Todos Los Soles - Lautaro Vinkon
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LAUTARO VINKON
TODOS LOS SOLES
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TODOS LOS SOLES
© 2014 Lautaro Vinkon
Edición, diseño y fotografía a cargo del autor
www.facebook.com/vinkonlautaro
losmundosrotos.blogspot.com
Ilustraciones: Carlos Ricci
tierraabisal.blogspot.com
Prólogo: Muriel Debouvry
artesentreartes.blogspot.com
Buenos Aires, abril 2014
Este libro se encuentra bajo una Licencia Creative Commons
Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional
Se permite la reproducción parcial o total de la obra
sin fines de lucro y con autorización previa del autor
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A mi abuelo, que siempre tuvo historias más interesantes que las mías,
y que, por sobre todo, fue un verdadero hacedor de mundos…
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Todos los soles desaparecerán.
ISAAC ASIMOV y ROBERT SILVERBERG, Anochecer.
Existen otros mundos aparte de estos.
STEPHEN KING, El pistolero (La Torre Oscura 1).
A lo mejor el mundo no es más que una mota de polvo en el bolsillo de un
gigante y ahí fuera hay todo un mundo de gigantes del que no sabemos nada.
S. D. CROCKETT, Después de la nieve.
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Prólogo
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“Estos mundos se moldean a sí mismos, como flores que
crecen marchitas en las riberas.” Así empieza esta novela. O sería más
acertado decir, este es uno de sus comienzos. Porque la historia, es decir,
lo que todos entendemos por “historia”, nunca termina de empezar. Y así
la escritura se enreda sobre sí misma, como la serpiente que gira sobre sí
misma para morderse la cola. ¿Y acaso no es esa la idea: abandonar el
mundo a su propia materia? O mejor, liberar al hombre a su propio caos
original. Y después de ese intento, escribir una novela como Todos los
soles, donde si hay una dirección, es hacia lo impredecible, lo inesperado.
No el azar precisamente, porque el azar ya supone un cálculo, aunque el
azar sea uno de los elementos de esta novela, sino la evolución
impredecible de sus movimientos. Y entonces, la amalgama es perfecta,
porque si los personajes oscilan entre la muerte y la vida, entre la
figuración humana y lo espectral, la escritura no asume menos sus
contornos definidos. Tampoco lo llamaría estilo, sino encarnadura del
escritor dentro del hombre, labor de la letra dentro de una filosofía de lo
viviente. Aquí los senderos nos conducen a palabras semivivas que
intentan desbordar el orden de la razón. Y así, punto por punto, la obra
deviene una madriguera de lo real. Libre. La mente ha escapado a sus
propias trampas de paz.
Muriel Debouvry
Muriel Debouvry es Licenciada en Letras (Universidad de Buenos Aires). Participó
de programas de investigación sobre literatura, ciencia y arte en la UBA. Es integrante del
Equipo de investigación Estudios de Barroco Americano (EBA) del Instituto de Literatura
Hispanoamericano (UBA). Expuso sus trabajos académicos en diversos congresos a nivel
nacional e internacional. Desde hace años se dedica a su propia creación artística y
ensayística. Creó el Taller multidisciplinario Artes eNtre Artes.
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Algunos propósitos
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Yo y Los Mundos
Muchos mundos allá afuera. Muchas vidas, muchas miradas.
Muchas maneras de pensar. Y poco tiempo para relatarlo todo. Muchos
mundos adentro nuestro, envueltos en capas neuróticas. Muchas vidas,
muchas miradas. Muchas maneras de pensar; día a día, distintas
sensaciones. Y poco tiempo para relatarlo todo.
La escritura como una ventana; el arte como la puerta a esos otros
mundos. Silencios, palabras en papel.
Escribo para hallar la verdad multicolor, para comprender mi alma
y el entorno oxidado que nos rodea. Escribo para dejar de ser humano,
para entender al ser humano, para saber que soy humano. Escribo, luego
existo.
Encontrar otros mundos, amalgamándolos entre letras dispersas y
poesías entremezcladas. Encontrar las raíces de otros mundos, hacerlas
germinar, replegarse, reptar por las paredes maltrechas de los huecos de
nuestro cerebro. Los mundos existen, cobran vida y se contagian a otros.
Los mundos son.
Escribo porque hay otros mundos; hago lo posible para abarcarlos
todos porque hay poco tiempo para relatarlo todo.
Las mentes son esquizofrénicas como los mundos, múltiples y
diferentes pero parecidos en ciertas aristas. Todos unidos.
Escribo para crear; soy Dios en mis mundos y me hago Cristo al
mezclarme con ellos. Escribo por el placer de ser Creador, dador de vida,
Hacedor.
Y todos los mundos, aunque no los conozco, están ahí.
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Primer desdoblamiento
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Estos mundos se moldean a sí mismos, como flores que crecen
marchitas en las riberas. De una forma u otra, el pasado se diluye en el
presente; las vetas de vidas acabadas se labran un camino árido que
traspasa el oscuro amanecer de un mundo que se construye a sí mismo.
Vida sobre vida, muerte sobre muerte. Cenizas vuelan con el viento y
llegan al mar, perdiéndose y difuminándose entre olas celestes.
Lacrimosos, los ojos de María abarcan el paisaje, las vidrieras, los
reflejos y las luces. Se detiene en el revoltijo de café y leche en la taza.
La oscuridad fue disipada; la incertidumbre de ayer, segregada a
otro plano, separada de la matriz de desencuentros y pesares. Con el
viento gélido del sur vienen también nuevos augurios, nuevas decisiones,
comprensión y reconocimiento. Las propias fallas no serán compartidas,
y, a causa de ello, todo su ser se replegará sobre sí mismo, encarnando,
una vez más, una neurosis inacabada.
¿Qué es lo que cambió?, se pregunta. El futuro. Un futuro que no
debería estar ahí. Decisiones intempestivas que, desde el comienzo, han
creado una vorágine de confusiones maltrechas y remendadas con sueños
rotos. Arena que se pierde entre los dedos; el error consiste, ella lo sabe,
en querer reparar los hechos que edifican el presente. Las dudas detonan
en el corazón negro y esparcen las esquirlas de la desidia; acciones
incongruentes que se suceden una a una, golpe a golpe. Ola a ola.
Sobre la mesa, el libro dice, entre páginas húmedas y amarillas,
que el Ser Humano es, por sobre todas las cosas, impredecible; un volcán
de eventos incontrolables y azarosos envuelto en capas y capas de caos.
Regidos por libertades indeterminadas o sucumbiendo ante titánicas
fuerzas de controles masivos. Agolpándose los unos con los otros,
conformando etéreos grupos que se dispersan con la brisa marina.
María espera.
Estos mundos se moldean a sí mismos, como todos los mundos que
los rodean; epicentro de desastres naturales, los mundos no acaban, se
transforman, mutan. Él no vendrá, y ella, a través de la lluvia que moja la
vereda, lo sabe.
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El último día del invierno
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Réquiem
A través de los rastros que deja el pasado, las penas y los
corazones rotos colapsan el mundo. Si una lágrima vagaba por su mejilla
no podía percibirlo. El ambiente era tan frío, tan hostil, tan atípico, que
solo tenía tiempo para pensar en su próximo movimiento… En su
próximo movimiento y en la mancha blanca en la ventana de enfrente.
Apoyó su mano contra el vidrio, creando un halo de humedad alrededor
de ella, y miró el abismo que separaba ambos edificios: un profundo pozo
de negrura invadido por destellos y sonidos altisonantes, bocinas, gritos,
murmullos; una caída de diez pisos hacia la calle abarrotada de coches y
semáforos; veredas infectadas de personas que ocultaban secretos
atroces, que sonreían mostrando una máscara a punto de desgarrarse y
sacar a la luz sus primigenios deseos. Una vida repleta de mentiras,
falacias y pocas verdades.
Alzó la vista otra vez, atraído como un imán, y las ganas de
retirarse de allí fueron en aumento, como todas las noches. El rostro
enjuto, demacrado, con sus cabellos oscuros, mantenía la mirada en él,
como si con esa expresión pudiera hacerlo sentir culpable por lo
sucedido, por un hecho que podría haber sido fácilmente evitado. El
rostro no sonreía y no demostraba furia alguna, solo lo miraba; lo
estudiaba sin mover los ojos, sin pestañear, la representación perfecta de
una estatua; tenía plena conciencia de que era una mujer, incluso había
abrigado la esperanza de que quizá su vecina estudiara maquillaje y le
pareciera divertido sentarse en la ventana, por las noches, a observar a los
desconocidos con su mejor cara de póquer. Excepto que él tenía bien en
claro que la diversión y el terror van de la mano solo en un tren fantasma.
El rostro en la ventana del edificio de enfrente no era una mujer
cualquiera, no era una estatua; el rostro no era. El rostro era presa de los
vaivenes del azar, tal vez la menor brisa lo borrara de allí y jamás
regresaría. Al fin y al cabo, su desaparición sería tomada con agrado,
porque los ojos negros y las facciones blancas traían recuerdos de otros
tiempos, marcas de momentos mejores, aunque fugaces, de abrazos y
caricias…
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La puerta a sus espaldas sonó y el sudor frío recorrió su espalda. El
rostro se esfumó. Él quedó solo. El grifo del baño aún goteaba y recordó
que se había prometido arreglarlo. ¿Acaso importaba ahora? Había hecho
promesas que jamás cumpliría. Se dio la vuelta, quedando de espaldas a
la ventana y al risco urbano que se extendía más allá, y anduvo hasta la
mesa redonda en el centro de la sala a oscuras. Corrió la silla y tomó
asiento, a la espera de su último aliento. La puerta sonó nuevamente.
—¡Taborda, abrí! —se oyó del otro lado.
Fingió una sonrisa ante la mención de su apellido. No podía ser
menos, ahora lo buscaban a él, siempre lo había sabido. Debía reconocer
que las esperanzas lo habían acompañado hasta el último momento, pero
cuando el rostro comenzó a aparecer en la ventana… Tendría que
enseñárselo a su asesino; quizá, antes de enterrarse en la noche eterna,
pudiera obtener más respuestas de las que esperaba. ¿Un rostro en la
ventana de enfrente? Usted está loco. Y le reventarían la cabeza de un
balazo.
—¡Taborda, abrí!
Las conexiones ínfimas son producidas por experiencias que se
repiten segundo a segundo, como una marea interminable en el túnel del
tiempo. Las lágrimas se derramaron sobre el suelo y dejaron tras de sí
húmedas sombras en la oscuridad de la habitación. Todo lo que
intentamos corregir ya no tiene reparo, todo fue realizado de antemano,
premeditado por justificaciones mayores. La puerta sonó otra vez y el
momento de expectación llegó al oírse el chirrido de los goznes. Antes
también creí que sería para siempre. No quiero perder esto que tengo
con vos, hoy. Quizá alguien halle la forma de limpiar sus errores y
comenzar de nuevo, aunque la fina línea que separa el amor del egoísmo
es brumosa e imperceptible. Nada es para siempre.
Búsqueda
No encontré lo que estaba buscando. La lámpara del pasillo
oscilaba de un lado a otro, la puerta del departamento estaba entreabierta.
Por la pequeña abertura se colaba la oscuridad, disolviéndose en el
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corredor. Me acerqué, empujé lentamente la puerta con el pie —para no
dejar huellas— y, tras dos pasos, era uno con el cuarto. Oí los crujidos de
la carne descompuesta bajo mis pies; imaginé un tabique partiéndose ante
mis pisadas. El hedor del tiempo perdido ensuciaba las paredes. Sobre
mis zapatos percibí el tenue y escurridizo movimiento de la frágil muerte
acercándose. Lo sabía, alguien había muerto allí. ¿Un cuerpo o un alma?
No podía decirlo con exactitud. Encendí la linterna, barrí el comedor, y
me detuve a observar las cucarachas que corrían sobre las cajas de pizza
y ropas sucias. Ya no había cadáveres y seres extraños tomándome de los
tobillos, sino una persona que había huido de su propio pasado. Mi error
consistía en querer seguirle la pista.
Si el equivocado era yo, no había nadie para culparme por ello. No
comprendía cómo, pero García, alias El Vigilante, se había escapado sin
dejar rastros. ¿Rastros? Debería retractarme: había dejado los suficientes
rastros como para comprender que, muy en el fondo, seguía siendo
humano. ¿Por qué lo buscaban? Drogas, prostitución, robos… No me
habían explicado nada, solo que tenía que atraparlo, vivo o muerto, y
pagarían mi recompensa. Lo que quisiera averiguar, además de poseer su
foto y las inútiles direcciones, debería hacerlo por mi cuenta.
Cambio
El árbol, al lado del monumento de San Martín, estaba seco, flaco,
las ramas separadas unas de otras; un anciano con artritis hubiera tenido
mejor aspecto. El tronco nudoso se incrustaba en ese intento de maceta
gigante de cantos rodados que habían construido alguna vez a su
alrededor. Marrón sobre grises que iban quedando atrás, era tan fuerte
que el más poderoso viento no lo movería; las tormentas y las ráfagas
incontrolables, las lluvias, los relámpagos no lo asustaban. ¿Y quién diría
que se percataba de todo ello? Como todo ser que se preciara de serlo,
vivía. Vivía a su manera. Inerte, incomunicado, aislado de los demás;
unido por las raíces que reptaban por debajo de la tierra, podía sentir el
latido del mundo, un corazón rojo palpitando en sus últimos alientos,
entregando aire por veneno. Y así sería todo, inevitable. Entregar algo
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por algo; tiempo por tiempo, vida por vida. Y una rueda infinita
corriendo para atrás, enormes manecillas de un reloj huyendo del fin en
sentido contrario, evitando llegar al colapso. El árbol percibía todo
aquello y entregaba vida. Se acababan sus fuerzas, se agotaban sus días.
Y se entregaba por los otros de manera instintiva; tal vez sus acciones
hubiesen sido otras si su entrega estuviese determinada por la lógica de la
razón.
El suspiro del sol entre las nubes actuaba como profeta de mejores
tiempos. El último día del invierno presagiaba una temporada de colores
vivos, de buena fortuna, de jornadas de descanso. En fin, una temporada
de cambios, de renovaciones. Fernando había dejado atrás Florida y la
cueva donde le habían pagado por su trabajo… un trabajo a medias,
porque alguien lo había atrapado primero. Él era un buen detective, pero
ahora empezaba a sospechar sobre la naturaleza de aquellos que lo habían
contratado. En su mochila llevaba los billetes y el libro de Asimov.
Auriculares conectados al celular, sonaba The End de Kings of Leon. A la
derecha se alzaba la Torre de los Ingleses, en un intento de desgarrar los
nubarrones.
Esperaba para cruzar Santa Fe, abordaría la línea C, combinación
con la D, y estaría en casa en menos de media hora. Estaba cansado,
había sido un mes duro. El Vigilante hacía bien su trabajo y la mayoría
de sus crímenes no salían a la luz, por lo que Fernando tomó conciencia
acerca de la real manipulación del gobierno sobre los medios de
comunicación. La policía tampoco quería verse inmiscuida, y sabiendo
que todas las víctimas eran delincuentes buscados, nadie le daba
importancia. El Vigilante hacía su trabajo, aunque, tal como parecía, se
había topado con alguien que tenía contactos que pisaban fuerte. La
teoría plausible: un hermano, o quizá un padre, en busca de venganza —
no había que ser detective para llegar a dicha conclusión—. La carta
había aparecido por debajo de la puerta: Señor Taborda, lo espero esta
tarde, 3 en punto, en la esquina de Plaza Serrano. Llevo lentes negros.
Sus clientes no siempre eran tan suspicaces; así y todo, concurrió a la
cita. Como era de prever, tuvo que adivinar en qué esquina de la plaza se
hallaba el remitente. Lentes negros, el único rasgo distintivo. El hombre
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le entregó un sobre de papel madera y se marchó. Fernando supo al
instante que ese tipo no era su cliente, sino un simple intermediario, tal
vez contratado para esa única ocasión; cuantas menos pistas lo llevasen
con el verdadero cliente, mejor para ambos: para el detective y para aquel
que solicitaba su trabajo. De vuelta en su casa, revisó el contenido: la
carta donde se le explicaba la situación y la sutileza a la que debería
encomendarse, la foto del sospechoso y las direcciones. En la carta,
además, se le explicaba que, cuando el encargo estuviese resuelto, podría
llamar al número de teléfono que figuraba al pie y, así, recibiría otra
notificación donde figuraría el lugar y la fecha para retirar su
recompensa: una módica suma de $30.000 pesos.
Había buscado y había hallado, pero no lo que esperaba. Le habían
pagado la mitad de lo pactado, y él, sin querer levantar sospechas, había
aceptado de mala gana. El Vigilante era un justiciero a su manera,
quitaba para que otros no quitaran. Asesinaba para que otros no
asesinaran. Buscaba el cambio, induciendo a la mejoría por métodos
poco ortodoxos. Un hombre fuera del tiempo, aislado de todo aquello que
existía; desarraigado por completo del pasado y del futuro.
Clavó la vista en el suelo y, sobre el cordón, vio un cuaderno. Se
agachó y lo tomó entre sus manos; limpió la tapa rosa, sucia de hojas
secas, y lo abrió: Si me encontrás, comunicate conmigo. Firmaba una tal
Ana, y más abajo figuraba el número de un teléfono celular. Mientras
esperaba a que el semáforo cambiara a verde, ojeó el contenido del
cuaderno: mapas conceptuales, párrafos sueltos, oraciones, rayas de
diálogo; eran los apuntes de una escritora. Fernando abrió la mochila y lo
arrojó dentro, apretado por la bolsa con billetes. El semáforo pasó del
rojo al amarillo y luego al verde. En sus oídos retumbaba la frase: This
could be the end. Se perdió entre la multitud y sus pasos se esfumaron en
el asfalto gris.
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Vigilia
Todos mueren, incluso aquellos que se creen inmortales. En la
vigilia somos eternos, perfectas representaciones de una flor que nunca se
marchitará. Pero, al despertar, retornamos a la mortalidad. La peor herida
es comprender que el mundo no se detendrá con nosotros; y desgarrados,
nos lanzamos a la certeza del deceso.
El Vigilante permanece en la vigilia, insomne, a la espera de
aquellos que cometen errores; los desarma, los castiga y carga con el
justo pecado por su error. Quitar vidas para no perder otras. El mundo no
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era mejor sin ellos, pero las manchas en el tapizado deberían limpiarse
una a una. Buenos Aires no reclamaba justicia, lloraba por justicia.
Mi espectro de la moral es ambiguo, desinteresado; no hago
justicia. Solo pienso en vivir: si debía quitar del medio a García, lo haría.
Si lo entregaba vivo, no me importaba lo que hicieran con él. Mi trabajo
es mi trabajo. No me ofrecieron mucha información al respecto, solo una
foto y algunas direcciones. Nada acertado para empezar una
investigación. Me las había ingeniado y estaba cerca. Al acecho, un
vigilante que vigila a otro.
Llamada
—¿Ana?
—Sí. ¿Quién habla?
—Hola, mi nombre es Fernando. Encontré tu cuaderno de notas.
Estaba en la plaza San Martín…
—¡Ay, qué bueno! No sabés el tiempo que estuve buscándolo.
¡Gracias!
—De nada, si querés…
—Revisé por todos lados, moví todos los muebles. Soy una
boluda, perdón, una despistada.
—No te hagas problema. Si querés nos podemos ver en algún lado.
—Dale. ¿Te queda bien el lugar donde lo encontraste?
—Hoy estaba de paso, pero bueno. No tengo nada que hacer. Nos
encontramos ahí, en la parada del 152. Decime día y horario.
—Mañana a las seis, ¿te parece?
—Perfecto. Voy a llevar, déjame pensar… Una remera azul.
—Dale. Yo una roja.
—Bueno, entonces, será hasta mañana.
—Hasta mañana.
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Encuentro
La ciudad es una colmena repleta de ideas a medio procesar, un
escupitajo de escombros untados de polvo erigidos sobre vidas acabadas
y truncadas por los pesares de los desencuentros. Capas tras capas de
miasma, rezumando olores y ruidos. Equivocaciones reparadas y errores
eternos, paseos sobre los recuerdos de muertos reducidos a huesos y
cenizas. Y entre la pesadumbre cotidiana se levantan compromisos a
primera vista; colisiones internas, inexplicables; sentimientos profundos
retumbando desde el origen de los tiempos. Seres hechos el uno para el
otro. Latidos puros y respiraciones agitadas.
Una sonrisa se dibujó entre la gente. Fernando la contempló de
arriba abajo: el jean no muy ajustado, la remera roja, el pelo castaño
hasta los hombros, ojos marrones. Y una sonrisa que sobresalía de entre
las demás personas que hablaban y gesticulaban. Ella miraba para todos
lados. Él se acercó y sonrió.
—Hola.
—Hola —respondió ella.
—Ya te estás riendo y todavía no me conocés…
—Es que cuando estoy nerviosa, me río sola.
Él abrió la mochila y le dio el cuaderno.
—Gracias.
—¿Querés tomar algo? ¿Un café? Pago yo… no te hagas
problema.
Fernando rió.
—No sé. No quiero abusarme.
—Yo invito.
Caminaron hacia la esquina del bar en Esmeralda y Santa Fe y se
sentaron en las mesas que estaban en la vereda. El olor al café y los rayos
del sol muriente cincelaban el comienzo de la noche.
—¿Escritora, no?
—Sí, algo así…
—¿Algo así?
—Sí. Digamos que soy escritora, pero no de best-sellers…
—Es mejor así.
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—¿Por qué?
—Porque los best-sellers son muy industriales, mucho material
trillado. Prefiero lo under, los autores desconocidos.
—¿Vos escribís? Tenés pinta de escritor.
—No. Pero soy un lector de primera. Fanático de los libros. De la
ciencia ficción.
—¿En serio?
—Sí…
—La novela que estoy escribiendo ahora es de ciencia ficción.
¡Qué casualidad! ¿Vos no habrás leído mi cuaderno y ahora estarás
tratando de engañarme?
—No. Lo abrí para ver qué había adentro. Pero no leí nada. Me di
cuenta de que sos escritora por el estilo de anotaciones.
—Sí… —Ana murmuró por lo bajo y sonrió.
—¿De qué se trata tu novela?
—Eso es algo que no deberías preguntarle a un escritor.
—Como quieras. De todas formas, no voy a robarte ninguna idea.
—¿Puedo confiar en vos?
—Por supuesto. Soy una tumba.
—Bueno. Hay un asesinato en una nave espacial. Los sospechosos
son los cinco tripulantes que quedan con vida. El muerto empezó a largar
espuma por la boca, intoxicado. A medida que corre el tiempo, van
saliendo a la luz las historias ocultas de los tripulantes que quedaron con
vida, hechos oscuros. Todos sospechan de todos. Pero, al final, ninguno
es el culpable: el muerto se había tragado una pastilla con veneno de
efecto retardado antes de subir a la nave. Se suicidó.
—Me contaste toda la historia.
—Sí. De todas formas, dentro de poco va a estar a la venta. Ya está
en manos del editor.
—Qué bien. Una escritora consagrada…
—No me hagas reír. ¿Sabés lo que me falta?
El café había desaparecido de las tazas blancas. La luna estaba en
lo alto, iluminando Retiro como un farol. Los dos se pusieron de pie, él
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pagó la cuenta. Cruzaron hacia la parada del colectivo 152, anaranjada a
causa de las luces de la plaza.
—Bueno —dijo él—, yo me quedo acá. Ahí viene el bondi. Vivo
en Palermo y me deja justo.
—Dale.
Se saludaron. Ana lo miraba y, cuando el colectivo frenó,
Fernando se dio vuelta.
—¡Ana!
—¿Qué?
—Tenés una sonrisa hermosa.
Ella se sonrojó.
—¿Estás muy apurado?
Las dos personas que estaban en la fila, por detrás de Fernando, se
impacientaron porque él no subía al transporte. Les dio paso y se acercó a
Ana.
—¿Por?
—¿Querés venir conmigo?
—Depende…
—¿De qué depende?
—De lo que vos quieras.
—Yo quiero que vengas.
Cercanía
Desmoronándose, parte a parte; lo que yo sabía estaba acabado.
García —El Vigilante— me había despistado. Tenía la certeza de que lo
estaba persiguiendo. Alguien que irrumpe en las puertas de la sociedad
sin ser visto y comienza a cagar en todos lados tiene que ser muy
inteligente o muy estúpido. Y El Vigilante no era estúpido, doy fe de
ello. Yo estaba cerca, incluso lo había visto de lejos al entrar en una
galería en Corrientes y Uruguay. Me planté en la entrada pero nunca
salió. ¡Dos horas estuve! Tenía sus trucos. Tal vez era mago, o maestro
de los disfraces. Un tipo hábil, no me caben dudas. O quizá no era él y lo
había confundido con otro hombre. Allí entraba el derecho a la duda,
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donde la lógica queda aparte. Nos movemos gracias a patrones
predeterminados, decisiones preestablecidas. ¿Qué sucede cuando eso
cambia, cuando no sabemos qué va a suceder después, cuando no
podemos ver la piedra que yace en el camino para evitar tropezarnos?
Caemos o caemos. Caemos y nos quedamos tirados en la banquina;
caemos y nos levantamos. Todo se reduce a las decisiones.
Unión
Todo en esta vida se une, lo bueno y lo malo. Como las ciudades,
con sus arterias, sus venas, sus calles pavimentadas. Todo, una red
compuesta de puntos en el pasado, en el presente y en el futuro; pequeños
detalles que van quedando relegados y que, al final, son los hacedores de
las situaciones esenciales de nuestra existencia.
Una mano que sostiene a otra mano. Los labios húmedos que
chocan, dos bocas se besan. La remera roja cae en la oscuridad del
cuarto, una gota de sangre surcando una piedra de lignito. Un susurro
femenino. Antes también creí que sería para siempre. No quiero perder
esto que tengo con vos, hoy. Otro susurro, esta vez masculino. Nada es
para siempre.
Decisión
Nuestras decisiones se reflejan en grandes círculos concéntricos,
afectando a los demás, como las gotas de lluvia en los charcos de las
veredas; expandiéndose entre pequeños oleajes, entre pequeñas ondas
cristalinas que se unen con otras decisiones. Todo afecta al resto, nada
nos atañe solo a nosotros. Como el gato negro que mira y mira, y sigue
mirando; piensa, y gira en torno a una decisión: saltar de tejado a tejado,
surcar el abismo de seis metros que lo separa de su objetivo. Sus ojos
amarillos brillan en la noche y entre los movimientos se dispersan y se
pierden con el resplandor de las estrellas. Observa, premedita, calcula y
medita: saltar, llegar al otro lado o caer. ¿A qué le teme? ¿A no cumplir
con su objetivo o a la caída misma? Tal vez no se lastime con la caída,
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pero no sabe si tendrá las fuerzas para levantarse. ¿Acaso no había
sucedido antes, no había caído? Y ahora estaba de pie otra vez;
decidiendo. Camina con sigilo al borde del techo del edificio; abajo está
la calle, los autos, las luces, la gente. La ciudad. Toma carrera, cambia de
posición. Duda. Maúlla, rezonga. Echa las orejas para atrás, sus pupilas
se contraen. Ha tomado una decisión. La decisión. Salta.
Fernando lo observaba desde la ventana mientras Ana dormía.
Final
Le había seguido la pista durante varias semanas, hasta que todos
los puntos confluyeron en aquel depósito abandonado en Barracas. Iba
solo, como siempre; el frío que helaba Buenos Aires despeinaba mi
cabello y acercaba navajas a mi rostro. El óxido del techo de la fábrica se
mezclaba con el anaranjado relumbre de las farolas. En la entrada, temía
que el olor herrumbroso del moho adherido a las paredes de ladrillo
agrietado se mezclara con la pestilencia de mi sudor; por suerte, no fue
así: mi nariz estaba lo bastante tapada de mocos como para percibir algo
que me provocara náuseas. El invierno era duro pero ya estaba por
acabarse. De una patada, abrí la puerta y todas mis esperanzas sobre los
olores se vino abajo. El haz de mi linterna atravesó el interior oscuro y le
dio forma a siluetas siniestras que se disipaban a medida que mis pasos se
hacían más fuertes. El hedor ferroso de la sangre, de la carne quemada y
del plomo de las balas recién disparadas flotaba en el ambiente. El viento
gélido soplaba afuera y limpiaba el lugar. Alguien lo había encontrado
antes que yo. Alguien se me había adelantado. Alguien me había
ahorrado el trabajo de verlo, aunque sea una vez, a los ojos, y percatarme
de que su vida se desprendía, poco a poco, de su cuerpo inerte. Busqué en
la agenda de mi celular y llamé. Vivo o muerto, había cumplido con mi
trabajo.
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Caída
El día y la noche es una sucesión perpetua de soles que mueren y
lunas que renacen. Sobre los techos de San Telmo puede verse el alba en
todo su esplendor, oculto vagamente entre el humo de los autos; un
amanecer gris, el traspaso de un punto a otro, una cuerda floja entre lo
que es y lo que será.
—Gracias por venir.
—Gracias por invitarme.
Ana y Fernando bajaron por la escalera y salieron al pasillo que
daba a la calle. Lo traspasaron, apretados y riendo, y se detuvieron en la
vereda. Él era unos diez centímetros más alto y por eso ella lo
contemplaba desde abajo, su mirada marrón y su sonrisa pura. Estaban
tomados de la mano.
—¿Nos veremos otra vez? —preguntó ella.
—Si vos querés…
—¿Vos querés?
—Sí.
—No me dijiste tu apellido…
—Taborda.
—¿Fernando Taborda? Suena bien. Puede ser algún personaje de
novela.
Los interrumpió el ronroneo de un motor. La velocidad del coche
ni siquiera le dio tiempo a él a anotar la matrícula. El hombre que se
había asomado por la ventanilla trasera podía ser cualquiera, podía
cruzarlo en Retiro, en Paternal, en Caballito, en Once… El hombre
disparó y le acertó a Ana. Por instinto, Fernando se arrojó al suelo. El
coche siguió su camino por la estrecha calle empedrada.
Cuando la tomó entre sus brazos, Ana no respiraba, y la remera
roja se entremezclaba con la sangre. A través de los rastros que deja el
pasado, las penas y los corazones rotos colapsan el mundo.
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Resurrección
Las conexiones ínfimas son producidas por experiencias que se
repiten segundo a segundo, como una marea interminable en el túnel del
tiempo. Todo lo que intentamos corregir ya no tiene reparo, todo fue
realizado de antemano, premeditado por justificaciones mayores. Quizá
alguien halle la forma de limpiar sus errores y comenzar de nuevo,
aunque la fina línea que separa el amor del egoísmo es brumosa e
imperceptible. Nuestras decisiones se reflejan en grandes círculos
concéntricos, afectando a los demás, como las gotas de lluvia en los
charcos de las veredas; expandiéndose entre pequeños oleajes, entre
pequeñas ondas cristalinas que se unen con otras decisiones. Todo afecta
al resto, nada nos atañe solo a nosotros. Todo en esta vida se une, lo
bueno y lo malo. Como las ciudades, con sus arterias, sus venas, sus
calles pavimentadas. Todo, una red compuesta de puntos en el pasado, en
el presente y en el futuro; pequeños detalles que van quedando relegados
y que, al final, son los hacedores de las situaciones esenciales de nuestra
existencia.
El suspiro del sol entre las nubes actuaba como profeta de mejores
tiempos. El último día del invierno presagiaba nuevas decisiones.
Fernando esperaba para cruzar Santa Fe; clavó la vista en el suelo y,
sobre el cordón, vio un cuaderno. Se agachó y lo tomó entre sus manos;
limpió la tapa rosa, sucia de hojas secas, y lo abrió: Si me encontrás,
comunicate conmigo. Firmaba una tal Ana, y más abajo figuraba el
número de un teléfono celular. Mientras esperaba a que el semáforo
cambiara a verde, ojeó el contenido del cuaderno: mapas conceptuales,
párrafos sueltos, oraciones, rayas de diálogo; eran los apuntes de una
escritora. Abrió la mochila para guardarlo pero, ante la visión de la bolsa
con billetes, dudó y se arrepintió. Depositó el cuaderno en el cordón,
donde lo había encontrado. El semáforo pasó del rojo al amarillo y luego
al verde. En sus oídos retumbaba la frase: This could be the end. Se
perdió entre la multitud y sus pasos se esfumaron en el asfalto gris.
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La persecución
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Soñó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el dólar.
JORGE LUIS BORGES, El otro.
No somos meros enjambres unidireccionales, somos más que eso.
En la gran ciudad perdemos y dejamos, también ganamos. Como
hormigas salidas del hormiguero, de alguna manera no intuimos a los
otros pero contribuimos con sus vidas, participamos en su existencia. Lo
que me lleva a pensar que estamos conectados de alguna manera. Tal vez
seamos menos que motas de polvo en un rayo de sol ingresando por la
ventana un sábado a la mañana; quizá, allá afuera, sobrepasando los
límites del ojo telescópico más agudo y avizor, haya gigantes con mentes
infantiles o enanos con mentes gigantes —como nosotros—. Pero aquí,
en un entramado de pensamientos, se alza una ciudad. Su nombre no es
Torón, es Buenos Aires. Donde suceden hechos raras veces explicables,
donde las luces nocturnas se mezclan entre los cuerpos de los
transeúntes. Pero anterior a la llegada de los aires noctámbulos, el
crepúsculo juega a las escondidas detrás del Obelisco, creando una
mancha entre negra y naranja sobre los edificios que acarician el cielo
nublado.
Las sombras escarlatas se estiran hacia el este por la 9 de Julio en
una carrera determinada por la aparición de la noche. Esquivo a las
personas, golpeamos nuestros hombros. Cruzo Corrientes y las
parpadeantes pantallas, como flashes de enormes cámaras fotográficas,
me encandilan. Temeroso de perderle el rastro, estiro el cuello para ver
por encima del amontonamiento. La muerte del día, como fuego, lame las
nubes y las pinta de rosa y rojo. Nadie mira hacia arriba; yo lo hago por
momentos, calculando el tiempo de manera mental. Lo veo, casi, a una
cuadra de distancia. Atraviesa Lavalle. Paso por el kiosco de la esquina
de la peatonal, donde él estaba hace unos segundos, y a unos metros de
distancia, un muchacho demacrado, con ropas deportivas anchas, le roba
la cartera a una mujer y se pierde entre la gente. La mujer grita, aterrada.
Un hombre se acerca, habla con ella y la señora se lanza a llorar. El llanto
se pierde con el ruido de los colectivos en el metrobus. No hay policías,
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nadie que atrape al ladrón. No soy quién para entrometerme. Sigo mi
camino mientras las sombras se alargan aún más.
Pasamos por Tucumán y Viamonte. Casi lo alcanzo, él traspasa
Córdoba y el semáforo me frena justo cuando estoy por atraparlo. La luz
roja me detiene, y la verde le brinda el libre paso a los autos que se
dirigen hacia Callao. Me pierdo en los faroles direccionales del 106. Ese
número me trae recuerdos. No puedo pensar: del rojo al amarillo y luego
al verde. Caminamos como ovejas al corral. En la dirección opuesta, una
joven me guiña un ojo. Podría detenerme y seguirle el juego. Pero es solo
una suposición… podría, pero no. No puedo ahora.
Paso por el Pestana, con el techo de su entrada en forma de cúpula.
Paraguay queda atrás. Lo veo doblar a la derecha, en la esquina del
California Burrito Co. Veinte segundos después, realizo el mismo
movimiento. Ahora que se puede circular casi libremente por Marcelo T.,
hay menos personas y mayor visibilidad. El sol muriente en mi espalda;
mis sombras, al igual que mi objetivo, por delante. Abrigo la idea de
echar a correr y alcanzarlo; podrían confundirme con uno más de los
asaltantes de esta bella y torturada ciudad. Simplemente apuro mi paso.
La cerrazón aparece, dejando una suciedad bermellón en el oeste
como resabio del crepúsculo. Él dobla hacia la izquierda en Esmeralda.
Lo tengo a pocos metros, estamos por llegar a Santa Fe. En la esquina de
enfrente, un hombre y una mujer, en la vereda del bar, me miran y
continúan con su charla mientras el café se les disuelve en las tazas; ella
sostiene un cuaderno abierto, él la mira embelesado. Retorno a mis
pensamientos; toda esta persecución habrá valido la pena. Un acto de
justicia en una ciudad donde los días ajetreados se confunden con las
noches escabrosas. Donde las desilusiones de los falsos amores se
enlazan con los asesinatos sin sentido; donde el roce de una mano en el
subte es la causa para una relación efímera; donde las verdades se
confunden con las mentiras y el misterio se torna esquivo.
Soy el eco de una pizca de honor donde se alza una ciudad llamada
Buenos Aires.
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Le doy alcance. Él se da vuelta, estoy seguro de que se sorprende
al verme. Por su expresión, mi rostro le resulta familiar. A mí también el
suyo. No puede tener más de treinta y cinco, auguro.
—Disculpame —digo con la voz ronca—. En el bondi se te cayó la
billetera —me tomo mi tiempo para respirar—. Te vengo siguiendo
desde el Obelisco.
—No es mía —responde él.
—¿Estás seguro?
—¿De qué puedo estar seguro en esta ciudad? —Su mirada se
bambolea de un lado a otro— Esa billetera no es mía. Incluso esta vida,
tal vez, no me pertenezca.
Frunzo el ceño, pasmado.
—No sé de qué estás hablando…
—¡Vamos che! ¿Justo vos no sabés? Hablo de que quizá seamos
simplemente el reflejo de un sueño.
Me acuerdo de Borges, no sé si por la alusión al reflejo o por el
episodio enigmático. Sonrío nervioso, algo confundido. Él se da la vuelta
y se pierde entre la multitud. Quizá se encamina hacia la plaza San
Martín o a la Torre de los Ingleses. Yo me quedo parado, viendo sin ver a
la gente que transita alrededor mío. Abro la billetera: no hay dinero ni
identificaciones. La dejo caer al suelo y desaparecer entre las pisadas de
la muchedumbre. También desaparezco.
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Accidente
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Se caen los mundos y empiezan de nuevo. La reestructuración se
produce al verse destruidos los pocos factores que construyen el azar.
Restablecidas las cuerdas que vibran y dan forma a las realidades, las
decisiones se tornan dioses para los humanos. Aunque, sin pensarlo dos
veces, la aleatoriedad es la determinante entre el día y la noche, la luz y
la oscuridad, la vida y la muerte...
El sonido crepitante; la interferencia llegó como una flecha
clavándose en sus tímpanos. Laura acomodó sus anteojos y ajustó la
señal de la radio en el celular, pero el locutor ya no se oía. Bueno, sí lo
oía, pero era un eco distorsionado. El tipo estaba un poco loco, hablaba
del destino como ser supremo y después lo rebajaba como la peor mierda
del mundo. ¿Del mundo? De los mundos, diría el locutor. La
multiplicidad de realidades, la bifurcación de dimensiones, ese tema era
muy interesante… Pero para alguien que no tenía nada que hacer, no para
aquellos que llegaban tarde al trabajo porque la alarma no había sonado.
¿A qué despertador se le ocurriría agotar sus pilas un lunes por la
mañana? ¿Qué dirían en el trabajo? ¡Laura estuvo de joda todo el fin de
semana! Y el gerente, con su mirada inquieta, observándola de arriba
abajo, preguntando: “¿Laurita, pasó algo? Vení, pasá a mi oficina,
contame”. ¡Por Dios! ¡Cómo le miraba las tetas! Asco le daba… Asco.
Por favor, ese sí que era peor que el loco de la radio. El loco, así le
gustaba llamarlo. No locutor, no el tipo de la radio, sino el loco. Un loco
que le caía bien; porque sino, no lo seguiría escuchando todas las
mañanas. Había algo en él que la atraía, no su voz ni su supuesta
galantería. Algo más. Los mundos. Eso era algo que a ella le hacía
pensar, y las conclusiones de esos pensamientos, muchas veces (la
mayoría, quizá) le producían escalofríos. Cómo una decisión determinaba
el resto de los eventos próximos. Cómo cambiaba la realidad a partir de
tomar un camino o el otro. Y se preguntaba si esas dos, o más, realidades
podían convivir en líneas paralelas o en algún momento podían cruzarse.
¿Ella podría encontrarse con una Laura de otro mundo? ¿Qué sucedería
entonces? ¿Una de las dos desaparecería? ¿Podrían permanecer las dos
en un mismo plano? ¿O tal hecho nunca podría llegar a darse, nunca
cabrían dos Lauras en una misma realidad?
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Basta de reflexiones, así nunca llegaría al trabajo. Pasaban los colectivos
y dudó; tal vez el embotellamiento en la 9 de Julio fuera peor. Ah, no. El
metrobus… Ahora estaba el metrobus. Llegaría, sí, llegaría. El colectivo
estaba justo a media cuadra. Laura corrió, pero el chofer, (el muy hijo de
puta, pensó) cerró la puerta y arrancó. ¡Dale, nomás… hoy me
descuentan el presentismo! Se sacó los auriculares porque vio venir un
taxi. Se acercó al cordón y levantó la mano, pero una diminuta gota de
agua de un aire acondicionado cayó sobre los anteojos y ella perdió
visión. ¡La puta madre, aires acondicionados de mierda, parece que
lloviera hasta en verano! Mientras buscaba un pañuelo descartable en la
cartera, un hombre se le adelantó, subió al taxi y este arrancó. Pegó un
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grito (que se escuchó en la China, aseguraría ella más tarde) pero el
coche ya estaba en marcha. A través del cristal mojado, lo vio alejarse.
¿Por qué a mí? ¡No voy a llegar nunca!
El sonido crepitante; la interferencia llegó como una flecha
clavándose en sus tímpanos. Un estruendo atronador, cegando los demás
ruidos. La camioneta se había incrustado en el costado derecho del taxi:
blanco sobre negro y amarillo. El asfalto empezaba a teñirse de sangre:
rojo sobre gris. La gente se acercó corriendo, ella entre la multitud. El
conductor de la camioneta estaba muerto, había salido despedido por el
parabrisas y yacía en el techo del otro vehículo. El taxista se había
reventado la cabeza contra el vidrio pero, al parecer, el airbag le había
salvado la vida. El tipo que le había robado el taxi era un amasijo de
carne y… bueno, carne sanguinolenta con corbata (esa era la mejor
descripción).
Empezó a caminar, rumbo a su trabajo, todavía aturdida. Pensó en
la gota, pensó en los factores que habían influido sobre los
acontecimientos. Pensó que podría estar muerta en ese mismísimo
instante. Se puso los auriculares de nuevo, el loco seguía hablando. Y
todos los mundos seguían girando.
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El árbol muerto
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1
No había luna en el cielo, tal vez las estrellas fueran las únicas
valientes como para asomarse por entre las nubes. La parrilla, amurada a
la pared, se encontraba en la parte trasera de la casa; más allá había un
amontonamiento de árboles que podría ser considerado un pequeño
bosque. Las llamas que despedían las brasas lamían el aire con voracidad.
—¿Entonces qué vas a hacer? —preguntó Daniel.
—No sé. Si me voy, correré el riesgo de dejar todo esto atrás.
Un ruido entre las ramas desconcentró a Daniel.
—¿Oíste eso? —preguntó mientras giraba la cabeza hacia los
matorrales.
—¿El qué?
Cuando ambos aguzaron la vista, dos ojos rojos se perdieron en la
oscuridad.
2
No es que creyera que no los había visto. Estaban ahí. La oscuridad
no me asusta, pero tampoco es mi mejor amiga. Por lo menos, tengo la
certeza de que Daniel también los vio. La parrilla, las brasas ardiendo, el
farolito, las estrellas: la iluminación suficiente como para distinguir algo
entre la maleza. El viaje me preocupa, pero cuando todo lo que evité
durante mi vida apareció de golpe, moviendo los arbustos... Me quedo
por Dani: se peleó con la novia y él dice que el fin de semana es idóneo
para tomar distancia. El viaje también me servirá para tomar mi distancia
con ciertas cosas. Pero esos ojos rojos perdidos en la noche, ocultos en el
bosquecito. Tal vez no puedo dormir porque el colchón es muy duro. Sé
que, a la mañana, todo esto parecerá un sueño más.
3
No dormí bien. Soñé con el ruido de fuegos artificiales, pero en las
ventanas no había luces. En la playa no había luces. Explosiones, pero
¿dónde?
El sol se asomaba y cerré los ojos. Dos horas después me levanté.
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Estaba en la escalera cuando escuchó ruidos en la cocina. El frío se
colaba por la ventana de la planta baja y se arrepintió de los pantalones
cortos que llevaba puestos.
—Asesinaron al asesino de asesinos… Lo acabo de escuchar en la
radio —Daniel alzó la cabeza—. Buenas, ¿estás mejor? —preguntó
mientras ojeaba el diario. Acomodó el café en la mesa, disponiendo las
cucharas y las dos tazas alrededor de la jarra.
—¿Por?
—Una pregunta a la vez.
—¿Por qué debería estar mejor?
—Estuviste gritando hace un rato.
—Y no me despertaste...
—¿Cómo querías que te despertara si no dormiste en toda la
noche?
—¿Y vos cómo sabés eso?
—Pelotudo, te la pasaste tosiendo.
Marcos mostró cara de preocupación. Frunció el ceño.
—¿Qué es lo que gritaba?
—No sé, no entendí un carajo.
Ambos se quedaron mirando por el ventanal hacia las olas que se
peleaban más allá de los montículos de arena.
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No encuentro conexión con los gritos. Y tampoco con las
explosiones. A menos que los ojos rojos tuvieran algo que ver en todo
eso. Salimos de la casa y junto a la parrilla, donde el terreno linda con el
matorral, vi dos pisadas. Dani les pasó por arriba y las borró.
—¡Cuidado! —dije.
—¿Qué?
—Las pisadas.
—¿Dónde?
—Ya les pasaste por encima. Parecían las de un perro grande, un
lobo.
—¿Un lobo? En Las Toninas no hay lobos...
—¿Y los ojos de anoche?
—¿Qué ojos?
—Los que vimos cuando hacíamos el asado.
—No era nada. Efectos de la luz y el cansancio, ruidos... —me
miró esperando una réplica. No di el brazo a torcer. —¿Te asustaste?
—No...
—¿Entonces por qué gritabas?
—Dale, che. Ya está.
Salimos del terreno, cruzamos la calle y nos enterramos en las
dunas.
5
La arena se mezcla con el agua, el agua con el cielo. Dos manchas
entre lo dorado se acercan. Una tercera mancha, veloz, se une al dúo.
Daniel acarició al perro, el único habitante de la playa además de
ellos dos. Marcos se agachó y tomó un guijarro entre las manos. En las
piernas le quedaban los restos de espuma y arena húmeda a causa de una
ola imprevista.
—¿Estaría bueno ser como los perros, no?
Daniel lo miró perplejo.
—¿Ahora te agarró la filosofía? El que se peleó con la novia soy
yo.
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—Porque los perros no tienen noción del pasado ni del futuro —
Marcos hizo una pausa y tosió—. Están presos en un presente infinito,
gobernado por impulsos impredecibles.
—¿Qué decís, boludo?
—Que estaría bueno ser como los perros.
6
El domingo se pasó rápido. Dani me alcanzó hasta Uribelarrea,
después siguió hacia Capital. Lo conozco y sé que se va a arreglar con
Mica. En la autopista casi ni había autos. Pastos de un lado y del otro,
algunos postes de luz perdidos, bosques, y llegamos a los caminos de
tierra. Tengo dos bolsos, los saqué de la parte de atrás del auto y me bajé.
—Suerte —le dije.
—Gracias, cualquier cosa: me llamás...
Dani se fue y quedé solo.
El casero parece un tipo copado. La mujer también. Me contaron
que tienen un hijo que a veces viene a visitarlos; que tiene veinticinco,
tres años más que yo; que se llama Nicolás. Les dije que yo acababa de
renunciar a mi trabajo porque estoy en búsqueda de algo mejor para mí
(para mi interior, dije exactamente); que mi vieja y mi hermana están
allá, en Avellaneda; que soy escritor (aclaré las comillas con los dedos y
les conté alguna que otra cosita sobre mis novelas y mis cuentos); les dije
que visitaba Uribe porque allí habíamos hecho un viaje con mi familia y
el lugar me encantaba. No les mentí, excepto en lo último.
7
Qué fácil confundo una mota de polvo cerca de mi ojo, o mi reflejo
en el cristal de la ventana, con un fantasma. Qué fácil los sueños, aunque
no los recuerdo, me persiguen una vez despierto. La habitación es chica
pero acogedora. Estoy acá por las respuestas que nadie me dio y las
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preguntas que no paro de hacerme. Recuerdo haber oído, durante la
noche, los golpes en las paredes y las pisadas afuera.
Julio y Ana, los caseros, me esperaban con el desayuno. Les pagué
por adelantado. Mejor prevenir que curar.
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A lo lejos, Marcos podía ver la iglesia y el edificio de la escuela.
Dejó atrás la cerca y se internó en el camino de tierra escoltado por
hileras de árboles a ambos lados.
9
Varios años atrás (2004), durante un viaje a Uribelarrea, el difunto
Germán Larrosa habló con su hijo.
—Marquitos, si algún día te sentís solo, dentro de este árbol vas a
encontrar la respuesta a todo aquello que te molesta.
Marcos lo miró sin comprender.
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Con el sol apuntando hacia su muerte repetida, se arrodilló en el
pasto y apoyó su frente sobre el árbol muerto que yacía de lado sobre el
suelo. El cadáver del tronco ocupaba el sitio que había ocupado siempre.
En su interior, muchos años antes, alguien había depositado un cuaderno
con solo tres palabras anotadas.
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Lo raro es que yo nunca lo hubiese imaginado. Y, a pesar de todo,
me siento atado a este lugar y a ese momento. Necesitaba volver y
comprobar que él me había dejado un mensaje, una señal, algo que
todavía nos pudiera conectar. El viaje me sirvió para distanciarme de mi
yo presente y tomarme de la mano con mi yo pasado. Me voy vacío, un
poco decepcionado. No hay nada. Absolutamente nada. Mi historia puede
servir, con suerte, para un cuento. Con mucha suerte, después de tantos
años, llegaré a completar más de una página.
Regresó a su casa y, por la noche, soñó con las ramas de un árbol
golpeando una ventana entornada. Despertó y se preguntó: ¿quién soy
yo?
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Espacio vacío
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Espacio vacío
Lugar desconocido
Diarios viejos
Vidas viejas
Mudo de ropa
De piel cambio
Como la serpiente
Eterno retorno
Al infierno
Saboreo la miel
Y esto que soy
Vibra y siente
Esto que soy
Desde un cactus
La vida aguarda
Entre espinas
De cielo raso
El verde del sol
Entre las hojas
Del verano infinito
Abrir mis alas
Graznar al viento
Quebrar tu voz
Que prende el fuego
De las estrellas
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Nada de nada
En mi cabeza
Quemadas las cenizas
Dispersas entre retazos
Del olvido
A la matriz retorno
Y enfoco
El lente
Te quiero así
Desnuda
Entre las olas
Entre las nubes
Celeste y azul
La ruta levanta
El asfalto partido
Una línea amarilla
Divide
Horizontes
Una caja encontré
Entre humedades
Palabras
Silencios
Caricias
Deseos
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Caída libre
Brisa gris
Ramas rotas
Tentado
Sigo
Te veo en la bruma
Y la marisma
Alza la cadencia
Fantasmas desaparecen
Cuando los miro
Sonríen y me dejan
Fantasmas
Viaje sin sentido
Hago
No comprendés
Sí, vos
Sí, vos
Es poesía y no la entiendo
Y la cuarta barrera
Despedazo
La silla tambaleándose
La mesa crujiendo
Mis dedos caminan
Sobre teclas marchitas
Son ideales
Nada más
Nada menos
Nada
Todo
Son ideales
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La pluma negra
La tinta azul
Mi sangre azul
Y no soy príncipe
Pero regreso
Nunca me alejé
Nunca estuve fuera
Siempre adentro
Adentro mío
Los mundos
Gotean
Sus inviernos sobre mí
Y soplan sus secretos
Emplazan mi alma
En derruidos cementerios
Adornados con guirnaldas
De rosas y sombras
Cualquiera de ellos soy
Todos ellos soy
Todos los mundos soy
Ninguno
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El doble
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El mundo desdoblado frente a sus ojos; se mira, pero su imagen se
distorsiona, cambia, es otro. Otros. Muchos. La imagen del espejo le
devuelve una diapositiva en la que no se reconoce, una instantánea de la
que intenta huir. Los años han pasado como vidas, haciendo estragos en
su cuerpo, en su alma y en su corazón. Desde los oscuros días en
Barracas, el olor del Riachuelo tiñendo los ataques a los galpones
abandonados, los crepúsculos vistos desde las ventanas rotas de las
fábricas. Se veía en otro tiempo tomado de la mano de aquella chica sin
nombre, en la plaza Quinquela Martín, besándola mientras los pájaros
volaban hacia sus nidos, aguardando la inminente llegada de las estrellas.
También había pasado noches enteras en la fábrica a la vuelta de su casa,
acompañado de otra chica y de sus amigos, jugando al truco. Le sonríe al
espejo porque no puede evitar percatarse de su aspecto misterioso:
recuerda la noche en la que jugaron al juego de la copa y un fantasma
golpeó los fierros en el fondo de la fábrica.
¿Cómo había llegado hasta ahí? A robar por el simple hecho de
tener más que los demás. A taparse el rostro con una media y amenazar
con un cuchillo a los peatones durante las noches. A llevar un arma en
cada incursión en la ciudad. Y le llegaba la cara de terror de aquella
anciana cuando el revólver se disparó sin previo aviso. Sus dos
compañeros, sus amigos de andanzas, se escaparon, corriendo y
golpeándose contra el marco de la puerta de la casa. Él había quedado
paralizado, una estatua envuelta en sudor frío, con el cuerpo desangrado
de la vieja a sus pies. Su novia de turno se olvidó de él. Cuando fue a
parar tras las rejas, su madre enfermó y murió. Ya no le quedaba nada
por lo que salir y querer sonreír otra vez.
Ahora, afuera, el mundo se desdobla. Como los libros que leía en
la cárcel, la imagen del espejo presenta distintos caminos. Su vida
también era así; en última instancia, la vida de todos era así. Distintos
caminos, distintos finales. Aunque, en fin, la última instancia de todo es
la muerte. Mundos girando, cambiando, segundo a segundo. ¿Si saltara
por la ventana en este mismo momento? ¿Si decidiera reventarse la cara
contra el espejo, colisionando así los dos reflejos? ¿Cuantos caminos,
cuantos finales, cuantos mundos? Cada decisión genera otra realidad,
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otro mundo, otro final. Por lo menos, eso era lo que decía el locutor de la
radio. Tal vez, aún, tuviera la oportunidad de escapar, de no verse
inmiscuido en todo ese asunto, porque, a pesar de todo, había un único
final para él. Lo había pensado y, sin embargo, el hombre que se hacía
llamar García parecía confiable, alguien manejado por una justicia
superior, pero justicia al fin. No podía negarse, García lo había rescatado,
lo había librado del tormento de la cárcel. Ahora estaba en deuda, y esa
deuda se pagaba con una sola moneda: la vida.
Suena el teléfono. Le da la espalda al espejo, observa su imagen
distorsionada por el rabillo del ojo. Levanta el auricular.
—Matías, ¿estás listo?
La voz del hombre es gruesa, decidida. Su salvador, su verdugo.
—Sí. ¿El lugar y la hora que acordamos?
—Exacto. Hasta entonces.
El vacío aparece del otro lado de la línea, García ha cortado la
comunicación.
Él se mira en el espejo. ¿Se parece al asesino de asesinos? ¿Es un
doble digno? Puede quedarse, renunciar a su trato, salvar su vida. Puede
cumplir con su deber, con su trato, morir. Hay dos caminos, o tal vez
más. Todo se desdobla. Los mundos se desdoblan. Su imagen se
distorsiona. Ahora es el otro.
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Salir del juego
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Día 1: Si divido el día en dos, luego tomo cada parte y la fracciono
en doce, y cada una de esas doce en sesenta y esos sesenta en sesenta,
obtengo el mismo día, con sus veinticuatro horas. Puedo pensar mil
maneras de evitar o forzar al tiempo, sin embargo, no puedo apurar la
velocidad de los sucesos. Debería esperar a que todo se recomponga, que
se acomoden las ideas. No es tan fácil; y menos cuando no puedo
recordar los pequeños detalles. Y allí reside el drama: en los detalles sin
importancia, los detalles pasajeros.
Para empezar, no soy detective. No soy bueno siguiendo pistas. Y
sé que esto no es una novela de Agatha Christie. Soy corrector literario,
mi querido Watson. Ergo, conozco muchas historias, las muchas formas
que tiene un crimen para ser resuelto, las desperdigadas pistas que puedo
hallar en cualquier sitio. Pero estoy falto de la astucia de Holmes, de
Lönnrot, o de Marlowe. Trabajo en mi casa, seis de los siete días de la
semana: los viernes voy a la editorial a entregar el material corregido.
Los trabajos me llegan por email, los escritores me llaman previamente.
No me muevo mucho, y, a pesar de eso, no supero los setenta kilos.
Me levanto a la mañana, desayuno mi café con leche y galletitas.
Miro las noticias, intento acomodar el poco desorden del comedor
mientras lidio con Mona, que se escabulle por todos lados. (Mona es mi
perra, y era cachorra cuando me mudé a este barrio y la rescaté de la calle
—vale aclarar, hace tres años—). Luego, en mi cuarto, prendo la
notebook y comienzo con mi trabajo. A la una de la tarde almuerzo y
continúo corrigiendo. Después de mi respetada merienda, a las seis, me
dedico a leer o a acabar con algún videojuego. Esa es mi rutina de lunes a
jueves. Los viernes, ya lo dije, estoy en la editorial. Los sábados hago las
compras, por la mañana, y entre el almuerzo y la merienda, corrijo. Antes
de la obligada pizza del sábado a la noche, voy a comprar helado, haga
frío o calor, a la heladería que está a tres cuadras, pasando la remisería.
No me acuesto muy tarde: no tengo muchos amigos y no siempre pasan
buenas películas en la tele. El domingo me despierto entre las siete y las
ocho; cuando casi está terminando el invierno, como ahora, el sol recién
está despuntando. A las ocho ya estoy listo para ir a comprar las facturas
a la panadería.
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Hasta acá quería llegar. Tomar nota sobre mis movimientos, y
tener en cuenta que, como yo vigilo a los demás, los demás, quizá, me
estén vigilando a mí. Por eso no quiero dar un paso en falso. Volvía por
Sarmiento, con la bolsa en la mano, doblé en Caxaraville hacia la
izquierda, y una vez más, en Nazar, a la derecha. A la vuelta de la
esquina encontré a dos ancianas frente a un bulto en el suelo y el hombre
que vive en la casa abriendo la puerta.
—Buenos días, ¿qué está pasando? —pregunta el tipo.
Me acerco más y veo una masa informe, sanguinolenta, en el suelo.
El tipo me mira.
—¿Qué pasó? —titubeo.
—Es un perro —me dice una de las viejas, llamada N.
—Sí, nos dimos cuenta —la interrumpe el tipo, creo que se llama
ED—. ¿Qué hace eso en mi vereda?
—Pará —le digo. Me acerco al cadáver (es evidente que es un
cadáver, el pobre animal ni se mueve). Lo miro con detenimiento: la boca
la tiene atada con un cable, la cabeza reventada a golpes, igual que el
lomo y las patas. Le ataron la boca para que no se pudiera quejar y no
alertara a nadie. Hay pedazos de vidrio marrón en el suelo. Es el Negro,
el perro callejero de la cuadra, que vivía acá, según los vecinos, desde
hace más de diez años. Y ahí está el primer hecho fallido que me juega
mi memoria: cuando iba a comprar las facturas, no me fijé si el Negro
estaba por los alrededores. Ahora lo recuerdo pidiéndome una medialuna
los domingos a la mañana. ¿Por qué me acuerdo de esto ahora y no
cuando salí de casa? Hubiera evitado semejante desastre, ya que es
evidente que el Negro no estaba en ese estado cuando pasé por ahí unos
diez minutos antes.
—¡Che, bajen la voz! —dice otro vecino, de la vereda de enfrente,
saliendo de la casa en jogging y campera. Su nombre es G. —Mi hijo
recién llegó de laburar, ¿pueden respetar? —G se acerca y queda
petrificado— ¿quién le hizo esto al Negrito? —pregunta.
Qué extrañas que son las personas: pasan de la furia con los
humanos a la compasión por los animales en un santiamén.
—No sabemos —dice N.
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Los tres hombres nos miramos.
—Voy a llamar a la policía —dice ED.
Se mete en la casa y a los quince segundos sale la esposa, vestida
con el camisón, totalmente desinhibida. Se pone a llorar y se mete
adentro de nuevo. Las personas van saliendo de sus casas y se acercan.
Veo caras conocidas y otras no tanto. No pude distinguir en ese momento
quiénes faltaban. Lo único que sé es que todos son de Nazar al 2000.
—Se me cagaron de risa —exclama ED cuando sale de nuevo—.
“Tírenlo en un descampado, maestro” me dijeron.
—Era de esperarse —responde NE, el chapista de la cuadra.
—No podemos dejarlo acá —dice G.
—Dame un segundo y te ayudo —dice ED entrando otra vez.
Las personas se dispersaron. N y la otra anciana son las últimas en
irse. G me mira.
—Voy a mi casa y vuelvo —le digo a G moviendo la bolsa con las
facturas.
—Dale —responde.
No tengo tiempo para perder. Entré, dejé la bolsa en la mesa, la
acaricié a Mona (diciéndome por dentro: “qué suerte que a vos te tengo
conmigo”) y salí.
Lo levantamos con una sábana vieja y lo enterramos en el baldío, a
dos cuadras de casa, donde hace muchos años había una canchita de
fútbol (todavía hay medio arco tirado en el pasto seco). Un pedazo del
vidrio marrón que estaba en el suelo quedó enganchado en la sábana: lo
quité y lo guardé en mi bolsillo.
—Y bueno che, son cosas que pasan —dice ED, tratando de
encontrarle una explicación a semejante crueldad—. Siempre hay algún
hijo de puta suelto.
Volví a casa, apenado. Una señora estaba barriendo la vereda.
Maníaca, pensé, ¡si esa vereda está limpia! Pero así es la gente de barrio.
Entré a casa y me agaché para abrazar a Monita. ¿Qué haría si a
ella le pasara algo? Por eso vive adentro, conmigo, y no sale al jardín
delantero: me pueden decir paranoico, pero escuché que en Córdoba
están envenenando a varios perros y tampoco es que quiera arriesgarme.
77
Yo no tenía mucha hambre, algo que cambió hacia el mediodía.
Comí unos fideos con tuco y me eché una siesta.
Mi cabeza no para de maquinar, dale y dale con el pobre Negro
muerto. Pero sé que hay algo que no puedo descifrar…
Me levanté y acá estoy. Siguiendo mis pasos hacia atrás. Tratando
de recordar los detalles pasajeros. Acabo de dejar el pedazo de vidrio al
lado de mi notebook. Leí unas buenas historias de detectives (ya sé, me
falta la astucia), pero conozco las dos preguntas básicas: ¿quién lo hizo?
¿Y por qué lo hizo?
Día 2: Cabos sueltos, detalles que se me escapan de los dedos
como arena. Yo, al filo del risco, a punto de descubrir las uñas de la
verdad.
Hoy es lunes, me tomé el café (sin leche). Mona todavía está
durmiendo en mi cama. Parece que no durmió. Mis gritos la despertaban.
Anoche soñé algo insólito: estaba parado al borde de un precipicio, el
cielo azul arriba, el mar azul abajo. Las olas golpeando contra los
peñascos. El viento empujándome. Desde tierra firme viene corriendo
una jauría. Un nene parado delante de mí, me mira fijo a los ojos y habla
en cámara lenta.
—Quiiiieeeeroooo saaaaliiiir deeeel juuuueeeegoooo.
El nene viene corriendo y me empuja. Me doy de cara contra las
rocas, allá abajo. Pero me despierto.
Freud se está cagando de risa en su tumba. Yo, un boludo que
solamente sabe cómo se escriben las palabras, tratando de encontrarle
una relación a mi sueño con la muerte de un perro callejero.
Día 3: Ya es tarde, recién terminé la merienda. El sol se está yendo
poco a poco. Tengo una corazonada: ¿qué hacían las dos viejas al lado
del cadáver del Negro? ¿Y si vieron algo?
Anoche tuve el sueño de nuevo. Me voy a lo de N, tal vez ella sepa
algo.
78
En resumen, pongo lo que hablamos después de que me hizo pasar
y me sirvió un vaso de soda.
—Solamente venía porque quería saber si usted, el domingo a la
mañana, vio algo antes de encontrar al Negro…
N pensaba. Más desmemoriada que yo, supongo. Al fin y al cabo,
mi falta de memoria se debe, según un médico que me revisó hace años,
a mi trabajo: leer, leer y leer. “Terminás perdiendo el sentido de la
realidad. Igual, si querés, andá a un psicólogo”. “No, gracias”. La
memoria de la anciana, si está resquebrajada, se debe al paso del tiempo.
—Ahora que lo decís, nene, me parece que sí. Cuando salí de casa,
antes de encontrarme a M (aclaración: la otra vieja que vive a dos casas),
y de juntas encontrar al Negro muerto, pasaban tres muchachos por la
calle. Uno siguió de largo, los otros dos no sé dónde se metieron.
—¿Muchachos? ¿De mi edad?
—Ay, qué tonto que sos. Para mí son todos muchachos.
N no tenía mucho para decir, pero algo es algo. Me ayudó. Por lo
menos sé que había alguien en la calle.
—¿Y vos por qué estás averiguando?
—Porque el Negro me caía bien.
A los ojos de la anciana debo de haber parecido un héroe. ¿O un
pelotudo con aires idealistas?
Me despedí.
Día 4: Miércoles. En la mitad de la semana. Anoche me desperté
gritando de nuevo.
—Saaaaliiiir deeeel juuuueeeegoooo —decía el nene.
Los perros ladraban. Podía oír mi corazón, a través de mi pecho, en
el sueño.
Abrí los ojos, en la oscuridad de mi pieza. Prendí el velador y noté
que estaba todo transpirado. Mona me miraba. Pobrecita. Soportar a un
loco como yo. Empecé a toser, apagué la luz y me dormí. Si soñé con
algo más, no me acuerdo.
Hoy tengo dos novelas cortas que me mandaron, las tengo que
corregir antes del viernes de la semana que viene. Una cosa o la otra: los
79
detalles en la memoria de la gente se lavan con el tiempo. Por eso, esta
tarde me voy a la casa de G, para preguntarle a su hijo qué vio cuando
venía de trabajar la mañana del domingo.
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Arranqué con la primera novela. Es rara, un asesinato en una nave
espacial. Los sospechosos son los cinco tripulantes que quedan con vida.
El muerto empezó a largar espuma por la boca, intoxicado. Resulta que,
en el medio, nos vamos enterando de cosas ocultas de los tripulantes que
quedaron con vida: gula, avaricia, pecados. Al final, todos quedan al
desnudo, pero ninguno es el culpable: el tipo muerto se había tragado una
pastilla con veneno de efecto retardado antes de subir a la nave. Bla bla
bla, ciencia ficción, suspenso.
Merendé y fui a lo de G.
En pocas palabras, el hijo de G, que debe de tener unos veinte
años, pudo dejarme en claro que, cuando él entró a su casa el domingo
por la mañana, el Negro pasaba caminando por la calle. El hijo de G
llegó de trabajar después de que yo pasara a comprar las facturas y antes
de que N saliera de su casa y viera al Negro muerto. Lo que deja un
margen de acción de cinco minutos para la torturante muerte del perro. Y
un misterio sobre los “muchachos” que dice haber visto la vieja.
Día 5: Soñé de nuevo. Salir del juego, me dice el nene. Pero,
después, se transformó en un pibe de casi un metro ochenta. Quiero salir
del juego, decía. Pero me daba la espalda. Me caí contra las rocas una vez
más.
La voy a llamar X porque no sé el nombre. La mina que estaba
barriendo la vereda cuando volví de enterrar al Negro. Voy a ir a
preguntarle qué estaba barriendo.
No le gustó que me entrometiera. Le dije que yo también tengo una
perra y no me gusta ver a los animales en ese estado de maltrato
inhumano (o humano se podría decir, porque los humanos son la mierda).
Creo que eso es lo que me impulsa a querer descubrir quién mató al
Negro: la injusticia contra los animales. Eso o una especie de justicia
ciega, una forma de orgullo personal, intentando verme a mí mismo
como algo que no soy.
—¿Pero te sirve de algo a vos? —me pregunta.
81
—Señora, lo hago por la memoria del Negrito. Nada más…
—Mi marido también está muerto. Y a veces es bueno mantener en
pie la memoria de nuestros seres queridos.
X se estaba yendo por las ramas; a mí no me interesaba la historia
de su marido. Pero, seguramente, mis preguntas hicieron aflorar en ella la
nostalgia por su marido y la tristeza ante la soledad.
—Eran pedazos de vidrio —continúa X.
—¿Los tiró?
—Por supuesto. Saqué la basura esa misma noche…
Qué tarado soy. Mis preguntas son idiotas.
X no me deja nada en claro. Le agradecí y crucé hacia mi casa.
Edito las notas de este día. ¡Pedazos de vidrio! Estoy mirando el
vidrio marrón que está al lado de mi notebook. Tengo que preguntarle a
X si es el mismo vidrio que barrió ella. Pero ahora es tarde, son pasadas
las diez y la luna brilla en el cielo negro. Mañana tampoco puedo, me
voy temprano a la editorial y vuelvo tarde. El sábado es la única opción.
Día 6: Estoy apurado. Anoche soñé otra vez. Me desperté y estuve
tres horas sin poder dormir de nuevo. La última vez que vi la hora eran
las cinco de la mañana. Me desperté tarde: ocho y media. A las diez
tengo que estar en la editorial. Pero quiero dejar esto asentado por si me
olvido: mientras permanecía despierto, la frase de mi sueño se mezcló
con un recuerdo que ni siquiera sabía que tenía. El sábado pasado,
cuando fui a la heladería, al pasar por la remisería, vi a tres flacos
hablando. Y uno dijo:
—Quiero salir del juego.
Otro de los presentes respondió:
—Ni se te ocurra, ya quedamos en que lo ibas a hacer. ¿O querés
que ella se entere?
Después seguí mi camino, así que eso es lo único que tengo: un
recuerdo mezclado con un sueño.
Me voy a laburar.
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Día 7: Hoy es sábado, casi una semana enfrascado en esto. Estuve
pensando en algo desde ayer a la mañana: quién y por qué.
“—Quiero salir del juego.
—Ni se te ocurra, ya quedamos en que lo ibas a hacer. ¿O querés
que ella se entere?”
Las caras de los tipos esos se me hacían cada vez más familiares.
Crucé a la casa de X, a mostrarle el pedazo de vidrio marrón. Era
del mismo estilo que había visto ella. Ya sabía algo: era el mismo vidrio.
Por descarte, el asesino estaba cerca. ¿Y qué perdía con preguntarle a X
sobre sus vecinos?
—¿Usted intuye algo sobre sus vecinos?
—¿Algo? —me pregunta sin comprender.
—Sí. Algo raro.
Piensa por un momento.
—Ahora que lo decís, los pibes de acá al lado andan en algo raro.
Hacen kilombo, música fuerte. Todos los sábados salen, y cuando
vuelven, a la mañana, me despiertan.
Por fin, la cara de los flacos en la puerta de la remisería se hacía
por completo visible. Eran los vecinos de X. Los dos varones que viven
con una mujer. Son amigos, o hermanos. No sé muy bien. Pendejos que
salen de joda el sábado a la noche, vuelven el domingo a la mañana,
ponen música fuerte cagándose en sus vecinos. Los hay en todos los
barrios.
—Gracias —digo.
Volví a casa. Tengo que despejarme, me voy a comprar.
Volví de los chinos. Compré lo que tenía que comprar, la habitual
compra de los sábados a la mañana. Pero me acerqué mucho a la verdad:
buscando una gaseosa, me quedé pasmado mirando una botella de
cerveza. No, la birra no me gusta, pero algo me llamó la atención. ¡Es el
mismo vidrio marrón que había esparcido alrededor del cuerpo del Negro
y que barrió X de su vereda!
Ya tengo la certeza de quién cometió el asesinato (animalcidio creo
que se tendría que llamar). Me falta saber el porqué, el motivo.
83
Y creo que sé cuál es el mejor momento para cerrar el caso.
Día 8: Ya pasó, y todo cierra. Por fin. El Negro está muerto y nada
lo va a traer de vuelta. Tuve mi oportunidad de vengarlo, aunque hubiera
sido tan inhumano (humano, me recuerdo) como ellos. Al final, decidí
imponer un mejor castigo: hace una semana dije que debería tener en
cuenta que, como yo vigilo a los demás, los demás, quizá, me estén
vigilando a mí. Ese es el peor castigo. Que los demás los vigilen y sepan
quiénes son ellos. De seguro, en cualquier momento se van a rajar de acá;
no creo que puedan soportar las miradas acusadoras de todos.
Pasé la noche en vela, esperando. Espiando desde mi ventana,
hacia la calle. Los minutos se fraccionaban, y los segundos también. La
luna cruzó el cielo. Y todo se iluminó de a poco. El sol salió. Los vi
llegar por la calle, cuando mi reloj marcaba unos minutos después de las
ocho. Eran tres, como dijo N. Uno se despidió y siguió de largo. Los
otros dos estaban parados en la vereda de X. Frente a mi casa. Salí
corriendo y crucé la calle.
—Buen día —les digo.
Cada uno llevaba una botella de cerveza en la mano. Se sentaron
en el piso.
—¿Qué querés? —me pregunta el pelado. El otro tiene rulos.
—Sé que fueron ustedes —me hago el decidido.
El de rulos mira para otro lado. Se le notan los nervios.
—¿Nosotros? ¿Nosotros qué? —pregunta el pelado, se hace el
canchero.
—Hace una semana. Mataron al Negro.
—Te dije —le susurra el de rulos al otro.
—Callate, forro.
—¿Por qué lo hicieron? —pregunto. Mis puños son dos piedras.
Estoy a punto de agarrarme a trompadas.
—¿Qué te pasa, pelotudo de mierda? —me increpa el pelado.
—Pará, boludo —salta el de rulos. El pelado se le queda
mirando—. Sí, fuimos nosotros.
—¿Por qué? —repito.
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—¿Le vas a decir? —le dice el pelado al otro. El de rulos se queda
mudo. El pelado me mira. —El boludo este está con mi hermana.
Nosotros vivimos los tres acá. Hace dos semanas se comió una mina en
el boliche y me pidió que no le cuente a ella. Con una condición, le dije:
reventalo a ese perro del orto. Y esperamos al domingo para hacerlo.
Nunca hay gente los domingos, viste.
“Quiero salir del juego”. Era el de rulos el que no quería cumplir el
pacto, quejándose en la puerta de la remisería. El de rulos no quería
matar al Negro, pero el otro hijo de puta lo obligó. Por una mina… Igual,
ninguno de los dos está libre de culpas.
—¿Por qué al Negro? —pregunto. El motivo ya estaba. Pero no
podía comprender la otra parte del trato: la muerte del perro callejero.
—¿Quién te creés que sos, pelotudo? Venís acá y hacés preguntas
—me ataca el pelado.
—Decime por qué al Negro.
Creo que los dos se dieron cuenta de la situación: mis manos eran
dos puños y ellos estaban saliendo de una resaca. Llevaban las de perder.
—Ese perro de mierda me mordió hace un año, y siempre que me
veía me ladraba y me sacaba los dientes. Era insoportable.
—¿Qué pasa? —escucho una voz atrás mío. Es N. M se le acerca y
las dos cruzan la calle hacia nosotros.
—Estos dos mataron al Negro —digo.
—¿Eh? —balbucea N.
—¿Ustedes? —le pregunta M a los dos pelotudos, que se quedan
sentados en la vereda.
Les cuento todo a las ancianas. X sale a causa del “kilombo”, como
dice ella. La gente se va agolpando.
—Che, ¿nunca se puede dormir? —dice G acercándose. —Tengo
al pibe durmiendo, recién llegó…
—Sí, ya sé —lo interrumpo.
Y de a poco, la noticia va corriendo entre la gente reunida. La
hermana del pelado sale y también se entera. Los putea a los dos. Ahora
que lo pienso, es irónico: ella ni siquiera se preocupó de que el de rulos le
había metido los cuernos.
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Ya pasó, el Negrito está muerto. Hoy no fui a comprar facturas.
Monita me mira desde la punta de la cama. Ella sabe que tengo sueño.
No puedo apurar la velocidad de los sucesos, a pesar de que piense
mil maneras de evitar o forzar al tiempo. Estuve una semana para
resolver este caso. Qué tarado, ya me creo Sherlock Holmes. Se nota que
estoy dormido. Y tengo trabajo que hacer: me queda terminar de corregir
esa novela de ciencia ficción, y arrancar con la otra. Hoy es domingo.
Voy a apagar la notebook y me voy a tirar en la cama. Quiero dormir.
El sol se levanta y entra por la ventana. Divido el día en dos, y el
tiempo sigue pasando.
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Voces
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Una vez más oyó las pisadas en el pasillo. El sueño se descorrió
como un imperceptible telón, como una telaraña suave, aunque algunos
hilos del tejido blanquecino quedaron pegados a su mente. Abrió los ojos,
esperó. No había luz alguna que alumbrase el lugar, pero oía, como el
murmullo fino de una pequeña catarata, los susurros procedentes del
corredor. Las voces, la voz. Se puso de pie y respiró; entrelazando sus
latidos al rumor que venía desde fuera de la habitación, cayó en la cuenta
de que algunas sombras se desplazaban por el suelo de madera y parecían
querer atraparlo en un frío sopor. Traspasó el umbral y miró hacia la
izquierda; no vio nada. Hacia la derecha: una brisa suave lo despeinó.
Allí estaba, como todas las noches: una figura esbelta, envuelta en su
vestido de verano, el cabello rubio difuminado con las tinieblas. La mujer
lo miró y le sonrió, invitándolo a partir con ella, a rasgar el velo de la
realidad y dejar el mundo atrás. El mundo, los mundos. Ella se había ido
hacía tiempo; se había marchado, lo había dejado solo. Estaba en un
mejor lugar, otro mundo donde todo era mejor. Pero él no podía
marcharse con ella; él tenía miedo. La mujer caminó y desapareció; una
imagen de arena soplada por el viento. Él se dio media vuelta y regresó a
la cama. Rozó con los dedos el papel en la mesita de luz; aquel papel que
contenía el poema que le había dedicado a ella. Aún las oía: las voces, la
voz; como lo era él para sus oyentes de la radio.
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El hombre que asesinó a Dios
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Iba a lamentarlo, lo sé. Pero alguien debería sacarlo de allí,
rescatarlo. A su debido tiempo, todo sucede; aunque su vida se había
visto perjudicada por mis actos. ¿Qué hay de los familiares y allegados,
todos aquellos que amaban a los que asesiné? No lo sé y no me interesa
saberlo. Pero él es distinto, supo mantenerse en pie. Ahora se está
desmoronando. Quizá se lleve una sorpresa: creyó conocerme, se tragó
todo lo que dijeron de mí en los medios. Lo lamento, no soy ese invento
televisivo. Yo vigilo, pero no soy vigilado. Lo más difícil fue conseguir
un señuelo; pero como todo en esta vida, lo difícil se termina realizando,
tarde o temprano. Y ese señuelo murió por mí; se lo agradezco pero no
me entristece. Él buscaba redimirse y lo logró. Después de varios años
tras las rejas, creyó haber muerto por una causa justa. Tal vez fue así, no
lo sé. Murió por mí, se lo agradezco, pero lo repito: no me entristece.
Todos pagamos nuestros pecados en algún momento. ¿Yo, un pecador?
No. Lavo mis pecados borrando pecadores. Es así de simple. De alguna
manera, he llegado a no sentir culpas, a no dejarme atar por las
imposiciones preestablecidas. Un feliz sociópata. Sin Dios, no hay
pecados; e, irónicamente, lamento decirlo: él fue mi primera víctima.
Todo este mundo está compuesto de elementos inexactos, de
dudas, de incertidumbres.
Veo el sol en el reflejo de las ventanas de los altos edificios; desde
acá, en la calle, todavía se ven las nubes y hay apenas una llovizna, pero
si miro hacia arriba veo el sol. Es como todo. Siempre hay luz a través de
lo incierto, de lo gris. Oigo al tipo de la radio, él también habla de los
mundos. Camino entre la gente, me miran y los miro. Nadie me
reconoce, yo tampoco los reconozco; pero algunos guardan peores
secretos que otros. Pienso en el mío, no es tan malo: solo que algunos no
lo aceptarían. Sentir la vida escapando del cuerpo, un hilillo de bruma
filtrándose por las fosas nasales, un espasmo que contorsiona los
músculos y obliga a los ojos a mirar hacia adentro. La muerte es un
proceso natural, es la culminación de algo, de la vida; lo veo así: no
cometo un error, simplemente acelero lo inevitable... Todos mueren,
nadie debería quejarse por ello.
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Los héroes caen, los imperios se desmoronan; con el tiempo todo
muere, como los soles en la distancia, como ecos que reverberan en la
lejanía. Desaparecemos, y con nosotros, todos los mundos, todos los
soles. Si un gobierno se va al carajo, es un logro; si ese gobierno es
corrupto y alimenta a ladrones y asesinos y se va al carajo, es un logro
aún mayor. ¿Por qué pretender que las cosas van bien cuando lo que
sucede es totalmente lo contrario? La justicia no existe, las leyes no
existen; invenciones para defender a los poderosos. Y, mientras tanto, el
azar se presenta como un niño arrojando dados sobre una mesa y
esperando a que salga el número más alto... El número más alto de
víctimas como consecuencia de un gobierno maldito.
Hay un eje que hace girar a los mundos, a las personas. Sostiene
todo lo que se halla dentro y fuera de lo conocido. Un profeta, un líder,
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una idea. Siempre, siempre hay un eje, manteniendo erguida una historia
que traspasa generaciones; uniendo leyes y construcciones morales.
Estableciendo una adecuada manera de vivir, de pensar; estableciendo la
normalidad de los mundos en movimiento. El inconveniente se presenta
con la anomalía, cuando algo sobresale y fulgura, dejando en evidencia
casi asesina al resto de los mortales. La anomalía, el error como
consecuencia de un sistema corrompido, oxidando los filamentos de
cobre que recorren estos mundos similares a una grotesca red eléctrica,
los puntos negros ensuciando la blanca superficie de las seis caras de un
dado. Los dados son los mundos, evidencia inexacta del azar; los puntos
negros son las anomalías, evidencia exacta de que no todo está dicho y
fríamente calculado. Yo soy una anomalía, él también.
Este mundo fue construido sobre recuerdos y jirones de malas
decisiones. Ya nada se repara, nada se modifica. Solo queda tiempo para
tomar decisiones de ahora en adelante. Modificar lo establecido, y me
pregunto: ¿cómo vivir a costa de un pasado que nunca existió? Mentiras
y falsedades se entrelazan con verdades quebrantadas por vacilaciones,
armando un castillo de naipes que sopla el viento y destruye, esparciendo
los mundos por el entramado de los tiempos. Se entrelaza la mordacidad
del encuentro casual con la mera maquinaria del destino embadurnada de
mierda, y las vidas se unen por un propósito: el cambio es inminente, la
revolución es inestable, la evolución es un hecho.
Los mundos se disgregan, yo me disgrego con ellos; me veo desde
otro plano. Lo que soy, lo que fui, lo que seré, lo que quiero ser, lo que
quise ser, lo que querré ser, lo que debo ser (ahora), lo que debía ser
(antes), lo que debo ser (después). Infinita sucesión de reflejos soy,
uniendo mis personalidades, sobrellevando el clamor de la pena en mis
corazones rotos: rotos por el tiempo, por los seres, por las injusticias.
Sabemos que aquello sabio que posee un gobierno es la armónica
inteligencia de aquellos que, convencidos, lo obedecen. Ni más ni menos;
sublevándose, comprendiendo el poder que portan en sus manos y en sus
95
mentes, los ciudadanos funcionan como epicentro de cambio. El
hormiguero es pisoteado, la tierra reseca se desparrama en el pasto, las
hormigas corren sin dirección; el gobierno es derrocado, las promesas de
mejoría desaparecen, las personas aprovechan su oportunidad saqueando
y encomendándose a la fácil tarea de pervertir sus deseos por ideales
efímeros. Pienso y no logro encontrar el punto de inflexión, la solución al
desastre que llegará luego del ocaso, de la muerte de este corrompido
sistema. ¿Temo? ¡Por supuesto! A veces temo que el remedio sea peor
que la enfermedad, pero para renacer hay que morir, para resurgir de
entre las cenizas debe haber fuego en primer lugar. La anomalía es la
solución... La anomalía, lo extraño, lo diferente, el error. Un software
posee sus errores, y un software es un sistema. Este sistema tiene sus
errores, monstruos de Frankenstein, criaturas creadas a partir de las
incomodidades del sistema. Él fue creado por este sistema; su odio, su
rencor, su tristeza pueden ser apuntados en la dirección correcta. Lo
necesito. Si permanece mucho tiempo más en soledad, se marchitará. O
ellos irán a buscarlo.
No se trata de modificar lo sucedido, se trata de tomar las
decisiones correctas de acá en adelante. De hacerme cargo de lo que
siento y pienso. Mientras tenga en claro qué es lo que quiero, con eso me
alcanza. El cambio es inminente y alguien debe hacerlo. Si no soy yo, sé
que nadie lo hará... Y él puede ayudarme, todavía está a tiempo. Veo
soldados de un ejército a las puertas de un castillo; veo la invasión. Huelo
las hojas del eucalipto en el aire, siento el viento en mi espalda, la lluvia
llegando. La noche es negra; es mejor así, nadie sabe que estoy acá, nadie
lo sabrá tampoco. El cristal se quiebra poco a poco, el tiempo es escaso.
Todo confluye en un único punto. Al final, todas las acciones nos
llevan al mismo lugar. Dudar es la muerte y eso nos determina. Con el
tiempo, seguimos siendo nosotros, inalterables; una eterna rueda, un ciclo
constante de transformaciones que nos dejan en el mismo lugar. Creo que
no cambiamos, solo nos adaptamos. Pero no perdemos nuestra esencia.
Me preguntaba qué me movilizaba a mí, un pobre idiota que había
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perdido algo importante a manos de todo esto que nos rodea; me
preguntaba qué lo movilizaba a él, una víctima fortuita de la corrupción
(pienso, todos somos víctimas azarosas de la perdición). Justicia; esa es
la causa: justicia. Y él, aguardando la muerte; y yo, esperando un
milagro. No lo decidí, simplemente tenía que hacerlo.
La noche era negra; nadie sabría jamás que estaba ahí, escondido
detrás de las sombras. Violé la cerradura; retumbaron, despacio, mis
pisadas en el corredor. Subí las escaleras y me planté frente a su puerta.
Era hora, yo estaba listo para el cambio; él también estaba listo para el
cambio; de una forma u otra, la muerte era un cambio también. La espera
no lo es. Ya no había nada más que esperar. Golpeé la puerta y lo llamé.
—¡Taborda, abrí!
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Último desdoblamiento
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100
Estos mundos se moldean a sí mismos, como gotas de lluvia
torneadas por el viento. Los fantasmas y los recuerdos se cuelan con
sigilo en las mentes de los pueriles seres que habitan las regiones
desoladas de páramos perdidos. Las luces y las sombras como un
espectro de lo que no existe. Las piezas se acomodan, criaturas dispuestas
en un entorno mohoso, un tablero de ajedrez expandido sobre las
ciudades. La realidad es una contracción de estímulos, la purga infinita
de pensamientos independientes. Salido de la crisálida, comprendiendo
su pesar, José decide. No irá, no la verá. Ella no le corresponde.
Los puntos se funden, todos conectados. Un manto blanco que
cubre las calles, los relámpagos ramificándose entre las nubes negras;
máscaras reflejadas de un mundo contaminado en los charcos del
pavimento, destellos de sitios olvidados entre los vehículos. Un farol que
ilumina de tinieblas su rostro. Dudas y penas, decisiones y vías
aleatorias.
Una pintura de la realidad, un cuadro representando aquello que no
será; oscilando las hebras que conforman los mundos, él, apiadándose de
sí mismo, vibra en el medio de los tumultos y huracanes, entregándose a
la colisión. Un resabio de lo que alguna vez fue, el eco de lo que siempre
quiso ser, un recordatorio de lo que nunca sería.
Agazapado detrás de pensamientos contradictorios, camina debajo
de la lluvia y su visión se entorpece por el aguacero. Se filtran lágrimas
en la bruma, se nubla el alma y el arrepentimiento intenta salir a flote. Un
corazón remendado, un bote en el mar, una roca erosionada por las olas
embravecidas, un puño que aprieta una hoja de papel donde los
sentimientos han sido plasmados en letras difuminadas, una decisión y un
futuro distante e incierto.
José espera pero no se detiene. Se persuade y se convence otra vez.
No habrá segundas oportunidades, no esta vez.
Estos mundos se moldean a sí mismos, como todos los mundos que
los rodean; epicentro de desastres naturales, los mundos acaban, no se
transforman, no mutan. Ella lo espera, y él, a través de la lluvia que moja
la vereda, lo sabe.
101
102
Algunas sentencias
103
104
1
Me desgarro como los mundos
2
Me desgarro con los mundos
3
Me desgarro en los mundos
4
Me disgrego, me desdoblo, me bifurco, me separo, me uno
5
Se disgregan, se desdoblan, se bifurcan, se separan, se unen
6
Muero
7
Nazco
8
Los mundos mueren
9
Los mundos nacen
10
Todos nosotros, todos los mundos, todos los soles
105
106
Vivo en Avellaneda, escribo ciencia ficción y novela negra. Soy alumno
del taller de escritura creativa "Artes eNtre Artes". Mis cuentos
publicados son “La fantasía y el horror” (2010), "El recuerdo olvidado" y
"Alguien" (2013). "El camino a casa" (Editorial Dunken - 2013) es mi
primera novela publicada. Cuelgo diversos textos en mi blog: "Los
Mundos Rotos".
Los relatos que conforman Todos Los Soles fueron escritos entre junio y
diciembre de 2013.
Lautaro Vinkon
Buenos Aires, 12 de febrero de 2014
107