Tillard, j m r - La Salvacion Misterio de Pobreza

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J. M. R. TILLARD

£a satoaciÓH

misterio de

nobreza

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JEAN MARIE R. TILLARD

LA SALVACIÓN MISTERIO

DE POBREZA

EDICIONES SIGÚEME Apartado 332

SALAMANCA

1 9 6 8

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Tradujo ROMÁN S. CHAMOSO sobre el original francés Le salut, rnystére de pauvreté, publicado en 1968 por Les Editions du Cerf de Paris. - Censor: JUAN S. SÁNCHEZ; Imprímase: MAURO

RUBIO, obispo de Salamanca, 31 de agosto de 1968

(p) Les Editions du Cerf, 1968

(g Ediciones Sigúeme, 1968

Es propiedad Printed in Spain

Depósito Legal: S. 162-1968 Núm. Edición: ES. 392

Industrias Gráficas Visedo. Hortaleza, 1. Teléf. *2) 70 01 -Salamanca, 1968

CONTENIDO

1. LA SALVACIÓN, MISTERIO DE POBREZA 9

El pobre, sacramento del pecado de los hom­bres 12

El pecado, pobreza radical del hombre 15

La salvación, obra de un pobre 24

La Iglesia, pueblo pobre 35

La Iglesia, pueblo de los pobres 39

2. E L CRISTIANO Y EL SUFRIMIENTO DE LOS POBRES. 49

La ambigüedad del sufrimiento en la fe del

pueblo santo 51

El sufrimiento del Señor Jesús 80

El sufrimiento y el cristiano 103

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1 LA SALVACIÓN,

MISTERIO DE POBREZA

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LAS preocupaciones actuales de la eclesiología y de la pastoral, las audacias apostólicas de

muchos testigos del evangelio nos recuerdan hoy con insistencia que la Iglesia es un misterio de pobreza y que debe examinarse sin cesar sobre este punto. Debe ser una Iglesia pobre y una Igle­sia de los pobres. Un recorrido por toda la tradi­ción de los padres nos pondría de manifiesto de manera maravillosa cómo la Iglesia ha llevado siempre en su seno esta inquietud por su pobre­za, incluso en los períodos de su historia en que ha transparentado menos el evangelio. Cuando la Iglesia se dirige a los pobres no es simplemente porque su dolor o su miseria le desgarran el co­razón y despiertan su compasión. Se debe prin­cipalmente a que se reconoce uno de ellos. Un misterioso parentesco, una secreta connaturali­dad se da entre el misterio de la Iglesia y el de los pobres. El rostro del Señor Jesús y su propio rostro se configuran y traslucen a través de los rasgos dolorosos de los pobres o, mejor dicho, usando una vigorosa expresión de san Agustín,

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ella descubre en los pobres "al Cristo pobre en nosotros, con nosotros y por nosotros".x

¿Cuál es el fundamento de esta relación?

Queremos esbozar aquí una respuesta a este interrogante y establecer algunos jalones para una teología de la pobreza evangélica.2

El pobre, sacramento del pecado de los hombres

Es necesario que en el punto de partida de una teología de la pobreza coloquemos la relación que la tradición cristiana ha sabido ver siempre entre el misterio de la pobreza y el misterio del pecado. Esta intuición cristiana se enraiza pro­fundamente en terreno bíblico3. En efecto, el pueblo de la alianza considera al pobre, o bien como víctima del orgullo y del egoísmo de los ricos y poderosos, o bien trata de descubrir en su miseria el justo castigo de sus faltas persona­les contra la ley divina. Podrían aducirse nume­rosos textos que muestran la continuidad de es-

1. Enar. in Psalm., 101, 2: PL 37, 1295. 2. Reproducimos aquí, desarrollándola más, una relación

hecha en Roma, durante la segunda sesión del concilio, en la comisión teológica sobre la Iglesia de los pobres.

3. Sería preciso incluso remontarse a una sabiduría humana anterior a la Biblia (cf. B. GARDEY, Signes du temps [enero 1962] 5). Cuando se trata de la actitud de los hombres cara a cara con el pobre, como en muchos otros casos análogos, la sabiduría bíblica utiliza una sabiduría antigua para introducirla en el gran diálogo entre Dios y el hombre.

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tas dos orientaciones. Vamos a citar una página maravillosa del libro de Job como confirmación de la primera:

Los impíos retrasan los lindes, roban los ganados con su pastor; se llevan el asno del huérfano y toman en prenda el buey de la viuda; los pobres se apartan del camino, y se esconden al mismo tiempo los humildes Como onagros en el desierto [campesinos. salen a su trabajo, en búsqueda de la presa. La estepa les (proporciona) pan para sus niños. Durante la noche recolectan los campos y vendimian la viña del malvado. Pasan las noches desnudos, sin ropa, sin abrigo contra el frío. Se mojan con los aguaceros de los montes, sin más asilo que las rocas. Arrancan de los pechos al huérfano y toman en prenda al pequeñuelo del pobre; van desnudos, sin vestidos, y, hambrientos, acarrean las gavillas. Entre dos muelas exprimen el aceite, y, sedientos, pisan las uvas.

(24, 2-11)

El pobre aparece ciertamente aquí como un signo vivo, como el sacramento del endureci­miento de corazón y de la injusticia del que se aprovecha de su debilidad o de su necesidad para explotarlo. En los rasgos descriptivos del pobre puede verse el pecado del hombre egoísta con tal realismo que basta la simple contemplación de este sufrimiento, del que no es responsable el que lo soporta, para descubrir todo el horror

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de un mundo corrompido. Esta situación inicua grita a la cara de todo el universo que el hom­bre no está respondiendo a los planes del crea­dor, que vive en estado grave de infidelidad. El pobre revela, pues, al mismo tiempo la presencia y la iniquidad del pecado.

Esto es lo que manifiesta esta primera orien­tación, que traspasa toda la Escritura y alcanza su culmen en el evangelio. Digamos también que esta pobreza no es solamente el hambre, el frío, la desnudez.. . ; se esconde también, y con fre­cuencia celosamente, en el fondo de los corazo­nes: pobreza de soledad, de incomprensión, de sufrimiento y de aflicción psicológicos, de amor frustrado.

La segunda orientación se expresa en aquella pequeña frase espontánea que Juan pone en boca de los discípulos de Jesús cuando ven la cura­ción del ciego de nacimiento: "¿Quién pecó: éste o sus padres, para que naciera ciego?" (Jn 9, 2). El Nuevo Testamento hará desaparecer esta orientación de la perspectiva cristiana, al ense­ñar definitivamente que la retribución completa no tiene lugar en este mundo, aunque el hombre pueda ya desde ahora sufrir las consecuencias de algunos de sus actos, pero esta orientación nos muestra también que aquellos hombres estable­cían una relación misteriosa entre el sufrimiento humano y el pecado. Se trata de la misma rela­ción a la que se refiere la tradición yavista cuan­do termina el relato de la caída original con el anuncio a la mujer de los dolores consiguientes

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a su embarazo y maternidad, y al hombre del duro trabajo diario que exigiría el adquirir los medios fundamentales de subsistencia (Gen 3, 16-20). Después del pecado, dice el texto sagra­do, la mujer aparece pobre frente a su marido —"buscarás con ardor a tu marido, que te domi­nará"— y frente al hijo que lleva en su seno; el hombre aparece pobre frente a un suelo que ofre­ce resistencia a ser labrado; ambos son pobres ante la muerte, que aparece como el supremo dominio del suelo original y nutricio, al que tie­nen que volver.4

Si el pobre revela al mundo, de la manera más realista posible, el pecado del hombre, es debido fundamentalmente a que el pecado es la gran pobreza del hombre. El pecado es quien le priva del único bien capaz de llenarle de modo definitivo, que es la amistad de Dios.

El pecado, pobreza radical del hombre

El hombre está hecho para la comunión según sus dos dimensiones constitutivas, dimensión ver­tical de comunión con Dios y dimensión hori­zontal de comunión con sus hermanos. La so-

4. P a r a el p rob lema de la pobreza y de los pobres en la Biblia, véa se : A. GEORGE, Pauvre: DBS 37, 387-406; F. HAUCK, Penes: Pénichros: TWNT 6, 37-40; J . DUPONT, Les Beatitudes. Bruges -Louva in 1954; Les pauvres en esprit, en Memorial A. Gelin. Le P u y 1961, 265-272; M. VANSTEEMKISTE, L'ani et l'anaw dans VAnexen Testament: Divus Thomas (1956) 404-422; A. G E ­LIN, Les -pauvres que Dieu airae. Pa r i s 1967; W. SATTLER, Die Anawim im Zeitalter Jesu, en Festschrift A. Jülicher, 1927, 1-15.

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ciabilidad en él no es un mero corolario de su limitación como ser creado que es, no es un sim­ple remedio que le permite realizarse a pesar de todo. La sociabilidad pertenece a su misma natu­raleza y brota de su esencia: fue creado ser so­cial, totalmente orientado hacia los otros. Por otra parte, el estudio del sentimiento religioso según sus diversas formas muestra que el movi­miento de comunión con Dios se enraiza también más allá de las motivaciones inmediatas, en el centro más profundo del ser del hombre. Este no puede conseguir perfectamente su finalidad si no es en el encuentro con Dios.

La revelación nos enseña hasta qué medida quiere el creador, en su insondable agapé, con­ducir a sobrepasar estas dos llamadas del ser humano. La tensión ascendente hacia la unión con Dios se convierte, bajo su iniciativa bienhe­chora, en intimidad impulsada hasta la filiación adoptiva con todo lo que ella comporta de tras­cendencia y de dones. El dinamismo horizontal se traduce en una incorporación de todos los hermanos en el único cuerpo resucitado del Se­ñor Jesús, en la participación de una misma vida sobrenatural y la puesta en común de todas las energías para el logro del bien común. En Cristo Jesús, inseparablemente Hijo unigénito del Pa­dre y hermano de los hombres, la vocación hu­mana encuentra, por la deslumbrante generosi­dad del agapé del Padre, su perfección y a la vez su superación. Estos versículos de Pablo en su carta a los fieles de Colosas nos describen la ple­nitud y la riqueza del hombre:

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En él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra... todo fue creado por él y para él. El es antes que todo y todo subsiste en él (1, 16-17).

La plenitud del hombre se resume, pues, en esto: apertura al Padre y a los hermanos, tras­pasar las barreras de sí mismo para entrar en comunión con su creador y con todos aquellos que él arrastra en un mismo movimiento de amor. Lo que tiene lugar a partir del aconteci­miento pascual de la muerte-resurrección, moti­vado por el pecado, no es sino la concretización en las circunstancias históricas de una humani­dad que necesita ser salvada, del designio eter­namente concebido en el corazón de Dios, "con­forme a su beneplácito, que se propuso realizar en Cristo, en la plenitud de los tiempos, reunien­do todas las cosas en él" (Ef 1, 9-10). Aunque nos­otros no podemos conocer este plan de salvación más que a través de su realización histórica y concreta de la redención, sabemos que el desig­nio eterno de Dios sobre el hombre es el siguien­te: conducirle a una plenitud de comunión.

En esta perspectiva, el pecado aparece como la pobreza más radical del hombre, infinitamen­te más grande que la proveniente de su condición de criatura, que no es propiamente auténtica po­breza.

Ser pobre consiste fundamentalmente en ca­recer de lo necesario para vivir según la propia condición y vocación. El hambriento es pobre porque carece del alimento que necesita para

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subsistir; el cónyuge abandonado es pobre por­que no posee al otro que le ha sido dado y del que tiene necesidad para labrar su felicidad. Frente al designio divino, el hombre es pobre cuando carece de la comunión en la que se inserta su misterio. Luego el pecado debe definirse como una ruptura de la comunión.5

¿En qué consiste, pues, el pecado, en último término?

Es un acto supremo de egocentrismo y de egoísmo. En vez de orientarse hacia Dios y hacia los otros, el hombre se reconcentra sobre sí mis­mo. Hace de su propio ser, de su persona, la ri­queza suprema, olvidando que en lo más profun­do de sí mismo es un ser abierto hacia el otro y hacia los otros. Atrae hacia sí todos los bienes, reduciéndolos a su propia medida. Según las pa­labras del Génesis, "se hace como Dios" (3, 5. 22). Pero al mismo tiempo rompe sus relaciones con Dios, se vuelve inaccesible a la entrada de los bienes verdaderos, quizás porque éstos compor­tan siempre una necesaria dimensión de dona­ción de sí mismo. Al tratar de exaltarse y afir­marse, se aisla, rompe con la comunión. Y al final de este proceso se encuentra en posesión de un tesoro que es una parca riqueza: él mismo, ju­gando al "pequeño dios" con su pequeño universo

5. Cf. C L . - J . GEFFRÉ, Le peché comme injustice et comme manquement á Vamour: RT 57 (1957) 213-245; 672-692; P . G R E -LOT, Théologie biblique du peché: SVS 15 (1962) 203-241; M. H H F -TIER, Nature du peché selon saint Augusttn: SVS 15 (1962) 242-304; P H . DELHAYE, Arriére-plan historique et théologique de la entéchese relative au peché: Catéchis tes 36 (1962) 21-60.

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personal, que ha hecho enmudecer poco a poco la llamada que le lanzaba hacia los otros no para aprovecharse de ellos, sino para entrar en comu­nión con su destino en el amor y el don de sí mismo 6. No ha logrado comprender que su ri­queza consistía precisamente en ese sobrepasarse a sí mismo, y que, en el plan divino, no se verá colmado sino en la medida en que sea pobre de sí mismo. El pecado es la suprema pobreza del hombre porque le deja solo consigo mismo y con su raquítico bagaje de satisfacciones. Solamente la "pobreza de corazón", la transparencia interior voluntariamente asumida y que le vuelve dispo­nible y transparente es capaz de enriquecer al hombre.

Tropezamos aquí con la aparente paradoja de la pobreza del hombre a la luz del designio del Padre: cuanto más pobre de corazón es el hom­bre, tanto más encuentra su plenitud y su rique­za de hijo de Dios; cuanto más rico de sí mismo y pleno de su propia satisfacción, tanto más se empobrece. Puede verse aquí toda la mística de los anawim, los "pobres de Yavé", que encuen­tran su definición en el Magníficat que Lucas pone en boca de María:

Desplegó el poder de su brazo y dispersó a los que se engríen con los pensa­

mien tos de su corazón.

6. "Hubo u n ser que u s u r p ó el busca r igua larse a Dios; en su ambic ión encon t ró su ru ina" (AGUSTÍN, Sermo 169, 1: P L 38, 916).

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Derribó a los potentados de sus tronos y ensalzó a los humildes. A los hambrientos los llenó de bienes, y a los ricos los despidió vacíos (Le 1, 51-53),7

Esta pobreza del pecado se traduce, se expre­sa, revela y "sacramentaliza" en el rostro de los pobres. Su fachada de dolor, sus lágrimas, sus angustias, sus inseguridades, son, en efecto, el fruto. No es que sea esto, al menos normalmente, el fruto de sus pecados personales (su condición de pobres les conduce con frecuencia a una ma­ravillosa "pobreza de corazón" y a riquezas inau­ditas de generosidad y de amor fraternal), sino más bien el fruto del pecado del género humano entero. Si existen pobres, se debe a que hay hom­bres que no están dispuestos a compartir los bie­nes, que consideran los recursos del universo y el trabajo de sus hermanos como propiedad per­sonal, que rehuyen poner su fortuna al servicio de la paz y de la alegría, que pueden contemplar sin el más leve remordimiento el cuchitril de los que les sirven, que sólo piensan en su dosis de satisfacción personal, en una palabra, porque el pecado ha podrido el corazón del hombre.8

7. Esto ha sido puesto maravillosamente de relieve por A. GELIN, Les pauvres que Dieu aime. Paris 1967.

8. El problema, además, sobrepasa el caso de uno o de va­rios hombres que serian los "explotadores". La pobreza de unos no resulta solamente de una serie de "pecados personales" que serían efecto de los actos de otros. Las estructuras económicas están llamadas a revisión. Pero estas mismas estructuras son producto y han sido desarrolladas por los hombres. Se da una especie de refracción del pecado del hombre en las estructuras sociales de este mundo.

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Dios ama a los pobres con un amor del todo especial. El pecado no ha sido capaz de cegar este amor en Dios, pero sí lo ha apagado en sus hijos. Sus rostros dolorosos son como la expre­sión de su propio dolor frente al desbarajuste que su real criatura ha introducido en el uni­verso que se le dio para regirlo, y donde debería florecer su plan de amor. Por eso, en la Escritura, no deja Dios de repetir por boca de sus enviados:

Yavé vendrá a juicio contra los ancianos y jefes de su pueblo, porque habéis devorado la viña, y los despojos del pobre llenan vuestras casas, porque habéis aplastado a mi pueblo y habéis machacado el rostro de los pobres (Is 3, 14-15); el justo reconoce el derecho de los hu­mildes, pero al impío no se le da nada de él (Prov 29, 7).

Job hace de sí mismo esta apología que refleja maravillosamente este respeto sobrenatural del pobre:

Yo libraba al pobre que clamaba y al huérfano que no tenía valedor. La bendición del desgraciado llegaba a mí, y el corazón de la viuda se llenaba de gozo. Vestíame de justicia, y ella me rodeaba como

[vestido, me era mi derecho por manto y turbante. Yo era ojos para el ciego, era para el cojo pies, era el padre de los pobres, y examinaba la causa del desconocido; quebrantaba las muelas del injusto, y de sus dientes le arrancaba la presa.

(Job 29, 12-17)

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Y Ben Sira deja transpirar en estas palabras el fino olor del auténtico corazón fiel:

Hijo mío, no arrebates al pobre su sostén, no vuelvas tus ojos ante el necesitado. Da al hambriento y satisfaz al hombre en su necesidad. No irrites al corazón ya irritado y no difieras socorrer al menesteroso. No desdeñes al suplicante atribulado y no vuelvas el rostro al pobre. No apartes los ojos del necesitado y no des al hombre ocasión de maldecirte: Pues si te maldice en la amargura de su alma, su hacedor escuchará su oración. Muéstrate afable con la congregación y humilla tu cabeza al potentado. Inclina al pobre tu oído y con mansedumbre respóndele palabras ama-

[bles. Arranca al oprimido del poder de su opresor y no te acobardes al hacer justicia. Muéstrate padre de los huérfanos, cual marido para la madre de éstos. Y serás como hijo del altísimo y el hijo más amado de tu madre (Eclo 4, 1-11). 9

N o e s t a m o s lejos de la advertencia de San­tiago:

¿No escogió Dios a los pobres según el mun­do para enriquecerlos en la fe y hacerlos here-

9. Véase también Dt 15, 7-11; Eclo 7, 32-36; 29, 8-13.

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deros del reino que tiene prometido a los que le aman? Y vosotros afrentáis al pobre (Sant 2, 5-6) 10;

ni de aquellas terribles palabras dirigidas a los ricos:

Habéis atesorado para los últimos días. El jornal de los obreros que han segado vuestros campos, defraudado por vosotros, clama, y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos (Sant 5, 4).

San Juan escribe a sus fieles con mayor sua­vidad:

El que tuviere bienes de este mundo y vien­do a su hermano pasar necesidad le cierra las entrañas, ¿cómo mora en él la caridad de Dios? (1 Jn 3, 17).

Este amor de Dios al pobre, esta predilección, no es un simple movimiento de piedad. Nos ha­llamos, por el contrario, en presencia de lo más profundo del amor de Dios tal y como la reve­lación nos lo ha manifestado: su misericordia. Cuando Dios quiere salvar, rescatar o arrancar a la criatura caída de su miseria, cuando su ága­pe irradia esta maravillosa locura que le lleva a introducir a la criatura a pesar de todo en la comunión de su intimidad, es al pobre al que se dirige en primer lugar. ¿Por qué? Porque en él ve con el máximo realismo todo el horror del

10. Compárese con 1 Cor 1, 26-29.

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egoísmo humano: víctima inocente, el pobre sig­nifica, cristaliza en sí la llamada de los hombres —de todos los hombres, de los ricos que ignoran su pobreza radical y de los pobres que descono­cen el tesoro que ellos significan para Dios— a la salvación.

La salvación, obra de un pobre

Pero hay algo todavía más profundo en esta relación entre los pobres y la salvación. Dios Pa­dre ha querido que ésta se llevase a cabo por medio de un pobre, su Hijo Jesús, que no sola­mente se encarnó, sino que se encarnó en un mis­terio de pobreza. Se trata del problema de la kénosis, piedra fundamental de la soteriología cristiana.

Pero vamos a procurar entender bien este hecho.

Jesús vivió en un ambiente muy sencillo, se rodeó de discípulos salidos en su mayor parte de los estratos trabajadores de la sociedad de su país y de su tiempo; Jesús mostró, además, una especialísima fraternidad con los pobres, los des­heredados, los enfermos, precisamente aquellos que la sociedad desprecia. Pero en aras de una exégesis científica se nos prohibe cargar dema­siado las tintas sobre este punto, sin que ello sig­nifique, por supuesto, dejarlo de lado como algo sin importancia. n

11. La literatura espiritual y la piedad corriente de los cris­tianos se ocuparon demasiado tarde de la consideración fre-

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Teológicamente hablando, es sobre todo en el acontecimiento pascual donde se realiza a la vez el misterio supremo de la pobreza humana y el misterio de la soberana eficacia de esta pobreza. La pascua es el misterio de la suprema pobre­za de Jesús ("pobreza de corazón" y pobreza físi­ca) que se convierte en causa eficaz de salvación para todos los hombres. Allí se cumple a la per­fección aquella liberalidad "de nuestro Señor Je ­sucristo, que, siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza" (2 Cor 8, 9). El agapé del Padre pasa por y en la pobreza total del Hijo; la resurrec­ción, con todo lo que ella comporta de riqueza

cuentemente sentimental y un tanto romántica de las priva­ciones de los primeros años de Jesús. De hecho, habida cuenta del género literario de los capítulos relativos a la infancia de Jesús, la exégesis nos obliga más bien a admitir que Jesús na­ció en un medio que no es precisamente el de la miseria, bien que fuera modesto. Véanse sobre este punto las páginas tan delicadas de H. RONDET, Eléments pour une théologie du tra-vail, en L'enfant et son avenir professionnel. Paris 1959, 125-131. Además, entre sus amigos, Jesús cuenta con gente de buena posición; véase A. GELIN, O. C, 137-139; S. LEGASSE, Scribes et disciples de Jésus: RB 68 (1961) 502-505. Sin embargo, es evi­dente que Lucas quiere insistir sobre todo en el contraste entre la oscuridad y pobreza en medio de las cuales tiene lugar la encarnación, y la maravilla que es esta misma en sí dentro del plan profundo de la manifestación de la charls de Dios. To­madas en su conjunto, las diversas indicaciones de Lucas for­man un sorprendente cuadro de pobreza y de despojo; la aldea despreciada, la virginidad de María, la falta de vivienda nor­mal, el pesebre de los animales, los pastores pobres, la ofrenda de dos tórtolas, el silencio de Nazaret, etc. Sin embargo la glo­ria de Dios brilla en esta pobreza: el coro de los ángeles, las bendiciones de los humildes que encuentran a Jesús (Ana, Simeón), la alegría mesiánica que se respira. Hay una clara intención teológica de Lucas que se desprende de la totalidad de la revelación de la cual él es el instrumento; véase R. LAU-RENTIN, Structure et théologie de Luc I-II. Paris 1957, 104-107.

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de comunión, brota de la cruz, con todo lo que esta humilde palabra evoca de pobreza en la con­ciencia cristiana.

La pascua es el misterio de la glorificación de la pobreza y por la pobreza, y esta es la razón de que ella manifieste al mundo la locura del amor del Padre, al mismo tiempo que la "emi­nente dignidad de los pobres". Todo esto sobre­pasa en importancia teológica las consideracio­nes, tantas veces demasiado sentimentales, sobre la desnudez de Belén o la vida austera del hijo del hombre que "no tenía dónde reclinar la ca­beza" (Mt 8, 20). Nos hallamos en el mismo cora­zón del acto de salvación. Bien vale la pena que detengamos aquí nuestra atención.

El documento capital sobre este punto es, como bien se sabe, el gran pasaje de la carta de san Pablo a los filipenses. Es importante sinto­nizar con su contexto inmediato12. Pablo da a sus fieles unos consejos para que lleven una vida cristiana plenamente evangélica. Les exhorta a luchar por la fe, a permanecer en la unidad fra­terna y, para lograr esto, les exhorta a procu­rarse un "corazón pobre", a semejanza del Cristo pascual:

12. Puede encontrarse una bibliografía, completa hasta aquella fecha, de los principales comentarios exegéticos de este texto en P. HENRY, Kéndse: DBS 2, 7-161. El estudio de P. LA-MARCHE, L'hymne de l'épitre aux Philippiens, en L'Homme de-vant Dieu. Mélanges de Lubac, 1, 1963, 147-158, ofrece la con­tinuación de esta bibliografía. Añádase C. DUQUOC, he Christ, serviteur: VS 110 (1964) 149-156; J. JEREMÍAS, ZU Phil 2, 7, eauton ekenósen: NovTest (1963) 182-188.

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Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo quien, existiendo en la forma de Dios, [Jesús, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a antes se anonadó, [Dios, tomando la forma de siervo 13 y haciéndose se-

[mejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en los cielos, en la

[tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios

[Padre. (Fil 2, 5-11)

Se dan como dos tiempos en el misterio del abatimiento de Jesús, un tiempo que podríamos llamar divino, y otro tiempo humano, pero que san Pablo, que contempla siempre a Cristo en el realismo de su ser histórico, liga estrechamente.

El tiempo divino es el que la tradición deno­mina la encarnación. Pablo lo caracteriza en este texto citado como un aniquilamiento, como un despojo de sí mismo, el hecho de "vaciarse". Es sabido cómo la tradición cristiana se dividió y sigue dividida aún en lo referente al objeto de

13. Seguimos la traducción de L. CERFAUX, Jesucristo en san Pablo. Desclée de Br., Bilbao U960, 321-339. Es también la tra­ducción de O. CULLMANN, Christologie du Nouveau Testament. Neuchátel-Paris 1958, 69.

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esta kénosis w . En la teología católica se está de acuerdo, sin embargo, en que el Hijo no se des­prende de su naturaleza divina, pero que, para "hacerse semejante a los hombres" y "compor­tarse como un hombre", renuncia a toda irradia­ción de su gloria divina en la humanidad asu­mida y a la invasión de su ser humano por las prerrogativas de su divinidad. Se hace, como dice la carta a los hebreos, "semejante en todo a sus hermanos" (2, 17), y Pablo añade, en la carta a los romanos, "en carne semejante a la del pe­cado" (8, 3), aunque él nunca pecó (2 Cor 5, 21; Heb 4, 15). El Padre le ha mandado hacerse el ebed Yavé, el servidor sufriente descrito en los cantos del libro de Isaías, que toma sobre sí los pecados de muchos (Is 53, 5. 6. 11. 12) 15. ¡El, Hijo eterno de su amor, en quien reside la ple­nitud de la divinidad! El Padre quiere que el Hijo se encarne, no ya en una humanidad per­fecta, lo cual sería de suyo suficiente abatimien­to, sino en una humanidad caída; quiere "hacerle pecado por nosotros" (2 Cor 5, 21). El Padre le quiere pobre, con esa pobreza radical que más arriba veíamos como característica del pecado. Y el Hijo acepta, "no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios", se hizo hombre y, aun

14. Véase P . HENRY, O. C. 15. Sobre esta presenc ia del t e m a del ebed Yavé en el h i m ­

no de la ca r ta a los fllipenses, véase K. ROMANIUK, De themate Ebed Yahvé in soteriologia S. Pauli: Ca thBib lQuar t (1961) 14-25; O. CULLMANN, o. c , 68-70; L. CERFAUX, O. C , 327 s.; C. Du-QUOC, o. c ; L. SABOURIN, Rédemption sacrificielle. Desclée, P a ­rís 1961, 230-233; L. KRINETZKI, Der einfluss von Is 52, 13-53, 12 par auf Phil 2, 6-11: Theo lQuar t (1959) 157-193; 291-336.

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permaneciendo siendo Dios, comparte la condi­ción de la humanidad pecadora en todo menos en el pecado.

Pero, ¿por qué acepta esta condición? Senci­llamente porque desde toda la eternidad, en su mismo ser de Hijo, es pura transparencia, total "pobreza de corazón", cabe la voluntad del Padre. El Hijo acepta hacerse hombre-en-situación-de-pobreza-radical, ya que en su misterio eterno es apertura al Padre, "pobreza de sí". Esta "pobre­za de corazón" condiciona, pues, la otra pobreza, la que él asume y llamamos kénosis.

Este plan divino se refracta en el otro plan, el humano. Encamado como siervo de Yavé, el Hijo vivió su misterio de salvador en un aconte­cimiento que representa el punto supremo de la pobreza humana. Ahí precisamente, en su pasión y su muerte, es de la manera más realista posible un pobre, uno de esos hombres de cuerpo tritu­rado, de corazón desgarrado por el pecado de la humanidad. Nos encontramos, ahora más que nunca, ante una forma de pobreza, que consiste para Dios en asumir una humanidad caída y en no permitir que la divinidad irradie sus deste­llos. Estamos en pleno corazón de la miseria hu­mana, en el acto existencial donde esta miseria abraza a todo el hombre, hasta el punto de que éste no es sino un hatijo de sufrimiento. Jesús en el calvario toma puesto en el doloroso cortejo de los pobres sin defensa, objetos de burla, deni­grados en su dignidad humana.

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Basta con leer detenidamente los relatos sin­ópticos de la pasión y el que nos transmite san Juan para convencerse de ello. Jesús murió; esta es ya una forma de comunión con la pobreza hu­mana, pero esta muerte tiene como causa inme­diata el pecado de sus hermanos (Jn 8, 37-47), su falta de comunión con el plan del Padre.

Por otra parte, esta muerte no tiene nada de apacible, como la del que acaba su vida en una atmósfera de serenidad, rodeado del amor y de la compasión de sus hermanos. Esta muerte es más bien el acto por el cual éstos le rechazan, a través de ella buscan deshacerse de él. El au­téntico mesías preparado y esperado por toda la historia de su pueblo ha sido condenado por su propio pueblo como un criminal público; ha sido crucificado entre dos ladrones, después de ser postergado a un bandido. Es insultado y ridicu­lizado con motivo de su realeza: éste es el sen­tido de la coronación de espinas (Mt 27, 27-31; Me 15, 16-20; Jn 19, 2-3), es el sentido también de la protesta de los sacerdotes ante el rótulo de Pilato (Jn 19, 21-22), el de los insultos que suben en oleadas hasta él cuando se contrae de dolor sobre el patíbulo (Le 23, 35-38). Su destino hu­mano se extingue en la más total de las pobrezas. Ha perdido todo, incluso la fe de su pueblo y la confianza de sus discípulos, que le han abando­nado. Desamparado en su cuerpo, empobrecido de amigos, puede con razón Mateo poner en sus labios el versículo del salmo 22: "¿Dios mío, Dios mío, por qué me has desamparado?" (Mt 27, 46). Tocamos aquí el abismo de la pobreza humana.

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Hecho pecado, soporta hasta el fin las consecuen­cias del pecado, lo asume en el realismo más cru­do, por lo que Pablo no tiene reparo en decir: "Se ha hecho maldición por nosotros" (Gal 3, 13).16

Sin embargo, esta pobreza, fruto y signo del pecado, viene iluminada desde dentro por la otra pobreza, la del corazón, la pobreza de los ana-wim ("pobres de Yavé"), de esos hombres cuya vida es transparente al designio de Dios sobre ellos. Además, los relatos evangélicos del naci­miento y de la infancia de Jesús nos presentan un pequeño grupo de "pobres de Yavé", penetra­dos por lo que pudiéramos llamar mística de la humildad, de la disponibilidad y de la dulzura17, como humus sustentador de su vida oculta. Su madre María es el prototipo de estos "pobres de corazón" y, si nos situamos en el contexto ju­dío, su virginidad lúcidamente abrazada aparece como una pobreza que transfigura este clima del corazón. Sabido es que en Israel, tanto la virgi­nidad como la esterilidad, son consideradas como una desgracia y un motivo de desprecio, pues

16. Cf. S. LYONNET, Conception paulinienne de la Rédemp-tion: LumVie 36 (1958) 62-65. Para salvarnos, Cristo acepta pa­sar por un criminal pendiente del patíbulo. Pablo no quiere decir que Cristo haya sido maldito por el Padre. Quiere insis­tir en el hecho de que Jesús ha asumido hasta el extremo nues­tra condición pecadora, que ha sufrido hasta la infamia del patíbulo, del que Dt 21, 23 hace una maldición, las consecuen­cias de su encarnación en una humanidad marcada por la culpa.

17. Cf. A. GELIN, O. C ; VAN DER PLOEG, Les pauvres d'Israél et leur piété: OudtestStud (1950) 236-270. Para la época contem­poránea de Jesús, cf. W. SATTLER, Die anawim iva Zeitalter Jesu, en Festschrift A. Jülicher, 1927, 1-15; S. LEGASSE, La révélation aux nepioi: RB 67 (1960) 321-248.

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privan a la mujer de lo que le hace acreedora al respeto de los demás1 8 . Jesús ha nacido, pues, de la pobreza, de una kénosis, la de su madre vir­gen, que hace fecunda y gloriosa la t ransparente pobreza del corazón de María y su disponibilidad al poder del Espíritu de Dios.

La vida de Jesús será conducida, a su vez, hasta la pobreza de la cruz por esta "pobreza de corazón". Nadie lo ha subrayado como san Juan. Continuamente está poniendo en labios de Jesús frases como ésta:

Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra (Jn 4, 34); he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la volun­tad del que me envió (6, 38); no busco mi vo­luntad, sino la voluntad del que me envió (5, 30).

A la luz de estas palabras que acabamos de citar se esclarece la escena de la agonía en el huerto de los olivos. Es el último eslabón del sometimiento de la voluntad de Jesús a las exi­gencias de la voluntad del Padre, victoria de la "pobreza de corazón" que le llevan a aceptar las últimas consecuencias de la otra pobreza:

Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya (Le 22, 42).

18. Véase L. LEGRAND, La virginité dans la Bible. París 1964, 13-17; 117-118: "Pensando en judío, ella (María) no considera su virginidad como una cualidad, un título de gloria o de mé­rito, sino como una aniquilación, una forma de indigencia, una condición humillada".

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Este consentimiento amoroso es el que da a la muerte de Jesús todo su valor redentor. La carta a los filipenses traduce maravillosamente esta conjunción de las dos pobrezas:

Se anonadó tomando la forma de siervo y ha­ciéndose semejante a los hombres; y en la con­dición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (2, 8).

Jesús clavado en la cruz es, pues, el pobre por antonomasia; pobre de corazón en comunión ín­tima con la voluntad del Padre y con el destino de sus hermanos, pobre además con todo el des­prendimiento al que le ha llevado su encarna­ción en carne pecadora.

Sin embargo, es de la conjunción de estas dos pobrezas de donde brota la salvación, aquí ger­mina la resurrección que salva y enriquece con toda la gloria de Dios a la humanidad rescatada. Dice san Pablo en la carta a los filipenses: "Por lo cual Dios le exaltó" (2, 9). Este "por lo cual" encierra en sí toda la revelación cristiana del misterio de la pobreza que salva. La resurrección no es simplemente un nuevo episodio "que sigue" a la cruz; la resurrección brota de la cruz, es su fruto. Porque voluntariamente, en su "pobreza de corazón", Cristo se ha empobrecido hasta el desprendimiento total que significa la cruz, el Padre le exalta y le constituye Señor. San Juan emplea esta imagen:

Si el grano de trigo no cae en la tierra y mue­re, quedará solo; pero si muere, llevará mucho fruto (Jn 12, 24).

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La espiga de trigo debe su vida a la corrup­ción del grano; el señorío de Jesús brota de su pobreza; la salvación del hombre, ligada estre­chamente a este señorío, se debe a la kénosis de Cristo; el Señor Jesús procede del pobre Jesús; el Kirios es el ebed Yavé. Este es el paradójico, incomprensible poder del agapé del Padre: la pobreza del pecado, asumida en la "pobreza de corazón", se convierte en salvación y riqueza de los hombres. La salvación tiene lugar por com­pleto en el universo de la pobreza: es obra de un pobre que vive su pobreza de tal manera que con ella libra a sus hermanos de la raíz de su más opresiva miseria.

La pobreza es, por tanto, parte esencial de la salvación y del evangelio. Es evangélica en el sentido más propio de la palabra, porque es en ella y por ella como se vive el misterio que cons­t i tuye el corazón de la buena nueva. Jesús nos salva con su sacrificio de siervo sufriente, de po­bre ebed "cuyas llagas nos han curado", según la expresión de Isaías (53, 5) que recoge la pri­mera carta de san Pedro (2, 24). Su resurrección es la revelación de la paradójica fecundidad de la pobreza. El Señor Jesús no es otro que el po­bre Jesús, exaltado porque ha vivido hasta el extremo, y con amor, su pobreza. Todos los hom­bres deben recibir los frutos de esta exaltación, no solamente los oprimidos y los hambrientos sino también los ricos, a condición de que sepan descubrir en ellos mismos la presencia de la mi­seria radical, la del pecado, y a condición de que quieran entregarse a labrar en su corazón una

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disponibilidad que les abra a Dios y a los otros. Generosidad suprema del pobre, que salva con su amor a aquellos mismos que le hieren. Si an­tes pudimos decir que Dios veía sobre el rostro del pobre su propio dolor, ahora debemos añadir que descubre en el corazón del pobre Jesús su propio amor y su propia generosidad.

La Iglesia, pueblo pobre

Ahora se comprende que, en su etapa de pe­regrina, la Iglesia, que quiere asimilarse lo más posible a Cristo Jesús, conceda una importancia capital a la presencia en ella del misterio de la pobreza. Es digno de notar que, desde Antonio hasta el padre de Foucauld, los grandes movi­mientos que la han llevado sin cesar al evangelio para conformarse a él con mayor fidelidad, se hayan basado en la experiencia de la pobreza. No es en manera alguna fortuito que aquellos de sus hijos que hacen profesión de buscar la per­fección bautismal se obliguen con voto a vivir como pobres, y que una comunidad religiosa co­mience a declinar desde el momento en que acep­ta instalarse en una vida de seguridad material.

Puesto que la Iglesia es el cuerpo de Cristo, y dado que la salvación del mundo debe continuar­se en ella y por ella, la dimensión de pobreza, cuya presencia acabamos de constatar en el mis­terio de Cristo, debe perpetuarse en la Iglesia. Es una exigencia de su conformación a su cabeza y de la fidelidad a su misión. No se trata, como

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puede verse, de una exigencia simplemente de orden ascético, de renuncia a los bienes de la creación para entregarse a Dios, el único capaz de colmar plenamente una vida humana, aunque este aspecto no sea despreciable y haya dejado su huella en la tradición cristiana. La exigencia es más radical y absoluta, se sitúa a un nivel mistérico. La pobreza es una característica esen­cial de la Iglesia, sencillamente porque está "en Cristo" y porque tiene la misión de hacer pre­sente sobre la tierra, hasta la parusía, la salva­ción de la pascua. La afirmación de san Pablo: "Me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24) es aplicable también a toda la Iglesia de cara a su papel ante el mundo. La salvación ha brotado de la pobreza de Jesús ebed Y ave; la transmisión de la salvación se hace a través y -por la pobreza de la Iglesia pobre. El proceso seguido por la cabeza para la redención del mun­do es normativo para el cuerpo entero.

La historia se encarga de probarnos que cuan­do la Iglesia se instala en el poder terrestre, cuando se enriquece, flaquea su celo en la propa­gación del evangelio. Entonces la Iglesia no es exactamente ella misma, es infiel a los deseos de Cristo sobre ella, deja que el pecado la invada. Entonces le envía Dios un Antonio, un Francisco de Asís, un Domingo, un Charles de Foucauld.. . que reanimen en ella la llama de la santa pobre­za. Contrariamente a las instituciones del mundo, la Iglesia de Dios resplandece de gloria en su

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pobreza y se oscurece con la riqueza. ¿Por qué? Porque Cristo vive en ella su misterio, y sabemos cómo Cristo no logró su señorío sino en la po­breza de la cruz. Hay que tomar muy en serio la advertencia de Pablo a la Iglesia de Dios "que está en Corinto", porque creemos ver en esa ad­vertencia una nota esencial de la Iglesia en cuan­to tal:

Plugo a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación. Porque los judíos piden señales, los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, es­cándalo para los judíos, locura para los gentiles, mas poder y sabiduría de Dios para los llamados, ya judíos, ya griegos. Pero la locura de Dios es más sabia que los hombres, y la flaqueza de Dios, más poderosa que los hombres.

Y si no, mirad, hermanos, vuestra vocación; pues no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles. Antes eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios y eligió Dios la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; y lo plebeyo, el desecho del mundo, lo que no es nada, lo eligió Dios para destruir lo que es, para que nadie pueda gloriarse ante Dios. Por él sois en Cristo Jesús, que ha venido a seros, de parte de Dios, sabiduría, justicia, santificación y re ­dención (1 Cor 1, 21-30).

Después de meditar estas líneas de san Pablo, nadie se atreverá a dudar de que la pobreza per­tenece a la misma esencia de la Iglesia de Dios, que condiciona su misión evangélica y que pro-

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longa en sí misma la kénosis de Cristo Jesús. Hasta la gloria de la parusía, la Iglesia, por su misma misión salvífica y por la responsabilidad que su Señor le ha confiado en cuanto al anuncio y a la encarnación del evangelio, debe vivir en estado de kénosis. Debe, por tanto, en Cristo y como Cristo, renunciar a todo aquello que podría justificar en el plan del poder, del prestigio e in­cluso de la satisfacción, la presencia en ella de la vida del reino definitivo. La Iglesia no puede por menos de ser una Iglesia pobre. De lo contrario, se separa de su Señor y se sume en el pecado. Desde la pascua a la parusía, la Iglesia peregrina es una Iglesia de la kénosis. La razón humana y, sobre todo, el espíritu de bajo egoísmo que late en el corazón de todo bautizado, puede escanda­lizarse de esto. Pero se trata de un misterio. No admitirlo significaría rehusar acomodarse al pa­radójico designio de Dios. Juan Crisóstomo, en el comentario al texto de san Pablo que acabamos de citar, da esta bella explicación:

Cristo convirtió al mundo con una cruz, como curó al ciego con el lodo. Esto significa añadir un escándalo a otro escándalo en vez de elimi­nar el primero. Pero es este el modo de com­portarse también en la obra de la creación: Dios hace los contrarios por los contrarios. Rodea de arena el mar y domina de esta manera lo que existe de más poderoso con lo más débil. Sus­pende la tierra sobre las aguas, el elemento só­lido sobre otro que se disuelve en su fluidez... De la misma manera, con la cruz atrae a todo el universo. Las aguas soportan la tierra, la cruz soporta el universo. Se trata, por tanto, de un

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poder que atestigua sabiduría y virtud y que hace brotar la fe precisamente con medios que parecen hacerla imposible. Parece que la cruz no puede provocar sino escándalos, y he aquí que no sólo no escandaliza, sino que atrae. *9

La Iglesia conduce y sostiene al mundo por medio de la locura de su pobreza, que no es otra que la de la cruz en ella y por ella.

La Iglesia, pueblo de los pobres

En el evangelio de san Lucas, Jesús se pre­senta a la asamblea de Nazaret, la ciudad "donde se había criado", como aquel en el que se cumplió este pasaje del libro de Isaías:

El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor.

(Le 4, 18-19; Is 61, 1-2)

Son sobre todo los pequeños, los humildes, los pobres, los cojos, los enfermos, las víctimas más aplastadas por el pecado de la humanidad entera, marcadas en su carne con los estigmas de ésta, los que tienen necesidad de escuchar la buena nueva de la esperanza y de recibir sus frutos. Por otra parte, su corazón espera con todas sus fuer­zas la salvación.

19. In 1 ad Cor., Hom. 4, 3: PG 61, 34.

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Salvar al mundo significa, ciertamente, salvar a todos los hombres: todos son pecadores y a to­dos ha llegado la pobreza radical de la falta, pero sobre todo significa salvar a aquellos que sopor­tan con el máximo realismo y densidad las trá­gicas consecuencias del pecado de sus hermanos. También Jesús los ama con una ternura especia-lísima. Esto se inscribe en la lógica misma de su misión. Porque venir por amor a sacar al hombre de su miseria, es venir sobre todo para aquellos en los que esta miseria alcanza el paroxismo, te­niendo en cuenta además que no son ellos los primeros responsables. Estos son los pobres. No se trata de un exclusivismo •—en este caso se tra­taría de desplazar la pobreza, de hacerla pasar a aquellos que hasta ayer eran los ricos, priván­doles de los bienes de la salvación de los que también ellos tienen necesidad— pero se mani­fiesta una misteriosa y real preferencia, similar a la que tiene la madre con su hijo más débil y más enfermizo.

Por otra parte, el corazón del pobre está de ordinario, en su sencillez, desbordante de gene­rosidad, presto a acoger sin las tergiversaciones que el orgullo y el interés imponen con frecuen­cia a los ricos, los valores fundamentales del evangelio. En efecto, si damos fe al testimonio de los evangelistas y de san Pablo, son sobre todo los pequeños y los humildes los componen­tes del primer grupo de discípulos de Jesús y las primeras células de la Iglesia fundada por los apóstoles. Ellos tienen, principalmente, un "cora­zón pobre". La observación que los tres sinópti-

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eos ponen en labios de Jesús después del episo­dio del hombre rico, entristecido y rápidamente enfriado en su entusiasmo por la exigencia de pobreza que se le imponía, nos parece altamente reveladora: "¡Qué difícilmente entran en el rei­no de los cielos los que tienen riquezas!" (Le 18, 24; Mt 19, 23; Me 10, 23). Sin duda no se trataba de las riquezas consideradas en sí mismas, sino más bien de la opacidad del corazón, del endure­cimiento y de la complicación que la posesión de bienes opera poco a poco en ellos. Escribiendo a los hermanos de Corinto, Pablo alude en tér­minos fuertes a los abusos a que todo esto con­duce, incluso en la celebración de la cena del Señor, la comida de la caridad fraterna (1 Cor 11,17-33).

Los pobres, en cambio, están preparados para entrar inmediatamente en el reino, a abandonar lo poco que poseen para seguir generosamente a la persona de Jesús. Su corazón es de ordina­rio libre. Bajo este aspecto son los privilegiados: en sus penalidades y en sus abandonos brilla ya el germen de la resurrección.

De la misma manera, y a causa de su relación esencial con la salvación, la Iglesia de Dios es sobre todo la Iglesia de los pobres. Estos son los más prestos a entrar en ella. No se t rata aquí, lo repetimos para evitar todo equívoco, de una ex­clusión positiva de los ricos, sino más bien de una conclusión que se impone cuando se com­para a la vez la naturaleza de la salvación que ofrece la Iglesia y el efecto ordinario, ni obliga-

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torio ni infalible, de la riqueza en la vida del hombre. Es verdad que la pobreza radical exi­gida a todo bautizado es la "pobreza de corazón", no la pobreza material. Sin embargo, la segunda favorece la primera y frecuentemente llega a condicionarla. La Iglesia de Dios, pueblo de la misericordia del Padre, reúne en sí ante todo a los pequeños, a los que no conocen de ordinario la misericordia del hombre, sino más bien la du­reza de corazón de los poderosos.

No es éste un título de desprecio para la Igle­sia, como pretende la acusación frecuentemente lanzada contra ella de "religión de esclavos"20, sino, al contrario, un signo y un título de gloria. Esto significa que solamente la misericordia de Dios conduce y habita la Iglesia de la tierra, no los móviles y las miras del mundo. De esta ma­nera, la Iglesia se pone a prueba a sí mima y proclama a la faz del mundo que ama verdade­ramente, concretamente, con hechos, al Señor Jesús. San Juan, después de haber hablado de la

20. La célebre frase de Nietzsche y los sarcasmos que él dirige a lo que llama "la supremacía de los espíritus simples, de los corazones puros, de los sufridos" tienen raíces muy vie­jas. Juzgúese si no por estas frases de Celso: "Vemos en las casas privadas a cardadores, zapateros y bataneros, a las gen­tes más incultas y rústicas, que delante de los señores o amos de casa, hombres provectos y discretos, no se atreven a abrir la boca; pero apenas cogen aparte a los niños mismos y con ellos a ciertas mujercillas sin seso, hay que ver la de cosas maravillosas que sueltan" (ORÍGENES, Contra Celsum, 3, 55. BAC, Madrid 1967, 219). "Judíos y cristianos parecen una ristra de murciélagos, se asemejan a las hormigas que salen de sus nidos, a las ranas que celebran sus sesiones al borde de una charca, a gusanos que allá en un rincón de un barrizal tienen sus juntas" (4, 23; citado por P. DE LABRIOLLE, La réaction paienne. Paris 1934, 123-124; cf. H. LECLERCQ, Accusations contre les chrétiens: DACL 1, 265-307).

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necesidad de abrir el corazón a los hermanos en la necesidad, dice a sus cristianos:

Hijitos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad. En eso conoceremos que somos de la verdad, y nuestros corazones descansarán tranquilos en él, porque si nuestro corazón nos arguye, mejor que nuestros corazón es Dios, que todo lo conoce (1 Jn 3, 18-20).

Lección aplicable no solamente a los indivi­duos, sino también a la Iglesia-institución en cuanto tal. Esta ama plenamente a Cristo Jesús con hechos, verdaderamente, cuando le ama so­bre todo en sus pobres; y el summum de este amor es acogerlos en su casa, como a hijos suyos. Gregorio de Nisa, que ha escrito páginas sorpren­dentes sobre el misterio de los pobres, tiene esta maravillosa expresión:

Pensad quiénes son los pobres y descubriréis su dignidad; están revestidos con el rostro de nuestro Señor. En su misericordia, el Señor les ha dado su propio rostro (prosópon). 21

Con mayor realismo aún, Juan Crisóstomo afirmaba a sus cristianos: los pobres son el altar de Cristo:

Este altar está compuesto de los miembros de Cristo, es el cuerpo mismo de Cristo... Este altar es más digno que el de la ley antigua, más temible que el de la ley nueva... El altar de la

21. De pauper. amanáis: PG 46, 460.

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ley, construido con piedras, es santo por la re­lación que dice al cuerpo de Cristo, pero el otro (el de los pobres) lo es porque es él mismo el cuerpo de Cristo... Este altar lo encontráis en todas partes, en las calles y en las plazas públi­cas; a cada hora podéis ofrecer en él sacrificios, y es un auténtico sacrificio lo que allí se ofrece... No hay sacrificio comparable a éste. Por esto, cuando veáis un pobre creyente, recordad que ante vuestros ojos tenéis un altar digno de res­peto, no de desprecio. 22

Cuando la Iglesia acoge a los pobres en su seno, cuando procura aliviar sus miserias psíqui­cas, ofrece a su Señor el homenaje de un amor realista y personal: es a él a quien cura, a quien alimenta, a quien acoge y c o n s u e l a en todos aquellos que llevan los estigmas de su propia pasión, a causa del pecado del mundo, y que co­mulgan con su suerte de ebed Yavé. Entre su sufrimiento de siervo sufriente y el de los pobres existe algo más que un lazo de semejanza, se t ra ta de una real comunión de suerte. Al "Saulo, por qué me persigues" responde el "tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estaba desnudo y me vestísteis, enfermo y me visitasteis, prisionero y me vinisteis a ver" (Hech 9, 4; Mt 25, 35-46). Ya san Agustín comen­taba:

Cristo es indigente sobre la tierra en la per­sona de sus pobres... Hay que temer al Cristo del cielo y reconocerlo en la tierra. Desde el

22. In 2 Epist. ad Cor., Hom., 20, 3 : P G 61, 539-540.

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cielo da el que en la tierra tiene necesidad. Aquí abajo es pobre, en el cielo es rico. Si habla así para nosotros, es porque aquí abajo es pobre... En su misma humanidad, ha subido al cielo en cuanto que es rico y se ha sentado a la derecha del Padre; sin embargo permanece todavía aquí abajo en el pobre que tiene hambre, o sed, o des­nudez. 23

Decíamos más arriba que la Iglesia de la tie­r ra debía vivir su misterio en estado de kénosis hasta que llegue la parusía del Señor. He aquí por qué el lazo de unión que hemos encontrado entre Cristo y los pobres se prolonga en un lazo idéntico de connaturalidad entre el cuerpo de Cristo y estos mismos pobres. Si son ante todo los sencillos y los pequeños quienes forman los miembros de la Iglesia de Dios, se debe a que, portadores de la kénosis de Cristo, reconoce en ellos su propio rostro. Una real aunque miste­riosa osmosis se establece entre la Iglesia y los pobres. Y sabemos muy bien que, más allá de la Iglesia-institución, en la más profunda realidad de la Iglesia-comunión de vida de los hombres con el Padre en Jesús, muchos pobres que no frecuentan las iglesias, que quizás no saben quién es Cristo, se hallan presentes, muy cerca del co­razón del Padre, penetrados ya por la totalidad de su amor.

No creemos exagerado decir que algunas po­brezas equivalen a una unión sacramental a la muerte de Jesús: el agua de la inmersión deja

23. Sermo 123: P L 38, 685-686.

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el lugar aquí a la comunión en la realidad del sufrimiento redentor. Estos miles de hombres y mujeres, rectos en el fondo y llenos de bondad, pero aplastados por el pecado y el egoísmo de los demás, no pueden dejar de ser asimilados por el Padre a su Hijo agonizante. Esto quizás ocurra con los pobres que, en el misterio de su unión con Cristo, rescatan diariamente al mundo de su abominable pecado, extendiendo sobre él la som­bra de la cruz.

Por tanto, si la Iglesia-institución no se dis­tingue por su acogida a los pobres y si éstos no se sienten en ella a gusto debe ser esto un mo­tivo de profunda inquietud para la Iglesia. Es un claro signo de falta de transparencia de Cristo y de la presencia de un velo de pecado que la hace infiel a la totalidad de su misión. Tiene en­tonces necesidad de reforma.. . porque no es en­teramente la Iglesia de Dios. E, inversamente, desde el momento en que la Iglesia-institución hace brotar en ella todas las audacias, todas las iniciativas para que los pobres encuentren el amor vivo del Padre en su Hijo Jesús, entonces la Iglesia puede estar segura de ser fiel24. Nos atrevemos a decir que la Iglesia de hoy tiene ne­cesidad de convertirse a los pobres. Quizás sea

24. La historia del movimiento ecuménico es altamente re­veladora a este respecto. El ejercicio común del amor a los pobres ha sido uno de los más sólidos cimientos entre las diver­sas confesiones cristianas; cf. P. CONORD, Breve liistoire de l'oecuménisme. Paris 1958, 111-128; véase también el programa del movimiento Vie et Action.

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éste el gesto que espera de ella su Señor para darle la gracia de la renovación que espera de él en esta etapa del concilio.

La salvación es misterio de pobreza. Esta no es un valor simplemente marginal de nuestra fe, sino que echa sus raíces en su fuente, el aconte­cimiento pascual. Por tanto, la Iglesia, cuerpo de Cristo Jesús, que tiene la misión de sembrar la simiente evangélica en el mundo de hoy, no pue­de dar "testimonio" en toda su pureza, a no ser que, por medio de la santa pobreza, imite y com­plete la kénosis de su Señor. Lo que Ignacio de Antioquía decía del martirio a sus hermanos de Roma, la Iglesia debe decirlo, y en ella todos sus miembros, de su pobreza:

De nada me aprovecharán los confines del mundo ni los reinos todos de este siglo. Para mí, mejor es morir en Jesucristo que ser rey de los términos de la tierra. A aquél quiero que murió por nosotros. A aquél quiero que por nos­otros resucitó. 25

La pobreza es una dimensión esencial del mis­terio de la Iglesia como cuerpo de Cristo y un signo de la salvación.

25. Ad Rom., 4, 1-8, 3, en Padres apostólicos. Bac, Madrid 1965, 478.

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2 EL CRISTIANO Y EL

SUFRIMIENTO DE LOS POBRES

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No basta con decir, como acabamos de hacer­lo, que la salvación es un misterio de po­

breza, ni siquiera con añadir que la Iglesia es a la vez un pueblo pobre y el pueblo de los pobres. Es preciso además preguntarse por la manera como el cristiano debe comportarse cara a la di­mensión del sufrimiento esencialmente ligado a la situación de los pobres. En este punto, una reflexión puramente moral se revela en seguida demasiado limitada e insatisfactoria. Debemos remontarnos al plano de la dogmática de la sal­vación. Según esto, por extraño que pueda pa­recer a primera vista, es escrutando la natura­leza de la gracia bautismal como podremos llegar a comprender la auténtica y misteriosa relación existente entre la profundidad del ser cristiano y el misterio del sufrimiento del hombre.

La ambigüedad del sufrimiento en la je del pueblo santo

Nos es preciso ante todo reflexionar un poco sobre el escándalo del sufrimiento tal y como lo ve la Escritura.

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El sufrimiento es un mal1. Un terrible mal que la razón humana no puede alcanzar la últi­ma justificación y que sería injusto ocultar ale­gando que siempre revierte en provecho del hom­bre, que configura su verdadera imagen 2, que lo abre a Dios. Hay dolores que endurecen el cora­zón humano, sofocan las facultades más altas del espíritu, arrancan de la vida toda esperanza, pue­den más bien constituir una pantalla del todo opaca interpuesta entre Dios y el hombre. Este sería el mayor de los males, puesto que seca la misma fuente de la alegría y de la esperanza. Esto no significa ni caer en un sentimentalismo insípido ni rehusar mirar con "verdad" la tota­lidad de la obra creadora, sino admitir todo el

1. Sobre el problema del sufrimiento en esta perspectiva, véase J. M. LE BLOND, Sens de la souffrance et de la mort: Cahiers Laénnec 4 (1963) 47-66; G. PIERRE, Quel sens donner au mal, á la souffrance: Ibid., 4 (1962) 59-63; M. NÉDONCELLE, La souffrance, essai de reflexión chrétienne. París 1939; M. SCHE-LER, Le sens de la souffrance. París s. f.; L. LAVELLE, Le mal et la souffrance. París 1940; E. BORNE, Le probléme du mal. Paris 1958; H. URS VON BALTHASAR, El cristiano y la angustia. Guada­rrama, Madrid 1961; C. S. LEWIS, Le probléme de la souffrance, trad. francesa. Paris 1967; L. JERPHAGNON, El mal y la existencia. Barcelona 1966; A. M. BESNARD, Approches du probléme du mal: VS 108 (1963) 58-77; L. RÉTIF, La souffrance, pourquoi? Paris 1966; VARIOS, La souffrance, valeur chrétienne. Tournai 1957; VARIOS, La souffrance. XXXIII" journée universitaire de Rennes: Cahiers universitaires catholiques 3-6 abril (1956); P. RÉGNIER, La face voilée, essai sur la douleur. Paris 1947; D. DUBARLE, Optimisme devant ce monde. Paris 1949; P. RÉGAMEY, La Croix du Crist et celle du chrétien. Lyon 1944; VARIOS, Le Christ et les malades. (Cahiers de la Vie Spir). Paris 1945; C. J. DEDEBAN, Souffrance, mort et rcsurrectíon. Paris 1963; J. HICK, Evil and the God of Love. London 1966.

Para una visión más filosófica, cf. J. RUSSIEB, La souffrance. Paris 1963, y sobre todo L. B. GEIGER, L'expérience du mal, en Philosophie et Spiritualité, 2. Paris 1963, 145-286.

2. Cf. M. NÉDONCELLE, O. C, 14-16; J. M. LE BLOND, o. c , 47-48.

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realismo que entraña la palabra, tan frecuente­mente citada, que Camus pone en boca de Rieux:

Me resistiré hasta la muerte a amar esta creación en la que los niños son torturados. 3

¿Se puede, si se tiene un verdadero corazón humano, no sentir subir en sí mismo en determi­nadas circunstancias esta tentación de rechazo ante un mundo amasado por el sufrimiento?

Cuando, frente al paisaje grandioso que do­mina Bogotá, en Colombia, se tiende la vista so­bre la "favella" bullente de miseria instalada al flanco de una de las colinas, a algunos metros del barrio rico, ¿se puede cantar en los coros de los religiosos sin tener presente ese telón de fon­do el cántico de las criaturas del oficio de laudes del domingo? No, no se trata de un sentimiento romántico. Y señalamos de paso cómo algunos estudios sobre la "belleza y la bondad del mun­do" que nos instan a la admiración y a la alaban­za se nos aparecen miopes 4. El sufrimiento está en el corazón del mundo, de este mismo universo que creemos ha salido de las manos de Dios. Lle-

3. La Peste. Taurus, Madrid 1957. Véase lo que nos dice ya LACTANCIO de la reacción de EPICURO: "Dios, o quiere quitar los males y no puede, o puede pero no quiere, o ni lo quiere ni lo puede, o bien lo quiere y lo puede. Si lo quiere y no lo puede es impotente, lo cual es inadmisible en Dios. Si lo puede y no lo quiere es malo, lo cual se excluye igualmente de Dios. Si no lo quiere y no lo puede es a la vez impotente y malo, y por consiguiente no es Dios. Si lo quiere y lo puede a la vez, única alternativa que conviene a Dios, ¿de dónde provienen entonces los males y por qué no los suprime?" (LACIANCIO, De Ira Dei, 13: CSEL 27, 103-104).

4. Esto no equivale a decir que hay que caer en el pesi­mismo y rehusar admitir la dimensión positiva de la creación.

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ga a todo hombre sin excepción. Le provoca y le obliga a su pesar a tomar postura. Si es creyente, le lleva a preguntarse por el misterio de Dios, y la texitura de semejante pregunta es capital: ¿cómo el que se ha revelado agapé puede ser también el Señor todopoderoso de un mundo ha­bitado continuamente por el dolor, y en el que el destino humano se encuentra sin cesar con la cita del sufrimiento? 5

Toda respuesta estoica, fría y orgullosa, inten­to de justificación que rehuye tomar verdadera­mente en serio lo trágico de la cuestión, toda so­lución meramente piadosa o que toma el sesgo de un detenerse unilateralmente sobre la belle­za de la creación, no solamente no dan ninguna respuesta válida, sino que sumen con frecuencia al hombre en un estado de revuelta e incluso de blasfemia. Desgarramiento de los cuerpos, dolor sordo de los espíritus y de los corazones, drama de la soledad y del abandono, experiencia de la monotonía de lo ordinario, constatación del reino de la explotación del hombre por el hombre, cer­teza de la ambigüedad de toda situación huma­na, en una palabra, espectáculo de un mundo cuyo sufrimiento parece ser una de las leyes más constantes, todo esto es demasiado grave para contentarse con soluciones baratas y con justifi­caciones apologéticas. El hombre busca mucho más que un "consuelo". El hombre quiere saber

5. C. S. LEWIS, Le probléme de la souffrance, trad. france­sa. Paris 1967.

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qué Dios es ese que se le presenta como un ser bueno, cuando él experimenta en su propia vida la mordedura del mal. 6

La Biblia nos muestra que el escándalo fren­te a la miseria ha dificultado hasta lo más pro­fundo la experiencia de la fe. Esta dificultad no es exclusiva del no creyente. El que se sabe ami­go de Dios y que ha encontrado en su propia vida espiritual la misericordia-y-fidelidad (hesed-we-emeth) del Dios de la alianza se siente, él tam­bién, hostigado —y a veces más intensamente que los otros—- por la misma tentación, por la misma "prueba"7 del grito de angustia dirigido a Dios: "¿Por qué todo esto si tú eres el Dios bueno?" La antigua alianza está caracterizada por esta inquietud, y las cartas apostólicas nos revelan que los cristianos mismos no escapan a esta situación.

Estudiaremos en esta perspectiva la oración de Moisés por el pueblo del Éxodo8. Es verdad que tal oración gira sobre la conciencia de pe­cado de Israel, concebido como la causa última de la cólera de Yavé. Sin embargo, sobre ella cabalga la percepción del escándalo que les lleva

6. Ibid., sobre todo 42-63. Véase en especial L. JERPHAGNON, o. c , 57 s.

7. Tomamos aquí la palabra "prueba" en el sentido bíblico de peirasmos: situación en la que, más allá de las apariencias, la realidad profunda de la persona es sondeada, "puesta a prue­ba", lo cual le permite manifestarse tal cual es. Recuérdese lo que los evangelistas nos dicen de la prueba de Jesús en el desierto, que ordinariamente se denomina "tentación", y en el huerto de los olivos.

8. Por ejemplo Ex 17, 11-13; 32, 11-14; Dt 9, 24-28; Núm 14, 13-19; 21, 7-8.

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a la convicción de que el Dios que hizo salir a Israel de Egipto por el poder de su bondad no ha llegado hasta el fin:

No mires a la dureza de este pueblo, a su perversidad, a su pecado; que no puedan decir los de la tierra de que nos has sacado: por no poder Yavé hacerlos entrar en la tierra que les había prometido y porque los odiaba, los ha sacado fuera, para hacerlos morir en el desierto. Son tu pueblo, tu heredad, que con tu gran po­der y brazo tendido has sacado fuera (Dt 9, 27-29). 9

Aunque sea bien "merecido", el sufrimiento infligido a Israel será como una sombra sobre el testimonio que Dios da de sí mismo en la gesta de salvación de su pueblo. Moisés llega a plan­tearse la pregunta con cierta dureza:

¿Por qué castigas a este pueblo? ¿Para qué me has enviado? Desde que fui al faraón para hablarle en tu nombre, maltrata al pueblo, y tú no haces nada por librarle (Ex 5, 22-23).

Es la misma queja que aflora, con mayor pro­fundidad, del salmo 44, escrito en un período de desastre nacional, y donde hay quien ha visto "una actitud intolerablemente irrespetuosa res­pecto a Dios" 10. Los desastres de la nación y su miseria actual son aquí presentados como una

9. Véase el comentario de G. VON RAD, Deuteronomy. Lon-don 1966. 78-79.

10. J. CALES, Le livre des Psaumes, 1. Paris 1936, 464.

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situación de la cual Dios es el responsable, de la misma manera que lo era de las victorias y de las alegrías en el pasado (v. 10-17). ¿Habrán con­tribuido las faltas de Israel a atraer este castigo de Dios? Al menos no se puede tratar de las fal­tas de la presente generación, que proclama su fidelidad y rectitud:

Todo esto ha venido sin haberte olvidado ni haber roto tu alianza. No se ha vuelto atrás nuestro corazón, ni se salieron de tu camino nuestros pasos (v. 18-19). n

De aquí la trágica pregunta que se pone la fe del pueblo fiel, "rechazado y dejado caer en la ignominia" por Dios (v. 10), expuesto "a los gritos de insulto y de blasfemia, ante el enemigo ávido de venganza" (v. 17), sin poder compren­der porqué 12. La comunidad puede entonces di­rigirse a Yavé con audacia:

Por tu causa somos degollados cada día y so­mos considerados como ovejas para el matadero. ¡Despierta! ¿Por qué estás d o r m i d o , Señor? ¡Desperézate! ¡No nos abandones para siempre!

11. Cf. E. J. KISSANE, The Book of Psalms, 1. Dublin 1953: "A pesar de sus desgracias, Israel ha permanecido fiel a la alianza. Los pecados que fueron la causa de su recusación por Dios son los de una generación precedente" (195; cf. 191-192). Véase también A. WEISEB, The Psalms. London 1962, 358-360. Los versículos 18-23 son probablemente una adición.

12. "No es el sufrimiento en sí mismo el que causa ante todo semejante ansiedad en la fe del pueblo, constituyendo de hecho una tentación real para él, sino el hecho de que en este caso no se le puede interpretar como un castigo... La cuestión angustiosa de la razón de ser y del objetivo de este sufrimiento permanece sin respuesta" (A. WEISER, O. C, 358-359).

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¿Por qué escondes tu rostro, olvidándote de nuestra miseria y opresión? Pues está nuestra alma postrada en el polvo, y nuestro vientre pegado a la tierra (v. 23-26).

Y cuando implora: "¡Levántate y ayúdanos! ¡Rescátanos por tu piedad!" (v. 27), lo hace, es cierto, con fe, pero no exenta de una dolorosa inquietud.1 3

Debemos añadir que lejos de ser calmada por la certeza de la bondad de Dios, esta pregunta del pueblo creyente se ve por el contrario agu­dizada por el recuerdo de las maravillas de amor llevadas a cabo en otro tiempo. La fe en la hesed y en la emeth de Yavé no llegan a disipar el escándalo de un sufrimiento injustificado. Y si el salmo termina con una proclamación de con­fianza en Dios, también queda claro que no se t rata de una solución mágica capaz de resolver la cuestión. Incluso en el interior de la misma fe, el sufrimiento sigue siendo un enigma total y una prueba.

El fiel experimenta todo esto en su propio destino personal. El testimonio de Jeremías nos viene aquí como anillo al dedo.1 4

Jeremías no es simplemente, como lo era la comunidad protagonista del salmo 44, un miem­bro del pueblo que debería recibir normalmente

13. Ibid.. 359. 14, Sobre el p rob lema del dolor en Je remías , cf. A. NEHER,

Jérémie. Pa r i s 1960, 141-231; A. GELIN, Jeremías, en Figuras Bíblicas. Estela, Sa lamanca 1966, 53-73, sobre todo 62-66: G. M. BEHLER, Les confessions de Jérémie. Cas te rman, Tourna i 1959.

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los efectos de la protección de Yavé. Jeremías se sabe instrumento especialmente escogido por Dios para realizar la obra de salvación. Es una tarea dura, exigente, que desborda al hombre y exige de él una superación constante. Pero, ¿qué recibe a cambio de la heroica fidelidad a su vo­cación? Sufrimientos. Un sufrimiento amargo, que nos narra con realismo, sobre todo en los pasajes de sus escritos que se agrupan de ordi­nario bajo el título de "Confesiones de Jere­mías" 15. Este sufrimiento hace nacer en su co­razón una profunda tristeza, una "tentación":

¡Ay de mí, madre mía, pues me engendraste, soy objeto de querella y de contienda para toda A nadie presté, nadie me prestó, [la tierra! y, sin embargo, todos me maldicen. ¿En verdad, ¡oh Yavé!, soy culpable? En el tiempo del infortunio y de la angustia ¿no te rogaba por el bien de los que me odian?

(Jer 15, 10-11)

A veces incluso una real desesperación:

Maldito el hombre que alegre anunció a mi "te ha nacido un hijo varón", [padre: llenándole de gozo. Sea ese hombre como las ciudades que Yavé destruyó sin compasión, donde por la mañana se oyen gritos, y al mediodía alaridos. ¿Por qué no me mató en el seno materno, y hubiera sido mi madre mi sepulcro,

15. Jer 12, 1-5; 15, 10-11; 15-21; 17, 12-18; 20, 7-13.

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y yo preñez eterna de sus entrañas? ¿Por qué salí del seno materno para no ver sino trabajo y dolor y acabar mis días en la afrenta?

(Jer 20, 15-18)

Todo esto le lleva a plantearse angustiosa­mente unos interrogantes sobre Dios 16:

Tú me sedujiste, ¡oh Yavé!, y yo me dejé seducir. Tú eras el más fuerte, y fui vencido. Ahora soy todo el día la irrisión, la burla de todo el mundo. Pues siempre que hablo tengo que gritar, tengo que clamar: "¡Ruina y devastación"! Y todo el día la palabra de Yavé es oprobio y vergüenza para mí. Y aunque me dije: "no me acordaré de él, no volveré a hablar en su nombre", es dentro de mí como fuego abrasador, encerrado dentro de mis huesos, y me he fatigado por soportarlo, pero no puedo.

(Jer 20, 7-9)

Estos interrogantes son graves. ¿No se habrá burlado Dios de él? La palabra que traducimos por "seducir" (pittáh) tiene, en efecto, una con­notación próxima a la blasfemia17: Yavé ha he-

16. "Lo más ex t r año no es que estos versos de fuego h a y a n sido pronunciados , sino que h a y a n sido escri tos, después recog i ­dos en la Biblia y que h a y a n l legado has ta nosot ros" (J. STEIN-MANN, Le prophéte Jérémie. Pa r í s 1952, 191.

17. J . STEINMANN, o. c , 190 t r a d u c e : " ¡ T ú has usado de se­ducción, Yavé, y yo h e sido seducido! Tú me has violado y forzado".

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cho el juego del seductor, parece que se ha apro­vechado de la juventud y de la ingenuidad de Jeremías para hacerle aceptar una carga dema­siado pesada, e inmediatamente después del en-gatusamiento le ha dejado solo con su afrenta18. Por otra parte, Jeremías se había dirigido a Dios en estos términos:

¿Por qué ha de ser perpetuo mi dolor, y mi herida, desahuciada, rehusa ser curada? ¿Vas a ser tú para mí como (torrente) falaz, cuyas aguas no son seguras? (15, 18). 19

No veamos en estas palabras un simple arti­ficio literario. Son el grito del siervo fiel en las contiendas, con una experiencia de sufrimiento que brota del mismo corazón de esta fidelidad. Alguien puede decir que es la expresión de un dolor que salta de la misma fe. Pero la fe no es un consuelo para el dolor; lo asume sin quitarle la crueldad. Se da una misteriosa coexistencia de la fe y del escándalo del sufrimiento. ¿Será ésta la razón por la que Jeremías está tan cer­cano a nosotros? 20

18. Cf. G. M. BEHLER, o. c , 62-63. Además , la pa l ab ra que la Biblia de J e ru sa l én t r aduce por "eras el m á s fuer te" ("maitri-ser") t i ene el sent ido de "violar" como en Dt 22, 25.

19. G. M. BEHLER, o. c , 37: "Es a Dios en persona a qu ien acusa de infidelidad: t ú no has man t en ido t u p romesa de asis­t i rme , m e has desamparado . A b r u m a d o por el sufr imiento, en un acceso de desesperación, el profeta se a t r eve a l l amar a ese Dios que es la fuente de aguas vivas (2, 13), un arroyo falaz cuyas aguas no son seguras".

20. "Con él comienza en el Ant iguo Tes t amen to el canto del dolor desesperado. J e r e m í a s no fue un hé roe de epopeya, a u n ­que no falta en él este aspecto, sino un h o m b r e . Ni rey , n i político, n i pontífice, n i mil i tar , n i profeta , sino un simple h o m -

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Además de Jeremías y en su misma pista en­contramos idéntica situación en el salterio21 y, quizás con menos naturalidad, pero con rasgos más poéticos y explícitos, en el libro de Job22. También Job ve que su fe ha sido íntegra, y sin embargo el problema de la relación entre Dios y su sufrimiento no cesa de venirle a la mente 23, llevándole hasta los límites de la desesperación:

¿A qué dar la luz al desdichado, dar la vida al amargado de alma, a los que esperan la muerte y no les llega, y la buscan más que exploradores de tesoros?

(Job 3, 20-21) 24

Con cierto humor negro, declara:

bre . P é g u y hub i e r a dicho de él "que no hac ía el malo" . E ra débi l y fuer te , apacible y vehemen te , sensible y r econcen t rado , m á r t i r y pro tes tón . Magnífico e j empla r de u n h o m b r e que sabe p e r m a n e c e r ta l bajo la m á s poderosa empresa que imaginarse puede , la empresa de Dios. De todos los santos de la an t igua ley. J e r e m í a s es el m á s cr is t iano, el m á s vu lnerab le , el m á s f ra terna l , el m á s caro a los corazones pecadores y divididos" (J. STEINMANN, o. c , 319).

21. En pa r t i cu la r en los sa lmos de anawim. 22. Cf. J . STEINMANN, Le livre de Job. Pa r i s 1955, 103. 23. Sobre el p rob l ema de la re lación e n t r e el l ibro de J o b

y el mis ter io del sufr imiento , cf. P . P . PÁRENTE, The Book of Job. Reflections on the myst ic Valué of Suffering: CathBibl Quar t (1946) 213-219; A. FEUILLET, L'énigme de la souffrance et la réponse de Dieu: Dieu v ivant 17 (1950) 77-91; R. TOURNAY, Le procés de Job ou l'innocent devant Dieu: VS (1956) 339-354; A. F. MCKENSIE, The Purpose of the Yahweh Speeches in the Book of J o b : Bíblica 40 (1959) 435-445; S. TERRIEN, Job . Neu-chá te l -Pa r i s 1963, 35-49.

24. "El campeón de r r ibado no h a a tacado todav ía a Dios de f rente , pero se p r e p a r a a da r el a t aque . Pone en cuest ión el valor de la exis tencia p a r a aquel los que t i enen la a m a r g u r a en el corazón". S. TERRIEN, J o b . Neucha te l -Pa r i s 1963, 66.

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¿Qué puedo yo esperar? El sepulcro será mi [morada,

en las tinieblas he extendido mi lecho. A la fosa grité: "¡Tú eres mi padre"! Y a los gusanos: "¡Mi madre y mis hermanos!" ¿Dónde está mi esperanza? Y mi dicha, ¿quién la divisa?

(Job 17, 13-15)

Y cuando, sumergido en la angustia, piensa en el Dios de la fe, en el Dios de la bondad y de la justicia, no puede reprimir esta constatación amarga:

¡Consume al íntegro y al culpable! Cuando de repente una plaga trae la muerte, él se ríe de la desesperación de los inocentes. La tierra es entregada a las manos de los impíos, y vela el rostro de sus jueces. Y si no es él, ¿quién va a ser?

(9, 23-24) 25

Se ve que no se trata aquí únicamente de pre­guntarse: ¿por qué sufren los justos?, aunque esta pregunta no se pasa por alto. Se trata ante todo de intentar entender la verdadera relación que debe existir entre el Dios de los padres y la horrible situación de todo hombre ("el hombre

25. "Los amigos t i enen a bien sos tener que Dios es bueno . J o b observa que e x t e r m i n a a todos los h o m b r e s sin dist inción. Es peor que u n des t ruc to r : se mofa con risas de la miser ia de los inocentes . Es igua lmen te responsable de la injusticia social y de la opresión in te rnac iona l . Mien t ras que el Dios de los profetas es el juez soberano de la his tor ia , el Dios que J o b a taca es u n capr ichoso maniá t ico que deja a la his tor ia des ­provis ta de todo sent ido" (Ibicí., 97).

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nacido de mujer, corto de días y harto de inquie­tudes" [14, 1]) del que Job con su propio drama es simplemente una imagen trágica26. Estamos en el interior de la fe. Ahí además se enraiza la tortura espiritual de Job. Porque a través de su propia suerte, Job se siente llevado a ver en su Dios una especie de señor caprichoso, una poten­cia hostil (9, 18-29) y sin corazón (6, 4-9; 16, 12-14; 19, 8-12). Y por si él mismo había llegado a olvidarlo, sus amigos se encargan de recordárse­lo; todo esto se casa tan mal con la imagen de Dios ofrecida por la fe que resulta imposible no interrogarse sobre el misterio del mismo Dios 27, sin por ello, repitámoslo, salir de la fe.

Se da una respuesta desconcertante. No es la de los amigos de Job para quienes todo está per­fectamente claro, según las reglas de una cierta aritmética divina, una especie de juego matemá­tico de mérito-recompensa28. No es en manera alguna una respuesta directa. Fuera del ámbito de la fe carecería de sentido. No resuelve el pro­blema del mal, ni ofrece una solución que permi­tirá al hombre vivir en tal fidelidad a Dios que no conocerá ya más el sufrimiento y su cortejo

26. Es lo que S. TERRIEN, O. C , 36-38 pone t an bien de r e ­l ieve: en J o b se descr ibe la s i tuación del A d á n de todos los t iempos .

27. Cf. A. WEISER, Das Buch Hiob, übersetzt und erklcirt. Gót t ingen 1951, 12. El d r a m a de Job es el de la lucha e n t r e la duda y la segur idad de la fe, pero s i empre den t ro de esta mis­ma; cf. A. FEUILLET, o. c , 83, no ta 5: "En real idad, J o b gua rda su fe intacta , y el p rob l ema que p lan tea nues t ro l ibro es la crisis de u n a lma dividida p rec i samen te e n t r e su fe m u y firme y los hechos que pa recen apor t a r u n cruel men t í s " .

28. Cf. A. FEUILLET, O. C , 80-81, con la no ta 2.

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de ansiedades, de tentaciones y desesperación. ¿A qué se reduce esta solución? Simplemente dice que el hombre debe aceptar confiarse al Dios de la fe29. Más exactamente aún, que "el hom­bre debe someterse a Dios en la confianza, per­manecer fiel en su fe cuando su espíritu no re­cibe consuelo"30. En una palabra, debe aceptar ser en su miseria un verdadero "pobre". Pobre de su orgullo y de su pretensión de saberlo todo. La fe triunfa en la transparencia del corazón, cuando el hombre consiente, incluso cuando se ve desgarrado por el dolor, en ser simplemente lo que en el secreto de su amor quiere Dios que sea. La pobreza impuesta desde fuera por las leyes inexorables de la existencia debe poco a poco convertirse en una pobreza de corazón. Pero esto no significa que desaparezca; solamente cam­bia de sentido. La gracia de Dios no invade sino a aquellos que renuncian a su propia justicia31. Ahí se descubre el verdadero rostro del Dios-amor. Es lo que el evangelio llamará la "biena­venturanza de los pobres".

Incluso aquí desconfiamos de una interpreta­ción demasiado triunfalista y demasiado fácil de la respuesta de Dios al santo Job. El sufrimiento no se suprime para el creyente, y con el sufri­miento el tormento del espíritu y del cuerpo. Y

29. Es el sent ido que dan a los capí tulos 38-42, e n t r e los au to res que hemos consul tado, A. WEISEK, A. F. MCKENSIE, S. TERRIEN, A. FEUILLET, R. TOURNAY, C. LARCHER, J . STEINMANN, A. GELIN, H. RICHIER.

30. C. LARCHER, Le llvre de Job. Pa r i s 1950, 23. 31. Cf. R. TOURNAY, o. c , 352-354; S. TERRIEN, O. C , 45-46-

269; 271.

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el crecimiento en el amor del Señor hacia la per­fección de la pobreza de corazón es una senda larga y tortuosa. "Sería vano atenuar los gritos de desesperación que arranca a Job el dolor. Esta desesperación es su camino hacia Dios, hacia un Dios diferente del que creía conocer en su vida anterior, próspera y moral. Y es un camino hacia Dios porque el viajero que lo emprende no se inmoviliza... El hecho de que Job incline la ca­beza ante Yavé no anula lo que ha intentado de­cir. Es precisamente lo que ha osado decir lo que da todo su sentido a su último gesto. Ha sido preciso que Job atravesara el desierto de la de­sesperación y de la rebelión para desembocar en la abnegación"32. En su largo caminar hacia el encuentro total de Dios, el fiel lleva en sí esta "prueba" de un sufrimiento no pacificado toda­vía en su interior, de donde nace la terrible ten­tación a la rebelión. No la recusación de Dios, en este caso no se estaría ya en la fe, sino la dificul­tad de admitir que Dios sea quien es. Esta ten­tación le acompaña hasta el momento, con fre­cuencia muy lejano, en que él comprende, como Job, que los designios de Dios son misteriosos. Entonces solamente puede decir:

Sólo de oídas te conocía; mas ahora te han visto mis ojos. ¡Por eso me retracto y hago penitencia sobre

[polvo y ceniza! (Job 42, 5-6)

32. J . STEINMANN, O. C , 309-310; véanse las espléndidas pá­ginas de A. NEHER, Jérémie. Pa r í s 1950, 141-145.

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Con el ebed Yavé que nos presentan los can­tos recogidos en el Deutero-Isaías, el sentido de esta respuesta se abre sobre perspectivas nue­vas 33. Entonces se descubre que la transfigura­ción del sufrimiento por la pobreza de corazón tiene un valor redentor. No solamente para el individuo como tal, que pacifica la comunión con la voluntad de Dios (Is 50, 6-7), sino también para todos los hombres. La descripción del siervo justo y fiel, tr i turado inocentemente por las fal­tas cometidas por los otros, nos hace en efecto comprender que el sufrimiento tiene, en el plan secreto de Dios, una misteriosa eficacia cuando encuentra un corazón transparente.

Nunca se subrayará lo suficiente la riqueza de esta breve frase: "El justo, mi siervo, justificará a muchos, y cargará con las iniquidades de ellos" (Is 53, 11). Mientras que el largo epílogo del libro de Job, siguiendo el esquema de la retribución temporal, evoca la fecundidad del dolor en la

33. P a r a la teología del Ebed Yavé, el . C. R. NORTH, The Suffering-Servant in Deutero-Isaiah. Oxford 1948; The Second-Isaiah, Introduction, Translation and Commentary to Chapters XL-LV. Oxford 1964; J. MORGENSTERN, The Message of Deutero-Isaiah and its sequential Unfolding: H e b r e w Union College Annua l (1958) 1-68; (1959) 93-102; The Suffering-Servant, a neiü Sotat ioi i : Vetus Test (1961) 292-320; 406-431; (1963) 321-332; J . VAN DER PLOEG, Les chants da Serviteur de Yahvé. Pa r í s 1936; A. B R U -NOT, Le rioéme du Serviteur et ses problémes: RT 61 (1961) 5-24; W. H. W. ROTH, The Anonymity of the Suffering Servant: Jou r . of Bibl. Stud. (1964) 171-179; J . COPPENS, Les origines littéraires des Poémes du Serviteur: Biblica 40 (1959) 248-258; H. H. R o w -LEY, The Servant of the Lord. London 1952; R. TOURNAY, Les chants du Serviteur: RB 59 (1952) 355-384; A. A. MCRAE, The Servant of the Lord in Isaiah: Bibl iotheca Sacra (1954) 125-132; 218-227; C. CHAVASSE, The Suffering Servant and Moses: Church Quar tRev (1964) 152-163; G. Drp, Plegaria y sufrimiento del sier­vo de Yavé: EstEccl 41 (1966) 303-350; H. ZIMMERLI - J . JEREMÍAS, The Servant of God. London 1957.

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vida personal del que sabe acogerlo "en pobre­za"34, los poemas del ebed hacen entrever que la multitud de los humanos, alcanzada por el sufrimiento, puede ser reunida por el poder del martirio de un justo 35. La idea aflora en varias ocasiones en el capítulo 53:

Fue él ciertamente quien soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores... Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados. El castigo de nuestra paz fue sobre él, y en sus llagas hemos sido curados... Yavé cargó sobre él la iniquidad de todos nos­otros... por nuestros pecados ha sido condenado a muerte.. . se ha entregado a la muerte y ha sido contado entre los pecadores mientras lleva­ba las faltas de todos e intercedía por los pe­cadores.

Queda también recogida la idea de la retribu­ción personal del ebed:

Por la fatiga de su alma verá y se saciará de su conocimiento... Yo le daré por parte suya muchedumbres, y dividirá la presa con los po­derosos (Is 53, 11-12).

34. Sobre el p rob l ema de este epílogo, cf. S. TEKRIEN, O. C, 14, 28, 48.

35. Léanse las bellas páginas de A. GELIN, Les -pauvres que Dieu aime. Pa r i s 1967, 98-118. P a r a u n a visión más sintét ica, cf. C. R. NOHTH, The Second Isaiah. Oxford 1964, 238: "Estaban comple t amen te equivocados cuando pensaban que este h o m b r e sufría sin t e n e r re lación a lguna con ellos. No era la v íc t ima de u n a capr ichosa e inescru tab le fantasía de Dios, n i u n cast i ­gado por Dios a causa de sus propios pecados . Los sufr imientos que él soportó e r a n los que ellos mismos deber ían h a b e r sufrido como castigo de su propia maldad" .

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Esta idea está, sin embargo, englobada en una perspectiva más amplia: la justificación del total de los hombres como fruto de una expia­ción.

Herido en su carne y en su corazón, mofado, vendido, incomprendido, el siervo es verdadera­mente el "pobre" en el sentido más teológico del término. Su "pobreza" es de tal género que la vida y la salvación de aquellos mismos que le han despreciado se logra por su medio.36

Ninguna duda posible. El sufrimiento está aquí en el centro del drama con toda su inten­sidad y su aspecto trágico. Si, en efecto, "todo el dolor humano parece haberse abatido sobre él, si todo el abandono físico y espiritual se ha con­centrado en él" 37, es con el objeto de que este sufrimiento y esta muerte sean como el acto en el que él asume el dolor de los otros. Tal es el plan de Dios. El sufrimiento •—cuyo misterio no ha sido desvelado y cuyo enigma no puede ser explicado a no ser por el viejo esquema de su relación con el pecado— puede convertirse en algo maravillosamente fecundo. Una condición, sin embargo, se requiere: que el que lo soporta sea pobre de corazón, o sea justo, "fiel servidor de Yavé". El sufrimiento tiene entonces valor de expiación (Is 53, 10) y de intercesión38 (53, 12)

36. Cf. E. J . KISSANE, The Book of Isaiah, 2. Dubl in 1943, 186. 37. B. MARTIN-ACHARD, De la mort a la résurrection d'aprés

VAnden Testament. Neuchá te l -Pa r i s 1956, 89. 38. Sobre la na tu ra leza de esta intercesión, véase C. R.

NORTH, o. c , 246. Se t r a t a menos de u n a oración de in terces ión que del hecho de in t e rponer se e n t r e los pecadores y el cas t i ­go que merecen .

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para los rabbim, es decir para esta "multi tud" sobre la que tanto se pregunta la tradición ju­día 39. Los hombres son salvados por el martirio de un "pobre" de tal género: por su sufrimiento y por la calidad de su corazón a la vez.

Ahora podemos comprender una dimensión importante de la teología del sufrimiento. Job debe cargar con su miseria aceptando someterse sin una plena intelección al plan de Dios. El ebed debe desposarse con el sufrimiento de los otros y comulgar con él. Acabamos de mostrar que la fuente de la fecundidad de su martirio residía en esta transparencia interior4 0 . Hay en él mucho más que una fría aceptación en la fe. Se da la sobreabundancia de una voluntad positiva de en­tregarse a sí mismo: "El mismo se ha entregado a la muerte" (53, 12), ha cargado con la miseria de los demás, con el fruto de su pecado, no en contra de su voluntad, sino viendo en esta asun­ción, o mejor dicho, siendo más exactos, en esta "sustitución"41 , un "servicio" al misterioso de­signio del Dios vivo 42. Un designio que sin duda él no comprende y que, como Job, no debe si­quiera intentar comprender. Sencillamente, él

39. Véase J. JEREMÍAS, The Eucharistic Words of Jesús. Lon-don 1966, 226-231.

40. Cf. A. GELIN, Les origines bibliques de Vidée de mar-tyre: LumVie 36 (1958) 123-129.

41. Véase O. CULLMANN, Christologie du Nouveau Testament. Neuchá te l -Pa r i s 1858, 51; R. MARTIN-ACHARD, O. C , 89-90. Pe ro C. R. NORTH, o. c , 238, hace una reserva que c reemos fundada sobre el empleo de este t é rmino en este lugar .

42. "Yavé hab ía impues to a su siervo la t a rea de e x p i a r los pecados de los hombres ; el siervo cumpl ió esta t a r e a de buen grado, asumiendo el sufr imiento incluso has ta la m u e r t e " (E. J . KISSANE, o. c , 186).

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acepta "servir a Yavé" sumergiéndose en comu­nión trágica con el destino del pecador, restable­ce la comunión alegre y apacible del hombre con Dios:

El castigo de nuestra paz fue sobre él, y en sus llagas hemos sido curados (53, 5).

Su sufrimiento no es, pues, premiado a no ser por la pobreza que le ilumina. Esta no tiene va­lor por sí misma. Considerada independiente­mente del anaw que la vive, es un mal, un cas­tigo. ¿Qué otra cosa es el dolor sino una materia por sí misma mala y detestable, que la calidad del corazón del creyente puede transformar en una fuente de salvación? Y por otra parte, ¿no se manifiesta esta calidad de corazón y no se ali­menta en esta comunión en el sufrimiento? Se da de esta forma entre los dos componentes de la pobreza del ebed una osmosis, una circumin-cesión, pero según una jerarquía.4 3

El valor positivo que hemos encontrado en el sufrimiento desborda la simple figura del ebed Yavé y del mesías de los pobres del cual éste es el anuncio aún velado. Los exégetas se hallan muy divididos cuando se t rata de saber si el ebed designa a un individuo o a una colectivi-

43. "Antes de ser t r a spasado y deshecho p o r los pecados de los hombres , debía ser t r a spasado por s impat ía (sumpatheia.) p o r esos mismos pecados, como cuando decimos que e l m á s amargo e lemento del sufr imiento de Cristo es su identificación con el h o m b r e en su condición pecadora , m á s que la agonía física de la cruz" (C. R. NORTH, O. C , 239).

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dad 44. Pero se va logrando poco a poco una cier­ta unanimidad gracias a los estudios sobre la noción de corporate personality que encuentra en nuestro tema un terreno privilegiado de apli­cación45. El pensamiento semítico asimila fácil­mente la colectividad y su representante indi­vidual: ve en éste la encarnación y expresión de todo el grupo y "en virtud de una especie de identificación o, en todo caso, de cohesión física extrema entre el grupo y un individuo dado, este último es el representante por excelencia de todo el grupo" 46. De donde nace la fluidez, "la oscila­ción o la fluctuación constante que se manifiesta entre los dos aspectos dialécticos del binomio individuo-sociedad. Tan pronto es el grupo quien ocupa el primer plano de la atención, como lo es el individuo". 47

Por lo que concierne a los cantos del siervo, el ebed designa entonces bien la comunidad de

44. P a r a la discusión de este p rob lema, véase C. R. NORTH, The Suffering Servant in Deutero-Isaiah, an historical and critical Study. Oxford 1956; J . S. VAN DER PLOEG, O. C , 83-105; H. H. ROWLEY, The Servant of the Lord in the Light of three decades of criticism, en The Servant of Lord and other Essays. London 1952; E. J . KISSANE, O. C., 175-180.

45. Sobre la na tu ra leza de la corporate personality y su aplicación al p rob lema del ebed Yahweh, véase H. WHEELER R O -BINSON, The Hebrew conception of Corporate Personality, en Wesen und MVerden des A. T. (1936) 49-62, sobre todo, 57-60; O. EISSFELDI, Der Gottes Knecht bei Deuterojesaja im Licht der Israel. A n s c h a u u n g von Gemeinschaf t u n d Ind iv iduum. Halle 1933; W. VISCHER, Der Gottesknecht, ein Beitrag zur Aus-legung von Jesaja 40-55, en Jahrbuch der Theol Schule. Be the l 1930; J . DE FRAINE, Adam et son ligmage. Desclée, P a r i s 1959, 158-171; A. R. JOHNSON, The One and the Many in the Israelite Conception of God. Cardiff 1942.

46. J . DE FRAINE, O. C , 15-16. 47. Ibid., 37.

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Israel en su destino de sufrimiento, en tensión hacia su realización escatológica, o bien una per­sona misteriosa en la que se encarnan y se ex­presan a la vez este destino y esta vocación del pueblo.

En el siervo individuo vive su misterio el pue­blo siervo:

El siervo de Yavé no tiene otra realidad que la que le confiere el ser él quien cumple la tarea confiada por el Dios vivo a Israel, su siervo, y por otra parte, el pueblo del Dios vivo no es su siervo sino en la medida en que uno o varios de sus miembros llevan a cabo la obra que Yavé espera de él. 48

Esto alarga singularmente el valor eficaz del sufrimiento, tal y como nos lo presenta el cuar­to cántico del ebed. Más allá de la persona del siervo, en ella y por ella, se encuentra descri­to el verdadero sentido del "destino expiatorio del pueblo de Israel"49. El trágico sufrimien­to del exilio no ha sido, pues, ante todo ni úni­camente, como podía hacer creer el magisterio corriente de los profetas, el castigo de las faltas del pueblo "de dura cerviz". Ha sido como el sacramentum por el cual el pueblo siervo sal­vaba a la multitud de los pueblos, soportando

48. R. MARTIN-ACHARD, O. C , 88; cf. J . DE FRAINE, O. C , 171: "En c ier ta medida , Israel es l lamado cons t an temen te a mani fes ­t a r se en el s iervo individual , y éste t i ene s i empre conciencia de ser el r ep r e sen t an t e de Israel" .

49. La expres ión es de J . STEINMANN, Le livre de la consola-tion d'Israél, Pa r i s 1950, 173.

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el peso de las consecuencias del pecado del hom­bre. Los sufrimientos de Israel están íntimamen­te ligados a la salvación del mundo. El destino doloroso del pueblo santo desemboca en la gran aurora de la humanidad restaurada. Por tanto, en el Israel del exilio se perfila ya el nuevo Is­rael, la Iglesia llamada a brotar del costado abier­to de Cristo-ebed. El sufrimiento de la Iglesia, visto en conjunción inseparable con el de Jesús siervo del Padre, tendrá, pues, también un valor salvífico para el mundo. No un sufrimiento que se confina en la vaguedad de una zona artificial de acciones supererogatorias, sino el sufrimien­to diario del pueblo de los creyentes comprome­tido en el duro combate de la fidelidad a la vo­luntad del Padre. Pero estas observaciones nos están apartando de nuestro objetivo inmediato.

He aquí, puede decirse, el sufrimiento eleva­do a un rango capital en el misterio de la vida del creyente. Y sin embargo, su ambigüedad no ha desaparecido con ello. No estamos en dispo­sición de afirmar imprudentemente, con tantos libros de espiritualidad, que el sufrimiento es de suyo un bien, un regalo que Dios envía a los que ama. El conjunto de los cánticos del siervo nos obliga también a tomar una posición más mati­zada. Incluso para aquel que en lo más profundo de su voluntad acepte la colaboración con el plan divino solidarizándose con el dolor de los otros, el sufrimiento permanece siendo en sí mismo, no solamente un mal del que se querría espontánea­mente verse libre, sino también con frecuencia una tentación a la rebelión, hasta tanto que el

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hombre no haya franqueado el umbral de la to­tal pacificación. Y ya hemos dicho que esta etapa no llega normalmente sino después de un largo camino.

Misterio del éxodo del fiel, con sus pruebas, sus caídas, sus pasos atrás, sus murmuraciones contra Dios. La experiencia de Job constituye, ella también, parte del destino del pueblo ebed. Aun cuando el hombre torturado por el dolor se abisme en la adoración de Dios, no puede refre­nar el movimiento de todo su ser que rehuye el sufrimiento, tanto el propio como el de los de­más. La fe no transustancia el sufrimiento; lo único que hace es cambiarle el sentido.

Nos queda además el ver por qué el objetivo del sacrificio del ebed sea precisamente librar al hombre pecador de la carga del sufrimiento. Nos hallamos todavía en la perspectiva de la retri­bución temporal. La redención implica una re­ferencia esencial a los bienes materiales5 0 ; se entremezclan aquí los valores espirituales del corazón poseído por el amor de Dios y los valo­res de la existencia feliz en un mundo de paz y de alegría. Los desbordamientos más interio­res de sentido, de los que los cánticos del siervo son la mejor muestra, no eliminan en manera al­guna la dimensión temporal de la salvación 51. A los ojos del mismo Deutero-Isaías, el mundo ma­ravilloso hacia el que marcha la historia y que es

50. Véase A. HULSBOSCH, L'attente du Salut d'aprés V'Anden Testament: I r én ikon 27 (1954) 4-20.

51. Véase A. GELIN, Expérience et atiente du Salut dans VAnden Testament: LumVie 15 (1954) 9-20.

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esperado como una realidad de los últimos tiem­pos, el tiempo del mesías, es un mundo nuevo, re­creado, pero en el que el pueblo santo ve sobre todo concretizarse "un estado de plenitud y de perfección en el que cada uno realizará en su pro­pia vida libre de todas las limitaciones su máxi­mum de intensidad" 52. Se trata, por tanto, de un universo privado de aquel dolor que los relatos del Génesis habían ligado a la pérdida del paraí­so, sin —notémoslo de pasada— pretender con esto explicar todo el sentido aquí encerrado53. También el martirio del siervo debe fructificar en una eliminación del sufrimiento, obstáculo fundamental para la felicidad de la vida. Des­aparecido este mal, el destino humano se ilumi­nará.

Esto equivale a decir que el sufrimiento no es canonizado en la figura del ebed. Tanto más que el primer cántico del siervo nos presenta su misión en términos coloreados por esta misma intuición:

Yo, Yavé, te he llamado en la justicia y te he tomado de la mano. Yo te he formado y te he puesto por alianza del y para luz de las gentes, [pueblo para abrir los ojos de los ciegos, para sacar de la cárcel a los presos, del calabozo a los que moran en las tinieblas.

(Is 42, 6-7)

52. E. JACOB, Théologie de l'Ancien Testament. Neuchá te l -P a r i s 1955, 262.

53. Es lo que subraya H. RENCKENS, La Bible et les origines du monde. Desclée, Bruges 1964, 108-115.

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Es posible que estos diversos actos se refieran a la ceguera espiritual y a la esclavitud de Israel o de las naciones54, de todo lo cual tendríamos aquí una significación puramente simbólica. Sin embargo, parece justo que sean referidos direc­tamente a la cruel experiencia del exilio, a esta carga dolorosa cuya maravillosa curación descri­birá más tarde el libro de la consolación (49, 7-12).55

¿Cómo no pensar en el conjunto de la predi­cación profética y en su insistencia sobre una acción en favor de los pobres y de los que su­fren? Sea suficiente traer aquí estos versículos de la tercera parte del libro de Isaías:

¿Sabéis qué ayuno quiero yo?, dice el Señor Yavé: romper las ataduras de iniquidad, deshacer los haces opresores, dejar libres a los oprimidos y quebrantar todo yugo; partir tu pan con el hambriento, albergar al pobre sin abrigo, vestir al desnudo y no volver tu rostro ante tu hermano. Entonces brotará tu luz como la aurora, y pronto germinará tu curación... Cuando quites de ti el yugo, el gesto amenazador y el hablar altanero; cuando des tu pan al hambriento y sacies el alma indigente,

54. Cf. J. MUILENBURG, The Book of Isaiah, chapters 40-46: The I n t e r p r e t é i s Bible 5 (1956) 568-569.

55. Cf. C. R. NORTH, o. c , 112-113; E. J . KISSANE, O. C , 37-38.

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brillará tu luz en la oscuridad, y tus tinieblas serán cual mediodía.

(Is 58, 6-10) 56

Israel establece una relación entre su libera­ción por Yavé y una acción positiva, cuyo autor puede ser o bien Dios, o el mesías o el pueblo fiel, contra el sufrimiento. Porque, el Deutero-nomio será el mejor testigo 57, en un mundo crea­do por Dios y dado como regalo al hombre, el grito de los pobres y los acentos de la miseria no dejan de tener su aspecto escandaloso. Ahí se inscribe el martirio del ebed.

Compleja ambigüedad, pues, esta del sufri­miento. Es a la vez un mal del que es preciso li­brar a toda costa al hombre, en nombre mismo de la fidelidad a la voluntad creadora, y es al mis­mo tiempo un instrumento de redención cuando es asumido en la pobreza de corazón.

Esbocemos, sin embargo, una solución. El den­so valor salvífico que descubrimos en el dolor cuando escrutamos los cánticos del siervo, ¿no provendrá de que al aceptar en la propia vida, con amor, a pesar del natural desgarro, aquello que es lo más opuesto al impulso primordial de la naturaleza, se "significa" y actualiza la trans­parencia del corazón y el "máximum admisible" en la prioridad concedida a la voluntad de Dios? En sí mismo el sufrimiento permanece siendo

56. Se encuen t r a de nuevo este eco en Is 1, 16-18; 11, 4; A m 5, 24; J e r 7, 4-11; Zac 7, 8-10; Ez 18, 7-8, 16-17.

57. Cf. G. VON RAD, Deuteronomy. London 1966, 106-107.

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malo. Pero en la medida en que es acogido con amor se convierte para el creyente en sacramen­to de la profundidad de la comunión con Yavé, en los dos sentidos de la palabra sacramentum, como signo y como instrumento. Aun con la opo­sición constante de la naturaleza, la acogida del sufrimiento se convierte en la traducción realista y existencial de la transparencia del alma frente a Dios, así como de la solidaridad con todos los humanos. Más aún, al mismo tiempo que expresa esta transparencia y esta solidaridad, les ahonda y enraiza en lo más profundo de la persona. Todo lo cual, por el movimiento mismo del amor, in­cita a éste a comprometerse valientemente en la lucha contra todo lo que se opone al desarrollo del designio creador de Dios, y por tanto contra el sufrimiento mismo.

La situación del sufrimiento en el misterio del fiel se esclarece así. Si el alma fiel lo acepta para sí misma, en la pobreza de corazón, y con­siente en sufrir sus asaltos, el creyente en comu­nión con la voluntad divina busca sin embargo de descartarlo de la vida de sus hermanos. Es exactamente lo c o n t r a r i o del movimiento de egoísmo, que es el movimiento mismo del pe­cado. Cuanto más acepta para sí mismo, entran­do en el misterio de la "compasión" y de la "sim­patía" con todos los que sufren, tanto más se eleva en él el deseo, grabado en su interior por el Dios creador, de alejarlo para siempre del mundo de los hombres. La experiencia del su­frimiento (acogido en pobreza espiritual, y sin embargo impuesto por la ley que rige el destino

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humano sin que se pueda nunca alejarlo) per­mite al ñel comprender mejor su amargura y su escándalo y le lleva a intentar evitarlo a los de­más. De hecho, queda esto de manifiesto en el valor que Dios concede a sus mártires. La ambi­güedad de que estamos tratando no se resuelve, pues, más que en el dinamismo del agapé.

El sufrimiento del Señor Jesús

Lo que el Antiguo Testamento experimentó ya en forma de figura y sus crisis de esperanza, se cumplió a la perfección en Cristo Jesús, en el sentido pleno que la Escritura da a este térmi­no 58. No solamente lo vivió en plenitud, sino que le dio su sentido definitivo. Si para la tradición primitiva Cristo aparecía como el verdadero ebed Yavé, no es solamente porque él realizó a plena luz lo que ya se percibía en figura en los cánticos del siervo, sino porque además se revela en él la auténtica significación del misterio del sufri­miento en el destino del hombre. La cruz, tal y como la ve sobre todo san Juan, es algo más que un instrumento de redención. Es también la re­velación de la situación del hombre de cara a sus hermanos y a Dios.

Comencemos señalando cómo el ministerio de Jesús y su predicación están coloreados por la

58. Cf. C. H. DODD, According to the Scriptures. Digswell P lace 1961.

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lucha contra el sufrimiento. Habrá que estudiar aquí toda la pedagogía de los "signos evangéli­cos". 59

Cuando en el kerigma de pentecostés recuer­da Pedro a la muchedumbre reunida que Dios ha acreditado a Jesús ante ellos "con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por él en me­dio de vosotros" (Hech 2, 22), o cuando en casa de Cornelio el mismo Pedro precisa que "pasó haciendo bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él" (10, 38), proyecta una gran luz sobre el misterio del su­frimiento. Ya se dirijan contra la enfermedad, contra la muerte o contra otro cualquier defecto que la mentalidad bíblica atribuya directamente al demonio, los erga y los semeia de Jesús son los signos de la irrupción del reino mesiánico, o sea de la salvación, en la situación trágica del hombre. Todo esto significa que por medio de Jesús ha comenzado ya a penetrar en nuestro mundo el plan amoroso del Padre. El término empleado por Mateo para expresar este hecho es muy realista:

59. Cf. L. CERFAUX, Les miracles signes messianiques de Jésus et oeuvres de Dieu dans l'évangile de saint Jean, en Recueil L. Cerfaux, 2. G e m b l o u x 1954, 41-50; C. H. DODD, The Interpretation of the Fourth Gospel. Cambr idge 1953, 383-390; A. BICHARDSON, The Miracle-Stories of the Gospel. London 1956; M. P . CHARLIER, La notion de signe dans le IV' évangile: R S P T 43 (1959) 434-448; D. MOLLAT, Le semeion johannique: Sacra P a ­gina 2 (1959) 209-219; L. A. ROOD, Le Christ córame dunamis Theou, en Littérature et théologie pauliniennes. Desclée de Br. , 1960, 93-108; K. GATZWEILER, La conception paulinienne du mi~ racle: ETL 37 (1961) 813-836.

P a r a una perspect iva de conjunto que r e suma este p e r á g r a -ío, cf. J. DDPONT, La Iglesia y la pobreza, en G. BABAÚNA, La Iglesia del Vaticano II, 1. Flors , Barce lona 1966, 401-431.

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Si yo arrojo a los demonios con el espíritu de Dios, entonces es que ha llegado a vosotros (ephthasen) el reino de Dios (Mt 12, 28).

En la acción de Jesús librando del sufrimien­to a un ciego-mudo se revela el auténtico pro­yecto de Dios, al servicio del cual se encuentra el que se designa como Cristo 60. El signo no es separable de la realidad que intenta hacer sen­sible. El milagro no pretende únicamente probar que Jesús tiene el poder divino. Quiere mostrar también por qué se despliega en él este poder. Quiere ser de esta manera a la vez revelación de la presencia en Jesús de la aunarais tou Theou y de la edad nueva de la humanidad que se inau­gura con la obra del mesías. Al mismo tiempo se descubre que el plan de Dios es arrancar del mundo la incómoda realidad de la miseria, ya se esconda en la enfermedad, en la muerte, en el hambre, en el duelo o en la desesperación. El profundo movimiento que descubrimos ya en los justos de la antigua alianza responde por tanto a la intención de Dios.

No vamos a remitir a un futuro lejano la rea­lización concreta de esta intención. Es verdad que el Apocalipsis relaciona el mundo nuevo es­perado para el fin de los tiempos con la aparición del pueblo libre enteramente de la miseria:

Oí una voz grande que del trono decía: he aquí el tabernáculo de Dios entre los hombres,

60. Cí. C. K. BABRETT, The Holy Spirit and tke Gospel Tra-dition. London 1958, 92.

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y erigirá su tabernáculo entre ellos, y ellos se­rán su pueblo y el mismo Dios será con ellos, y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni t ra­bajo, porque todo esto es ya pasado (Apoc 21, 3-4).

No carece de sentido señalar la importancia de esta presentación de la felicidad futura que contrasta con la situación dolorosa del hombre en esta vida.6 1

Pero el conjunto de la predicación evangélica nos muestra que ya, a causa de la venida de Je­sús y de la adhesión de sus fieles a su ejemplo y a su doctrina, el mundo nuevo se alumbra en el seno de nuestro mundo. Alumbramiento que debe producir frutos y cuya realidad debe poder descubrirse a través del signo de la lucha contra el sufrimiento. Que se realice de un solo golpe el evangelio según san Mateo y los Hechos de los apóstoles. Se descubrirá que el semeion constan­te de la presencia del reino de Dios en este mo­mento de la historia es la atención a la miseria humana. Primero en Jesús. Después también en los discípulos.

Quizás la reflexión cristiana haya dejado de­masiado en la sombra este aspecto de la vida de la comunidad primitiva. Esta no vive únicamen­te hacia el interior de sí misma o para sus miem-

61. Es lo que nota H. B. SWETE, The Apocalypse of St. John. London 1911, 278.

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bros el misterio de la fraternidad62. Los tres compendios recogidos en el libro de los Hechos (2, 42-47; 4, 32-35; 5, 12-16) insisten sobre los "signos y prodigios" llevados a cabo por los cre­yentes. Tenemos ejemplos de estos "signos"63: la curación del enfermo de la puerta hermosa y del inválido de Listra (3, 2-11; 14, 8-18), la mu­chedumbre transportando sus enfermos para que Pedro los curase (5, 15-16), la curación del pa­ralítico de Lida (9, 32-35), el milagro de Jope (9, 36-42). Hecha la debida concesión al género literario y a la intención de exaltar a los após­toles, sin duda muy importante 64, reconozcamos que se da aquí la afirmación de una real conti­nuidad entre la acción de Jesús y la de sus dis­cípulos.

Con el poder del Espíritu recibido en el bau­tismo, Jesús predica el reino a través de los sig­nos de curación y de consolación que manifiestan la presencia y la naturaleza de aquél. Con el po­der del Espíritu de pentecostés, la comunidad cristiana extiende por el universo este reino me-siánico prolongando estos mismos signos:

Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos r e ­sucitan, los pobres son evangelizados (Le 7, 22).

62. Sobre esta vida de la comunidad pr imi t iva , véase el bello es tudio de J . DUPONT, Etudes sur les Actes des Apotres. Par i s 1967, 503-519.

63. Ibid., 522. 64. Cf. L. CERFAUX, La prevalere communaute chrétienne

á Jérusalern: ETL 15 (1939) 5-31, sobre todo, 24-26, 30.

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Son estos los signos de la victoria de Dios so­bre el mal, y por tanto del sufrimiento que es su sello. Es una victoria a punto de lograrse. No hay duda alguna, es en la acción contra la mise­ria de la humanidad como se manifiesta con rea­lismo la inauguración del reino escatológico. Nos atreveríamos a decir, y la historia de la Iglesia nos da la razón, que esta es la forma normal de su manifestación y de su apertura en el mundo.

Quizás esclarezca esto el texto de Mateo so­bre el juicio final65. Los exégetas no están de acuerdo en determinar quiénes son "estos más pequeños" en los que el hijo del hombre ha sido misteriosamente encontrado y servido 66. La ex­plicación dada por J. Jeremías 67 parece sin em­bargo la más coherente con el conjunto del con­texto. Los hermanos del hijo del hombre no son únicamente los discípulos de Jesús, pobres por­que "han dejado todo para seguir a Cristo, ha­ciendo de esta manera una elección definitiva

65. Este t ex to es tá en el corazón de la teología de la Iglesia de los pobres . Cf. J . DUPONT, La Iglesia y la pobreza, en o. c , 416-224; Y. CONGAR, Jesucr i s to . Estela, Barce lona 1966. P e r o h a y que seña la r que muchos buscan exp lo ta r este t ex to al servicio de su tesis m á s b ien que su au tén t ico sent ido .

66. En el sent ido de la identificación de todos los mi se ra ­bles, cf. T. PREISS , La vie en Christ. Neuchá te l -Pa r i s 1951, 74-90; J . JEREMÍAS, The Parables of Jesús (edición rev i sada) . L o n -don 1963, 206-210; J . A. T. ROBINSON, Twelve New Testament Studies. London 1962, 84-85; P . BONNARD, L'Evangile selon saint Matthieu, Neucha t e l -Pa r i s 1963, 363-367. Con t ra es ta identifica­ción, véase el es tudio de J . WINANDY, La scéne du Jugement Dernier: SE 18 (1966) 169-186.

67. O. c , sobre todo 207 y 209. Se p lan tea el p rob lema de la in te rp re tac ión de la pa rábo la según Mateo y sobre todo del t é rmino adeiphos ; cf. Ibid., 109, no ta 82, que es m u y clarifica­dora . Esta posición es defendida después p o r J . A. T. ROBINSON y po r P . BONNARD.

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entre Dios y Mammón"68. Ni lo son solamente los miembros débiles y despreciados de la Igle­sia: todos los que sufren, todos los miserables, cristianos o no cristianos 69. En el último día he­redarán el reino todos aquellos que, frecuente­mente sin darse cuenta de la trascendencia de su acción, hayan sido sensibles al grito de dolor que sube desde la humanidad, y hayan buscado darle una respuesta arrancando de la vida de los hom­bres, aunque no lo harán sino con los gestos más humildes, este sufrimiento. Hagamos notar 70 que estos miserables han aportado un socorro a sí mismos. Sin embargo, en este acto servían tam­bién al mismo rey: luchando contra el sufrimien­to humano han llevado a cabo la inauguración de su reino71. Hacían un gesto que llegaba al rey, en el acto mismo de su reinado. Además, de esta forma actualizaban ya en el mundo su glo­ria escatológica72. Su reino, en efecto, excluye la muerte y el sufrimiento.

68. La expres ión es de J . WINANDY, O. C , 183. 69. "El hi jo del h o m b r e se h a sol idarizado con aquel los que

t i enen objetivamente neces idad de socorro, sean cuales sean, por lo demás, sus disposiciones objet ivas . El no h a dicho que estos hambr ien tos , estos ex t raños , estos pr i s ioneros sean cr i s ­t ianos. El hi jo del h o m b r e ve a u n h e r m a n o en todo miserab le ; y el ú l t imo, el m á s mise rab le e n t r e los miserab les será t a m b i é n su h e r m a n o . Su a m o r de pas to r de Israel p r e t e n d e sol idar izarse con toda la miser ia h u m a n a en toda su inmens idad y en su m á s radical p rofundidad" (T. PREISS, O. C , 82-83).

70. Con P . BONNARD, o. c , 366, no ta 1. 71. No se subraya suficiente en las expl icac iones cor r i en tes

de este t ex to capi ta l que el encon t r ado y servido en los mi se ­rab les es el r ey de la gloria. Esto da sin embargo u n a profun­didad to t a lmen te n u e v a al e x t r a ñ o veredic to p r o n u n c i a d o con­t r a los malos.

72. Como apoyo de esta exégesis , véase la pa rábo la q u e p recede a este t ex to (Mt 25, 14-30): se t r a t a de t raba jo hecho para el re ino.

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He aquí por qué la resurrección, aconteci­miento en el que el reino toca ya en Jesús su plenitud aunque no logre todavía la expresión de todas sus virtualidades73, es para el Nuevo Testamento la victoria del poder de Dios sobre el sufrimiento y sobre la muerte. El misterio de Jesús desemboca en esta re-creación del hombre. Por el hecho de que el pecado ha sido expiado —el cual representa para el pensamiento bíblico el obstáculo fundamental para la total felicidad de la criatura libre— la ley del sufrimiento y de la muerte ha sido vencida para siempre. Esta ley permanece aún activa, pero en la humanidad glorificada del Kyrios Jesús se ha cumplido su sentencia. En Jesús resucitado, primera célula y kephalé de la Iglesia escatológica, la gran ley divina de la bienaventuranza de la vida ha pe­netrado de manera plena y definitiva en el des­tino de los hombres74. La triple ruptura que marcaba el tragicismo de la situación humana 75, ruptura del hombre consigo mismo, ruptura con sus hermanos y con su Dios, ha sido superada.

Esta victoria se expandirá desde Jesús a todo el universo. Tal parece ser el sentido de Rom 8, 14-2776. Si "los padecimientos del tiempo pre-

73. Esto h a sido sacado a la luz públ ica p o r O. CDLLMANN, Cristo y el tiempo. Estela, Barce lona 1968, y m á s r ec i en t emen­te, Le salut dans Vhistoire. Neuchá te l -Pa r i s 1966, sobre todo, 79-134; 167-186.

74. Cf. O. CULLMANN, Cristo y el tiempo, 167 s. 75. Este e s t r angu lamlen to h a sido es tudiado de forma m u y

no tab le p o r P . TILLICH, Sj /s tematic Theology, 2. Chicago 1957, 19-96.

76. Cf. M. CARREZ, De la souffrance d la gloire. Neuchá te l -P a r i s 1964, 113-133; A. VIARD, Expectatio creaturae: RB 59 (1952)

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senté no son nada en comparación con la gloria" que ha de manifestarse en los creyentes y más allá de ellos en la creación entera, es porque, en la pascua de Cristo, se ha logrado la victoria so­bre el dolor y la muerte y debe ahora extender­se 77. Se comprende ahora el gran himno triunfal con el cual Pablo termina su presentación de la resurrección a los fieles de Corinto:

Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que está escrito: la muerte ha sido sorbida por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dón­de está, muerte, tu aguijón? (1 Cor 15, 54-55).

Misterioso alumbramiento que se sigue obran­do en el dolor, pero cuya coronación está asegu­rada. La angustia se esclarece, pues, para el cris­tiano:

Por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria incalculable (2 Cor 4, 17).

El cristiano sabe por su fe que la dura tribu­lación de hoy oculta ya las arras de su derrota a manos del poder del agapé que Dios ha desple­gado en Jesús. Por el bautismo y la comunión

337-354; A. BUBARLE, Le gémissement des créatures dans l'ordre divin du cosmos: R S P T 38 (1954) 445-465.

77. Véase el comenta r io de C. H. DODD, The Epistle o/ Paul to the Romans. London 1960, 133-135.

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con el cuerpo pneumático del Señor78, la victo­ria de la pascua la ha alcanzado ya. La esperanza pascual lleva al cristiano y le permite vivir con alegría (Fil 4, 4) a pesar de las pruebas (Fil 1, 29). Su dolor sigue siendo molesto. Siente ascen­der de lo más profundo de sí mismo un movi­miento de rebelión contra el sufrimiento, una tentación de "desolación" ante tal espectáculo (1 Tes 4, 13; Heb 10, 32-39). Pero la fe le da la plena certeza de que Dios ha respondido ya, en Cristo, a su grito de angustia.

Se ha dado un paso inmenso desde Job y los cánticos del siervo a la experiencia de la comu­nidad apostólica. Cristo Jesús ha vencido el su­frimiento con su muerte y su resurrección. Todo su misterio tiende hacia este fin, inseparable para el pensamiento bíblico de la realidad misma de la salvación del hombre. La esperanza ha encon­trado un punto de apoyo. Pero el horizonte si­gue siendo el mismo. No nos parece exagerado afirmar que la relación de Jesús con el sufri­miento se revela en primer lugar bajo un aspec­to negativo: todo el evangelio, en efecto, culmina en la pascua, que es la buena nueva de la entro­nización del poder de Dios en el destino del hom­bre para eliminar los gérmenes del dolor y de la muerte. Es extraña la poca insistencia de los

78. Sobre la noción paul ina de cuerpo pneumát i co , cf. el bello es tudio de H. CLAVIER, Breves remarques sur la notion de soma pneumatikon, en Tíie Background of the New Testa-ment (Mélanges C. H. Dodd) . Cambr idge 1956, 342-362.

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teólogos sobre este punto 79. El tiempo de la Igle­sia, donde el misterio escatológico está operando ya 80, es, pues, el tiempo en que se lleva a cabo la victoria del agapé de Dios sobre el sufrimiento.

¿Se ha resuelto así el problema del sufrimien­to humano? ¿Se hará bien en relegar la angustia humana al terreno del mal a combatir? No. Jesús no cumplió la obra pascual de victoria sobre el sufrimiento sino asumiéndolo y dejándose tri tu­rar por él en la cruz. Cristo asume lo que quiere eliminar. Pero, ¿cómo?

Jesús no ama el sufrimiento. Incluso por los textos evangélicos se puede deducir que tampoco lo busca8 1 . Pero como es hombre y asume con todas las consecuencias la condición humana, es preciso que el dolor lo ataque, puesto que es par­te integrante del destino del hombre. Las diver­sas tradiciones del Nuevo Testamento nos mues­tran al vivo su reacción. De manera especial se ve en la pasión. Jesús no tiene nada de estoico saliendo al paso de la muerte con soberbia y des­dén. El vive el drama del desgarramiento del hombre con sus espantos, su angustia, el pánico de todo el ser, el grito de súplica para que Dios le libre de la prueba.

79. Incluso L. JERPHAGNON, El mal y la existencia. Barce lona 1966, t an rico por o t ra p a r t e en observaciones sugest ivas, no lo toca m á s que en las páginas 79-94: "Christ e t le mal" .

80. Sobre el es tado de cosas re fe ren te al p rob lema de la escatología (escatología consecuente o escatología an t i c ipada) , cf. O. CULLMANN, Le salut dans Vhistoire, 27-34, y el l ibro clá­sico de J . A. T. ROBINSON, Jesús and his coming. London 1962.

81. Véanse las observaciones de L. JERPHAGNON, o. c , 83 s.

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El estudio atento de los relatos sinópticos de la agonía en el huerto de los olivos, a los que sin duda hace referencia san Juan 8 2 (12, 27-28) es muy revelador al respecto 83. Después de haber señalado que Jesús sintió espanto y angustia, Marcos y Mateo ponen en sus labios esta confi­dencia hecha a los apóstoles: "Triste está mi alma hasta la muer te" (Mt 26, 38; Me 14, 34). Los términos empleados son de un realismo extre­mo 84. El ekhthambeisthai de Marcos, el lupeis-thai de Mateo y el adémonein común a ambos expresan, cada uno con su matiz propio, un dolor en el que se mezclan la sorpresa y el terror, un estado de ansiedad que penetra todo el ser8 5 . Cuando Lucas, en una transformación profunda del episodio, añade que la angustia se traduce físicamente en un sudor de sangre (22, 44), no hace sino expresar con más realismo la misma intuición de la profundidad de la agonía de Je­sús 86. Es conocida la inquietud que estos textos, a causa de su crudeza, produjeron en la tradición viva. La escuela de Alejandría tenderá a limitar esta crisis de dolor al mero plano del sufrimien-

82. Cí. C. K. BARRETT, The Gospel according to St. John. London 1962, 354.

83. Cf. K. G. K U H N , Jesús in Gethsemane: Evangel ische Theologie (1962) 260-285.

84. Sub rayado por S. E. JOHNSON, The Gospel according to St. Mark. London 1960, 235.

85. "El Señor es taba t r a spasado de dolor, pe ro su p r i m e r sen t imien to fue de una sorpresa de t e r ro r . Su a lma h u m a n a recibió una n u e v a exper ienc ia y su ú l t ima lección de obedien­cia comenzó p o r la sensación de u n a estupefacción inconcebi ­ble" . H. B . SWETE, The Gospel according to St. Mark. London 1908, 342.

86. Cf. las observaciones de W. GRUNDMANN, Das Evangelium nach Lukas. Ber l in 1964, 412.

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to corporal, evitando traspasar los umbrales del alma de aquel que es el Hijo único del Padre87. Y, sin llegar a caer en los atenuantes de los gaia-nitas, Hilario de Poitiers mismo optará por una posición demasiado minimizante: Jesús habría experimentado el dolor físico sin que éste llegara a causar en su alma la turbación que normal­mente causa la experiencia de semejante sufri­miento en el espíritu del hombre 88. Sin embargo, ¿cómo aceptar que Jesús representa aquí una escena de teatro, que hace "como si" se sumer­giese en la negrura de la miseria humana? Su dolor es el verdadero dolor del hombre, ese dolor que abarca a la vez y de modo inseparable, pues el hombre es una unidad radical, el cuerpo y el alma. Todo el evangelio obliga a esta conclusión.

La oración: "Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú" (Mt 26, 39) revela entonces todo su sentido. No es una recusación a obedecer seguida de una aceptación final. Sim­plemente es la reacción verdadera del auténtico ebed Yavé frente a un sufrimiento, que en la capa más íntima de su relación con el Padre, en la pobreza de su corazón, acepta soportar, pero que no obstante le desgarra totalmente89. En otros términos, se trata de la situación existen-

87. Cf. L. RICHARD, S. Athanase et la psychologie du Christ selon les Ariens: MélScRel 4 (1947) 5-54; R. V. SELLERS, TWO Ancient Christologies. London 1954, 43-44; 104-106; J . N . D. K E ­LLY, Early Christian Doctrines. London 1960, 286-287. (Trad. f rancesa en Ed. du Cerf 1968).

88. P o r e jemplo, De Trin. 10, 23. 89. Cf. P . BONNABD, o. e , 383-384.

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cial del siervo respecto a la misteriosa e impe­netrable voluntad divina: una comunión irrevo­cable con el Padre por medio de la transparencia de alma, pero al mismo tiempo súplica ardien­te de liberación90 porque el hombre no puede soportarlo. Cristo es probado de fidelidad al Pa­dre. Se podría hablar de un propósito definitivo de obediencia, sobre el que ahora no se apoya, sino que encubre una súplica ardiente para que la obediencia se ejercite por otro camino, ya que el presente es tan intolerable. Esta misma parece ser la significación de san Juan:

Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré? Padre, líbrame de esta hora. ¡Mas para esto he venido yo a esta hora! Padre, glorifica tu nombre (12, 27-28).

San Juan presenta aquí un Jesús tranquilo, comprendiendo que la oración por la liberación es imposible porque éste es el deseo del Padre 91. Sin embargo, el precio tan elevado de la fidelidad a la voluntad divina queda maravillosamente ex­presado en esta confesión del debate interior del alma de Jesús.

En esta perspectiva, el grito que, según san Mateo y san Marcos, lanza Jesús mientras sufre sobre la cruz (Mt 27-46; Me 15, 34) es teológica­mente muy importante. También aquí son posi-

90. Cf. las observaciones de H. B. SWETE, O. C , 344-345. 91. Cf. C. K. BARBETT, The Cospel according to John. London

1962, 354, y el análisis de B. F. WESTCOTT, The Cospel according to St. J o h n . Cambr idge 1881, 181-182.

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bles diversas interpretaciones que dividen a los especialistas92. Todos reconocen que se trata de las primeras palabras de un salmo de los ana-wim, que es un s a l m o de confianza; muchos admiten la sugerencia según la cual al citar el pr imer versículo del salmo se quiere evocar la totalidad del mismo 93; pero surge la discrepancia en cuanto al sentido que tiene esta evocación en labios de Jesús torturado por el dolor. ¿Grito de angustia y de desesperación? ¿Afirmación de lo que se ha llamado la crueldad del Padre vengán­dose en su Hijo hecho pecado?9 4 ¿Expresión de la paz y de la acción de gracias que se irradian a través de todo el salmo? 95. Más que todo esto. Como muy bien lo ha hecho notar P. Bonnard, el grito que el salmista dirige a su Dios y que Cristo hace suyo no se asemeja en nada a una resig­nación o a un reproche amargo. Expresa un "de­bate filial, una miseria tanto más real cuanto que

92. P a r a esta cuest ión, véase G. JOUASSARD, L'abandon du Christ en Croix dans la tradition grecque: RevScRel 13 (1925) 609-633; L'abandon du Christ en Croix chez saint Augustin: R S P T 8 (1924) 310-326; L. MAHIEU, L'abandon du Christ sur la Croix: MelScR 2 (1945) 209-242; B. CARRA DE VAUX SAINT CYR, L'abandon du Christ en Croix, en Problémes actuéis de Chris-tologie. D e s d é de Br . 1965, 295-316.

93. Esto ha sido sub rayado por A. GELIN, Les quatre lectu-res du Psaume 22: BiblVieCh 6 (1953) 31-39; Les pauvres que Dieu aime. Pa r i s 1967.

94. Son conocidas las fórmulas ora tor ias de Bossuet o de Bourda loue , que no h a n desaparecido del todo de la men ta l i ­dad de muchos cr is t ianos. Las hemos encon t rado en u n p e q u e ­ño libro de espi r i tua l idad rec ien temente publ icado en Estados Unidos.

95. "Cada u n o de estos salmos (de anawira) t e r m i n a de m a n e r a que pa rece suger i r que Dios h a l ibrado al salmista de sus cont ra r iedades , exac t amen te como Dios l ibró a Je sús en su resurrecc ión" . E. BEST, The Temptation and the Passion, the Markan Soteriology. Cambr idge 1965, 152.

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no abandona la plataforma de la fidelidad al Dios que salva" 96. Una miseria que abarca la persona entera.

Lo que hay, pues, de nuevo, sobre un telón de fondo de confianza inquebrantable y de abando­no al Padre, es el indecible sobresalto del hom­bre penetrado y desgarrado por la proximidad de la muerte. Ni asomo de rebelión. Pero tam­poco puro cántico de paz interior del justo que sabe que la hesed-we-emeth de Dios triunfará. Es sencillamente la verdadera reacción dolorosa del siervo que, en su total sumisión a la volun­tad del Padre y precisamente a causa de ella, sigue siendo un hombre auténtico cuyo ser llama a la vida con todas sus fuerzas.

En una palabra, el sufrimiento de Cristo es, hasta en la muerte, hasta en la misteriosa bajada a los infiernos, el del hombre con todo su rea­lismo, soportado y vivido en el poder de su po­breza interior. No solamente el sufrimiento de la muerte con todo lo que ésta implica de insopor­table para el ser humano, sino también, siguien­do la progresión de Fil 2, 8, la aborrecible muer­te de cruz. Jesús pasa de este mundo al Padre a través de la experiencia de lo que el destino humano tiene de más cruel y de más irritante. La tradición evangélica establece una relación de causa y efecto entre esta experiencia y la sal­vación. Este es, sin ningún género de duda, el sentido del di'o de Fil 2, 9: "Por lo cual Dios le

96. P . BONNARD, o. c , 405-406.

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exaltó"9 7 . Y es éste igualmente el sentido del dei que emplean los sinópticos en su transcrip­ción del primer anuncio de la pasión: "es pre­ciso" que Jesús sufra mucho y que muera 9 8 (Mt 16, 21; Me 8, 31; Le 9, 22).

¿Por qué esta necesidad? Responder afirman­do que Jesús debía cumplir la figura del ebed Y ave no es suficiente: la historia de la antigua alianza se orienta hacia Jesús como hacia aquel que debe darle su sentido, siendo, pues, Jesús quien debe explicar la verdadera significación del ebed y no a la inversa. No basta tampoco con decir que hay un designio de Dios que se cumple a través de los meandros de una existencia hu­mana a simple vista "natural" " . Es preciso in­tentar penetrar un poco en este designio.

Hemos llegado a la última cuestión sobre la que ya los cánticos del siervo nos habían apor­tado alguna luz. Creemos que la respuesta más profunda y más equilibrada a la vez dada a esta cuestión es la de la carta a los hebreos, docu­mento demasiado olvidado quizás por la fe pri­mitiva y en el que nosotros encontramos sin duda la vieja vena que reaparecerá en la tradición ale­jandrina.

Los cánticos del ebed decían: el justo debe, con un corazón de pobre, entrar en el misterio

97. Cf. J . B. LICHTFOOT, Saint Paul's Epistle to the Pf iüip-pians. London 1881, 113; KAHL BARTH, Commentaire de l'Epitre aux Philippiens. G inebra s. f., t r ad . de la edición de 1927, 64-66.

98. Se encuen t r a este del en Le 24, 26; J n 12, 34, etc . 99. Véanse sobre este p u n t o las observac iones de P . B O N -

NARD, o. c , 247.

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del sufrimiento porque de esta manera adquiere valor redentor, y el proyecto divino de salvación se realiza. La carta a los hebreos nos dirá por qué quiere Dios que el salvador del hombre pase por el crisol de la miseria.

Jesús es el Hijo de Dios por quien han sido hechos los siglos y es el sostén del universo (Heb 1, 2-3). ¿Por qué, pues, esta muerte que desem­boca en gloria (2, 9) y sufrida "por la gracia de Dios en beneficio de todos los hombres"? (2, 9). El autor de la carta responde de una manera a primera vista desconcertante:

Pues convenía que aquel por quien y para quien son todas las cosas, que se proponía llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por las tribulaciones al autor de la salud de ellos. Por­que todos, así el que santifica como los santifi­cados, de uno solo vienen... Hubo de asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de hacerse pontí­fice misericordioso y fiel, en las cosas que tocan a Dios, para expiar los pecados del pueblo. Por­que en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es capaz de ayudar a los tentados (Heb 2, 10-18).

Más tarde volverá con insistencia sobre la misma idea:

No es nuestro pontífice tal que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, antes fue tentado en todo a semejanza nuestra, fuera del pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia (Heb 4, 15-16).

En efecto, este Jesús conoce nuestro destino:

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Habiendo ofrecido en los días de su vida mor­tal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue escuchado por su reverencial te­mor. Y aunque era Hijo, aprendió por sus pade­cimientos la obediencia, y por ser consumado, vino a ser para todos los que le obedecen causa de salud eterna (Heb 5, 7-9; cf. 12, 1-4).

Se trata, por tanto, para el Hijo eterno del Padre, de una verdadera comunión con la suerte del hombre, de •participación real de la debilidad humana, excepto el pecado, y de su capacidad de sufrimiento. Se trata, pues, de una experiencia que le permitirá hacer verdaderamente de la sal­vación de la humanidad una realidad integral­mente suya: la miseria de la que libra al hombre es la misma que él ha experimentado, su propia angustia y su propio grito de dolor 10°. Se t rata de algo más que de una "simpatía" simplemente afectiva, que le permitirá comprender a aquellos que se dirijan a él y de escucharlos favorable­mente 1 0 1 : una voluntad positiva de vivir el des­tino del hombre pecador, una voluntad de soli­daridad, de compasión en el sentido realista del término. La comprensión de las diversas situa­ciones humanas no serán sino una simple conse­cuencia. Puede comprender los diversos matices

100. Cf. B. F. WESTCOTT, The Epistle to the Hebrews. Lon-don 188U, 66-67.

101. Cf. C. SPICQ, L'Epitre aux Hébreux, 2. Par í s 1953, 48-49; 92-94; pero sobre todo B . F . WESTCOTT, O. C , 106-107: "El verbo sunpathesai evoca no s implemente la compasión de alguno que m i r a el sufr imiento desde fuera, sino los sen t imientos del que en t r a en el sufr imiento y lo hace suyo".

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y su importancia 102. En alguna manera es pre­ciso que el Hijo de Dios tome de este modo "ori­gen" en lo trágico del misterio humano (cf. Heb 2,11).

Es esta comunión con el hombre, llevada has­ta las últimas consecuencias, hasta el sacrificio de expiación, lo que salva al hombre. De ella proviene el valor trascendente de la pascua: san­gre de hombre y no de víctimas animales, ofre­cida libremente aunque sea en el abatimiento (Heb 9, 14; 10, 1-10), y en la que se expresa la fidelidad de Cristo a la voluntad del Padre con su entrada plena en la t rama humana (10, 9-10). La comunión vertical con el Padre se trasvasa a la comunión horizontal con el destino de los hombres.

Esta sangre de comunión, ¿no es de esta for­ma sacramentum de la actitud inversa del pe­cado? El pecado es repliegue del hombre sobre sí mismo, es egoísmo. El pecador pone su per­sona y sus intereses por encima de los de sus hermanos y de los del Padre. Se aisla. Huye de la miseria de los otros. Si se dirige a ellos es para aprovecharse de ellos, no para servirlos. La vo­luntad del Padre es que Cristo realice el acto diametralmente opuesto. He aquí el porqué del sufrimiento de Jesús. A pesar de la dimensión divina de su ser y de su trascendencia frente al mundo humano, se sumergirá gratuitamente en el drama de la condición del hombre. No lo hará

102. Es lo que pone b ien de manifiesto F . F. BRUCE, The Epistle to the Hebrews. London 1964, 43-44.

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para sacar provecho para sí mismo, ni siquie­ra para que Dios gane algo. Lo hará simplemente para hacer brillar en él la presencia del agapé del Padre, la misteriosa voluntad de salvación. La visión del autor de la carta a los hebreos es, pues, quizás más amplia que la del himno de la carta a los filipenses, menos atenta a esta com­pasión con la suerte real del hombre.

Es ésta la revelación de la locura del amor del Padre. Dios responde al pecado, que es esen­cialmente egoísmo y ruptura, tomando la inicia­tiva de depositar en el sufrimiento humano la presencia de su propio amor. Y todo gratuita­mente. Presencia realista, encarnada en un ver­dadero sufrimiento del hombre. Presencia que será salvífica gracias a la pobreza interior del que la asumirá, que aceptará hacer suyo inte­gralmente el propósito divino y de esta manera vivir hasta el colmo su solidaridad con la miseria de los hermanos. El dolor de Cristo es, pues, por­que lo informa su pobreza interior, la expresión más realista posible, el sacramento, el médium de la encarnación del amor mismo del Padre por el hombre. En este dolor, por medio de Cristo Jesús y de su transparencia de corazón, Dios mis­mo comparte el sufrimiento humano 103. Dios está

103. Se sabe cómo los p a d r e s h a n ten ido sobre este p u n t o afirmaciones real is tas l legando incluso a un teopasismo. IGNACIO DE ANTIOQUÍA: " rean imados en la sangre de Dios" (Ep. 1, 1), " imi tador de la pas ión de mi Dios" {Rom 6, 3); MELITÓN DE SAR­DES: "el Dios que h a sufrido de la m a n o de Israel" (Frag. 7); CLEMENTE DE ALEJANDRÍA: "creo en Dios vivo que ha sufrido y ha sido glorificado" (Protrept. 10, 109, 4). Sobre el p rob l ema p lan teado con estos t é rminos , cf. R. P . SELLERS, TWO Ancient Christologies. London 1954, 166-183. El p rob lema de la comuni­cación de idiomas se hal la aqu í en causa.

100

verdaderamente con nosotros. Dios se ha hecho no solamente nuestro compañero de ruta, sino nuestro hermano de sufrimiento. Se puede aho­ra con Karl Barth hablar de "la humanidad de Dios" 104. Estamos en un terreno totalmente dis­tinto del de la "justicia". Antes de ser expiadora, la cruz es el signo del ingreso del mismo Dios en nuestra miseria. Y cuando Dios ha entrado en un lugar, actúa allí. Demasiado basculada sobre el valor expiatorio de la muerte de Cristo, real, no obstante, nuestra teología occidental ha per­dido de vista esta dimensión de la "compasión de Dios" para con nuestra miseria, que es sin duda la revelación más fundamental del misterio de la cruz. Juan lo explicitará de manera mara­villosa en su primera carta cuando dice:

En esto hemos conocido la caridad, en que él dio su vida por nosotros (1 Jn 3, 16; 4, 10).

Era preciso por tanto que el acto pascual de la victoria de Cristo sobre el sufrimiento se rea­lizase por la comunión de Cristo con nuestro des­tino. La lógica misma del amor de Dios lo exigía, así como su ternura (su rdhamin) con su cria­tura. Esto que los cánticos del siervo no podían percibir, la tradición apostólica lo descubre en el hecho de la resurrección: por el sufrimiento del siervo es misteriosamente Dios mismo, en su

104. KARL BARTH, L'humanité de Dieu: Cahiers du Renou-veau 16 (1956).

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Hijo bien amado, quien penetra en nuestra mi­seria para implantar allí el poder transformante de su agapé.

Si volvemos a la escena del juicio final narra­do por san Mateo (25, 31-46) podemos extender la explicación que dimos antes. Cristo ha sido descubierto en los pobres y miserables. Hemos dicho más arriba que esto era posible porque en los siervos se daba la incoación del reino. Aña­damos ahora que esto es posible también porque su miseria es aquella con la que ha querido iden­tificarse Cristo en su pascua. En el hombre aplas­tado el Señor ve su propio rostro de crucificado. El Padre ve allí al Hijo en el que ha encarnado "la humanidad" de su corazón. La cruz ha em­papado de la compasión de Dios la trágica reali­dad del dolor del hombre; la ha asumido para inseminar en ella una dynamis de salvación. De esta forma el sufrimiento no es ya simplemente expiatorio, como nos mostraban los cánticos del siervo. Es con la misma razón presencia y sacra-mentum del agapé del mismo Dios. No en el sen­tido de que Dios la aceptase por amor: ya hemos visto qué se debe pensar de esta afirmación, sino en el sentido de que Jesús, Dios, por amor la ha hecho suya. Su significación ha cambiado pro­fundamente. Ha venido a convertirse en la afir­mación para el creyente del realismo y de la verdad del agapé. Ha venido a ser como una pa­labra de Dios cuyo contenido podíamos traducir de este modo: "Mira cómo te he amado en mi Hijo".

102

Esto es lo que sin ningún género de dudas podemos decir, a la luz de la fe, sobre el misterio del sufrimiento. El enigma no ha sido resuelto. Sin embargo, ahora comprendemos mejor el pa­pel esencial que la cruz tiene en la obra de la salvación. Un papel que nos hemos atrevido a llamar sacramental. Formalmente Jesús no ha sido enviado por el Padre para sufrir, sino para volver a colocar el destino humano sobre su eje verdadero haciéndose el siervo de Dios. Lo ha realizado no despreciando el sufrimiento con or­gullo, sino asumiéndolo. La cruz nos enseña has­ta dónde llega la pobreza interior del corazón de Cristo, su comunión con esta voluntad del Padre. También nos revela que Dios mismo quiere rea­lizar esta obra de poder insertando en el sufri­miento el signo de su comunión con la suerte del hombre, lo cual constituye la revelación más pro­funda de su ser: "Dios es agapé" (1 J n 4, 8). De aquí brota la gloriosa dignidad de la cruz, tal y como nos la presenta Juan: signo del dolor de Cristo y a la vez signo de la paz de Dios. El lu­gar donde se encuentran la miseria del hombre y el amor del Padre. La corrupción del grano de trigo que hace aparecer el tallo que germina en él.

El sufrimiento y el cristiano

En el acto del bautismo con agua y Espíritu Santo, el Señor Jesús sella, graba en el creyente su propio misterio pascual, en la intención de hacer entrar a este hombre en los bienes de la

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salvación, pero también de asociarle al dinamis­mo de la pascua. El gran texto de la carta a los

romanos (6, 1-14), que es el corazón de la teolo­gía bautismal, lo afirma con nitidez: el cristiano se hace un mismo ser con Cristo estando sumer­gido en el poder mismo de la muerte de la cruz y de su fructificación en la vida nueva de la re­surrección 105. Ya hemos mostrado largamente en otra parte106 cómo la virtud operativa es aquí la de la muerte y resurrección históricas en su cua­lidad esencial de acontecimientos de salvación y cómo esta virtud trata de "conformar" al fiel no con una imagen estática de Cristo, sino con el misterio de Jesús que cumple el designio del Pa­dre de destruir el sufrimiento y la muerte.

La Iglesia se constituye en soma tou Christou no por un simple proceso de adición según el cual los miembros se injertarían en la cabeza para así percibir los dones de gracia que de ella provienen, sino por un proceso de asimilación progresiva según la cual el misterio de Jesús im­pregna poco a poco a los creyentes transformán­dolos en él. La misión de Jesús se convierte de esta manera, en dependencia y referencia esen­cial a lo que él mismo ha realizado, en la misión de la Iglesia y por ella en la misión de cada bau­tizado 107. Su filiación divina se prolonga, por vía

105. Cf. C. H. DODD, The Epistle of Paul to the Romans. London 1960, 88-96.

106. J . M. R. TILLABD, Le sacrement événement de Salut. Par i s -Bruxe l l e s 1964.

107. Es el sent ido de la noción de sheliah q u e t r a d u c e el griego apostólos.

104

de participación, en la filiación adoptiva de la gracia. Se graban su muerte y su resurrección en el combate por la fidelidad al Padre. Nadie lo ha expresado mejor que san Pablo. El cristia­no lleva la pascua en su carne.108

Advirtamos que la pascua del bautizado en el dinamismo de la muerte-resurrección no se li­mita al instante sacramental en el que se lleva a cabo el rito. La virtud de la iniciación dura en el hombre hasta el momento de su muerte, que será su última "asimilación" a la muerte del Se­ñor 109. Alimentado por la eucaristía, el cristiano vive así toda su existencia humana en el poder de la pascua de Cristo. Su actuar moral, los actos que realiza en cuanto hombre, no son en manera alguna zonas que escaparían a su incardinación en Cristo, ni serían algo accidental con relación a lo que se podría llamar su vocación sobrenatu­ral. A la manera de Jesús, que realiza su misión evangélica de salvador por medio de la asunción de una vida "natural" de hombre, de la misma manera la misión bautismal del cristiano de paso (pascua) a la voluntad salvífica del Padre hará que el ser humano entero se transforme por com­pleto penetrado por el Espíritu Santo y sumer­gido en el evangelio.

El resultado por lo que concierne al sufri­miento es una primera consecuencia que designa una de las estructuras esenciales de la actividad

108. Cf. el análisis de M. CABREZ, De la souffrance á la gloi-re. Neucha te l -Pa r i s 1964, 121-130.

109. Cf. J . M. R. TILLARD, o. c , 30-43.

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evangélica: el compromiso al servicio de la lucha contra la miseria, forma realista de la caridad fraternal en el sentido de san Juan:

El que tuviere bienes de este mundo y vien­do a su hermano pasar necesidad le cierra sus entrañas, ¿cómo mora en él la caridad de Dios? Hijitos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad (1 Jn 3, 17-18). no

La historia de la humanidad nos prueba elo­cuentemente cómo un verdadero amor a los hom­bres conduce siempre, de una manera o de otra, a una acción contra la miseria. Con mucha más razón cuando se trata de un amor enraizado en el acto pascual del Señor Jesús, del que hemos dicho antes que había terminado con la victoria sobre la muerte y el sufrimiento. Las acciones que la tradición ha agrupado bajo el título de­masiado equívoco de "misericordia temporal y espiritual" no son por tanto únicamente los sig­nos anunciadores de la inauguración del reino de Dios en el mundo. O mejor, estas acciones no son signos sino en cuanto cumplen al mismo tiempo esta inauguración por medio del compromiso de los bautizados. Por consiguiente, poseedores de la dynamis de la muerte-resurrección, los bautiza­dos se convierten en los protagonistas del lento ingreso de la victoria pascual en un universo aún en espera de la redención total. Esta es una de las formas principales de la vida bautismal, uno

110. Se maravilla uno al constatar la influencia ejercida por este versículo de san Juan en la reflexión sobre la dimensión "social" de la acción cristiana.

106

de sus imperativos más enérgicos. Ahora se com­prende por qué la Iglesia ha estado siempre, in­cluso en los períodos más sombríos de su histo­ria, comprometida siempre en esta "tarea" de luchar contra el sufrimiento bajo todos sus as­pectos. Es algo que pertenece al ser bautismal de la Iglesia, o sea al hecho preciso de su paso a Cristo. Dejaría de ser el pueblo pascual si va­ciara de sentido esta relación con la dimensión de victoria sobre la miseria humana. Una victo­ria lograda ya en Cristo, pero que es preciso "ac­tualizar" ahora con el poder de la caridad. m

¿Quiénes serán los beneficiarios de esta acción contra el sufrimiento? Evidentemente todos los hombres, y en primer lugar los más desprecia­bles. En el Antiguo Testamento, el círculo de la caridad, incluso en las prescripciones más bellas del Deuteronomio 112, no traspasaba las fronte­ras del pueblo de la alianza 113. Más aún, una lec­tura exegética seria de numerosos textos neotes-tamentarios referentes a la caridad fraterna1 1 4

revela que el "hermano" a socorrer es con la máxima frecuencia, en el pensamiento de los au­tores sagrados, el otro cristiano, el discípulo de

111. Se tiene en cuenta la tensión entre el ya y el toda­vía no, y la naturaleza del entretiempo, que es el tiempo de la Iglesia, tal y como lo expone O. CULLMANN.

112. Bien distinguido por G. VON RAD, O. C, 104-108. 113. Lo señala M. L. RAMLOT, Le nouveau commandement

de la Nouvelle Alliance ou Alliance et commandement: LumVie 44 (1959) 9-36, sobre todo 36.

114. Puede encontrarse un elenco que creemos exhaustivo en A. PLÉ, Textes de L'Ecriture sur la chanté fraternelle, en L'amour du prochain (Cahiers de la Vie Splrituelle). París 1954, 63-116.

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Cristo. Ya hemos hecho notar que para muchos exégetas el texto de Mateo sobre el juicio final se restringía también a este nivel115 . Es bien co­nocido por otra parte con qué dudas y a través de qué crisis interiores se abrió la comunidad apostólica a las perspectivas de una salvación universal que abarcase a todos los hombres 116. Esto no obstante, el movimiento de todo el evan­gelio es el de la universalidad del amor y de sus manifestaciones. Nadie puede ser descartado del campo de acción de la agapé, ni siquiera el ene­migo y el perseguidor (Mt 5, 43-48) m . Esta es la ley nueva que hace tambalear los límites de la fraternidad de los discípulos (Mt 5, 47). Esta ley tiene su origen en el acto de Jesús ofreciendo su sangre por la multi tud (uper pollón) y orando por aquellos que le crucifican (Le 23, 34).

La parábola del buen samaritano ilustrará perfectamente esta doctrina 118 poniendo de ma­nifiesto con claridad meridiana que este amor universal se vive normalmente en el acto por el cual el creyente lleva ayuda al hombre en nece-

115. J . WINANDY, o. c , 180-186 es categórico, cf. 185, no ta 58. 116. J . JEREMÍAS, Jésus et les paiens. Neucha t e l -Pa r i s 1956;

J . GAMBA, Preoccupatio universalistica in evangelio S. Lucae: V e r b u m Domlni 40 (1962) 131-135 ( resumen de una tesis que no hemos podido consu l ta r ) .

117. "El a m o r de que aqu í se t r a t a no es so lamente ausen­cia de odio o de venganza sino, como s iempre en el A. y N. Tes tamento , de u n a acción concreta , comunión v iv iente s igni­ficada por detal les precisos. . . La orac ión en favor de (uper) los perseguidores . . . no es la única expres ión de este amor ; es sola­m e n t e u n a de sus mani fes tac iones" (P. BONNARD, o. c , 75).

118. Cf. el a r t iculo de P . RICOEUR, Le socius et le prochain, en L'amour d a procfiain.. . , 293-310, y sobre todo J . JEREMÍAS! The Parables of Jesús (edic. r ev i sada) . London 1963, 202-205.

108

sidad. Tal es, por otra parte, la ley de la econo­mía pascual. También cuando es actualizado por el cristiano, el agapé de Dios tiende a la destruc­ción del sufrimiento, aunque sea a menudo cos­toso para el que actúa con esta intención119 . Así se explica la predilección de Jesús, que debería ser también la de todo bautizado, por los pobres y despreciados (Le 14, 12-14), de todos aquellos que viven sin esperanza y sin alegría. Esta elec­ción, esta especial atención no se fundamenta en un sentimentalismo vago o en una piedad a flor de piel. Su fundamento no es otro que la natura­leza misma de la pascua, acto por el cual Dios quiere devolver la alegría de la esperanza a to­dos los que la vida oprime. El cristiano no puede permanecer pasivo cuando percibe la existencia del sufrimiento. Aunque sólo sea con el servicio de una palabra de "consuelo", quizás demasiado poco apreciado hoy, el cristiano debe intentar hacer brillar la alegría de la resurrección.120

Debemos traer aquí un pasaje de la carta a los romanos. Se trata de los versículos 14 al 21 del capítulo 12, que nos muestran la dimensión inte­rior de esta actividad del bautizado contra el su­frimiento 121. Estamos lejos de un activismo pu­ramente horizontal, vacío de referencia explícita al poder del amor de Dios. El fiel crea en torno suyo un clima de paz, toma parte en la alegría

119. Cf. J . JEREMÍAS, O. C , 205-206. 120. Sobre la noción bíbl ica de consolación, véase la no ta

sugest iva de C H . AUORAIN: VTB 157-158. 121. Esto ha sido es tudiado en p ro fund idad p o r C. H. DODD,

o. c , 199-201.

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y en el dolor de los otros, da de comer y de beber a su enemigo, "vence el mal con el bien". Pero a la base de esta acción exterior está un clima de corazón: el fiel bendice incluso a los que le per­siguen. Y bendecir es desear el bien y hacer de este deseo una oración. Es importante subrayar­lo. El compromiso cristiano se apoya en defini­tiva sobre la oración de intercesión que quizás es la más bella proclamación por parte del hom­bre de la omnipotencia de Dios. De esta forma el cristiano toca lo más profundo de la pascua. Ahí sobre todo, más allá de los esfuerzos y del despliegue de energías humanas, encuentra su necesaria dimensión de pobreza, una pobreza que no quita nada a su densidad intrínseca, pero que le da su verdadero sentido. Según la bella expresión de Pablo, "Dios estaba en Cristo re­conciliando al mundo consigo" (2 Cor 5, 19). Es también Dios quien, por medio del cristiano, hace que esta reconciliación produzca sus frutos, a tra­vés de su "imagen" restaurada.

La acción pascual del bautizado contra la miseria humana es un "ministerio" al servicio del poder creador y beatificante del Espíritu de Dios, el mismo Espíritu que resucitó a Jesucristo arrancándole del dominio de la muerte, echando así en el mundo las "arras" de la nueva creación. Hablando de "ministerio" o de "servicio del Es­píri tu" se recalca a la vez la suprema dignidad de la lucha contra la miseria y su punto constan­te de resurgimiento que no es otro que la gracia. Es ésta una verdad a primera vista inexplicable y de la que solamente la actitud de Jesús nos da

110

la clave: es en el contacto con Dios donde el hombre saca la energía necesaria para su com­promiso en favor de sus hermanos en miseria, así como es en el servicio a sus hermanos en mi­seria donde el hombre encuentra al Dios y Padre de Jesús.

Este es el fundamento realista de tal compro­miso. El Concilio Vaticano II y antes ya el con­sejo ecuménico de las Iglesias122 han recordado que no es suficiente trabajar en aliviar los indi­cios más aparentes y más inmediatos del sufri­miento de los hombres, sino que es preciso ata­carlo en su raíz. Es difícil encontrar apoyo en este punto en la conducta de las primeras comu­nidades cristianas. Su acción caritativa se encar­na en las instituciones, y el contexto social de la época y su punto de aplicación no es en manera alguna "ni siquiera parcialmente, la modificación de las estructuras de la sociedad" 123. La segunda generación cristiana tampoco se preocupará de transformar las estructuras 124. Pero desde el mo-

122. "No es tamos de acuerdo con los que se con ten tan con ser s imples espec tadores an t e los sufr imientos de los pr i s ione­ros, de los refugiados, de los desposeídos, de los desplazados y de los explotados , como si n a d a pud ie ra hacerse por m e j o r a r su sue r t e " (L'Espérance chrétienne dans le monde d'aujourd' hui, Evanston 1954. Neuchá te l -Pa r i s 1955, 49); "al l l amarnos a la responsabi l idad social, el Dios de just icia y de a m o r exige que reconozcamos en todo ser h u m a n o al mismo Cristo que nos da el m a n d a m i e n t o del servicio. . . La exigencia de jus t ic ia social v iene confirmada por la esperanza cier ta de que la v ic­tor ia es tá de p a r t e de Dios, que en Cristo h a vencido los pode ­res del mal , y que en el día p o r él mismo fijado mani fes ta rá p l enamen te su victoria en Cris to" (Jbid., 201).

123. A. GRAIL, L'cnnour du prochain, essai de théologie bi-blique, en L'atnour du prochain..., 29-30.

124. Cf. M. GOGUEL, Les premiers temps de VEglise. Neu­chá te l -Pa r i s 1949, 161.

111

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mentó en que se ha comprendido que el plan de Dios sobre la creación, recapitulado en la pascua, está en causa, las modalidades del compromiso contra la miseria humana evolucionan a medida de la toma de conciencia por la humanidad mis­ma de las causas y de la amplitud de su drama. Si con la muerte-resurrección el sufrimiento ha sido vencido en su raíz, es necesario que el cristiano trate de detectar los posibles rebrotes de esta raíz en el universo. Una vez descubiertos, debe luchar contra ellos, por su solidaridad de des­tino con todos los hombres, creyentes y no cre­yentes. Todo esto, naturalmente, según su propia vocación y con los medios de que disponga. Cuan­to más se conozca la humanidad y más penetre en las leyes de su comportamiento sociológico, tanto más la acción del cristiano debe situarse a nivel más profundo. Hablamos de un "minis­terio", de un "servicio" del poder del Espíritu de Dios. Este servicio no es, como puede verse, sim­plemente tangencial al plan del creador. Puesto que en la pascua se ha logrado el señorío de Je­sús sobre la creación, en lo sucesivo una cierta osmosis se da entre la evolución de la humanidad hacia su progreso y la entrada en ella de la ple­nitud del reino de Dios.

La postura del creyente ante el sufrimiento es, pues, en primer lugar una actitud de combate. Este combate tiene como finalidad hacer ya ac­tual, en arras y de una manera precaria, el fruto de la victoria pascual. Es la prolongación en el

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fiel y por medio de él, sobre la base de su bau­tismo, de la lucha del Señor Jesús contra los po­deres de la muerte.

Sin embargo, así como en Jesús esta victoria no se ha logrado si no es mediante la asunción del sufrimiento humano, de la misma manera el cristiano no vivirá en plenitud su misterio más que entrando también él en una misteriosa co­munión con la miseria de los demás. El rostro sufriente de Cristo se graba por medio del bau­tismo en su ser. La pasión y la cruz le marcan para prolongarse en él. La gracia bautismal aso­cia al creyente no solamente a la victoria de la pascua sobre el sufrimiento, sino también al me­dio escogido por Dios para lograr tal victoria. Con el sentido que encontramos al escrutar el misterio de Jesús ebed Y ave: es menos una ex­piación que una significación de la presencia del amor de Dios mismo en la más trágica situación del hombre. Y es esta presencia la que salva el destino humano.

El testimonio de san Pablo es central a este respecto. Los textos son demasiado numerosos y bien conocidos de todos para entrar ahora en análisis detallados. Nos vamos a limitar a algu­nas afirmaciones más densas.

Comentando el capítulo primero de la carta a los filipenses, Karl Bar th pone maravillosa­mente de relieve, precisamente a propósito del sufrimiento y de la muerte del apóstol, la natu­raleza de la sigilación o impregnación de Cristo

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en lo más profundo de la vida de san Pablo 125. K. Barth aproxima la breve frase: "Para mí la vida es Cristo, y la muerte, ganancia" (Fil 1, 21) a otras que la esclarecen, tales como "vuestra vida está ahora escondida con Cristo en Dios" (Col 3, 3); "llevamos siempre en el cuerpo la mortificación de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo" (2 Cor 4, 10); "el que es de Cristo, se ha hecho criatura nueva" (2 Cor 5, 17) y, sobre todo, "ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal 2, 20), juntamente con "sufro en mi carne lo que falta a las tribu­laciones de Cristo por su cuerpo, que es la Igle­sia" (Col 1, 24).

Para el cristiano, la unión con Cristo es algo muy concreto que abraza la totalidad del ser y cambia el sentido último del mismo. No es sola­mente una unión en la fe, sino también una unión de la vida que implica la comunión con el sufrimiento del mismo Jesús. En el bautismo, la vida del bautizado ha sido impregnada por la pascua de Jesús 126. De esta manera

la gracia de poder creer en Cristo es superada por otra: la de poder sufrir por él, la de poder acompañar a Cristo en su propio camino para entrar plenamente en comunión con él. 127

125. KARL BARTH, Commentaire de VEpítre aux Philippiens. Genéve s. L, t rad . de la edic. de 1927, 36-41.

126. Se puede encon t r a r un estudio anal í t ico de las diversas expres iones de esta un ión con Cristo en M. BOUTTIER, En Christ, étude d'exégése et de théologie paulinlennes. Pa r í s 1962.

127. KARL BARTH, O. C , 48.

114

No veamos en esta afirmación una solución fácil y piadosa al problema del sufrimiento del cristiano. Se trata del punto preciso en el que desde Cristo, que según el principio de la corpo-rate personality incluye en sí a todos los suyos, la economía del Padre se prolonga a los cre­yentes. Con razón puede Pablo confiar que el objetivo de su vida es

conocerle a él y el poder de su resurrección y la participación en sus padecimientos, conformán­dome a él en la muerte, por si logro alcanzar la resurrección de los muertos (Fil 3, 10-11). i28

El sufrimiento cambia, por tanto, de sentido para el cristiano desde el momento que se trata de su propio sufrimiento. No puede reducirse a una fatalidad ni a una mala suerte. Pero tampoco se puede colocar sin más en la categoría de lo supererogatorio 129. Es en realidad un misterio, en el buen sentido tradicional de este término. Como una epifanía realista del dolor de Cristo ebed. Karl Barth habla de una expresión con­creta (la más frecuentemente impuesta por el curso mismo de los acontecimientos), de la con­fiscación de la vida del fiel por Cristo para que en él resplandezca la economía de la pascua 130, pero en el sentido de esta última, que es el de

128. J . B . LIGHTFOOT, Saint Paul's Epistle to the Philippians. London 1891, 150-151 ha hecho u n comentar io de gran finura espi r i tua l a estos versículos.

129. El P . Y. DE MONTCHEUIL, Problémes de vie spirituelle. Par í s 1948, 74-77, ha recordado el ve rdade ro sent ido de "supere ­roga tor io" en el d inamismo de la car idad.

130. O. c , 37.

115

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sacramentalizar (por lo tanto significar y hacer activo) en el corazón de la miseria humana la simpatía y la compasión de Dios. Esto es lo que impulsa al bautizado a vivir personalmente esta compasión. La carta a los hebreos pedirá a los fieles:

Acordaos de los presos como si vosotros es­tuvierais presos con ellos, y de los que sufren malos tratos, como si estuvierais en su cuerpo (Heb 13, 3). 131

El sufrimiento del hijo adoptivo de Dios se convierte en cruz. Aquí está su superación. Y lo que distingue la cruz del simple dolor no es otra cosa que la relación misteriosa, pero real, cau­sada por el bautismo, de la tribulación del cris­tiano al sufrimiento de Jesús siervo: una rela­ción de conformación.

Quizás haya que interpretar en esta perspec­tiva los textos de la tradición sinóptica sobre la cruz del discípulo:

Entonces dijo Jesús a sus discípulos: el que quiera venir en pos de mí, niegúese a sí mismo y tome su cruz y sígame. Pues el que quiera sal­var su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallará (Mt 16, 24-25).

131. Véase el comentar lo de B . F . WESTCOTT, The Epist le to the Hebrews. London 1889, 430-431 (el campo de ex tens ión está sin embargo l imi tado a los "hermanos" , a los "otros m i e m b r o s de Cris to") .

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Los tres evangelistas siguen con el anuncio de la pasión. La espiritualidad cristiana sin duda lo ha tergiversado viendo aquí ante todo las con­diciones puestas por Jesús para entrar en la per­fección evangélica. Su auténtica significación es mucho más amplia 132. El eis tis thelei ("el que quiera") no es en manera alguna dubitativo, sino afirmativo. Desde el momento en que uno sigue a Jesús, desde que se hace su discípulo, entra en el misterio de su cruz. Esto forma parte del ser-cristiano. El que se adhiere a Jesús "ha encon­trado un nuevo centro para su propia vida; ya no tiene en sí su propia razón de ser; sigue otra voluntad, otro destino diferente del suyo propio; no se trata de un esfuerzo sobre sí mismo, ni de una renuncia a tal o cual pecado, inclinación o deseo particular; el hombre permanece siendo el mismo, pero ya no se pertenece".133

Llevar su cruz no significa, pues, simplemen­te soportar pacientemente la tribulación, ni si­quiera negarse a sí mismo, ni incluso cargar con un peso suplementario de sufrimiento. El acento se pone sobre todo en la comunión del discípulo con la suerte de Jesús. En el caso de los que es­cuchaban a Cristo, este compromiso de seguirle se llevará a cabo por una participación personal en los sucesos próximos de la pasión. Pero más allá de estos mismos sucesos, la misma ley ten­drá vigencia para todos los que se adhieran a él.

132. Seguimos aqu í en p a r t e la exégesis que hace de es te pasaje P . BONNARD, O. C , 249-251.

133. Ibid., 250.

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Estos llevarán grabado en su destino humano el sello de su propia miseria.134

Esto es una simple consecuencia del hecho de ser discípulo, pero que cambia el sentido del su­frimiento. En primer lugar, y sobre todo, del sufrimiento ocasionado formalmente por este se­guimiento: inseguridad, persecución, situación incómoda, desprecio. Pero también afecta al su­frimiento ordinario que, vivido en comunión con Cristo, se convierte en él y por él en participa­ción en la solidaridad pascual en el destino del hombre. Si "negar" significa para el cristiano de­jar el poder de la cruz de Cristo, injertada en él por el bautismo y profundizada sin cesar en la eucaristía, entrar en comunión con Cristo es de­jarse penetrar más y más, dejar absorber su su­frimiento de hombre y de creyente.

Lo que suele llamarse espíritu de las biena­venturanzas adquiere así todo su relieve. Las bie­naventuranzas no hacen sino explicitar los rasgos de este Cristo ebed impresos en el fiel135. No se trata de una imitación exterior de Jesús, de una suerte de código espiritual al que habrá que so­meterse para vivir en la plenitud del reino, sino

134. Compárese con lo que dice H. CONZELMANN, The Theo-logy of Saint Luke. London 1960, 233 del t ex to de Lucas .

135. Sobre las b i enaven tu ranzas , cf. J . DUPONT, Les Beati­tudes. Louva in 1958; Y. TREMEL, Beatitudes et morale évangé-lique: LumVie 21 (1955) 82-102; M. KNEPPER, Die "Armen" der Bergpredigt Jesu: Bibel u n d Ki rche 1 (1953) 19-27; A. GEORGE, La forme des beatitudes jusqu'á Jésus, en Mélanges bibliques en l'honneur de A. Robert. Pa r i s 1957, 398-403; M. BLACK, The Beatitudes: Expos i tory Times (1952-1953) 125-126; S. BARTINA, Los Macarismos del Nuevo Testamento, estudio de la forma, en XIX Semana bíblica española. Madr id 1962, 319-349.

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simplemente de Cristo visto en transparencia en el creyente. ¡Dichoso el que comulga con la mi­seria de Jesús, asumida por solidaridad con el mundo de los pobres, porque ya brilla en él la gloria de la resurrección! En sentido literal, los pobres, los afligidos, los hambrientos y sedientos de justicia de quienes hablan Mateo y Lucas son los anawim, los que atormenta la miseria de la vida y que no pueden contar más que con Dios 136. Ellos, los desheredados, serán los primeros bene­ficiarios del reino. ¿Por qué? Porque llevan gra­bado en su carne lo que Cristo ha venido a des­truir en su pascua. No conviene espiritualizar fuera de propósito, en esta perícopa evangélica, las nociones de pobreza y de aflicción para hacer de ellas disposiciones privilegiadas del alma 137. Las bienaventuranzas se refieren en primer lu­gar a las víctimas y a los testigos de la miseria humana, cualesquiera que ellos sean. Es verdad que Mateo hace notar que estos son leales ante Dios, misericordiosos y artífices de paz, pero esto no pertenecía a la fuente original138 y Lucas, que parece ser el más fiel "al contenido del docu­mento-base" 139, omite esta precisión.

Se puede, no obstante, alargar el horizonte, y quizás la versión de Mateo, más religiosa y me­nos "social" que la de Lucas, nos incitan a ello. Es lícito incluso si esto nos obliga a sobrepasar

136. J. DUPONT, O. C , 291-295, y La Iglesia y la pobreza, en G. BARAÚNA, La Iglesia del Vaticano II, 1. Flors, Barce lona 1966, 401-431: síntesis digna de t enerse en cuenta .

137. J . DUPONT, O. C , 363. 138. J . DUPONT, Les Beatitudes, 344. 139. Ibid.

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el sentido literal inmediato del texto. Si en los desheredados presa del dolor brilla ya, a causa de la venida de Jesús, la esperanza del reino, es debido, decimos nosotros, a que Jesús se ha soli­darizado con la miseria humana y a que en la "pobreza de su corazón" el ebed ha aceptado su­mirse en ella para que el agapé de Dios se haga en él presente. Además, el mismo Mateo, para quien las bienaventuranzas "describen una fe­licidad que tiene su fuente en la presencia y actividad de Jesús" 140, parece sugerir implícita­mente esta relación. De esta forma las bienaven­turanzas proclamadas a los anawim son para ellos el eco de la gran bienaventuranza del ebed Yavé que el Padre ha proclamado Kyrios en su resurrección. Si él ha compartido por amor la aflicción de los anawim, éstos compartirán por medio del mismo amor su bienaventuranza de resucitado.

En los creyentes se graba, por medio del bau­tismo, este misterio de la compasión de Jesús por la miseria humana. Y esto es posible porque és­tos la viven a su vez. Para ellos vale también, pero en un sentido nuevo, la proclamación de las bienaventuranzas. ¡Bienaventurados los que, im­pulsados por Jesús que habita en ellos, tratan de entrar en comunión con el sufrimiento humano, con un corazón pobre, dócil a la voluntad bienhe­chora del Padre! La resurrección brilla ya en ellos. No se trata necesariamente, lo repetimos, de escoger el género más miserable de vida hu-

140. P . BONNARD, o. c„ 55.

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mana, aunque esto no está en manera alguna excluido y puede con frecuencia llegar a ser el medio privilegiado de realizar la "conformidad" con Cristo siervo. Se trata esencialmente de una cualidad de corazón, de la actitud teologal con la cual se vive el propio destino de hombre tratan­do de hacerlo transparente a la sugestión del Espíritu de Dios. Es lo que nosotros preferimos denominar "pobreza de corazón" 141. Entonces el sufrimiento, sea impuesto por la vida o elegido voluntariamente 142, se convierte en bienaventu­ranza. La bienaventuranza por excelencia que consiste para el creyente en el hecho de estar asociado en su carne al misterio de Jesús.

Un tal sufrimiento, aun con su naturaleza de mal y aunque provoque todavía sobresaltos de reacción en el hombre, se convierte, por paradó­jico que esto pueda parecer al no-creyente, en algo aceptable e incluso amable. En virtud de la pobreza de corazón que la transfigura, y dado que el cristiano sabe por su fe que le liga a Cris­to ebed Yavé, se van ya perfilándose las arras de la resurrección. ¿Cómo resistir a citar a esta altura el testimonio sorprendente de Ignacio de Antioquía?

Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios. Si alguno le tiene dentro de sí, que com­prenda lo que yo quiero y, si sabe lo que a mí

141. Se sabe cómo A. GELIN h a mos t rado su na tu ra l eza en Les pauvres que Dieu aime. Pa r í s 1967.

142. Cf. J . M. R. TILLARD, Qu'est-ce que porter la croix?: VS 116 (1967) 173-187.

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me apremia, que haya lástima de mí... Mi amor está crucificado y no queda ya en mí fuego que busque alimentarse de materia; sí, en cambio un agua viva que murmura dentro de mí y desde lo íntimo me está diciendo: "Ven al Padre".

No siento placer por la comida corruptible ni me atraen los deleites de esta vida. El pan de Dios quiero, que es la carne de Jesucristo, del linaje de David; su sangre quiero por bebida, que es amor incorruptible.143

Se puede por tanto, con Max Scheler, hablar del valor purificador del sufrimiento, entendien­do con esto el valor que el dolor posee para di­rigir la mirada del creyente sobre los bienes cen­trales de la salvación 144. Estos bienes son los del amor. El enigma no ha sido resuelto, pero el fiel descubre en Cristo que el sufrimiento tiene sin embargo un sentido, aunque no se explique el secreto. Cuando trabaja con todas sus fuerzas para desterrarlo del destino de sus hermanos sabe, y ésta es una de las revelaciones más im­portantes de su vida humana, que no lo logrará sino mediante una comunión amorosa y fraternal con su misma condición dolorosa. Sorprendente oikonomía de la cruz: donde la tragedia humana es vivida gratuita y libremente hasta el extremo, en toda su negrura, es donde estalla la alegría

143. Ad Rom 6, 3-7, 3, en Los padres apostólicos. Bac, Ma­dr id 1965, 478-479.

144, MAX SCHELER, Le sens de la souffrance. Aubier , Par í s s. f., 66-67. Nosotros sin embargo duda r í amos al escr ib i r que "el amor divino y misericordioso. . . envía el sufr imiento al a lma como a una amiga". La Escr i tura no nos pe rmi t e hace r ta l afirmación.

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de la recreación. ¿No será porque no hay otra solución posible que la del amor? Releamos a Pablo y a Juan:

La exhortación a sufrir en la comunidad de la cruz, con Cristo y en Cristo, procede de la exhortación, más central aún, a amar con Cristo y en Cristo. No es, pues, en la comunidad de la cruz donde la comunidad del amor echa sus raí­ces, sino que es de la comunidad del amor de donde brota la comunidad de la cruz. 145

Comprender esto es saber que en el fondo de su ser ha sido depositada una "bienaventuranza central", la del "amor de Dios manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor" (Rom 8, 39) y "de­rramado en nuestros corazones por virtud del Es­píritu Santo" (Rom 5, 5). La experiencia del su­frimiento se convierte así, y en este sentido, en revelación del amor. Inteligible solamente en la fe, solamente esta revelación puede calmar el escándalo del hombre frente al grito de dolor que no cesa de alzarse desde la humanidad.

Es la respuesta de la fe al drama del sufri­miento. Una respuesta muy exigente.

* * *

Al final de esta lenta búsqueda que nos ha mostrado que no hay solución teórica al proble-

145. Ibld., 66.

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ma del sufrimiento y que es preciso vivirlo en Cristo Jesús para descubrir su sentido, conviene aludir a la dimensión necesariamente eclesial del misterio del sufrimiento cristiano. Hemos habla­do de solidaridad con la miseria, de compasión de Dios para con los hombres por medio de Cris­to y de los cristianos. ¿No equivale esto a decir que en su comunión con la cruz del Señor el cris­tiano alcanza misteriosamente la esencia de la Iglesia?

Si en su caridad el cristiano es consciente de la relación vivida que liga su miseria a la de Cris­to y de esta forma a la de todos los hombres, él sabe que en Cristo está asociado al cumplimiento del mysterion, del plan divino escondido en el secreto del Padre y que consiste en reunir a to­dos los seres en Cristo. Pero esta unidad se iden­tifica con la Iglesia de Dios. La participación cristiana en el sufrimiento hace ya presente, en arras, en el seno de nuestro mundo, de una ma­nera misteriosa, el eterno designio salvífico de Dios. He aquí su grandeza.

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