayor, con
todo lo que eso supone.
-¿Ya vuelves a sacar el tema? Te he dicho mil veces que me da
completamente igual ser rey. Aunque los dos sabemos que yo soy el favorito
de padre.
-Sí, bueno -respondió Juan Carlos con incredulidad-, aunque así fuese, yo
soy el heredero.
-Ya, claro, por supuesto -cedió Alfonso con desdén, y añadió-; aunque
padre es el hijo menor.
Juan Carlos, que había vuelto a apuntar a la figura de porcelana, bajó el
arma de nuevo y miró a su hermano.
-¿Qué insinúas? -preguntó, molesto.
-Nada, nada... -respondió, quitándole importancia-. Y ahora devuelve eso
a su sitio antes de que venga madre a avisarnos de que la cena está lista, o se te
va a caer el pelo.
-No pienso hacerlo.
-¿Cómo que no? Si no la devuelves se lo pienso contar a padre.
-¡Quieto! -exclamó Juan Carlos, apuntando con la pistola a su hermano-.
Ni se te ocurra chivarte.
-¿No decías que te la había dado? -preguntó Alfonso, irónicamente-. Qué tal
si se lo explicas a…
Los hechos se precipitaron. Un chasquido seguido de una explosión. Una
frase que quedaba en el aire, inconclusa. Un niño de apenas catorce años que
se desplomaba en el suelo ante la mirada desorbitada de su hermano mayor.
Pasos apresurados en el pasillo y una puerta que se abría de golpe. Un padre
que encontraba a su hijo tendido en el suelo, sobre un charco de sangre, y que
se abalanzaba sobre él tratando de reanimarlo con todas sus fuerzas. Un joven
de dieciocho años que sostenía una pequeña pistola, aún humeante, y un grito
desgarrador que le obligaba a jurar de rodillas que aquello había sido un
accidente. Una voz que apenas podía articular sonido alguno. Una madre que
lloraba desconsolada sin entender qué estaba pasando. Una bandera arrancada
de cualquier parte que cubría el cuerpo sin vida de un niño.
Luego, silencio.
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20. Elegía a nadie
(palabras sobre muerte que nunca fueron
dichas a los vivos; vistiendo negro delante de una caja vacía)
Te has llevado todo;
me quitas hasta lo que no tenía.
Y ahora sólo tengo ausencia:
ni carcajada ni nada, ni alegría.
Ya no cantan los pájaros;
enmudece la avenida.
Silencio en todas partes.
Llenas de ecos las habitaciones vacías.
Mis manos están manchadas de barro.
Mis ojos se inundan, y los días
pasan cada vez más despacio.
Se sucede el buscarte, el llorarte y la vida.
No volveremos a verte
cruzar el umbral, a la salida.
Ya sales y te marchas. Llega ahora
la más amarga de las despedidas.
Te echaremos de menos.
Durará por siempre la herida
honda, tanto y tan honda,
que nos ha roto el alma, el alma partida.
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21. Oro
El 21 de octubre de 2018 tuvimos la primera noticia del meteoroide.
Antes de eso, nuestros satélites no habían detectado ninguna anomalía. El
cuerpo, que tendría unos 10 metros de diámetro, había llegado rápidamente a
la zona orbital, por lo que impactaría, según los cálculos que hicimos, en
menos de 24 horas. Todos nos pusimos alerta.
Lo habitual era que los distintos asteroides y cometas que potencialmente
podían impactar en la Tierra se detectasen con meses de antelación. Aquello,
sin embargo, suponía un fallo en el programa de Vigilancia Espacial, destinado
a detectar todos los cuerpos con posibilidades de cruzarse con nuestro planeta.
El hecho de que hubiese llegado con tanta velocidad nos desconcertó.
En el Observatorio Astronómico reinaba una sensación de alerta. Decenas
de hombres y mujeres observaban preocupados sus pantallas, analizando datos
y comprobando que todos los parámetros del telescopio eran correctos. La
velocidad de aproximación del meteoroide estaba muy por encima de la
media, lo cual nos hizo preguntarnos cuál era su procedencia.
-Su forma no parece de origen natural -dijo el doctor Lions, segundo al
mando, mientras mostraba unas imágenes procesadas informáticamente a
partir de los datos obtenidos. Todos los directivos allí presentes nos quedamos
mirando aquel objeto alargado, desconcertados.
-¿Insinúas que es una nave alienígena o algo por el estilo? -preguntó
incrédulo Oswald Cooper, quien se encargaba de coordinar los distintos
departamentos.
-No necesariamente, pero... No podéis negarme que es poco común. Y el
hecho de que se desplace a tanta velocidad es extraño -se justificó.
-¿Habéis avisado ya al comité? -dijo cambiando de tema el señor Harrison,
doctor en astrofísica y director general del Observatorio.
-Sí señor, ya están al corriente -respondió Cooper-. Al parecer hemos sido
los primeros en detectarlo.
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Fred Harrison asintió y se recolocó las gafas, que siempre llevaba en la
punta de la nariz. El director era un hombre mayor, de pelo blanco y cara
arrugada, que solía estar de muy buen humor. Aquel día, sin embargo, se le
veía serio y meditativo.
-La prioridad ahora mismo -anunció, tras unos segundos- es determinar si
el meteoroide supone algún peligro. Según las dimensiones estipuladas,
debería desintegrarse parcialmente al entrar en la atmósfera, dejando uno o
varios fragmentos de no más de un metro. Sin embargo debemos considerar
su velocidad de acercamiento. Lo más sensato sería establecer un área de
seguridad alrededor del punto de impacto estimado.
-Pero señor -señaló Lions-, quedan horas para que entre en la atmósfera.
No dará tiempo a evacuar la zona.
-El impacto parece que se dará en algún punto del norte de Nevada, que
por suerte es una zona con baja densidad de población. Tenemos que
determinar el lugar exacto en el que caerá y establecer un radio de seguridad
de un par de millas -dijo, y se levantó de la silla-. Avisad a los medios. Sed
concisos y decidles que la situación está bajo control. Ya se encargaran ellos de
ser alarmistas y de anunciar que se acerca el fin del mundo. Con un poco de
suerte la zona quedará desierta para cuando llegue el meteorito.
Las siguientes horas fueron extrañas. Se formó un equipo liderado por
Harrison e integrado por otros 3 astrónomos, entre los que yo me encontraba,
y nos dirigimos al aeropuerto. Lions se quedó al mando del Observatorio.
El impacto se produjo la mañana del 22 de octubre, a las 11:36, en el
condado de Elko, Nevada, a unas cincuenta millas al norte de la capital.
Era una zona completamente desierta, a la que accedimos en todoterreno.
Cuando llegamos allí ya había una pequeña base formada, con una cinta
delimitando el radio del cráter. En el centro de este, reflejando el sol con un
brillo metálico, había una roca irregular y de forma ligeramente ovalada.
-¡Doctor Harrison! -gritó un chico joven y delgaducho, saliendo a nuestro
paso-. Mi nombre es Adam Parker, encantado de conocerle -dijo, y le
dio la mano-. Ya hemos hecho algunos de los análisis que nos pidió. Se ha
detectado radiación en el meteorito, por lo que creemos que su interior podría
estar formado por algún elemento radioactivo. Lo más recomendable sería
tomar las precauciones pertinentes, y llamar a expertos en el tema. Confírmelo
y, si quiere, yo me encargaré.
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Nos instalamos en una carpa a cierta distancia del cráter y esperamos hasta
media tarde. El equipo de técnicos y físicos nucleares llegó en varios vehículos,
algunos de los cuales no podían salir del camino, por lo que tuvimos que
acercarlos, junto con sus instrumentos, en todoterrenos como el nuestro.
La doctora Sophie Abbott, experta en radiación y una de las responsables
del descubrimiento de nuevos elementos en el ICIN, lideraba el grupo.
-Espero que nadie se haya acercado al meteorito -dijo nada más bajar del
todoterreno-. Si las lecturas son correctas esa cosa podría freírnos en menos
de lo que canta un gallo.
Fueron unos días agitados, cargados de una tensa expectación. La doctora
y sus ayudantes analizaron el meteorito durante horas, ataviados con trajes de
protección contra la radiación. En una de las sesiones de estudio se nos
permitió acercarnos, y Abbott nos explicó lo que habían descubierto.
-El meteorito mide cincuenta y tres centímetros de largo por veintiséis de
alto y treinta y dos de ancho, aproximadamente. Su masa roza los novecientos
kilos, y su composición, bueno... Juzgad vosotros mismos.
La roca, vista desde cerca, tenía un aspecto metálico, amarillo brillante,
similar al de los metales preciosos... Parecía demasiado bueno para ser cierto.
-Parece que somos ricos -dijo el doctor Harrison, sonriendo tras el cristal
de su casco-. Lo único que tenemos que hacer es decirle al gobierno que no
era más que un pedazo de roca y ya podemos adelantar la jubilación -bromeó.
-Sí, bueno, aún no hemos resuelto el problema de la radiactividad -
objetó la doctora Abbott, una vez recobrada la calma-. Además, parece más
denso de lo que debería ser si fuese oro puro, por lo que es bastante probable
que contenga algún tipo de impureza, como radio, uranio o algo por el estilo.
Eso resolvería los dos problemas a la vez, claro. Sin embargo, las muestras
tomadas de la superficie del objeto son únicamente de oro, por lo que el otro
material debe de encontrarse en el interior del meteorito.
-Partámoslo entonces -sugirió Harrison. Pensamos que bromeaba, pero
tras unos instantes regresó con un pico en las manos y se dispuso a golpear el
meteorito-. Tal vez queráis guardar una distancia de seguridad, por lo que
pueda pasar -advirtió, risueño.
El golpe, aunque preciso y contundente, tan sólo dio lugar a una
abolladura. Después de discutirlo, decidimos que lo intentaríamos con una
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sierra, así que nos pusimos a ello. Esta vez el encargado de partir el meteorito
fue uno de los ayudantes de Abbott.
La sierra penetró en la corteza de oro sin problema, hasta llegar a un punto,
a unos diez centímetros de profundidad, en el que topó con otro material más
duro. El operario, de espalda ancha y brazos fuertes, hizo un sobreesfuerzo y
logró atravesar la capa interna, hasta finalmente dividirlo en dos partes.
El interior del meteorito revelaba un material oscuro, de aspecto cristalino
y reluciente. Poco a poco, y ante nuestra atónita mirada, el elemento se fue
cubriendo, como si de vaho se tratase, de una fina capa de oro, que parecía
surgir de ninguna parte. Nos quedamos desconcertados.
La investigación se volvió aún más exhaustiva. Abbott trabajaba sin
descanso, enviando muestras del oro que se había formado a su laboratorio,
desdoblando los turnos y analizando los resultados minuciosamente. Era 27
de octubre, y el cansancio empezaba a pasar factura.
-Hasta ahora sabemos lo siguiente -dijo, y tosió un par de veces antes de
continuar-: el interior del meteorito corresponde a un material radioactivo, el
cual aún no hemos podido identificar. Al tratar de eliminar la capa de oro que
lo cubre, observamos cómo el material vuelve a recubrirse de nuevo, de modo
que, pese a los intentos de aislar un fragmento del elemento radiactivo, este
termina adquiriendo una capa dorada de poco grosor, el cual poco a poco va
aumentando -concluyó, y se desplomó sobre su silla-. No sé si sabéis lo que
esto significa.
-Bueno -intervino el doctor Harrison, que pese a la fatiga no perdía su
sentido