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tos Contemporáneos 708. V Cts. LA PRUEBA NOVELA POE CARMEN DE BURGOS "COLOMBINE" Diputación de Almería — Biblioteca. Prueba, La, p. 1.

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tos Contemporáneos

708.

V Cts.

LA PRUEBANOVELA

POE

CARMEN DE BURGOS"COLOMBINE"

Diputación de Almería — Biblioteca. Prueba, La, p. 1.

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"lAy, bendito San Antonio!Tú, que conoces mi af&n,haz que me salga un galán..."

Esto siempre, con encomio,las moza» pidiendo están;mas San Antonio es un santoque sOlo da esa venturaa la que tiene hermosura,y la que quiera este encantoha de usar la PEGA CUBA.

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Los ContemporáneosREVISTA SEMANAL

Publica infere-' santísimas come'

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crc

i\ • --*Diputación de Almería — Biblioteca. Prueba, La, p. 2.

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£os ConterntíoráneosDIRECTOR: ÍUIÍUSTQ MIRUlieZ OLflE&ILtB

9 4 9 5 ^

LA PRUEBA

i ,

Se bajó de un salto del vagón sinesperar que Fernando le diera lamano.

—1¡ Qué alegría tiene esta estación!Toda la gente que pasa ha de sentir,seguramente, ganas de detenerse y dequedarse aquí. Tiene tantas flores queparece un jardín.

La gente les empujaba, arrastrán-dolos en la cola que formaban parasalir del andén, apretujándose y pug-nando por pasar unos delante de otroscon el afán de ser todos los primeros.

Para no perderse entre aquel bulli-cio de gente alegre, que iba a pasar enAranjuez la fiesta de San Fernando,Leonor y Fernando tuvieron que co-gerse del brazo.

Iban envueltas en el tumulto de la-gente bullanguera, que salía de sus ca-

sas con ganas de divertirse, de gozar,pero con una alegría ruidosa. Una ale-gría de plaza de toros. Sin gritar, sinbarullo, sin alarde, no se divertían.

Gritaban, saltaban, decían 'chistes,Fentonaban canciones, con una exube-

rancia de alegría de vida, de deseo deexpansión.

Delante de ellos se abría la gran pla-za, con las magníficas avenidas de al-tos árboles, que servían de pórtico alReal Sitio, revistiéndolo de una ver-dadera realeza.

Cuando se encontraron separadosde la multitud, se miraron con ciertoembarazo, como si se avergonzarande encontrarse demasiado solos.

—Tú conocerás esto—dijo él—pues-to que te has educado en el Colegiode huérfanas.

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—>Sí, conozco el camino de la esta-ción al colegio, porque fui dos años aToledo a examinarme de maestra, pe-ro nada más.

—¿No salías nunca a pasear, ni aver las palacios?

—No. Paseábamos en los Jardines.Bl colegio es un palacio y no se pasa-ba mal. Eran buenas las monjitas, so-bre todo Sor Pilar...

—Pero os aburriríais. . t—'Eso sí... Se aburría una porque

¿qué se yo? Se alburre una siemprecuando no está en su casa. Por eso es-tudiábamos muchas, por tener el pre-texto de los viajes de exámenes.

Despierta la memoria de aquel buentiempo infantil la joven ¡habló.con lo-cuacidad explicándole su vida de cole-giala, las travesuras de las compañe-ras, las preocupaciones de los estudios.Con su charla olvidaban ambos lo anó-malo de su situación encontrándoseallí los dos solos para pasar el día jun-tos sin ser siquiera verdaderamentenovios.

Leonor, huérfana de padre y ma-dre, se había educado en el Colegiode Aranjuez, gracias a ser hija demilitar. Desde que salió de allí vivíaen compañía de su tía Rita y de su tíoEduardo dos solterones hermanos desu madre, que a pesar de sus modes-tos'recursos 'habían tenido la heroici-dad de encargarse de criar y educarcomo hijos suyos a ella y a sus doshermanos.

Era el-tío Eduardo elque trabaja-ba para todos sin descanso, por la ma-ñana en su oficina del ministerio deFomento y por la tarde en una ofici-na particular, sin descansar más que

de moche, cuando acababa las copias yy los trabajos que se traía a casa paraacabar la velada.

La tía Rita administraba el escasodinero que el hermano le daba, conuna inflexibilidad verdaderamente mi-litar. Hacía el presupuesto y no pasa-ba ni cinco céntimos de lo que se ha-bía de gastar al día, aunque para ellotuviera que imponer las mayores pri-vaciones.

No podía ser más que aquello y paralo que faltase, faltase.

—Nadie puede extender- el pie másallá de donde alcanza la manta—solíadecir cuando le reprochaban su pru-dencia excesiva.

El tío siempre cansado, uraño y demal humor, miraba a los sobrinos .co-mo un castigo, una cruz impuesta porla providencia, que no se atrevía a de-jar caer, pero qu« le pesaba y lo opri-mía. Siempre regañando, refunfuñan-do, poniendo trabas a las expansionesjuveniles; lqs dhicos, ingratamente,huían de él y de la tía> que las obli-gaba a trabajar y les escatimaba 'la

» comida.,El hermano mayor se había liber-

tado yendo a cumplir su servicio mili-tar. La más pequeña ocupaba la plaza*que Leonor dejó vacante en Aranjuez,y ella estaba en un taller de costura,de ropa blanca, para ganar un par depesetas desde la mañana a la noche.

Fuera del trabajo que le costaba le-vantarse temJprano, ella prefería lavida del talíer a la de la casa, al ladode la tía, que no cesaba de hablar entodo el día, preocupada en mil cosasfútiles y sin importancia. Lo que ha-bían hablado en la tienda, lo que le su-

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cedía a la vecindad y cosas por el es-tilo. • • • ' • '

En el taller hablaba con compañe-ras que iban al teatro y, le contaban losargumentos. A veces se escapaba parair al cine y de paseo con ellas."Aun-que le daba a la tía casi todo lo queganaba, sin lograr por eso que él café•blanquease iná,s/ni que el panecillofuese mayor, encontraba medio deahorrar unas pesetas y trabajando denoche se (hacía con ellas Musitas, f al-,das, bolsillos, y hasta a veces, cuandovelaba, podía ahorrar para comprarseunas medias de seda y unos zapatitosde tacón alto.

Tenía su caja de polvos perfuma-dos, su agua de Colonia, y con esouríapastilla dé jabón de a peseta, unacájita de coldcream y unos polvospara darse brillo en las -uñas se eréisposeer los mayores refinarftientos detocador, sin envidiar nada. Tanto más 'cuanto tenía escondidos, fecatánd&tosde la tía, ún poca de colorete para lacara y los labios y un corcho quema-do para acentuar un poco los ojos, conJa hipocresía de que no se conociera,pues ella no podía afrontar la valen-tía de la pintura, que no disimula quelo es y se emplea como un adornocualquiera.

Olvidada de los modales del colegioy del recato monjil de ila educanda;había adquirido el al'egre y graciosodescoco de la modistilla madrileña.Sin ser una preciosidad hacía volvera todos los hombres la cabeza en lacalle, y siempre iba cortejada por unamultitud de pretendientes.

De mediana estatura, deJgadita,'bien formada, tenía la gracia del an-

dar, sobre sus tacones altos, como si ''siempre fuese cruzando una corrientede agua, con saltitos de una piedra aotra. Una gracia de movimientos, de • •actitud, de gestos y de expresión cau-tivantes.

Llevaba la. abundante cabellera co-lor castaño admirablemente peinada,tenía, el cutis fresco, planeo y rosado,los ojos grandes, tranquilos y dulces, .•y la boquka pequeña, carnosa, de ungracioso reír. La naricilla abierta, unpoco respingada le daba cierto aire de ,,malicia y de burlona picardía.

Tenía Ja belleza de la juventud, dela frescura, risueña, poco sólida,1 pero ,,atrayente y cautivadora. Era bonitade conjunto con lo que vulgarmentese llama ángel, y Leonor tenía una ga-na loca de tener un novio. Pero entretodqs ios galanteadores no le habíagustado unó'lo bastante para'tener un ••

f<ríovio. Se haibía formado una idea tanromántica de lo que debía ser su no-vio que nadie la satisfacía. Las coiii- ..pañeras se reían de los desplantes gra-ciosos y atrevidos que solía tener conlos que la seguían. Sé consideraba ,,ofendida de que Ja siguiesen, de queaquellos hombres de la calle la creye-ran a su alcance.

Fue una cosa rara lo que le sucediócon Fernando. Verdad era que rioera menos extraño lo que le pasaba aél. Era un muchacho bueno, serio, sen-timental, que participaba de tarde entarde de las calaveradas de sus ami-gos. Empleado de Hacienda, partía lavida entre sus trabajos, sus lecturas yel cuidado de la madre viuda, anciana,que lo adoraba, admirando las buenascostumbres de su hijo.

— • * * • • • • *• • Hi

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Él se reía de los encerradores, quele contaban cuantas muchachas boni-tas habían seguido en el día, hasta de-j arfas en .su casa; pero seguía a Leo-nor cada vez que la encontraba en lacalle y los encuentros eran frecuen-,•tes, porque salía a la misma hora élde su oficina y ella de su taller, y lle-vaban el mismo camino.

La seguía sin saber por qué, sin in-tención de decirle nada. Atraído y en-cantado por aquel andar rítmico,aquel ademán gracioso, y la exube-rancia de frescura y juventud que seescapaba de ella.

• Leonor no había reparado bien enél las primeras veces. Luego ya lo co-nocía. Se ponía contenta los días quese encontraban y llegaba a echarlo demenos cuando pasaba tiempo sinverlo.

Le interesaba la cortesía con que laseguía el joven, sin-molestarla ni de-cirle nada, sin proponerse ningún ga-lanteo, expresando sólo en su actituduna gran admiración por su hermo-sura. . •• •

•La llegó a preocupar el de las pati-

llas. Porque Fernando" llevaba dos pa-tillitas discretas y atrevidas a los doslados del rostro, un poco ancho, de co-lor sano, y expresión franca y noble.

Sé acordaba de él con frecuencia,deseando volverlo a ver.

—fEs demasiado tímido—se decía—desesperadamente tímido. Me gusta-ría que tne hablase, que me' dijese al-go. Es simpático y podíamos ser bue-nos amigos.

Pero Fernando no se lanzaba. Notenía el propósito de cortejarla. A ve-,'ees por no verla, se iba por otro cami-no más largo. Lo que le sucedía eraalgo extraño. No pensaba en ella nile preocupaba, pero en viéndola laseguía, por un impulso que no podíadominar la seguía respetuoso, sin pa-rarse en los escaparates, sin hablarle,sin molestarla.

Fue Leonor la que empezó a hacercosas para buscar una aproximación.Era ella la que se paraba para que élpasase delante o la que apretaba elpaso, para caminar cerca de él, sin lo-grar que el joven perdiese ni Una lí-nea de su ecuanimidad.

II

Le interesaba caída vez más la re-serva de Femando. ¿Cómo hacer pa-ra obligarlo a salir de ella? No se leocurría. A veces pensaba en fingir un

tropezón y Caerse, pero la figura delque se cae es siempre cómica y sus-cita la risa de los que lo ven. Dejarcaer el pañuelo O el abanico era un*

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recarso demasiado gastado, demasia-do visible y conocido.

Al fin la casualidad de sugirió laidea, ante una de esas pobres, suciasy harapientas que parecen alquilarchicos para pedir limosna, según lle-van pequeñuelos: dos en los brazos -ytres agarrados a la falda. Abrió su pe-queño bolsillito de piel, para darle cin-co céntimos y dejó caer otros cinco,que sonaron desesperadamente, rebo-tando sobre las losas. Mientras la po-bre se alejaba, mascullando una reta-hila mecánica de palabras agradecidasella buscaba ansiosa enrededor suyo,como si temiese haber perdido unamoneda importante.

Fernando se aproximó y en el mo-mento que ella iba a amagarse paracogerlos se adelantó y le. ofreció loscinco céntimos.

Satisfecha y turbada, Leonor no sa-bía qué decir. Se puso roja. Era el mo-mento de trabar la •conversación de-seada y, sin embargo, no se le ocurriódecirle nada más que "Gracias", de.un modo que no brindaba a ligar con-versación. Pero lo que ella no dijo, lohablaron sus ojos húmedos, sus meji-llas encendidas, de tal modo que él,viéndola tan hermosa, con la anima-ción y la vida que su emoción presta-ba, sintió el deseo de no alejarse.

—.No hay de qué, señorita. Soy yoel que debe darlas a la suerte que meproporciona el placer de servirla.

Leonor quería decir algo, pero se-guía la anisma ausencia de ideas. Él sedio cuenta de su esfuerzo y añadió:

—No somos unos desconocidos ya,¿verdad, señorita? Llevamos con fre-cuencia el mismo camino.

Ella respondió una. vulgaridad hipó-crita: . . . . . . . , . * . .. , ;...

—No había reparado.El sólo se dio cuenta- de la armonía,

fresca de la voz, sin prestar gran aten-ción a las palabras. Las muchachas bo-nitas tienen derecho a ser todo lo in-genuas que quieran. La obligación deser interesantes queda para las otras.

—Me lo explico—repuso---; no haymotivo para que usted pudiera repa-rar en mí, que soy uno d? tantos. Encambio, yo no podía menos de notarla,como se nota siempre a las mujereshermosas.

Sentía gana de llorar al ver que nose le "ocurría nada para seguir aquellaconversación que deseaba continuar;lo retenía a su lado, continuando lamarcha, sin tomar la moneda.

Fernando se la ofreció de nuevo.—Se ha molestado usted por eso—

dijo ella, sin tomarla aún—, yo busca-ba porque temía que se hubiese caídouna peseta.

—El dinero no tiene más valor queel que se le da. Esta monedita, por serde usted, vale mucho. Tanto, que, si melo permite, voy a cambiársela por otra.Me traerá, seguramente, suerte buena.

r-<¿ Está agujereada ?—'No, pero viene de manos de usted.Estaba entablado el diálogo. Siguie-

ron hablando durante todo el trayec-to, hasta la casa de ella, que se paróantes de estar al alcance de la .mira-da de las porteras, ya que Ti tía nopodía yerla acompañada, a causa devivir en un cuarto interior.

Xa posdata fue larga. 'El era pre-guntón y ella le contestó a todo. Cuan-do se separaron, éi, sabia la breve his-

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tória'de la' niücKáehá"y llevaba porella una gran estimación. A jiesa'r'dfsaber lo expertá's q^e 'suelen ser lasingenuas, tenía lá certeza de que estavez no se engañaba. Leonor era unaperlita negra en medio de su mundodespreocupado. Le era simpática,' legustaba, pero no se atrevería a tur-bar él, con un propósito bastardo,aquella paz inocente de la muchacha,casta por naturaleza, una de esas na-turalezas equilibradas y nobles "a lasqué sólo extravía la' fantasía.

Tuvo una decepción ella cuándo nole vio al día siguiente, ni a! otro, nien toda la semana. Se indignaba con-sigo misma por pensar tanto en unhombre al que no le gustaba... Y enel fondo no podía menos de apreciarsu.conducta. Conocía que no era enabsoluto cierto que no le gustaba, sinoque no quería aprovecharse de la sim-patía que le inspiraba.'El verlo hon-rado y bueno íe hacía interesarse más.

Hacía ya un año que se conocíany no eran novios; no se hablaban deaitnor sin dejar de decirse que se que-rían.

Cada vez que se Habían encontra-do, se habían saludado y se habíanentretenido en lat'gás conversaciones.Durante los días'de nieve y de ^ríodel invierno, 'él la había' tapado másde'una vez Con sú paraguas, o le ha-bía hecho tomar el tranvía para .librarlos pobres pies, de zapatítos tan {ra-,bajosamente lustrados y' recompues-tos,1 de chacloteár en'íás aceras mo-jadas y fangosas.' " ' . .

En muchas ocasiones su llegada ha-bía espantado a los teñónos calleje-,ros que iban en pos de Ta jó'vén.

i—•—•*-

Lo recibía ella con alegría, como aun protector, una persona querida.

—¿ No le estorbo a usted ?—solía élpreguntarle.

—Claro que no.—Le he espantado a usted un pre-

tendiente.—Me ha hecho usted un favor.—¿No le gusta a usted que la si-

gan?—Hs molesto que un desconocido

crea que puede atreverse, con Una. •—-Es que casi todas las. mujeres

aman a un desconocido. Hay pocosamores entre amigos de la infancia.Casi todas las mujeres se casan conel que era su desconocido.

—Sí, pero hay algo de extraño queda la scnsac'ón de haberse conocidosiempre.

—Ese es el milagro del amor.—Pero el amor no viene más que

con el trato, seguramente.—;No ha amado usted nunca?—No... ¿y usted?—>Yo amo siempre.—; Tiene usted novia?—No.—•Por qué?—Me da miedo despertar un amor

que creo no correspondería.—'i Pues no' dice usted que ama

siempre?—No quiero hacer -desgraciada a

una mujer.—Confieso eme no lo entiendo.—Es que yo siento los amores, pe-

ro no ese amor fundamental que da1a exclusiva.

—;. Y qué hace usted ?—Ofrezco mi amor tal como es.,

no miento.

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—'¿Y encuentra muchas mujeresquejo acepten?

—Me impide mi modestia contes-tarle.

—'Entonces es que no lo aman.—'Afortunadamente.—¿Le agrada que no le amen?—Me gusta que me tengan simpa-

da y pasar sin dejar un dolor ni lle-varme un remordimiento.

—Yo no podría amar así.—Lo supongo. A pesar de su ca-

rácter tan alegre, en el fondo es us-ted una transcendental. Sufrirá usted.mucho.

—No, porque no me enamorarénunca.

—'Sería demasiada suerte p a r austed.

—Demasiada tristeza.—¿Lo cree así?—¡Claro! En los dolores de amor

debe haber un goce supremo.—Mejor es que no lo conozca usted.—'Entonces voy a vivir siempre en

el limbo.—Preferible .es al infierno.—¿Y el cielo?—Es todo serenidad.—Pero a mis años no' se tiene la se-

renidad siempre.—El mejor sentimiento entre hom-

bres y mujeres es la amistad.—¿Lo cree usted así?—Es indudable. ¿ No se siente us-

ted bien a mi lado?—Ya sabe usted que sí. , • .—Somos amigos.—Y lo seremos siempre.—Hasita el . día que tenga- usted

' novio.—¿Qué importará eso?

—El ,no la dejará.-—Reñiré con él.—i Me preferirá usted?—Es natural...—No veo por qué.1—Porque me entiendo con lísted

mejor que me entendería con el novio.—¡Qué sabe usted! .—'¡ Vaya si io sé !—'Empieza usted a preferir la amis-

tad,—Confieso que sí... Pero, ¿y el día

que usted se case?—A los hombres no nos estorba, la

esposa.—¿La engañaría usted?—No necesitaría engañarla.—-¿ Por qué ?—Si yo amara había de ser a una

mujer superior que 119 tuviese celosde la amistad. Serían ustedes tambiénamigas.

Leonor no hallaba qué decir. Cuan-do ella le acababa de prometer re-nunciar al amor por él, para conser-var lo poco de él qne le daba, Fernan-do admitía la posibilidad de amar aotra mujer. ; Ella odiaba ya a aquellamujer desconocida! Sentía .celos, yrabia. Pero el pudor femenino, queno, ofrece amor ai desdeñoso, la obli-gaba a disimular, a querer fingirle in-diferencia, y le solía decir:

—Es verdad. Tiene tijsted razón.Noso.trps seremos amigos siempre. Eslo mejor. • - hl

No sabía si aborrecerlp por.su pro-bidad o agradecerle que na la quisieraengañar. • . .

Pasaban semanas .que no se -veíany semanas en las que se veían diaria-mente.

i- • W

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Ella, con su perspicacia de mujer,notaba la influencia que ejercía en elánimo del joven. Cuando la veía, loapresaba. No sabía ya irse. Encontra-ba gracia a todo lo que ella hacia ydecía: a su alegre charloteo, a los ío-mentaríos que ponía a las cosas y almodo original y arbitrario que tenía,

•de juzgar todos los asuntos. No seaburría a su lado.

Habían subido juntos tantas veces,andando despacio, aquella calle deFuencarral, que ya se sabían de me-moria todos los escaparates, empezan-do por la tienda de modas de la es-quina, con su aspecto de gran bazar;la de loza, que causaba miedo de en-trar entre los rimeros de cacharros;la fotografía, la tienda de gorras, yasí aquellos escaparates de jopa blan-ca hecha, con las camisitas. plegadasy las blusijlas tentadoras; los de pie-les baratas, los de muebles... Sé ha-bían detenido ante todos, como tíovios

,, -que hubiesen de poner casa, discutién-dolo todo.

A veces entraban a tomar un boca-dillo o un tortel en la Viña H o sesentaban en los cafés de la glorietade Bilbao, que con su triángulo de te-rrazas tiene siempre un aspecto ale-gre y verbenero. Con su novia le hu-biese molestado a Fernando pasar porallí, entre tantos mirones; con sü ámi-guita iba tranquilo y contento de quela mirasen y la admirasen.

Porque Leonor estaba cada vez másfresca, más bonita, más .^graciosa. Seconocía su educación en "sus modales,y tenía un chic especial para estar«legante sin ir llamativa con sus ves-

4 tidos sencillos, limpios y cuidados.

Ya algunas veces .hasta se citabanpara dar un paseo de tarde. Irse entranvía a la Casa de Fieras o al Par-que del Oeste, los puntos de cita delos novios castos.

Sé paseaban entre los árboles, porlos caminos desiguales, entre los gru-pos de gente, en la que abundaban laspobres muchachitas cursis que paseansus modestas galas, como esos simo-nes de alquila levantada, sin ver lle-gar al enamorado.

Solían sentarse en las sillas de larivera de Rosales; que parece una ri-vera frente al mar, para tomar unacerveza, dorada y burbujeante, conlas patatitas a la inglesa o con ei cu-curucho de almendras saladas, mien-tras el pecho se ensanchaba ante laanchura del paisaje, con esa ansiedadde aire de los pulmones en las gran-'des ciudades que acuden al banquetedel paseo, como los estómagos de losmendigos hambrientos se saciaría enel gran banquete de Palacio.

Habían llegado a citarse al anoche-cer, a ésa hora de los paseos de losenamorados, para deambular con elpaso lento de las parejitas amorosas,cogidos del brazo, por las calles soli-tarias alrededor de Luchana, SantaEngfacia y el paseo del Cisne,

Los conocían ya !os novios peripa-téticos que paseaban durante meses yaños por allí sus amores. Las compa-ñeras de taller creían que Fernandoera su novio, y ella se guardaba biende desmentirlo, aunque aquello tuvie-se la desventaja de apartar de sí a losque pudieran ser de verdad sus no-vios.

Le halagaba la vanidad el que pen-

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sasen que Fernando, tan bien puesto,era'su novio, y un novio con buen fin,que ni siquiera la llevaba a los cines•oscuros.

Sentíase satisfecha de no pasar porla muchacha sin amor y sin cortejo,que se supone siempre que no es porfalta de gana. , ' • .

Hasta en su casa, donde comenzabana sospechar que se entretenía en algoy a rezongar a causa de sus tardan-zas, le daba eso un aire de mayor im-portancia. Se sentía más interesante.Solía olvidar que Fernando no era su

novio, que no se había comprometidoen lo más mínimo. Después de todo,para ella era igual. Se sentía conten*ta con' aquella amistad amorosa en laque su instinto le decía que iba ga-nando cada días más posiciones estra-tégicas en el alma de su amigo, conaquella, táctica de no emplear jamáscoquetería de novia ni tratar de pren-der su confianza con .el más ligerocompromiso.

No se daban cuenta; necesitabanya imperiosamente verse y comuni-carse, tanto el uno como la otra.

III

Habían acordado celebrar el día deSan Fernando yéndose juntos a lafiesta de Aranjuez, que aquel día sevestía de gala.

Era el lugar donde se había educa-do ella, sin conocerlo, y donde él de-seaba ir desde hacía largo tiempo.

Leonor, para realzar aquel capri-cho, tuvo que engañar a su tía fingien-do que iba con unas compañeras. Fer-nando hizo el sa'crificio de dejar a lamadre en día tan señalado prometién-dole ir a cenar con ella.

Realizado el proyecto, se veían aho-ra los dos, en lugar desconocido, co-mo si estuviesen en el más lejano ex-tranjero y se encontrasen por prime-

ra vez, casi como en el momento enque ella tiró la perrilla chica.

Era una cosa embarazosa el tenerque alternar con todas aquellas gen-tes, en una situación equívoca. Decirque eran hermanos, no les gustaba.No se parecían, y además se mirabande una manera que estaba lejos de serla tranquila naturalidad de los her-manos.

Sin saber lo que eran había ya jo-vencitas que le dirigían a Fernandomiradas lánguidas y jóvenes que se.in-sinuaban con ella. Sería muy molestopasar por hermanos.

¿Novios? No podrían hacer buenpapel pasando por novios. No era eos-

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tumbre eii España que las $eñ<jritas•se fuesen así. de parranda solas conIds- 'htíYi&&J'íí¡a. •%ietda9y inbSente, irá'complétamétttS :inadmisib:íél No 'podríanádié-éreei* qué'dos amigos dédifé*rente sexo pudiesen hacer aquél viajé.\¿ Y llega-Ka el imomentá' de' declararlo qUe éráíi1delante del grupo de tu-ristas que esperaban- las papeletaspara ir en-pelotón!:a Visitar el palacio;única- dependencia que se podía visi-tar por la mañana, tos jardines ááPríncipe, que con su flotilla de' barcasy sus pintorescas1 enramadas a orillasdel Tajo eran una de las. principalesatracciones, estaban cerrados. A laCasa del Labrador se podía ir sólopor la tarde, que sería también cuan-do se abrirían los grandes jardinesdel palacio.

Los que recibían los billetes de per-miso de la Intendencia, se quejaban yprotestaban. Todas aquellas cosas de-ibían ser como un patrimonio de lanación que todos tenían derecho acontemplar. vSe ponían trabas a lasgentes para todo, y luego se quejabande que'no se foméntase la afición alos viajes.. :

Fernando se adelantó a coger la pa-peleta. .

^-¿ Nomlbre ?—Fernando Rocasen y... y esposa.Los curiosos, que prestaban aten-

ción, se habían enterado.Fernando cogió a Leonor del brazo

y emprendieron el camino de palacio;la llevaba sujeta, junto a sij apoyán-dose en ella, como si la declaraciónque acababa de hacer tuviese el valorde la firma de un acta notarial.

Ella se dejaba llevar, satisfecha de

su papel de esposa, sintiéndose espo-sa, y' ardiéndole, las mejillas1 dé rubor,q'ti'é no sabía a qué "atribuir:'él'fub'ófn ü p c l l á l i ; r "'"".' ' "' ''\'" '• ' ' ' ' • •'••••••'

TuViéroñ qü"6 esperar eii él véstíibtí1lo queel guarda'hubiese acabado deenseñar el edificio-a. un grupo "para en-trar ellos con aquel otro grupo de queformaban'parte. ' " •'•' ' :

La espera fue larga y aburrida.' Elhaber madrugado tanto' les traía ya¡hacia las'orifce el cansancio y la faltade sueño. Se empezaba a sentir él -roe-dor del apetito en el estómago; can-sados de correr y de gritar, comenzóti albríf la boca efr largos bostezos sor-dos, estirar con cierto disimulo bra-zos y piernas y dejarse caer lángui-damente, apoyándose en las paredes,en las puertas y en los bastones.

• Reinaban grandes espacios de silen-cio, que se esforzaban por romper1

manteniendo la forzada alegría quese habían impuesto.

El calor comenzaba a dejarse sen-tir; un calor de medio día castellano,pesado, ardoroso. Se sentían enerva-dos y adormecidos. Les costó trabajoa todos seguir al guardián para reco-rrer los salones de aquel palacio, tangrandes, con tantos dorados y tanenormes ventanales.

Los que no habían visto jamás unpalacio se quedaban admirados de loque creían la magnificencia insupera-ble, y lanzaban curiosas exclamacio-nes ante todas las cosas: los muebles,las lacasj Jas mesas de piedras durasen mosaico de Italia.

Aunque estaba prohibido tocar, to-dos pasaron la mano por la pared dela salíta de porcelana de la antigua

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- * • - * >

fábrica del Retiro, admirando las figu-rillas y guirnaldas que cubrían, comosi fuesen azulejos, el techo y las pa-redes.

Otros admiraban en el pequeño sa-loncillo cercano aquella cosa opulentade terciopelo rojo que les parecía untrono, y que no era un trono precisa-mente.

Señoras dispuestas lamentaban eique no se pusieran muebles nuevos yse limpiase bien.

Otras niñas, echándolas de refina-das, preguntaban dónde estaba elcuarto de baño, que no existía en elgran palacio.

Había señores que exclamaban, conenvidia de los monarcas:

—1¡ Qué bien lo pasarían aquí.A casi todos. les impresionaba la

multitud de relojes, parados en difé-. rentes horas, que existían en todo

©1 palacio. Era la nota dominante: re-lojes por todas partes. Esos relojesmetidos en su templete de columnasde mármol, o rodeados de bronces

: complicados, con amores desnudos o, con figuras de un río personificado

en un hombre rodeado de amorcillos.—>¿Por qué tendrían tantos relo-

jes?—^dijo una. .—Nunca se podría saber así la ho->

ra cierta—comentó otra.—Y no digo el trabajo de darles

cuerda—compadeció la tercera, pen-sando en la figura de la reina visi-tando todos los relojes antes de acos-tarse.

—Yo quisiera—-díj o un caballerobizco, echándolas de profundo—, sa-ber qué hora es esa que marcan y que

, nos parece tan sencilla, porque esa

hora no ,es _de j^estrp día ni de nues-tro año. , i , ,, ., „ ,

Tod,os lo mirairQni con .admiraciónal oir su serntepcia. • ,, .

Fernando estaba encantado de la:discreción de Leonor. • Seguía la co-m'tiva rezagada, perdiéndose volun-tariamente, sin hacerse notar, sin de-mostrar un desdén y una frialdad demal gusto ui tampoco admiración des-ordenada

Las escasas observaciones que hizofueron splp para él, discretas y atina-das. Se sonreía de escuchar a la serñora pequeñuela,, gorda, rubia, de lavoz chillona,. que. comparaba todo loque veía cqn lo que vio en los pala-,cios jque. había,,visitado en el extran-jero; y lucía su. erudición explicandoépocas y hablando de, sucesos histó-ricos. ........•.,•: >, ••. • ; • •••

7—Si yo tíiviera una mujer asír-̂ pen?-saba Fernando—, le. retorcía el pes<-.cuezo como a una gallina..

Al sa,lir de al]| era; ya la hora de ira comer. Los-mendigos.,y los chicue-,los, agrupados freiit.e. al palacio, lesseñalaron la. dirección, de,, los hotelesy los restaurantes, pero todos estaban •Henos. Se sentían cansados de tantoandar, de la madrugada, del calor, detodo lo huevo y extraño, y no habíaen dónde meterse,.

Era tarde de toros. Estat>an allí los«spadas de mayor fama, y Madrid yToledo se despoblaban para ir a verla corrida.

Al pasar por nno,d,e los comedoresal aire libre, un local vallado con unacerca de guirnaldas de rosas de piti-miní, blanquirrosa,s, en racimos, llenode mesas bajo un told.o, vieron a la

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*'• marisabidilla-rubia que les hacía se-ñas para que ocupasen dos lugares li-bres en la mesa dónde ellaestaba con

1 • su hija, una muchachota carillena ybobalicona.

Se miraron dudando. De buena ga-" • ha renunciarían a todo por no sopor-

tar a la rubia.—Es mejor comprar pan y cual-,

quier embuchado e ir a comerlo allado del río, si te parece—dijo ella.

—Eso creo. Me ataca los nerviosesa mujer con su voz penetrante ychillona.

Pero un camarero había visto yalos gestos de la dama y venía a abrir-les la puerta de la cerca para que en-trasen. La señora gritaba dominandoel tumulto de las conversaciones convoz chillona. Todo el mundo se habíafijado ya en ellos. Entraron comoavergonzados de verse blanco de tan-tas miradas para sentarse entre lamadre y la! hija.

Gracias a Iá turbación y al malestarque la vecindad les producía, comie-ron casi sin enterarse los manjares

. qué les sirvieron. Xa señora protesta-ba por ellos.

—Es un pan duro que no se-puede, comer.

—Ya ven que raciones tan escasas.—Apenas se alcanza a media doce-

na de espárragos.•—La carné es un pedazo de zapa-

t tilla.—Está visto que no se puede venir

a estos sitios en días de fiesta.Después, cansada de que le contes-

tasen con monosílabos, empezó a ha-blar con el camarero. A preguntarle

•' qué tiempo llevaba allí, de dónde era y

qué hacia. El muchacho, un andaluz 'con cara dé galgo, en el que los fal-dones del frac completaban la carica-tura, lenguaraz y gesticulante, comen- <zó a contarle sus andanzas desde quesalió de Ronda para ir a parar enaquel hotel, donde no les daban de •comer.

—Hoy es el día—le confesaba—enque nos matan de hambre. Esta maña-na nos dieron una calandraca incomi-ble, y ¿1 olor de los platos que servi-mos nos daba dolor de estómago. Yoles he dicho a los compañeros lo quese hace en estos casos, y gracias aDios nos hemos hartado. Es que estoscastellanos no tienen inventiva paranada. ' :

—¿ Qué han hecho?—Es cosa que no.se puede contar.

Pero las señoras no nos van a descu-brir. Guando queda algo en los platos,se aprovecha. Pero queda poco; lagente viene aquí con hambre, quiereahitarse. Lo que se hace es ahorrardé las raciones. Vea... traigo en lafuente ocho pedácitos dé carne. Envez de servir los ocho, sirvo ^no acada uno y me llevo los otros. Pero nollegan a la cocina; Nos los tragamosen la tnesa de servicio, y si está elamo se meten en el «bolsillo. Los fracsno son nuestros.

Y les enseñaba los bolsillos cho-rreando de grasa de haber guardadoen ellos croquetas, pedazos de pescadofrito y chuletas.

Satisfecha por este lado su coma-drería, doña Consuelo la emprendiócon ellos.

Empezó a hacerles preguntas:—'¿Madrileños?

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:—'Sí, 6eñora¡ •—i Los dos?

• — S í . •- • , * •

—*¿Recién casados? Ya se vé.—'Hace dos meses.—Gomen aún el pan de la boda.

Por eso les parece todo bien.'•—'Naturalmente.—Parece que la joven esta, ya oje-

rosilla. Se espera algo, ¿en?Fernando hizo un gesto señalando

a la hija, como dando a entender quedelante de una joven no se debía dehaiblar de* aquellas cosas, mientrasLeonor enrojecía hasta la raíz de loscabellos. s

—Yo'no tengo empeño en que mihija no sepa las cosas de la vida^—ex-clamó la señora—. A cierta edad sepuede hablar todo delante de las mu-chachas. Que no sean inocentonas y•pequen de ignorancia. Las más Cando-rosas son las que más pronto caen.

Fernando no la oía' mirando a suaiujercita ion,la ternura paternal de-dicada ya al hijo futuro. Se tenía queconfesar que aquel día estaba más bo-

nita que nunca y demostrando unamesura, una distinción, una ponderarción asomibrosas.

—'Soy el marido de la única mujerque no pone al 'marido en ridículo—pensaba mientras doña Consuelo se-guía hablando ,y bebiendo vasos deagua con una sed. insaciable, lo mis-mo que la hija, callada, seria y atra-cándose de agua lo mismo que su ma-dre. . - . . - •

Ellas no iban a los toros y llevabantrazas de no dejarlos libres en toda latarde.

Fernando tomó la resolución heroi-ca de levantarse, pagar y despedirsede un modo brusco, pretextando lanecesidad de una visita.

Se alejaron los dos cogiditos delbrazo, a lo. largo de la cerca, en di-recc.ón a la Casa del Labrador.

—¡ Buen camino para ir al pueblo!—comentó la cotorrona, despecha-da—. Esos son tan matrimonio comoyo obispo. Lo que siento es haberlostenido en mi mesa. Es una demasiadobuena y confiada...

IV

—>¡ Leonor!—'¡ Enriqueta!Se unieron en un abrazo ella y la

• otra jovencita que se destacaba del

grupo con un calballero de gran bar-ba y una señora guapetona y elegante.

Eran las dos amigas de colegio quemás se habían querido, las que habían

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'" estado unidas muchos años por uñaverdadera «fraternidad. •-"••;• •

Después de salir del colegio se escri-bían, al principió con más frecuencia,luego;: de tarde en tarde. Hacía yatiempo que : no sabían la una. de la

o t r a . • • ' . • . • • ' " ; • ••"• • '•••••••

'•••'Después'de'la. expansión de los'abrazos, Enriqueta se volvió hacia losseñores que la acompañaban.

—Mis padres.Leonor sabia que la madre de su

amiga se había vuelto a casar con unrico vallisoletano. Le tocaba a ella elturno de presentar. •..'••••

— M i m a r i d o . : . . • • •Lo dijo con una naturalidad asom-

brosa, sin enrojecer. Eran ya un vie-jo matrimonio.

Fernando saludó.La jovcneita volvió a abrazar a

Leonor.—«i Pícara! ¿ Conque te has casado

y no me lo habías dicho? Eso es yademasiado'olvido.

—Como no tenía la nueva direc-ción tuya... ! ' i '-

—Es cierto. Es mía la culpa. Espe-rando venir a Madrid y verte.' Me lotenía ofrecido mamá. ¿No es cierto?

—Sí. No sabe usted cuánto la re-cuerda, Leonor por acá, Leonor porallá. Una locura.

—Yo—añadió el padrastro—la co-nocía a usted ya de oiría hablar.

—¿ Y hace mucho que te has ca-sado?

—Cuatro meses,—La luna de miel—.dijo la madre

bondadosa.—Pues me alegro de conocer a tu

marido al mismo tiempo de saber la

noticia. Me hubiera inquietado el pen-sar cómo era. Así eslaré tranquila. Megusta. Tiene cara de bueno... y sim-pático... Como es tu marido puedo pi-ropearlo sin temor.

—Claro.Pero en el fondo no le gustaba ni

el entusiasmo de Enriqueta ni la efu-sión con que Fernando dio las gracias.

Sin embargo pensó que ella era laesposa, y recordó cómo le disgustabanlas insoportables mujeres celosas desus maridos. Sonrió bondadosamentey se quedó atrás con los padres, de-jando que su amiga fuese delante,acompañando a Fernando, y contán-dole sus travesuras del colegio,, dondetodas las compañeras la querían.

Un guarda les abrió la puerta delparque y por la frondosa alameda loscondujo a la casa. Era aquel otro pa-lacio lujoso y coquetón, que había ser-vido a María Luisa para tener sus ci-tas con Godoy. Un palacio, que fuecómo un pabellón de caza, un apeade-ro, donde descansar de la forzada ga-lantería de la corte.

El padrastro de Eríquéta hablabacon gran competencia de esa época,con una voz tan pausada y grave, queparecía que leía. '

La evocación de María Luisa lleva-ba siempre en sí algo de sensual, decocotesco.

Sin ser.hermosa, ni virtuosa MaríaLuisa había dejado tras de sí un aro-ma de feminilidad que la poetizaba.Tal vez ella, que como su hija Carlo-ta Joaquina en Portugal, había repre-sentado la encarnación de la rameraen reina, y llenado el palacio de hijosadúlteros y de aventuras canallas, te-

-W;

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nía un prestigio <le ser la mujer, másmujer de lo que acostumbraban a ser-lo las reinas. Con aquella cara de bru-ja que retrató Goya en todos los Ca-prichos, sensual, viciosa, hacía triun-far su figura y su nombre en i a evoca-ción romántica de los jardines.

Se conservaba allí como un perfu-me sensual de ella. Hila y Godoy ex-cluían la imagen del romántico Car-los IV y de su hijo Fernando VII, quehabía hecho revivir en aquel lugar lasaventuras amorosas de la madre, en-gañando a la devota Amalia de Sajo-nia y dándose la gran vida entre da-mas y comilonas mientra las luchasciviles ensangrentaban las calles, deMadrid.

Había momentos en que se alegra-ban de no haber ido solos. Volvían losojos el uno al otro, como si, excitadospor aquel ambiente, se pidiesen una ca-ricia.

Cuando se despideron ofreciendoverse dentro de poco en Madrid, Fer-nando dio unas señas imaginarias.

Se quedaron solos. No tuvieron unacarcajada para sus engaños ni unreproche para la situación que lescreaban.

Fueron hacia, los grandes jardinesque se acababan de' abrir. Los jardi-nes del gran- palacio, junto al Tajo.El inmenso parque cruzado de aveni-das, sembrado de fuentes, de altos ol-mos, que se clavaban en el cielo.

Había poca gente, y la poca sencillagente de pueblo, que no había podidoir a los toros y que discurría por lascercanías del palacio, viendo las es-tatuas y los maravillosos juegos deagua.

Aquel lugar tan suntuoso como Ver-salles, .menos; amanerado .que la Gran-ja, era grandioso e impresionante.

Seguían hablando de cosas indife-rentes, perp en el fondo gravemente"preocupados. Leonor sentía una granpena de no poder ya tener trato con>Enriqueta, que descubriría su enga-ño y la temaría por una perdida.Además la hora del tren se aproxima-ba y con ella la hora de la viudez deaquel matrimonio ideal que le habíahecho pasar unas horas tan felices,tan afirmadas en la vida. Era comovolverse a sentir de nuevo sin ci-mientos y sin raíces.

El no sabía qué era lo,que sentíaque le impresionaba tan hondamente.No le gustaba ya volverse á sentir tansolo.

Se reprochaba el haber dejado pe-netrar, demasiado en su vida aquellaimujereita. Pero tenía que confesarseque era la mujercita ideal, que sabíaestar a la altura de las circunstancias.No se había ¡hecho pesada, no lo habíaperseguido con celos ni con exigen-cias y, sobre todo, no lo había puestoen ridículo, como estaba acostumbra-do a ver que hacían .las otras mujeres,con miradas furtivas, morisquetas ysonrisitas con los demás hombres.

Tenía que ir a cenar con su madrey tenía pena de no poder llevar tam-bién a su casa a Leonor. Pondría ale-gría, luz, juventud para alegrar, sindestruirlo, el viejo hogar, que podíaflorecer con ella.

Se habían alejado tanto que esta-ban al final del parque, allí donde ape-nas llegaban los cuidados de los jar-dineros, cerca de. la, orilla del Tajo,

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•—f

por el sitio dond'e, a lo lejos, se ve cru-zar el tren sabré su puente. .

Era .lomas salvaje, lo más extravia-do, el lugar donde ya no había esta-tuas ni guirnaldas de las rosillas apre-tujadas en racimos que enfloraban to-ldo Aranjuez.

Se sentaron en un banco rústico.Aquel lugar evocaba en Fernando elrecuerdo de la Alhambra de la, que,como buen granadino, guardaba esassaudades incurables que Granada deja,en el alma de todos sus hijos, árabes olatinos.

Eran los mismos altos olmos que seclavaban en el azul del cielo, altos, es-pesos, formando una verdadera selva.

A pesar del ambiente blando y tran-quilo de la tarde romántica, había unrumor de sedas en las copas de los ár-boles, algo como un viento muy alto,que oían y no sentían. Un viento pro-ducido por los mismos árboles, una es-pecie de canto de las hojas que se agi-taban.

Llegaba la humedad del río a cuya.orilla se mecían gallarda y blandamen-te los olmos blancos, de hojas de plataesmaltadas en verde.

El sol comenzaba a descender deaquella bóveda azul, luminosa y trans-parente, más alta en la limpidez de laatmósfera, que lo que asemeja estarloel cielo de Madrid y el crepúsculo en-cendía én oro y magenta los impercep-tibles vapores del horizonte.

Y la tarde estaba poblada de perfu-mes y músicas. El rumor del agua delrío. el rumor 4e las hojas y del campo,las lejanas voces de la' gente y sobretodo el concierto dé los. ruiseñores.

Los ruiseñores son los pájaros ar-

tistas. Los moradores de todos los si-tios, magníficos de la tierra. Son loshabitantes de los parques reales, delos bellos jardines.

De pronto, el concierto calló. Eracomo si todos de acuerdo hicieran elsilencio para escuchar a aquel quedesde uno de los árboles atronaba e'!aire con las magníficas notas de flautaque salían de su garganta en el sober-bio solo.

Los dos jóvenes estaban embebidos,absortos por la naturaleza grandiosav potente que los dominaba. Sufríanel desvanecimiento del halago de lossentidos en aquel ambiente.blando, ca-r'.cioso, en aquel aire que venia carga-do de perfumes diversos según llega-ban las bocanadas de los jardines odel campo.

Leonor sentada en el banco, con ai-re de fatiga y de cansancio que la ha-cía más interesante en su languidez,algo despeinada, un poco pálida, esta-ba más hermosa que nunca.

La figura resultaba graciosa, ele-gante envuelta en su pobre piel. El ledijo:

—¡ Quítate los guantes!Ella obedeció sin extrañarle la ex-

traña súplica. Fernando había encon-trado como una tara aquellos guantesque no estaba acostumbrada a llevar yconvertían sus manos en dos muñonesinexpresivos. Le hacía falta la expre-sión de las manos, como supletoriasque aumentaban la expresión del ros-tro.

Las manos con guantes eran ros-tros con antifaz.

Lucieron las manecillas pequeñas,delgadas, que sin ser largas y aristo-

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oráticas no eran plebeyas tampoco.Estaban cuidadas, aunque denuncia-ban su costumbre de trabajar en elgesto y en aquella mancha oscura, quelas picaduras d* la aguja habían pues-to en el dedo índice de la mano iz-quierda.

No tenía sortijas, pero las uñas lebrillaban bruñidas como amatistas ro-sas. Fernando que miraba con ternuraaquellas manecitas no pudo dejar desonreir. Ponerse los guantes y bruñir-se las uñas eran las primeras exquisi-

teces de esas conmovedoras muchachi-fas modestas a las que cruelmente sellama cursis.

Se inclinó, !e cogió la nianecita mar-cada por el acero del trabajo y se labesó con ternura. Luego se puso depie, como el que desea vencer un im-pulso, un poco bruscamente, miró elreloj y aunque marcaba una .hora tem-prana, inverosímilmente temprana, ledijo:

—Vamonos hacia la estación. Yava siendo hora.

A la salida de los jardines, en eícamijjo de la estación se alineabanlos puesteciüos de las mujeres quevendían fresa.

Estaba todo embalsamado de fresa.Lucía en grandes montones, apiñadasobre las mesas, con su lindo color ro-jo, en la gama del salmón y el rosa,con ese tono grosella, un poco ma-genta, tan agradable y especial queforma el color fresa.

—¿ Verdad que es color de labios demujer ?

—No sé... me gustan mucho.—¿Quieres que te compre? Quizás

tendrás apetito, el almuerzo fue es-caso.

--Apetito no... pero no te digo quetío, porque están incitantes con ese co-ior y ese aspecto jugoso.

—Tenía yo razón al compararlas.—No voy a querer que las conias

tú, entonces.—'¿ Por qué ?—'¿Olvidas que soy por unas horas

aún tu mujer y tengo derecho a tenercelos?

Se acercaron a la mesilla a cuyo la-do había cestitas de palma esperandoque las llenasen. Era obligatorio que

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todos 'llévaían fresa1-"de Arañjuez asus casasi Fernando mandó llenar unode aquéllos canastijlós de fresas me-

•'naditas y Se fresones. 'Se apartaronhacia mi banco retirado para qde ella .las comiese a su saibor.

Nunca había reparado en qué gra-ciosa estaba una mujer comiendo fre-sa. Los dgditos Mancos las cogían porla punta del tallo con tina-gran deli-cadeza y las diehteclllos luminososmordían la pulpa roja, perfumada, quele empurpuraba los labios. El perfu-me no le parecía ya de la fresa sinodel aliento de Leonor.

—'¿No quieres tú?—No. ; ' .—'I Pues ño-decías que te gustaban ?—Ahora no las deseo.Le tenía cierta rabia a las frutillas

1 que le daban deseos de besar. Ella lascomía con un deleite y una sensuali-dad de animalillo.

Sacó un cigarro, lo encendió y sealejó unos pasos, quería sacudir laemoción que lo dominaba toda latarde.

Leonor quedó comiendo sus fresas.—'No sé cómo te gustan tanto así

solas.

—'Lo tienen todo, no necesitanaliño. - , •:-•'

-^En Granada se comen cpn lechey azúcar.

—Yo las he tomado en Madrid conanís,y con vino, pero me gastan asímás.

'—Allí las preparan en los canasti-llos.cubriéndolas de azúcar y almen-dras molidas. Estás deliciosas.

—Yo adoro la fruta y todas las hor-talizas. Como las lechugas, las habascrudas, los tronchos de col. Mi tía medice que parezco un conejo.

—Pues no tomes ya más que te vana hacer daño..

Ella se, levantó, la vio volverse, sa-car de su bolsillo el pañolito, y hacercomo si ocultase algo.

Tuvo curiosidad de saber qué hacíay dio la vuelta al banco. Leonor lle-vaba en su bolsillo un espejito, la ca-jita de los polvos y una barra para loslabios. Se arreglaba hipócritamente,como quien no hace nada. Le disgus-tó el contraste de este artificio de di-simulo con la espontaneidad de antes.¡ Había tantos matices que descubriren una mujer a lo largo de todo undía a solas con ella !

i *——* -« •• • - - • — • .

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VI

Aquel grito de la locomotora, quemás que de aviso parece de alarma yde auxilio, los sobresaltó, v

-—¿El tren? ' . .—¡El t ren!No podía ser aún el que había de,

conducirlos a Madrid dada la -horaque era cuando Fernando miró su re-loj. . . , • / . . . • • • • • •

.Volvió a mirarlo. No había avan-zado. Marcaba; la misma hora. Se lo,acercó al oído aplastándolo contra, él.No se oía el, tic-tac. ¡Estaba parado!Entonces sintió ese pánico del viaje-ro que pierde el tren. , : -:' / ' ' ' ' '

La cogió de la mano y corrieronhacia la estación, donde el tren estabapronto a seguir el camino.: Los dos corrían desesperadamente.

Estaban demasiado lejos. Veían elhormiguero dé gente que llenaba fes ;andenes, cómo ¿ornaban los. yagones,por ;asalto, embutiéndose en ellos, gri-tando, apostrofándose con el miedo de;quedar allí, con una algazara de ecodesagradable, violento, que dominabael silbido del tren. :

Parecía que se los iba engullendo atodos. Y los> dos corrían. Eran igual-mente ligeros; ágiles, ju<vehilesV.r,co~.trían con miedo de llegar tarde.

Ya estaban cerca, las fuerzas íesabandonaban pero cobraban nuevosalientos. Entraron en la estación, selazaron al andén. La vía estaba vacía,el tren, con un último gritOy desgarra-do se arrastraba a lo lejos. *-.

Sintieron la desesperación, el deseo,de volverse contra alguien, de buscarUn responsable de lo que les sucedía.Era trágico ver partir ¡el. último, trende vuelta a Madrid .sin poder, alcan-zarlo. ' - ,r •",'. •••

Fernando fue egoísta pa.ra- pensar'primero en sí mismo. ;

—-Mi pobre madre que me espera a.c o n i e - r . . • • : , : . • • ; • . . . • ; - j - . - . - . . - . . • * •.. .".•••

—Tienes el recurso dé ponerle untelegrama, pero.¿y yo? • ) . >

Entonces él se dio cuenta del com-promiso de la joven pasando la nochefuera <le sú casa. ¿Qué hacer? Procu-ró serenarse y tomándola por.el'brajzode nuevo, 1é dijo; : •

—No té apures. Volveremos al Ho-tel. Cenaremos... y luego... Hay quepensar. •- ;•••• r

Ella no dijo nada. Entraron" en elcomedor del Hotel. Un criadoles ofre-ció el menú¿ Fernando se esforzabab a p o r e s t a r s e r e n o , L e o n o r s e n ñ a g a -n a s d e l l o r a r . ••; •'••. : ••:•.. ;..-;' f,:.. •••..

—¿Estás arrepentida de nuestra- ¡

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aventura?—le preguntó él mientras,cenaban. *

—No.—1¿ A pesar de lo que sucede ? '—A pesar de todo. He sido lo bas-

tante feliz hoy para merecer los dis-gustos que voy a sufrir.

—Tampoco es motivo para que su-fras disgustos.

—Eso es inevitable. Mi tío y mi tíase considerarán ofendidos... pensarán¡cosas injuriosas.

—Lo, mejor es que les confieses laverdad.

—¡No me creerán.—¿Entonces?—'No me importa. No son mis pa-

dres... Yo tengo la conciencia tran-quila." —Pero yo no.

—-¡ Mal hecho! , ; . • • •—'Soy yo el que te ha conducido

' á esta situación.—Porque yo he querido.La miró con agradecimiento. Había

una nobleza en la joven que no que-ría agobiarlo ni hacerlo responsablede la situación, queriendo sacar ven-tajas de ella.

—Hemos perdido el tren y vamos apasar aquí lá nocfie—dijo Fernandoal camarero.

Y a trueque de que le pareciese ra-ra 4a demanda en un matrimonio jo-ven y recién casado, añadió:

—'Necesitamos dos habitaciones con-tiguas.

El hombre volvió al poco rato.—'No hay ninguna habitación en el

Hotel.—¿Qué hacer entonces?

. —El amo ha enviado a preguntar a

una casa cercana de unos conocidosa ver si puede tener lo que ustedes de-sean.

Leonor pedía a Dios desde el fondode su alma que no hubiese habitacio-nes.

—Yo tengo una hermanita en elColegio de Huérfanas—di}o—¿ Po-díamos ir allí a pedir albergue.

—'No admiten hombres allí—repu-so el camarero.

Fernando que comprendía su deseose adelantó a él:

•—Pero en caso de no encontrar ha-bitaciones buenas, la señora podíaquedarse. Yo me arreglo en cualquierparte.

—De todos modos es inútil, las mon-jitas no le abren a nadie a esta hora.

Salieron a la terraza llena de rosasy de perfume. La noche era oscura,sin luna, y las estrellas brillaban sobreun cielo negro de puro azuL

No se atrevían a .mirarse ni a de-cirse nada.• A poco rato volvió el camarero.

—No hay más que una habitación.Si los señores la quieren.

—Vamos.Salieron en pos de un muchacho

que los guiaba al través de las callesde árboles, en dirección al interior delpueblo. Pararon en el centro de unacalle apenas urbanizada, ante una ca-sa de fachada desconchada y pobreapariencia. ,.- .

El chico repiqueteó con el aldabónde hierro. • •

Tiraron de un cordel y el portalónde madera carcomida se abrió. Esta-'ban dentro de un ancho patio ocupadopor una gran escalera. Hacía, ese frío

~f"I

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húmedo que se siente al entrar en lascuevas. Ella se plegó medrosa, peroFernando le dijo al oído:

—iÑo temas. •En aquellas palabras iba envuelta

una* promesa que los que la oían nopodían comprender y que tranquilizóa la joven.

Una mujer gorda, con gran delantalazul y blusa blanca esperaba en la me-seta de la escalera y los condujo a tra-vés de Un estrecho corredor, de ladri-llos recomidos, alumbrándoles con unavela, hasta una habitación donde pusola palmatoria sobre la mesa de noche.

—¿Podríamos tener dos camas?—preguntó Fernando.

La mujer,los miró con sorpresa.—¿No son matrimonio?—Sí, pero tenemos esa costumbre.

- —No hay más que lo que se vé—repuso con sequedad la mujer, comosi desconfiara—. Una cama para unmatrimonio como Dios manda. En es-ta casa somos pobres pero honradosy nos gusta saber a quién recibimosen ella.

Para acallar los escrúpulos, Fer-nando le puso un duro en la miaño.

—Í¿ A qué ftóra pasa el primer' tren ?—A las seis.—'Entonces llámenos usted a las

cinco. • ' • ' • 'La mujer tiró la ropa de la cama

para hacerla y poner sábanas limpias.Salió y volvió cargada con las man-tas viejas, sucias, las sábanas remen-dadas, de lienzo crudo, y la colcha ra-majeada.

En un dos por tres arregló el lecho,mientras los dos la miraban hacer sen-

| tados en un desvencijado sofá.

Cuando acabó salió dando las bue-nas nodhes.

Fernando se levantó y se acercó acerrar la ventana. Nó tenía postigos ypor los vidrios rotos entraba el aire.Fue a la puerta qué nó tenía cerrojoni llave. Las toallas sucias como gui-ñapos pendían a los lados de un lava-bo dé hierro con la jofaina desporti-llada, y de la mesilla de noche salía unolor infernal.

—.Esto es como dormir ,en la plazapública—dijo él.

Leonor reía; súbitamente tranquili-zada en aquella alcoba nupcial.

-^¿Te burlas?—Ya hay que sacar partido de es-

to. Tiene una parte cómica muy gra-ciosa.

—¡i Y qué hacemos ahora ?—Tratar de dormir hasta las cinco.—Mejor sería ir a la estación a las

cuatro, no perdamos el primer tren.•—En ©so tienes razón.—i¿ Anda ya tu reloj ? .-—'Sí, lo he puesto un cuarto de hora

adelantado.Volvieron a callar. Al fin él dijo:-^Te puedes acostar en la cama y

yo me quedaré en el sofá.—No. A las mujeres nos cuesta mu-

cho el tener que desnudarnos y ves-tirnos con el corsé y demás zaranda-jas. Yo me quedo en el sofá. Acués-tate tú. .

—Quedémonos levantados los dos.—¿ Y qué dirán mañana de la cama

sin deshacer? •—Yo le daré apariencia de estar

usada.Se acercó y entre las risas .de ella

revolvió las mantas, retorció y arrugó

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los embozos, aplastó los colchones ylas almohadas.

—>La verdad es que no tienta esacama a acostarse en ella—confesó.

—iSi no fuera por como entra elviento en esta habitación en ruinasnos asfixiaba el olor de la mesilla.

—Me la voy a llevar al pasillo.Cuando volvió le dijo a la joven:—•Vajmos a poner la colcha delante

de la puerta y una manta en la venta-na. Me parece que nos espían.

—'¿Estaremos seguros?—Sí. Es sólo curiosidad.Cubrieron aquellos dos huecos y

arrimaron a la puerta una butaca, enla que se sentó Fernando.

Leonor se quedó en el sofá. Al pocorato, los dos rendidos de las emocio-nes del día cabeceaban. Se durmieron.

Pero la postura incómoda les hacíadespertarse de rato en rato. Cada ca-bezada de la que despertaba le parecíaa Fernando que era un año más de 'ca-samiento que pasaba sobre ellos. Enla confusión de ideas de su sueño,•Leonor seguía siendo su mujercita.Una mujercita encantadora que rio lepesaba ni le entorpecía, que no lo ha-bía aburrido.

A eso de las dos de la mañana elsueño estaba vencido. Fernando biendespierto miraba a la joven que pare-cía dormir. Estaba verdaderamentebonita con aquella semi luz de la bu-jía que comenzaba a oscilar, haciendovacilar las sombras.

Su instinto se sobreponía a todoslos pensamientos. ¿ No sería risible pa-ra todo el mundo el exagerado respe-lo que, él había puesto en aquella aven-tura ? Nadie iba a creer en el sacrifi-

cio inútil que (hacía. Quizás ni ellamisma se lo agradecería. Quizás ellaesperaba y él defraudaba una espe-ranza.

Era fruta madufa en el árbol, enel momento de cogerla. El la iba adejar para otro. La recordaba en to-da la belleza que había desplegadoaquel día, en su alegría, en aquellosmomentos del jardín... cuando comíalas fresas.

Sintió más vivo el deseo de comerfresa. Tal vez no era tan inocente co-mo en -su exaltación creía él. Recor-dó la manera hábil de entablar la con-versación' primera. Sus condescenden-cias de siempre. No le cabía duda, loveía claro ahora, Leonor lo amaba yse le ofrecía.

Y él tamibién la amaba. ¿Para quéseguirse engañando en aquel momen-to de sinceridad consigo mismo? Laamaba y la deseaba.

Se acercó al sofá, la despertó estre-chándola entre sus brazos, besando lafresa de sus labios.

Leonor no tuvo un momento dé va-cilación. Lo rehusó con fuerza, se le-vantó, corrió hacia el balcón y tiran-do la- cortina que habían fabricadoaibrió las vidrieras.

El la miraba atónito. Iba-a gritar, atirarse por el balcón. Suplicó:

—'Leonor, Leonor,, ven. No seascruel. Yo te amo.

La joven no contestaba.—'¿No me amas tú, Leonor?Le respondió un sollozo.—'¿Lloras? Perdóname.1—1¿ De qué ? Usted ha obrado con

lógica... Ha faedho lo que otro cual-quiera hubiera hecho. Tiene razón de

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pensar mal de ¡mí...', que no lo creíacomo los otros... • '

Resonaron unos golpes secos en lapuerta.

—1¡ Las cinco!—«Ya vamos.Fue necesario reponerse, arreglar-

se ligeramente y prepararse a partir.El frescor de la mañana, mojado

aún de rocío y el perfume del ;aire leshacía ,bien a los nervios. Los festonesde rosas de la estación parecían lava-dos en la noche; empezaban a llegarlas mujeres que gritaban desperezán-dose-al paso del tren:

—•; Fresa de Aranjuez-! .Subieron al vagón. Iban solos. El se

sentó a su lado y le tomo la mano. Sehabía decidido.

—Leonor, ¿quieres que continue-

mos de veras lo que empezamos enbroma?

—¿Qué?—1¿ Quieres ser •mi mujer de ver-

dad?Brilló un rayo de alegría en los

ojos de ella.-—¿Bromeas?—No. Me ha gustado., mucho la

prueba. Tiene muchas delicias conti-go la vida de casado... y eso que aunno he podido saborearlas todas.. Ella tenía los ojos llenos de lágri-mas. Fernando que había formado suresolución le dijo:

—Si lloras-no respondo de no be-sarte aquí mismo. Voy a llevarte acasa de tus tíos. Les anunciaremosnuestra decisión. Antes de un. mes es-tamos casados y venimos a pasar laluría de miel a Aranjuez. ¿Quieres?

Carmen de Burgos aColombiney)

Imp. de ALBHUEDOB DEL MTWJX», Martín de lo» Fieros, '!-"<Diputación de Almería — Biblioteca. Prueba, La, p. 25.

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