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Thomas Piketty, el afamado economista francés, experto en desigualdad y autor del
libro El capital en el siglo XXI, dio una entrevista a Cristóbal Bellolio, publicada en
la Revista Capital, en la que revisó la situación actual de América Latina, ironizó con
las lecturas del líder de Fuerza Pública, Andrés Velasco, además de reflexionar sobre
el denominado “milagro chileno” y la implementación del modelo Hayek-Pinochet, en
nuestro país.
PIKETTY Y LATINOAMÉRICA
-Andrés Velasco, ex ministro de Hacienda y ex precandidato presidencial
chileno, ha señalado que algunas de las recomendaciones de su libro no
serían aplicables a Latinoamérica…
-Debe ser porque es un continente muy igualitario (ríe).
-Él dice que la persistente y pronunciada desigualdad latinoamericana no se
explica necesariamente porque los retornos del capital sean mayores al
crecimiento del producto nacional, sino principalmente por la diferencia de
ingreso entre trabajadores capacitados y no capacitados…
-Sí, en eso Latinoamérica no es única. En todos los países, la desigualdad es una
combinación de distintas fuerzas. Dos categorías son fundamentales: por una parte
está la desigualdad de habilidades laborales o capital humano, y por otra, la
desigualdad de riqueza. La tesis r>g es importante para describir la segunda. Por
supuesto que la desigualdad en el ingreso laboral es relevante, y aquí la desigualdad
en el acceso a la educación es fundamental, lo que es claro en el caso de
Latinoamérica, pero también en Estados Unidos. Si miras sus últimos 30 años, la
desigualdad que se ha agudizado no se explica tanto con la fórmula r>g, sino con
desigualdad en las rentas del trabajo, lo que a su vez se relaciona con el desigual
acceso a la educación en ese país. En Estados Unidos unos pocos van a las mejores
universidades, pero el resto se queda con lo que aprendió en un sistema escolar
apenas regular.
-Podríamos decir entonces que la recomendación más controvertida de su
libro –el impuesto global al capital– no es la recomendación evidente para
países donde el problema más agudo podría ser otro…
-Sin duda. De hecho, en el libro hablo bastante de los desafíos en educación y para eso
hay otras recomendaciones. Lo que ocurre es que a veces la gente –cuando está
determinada a criticar– se queda con la parte que no les gusta. Estamos hablando de
un libro de 700 páginas. Si todo se tratara de r>g y del impuesto global al capital,
sería uno de 10 páginas (ríe). Pero en el libro hablo de todo esto y dejo claro que la
principal fuerza para reducir la desigualdad es la difusión de competencias laborales y
de conocimiento a través de la educación. No podría estar más de acuerdo con eso. Si
además me dices que no necesitamos impuestos progresivos, entonces ya no lo
estaríamos. Creo que necesitamos ambas políticas, que son complementarias y no
sustitutas.
-Probablemente esté familiarizado con la historia económica reciente de
Chile, y particularmente de la influencia de figuras como Hayek y Friedman
en ella. Pinochet impuso un modelo de mercado que incluyó privatización de
áreas estratégicas de la economía, desregulación, Banco Central autónomo,
apertura comercial al mundo, etcétera. Estará de acuerdo en que se hace muy
difícil –si no imposible– separar el costo humano del autoritarismo de los
beneficios económicos obtenidos, pero quería que como historiador
económico reflexionara acerca de lo que alguna vez se llamó “el milagro
chileno”, que tuvo altas tasas de crecimiento y una sistemática reducción de
la pobreza una vez en democracia. ¿Fueron estas medidas las correctas o
tiene objeciones fundamentales a este proceso?
-El problema es que la profunda desigualdad en Latinoamérica es una limitación
estructural de cualquier política procrecimiento. No tengo reparos en aceptar que a
veces las fuerzas del mercado son fundamentales para generar crecimiento. En este
sentido, sé que en algunos países latinoamericanos las experiencias han sido positivas
en décadas recientes, lo que es bienvenido como parte del proceso global donde
países menos desarrollados se ponen al día con los más desarrollados. Pero si
apuntamos a una política sistemática de crecimiento de base amplia, debemos
hacernos cargo de la desigualdad en educación, bienes, riqueza, etcétera. Eso fue lo
que faltó en el modelo Hayek-Pinochet, independiente de su déficit de libertades
políticas. Aunque pienso que, en cierto modo, ambas cosas están relacionadas en una
dimensión ideológica: si crees que las fuerzas del mercado deben funcionar
libremente, y como resultado remanente tienes desigualdad, quizás sea porque la
gente que se queda atrás no es productiva, o quizás sea mejor mantenerlos así porque
son tus opositores políticos. Pensar que el mercado lo resuelve todo es
ideológicamente extremista desde el punto de vista económico, lo que va muy bien
con regímenes autoritarios que tienen por ideología política la represión de los
perdedores en el juego del mercado.
-Sin embargo, para redistribuir necesitamos crecer. Lo reconoció Lula da
Silva en Brasil: no tiene sentido repartir pobreza. Algunos han planteado que
dadas las necesidades urgentes de Latinoamérica en términos de pan, techo y
abrigo, preocuparse por la desigualdad relativa es un lujo. Y que, por tanto,
hay que apostar todo al crecimiento en una primera fase para tener algo que
distribuir luego. No es el caso de Europa Occidental que ya pasó la etapa de
las carencias materiales duras. ¿Cree que a veces hay que elegir entre reducir
pobreza o reducir desigualdad con medidas distintas?
-En principio yo no tengo problemas con la desigualdad como tal. De hecho,
necesitamos ciertos niveles de desigualdad para crecer. El drama de países como
Brasil es la excesiva desigualdad. Excesiva en el sentido de que deja de ser funcional
al crecimiento. Sobre ciertos niveles actúa negativamente sobre el crecimiento.
Latinoamérica sobrepasó ese nivel. Creo que es posible reducir estas brechas y al
mismo tiempo gozar de crecimiento económico. Lula elevó los salarios mínimos en
Brasil y eso ayudó en parte a reducir la pobreza, junto a otras transferencias. Pero por
otro lado, tienes un sistema impositivo que a veces es derechamente regresivo. En
Brasil, los impuestos indirectos al consumo se elevan al 30% –por ejemplo, sobre tu
cuenta de electricidad– mientras que la persona que recibe millones por una herencia
familiar paga apenas un 4% de impuesto. Puedo entender por qué la elite quiere
preservar este sistema. Pero creer que es un buen sistema para el crecimiento es un
error. Preferiría lo contrario: impuestos más bajos al consumo y más altos a la
riqueza. Hay que mirar la experiencia de países ricos que organizan su capitalismo
con impuestos progresivos. En naciones como Gran Bretaña y Alemania, la tasa
impositiva de las herencias millonarias está en torno al 40%. Nadie puede decir que
David Cameron o Angela Merkel sean particularmente izquierdistas, pero no se les
ocurriría copiar el modelo brasileño. A las elites les conviene decir que los niveles
impositivos son los adecuados y que hay que esperar a que el crecimiento haya hecho
su trabajo antes de lidiar con la desigualdad, pero la experiencia sugiere exactamente
lo contrario. Si Latinoamérica quiere desarrollarse, tiene que hacerse cargo del
crecimiento y de la desigualdad. No olvidemos que parte de la inestabilidad política de
la región tiene que ver con elites que se resisten a ver el problema. La legitimidad
política va de la mano con grados aceptables de desigualdad.
POR QUÉ LA DESIGUALDAD IMPORTA
-Entonces, que la desigualdad excesiva sea problemática se transforma en un
argumento consecuencial: tenemos que mantenerla acotada para evitar un
descalabro en nuestras instituciones democráticas y asegurar la paz social.
-Sí, para mí evitar la inestabilidad política es la razón principal. Pero no es la única. Ya
mencioné que es mala en la medida que afecta las perspectivas del crecimiento. La
excesiva desigualdad también es mala para la movilidad social, porque perpetúa y
acentúa la desigualdad en el tiempo a través de las generaciones. Una de las
conclusiones de mi investigación empírica es que Europa no necesita de los niveles de
desigualdad que tuvo en el siglo XIX para crecer. La desigualdad que tuvimos hasta
antes de la Primera Guerra Mundial contribuyó a elevar la tensión política vía
producción de nacionalismos. Aparte de eso, tampoco fue tan buena para el
crecimiento. La reducción de la desigualdad que vino a continuación tuvo que ver con
guerras, revoluciones, shocks y otros factores de ajuste regulatorio que fueron
aceptados por la elite. ¿Fue mala noticia para el crecimiento esta reducción de la
desigualdad? Para nada. Es cierto que parte del crecimiento de postguerra se explica
por la reconstrucción, pero también tuvo relación con la disminución de las brechas
socioeconómicas a partir del aumento de la movilidad social. Nuevos grupos
accedieron a posiciones directivas, tuvieron acceso a la educación, apareció una
nueva elite que impactó positivamente en el crecimiento. Eso es lo que necesitamos
en el siglo XXI: mayor inclusión para que más grupos accedan a estas posiciones. En
conclusión, la excesiva desigualdad es mala en sí misma –independiente de sus
implicancias políticas– cuando es mala para el crecimiento.
-Mencionó las dinámicas de movilidad social. En el caso hipotético que
pudiésemos asegurar un esquema real y no puramente nominal de igualdad
de oportunidades, de tal manera que las posiciones de partida no determinen
las posiciones de llegada en la vida, ¿cree que aun así debiésemos
preocuparnos de las eventuales desigualdades agudas que pudiesen
producirse? ¿O el problema moral se desvanece?
-Si la desigualdad se debe a la suerte o mala suerte de las personas en su toma de
decisiones personales, no veo problema. Las personas tienen diferentes objetivos en la
vida. Es distinto si las desigualdades se producen a partir de ventajas o desventajas
que no son responsabilidad o mérito directo de sus portadores. En este caso, creo que
procede redistribución. Pero vivimos en el mundo real, donde no hay igualdad de
oportunidades. El promedio de lo que ganan los padres de los estudiantes de
universidades top en Estados Unidos corresponde al promedio de lo que gana el 2%
más rico de ese país. O sea, los hijos de la elite reproducen sus ventajas accediendo a
mejor educación (…) Hay una enorme diferencia entre el discurso oficial de la
meritocracia –el cuento de hadas de la movilidad social que es típico en Estados
Unidos– y la realidad. Tenemos que poner esta narrativa de la movilidad social bajo
escrutinio público. Pero en las universidades de la llamada Ivy League no quieren que
miremos esa información. Nadie accede a ella y nadie trabaja en ella. La sospecha es
que en varios casos, las admisiones dependen de la capacidad de los padres de hacer
regalos a las universidades. Es lo opuesto a la meritocracia que nos gustaría ver.
Necesitamos más transparencia en estos procesos de admisión.
-Funciona en ambos sentidos: no basta con tratar de asegurar igualdad de
oportunidades y esperar sociedades más igualitarias; también habría que
crear sociedades más igualitarias para disfrutar de mayor igualdad de
oportunidades efectiva.
-Exactamente. Hoy, el discurso de la igualdad de oportunidades se suele usar para
justificar enormes desigualdades de resultado, pero también de oportunidades. No
podemos aceptar ese discurso sin una mirada crítica y una cuidadosa revisión de los
datos.
-Suena bastante rawlsiano en sus planteamientos…
-Sí, en cierto sentido. Tú puedes tener toda la desigualdad que quieras en la medida
que aumentes la utilidad de todos.
-John Rawls estuvo expuesto a la misma crítica que algunos le hacen a su
libro desde la izquierda: que su principio de la diferencia –las desigualdades
son aceptables en la medida que redunden en el beneficio de los menos
aventajados– era teóricamente compatible con altos niveles de desigualdad.
¿Cuánta desigualdad es permisible?
-No podemos dar un número. Éstas son preguntas que la sociedad tendrá que ir
contestando. No hay una fórmula matemática para ello. Se lo dejo a la deliberación
democrática. Todos tenemos responsabilidad en ello y no hay manera de escapar de la
pregunta.
-Exploremos otro argumento consecuencialista proigualdad. Hace unos años
se publicó un libro –The Spirit Level de Richard Wilkinson y Kate Pickety– cuya
tesis central planteaba que los países menos desiguales rendían mejor en una
serie de indicadores sociales como salud mental, tasas de criminalidad,
niveles de confianza interpersonal, aprendizaje escolar, etcétera. Fue un
argumento promovido en Chile por el ex presidente Ricardo Lagos. ¿Es parte
de su repertorio?
-En general, sí. Pero creo que a veces la causalidad opera en ambos sentidos. La mala
educación no sólo es resultado de una sociedad desigual, sino también su causa. Estoy
de acuerdo que es importante atender a las consecuencias de la desigualdad, por
ejemplo, en materia de seguridad pública. Es un argumento adicional.
DINERO Y POLÍTICA
-El filósofo Michael Walzer sostenía que el verdadero problema se producía
cuando desigualdades que nos parecen legítimas en una determinada esfera
de la vida –la económica, por ejemplo– se trasladan a otras en las cuales ya no
nos parecen legítimas –como la política…
-Tiene razón. En Europa y Estados Unidos, la extrema desigualdad de recursos
económicos se ha traducido en desigualdad de voz y en una forma de captura del
proceso político. Lo que ocurrió recientemente en Estados Unidos –donde la Corte
Suprema dictaminó la inconstitucionalidad de las leyes que limitan el gasto electoral–
es verdaderamente espantoso…
-Ésa es una discusión que estamos teniendo actualmente en Chile: cómo
regular la relación entre dinero y política y si debemos fiscalizar más quiénes
son y cuánto aportan las personas naturales y jurídicas a las campañas
políticas.
-¿Acaso no hay límite al gasto electoral en Chile?
-Nominalmente, sí. En la práctica, no mucho. Es fácil burlarlo. El espíritu
libertario se resiste a que le digan qué puede y qué no puede hacer con su
dinero.
-Bueno, por supuesto que debemos limitar la influencia del dinero en la política, de la
misma manera que queremos prohibir la compra de votos. Si tomas el credo libertario
en serio, así como a ciertos grupos que creen ciegamente en la teoría de la elección
racional, y llevas sus ideas hasta las últimas consecuencias, entonces deberíamos
tener un mercado de compra y venta de sufragios. Mientras sea un intercambio
mutuamente beneficioso –el encuentro entre una persona dispuesta a pagar lo que
otra está dispuesta a cobrar– ¿por qué no permitirlo?
REFORMA EDUCACIONAL Y DESIGUALDAD
-En Chile estamos discutiendo álgidamente una reforma educacional. Como
podrá anticipar, nuestro sistema educacional está altamente segregado, pues
la capacidad de pago de las familias determina el tipo de establecimiento al
cual los niños asisten. Michelle Bachelet promueve un cambio en las reglas
del juego: los padres quedarán deshabilitados para pagar un suplemento por
encima de la subvención estatal, bajo la promesa de incrementar ésta
gradualmente. En la práctica, esto implica que pierden la libertad para
diferenciarse social y culturalmente a partir de su capacidad económica. ¿Se
puede combatir la segregación forzando la inclusión?
-Chile parte con un nivel de financiamiento a la educación que es insuficiente. Y eso
está relacionado con su baja carga tributaria. Hay que invertir en educación, y ojalá
en educación inclusiva. De esa manera, evitas que sólo una élite tenga las
competencias adecuadas. La solución es educación pública bien financiada…
-De acuerdo, pero en Francia los colegios públicos son mejores que los
privados. Nosotros estamos acostumbrados al mantra inverso: hay que
abandonar lo público para acceder a los servicios privados. La élite chilena no
asiste a la educación pública. Ni los hijos de los dirigentes socialistas lo
hacen. ¿Hay que limitar la provisión privada de servicios básicos como salud o
educación?
-Una fórmula puede ser invertir más y mejor en colegios públicos. No tengo los
detalles de las reformas, pero lo poco que conozco me sugiere que van en la dirección
correcta…
-Pero ¿debiera la élite utilizar los servicios públicos para entender y
conectarse con su importancia? En su libro dice que es fundamental que la
gente perciba que los pesos recaudados vía tributación se usen
correctamente. Si los tomadores de decisiones no se involucran
cotidianamente con los establecimientos públicos, ¿cómo pueden saberlo?
-Sí, me parece que es importante que lo hagan. Es un caso curioso lo que pasa en
algunos países. Las familias pudientes escapan del sistema educacional público en sus
etapas escolares, pero luego sus hijos van a las universidades públicas, donde se
benefician del dinero de todos. Es lo que ves en México o Brasil.
-La UNAM en México es gratuita. En Chile, debes pagar el arancel
universitario independiente de si es pública o privada. Una de las promesas de
Bachelet es avanzar hacia la gratuidad en educación superior. Se ha dicho
que el inconveniente es que los hijos de la elite serían los principales
beneficiarios de esa medida, pues son los que llegan fácilmente a las mejores
universidades. ¿Suena como una política progresiva?
-Diría que la prioridad es financiar la educación primaria y secundaria, de tal manera
que todos puedan acceder a la educación terciaria en condiciones igualitarias, pero
luego como paso siguiente creo que universidad gratis es la mejor alternativa. Es lo
que veo en Alemania y los países escandinavos. Incluso en Bavaria –tampoco un lugar
muy izquierdista– se acaba de discutir si cobrar un pequeño arancel y finalmente se
decidió dejarlo en cero. ¿Es esto malo para el desarrollo económico? Por lo visto, a los
alemanes no les está yendo nada de mal (ríe). En el caso de ustedes, lo más sensato es
la gradualidad. No se van a transformar en Suecia de la noche a la mañana.
INTELECTUALES PÚBLICOS
-Su libro fue citado en discusiones en torno a nuestra reforma tributaria y
dicen que ha ejercido influencia en los círculos oficialistas. Usted mismo
confesó en otra entrevista que uno de los ministros de Bachelet vino a verlo a
su oficina. ¿Qué importancia le asigna a que los académicos se involucren en
el debate público?
-Es muy importante. Parte del éxito de mi libro tiene que ver con la demanda de
democratización del conocimiento económico. La gente está cansada de que le digan
que ciertas áreas son muy complicadas, como si la economía fuera tan compleja que el
resto no pudiera entender. Ése es un gran chiste. Muchos economistas desarrollan
modelos matemáticos muy complejos sólo para impresionar a sus pares, pero la
mayoría de las veces no son muy útiles. Quizás en astrofísica o mecánica cuántica
necesitamos esos modelos matemáticos complejos, pero no en economía. En mi libro
uso modelos bastante simples que todos puedan entender, y lo hago porque realmente
creo que eso es todo lo que necesitamos. Por eso, me veo a mí mismo más bien como
un cientista social. Para mí las fronteras entre la economía, la historia y la sociología
no están definidas. Creo que nuestras investigaciones se enriquecen con ese enfoque.
El mérito de mi libro es que entrega una recolección de datos que no se había hecho
antes, porque era considerado un trabajo demasiado historiográfico para los
economistas y demasiado economista para los historiadores. Y a propósito… (se da
vuelta y saca uno de los libros que tiene a mano en el estante, A Monetary History of
the United States de Milton Friedman y Anna Schwartz) acá tengo un gran libro. Creo
que sus conclusiones son exageradas. Básicamente, dice que todo lo que necesitamos
son buenos bancos centrales. Yo creo que necesitamos más que eso, pero…
-La metodología es similar…
-En cierto sentido, sí. El uso de la historia económica puede ser útil para formarnos
una visión sobre el capitalismo.
-¿Es de aquéllos que, como el título del libro de Rajan y Zingales, quieren
“salvar al capitalismo de los capitalistas”, o al menos salvarlo de la versión
tóxica de capitalismo patrimonial que describe en su libro?
-Probablemente estoy un poco más a favor del Estado de Bienestar y tributación
progresiva que Zingales y Rajan, pero en general, sí: yo creo en el capitalismo y en la
propiedad privada. Pertenezco a la primera generación post Guerra Fría. Nací en
1971. Tenía 18 cuando cayó el Muro. Nunca caí en la tentación del comunismo ni en
las soluciones autoritarias…
-En las pasadas elecciones presidenciales, una de las candidatas –Roxana
Miranda– propuso como medida para reducir la inequidad poner en un bote al
1% más rico de Chile y embarcarlo a China. Espero que haya sido una broma…
-(Se ríe) Bueno, los franceses los mandaron a Gran Bretaña durante la revolución.
Volvieron tiempo después. Creo que es mejor encontrar soluciones pacíficas, como por
ejemplo a través del sistema tributario.
Llevamos una hora de conversación. Se le nota agotado. Viene llegando de México por
el lanzamiento de su libro traducido al castellano. Me cuenta que en enero aterrizará
en Chile. Es un tour promocional intenso este de Piketty contra la desigualdad.
Foto de new-corner.com