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Arnold J. Toynbee: Guerra y civilización Selección de «Estudio de la Historia» por Albert Vann Fowler

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Arnold J. Toynbee: Guerra y civilización

Selección de «Estudio de la Historia» por Albert Vann Fowler

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El Libro de BolsilloAlianza Editorial

MadridEmecé Editores

Buenos Aires

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Título original: War and Civilization. Publicado en inglén por Oxford University Press, London

Traductor: Jorge Zamalea

Primera edición en «El Libro de Bolsillo»: 1976 Segunda edición en «El Libro de Bolsillo»: 1984

© Oxford University Press, London© Emecé Editores, S. A., Buenos Aires, 1952© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1976, 1984 (por autorización

de Emecé Editores, S. A.). Calle Milán, 38 ® 200 00 45ISBN: 84-206-1603-6Depósito legal: M. 5.732-1984Papel fabricado por Sniace, S. A.Impreso en LavelPrinted in Spain

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Prefacio

El contenido de este breve volumen ha sido extractado por Albert Vann Fowler, en consulta con el autor, de los seis relativamente extensos volúmenes de una obra que probablemente alcance, cuando se publique el resto, a los nueve volúmenes. Los extractos han sido escogidos para ilustrar las opiniones que sobre la guerra tiene el autor de Estudio de la Historia,}» este tema común les confiere su unidad; pero el lector del presente libro debe tener en cuenta que no está leyendo aquí esos fragmentos en su contexto original, y que la guerra no es el tema principal de la obra de la cual han sido tomados, aunque infortunadamente sea imposible estudiar la historia de la humanidad —desde la aparición, hace unos cinco o seis mil años, de sociedades del tipo conocido con el nombre de civilización—, sin descubrir que la institución de la guerra está íntimamente ligada al corazón de este trágico tema.

Al estudiar la decadencia de las civilizaciones, el autor ha aceptado desde luego la conclusión —¡no muy nueva!— de que la guerra ha demostrado ser la causa inmediata del derrumbamiento de todas las civilizaciones

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de cuya caída se tenga conocimiento, y esto hasta donde ha sido posible analizar la naturaleza de esos derrum-bamientos y explicar su ocurrencia. Aparte de la guerra, ha habido otras siniestras instituciones con las cuales la humanidad se ha castigado a sí misma en su era de civilización; la esclavitud es uno de estos autocastigos que inmediatamente se presentan a nuestro espíritu; no obstante ello, aunque la esclavitud, las castas, la luche de clases, la injusticia económica y muchos otros síntomas sociales de la némesis del pecado original hayan desempeñado su papel como instrumentos del autotor-mento del hombre, la guerra se destaca entre ellos como el principal agente empleado por el hombre para derrotarse a sí mismo social y espiritualmente durante un período de su historia que ahora comienza a ser capaz de ver en perspectiva.

Un panorama comparativo del declinar conocido de las civilizaciones muestra que la decadencia social es una tragedia cuya intriga tiene su clave en la institución de la guerra. Ciertamente, la guerra pudo haber sido en realidad hija de la civilización, ya que la posibilidad de emprender una guerra presupone un mínimo de técnica y de organización y una riqueza sobrante, superior a la indispensable para mantener la vida, y estos nervios de la guerra le faltaban al hombre primitivo, en tanto que, por otra parte, no sabemos de civilización alguna (con la posible excepción de la Maya, de la que sólo poseemos actualmente conocimientos fragmentarios) en cuya vida la guerra no haya sido, ya en la más remota etapa a que podamos alcanzar en la historia retrospectiva de cualquier civilización, una institución establecida y dominante.

Como otros males, la guerra tiene una manera insidiosa de parecer tolerable, al mismo tiempo que se asegura un dominio tal sobre la vida de sus adictos que éstos pierden toda posibilidad de escapar de sus garras cuando su letalidad se manifiesta. En las etapas iniciales del desarrollo de una civilización, el costo de las guerras, en sufrimientos y destrucción, puede parecer superado por los beneficios que la conquista de pode-

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río y riqueza y el cultivo de las «virtudes militares» proporcionan; en esta fase de la historia, los estados se han hallado a menudo en condiciones de entregarse a la guerra casi con impunidad incluso para el partido vencido. La guerra no comienza a revelar su índole nefasta sino cuando la sociedad agresora empieza a incrementar su capacidad económica en la explotación de la naturaleza física y su capacidad política en la organización del potencial humano; pero, tan pronto como esto sucede, el dios de la guerra, que la naciente sociedad vino adorando por tanto tiempo, se revela como un Moloch, pues devora una parte cada vez mayor de los frutos que se acrecientan en el proceso con que la industriosidad y la inteligencia del hombre tienden a procurar un grado cada vez mayor de vida y felicidad; y cuando el aumento de eficacia de la sociedad llega al punto de ser capaz de movilizar para uso militar la cantidad letal de energías y recursos, la guerra se revela entonces como un cáncer que habrá de ser fatal para la víctima a menos que ésta pueda extirparlo y desprenderse de él, pues los tejidos malignos ya han aprendido a crecer más de prisa que los tejidos sanos de que se alimentan.

En el pasado, cuando en la historia de las relaciones entre Guerra y Civilización se alcanzaba ese punto crítico y se lo reconocía, algunas veces se hicieron serios esfuerzos para librarse de la guerra a tiempo de salvar a la sociedad, y estos intentos pudieron adoptar una u otra de dos direcciones alternativas. La salvación, naturalmente, no se puede buscar en parte alguna que no sea el trabajo de las conciencias de los seres humanos individuales; pero los individuos pueden optar entre tratar de realizar sus propósitos mediante la acción directa como personas privadas o tratar de cumplirlos mediante la acción indirecta como ciudadanos de los estados. La negativa personal a participar de cualquier manera en cualquier guerra emprendida por su estado con cualquier propósito y en cualquier circunstancia es una línea de ataque contra la institución de la guerra, que probablemente puede atraer a las naturalezas fer-

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vorosas y dispuestas al sacrificio de sí mismas; compa-rativamente, la otra estrategia de paz que trata de per-suadir y acostumbrar a los gobiernos a ajustarse a la resistencia unánime a la agresión cuando ésta se presenta y a tratar de remover sus estímulos previamente, puede parecer una tortuosa y poco heroica línea de ataque ante el problema. Sin embargo hasta ahora y de una manera indubitable, la experiencia indica, a juicio de este escritor, que el segundo de estos dos arduos caminos es con mucho el más prometedor.

El peligro más evidente que hay que arrostrar en la estrategia del pacifismo reside en la manera como los pacifistas se enfrentan al hecho de que, en la misma medida en que su acción resulte eficaz, el primer efecto podría ser el de colocar a los estados en los cuales el pacifismo tenga una fuerza política apreciablemente poderosa a merced de los estados en que sea impotente; lo que equivaldría a permitir que los más inescrupulosos gobiernos de las más tenebrosas potencias militares se hiciesen dueños del mundo en el primer capítulo del drama. Enfrentarse con ese problema y atenerse a sus consecuencias inmediatas presupone una activa perspicacia y un heroísmo pasivo que han sido exhibidos por los santos, pero nunca por el hombre corriente de la masa. Ciertamente, a menudo los pueblos se han sometido en masse al dolor y al agravio de ser oprimidos por conquistadores que, en cotejo con sus víctimas, fueron brutales y bárbaros. En 1940, el mundo estuvo a punto de aceptar la dominación de una Alemania controlada por los nazis e inspirada por el espíritu satánico de Hitler; pero apenas tenemos para qué recordar el ánimo que prevalecía en Francia y Gran Bretaña durante los años de «apaciguamiento» y más larde en Francia en la época de Vichy, para que se comprenda la verdad de que, entre los motivos que inspiran la negativa en masa a resistir a la agresión militar con la fuerza de las armas en defensa propia, el generoso horror del santo ante el pecado de la guerra cuenta mucho menos que la natural y ordinaria adversión del mortal a pagar

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el horrendo precio de sangre y de lágrimas que la guerra impone.

La complacencia en el pago de este precio es la raíz de las llamadas «virtudes militares» sin las cuales no puede emprenderse la guerra pero por las cuales esa diabólica institución nunca habría sido condenada, como lo fue recientemente, por la opinión pública y los sentimientos de una mayoría de sociedades humanas en proceso de civilización. Esa expresión tradicional de «virtudes militares» es, desde luego, engañosa, ya que todas las virtudes exhibidas en la guerra tienen también una esfera de acción ilimitada en otras formas de combate y de relación humana, en tanto que, por la otra parte, a menudo la exhibición de esas virtudes por los soldados ha resultado, infortunadamente, compatible con una exhibición simultánea de crueldad, rapacidad y multitud de otros vicios. En un torneo de virtud entre el guerrero que emplea la violencia y el santo que la rehuye, ganaría hoy el santo una batalla moral que podría dar prácticos frutos mañana; pero, por desgracia, los personajes típicos en el drama de pacifismo versus guerra no son un guerrero y un santo armados en la misma panoplia de la rectitud; son el guerrero —virtuoso o vicioso— que tiene el valor de arriesgar cuerpo y alma, y el mortal corriente que huye de la lucha y el peligro; y, como lo hemos descubierto por propia experiencia en 1939 y 1940, el personaje antiheroico que rehuye la guerra por la común debilidad de la naturaleza humana, y no por el horror de cometer un pecado, prefiere alzarse a cualquier precio al nivel del guerrero si sabe que la elevación del santo se halla fuera de su alcance.

Elevándose al nivel del guerrero en las guerras mun-diales de 1914-18 y 1939-45, pueblos no agresores ejer-cieron las virtudes cardinales de la guerra con tan buenos resultados que derrotaron por dos veces a un imperio militarista que había preparado largamente su intento de conquistar al mundo; y, al obtener estas sucesivas victorias a un horrendo precio de sangre y lágrimas, ofrecieron dos veces a nuestra sociedad la opor-

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tunidad de desembarazarse de la guerra por un mejor camino que el del sometimiento a una pax oecumenica impuesta por la fuerza de un conquistador del mundo. La primera de aquellas oportunidades se desperdició y la segunda guerra mundial fue el castigo por esa flagrante falta de corazón y de cabeza. La segunda oportunidad está ahora en nuestras manos. ¿La aprovecharemos? Lo que la situación evidentemente exige es una asociación voluntaria de los pueblos amantes de la paz con suficiente fuerza y cohesión para que no puedan ser atacados por ninguno que rechace su pacto de seguridad colectiva o lo rompa; y ese poder mundial de preservación de la paz debe no sólo ser suficientemente preponderante en su fuerza para convertir en desesperado cualquier ataque contra él; debe también ser suficientemente justo y sabio en el uso de su fuerza para impedir que surja ningún serio deseo de desafiar su autoridad.

Esta empresa, con ser inmensa, no es superior a nuestra capacidad. Los éxitos obtenidos por la humanidad en el pasado para unir voluntariamente a estados antes independientes y soberanos son otras tantas garantías de que poseemos la experiencia y la técnica necesarias para realizar la gran obra de construcción política que ahora se nos demanda. Si tenemos voluntad, tendremos capacidad. Nuestro destino reposa en nuestras propias manos.

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1. El malherido mundo actual

A diferencia de nuestros antecesores, los miembros de la actual generación sentimos en lo más profundo de nuestro corazón que una pax oecumenica es ahora la más urgente de las necesidades. Vivimos en el cotidiano espanto de una catástrofe que tememos pueda sorprendernos si dejamos todavía por mucho tiempo sin solucionar aquella necesidad. No es exagerado decir que la sombra de ese temor que se atraviesa en nuestro futuro nos está hipnotizando, sumiéndonos en una parálisis espiritual que comienza a afectarnos incluso en las actividades más triviales de nuestra vida diaria. Y si podemos armarnos de valor para enfrentarnos a ese espanto, no obtendremos la recompensa de sentirnos capaces de desecharlo desdeñosamente como si sólo se tratase del pánico de un maniático. El aguijón de ese temor yace en el hecho innegable de que nuestro miedo tiene una raíz racional.

Abrigamos grandes temores respecto del futuro inmediato porque hemos sufrido una horrenda experiencia en el pasado inmediato. Y la impresión que esta experiencia ha dejado en nuestros espíritus es, desde

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luego, aterradora. A través del sufrimiento, nuestra generación ha aprendido dos verdades esenciales. La primera de ellas es que la institución de la guerra se mantiene todavía con pleno vigor en nuestra sociedad occidental. La segunda, que bajo las condiciones técnicas y sociales existentes en el mundo occidental no puede haber guerra que no sea intestina. La experiencia de las guerras mundiales de 1914-18 y de 1939-45 ha ahincado estas verdades en nosotros; pero el carácter más ominoso de esas guerras es que no fueron calamidades aisladas o sin precedentes. Fueron dos guerras dentro de una serie; y cuando contemplamos la serie completa con visión panorámica, descubrimos que se trata no sólo de una serie, sino también de una progresión. En nuestra reciente historia occidental, la guerra ha seguido a la guerra en un orden ascendente de intensidad; y hoy ya resulta evidente que la guerra de 1939-45 no marcó el climax de este crescendo. Si la serie continúa, la progresión llegará a grados todavía más altos, hasta que este proceso de intensificados horrores alcance un día su término con la autodestrucción de la sociedad guerrera.

No debemos olvidar ahora que esta serie progresiva de guerras occidentales, de las que la de 1939-45 fue la más reciente pero.tal vez no la última, es uno de los dos capítulos de una historia que ya estudiamos en otro contexto. Hemos observado que la historia de nuestras guerras occidentales en la llamada «Edad Moderna» puede ser analizada en dos partes que están separadas la una de la otra cronológicamente por un período de calma intermedio y que se distinguen también una de otra cualitativamente por una diferencia en el objeto —o, en todo caso, en el pretexto de las hostilidades. La primera parte consiste en las guerras de religión, que comienzan en el siglo xvi y concluyen en el xvn. La segunda la forman las guerras de nacionalidad, que se inician en el siglo xvni y que todavía son el azote del xx. Aquellas feroces guerras de religión y estas feroces guerras de nacionalidad, estuvieron separadas por un interludio de guerras moderadas que se

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libraban como «deporte de los reyes». Como es evidente, este interludio no comenzó en el continente hasta después de concluida la Guerra de los Treinta Años, en 1648, y en la Gran Bretaña hasta después de la restauración de la monarquía en Inglaterra, en 1660; y es no menos evidente que la tregua sólo duró hasta el estallido de la guerra de la Revolución francesa, en 1792, aun si dejamos de lado el problema de si sobrevivió o no a la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos, en 1775-1783. En un recuento más ajustado, podemos limitar el período de la «Edad de Oro» de la moderación dieciochesca de 1732 a 1755, si tomamos la expulsión de una minoría protestante del principado eclesiástico de Salzburgo, en 1731-2, como el último acto positivo de persecución religiosa en la Europa occidental y la expulsión de los habitantes franceses de Acadia, en 1755, como el primer acto positivo de per-secución por razones de nacionalidad en Norteamérica. En todo caso, la tregua es palpable; y cualesquiera sean las fechas que podamos escoger como mojones en un esquema convencional de demarcación cronológica, el drama se presentará siempre con los mismos tres actos en idéntica secuencia, y esta secuencia de actos presentará la misma intriga. Esta intriga subyacente, y no la superficial cronología, es lo que interesa a nuestro propósito actual. Y en el enredo de esta obra en tres actos, con sus dos partes de feroces guerras separadas por un intermedio de guerras moderadas, ¿no podremos discernir el esquema de dos paroxismos separados por una pausa de alivio en el que reconociésemos el sello de un «tiempo de angustias» subsecuente a una catástrofe? Si examinamos bajo esta luz el cuadro que nos presenta la historia moderna de nuestro mundo occidental, encontraremos que, de todos modos, el paralelo es perfectamente adecuado.

Si el estallido de las guerras de religión en el siglo xvi ha de tomarse como un síntoma de desquiciamiento social, habrá que ver también como primer síntoma de reacción de una sociedad occidental, que desde entonces se hallaba en desintegración, el movimiento en favor de

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la tolerancia religiosa que se impuso en el curso del siglo xvn y dio término a las guerras de religión. Esta victoria del principio de tolerancia en la esfera religiosa ganó a su debido tiempo, y para varias generaciones sucesivas, aquel interludio de moderación que proporcionó al achacoso mundo occidental un indispensable respiro entre el primero y el segundo paroxismo de su trance letal. Y el paralelo es también perfectamente adecuado cuando observamos que el alivio fue sólo temporal y no permanente, y cuando inquirimos las razones de ello. Pues un estudio empírico del ritmo del proceso de desintegración nos lleva a esperar que la reacción ceda el paso a la recaída; y nos lleva también a creer que esta historia monónotamente repetida de fracasos puede explicarse en cada paso por algún particular elemento de debilidad que viciara la abortada reacción. ¿Se han cumplido exactamente estas expectativas en el caso occidental? Tenemos que limitarnos a responder que, también en este caso, la razón por la cual fracasara la reacción es tan clara como evidente el hecho de la reacción misma. Después de todo, el moderno principio occidental de la tolerancia no ha conseguido salvarnos porque, tenemos que confesarlo, no había salud en él. Los espíritus que presidieron su concepción y nacimiento fueron desilusión, aprensión y cinismo, no fe, esperanza y caridad; el impulso fue negativo, no positivo; y estéril el suelo en que se sem-braron las semillas.

Y otra Tparte] cayó sobre pedregales, donde no tenía mucha tierra; y nació luego, porque no había profundidad de tierra: mas luego que salió el sol, se asolanó; y como no tenía raíz, se secó.1

El principio de tolerancia que inesperadamente revistiera el pétreo corazón de la moderna cristiandad occidental con un súbito y fresco asomo de verdor cuando el fiero sol del fanatismo religioso se calcinaba a sí mismo hasta reducirse a polvo y ceniza, se ha marchitado —no menos inesperada y repentinamente— ahora

1 [MARCOS IV. 5-6.]

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que en el firmamento se ha encendido llameante el sol, aún más terrible, del fanatismo nacional. En el siglo xx estamos asistiendo a la rendición incondicional de nuestra tolerancia del xvn a un imperioso demonio cuyas arremetidas ha sido incapaz de contrarrestar. Y la causa de esta desastrosa impotencia es manifiesta.

Una tolerancia que no tenía sus raíces en la fe ha fracasado en el mantenimiento de su imperio sobre el corazón del homo occidentalis porque la naturaleza humana aborrece el vacío espiritual. Si la habitación de la cual sale un espíritu inmundo se deja vacía, limpia y adornada, el poseedor momentáneamente desalojado entrará de nuevo en ella, más tarde o más temprano, con un séquito de espíritus más perverso que él, y el nuevo estado de ese hombre será peor que el primero. Las guerras del nacionalismo son más inicuas que las guerras de religión porque el objeto—o pretexto—de las hostilidades es menos sublime y menos etéreo. La consecuencia es que a las almas hambrientas a las que se dio una piedra cuando pedían pan no se les puede im-pedir que traten de satisfacer su hambre devorando la primera piltrafa de carroña que encuentran en su camino. El donante de la piedra no las puede disuadir con la advertencia de que la carroña caída del cielo está envenenada; e incluso cuando las anunciadas agonías comiencen puntualmente a retorcerles las entrañas, los míseros devoradores de piltrafas persistirán en regalar con la corrupta carne su insaciable apetito hasta que la muerte extinga su voracidad, como aquel derrotado ejército ateniense que enloqueció de sed recorriendo los secanos de Sicilia, buscando reposo sin encontrarlo, y que desatentadamente bebió de las aguas del río Asinaro mientras el enemigo lo diezmaba desde la orilla y la corriente fluía roja con la sangre de los compañeros ya asesinados de los bebedores agonizantes.

Todavía hay otro punto en el que la moderna historia occidental concuerda con el modelo del «tiempo de angustias» de una sociedad que se desintegra; y acaso sea éste el más alarmante de todos los puntos de congruencia. Nuestro examen nos ha mostrado que,

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como regla, el paroxismo que sigue a la tregua intermedia de respiro es más violento que el paroxismo que la precede; y esta regla se halla ejemplarizada ciertamente en nuestro caso occidental si se toman las guerras de nacionalidad como el segundo paroxismo de nuestro trance y las guerras de religión como el primero. Nuestros antepasados que libraron aquel primer ciclo de feroces guerras occidentales no debieron ser más parcos en su voluntad de destrucción, pero —afortunadamente para ellos y para sus descendientes— carecían de los medios de que ahora disponemos, desventuradamente para nuestros hijos y para nosotros mismos. No cabe duda de que las guerras de religión fueron mucho peores —tanto en la pasión rencorosa como en los recursos que poseían y en la habilidad técnica para em-plearlos— que las guerras occidentales de las épocas precedentes, durante las cuales todavía se hallaba indis-cutiblemente en crecimiento nuestra cristiandad occidental. Las guerras de religión fueron precipitadas por la invención de la pólvora y los viajes de descubrimientos que, al menos en el terreno material, extendieron la esfera de actividad de la sociedad occidental desde un pequeño rincón del continente eurasiático hasta todas las riberas de los mares navegables sobre la faz de la Tierra. Los metales preciosos que se acumulan en las tesorerías de Tenoxtitlán y Cuzco, se invirtieron finalmente en pagar mercenarios que lucharon en las guerras de religión sobre los campos de batalla de Europa, después del descubrimiento, la conquista y el saqueo de los mundos centroamericano y andino por los conquistadores - españoles, de la misma manera que, después de la correspondiente expansión geográfica del mundo helénico lograda con las hazañas de Alejandro, los tesoros acumulados por la política aqueménida en Ecbatana y Susa fueron a parar a las manos de los mercenarios que pelearon en las guerras de los diadocos y epígonos de Alejandro en los campos de batalla de Grecia. Y la soldadesca profesional que el mundo occidental de los siglos xvi y xvn mantuvo gracias a este ingente incre-

1 Sic en el original. (N. del T.)

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mentó de las reservas de metales preciosos de los príncipes no sólo era más numerosa que la milicia feudal de Europa occidental transalpina, sino que estaba también más poderosamente armada y, lo que es peor todavía, más ferozmente enardecida contra un enemigo que ahora, como regla general, no sólo era un adversario militar, sino también un infiel a los ojos de su contrincante. La violencia sin precedentes de que estuvieron imbuidas las guerras de religión por esas diversas causas habría sorprendido sin duda tanto a san Luis como al emperador Federico II si hubiesen resucitado para presenciar las guerras occidentales de los siglos xvi y xvn. Pero también podemos estar seguros de que el duque de Alba y Gustavo Adolfo se escandalizarían si resucitasen para presenciar las posteriores guerras de nacionalidades. Este último ciclo de las feroces guerras occidentales que comienza en el siglo xvm y que no ha concluido en el xx ha sido llevado a un grado de ferocidad sin precedentes por el titánico poder de dos fuerzas rectoras, Democracia e Industrialismo, que se incorporaron a la institución de la guerra en nuestro mundo occidental precisa-mente al tiempo en que ese mundo completaba virtual-mente su estupenda hazaña de integrar la total superficie de la Tierra y la entera generación viva de la humanidad en su propio cuerpo material. Nuestro último estado es peor que el primero, porque en esta habitación ampliamente ensanchada estamos poseídos hoy por demonios más terribles que cualquiera de los que atormentaron nunca a nuestros abuelos de los siglos xvi y xvn.

¿Residirán estos demonios en nuestra habitación vacía, limpia y adornada hasta conducirnos al suicidio? Si la analogía entre la historia moderna de la civilización occidental y el «tiempo de angustias» de otras civilizaciones se extiende a la cronología, debemos esperar que el «tiempo de angustias» occidental, que parece haber comenzado en algún momento del siglo xvi, encuentre su término en cualquier momento del siglo xx; y esta perspectiva debiera estremecernos; pues, en otros casos, el asalto final que ponía término a un «tiempo de an-

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gustias» y anunciaba un estado universal era un «golpe de gracia» que se asestaba a sí misma la sociedad intes-tinamente dividida y del cual nunca le fue posible re-cobrarse. ¿Tendremos también nosotros que pagar nuestra pax oecumenica a ese precio mortal? Es ésta una pregunta que nuestros mismos labios no pueden responder, ya que el destino de una civilización viva es forzosamente tan oscuro para sus miembros vivientes como el sino de una civilización muerta, cuyas claves no son otra cosa que indescifradas escrituras o mudos artefactos, lo es para los estudiantes. No podemos decir con certeza que nuestra perdición sea inminente; pero tampoco tenemos garantía alguna de que no lo sea; pues lo contrario sería pretender que somos distintos de los demás hombres; y semejante pretensión estaría reñida con cuanto sabemos acerca de la naturaleza humana, bien sea por observación en torno o por introspección. Esta oscura duda es un desafío que no podemos eludir; y nuestro destino depende de nuestra respuesta.

Soñé, y he aquí que vi a un hombre cubierto de andrajos, de pie en cierto lugar, con el rostro vuelto hacia su propia casa, un libro en la mano y un gran fardo a la espalda. Miré, y le vi abrir el libro y leer en él; y mientras leía, sollozaba y temblaba; y, sin poder ya contenerse se interrumpió con un grito lamentable: «¿Qué voy a hacer?».

No sin justa causa se angustiaba tanto Christian.

«De buena fuente sé —dijo— que nuestra ciudad será incendia-da con fuego del cielo, en cuya espantable ruina tú, esposa mía, y vosotros, mis dulces hijos, y yo mismo, encontraremos mísero fin, a menos que podamos hallar un camino de escape que yo desconozco, por el que podamos salvarnos.»3

¿Qué respuesta dará Christian a este desafío? ¿Buscará el camino y, si quiere recorrerlo, lo hallará sin saber aún qué dirección habrá de tomar en él, mientras el fuego del cielo desciende a su hora sobre la ciudad de destrucción y los cuitados bienhabientes perecen en un holocausto que él tan tristemente pronosticara sin

* [BUNYAN, JOIIN: Pilgrim's Progress.]

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siquiera alcanzar para sí mismo la ocasión de escapar de la cólera inmanente? ¿O se echará a correr y correr, gritando: « ¡Vida! ¡Vida! ¡Vida Eterna! », con los ojos puestos en una luz fulgurante y los pies en vuelo hacia una distante barrera? Si la respuesta a esta pregunta sólo depende del propio Christian, nuestro conocimiento de la uniformidad de la naturaleza humana nos inducirá a predecir que el destino inminente de Christian es la muerte y no la vida. Pero en la versión clásica del mito se nos dice que el protagonista humano no fue abandonado enteramente a sus propios recursos en la hora decisiva de su destino. Conforme a John Bunyan, Christian fue salvado por su encuentro con Evangelista. Y como quiera que es imposible suponer que la naturaleza de Dios sea menos constante que la del hombre, podemos y debemos orar por que el aplazamiento de !a sentencia, concedido por Dios a nuestra sociedad, no nos sea negado si una vez más lo solicitamos con espíritu contrito y dolorido corazón.

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2. El militarismo y las virtudes militares

Es difícil que cualquier persona que tenga ideas maduras pueda discutir la afirmación de que el militarismo es suicida; pero si esta afirmación es casi un axioma, no es menos cierto que es más improbable que nos ofrezca una solución para el problema moral presentado por la institución de la guerra; y, en efecto, la palabra militarismo en sí implica que esta forma suicida e inicua de emplear la fuerza militar es no sólo la única posible, sino además una perversión —para la que tendríamos que crear una palabra especial— de una institución respecto a la cual, aun cuando se admita que conduce a un abuso monstruoso, no queda por ello demostrado ipso jacto que sea en esencia nefasta.

¿Es la guerra intrínseca e irremediablemente mala en sí misma? Esta es una presunta que no puede ser eludida por ningún estudiante de historia ni por ningún miembro de la sociedad occidental de nuestra generación, pues se trata de una cuestión crucial de la que depende el destino de la civilización. Ha llegado la hora de abordarla; pero, antes de debatirnos con ella, debe-

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mos estar seguros de que hemos tomado en cuenta todas las dificultades.

La dificultad mayor es, desde luego, la evidente existencia e importancia de las «virtudes militares». Se yer-guen ante nosotros como un hecho monumental que sería imposible aminorar o desechar. Uno de los lugares comunes de la observación sociológica popular es que los pueblos, castas y clases militares despiertan una admiración mayor que sus vecinos que se ganan la vida en actividades que no implican arriesgar la propia vida en el intento de disponer de la de los demás. Hay, naturalmente, un anticuado tipo de oficial inglés de marina o de tierra —pulcro en su sentido del honor, considerado con sus semejantes y afectuoso con los animales ( ¡aunque goce matándolos por deporte! )— que ha sido considerado, al menos durante los dos últimos siglos, como uno de los más finos productos ingleses de nuestra civilización cristiana occidental. Ni puede descartarse desdeñosamente esta admiración por ingenua o esno-bista. Si la consideramos seriamente y sin partí pris, seguramente nos confirmaremos en nuestra creencia de que es merecida. Pues las «virtudes militares» no pertenecen a una clase aparte; hav virtudes que son tales en cualquier género de vida. El valor, que es la más eminente de ellas, es una virtud cardinal en toda acción que un ser humano, cualquiera sea su sexo, em-prenda; y las demás virtudes que hemos adscrito a nuestro legendario coronel o comodoro son, como es evidente, moneda corriente en la vida civil tanto como en la militar. El coronel Newcome y el caballero Ba-yardo; Corazón de León y Rolando; Olaf Tryggvason y Sigfrido; Régulo y Leónidas; Partap Singh y Prithi-rai; Jalal-ad-Din Mankobirni y Abdalah al-Battal; Yo-shitsune Minamoto y Kuang Yu: ¡qué buenos camara-das son y que vasto lugar llenan en el paisaje histórico de estos últimos cinco o seis mil años en que la humanidad se embarcó en la empresa de la civilización!

¿Qué vamos a hacer con esta vena de nuestra tradición social que hasta ayer inspirara héroes como ésos y que todavía hoy nos mueve a todos a admirarlos? Si

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queremos entender el valor de las «virtudes militares» o la sinceridad de la admiración que ellas ganan, debemos tomarnos el trabajo de considerarlas en su marco social nativo; entonces, prestamente saltará a la vista un aspecto de ellas que se relaciona con nuestra investigación. Las «virtudes militares» son cultivadas y admiradas en un ambiente en el que, para la mentalidad popular, las fuerzas sociales no se hallan nítidamente diferenciadas de las fuerzas naturales no humanas, y en el que, al mismo tiempo, se admite que las fuerzas naturales no pueden ser sometidas al control humano.

Hasta los tiempos modernos, la guerra fue considerada casi umversalmente como algo que en sí mismo no requería justifica-ción. Desde luego, se reconocían sus remoras y horrores, pero en el peor de los casos se la condenaba como un mal inevitable, una calamidad, un azote enviado por Dios, de la misma inconfesable naturaleza de la peste. Una comunidad amenazada por vikingos u otros vecinos agresivos no tenía otra manera más lógica de con-siderarla. Desde el punto de vista de la víctima, no había, en principio, distinción entre las incursiones repentinas de tales pue-blos v una manga de langostas o una nube de gérmenes infeccio-sos. Y esto trajo en consecuencia que nada hubiese más natural que el admirar y honrar las proezas de un Alfredo o de un Car-lomagno, que podían nroteger a su pueblo del desastre en seme-jantes circunstancias. Hasta los tiempos modernos, aunque pueda discutirse la justificación de una guerra determinada —y esto difícilmente se logra—, la lucha formó parte de la vida, era un incidente de la existencia humana cuya abolición resultaba una posibilidad difícilmente imaginable. En estas circunstancias, aun-que sólo unos poces encomiasen la guerra, todos apreciaban al guerrero y gustosamente se sometían a su jefatura y control. Hasta e' siglo xix, la militar fue considerada como la única profesión digna de un caballero, y un caballero es un «armígero». *

El cabellera y letrado que comunicó estas observaciones al autor de este libro llega, en el curso de la misma carta, a hacer un luminoso paralelo entre guerra y «deporte».

En los tiempos prehistóricos, antes de la domesticación de los animales, el cazador cumplía una función necesarísima al sumi-nistrar alimento. Rodeado de invasores bárbaros, el soldado sirve igualmente para hacer más tolerable la vida y más asequible la

4 G. M. GATHORNE-HARDY, en carta al autor.

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justicia. Los mejores hombres se consagraban a estos propósitos y sus hazañas eran rectamente celebradas; y el mismo tipo de hombres tiende a heredar con sus cualidades sus instintos. Pero sus funciones se han hecho menos necesarias; en el caso del caza-dor, tal vez totalmente inútiles.

La comparación es luminosa porque, en la cacería, vemos cómo una empresa que en un nivel de vida primitivo fue socialmente valiosa e incluso vitalmente necesaria, resulta innegablemente superflua en una temprana y muv a menudo alcanzada etapa de progreso económico. En esta etapa, la práctica de la cacería como medio de vida se transforma, acaso hnbitualmente por medio de un proceso gradual de cambios, en un «deporte» económicamente inútil. Basados en esta analogía, ¿podemos suponer una etapa de proqreso social en la cual la práctica de la guerra en clara defensa propia contra incontrolables fuerzas hostiles se transforme de la misma manera en un militarismo socialmente inútil? En esta comparación, el siniestro militarismo que empírica-mente podemos diferenciar de las inocentes proezas del feliz guerrero acaso pueda definirse como la práctica de la guerra por amor a la guerra cuando la institución ha dejado a la vez de ser y de considerarse una necesidad social.

En el capítulo que llaman «moderno» de la historia de nuestro mundo occidental, hemos visto a la guerra colocada en el mismo pie que la caza durante aquella «calma» del siglo xvín en que la guerra sólo estuvo de moda como «deporte de los reyes». El mal nombre de militarista, que rebota en la armadura de un Corazón de León o de un Bayardo, es la escaranela del diablo prendida en el tricornio de un Carlos XII o de un Federico el Grande. Los reyes aue practicaron su deporte en los campos de batalla occidentales de aquella época fueron indiscutiblemente militares. Sin embargo, a la luz de nuestra última experiencia, hay que decir en favor de ellos que Federico y sus pares no fueron los más perniciosos exponentes del militarismo que habría de afligir a nuestra sociedad occidental. Federico, por ejem-plo, jamás hubiese pensado en glorificar la guerra como

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fue glorificada en un clásico fragmento debido a la pluma de un militarista prusiano posterior: Hcllmuth von Moltke.

La paz perpetua es un sueño —y ni siquiera un hermoso sueño— y la guerra es una parte integral (ein glied) del orden universal de Dios (weltordnurrg). En la guerra entran en acción (ef21falten sicb) las m;ís nebíes virtudes del hombre: valor y renunciamiento, fidelidad al deber y una disposición al sacrificio que no se detiene siquiera ante la ofrenda de la misma vida. Sin la guerra, el mundo se hundiría en el materialismo.

En este extravagante panegírico de la guerra hay una nota de pasión, de ansiedad y de rencor que está muy lejos del caballeresco y filosófico escepticismo de Federico el Grande. Tan profundo cambio de tono bien pudiera ser el eco de similares profundos cambios de temperamento y circunstancia sobrevenidos en el mundo occidental durante el período, menor de cien años, transcurrido entre la muerte de Federico en 1786 y el año en que von Moltke escribió aquella carta a Bluntschli. Podemos observar dos cambios de ese tipo y que tienen esa magnitud.

Por la época en que nuestro militarista prusiano del siglo xix era un hombre viejo, la práctica dieciochesca de la guerra como «deporte de los reyes» había, en efecto, producido dos reacciones que eran no sólo diferentes, sino, además, antitéticas. Ambas procedían del postulado popular de que luchar por diversión era vergonzoso; pero mientras una escuela de reformistas sostenía que un mal que se ha convertido en deporte puede y debe a la vez abolirse, la otra profesaba que el mal no podría tolerarse en tanto no hubiese que sufrirlo por un motivo grave. De esta manera, cuando el regio deporte del siglo xvín cayó en unánime descrédito, los pacifistas decimonónicos se vieron enfrentados a los atre-vidos militaristas del tipo de von Moltke, ciue eran bastante más peligrosos que sus frivolos predecesores del siglo anterior.

Esta querella entre las dos diferentes escuelas «pro-gresistas» del siglo xix, sobre la reforma de un abuso

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del siglo XVIII, tuvo sin duda algo que ver en el tono adoptado por von Moltke en el fragmento que citamos. Con esa extravaganza, von Moltke desafía la desconfianza de los pacifistas contemporáneos.

Cuando una institución deja de parecer necesaria, entonces se buscan o inventan fantásticas razones para satisfacer el prejuicio instintivo que las favorece y que ha sido creado por su larga permanencia. Exactamente lo mismo acontece con el deporte de la caza; usted encontrará su más minuciosa defensa en una lite-ratura muy reciente, precisamente porque lo que ahora se recusa fue dado por supuesto en un período anterior.5

En este litigio entre los pacifistas que pretendían abolir el «deporte de los reyes» y los militaristas que aspiraban a que volviera a ser una seria empresa de los pueblos, ¿qué propósitos pueden hacerse hoy? Difícilmente podríamos dejar de formular una pregunta aue acaso contenga el enigma de nuestro destino; pero los presagios, hasta donde nos es posible leerlos, no son ahora tranauilizadores. En nuestros propios días hemos visto adootadas las desafiantes tesis de von Moltke como uno de los artículos fundamentales de su credo por los profetas del fascismo y del nazismo, y aceptadas con entusiasmo por las masas que esos profetas lograron convertir en fe.

En dos ocasiones diferentes, el señor Mussolini definió la fe militarista del fascista. En el discurso con motivo de la terminación de las maniobras de 1934 del ejército italiano, dijo: «Nos estamos convirtiendo —y apresuraremos este proceso, porque tal es nuestro deseo— en una nación militar. En una nación militarista, quiero agregar, pues nosotros no tenemos miedo a las palabras. Para completar este retrato: en una nación guerrera, es decir, dotada en el más alto grado de las virtudes de obediencia, sacrificio v dedicación al país.» Y en el artículo dedicado a la «doctrina del fascismo» en la Enciclopedia Italiana, escribió: «Sólo la guerra lleva todas las energías humanas a su más alta tensión e impone un sello de nobleza a los pueblos que tienen la virtud de afrontarla.»

s G. M. GATHORNE-HARDY, en la carta antes citada.

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Esta llamada «heroica» actitud ante la vida recibida en aquel momento con los brazos abiertos y adoptada con fatal seriedad por millones de jóvenes. La razón de ello es evidente. Estaban ávidos de virtudes del tipo de las «virtudes militares», porque se les había racionado cualquiera otra especie de alimento espiritual, como el hijo pródigo que, ávido de alimento humano, «deseaba henchir su vientre de las mondaduras que los puercos comían» °. Por lo demás, sabemos cuál suele ser el alimento espiritual de tales pródigos v cuándo comienza su hambre. Estos novísimos adoradores occidentales de las «virtudes militares» son los epísonos de generaciones que fueron nutridas con «las virtudes cristianas»; v comenzaron a sentir hambre de la tradicional moral cristiana, en aue se criaran sus antecesores cuando, en el paso del siglo XVIII al xix, la incredulidad de una minoría cultivada del mundo occidental comenzó a contagiar a las masas menos viciadas.

La verdad es que el espíritu del hombre aborrece el vacío espiritual; y si un ser humano, o una sociedad humana, tiene el tráqico infortunio de perder la inspiración sublime que hasta entonces lo animara, tarde o temprano querrá apoderarse de cualquier otro alimento espiritual que pueda encontrar —por grosero e insuficiente oue sea—. antes que continuar sin sustento espiritual alguno. A la luz de esta verdad, la reciente historia espiritual de nuestra sociedad occidental podría sintetizarse —explicando a la vez la glorificación de la guerra— en los siguientes términos: Como consecuencia del declinar del papado hildebrandino, aue fue la institución clave de la cristiandad occidental de la Edad Media, nuestra p'ebs christiana occidental sufrió un tan grave choque moral que la forma de vida cristiana, en aue se criaran nuestros antepasados, perdió gran parte de su imperio sobre nosotros; y al encontrarnos, al final de una serie de calamidades y desilusiones, con nuestra casa barrida y amueblada por un aufkl'árung intelectual, pero deshabitada por el espíritu cristiano que antes se alojara en

4 [LUCAS XV. 16.]

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ella, nos volvimos hacia otros huéspedes que pudieran reparar aquel agónico vacío espiritual. Nuestra cultura occidental tenía tres fuentes, a saber: el proletariado interno y el proletariado externo y la minoría dominante de la sociedad helénica de la que nuestra sociedad occidental era «filial»; y cuando el cristianismo, que era el legado religioso del proletariado interno helénico, pareció fracasar para nosotros, nos volvimos ávidamente hacia las religiones del proletariado externo helénico y de la minoría dominante griega. En realidad, estas dos religiones eran virtualmente la misma: vanantes, ambas, del primitivo culto idolátrico de la tribu o del estado; de consiguiente, el moderno apóstata occidental del cristianismo, al buscar un nuevo dios encuentra, en cualquiera de las dos direcciones a que podía volver su mirada, el mismo ídolo que su adoración espera encontrar. Maquiavelo consultando su Tito Livio; Rousseau, su Plutarco; De Gobineau, su Sturlason; y Hitler, su Wag-ner, fueron llevados por sus oráculos literarios o musicales a las gradas del altar de la misma «abominación de la desolación» 7: el estado totalitario provinciano. En este culto pagano de la comunidad provinciana —así sea de inspiración griega, gótica o escandinava— la veneración de las «virtudes militares» es de práctica obligatoria y la glorificación de la guerra artículo fundamental de fe. Y ahora podemos entender por qué von Moltke declara, con una pasión indudablemente sincera, que la «paz perpetua ni siquiera es un hermoso sueño» y por qué condena la abolición de la guerra por el temor evidentemente sincero, de que la realización del sueño pacifista conduzca nuevamente a nuestro mundo neopa-gano a una oquedad espiritual.

En realidad, tendríamos que admitir que von Moltke tiene razón si también la tiene al suponer, implícitamente, que el hombre occidental moderno está obligado a elegir entre dos, y sólo dos, alternativas. Si realmente perdimos eJ poder o el deseo de practicar las virtudes de Getsemaní, ciertamente es mejor practicar las de Es-

T [MATEO XXIV. 15.]

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parta o las del Walhalla que no practicar ninguna. Y en una ci-devant sociedad cristiana esta conclusión deja de ser académica; pues von Moltke consiguió, al convertir nuestra cláusula condicional en simple indicativo, que las masas lo sigan; y sus discípulos de nuestra generación puedan alegar, sin temor a ser contradichos, que tienen los mayores batallones de su lado. El novísimo culto occidental de las «virtudes militares» como los Diez Mandamientos de un estado totalitario provinciano se está convirtiendo rápidamente en la religión preponderante de la época; y esta fe, por arcaicamente bárbara que sea, nunca podrá ser superada por el espíritu mefistofélico de la negación total, contra el cual constituye una protesta victoriosa. Las sociedades tienden a adquirir las religiones, como los gobiernos, que merecen; y si nos hemos hecho indignos de nuestra progenitura cristiana, nos hemos condenado a nosotros mismos a adorar la resucitada sombra de un Odín o de un Ares. Es preferible tener esta fe bárbara a no tener ninguna; de la muerte de un Leónidas y de un Olaf Tryggvason el heroísmo inculcado por el militarismo asciende a la cima de lo sublime; pero ésta no es la su-blimidad de los santos, ni un heroísmo que pueda llevar a otra cosa que no sea al suicidio. Testigo de ello, el sino de la abortada Civilización Escandinava y de la detenida Civilización Espartana. Y tal sería también el destino de nuestra Civilización Occidental si von Moltke estuviese en lo cierto en su implícito supuesto y en la consecuencia moral que extrae de él. Queda por ver, si ese supuesto es correcto, o si, por el contrario, el cristianismo, lejos de estar descartado, tiene todavía poder para libertar el alma del homo occidentalis de las garras de un odioso y destructor paganismo, ofreciéndole, una vez más, una más alta y positiva alternativa. ¿Puede levantarse de nuevo Hildebrando en todo su poderío para curar las heridas infligidas a las almas de su grey por los pecados de un Rodrigo Borgia, de un Sinibaldo Fieschi? Es ésta la más grave de todas las preguntas que nuestro mundo occidental habrá de contestar en el siglo xx.

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Siguiendo la pista que nos ha suministrado von Moltke y examinando el imperio que el culto de las «virtudes militares» ha ido readquiriendo sobre las almas occidentales en estos últimos tiempos, podemos cerciorarnos de que hemos hecho algún progreso hacia la solución del problema de si la institución de la guerra es en sí mismo un mal intrínseco e irreparable. Hemos descubierto, en efecto, que el problema había sido planteado erróneamente. Acaso la verdad sea que ninguna cosa creada puede ser intrínseca e irremediablemente mala, pues ninguna cosa creada es incapaz de servir de vehículo a las virtudes que manan del Creador. No por estar montadas en sangre y hierro dejan de ser virtudes las «virtudes militares»; pero su valor reside en las joyas mismas y no en su horrenda montura; y es negar la experiencia el precipitarse a la conclusión de que el único lugar en el cual haya esperanza de encontrar esas preciosas cosas sea el matadero, donde por primera vez se manifestaron ante los ojos humanos. El diamante escondido en la arcilla no permanece en ella, sino que encuentra su cabal montura en la corona de un rey; y la mina de diamantes, una vez que ha entregado su tesoro, no es sino una trampa mortal para el minero que no pueda apartarse de la escena de su faena habitual y de su accidental hallazgo. Lo que es verdad respecto a la escoria en que yacía sepulto el diamante es verdad también respecto a la efímera institución de la guerra en la que por un tiempo se vislumbra oscuramente, bajo la máscara de las «virtudes militares», un eterno principio de bondad que debería luego brillar esplendorosamente en la perfecta paz física de la Ciudad de Dios. Es la virtud divina —inmutable en sí misma, pero que cambia siempre su morada temporal— la que derrama el reflejo de su propia luz interior sobre cada una de sus suce-sivas residencias; y cada una de éstas asume una negligente fealdad tan pronto como el espíritu que temporalmente la habita deja de iluminar sus tinieblas.

Difícilmente se halle acontecimiento o fenómeno acerca del cual debamos tener siempre el mismo concepto, si rastreamos sus orí-genes a través de las edades. Es decir, ningún mal fue original-

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mente un mal, sino que llegó a serlo... Podrían citarse muchos... ejemplos de cosas originalmente buenas, pero que sobrevivieron a su objeto; y acaso pudiésemos incluir entre ellas la guerra. Como teda cosa viva, la guerra nunca permanece estacionaria, sino que está siempre en desarrollo. Los animales nunca guerrean, pero los seres humanos lo hacen, y nuestros descendientes —los «superhombres», como los llamaron Goethe y Nietzs-che— dejarán de hacerlo... La [institución de la] guerra, cuya historia conocemos, nació antiguamente; era joven y ahora es vieja. Pero, de la misma manera que el amor de una doncella nos parece encantador y el de una anciana repulsivo, otro tanto sucede con la guerra: no podemos nosotros, ni debemos, juzgar conjuntamente dos cosas que por su propia naturaleza y significado son totalmente diferentes. No hay absolutamente nada en común entre el eterno canto de odio de Aquiles y el himno de odio a Inglaterra de Lissauer; y parejamente, hay la más profunda diferencia entre las batallas en el valle del Eseamandro y las luchas entre el Mosa y el Mosela.8

Si hemos persistido en el culto de la guerra cuando a la bondad, que una vez encontró una genuina aunque inadecuada expresión en las «virtudes militares», se le dio, en la vida cristiana, una esfera incomparablemente más alta donde ejercitarse, entonces nos hemos hecho culpables de esa idolatría de las instituciones efímeras que es una de las formas de la némesis del poder creador. Y nuestro pecado se agrava si, después de siglos gastados en intentar la imposible empresa de servir a dos señores, poco tiempo acá insistimos en defender lo más bajo y menospreciar lo más alto, entregándonos a la vez al servicio de Odín y Ares y repudiando incluso el mezquino servicio ofrecido a Cristo por nuestros ante-cesores. Este último estado de paganismo es mucho peor que el primero; pues la deliberada y consciente perversidad del militarismo arcaizante de von Moltke y Musso-lini es tan diferente de las candidamente arcaicas «virtudes militares» del caballero Bayardo y del coronel Newcome como la oscuridad de la noche lo es del esplendor de la aurora. La inocencia que el coronel heredó del caballero nunca podrá ser recuperada en nuestro mundo occidental por los herederos del cinismo de Federico

8 NICOLAT, G. F.: The Biology of War, págs. 420-21 de la tra-ducción inglesa.

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y Napoleón. El propio autor sabía muy bien, al crear a mediados del siglo xix el encantador personaje del coronel Newcome, que la gracia y la tragedia de su criatura algo debían al hecho de tratarse de un ser realmente anacrónico. Los devotos que ven en Mussolini a Marte redivivo no serán Newcomes ni Bayardos, sino robots y marcianos. Este proceso de perversión, que es el fruto del mar Muerto de una idolatría amadrinada con arcaísmo, es el reverso exacto de aquel proceso de «eterealiza-ción» y de aquella transferencia progresiva del campo de acción del macrocosmo al microcosmo, en los que podemos hallar un criterio del crecimiento. Este criterio nos dirá a priori, si es válido, que la institución de la guerra no puede ser moralmente estática. Admitiendo que esta horrenda institución ofreció ayer un campo para el ejercicio de las «virtudes militares», podemos estar seguros de que mañana el tipo de guerra «caballeresco» se encontrará en un militarismo sin vestigio alguno de virtud o de belleza o bien se transfigurará en una militia Christi en la que la lucha física de un hombre contra otro se traducirá en un combate espiritual de todos los hombres unidos en el servicio de Dios contra los poderes del mal.

Si nuestra actual apostasía resulta ser sólo la convulsión final de un paganismo in artículo mortis y si esta suprema crisis de la larga lucha indecisa entre paganismo y cristianismo concluye con la derrota total del paganismo, podremos soñar con una era futura en la que la guerra física habrá sido eliminada de nuestra vida y borrada de nuestra memoria hasta que la misma palabra «guerra» no tenga curso —como no lo tiene ya la palabra afín «sacrificio»— excepto en un sentido que originalmente fue metafórico. Cuando en esos días venideros los hombres hablen de «guerra», se referirán a la guerra del espíritu; y, si algo recuerdan de la guerra física que fuera el azote constante de sus predecesores durante seis o siete mil años, pensarán en ella como en uno de aquellos crueles ritos de iniciación a que solía someterse a sí mismo el homo cateckumenus a fin de abrirse camino hacia una Comunión de Santos en la que

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el teatro de la guerra ha sido desplazado de un campo de batalla externo a otro interno. La lucha de esta perfecta Respublica Chrhtiana ha sido pintada con una poética riqueza de imaginería militar y descrita con la visión profética de la santidad por uno de los ciudadanos que proclamaran el advenimiento de las Civitas Dei con varios cientos o miles de años de anticipación. San Pablo entregaba su mensaje a los ciudadanos de las ciudades —azotadas por la guerra— de un estado universal helénico, en un período de la historia helénica en que el brillo de las «virtudes militares» aún podía atraer y cautivar la mirada por debajo del velo que el militarismo de un «tiempo de angustias» había depositado; y el apóstol se apodera de todas las nobles y gloriosas connotaciones de la guerra que sobreviven todavía en el espíritu de sus conversos a fin de hacerlos partícipes, mediante una serie de metáforas militares, en la más etérea gloria y nobleza de la vida cristiana.

No obstante movernos en la carne, no pelearnos por la carne (pues las armas de nuestra lucha no son carnales, aunque gracias a Dios sean suficientemente poderosas para derrocar las más fuertes fortalezas): humillando las imaginaciones y todo lo que se levante contra el conecimiento de Dios y cautivando todo pensamiento a la obediencia de Cristo.

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3. Esparta, el estado militar

Cuando concibió su utopía, Platón estaba inspirado por las instituciones existentes en el estado-ciudad de Esparta: una comunidad helénica que era la mayor entre las grandes potencias del mundo helénico de los días de Platón. Si consideramos los orígenes del sistema espartano vemos que los espartanos se hallaban enfrentados a la necesidad de realizar su tour de forcé y de equiparse a sí mismos para la empresa con su «institución especial», porque, en una etapa anterior de su desarrollo histórico, habían adoptado una actitud especial. En determinado momento de su historia, los espartanos se separaron del rumbo común de los estados-ciudades de Grecia.

Los espartanos dieron una respuesta especial a la inci-tación común que se les presentó a todas las comunidades helénicas en el siglo VIII a. de C; cuando, como consecuencia del curso inmediatamente anterior del de-sarrollo social helénico, la extensión del área cultivada en la Grecia peninsular y en el archipiélago por la Sociedad Helénica comenzara a disminuir su rendimiento en tanto que la población de la Hélade se multiplicaba rápidamente. La solución «normal» que se encontró para

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este problema común de la vida helénica en el siglo VIII fue la de ampliar el área total cultivable en manos griegas mediante el descubrimiento y la conquista de nuevos territorios ultramarinos. En la galaxia de los nuevos estados-ciudades helénicos que nacieron como resultado de este movimiento general de expansión ultramarina hubo una fundación, Tarento, que alegaba ser de origen espartano; pero aun en el supuesto de que esta pretensión estuviese de acuerdo con el hecho histórico, el caso de Tarento fue único. Fue ésta la única ciudad griega ultramarina que presumiese ser colonia espartana; y esta tradición tarentina simplemente subraya la verdad de que, por lo común, los espartanos aspiraron a resolver el problema general de la población helénica en el siglo VIII a. de C, no de acuerdo con las líneas usuales de la colonización ultramarina, sino a su propio modo.

Cuando encontraron que incluso sus amplias y fértiles tierras arables del valle del Eurotas eran demasiado es-trechas para una población creciente, los espartanos no volvieron sus ojos hacia el mar, como los calcidicenses, corintios y megarenses. El mar no es visible desde la ciudad de Esparta ni desde punto alguno de la llanura espartana y ni siquiera desde las alturas que la rodean. La característica dominante en el paisaje espartano es la empinada cadena de montañas del Taigeto, que se yer-gue tan abruptamente en la banda occidental de la llanura que parece casi perpendicular, en tanto que su línea es tan recta y continua que da la impresión de un muro. Este aspecto amurallado del Taigeto atrae la mirada hacia Langadha: una garganta que parte de la cordillera en ángulo recto como si el titánico arquitecto de llanura y montaña hubiese dispuesto esa visible ruptura —en una barrera que de otro modo habría sido uniformemente infranqueable— para dotar a su pueblo de una salida de escape. En el siglo VIII a. de C, cuando comenzaron a sentir el acoso de la presión demográfica, los espartanos levantaron sus miradas a las colinas y contemplaron el Langadha, viendo su salvación en el paso a través de las montañas, en tanto que los vecinos, bajo el mismo acicate de la necesidad, veían la suya en la salida

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hacia el mar. En esta primera bifurcación de los caminos, la avuda les vino a los espartanos del señor Apolo de Amiclea v la señora Atenea de la Casa de Bronce. La Primera Guerra Mesenoespartana (área 736-720 antes de Cristo), contemporánea de las primeras colonizaciones helénicas en las costas de Tracia y Sicilia, dejó a los espartanos victoriosos en oosesión de más vastas tierras conauistadas en la Hélade que las ganadas por los colonizadores de Calcis en Lentini o por los propios famosos colonizadores espartanos en Tarento. Pero el genio tutelar de Esparta, que la guiaba y que «no permitió» que «fuese movida su planta» después de alcanzado su objetivo en Mesenia, no la «oreservó» con ello «de todo mal». Por el contrario, la sobrehumana —o in-humana—rigidez de la subsecuente actitud de Esnarta, como la mítica condena de la mujer de Lot, manifiestamente era un castigo y no una bendición.

Las peculiares inquietudes de los espartanos comenzaron tan pronto como la Primera Guerra Mesenoespartana concluyó con la victoria de Esparta; pues conquistar a los mesenios en la guerra era una tarea menos difícil para los espartanos que la de dominarlos en tiempo de paz. Aquellos mesenios derrotados no eran bárbaros tracios o sículos, sino griegos de la misma cultura y las mismas pasiones que los propios espartanos. Aquella primera guerra (área 736-720 a. de C.) fue un juego de niños comparada con la Segunda Guerra Mesenoespartana (área 650-620 a. de C), en la que los avasallados mesenios, templados por la adversidad y rebosantes de vergüenza e ira de verse sometidos a un destino que ningún otro pueblo griego había tolerado, se levantaron ahora en armas contra sus amos de Esparta, luchando más dura y largamente en este segundo asalto para recuperar su libertad que lo que lo hicieran en el primero para preservarla. Su tardío heroísmo no pudo impedir, finalmente, una segunda victoria espartana; y después de esta guerra sin precedentes por su tenacidad y destrucción, los vencedores trataron a los vencidos con una severidad también sin precedentes. Sin embargo, en los vastos designios de los dioses los insurgentes mesenios

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se habían asegurado su venganza contra Esparta, en el sentido en que Aníbal alcanzaría la suya contra Roma. La Segunda Guerra Mesenoespartana cambió todo el ritmo de la vida de Esparta y torció en su totalidad el curso de su historia. Fue una de aquellas guerras en que el acero se hinca en las almas de los supervivientes. Tan terrible fue esta experiencia, que dejó la vida espartana indisolublemente atada a la miseria y las cadenas y en un callejón sin salida su desviada evolución. Y no siendo capaces los espartanos de olvidar nunca lo que habían pasado, jamás fueron capaces de reposarse ni, por lo tanto, de salir por sí mismos de la impasse de su reacción de posguerra.

Las relaciones de los espartanos con su entorno humano de Mesenia pasaron por las mismas irónicas vicisitudes que las relaciones de los esquimales con su entorno físico de la zona ártica. En ambos casos, tenemos el espectáculo de una comunidad que se aventura a aferrarse a un entorno que intimida a los vecinos de la comunidad, a fin de extraer de una empresa excesivamente formidable una recompensa excepcionalmente rica. En la primera etapa, este acto de audacia parece estar justificado por los resultados. Los esquimales encuentran mejor caza en los hielos del Ártico que la que podrían hallar sus menos aventureros primos indios en las praderas de Norteamérica; los espartanos, en la primera guerra contra Mesenia, ganan a sus parientes griegos del otro lado de las montañas, tierras más ricas que las que pudieran ganar más allá del mar a los bárbaros los colonizadores contemporáneos de Calcis. Pero, en la etapa siguiente, el original —e irrevocable— acto de audacia trae consigo su ineludible castigo. El entorno conquistado hace ahora cautivo a su audaz conquistador. Los esquimales se tornan prisioneros del clima ártico y tienen que ajusfar la vida a sus exigentes dictados hasta en el más pequeño detalle. Los espartanos, después de conquistar a Mesenia en la primera guerra a fin de vivir en ella, se ven obligados, en la segunda guerra e incluso después, a consagrar sus vidas a la tarca de conservar a Mesenia. Desde entonces y para siempre, viven como

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los humildes y sumisos sirvientes de su propio dominio sobre Mesenia.

Los espartanos se equipan a sí mismos para realizar su tonr de forcé, adoptando instituciones ya existentes para satisfacer nuevas necesidades.

La manera... como estas instituciones primitivas, que de otro modo hubiesen desaparecido de todas las comunidades griegas ante la naciente cultura (helénica), fueron empleadas como piedra angular del organismo espartano, es algo que suscita en nosotros li más profunda admiración.

En esta adaptación, nadie podría negarse a ver algo que es más que el simple resultado de un desarrollo automático. La forma metódica y deliberada con que se hizo que cada cosa condujese hacia un objetivo único, nos obliga a ver aquí la intervención de una mano conscientemente creadora... La existencia de un hombre, o de diversos hombres trabajando en el mismo sentido, que reajusta las primitivas instituciones en la agógé y en el kosmos, se impone como una hipótesis necesaria.0

La tradición helénica atribuye a «Licurgo» no sólo la reconstrucción de la Sociedad Lacedemonia después de la Segunda Guerra Mesenoespartana —reconstrucción que hizo de Esparta lo que fue y lo que siguió siendo hasta su colapso— sino también todos los anteriores y menos anormales acontecimientos de la historia social y política de Esparta. Pero «Licurgo» era un dios; y los modernos letrados de Occidente, en busca del autor humano del sistema «licúrgeo», se inclinan a reconocer al personaje en Quilón, éforo espartano que dejó reputación de sabio y que parece haber ejercido su cargo alrededor del 550 a. de C. Acaso no incurramos en muy grave error si consideramos el sistema «licúrgeo» como la obra acumulada de una serie de gobernantes espartanos que actuaran durante un lapso aproximado de un siglo, a partir de la iniciación de la Segunda Guerra Mesenoespartana.

El rasgo primordial del sistema espartano —el rasgo que por igual explica la asombrosa eficiencia del sistema, su fatal rigidez y su consecuente derrumbamiento— fue

6 NILSSON, M. P.: Die Grundlagen des Spartanischen Lcbcns, en «Klio», vol. XII, pág. 308.

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«su gran desprecio por la naturaleza humana». Virtual-mente, la carga total de mantener el dominio de Esparta sobre Mesenia fue impuesta a los libres hijos de los espartiatas libres. Al mismo tiempo, dentro de la propia ciudadanía espartana, el principio de igualdad no solamente estaba bien establecido, sino que se le daba largos alcances.

Aunque no existiese una igualdad de riqueza, todo «par» espartiata recibía del estado uno de los feudos o dotes de igual magnitud —o de igual productividad— en que fuera dividida la tierra arable de Mesenia después de la segunda guerra; y cada uno de estos lotes, cultivados por mesenios vinculados al suelo como siervos, estaba calculado para el sostenimiento de un «par» espartiata y su familia, dentro de un frugal nivel de vida «espartano» y sin que tuviese que trabajar con sus propias manos. En consecuencia, todo «par» espartiata, aunque pobre, se hallaba económicamente en condiciones de dedicar todo su tiempo y energía al arte de la guerra; y como el permanente y perpetuo adiestramiento y servicio militar recaía exclusivamente sobre cada uno de los «pares» espartiatas, por rico que fuese, la restante desigualdad de riqueza no se reflejaba, en Esparta, en ninguna diferencia fundamental, entre las formas de vida del rico y el pobre.

En lo que respecta a la jerarquía hereditaria, parece que la nobleza espartana no detentaba ningún privilegio negado a los plebeyos, como no fuese la elegibilidad al Consejo de Estado. Por lo demás, se hallaban absorbidos por la tropa de los «pares» y, en particular, los trescientos caballeros de Esparta no fueron otra cosa, bajo el sistema «licúrgeo» que un club de nobles o una fuerza montada. Se habían convertido en un corps ¿'élite de infantería pesada que se reclutaba por méritos entre los «pares», quienes competían afanosamente para ser admitidos. La más sorprendente manifestación del espíritu igualitario del sistema «licúrgeo» fue el estado legal a que redujo a los reyes. Aunque éstos continuaban sucediéndose en el trono por derecho hereditario, el único poder efectivo que retenían era el comando mr-

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litar en servicio activo. Por lo demás, aparte de ciertos deberes y privilegios ceremoniales menos importantes que pintorescos, los reyes reinantes, así como todos los demás miembros de las dos familias reales, tenían que someterse a la misma rígida y perenne disciplina que los «pares» ordinarios. Como presuntos herederos, recibían la misma educación; y su sucesión al trono no les significaba exención alguna.

Así, pues, dentro de la fraternidad de los «pares» espartiatas, las diferencias de cuna y los privilegios here-ditarios poco o nada contaban bajo el sistema «licúrgeo», y aunque una de las calificaciones normales para la admisión a aquella fraternidad fuera el haber nacido espartano libre, ningún candidato habría soñado siquiera en decir —ni aun entre los suyos y no hay para qué decir que en público— la frase espartana equivalente al «Tenemos por padre a Abraham»; pues la cuna no era en Esparta garantía de promoción al codiciado aunque oneroso estado de «par». En realidad, el ser espar-tiata de nacimiento, aunque se reauiriese normalmente, no constituía un sine qua non. El haber nacido espar-tiata simplemente condenaba al niño —si no se libraba porque lo rechazaran por canijo en el momento de nacer en cuyo caso se le dejaría morir al aire libre— a sobrellevar la ordalía de una educación espartana, orda-lía que apenas daba título al joven para aspirar a un puesto en la fraternidad de los «pares» cuando tuviese edad para ello. En última instancia, la manera como soportase el niño aquella ordalía pedagógica contaba mucho más que su cuna. Hubo espartiatas de nacimiento que no respondieron adecuadamente a la prueba educacionista y a quienes por ello se les negó eventualmente la admisión a la fraternidad de los «pares», condenándolos al llanto y al crujir de dientes en las tinieblas exteriores de la indeseable situación de «inferiores». A la inversa, hubo casos —aunque fueron evidentemente raros— en los que permitió a niños no espartiatas someterse a la educación espartana; y si estos «niños extranjeros» cumplían bien, adquirían tantos derechos a ser elegidos «pares» como sus condiscípulos espartanos.

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A tal grado ignoró el sistema espartano las pretensiones de cuna y herencia; y el dios Licurgo fue todavía más allá en su menosprecio de la «naturaleza humana». El reformador social de Esparta no vaciló en intervenir incluso en el matrimonio con objetivos eugenésicos y aspiró a hacer cuanto pudiera por obtener la especie de material humano que necesitaba mediante la crianza, mientras llegaba el momento de la selección. La conscripción espartana era universal para la clase que estaba sometida a ella —es decir, para los espartiatas nacidos libres que no habían sido expuestos después de nacer. Los espartanos sacaban a los niños de sus hogares para llevarlos a la escuela a la edad de siete años. Finalmente, los espartanos no sólo extendían la conscripción y el entrenamiento a las niñas, sino que fueron más lejos todavía, dando un tratamiento idéntico a ambos sexos. Para las niñas espartanas, tanto como para los niños, la conscripción era universal; y se las adiestraba no en tareas especialmente femeninas ni separadamente de los hombres. Se las adiestraba, como a los niños, en un sistema de competencias atléticas; y las niñas, como los niños, competían desnudas ante un público masculino.

En la crianza del material humano, el sistema espartano perseguía simultáneamente dos objetivos diferentes. Se proponía a la vez, cantidad y calidad. La primera se aseguraba —en orooorción a la minúscula escala sobre la cual estaba edificada la Sociedad Espartana— por presión directa sobre el varón espartano adulto, tratando de influir en su conducta mediante alicientes y castigos. El soltero voluntario e inveterado era castigado por el estado e insultado por sus menores por su vergonzosa falta de espíritu público. Por otra parte, el padre de tres hijos era exceptuado de la movilización y el padre de cuatro de toda obligación para con el estado. Al mismo tiempo, la calidad se aseguraba manteniendo, con un deliberado y definitivo propósito eugenésico, ciertas costumbres sociales primitivas que regían las relaciones sexuales y que parece eran reliquias de un sistema de organización social a base de grupos sexuales, anterior al sistema representado por el matrimonio y la familia. Un

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marido espartiata ganaba la aprobación popular, en vez de exponerse a la condenación pública, si se tomaba el trabajo de mejorar la calidad de la progenie de su esposa, arreglándoselas para que sus hijos fuesen concebidos por un progenitor más varonil —o mejor animal humano— que él mismo. Y parece que incluso la esposa espartiata podía impunemente arreglar las cosas por su propia cuenta, si el esposo no quería tomar la iniciativa de suministrarle un reemplazante cuando probadamente se hallaba por debajo de su tarea. El espíritu con que los espartanos practicaban la eugenesia es descrito por Plutarco en un pasaje en el que dice que el reformador social de Esparta

sólo veía vulgaridad y vanidad en las convenciones sexuales del resto de la Humanidad, que cuida de suministrar a sus perras y a sus yeguas los mejores sementales que pueda comprar o alqui-lar, sin periuicio de encerrar a sus mujeres y mantenerlas bajo custodia a fin de estar seguros de que sólo parirán hijos engen-drados por sus maridos, como si éste fuese un sagrado derecho del esposo, así sea éste débil de espíritu, senil o enfermizo. Este prejuicio ignora las dos obvias verdades de que los malos padres producen malos hijos y los buenos padres buenos hijos, y que los primeros en sentir esta diferencia serán aquellos que posean les hijos y tengan que criarlos.

Al educar a los niños espartanos que han sido criados de esta manera con el último objeto de seleccionar a los mejores de ellos para su incorporación a los «pares» y su dotación con parcelas públicas, el sistema espartano se vale nuevamente de las reliquias de un sistema de organización social pre-familiar, en el que el niño que no necesita ya los cuidados personales de la madre es educado, 'no en el aprendizaje de la profesión de su padre en un ambiente patriarcal, sino por sucesivas asociaciones en una serie de «recuas humanas» en las que, a cada etapa, se junta con otros niños de la tribu de su misma edad y sexo. La reforma «licúrgca» acepta este sistema de «edad-clase» y al mismo tiempo lo adapta a sus propios propósitos educacionales introduciendo una división mixta en la que niños de todas las edades eran reunidos en un solo grupo, de manera que los mayores

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pudiesen asistir en su adiestramiento a los más peaue-ños. Estas «bandas» juveniles eran renroducción de y preoaraciones para las «mesas» de adultos, que eran asociaciones de «nares» pertenecientes a diferentes «clases por edades», desde la más alta hasta la más baja, de las cuarenta «clases anuales» —de los veintiuno a los sesenta años inclusive— que se hallaban sometidas al servicio militar. La culminación de los trece años de educación de un mozo espartano en una «banda» era su candidatura, al finalizar los veinte años, para entrar en una de las «mesas», que era la única vía de ingreso a la fraternidad de los «pares». La entrada en una «mesa» sólo podía obtenerse por votación v bastaba una «balota necra» para acarrear el rechazo del candidato. Una vez elegido en esta forma, el candidato victorioso entraba a ser miembro de la «mesa» durante cuarenta años, a menos que dejase de pagar su contribución, en vituallas y dinero, para el sostenimiento de la mesa común o resultase convicto de un acto imperdonable de cobardía en la guerra.

Los rasgos fundamentales del sistema esnartano eran: sunervisión, selección y esnecialización: espíritu de com-petencia; y el uso simultáneo del estímulo negativo del castigo y el estímulo positivo de la recompensa. Y en la fraternidad espartiata de los «pares» estos rasgos no estaban limitados a la etapa educacional. Continuaban dominando la vida del espartiata adulto como habían dominado su infancia; y desde el momento en que, al cumplir los sicle años, había sido apartado de su madre, estaría continuamente sometido a la disciplina hasta que el cumplimiento de su sexagésimo aniversario lo liberase del servicio militar. El signo exterior y visible de esta disciplina era la regulación que prescribía cincuenta y tres años de «servicio bajo bandera»; pues el espartano que había sido trasladado, siendo niño, del hogar de sus padres a una «banda» juvenil carecía de libertad de vivir en un hogar propio cuando había sido elegido para una «mesa» y había sido dotado con un lote público y había cumplido con su deber social de tomar una esposa en matrimonio. Los «pares» espartía-

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tas estaban obligados a casarse, pero se les prohibía hacer una «vida de hogar». El novio espartiata estaba obligado, incluso, a pasar su noche de bodas en el cuartel: y aunque la prohibición de pasar la noche en casa se hacía menos rigurosa a medida que se avanzaba en edad, la prohibición de comer en el hogar era absoluta y permanente.

Licurgo se cuidó de que los espartiatas no tuviesen la libertad de tomar una comida preliminar en sus casas a tin de evitar que estuviesen con el estomago lleno a la hora del rancho. Si un espartiata demostraba entonces no tener apetite, era «reprendido» por sus companeros de mesa como gioton uemasiaao delicado para gustar de la comida común; y si se le comprooaba su taita era multado. Jbamoso ejemplo de esto es el que nos oírece el rey Agís al regresar de la guerra después de larga ausencia, al tinal de su victoriosa guerra ue desgaste contra Atenas, ll rey quiso comer, tan soio una vez, con su esposa y envió a la cantina uel cuartel por su raneno; pero el Consejo del Ejército no permitió que le ruese enviado y cuando, al día siguiente, se iníoimó del incidente a la junta de éíoros, esta hizo pagar ai rey una multa.'"

Un sistema que desafía con tanta crueldad la «naturaleza humana» no podía evidentemente imponerse sin alguna abrumadora sanción externa; y en Esparta esta sanción era aplicada por la opinión pública que sabía cómo castigar a los infractores del código social espartano con escorpiones más cruelmente mordiscantes que el látigo de ios éforos. Este asunto es expuesto por un observador ateniense lL que estudió el sistema espartano en su hora undécima 12, en vísperas ya de su colapso.

Una de las notables realizaciones de Licurgo consistió en hacer que en Esparta iuese prelerible morir de una noble muerte antes que vivir en la deshonra. Ln realidad, la investigación revela que los espartanos tienen en la guerra menos muertos que les ejércitos que abren puertas al miedo y prefieren huir del campo de batalla; de tal modo que, en la práctica, el valor se revela como un factor más efectivo de supervivencia que la cobardía. Ll sendero del valor es más fácil y agradable, más llano y más seguro... Y conviene que no omita explicar en qué forma se aseguró Licurgo de que ese sendero sena seguido siempre

10 PLUTARCO: Apophtbegmata Lacónica: Lycurgus, N.° 6.11 JENOFONTE: Kespublica Lacedaemomorum, Lap. IX.u MATEO XX. 6 y 9. (N. del T.)

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por sus espartanos. Se aseguró de ello, garantizando inevitable felicidad para el valiente e inevitable desdicha para el cobarde. En otras comunidades, el único castigo reservado a éste es el baldón del epíteto. Por lo demás, se le deja libre de trabajar y divertirse codeándose, si quiere, con hombres de valer. En Esparta, por el contrario, todos se avergonzarían de tener por comensal a un co-barde o de hacer de él su compañero en los juegos atléticos. Y ocurrirá a menudo que cuando se hallen eligiendo los equipos para los juegos, el cobarde se vea rechazado, y que se lo relegue en los coros a las posiciones menos honorables, y que tenga que dar precedencia a todo el mundo en la calle y en la mesa, y ceder el paso a sus menores, y mantener la puerta cerrada a las mujeres de su familia y soportar sus reproches por su falta de hombría, y resignarse a no tener en su hogar ama de casa y a pagar por ello una multa, y a no mostrarse nunca fuera de casa con la piel aceitada, y a no hacer en realidad cosa alguna de las que hacen los espartanos que no tienen mancilla en su reputación, so pena de recibir castigos corporales de sus superiores. Por mi parte, no me sorprende en modo alguno que en una comunidad en la que la cobardía es señalada con tan terribles penalidades, la muerte sea preferible a vida tan ignominiosa y a semejante deshonra.

Sin embargo, el solo castigo, por implacable que sea, nunca hubiera podido crear el éthos espartano o inspirado el sobrehumano heroísmo que ese éthos hace posible. La sanción que hizo del espartano lo que fue, era tanto interna como externa; pues aquellas almas implacables, cuya opinión pública hacía la vida intolerable para cualquiera de sus miembros que fracasara en mantener las normas generales de conducta, eran implacables en tales casos simplemente por exigirse sinceramente a sí mismos idéntico rigor de conducta. En el alma de cada auténtico «par» espartiata, este «imperativo categórico» fue el motor esencial que permitió actuar duramente más de doscientos años al sistema «licúrgeo», en abierto desafío a la «naturaleza humana». Y su esencia se nos revela en la sin duda imaginaria pero no menos ilustrativa conversación que pone Herodoto en labios del padisha aqueménida Jerjes y el exilado rey espartano Demaratos, qué servía en la plana mayor de Jerjes cuando el ejército de éste marchaba hacia las Termopilas desde los Dardanclos. Jerjes había preguntado a Demaratos si debía esperar alguna resis-

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tencia; y Demaratos le había respondido que, cualquiera que fuese la actitud de los demás griegos, podía garantizarle, con respecto a sus propios conciudadanos de Esparta —aunque personalmente no tuviese razón alguna para amarlos—, que acudirían a la lucha sin tener para nada en cuenta la disparidad de efectivos. Cuando Jerjes se negó a admitir la idea de que tropas formadas por hombres libres, como lo eran los espartanos ex hypothesi, quisieran someterse voluntariamente a una ordalía a la que las propias tropas de Jerjes sólo podían ser llevadas por el temor que les inspiraba su jefe y por la fuerza del látigo, Demaratos replica que

aunque los espartanos sean libres, no lo son del todo. También ellos sirven a un amo bajo la apariencia de la Ley, a la que temen más intensamente que tus servidores a ti mismo. Lo demuestran haciendo cuanto su amo les ordena, y las órdenes son siempre las mismas: «En acción, está prohibido retirarse frente a las fuerzas enemigas, cualquiera que sea su poderío. Las tropas deben conservar su formación y vencer o morir.»

Tal fue el espíritu que inspiró las hazañas de los es-partanos; y esas empresas estamparon el nombre de Esparta con el significado que todavía conserva en toda la lengua viva de nuestros días. Tan famosas son sus proezas que no necesitamos repetir aquí historias familiares. ¿No está escrita en el Libro Séptimo de Herodoto la historia de Leónidas y de los Trescientos en las Termopilas? ¿Y no se relata en la Vida de Licurgo, de Plutarco, la historia del niño y el zorro? ¿Y no encierran estas dos historias, entre sí, la totalidad del tour de forcé de la adolescencia y la virilidad espartanas? Y si no podemos apartar nuestros ojos de los espartanos —como, sinceramente, no lo podemos— sin mirar primero también al otro lado del escudo espartano, debemos recordar sencillamente que los dos últimos años de la educación de un niño espartano —los años cruciales de los que dependían, más que cualesquiera otros, sus posibilidades de elección a una «mesa»— se empleaban probablemente en el servicio secreto, y que éste no era otra cosa que una «banda de asesinos» ofi-

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cial que patrullaba subrepticiamente el territorio de La-conia, ocultándose de día y acechando en la noche por todas partes como un auténtico negotium perambulans in tenebris 13, con el objeto de eliminar a todo ilota que hubiese mostrado síntomas de insubordinación o acaso simples vestigios de carácter y de ingenio. Si Esparta demanda, y a su debido tiempo exige, el viril heroísmo de un Leónidas y de sus Trescientos con el fin de cubrir el nombre espartano de incomparable gloria militar, también demanda —y no deja de exigir— la criminalidad juvenil de su servicio secreto con el objeto de que la reducida minoría de «pares» pueda mantener sus pies sobre los cuellos de una abrumadora mayoría numérica de «inferiores», «dependientes», «miembros nuevos» y «siervos» que se regocijaría, si tuviese la oportunidad, de «comerse vivo» al puñado de amos. Si bajo el sistema «licúrgeo» los espartanos se elevan hasta algunas de las más sublimes cimas de la conducta humana, también se sumergen en algunos de sus más tenebrosos abismos.

En el sistema «licúrgeo», todo aspecto —material o espiritual, malo o bueno— se hallaba dirigido hacia un objetivo único; y este objetivo definido se alcanzó ca-balmente. Bajo el sistema «licúrgeo», la infantería pesada de Lacedemonia fue la mejor infantería pesada del mundo helénico. Muy superior a cualesquiera otras tropas helénicas de la misma arma. Por cerca de dos siglos, los ejércitos de las otras potencias helénicas temieron enfrentarse al ejército lacedemonio en batalla campal. En disciplina y también en morale los lacedemonios fueron inimitables. Pero precisamente por esto en la Esparta «licúrgea» no había cabida para otro género de profesionalismo.

El genio unilateral de la agógc «licúrgea» salta a la vista de quienquiera visite en nuestros días el Museo de Esparta. Pues este museo es totalmente distinto a cualquier otra colección moderna de obras de arte helénicas, así se hallen en Grecia o en otros países. En esas

a Jeremías XLIX. 9; Abdías 5. (N. del T.)

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colecciones, el visitante busca, encuentra y se sacia con las obras de la «Edad Clásica», que coinciden aproximadamente con los siglos v y iv a. de C. En el Museo de Esparta, en cambio, ese arte helénico «clásico» brilla por su ausencia. La mirada del visitante queda aquí cautiva, en primer término, y fascinada por las obras «pre-clásicas»: delicadas tallas en marfil y asombrosa alfarería policromada, obra de artistas que tenían, a la par, el don de la línea y del color. No obstante ser fragmentarias, estas reliquias del arte primitivo espartano ostentan inequívocas huellas de originalidad e in-dividualidad; y el visitante que las descubre allí por primera vez, busca anhelosamente sus secuelas —sólo que busca en vano, ya que este temprano florecimiento del arte de Esparta sigue siendo una promesa sin cosecha. En el lugar que debiera hallarse ocupado por los monumentos que nos dieran la versión espartana del arte «clásico», hay un gran vacío; y el Museo de Esparta apenas si contiene algo más que un sobrante de obras de escultura menor, sin inspiración, hechas sobre modelo, que datan del último período helenístico y del primer gran período Imperial. Entre estas dos series de obras, hay una gran laguna cronológica en el Museo de Esparta; laguna que explican las mismas fechas. La fecha en que aparece el arte primitivo espartano corresponde aproximadamente a la de la magistratura de Quilón, a mediados del siglo vi a. de C. La casi igualmente abrupta reaparición de la «producción artística» en el período de decadencia es posterior a 189-8 a. de C, fecha en la que es sabido se abolió en Esparta el sistema de «Licurgo» por la política premeditada de un conquistador extranjero después de que se incorporó por la fuerza a Esparta a la Liga Aquea. El arte era imposible en Esparta mientras la vida espartana estuviese limitada, por el férreo sistema, al único carril del militarismo.

La parálisis que desciende, con la agógé, sobre el arte pictórico y glíptico de Esparta, fue igualmente fatal para la música, en la que habían dado también los espartanos precoces promesas. Las autoridades habían

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desalentado a sus ciudadanos de cultivar un arte que, no obstante ello, se halla tan próximo al soldado que en nuestro moderno mundo occidental se le considera como la mejor preparación para el adiestramiento militar. A los espartanos se les prohibió concurrir a los grandes juegos atléticos panhelénicos, so pretexto de que el profesionalismo en la carrera, el salto y el levantamiento de pesas era una cosa y el profesionalismo en el manejo de la lanza y el escudo y la realización de evoluciones en el campo de maniobras algo totalmente diferente y del cual no deberían distraerse el corazón ni el espíritu del espartiata por razón alguna.

Así, pues, Esparta pagó el castigo por haber tomado su propia, terca y aventurada carrera en aquella bifurcación de caminos que fue el siglo VIII a. de C, condenándose a sí misma a permanecer inmutable en el siglo vi —presentando armas como un soldado en revista—, en el momento mismo en que los demás griegos se ponían nuevamente en marcha hacia adelante en uno de los más memorables movimientos de todo el curso de la historia helénica.

Necesitamos hacer un esfuerzo de imaginación para recordar que la fraternidad de los «pares» espartiatas fue la primera democracia helénica, y que la redistribución de las tierras arables de Mesenia entre los miembros de aquel demos espartiata en lotes iguales se convirtió en el santo y seña de la revolución que convulsionara a Atenas en la generación subsiguiente. En Esparta, el movimiento que se había autodeclarado precoz en la reforma «licúrgea» estaba condenado a interrumpirse prematuramente en una etapa rudimentaria porque el sistema «licúrgeo» cambió la faz de la vida espartana, sólo para petrificarla para siempre. No fue en Esparta, ni en respuesta a la peculiar incitación propuesta a los espartanos con la Segunda Guerra Mesenoesparta-na, donde las nuevas tendencias de la vida helénica estaban destinadas a expresarse en nuevos actos de creación. La obra creadora del siglo vi a. de C. fue suscitada por una incitación de otra especie; y esta incitación fue presentada en primera instancia a aquellas comuni-

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dades helénicas que habían respondido a la previa incitación del siglo VIII, no conquistando, a la manera de Esparta, la casa de su vecino en la Hélade, sino colonizando en ultramar como lo hicieran calcidicenses y me-garenses.

El problema maltusiano, después de ser solucionado —o archivado— por el sistema de colonización y por un período de casi dos siglos, surgió de nuevo, y esta vez más agudamente que antes, por la detención simultánea de la expansión territorial del mundo helénico en todas las regiones. La expansión helénica hacia Oriente fue contenida en el siglo vi a. de C. por la aparición de nuevas grandes potencias: los saítas en Egipto y los lidios en Anatolia, y el mucho más poderoso Imperio Aqueménida que dominó primero y absorbió luego a los otros dos. Durante ese mismo siglo, la expansión helénica fue detenida en el Mediterráneo occidental por la unión de las colonias levantinas rivales —fenicios y etruscos— que descubrían ahora en la cooperación política un contrapeso para su inferioridad en vitalidad y número con respecto a los griegos. Al mismo tiempo, los bárbaros indígenas de Occidente comenzaban a aprender a defender lo suyo de los intrusos levantinos, empleando contra éstos sus propias armas. De estas diferentes maneras, la expansión helénica fue interrumpida en todas partes; y esta incitación estimuló a los helenos para resolver su recurrente problema social reemplazando el simple crecimiento extensivo que ya no les era posible, por un crecimiento intensivo, de más alto orden social, que todavía se hallaba a su alcance. Pasaron del «cultivo para la subsistencia» al «cultivo comercial» y a la manufactura; de un régimen de autosuficiencia local a un régimen de comercio internacional; de una economía natural a una economía monetaria; y de una política basada en el nacimiento a una política basada en la propiedad. La iniciativa en dar esta victoriosa respuesta fue tomada por Atenas: un «caballo tapado» que no había tomado parte en el movimiento inicial de colonización ultramarina, pero que se había

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abstenido, al mismo tiempo, de seguir a Esparta por su callejón sin salida mesénico.

Sólo hay que mencionar la naturaleza de la respuesta ateniense para establecer el contraste entre el progreso helénico bajo la jefatura de Atenas y la inmovilidad antihelénica de Esparta; este contraste se halla adecuadamente simbolizado en la diferencia existente entre el cuño monetario del Ática y el de Esparta. La reciente invención de la moneda acuñada se había abierto camino en Esparta antes de que el sistema «licúr-geo» se impusiese rígidamente; e incluso posteriormente continuó desempeñando un papel no despreciable en la vida interna de la fraternidad de los «pares» espartiatas, ya que la contribución del «par» a su «mesa» —que tenía que ser pagada so pena de perder el título— era pagadera tanto en moneda como en especies. Sin embargo, aunque los reformadores espartanos del siglo vi no pudiesen, o no quisiesen, suprimir totalmente la moneda en Laconia, lograron adaptarla, como lo hicieran con todas las demás instituciones que encontraran vigentes, a sus propios fines. Permitieron a sus conciudadanos retener una moneda-símbolo de hierro que era demasiado pesada y voluminosa para el uso ordinario y que había sido tratada químicamente de tal manera que resultara demasiado pobre en calidad para tener ningún valor comercial intrínseco, ni siquiera como volumen. De esta manera, Laconia quedó excluida del conjunto de las relaciones financieras, exactamente como si en realidad no hubiese tenido moneda alguna, con sólo darle un cuño que no tenía curso más allá de sus fronteras. Entre tanto, «los buhos de Atenas» se convirtieron en la moneda corriente de todo el mundo mediterráneo, y el ocasional arribo de una bandada de estas aves migratorias a la propia Esparta creó mayor consternación aun entre las autoridades espartanas que la importación de un instrumento musical con más de siete cuerdas. El propio espartano Gilipo, que acaso hiciera más que ningún otro hombre por derrotar a Atenas en la Gran Guerra de 431-404 a. de C, frustrando el intento de Atenas de conquistar la Sicilia, fue

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obligado a partir al exilio al día siguiente de la paz por haber informado su criado que había «una bandada de buhos en el tejar».

De este modo, el sistema «licúrgeo», establecido por los espartanos con el objeto de defender su imperio sobre los ilotas, tuvo el efecto de colorarlos a la defensiva contra todo el mundo helénico por añadidura. Y lo más irónico en la situación de Esparta era el hecho de que, habiendo sacrificado todo lo que hace a la vida digna de ser vivida con el único propósito de forjar un instrumento militar irresistible, se encontró con que no podía aventurarse a hacer uso de un poder tan caramente pagado porque su equilibrio era, bajo el sistema «licúrgeo», tan exacto y su tensión social tan alta, que el más ligero quebrantamiento del statu quo podía tener desastrosas repercusiones; y este desastre tanto podía producirse por una victoria que incrementase la de-manda permanente de material humano, como por una derrota que abriese el camino a la invasión de los territorios centrales de Esparta. En el terreno de los hechos, la fatal victoria de 404 a. de C. y la consecuente fatal derrota del año 371 trajo a su hora el desastre que los espartanos no habían cesado de temer desde que lograron convertirse en la más formidable potencia militar de su mundo. No obstante ello, los gobernantes espartanos lograron posponer el calamitoso día por cerca de dos siglos, a partir de la consumación de las reformas «licúrgeas», negándose a aceptar para Esparta la grandeza que las circunstancias trataban incesantemente de imponerle.

En este estado de ánimo, los espartanos esquivaban, una y otra vez, la incitación a asumir la jefatura de la Hélade que les presentaba el peligro aqueménida. Se abstuvieron de enviar ayuda a los griegos insurgentes de Anatolia en 499 a. de C; llegaron demasiado tarde a la batalla de Maratón en 490; y después de cubrirse de gloria, a regañadientes, en las Termopilas y en Platea, renunciaron al alto mando de las fuerzas de liberación en 479-8. Antes que incurrir en los riesgos que la grandeza significaba para Esparta, deliberadamente per-

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mitieron que su propia repudiada grandeza yaciese aban-donada y se la apropiase Atenas; y, sin embargo, ni siquiera a tan duro precio, fueron capaces finalmente de eludir su trágico destino. Pues la gran negativa de Esparta a aceptar la incitación de 499-479 a. de C. sólo compró para Esparta, y no podía ser de otra manera, una breve inmunidad ante su peculiar dilema. Al preferir, a todo evento, el mal menos inmediato de dar su oportunidad a los atenienses, los espartanos abrían la puerta a una amenaza para las libertades helénicas que podría presentarse ahora bajo la forma de un peligro ateniense; y esta vez se encontraron los espartanos enfrentados a una incitación que les era imposible ignorar. En opinión de Tucídides, «la causa fundamental de la guerra atenopeloponense fue el temor que inspiraba a los lacedemonios la ascensión de Atenas a la grandeza; y este temor les obligó a tomar las armas», bajo la amenaza de ver disuelto el «cordón sanitario» de su alianza peloponésica y a sus enemigos atenienses del otro lado del istmo unir sus manos, para ruina suva, con sus enemigos mesénicos dentro de sus propias puertas.

Finalmente, en 431 a. de C, la diplomacia corintia losró obligar a los gobernantes espartanos a asumir la jefatura de la Hélade; y en la Gran Guerra de 431-404 la máquina militar esoartana —puesta por primera vez a toda prueba— realizó todo cuanto sus creadores se habían propuesto y todo lo que los vecinos de Esparta esperaban o temían. La pesadilla que significaba para los espartanos una unión sacrée entre Atenas y los ilotas no se hizo realidad, ni siquiera cuando el estratego ateniense Demóstcnes realizó la brillante empresa de establecer una fortaleza en Pilos, sobre la costa mesenia de Laconia, en 425 a. de C. Por otra parte, la expedición terrestre del comandante espartano Brasidas a la costa tracia y el quebranto sufrido por el poderío naval de Atenas en la expedición de Nirias a Sicilia abrieron paso a la pesadilla que para los atenienses constituía la posibilidad de que los peloponcnses lograran concertarse con los vasallos helénicos de Atenas del otro lado

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del Egeo y pudiesen dominar a Atenas en su propio elemento con una flota tripulada por marineros jónicos financiada por el oro aqueménida. Cuando, en 404 antes de Cristo, llegó a término esta primera etapa de la atrición que a sí misma se impusiera la Sociedad Helénica, fue Atenas y no Esparta la que yacía postrada. Sin embargo, la profecía del rey espartano Agis —proferida en el momento en que se echaban los dados— de que «ese día» demostraría «ser el comienzo de los grandes males de la Hélade», resultó verdadera respecto a los vencedores no menos que a los vencidos; pues la grandeza que ahora, tardía e involuntariamente, recuperaba Esparta de su postrada rival, resultaría ser una verdadera túnica de Neso.

La victoriosa guerra de 431-404 a. de C. colocó a los esoartanos ante un peculiar predicamento. Un pueblo adiestrado cabal pero exclusivamente para el contacto bélico con sus vecinos, se encontró obligado de repente y como consecuencia de una guerra determinada, a entrar en relaciones no militares para las cuales no sólo no estaba preparado, sino que era positivamente incapaz por razón de sus propias peculiares instituciones, costumbres y éthos. Estas peculiaridades que los espartanos desarrollaran con el fin de solucionar un problema previo y que les dieran una fuerza sobrehumana dentro de los límites del estrecho entorno al que previamente ajustaran sus directivas, se vengaban ahora de este pueblo peculiar haciéndolo inhumana o infrahumanamente incapaz de vivir en el más ancho mundo al que eventualmente lo llevara la fortuna de la guerra. La rigurosa exactitud de su adaptación a su propio entorno hacía que cualquier readaptación a un entorno nuevo resultara vir-tualmente imposible; y las mismas cualidades que habían sido el secreto de sus triunfos en una situación dada se convertían en sus peores enemigos al encontrarse en otra distinta. Los espartanos comenzaron a sufrir cuando, a consecuencia de una victoria militar, tuvieron que tomar sobre sus hombros las responsabilidades imperiales de Atenas en vez de limitarse simplemente a tener en jaque el poderío naval y militar de Atenas.

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El contraste que ofrecía el espartano en su patria y el espartano fuera de ella fue proverbial en la Hélade, pues en tanto que en su propia tierra superaba espontáneamente los ordinarios niveles helénicos de disciplina y desinterés personal, tan pronto como se encontraba fuera de su elemento caía por debajo de ellos en no menor medida. La espectacular desmoralización del regente espartano Pausanias, cuando las circunstancias lo colocaron al mando de las fuerzas panhelénícas en territorio aqueménida, fue una terrible advertencia que pesó mucho en la decisión tomada por el gobierno espartano de abdicar la jefatura de la Hélade en 479-8 antes de Cristo. Y esta decisión vino casi a justificarse retrospectivamente cuando, en una segunda y decisiva etapa de la Gran Guerra de 431-404 a. de C, se vio obligada Esparta a enviar al exterior docenas de Pausanias. «Hemos hecho aquellas cosas que no hubiéramos debido hacer y hemos deiado de hacer aquellas otras que hu-biéramos debido hacer, y no hay salvación para nosotros», pudo ser la reflexión que se impusiera, al día siguiente de Leuctra, al espíritu de un gobernante espartano como el rey Agesilao, que tenía suficiente edad para recordar el anden régtmé.

En aquel año de 371 a. de C, la mayoría de los «pares» espartiatas se hallaban prestando servicio de guarnición, fuera de las fronteras de Laconia, en los otros estados helénicos que antiguamente fueran aliados voluntarios de Esparta, pero cuya fidelidad sólo podía ya obtenerse mediante la fuerza militar; y la flor y nata de estos «pares» había sido aligerada de sus deberes militares a fin de que ocupasen puestos políticos y administrativos en los que se estaban haciende tan notorios, en pequeña escala, como el propio Pausanias, por su espartana falta de tacto, su despotismo y su corrupción. Hasta el respetable título de «moderadores» que se daba a estos ordenancistas del servicio exterior espartano llegó a hacerse odioso a los oídos helénicos. Estos mismos «pares» espartiatas que estaban haciendo el nombre de Esparta tan hediondo como pez fuera del agua, sin duda alguna hubiesen manifestado las tradi-

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cionales virtudes espartanas si al Hado les hubiese permitido realizar las esperanzas en que crecieran, dejándoles vivir su vida de soldados en los bancos del Eurotas hasta tanto fuera movilizado el ejército lacedemonio para la campaña de Leuctra. Infortunadamente para su propia reputación y para la de su país, todos estos hombres se hallaban ausentes en aquella grave hora, y en el contingente lacedemonio del ejército al mando del rey Cleombroto, que fuera tan memorablemente derrotado por los tebanos en Leuctra en 371 antes de Cristo, sólo había 400 espartiatas en acción, aparte de los 300 «caballeros» que formaban siempre la guardia personal del rey espartano en servicio activo. Estas cifras parecen indicar que en la infantería de línea lace-demonia, en aquella ocasión crítica, sólo un hombre de cada diez era espartiata, en vez de cuatro espartiatas por cada diez lacedemonios, que era la cuota regular. Si la cuota espartiata no hubiese sido rebajada de esta manera en Leuctra a una cuarta parte de su poderío normal, podríamos dudar de que todo el valor de la infantería tebana y el genio táctico de su conductor, Epa-minondas —que sabía cómo obtener el mayor resultado del poder combativo de sus tropas—, fuesen canaces de realizar la histórica proeza de romper la tradición de invencibilidad de los lacedemonios que se había man-tenido intacta, hasta aquella fecha, por no menos de dos siglos y medio.

Por otra parte, la victoria de Esparta sobre Atenas en la Gran Guerra de 431-404 a. de C., arruinó a Esparta en otras y más sutiles formas, aparte de obligarla a relevar a sus «pares» del servicio militar, del que no se les podía dispensar impunemente, para encargarlos de deberes no militares que no podían ejercer sin tropiezos. La arruinó, por ejemplo, exponiéndola tardía, y por ende desastrosamente, a los efectos socialmente subversivos de una economía monetaria, de la que por tan largo tiempo se resguardara artificialmente a su pueblo. «La fecha en la cual fue atacada por primera vez Lace-demonia por la decadencia social y la corrupción coincide prácticamente con el momento en que destruyó el Impe-

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rio Ateniense y se hartó de metales preciosos» M. Y la introducción de una economía monetaria trajo consigo una revolución igualmente subversiva en la actitud espartana ante la propiedad personal. El conservatismo espartano no podía, desde luego, llegar por sí mismo hasta el extremo de permitir que los bienes raíces fuesen comprados y vendidos en el mercado; pero en alguna fecba desconocida del siglo iv a. de C. la Asamblea de Esparta convirtió en ley «un proyecto que autorizaba al tenedor de una propiedad familiar o de un lote a transmitirlo en vida o legarla por testamento a cualquier persona que escogiese» 15. El efecto que tuviera este acto legislativo, al reducir el número de los «pares» espartiatas, debió ser mucho mayor que el producido por las pérdidas de vidas, relativamente pequeñas, sufridas por Esparta en Leuctra, y posiblemente tan grande como el que tuvo la pérdida de Mesenia, que fue el castigo político que correspondió a su derrota militar. Cuando Aristóteles escribía su Política, esta infortunada ley estaba produciendo ya notorios resultados desfavorables. En la época del rey Agis, el Mártir, que ascendió al trono en los primeros años de la segunda mitad del siglo ni a. de C, «sobrevivían no más de 700 espartiatas y de éstos acaso solamente eran 100 los que poseían tierras y lotes, en tanto que los restantes sólo formaban una muchedumbre menesterosa y privada de derechos políticos» 10.

Otro notable fenómeno social de la decadencia espartana fue «el monstruoso regimiento de mujeres». Como la mala distribución de la propiedad, esta mala distribución de influencia y autoridad entre los dos sexos era notoria ya en Esparta en la época de Aristóteles; y en la leyenda de los Reyes Redentores, Agis y Cleóme-nes, que reinaron en Esparta un siglo después, el papel reservado a las nobles mujeres que inspiran, estimulan, consuelan y deploran a los héroes es tan prominente como en el Nuevo Testamento. Esta leyenda sugiere

11 PLUTARCO: Vida de Agis, Cap. V. " Ib., ibid. " Ib., ibid.

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que, a despecho de lo que escribiera Aristóteles sobre la conducta de las mujeres espartanas durante la invasión del valle del Eurotas que comandara Epaminondas en el invierno de 370-369 a. de C, fue realmente por razón de sus virtudes que, en la época de la decadencia espartana, establecieron las mujeres su ascendiente moral sobre sus maridos y sus hijos; y, si esto es verdad, alguna luz arroja sobre el fracaso del sistema «licúrgeo». Pues aun cuando el sistema había sido aplicado por igual a las mujeres y a los hombres, las doncellas y las mujeres casadas de Esparta no habían sido sometidas a su presión en el mismo grado que sus hermanos y sus esposos; y si no nos equivocamos en nuestra creencia de que la quiebra moral de la virilidad espartana fue el castigo a una rigidez moral producida por la excesiva severidad del carácter «licúrgeo», podremos conjeturar entonces que fue la relativa inmunidad de la muier ante aciuel rigor antinatural lo que le dejó la elasticidad moral necesaria para plegarse y distenderse como reacción contra una ordalía que había quebrantado completamente el espíritu de los hombres espartanos.

El epitafio del sistema «licúrgeo» fue escrito por Aris-tóteles en forma de una proposición general:

Los pueblos no deben prepararse a sí mismos en el arte de la guerra con la mira nuesta en avasallar vecinos que no merecen ser sojuzgados... El designio fundamental de todo sistema social debe ser aiustar las instituciones militares, como todas las demás instituciones, con la vista puesta en las circunstancias del tiempo de paz, cuando el soldado se baila fuera de servicio; v esta proposición se desprende de los hechos de experiencia. Pues les estados militaristas sólo pueden sobrevivir mientras permanezcan en guerra, en tanto ciuc se arruinan tan pronto como han terminado sus conquistas. La paz hace que su metal pierda su temple: v el error reside en un sistema social oue no enseña a sus soldados lo oue hayan de hacer con sus vidas cuando se hallen fuera de servicio.

De modo, pues, que el sistema «licúrgeo», en última instancia e inevitalVemente, se destruyó a sí mismo; no obstante, aun suicidándose, le costó morir. Aunque su creación se debiera al objetivo preciso de capacitar a Esparta para mantener su dominio sobre Mesenia, en

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realidad la agógé «licúrgea» continuó practicándose en Esparta, por simple conservatismo, por cerca de dos siglos después de que se perdiera Mesenia irreparablemente. Y, a pesar de que el rey Cleómenes, el Mártir, reemplazara tardíamente los 4.000 lotes espartiatas perdidos en Mesenia, redistribuyendo el territorio que le quedara a Esparta al oriente de Taigeto, en el valle del Eurotas, en nuevos lotes de igual número, el revolucionario regio no aprovechó esta oportunidad para liberar a su país del antiguo anatema del ilotismo. Puesto que, en números redondos, los 700 espartiatas supervivientes sólo podían ocupar el 20 por 100 de los cuatro mil lotes en que se habían dividido las propiedades de los c'en «pares» espartiatas sobrevivientes, es presumible que Cleómenes concediera los derechos políticos de Esparta a más tres mil ilotas y periecos a fin de completar el número de su nueva ciudadanía esoartana; pero éstos eran solamente una minoría de los ilotas supervivientes, pues Cleómenes libertó a más de seis mil de ellos, a tanto la cabeza en dinero contante, y enroló a dos mil de estos libertos en su ejército, en vísperas de la batalla de Se-lasia, cuando su adversario macedonio, Antígono Doson, había llegado a Tegea. Y cuando los romanos invadieron Laconia en 195 a. de C. todavía encontraron allí ilotas que vivían en su tradicional estado.

La más notable empresa de esa «resistencia a morir» esoartana fue el intento de los mártires reales, Agis y Cleómenes, de revestir con carne nueva los secos huesos 1T

del sistema «licúrgeo», de insuflar el soplo de una vida nueva en el cadáver, siglo y medio después de que la gran victoria de Esparta sobre Atenas sellara el destino de ese sistema. En este último y desesperado tour de forcé, la remisa rueda de la vida espartana se hizo girar, en un supremo esfuerzo de conservación, hacia atrás en tal grado que en realidad cumplió una revolución; y este violento movimiento final rompió el mecanismo desde hacía largo tiempo dislocado. La cirugía de Cleómenes mató en realidad un cuerpo social al que

Ezcquiel XXXVII. 6. (N. del T.)

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no podía curar. La caña cascada fue rota por la mano que pretendía fortalecerla, y el humeante pabilo se extinguió para siempre bajo el soplo que se proponía reanimar la llama 18.

Desde entonces, Esparta vivió totalmente de sus sueños del pasado, sin distinguirse —si esto es una distinción— en nada sino en el deleite con que se introdujo en el académico juego del arcaísmo que estuviera de moda en todo el mundo helénico durante los dos primeros siglos del Imperio Romano. Los espartanos de la era imperial se complacían, como todos sus contemporáneos, en componer inscripciones honoríficas en una caricatura de su obsoleto dialecto local; pero esta inocua pedantería arcaizante iba acompañada por lo menos de una morbosidad arcaizante de horrenda naturaleza. Un primitivo rito de fecundidad que consistía en la flagelación de muchachos en el altar de Atermis Orthia y que había sido convertido, dentro del sistema «licúr-geo», para sus propios, inflexibles pero todavía utilitaristas propósitos, en una competencia de resistencia al dolor, fue exagerado, en la época de Plutarco, hasta hacer de él una atrocidad sádica en la que los muchachos eran excitados hasta la histeria y azotados luego hasta la muerte. Al relatar la historia del niño espartano y el zorro robado, Plutarco escribe: «Esto no le re-sultaría increíble a la juventud espartana de nuestros días, pues yo mismo he visto a muchos miembros de ella morir bajo el látigo en el altar de Orthia.» La esencia de esta escena, en la que se acepta sin titubeo, aunque vanamente, una sobrehumana —o inhumana— prueba de resistencia, es característica del élbos espartano y simboliza el destino de Esparta. Pues si algún espartano imploró nunca, por la paz de su alma, que tantus labor non sil cassus, sin duda esta plegaria fue susurrada en vano por labios espartanos.

La vanidad de las aspiraciones espartanas se revela en el resultado de una transacción arbitral sin importancia que el historiador romano Tácito recoge —sin percatarse en apariencia de su significación histórica—

,a Isaías XLII. 3. (N. del T.)

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en sus anales del Imperio Romano en el año 25 de la era cristiana:

Se ha dado audiencia a las delegaciones de les gobiernos de Laccdemonia y Mesenia en el asunto del estado jurídico del templo de Diana [/'. e., Artcmis] Limnatis. Los lacedemonios sostenían que el templo había sido fundado por sus propios antepasados lacedemonios en territorio de Laccdemonia y apoyaban su reclamación en pruebas literarias, tanto históricas como poéticas. Declararon que el templo les había sido arrebatado por la fuerza, en la guerra, por Filipo de Macedonia y que luego les había sido devuelto en virtud de un dictamen jurídico dado por Cayo César y Marco Antonio. Los mesenios, por su parte, alegaron la antigua división del Peloponeso entre los descendientes de Hércules [/'. e., Heracles] y sostuvieron que el territorio de Dentheliatis, en donde se hallaba situado el templo, formaba parte de la porción asignada a su rey. Declararon que había allí constancias positivas de la transacción todavía en vigor, grabadas en piedras y en bronces arcaicos; y agregaron que, si hubiese de apelarse a las pruebas literarias, podrían también vencer a los lacedemonios con la validez y amplitud del testimonio de este género que se hallaban en condiciones de citar. Por lo que hace a la decisión del rey Filipo, argüyeron que no había sido un acto arbitrario de poder, sino que se basaba en los hechos y había sido confirmado por idénticos juicios del rey macedonio Antígono y el general romano iMumio, por una decisión arbitral del gobierno milesio y, más recientemente, por decisión de Atidio Gemino, gobernador de la provincia romana de Acaya. En vista de esto, se falló ahora en favor del gobierno de Mesenia.

De manera, pues, que en el siglo i de la era cristiana los espartanos se hallaban pleiteando todavía —y esta postrera vez sin éxito— sobre el territorio disputado en la montañosa frontera que separa el valle del Euro-tas de Mesenia y por el cual combatieran sus antepasados, conquistándolo en el siglo vm a. de C. Una disputa sobre Dentheliatis fue la causa tradicional de la Primera Guerra Mesenoespartana; y ahora, después de más de ocho siglos, la misma disputa entre las dos mismas partes, sobre el mismo insignificante trozo de territorio, era solucionada ante el tribunal arbitral del emperador romano Tiberio. En realidad, no se necesita mejor prueba de que los espartanos fueron verdaderamente un pueblo sin historia.

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4. Asiría, el hombre fuerte armado

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La ceguera del militarismo es tema de una parábola del Nuevo Testamento:

Cuando el fuerte armado guarda su atrio, en pa^ están todas las cosas que posee. Mas si sobreviniendo otro más fuerte que él, le venciere, le quitará todas sus armas en que fiaba, y repar-tirá sus despojos."

Tan confiado está el militarista en su propia habilidad para resguardarse a sí mismo en este sistema social —o antisocial— en que todas las disputas son resueltas manu militan, y no por proceso legal o conciliatorio, que arroja su espada a la balanza cuando en ella se decide entre un régimen de violencia y un régimen de paz organizada. El peso de la espada inclina oportunamente la balanza en favor de la continuación del antiguo régimen bárbaro; y el militarista, alborozado por haber impuesto una vez más su voluntad, muestra su último triunfo como la prueba final de la omnipotencia de la paz. En el siguiente capítulo de la historia, descubrirá, sin embargo, que falló en probar su tesis ad

a [Lucas XI. 21-22.]

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hominem en el caso particular que le interesa exclusi-vamente; pues el siguiente suceso será su propio ava-sallamiento por un militarista más fuerte que él. Su éxito en prolongar el régimen militarista sólo habrá servido para garantizar que él mismo puede aprender, finalmente, qué se siente cuando se es degollado. Podemos pensar aquí en los aztecas y los incas, que diezmaron implacablemente a sus vecinos más débiles en sus respectivos mundos, hasta que fueron sorprendidos por los conquistadores20 españoles que cayeron sobre ellos desde otro mundo y los abatieron con armas con las cuales no podían competir las suyas. Pero es igualmente ilustrativo, y considerablemente más provechoso, pensar en nosotros mismos.

La condena que el invencible «hombre fuerte armado» insiste en atraer sobre su cabeza, se halla descrita en la mitología helénica en la leyenda de cómo Cronos su plantó brutalmente a su padre Urano en el gobierno del Universo, pero sólo para conocer, a su turno, la expe - riencia de Urano a manos del propio hijo del usurpador, Zeus. En Zeus tenemos el retrato del militarista que se salva, a despecho de sí mismo, gracias al sufrimiento de otro ser que es más noble y también más sabio que él; la salvación de Zeus por Prometeo, es la versión he lénica de la salvación de Pedro por Jesús, cuando Pedro comete el crimen militarista en el momento crucial del huerto de Getsemaní.

Y uno de los que estaban con Jesús, alargando la mano, sacó su espada, y hiriendo a un siervo del pontífice, le cortó la oreja. Entonces le dijo Jesús: Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomaren espada, a espada morirán.21

El retrato clásico del militarista que trama su propia derrota nos es ofrecido por el Antiguo Testamento en la historia de Benadad y Achab ". Cuando el rey Be-nadad de Damasco pone sitio al rey Achab de Israel en su ciudad de Samaria, el agresor envía mensajeros a la

10 Sie en el original. (N. del T.) " [Mateo XXVI. 51-52.] " I Reyes XX. (N. del T.)

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ciudad cercada para pedir a su víctima la entrega de cuanto posee. Y Achab le envía este blanda respuesta: «Conforme a tu palabra, mi rey y señor, tuyo soy, y todas mis cosas.» Pero Benadad no se abstiene de humillar más aún a su humilde adversario; envía, pues, un segundo mensaje para informar a Achab que los siervos del conquistador irán ahora a escudriñar su casa «y tomarán con sus manos, todo lo que les agradare, y se lo llevarán». A esto responde Achab que todavía acepta la primera demanda pero que rechaza la segunda; y cuando Benadad comienza a vomitar amenazas de fuego y mortandad, Achab responde a los portadores de su tercer mensaje: «Decidle: No se alabe el que ciñe las armas, como el que las deja.» Tras esto, de acuerdo con la voluntad de Benadad y contra los deseos de Achab, el pleito entre los dos reyes se decide en una batalla campal; y en esta batalla el agresor sufre una abrumadora derrota. La historia concluye con un cuadro en el que los siervos de Benadad salen de la ciudad, donde se hallan ahora sitiados a su vez con su amo, ceñidos los lomos de saco y con sogas a la cabeza e imploran merced del victorioso Achab. Este no incurre en el error de Benadad y evita el «cambio de papeles» que tan rápidamente invirtiera las respectivas posiciones de los dos reyes. Al mensaje: «Tu siervo Benadad dice: 'Viva, te ruego, mi alma'», Achab responde: «Si aún es vivo, mi hermano es.» Y cuando, siguiendo sus instrucciones, Benadad es llevado honrosamente a su presencia, Achab hace con su arrepentido contricante un tratado —en los términos extremadamente favorables que Benadad se apresura a ofrecerle— e inmediatamente lo deja marchar en libertad.

Ahora podemos considerar el caso del militarismo asirio que proyectó su sombra sobre el mundo siríaco en la generación de Achab y Benadad.

El desastre que puso fin al poderío militar de Asiría en 614-10 a. de C. fue todavía más abrumador que aquellos que abatieron a la falange macedónica en 197 y 168 a. de C. a las legiones romanas en 53 antes de

Toynbee, 5

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Cristo y 378 d. de C. o a los mamelucos egipcios en 1516-17 y 1798. El desastre de Pidna le costó a Ma-cedonia su independencia política; el desastre de Adria-nópolis fue soportado por el Imperio Romano a costa de «rebañar» los derrotados legionarios y enrolar en lugar suyo a los victoriosos catafractarios; la repetición francesa del golpe dado originalmente por los otomanos era necesaria a fin de acabar una vez por todas con las amenazas de los mamelucos que pesaban sobre los hombros de un campesinado egipcio que procuraba sobrevivir a la dominación francesa y otomana no menos que a la de los mamelucos. En el otro caso, el desastre que puso término al poderío militar asirio remató la destrucción de la maquinaria bélica asiría con la extin ción del estado asirio y el exterminio de su pueblo. Una comunidad que había existido por más de dos mil años y desempeñado un papel cada vez más importante en el Asia sudoccidental por un período aproximado de dos siglos y medio fue casi totalmente borrada en 614-10 a. de C.

Voz de azote, y voz de rueda, y de caballo que relincha, y carro encendido, y de caballería que avanza, y de espada relu-ciente, y de lanza reluciente, y de muchedumbre de muertos, y de gran estrago: no tienen fin los cadáveres, y caerán los unos sobre los otros...

Durmiéronse tus pastores, oh rey de Assur, enterrados serán tus príncipes; se escondió tu pueblo por los montes, y no hay quien lo junte.13

En este caso, la maldición de la víctima que vivió lo suficiente para ver la caída de su opresor, se cumplió en sus resultados con una precisión extraordinaria. Los diez mil mercenarios griegos de Ciro el Joven, cuando en 401 a. de C. se retiraban por el valle del Tigris del campo de batalla de Cunaxa hacia la costa del mar Negro, pasaron sucesivamente por el empla zamiento de Calan y Nínive, sobrecogiéndose de asom bro, no tanto ante la solidez de las fortificaciones y la extensión del área que cubrían, cuanto ante el espec-

13 [Nahum III. 2, 3, 18.]

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táculo de abandono en que yacían aquellas vastas obras del hombre. El carácter sobrenatural de aquellas armaduras vacías que testimoniaban con su inanimada resistencia el vigor de una vida desaparecida, nos ha sido vivamente transmitido por el arte literario de un miembro de la fuerza expedicionaria griega que relata sus experiencias. Sin embargo, a un lector occidental moderno del relato de Jenofonte —conocedor, como es, de la historia de Asiría, gracias a la obra de nuestros modernos arqueólogos occidentales— le resulta aún más asombroso advertir que Jenofonte, a pesar de que su imaginación había sido conmovida profundamente, y su curiosidad agudamente excitada por el misterio de aquellas ciudades abandonadas, fuese incapaz de averiguar ni siquiera los hechos más elementales de la historia auténtica. Aunque la totalidad del Asia sudoccidental, desde Jerusalén hasta el Ararat y desde Elam hasta Lidia, hubiese sido dominada y aterrorizada por los amos de aquellas ciudades a una distancia de tiempo apenas mayor de dos siglos de la fecha en que Jenofonte recorrió aquel camino, la mejor información que se halla en condiciones de dar acerca de ellas —presumiblemente sobre la base de las informaciones de los guías locales del ejército griego— es más burdamente fabulosa que la información que sobre los constructores de las pirámides egipcias logró abrirse camino hasta la obra de Herodoto después de viajar por las disolventes aguas de la «memoria popular» durante un recorrido apenas inferior a dos milenios y medio. Conforme a la historia que de Calah y Nínive oyera Jenofonte, se trataba de dos ciudades medas que habían sido sitiadas por los persas mientras Ciro arrebataba el imperio a Astiages, y milagrosamente despobladas por la inter - vención divina después de que los persas se reconocie ran incapaces de apoderarse de ellas por asalto. Ni siquiera el simple nombre de Asiría fue asociado a los emplazamientos de su segunda y tercera capitales en las leyendas que corrían respecto a aquellos sitios y que llegaron a oídos del investigador griego que por ellos pasaba.

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¿Dónde está la morada de los leones, y los pastos de sus leoncillos, adonde iban a reposar el león y el leoncillo, sin haber quien los espante? "

En realidad, si los diez mil hubiesen marchado por la banda derecha del Tigris en vez de cruzar, como lo hicieron, a la orilla izquierda en Sittace, en el camino de Babilonia a Susa, hubieran pasado entonces por el emplazamiento de Assur —la primera y epómina capital del Assyrium nomen— y hubieran encontrado allí, refugiada todavía entre las ruinas, una pequeña y miserable población que no había olvidado su derecho histórico al nombre asirio. Con todo, la fabulosa informa ción de Jenofonte sobre Calah y Nínive se halla más cerca de la «verdad filosófica» que el descubrimiento de nuestros arqueólogos de las huellas dejadas en Assur por los intrusos; pues, en realidad, la catástrofe de 614-10 a. de C. extirpó a los asirios; y en los días del Imperio Aqueménida de Jenofonte los ilotas asirios supervivientes eran incomparablemente menos visibles que los vestigios de los pueblos del contorno a los que los militaristas asirios hollaran antaño y redujeran, se< gún creían ellos, a polvo 25 . En una época en que los auténticos nombres y nacionalidad de Nínive y Calah se habían olvidado, Susa, que fuera saqueada por las tropas de Asurbanipal área 639 a. de C, era la capital de un imperio cuyo dominio efectivo se extendía entonces, casi en todas direcciones, hasta una inmensa distancia más allá de los puntos más remotos a que llegaran nunca los invasores asirios. Una de las capita les subsidiarias de este imperio era Babilonia, que había sido saqueada por Senaquerib en 689 a. de C. Los estados-ciudades fenicios, a los que los asirios amedren taran y esquilmaran incesantemente desde el siglo IX hasta el vil, eran entonces autónomos y satisfechos miem bros de un estado universal siríaco; e incluso las co munidades siríacas e hititas del interior, que aparente mente fueron reducidas a pulpa por el mangual asirio,

" [Nahum II. 11.]15 Ezequiel XXXVI. 36. (N. del T.)

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se habían dado maña para mantener una apariencia de su anterior organización estatal bajo la forma de templos-estados administrados sacerdotalmente. En su-ma, dos siglos después del derrumbamiento de Asiría era posible ver claramente que los militaristas asirios habían cumplido su labor en beneficio ajeno y para ma yor ventaja de aquellos a quienes más despiadadamente trataran. Al triturar a los pueblos montañeses del Za-gros y el Tauro, los asirios habían abierto el paso para que los nómadas cimerios y escitas descendiesen sobre los mundos babilónico y siríaco; al desterrar a los que brantados pueblos de Siria al extremo opuesto de su imperio, habían colocado a la Sociedad Siríaca en una posición que le permitía cercar y eventualmente asimi lar la Sociedad Babilónica a la que pertenecían los pro pios asirios; al imponer por la fuerza una unidad polí tica en el corazón del Asia sudoccidental, habían pre parado el campo para sus mismos «estados-sucesores»: Media, Babilonia, Egipto y Lidia, y para el heredero común de aquellos sucesores: el Imperio Aqueménida. ¿No es verdad que, como estas comparaciones y con trastes lo prueban, el monstruo engendrado por el largo terror asirio fue más cruel para con su progenitor que para con sus víctimas?

Retrospectivamente, las propias víctimas sólo pueden explicar este tremendo «cambio de papeles» invocando «la envidia de los dioses».

Mira a Assur como un cedro en el Líbano, hermoso en ramas, y frondoso en hojas, y de grande altura, y entre sus densas ramas se elevó su copa...

No hubo cedros más altos que él en el paraíso de Dios: los abetos no igualaron a su copa, y los plátanos no fueron iguales a sus ramos: ningún árbol del paraíso de Dios se asemejó a él ni a su hermosura.

Porque lo hice hermoso y de muchas y espesas ramas; y tuvieren de él envidia todos los árboles deliciosos, que había en el paraíso de Dios.

Por tanto, esto dice el Señor Dios: Por cuanto se ha encumbrado en altura y ha ostentado su copa verde, y frondosa, y se ha levantado su corazón en su altura.

Lo entregué en mano del más poderoso de las gentes; hará de él lo que querrá: lo he desechado según su impiedad.

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Y le cortarán extraños, y los más crueles de las naciones, y le echarán sobre los montes, y en todos los valles caerán sus ramas, y serán cortadas todas sus arboledas sobre tedas las rocas de la tierra, y se retirarán de su sombra todos los pueblos de h tierra y lo abandonarán.16

¿Podemos interpretar en este caso la obra de «la envidia de los dioses» de acuerdo con el comportamiento de la propia criatura malherida? Desde luego, a primera vista parece difícil comprender el destino de Asiria, pues no se puede probar que sus militaristas fuesen culpables de la pasiva aberración a la que pode mos atribuir la ruina de macedonios, romanos y ma melucos que «se durmieron sobre los laureles». Cuan do cada una de las máquinas de guerra de mamelucos, romanos y macedonios sufrió su fatal accidente, hacía tiempo que se habían tornado estáticas, irremisiblemen te anticuadas y chocantemente descompuestas. En cambio, la máquina de guerra asiria, que se singulariza por la totalidad de su desastre final, se distingue también de las otras máquinas de guerra —lo que parecerá con tradictorio— por la eficacia con que constantemente fue revisada, renovada y reforzada hasta el día mismo de su destrucción. El acopio de genio militar que lleva a producir el embrión del hoplita en el siglo xvi antes de Cristo, en vísperas del primer intento que hiciera Asiria para dominar el sudoeste de Asia, y el embrión del cata-fracta-arquero de caballería en el siglo vil a. de C, en vísperas de la desaparición de la misma Asiria, fue igual mente productivo durante los siete siglos intermedios y nunca tanto como en el paroxismo final de los cuatro his tóricos golpes que asestara al mundo el militarismo asirio. La enérgica inventiva y el incansable celo reformista que fueron las características del postrer éihos asirio en su aplicación al arte de la guerra, se hallan irrecusablemente atestiguados por las series de bajorrelieves, hallados in situ en los palacios reales, en los cuales están registrados pictóricamente, con cuidadosa precisión y mi nucioso detallismo las fases sucesivas del equipo y la

" rEzequiel XXVI. 3, 8, 9; 10. 11, 12.]

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técnica militares de Asiría durante las tres últimas cen - turias de su historia.

Mediante estas pruebas, podemos averiguar los sucesivos mejoramientos logrados-entre el final del tercer asalto, área 825 a. de C, y el final del cuarto, justamente doscientos años después. La infantería montada del tiempo de Asurbanipal, a la que se pusiera a lomos de caballo —sin duda por imitación de los nómadas— sin descargarla de la impedimenta de su escudo de in fantería, se transforma ahora en catafractarios en em brión a los que se desembaraza del escudo, proporcio nándoles en cambio una ligera coraza. Equipar a la caballería con una armadura corporal había sido posi ble por una mejora en la forma y material de la coraza misma, que se hace entonces de hojas metálicas y se corta en la cintura, en reemplazo del tosco manto de guata o cuero que se empleara como coraza en las épo cas anteriores y que cubría desde el cuello hasta las rodillas. Las piernas de los jinetes, que quedarían, así, expuestas, se protegen en cambio con calzas que llegan hasta el muslo y botas que cubren la pantorrilla; y este mismo calzado permite a la infantería operar en terrenos quebrados con mayor facilidad que lo que lo hiciera en las épocas en que las sandalias eran la única alternativa para no andar descalzo. Durante el mismo transcurso de tiempo se efectúan muchas mejoras en los carros de combate: por ejemplo, un aumento en el diá metro de las ruedas, en la altura del tablero y en el número del personal: el conductor y el arquero se ha llaban ahora reforzados por una pareja de escuderos. Se obtiene también una mejora en las defensas de mimbre tras de las cuales disparaban los arqueros de a pie. Acaso la mejora mayor sea, sin embargo, una de la cual tenemos información, no por la prueba pictórica de los bajorrelieves, sino por los textos escritos de las inscripciones; se trata de la institución de un ejército real permanente, obra probable de Teglatfasalar —regnabat 145-121 a. de C.— o de Sargón —regnabat 722-705 antes de Cristo. El ejército permanente servía como un nú cleo, y no como un sustituto, para la milicia nacional de

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la que dependiera previamente la corona asiría para el reclutamiento de sus ejércitos de campaña. De cualquier manera, el establecimiento de un ejército permanente debió elevar el nivel general de la eficacia militar asiría y garantizar el máximo resultado de las innovaciones técnicas mencionadas anteriormente.

Para la época de Asurbanipal — regnabat 669-626 an tes de Cristo—, en vísperas de la gran catástrofe, dos si glos de constante progreso en el arte de la guerra habían producido un ejército asirio que se hallaba tan bien preparado para cualquier empresa como científicamente diferenciado en una serie de armas especializadas. Con-taba entonces con cuerpos de carros y. de arqueros de caballería que eran semicatafractarios; arqueros de in - fantería pesada, acorazados desde el casco hasta las bo - tas y arqueros de infantería ligera que arriesgaban su vida, cubierta apenas la cabeza con bandas, el cuerpo con taparrabos y los pies con sandalias; hoplitas, arma - dos a semejanza de los arqueros de infantería pesada, con la diferencia de que aquéllos iban armados con lanzas y escudos en vez de arcos y carcaj; y coraceros que también portaban lanza y escudo pero iban revesti - dos con un pectoral, en vez de armadura, asegurado por dos correas entrecruzadas a la espalda. Es probable que tuviera también un cuerpo de ingenieros, pues ciertamente existía un tren de asedio —no, desde luego, con catapultas, sino con arietes y torres movedizas— y, una vez que estas máquinas habían cumplido su misión y habían sido demolidos los muros de la fortaleza enemiga, los jefes asirios de las operaciones militares sabían cómo cubrir los lugares asaltados con andanadas de flechas disparadas por concentradas baterías de arqueros. Equipado de esta forma, el ejército asirio se hallaba igualmente preparado para las operaciones de sitio, para la guerra de montañas o para la batalla cam pal en las llanuras; y su eficacia en la esfera de la técnica iba aparejada a su eficacia táctica y estratégica. Los asirios creían firmemente en la soberana virtud de la ofensiva.

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No hay en él quien se canse, ni fatigue; no se adormecerá ni le tomará sueño, ni se le desatará el cinto de los riñones, ni se le romperá la correa de su zapato.

Sus saetas agudas, y todos sus arcos entesados. Las uñas de sus caballos como pedernal, y sus ruedas como ímpetu de tempestad.

Su rugido como de león, rugirá como los cachorros de los leones; y crujirá de dientes, y cogerá la presa; y la abrazará, y no habrá quien se la saque."

Tal fue el espíritu del ejército asirio hasta el final, como lo demostró con la prueba que de sí mismo diera en la campaña de Harrán en 610 a. de C, luchando por una causa perdida, con la ciudad capital del imperio tomada ya por asalto y eliminada. Es evidente que, en la víspera de su destrucción, el ejército asirio no se hallaba en las mismas condiciones del macedonio, el romano y el mameluco en 168 a. de C. y 378 y 1798 después de Cristo. ¿Por qué, pues, sufrió un desastre todavía más aterrador que el de aquéllos? La respuesta no es otra que ésta: el propio activismo del espíritu mi litar asirio agravó la ruina que finalmente se había preci pitado sobre Asiría.

En primer término, la política de la ofensiva siste mática y la posesión de un poderoso instrumento para desarrollar esa política llevó a los señores de la guerra asirios, en el cuarto y último asalto de su militarismo, a extender sus empresas y conquistas mucho más allá de los límites a que llegaban sus predecesores. Asiría estaba sujeta a una perpetua apelación previa a sus re cursos militares para cumplir su tarea de Guardián de las Marcas babilónicas contra los bárbaros montañeses del Zagros y el Tauro, por una parte, y los ptoneers árameos de la Civilización Siríaca, por la otra. En sus tres primeras explosiones de militarismo, se había con tentado con pasar de la defensiva a la ofensiva en esos dos frentes, sin forzar la ofensiva ¿ outrance y sin disipar sus fuerzas en otras direcciones. Aun así, en el tercer asalto, que ocupó los dos cuartos medios del siglo ix a. de C, suscitó la coalición temporal de los esta-

[Isaías V. 27, 28, 29.]

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dos siríacos que fue dominada por el avance asirio en Karkar en 853 a. de C. y encontró en Armenia una más formidable riposte en la fundación del Reino de Urartu, una potencia militar ex bárbara que copiaba ahora la cultura asiría a fin de prepararse para resistir su agresión en términos de igualdad. A despecho de estas recientes advertencias, Teglatfalasar III —regnabat 145-121 antes de Cristo—, al iniciar la última y más grande de las ofensivas asirías, se permitió abrigar ambiciones políticas y aspirar a objetivos militares que colocaron a su país en colisión con tres nuevos adversarios: Babilonia, Elam y Egipto, cada uno de los cuales era, potencialmente, tan fuerte como Asiría en materia militar.

Al emprender por su cuenta el total avasallamiento de los pequeños estados siríacos, Teglatfalasar reservaba a sus sucesores un conflicto con Egipto; pues éste no podía permanecer indiferente al hecho de que el Imperio Asirio se extendiese hasta sus propias fronteras asiáticas, y se hallaba en condiciones de frustrar o contrarrestar la obra de los imperialistas asirios antes de que éstos se hiciesen a la idea de redondearla, embarcándose en la empresa todavía más formidable de subyugar al propio Egipto. La audaz ocupación de Filistia por Teglatfalasar en 734 a. de C. pudo ser un magistral golpe estratégico que fue premiado con la sumisión temporal de Samaría en 733 y la caída de Damasco en 732. Pero fue también causa de las escaramuzas que enfrentaron a Sargón en 720 y a Senaquerib en 700 con los egipcios de la frontera siroegipcia; y estos encuentros indecisos llevaron, a su turno, a Asaradón a la conquista y ocupación de Egipto, desde el Delta hasta la Tebaida inclusive, en las campañas de 675, 674 y 671 antes de Cristo. Desde entonces se vio que si los asirios eran su ficientemente fuertes para derrotar a los ejércitos egipcios y ocupar su territorio y repetir la hazaña, no lo eran bastante para mantener avasallado al país. El propio Asaradón se hallaba una vez más en marcha contra Egipto cuando lo sorprendió la muerte en 669; y aun cuando la insurrección egipcia que estalló entonces fue victoriosamente dominada por Asurbanipal en 667, tuvo

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que reconquistar de nuevo a Egipto en 663. Por este tiempo, el propio gobierno asirio parece haberse percatado de que en Egipto se había comprometido en la Labor de Psyche; y cuando Psamético expulsó sin inconvenientes a las guarniciones asirías en 658-651, Asur-banipal cerró los ojos ante el hecho. Al cancelar así las pérdidas que Egipto le significaba, el rey de Asiría obraba indudablemente con prudencia; no obstante ello, su sensatez tras el fracaso era la confesión de que las energías empleadas en las cinco camparlas egipcias habían sido malbaratadas; y la retirada de Asurbanipal no restauró el statu quo ante 675 a. de C, pues la pérdida de Egipto en la quinta década del siglo vii fue el prelu dio de la pérdida de Siria en la siguiente generación.

Las consecuencias finales de la intervención de Te-glatfalasar en Babilonia fueron todavía más graves que las de su atrevida política en Siria, ya que, por un en-cadenamiento directo de causa a efecto, llevaron a la catástrofe de 614-610 a. de C.

Difícilmente podía conciliarse la agresión de Asiría a Babilonia en 745 a. de C. con el tratado que delimitara la frontera asiriobabilónica por amistoso acuerdo —y esto sobre una línea que decididamente favorecía a Asiría— en la primera década del siglo viii antes de Cristo. Probablemente, Teglatfasalar justificó su acción alegando que la anarquía en que había caído Babilonia se estaba extendiendo a Asiria a través de la frontera común; y, después de marchar sobre Babilonia, parece haber recibido alguna especie de mandato de sus ciudadanos, que en la soberanía del vecino reino, sedentario y de cultura afín, veían una posible protección de la vida cívica de Babilonia contra la creciente marejada del nomadismo local de árameos y caldeos. También puede ser cierto que tanto Teglatfalasar como sus sucesores se hallasen sinceramente deseosos de restringir al mínimo la intervención asiria en Babilonia y evitar la anexión. El propio Teglatfalasar deió en su trono a Nabopolasar, el monarca reinante de Babilonia en 745; y fue tan sólo después de la muerte de éste, ocurrida once años más tarde, y tras de la posterior represión de una con-

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secuente insurrección tribal caldea contra el protectorado asirio, cuando Teglatfalasar «tomó las manos de Bel» en 729. Este precedente fue seguido por Salmanasar V; pero no por su sucesor, Sargón, hasta tanto una segunda, y mucho más seria insurrección caldea, no lo obligó, a su vez, a «tomar las manos de Bel» en 710; e incluso entonces, el victorioso asirio solicitó un entendimiento con el derrotado y archiinsurgente caldeo, Merodach-Baladan. Posteriormente, Senaquerib, al suceder a su padre Sargón en 705, se abstuvo deliberadamente de ceñir la corona babilónica; y a pesar de que una nueva insurrección caldea impusiese su intervención en Babilonia en 703, confirió la corona babilónica, primero a un príncipe babilonio asirianizado y luego a un príncipe asirio que no era heredero del trono de Asiría. Fue sólo después de la gran sublevación de 694-689 cuando Senaauerib puso término oficial a la independencia de Babilonia, nombrando a su propio hijo —y sucesor designado— Asaradón como gobernador general asirio.

Ciertamente, estos hechos parecen testimoniar una política de moderación de Asiría vis-a-vis de Babilonia; pero prueban, con evidencia aún mayor, que la política era un fracaso. Una y otra vez, la mano del gobierno asirio fue forzada por las sublevaciones caldeas que se hacían tanto más frecuentes y poderosas ante la paciencia persistente de Asiría. Y aunque la intervención de ésta realizase el milagro de imponer orden en el caos babilónico, este orden, lejos de forjarse bajo la égida asiría, era el subproducto de un movimiento antiasirio que crecía incesantemente en extensión y vigor a pesar de la derrota.

La primera etapa de un proceso que se prolongó durante un siglo, y culminó en una gran alianza medoba-bilónica, fue la unificación política de todas las tribus caldeas de Babilonia entre 731 y 721 a. de C, bajo la dirección de Merodach-Baladan, jefe de Bit Yakin. La etapa siguiente fue la alianza entre los caldeos y el Reino de Elam, cuyo gobierno se había alarmado tan seriamente con la intervención de Teglatfalasar en Ba-

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bilonia como los egipcios con su invasión de Filistia. Gracias a esta alianza elamita, Merodach-Baladan pudo entrar a la ciudad de Babilonia y reinar allí como un rey por cerca de doce años, no obstante el hecho de que en aquella etapa los ciudadanos de la capital encontrasen todavía más pesado el gobierno de los nómadas locales que el de la sedentaria potencia extranjera. No llegó a término la carrera de Merodach-Baladan cuando éste fue expulsado de Babilonia por los ejércitos de Sargón en 710. Después de la muerte de su vencedor asi-rio, ocurrida en 705, encontramos al infatigable caldeo estableciendo relaciones con los árabes del Shamiyah y el Hamat, y enviando una embajada a través de sus filas a tan distante enemigo de Asiria como Ezequías, rey de Judá. Más tarde, en 703, Merodach-Baladan logró ocupar de nuevo la ciudad de Babilonia con la ayuda de sus aliados elamitas; pero a pesar de que por segunda vez fue expulsado de allí antes de terminar el año y murió poco después como refugiado en Elam, la desaparición del caudillo no puso más al alcance del gobierno asirio la solución del problema caldeo; pues, contando todavía con el apoyo de Elam, las tribus caldeas desafiaron victoriosamente los esfuerzos que hiciera Senaquerib para ponerlas fuera de combate. Cuando el señor de la guerra asirio ocupó y devastó sus tierras tribales en la propia Babilonia, buscaron refugio en los pantanos y fangales que rodean el golfo pérsico; y cuando, en 694, construyó una flota en el Tigris, maniobrada por tripula-ciones fenicias, y embarcó en ella al ejército asirio con él propósito de destruir a los caldeos en sus fortalezas acuáticas mediante operaciones anfibias, no logró otra cosa que dar a los elamitas oportunidad para caer sobre sus líneas de comunicación, entrar en la ciudad de Babilonia y llevarse cautivo al rey títere que allí tenía. Ni tampoco se benefició Senaquerib cuando, al año siguiente, se vengó derrotando a los elamitas en el campo de batalla y se apoderó, a su torno, del títere que éstos pusieran en el trono de Babilonia en reemplazo de su propio rey de mentirijillas. Pues fracasó en su intento de recuperar la capital, y el trono vacante fue ocu-

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pado por un hombre de carácter, Mushezib-Marduk, quien logró apartar a los ciudadanos babilónicos de su política pro Asiría.

Esta secesión de la ciudad de Babilonia en 693 del campo asirio al caldeoelamita, fue acaso el acontecimiento decisivo en el largo proceso de construir un frente antiasirio; pues aunque los asirios, como de costumbre, resultaran vencedores sobre las fuerzas combinadas de caldeos y elamitas y estuviesen en condiciones de dar a la ciudad de Babilonia una lección con su saqueo en 689, la lección que la ciudad aprendió fue la opuesta a la que esperaban sus maestros. Con este impío ultraje a la ciudad que era la capital cultural de su mundo, los asirios cumplieron en Babilonia una opera ción de alquimia política que los babilonios no hubiesen podido realizar nunca por sí mismos. En el hervor del odio unánime que aquel «espanto» asirio había prendido tanto en la antigua población urbana como en los nómadas intrusos, ciudadanos y tribales olvidaron la mutua antipatía que hasta entonces los dividiera, y se fundieron en una nueva nación babilónica que no podía olvidar ni perdonar lo que sufriera en manos asirías y que no descansaría hasta no derribar al opresor.

En esta penúltima etapa del largo y trágico proceso que inconscientemente pusiera en marcha Teglatfalasar en 745 a. de C, el sentimiento antiasirio de Babilonia era tan vigoroso que logró dominar, y poner al servicio de sus objetivos, el alma de un príncipe asirio de la sangre que había sido puesto en el trono babilónico por forcé majeure y que era nada menos que el hermano del propio soberano reinante de Asiría. Circa 654 antes de Cristo, Asurbanipal vio amenazada la existencia del Imperio Asjrio por una coalición hostil formada por la corona baSilónica, las tribus caldeas y arameas del territorio de Babilonia, el Reino de Elam, los árabes del norte, varios principados del sur de Siria y el recientemente establecido «estado sucesor» de la difunta dominación asiría sobre Egipto. Esta combinación de fuerzas antiasirias, más vasta de la que lograran nunca Merodach-Baladan o Mushezib-Marduk, estaba encabezada por el

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propio hermano de Asurbanipal, de nombre Shamash-shum-ukin; y la actitud de éste parecerá tanto más extraordinaria si consideramos que para aquella fecha había ocupado pacíficamente el trono babilónico, con la aquiescencia de Asurbanipal, por cerca de quince años, y en cumplimiento del testamento político de su padre Asaradón. Además, el archirrebelde y principal aliado, Elam, acababa de recibir —acaso apenas un año antes de que Shamash-shum-ukin jugase su fortuna a la carta de su apoyo— la más grave derrota que hasta entonces le infligieran los ejércitos asirios, derrota en que pereciera el monarca reinante y su presunto heredero y fueran capturadas ambas ciudades reales. Estos hechos dan la cabal medida del vigor del movimiento nacional babilónico que sacó de sus casillas a Shamash-shum-ukin. Una vez más, el ejército asirio salió victorioso de esta crisis. El traidor Shamash-shum-ukin escapó de más duro destino quemándose vivo en su palacio cuando el ham bre obligaba a la ciudad de Babilonia a rendirse en 648; y circa 639 Elam recibió de los ejércitos asirios un tan aniquilante golpe que su abandonado territorio pasó a la dominación de los montañeses persas de la región interior oriental y se convirtió en el trampolín desde el cual se abalanzarían los aqueménidas sobre la silla vacante cuando, un siglo más tarde, se hicieron amos de toda el Asia sudoccidental. Este sacrificio de los instru-mentos asirio y elamita de los nacionalistas babilónicos en la guerra de 654-639 a. de C. no impidió, sin embargo, que alcanzase su objetivo el movimiento nacionalista; pues si los aqueménidas encontraron vacía la silla en el siglo vi, fue porque el jinete asirio había sido finalmente desmontado antes de finalizar el siglo vii In mediatamente después de la muerte de Asurbanipal, acae cida en 626, Babilonia se rebeló otra vez bajo un nuevo jefe nacional; y este Nabopolasar completó la obra que comenzara Merodach-Baladan. En el nuevo Reino de Media encontró un aliado más potente que ocupase el lugar del extinguido Reino de Elam; y Asiría, que no se había recuperado de la guerra de 654-639, fue liqui dada en la guerra de 614-610 a. de C. Aun entonces,

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in extremis, el ejército asirio pudo ganar victorias en el campo de batalla. Con la ayuda de los saítas, antes vasallos y ahora protectores, rechazaron, en 610, a los babilonios hasta más allá de Harran, en una etapa de aquella guerra de aniquilamiento en que tanto Harran como Nínive y Assur habían sido ya saqueadas y devastadas y en que el ejército luchaba de espaldas al Eufrates en el último rincón aún no conquistado del territorio nacional asirio; pero esta victoria final debió constituir la mortal agonía del ejército asirio, ya que es el último suceso registrado por los anales militares de Asiría.

Cuando consideramos el siglo y medio de guerras cada vez más virulentas que se inicia con la accesión de Teglatfalasar al trono de Asiria en 745 a. de C. y se clausura con la victoria babilónica de Nabucodonosor sobre el egipcio Ñeco en Carchemish y en el año 605, los mojones históricos más visibles a primera vista si guen siendo los sucesivos golpes con que Asiria des truyó comunidades enteras, arrasando ciudades y lleván dose cautivos pueblos íntegros. Pensamos en el saqueo de Damasco en 732; en el saqueo de Samaría en 722; en el saqueo de Musasir en 714; en el saqueo de Babilonia en 689; en el saqueo de Sidón en 677; en el saqueo de Menfis en 671; en el saqueo de Tebas en 663; en el saqueo de Susa área 639. De todas las ciudades capitales de todos los estados al alcance de los ejércitos asirios, sólo Tiro y Jerusalén permanecieron invioladas en vísperas del saqueo de Nínive en 612. La destruc ción y miseria infligidas por Asiria a sus vecinos es incalculable; e incluso la legendaria observación del hi pócrita maestro al colegial que azota: «Te hace menos daño del que me hace a mí», sería una crítica todavía más pertinente de las actividades militares asirías que las desvergonzadas, truculentas e ingenuamente jactanciosas anécdotas con que los señores de la guerra asirios han registrado sus hazañas para enseñanza de la posteridad.

El copioso y ampuloso registro de las victorias obtenidas por los asirios en el exterior se halla significativamente complementado por las muy escasas y breves

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noticias de las tribulaciones internas que nos suministran algún atisbo del precio a que esas victorias se pagaron; y cuando examinamos esa crónica doméstica de Asiría en el momento en que ésta llega a la cima de su poderío militar, ya no podemos sorprendernos de que la victoria le acarrease la muerte.

Un creciente exceso de abuso militar se castiga a sí mismo con la creciente frecuencia de revoluciones pala - ciegas y de rebeliones campesinas. Cuando apenas se ha cumplido el segundo asalto agresivo en el siglo ix antes de Cristo, encontramos a Salmanasar III, que muere en 827, en guerra con su hijo, y vemos en rebelión a Ní-nive, Assur y Arbela. Assur se rebela de nuevo en 763-762, Arrapka en 761-760, Gozan en 769; y en 746, la rebelión de Calah, la capital asiría del momento, fue seguida por la exterminación de la dinastía reinante. Te-glatfalasar III (regnabat 145-121 a. de C), era un novus homo que no podía disfrazar su proveniencia bajo el prestado manto de un nombre histórico; y si fue también el Mario asirio, la analogía romana sugiere que el establecimiento de un ejército permanente debe ser considerado síntoma de una avanzada etapa de desin tegración social. Nosotros sabemos que en la Italia de la época de Mario, la ruina de un campesinado beli coso, que fuera desarraigado del suelo por constantes llamamientos al servicio militar o a más distantes cam pañas, hizo posible y necesario al mismo tiempo un ejército permanente, 'posible porque entonces era una reserva de «potencial humano» sin empleo, que se po dría utilizar, y porque esos hombres que habían perdido sus medios de vida campesinos debían ser provistos de otra alternativa vital si es que se quería impedirles aven tar su infortunio y su resentimiento en el vehículo de la revolución. En la creación del ejército permanente asirio podemos descubrir una intención similar de hallar la misma solución militar a idéntico problema social. Sin embargo, esta solución militar no tuvo mayor éxito en el apaciguamiento de los disturbios domésticos de la Asiría de Teglatfalasar que el que tuviera Mario en el apaciguamiento de Italia. Salmanasar V (regnabat 727-

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722 antes de Cristo), sucesor de Teglatfalasar, parece haber chocado con la ciudad de Assur, como los predecesores de Teglatfalasar. Senaquerib fue asesinado en 681 por uno de sus hijos, que aparentemente se hallaba en las mejores relaciones con las nacionalistas babilónicos; y ya vimos cómo el trono y el imperio de Asurbanipal fueron traicionados por obra de su hermano Shamash-shumu-kin, rey de Babilonia, en 654, cuando el renegado príncipe asirio se colocó a la cabeza de la coalición contra su patria. De este modo, las dos corrientes de stasis do méstica y de guerra exterior se fundieron en una sola; y, después de la muerte de Asurbanipal, creció hasta convertirse en poderoso río cuyos torbellinos arrastra ron a Asiría a su irremediable pérdida. Durante los últimos años de su historia, es difícil distinguir el aspecto doméstico y el externo de la desintegración de Asiría.

La ruina inminente proyecta su sombra sobre el alma del propio Asurbanipal en los años de su declinación.

He hecho adoptar de nuevo la práctica de las ofrendas a los muertos y las libaciones a los fantasmas de los reyes, mis ante-pasados. Obré bien con dios y con el hombre, con muertos y vivos. ¿Por qué caen sobre mí enfermedades y achaques, miserias y desventuras? No puedo acostumbrarme a las contiendas de mi país y a las disensiones de mi familia. Disturbios y escándalos me oprimen de continuo. La miseria del espíritu y de la carne me doblegan; cen gritos de angustia arrastro mis días hacia su fin. En el día del Dios-Ciudad, el día de la festividad, soy desdichado; la Muerte se va apoderando de mí y me derrumba. Con lamentación y duelo lloro día y noche; y gimo: «¡Oh, Dios, concédeme ver tu luz a pesar de mi impiedad!» ¿Hasta cuándo, oh Dios, querrás contender así conmigo? Como quien no tiene temor de dios ni de diosa, soy juzgado.

Esta confesión es notable en su espontaneidad y conmovedora en su sinceridad e incluso patética en su desconcierto, pero sobre todo es reveladora en su ceguera. Una vez que ese humor se hubo apoderado de él, el último de los señores de la guerra asirios, ¿no se sorprendería nunca a sí mismo recitando en silencio aquel terrible catálogo de ciudades saqueadas y pueblos exterminados por los ejércitos asidos..., lista que concluye con su propio saqueo de Susa y la destrucción de Elam?

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¿O era tan intolerable el peso de esos recuerdos que el atormentado militarista se desembarazó de él, desespe-radamente, cada vez que trataba de anonadarlo? En todo caso, su sucesor Sin-shar-íshkun debió de vivir un momento en que estas obsesivas reminiscencias lo cercasen sin poder ser negadas, como fueron acosados los atenienses por los fantasmas de sus delitos al recibir las noticias de la batalla de Egospótamos.

El desastre fue anunciado en Atenas por la llegada del Para-lus, y el llanto corrió desde el Pirco a través de la Gran Muralla y entró en la ciudad a medida que la noticia pasaba de boca en boca. Nadie durmió aquella ncche. Además de dolerse por los muertos, más amargamente se dolían aun por sí mismos, pues esperaban sufrir el destino que infligieran a los melenses —que fueron ¡os colonos de los lacedemonios— cuando sitiaron y captu-raron su ciudad, y a los histianos, escicnenses, toronienscs, cgi-netos y a tantos otros pueblos helénicos. A la mañana siguiente celebraron una asamblea en la que se decidió bloquear todos los puertos excepto uno, preparar las fortificaciones para la defensa, disponer tropas para guarnecerlas y colocar a la ciudad en cabal estado de defensa para la eventualidad de un asedio.

Lo que el demos ateniense sintió e hizo en aquella horrenda hora del año 405 a. de C. debió sentirlo y hacerlo el último rey de Asiría en 612 a. de C, al recibir la noticia de que sus aliados escitas, que habían sido su última esperanza de salvación terrena, se habían pasado al enemigo y que las fuerzas unidas de la coalición hostil se cerraban irresistiblemente en torno a Ní-nive. El resto de la historia no es el mismo en los dos casos; pues el demos ateniense capituló y fue perdonado por la generosidad de sus vendedores, en tanto que el rey Sin-shar-ishkun soportó el asedio en Nínive, resistiendo hasta el más amargo final, y pereció con su pueblo cuando la ciudad fue tomada al tercer asalto. De este modo, el destino que imprecara Asurbanipal abrumó a su sucesor y no fue conjurado siquiera por la tardía contricción de Asurbanipal ni por su parcial conversión de las obras de la guerra a las artes de la paz. La docta biblioteca de literatura babilónica de Asurbanipal, museo asirio de una cultura que el militarismo asirio agostara, y sus exquisitos bajorrelieves —dibuja-

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dos por vigorosos artistas asirlos y descriptivos de la científica mortandad de hombres y bestias por la técnica militar asiría— habían hecho de Nínive por el año 612 a. de C. una tesorería no del todo incomparable con la Atenas de 405-404. Los tesoros de Nínive fueron sepultados bajo sus ruinas para que enriqueciesen a una posteridad remota en el apogeo vital de una civilización que no cuenta a la Sociedad Babilónica entre sus pre-desores. Pero si Nínive pereció en tanto que Atenas sobrevivía, es porque ya Asiria se había suicidado antes de que la sorprendiese su destrucción material. Los claramente probados progresos que el lenguaje arameo hiciera a expensas del acadio nativo en la propia tierra asiria durante el último siglo y medio de la existencia de Asiria como estado, demuestran que el pueblo asirio iba siendo pacíficamente suplantado por los cautivos del arco y la lanza asirios en una época en que su poderío militar se hallaba en el cénit. La despoblación fue el precio que hubo que pagar por el militarismo, y fue un precio que finalmente resultó tan ruinoso para el ejército como para el resto del cuerpo social asirio. El indomable guerrero que permanece acorralado en la brecha ninivita en 612 a. de C, era «un cadáver con armadura», cuya figura ahora sólo se mantenía erecta por la rigidez del equipo militar con que este felo de se se asfixiara ya hasta la muerte. Cuando las bandas asaltantes de medos y babilonios llegaron hasta aquella envarada y amenazante figura y la precipitaron, resonante y rechinante, desde la morena de arruinada mampostería al foso, no sospechaban que aquel terrible adversario no era ya un hombre vivo en el momento en que le asestaban el audaz y, aparentemente, decisivo golpe.

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5. La aflicción de Nínive: Carlomagnoy Timur Lenk

Hemos dibujado de cuerpo entero nuestro retrato del militarismo asirio por tratarse del prototipo de muchos memorables ejemplos de la misma aberración. El cuadro del «cadáver con armadura» evoca la imagen de la falange espartana en el campo de batalla de Leuctra en 371 a. de C. El irónico destino del militarista, que tan inmoderado es en imponer guerras de destrucción a sus vecinos que se inflige a sí mismo involuntaria destrucción, recuerda la ruina que se proporcionaran también a sí mismos los carolingios o los timúridas, que construyeron grandes imperios sobre la agonía de sus víctimas sajonas o persas sólo para proveer de ricos despojos a los escandinavos o a los aventureros usbecos que vivieron para ver a los constructores de imperios pagar su imperialismo cayendo de la dominación mundial a la impotencia dentro del lapso de una simple vida.

Otra forma de suicidio que el ejemplo asirio trae a la mente es la autodestrucción de aquellos militaristas —así se trate de bárbaros o de pueblos de alta cultura con capacidad de dar mejor empleo a sus talentos —que violentan y disuelven algún estado universal u otro gran im-

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perio que ha venido dando un período de paz a los pueblos y a las tierras sobre las cuales tendiera su égida. Cruelmente, los conquistadores rasgan en jirones el manto imperial a fin de exponer a los millones de seres humanos, antes cobijados por él, al terror de las tinieblas y a la sombra de la muerte; pero la sombra desciende inexorablemente sobre los criminales no menos que sobre sus víctimas. Desmoralizados al día siguiente de su victoria por el esplendor y la magnitud de su premio, estos nuevos amos de un acosado mundo son capaces, como los gatos de Kilkenny, de ejercer uno contra otro «el amistoso oficio», hasta que no quede en la pandilla un solo bandolero con vida para gozar de la rapiña.

Podemos observar cómo los macedonios, después de invadir el Imperio Aqueménida y presionar, hasta más allá de sus remotas fronteras, en la India, durante los once años que siguieron al paso de Alejandro por el Helesponto, vuelven luego sus 2rmas para combatirse entre sí con igual ferocidad durante los cuarenta y dos años transcurridos entre la muerte de Alejandro en 323 antes de Cristo y la derrota de Lisímaco en Curuoedión en 281 a. de C. La torva hazaña fue repetida mil años más tarde en otro episodio de la historia siríaca, cuando los primitivos árabes musulmanes emularon —y de este modo se perdieron— la empresa helenomacedónica invadiendo en doce años los dominios romanos y sasánidas del Asia sudoccidental en una extensión territorial casi tan vasta como la que en once años conquistara Alejandro a los aqueménidas. En el caso árabe, los doce años de conquista fueron seguidos por veinticuatro de contiendas fraticidas que comienzan con el asesinato del califa Ot-mán en 656 y culminan en el martirio del nieto del profeta, Hassan, en 680. Una vez más, los conquistadores del Asia sudoccidental caen bajo sus propias espadas; y la gloria y provecho de reconstruir el estado universal siríaco que Alejandro destruyera, son dejadas a los usurpadores omeyas y a los abasidas intrusos, en vez de recaer sobre aquellos compañeros y descendientes del profeta cuyas conquistas relámpago habían preparado el camino. El nuevo mundo presenta el mismo espectáculo

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cuando aztecas e incas caen ante los españoles. Los con-quistadores españoles de México y del estado universal andino invaden dos continentes —desde Florida hasta el istmo y desde el istmo hasta Chile— tan sólo para luchar sobre los despojos tan ferozmente como los compañeros de Mahoma o los compañeros de Alejandro; y en su tumba no fue el macedonío señor de la guerra más impotente en el mantenimiento de la disciplina entre las tropas que antaño lo siguieron en la batalla, que el monarca vivo de Madrid en la imposición de la paz regia a los aventureros que le rendían nominal pleitesía al otro lado del Atlántico. También los bárbaros que invadieron las abandonadas provincias del decadente Imperio Romano denunciaban la misma vena suicida del militarismo asirio. Los visigodos fueron abatidos por los francos y los árabes; la morralla de los «estados-sucesores» ingleses en Bretaña fue devorada por Mercia y Wessex; los merovingios fueron desalojados por los carolingios, y los omeyas por los abasidas. Y este final suicida de nuestro clásico ejemplo de una «edad heroica» es característico, en alguna medida, del fin último de todos los vólkemoanderungen 28 que han invadido los dominios de otros estados universales decrépitos.

Hay otra especie de aberración militarista cuyo prototipo también podemos encontrar en el militarismo asirio, si consideramos a Asiría, no como una entidad artificialmente aislada, sino en su propio marco como parte integrante de un más vasto cuerpo social, que hemos llamado la Sociedad Babilónica. Como vimos ya, en este mundo babilónico Asiría se hallaba encargada de la misión especial de servir como marca, con el deber primordial de defender, no sólo a sí misma, sino al resto de la sociedad en que vivía, de la cual recibía su ser, contra las depredaciones de los bárbaros montañeses del oriente y el norte y la agresividad de los pioneers árameos de la Civilización Siríaca que la amenazaban desde los opuestos puntos cardinales. Al establecer una marca de ese tipo asirio fuera de una estructura social previamen-

Migracioncs de pueblos. (N. del T.)

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te indiferenciada, la sociedad debía beneficiarse en todos sus miembros; pues si bien la marca misma resulta estimulada en la medida en que responde con éxito al desafío —con el que ahora se encara— de resistir a las presiones externas, el interior —protegido ahora por la marca— se alivia de la presión en grado correspondiente, quedando así libre para enfrentarse con otros desafíos y cumplir otras tareas. Esta división del trabaio es saludable en tanto la frontera continúe enderezando exclusivamente todas sus hazañas militares específicas a la misión que se le encomendara de repeler al enemiao externo. Mientras se empleen con este objetivo social-mente legítimo, las virtudes militares no tienen porqué ser socialmente destructoras, lo que no impide aue la necesidad de ponerlas en acción sea un testimonio lamentable de las imperfecciones de la naturaleza humana en estas generaciones de hombres que han puesto sus pies sobre los más bajos peldaños de la escalinata de la civilización durante los últimos seis mil años. Pero aquellas virtudes, tales como son, se transforman fatalmente en el vicio del militarismo —en su siniestro sentido—, si alguna vez el centinela de la frontera vuelve las armas, aue aprendiera a emnlear contra el intruso del otro lado de la marca, contra los miembros de la propia sociedad, a los que correspondía defender y no atacar.

Lo pernicioso de esta aberración no es tanto que exponga a la sociedad como un todo a los asaltos de un enemigo externo que el guarda de frontera tiene hasta ahora en jaque; pues rara vez este centinela se volverá contra sus propios parientes y amigos mientras no haya establecido tan grande ascendencia sobre sus adversarios naturales que sienta libres las manos para otras fechorías y estimuladas sus ambiciones para apuntar a mayores objetivos. Desde luego, cuando una marca se rebela y desgarra el interior de su propia sociedad, habitualmente se las arregla para mantener alejado al enemigo externo con su mano izquierda mientras promueve una guerra fraticida con la derecha. El perjuicio letal de este extravío de las energías militares reside no tanto en abrir las puertas a un invasor extranjero —aunque a veces

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sea ésta, al final, una de las consecuencias incidentales— cuanto en la traición a una confianza y en la precipitación de un conflicto intestino entre dos partidos cuya relación natural es la de vivir unidos. Una marca, cuando se vuelve contra su propio interior, toma la ofensiva en lo que realmente es una guerra civil; y es notorio que las guerras civiles se libraron siempre con mavor amargura y ferocidad que cualesquiera otras. Esto explica la importancia de las consecuencias postreras que siguieron a la acción de Teglatfalasar III en 745 antes de Cristo, cuando volvió sus ejércitos asirios contra Babilonia en vez de continuar empleándolos exclusivamente contra Nairi y Aram, que era su legítimo campo; y podemos ver, examinando otros ejemplos que el prototipo asirio nos trae a las mientes, que el desenlace de la subsiguiente guerra asiriobabilónica de cien años, por catastrófico que fuera, no fue peculiar de este caso concreto. La aberración de la marca que se vuelve contra el interior es, en su naturaleza auténtica, desastrosa para la sociedad toda; v es especialmente destructora para el partido responsable del primer acto de violencia. Cuando un perro oveiero, que ha sido criado v educado para ser compañero de las oveias cae en el étbos v la conducta de los lobos cuva misión fue cazar, y traiciona la confianza asolando a las ovejas por cuenta propia, produce mayor estrago que el que pudiera hacer un auténtico lobo si un leal perro ovejero le anduviese a la zaga; pero al mismo tiempo, no es el rebaño el que más duramente sufre la catástrofe que sigue a la traición del perro ovejero. El rebaño es diezmado, pero sobrevive; el perro es eliminado por su ofendido amo; y el guarda de frontera que se vuelve contra su propia sociedad, se condena a sí mismo a inexorable destrucción porque va contra la fuente misma de que surge su propia vida. Es semejante al brazo armado con espada que hunde la hoja en el cuerpo del cual es miembro; o como el leñador que poda la rama en que se asienta y cae con ella al suelo en tanto que el mutilado tronco permanece en pie.

Acaso fuera un sentido intuitivo de la perversidad de

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este extravío de las energías lo que moviera a los austra-sianos a protestar tan vehementemente en el año de 754 contra la decisión de su señor de la guerra, Pipino, de responder al llamamiento a las armas del papa Esteban contra sus hermanos lombardos. El papado había vuelto sus oios hacia aquella potencia transalpina y espoleado la ambición de Pipino, ungiéndolo rey en 749, y coronándolo en vísperas de la proyectada expedición italiana, porque, en la generación de Pipino, Austrasia se había distinguido por sus proezas, sirviendo de marca a la Cristiandad Occidental en dos frentes: contra los bárbaros sajones paganos en la «tierra de nadie» de la Europa septentrional, v contra los árabes musulmanes, conquistadores del África noroccidental y de la península ibérica, que presionaban ahora a través de los Pirineos. En 754, los austrasianos fueron invitados a distraer sus energías de los campos en que justamente encontraron hasta entonces su verdadera misión, y a imponer a los lombardos de Italia el mismo destino que los ejércitos austrasianos impidieran a árabes y sajones imponer a los francos de Galia. Los recelos despertados entre las tropas austrasianas por esta aventura italiana demostraron con los hechos estar más justificados que el apetito d?l jefe; pues desovendo las objeciones de sus satélites, el rey Pipino forjó el primer eslabón de una cadena de compromisos militares y políticos que ligaría a Austrasia a Italia cada vez más estrechamente. La campaña italiana de Pipino contra Astulfo en 755 y 756 conduce a la campaña italiana de Carlomagno contra Desiderio en 773-4, a despecho de los esfuerzos que hiciera la reina Bertrada, madre de Carlomagno y viuda de Pipino, para reparar la brecha que, contra la voluntad de su pueblo, abriera el rey Pipino entre francos y lombardos. Cuando Bertrada arregló el matrimonio de su hijo, que había sucedido ahora a su padre, Pipino, con la hija del sucesor de Astulfo, Desiderio, Carlomagno repudió a su esposa lombarda, Desiderata, y realizó las ambiciones de su propio padre, conquistando inmediatamente el reino del padre de su esposa. Pero el hecho de que Carlomagno se apoderara de la corona lombarda no arregló

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la cuestión italiana ni relevó a la potencia transalpina de sus inquietudes ultramontanas. Al abolir la independencia del Reino Lombardo, Carlomagno echó sobre su propia casa la responsabilidad de defender y controlar al papado; y su protectorado del Ducatus Romanus lo mezcló en posteriores complicaciones con los principales lombardos, y las avanzadas romanas en el sur de Italia. Incluso cuando, en la cuarta de las expediciones que se vio obligado a hacer a Roma, alcanzó el apogeo de su éxito exterior siendo coronado por el papa y aclamado como Augusto por el pueblo romano, el honor le costó el disgusto de un conflicto diplomático con la corte de Constantinopla, que se prolongó por más de diez años. El justo veredicto sobre la política italiana de Carlomagno nos lo da el cundro cronológico de los hechos de su reinado, que muestra cómo aquellos compromisos ultramontanos lo distrajeron repetidamente —y muy a menudo en momentos críticos— de su primordial em-presa militar, que era la prosecución de la Gran Guerra Sajona. Después de arrojar el guante a los sajones invadiendo el interior de su país en 772, Carlomagno desaparece tras los Alpes durante los dos años siguientes, dejando así abierto el camino para la conquista de Hes-sen por los saiones en 774. Además, el presunto golpe decisivo de 775-6 hubo de aplazarse en la primavera de este último año, mientras el destructor de los sajones partía en una segunda expedición ultramontana para sofocar la rebelión encabezada por Hrodgau, duque lombardo de Friuli. A la mitad de la siguiente y más formidable etapa de la guerra, en la que los saiones estuvieron conducidos durante ocho años —777-85—'por Wi-dukind, capitán cuya estrategia era la ofensiva defensiva, Carlomagno hubo de hacer su tercera visita a Italia y la segunda a Roma; y la tremía en la Guerra Sajona que siguió a la sumisión de Widukind en 785 no dio reposo a los eiércitos austrasianos, pues en 787 Carlomagno hubo de hacer su tercera visita a Roma, dirigir una expedición sin consecuencias contra el ducado lombardo de Benevento e imponer su autoridad, con una demostración de fuerza militar, a sus antiguos amigos

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lombardos y a sus propios alborotados vasallos bávaros. La cuarta y última etapa de la Guerra Sajona, en la que los conquistados pero no doblegados bárbaros hacen un desesperado y prolongado esfuerzo por liberarse del yugo austrasiano con la ayuda de los frisios —niteban-tur 792-804—, se desarrollaba durante la cuarta visita de Carloma.qno a Roma, que era la quinta que hiciera a Italia, en 800-1.

Esta guerra de atrición contra los sajones debilitó gra-vemente el poderío carolingio. La debilidad se reveló con la disolución del Imperio Carolingio a la muerte de Car-lomagno y en la revanche tomada por los escandinavos a cuenta de los sufrimientos sajones —contraataque iniciado antes de aue muriera el conquistador austrasiano de los sajones. Debe recordarse también que el frente sajón allende el Rin no era la única frontera de la Cristiandad Occidental de la aue fuese responsable Austrasia; era también el centinela de la frontera ánbe allende los Pirineos: y Carlomagno, cuando salió al Reino Lombardo y redujo a los bávaros a la obediencia, heredó de sus vencidos adversarios la guarda de una tercera frontera: el frente de Avar, allende los Alpes estirios. En el segundo año de su guerra a muerte con Widukind, pudo haber sido inevitable que Carlomagno fuese arrastrado a la expedición transpirenaica que tan lamentablemente concluvó en Roncesvalles; pero, teniendo que mantener un frente transpireinaico y un frente transre-nano, y con el descontento siempre latente en Aquitania, es evidente que Carlomagno no podía permitirse contraer nuevos compromisos en el lado italiano de los Alpes; y su política italiana resultó suicida cuando, como de hecho sucedió, se la combinó con un ambicioso movimiento más allá del doble frente transalpino que la gran Austrasia militarista heredara de sus antepasados. La carga que inconsideradamente se impusiera a sí mismo Carlomagno con sus cinco expediciones italianas fue lo que agravó hasta el punto de fractura la presión que pesaba sobre las espaldas de Austrasia.

Si Carlomagno quebrantó los lomos de Austrasia vol-viendo sus armas contra el interior lombardo y bávaro

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de una naciente Cristiandad Occidental cuando a ésta le era indispensable toda su fuerza para la terrorífica lucha contra los sajones allende la línea renana, Timur, en modo semejante, quebró la espada de su propia Transo? xania, dispersando en expediciones sin objeto al Irán, al Irak, a la India, a Anatolia, a Siria las escasas reservas de la fuerza de Transoxania, que hubiera debido concentrar en el cumplimiento de su propia misión: imponer su paz a los nómadas eurasiáticos.

En el curso de dieciocho años —1362-80— de extenuante campaña, Timur había rechazado los intentos hechos por los nómadas de Chaghatay para conquistar los oasis transoxianos; asumido a su tumo la ofensiva contra los chasqueados invasores en su suelo nativo de «Mogolistán», y redondeado sus propios dominios en la marca eurasiática del mundo iránico, liberando el oasis de Kiva, en el Oxo inferior, de los nómadas dependientes de Juji. Al completar esta gran tarea en 1380, Timur tenía a su alcance un premio todavía mayor: nada menos que la sucesión del imperio eurasiático de Gen-ghis Kan; pues en la época de Timur los nómadas eurasiáticos se hallaban en retirada en todos los sectores de la larga frontera entre el Desierto y el Sembrado. Mientras Timur alcanzaba su victoria sobre las hordas del «Mogolistán» y Kipchak en el sector situado entre los Pamires y el Caspio, los moldavos, lituanos y cosacos desmembraban el territorio de Juji en el extremo opuesto de la enorme ensenada occidental formada por la estepa entre las Puertas de Hierro del Danubio y las cataratas del Dniéper; los moscovitas se desembarazaban del yugo de la horda kipchaka; y los chinos expulsaban a los kha-qanes mongoles —rama menor de la casa de Genghis Kan y señores nominales de todas las heredades genghisi-das— de Pekín, capital de Kubilai, a una tierra de nadie allende el costado exterior de la Gran Muralla, de donde originariamente procedían aquellos nómadas intrusos. En todos los sectores, los nómadas se hallaban en retirada y el inmediato capítulo en la historia de Eu-rasia sería una carrera en que los resucitados pueblos sedentarios se disputarían como premio la herencia de

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Genghis; los moldavos y lituanos se hallaban demasiado remotos para participar en la carrera; los moscovitas se aferraban a sus bosques y los chinos a sus campos; los cosacos y los transoxianos eran los únicos competidores que habían logrado adaptarse a la estepa sin desarraigar las bases sedentarias de su propia forma de vida. Cada uno a su manera, habían adquirido algo de la fuerza del nomadismo para combinarlo con el vigor de una civilización sedentaria. Un observador agudo hubiese pensado, en 1380, que la victoria en la carrera por el dominio de Eurasia se hallaba entre aquellos dos competidores y que, en aquel momento, el transoxiano tenía según todas las apariencias, muchas más posibilidades, pues, aparte de ser más fuerte y de hallarse más próximo al corazón de la estepa, era el primero en el campo ya que, como campeón reconocido de la Sunnah, contaba con partidarios potenciales entre las sedentarias comunidades musulmanas que eran las avanzadas del Islam en la linde opuesta de la estepa: en Khazan y Krim, por un lado, y en Kansu y Shensi por el otro.

Por un momento, Timur pareció apreciar su oportunidad y aferrarse resueltamente a ella. La guerra civil entre las facciones rivales de la horda kipchaka, que permitiera a Timur la conquista de Kiva y a los moscovitas asegurar su independencia, fue aprovechada oportunamente por Timur para un fin más ambicioso que el de la mera adquisición de una simple provincia fronteriza. Intervino entonces en los asuntos internos del Kip-chak. dando su apoyo a uno de los pretendientes rivales, Tokatmysh; gracias a la ayuda de Timur, aquél pudo unir, en el curso de los años 1378-82, toda la heredad de Juji bajo su propia jefatura, reducir nuevamente a los moscovitas a la obediencia con la toma e incendio de la propia Moscú e infligir una grave derrota a los lituanos. Todo esto fue realizado por Tokatmvsh como vasallo de Timur, y el resultado fue convertir a éste, directa o indirectamente, en amo de toda la región occidental de la estepa eurasiática con sus sedentarias dependencias circunvecinas, desde el Irtish hasta el Dniéper y desde los Pamires hasta los Urales. No obstante ello,

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en esta coyuntura el conquistador transoxiano de la tierra de nadie eurasiática se revolvió repentinamente, dirigió sus armas contra el interior del mundo iranio y consagró los restantes veinticuatro años de su vida a una serie de infructuosas y destructoras campañas en este sector. Incluso cuando Tokatmysh, envalentonado al ver a su soberano escapar por la tangente, lo hizo volver inadvertidamente a su propio campo mediante un audaz acto de agresión, Timur se obstinó en reanudar su nueva carrera tan pronto como se deshizo de aquel estorbo en Kipchak, en una campaña de invierno a través de las estepas que fue el más brillante y característico tour de ¡orce en toda la historia del capitán transoxiano.

Una breve exposición de los anales de los últimos veinticuatro años de la vida de Timur, mostrará con cuánta persistencia rechazó, a todo lo largo de este lapso de casi un cuarto de siglo, una oportunidad que tuviera en sus manos en el momento de transición de la primera a la segunda etapa de su carrera

Con la sola excepción de una expedición punitiva rea-lizada en 1383-4 contra un todavía rebelde kan Cha-ghatay en el «Mogolistán», Timur empleó los siete años corridos de 1381 a 1387 en la conquista del Irán y la Transcaucasia. Ni siquiera tomó nota de un choque ocurrido entre sus propias tropas y las de Tokatmysh en Azerbaiján en 1385; y a comienzos de 1388 se hallaba en Fars, a punto de completar su conquista de la meseta irania, cuando urgentemente fue llamado a Samarkanda: Tokatmysh había invadido Kiva y Transoxania. La aplastante victoria que obtuviera sobre Tokatmysh en Urtapa, en la linde opuesta de la estepa kipehaka, volvió a poner en manos de Timur, en 1390, la oportunidad que se le presentara en 1380 y que desdeñara desde 1381. Esta vez, se hallaba en condiciones de llegar a ser el amo directo de Kipchak y de todas sus dependencias. Además, desoués de su triunfal regreso a Samarkanda desde Kipchak a comienzos de 1392, pudo pisotear los últimos rescoldos de rebelión en el «Mogolistán» y establecer de-finitivamente su soberanía sobre la horda Chaghatay. Ahora tenía a Eurasia a sus pies; pero en vez de déte-

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nerse a recoger el premio, partió de nuevo aquel verano, en dirección opuesta, precisamente hacia Fars —es decir, el punto de su carrera en el cual se viera obligado a desistir de conquistar el Asia sudoccidental en 1388— y procedió sistemáticamente a subyugar el Irak, Armenia y Georgia. En el curso de su famosa «campaña de cinco años» —julio de 1392-julio de 1396—, una vez más, y a despecho de sí mismo. Timur fue distraído de su propósito por una nueva incursión de Tokatmysh en Trans-caucasia en la primavera de 1395. La contraofensiva de Timur lo llevó a través del Cáucaso, el Terek y la estepa hasta Moscovia; pero en 1396 volvió sobre sus pasos desde Kipchak hasta el Asia sudoccidental, y regresó a Samarkanda a través del Irán.

Del verano de 1396 a la primavera de 1398, reposa Timur en Samarkanda de sus devastadoras tareas; pero esta pausa no fue seguida por una consolidación o extensión de su dominio sobre Eurasia. Habiendo completado ya la pulverización del corazón del mundo iranio —del que él mismo era hijo—, se dedicó luego a asolar sus extremidades del sudeste y el noroeste, en donde los príncipes Taghlaki del Hindustán y los osmanlíes de Rum extendían por aquella época el dominio iranio a expensas del mundo hindú y de la Cristiandad Occidental, respectivamente. Los emires de Timur objetaron el cruce del Hindú Kush y el ataque a sus propios parientes y correligionarios turcos de la India con la misma vehemencia con que los satélites de Pipino objetaran en circunstancias similares, el paso de los Alpes y el ataque a sus parientes lombardos de Italia; pero Timur, como Pipino, hizo prevalecer su voluntad. La campaña hindú lo mantuvo ocupado desde la primavera de 1398 hasta la primavera del año siguiente; y en el otoño de 1399 partía de nuevo para la que habría de ser la más famosa, si no realmente más brillante etapa de su carrera militar: una segunda campaña de cinco años que «incluye su encuentro con el filósofo magrebí Ibn Khaldun en Damasco, en 1401, y la derrota y captura del sultán otomano Bayace'o Yilderim en 1402.

De regreso a Samarkanda en julio de 1404, Timur se

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hallaba de nuevo en el sendero de la guerra en noviembre; y en esa circunstancia, por primera vez en veintitrés años, volvía deliberadamente la mirada en una dirección propicia; pues su objetivo, esta vez, era China; y aunque pueda dudarse, a la luz de sus hazañas en el Asia sudoccidental, de que hubiese podido repetir inmediatamente la proeza mongólica de conquistar China —empresa que insumió a los mongoles mismos setenta años para llevarla a término (1207-1277)—, con todo, esta última campaña de Timur, si éste hubiese vivido para realizarla, hubiera tenido durables consecuencias de importancia histórica; pues incluso una incursión transitoria en China habría dejado a Timur en posesión permanente de los sectores orientales de la frontera sureña de la estepa eurasiática con la cuenca del Tarim en Manchuria; y esto habría colocado la totalidad de la estepa en su poder. En todo caso, entramos aquí en el reino de la conjetura; pues ni siquiera un militarista favorecido por tan benéfica estrella como Timur puede luchar impunemente treinta y tres años. En su campaña china, no había llegado más allá de Utrar cuando la muerte lo llamó.

El engaño a que Timur se induce a sí mismo es un ejemplo supremo del carácter suicida del militarismo, como se verá al comparar este fracaso' con el de Car-lomagno.

En ambos casos, el intento de conquista del interior por la marca fue efímero, y naturalmente es raro que una comunidad relativamente retrógrada logre asimilarse, por el crudo expediente de la conquista militar, otra comunidad que se halla más avanzada en el mismo sendero de civilización. Como la dominación transoxiana que Timur impuso por la fuerza de las armas al Irán y al Irak, la dominación austrasiana impuesta por Carlo-magno a Lombardía y Bavaria se disipó tras la muerte del conquistador. No obstante ello, los efectos del militarismo de Carlomagno no fueron del todo transitorios; pues en cierto modo su imperio permaneció unido por tres cuartos de siglo después de que fuera removida su mano; y los destinos de las diversas partes sufrieron

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un cambio permanente en virtud de su unión en un solo cuerpo social que vivió, bajo la forma de una Respublica Christiana, mucho después de evaporarse la fuerza militar mediante la cual se fraguara originalmente la unión. En cambio, el imperio de Timur no sólo fue de más corta duración que el de Carlomagno sino que careció de toda consecuencia social de carácter positivo. Al occidente de las Puertas Caspianas se disolvió en 1405 con la noticia de la muerte de Timur; en Jorasán y Transoxania se quebró en débiles y enconados fragmentos tras de la muerte del shah Rukh, acaecida en 1446; y la única consecuencia discernióle es totalmente negativa. Arramblando con todo lo que encontraba en su camino, a fin de correr temerariamente hacia su propia destrucción, el imperialismo de Timur creaba simplemente un vacío político y social en el Asia sudoccidental; y este vacío condujo eventualmente a osmanlíes y safavíes a entrar en una colisión que asestó a la convulsa Sociedad Irania el golpe de muerte.

El haber distraído Carlomagno las energías militares de Austrasia de las fronteras de la Cristiandad Occidental hacia el interior fue fatal para la propia Austrasia sin resultar igualmente fatal para la sociedad de la cual ésta formaba parte. La expansión de la Cristiandad Occidental a expensas de los bárbaros de la Europa continental fue eventualmente aceptada y proseguida por los descendientes de las víctimas sajonas de Carlomagno, y su expansión a expensas del mundo siríaco en la península ibérica por un número de principados locales cristianos occidentales, muchos de los cua'les eran «estados sucesores» directos del Imperio Carolingio. El precio que la Cristiandad Occidental hubo de pagar en estos dos frentes por el militarismo de Carlomagno fue una pausa que duró poco menos de dos siedos y que luego fue seguida por tres siglos —circa 915-1275— de avances adicionales. En el otro caso, el militarismo de Timur privó para siempre a la Sociedad Iránica de su Tierra de Promisión en Eurasia.

El despilfarro que hiciera la Sociedad Iránica de la herencia del mundo nómada se revela en primer térmi-

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no en el plano religioso. A través de cuatro siglos que terminan con la generación de Timur, el Islam había venido estableciendo progresivamente su imperio sobre les pueblos sedentarios que rodean las costas de la estepa eurasiática y cautivando a los propios nómadas en donde quiera saliesen del Desierto para pasar al Sembrado. En el siglo x de la era cristiana, cuando el poderío militar y político de los soberanos musulmanes del Califato Abasida se hallaba en disolución, su religión conquistaba los sedentarios pueblos turcos del Vol-ga medio y de los oasis de la cuenca del Tarim y a los nómadas turcos seguidores de los kanes selyúcidas y de los ilegkanes en la franja transoxiana de la estepa, entre el mar de Aral y el lago Balkash. Incluso en la última y mayor irrupción de la üólkerwandertmg posabasida —cuando la estepa se convulsionó profundamente y arrojó sobre Dar-al-Islam una horda de nómadas a los que nunca llegara la irradiación de la cultura islámica y que, antes bien, por su tinte de nestorianismo fueron hostiles al Islam, cuando se encontraron con él— el daño ocasionado al Islam por la persecución espasmódica a que lo condenaran los primeros khaqanes mongoles, se vio más que compensado por el servicio no intencional que recibió de la política mongólica de entremezclar deliberadamente los pueblos y culturas de su vasto y heterogéneo imperio. Gracias a estos paganos nómadas señores de la guerra, se propagó el Islam en China, y esto no sólo en las provincias del noroeste, vecinas al más viejo dominio islámico de la cuenca del Tarim, sino también en la nueva provincia de Yunnan, en el remoto sudoeste, que había sido tomada de la tierra de nadie bárbara y anexada a China por los ejércitos mongoles. Más tarde, cuando en el paso del siglo XIII al xiv de la era cristiana los tres territorios occidentales dependientes del Imperio Mongol —la casa de Hulagu en Irán, la casa de Juji en la estepa del Kipchak y la casa de Chaghatay en Transoxania y Zungaria— se convirtieron, uno tras el otro, al Islam, pareció como si nada pudiese impedir ya que el Islam fuese la religión de toda Eurasia; y por la época en que Timur se levantó

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como campeón de la Sunnah en Transoxania, una «diás-pora» musulmana que se sembrara a sí misma a lo largo de las costas occidentales y sureñas de la estepa había preparado —como ya vimos— el camino para que aquél recogiese la cosecha de un imperio musulmán paneura-siático. Es muy significativo el hecho de que la propagación del Islam en Eurasia, que tan grandes progresos hiciera hacia la época de Timur, entrase entonces en un período de inercia. La única ganancia posterior que hiciera el Islam en este terreno fue la conversión del kanato turco de la Siberia occidental en alguna fecha inmediatamente anterior a la conquista cosaca de 1582; y este éxito en un remoto y atrasado rincón fue poca cosa para que el Islam se vanagloriase de ella en un momento en que se veía a otra de las «religiones superiores» cautivar a todo el resto de los nómadas eurasiáticos que hasta entonces permanecieran en su primitivo paganismo.

El acontecimiento religioso más importante de Eurasia en el paso del siglo xvn al xvín fue la conversión de los mongoles —1576-7— y de sus parientes occidentales los calmucos —circa 1620— a la forma lamaísta del budismo mahayánico; y este asombroso triunfo de una reliquia fosilizada de la vida religiosa de la hacía tiempo extinta cultura índica, da alguna medida de la profundidad en que había caído el prestigio del Islam en la estimación de los nómadas eurasiáticos en los dos siglos transcurridos desde los días de Timur.

También hizo bancarrota en el plano político la cultura iránica de que Timur se hiciera campeón antes de traicionarla. Las sociedades sedentarias que, finalmente, realizaron la hazaña de domeñar políticamente el noma-dismo eurasiático, fueron la rama rusa de la Sociedad Cristiana Ortodoxa y la rama china de la del Lejano Oriente; y la sentencia de vasallaje que el destino había pronunciado sobre los nómadas cuando Timur atravesó la estepa en invierno y aniquiló a Tokatmysh en Urta-pa, en 1391, no fue ejecutada por manos transoxianas. Fue confirmada cuando, a mediados del siglo xvn, los cosacos al servicio de Moscovia y los amos manchúes de

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China se encontraron inesperadamente al buscar su camino por opuestas direcciones en torno a la banda norte de la estepa y libraron su primera batalla por el dominio de Eurasia en las vecindades de los pasturajes ancestrales de Genghis Kan en la cuenca superior del Amur. La partición de Eurasia y la dominación de sus antiguos ocupantes nómadas por la misma pareja de competidores, fue completada un siglo más tarde cuando el emperador Chien Lung {imperabat \12>5-9(>) quebrantó el poder de los calmucos zúngaros en 1755 y dio asilo a los ya quebrantados fugitivos calmucos torgotes, que venían de los dominios del zar, en 1771. De este modo se disipó el último aguaje del nomadismo eurasiático; y cuando moscovitas y manchúes se dividieron el vasallaje de los kazakos —lastre y despojo de la penúltima ola que ahora se tendía perezosamente sobre la porción oriental de la estepa del Kipchak, entre el Irtish y el Yaik— la totalidad de Eurasia, hasta la linde norteña de los oasis transoxianos, se encontró bajo el control ruso y chino.

El daño causado por el militarismo de Timur al mundo iránico, incluida en éste la propia patria transoxiana del conquistador, no se detuvo en la pérdida de un campo potencial para la expansión a través de la estepa eu-rasiática y en torno a ella. La condenación definitiva del destructor militarismo que se apoderó de Timur durante los últimos veinticuatro años de su carrera, se hallará en el hecho de que, además, de ser infructuoso en sí mismo, llevaba en realidad —como lo demostraron sus consecuencias en la tercera y cuarta generaciones— a la ruina irrevocable de la obra constructiva a que se dedicara Timur mismo durante diecinueve años antes de hacer «amok» en 1381. El libertador de la naciente Sociedad Iránica en Transoxiana gastó el resto de su vida en consumir tan imprudentemente las energías que en un comienzo movilizara contra el nómada intruso, que el mundo al que garantizara contra las hordas de Cha-ghatay y Juji se halló expuesto, un poco más de cien años después de la muerte del libertador que se hiciera militarista, a la reiteración del peligro nomádico bajo la

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forma de los usbecos; y en esta emergencia, los epígonos de la casa de Timur fueron impotentes —herederos como eran del legado socialmente extenuante de los excesos militares de Timur— para repetir la proeza original de su antepasado. El golpe usbeco al corazón del mundo iránico fue parado eventualmente, no por ningún príncipe timúrida de Farghana o Jorasán, sino por la nueva potencia safaví de Shah Ismail; e incluso los ejércitos de éste, que efectivamente impidieron a los usbecos efectuar nuevos progresos, fueron incapaces de hacer retroceder a los intrusos hasta la tierra de nadie eurasiática de donde salieran. Con su base de operaciones relativamente distante en Azerbaiján y sus grandiosas ambiciones en el oeste —ambiciones que lo llevaron a una lucha desigual con los osmanlíes— su poder para desempeñar el papel de libertador en el frente oriental fue limitado; y después de expulsar definitivamente a los usbecos de Jorasán se vio finalmente obligado a dejarlos en posesión permanente de Transoxania.

Así, pues, siglo y medio después en que Timur se armara para liberar a su país del dominio de la horda Chaghatay, Transoxania cayó bajo el yugo de otro enjambre de nómadas, venidos de remotas rc.qiones, que eran todavía más bárbaros que los aborrecibles y despreciables «jatah»; y bajo este yugo la precedente marca eurasiática del mundo iránico, que una vez sembrara el terror tan poderosamente como Asiría, estaba destinada a yacer postrada y pasiva por los próximos trescientos cincuenta años, hasta que, en el tercer cuarto del siglo xix de la era cristiana, el campesinado largo tiempo abatido de los oasis transoxianos obtuvo finalmente el alivio de cambiar a su amo usbeco por un amo ruso.

Es una curiosa reflexión la de que, si Timur no hubiese vuelto la espalda a Eurasia y sus armas contra el Irán en 1381, las actuales relaciones entre Transoxania y Rusia hubieran podido ser exactamente inversas a lo que son en la actualidad. En esas hipotéticas circunstancias, la Rusia de hov podía hallarse incluida en un imperio de una extensión muy semejante a la de la

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Unión Soviética, pero con un muy diferente centro de gravedad: un Imperio Iránico en el que Samarkanda regiría a Moscú, en vez de éste a Samarkanda. Este cuadro imaginario de un curso alternativo de la historia iránica puede parecer ridículo porque el curso actual tomó una dirección muy diferente durante los últimos cuatro siglos. Al menos, una pintura igualmente extraña puede surgir ante nuestros ojos si imaginamos un curso distinto de la historia occidental en el que las consecuencias del militarismo de Carlomagno hubiesen sido para nuestro mundo tan totalmente desastrosas como lo fueron para el suyo las del militarismo de Ti-mur. En esta analogía, veríamos a Austrasia aplastada por los magiares y a Neustria por los vikingos en el siglo x; el núcleo del Imperio Carolingio bajo esta misma dominación bárbara hasta que en el siglo xiv entrasen allí los osmanlíes para imponer el mal menor de una civilización extranjera a las abandonadas marcas de la Cristiandad Occidental.

Así, pues, además de perder la Tierra Prometida, Ti-mur arruinó su propia obra de liberación del país nativo; pero el mayor de todos sus actos de destrucción lo cometió contra sí mismo. Logró inmortalizar su nombre a costa de borrar de la mente de la posteridad toda memoria de los hechos por los cuales hubiera debido recordársele siempre. ¿En cuántas personas de la Cristiandad o del Dar-al-Islam actuales suscita el nombre de Timur la imagen de un campeón de la civilización contra la barbarie, que condujo al clero y al pueblo de su patria a una victoria duramente ganada después de una lucha de diecinueve años por la independencia? Para la vasta mayoría de aquellos para quienes el nombre de Timur Lenk, o Tamerlán, significa algo, ese nombre conmemora a un militarista que cometió tantos horrores en el transcurso de veinticuatro años como los que cometiera en un siglo una sucesión de reyes asirios desde Teglatfalasar III hasta Asurbanipal inclusive. Pensamos en el montruo que arrasó literalmente a Is-farain en 1381; que construyó una fortaleza viviente con dos mil prisioneros y la hizo cubrir luego de ladri-

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lio, en Sabzawar, en 1383; que aquel mismo año, en Zirih, apiló en minaretes 5.000 cráneos humanos; que en 1386 hizo arrojar vivos por precipicios a sus prisioneros lures; que masacró a 70.000 personas y apiló las cabezas de sus víctimas en minaretes, en Ispahan, en 1387; que pasó a cuchillo la guarnición de Tankrit, en 1393, repitiendo allí su fantasía arquitectónica; que masacró a 100.000 prisioneros en Delhi, en 1398; que enterró vivos a 4.000 soldados cristianos de la guarnición de Sivas después de su rendición en 1400; que construyó veinte torres de esqueletos en Siria en 1400 y 1401, e hizo en Bagdad, en 1401 lo que catorce años antes hiciera con Ispahan. En espíritus que sólo lo conocen a través de tales hazañas, Timur logró ser confundido con los ogros de la estepa; un Genghis, un Atila y sus pares, en contra de quienes saben que empleó la mejor mitad de su vida en pelear una Guerra Santa. La megalomanía del loco homicida cuya única idea es impresionar la imaginación de la humanidad con la sensación de su poderío militar, haciendo de éste un horrendo abuso, está brillantemente expuesta en las hipérboles que el poeta inglés Marlowe pone en boca de su Ta-merlán:

Con cadena de hierro pongo coto a los Hados,Y voltea mi mano la rueda de la Fortuna,Y antes caerá el Sol de su Esfera Que morir Tamerlán o ser vencido...

El Dios de la guerra resigna en mí su reino,Designándome Generalísimo del mundo;Viéndome armado, Júpiter palidece y desmaya,Temeroso de que mi poder lo arroje de su trono.Dondequiera que voy, las fatales hermanas sudan,Corriendo, implacables y mortíferas, de un lado a otroPara rendir su incesante tributo a mi espada...Millones de almas yacen en las riberas de la Estigia,Esperando regrese la barca de Caronte,Averno y Elíseo pululan de fantasmas humanosOue allí envié desde diversos campos de batallaPara que esparciesen mi fama por el infierno y por el cielo...Tampoco se me ha hecho Archimonarca del mundo,Coronado e investido por mano de Júpiter,Por liberalidad o por razones de cuna;

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Mas como ejerzo un nombre mayor,Azote de Dios y terror del mundo,Debo aplicarme a merecer tales títulosEn guerra, en sangre, en muerte, en crueldad...Deseo persistir en ser terror del mundo,Haciendo que los Meteoros, que como hombres armadosVemos marchar sobre las torres del cielo,Corran dando lanzadas por el firmamentoY rompan en el aire sus llameantes lanzasEn homenaje a mis maravillosas victorias.

Examinando las carreras de Timur y Carlomagno y de los reyes de Asiría de Teglatfalasar III a Asurbanipal, hemos observado el mismo fenómeno en los tres casos. Las proezas militares que una sociedad estimula entre sus hombres de frontera para su defensa contra los enemigos externos, sufren una siniestra transformación —en la enfermedad moral del militarismo— cuando se las desplaza de su campo propio, que es la tierra de nadie allende la línea, y se vuelven contra la propia hermandad de los centinelas en el interior de un mundo al que tienen por misión proteger y no devastar. Muchos otros ejemplos de esta destructora enfermedad social se presentarían fácilmente a nuestro espíritu.

Podríamos pensar en Mercia volviendo contra los otros «estados sucesores» ingleses del Imperio Romano en Bretaña las armas que aguzara en el cumplimiento de su función primordial de marca inglesa contra Gales; en el reinado inglés de los Plantagenet tratando de conquistar en la Guerra de los Cien Años el reino hermano de Francia en vez de cuidar de sus asuntos propios extendiendo las fronteras de su madre común, la Cristiandad Latina, a expensas de la «franja celta»; y en Roger, el rey normando de Sicilia, empleando sus energías militares en la expansión de sus dominios en la Italia central —a expensas de los ducados de la Lom-bardía del sur, del Sacro Imperio Romano y de los Estados Papales— en vez de dedicarse a adelantar la obra de sus antepasados de extender las fronteras de la Cristiandad Occidental en el Mediterráneo, a expensas de la Cristiandad Ortodoxa y del Dar-al-lslam. En el mundo mexicano, vemos a los aztecas aniquilando a los tolte-

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cas, de quienes recibieran su propia iniciación en la cultura mexicana, en vez de limitarse a su misión de vigilar la frontera norte contra los salvajes inconversos chi-chimecas. En el mundo andino vemos a los incas dirigir sus energías al avasallamiento de sus vecinos de las tierras bajas de la costa y sus vecinos de las mesetas ecuatorianas, que eran sus coherederos en el legado de la Civilización Andina, en tanto que oponían escasa resistencia contra los peligrosos salvaies de la Amazonia o los valientes bárbaros del sur de Chile y de las oampas, a los que les correspondía mantener a rava. De igual manera, las avanzadas micénicas de la Civilización Mi-noica en el continente europeo, deslustraron las hazañas que realizaran defendiéndose de los bárbaros continentales al volverse contra la madre Creta y desgarrarla; y los macedonios y los romanos, cuva función en el mundo helénico era servir de centinelas de las marcas contra los mismos bárbaros, cometieron a su vez el mismo crimen que los micenios cuando lucharon contra sus vecinos y, finalmente, entre sí por el premio ilegítimo de una hegemonía panhelénica. En el mundo chino, el papel de Roma estuvo representado por Tsin, frontera occidental contra los montañeses bárbaros de Shensi y Shansi y contra los nómadas de la estepa eura-siática, cuando sus príncipes entraron en la arena que ellos mismos formaran en el interior y dieron allí even-tualmente el golpe de gracia en la lucha entre los estados contendores.

En el mundo egipcíaco, la clásica marca del sur, en la sección del valle del Nilo inmediatamente después de la primera catarata, se adiestró en las armas cumpliendo su deber de contener a los bárbaros nubios del Nilo superior tan sólo para revolverse luego contra las comunidades egipcíacas del interior y aprovechar su superioridad militar para establecer por la fuerza el Reino Unido de las Dos Coronas. Este acto de militarismo, que era a la vez hechura y destrucción de la Civilización Egipcíaca, fue descrito por su autor, con toda la franqueza de la autocomplacencia, en uno de los más remotos documentos egipcíacos que hayan llegado a

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manos de nuestros modernos arqueólogos occidentales. La paleta de Narmer describe el regreso triunfal del señor de la guerra del Alto Egipto después de su conquista del Bajo Egipto. Henchido hasta una estatura sobrehumana, el regio conquistador marcha detrás de una pomposa fila de portaestandartes hacia una doble hilera de decapitados cadáveres enemigos, en tanto que, abajo, representado en la imagen de un toro, pisotea al caído adversario y derriba los muros de una ciudad fortificada. Se cree que la escritura que acompaña a estas imágenes enumera un botín de 120.000 prisioneros, 400.000 bueyes y 1.422.000 ovejas y cabras.

En esta horrenda obra del arte arcaico egipcíaco tenemos toda la tragedia del militarismo, tal como ha sido representada una y otra vez desde los tiempos de Narmer por los Senaqueribes y Tamerlanes y Carlo-magnos de veinte civilizaciones diferentes hasta nuestros propios militaristas del mundo occidental de hoy. Acaso la más acerba de todas las representaciones de esta tragedia en su trayectoria de cerca de seis mil años sea aquella de que se hizo culpable Atenas cuando la «libertadora de la Hélade» se transformó en «ciudad tirana», mal empleando en oprimir a sus aliados y protegidos helénicos el poder naval con que a sí misma se armara tan poco tiempo antes con el objeto de salvarse —rescatando a la vez a toda la Hélade— de la agresión de los aqueménidas. Esta aberración de Atenas acarreó a la totalidad de la Hélade, no menos que a la propia Atenas, el nunca reparado desastre de 431-404 antes de Cristo. Y si una Atenas en armas sucumbió bajo tan craso pecado y con tan fatales consecuencias, ¿puede ninguna de estas potencias navales y militares de nuestro mundo occidental moderno que superan a Atenas en armas tan señaladamente como le son inferiores en artes, estar segura de preservar su propia integridad moral?

En todos los ejemplos que hemos recordado en sumario repaso, el carácter suicida del militarismo es tan evidente como en los tres casos clásicos sobre los cuales nos hemos detenido más largamente; y se revela más asombrososo que nunca cuando el cambio fatal de

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frente no fue exclusivamente devastador en sus efectos, sino también incidentalmente constructivo. El desplazamiento de los ejércitos atenienses y macedónicos de la frontera externa hacia el interior del mundo helénico fue desastroso para la Hélade, aunque los militaristas atenienses y macedonios estuviesen haciendo algo por dotar a la Sociedad Helénica con el orden político mundial de que todavía se hallaba necesitada. Los correspondientes cambios de frente realizados por Roma, Sin y los Incas fueron igualmente desastrosos para sus respectivas sociedades a pesar del hecho de que en cada uno de estos casos la comunidad militarista lograra, con el triunfo de su militarismo, dotar a esa sociedad de un estado universal. Y el cambio de frente efectuando por Narmer en el valle del Nilo tuvo un efecto siniestro en el curso posterior de la historia egipcíaca, aunque tuviese por resultado el establecimiento del Reino Unido. En la paleta de Narmer tenemos la primera prueba de esa vena brutal en el étbos esiocíaco que tan pronto detendría el desarrollo de la Civilización Egincíaca. Los descendientes de los campesinos del Bajo Egipto que Narmer asesinara o esclavizara serían aquellos infortunados seres humanos que los constructores de pirámides convirtieran en simple mano de obra.

El campo militar que hemos venido inspeccionando en este capítulo, ilumina el estudio de la fatal cadena de «hartazgo», «atropello» y «desastre», porque la pericia y las proezas militares son filosos instrumentos aptos para infligir fatales heridas a quienes se aventuran a manejarlos, si en su empleo se incurre en la más ligera torpeza o error. Cuando un individuo, un gobierno o una comunidad que tienen mando de fuerza militar equivocan los límites del campo dentro del cual puede emplearse con resultado esa fuerza, o juzgan erradamente la naturaleza de los objetivos que es posible alcanzar por su medio, los desastrosos efectos de esa aberración difícilmente podrán dejar de evidenciarse en la gravedad de sus consecuencias práctiers. Pero lo que es palpablemente cierto con respecto a la acción militar lo es también en relación a otras actividades humanas en cam-

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pos menos aventurados en los que el tren de pólvora que lleva del «hartazgo» al «desastre» a través del «atropello» no es tan explosivo. Cualquiera que sea la facultad humana, o la esfera de su ejercicio, la presunción de que porque una facultad ha demostrado ser capaz de realizar una empresa determinada dentro de su propio campo puede contarse con ella para producir algunos efectos irregulares en un diferente conjunto de circunstancias, no será nunca cosa distinta a una aberración intelectual y moral y jamás conducirá a nada que no sea un desastre seguro.

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6. La embriaguez de la victoria

Una de las formas más corrientes en que suele pre-sentarse la tragedia del «hartazgo», «atropello» y «desastre» es la de la embriaguez de la victoria —así sea la lucha en que se gane el premio fatal una guerra de ejércitos o un conflicto de fuerzas espirituales. Ambas variantes del drama pueden ilustrarse con la historia de Roma: la embriaguez de una victoria militar desde el quebrantamiento de la república en el siglo II antes de Cristo, y la embriaguez de una victoria espiritual desde el quebrantamiento del papado en el siglo xni de la era cristiana.

La desmoralización bajo la cual sucumbió la clase go-bernante de la República Romana después del medio siglo de titánica lucha —220-168 a. de C.— que comenzara con la terrible ordalía de la Segunda Guerra Púnica y concluyera en la conquista del mundo, fue cáusticamente descrita por un observador griego contemporáneo, que resultó ser una de las víctimas.

El primer resultado de la amistad entre Polibio y Escipión Emiliano fue un dinámico entusiasmo por más altas cosas que se apoderó de ambes y les inspiró la ambición de ganar distin-

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ción moral y competir victoriosamente en este terreno con sus contemporáneos. El gran premio al que aspiraban sus corazones hubiese sido difícil de alcanzar en circunstancias ordinarias; pero, infortunadamente, en la Roma de aquella épeca el nivel de la competencia había caído por la desmoralización general de la so-ciedad. Algunos corrían tras las mujeres, otros buscaban los vicios contra natura y muchos se dedicaban a los espectáculos y a la embriaguez y a todas las extravagancias a que dan ocasión los espectáculos y la bebida. Vicios todos por los cuales sentían debilidad los griegos; y los romanos se habían contagiado ins-tantáneamente de esta enfermedad durante la Tercera Guerra Romanomacedónica. Tan violenta e incontrolada era la pasión por estos vicios que se apoderara de la más joven generación romana que era cosa corriente comprarse un favorito por un talento y un pote de caviar por trescientas dracmas, conducta que en un discurso público arrancara a Marco Catón la exclamación indignada de que la desmoralización de la Sociedad Romana se hallaba chocantemente expuesta en el mero hecho de que los efebos alcanzaron mayor precio que la tierra y los potes de caviar que el ganado. Si se pregunta por qué coincidió aquella enfermedad social con esa época determinada, pueden darse dos razones en respuesta. La primera, que los romanos, al aniquilar el Reino de Macedonia, sintieron que no quedaba ya peder en el mundo que pudiese disputarles su propia supremacía. La segunda, que la ostentación material, tanto privada como pública, de la vida en Roma había sido enormemente acrecentada por las riquezas que de Macedonia se trasladaran allí.""

Tal fue el desfiladero moral a que llevara a la clase gobernante romana la aplastante victoria que obtuviera la república después de años de agonía en que se tambaleara al borde de un abismo. La primera reacción de una generación que había vivido el azoramiento de esa experiencia fue la ciega presunción de que el irresistible poder material de un vencedor era la clave para so-lucionar todos los problemas humanos, y que el único fin concebible del hombre era el desenfrenado goce de los burdos placeres que ese poder podía poner a su alcance. Los vencedores no comprendieron que ese mismo estado de ánimo daba testimonio de la derrota moral que lograra infligirles Aníbal, el adversario derrotado militarmente. No se percataron de que el mundo en que pasaban por vencedores era un mundo en ruinas, y que su propia y ostensiblemente victoriosa República

:o POLIBIO: Historia Ecuménica, libro XXXI, cap. 25.

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Romana era el más penosamente golpeado de todos los postrados estados con que se fabricara ese arruinado mundo. En esta aberración moral, vagaron por el yermo durante más de cien años; y en ese horrendo siglo infli-gieron una calamidad tras otra a un mundo puesto a merced de ellos por la victoria; y la mayor de todas las calamidades se la infligieron a sí mismos.

Incluso en el cuño militar, que era Ja moneda que ellos mismos eligieran, su bancarrota se puso pronto de manifiesto. Los triunfos romanos tan arduamente conseguidos sobre un Aníbal y un Perseo, fueron seguidos por una serie de humillantes reveses infligidos a los romanos por mano de adversarios que se hallaban total-mente superados por Roma en fuerza militar: la que-brantada, desarmada y casi indefensa Cartago, sobre la cual dictara a sangre fría el gobierno romano una sentencia de destrucción en 149 a. de C; los bárbaros nu-mantinos que desafiaron todos los esfuerzos hechos por Roma para subyugarlos de 153 a 133; los esclavizados y expatriados orientales que irrumpieron desde su er-gástula sobre las plantaciones sicilianas en 135 y 104; los amotinados gladiadores a cuya cabeza anduvo Es-partaco por Italia de 73 a 71 tan libremente como lo hiciera el propio Aníbal de 218 a 211; los «ciudadanos del Sol» que pusieron su fe en Aristónico de Pérgamo y durante tres años —132-130— resistieron al poder de Roma con el vigor de su creencia en el advenimiento de una nueva revelación; y los rebeldes en el advenimiento de un Yugurta y un Mitridates— que repudiaron su lealtad y desafiaron la fuerza de su agraviada soberana hasta el último extremo antes de que ésta lograse llamarlos a capítulo.

La razón por la cual se cubrió Roma de esta manera de deshonra militar al día siguiente de un triunfo militar no es otra que el hecho de que durante aquel siglo sus oficiales estaban dirigiendo soldados que ya nada tenían que ganar con la victoria sobre un enemigo que, por su parte, no tenía ya nada que esperar con deponer las armas. Tanto la movilización del campesinado italiano como la esclavitud de los bárbaros y orientales eran

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explotadas ahora implacablemente en beneficio pecuniario de la clase gobernante romana. Las provincias eran despojadas de su riqueza material y de sus pobladores a fin de proveer de lucrativos contratos a los hombres de negocios de Roma y de mano de obra barata a las plantaciones y ganaderías de los senadores romanos; y la tierra que había sido cultivada con el trabajo de aquellos esclavos extranjeros a fin de multiplicar las fortunas de una pequeña clase de hombres ya ricos, era tierra italiana que había sido puesta a disposición de aquellos capitalistas por el empobrecimiento y la expulsión de los originarios propietarios campesinos. El núcleo del latifundio que «arruinó a Italia» era el área devastada del sur que se convirtió en propiedad pública como resultado de la Segunda Guerra Púnica, parte en castigo por la defección de los propietarios originales al campo adverso, y parte por la simple desaparición de los propietarios originales. En consecuencia, la nueva clase de «plantadores» y «ganaderos» de posguerra se halló en condiciones de acumular tierras, comprando los títulos que invadían el mercado cuando sus propietarios eran movilizados y llamados bajo banderas por años interminables en algún remoto teatro de la crónica guerrera de fronteras en los límites occidentales de las dos provincias de España, o en los límites norteños de la provincia de Macedonia.

En aquella época, los vasallos y ciudadanos de la Re-pública Romana eran víctimas de una ci-devant clase gobernante romana que había sido transformada por la embriaguez de la victoria en una banda de ladrones. En 104 a. de C, cuando todo el mundo helénico se hallaba ensombrecido por la amenaza común de un alud de bárbaros del norte de Europa, el rey de Bitinia (oficialmente era un estado amigo bajo el protectorado romano) pudo responder, con mordaz ironía, a la solicitud de tropas que le hiciera el más alto representante del gobierno romano «que la mayor parte de sus vasallos habían sido asaltados por los recaudadores de impuestos, y vivían ahora como esclavos en territorios administrados por Roma». Y en 133 a. de C, un magnáni-

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mo joven aristócrata romano que trató de realizar una reforma social, precipitando con ello una revolución, pudo declarar sin contradicción:

Los animales salvajes que andan por Italia tienen una cueva, y cada uno de ellos tiene su cubil y su nido, pero los hombres que luchan y mueren por Italia no tienen parte ni lote en cosa alguna que no sean el aire y la luz del sol. En beneficio de la riqueza y el lujo de otros hombres, van a la guerra e inmolan sus vidas. Se les llama señores del mundo, y no tienen siquiera un terrón de tierra al que puedan llamar suyo.

La belicosa negativa de los compañeros de Tiberio Graco a apoyarlo en la búsqueda de un remedio para los males de los campesinos romanos promueve una revolución que se encona hasta convertirse en guerra civil; y la violencia autodestructora que se desencadenó dentro de la República Romana con el asesinato del presunto reformista en 133 a. de C. sólo pudo ser controlada con el establecimiento de la Pax Augusta, en 31 antes de Cristo, después de la batalla de Accio.

La Pax Augusta inauguró no una «Edad de Oro», sino apenas un «veranillo». Los daños que los atropellos romanos ocasionaron ya a la propia Roma y a la totalidad de la Sociedad Helénica, no tenían reparación posible. Lo más que podían conceder los dioses de la minoría dominante a sus últimos favoritos era una tregua que no era un indulto; y aun este aplazamiento redundaba en beneficio, no del propio pueblo de los fracasados dioses, sino de una nova progenies: una «raza venidera» cuyos ojos se hallaban fijos en distantes horizontes y cuya fe estaba fundada en el poder de un salvador diferente. El acontecimiento irreparable que ocurriera en el mundo helénico entre la generación de Po-libio y la generación de Virgilio, fue la secesión del pro-letariado; y el acontecimiento inexorable que se produciría entre la generación de Virgilio y la de Marco Aurelio sería el brote, dentro del seno de ese proletariado, de un nuevo orden social.

El agravio material que Graco pensara remediar con la acción política, reapareció finalmente, en forma perni-