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Indice Primera parte

EL LENGUAJE ESCRITO Y SUS PROBLEMAS

El lenguaje escrito 11 La lectura 11 La escritura 15 Anomalías de la lectoescritura: la dislexia y otros misterios 17 Los tests «predictivos» y «diagnósticos» 20 Los «errores disléxicos» 24 Dislexia sin organicidad 26 La organicidad relativamente cierta del retraso lector 28 Frecuencia del retraso específico de la lectura 29 Causas de retraso en el aprendizaje de la lectoescritura 31

Segunda parte TEST DE ANALISIS DE LECTURA Y ESCRITURA (T.A.L.E.)

Elaboración del test 43 Justificación del test 43 Tests estudiados 47 Elaboración del test 49

a) Subtest de lectura 49 b) Subtest de escritura 51

Determinación de la muestra de población 52 Material del test 54 Normas de administración 57 A. Normas de administración del subtest de lectura 58 B. Normas de administración del subtest de escritura 60 Normas de valoración 63 A. Normas de valoración de la lectura 63 B. Normas de valoración de la escritura 73

Tercera parte CARACTERISTICAS EVOLUTIVAS DE LA LECTURA Y ESCRITURA

A. La lectura 85 B. La escritura 89 Referencias 96

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PRIMERA PARTE

A modo de introducción:

El lenguaje escrito y sus problemas Josep Toro

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EL LENGUAJE ESCRITO

El lenguaje escrito no es sólo una exigen-cia sistemática planteada umversalmente a todo niño escolarizado; el lenguaje escrito es un conglomerado de conductas, mani-fiestas o encubiertas, altamente elaborado y complejo, fruto de muchos factores, some-tido a múltiples influencias, y, de hecho, imprescindible para alcanzar los niveles de desarrollo general propios del hombre me-dio de nuestras sociedades desarrolladas. La adquisición de información, la culturi-zación, los aprendizajes en general, la co-municación interpersonal, hacen imprescin-dible el dominio de la lecto-escritura. De hecho, la lecto-escritura ha sido, y es, agente imprescindible en la transmisión cultural intergeneracional e iñterhiimana en general.

Históricamente —filogenética y ontoge-néticamente— el lenguaje escrito exige la presencia previa del lenguaje oral. No es ésta la ocasión de subrayar la naturaleza y características del «segundo sistema de se-ñales», su carácter simbólico, los fenóme-nos de generalización y discriminación que implica, su especial modo de reflejar la realidad, su forzoso aprendizaje en un medio social, su dramático papel en la interacción personal. Lo cierto es que la conducta verbal, comprensiva y expresiva, es condición imprescindible para el apren-dizaje de lectura y escritura.

El lenguaje oral —la conducta verbal— es un aprendizaje social. Conviviendo, in-teractuando con otros seres humanos, el niño discrimina, generaliza, imita y resul-ta reforzado de tal modo que es capaz de adquirir esa conducta básica que es el len-guaje.

Si el lenguaje oral, considerado en sí

mismo, es un modo de reflejar la reali-dad, el lenguaje escrito implicará el mis-mo fenómeno pero transponiendo las coordenadas temporales a las espaciales y superponiéndolas. El habla dura un tiem-po; la escritura, lo escrito, se fija en el espacio. En ambos casos se utilizan «sím-bolos»; unos, auditivos; visuales, los otros.

En las dos modalidades del lenguaje, un sujeto determinado puede ser emisor (habla o escribe) o receptor (escucha o lee). Las conductas que entraña la «emi-sión» o la «recepción» varían absolutamen-te según se trate de lenguaje oral o len-guaje escrito dadas las características de los estímulos implicados. La conducta de quien hable será oral, articulatoria; la con-ducta de quien escriba será manual. La conducta de quien escuche estará controla-da por estímulos auditivos, la conducta de quien lea estará controlada por estímulos visuales. Pero la conducta verbal articula-toria es traducible a esa conducta manual que llamamos escritura, y más concreta-mente a los estímulos visuales, gráficos, fruto de la conducta manual.

En la terminología tradicional diríamos que, si el lenguaje oral es un sistema de símbolos, la lectoescritura implica una simbolización del lenguaje oral, es decir, un sistema de símbolos de símbolos. Por consiguiente, no puede sorprender que la lectoescritura sea siempre la adquisición posterior al lenguaje oral.

La lectura

Desde una perspectiva propia del análi-sis experimental de la conducta, definire-mos la lectura oral como un conjunto de

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respuestas verbales articulatorias, emitidas selectivamente ante un conjunto de estí-mulos visuales constituidos por lo que lla-mamos letras, sílabas, palabras o textos. Si la respuesta verbal es sistemáticamente co-rrecta, por ejemplo, si ante los elementos gráficos la se emite siempre el sonido «la», es que los estímulos visuales en cuestión (los elementos gráficos) han alcanzado po-der de control sobre aquella respuesta ver-bal. Dicho de otro modo, los estímulos visuales implicados han dejado de ser neu-tros —cosa que ocurría antes de «aprender a leerlos»— para pasar a ser discriminati-vos. Cuando tal cosa ocurre, se ha produ-cido el aprendizaje.

Por consiguiente, el aprendizaje de la lectura —la enseñanza de la lectura— es un proceso mediante el que se modifica el carácter que ciertos estímulos visuales tie-nen para el sujeto o, mejor dicho, para ciertas respuestas del sujeto. Como se dijo ya, los elementos gráficos en cuestión, de ser neutros pasan a ser discriminativos, lo cual implica que en su presencia el sujeto tenderá a responder adecuadamente, espe-cíficamente.

Este proceso, harto complejo y suma-mente discutido, atraviesa distintos mo-mentos o fases. Por un lado, se da la discriminación de esos estímulos visuales que denominamos letras. En la trama de un conjunto complejo de trazos, la pala-bra, el niño debe proceder a su análisis aislando cada una de sus unidades, las letras. El «aislamiento visual» de cada letra va acompañado, y queda facilitado, por la atribución a cada letra, de un sonido, de una verbalización determinada. La rela-ción entre letra y verbalización es unívoca. El proceso de discriminación visual se ma-nifiesta a través de una conducta verbal específica: fonema, nombre de la letra en cuestión, etc. También puede manifestarse señalando la letra a requerimiento del in-terlocutor que, en este caso, se transforma en emisor de la conducta verbal. En cual-quier caso puede hablarse de «recifrado sonoro».

Paralelamente se produce un proceso de síntesis. Las palabras, conjuntos de estí-

mulos visuales unitarios, van siendo perci-bidas como tales. Son las auténticas uni-dades del lenguaje hablado puesto que cuentan con esa connotación que llama-mos significado, y del lenguaje escrito porque, además, los espacios entre ellas constituyen un claro discriminativo. En cualquier caso, la palabra, unitariamente considerada, debe ser discriminada como tal. La respuesta verbal debe ser controla-da por la palabra escrita.

La consolidación de este proceso sintéti-co permite el incremento de la fluidez y velocidad lectoras. El lector avezado, se-gún muestran los estudios de los movi-mientos oculares que se producen durante la lectura, sólo fija su mirada en un nú-mero limitado de letras, no precisando de deletreo propiamente dicho. La familiari-zación con la lectura lleva a atender aque-llos estímulos visuales que resulten más significativos, que encarnen más cantidad de información, es decir, que hayan llega-do a adquirir mayor poder de control. Atendiendo a las palabras, tales elementos parecen ser fundamentalmente los lexemas (TSVEJKOVA, 1977).

Estos «procedimientos» de análisis y sín-tesis, de discriminación de estímulos vi-suales simples y de estímulos visuales com-plejos, parecen aprenderse de modo si-multáneo e indisoluble. El deletreo con-duce a la lectura de palabras y la lectura de palabras implica deletreo. Cuando en la enseñanza de la lectura se habla de método analítico y de método global se está haciendo referencia a unas tecnologías que, respectivamente, hacen hincapié en los procesos analíticos y en los sintéticos. Atendiendo a la aparente indisolubilidad de ambos procesos, una gran parte de las polémicas nacidas entre los defensores de una y otra metodología resultan gratuitas e incluso pintorescas. Análisis y síntesis, discriminaciones elementales y discrimina-ciones complejas, son dos caras de la mis-ma moneda dialécticamente conexas.

Al referirme a los procesos sintéticos he mencionado la preferente fijación visual en los elementos significativos de las pala-bras (y de las oraciones). Este hecho nos

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enfrenta con el fenómeno de la significa-ción y por consiguiente con la compren-sión lectora. No es éste el momento de describir cómo se aprenden los significados de las palabras por ser capítulo propio del lenguaje en general. Pero sí cabe valorar ahora el hecho de que el lector consuma-do experimenta que su lectura no sólo está controlada por los estímulos visuales en sí mismos considerados, sino también por el significado que encierran. Leer supone ir elaborando auténticas conjeturas semánti-cas que son verificadas sobre la marcha. Una vez aprehendida una parte del signi-ficado de un texto, el lector anticipa de algún modo lo que va a leer. Es más, los estudios de los movimientos oculares nos ponen de manifiesto la presencia de au-ténticas comprobaciones, con fijaciones o «regresos» de la mirada hacia lo ya supues-tamente leído (TSVETKOVA, 1977).

Así pues, los procesos de síntesis permi-ten incrementar la velocidad al fijarse la atención visual en determinadas letras o sílabas, mas no en todas. Pero, al propio tiempo, se produce un reiterado «frenado» merced a las verificaciones de lo conjetura-do durante el proceso lector. Se salta hacia adelante, mas también^ hacia atrás. Sin embargo, estos retornos van disminuyendo con la edad, con el incremento del apren-dizaje. El niño que empieza a leer incluso puede no llegar a plantearse el significado del texto que tiene ante sus ojos. En su caso, parte de los regresos de su mirada suponen comprobaciones textuales-articu-latorias más que semánticas.

Todo este complejísimo proceso permi-te, como ya ha quedado dicho, que unos estímulos visuales (letras, sílabas, palabras, frases) se constituyan en estímulos discri-minativos susceptibles de controlar ciertas respuestas verbales del lector, respuestas que deben formar parte ya de su reperto-rio verbal. Ahora bien, para que un estí-mulo llegue a constituirse en discriminati-vo respecto de una respuesta, dicha res-puesta ha debido resultar reforzada al ser emitida en presencia de aquél. Esta es la parte del proceso que en gran medida concierne directamente al maestro, al «en-

señante» en general. Porque ciertamente es sobre todo la conducta del maestro la que es capaz de reforzar las respuestas acertadas del niño, hasta conseguir que «las letras» sean discriminad vas, es decir, lleguen a controlar las respuestas —la lec-tura— adecuadas. La ineludible acción so-cial en el aprendizaje de la lectura radica, pues, junto a la imprescindible presenta-ción de modelos e instrucciones, en las respuestas del maestro tras la «lectura» del niño. Su aprobación, sus gestos de asenti-miento, su elogio, su interés, su mirada afectuosa, eso es lo que cuenta.

Ciertamente, toda esta actuación del maestro, o de otros equivalentes sociales, no es sólo reforzante positivamente. El castigo, en el sentido técnico del vocablo, también está implicado, concretamente cuando el maestro incurre en desaproba-ción y crítica. Esta estimulación aversiva también puede ser ejercida por hechos ta-les como la «corrección» de un error come-tido al leer, la percepción del propio fra-caso verificado al observar la lectura de otros, etc. Para no hablar del castigo, en el sentido más coloquial de esta palabra, desde la bofetada a las «orejas de burro». En principio, se trata siempre de estimula-ción aversiva.

Sabemos que todo castigo, si lo es de verdad, tiende a disminuir la conducta a la que sigue. Pero también sabemos que toda estimulación aversiva provoca ansie-dad. Si sólo funcionara el primer fenóme-no, todo niño castigado de un modo u otro por sus errores en la lectura —o en lo que sea— dejaría de cometerlos. Pero en la práctica vemos que esto no es así en multitud de casos. Ocurre que si la lectura es una conducta predominantemente casti-gada, la situación de leer con todos sus componentes, incluyendo el maestro y la escuela, puede transformarse en un con-junto de estímulos condicionados aversi-vos. En tal momento la lectura desencade-nará una ansiedad cada vez más intensa en el niño. La ansiedad, por un lado, puede desorganizar los comportamientos instrumentales del niño, incluso los adap-tados —por ej., los aspectos correctos de

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su lectura, el comportamiento en clase, etcétera—, mientras que, por otro, pone en marcha las conductas de evitación con-siguientes. En estas circunstancias vemos al niño que no sólo no lee bien, sino que «hace el payaso en clase», o «siempre está en la luna» o «está bloqueado», o tiene «problemas de atención»... (TORO, 1978).

Sin embargo, en el niño de aprendizaje lector correcto, promedio, en el que domi-na una historia de reforzamiento positivo, el castigo —el imprescindible producido al percibir de un modo u otro sus propios errores— sí puede servir para mejorar la lectura. Se incrementan las conductas re-forzadas, las dominantes, y disminuyen las castigadas que suelen coincidir con las ex-tinguidas por ausencia de teforzamiento.

En cualquier caso, la influencia inter-personal es inevitable en las primeras fases del aprendizaje de la lectura. Posterior-mente o paralelamente los reforzadores se-rán otros, p. ej., los implicados directa o indirectamente en la adquisición de la in-formación encarnada en lo leído. Cuando tal cosa ocurre puede decirse ya que la lectura resulta reforzante por sí sola, sin intervención ajena, que el sujeto está «ha-bituado» a leer. No puede olvidarse que en los albores del aprendizaje de la lectura existen otros estímulos que también resul-tan significativos; entre ellos, las diferen-cias o semejanzas existentes entre el nivel medio de lectura alcanzado por el grupo y el conseguido por el niño en cuestión, la dedicación o frecuencia de lectura de un modelo social concreto (p. ej., el padre), los comentarios verbales elogiosos o des-aprobatorios de la lectura del niño realiza-dos al margen de la situación escolar, etc.

Insistimos, los reforzadores sociales son imprescindibles hasta la adquisición de la lectura propiamente dicha. Como hemos apuntado ya, en ese momento la lectura puede ser «silenciosa» y lo leído resulta «comprendido». Los fenómenos que abarca esta comprensión son muy complejos y he-mos aludido a ellos con anterioridad. En esta fase la lectura es reforzada por el sig-nificado de lo leído. Todo ello correspon-de al terreno de lo cognitivo y de lo

emocional, es decir, del comportamiento encubierto.

En cuanto a su función reforzadora de la lectura, no puede hacerse distinción al-guna entre el significado sensorial y ei emocional. Ambos significados la mantie-nen, la motivan, al tiempo que la hacen lo que realmente es, vehículo trascenden-tal de comunicación.

Así pues, un niño que ya haya aprendi-do la lectura (en cuanto conducta simple-mente articulatoria) llegará a ser reforzado y controlado por el significado de la mis-ma en función del grado de adquisición de todas las complejidades propias del lenguaje oral. Es decir, un lenguaje pobre, p. ej. el propio de un medio social defici-tario culturaímente, no puede facilitar el control de la conducta lectora en función del texto. Cuando el nivel del lenguaje del niño es adecuado, las imágenes y las emociones provocadas por lo que lee son capaces de reforzar intermitentemente su conducta lectora. En tal caso, contamos con un niño «aficionado a la lectura», un niño habituado a interactuar compleja-merite con su entorno mediante el lengua-je en todas sus modalidades. Además, la lectura queda facilitada por el conocimien-to de las palabras y cadenas de palabras (locuciones) usuales en el lenguaje, que disminuye así el número de fijaciones vi-suales precisas para leer y comprender.

Por consiguiente la llamada «lectura mecánica» no es más que la lectura contro-lada exclusivamente por los aspectos físi-cos, gráficos, visuales, del texto. La «lectu-ra comprensiva», además, supone que la lectura, así como otras conductas inmedia-tas o mediatas del sujeto, está determina-da por los significados del texto. Sin em-bargo, el alcanzar la comprensión no im-plica unos aprendizajes esencialmente dis-tintos de los propios del aprendizaje de la «lectura mecánica». Las leyes del condicio-namiento funcionan igual en uno y otro caso. Las diferencias radican esencialmente en los distintos requisitos conductuales y circunstancias sociales exigidos por tales adquisiciones. No pueden, pues, estable-cerse diferencias esenciales entre lo «abs-

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tracto» y lo «concreto», la «forma» y el «contenido», el «significante» y el «signifi-cado». Por lo menos en lo que concierne a la naturaleza de los procesos de adquisi-ción.

La escritura

Abordemos ahora la escritura. En un principio, escribir, aprender a escribir, sue-le ser copiar, reproducir o imitar ciertas conductas manuales que dan lugar a de-terminados estímulos visuales. El niño de-ber ir adquiriendo unas conductas motri-ces manuales básicas que suelen desarro-llarse a través de la reproducción de mo-delos gráficos. Tales modelos son estímu-los visuales. El niño «escribe» de acuerdo con ellos cuando alcanzan función discri-minativa, cuando controlan su conducta manual. La reproducción del modelo gráfi-co, y la consiguiente comparación entre lo realizado y aquél, supone una posibilidad de autocorrección (reforzamiento o casti-go), que se añade a la acción social sufi-cientemente expuesta al tratar de la lectu-ra. Por descontado, el primer modelo a imitar estaría constituido por la mano del maestro —o equivalente— en el momento de trazar el escrito en cuestión. Existiría, pues, un modelo manual motor estrecha-mente relacionado con el modelo escrito. Ambos serían modelos visuales, siendo el segundo fruto del primero, su consecuen-cia en el tiempo.

Hasta aquí el proceso que analizamos es totalmente superponible al del aprendiza-je del dibujo. Las topografías son semejan-tes y los estímulos discriminativos tam-bién. Este hecho ha llevado a algunos (FREINET, 1968) a presentar el dibujo co-mo requisito del aprendizaje del lenguaje escrito, lo que no es sostenible en absolu-to. Es cierto que el niño, para escribir y para dibujar, debe aprender a sentarse, a situar su cuerpo en cierta posición ante la mesa, a ejercer una determinada prensión del lápiz, a moverlo y detenerlo en su discurrir por el papel, etc. Pero el dibujo no conduce a la escritura, ni la escritura precisa del dibujo para su aprendizaje.

Una vez iniciado el proceso, el acierto

—la semejanza respecto del modelo escri-to— refuerza la escritura correcta (movi-miento manual) aun prescindiendo de la intervención personal del maestro.

Así pues, unos estímulos visuales neu-tros, el modelo de escritura a copiar, las letras, se constituyen en estímulos discri-minativos de una conducta manual (escri-bir) que tiene como consecuencia la apari-ción de otros estímulos visuales, las letras escritas por el sujeto, semejantes a las pri-meras.

Otra cosa es lo que ocurre en la escritu-ra al dictado y en la escritura espontánea. La escritura al dictado implica el aprendi-zaje de la correspondencia existente en un código o idioma dado entre fonemas y grafemas. En otras palabras, los estímulos sonoros, auditivos, emitidos por la persona que dicta o habla, deben convertirse en discriminativos respecto de las respuestas manuales propias de la escritura. Cierta-mente, se trata de un proceso mucho más complejo que la copia. Un proceso que comienza por el análisis de los sonidos verbales. El .flujo verbal de quien habla, de quien «dicta», debe ser descompuesto en sus elementos. El aprendiz tiene que adquirir la habilidad de discriminar los fonemas. Este análisis resulta facilitado, una vez más, por el conocimiento que el sujeto tiene de la palabra o palabras en cuestión. Su propia articulación puede ser, y de hecho es, analizada. La discrimina-ción de los fonemas oídos suele acompa-ñarse de la discriminación de los movi-mientos que los sustentan gracias a la pro-pia cenestesia. Una vez los fonemas son discriminados por el sujeto, es decir, cuan-do ya puede responder ante ellos diferen-cialmente, tales fonemas deben ser reteni-dos secuencialmente manteniendo un or-den adecuado.

A partir de ese instante, y también si-multáneamente, se va aprendiendo la equivalencia entre el sonido oído y el sig-no escrito. Cada fonema queda asociado a un grafema. En este momento del proce-so, la superposición entre aprendizaje de la lectura y adquisición de la escritura es muy clara. Los fonemas son emitidos ante los trazos de lo escrito y se traza la escritu-

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ra según unos fonemas. Señalemos que el control que los fonemas ejercen sobre la conducta de escribir en una situación de dictado, no es el único que se produce. Cabe pensar que, especialmente en las primeras etapas de tal aprendizaje, tam-bién ejerce control sobre la acción manual la respuesta visual condicionada provocada por el fonema en cuestión. En tal caso, y valga a título de ejemplo, el sonido «pa» provocada la imagen visual «pa», y ésta, a su vez, controlada la operante manual que lleva a escribir «pa». Precisamente este fe-nómeno es una de las razones que llevan a subrayar la relación de este proceso con el aprendizaje previo de la lectura que per-mite el condicionamiento de las respuestas sensoriales condicionadas concretas.

Así pues, la escritura al dictado está con-trolada por los sonidos oídos y por las imágenes literales suscitadas por aquéllos. Ya hemos señalado que el análisis sonoro debe ir seguido de la retención de los fo-nemas en el mismo orden en que fueron emitidos y escuchados. Precisamente ese orden, una vez establecidas las equivalen-cias entre fonemas y grafemas, es el que debe mantenerse en la escritura. La orga-nización de los grafemas en secuencias de letras, en palabras, es el proceso de sínte-sis que también encierra la escritura.

La escritura al dictado asimismo consti-tuye una rara variedad de lo que se ha dado en llamar control verbal de la con-ducta motora, fenómeno éste que es pa-riente muy cercano de lo que LURIA (1968) califica como «función directiva» del lenguaje. Tales denominaciones hacen referencia a que la conducta motora de un individuo es susceptible de ser modificada a través del lenguaje de los que interac-túan con el o incluso del suyo propio. Se trata de algo estrechamente implicado en el seguimiento de instrucciones, cumpli-miento de órdenes, sugerencias, etc. En todos estos casos la conducta del sujeto depende de una conducta verbal, y más concretamente del significado de tal con-ducta verbal. Si decimos que el dictado es una rara variedad de este fenómeno es porque, pese a consistir en una conducta

manual controlada por estímulos verbales, lo significativo, lo discriminativo no es el significado de tales estímulos sino sus ca-racterísticas físicas, sonoras, fonéticas. Cuenta el sonido articulado, pero no su semántica.

La escritura espontánea es el proceso de mayor complejidad. Las respuestas de la escritura carecen de modelo físico inme-diato visual o sonoro. Los estímulos discri-minativos, no del acto o situación general de escribir, sino de la sucesión de respues-tas manuales concretas, implican el deno-minado lenguaje interior (conducta verbal no manifiesta).

Lógicamente, no puede existir escritura espontánea sin que previamente se haya adquirido la habilidad de escribir copian-do o escuchando. Y todo ello interactuan-do y superponiéndose a la lectura. La es-critura espontánea supone un complejísi-mo proceso de codificación y decodifica-ción, de análisis y síntesis sucesivos e in-tercalados. La precisión de escribir puede surgir de la necesidad de transmitir o ma-nifestar una información (carta a un ami-

'go, trabajo solicitado por el maestro, etc.). La información en cuestión es, en primera instancia, pensamiento: verbalizaciones in-ternas, imágenes visuales y auditivas, emo-ciones, y muchas otras cosas. Todos estos elementos deben ser significantes. Las equivalencias han tenido que ser aprendi-das. Una vez elaboradas tales verbalizacio-nes (respuestas sensoriales condicionadas y cenestésicas), el sujeto debe proceder a su análisis fonémico a fin de entregarse a la consiguiente transcripción grafémica a la que ya hemos hecho referencia.

Hemos hablado de lenguaje interior. Su estudio y delimitación es uno de los temas más apasionantes de la psicología actual. Ciertamente, no vamos a desentrañarlo aquí. Pero insistamos, la escritura espontá-nea implica, junto a la inevitable adquisición del lenguaje oral, la existencia de una «re-presentación interior» o imagen del mismo con capacidad de control suficiente sobre el acto de escribir. Se trata de un autodic-tado donde el modelo —el estímulo dis-

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criminativo— no es la conducta verbal de otra persona.

Señalemos, para finalizar, que los refor-zadores de esta conducta, la escritura es-pontánea, son sumamente complejos, y muy diversos. Pueden ser las respuestas previstas por el sujeto en el teórico desti-

natario del texto, las respuestas emociona-les del propio escritor al leer lo escrito, la sonoridad de los fonemas que se manifies-ta mediante su lectura, y mil cosas más. En el aprendiz, en el niño, lo reforzador será sobre todo que su maestro le exprese de un modo u otro la corrección de lo realizado.

ANOMALIAS DE LA LECTOESCRITURA: LA DISLEXIA Y OTROS MISTERIOS

Llegados a este punto, conviene hablar brevemente de los retrasos o deficiencias de la lecto-escritura. Si habitualmente fal-tan ideas claras acerca de lo que la lecto-escritura es en sí y de sus mecanismos de aprendizaje, es lógico que en las anoma-lías de la lectoescritura el confusionismo todavía sea mayor. Cuando un niño, en su lectura, invierte las sílabas, confunde algu-nas letras, titubea, se retrasa respecto a sus compañeros, etc., está en condiciones de que le sucedan las cosas más inverosímiles. Un «especialista» puede decir a sus padres que todo ocurre por los «trastornos afecti-vos» propios de su traumática primera in-fancia. Otro «especialista» puede afirmar que se trata de un problema propio de la «estructura de la personalidad» del niño. O mil cosas parecidas. Sin embargo, lo más frecuente es que los «especialistas», incluyendo muchos maestros, digan a los atribulados padres que el niño es «disléxi-co», que padece «una dislexia», o que su-fre una «dislexia de evolución».

¿Y qué significa realmente decir que un niño es disléxico? ¿Qué significa realmen-te eso que se llama «dislexia»? ¿Cuáles son lis consecuencias de este tipo de actuacio-nes diagnósticas? Vamos a intentar re-flexionar ai respecto. En voz alta y con brevedad.

No se habla de dislexia en el caso de un deficiente mental que no aprende a leer. Tampoco se habla de dislexia cuando el sofeto en cuestión es un niño ciego o sor-do. Asimismo nadie utiliza esa palabra al

referirse a un niño no escolarizado por el motivo que fuere.

De hecho, en la práctica se está califi-cando de disléxico a cualquier niño de nivel intelectual correcto, sin anomalías sensoriales, con escolaridad aparentemente suficiente, que no aprende a leer o que no lo hace adecuadamente. Esto es lo que está sucediendo. Obsérvese que cuando se dice de un niño en tales circunstancias que es disléxico o que sufre una dislexia, se le está diagnosticando. No se está di-ciendo simplemente que no ha aprendido a leer correctamente. Si sólo se pretendiera significar esto, se diría así o de modo pa-recido. Pero, no; se acude a una palabra que, por el hecho de ser utilizada, se quiera o no, dice algo más. Se está cata-logando, calificando, clasificando la lectu-ra y el niño en cuestión. Establecer una categoría diagnóstica es negar el conti-nuum que, en otro caso, existiría entre los disléxicos y los no-disléxicos. El disléxico es rancho aparte.

El que ingenuamente se interese por este confuso tema puede pensar que la dislexia debe ser una entidad nosológica definida; con mayor o menor rigor, pero definida. Nada más lejos de la realidad. En una obra realmente interesante, aun-que yo discrepe de ella por el mismo planteamiento del problema, TORRAS DE BEA (1977) dedica un ilustrativo apéndice a la «historia» del concepto de dislexia. Su rastreo por el tiempo y por la bibliografía sólo tiene una conclusión:

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confusión. No hay acuerdo alguno ni en la definición de la dislexia ni en su etío-patogenia. (De pasada medítese sobre este obligado capítulo o apartado dedicado a la «etíopatogenia» en la mayor parte de las obras dedicadas al tema. Se trata de una terminología absolutamente médica. Sólo se habla de «etíopatogenia» en relación a un «trastorno» o «enfermedad».)

Sin embargo, contamos con una defini-ción (?) «oficial» de la dislexia. Es la acep-tada y defendida por la Federación Mun-dial de Neurología. Reza así:

«Trastorno manifestado por la dificul-tad en aprender a leer a pesar de contar con una instrucción convencio-nal, una inteligencia adecuada y oportunidades socioculturales. De-pende de ciertas incapacidades cogni-tivas fundamentales que suelen ser de origen constitucional» (citado por GORDON MILLICHAP, 1975).

Por consiguiente, como era lógico supo-ner, la «academia» define sin definir y se decanta por el «origen constitucional», es decir, por la organicidad de la dislexia. Eso es lo que comprueba TORRAS DE BEA en su obra antes citada. De los autores que ha revisado, 42 por 100 defienden la lesión cerebral o el trastorno funcional ce-rebral como causa de dislexia; 27 por 100 creen que existe una alteración hereditaria y genética; un 8 por 100 opina que la causa radica en trastornos de la lateraliza-ción, es decir, de algo que en última ins-tancia también hace referencia a caracterís-ticas orgánicas. Sumen ustedes los porcen-tajes y vean qué conclusión se sigue. Para la inmensa mayoría de «especialistas» la causa de la dislexia es un trastorno orgá-nico.

Y eso es lo que queda implicado en la práctica cotidiana cuando se diagnostica una dislexia. Eso es lo que se entrevé tras la etiqueta. Eso es lo que acaban pensan-do los padres del niño afectado y muchos maestros. Y muchos diagnosticadores de dislexia. Téngase en cuenta que las cosas no cambian porque se opine que la causa es una lesión cerebral, una disfunción ce-rebral (¿qué será exactamente eso?), una

alteración genética o un trastorno de la lateralización. Todo va en favor de una causalidad interna, intrínseca al individuo. Tampoco cambian cuando se nos dice que los motivos de la insuficiencia lectora se encarnan en un trastorno de la organiza-ción témporo-espacial, del lenguaje, de los procesos de simbolización, etc. Tal como suelen defenderse estas supuestas causas, parece que estén ahí, que las sufra el niño sin razón alguna, por arte de birlibirlo-que, o por alguna anomalía constitucio-nal, «madurativa», es decir, orgánica. Si fuera esto último lo defendido, seguiría-mos sin apartarnos de la organicidad. Si no se defiende nada en concreto como causa de esos supuestos trastornos «inter-medios», nos quedamos igual que antes.

En resumen, para la mayoría, implícita o explícitamente, retraso en el aprendizaje lector es igual a dislexia. Y dislexia es algo que sucede al individuo y que está relacio-nado con unos fenómenos descritos por las palabras «constitución», «herencia», «le-sión», «disfunción», «maduración», «latera-lización», etc. Organicidad, señores, orga-nicidad.

Pero centrémonos más en el tema. Pue-de discutirse si el inicio del aprendizaje de la lectura, y por consiguiente de su ense-ñanza, implica un grado determinado de maduración del sistema nervioso central. Y puede discutirse porque apenas hay na-da tan ambiguo, confuso y contradictorio como el concepto de maduración, sobre todo aplicado al cerebro de un niño de seis, siete, ocho o más años. Puede discu-tirse asimismo, claro está, porque nadie ha podido jamás aislar o definir algún criterio madurativo fisiológico propio de la lectura o la escritura. De hecho las palabras «ma-duración» y «madurez», junto con la de «inmadurez», son moneda de uso corriente, triste cajón de sastre, deus ex-machina de psicólogos, psiquiatras y educadores, apli-cable absolutamente a todo: lectura, con-ducta social, lenguaje, respuestas emocio-nales, sistema nervioso, etc. (Se riza el rizo cuando la ambigua e indefinida «in-madurez» acompaña a palabras de signifi-cado tanto o más ambiguo e indefinido.

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Cuando se habla de «afectividad inmadu-ra» o de «inmadurez afectiva», por ejem-plo, se está rozando la simple poesía.)

En todo caso, y en lo que concierne a la lectura, resulta incluso ridículo plantearse el tema de la «inmadurez cerebral». Por tanto, dejémoslo de lado. Pero no pode-mos olvidar que existe al margen de la «inmadurez» mucha patología cerebral im-plícita en el concepto de dislexia. Una vez más, el ingenuo pensará que cuando el río suena... Seamos claros: jamás se ha de-mostrado o verificado la existencia de tras-tornos orgánicos que justifiquen la llama-da «dislexia de evolución». Una persona nada sospechosa, el neuropsicólogo BEN-TON (1966), tras verse obligado a incluir en su obra el consabido capítulo dedicado a la dislexia, lo finaliza así:

«La base neurológica de la dislexia evolutiva continúa siendo oscura. La hipótesis que establece que debe resi-dir necesariamente sobre una verda-dera afectación cerebral no se ve apo-yada por un número suficiente de pruebas concretas.»

Entonces, ¿por qué se sigue utilizando d diagnóstico de dislexia y, además, con esa semántica de organicidad? Analizando las cosas, contemplándolas a lo largo del tiempo, uno piensa que la única explica-ción posible radica en la rutina, en la ausencia de sentido crítico. (Y autocríti-co.) Sólo razones «históricas», de la histo-ria de la neurología, justifican esta forma de actuar. Se trata de la historia de la misma palabra «dislexia». O de su herma-na: «alexia».

En efecto, los términos alexia (o «cegue-ra verbal») y otros derivados aparecen en d ámbito de la neurología para designar la incapacidad absoluta o relativa para leer observable en ciertas personas afectas de determinadas alteraciones cerebrales. Al-gunas lesiones cerebrales, radicadas en áreas más o menos específicas, dan lugar a una desaparición o pérdida de la conducta lectora en sujetos que leían, es decir, que ya habían aprendido a leer. Se trata de un fenómeno semejante al que se observa en

los casos de agrafia, afasia, acalculia, etc., con las respectivas conductas implicadas.

Una vez detectado y verificado el hecho indiscutible de la alexia, se cae en la cuen-ta de que existen niños que experimentan importantes dificultades y graves retrasos en el aprendizaje de la lectura. Se trata de niños aparentemente muy normales en cualquier otra de sus características obser-vables. La tentación se manifiesta insupe-rable. Dado que ciertas características del hecho en cuestión son semejantes a algu-nas de las observadas en la alexia o dis-lexia propiamente dichas, la respuesta de ciertos «autores» ha sido la misma ante ambos fenómenos: darles el mismo nom-bre y por tanto semejante conceptuación.

Probablemente todo empezó cuando hacia 1917 el oftalmólogo escocés HIN-SHELWOOD separó las dificultades en el aprendizaje de la lectura observables en muchos niños de otros cuadros como el retraso mental, los déficit sensoriales, etc. Para HINSHELWOOD se trataba de la «ceguera congènita para las palabras». Se estaba ante la «dislexia de evolución». Las pruebas acerca del carácter «congènito» de tal «dislexia», sólo estaban en el ánimo del oftalmólogo. Desde entonces hasta hoy han transcurrido unos sesenta años. La re-tahila de autores dedicados a estudiar la «dislexia» durante este tiempo es intermi-nable, pero las cosas no han cambiado. Sigue habiendo niños afectos de ceguera congènita para las palabras... Pero si en un principio sólo los diagnosticaban muy contados y afamados especialistas, ahora puede hacerlo —y lo hace— cualquier hi-jo de vecino mínimamente leído.

La cadena que une al señor HINSHEL-WOOD con el hijo de vecino cuenta con múltiples eslabones, forjados en la tradi-ción oral y escrita que ineludible y casi impasiblemente se transmiten y han trans-mitido de unos a otros, desde ORTON hasta CRITCHLEY, desde QUIROS hasta JADOULLE. Y siempre diciendo cosas se-mejantes. Y siempre sin aportar pruebas suficientes. Y siempre conceptuando, en última instancia, al niño como si de un adulto se tratara; de un adulto lesionado

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cerebral, claro está. Quede claro que cuan-do se diagnostica de disléxico a un niño que no lee correctamente, y esto se hace de modo semejante a lo que se haría ante un adulto de rendimiento lector parejo, en términos técnicos podemos decir que se está produciendo un simple fenómeno de generalización del estímulo. En este caso se trata, claro está, de una generalización gratuita. Y las generalizaciones gratuitas se engloban, según saben los psicólogos sociales, en el área del prejuicio. La pala-bra dislexia, aplicada a un déficit en el aprendizaje de la lectura de un niño, es la manifestación de un prejuicio.

Los tests «predictivos» y «diagnósticos»

En relación, directa o indirecta, con este tema de la organicidad de la dislexia, pue-den hacer su aparición en la escena unos personajes al parecer ineludibles en nues-tra psicología de hoy: los tests.

Veamos una situación típica, real como la vida misma. Un niño no lee de acuerdo con lo esperable a su edad. Se le adminis-tra el «test de BENDER», consistente en mostrarle unas figuras geométricas que el pequeño debe reproducir, dibujándolas en un papel. Si el niño no rinde de modo adecuado en esta prueba, corre el riesgo inminente de que se le conceptúe como «disléxico». ¿Por qué? Las razones son os-curas, pero algunas pistas son fáciles de seguir. Una de ellas —volvemos a las anda-das— es que determinados lesionados ce-rebrales —adultos— no realizan adecuada-mente este test. (La llamada apraxia cons-tructiva está implicada con ello.) En conse-cuencia, si un niño no ha aprendido a leer correctamente y realiza de modo deficien-te el test de BENDER, alguien puede insi-nuar o defender que su insuficiente lectu-ra se debe a una afectación cerebral. Por consiguiente, puede llamarle «disléxico». Y aún se le calificará así con mayor con-vencimiento si el niño en cuestión, al re-solver la prueba citada, comete ciertos errores que se parecen algo a los que ma-nifiesta al leer, por ejemplo, si dibuja una de las figuras invertidas y lee «b» por «d».

¿Qué decir de este género de razona-miento (?). En primer lugar, algo ya apuntado previamente. El que un adulto, al afectarse su cerebro, deje de dibujar ciertas figuras geométricas de modo correc-to, no tiene por qué equivaler a que un niño todavía no las dibuje correctamente. Recordemos: una cosa es la pérdida de una función cerebral y otra cosa la no adquisición de una habilidad. Las adquisi-ciones siempre implican interacción entre individuo y entorno. Las «pérdidas de fun-ción» pueden explicarse mediante la mera organicidad.

Así pues, el que un niño no rinda ade-cuadamente en el test de BENDER (o en el que sea) y además no lea bien, no sig-nifica obligatoriamente que no lea bien a causa de que no realiza correctamente ejercicios como los que se le proponen mediante ese test. Si tal cosa sucediera querría decir que las conductas precisas para realizar acertadamente el test son re-quisitos imprescindibles para leer. Al mar-gen de lo que nos pueda indicar un análi-sis conductual de la lectura, lo cieno es que son muchos los niños que leen correc-tamente y no realizan adecuadamente el test de BENDER. Y esto —podemos afir-marlo con conocimiento de causa— pue-de ocurrir también con los tests de PIA-GET-HEAD, STAMBACK, FROSTIG, etc. En la práctica sucede que no se adminis-tran estas pruebas a los niños que leen y escriben correctamente. En consecuencia no suele verificarse el hecho que comen-tamos.

Que estos tests suelen realizarse de mo-do anómalo por muchos niños que no han aprendido a leer o escribir adecuadamen-te, es algo que está fuera de toda duda. Muchos son los trabajos realizados que así lo indican. Ahora bien, la existencia de correlación entre unas variables no supone que fatalmente existan relaciones de cau-salidad entre ellas. El hecho de que los niños de lectura insuficiente, comparados con los buenos lectores, propendan a co-meter más errores en la señalización verbal de las dimensiones espaciales, en la repro-ducción gestual de secuencias rítmicas per-

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- Di das auditiva o visualmcnte, en la copia de dibujos geométricos, etc., no es razón para suponer que tales habilidades «cau-«n» la lectura, que su ausencia o déficit motiven el mal aprendizaje lector. Lo que nos dice la estadística —estamos hablando de datos que son exclusivamente de índole estadística— no es otra cosa que, por ejemplo, un niño mal realizador del test áe BENDER tiene más probabilidades de coincidir con un niño mal lector que las «jne tiene un niño de buen rendimiento en aquel test.

Todo esto no se dice aquí a humo de pojas. Hay por estos pagos mucho «técni-co» suelto que anda diagnosticando dis-h-m* —recordemos que seguimos sin saber que cosa es .ésta— gracias a tests de orientación espacial», «ritmo», «percepto-anotricidad», «psicomotricidad» y otras lin-dezas semejantes. (Incluso los hay que son capaces de llegar a tal diagnóstico sin ni siquiera analizar la lectura o la escritura dd niño en cuestión.) Y nada de todo esto está justificado. Nadie puede diag-nosticar una insuficiencia lectora por el irndimiento en tests de este tipo. La veri-ficación de anomalías o insuficiencias en la fectoescritura sólo puede llevarse a cabo «metiendo a juicio la lectoescritura del sujeto. El resto es ornamentación.

En consecuencia, la comprobación de que un niño no reproduce una secuencia rítmica, pongamos por caso, sólo permite diagnosticar» que dicho niño no reprodu-ce secuencias rítmicas. Y nada más. Para poder asegurar que un niño no lee correc-tamente, los tests utilizados debieran te-ner como objetivo la verificación de la no existencia en el repertorio conductual del sujeto de una serie de habilidades que realmente sean requisitos para la lectura o k escritura. La lectoescritura es un com-portamiento sumamente complejo que, como todo lo intelectivo, tiene una estruc-turación jerárquica. Así pues, para su exis-tencia conductual precisa de la presencia de otras habilidades más simples, previas, •reemplazables, en el repertorio del suje-» Si alguna o algunas de estas habilida-des todavía no ha sido adquiridas por un

niño determinado, la lectoescritura correc-ta le será imposible.

Así pues, una batería de tests que abor-dara tales habilidades previas imprescindi-bles permitiría «predecir» e incluso «diag-nosticar», no una «dislexia», sino un retra-so en el aprendizaje de la lectoescritura. Baterías real o supuestamente predictivas del rendimiento lector hay muchas. Que sean útiles, poquísimas. Que aborden con certeza estas habilidades requisitas o pre-vias de manera completa, prácticamente ninguna. ¿Por qué sucede tal cosa? Ya se ha apuntado antes: porque tales baterías se elaboran eligiendo entre una serie de tests aquellos que, tras su administración a una población infantil, más correlacionan con el rendimiento lector actual o poste-rior de dicha población. Pero tales baterías nunca se elaboran analizando la lectura (o la escritura), descomponiéndola en sus in-gredientes, delimitando las habilidades realmente previas, es decir, analizando el proceso de aprendizaje.

Veamos algún ejemplo. La batería de INIZAN (1963) puede serlo. Tras seleccio-nar trece pruebas siguiendo criterios nota-blemente subjetivos, nunca explícitos, y evidentemente ambiguos, el autor consti-tuye su batería predictiva con aquellas —ocho— que alcanzan una correlación con el rendimiento lector superior a 0.5. Estas pruebas son muy variadas: copia de figuras geométricas; reconocimiento de di-ferencias entre dibujos simétricos; cons-trucciones con cubos; reproducción inme-diata de una narración; denominación de objetos tras su visualización; articulación y reproducción de ritmos percibidos visual y auditivamente. Este conjunto de pruebas alcanza una correlación con el rendimiento lector de 0.83. ¡Excelente! ¡Ya tenemos una «batería predictiva»!

Pero, ¿puede sorprender una correlación tan elevada? No; en absoluto. Esa correla-ción podía ser predicha de antemano. En efecto, las pruebas son muy variadas y plantean a los sujetos problemas visuales, auditivos, motores, verbales expresivos y comprensivos, retentivos, etc. Y se admi-nistran a niños de maternal. ¿Puede al-

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guien dudar que una batería de este tipo correlacionará muy elevadamente con el C.I.? ¿Y no es el C.I. un correcto «pre-dictor» del nivel de lectura alcanzado ulte-riormente? ¿Va a producirse alguna dife-rencia realmente significativa al predecir el rendimiento lector futuro de un niño o grupo de niños utilizando la batería de INIZAN o el test de TERMAN-MERRILL, pongamos por caso? No se olvide que es precisamente alrededor de 0.8 donde suele situarse la correlación entre C.I. y rendi-miento lector. Lo cierto es que las habili-dades implicadas en la batería de INI-ZAN, dada la metodología seguida para su elección, no tienen por qué ser requisi-tos de la lectura. Aunque alguna de ellas sí lo sea.

Otro ejemplo de estas baterías, mucho más completo y riguroso, es el constituido por el conjunto de pruebas diseñado por HIRSCH y JEFFERSON (1968). Estas in-vestigadoras trabajaron con 37 pruebas de todo tipo y acabaron seleccionando para la confección de su I.P. (Indice Predictivo), las siguientes: manipulación del lápiz; seis figuras del test de BENDER; discrimina-ción auditiva entre pares de palabras; nú-mero de palabras utilizado en la narra-ción de un argumento; denominación ge-nérica de grupos de objetos; discrimina-ción de diferencias en dibujos invertidos; emparejamiento de palabras; reproducción de dos palabras dichas al empezar la se-sión. Esta batería permite, según los resul-tados presentados por las autoras, detectar el 91 por 100 de los niños en edad prees-colar que serán malos lectores posterior-mente. i

De nuevo, nos hallamos ante un con-junto de pruebas suficientemente variado y complejo para tener alta correlación con el C.I. Asimismo, dado el procedimiento seguido, tampoco hay garantías de que las habilidades descritas sean requisitos de la lectura. Aprovechemos la oportunidad pa-ra señalar que dos baterías complejas co-mo las de INIZAN y de HIRSCH y JEF-FERSON tan altamente correlacionadas con el rendimiento lector, tan predictivas, sólo coinciden, y aún en aspectos parcia-

les, en dos pruebas: reproducción de di-bujos geométricos y discriminación de di-ferencias en dibujos. Es esta otra razón de peso para no considerar las conductas en cuestión como previas específicas de la lec-tura.

Estas baterías, repitámoslo una vez más, son variadas, extensas y complejas. Guar-dan parecido con el test de BINET-SI-MON o la escala de WECHSLER. Por ello resultan predictivas. Como esos tests. Pero esa predicción, esa correlación con la lec-tura o con el rendimiento escolar en gene-ral, no deja de ser una simple verdad de Perogrullo. Para rendir correctamente en esas baterías o en los tests citados, es pre-ciso haber aprendido a hacerlo. En conse-cuencia, afirmar una predicción como las que aquí tratamos no es más que decir que probablemente aprenderá más aquel que más haya aprendido. Cuantas más ha-bilidades haya adquirido un sujeto en un momento dado y cuanto más complejas sean, tantas más habilidades podrá adqui-rir en'adelante y tanto más complejas po-dran ser éstas. Y, claro está, la lectura es algo sumamente complejo. Como la escri-tura. Ya lo hemos visto. Precisan de mul-titud de requisitos.

De todo esto pueden extraerse algunas consecuencias. En primer lugar, no hay tests que puedan diagnosticar «dislexias» o retrasos en la lectura o la escritura a no ser tests de lectura y escritura propiamente dichos. Segundo, no hay razón para pen-sar que las «baterías predictivas» comple-jas sean, en términos generales (cálculo de probabilidades), mejores pronosticadores del rendimiento lector que los tests de inteligencia complejos. Tercero, ni los tests de inteligencia complejos ni las bate-rías predictivas al uso tienen por qué im-plicar habilidades que sean requisitos es-pecíficos de la lectura o la escritura (lo que no excluye que alguna sí lo sea).

De hecho, un auténtico test predictivo, que alcance una correlación perfecta con el rendimiento lector, sólo puede basarse, como ya hemos dicho, en el análisis del proceso de aprendizaje de la lectura. Al abordar las conductas o habilidades requi-

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s o s o previas a la lectura, sería un test de preUctura que, en cuanto tal, sí sería tam-bién un test diagnóstico.

Todo este embrollo de los tests, tests que en principio no podemos aceptar co-mo intrínsecos a la lectura, ha sido puesto sobre el tapete por algunas de sus conse-cuencias prácticas. En efecto, los niños que leen mal o insuficientemente y rtan pasado por exploraciones con-vencionales más o menos predictivas o má«; o menos diagnósticas, corren el riesgo de ser «reeducados» (¡hermosa y acertada palabra! ¡vive Dios!) mediante ejercicios y tareas que suelen tener muy en cuenta los resultados alcanzados en esos tests, incluso marginando sus reales y evidentes proble-mas lectores. La enseñanza de la lectura a niños con déficit —insisto en que la lla-man «reeducación»—, suele ostentar mu-chas incongruencias dada esa confusión entre correlación y relación causal. Por ejemplo, supongamos que un niño no lee correctamente y que es sometido a una exploración «psicomotriz». Supongamos asimismo que se Jeadministra un «test de ritmos». Y supongamos por fin, cosa esta-dísticamente probable, que su rendimien-to en tal prueba deficiente. A partir del momento que se compruebe tamaña desgracia, muy posible que su «reedu-cador» se dedique a hacerle aprender una serie de actividades relacionadas con la re-producción de ritmos. Y lo curioso es que con seguridad se entregará a tal tarea con b sana intención de que el niño en cues-tión aprenda a leer. Así nos encontramos a muchos niños que no han aprendido a leer correctamentee —sin que les suceda nada más— dedicados a dar palmadas, mover los pies, percutir tambores, etc., todo ello, eso sí, de modo muy sincopado. Y toda esta actividad puede realizarse sin que nunca S¡8 haya demostrado que esas conductas sean requisitos de la lectura, es decir, sirvan para leer. (Los que dan tanta importancia a la motricidad, ¿jamás se han planteado por qué puede aprender a leer perfectamente un poliomielítico o un niño que pasa su vida en una silla de ruedas?) Lo dicho: la correlación se confunde con

la causalidad. Y, claro, se trabajan las «causas».

Otras veces el niño falla en tests de «orientación espacial». Los hay de muchos tipos. Algunos de los más utilizados sue-len basarse en que el niño denomine ade-cuadamente las fcüfias derecha e izquierda de su propio cuerpo o de otras personas o de un dibujo. Estas habilidades son consi-deradas como algo que forma parte de ese cajón de sastre llamado «psicomotritidad», cuando no son más que las respuestas ver-bales ante discriminativos visuales o pro-pioceptivos. Suelen fallar en ellas muchos niños con retraso psicomotor. En conse-cuencia se «reeduca» la «psicomotricidad». Y a ello pueden dedicar largas horas y numerosas sesiones. Concluyamos: cuando un niño «reeducado» ya ha aprendido a nombrar correctamente su mano derecha y su mano izquierda —y es sólo un ejem-plo— no tiene por qué estar en mejores condiciones de aprender a leer que antes. Puede asegurarse sin duda alguna que la denominación de las dimensiones espacia-les convencionales no es requisito de la lectura. Otra cosa sería la discriminación visual de las dimensiones delante-detrás o de los elementos primero y último, en una secuencia de estímulos visuales. Esa sí es una habilidad requisita de la lectura y, si un niño no la ha adquirido, debe ense-nársele (sin «reeducarle» nada).

En resumen, que el niño mal lector, para aprender a leer, puede verse someti-do a una serie de exigencias y enseñanzas que poco o nada tienen que ver con la lectura. Y todo por las falsas concepciones previas, las tergiversaciones de los resulta-dos exploratorios, y la falta de conoci-mientos acerca de lo que realmente es la lectura. Y muchas de estas afirmaciones están plenamente comprobadas. Ilustré-moslo con algún ejemplo. El programa de FROSTIG-HORME, dedicado a «reeducar» la «organización perceptiva», puede servir. Después de los ríos de tinta que ha contri-buido a secretar —obsérvese que el test de FROSTIG tiene muchos puntos de contac-to con el de BENDER—, 11 de 12 estu-dios indican qué «los progresos en lectura

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no pueden ser considerados como resulta-do del uso sistemático del programa de FROSTIG-HORME». Así pues, para apren-der a leer no es preciso «trabajar» habilida-des como la constancia de la forma, la orientación espacial, la coordinación viso-manual, la discriminación figura-fondo, etc. (GHAMMILL Y WIEDERHOLT, 1973).

Los «errores disléxicos»

Pero volvamos a nuestro tema central. Recuerden: la -dislexia. Hemos visto que, al margen del retraso lector, y de la utili-zación de tests que poco dicen, no existen criterios diagnósticos claros. Sin embargo, para muchos autores, un factor esencial que lleva al diagnóstico de dislexia es el género de errores que el sujeto comete. GORDON MILLICHAP (1975) es uno de tantos que tiene a bien enumerarlos. Para este autor, especialista en «disfunciones» (dislexia, disfasia, discalculia, disgrafia, et-cétera) de reconocida fama, los errores pro-pios de la dislexia son los siguientes:

1. Fallos en distinguir letras con imáge-nes especulares.

2. Inversiones silábicas. 3. Sustituciones de letras. 4. Omisiones de letras. 5. Adiciones de letras. Tras esta enumeración añade: «Un niño con dislexia repite el sonido

inicial de las palabras, se salta palabras o líneas, hace pausas entre palabras y fracasa en pronunciar algunas sílabas de palabras nuevas» (pág. 30).

En la práctica cotidiana vemos cómo es-tos arriesgados supuestos —auténticos atentados científicos— se concretan asi-duamente. «Luisito debe ser un disléxico porque invierte sílabas; muchas veces lee "la" por "al".» «Sonia seguramente tiene una dislexia porque confunde a menudo "p" y "q".» ¿No les suena esta melodía?

Intentemos aclarar las cosas. Todos esos errores tan «típicos» de muchos niños con

deficiencias en la lectura no son sino tos que cabe esperar que ocurran con mayor frecuencia atendiendo a las leyes de la discriminación. En efecto, ¿puede sorpren-der que cueste más diferenciar «b» y «d» que «s» y «t»? ¿O que sea más difícil distinguir entre «al» y «la» que entre «po» f «ti»? ¿Acaso los estímulos visuales «b» y «d» no tienen muchos más elementos co-munes que los estímulos «s» y «t»?, ¿no es cierto que «al» y «la» constituyen unos es-tímulos mucho más semejantes que «po» y «ti»? Para entender la mayor frecuencia de errores en el aprendizaje de algunas de estas discriminaciones y la menor frecuen-cia en las otras, ¿es realmente preciso acu-dir a explicaciones más complejas que las apuntadas? Podemos asegurar que, sin ha-ber revisado caso alguno de niño con una lectura anómala, cualquier estudiante de análisis de la conducta es capaz de prede-cir los errores que van a ser más frecuentes atendiendo exclusivamente a las caracterís-ticas de los estímulos y no a las caracterís-ticas de los sujetos. Pero cuando se habla de dislexia se califica a los sujetos. Nadie habla de estímulos visuales —o letras, o sílabas— disléxicos...

Sorprende que tantos se sorprendan de que lo difícil tenga un aprendizaje más costoso que lo fácil. Regresemos a MILLI-CHAP: ¿Acaso pueden concebirse más errores en la lectura que los citados por él? Prácticamente están todos, incluyendo las repeticiones, vacilaciones, no lectura, etc. Aceptemos que quien incurre en estos fa-llos es quien no ha aprendido a leer, o está aprendiendo, o ha aprendido mal. Lo auténticamente grave es el desconocimien-to supino que suele darse acerca de las leyes del aprendizaje. La psicología del aprendizaje es probablemente el área más desarrollada de la psicología científica con-temporánea. Sin embargo, una gran parte del enjambre de personas preocupadas por la lectura, ni siquiera conocen la portada. ¿Cómo lamentarnos —porque algunos nos lamentamos apenada y sinceramente— de que a nuestros maestros nadie les enseñe las leyes del aprendizaje, si afamados y populares «especialistas» en estas materias carecen incluso de ropa interior?

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En este punto no resisto la tentación de ncar a colación un ejemplo entre muchos «ros. Nadie puede dudar de que MI-CHEL LOBROT es uno de los más impor-tantes teóricos de la pedagogía contempo-cánea. Su intervención en ese vigoroso movimiento denominado genéricamente «Pedagogía institucional» ha sido decisiva. Diversos Estados han confiado en su aseso-da para encauzar sus realizaciones educati-vas. Pues bien, MICHEL LOBROT (1972) tiene escrita una interesante obra dedicada a ia lengua escrita y sus anomalías. No se trata de hacer aquí una crítica de dicha obra. Señalaré tan sólo que, a mi modo «le ver, junto a reflexiones y planteamien-tos realmente interesantes, incurre en afir-maciones absolutamente gratuitas cuando no ingenuas. Pero vayamos a lo que en este momento interesa. En una obra dedi-cada al aprendizaje de la lectura y a sus anomalías, un especialista en enseñar y aprender, es capaz de despachar la que se ha dado en llamar «Psicología del aprendi-zaje» con las siguientes palabras:

«... la dislexia pone en duda las ela-boraciones más eruditas de los teóri-cos del aprendizaje, especialmente los americanos de los años 1920, que co-rresponden «grosso modo» a las creen-cias espontáneas del pensamiento po-pular. Según estas elaboraciones y creencias, todo aprendizaje obedece al proceso de «consolidación». Esto es, ante todo la presentación, «exposi-ción» del objeto del aprendizaje, y secundariamente el conjunto de re-compensas ligadas a la acción de aprender. Según estas elaboraciones y creencias, basta que esta presentación se haga un número suficiente de ve-ces y que las recompensas existan pa-ra que el aprendizaje se produzca ne-cesariamente. Ahora bien, si hay un terreno en que estas presentaciones y recompensas abundan y sobreabun-dan, es ciertamente el del aprendizaje de leer y escribir. En todas las socie-dades desarrolladas, el niño pasa por lo menos un curso entero aprendien-do a leer y a escribir exclusivamente y las recompensas del logro son inmen-

sas, pues van desde las pruebas de satisfacción por parte del enseñante hasta el acceso a la cultura, de la misma manera que las sanciones por el fracaso son terroríficas, ya que con-sisten en una especie de exclusión so-cial, o en todo caso en un aislamiento escolar. A pesar de esto, hay niños que no logran aprender a leer y a escribir» (págs. 42-43 de la edición

castellana).

He aquí, pues, cómo una personalidad de la talla —por lo menos en cuanto a sonoridad— de LOBROT centra su exposi-ción y crítica de las «teorías del aprendiza-je» en algún escrito o trabajo que no cita en absoluto y que data de ¡1920! Y él escribe la obra que comentamos en 1972. Para LOBROT esos 52 años parecen haber transcurrido en el vacío, en la nada. Todo sigue como entonces. Nada ha cambiado, nada nuevo se ha producido, nada se ha aportado. Sinceramente, realizaciones de este orden me parecen de una falta de seriedad radical. Aunque —y esto es lo peor— no suelen pasar de ser simples ma-nifestaciones de ignorancia, una ignoran-cia que, por otro lado, es muy propia de nuestra vecina intelligentzia francesa, tan casera, tan narcisista ella. Observen: en la obra que comentamos, LOBROT utiliza una bibliografía de 158 citas. De estas citas sólo 16 corresponden a autores no franceses o de cultura francesa. Y en nin-gún caso se menciona trabajo alguno co-rrespondiente a las teorías del aprendizaje, la enseñanza programada de la lectura, la psicología del condicionamiento, etc. Ni un solo autor anglosajón ni del área socia-lista europea que se inscriba en estas áreas ha merecido la cita de LOBROT (no diga-mos ya su aprobación).

Y ocurre que cuando un autor como LOBROT expone sus criterios tiende a de-sinformar y a confundir a los que partici-pan de parecida falta de información. Conste que si me entretengo en el ejem-plo LOBROT es puramente por verificar cada día la notable y parcialísima influen-cia que sobre nuestros preocupados por el niño tienen los autores franceses, encerra-

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dos en una cultura que han identificado con el ombligo del mundo. Es muy difícil en un párrafo tan breve como el antes reproducido decir tantas medias verdades, junto con algunas falsedades de evidente envergadura. No es cierto que los «teóricos del aprendizaje» digan que para aprender basta «exponer» ante el sujeto el «objeto del aprendizaje» y recompensarle. Jamás nadie ha afirmado tal cosa. Para aprender es imprescindible que el sujeto actúe, res-ponda, no esté pasivo. LOBROT no sabe lo que es un proceso de discriminación. LOBROT no tiene ni ¡dea de lo que es un reforzamiento. Confunde un aprendizaje molecular, simple, con un aprendizaje molar, complejo. Plantea las «recompen-sas» como algo implicado en saber leer, cuando el problema técnico y práctico es qué reforzadores actúan cuando «pa» es leído como «pa». Nos dice que las sancio-nes por el fracaso son terroríficas —cosa a veces cierta— cuando lo aversivo es la pro-pia experiencia de fracaso. Plantea tales «sanciones» como castigo que debiera su-primir errores, desconociendo los efectos desorganizadores de la ansiedad e ignoran-do lo que es un comportamiento de evita-ción. Y corona el cuadro diciendo que quien pone en duda las teorías del apren-dizaje es... ¡la dislexia! Curiosamente vuelve la oración por pasiva. Precisamente son las.teorías del aprendizaje, mejor, los fenómenos reales, plenamente verificados, del aprendizaje, quienes ponen en duda la dislexia. Partiendo de la universalidad de las leyes del aprender, leyes naturales al fin y a la postre, la dislexia se diluye entre los dedos.

Más cerremos este paréntesis.

Dislexia sin organiádad

Hemos planteado nuestra crítica al con-cepto de «dislexia» en función de la orga-nicidad en él implicada. Sin embargo es preciso reconocer que en este momento son bastantes los autores que aceptan la existencia de una dislexia sin etiología or-gánica. TORRAS DE BEA (1977), en la revisión bibliográfica ya antes citada, seña-

la haber hallado que un «18 por 100 de trabajos hablan de trastornos emocionales como estando en la base del desarrollo disléxico». Asimismo se dice que la causa de la dislexia radica en alteraciones de la función simbólica, o del esquema corpo-ral, o de la función de repetición, etc.

Por descontado que es preciso aceptar la existencia de «trastornos emocionales» en la mayor parte de los niños que no apren-den a leer correctamente. Sin embargo, en cada uno de ellos habrá que plantearse si la perturbación emocional era previa al fracaso lector o consecuencia del mismo o ambas cosas a la vez. Asimismo es posible que algunas de las habilidades implicadas en esos complejos conductuales denomi-nados «función simbólica», «esquema cor-poral», «función de repetición» y otros, sean requisitos reales de la lectura. En tal caso pueden darse anomalías en el apren-dizaje lector si esas habilidades son insufi-cientes o inexistentes. Sin embargo, plan-tear esas supuestas causas es dejar sin res-puesta a'la pregunta principal: «¡Por qué es insuficiente la función simbólica de un niño? ¿Por qué no existe suficiente cono-cimiento del llamado esquema corporal en cienos casos? ¿Por qué está alterada la función de repetición?

Tales preguntas, sólo admiten una de dos respuestas. O estas anomalías tienen una etiología orgánica o no la tienen. Si se defiende que la tienen, debemos volver a referirnos a la crítica de la organicidad como fundamento de la dislexia. Si se postula que carecen de base orgánica es que constituyen otras tantas insuficiencias de los respectivos procesos de aprendizaje, puesto que todas estas habilidades son aprendidas, adquiridas. (Confiemos que a estas alturas nadie va a salir a la palestra defendiendo su innatismo.)

Así pues, si eliminamos la organicidad (herencia, constitución, lesión, disfúnción, sexo, etc.) de la dislexia, nos quedamos exclusivamente con el proceso de aprendi-zaje de la lectura. Es decir, debemos cen-trar el problema en toda la interacción individuo-medio concerniente al aprendi-zaje de la lectura (y de la escritura). Si lo

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anómalo es exclusivamente el proceso de aprendizaje, podemos hablar de «anomalía del aprendizaje de la lectura», de «retraso de la lectura» o, quizá lo mejor, de *retra-to específico de la lectura». Al utilizar la palabra «retraso» hacemos referencia indi-recta a los procesos de aprendizaje al tiem-po que subrayamos la separación en rendi-miento lector respecto del niño promedio. Al calificarlo de «específico de la lectura» corroboramos la integridad de los otros aprendizajes. Pero no «diagnosticamos»; describimos. De hecho, no es ésta nove-dad alguna, y mucho menos una origina-lidad personal. Hay excelentes trabajos ya en los que se niega el concepto de dislexia f el abordaje del problema lector se reali-za a través de ese tipo de catalogación «véase RUTTER y YULE, 1975).

Pero retomemos el hilo. Lo cierto es que hay quien defiende la existencia de una supuesta entidad denominada «dis-kxia», sin organicidad. Por tanto su etiolo-gía sería «psicológica», es decir, emocional, pedagógica, motivacional. El problema que provoca este planteamiento, aun reco-nociendo el acierto que supone la no aceptación o inclusión de la organicidad ecológica, es el establecimiento de una categoría diagnóstica gratuita.

Podemos ponernos de acuerdo —sería un convenio— en hacer sinónimo «dis-lexia» de «retraso lector», o de «lectura in-suficiente», o de «lectura incorrecta». Po-demos hacerlo. Pero los resultados de esta sinonimia no son neutros. Ni tienen por qué ser inocuos. Fíjense: el diagnóstico «dislexia», como todo diagnóstico, queda plenamente referido al sujeto, describe una característica del individuo. En conse-cuencia, nada nos dice de la historia de aprendizaje ni de su estado actual en el niño en cuestión, que es realmente donde reside el problema. Estos diagnósticos dan lugar a esas explicaciones circulares tan frecuentes entre nosotros. Un niño no lee correctamente. Se observa su mala lectura y se dice que es un disléxico. A partir de ese instante puede decirse que lee mal porque es un disléxico; del mismo modo quizá también se diga que es un disléxico

porque'lee mal. Esta circularidad explica-tiva tiene connotaciones curiosas, pero siempre perjudiciales para el niño. Si lee mal porque es disléxico y no porque se le enseña o ha enseñado mal, ya podemos responsabilizarlo a él de su mala lectura. Y lavarnos las manos.

Por otro lado, dar un nombre —«dis-lexia»—, tras una serie de exploraciones más o menos sofisticadas, es un acto propio de una situación médica o paramédica. Quié-rase o no, en un acto de tal índole se roza, cuando no se plantea paladinamen-te, la noción de enfermedad, de trastorno. Los padres del pequeño sobreentienden esto tras el etiquetado. Otras veces ya se les presentan así las cosas desde un princi-pio. La reacción suele ser ambigua. Por un lado, acostumbra a producirse un cierto sosiego porque «ya se ha llegado a un diagnóstico». Se rompe la incertidumbre gracias a palabras de un «especialista». «Ya sabemos qué tiene el niño: es un disléxi-co*. Por otro lado, aparece una ansiedad nueva. Algo pasa al niño. Está enfermo o por lo menos es diferente a los otros. El tiempo que transcurre hasta «curar la dis-lexia» es un tiempo vivido desasosegada-mente. Y, además, el niño es «reeduca-do». No se le enseña a leer correctamente, se le reeduca. Y el proceso puede durar tiempo. Y el niño ir progresiva y gradual-mente cobrando conciencia de que algo le ocurre. En casa, ante el psicólogo, en la consulta del psiquiatra, junto a su reedu-cador, tendrá múltiples ocasiones de ver cuánto se diferencia de sus compañeros, cuántas cosas tiene que hacer que los de-más no hacen. Y, además, no lee correc-tamente. La autoimagen, global o parcial-mente, se hace negativa. Y aparece la an-siedad. Y sus secuelas: desorganización, conductas de evitación, etc. Todo ello en interacción con unos padres no plenamen-te serenos, quizá bastante angustiados, con un maestro liberado de responsabili-dades o hiperresponsabilizado, con unos compañeros superiores a él en su rendi-miento escolar.

Estamos refiriéndonos a un axioma bien conocido de la llamada psicología médica. El acto diagnóstico no es neutro. Las pala-

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bras catalogadoras cuentan con significado emocional. El diagnóstico adquiere credi-bilidad a partir de la posición de prestigio o poder de quien diagnostica. Para el pro-fesional, diagnosticar es un comporta-miento socialmente reforzado y por tanto de alta frecuencia. Para el diagnosticado algo cambia de sí mismo, de su imagen, de su conducta, tras el diagnóstico. Y el diagnóstico también modifica el entorno. Los espejos encarados van devolviéndose entre sí la imagen reflejada.

Así pues, sinceramente creo que es pre-ciso rechazar el concepto, el término mis-mo de dislexia (y muchos otros semejan-tes), para pasar a describir, previo análisis, procesos y situaciones. Con el mismo áni-mo pienso que no es un juego de palabras el defender expresiones como «retraso es-pecífico de la lectura». O de la «escritura». O de «ir en bicicleta». Sin más. No nos estamos refiriendo a fenómenos especiales, con entidad propia. Insisto: no abordamos características específicas de un niño, sino de su historia de aprendizaje, concreta-mente del aprendizaje lector.

A título de digresión, permítaseme una sola ilustración.

Es archisabida la mayor frecuencia de retrasos en el aprendizaje de la lectura

—de «dislexias»— en los niños de habla inglesa que en los niños castellanoparlan-tes. Además, cuando la casi totalidad de los niños de lengua castellana saben leer correctamente a los 10 años de edad, mu-chos de lengua inglesa todavía leen con importantes dificultades a los 14 años. Es claro que las complejidades fonéticas y la falta de correspondencia unívoca entre fo-nemas y grafemas hace mucho más difícil el aprendizaje de la lectura y escritura en inglés. Si no fuera así, si en verdad no se tratara de un problema de aprendizaje de unas discriminaciones más complejas en un idioma que en otro, en una palabra, si lo significativo no radicara en factores am-bientales (los idiomas), habría que pensar —seamos lógicos— que la raza sajona, sus genes, sus neuronas, es inferior a la latina, por lo menos en los que a la lectura se refiere... También debiera dar que pensar la existencia de más retrasos en el aprendi-zaje de la lectura entre los niños pobres que entre los niños ricos. ¿Habrá que su-poner que sus cerebros son diferentes? Quizás; sin embargo, es más probable que esas «dislexias» de los niños de nivel socio-económico bajo se resuelvan mejor me-diante la lucha de clases o un programa pedagógicb adecuado que a través de la manipulación neurona! o genética.

LA ORGANICIDAD RELATIVAMENTE CIERTA DEL RETRASO LECTOR

Todo cuanto llevamos dicho nos vuelve a conducir al tema de la organicidad en el déficit de aprendizaje de lectura. Hemos apuntado la ausencia de datos dignos de credibilidad en favor de la organicidad. Aunque de pasada hemos rozado el tema de la influencia genética en los retrasos específicos de lectura, parece conveniente aportar en este momento algunos datos al respecto. Porque lo cierto es que no puede negarse cierta influencia biológica en ciertos casos de retraso específico de lectura. Y que dicha influencia, cuando existe, parece se-guir los canales prescritos por la herencia biológica.

Una excelente aunque breve revisión de PAULS y KIDD (1981) aporta una escla-recedora luz sobre el tema en cuestión. Es evidente que existe retraso específico en la lectura de carácter familiar. Concretamen-te, y ya en el año 1950 HALLGREN, trabajando con una muestra de 116 casos de retraso lector (89 varones y 27 hem-bras), descubre que en sus 391 parientes en primer grado, también habían resultado afectados por el retraso 160, es decir el

40,9 por cien.. En concreto, habían expe-rimentado retraso específico de la lectura 47 por cien de los padres y hermanos, 38 por ciento de las madres y 35 por cien de

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ks hermanas. Este trabajo, ya veterano, sugería, a juicio de su autor, la existencia de un rasgo dominante autosómico cuya expresión era modificada por el sexo. Ulteriores estudios han seguido aportan-do datos semejantes.

En el año 1967, ZERBIN-RUDIN lle-vó a cabo un importante, y casi definitivo, estudio gemelar. Por un lado, estudió 17 pares de gemelos monozigóticos. Halló en ellos que, en el 100 por cien de los casos, ambos miembros de la pareja estaban afec-tos de retraso lector. En cambio al estudiar 34 parejas de gemelos dizigóticos, sólo 12 de esas parejas incluían a ambos miembros como afectos de retraso en la lectura. Según refieren PAULS y KIDD (1981), todos los estudios realizados después del' que acabamos de comentar, excepto uno, han confirmado que el retraso lector se produce en los d&s componentes de cual-quier pareja de gemelos monozigóticos, cuando, claro está, uno de ellos experimen-ta dicha anomalía.

Según parece, el trabajo que constituye k excepción es el de BAKWIN (1973). Este investigador estudió 31 pares de ge-melos monozigóticos, uno de cuyos miem-bros ostentaba retraso específico en k lectura, observando que el otro miembro de la pareja experimentaba el mismo tras-' torno en 26 de los casos. Sin embargo, al estudiar 31 pares dizigóticos, el trastorno

sólo era experimentado por 9 hermanos de los afectados.

En cualquier caso la significativa mayor concordancia de retraso en la lectura expe-rimentada por los gemelos monozigóticos sugiere claramente k existencia de un fac-tor genético determinante, o por lo menos predisponente, de k anomalía a la que estamos haciendo referencia. No obstante, el hecho de que la. correlación entre geme-los monozigóticos no alcance sistemática-mente el 100 por cien, como el trabajo de BAKWIN ha indicado, sugiere la influen-cia paralela de factores ambientales. Como han concluido PAULS y KIDD (1981), «el retraso en la lectura es familiar y, suponemos que, por lo menos en parte, k razón de esta frecuencia familiar del tras-torno reside en un mecanismo genético subyacente. Lo que desconocemos es en qué consiste dicho mecanismo genético. Se han propuesto distintos modelos, siendo el mencionado con mayor frecuencia el de una dominancia autosómica con una pene-trancia reducida y modificada por el sexo».

Estas conclusiones nos parecen altamen-te significativas. Hacen hincapié en k pre-disposición o disposición más que en la deter-minación definitiva. La interacción con el medio es imprescindible aún en esos casos más claramente contabilizables. Y la inte-racción con el medio es, en el campo de la lecto-escritura, eso que llamamos el proce-so de aprendizaje, es decir, el procéso de k enseñanza del niño.

FRECUENCIA DEL RETRASO ESPECIFICO DE LA LECTURA

Todo cuanto hasta aquí se ha dicho debiera servir como preámbulo —largo preámbulo— para delimitar qué es lo que debe entenderse por retraso específico en k lectura. Una vez la definición fuera la adecuada, habría que preguntarse de inme-dkto por la frecuencia o incidencia del trastorno.

Hemos sugerido con anterioridad ks distintas razones que nos llevan a descon-

fiar del término «dislexia». Hemos preferi-do el de retraso específico de la lectura o, si se quiere, de trastorno del desarrollo de la lectura. Creemos que este tipo de expresiones no determina etiologías y carece de connota-ciones tanto neurológicas como emociona-les. De hecho, la segunda de ellas es la utilizada por el DSM-III (1980). Dentro de ese sistema taxonómico, el trastorno en cuestión es definido como «un déficit sig-nificativo en el desarrollo de la habilidad

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de leer, no relacionado con la edad crono-lógica, la edad mental, o la escolaridad inadecuada». Por otro lado, indica que un «déficit significativo» es algo que difiere según la edad, aceptándose que puede considerarse así un desfase de uno o dos años en el aprendizaje de la lectura en las edades comprendidas entre 8 y 13 años.

Por supuesto, como es muy propio del DSM-III, en ningún momento se hacen precisiones de índole etiológica. Subraya-remos, de pasada, que se hace hincapié en que la sintomatología más frecuentemente asociada con el trastorno en cuestión es de carácter verbal, lingüístico. Es más, se subraya la incidencia de dificultades en el lenguaje y en el habla de los familiares de los sujetos afectos. Esta precisión permite poner de manifiesto el absurdo, tan difun-dido entre nosotros, de buscar la pista de los retrasos lectores por el camino de la psicomotricidad y sus derivados.

Por fin, el propio DSM-III postula co-mo criterio diagnóstico el rendimiento ob-tenido por el niño afectado en tests de lectura estandarizados y administrados in-dividualmente. Se espera que el niño con trastorno del desarrollo en la lectura rinda en dichos tests de modo significativamente inferior al esperado dado su nivel escolar su edad cronológica y su edad mental. .

No queda bien definido en el DSM-III la cuantía del retraso preciso en orden a un correcto diagnóstico. Se trata, por supues-to, de algo arbitrario. Es ésta una cuestión estrechamente ligada con la incidencia del trastorno en la población general. En efec-to, según el criterio sea más estricto o más lato, las incidencias serán menores o ma-yores.

Ello nos lleva de la mano a abordar la epidemiología del retraso específico de la lectura. Para ilustrar este punto vamos a resumir brevemente algunos de los presu-puestos y resultados del estudio de la isla de Wight realizado por el equipo de RUT-TER. Nos centraremos ahora en los datos suministrados por YULE (1981). Este grupo investigador definió las dificultades en lectura según dos criterios distintos. Por un lado, definieron la denominada torpeza

lectora. Para que un niño quedara incluido dentro de esta clasificación debía obtener en un test individual de lectura una pun-tuación de veintiocho meses como mínimo por debajo de su edad cronológica. En segundo lugar, delimitaron los criterios del retraso lector. Este calificativo implicaba un rendimiento en un test individual de lectu-ra cifrado en veintiocho meses como míni-mo por debajo del nivel predicho en fun-ción de la edad del niño y de su cociente intelectual medido mediante la escala de Wechsler.

Pues bien, utilizando estos criterios ob-tuvieron una prevalencia del 6,6 por 100 en lo que a torpeza lectora se refiere y del 3,7 por 100 en lo que a retraso lector concierne. YULE subraya que el 8 por cien de estos casos se superponían.

Analizados diferencialmente, se observó que en general los niños afectos de torpez? lectora tendían a presentar anomalías neu-rológicas y del desarrollo asociadas a dicho trastorno. En cambio, los niños con retra-so lector fundamentalmente propendían a experimentar trastornos del lenguaje. Por otro lado, la proporción de varones/hem-bras en el caso de la torpeza era de 2/1, y de 3,3/1 en el caso del retraso lector. En opinión de los autores (YULE, 1981), los niños con retraso lector, definido tal como hemos citado anteriormente, parecen cons-tituir un subgrupo significativo tanto psi-cológica como educativamente.

Por fin, subrayaremos que un tercio de los niños afectos de retraso específico de la lectura, presentaban un comportamiento antisocial clínicamente significativo. Este hecho lleva a los investigadores a formular la hipótesis de que ciertos comportamien-tos delictivos pueden ser consecuencia de las respuestas desadaptativas propias del fracaso escolar. Por nuestra parte, creemos que estas asociaciones fenoménicas ponen de manifiesto la estrecha relación existente entre el retraso lector, los llamados «tras-tomos del aprendizaje» y los «trastornos del comportamiento», evaluando estos úl-timos tal como lo hace el antes menciona-do DSM-III.

En cualquier caso conviene poner de

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relieve que, según el estudio epidemiológi-co que estamos comentando, la prevalencia del retraso específico de la lectura quedaría simada entre un 3,7 por cien y, en todo caso, un 6,6 por cien. Hay que comparar estas cifras con el 15'20 por cien que tan frecuente es en las estadísticas americanas, estadísticas que han venido a difundir el alarmismo más desatado en el campo edu-cativo y escolar. Se trata de un fenómeno basado en la utilización de criterios muy poco restrictivos y muy mal delimitados, cosa que ha ocurrido en otros cuadros o síndromes como es el de la hipercinesia o hiperactividad infantil (trastorno deficitario de la atención según la versión del DSM-III).

Poco podemos decir de lo que sucede en España, dado que los trabajos epidemioló-gicos, tanto en el campo de los trastornos de la lectura como en cualquier otro, brillan por su ausencia. Sin embargo, la influencia del alarmismo americano, junto con la contaminación de las deformaciones conceptuales provenientes del área francesa han dado lugar a la divulgación de un concepto cualitativo y cuantitativo del pro-blema que nos ocupa, con características claramente deformadas y deformantes.

En este modesto trabajo intentamos po-ner de manifiesto la insuficiencia de las concepciones organicistas —y secundaria-mente de las exclusivamente emociona-les—. Pretendemos poner de manifiesto la necesidad de que en la minoría de casos en

los que pueda defenderse la existencia de factores biológicos predisponentes, el aná-lisis del proceso de aprendizaje resulta definitivo para entender lo sucedido. Por otro lado, no es preciso plantearse la orga-nicidad en términos exclusivamente gené-ticos. También los casos de afectación cerebral, cuando ésta pueda demostrarse, deben ser evaluados del mismo modo. No hay duda de que una afectación cerebral es compatible con el aprendizaje de la lecto-escritura, por lo menos eso es lo que debe afirmarse en líneas generales. Es evidente que existen niños con lesiones cerebrales manifiestas, demostradas, capaces de apren-der a leer con toda perfección. Además, conviene no olvidar que las hipótesis loca-lizacionistas resultan claramente trasnocha-das especialmente cuando de los aprendi-zajes complejos se trata.

Por fin, conviene señalar otra cara de la misma moneda. CELESTIN FREINET (1968) afirma, y no tenemos por qué dudar de sus palabras, que en sus escuelas

jamás había visto un sólo niño disléxico. Y FREINET no seleccionaba sus alumnos. Dicho pedagogo simplemente utilizaba lo que él denominaba los «métodos natura-les», una técnica pedagógica que en la práctica imposibilita que un niño inicie la lectura sin contar con los requisitos para ello. Y a quien esto escribe le es sumamen-te agradable citar a este pedagogo por hallarse totalmente alejado de sus plantea-mientos, aunque bastante cercano de algu-nas de sus realizaciones.

CAUSAS DE RETRASO EN EL APRENDIZAJE DE LA LECTOESCRITURA

Según se ha dicho ya, el aprendizaje de la lectura es el resultado de una situación social, como casi todo aprendizaje comple-jo. Ello supone que es en la situación de aprendizaje de la lectura y en todas sus implicaciones donde será preciso investigar la «patogenia» de un retraso lector. Es cierto que la mayor parte de las afectacio-nes cerebrales, incluyendo las condiciones orgánicas del llamado retraso mental, pue-

den retrasar o impedir la adquisición de la lectoescritura —y de muchas otras habili-dades— en las edades y situaciones habi-tuales. Pero también es cierto, por lo me-nos teóricamente, y en la mayor parte de los casos prácticamente, que introduciendo en la situación de aprendizaje las modifi-caciones adecuadas pueden alcanzarse unos niveles correctos de lectura y escri-tura.

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Esta última afirmación, con sus matices hipotéticos, deja de ser dudosa o probabi-lística cuando se trata de esos niños que plantean retrasos más o menos importan-tes y específicos de su lectoescritura y que, como ya hemos visto, suelen ser diagnosti-cados de «disléxicos». Es decir, puede afir-marse paladinamente que, excluyendo ciertas alteraciones orgánicas graves en las que incluimos el retraso mental y las ano-malías sensoriales, todos los retrasos en el lenguaje escrito infantil se deben a deter-minadas características de las situaciones de aprendizaje.

Luego no cabe hablar de «retrasos ma-durativos», «disfúnciones», «disarmonías», «insuficiencias específicas endógenas», etc. Estos términos no son más que verbaliza-ciones interpretativas de un fenómeno cu-ya esencia desconoce quien las utiliza.

Pero conviene tener una idea clara de lo que es una situación de aprendizaje. Es cierto que lo más importante radica en la especial y concreta interacción que se esta-blece entre maestro y alumno en el mo-mento específico de la enseñanza de la lectura y la escritura. Pero también lo es que las conductas allí manifestadas, espe-cialmente por parte del niño, son conse-cuencia de los condicionamientos sobreve-nidos en situaciones similares anteriores. En otras palabras, el niño puede no aprender porque la situación de aprendi-zaje, considerada en sí misma, aquí y aho-ra, está planteada erróneamente, ineficaz-mente. Pero también puede fracasar por-que hayan estado erróneamente plantea-das las situaciones de aprendizaje anterio-res al momento en que se manifiesta el problema.

En efecto, un niño que inicia su apren-dizaje con una programación de estímulos deficiente, una ausencia persistente de re-forzamiento de sus aciertos, una acción correctora fundamentalmente punitiva, una exigencia claramente superior a sus niveles reales, etc., suele ser un niño sin «interés por la lectura», con respuestas emocionales más o menos acusadas, con posibles «desadaptaciones escolares», y,

con toda seguridad, es un niño que no lee o que «no lee bien».

Ya sabemos que es frecuente oír hablar de retrasos en h lectoescritura por «blo-queos emocionales», «problemas afecti-vos», «inhibiciones». En muchos casos, es-tas expresiones carecerán de significado o aplicación alguna, siendo sólo prejuicios del observador. En otros, supondrán que se ha intuido la causa, el problema, pero no se da con la descripción verbal adecua-da por desconocimiento de los fenómenos que están en juego.

Es cierto que la lectoescritura puede quedar retrasada en un niño excesivamen-te emotivo, es decir, en un niño que ma-nifiesta y experimenta muchas respuestas emocionales excesivas, perturbadoras. Cuando la lectoescritura, o la escolaridad toda, le resulta aversiva, no sólo tenderá a «inhibirse» (respuestas de evitación), sino que la persistencia de la acción punitiva o coercitiva puede dar lugar a auténticas perturbaciones de índole emocional. Ya hemos aludido de algún modo a estos he-chos al referirnos al aprendizaje de la lec-tura.

Sin embargo, la existencia de respuestas emocionales ansiosas en las situaciones de aprendizaje escolar o la falta de conductas hábiles básicas imprescindibles para iniciar el aprendizaje de la lectoescritura, puede deberse a acontecimientos extraescolares, con frecuencia familiares.

Imaginemos, por ejemplo, un niño que ha recibido, a lo largo de la primera época de su vida, gratificaciones indiscriminadas, ayudas excesivas, reforzamiento por con-ductas consistentes en «no hacer», ausencia de normas claramente establecidas, falta de oportunidades para aprender conductas nuevas, es decir, todo aquello que suele conllevar esa conducta paterna y/o mater-na llamada «sobreprotección». Ese niño tiene grandes probabilidades de fracasar en las situaciones de aprendizaje escolar, puesto que carece del repertorio de con-ductas imprescindible. El aprendizaje es-colar —y, por ende, de la lectoescritura— requiere, entre otras cosas, el manteni-

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miento de una postura corporal concreta, una cierta continuidad en la tarea inicia-da, un determinado control de la conduc-ta en función de órdenes verbales, la no evitación de la relación interpersonal, la experiencia de que los reforzadores suce-den a cierto «esfuerzo», la tendencia a que el propio comportamiento del adulto pre-sente controle el del niño y no a la inver-sa, etc. El niño «sobreprotegido» típico ca-rece de estos requisitos. Luego no rendirá académicamente, no aprenderá. La situa-ción escolar le resultará aversiva dado el fracaso y otros avatares. Y puede tener respuestas emocionales anómalas.

En resumen, los retrasos e insuficiencias habituales en la lectoescritura pueden de-berse a:

1. Ausencia de las conductas o habilidades previas a la lectoescritura

Se trata de las conductas llamadas «re-quisitas» en la jerga de la especialidad. Partimos de un hecho: lectura y escritura son comportamientos sumamente comple-jos que implican combinaciones y asocia-ciones de otros más simples. Cuando esas habilidades más simples no hayan sido ad-quiridas, el inicio del aprendizaje de la lectoescritura no será satisfactorio. Las con-ductas «requisitas» son múltiples, abarcan-do desde la discriminación visual entre el primero y último de una serie hasta, pon-gamos por caso, la prensión del lápiz. Así pues, si son requisitas de la lectoescritura y no se hallan en el repertorio del sujeto, lectura y escritura no se adquirirán de mo-do adecuado.

Precisamente la determinación del nivel alcanzado en cada una de las habilidades previas o requisitas por parte de un niño de insuficiente lectoescritura, es una fase imprescindible, la primera, de su enseñan-za. Así pues, en casos de este género, con carencias previas, esa labor que absurda-mente se suele llamar «reeducación de la lectura» (o «de la psicomotricidad», o «del niño»; ya vimos: cualquier cosa) supone enseñar o implantar en el niño en cues-tión las conductas requisitas que brillan

por su ausencia. Para lo cual —pido per-dón por la obviedad— es preciso que las habilidades en cuestión sean realmente re-quisitas. Ya me he referido antes a todos esos niños que, sin haber aprendido a leer bien, pasan días, meses, y aún años, en manos de «reeducadores especializados», dedicados a mejorar unas habilidades que quizá nada tengan que ver con los fallos de su lectoescritura.

Por supuesto, dada la organización je-rárquica de las habilidades humanas, cual-quiera de las conductas previas a la lectura que no se dé en el repertorio de un niño, puede deber su ausencia a la inexistencia de sus propios comportamientos requisi-tos. Y así sucesivamente.

2. Factores propios de la situación de aprendizaje (o de enseñanza) propiamente dicha

Aquí está implicada toda la interacción existente entre enseñante, enseñado y ma-terial de trabajo. Estos factores que traban el aprendizaje de la lectoescritura pueden clasificarse así:

a) Estímulos discriminativos inadecua-dos o mal programados. La programación de los estímulos discriminativos constituye la materia prima de los llamados «méto-dos» de enseñanza de la lectura. El mate-rial de trabajo puede ser deficiente, al margen de las relaciones interpersonales que se establezcan entre enseñante y alumno. Habitualmente, en el ámbito es-colar, la programación de la lectura debie-ra ser muy individual, muy pensada para cada niño, especialmente en el inicio de su aprendizaje. Los niños de una clase, al empezar a leer, inmediatamente antes de empezar a leer, no tienen por qué estar igualados en lo que a requisitos de la lectura se refiere, a no ser, claro está, que la escuela haya trabajado para que así sea y lo haya conseguido. Lógicamente habrá diferencias individuales que pueden ser importantes. No todos los niños podrán ser medidos por el mismo rasero. Así pues, la lectura deberá empezarse a ense-

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ñar a cada niño a un nivel de complejidad coincidente con su nivel de requisitos.

Los fallos o errores más frecuentes con-sisten en quemar etapas, en dar por su-puesta la consecución de ciertos aprendi-zajes imprescindibles sin la consiguiente verificación. Sin comprobarlo, en el seno de un grupo escolar no debiera darse por hecho aprendizaje alguno en área alguna, pero especialmente en la lectoescritura. Recordemos que se trata de unas conduc-tas, lectura y escritura, sumamente com-plejas, de niveles de integración progresi-vamente superiores. En una estructura conductual así jerarquizada, cualquier aprendizaje no realizado o erróneamente realizado puede conducir a la incapacidad lectora total o, más comúnmente, parcial.

Tampoco podemos olvidar que el maes-tro no siempre tiene ideas claras acerca de la programación de la lectoescritura. En la formación de muchos enseñantes brilla por su ausencia el conocimiento de los distintos niveles de complejidad de las conductas implicadas. Muchas veces suele desconocerse lo que debe enseñarse prime-ro y lo que debe enseñarse después, aque-llo que debe enseñarse como un fin en sí mismo y aquello que debe enseñarse por ser requisito de otra enseñanza posterior.

Las discusiones acerca de la idoneidad de los métodos, p. ej., el llamado «glo-bal», y el llamado «analítico», no suelen demostrar más que desconocimiento de las leyes del aprendizaje y de la propia lectu-ra. Ya vimos que sus diferencias-residen fundamentalmente en exigir inicialmente al niño unas discriminaciones (y generali-zaciones) molares o moleculares respectiva-mente, como fase previa a la homogenei-dad total. En consecuencia, para un niño concreto, uno de tales métodos sería más recomendable que el otro —o los otros, cualesquiera que sean— siempre que en el repertorio conductual de dicho niño exis-tieran las habilidades previas correspon-dientes a las exigencias discriminativas propias del método en cuestión. Y asegu-rar tal cosa supone explorar o saber de antemano los niveles discriminativos espe-cíficos del niño y, cosa que suele olvidar-

se, conocer las exigencias conductuales concretas y reales del método.

b) Contingencias de respuesta inade-cuadas o insuficientes. Sabemos que el aprendizaje de una operante exige, entre otras cosas, su reforzamiento. Si las res-puestas correctas del niño no son reforza-das (aprobadas, corroboradas, sonreídas, felicitadas, comprobadas, etc.) tales res-puestas no tienen por qué aumentar de frecuencia. Esta es una de las razones por las que los aprendizajes iniciales de habili-dades de este género sólo pueden —o de-bieran ser— individuales. Se precisa la in-teracción directa, inmediata y en principio continua de enseñante y niño. El reforza-miento de las respuestas correctas es lo único que permite que los estímulos dis-criminativos (letras, textos, etc.) sean ta-les. Por otro lado, ya se ha dicho, el refor-zamiento implica las respuestas emociona-les positivas imprescindibles para el apren-dizaje en general y para la adecuada rela-ción niño-maestro.

Asimismo, el castigo sistemático (críti-cas, correcciones, expresiones faciales, in-sultos, comparaciones negativas, observa-ción del éxito de los demás, etc.) puede impedir el aprendizaje satisfactorio de la lectoescritura. Recordemos que el castigo sistemático, al ir asociado a unos estímulos determinados (letras, libro, maestro, papel y lápiz, etc.) permite que tales estímulos adquieran también función aversiva. En tal caso, despertarán la ansiedad del niño, lo que pondrá en marcha sus conductas de evitación, tendiendo a desorganizarse la conducta general y bloqueándose el apren-dizaje académico propiamente dicho. (BA-YES, 1977; TORO, 1978.)

En consecuencia, ausencia de reforza-miento y castigo sistemático o excesivo son los dos errores básicos del sistema de con-tingencias, los que en primera instancia deberán ser tenidos en cuenta. Pero pue-den hacerse otras precisiones, planteando las cosas a mayor nivel de profundidad. En lo que al reforzamiento se refiere, cabe que en el ánimo del maestro esté la inten-ción de reforzar sistemática e intermiten-temente los aciertos del niño, pero que

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este le dé escasas opciones por la incorrec-ción de sus respuestas. No cabe duda que en tal caso, el error reside en una exigen-cia excesiva. Supone que no han sido aprendidas y por tanto no han sido refor-zadas unas respuestas o conductas más simples que las actualmente pretendidas. Este hecho nos llevaría a la «programación de estímulos» antes citada. Todo niño puede ser reforzado, y por ende aprender, si las exigencias se adecúan a su nivel de habilidades o conocimientos.

Otro aspecto a valorar es la incoherencia de las contingencias. Un mismo niño pue-de estar sometido a contingencias diferen-tes en función de su conducta de lectoescri-tura. Es posible que mientras su maestro tiende a programar su aprendizaje y refor-zar sus respuestas de modo correcto, su madre, pongamos por caso, intentando «ayudar» tienda a exigir a destiempo, a castigar sistemáticamente, etc. En casos parecidos, no sólo hallamos los efectos perjudiciales de quien actúa erróneamen-te, sino también los propios de una nor-mativa incoherente, reflejada en una pro-bable desorganización de la lectoescritura del niño en cuestión. Y, con toda proba-bilidad, en la desorganización de otros comportamientos.

c) Condiciones generales inadecuadas o aversivas. En este capítulo pueden citar-se multitud de factores. La situación en que se desenvuelve la relación niño-ense-ñante que debe dar lugar al aprendizaje de la lectoescritura puede estar interferida por muchas circunstancias adversas. La ins-titución escolar, en cualquiera de sus ele-mentos que actúen sobre el niño, puede dar lugar a una estimulación aversiva exce-siva al margen de lo que ocurre en la «clase de lectura o de escritura». Un niño concreto puede estar ansioso por el recha-zo de sus compañeros, por el trato que le da «el profesor de matemáticas», por la forma de abordar por parte de la dirección sus problemas de conducta, por las burlas que recibe su obesidad, etc. Cualquiera de estas circunstancias, y muchas otras, dada la generalización de estímulos y res-puestas, puede dar lugar a interferencias

en los aprendizajes académicos. El fracaso en ellos incrementa la ansiedad estable-ciéndose un círculo vicioso típico.

Al margen de lo escolar, están ciertos factores que el niño aporta a la situación en función de las circunstancias familiares. Ya hemos hablado antes de las consecuen-cias negativas de la actitud sobreprotectora, careciendo el niño de disposiciones básicas para el trabajo o para ser controlado por un adulto en situación de grupo, al tiem-po que goza de muy escasa resistencia a la frustración. Podemos mencionar aquí la actitud punitiva en la que el control fami-lia sobre la conducta del niño se pretende ejercer mediante el castigo, provocándose así una ansiedad muy frecuente que no tiene por qué quedar reservada al medio familiar, trasladándola el niño consigo a la escuela, con la consiguiente repercusión en las actividades que se desarrollen en su seno.

Pudieran enumerarse aquí ciertas condi-ciones generales que afectan muy directa-mente al organismo del niño. Cabría citar desde la miopía o la hipoacusia —tantas veces existentes y tantas veces desapercibi-das— hasta la desnutrición, pasando por estados gripales, sueño escaso, menguado ejercicio físico, etc. Son factores que influ-yen en los rendimientos dada la modifi-cación que suponen en el sustrato orgáni-co del aprendizaje. Claro está, si algunas de estas condiciones afectan al niño, no un día o una semana, sino durante perío-dos significativos de su aprendizaje, los déficits pueden ser graves, al tiempo que en ciertas circunstancias del grupo escolar también cabe que pasen desapercibidos. Las consecuencias se suelen ver más tarde.

El maestro, al igual que el niño, aporta a la situación de aprendizaje una serie de influencias que nada tienen que ver con los aspectos más tecnológicos de la ense-ñanza. También para él la tarca de ense-ñar puede constituirse en estimulación aversiva condicionada. Si la dirección de la escuela es conflictiva, si la remuneración es insuficiente, si su integración en el equipo de enseñantes es mediocre o nula, si las condiciones concretas de trabajo son

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inconvenientes, en resumen, si su situa-ción sociolaboral general provoca su ansie-dad, el aula, el material de trabajo, los niños pueden provocársela también. Y el maestro angustiado, o irritable, o nervio-so, o deprimido, evidentemente no va a enseñar con «normalidad». Los errores se multiplican.

Citemos de pasada algo que suele olvi-darse: la influencia del niño, de cada ni-ño, y de su rendimiento sobre la conducta del maestro. La atención del niño, sus miradas, sus sonrisas, su seguimiento de instrucciones, cada uno de sus aprendiza-jes correctos van a reforzar las conductas correspondientes del maestro y a satisfa-cerle emocionalmente. Pero el niño proble-ma, de conductas perturbadoras, distraí-do, revoltoso, que rinde mal, que no aprende, va a conseguir efectos opuestos. Se trata de un niño que realmente castiga a su maestro. Y éste tenderá a irritarse, a angustiarse, a emocionarse negativa y ex-cesivamente ante él. Las respuestas del maestro ante un niño así y ante su propia ansiedad pueden ser múltiples, desde la evitación (sacándolo de la clase, omitiendo «preguntarle», «olvidándolo» como proble-ma, procurar que pase de curso o cambie de escuela, etc.) hasta la agresividad más o menos velada (críticas, insultos, expulsio-nes, etc.), pasando por el desconcierto, el cambio frecuente de normas, los rechazos y los pretendidamente compensadores «acercamientos», sin olvidar el frecuentísi-mo y abonadísimo atribuir todo lo que ocurre a la familia del niño o, lo que es peor, a algo «que le pasa» al alumno, algo «interno» o «inconsciente». En cualquiera de estos casos, el maestro, sometido y con-trolado por la conducta del niño, se con-duce de tal manera que no consigue ense-ñar bien, que es de lo que se trata.

Para el enseñante, el imprescindible análisis conductual objetivo de la situación de aprendizaje de los alumnos implica el situarse a sí mismo en el seno mismo de la situación analizada.

3- Conductas excesivas perturbadoras Este apartado quizá pudiera incluirse en

el anterior, dedicado a los «factores pro-pios de la situación de aprendizaje». Pero he decidido plantearlo aparte por ostentar el conjunto de conductas problemáticas a que ahora hacemos referencia ciertas carac-terísticas muy específicas. Con el nombre de conductas excesivas perturbadoras nos referimos a un conjunto de comporta-mientos que resultan prácticamente in-compatibles con el aprendizaje académico, y por tanto con el aprendizaje de lectura y escritura. Tales conductas suelen denomi-narse corrientemente —y aun eruditamen-te— de distintos modos: distraibilidad, falta de atención, hiperactividad, inquie-tud psicomotriz, excitabilidad, etc. En tér-minos técnicos podemos decir que el co-mún denominador a todas ellas consiste en que los estímulos discriminativos espe-cíficos de la situación de aprendizaje (li-bro, voz y palabras del maestro, silla y pupitre, mirada y mano del maestro, pa-pel y lápiz, etc.) no controlan las conduc-tas deseadas (leer, escribir, mirar, estar sentado, callar, etc.). También puede de-cirse que otros estímulos (el compañero sentado junto a él, el roce de la tiza de la pizarra, el cabello de la niña que está sentada delante suyo, el panorama que muestra el ventanal, etc.) controlan una serie de conductas indeseables para la si-tuación de aprendizaje (volver la cabeza y hablar, reír y mover las piernas, estirar el cabello de la niña, asomarse al ventanal, etcétera).

Todo este cúmulo de comportamientos perturbadores, tormento frecuente de pa-dres y maestros, constituye algo sumamen-te complejo dada la gran cantidad a aso-ciaciones estímulo-respuesta, situacionales y biográficas, que suponen. Son muchas las causas a considerar al margen de ciertas irregularidades neurológicas que no hacen al caso. Vamos a referirnos a las más habi-tuales.

Muchas de estas conductas perturbado-ras suelen asentarse sobre el fracaso esco-lar. Si las conductas adaptadas, sentarse, callar, leer y escribir correctamente, etc., no son reforzadas, los estímulos que de-bieran controlarlas no lo harán así, dejan-

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do al sujeto «libre» de someter otras con-ductas a otros estímulos. Si un niño fraca-sa por carecer de requisitas para las exi-gencias en un momento dado, no puede experimentar reforzamiento alguno, y no se darán las conductas deseadas, pudiendo darse otras. Si un niño, para poner otro caso, sí tiene las conductas o habilidades imprescindibles y carece de suficiente de-dicación de su maestro, tampoco será re-forzado con la intermitencia deseada y ocurrirá lo mismo: tendrá ocasión de po-ner en marcha muchas de las conductas (obsérvese que éste es uno de los más graves inconvenientes de las clases dema-siado numerosas, en las que se hace invia-ble la imprescindible individualización de la relación maestro-alumno).

Asimismo, las conductas perturbado-ras tienen su dinámica propia. Muchas de ellas están reforzadas por la atención social del grupo o de algún miembro del grupo: carcajadas, miradas, sonrisitas, comenta-rios, colaboraciones concretas, etc. Otras muchas veces, al igual que ocurre en el ámbito familiar, tales comportamientos cuentan con el reforzamiento social del propio maestro. En efecto, las miradas al niño que «se distrae» o «hace el tonto», los comentarios, los avisos, es decir, toda la interacción social mantenida merced a ta-les conductas puede, y de hecho debe, actuar como reforzamiento de los propios comportamientos que se pretenden su-primir.

Por otro lado, todo niño ansioso por el motivo que sea (castigo familiar, rechazo del grupo, fracaso escolar, relación negati-va con el maestro, etc.) es susceptible de manifestar su desasosiego a través de un comportamiento desorganizado del tipo que comentamos. Y ello ocurrirá en la mayor parte de los casos usuales. (Por des-contado en casos más extremos aparecerán conductas emocionales más intensas: llan-to, agresividad, etc.)

Muchas de estas conductas perturbado-ras deberán ser catalogadas como conduc-tas de evitación, puesto que el fracaso es-colar suele estar siempre presente de un

modo u otro. Mediante ellas el niño evita hacer aquello que suscita su ansiedad.

Esta especie de división de factores es totalmente descriptiva. En los casos co-rrientes, suelen darse todos conjuntamente aunque en dosificaciones diferentes. El ar-quetipo sería un niño con unas conductas hiperactivas ya condicionadas en el medio familiar, que inicia sus aprendizajes con cierto fracaso por las dificultades que plantean tales conductas a un maestro con demasiados alumnos en clase, aumentan-do las perturbadoras por los intentos del maestro en orden a «corregirlas» directa-mente (reforzamiento), manteniéndolas por las respuestas del grupo, experimen-tando una ansiedad leve pero creciente, empeorando los rendimientos, imitando quizá al maestro si actúa punitivamente, apareciendo cierta agresividad manifiesta o encubierta en el niño, y veinticinco mil hechos más que hacen de todo ello una situación sumamente compleja. Y fre-cuente.

Apuntemos que la solución de este tipo de situaciones, la supresión de estas con-ductas perturbadoras, no puede pasar ex-clusivamente por la extinción de las mis-mas. En todos los casos va a ser preciso, y a veces de modo exclusivo, el conseguir un rendimiento suficiente y suficientemente reforzado. Si existen conductas incompati-bles con las conductas de aprendizaje aca-démico, el educador debiera plantearse co-mo objetivo primordial el incremento de estas últimas. Sólo cuando tal cosa esté en trance de ocurrir, debiera abordar la su-presión de las perturbadoras. En otras pa-labras, y ciñéndonos al tema que nos ocu-pa, si un niño presenta deficiencias en su lectoescritura a causa de sus conductas per-turbadoras de la situación de aprendizaje, va a ser necesario enseñarle a leer y escri-bir para que disminuyan aquéllas.

De modo quizá excesivamente esque-mático, podemos afirmar que en un mo-mento dado de la escolaridad de un niño —en un momento dado del aprendizaje de su lectoescritura— no es tan cierto que no aprende porque se distrae o se mueve mucho, como que se distrae y se mueve

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mucho porque no aprende. Pero ambos fenómenos ocurren. Por eso hablamos de círculo vicioso. Se trata de una interacción de factores.

Todos los factores que hasta aquí hemos citado como posibles causantes de un aprendizaje insuficiente de la lectoescritu-ra no se excluyen entre sí, ni mucho me-nos. Por el contrario, suelen ser comple-mentarios y normalmente unos se dan co-mo consecuencia de los otros, dada la evolución temporal de la conducta. En consecuencia un niño puede carecer de ha-bilidades requisitas, pongamos por caso, lo que interfiere la situación actual de aprendizaje, apareciendo una serie de con-ductas perturbadoras. Todo, pues, puede y suele darse en muchos niños. Pero esta artificiosa disección puede facilitar —eso pretende— el análisis de cada caso.

Aunque pueda parecer una perogrulla-da, de todo lo dicho se desprende que la «terapéutica» o «reeducación» de los retra-sos en lenguaje escrito consiste en enseñar a leer y escribir al niño en cuestión. Pero tal enseñanza implica una gran cantidad de factores, todos los hasta aquí citados, y aún otros que no se han apuntado para evitar la prolijidad de la exposición.

El maestro, reeducador, psicólogo o cualquier persona, especializada en corre-gir los retrasos de la lectoescritura debe saber programar los estímulos, administrar las consecuencias de cada conducta, acon-sejar a la escuela del niño, modificar las conductas de los familiares del niño que causen parte de sus insuficiencias, analizar y controlar sus propias reacciones, etc. To-do ello es enseñar a leer y escribir al que va retrasado.

Ahora bien estas tareas no son esencial-mente distintas de las que deben ponerse en práctica al plantearse la enseñanza de la lectoescritura del retrasado mental, el paralítico cerebral, o cualquier tipo de ni-ño cuya insuficiencia esté plena y clara-mente «justificada» por la patología que padezca. Las diferencias básicas radicarán

en que la especialización del profesional y la especificidad de la técnica deberán ser mayores, las conductas requisitas que de-ban aprenderse inicialmente serán más simples, la cantidad de asociaciones entre estímulos, respuesta y reforzamientos ten-drá que ser muy superior, los modelados («shaping») de las respuestas y las atenua-ciones («fading») de los estímulos deberán ser más minuciosos y precisos, el tiempo a dedicar tenderá a incrementarse, etc. Pero, repetimos, las etapas del aprender, las ta-reas del enseñar, son esencialmente las mis-mas para todos los niños.

Este planteamiento conlleva una conse-cuencia de indudable trascendencia peda-gógica, profesional, e incluso ética. En lo que a la lectoescritura se refiere —así co-mo en la mayor parte de los aprendiza-jes—, no es válido, ni honesto, responsa-bilizar o culpar a un niño en concreto de su fracaso. La responsabilidad, la culpa es siempre del método, y por consiguiente de quien lo elabora o aplica. La existencia de niños «difíciles» implica la aplicación de técnicas inadecuadas o la intervención de personas incapacitadas, por lo menos para la tarea en cuestión.

Un planteamiento psicológico, terapéu-tico o pedagógico auténticamente científi-co exige de quien lo adopta una autocríti-ca permanente, la disposición mantenida de autocorregirse, la adaptación continua-da de la acción a los resultados de la misma. Ello sólo es posible sin dogmatis-mos: con humildad; sin falsas suficiencias; con auténtica información.

Todo ello tiene graves implicaciones en la práctica. Un niño que no ha aprendido a leer adecuadamente, ni puede quedar relegado, abandonado, «porque es así» o «porque es disléxico», ni puede ser exigido punitivamente «porque es un gandul» o «porque hay que apretarle mucho», ni puede ser tratado o reeducado «con tanto afecto y cariño» que resulte gratificado precisamente por no leer. Y, sin duda, cotidianamente, todo esto se da; ya lo creo que se da.

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4. Anomalías cognitívas

Los últimos tiempos han visto cómo se acumulaba información en favor de inter-pretaciones cognitívas de determinadas al-teraciones implicadas en el retraso específi-co de la lectura. El tema central se identi-fica con el procesamiento de la informa-ción. Posiblemente hayan sido MORRI-SON y COLS. (1977) quienes más aporta-ciones hayan realizado en este área, un área que viene a complementar las anomalías determinadas por la situación de aprendi-zaje definida tal como se ha hecho en los anteriores apartados. Es evidente que el sistema visual, elemento central en la lec-tura, recibe una gran cantidad de informa-ción. No obstante esta información se pierde por completo a menos que resulte atendida, codificada, y transferida a la me-moria a corto plazo. MORRISON y COLS. se han dedicado a través de una serie de investigaciones notablemente sofisticadas a

analizar si el déficit en la lectura se debía básicamente a los procesos perceptivos o a los procesos mnémicos implicados en di-cha actividad. Sus conclusiones apuntan a que los déficit de codificación y de organi-zación de la información recibida parecen ser los responsables de los problemas expe-rimentados por los malos lectores. Asimis-mo, han apuntado que tales déficit no son exclusivamente verbales, sino que se apli-can a las formas abstractas así como a las letras.

Hacemos hincapié en este enfoque por-que, quizá,, pudiera servir de enlace funda-mental entre las supuestas anomalías o disposiciones biológicas y los retrasos lec-tores en algunos de los casos en que éste se produce. En cualquier caso, si el centro del problema residiera en una anomalía cognitiva, la «terapéutica» continuaría sien-do la misma, es decir, una pedagogía bien hecha, y, por tanto, individualizada, per-sonalizada.

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SEGUNDA PARTE

Test de análisis de lectura y escritura (T.A.L.E.)

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Elaboración del test

JUSTIFICACION DEL TEST

Han sido varias, complejas y entrelaza-das, las razones que nos han llevado a la elaboración del Test de Análisis de Lectura y Escritura (T.A.L.E.). Recordando que todo test no es más que un instrumento de medida, una situación estándar para la recolección de datos, las razones o motivos de la elaboración del T.A.L.E. pueden re-sumirse como sigue, atendiendo a los dis-tintos campos de su posible aplicación:

a) Asistencia

Es bien sabido que en el campo de la psiquiatría infantil y psicología escolar, el insuficiente rendimiento del niño consti-tuye el objeto de consulta más frecuente, seguido a notable distancia por cualquier otra anomalía. Además, cuando el retraso escolar no es el objeto central de la con-sulta, es habitual que se presente como «otro síntoma» acompañante del esencial. Nadie puede sorprenderse de que las cosas sean así puesto que el rendimiento escolar habitual supone una actividad obligatoria para todo niño, cuyas exigencias debe sa-tisfacer forzosamente cualquiera que sea su repertorio básico de conductas específicas. Y tales conductas o habilidades son com-plejísimas, implicando de un modo u otro muchos —quizá la mayor parte— de los aprendizajes previos del niño en cuestión. Obsérvese que no se trata tan sólo de las conductas denominadas «académicas», sino

también, por ser la situación escolar de claro carácter interpersonal, de las conduc-tas «sociales». La relación con el maestro y con los compañeros implica unos estímu-los discriminativos y condicionados y unas contingencias de trascendente significa-ción.

Pues bien, en ese complejo contexto, la lectura y la escritura se erigen como pie-dras de toque básicas. Su «fragilidad» es evidente. Su identificación con los retrasos escolares es prácticamente total. La lectura y la escritura se constituyen en auténticas encrucijadas de fenómenos psicológicos de todo tipo, en complicado rompecabezas. Cualquier fallo en cualquier pieza desen-cadenaría el retraso, el no aprendizaje.

Por consiguiente, el psicólogo infantil, el equipo psiquiátrico, debe contar con un instrumento diagnóstico que le permita, lo más detallada y rápidamente posible, averiguar el nivel general y las característi-cas esenciales de la lectura y escritura del niño problema en cuestión.

Puede pensarse que para ello no se pre-cisa de una prueba concreta, que basta la observación y análisis directo de la lectoes-critura del niño de que se trate. En parte, es eso algo muy cierto. Sin embargo, dado que el diagnóstico implica la delimitación de todas las características del lenguaje es-crito que diferencian al niño problema del normal, es preciso conocer los niveles y frecuencias de las características esenciales de la lectura y escritura de la población normal, promedio, correspondiente a la

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edad y lo nivel escolar del niño en estu-dio. No basta oírle leer o verle escribir, sin más. Es preciso, en éstas como en muchas otras conductas, comparar,. constatar, no juzgar intuitivamente.

Obsérvese que hemos hecho hincapié en las «características» de la lectoescritura. Queremos significar con ello que no basta con el estudio de variables como velocidad de lectura, cantidad de errores, compren-sión de un texto, etc. Aunque se trata de unos elementos imprescindibles, para un auténtico análisis de la conducta escrita y leída resultan claramente insuficientes, de-masiado groseros.

La necesidad de llegar al diagnóstico de deficiencias aparentemente «pequeñas» o «sin importancia» radica en que todo diag-nóstico debe conllevar las bases de la reha-bilitación. La fijación del nivel de lectura y escritura de un niño deficitario supone en realidad y en términos del análisis ex-perimental de la conducta, fijar el nivel basal de todas y cada una de las caracte-rísticas esenciales. Sólo a partir de esos cimientos, de ese punto de partida, es posible elaborar adecuadamente el perti-nente programa de rehabilitación, es decir, de enseñanza.

Esta afirmación lleva implícito algo que, no por sabido, deja de ser trascendente. No existe un programa de enseñanza váli-do para todos los niños con retrasos en la lectoescritura. Existen, eso sí, unas leyes del aprendizaje, del condicionamiento, que son universales y cuya identidad debe quedar reflejada en la tecnología que se aplique. Pero sus concreciones a cada caso son, de algún modo, únicas. La tan caca-reada «personalización de la enseñanza» nada tiene que ver con lo que a veces no es más que una extraña mística de las relaciones entre niño y maestro. En térmi-nos objetivos, tal «personalización» no puede ser otra cosa que la programación de los aprendizajes del niño en cuestión, junto con la aplicación de una técnica de enseñanza específica, cimentada por com-pleto en un análisis lo más detallado posi-ble de las conductas de lectura y escritura.

Este «análisis detallado» es lo que debie-

ra suministrar un test de lectura y escritura como el que se propone. Obsérvese que también el «reeducador» precisa de la comparación con la población normal, en la medida en que su tarea tiene que cen-trarse en lo ciertamente deficitario o erró-neo. Y esto siempre es una consideración relativa, pero tal relatividad debe precisar-se con referencia a la población promedio de edad y/o nivel escolar.

Todo esto no significa que el diagnósti-co y la «reeducación» o enseñanza especial de las insuficiencias de la lectura o escritu-ra deban limitarse a la administración de una prueba como el T.A.L.E. Habitual-mente se vienen utilizando diversas bate-rías de tests que están destinadas a anali-zar distintas «aptitudes» del niño. Pese a que muchas de las empleadas con cierta frecuencia merecen grandes dudas acerca de su relación con la lectoescritura, no cabe duda que algunas son francamente útiles —p. ej., ciertos tests de «organiza-ción perceptiva visual»— tanto para el diagnóstico como para la enseñanza. Sin embargo, para que tal utilidad sea cierta forzosamente debe ocurrir que las conduc-tas exigidas y medidas por tales tests sean conductas realmente imprescindibles para la lectura o la escritura, es decir, formen pane ineludible del repertorio de conduc-tas requeridas. Y, tristemente, ello ocurre muy pocas veces.

En consecuencia, el estudio de ciertas conductas implicadas en la lectura y la escritura, y no consistentes explícitamente en leer y escribir, pueden resultar impres-cindible si los resultados de un análisis detallado de la lectura o escritura indican que la deficiencia —p. ej., la falta de dis-criminación entre letras distintas— implica la existencia de unos repertorios de habili-dades situados a niveles claramente infe-riores a los mínimos exigidos por el test de lectura o escritura. Asimismo, la adminis-tración de otros tests puede realizarse para verificar ciertas hipótesis elaboradas tras la obtención de los resultados del test en cuestión.

Por fin, el reeducador, el psicólogo, el psiquiatra infantil deben contar con un

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instrumento que, a través de sucesivas aplicaciones, les permita considerar la efi-cacia de los programas y medidas adopta-das para la enseñanza de cada niño pro-blema. La necesidad de «autocorregir» el método es permanente.

b) Enseñanza

Obviamente, los maestros también de-ben contar con un instrumento adecuado que les resuelva algunos de los problemas que les plantea la lectoescritura de sus alumnos. Este supuesto se cumple tanto en la enseñanza normal como en la lla-mada «especial».

Ciertamente, el maestro de una clase concreta, de una edad determinada, tiene en su propio grupo de alumnos, en los niveles promedio de lectura y escritura, los puntos de referencia adecuados para juz-gar la calidad y suficiencia de la lectoescri-tura de un niño dado. Por otro lado, y al igual que otros profesionales, su experien-cia personal concreta puede resultar valio-sísima.

Sin embargo, todo maestro debe llegar a discriminar cuáles son las insuficiencias o anomalías del lenguaje escrito de un niño determinado que exigen una enseñanza especial, o, por lo menos, la intervención del psicólogo o profesional especializado. Si en la escuela en cuestión existe ya un psicólogo escolar, éste ya actuará —o de-biera hacerlo— adecuadamente. Pero co-mo la norma, por lo menos entre noso-tros, es la inexistencia del psicólogo escolar y la «soledad» del maestro, es preciso que éste cuente con el medio que le suministre los criterios que precisa. Ha de saber —y saber justificar— cuándo una tarea deter-minada queda ya fuera de su competencia o cyándo, para proseguirla, necesita una asesoría especializada.

Por otro lado, la institución escolar co-mo tal puede —quizá mejor, debe— pre-tender la constitución de grupos homogé-neos que faciliten la enseñanza de la lec-tura y escritura, sea con fines de «recupe-

ración», sea con cualquier otro objetivo. Si la razón de obrar así es una mayor eficacia en la enseñanza de la lectoescritura, los criterios de homogeneización no pueden ser groseros, sino lo más detallados y minu-ciosos posible. Y debieran ser suministra-dos por una técnica de análisis suficiente-mente elaborada.

Por supuesto, esta necesidad es absolu-ta, ineludible, en las escuelas de enseñan-za especial, dedicadas a niños afeaos de retraso mental de distintos niveles y tipos. En tales casos, interviniendo ya la patolo-gía de manera clara, los grupos de ense-ñanza de lectura y escritura —al nivel que sea— no pueden constituirse en función de la edad cronológica, la edad mental o el cociente intelectual, prescindiendo de las consideraciones criticas de todo tipo que nos merezcan este tipo de medidas y conceptos. Los criterios sólo pueden estar referidos a la actividad específica a la que se dedica el grupo en cuestión y lo justi-fica.

Por fin, aunque se trata de una entidad «menor», la institución escolar suele preci-sar de un medio rápido y lo más completo posible para situar al niño en un nivel pedagógico definido, p. ej. con ocasión del ingreso de un alumno en nuevo cen-tro. Dada la trascendencia de la lectoescri-tura y sus complejas implicaciones, la in-formación suministrada por una prueba como la pretendida aquí, puede ser va-liosa.

c) Investigación

Lectura y escritura, precisamente por su complejidad, trascendencia social, signifi-cado individual y edades habituales de aprendizaje, constituye un fenómeno in-tensamente abordado, desde distintos en-foques y con diferentes finalidades, por investigadores de todo tipo.

La mayor parte de las investigaciones que suelen plantearse en este terreno van dirigidas al estudio de cómo y por qué se aprende a leer y escribir y cómo y por qué no se aprende a hacerlo. En otras pala-

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bras, pretenden estudiar las fases y moti-vos del aprendizaje y las razones o circuns-tancias que implican una insuficiencia en la lectoescritura. En el trasfondo de todo ello se asienta la necesidad de aprovechar los frutos de tales investigaciones para ela-borar unos métodos de enseñanza de la lectura y la escritura que sean lo más efi-caces posible tanto para el niño normal como para el deficitario, retrasado o en-fermo.

En este tipo de investigaciones es preci-so distinguir ciertos aspectos esenciales. Por un lado, y tal como suelen plantearse habitualmente las mismas, la lectoescritura desempeña un claro papel de variable de-pendiente. Se acostumbra a estudiar sus modificaciones en función de un cierto número de circunstancia^ o fenómenos que en general suelen ser sociales o pato-lógicos. Así puede planearse una investi-gación para estudiar la lectoescritura pro-pia del niño rural, el retrasado mental, el árabe, el internado en orfelinatos, el hipo-acúsico, el sobreprotegido, el enseñado mediante el «método global», el niño de clase obrera, el inmigrante, el lesionado cerebral, etc.

En todos estos casos, insistimos, se trata de buscar qué niveles de lectoescritura al-canza la población en cuestión. El diseño experimental que suele ser habitual tiende a crear un grupo experimental, suficiente-mente homogéneo, en los aspectos signifi-cativos, que se diferencia del grupo con-trol precisamente en aquello que consti-tuiría la supuesta variable independiente.

En este contexto, debe quedar muy cla-ro que ya no es posible trabajar analizan-do los niveles de lectura o escritura grosso modo. Es preciso llegar a discriminaciones más finas, a percibir diferencias que pu-diéramos llamar «mínimas» o «cualitati-vas». Para poder obrar así, es preciso con-tar con un instrumento de medida capaz de suministrar información acerca de esas características finas; es decir, una prueba que suministre criterios para analizar las variables en cuestión, lo que implica no sólo su desglose, sino también la existen-cia de unos puntos de referencia de sufi-

ciente garantía, es decir, la «normalización» de la prueba en cuestión.

Cabe objetar que para el tipo de inves-tigaciones señalado, no hace falta precisar y detallar tanto la entidad de la variable dependiente. Ciertamente, es una posibi-lidad dado que las circunstancias socioló-gicas y patológicas tomadas como ejemplo, y enunciadas así, resultan altamente bur-das, groseras o poco operativas. Se trata de un problema metodológico real que no es ésta ocasión de resolver. Pero, cuando me-nos, conviene señalar que precisamente la supuesta ineficacia de unos datos realmen-te analíticos de la lectoescritura, en inves-tigaciones de esta índole, puede llevar a criticar el planteamiento inicial y por con-siguiente, si no la hipótesis de trabajo, por lo menos el modo de hacer operativa la «variable independiente».

Este tipo de investigaciones, a las que podríamos denominar «sociales» o «de gru-po», no pueden, sin duda, decirnos cómo y por qué se aprende a leer o a escribir. Pero sí pueden decirnos en qué circuns-tancias no ocurre o no ocurre «normal-mente» tal aprendizaje. En realidad debie-ra considerarse la posibilidad de elaborar ciertos «perfiles» del lenguaje escrito, pro-pios de circunstancias específicas. En cual-quier caso, creemos, es ésta una tarea que está por hacer.

Sabemos que el estudio del cómo y el por qué requiere, ciertamente, técnicas más finas. Este tipo de investigaciones no puede resolverse mediante «grupos». En el momento presente, sólo las técnicas deri-vadas del análisis experimental de la con-ducta permiten llegar a tales conclusiones. Y, debe quedar muy claro, un test como el aquí presentado carece de toda utilidad al respecto.

Con anterioridad hemos hecho algunos comentarios acerca de la utilidad de cier-tos tests en el «diagnóstico» de las insu-ficiencias o anomalías de la lectoescritura. Señalábamos que la administración de es-tas pruebas pudiera quedar justificada en la medida que la conducta exigida consti-tuyera un requisito o componente de la lectura o escritura. Atendiendo a los ma-

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nuales de muchos tests, cabría pensar que esto es cierto en todos los casos. Pero las verificaciones sólo se han llevado a cabo —y no siempre con el rigor requerido— en algunos de ellos. En general no suele acla-rarse la función concreta y precisa de la conducta medida por el test en una etapa concreta y precisa del aprendizaje de la lectura o la escritura. Habitualmente no suele pasarse de afirmaciones tan burdas como: «los niños que obtienen bajas pun-tuaciones en este test acostumbran a expe-rimentar retrasos en la lectura». Se trata de meras correlaciones, que pueden ser altamente interesantes, por supuesto, pero de lo que precisamos es de relaciones de causa a efecto, por un lado, y de situar unas conductas concretas en el seno de una lectoescritura concreta, por otro.

Para ello se precisa contar con una des-composición —y unos criterios de descom-posición— de la lectura y la escritura que sólo una prueba analítica, completa y nor-malizada puede dar. No se olvide que las aplicaciones básicas de estos trabajos sue-len implicar el intento de alcanzar un me-jor conocimiento de la «patología», de la «clínica de la lectoescritura».

Las mismas correlaciones que habitual-mente suelen hacerse resultan demasiado groseras por la molaridad, la excesiva am-plitud de los datos que se toman de la lectoescritura estudiada. No basta decir que «un mal rendimiento en organización perceptiva correlaciona con un nivel bajo de lectura». Es preciso señalar, si es posi-ble, qué características de la «percepción visual» correlacionan con cada una de las características significativas de la lectura. Conviene que las investigaciones «de gru-po» —como son éstas— tengan en cuenta la minuciosidad y la finura que nos han enseñado el análisis neuropsicológico y el análisis experimental de la conducta.

Todas estas consideraciones, explícitas muchas de ellas desde un principio, atis-badas, tan sólo intuidas, otras, nos plan-tearon la necesidad de contar con el ins-trumento preciso que satisfaciera tales exi-gencias. De ahí nació el objetivo de elabo-rar el Test de Análisis de la Lectura y la

Escritura. Mas para comenzar su elabora-ción, era preciso descartar la existencia de algún test que ya cumpliera con los requi-sitos planteados.

Y a ello nos dedicamos; a recoger prue-bas en principio las más divulgadas, acre-ditadas o nombradas, procediendo al co-rrespondiente análisis crítico de las misma: en función de los objetivos bosquejados.

TESTS ESTUDIADOS

Como se ha indicado ya, dadas las ca-racterísticas requeridas de un supuesto test de lectura y escritura, procedimos a revisar y analizar aquellos más utilizados, citados y acreditados a juicio de distintos autores y publicaciones (latinos, anglosajones y latinoamericanos).

Nuestro estudio se ha centrado en los siguientes tests.

— L'ALOUETTE. Test d'analyse de la lecture et de la dislexie. Autor: P. Lefa-vrais. Editions du Centre de Psychología Appliquée. París, 2.1 edición. 1967.

— GILMORE ORAL READING TEST. Autores: John V. Gilmore y Eunice C. Gilmore. Harcourt, Brace and World, Inc. New York, 1968.

— READING DIAGNOSTIC TESTS. Autores: Arthur I. Gates y Anne S. Me Killop. Teachers College Press. New York, 1962.

— DURRELL ANALYSIS OF REA-DING DIFFICULTY. Autor: Donald D. Durrell. Harcourt. Brace and World, Inc. New York, 1955.

— DIAGNOSTIC READING SCALES. Autor: George D. Spache. California Test Bureau. Monterrey (California), 1963.

— BOTEL READING INVENTORY. Autor: Morton Botel. Follet Publishing Company. Chicago, 1966.

— GROUP DIAGNOSTIC READING APTITUDE AND ACHIEVEMENT TESTS. Autores: Marion Monroe y Eva Edith Sherman D. H. Nevins Printing Co. Bradenton (Florida), 1966.

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No creemos oportuno reseñar aquí las características técnicas de todas estas prue-bas. Baste señalar que, al margen su apli-cación al idioma francés o al inglés, nin-guna de ellas cuenta, a nuestro modo de ver, con todas las características que hemos considerado imprescindibles.

En consecuencia, no podía pensarse en solucionar el problema con una simple adaptación de alguno de dichos tests.

Por otro lado, no se cita aquí ninguno de los numerosísimos tests que podríamos llamar de «prelectura», es decir, de requisi-tos para la lectura, dado que sus objetivos

no coinciden con nuestro propósito de analizar la lectura propiamente dicha, la lectura establecida. Digamos de paso que la mayor parte de esos tests «prelectores» carecen de justificación, de valor predicti-vo, a poco que se analicen los auténticos requisitos de la lectura.

Por fin, subrayaremos la incomparecen-cia de tests de escritura en la enumeración reseñada. Alguno de los citados cuenta con elementos escritos, ciertamente, pero no pasan de ser meros complementos. Y tests de escritura propiamente dichos, y elaborados con un mínimo de condicio-nes, no hemos sabido hallarlos.

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ELABORACION DEL TEST

Decidida la elaboración del T.A.L.E. quedó definido como una prueba destina-da a determinar los niveles generales y las características específicas de la lectura y escritura de cualquier niño en un momen-to dado del proceso de adquisición de ta-les conductas. Ello supone la existencia de unos criterios de normalidad lo más preci-sos posible tanto en lo que concierne a los niveles generales como en lo que afecta a las características específicas.

a) Subtest de lectura

La revisión crítica de los tests de lectura aparentemente más significativos, ya ex-puesta en el anterior apartado de este tra-bajo, permitía el esbozo de un modelo de prueba de lectura que sirviera de platafor-ma de trabajo o punto de referencia ini-cial. En principio algunos de los tests americanos dispuestos para la exploración de los niveles de lectura comprendidos en-tre los 6 y los 14 años, fueron los que más llamaron nuestra atención, aunque sólo fuera por las amplias posibilidades de ma-tización evolutiva que suponen tantos ni-veles. Por consiguiente, se pensó estructu-rar el test según 8 o 9 niveles de compleji-dad, diversos y sucesivos.

Toda vez que los niveles de edad deben corresponder, en la población normal, con los niveles pedagógicos, se inició una se-lección de textos castellanos utilizados en las escuelas españolas en los niveles corres-pondientes a aquellas edades. El análisis de tales textos ya permitió confirmar algo que se había intuido desde un principio, pero que precisaba su verificación práctica:

en lo que a la conducta «lectura» estricta-mente se refiere, la sucesión de niveles de complejidad propios de la enseñanza del castellano muy poco tiene que ver con lo que sucede en otros idiomas, y concreta-mente en el inglés. Las complejidades fo-néticas del idioma inglés, y, sobre todo, las difíciles equivalencias entre fonemas y grafemas, son tan superiores a las del cas-tellano, que en esta última lengua resulta absurdo plantearse 8 o 9 niveles de com-plejidad correspondientes a otras tantas edades.

De hecho, en nuestro sistema de ense-ñanza, y en lo que a la corrección de la lectura se refiere, en principio no parecen existir diferencias significativas, matiza-bles, cuantificables, entre los 10 y 14 años de edad de la población normal. En otras palabras, a los 10 años de edad los meca-nismos conductuales de la lectura suelen estar prácticamente establecidos en el niño promedio de la población escolarizada.

Estas consideraciones nos llevaron a pla-near nuestro subtest de lectura para 4 ni-veles de edad coincidentes con los 4 pri-meros cursos de la Enseñanza General Bá-sica. Ya en los anteriores planes de ense-ñanza, el inicio del Bachillerato a los 10-11 años de edad, implicaba abandonar la lectura —y la escritura— como objetivo inmediato de la enseñanza, para ocupar su lugar de instrumento de aprendizaje de otras materias. En tal momento ya no se está aprendiendo a leer; básicamente se está adquiriendo información merced a la lectura ya aprendida.

La concreción del proyecto se inició se-leccionando los textos —párrafos— más

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adecuados para cada edad o nivel escolar. En este punto la colaboración del Equipo Pedagógico de «Rosa Sensat» fue insusti-tuible. Cada uno de los textos selecciona-dos fue presentado a otros tantos grupos de 10 niños de cada nivel, que quedaron constituidos en grupos piloto. Se trataba de verificar su idoneidad y la detección de posibles imprevistos. Los niños de cada grupo, considerados «normales» en lectura, procedían de distintas escuelas y niveles socio-económicos.

Esta labor inicial puso de manifiesto la necesidad de contar con dos textos de di-ferente nivel de complejidad para ser leí-dos por niños del primer nivel de E.G.B. Se observó que, según la escuela en cues-tión, los niños promedio de dicho curso y edad habían alcanzado unos niveles distin-tos de aprendizaje de la lectura. En efec-to, mientras ciertos centros escolares ini-cian la enseñanza de la lectura al comien-zo del l . e r cuno de E.G.B., otros la empie-zan en el curso anterior (5 años) y alguno incluso antes, a lo largo de toda la ense-ñanza misteriosamente llamada «prees-colar».

Una vez seleccionados los textos en cuestión, se elaboraron las series de letras, sílabas y palabras que permitieran «anali-zar» la conducta de lectura o, lo que es lo mismo, detallar los errores más frecuentes en cada nivel. En un principio se pensó que la lectura de letras, sílabas y palabras sólo seria exigible a niños de 1.° y 2.° nivel de E.G.B. Sin embargo, se decidió comprobar el acierto de tal decisión. La conclusión fue negativa, e incluso sorpren-dente desde un cierto punto de vista. En los grupos piloto antes citados se observó que ciertos niños de 3.° y 4.° nivel de E.G.B. cuya lectura de los textos corres-pondientes era prácticamente normal, in-currían en algunos errores al leer letras, sílabas o palabras sueltas. Por consiguien-te, se decidió administrar las series de le-tras, palabras y sílabas a todos los niños, prescindiendo de edad o nivel escolar. Só-lo los textos variarían en función de tales factores.

Estos textos, pues, deben variar en com-plejidad a medida que aumentan las eda-des o niveles escolares de aplicación. Al seleccionar —o, mejor, preseleccionar— los textos que debían ser experimentados en los grupos piloto, la complejidad pro-gresiva de los cuatro niveles (cinco, inclu-yendo los dos de primer curso de E.G.B.) se concretó en los siguientes puntos:

1. Palabras progresivamente más largas. 2. Palabras progresivamente más infre-

cuentes. 3. Frases progresivamente más largas. 4. Tamaño de las letras progresivamen-

te más reducido. 5. Espacios interlineales progresivamen-

te menores. 6. Signos de puntuación progresiva-

mente más frecuentes y variados. Así, los textos correspondientes al cuar-

to y último nivel de complejidad implica-ban una lectura prácticamente «adulta».

Los textos definitivos, tras la lectura de todos los seleccionados inicialmente, por parte de los grupos piloto, fueron dos pa-ra cada nivel. Uno de ellos, junto con las series de letras, sílabas y palabras, debía servir para analizar la lectura oral, mien-tras el otro, paralelo o equivalente al pri-mero, estaba destinado a juzgar la com-prensión de la lectura silenciosa.

La serie de letras definitiva incluye to-das las que componen el alfabeto castella-no. Son presentadas, en forma de mi-núsculas y mayúsculas, según los tipos de imprenta más habituales. Asimismo se de-cidió añadir una serie de letras en cursiva para, dentro del l . c r nivel de E.G.B., ser administrada a aquellos niños cuyo apren-dizaje se hubiera iniciado utilizando tales caracteres.

La serie de sílabas incluye veinte. Entre las múltiples sílabas posibles se eligieron aquellas que, sin dar lugar a un número excesivo, permitiera presentar el máximo de variantes en función de las respectivas combinaciones de letras. Así se selecciona-ron algunas sílabas directas (consonante precediendo a una vocal), p. ej., «lu»; sílabas inversas (vocal precediendo a con-

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sonante), p. ej., «op»; sílabas líquidas (dos consonantes juntas), p. ej., «bra»; sílabas con letras susceptibles de dar lugar a «ro-taciones», p. ej., «din»; etc.

Algo parecido ocurre con la serie de palabras. Se ha pretendido incluir en ellas el máximo de combinaciones silábicas po-sibles sin hacer exhaustiva la lista, ni mu-cho menos. Asimismo se han introducido algunas palabras carentes de significado. Con ellas se pretende evitar la «fluidez» de lectura que se produce al reconocer una palabra familiar. La palabra no reconocida exige una discriminación de sus compo-nentes gráficos mucho más minuciosa. Así pueden detectarse ciertos errores que de otro modo quizá pasaran desapercibidos. En total, la serie consta de 50 palabras, de las cuales 6 carecen de significado.

De esta cincuentena de palabras, 2 constan de una sola sílaba, 21 con bisíla-bas, 20 son trisílabas, 6 están compuestas de 4 sílabas y 1 cuenta con 5 sílabas.

Quizá la fase más laboriosa de la elabo-ración del subtest de lectura radicó en la delimitación y definición de los errores que debían ser tenidos en cuenta. En principio se partió de una enumeración básica sugerida por la experiencia con ni-ños que presentan insuficiencias en la lec-tura, sea en una situación escolar, sea en un contexto clínico. Algunos de tales erro-res —su mayoría— pueden ser cuantifica-dos con una relativa facilidad, lo que per-mite, a efectos de test, puntuarlos objeti-vamente una vez definidos y detectados. En cambio, otros, por no poder ser objeti-vados claramente y prestarse a interpreta-ciones subjetivas, se deeidió desestimarlos a efectos de la tabulación final de subtest. aunque mantengamos la recomendación de que sean tenidos muy en cuenta por el examinador.

b) Subtest de escritura

En lo que concierne a la elaboración de una prueba de escritura las dificultades a> solventar han sido mucho mayores. Prác-ticamente hemos partido de una casi total

ausencia de modelos. Obras destinadas a estudiar el aprendizaje de la escritura, aunque sorprendentemente escasas, hay algunas. Pero, como ya dijimos, auténticos tests de escritura, no. Y mucho menos lo que hemos pretendido desde el principio: una prueba que, en el caso de insuficien-cias o anomalías, permitiera obtener resul-tados conjuntos y relaciones mutuas entre lectura y escritura.

Desde un principio estaba claro que en la conducta de escribir cabía distinguir dos aspectos básicos, a saber, el grafismo y la ortografía. El curso de la gestación de la prueba nos llevó a considerar otros aspec-tos, p. ej. la sintaxis, no previstos en la primera fase.

La escritura del niño se recoge en tres situaciones distintas: copia, dictado y es-critura espontánea.

En la copia los modelos a reproducir son sílabas (15), palabras (15) y frases (3). Cada uno de estos elementos, y a tercios iguales, cuenta con tipos de letra mayús-cula, minúscula y cursiva. Las frases se presentan en orden de complejidad cre-ciente. Dadas las características propias de la conducta de «copiar» y la relativa sim-plicidad de los objetivos de este apartado, sú administración a los grupos piloto no significó ninguna rectificación de lo pre-visto.

En la escritura al dictado, se precisaba para cada nivel un texto fijo y adecuado. Para determinarlo fue de gran utilidad la labor de selección de textos destinados a la lectura. De hecho, para cada nivel, se han adoptado unos textos paralelos a los utili-zados en las pruebas de lectura oral y lectura silenciosa. El «paralelismo», claro está, fue verificado mediante los grupos piloto.

La escritura espontánea planteó una se-rie de problemas de difícil solución. En principio se trata de que el niño escriba sin la transcripción inmediata o directa de unos estímulos visuales (copia) o auditivos (dictado). En ello radica esencialmente la «espontaneidad». Pero la libertad de ac-ción implicada en ello interfiere la necesa-

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ría estandarización de una situación de test. Tras estudiar distintas disyuntivas u opciones, nos inclinamos por mantener la «libertad de escritura» del niño, pero den-tro de la descripción de un tema obligado, que en principio significara una experien-cia relativamente frecuente en los niños de las edades abordadas. Así podía conseguir-se, aunque sólo en muy escasa medida, un mínimo de uniformidad.

La delimitación y definición de los erro-res siguió un proceso semejante al expues-to al tratar del subtest de lectura. Sin embargo, este paralelismo afecta única-mente a los aspectos ortográficos, tanto en lo que concierne a la ortografía natural como a la convencional o arbitraria. En este caso, y a diferencia de la lectura, dada la existencia del registro gráfico, la cuantificación es posible prácticamente en todos los tipos de errores.

Lo realmente difícil ha sido alcanzar cri-terios mínimamente significativos en otras dos esferas ajenas a la ortografía: el «con-tenido» de la expresión espontánea y el grafismo.

El análisis del texto desarrollado por el niño en la escritura espontánea, daba pie a valorar ciertos *factores sintácticos» pro-pios del repertorio expresivo verbal de los niños de estas edades. No obstante, la falta de uniformidad en esta prueba, que antes hemos citado, dificulta la valoración objetiva mediante referencias estadísticas. En este caso han tenido que adoptarse auténticos «convenios» provisionales, es decir, se han establecido ciertos criterios que en parte pueden —y deben— ser considerados válidos, pero que sin duda precisan de ulteriores verificaciones y ma-tizaciones. Son claros, por ejemplo, los errores sintácticos dada la existencia de un criterio de normalidad obvio. En cambio, la calificación de los «aspectos positivos» del texto resulta altamente aleatoria. So-mos perfectamente conscientes de ello.

El grafismo, estrechamente vinculado a la «topografía» de la escritura, ha plantea-do problemas muy distintos. En este terre-no no existen unos criterios objetivos, cla-

ramente delimitados, que definan con to-da precisión la conducta final de un su« puesto programa de aprendizaje. En con-secuencia, a diferencia de, p. ej., la orto-grafía, la determinación de errores resulta sumamente ambigua, convencional.

Al plantearnos este problema, tuvimos muy en cuenta los criterios de Ajuriague-rra y cois. (1964). Decidimos aceptar en principio su enumeración de errores o anomalías del grafismo. En el trabajo ci-tado se llegan a considerar 38 de ellos. Ciertamente, este número nos pareció ex-cesivo. Esta opinión quedó confirmada al aplicar tales criterios a los grupos piloto iniciales. En la mayor parte de los casos no eran posibles muchas de las minuciosas matizaciones de Ajuriaguerra y cois., y, lo que es más importante, a efectos prácticos bastantes de ellas nos parecieron gratuitas, carentes de significado o trascendencia. Por fin optamos por limitar a 9 los «erro-res» de grafismo implicados.

(Junto con el tamaño del grafismo, los aspectos considerados en total han sido 10.)

Determinación de la muestra de población

La determinación de la muestra de po-blación que debía permitir la elaboración del T.A.L.E. constituye un capítulo im-portante de nuestro trabajo. Tal relevancia estaba justificada por el hecho de que la misma población seleccionada debía per-mitir la realización de otras investigaciones que realizamos paralelamente. En efecto, junto a la elaboración del T.A.L.E., pre-tendimos analizar la posible influencia ejercida sobre la lectoescritura por la clase social, la lengua materna y el sexo de la población infantil (TORO, 1977). (Los re-sultados de estos trabajos serán objeto de ulterior publicación.)

En concreto, nuestra muestra se selec-cionó entre niños barceloneses situados en los niveles I, II, III y IV de Enseñanza General Básica. Este ha sido el criterio central. Asimismo se decidió que las es-cuelas donde los niños recibían tal ense-

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TABLA A

160 niños (cada nivel E.G.B.)

80 lengua castellana

80 lengua catalana

40 nivel social alto

40 nivel social bajo

40 nivel social alto

40 nivel social bajo

20 varones

20 hembras

20 varones

20 hembras 20 varones

20 hembras 20 varones

20 hembras

Desglose cuantitativo y cualitativo de cada uno de los 4 grupos de 160 niños utilizados en la normalización del T.A.L.E.

TABLA B

Nivel I Nivel II Nivel III Nivel IV

Sub-grupo II

MCA 19 20 21 17 Sub-grupo II FCA 19 19 21 17 II NVA 21 20 19 15 II F VA 20 20 16 16 II MCB 19 22 21 20 II FCB 21 20 20 21 II MVB 22 18 20 17

FVB 20 20 21 21

TOTAL 161 159 159 144

Composición de la muestra definitiva. Cada subgrupo está designado por siglas representativas de los criterios que lo definen:

M (masculino) = varones F (femenino) = hembras; C = lengua mater-na castellana, V = lengua materna catalana; A = nivel socioeconómico alto, B = nivel socioeconómico bajo.

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ñanza cumplieran con un mínimo de con-diciones y preocupaciones psicopedagógi-cas. La exigencia de este mínimo de «cali-dad» venía dada por la necesidad de contar con unos juicios que fueran realmente fia-bles acerca del rendimiento escolar de los alumnos, de que existiera una exigencia y eficacia suficientes en la enseñanza de lec-tura y escritura, y que se comprendiera todo este problema hasta el punto de aceptar la colaboración que se proponía.

Se determinó que la población total ex-plorada sería de 640 niños en total, corres-pondiendo 160 niños a cada uno de ios 4 niveles de E.G.B. Cada uno de estos cua-tro grupos cuantitativa y cualitativamente queda desglosado en el Tabla A.

Los niños comprendidos en la muestra corresponden a 14 escuelas distintas. Al-gunas de ellas suministraron los subgrupos básicos, mientras otras sólo colaboraron para completar aquéllos, ya que las distin-tas combinaciones de nivel/edad/rendi-miento/lengua/clase/sexo no siempre pu-dieron ser satisfechas con facilidad, para poder obtener las cifras totales previstas en cada caso.

Prescindiendo de los criterios de sexo y clase social, que resultaron bastante claros desde un principio, las escuelas debían eli-minar todos aquellos niños que:

1. Tuvieran déficit de rendimiento es-colar significativos.

2. Fueran considerados como escasa-mente dotados, prescindiendo de si exis-tían confirmaciones objetivas o no de ello.

3. Estuvieran repitiendo curso por cual-quier razón que fuere.

4. Existiera una situación bilingüe en el seno de la familia.

5. Contaran con una edad que no co-rrespondiera al curso que estaban estu-diando: concretamente se decidió que sólo podían formar parte de la muestra aque-llos niños que durante el 3.c r trimestre del año escolar contaran con una edad comprendida entre:

6 años y 6 meses — 7 años; para el 1.er nivel

f años y 6 meses — 8 años, para el 2." nivel

8 años y 6 meses — 9 años, para el 3r,íí nivel

9 años y 6 meses — 10 años, para el 4.° nivel Así se eliminaban los menores (aunque

de edad oficialmente apropiada) y los ma-yores de cada clase.

6. Sufrieran, según juicio y conocimien-to de la escuela, de alguna manifestación significativa de carácter neurològico o psi-copatológico.

7. Hubieran realizado en catalán el aprendizaje de su lectura y escritura, cual-quiera que fuera su idioma familiar.

En la práctica, se procuró que cada sub-grupo estuviera compuesto por algún niño más de los previstos, a fin de poder suplir con los excedentes, algunos de los que tu-vieran que desestimarse por una u otra razón. Pese a tales precauciones algunos subgrupos no quedaron completos, aun-que no se resienta de ello la normalización de la prueba dada la ínfima cantidad de ausencias. En cualquier caso, una vez rea-lizada la corrección de todos los protocolos cumplimentados, y desestimados aquellos que por lo que fuere no satisfacían todos los requisitos (incluyendo la normas de administración), la muestra definitiva quedó establecida tal como aparece en la Tabla B.

MATERIAL DEL TEST

El test de lectura y escritura consta de unas cartulinas impresas, un cuadernillo para el registro de la lectura, otro para el registro de la escritura y un tercero para anotar los resultados obtenidos.

Material específico para la lectura:

— 1 cartulina tamaño 26 x 21 cm. con 30 letras del alfabeto castellano impresas en mayúscula.

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1 cartulina tamaño 26 x 21 cm. con letras del alfabeto castellano impresas en minúscula. 1 cartulina tamaño 26 x 21 cm. con 20 sílabas impresas en letra minúscula. 1 cartulina tamaño 26 x 21 cm. con 50 palabras impresas en letra minúscula. 5 cartulinas tamaño 20 x 16 cm. con un texto diferente impreso en cada una de ellas correspondiente a los ni-

veles IA — IB, II, III y IV. En el rever-so está indicado el nivel. 4 cartulinas tamaño 20 x 16 cm. con un texto diferente en cada una de ellas, correspondientes a ios cuatro ni-veles, que se emplean para la lectura comprensiva. En el reverso está indica-do el nivel correspondiente. 1 cuadernillo de registro de los errores cometidos en la lectura (sílabas, pala-bras y texto), así como las respuestas dadas en comprensión lectora, y que servirá para valorar el test, una vez finalizada la administración del mismo.

— 1 hoja con las preguntas pertenecientes a los 4 niveles de lectura comprensiva.

Material específico por la escritura

— 4 cartulinas tamaño 20 x 16 cm. con un texto diferente impreso en cada una de ellas, y que corresponde a los 4 niveles. Se utilizan para el dictado.

— 1 cuadernillo de registro de la escritura con tres apartados. El primero de ellos corresponde al subtest de copia y en él están impresas unas sílabas, palabras y frases que el niño ha de copiar. Hay 2 hojas en blanco, una para el dictado y otra para la escritura espontánea.

NOTA: Para escribir se debe suminis-trar al niño un lápiz de uso normal n.° 2. — 1 plantilla para valorar el grafismo.

Cuadernillo de resultados

— Un cuadernillo en el que tras valorar cada subtest de lectura y escritura se anotan los resultados.

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Normas de administración

La administración de cualquier test in-dividual, como indica el más simple y anodino de los manuales, debe comenzar por «establecer una buena relación con el niño». Esto no significa más que la situa-ción de test no debe resultar aversiva para el sujeto. Por el contrario, la interacción niño-examinador debe ser tal que la con-ducta exigida en el test reporte de algún modo reforzamiento positivo. Si tal cosa se produce, se contará con la imprescindi-ble «colaboración» del niño. La finalidad está clara: es preciso tener garantías de que el niño pone de manifiesto a lo largo del test todo su repertorio —ya adquiri-do— de conductas de lectura o escritura.

Pero precisamente, la historia de estos comportamientos, el proceso de adquisi-ción de tal repertorio, y las situaciones escolares y familiares en que suele ser exi-gido, van a determinar en gran manera la actitud general del niño explorado, su «co-laboración» en el test en cuestión. Obsér-vese que el material con que el niño va a trabajar y la situación de «examen» son prácticamente iguales que las que halla en su vida escolar. Ello significa que la gene-ralización de las respuestas —motrices y emocionales— aprendidas en su experien-cia cotidiana va a ser mucho más probable que en otros tests.

Asimismo, dado que el T.A.L.E. va a ser utilizado fundamentalmente en niños de lectoescritura insuficiente o anómala, su fracaso habitual en tales actividades, las críticas recibidas, la conciencia de rendir por debajo del grupo, etc., facilitan que esta situación de test se constituya en aver-siva. Si es así, las respuestas posibles no se darán. Por consiguiente, el esfuerzo por

conseguir la susodicha «colaboración» del sujeto puede ser superior en esta prueba que en otras. El conocimiento de la histo-ria escolar del niño, concretamente de su lectoescritura, puede facilitar las cosas. Antes de iniciar la administración de la prueba, el examinador debe constituirse en fuente de reforzamiento. Debe apro-bar, elogiar, gratificar aquellas conductas del niño —especialmente presentes en la situación— que resulten correctas, que su-pongan iniciativas constructivas, etc. Para ello, puede ser preciso solicitar previamen-te la realización de algunas actividades al margen de la lectoescritura. Su programa-ción puede ser trascendental.

Una vez iniciada la prueba —y elegido el nivel adecuado— las realizaciones co-rrectas del niño o, en su caso, las aproxi-maciones a las mismas deben ser aproba-das, valoradas positivamente. En el exami-nador no puede haber crítica, valoración del error: un simple gesto, un movimiento de cabeza, puede resultar punitivo para determinado tipo de niños, y reducir sus conductas posibles de lectura o escritura.

El niño inconstante, fácilmente fatiga-ble, de atención dispersa, debe recibir re-forzamiento siempre que su conducta sea adecuada. Obviamente, no se le debe atender en esos momentos de «no-lectura» o «no-escritura». Si se hiciera, pudieran resultar gratificados esos comportamientos disminuyendo la frecuencia de sus conduc-tas deseables, perturbándose la marcha de la prueba.

Sin embargo, no deben darse ayudas concretas consistentes en actos del exami-nador susceptibles de sustituir, en los re-

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sultados del test, las conductas inexistentes en el sujeto. La objetividad debe ser máxi-ma. No se trata de una situación facilita-dora de aprendizajes de conductas, sino verificadora de los repertorios ya exis-tentes.

La exploración, en principio, puede ini-ciarse tanto por la lectura como por la escritura. No obstante, se recomienda co-menzar por la primera, ya que si resulta prácticamente inexistente, no se precisa, por razones obvias, la exploración de la escritura. Por el contrario, puede darse el caso de un niño con repertorio de lectura suficiente para ser explorado que, por re-sultarle claramente aversiva tal actividad, convenga iniciar la administración del T.A.L.E. por la escritura a fin de poder reforzarle sus rendimientos en la situación de test e intentar la consiguiente generali-zación de estímulos.

A. Normas de administración del subtest de lectura

El subtest de lectura está dividido a su vez en distintos subtests.

Al niño no se le dan instrucciones gene-rales para toda la prueba de lectura. Antes de iniciar cada subtest se le administrarán las instrucciones correspondientes al mis-mo y sólo a él.

Deberá anotarse en el apañado corres-pondiente del cuadernillo de «Registro de lectura» el tiempo de duración de cada subtest, medido desde la finalización de las instrucciones del examinador hasta el momento en que el sujeto acaba su come-tido. Ello significa que debe contarse con un cronómetro, el cual debe ser utilizado con toda discreción, evitando que resulte significativo para el niño, sea como mero motivo de distracción, sea como factor aversivo.

Sin embargo, nunca debe decirse al su-jeto que lea deprisa, incluso en el caso de que él mismo le preguntara. Nunca ha de

tener la impresión de que se está juzgan-do su velocidad. En caso contrario, su ren-dimiento podría quedar notablemente perturbado.

En el «Registro de lectura», y correspon-diendo a cada uno de los subtests, existe un apartado bajo el epígrafe «Observacio-nes». En él debe anotarse cualquier inci-dencia, perturbación, imprevisto, etc., que no quede registrado en la sistematización propia del subtest en cuestión.

a) Lectura de letras

Se entrega al sujeto la cartulina donde están impresas las letras mayúsculas. Se le dice:

tLee estas letras en voz alta siguiendo este orden.*

Al decir esto el examinador le señala las primeras filas de letras de la cartulina en sentido izquierda-derecha.

Una vez finalizada esta lectura, se en-trega al sujeto la cartulina donde están impresas las letras minúsculas. El exami-nador dice:

»Ahora lee estas otras letras.»

En el «Registro de lectura» (apartado «Lectura letras»), el examinar anotará en la columna «Lectura», junto a la letra estí-mulo, la respuesta del sujeto, siempre y cuando sea errónea. Son estas respuestas erróneas las que posteriormente serán cali-ficadas y cuantificadas. Téngase en cuenta que se dice al niño que lea las letras; no que las nombre o denomine. Por consi-guiente, ante la letra escrita «f», es tan correcto que el niño diga «efe», como que emita el sonido «f...f...f...», o que se apo-ye sobre una vocal («fe» o «fa»).

Se ha de anotar, como en todos los subtests, el tiempo de duración del mismo que es el promedio del tiempo empleado en la lectura de letras mayúsculas y del destinado a la lectura de letras minúscu-las.

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b) Lectura de sílabas

Se entrega al niño la cartulina donde está impresa la serie de sílabas. Se le dice:

tLee esto en voz alta siguiendo este orden.*

Al decir esto, el examinador le señala la primera columna de sílabas, en el sentido arriba-abajo.

En el «Registro de lectura» (apañado «Lectura sílabas»), el examinador anotará la respuesta del niño, siempre que sea errónea, junto a la sílaba estímulo, en la columna «Lectura».

Se anotará el tiempo invertido en este subtest.

c) Lectura de palabras

Se entrega al niño la cartulina donde está impresa la serie de palabras. Se le dice:

«Lee estas palabras siguiendo este or-den.*

Al decir esto, el examinador le señala la primera columna de palabras, en el senti-do arriba-abajo.

El examinador anotará en el «Registro de lectura» (apañado «Lectura palabras»), en la columna «Lectura» y junto a la pala-bra estímulo, aquellas respuestas del niño que sean erróneas.

Algunas de las palabras presentadas ca-recen de significado. Si, al llegar a ellas, el niño se detiene, o titubea, decirle:

«Continúa leyendo. Aunque no entien-das qué quiere decir alguna palabra, no te preocupes.»

Anotar el tiempo invenido en este sub-test.

d) Lectura de textos

En este subtest no se cuenta con una serie de estímulos única, como ocurría en el caso de las letras, sílabas y palabras. Por consiguiente, debe elegirse el texto que

corresponde al nivel de E.G.B. que el ni-ño ya haya cursado o al que esté cursando en el momento de ser administrada la prueba siempre y cuando ello ocurra en el tercer trimestre del año escolar. Su edad cronológica y su edad mental o cociente intelectual no serán tenidos en cuenta.

Se le entrega al niño la cartulina que contiene el correspondiente texto impreso, diciéndole:

*Lee esto en voz alta lo mejor que se-pas.*

Al explorar un niño de primer curso de E.G.B., dadas las notables diferencias de nivel lector halladas en este nivel y edad, debe elegirse el texto IA o el IB, de diver-sa complejidad, en función de si ha exis-tido o no aprendizaje de la lectura previa-mente al inicio de tal curso.

Si el niño manifiesta una significativa dificultad en la lectura del texto que le corresponde, debe procederse a la lectura del inmediato inferior, y así sucesivamen-te, hasta llegar a un texto —si lo hay— que sea leído con un número de errores correspondiente al promedio propio de un nivel escolar determinado.

En el «Registro de lectura» (apañado «Lectura texto»), y sobre el propio texto allí reproducido, deben anotarse todos los errores de la lectura del sujeto.

Se anota el tiempo transcurrido desde el inicio de la lectura del texto hasta el final de la misma.

é) Comprensión lectura

Se elige el texto de lectura silenciosa conespondiente al nivel de E.G.B. que el niño ya haya cursado o al que éste cursando en el momento de ser administrada la prueba siempre y cuando ello ocurra en el tercer trimestre del año escolar.

Antes de entregar la cartulina corres-pondiente al sujeto, se le dirá:

<.Ahora vas a leer en voz baja (.sólo para tí). Fíjate bien en lo que lees, porque después te haré algunas preguntas sobre lo que has leído. Léelo una sola vez, y,

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cuando hayas terminado, dtmelo. Una so-la vez, pero ¡fijándote bien! ¿Lo has com-prendido?»

Hay que cerciorarse de que, ciertamen-te, han sido comprendidas las instruccio-nes. En caso contrario, habrá que repetir-las.

Hay que anotar el tiempo transcurrido desde que se le entrega la cartulina hasta que da fin a su lectura.

Durante la lectura silenciosa, es preciso observar y anotar conductas tales como mover los labios, susurrar, recorrer las lí-neas con el dedo, etc.

Si se observa que el sujeto repite la lectura, es preciso impedírselo sin brus-quedad alguna.

Una vez finalizada la lectura silenciosa, se formulan las preguntas correspondientes al texto leído. Las respuestas se anotarán en el «Registro de lectura» (apartado «Lec-tura silenciosa (comprensión)»), para que la valoración posterior pueda hacerse con mayor objetividad. Así pues, aunque al oír la respuesta del niño se aprecie que ésta es correcta, conviene transcribirla lite-ralmente.

Si el niño da un número de respuestas erróneas —o no respuestas— superior al promedio correspondiente a su nivel, se le entregará la cartulina de lectura silenciosa correspondiente al nivel inmediato infe-rior, obrando así sucesivamente hasta que su rendimiento se sitúe dentro de lo que es promedio en un nivel escolar dado.

En el caso de que una respuesta sea dudosa, debe repetirse la pregunta en cuestión, e incluso puede insistirse: «dime algo más». Pero no hay que «ayudar» al niño sugiriéndole pasajes del texto leído.

B. Normas de administración del subtest de escritura

La parte del T.A.L.E. dedicada a la es-critura consta de tres subtests o apartados. En todos ellos, al margen de lo aquí esta-blecido, se tomará buena nota de cual-

quier incidencia u observación significa-tiva.

a) Copia

Se entrega al sujeto el «Registro de es-critura», abierto por la página correspon-diente al apañado «Copia». Al propio tiempo se le dice:

t Copia todo esto en las líneas de pun-tos» —se le señalan— tque hay a continua-ción de cada palabra. Escribe con tu letra normal. Escribe siempre en minúsculas, aunque aquí esté en letra mayúscula.»

Si el niño es muy pequeño, puede de-cirse «en letra pequeña». El examinador debe quedar convencido de que el niño ha entendido que no debe reproducir la «letra de imprenta», sino que debe escribir toda la hoja con «su letra». Si pese a todo: los esfuerzos, el niño meramente «copia», es decir «reproduce exactamente» la letra impresa, no se insistirá más sobre ello, pero deberá ser tenido en cuenta al valo-rarlo.

En este ejercicio, así como en todos los de escritura, el niño utilizará un lápiz pre-parado al efecto, de dureza normal (prefe-rentemente el n.° 2 habitual en el merca-do). Así pues, no utilizará bolígrafo, plu-ma o rotulador.

Debe cronometrarse, y anotarse, la du-ración total de este subtest.

tí) Dictado

Para el dictado, se elegirá el texto co-rrespondiente al nivel de E.G.B. que el niño ya haya cursado o al que esté cursan-do en el momento de ser administrada la prueba siempre y cuando ello ocurra en el tercer trimestre del año escolar.

Se entrega al niño el «Registro de escri-tura» abieno por la página correspondien-te al apañado «Dictado». Se le dice:

nAhora escribirás en esta página lo que yo te diré.»

Conviene que el niño comprenda, del modo que sea, que debe escribir a su

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velocidad habitual. Algunos niños creen hallarse sometidos, en este subtest, a una prueba de velocidad. En tales casos, au-mentan los errores, preferentemente las omisiones y las sustituciones.

Tras las instrucciones, se iniciará el dic-tado del texto. No debe dictarse palabra por palabra; si así se hiciera, no se daría ocasión para la producción de «uniones» y, én parte, «fragmentaciones». En conse-cuencia, siempre deben dictarse frases. Si el sujeto solicita que se le repita o vuelva a dictar una palabra, se procederá a leerle de nuevo toda la frase implicada. Una misma frase no debe ser repetida más de dos veces.

Debe controlarse y anotarse la velocidad de escritura del niño. El tiempo transcurri-do desde que se inicia el dictado hasta que finaliza la prueba ya da suficiente idea de ello.

Si la transcripción del texto dictado re-sulta muy dificultosa, con elevado número de errores, se debe dictar a continuación el texto correspondiente al nivel inmediato inferior, y así sucesivamente hasta alcanzar un nivel adecuado. Sin embargo, si la de-ficiencia es auténtica y sobre todo si el grafismo resulta excesivamente laborioso, los ejercicios de dictado no se realizarán sin pausa. Es preciso evitar la fatiga —al igual que en todas las pruebas de escritu-ra—, introduciendo los descansos perti-nentes.

c) Escritura espontánea

Se entrega al sujeto el «Registro de es-critura», abiero por la página correspon-diente al apartado «Escritura espontánea». Se le indica lo siguiente:

<¡Ahora harás una redacción. Escribe aquí todo lo que se te ocurra sobre lo que tú quieras.»

Si el niño vacila, se le apuntarán unos temas posibles:

«Puedes escribir sobre una excursión que hayas hecho, sobre una salida al cam-po o a la playa, o sobre un viaje.»

Se ha podido comprobar que la mayor parte de los sujetos titubean al tener que elegir un tema. En cambio, al indicarles alguno como los citados, suelen iniciar in-mediatamente la escritura. Probablemente la sugerencia de otros temas, p. ej. «La familia», «la escuela», etc., en algunos ni-ños puede suscitar respuestas emocionales interferidoras de la actividad solicitada.

Si la extensión de lo escrito es demasia-do reducida (1 o 2 líneas a partir del 2.° nivel), el examinador deberá insistir a fin de que el sujeto continúe. Sin embargo, en ningún momento el examinador apor-tará ideas o sugerencias concretas al tema en cuestión. No debe olvidarse que se pre-tende estudiar la «espontaneidad» y «flui-dez» de la escritura del sujeto.

Se anotará el tiempo invertido por el sujeto en la realización de la prueba.

En el cuadernillo de «Resultados» (apar-tados «Lectura: observaciones y conclusio-nes» y «Escritura: observaciones y conclu-siones») se subrayarán o describirán una serie de características concernientes a la magnitud y topografía de diversas conduc-tas del sujeto relacionadas con la lectura y la escritura. Algunas de estas observacio-nes, situadas en el contexto general de la prueba, pueden ser sumamente valiosas.

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Normas de valoración

A. NORMAS DE VALORACION DE LA LECTURA

Una vez administrada la prueba se pro-cederá a su análisis —valoración—. Para ello deben tenerse muy presentes los crite-rios de error, ya que en general, y a efec-tos de cuantificación, el número de errores es lo que más se tiene en cuenta.

En el «Registro de lectura», tal com se convino, se habrán anotado las respuestas erróneas del niño en lectura de letras, síla-bas y palabras. Estas respuestas erróneas se transcribían en las correspondientes co-lumnas de «Lectura». Al pasar a la fase de valoración, se anotará en las columnas de «error», y junto a cada una de esas res-puestas erróneas transcritas, el tipo de error cometido de acuerdo con los criterios que se indicarán.

Definición de los errores y características de la lectura

No lectura: el sujeto no emite respuesta verbal alguna —no lee— ante una letra, una sílaba o una palabra determinada.

Vacilación: el sujeto se detiene más tiempo del habitual, titubea o vacila antes de leer una letra, sílaba o palabra, pero acaba haciéndolo.

Repetición: el sujeto vuelve a leer —re-pite— lo ya leído. Puede hacerlo una o varias veces seguidas. A veces repite sólo una sílaba (p. ej., «me-mesa»); otras, en cambio, vuelve a leer toda una palabra p. ej., «mesa-mesa»). A veces incluso puede llegar a repetir dos o más palabras (p. ej., «para los días - para los días»). En todos

estos casos sólo se contabilizará un sólo error, aunque se repita más de un fone-ma. Deben excluirse los casos de tartamu-dez o disfemia.

Rectificación: el sujeto lee equivocada-mente una letra, sílaba o palabra, percibe su error, y procede de inmediato a una lectura correcta (p. ej., «capé-café»).

Sustitución: el sujeto sustituye una letra por otra. Este fenómeno se da preferen-temente en la lectura de consonantes (p. ej., «rota-sota»). Se excluyen todas aque-llas permutas de letras que se describen en el apartado «Rotación».

Rotación: el sujeto sustituye una letra por otra, siempre y cuando tales letras sean de las denominadas «móviles». Se lla-man «letras móviles» a aquellos pares de letras en los que cada uno de sus miem-bros suelen ser, gráficamente, la «imagen en espejo» del otro. Estos pares de letras suelen ser:

P q d b P d q b . m w n u

(p. ej., «bata» - «data»). Sustitución de palabras: el sujeto susti-

tuye una palabra por otra. Obviamente este error no puede darse más que en la «lectura de palabras» y en la «lectura de texto». Analizando el cambio de una pala-bra por otra, se observará que en tal fenó-meno se implican sustituciones, adiciones, omisiones, etc. En este caso no se tiene en cuenta, a efectos de valoración, ninguno

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de estos errores parciales. Se contabilizará un error por cada palabra sustituida aun-que sea el caso de lectura de dos o más palabras seguidas. Normalmente la pala-bra sustituida guarda una cierta similitud gráfica y fonética con aquella que la reem-plaza (p. ej., «pirámide» - «primavera»; «balcón» - «blanco»).

Adición: el sujeto añade el sonido co-rrespondiente a una letra al leer sílabas o palabras (sueltas o formando parte de un texto); (p. ej., «pía» - «pala»; «patata» -«patatas»).

Adición de palabras: en la lectura del texto, el sujeto emite una palabra comple-ta que no aparece escrita. Estas palabras suelen ser adverbios, preposiciones o con-junciones.

Omisión: el sujeto omite una letra en la lectura de sílabas, palabras o texto (p. ej., «espuela» - «espela»).

Omisión de palabras: en la lectura del texto, el sujeto omite una palabra comple-ta. Estas palabras omitidas suelen ser ad-verbios, artículos, pronombres, preposicio-nes o conjunciones, y en general monosí-labas.

Inversión: el sujeto lee como si estuviera invertido el orden de colocación de las letras (p. ej., «piel» - «peil»; «glo» -«gol»).

No todos estos errores, claro está, tienen la misma envergadura ni idéntica signifi-cación. Hemos creído útil establecer una clasificación arbitraria, convencional, que permita mayores matizaciones en el enjui-ciamiento de la lectura de un niño concre-to. La clasificación en cuestión es la si-guiente:

Errores graves: se incluyen los que su-ponen ausencia total de una discrimina-ción adecuada, manifestándose a través de la ausencia de respuesta (no lectura) o la emisión definitiva de una respuesta erró-nea (sustituciones, rotaciones, adiciones, omisiones e inversiones).

Errores leves: estos errores suponen lo que podríamos llamar «discriminaciones

inestables». Implican dudas, confusiones, respuestas emocionales, etc. Puede pensar-se en estos casos que los aprendizajes de las conductas discriminativas en cuestión posiblemente no estén suficientemente consolidados o sean muy recientes, o in-cluyan respuestas emocionales. Esto es de clara aplicación en las repeticiones y en las rectificaciones. En este último caso, el in-teresado pone de manifiesto que, pese al error inicial, cuenta con el pertinente re-pertorio rectificativo. Las vacilaciones su-ponen fundamentalmente latencias de res-puesta muy largas que —quizá más que los otros errores— pueden depender de factores emocionales.

Estos errores que se acaban de definir no agotan en absoluto todos los errores posibles. Sin duda son los más frecuentes. Por otra parte, han sido tenidos en cuenta dada su fácil discriminación por un exami-nador mínimamente adiestrado y por ser totalmente cuantificables. Durante todo el proceso de elaboración del T.A.L.E. se tu-vieron en cuenta, además, algunos errores de otra índole, que posteriormente fueron desestimados por prestarse a interpretacio-nes subjetivas. Por tal motivo no se halla en este manual una tabulación de los mis-mos. No obstante es importante que sean tenidos en cuenta de modo que, aun cuando su cuantificación no resulte signi-ficativa a efectos del T.A.L.E. sea posible una más perfecta valoración cualitativa de la lectura del niño.

Así pues convendrá tomar buena nota de los siguientes errores:

Silabeo: el sujeto descompone las pala-bras en sus sílabas. La lectura se hace intermitente.

Puntuación: el sujeto no lee respetando las pausas ni las modificaciones en la emi-sión de voz que debieran quedar controla-das por los distintos signos de puntuación: comas, puntos, interrogantes, etc. Tam-bién puede introducir pausas o aquellas modificaciones en ausencia de los signos de puntuación pertinentes.

Acentuación: el sujeto no acentúa foné-

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ticamente de modo adecuado la lectura de ciertas palabras.

Fonética: el sujeto pronuncia incorrecta-mente algún fonema (letras, sólabas), (p. ej., «11 = y»). Lógicamente en tales casos suele tratarse de anomalías del habla del sujeto más que de su lectura.

Señalado: el sujeto va indicando con el dedo cada palabra, recorriendo con él las líneas del texto que lee, etc.

Omisión de líneas: el sujeto omite la lectura de una o varias líneas completas. En tal caso conviene anotar si rectifica o no.

Distancia: conviene precisar la distancia existente entre los ojos del sujeto y la cartulina que lee, especialmente cuando resulte excesivamente corta o larga.

Actitud: en este apartado implicamos una serie de conductas que suelen resultar altamente significativas. Es preciso obser-var —y registrar— la aceptación con que el sujeto aborda la prueba; la existencia o no de tensión emocional; la presencia de algún tipo de rechazo, su reacción ante errores o fracasos percibidos por él mismo; los comentarios que haga, especialmente los que se refieran a la lectura, al exami-nador y en general a la situación del test; el grado de firmeza, decisión o seguridad con que procede a la lectura; etc.

Una vez administrado el test de lectura y registrados todos los errores cometidos por el sujeto, es preciso proceder a la com-paración de los resultados obtenidos con los de la población general. Para ello debe recurrirse a las tablas que se exponen en las próximas páginas. Sin embargo para una valoración más rápida del test, en el cuadernillo de «resultados» constan las puntuaciones medias correspondientes a los errores totales y parciales, propios de cada nivel de E.G.B., así como los prome-dios de tiempo invertido. En consecuen-cia, el examinador deberá sumar los erro-res de cada tipo cometidos en cada uno de los diferentes apartados («Lectura de le-tras», «Lectura de sílabas», «Lectura de pa-labras» y «Lectura de texto»). El resultado

de cada una de estas sumas debe escribirse en el apartado correspondiente del cuader-nillo de «Resultados».

Por ejemplo, si en el «Registro de lectu-ra», apartado «Lectura de sílabas», se con-tabilizan 3 sustituciones, se anotará la ci-fra «3» sobre la línea punteada (...) corres-pondiente a «sustit.», en el apartado «síla-bas» que aparece en la página 2 del cua-dernillo de «Resultados».

Asimismo deberán sumarse todos los errores, cualquiera que sea su tipo, come-tidos en cada uno de los distintos apar-tados (letras, sílabas, palabras y texto). El resultado de cada una de estas sumas debe escribirse en el apartado correspondiente del cuadernillo de «Resultados».

Por ejemplo, si en la «Lectura de pala-bras», según consta en el «Registro de lec-tura», el niño ha cometido 2 sustituciones, 1 omisión y 5 vacilaciones, se anotará la cifra «8» (2 + 1 + 5) sobre la línea punteada ( ) correspondiente a «TO-TAL», en el apartado «Palabras» que apare-ce en la página 2 del cuadernillo de «Re-sultados».

(Dadas las especiales características del subtest «Comprensión de la lectura», las normas de valoración se dan en la pági-na , tras las tablas correspondientes a los restantes subtests de lectura.) Por su-puesto, el rendimiento de un sujeto deter-minado debe ser comparado con el rendi-miento promedio de la población normal correspondiente a su propio nivel de E.G.B.

Las primeras tablas corresponden a los errores de lectura. En ellas puede ob-servarse la adecuación de un sujeto dado tanto en el número total de errores come-tidos como en la cantidad de errores de un solo tipo en que se haya incurrido.

El T.A.L.E. pretende ser una prueba fundamentalmente analítica, descriptiva, «cualitativa». Así pues, no se ha intentado que, tras la valoración de la lectura —y lo escritura— de un sujeto concreto, se proce-da a dar de él una calificación o nota global. Precisamente se pretende que el juicio ge-neral que merezca la lectoescritura de un

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niño determinado, con sus consiguientes examinador de todas las conductas impli-implicaciones prácticas, sea el resultado cadas en la lectura y escritura del sujeto en del estudio y consideración por parte del la situación de test.

TABLA 1 ERRORES EN LECTURA LETRAS (PROMEDIOS)

Nivel I Nivel II Nivel III Nivel IV Errores totales 11-12 8-9 5-6 3-4 (X) 11'58 8'72 5'22 3'45 a 6'77 5'25 4'06 3'05

No lect. 2,5 1 0,5 0 Vacil. 2 2,5 1,5 1 Repet. 0 0 0 0 Rect. 0,5 0,5 0,5 0 Sust. 5,5 4,5 2,5 1,5 Rot. 0,5 0,5 0 0

* Si

TABLA 2 ERRORES EN LECTURA SILABAS (PROMEDIOS)

Nivel I Nivel II Nivel III Nivel IV Errores totales 3-4 2-3 1-2 1 (X) 3'46 2'15 1'33 0'99 a 4'3 2'30 1'58 1'51

Vacil. 0,5 0,5 0 0 Repet. 1 0 0 0 Rectif. 0,5 0 0 0 Sust. 1 0,5 0,5 0,5 Rotac. 0,5 0,5 0 0 Adic. 1 0 0 0 Omis. 0 0 0 0 Invers. 0,5 0 0 0

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TABLA 3 ERRORES EN LECTURA PALABRAS (PROMEDIOS)

Nivel I Nivel II Nivel III Nivel IV Errores totales 15 10-11 8-9 5-6 (X) 15'1 10'21 8'29 5'79 a 11 7'46 6'41 4'51

Vacil. 5 4 3 2,5 Repet. 1 0,5 0,5 0,5 Rect. 2 1 1 1 Sust. 3,5 2 1,5 1 Rot. 0,5 0 0 0 Sust. pal . 0,5 0,5 0 0 Adic. 0,5 1 0,5 0 Omis. 1 1 0,5 0,5 Invers. 0,5 0,5 0 0

TABLA 4 ERRORES EN LECTURA TEXTO (PROMEDIOS) (* )

Nivel IA Nivel IB Nivel 11 Nivel 111 Nivel IV Errores totales 1-2 3 4-5 7-8 11-12 (X) 1'20 2'91 4'28 7'57 11'64

a 1,94 4,20 3,77 5,57 8,68

Vacil. 0,5 1 1,5 2,5 4 Repet. 0 0,5 0,5 1 1,5 Rectif. 0 0,5 0,5 0,5 1 Sust. 0 0 1 0,5 1 Rotac. 0 0 0 0 0 Sust. pal. 0 0 0 1 1,5 Adic. 0 0 0,5 0,5 0,5 Adic. pal. 0 0 0 0,5 0,5 Omis. 0 0 0,5 2,05 1 Omis. pal. 0 0 0 0 0,5 Invers. 0 0 0 0 0

(*) No son comparables entre sí los resultados de los distintos niveles de E.G.B., por no utilizarse el mismo texto.

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TABLA 5 VELOCIDAD LECTURA

Nivel I Nivel II Nivel III Nivel IV X 48" 33" 30" 26"

Letras Mdn 43" 32" 29" 25" a 17" 7" 7" 6" X 30" 21" 17" 16"

Sílabas Mdn 26" 19" 17" 15" a 17" 7" 4" 2" X 2'8" 1'12" 59" 52"

Palabras Mdn 1'5" Í'IO" 57" 50" a 1'16" 21" 15" 12"

TABLA 6 VELOCIDAD LECTURA TEXTO (*)

Nivel IA Nivel IB Nivel II Nivel III Nivel IV X 12" 39" 32" 53" J'25" Mdn. 11" 34" 31" 48" 1'24" cr 5" 1" 12" 17" 21"

(*) No son comparables entre sí los resultados de los distintos niveles de E.G.B., por no utilizarse el mismo texto.

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Comprensión de la lectura

La valoración de este subtest adopta un criterio distinto. Aquí no se trata de veri-ficar errores sino, por el contrario, el nú-mero de respuestas correctas, a fin de compararlo con el promedio de respuestas correctas de cada nivel.

Algunas de las preguntas formuladas só-lo tienen una única respuesta válida. Y por tanto cualquier otra contestación debe ser desestimada. Pero en cambio en otras preguntas, aun correspondiéndoles una respuesta idónea, pueden aceptarse como válidas ciertas respuestas menos elaboradas o aproximadas a lo esperado. Damos a continuación una relación de posibles res-puestas consideradas como absolutamente satisfactorias y a las que por tanto se con-cederá 1 punto, y otras respuestas válidas pero incompletas a las que se concederá 112 punto.

PUNTUACIONES DE LAS RESPUESTAS CORRECTAS PARA LOS DISTINTOS TEXTOS DE LECTURA COMPRENSIVA

NIVEL I

Pregunta n.° 1 1 punto: «Pablo». Pregunta n.° 2 1 punto: «seis». Pregunta n.° 3 1 punto: «negro». Pregunta n.° 4 1 punto: «Dic».

Pregunta n.° 5 1 punto: «muy largo»; «largo». 112 punto: «muy grande». Pregunta n.° 6 1 punto: «cuando está contento». Pregunta n.° 7 1 punto: «en el jardín». 112 punto: «en el patio». Pregunta n.° 8 1 punto: «para no ensuciar la casa»; «para

no ensuciar». Pregunta n.° 9 1 punto: «con una pelota». Pregunta n.° 10 1 punto: «roja»; «encarnada»; «colorada».

NIVEL II

Pregunta n.° 1 1 punto: «es conductor de autobús»; «es

conductor»; «en el autobús»; «es chófer». Pregunta n." 2 1 punto: «rubio». Pregunta n.° 3 1 punto: «azules como el cielo»; «azules» H2 punto: «como el cielo». Pregunta n.° 4 1 punto: «siempre sucias»; «sucias»; «man-

chadas». Pregunta n.° 5 1 punto: «porque se mancha con la grasa

del autobús»; «por la grasa del autobús»; «porque se las ensucia en el autobús».

Pregunta n.° 6 1 punto: «con alcohol».

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Pregunta n.° 7 1 punto: «con gorra y uniforme»; «con un

uniforme». 1/2 pumo: «con una gorra»; «con un mo-

no azul»; «con un traje azul».

Pregunta n.0 8 1 punto: «para no ensuciarse el traje»;

«para no ensuciarse». Pregunta n.0 9 1 punto: «no»; «nunca». Pregunta ».0 10 1 punto: «en un pueblo muy pequeño»;

«en un pueblo pequeño»; «en un pueblo de 20 casas».

1/2punto: «en un pueblo».

NIVEL III

Pregunta n.° 1 1 punto: «un muchacho alegre»; «un niño

alegre»; «el hijo del leñador»; «un niño que vive en un valle»; «un niño que vive con sus padres».

112 punto: «un muchacho»; «un niño que que vive en el bosque».

Pregunta n.° 2 1 punto: «en medio de un valle»; «cerca

de un riachuelo»; «cerca de un río». 112 punto: «cerca del bosque»; «en el

campo»; «en la montaña». Pregunta n.° 3 1 punto: «un riachuelo de aguas limpias»;

«un riachuelo»; «un río». 112 punto: «el bosque». Pregunta n.° 4 1 punto: «leñador»; «corta leña»; «corta ár-

boles». 112 punto: «corta madera». Pregunta n.° 5 1 punto: «al salir el sol». 112 punto: «muy de mañana»; «muy

pronto»; «muy temprano». Pregunta n.° 6 1 punto: «al bosque». 112 punto: «a la montaña». Pregunta n.0 7 1 punto: «abetos, pinos y encinas»; tam-

bién se da 1 punto si nombra dos de estos árboles.

112 punto: si nombra una sola clase de estos árboles: «abetos»; «pinos»; «enci-nas»; «árboles viejos».

Pregunta n.° 8 1 punto: «con una sierra eléctrica». 112 punto: «con una sierra». Pregunta n.° 9 1 punto: «en un camión». Pregunta n.° 10 1 punto: «a la ciudad».

NIVEL IV

Pregunta n." 1 1 punto: «las paredes de madera y el te-

cho de ramas»; «de madera». 112 punto: «el techo de ramas»; «de tron-

cos». Pregunta n." 2 1 punto: «palmeras». Pregunta n.° 3 1 punto: «la espuma blanca y la vela de

algún barco»; «la espuma de las olas y alguna vela».

1/2 punto: (sólo da una de las 2 ideas) «la espuma blanca»; «la espuma de las olas»;

«la vela de un barco». Pregunta n.° 4 1 punto: «en la playa»; «en la orilla». 112 punto: «en el puerto». Pregunta n.° 5 1 punto: «una bolsa y un cuchillo». 1/2 punto: (sólo uno de los dos objetos):

«una bolsa»; «un cuchillo». Pregunta n.° 6 1 punto: «para meter las esponjas»; «para

meter las perlas». 1/2 punto: «para meter las ostras». Pregunta n.° 7 1 punto: «al anochecer»; «al hacerse de

noche». 1/2 punto: «por la noche». Pregunta n.° 8 1 punto: «para venderlas»; «para ganar di-

nero».

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Pregunta n.° 9 1 punto: «en la ciudad».

Pregunta n.° 10 1 punto: «porque tenían que bajar a las profundidades»; «por la profundidad».

Una vez concretada la puntuación total obtenida, este resultado debe anotarse en

el cuadernillo de «Resultados», concreta-mente en la página 4, apartado «Com-prensión lectora»; en la línea de puntos correspondiente al nivel en cuestión. En ese mismo apartado aparecen los prome-dios de la población normal.

Los resultados generales pueden con-templarse en la Tabla 7.

TABLA 7 COMPRENSION DE LA LECTURA (*)

Nivel I Nivel II Nivel III Nivel IV Respuestas correctas 6-7 7-8 7 5-6

1 6'8 7'5 7'1 5'7

a 2,2 1,4 1,6 2,5

(*) No son comparables entre sí los resultados de los distintos niveles, por no utilizarse el mismo texto.

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B. NORMAS DE VALORACION DE LA ESCRITURA

DEFINICION DE LOS ERRORES Y CARACTERISTICAS DE LA ESCRITURA

a) Grafismo

Todo lo referente al grafismo se estudia en el subtest de *Escritura espontánea». Se ha observado que tanto la copia como el dictado predeterminan ciertas característi-cas del grafismo.

Tamaño de las letras: se han tenido en cuenta 5 posibles tamaños distintos de las letras, adoptando como criterio 5 longitu-des distintas en su dimensión vertical. Ha sido elaborada una plantilla mediante la que puede catalogarse cada tipo de letra en un tamaño definido. Cuando este ta-maño es muy variable en un mismo suje-to, debe medirse el tipo de letra conside-rado promedio por el examinador. Las cin-co categorías son las siguientes:

A — superior a 5 mm. B — entre 3,5 y 5 mm. C — entre 2,5 y 3,5 mm. D — aproximadamente 2,5 mm. E — inferiora2,5 mm. Irregularidad: en realidad se trata de un

caso particular de la variable «tamaño» de la escritura. La «irregularidad» se produce cuando existen variaciones sensibles en el tamaño de distintas letras (o, mejor, frag-mentos de la escritura). En este caso no se da unai puntuación absoluta, como sería la suma de irregularidades del tamaño. Se otorga una puntuación siguiendo estos cri-terios relativos:

— Grandes diferencias de tamaño (2-5 mm.); apareciendo con gran diferencia: 2 puntos.

— Leves diferencias de tamaño ( 2 mm.) o gran diferencia pero apare-ciendo esporádicamente: 1 punto.

— Tamaño siempre homogéneo: 0 puntos.

Oscilación: el trazo es oscilante, «tem-bloroso». Se otorga una puntuación según los criterios relativos siguientes:

— Grafismo muy tembloroso y de mo-do muy persistente: 2 puntos.

— Grafismo ligeramente tembloroso y sólo en pocos fragmentos: 1 punto.

— Letra o grafismo firme: 0 puntos. líneas anómalas: las lineas escritas por

el sujeto experimentan disposiciones irre-gulares. Se tendrán en cuenta los siguien-tes casos:

Lineas fragmentadas: Líneas onduladas: Líneas ascendentes: Líneas descendentes: Se otorgan puntuaciones según los crite-

rios relativos siguientes: — Anomalías lineales muy frecuentes y

muy acusadas: 2 puntos. — Anomalías lineales escasas o leves:

1 punto. — Líneas continuas, uniformes: 0 pun-

tos. Interlineación: se consideran las caracte-

rísticas de homogeneidad ostentadas por los espacios interlineales. Las puntuaciones otorgadas siguen los siguientes criterios re-lativos:

— Distancias entre líneas muy irregula-res: 2 puntos.

73

Page 62: Test tale 142606676 tale-manual

— Distancias entre líneas algo irregula-res: 1 punto.

— Equidistancia entre líneas: 0 puntos. Zonas: las tres zonas o áreas espaciales

sobre las que se distribuyen las letras ma-nuscritas no son respetadas regularmente. Al igual que ocurría con el «tamaño», se utiliza la plantilla antes citada para poder juzgar este aspecto de la escritura con la máxima objetividad y rapidez. Para el es-tudio de las «zonas», conviene aprovechar las mismas líneas utilizadas en el estudio del tamaño de las letras. La puntuación sigue los criterios relativos que a continua-ción se citan:

— Zonas muy desiguales, con frecuen-cia: 2 puntos.

— Zonas desiguales sólo en 2 o 3 oca-siones: 1 punto.

— Zonas uniformes: 0 puntos. Superposición: una letra es trazada, total o parcialmente, encima de otra («col-lages»). Se ha establecido la siguiente pun-tuación:

— Más de 10 superposiciones en las 30 primeras palabras: 2 puntos.

— De 4 a 10 superposiciones: 1 punto. — 3 o menos superposiciones: 0 pun-

tos. Soldadura: el sujeto une dos letras que

en principio había escrito separadas. La unión se hace mediante un trazo que no es prolongación natural del trazado ñnal de la letra ni inicio del de la siguiente. (Suele realizarse cuando el sujeto se da cuenta de que la separación es errónea.)

La puntuación sigue estos criterios rela-tivos:

— Más de 10 soldaduras en las 30 pri-meras palabras: 2 puntos.

— De 3 a 10 soldaduras: 1 punto. — 3 o menos soldaduras: 0 puntos. Curvas: las curvas del grafismo resultan

excesivamente arqueadas, angulosas, etc. Este criterio es aplicable tanto a las letras curvas abiertas (m, n, v, b, c, etc.) como a

las letras curvas cerradas (a, d, o, f, etc.). La puntuación seguirá los siguientes crite-rios relativos:

— Arcos o ángulos muy acusados y fre-cuentes: 2 puntos.

— Arcos o ángulos algo acusados y de escasa frecuencia: 1 punto.

— Sin distorsiones en los trazos curvos: 0 puntos.

Trazos verticales: Las rayas verticales de las letras (t, d, 1, p..., etc.) resultan inco-rrectas por cambios de dirección, o por cualquier otra anomalía. La puntuación si-gue los siguientes criterios relativos.

— Cambios de dirección muy acusados y frecuentes: 2 puntos.

— Cambios de dirección escasos y le-ves: 1 punto.

— Sin cambios de dirección en los tra-zos verticales: 0 puntos.

b) Ortografía natural

Los errores de ortografía natural se ob-servarán tanto en la copia, como en el dictado o en la escritura espontánea. Su gravedad e importancia así lo exige. Sin embargo, la cuantificación de los mismos sólo se hará a partir del dictado y la copia. Dado que la extensión del texto corres-pondiente a la escritura espontánea es «li-bre», la tabulación de los errores ortográ-ficos naturales no ha sido posible en este sub-test; no hay criterios objetivos de comparación. No obstante, insistimos, de-be tomarse buena nota de los errores de tal tipo hallados en la escritura espontá-nea. El examinador experimentado puede llegar a conclusiones realmente útiles al considerar dichos errores en el contexto de la prueba.

Recordemos que la ortografía natural implica la equivalencia entre fonemas y grafemas en el caso del dictado. (Lo que ocurre en la copia es obvio). Los errores que contabilizamos son los siguientes:

Sustituciones: una de las letras escritas no corresponde a la que debiera suscitar el

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fonema emitido. Es decir, la letra correcta es reemplazada por otra (p. ej., «micro» por «miedo»).

Rotaciones: Ai igual que ocurría en la lectura, se trata de un caso particular de sustitución. Se da cuando la letra correcta es sustituida, al escribir, por otra que pue-de considerarse como la misma habiendo «girado» o «rotado» en el plano del papel (p. ej., «cadallo» por «caballo»; «hapa» por «hada»). Las valoramos al margen de las otras sustituciones por ser más pro-bable que estén relacionadas, al igual que en la lectura, con otro género de discrimi-naciones visuales.

Omisiones: el niño deja de escribir al-guna de las letras que han sido dictadas o copiadas (p. ej., «silla» por «sillas»; «capo» por «campo»).

Adiciones: se añade una letra a la trans-cripción correcta de lo dictado (p. ej., «cuberir» por «cubrir»; «los» por «lo»).

Inversiones: se escriben todas las letras incluidas en una sílaba pero en orden opuesto al correcto (p. ej., «pulma» por «pluma»; «al» por «la»).

Uniones: dos o más palabras se escriben sin solución de continuidad (p. ej., «enel patio» por «en el patio»; «misamigos» por «mis amigos»; «vamos alacasa» por «vamos a la casa»). Obviamente se contabilizará una unión cada vez que se produce, de modo que el escrito «alacasa», pongamos por caso, supondría 2 uniones.

Fragmentaciones: una palabra es escrita introduciendo en ella claras soluciones de continuidad, como si realmente se tratara de dos o más palabras (p. ej., «des pués» por «después»; «re dondo» por «redondo»). Claro está, no puede confundirse una au-téntica fragmentación con el hecho fre-cuente de que dos letras de una misma palabra sean escritas con discontinuidad en el trazo.

c) Ortografía arbitraria

Por las mismas razones que en el caso anterior, las cuantificaciones se hacen a

partir de los errores producidos en la copia y en el dictado (aunque en la copia son prácticamente desestimables). Sin embar-go, también es de suma importancia de-tectar y analizar los errores de este tipo cometidos en la escritura espontánea.

Acentuación: el sujeto omite un acento o traza un acento indebidamente. Tam-bién puede tratarse de la acentuación ina-decuada de una palabra (transposición si-lábica del acento), lo que no es sino un caso especial de lo primeramente apunta-do (p. ej., «cafe por café»; «patatá» por «patata»).

Puntuación: el sujeto omite o añade in-debidamente un signo de puntuación.

Cambios consonínticos: en este aparta-do se tienen en cuenta una serie de errores que, de hecho, son sustituciones. Sin em-bargo, las aquí reseñadas se diferencian de las sustituciones propiamente dichas, en que el error no implica una falta de equi-valencia entre fonema y grafema, sino la mera inobservancia de las reglas ortográfi-cas convencionales. Los errores posibles de este género son los siguientes:

«b» por «v» («boz» por «voz») «v» por «b») «vueno» por «bueno») «j» por «g» («daja» por «daga») «g» por «j» («bago» por «bajo») «r» por «rr» («bara» por «barra») «rr» por «r» («trio» por «río») «11» por «y» («mallo» por «mayo») «y» por «11» («cayar» por callar») «x» por «ch» (influencia idioma catalán: «xocolate» por «chocolate»).

Asimismo se considera cambio conso-nántico la omisión o adición indebida de «h» («an» por «han»; «ohí» por «oí»).

Por fin, entrarán también en este tipo de errores arbitrarios la sustitución mutua de «m» y «n» situadas antes de «p» o «b». En teoría este error pudiera entrar en la serie de errores de ortografía natural, pero se decidió incluirlos aquí dadas las dificul-tades de discriminación fonética que en-cierran estos sonidos articulados (p. ej., «canpo» por «campo»; «emvolver» por «en-volver»).

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Page 64: Test tale 142606676 tale-manual

d) Velocidad

Como dato significativo de la escritura, se tomará en cuenta el tiempo invertido en la copia, y el dictado y la escritura espontánea.

e) Sintaxis

Por razones obvias, los errores sintácti-cos sólo pueden ser tenidos en cuenta en la escritura espontánea. Es preciso conside-rar la relación existente entre el número total de errores y la mayor o menor ex-tensión del texto escrito. Se trata de un dato mucho más significativo que el mero número total de errores. Sin embargo, en la tabulación realizada sólo se han tenido en cuenta los promedios de errores propios de cada nivel, dada la enorme dificultad de poner en relación los errores cometidos con la longitud y otras características cua-litativas de lo escrito. Señalaremos, no obstante, que en las tabulaciones efectua-das este problema queda amortiguado al haberse situado cada nivel a partir de una muestra de 160 sujetos.

Los errores sintácticos tomados en consi-deración han sido los siguientes:

Número: uso incorrecto del singular o del plural (p. ej., «los niños iba...»; «los hombre...»).

Género: uso incorrecto del masculino o del femenino (p. ej., «el niño estaba con-tenta»).

Omisión palabras: supresión indebida de artículos, preposiciones, conjunciones y demás partículas (p. ej., «Paco cogió tren...»; «todos van campo...»).

Adición palabras: supresión indebida de artículos, preposiciones, conjunciones, ad-verbios, etc. (p. ej., «fuimos a el jugar»).

Sustitución de palabras: permuta inco-rrecta de artículos, adverbios, preposicio-nes conjunciones, etc. El bilingüismo debe tenerse en cuenta (p. ej., «estoy a casa de María»; «llévame la pelota» por «tráeme la pelota»).

Tiempo: cambio del tiempo adecuado de un verbo (p. ej., «ayer cantemos una canción»).

Orden: estructuración inadecuada de la frase desde el punto de vista sintáctico, con situación incorrecta de sujeto, predi-cado, verbo y complemento. Ciertamente, el «desorden» puede ser literario, pero no es propio de estas edades (p. ej., «va-mos Luis y yo a jugar»).

Estilo «telegráfico»: simple enumeración de frases que quedan redactadas sin hila-ción por ausencia de preposiciones, con-junciones, etc. (p. ej., «niña fue casa abue-lo»). Obsérvese que en este caso no habla-mos de omisiones de palabras, dado que este tipo de error lo reservamos cuando la omisión se da esporádicamente en una fra-se, p. ej., «la niña fue a la casa abuelo». Además el niño que escribe en estilo tele-gráfico lo hace sistemáticamente. Se con-tabilizará un error por cada frase redactada «telegráficamente».

Son muchos los errores sintácticos que pueden cometerse en la escritura espontá-nea y que no es posible cuantificar. En el apartado e) sólo se han citado los que en este test se han tenido en cuenta por sus posibilidades de tabulación. Sin embargo, es preciso tomar buena nota de todos los errores o fallos que aparezcan en el texto en cuestión. Entre los más interesantes a retener, destacamos los siguientes:

Incoherencia en el texto. Lo escrito se reduce a una serie de frases o palabras carentes de sentido.

Enumeración de palabras: no se formula frase alguna. Tan sólo existe una sucesión de palabras que no guardan relación entre sí (p. ej., «caballo papá fuente nene»).

Enumeración perseverativa de frases: se mantienen constantes la mayor parte de los elementos de la oración, variando tan sólo un sustantivo, o el verbo, o algún complemento (p. ej., «el niño tenía coches y trenes y pelotas y soldados y...», «fuimos al campo y comimos y saltamos y después comimos y jugamos y saltamos...»).

Catalanismos: el uso de giros o palabras

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de origen catalán fue relativamente fre-cuente en nuestra muestra. Deben ser te-nidos en cuenta, especialmente cuando re-sultan excesivos. Por descontado, deberán ser tenidas en cuenta las locuciones pro-pias de otras lenguas o dialectos.

f) Contenido expresivo

En este caso no se trata de detectar errores. Por el contrario, se pretende cali-ficar ciertos aspectos positivos de la sin-taxis. Dado que, además, se intenta calificar cuantificando, es ésta una materia plagada de dificultades. Sin embargo, y a partir de la escritura espontánea, se han tenido en cuenta los siguientes factores:

Oraciones: número total de oraciones escritas. Obsérvese que no se trata de pa-labras, ni de palabras-frase, sino de autén-ticas oraciones, lo cual obliga a contabili-zar de hecho el número de verbos.

Calificativos: número total de los mis-mos.

Adverbios: número total de los mismos. Causa-consecuencia: número de veces

en que aparecen conjunciones y locuciones propias de las oraciones que expresan rela-ciones de causa y consecuencia: consecuti-vas, causales, condicionales, finales, adver-sativas, etc. Sin pretender hacer exhaustiva la lista citaremos las siguientes: «porque»,, «puesto que», «como», «a causa de», «si», «con tal que», «en el caso de que», «para», «para que», «a fin de que», «pero», «no obstante», «sin embargo», «en cambio», «aunque», «a pesar de que», «en cambio», etcétera.

Una vez administrado el test de escritu-ra y registrados (detectados) los errores co-metidos por el sujeto, es preciso proceder a la comparación de los resultados obteni-dos con los de la población general. Para ello debe recurrirse a las tablas que se exponen en las páginas siguientes.

Sin embargo, para una valoración más rápida del test, en el cuadernillo de «Re-sultados» constan las puntuaciones medias correspondientes a los errores totales y par-

ciales, propios de cada nivel de E.G.B., así como los promedios de tiempo inveni-do. En consecuencia, el examinador debe-rá sumar los errores de cada tipo cometi-dos en cada uno de los diferentes aparta-dos («Grafismo», «Ortografía copia», «Orto-grafía dictado» y «Sintaxis», así como las palabras y locuciones de cada uno de los tipos que se incluyen en el apartado «Con-tenido expresivo». El resultado de cada una de estas sumas debe escribirse en el apartado correspondiente del cuadernillo de «Resultados».

Por ejemplo, si en el «Registro de escri-tura», apartado «Dictado», se contabilizan dos fragmentaciones de palabras en un ni-ño de cuarto curso de E.G.B., se anotará la cifra «2» sobre la línea punteada ( ) correspondiente a «Fragm.» en el «nivel III» del apartado «Ortografía dicta-do» que aparece en la página 6 del cua-dernillo de «Resultados».

Asimismo deben sumarse todos los erro-res, cualquiera que sea su tipo, cometidos en cada uno de los distintos apartados («Grafismo», «Ortografía natural», «Orto-grafía dictado» y «Sintaxis»). Igualmente deben sumarse todas las palabras y locucio-nes del apartado «Contenido expresivo». El resultado de cada una de estas sumas pue-de contrastarse con las Tablas que se expo-nen a continuación y deben escribirse en el lugar correspondiente («total») del cua-dernillo de «Resultados».

Por ejemplo, un niño de cuarto curso de E.G.B. produce en su escritura espon-tánea 2 calificativos, 2 adverbios y 3 con-junciones o locuciones de causa-consecuen-cia. Además de anotarlas por separado en las columnas correspondientes del aparta-do «Contenido expreisov» de la página 7 del cuadernillo de «Resultados», se deberá anotar el número «7» en la línea de pun-tos ( ) que en el mismo apartado se sitúe bajo el rótulo «Total».

Recordemos que los errores sintácticos se suman en su totalidad desde un principio. No hay, pues, cuantificaciones parciales, por tipos, de los mismos.

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TABLA 8 TOTAL ERRORES GRAFISMO (*)

Nivel I Nivel II Nivel III Nivel IV Errores totales X

5-6 5,26

5-6 5,76

6-7 6,45

5-6 5,65

a 1,58 1,88 2,07 1,93

(*) No son comparables entre sí los resultados obtenidos en los distin-tos niveles de E.G.B.

TABLA 9 PORCENTAJES DE POBLACION CORRESPONDIENTES A CADA PUNTUACION

Error Nivel I Nivel II Nive 1 III Nivel IV Modelo % Modelo % Modelo % Modelo %

Tamaño letras A 5 A 2 A 4,5 A 0,5 B 44,5 B 42,5 B 28,5 B 27 C 42 C 48,5 C 56,5 C 58,5 D 6 D 7,5 D 11 D 14

No escribe 2,5 Punt. % Punt. % Punt. % Punt. %

Irregularidad 2 10 2 10 2 16 2 6 Irregularidad 1 79 1 70 1 70,5 1 61,5 0 17,5 0 20 0 13,5 0 32,5

No escribe 2,5 Punt. % Punt. % Punt. % Punt. %

Oscilación 2 0 2 0 2 0 2 0 1 2 1 4,5 1 2,5 1 0 0 97,5 0 95,5 0 97,5 0 100

No escribe 2,5 Punt. % Punt. % Punt. % Punt. %

Líneas 2 23,5 2 13,5 2 9 2 7,5 anómalas 1 69 1 78 1 83,5 1 83,5

0 5 0 8,5 0 7,5 0 9 No

escribe 2,5

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Page 67: Test tale 142606676 tale-manual

Error Nivel I Nivel II Nivel III Nivel IV

Punt. % Punt. % Punt. % Punt. % Interlineación 2 7 2 11,5 2 10 2 4

1 72 1 72,5 1 81 1 80 0 18,5 0 16 0 9 0 16

No escribe 2,5 Punt. % Punt. % Punt. % Punt. %

Zonas 2 19 2 17 2 27,5 2 29,5 1 74 1 90 1 70 1 63 0 4,5 0 3 0 2,5 0 7,5

No escribe 2,5 Punt. % Punt. % Punt. % Punt. %

Superposición 2 0 2 0,5 2 5 2 3,5 1 2 1 4,5 1 14,5 1 15 0 95,5 0 95 0 80,5 0 81,5

No escribe 2,5

Punt. % Punt. % Punt. % Punt. % Soldaduras 2 0 2 0 2 0 2 0

1 10 1 14 1 8,5 1 5,5 0 87,5 0 88 0 91,5 0 94,5

No escribe Punt. % Punt. % Punt. % Punt. %

2 5 2 14 2 22,5 2 14,5 Curvas 1 21 1 40,5 1 47 1 54,5

0 71,5 0 45,5 0 30,5 0 31 No

escribe 2,5 Punt. % Punt. % Punt. % Punt. %

Trazos 2 2 2 6 2 16,5 2 6 verticales 1 33,5 1 56,5 1 62 1 55

0 62 0 27,5 0 21,5 0 38 No

o c r r i r t a 0 <=!

Mediante las Tablas 8 y 9 puede situarse a cualquier sujeto en relación con la población general de su nivel E.G.B. en cuanto a errores totales y parciales del grafismo.

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TABLA 10 ERRORES ORTOGRAFIA NATURAL (PROMEDIOS )(*)

Nivel I Nivel II Nivel III Nivel IV Errores totales 3-4 3-4 1 2-3 1 3,53 3,82 0,97 2,52 a 4,20 4,61 1,30 3,04 Sustitución 1 1-2 0-0,5 1 Rotación 0 0 0 0 Omisión 1 1 0-0,5 0-1 Adición 0 0 0-0,5 0-1 [nvers. sil. 0 0 0 0 Unión 1 0-1 0-0,5 0 Fragment. 0 0-1 0-0,5 0

(*) No son comparables entre sí los resultados de los distintos niveles.

TABLA 11 ERRORES ORTOGRAFIA ARBITRARIA (PROMEDIOS) (*)

Nivel I Nivel II Nivel III Nivel IV Errores totales 0-1 7-8 8 5-6 X 0,80 7,67 8 5,66

a 0,92 3,53 2 2,85 Acentuac. 0 2 4 3 Puntuac. 0 0 0 0 C. consonant. 0-1 5-6 2-3 2-3

(*) No son comparables entre sí lo? resultados de los distintos niveles.

Se ha elaborado otra Tabla que reúne todos los errores ortográficos más significativos de la copia.

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Page 69: Test tale 142606676 tale-manual

TABLA 12 ERRORES ORTOGRAFIA EN COPIA

Nivel I Nivel II Nivel III Nivel IV Errores totales 7-8 3-4 2-3 1-2 X 7,35 3,61 2,75 1,53 a 5,68 3,22 3,21 1,84 Sustitución 2-3 1-2 1 0-1 Rotación 0-1 0 0 0 Omisión 2-3 1 0-1 0-1 Adición 0-1 0-1 0 0 Inversión 0 0 0 0 Unión 0-1 0 0 0 Fragment. 0 0 0 0 C. cons. (ort. arb.) 1 0-1 0-1 0-1

TABLA 13 VELOCIDAD ESCRITURA COPIA

Nivel I Nivel II Nivel III Nivel IV X 11*18" 7'6" 6' 4,28" Mdn. 10'18" Ti" 5'10" 4'25" a 5'27" 1 '45 1'13" 52"

TABLA 14 VELOCIDAD ESCRITURA DICTADO (*)

Nivel I Nivel II Nivel III Nivel IV X 2'49" 4'56" 5' 15" 5'3" Mdn. 2'55" 4'39" 7'56" 4'56" o l 'l " 2'19" 48" 45"

(*) No son comparables entre sí los resultados de los distintos niveles.

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TABLA 15 TOTAL ERRORES SINTACTICOS (PROMEDIOS) (*)

Nivel I Nivel II Nivel III Nivel IV Total errores 1 1-2 2-3 2-3 X 0,95 1,39 2,57 2,42 a 1,03 1,55 2,01 1,98

(*) No son comparables entre sí los resultados de los distintos niveles de E.G.B.

TABLA 16 CONTENIDO EXPRESIVO

m » Nivel I Nivel II Nivel III Nivel IV C o o

2 o «o ti 0

X Mdn. a

4,19 3,91 2,41

6,65 6,13 2,56

13,5 9,23 4,18

13,5 10,72

4,9

Cal

ifi-

cativ

os

X Mdn. 0

0,15 0,07 0,42

0,53 0,23 0,89

0,72 0,4 1,04

1,22 1,26 1,4

Adv

er-

bios

X Mdn. a

1,12 0,74 1,25

2,31 1,92 1,82

3,23 2,80 2,51

3,83 3,53 2,5

rt3¡W

ísa -

con

se.

cuen

cia 1

Mdn. a

0,27 0,13 0,56

0,42 0,22 0,78

0,88 0,71 1

1,18 0,97 1,22

Tot

a]

X o

1,62 1,68

3,16 2,61

4,95 3,34

6,28 3,65

82

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TERCERA PARTE

Conclusiones

Características evolutivas de la lectura y la escritura

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La elaboración del T.A.L.E. permite disponer de una serie de datos aptos para, debidamente utilizados, arrojar alguna luz sobre ciertas características evolutivas del aprendizaje de la lectura y la escritura cas-tellanas en nuestra población infantil.

Evidentemente estos datos, pese a todo de carácter relativamente global, no per-miten analizar el pequeño detalle y mu-cho menos las relaciones de causa a efecto existentes en el aprender. El estudio de estas relaciones causales, de las conductas implicadas y los estímulos que las contro-lan, de los requisitos afectados en un mo-mento dado, etc., es algo que sólo puede resolverse a través del estudio individual Je un niño concreto. Es más, de un niño concreto, en una situación de aprendizaje concreta, destinada a una conducta con-creta.

Nuestros datos corresponden a grupos promedio de población, quedan concreta-dos de curso en curso, y por tanto sólo pueden atender a la sucesión de conductas lectoescritoras globales, sin otras implica-ciones. Unicamente es posible abordar cambios secuenciales molares.

Pero, en cualquier caso, aunque sea a grandes pinceladas, sí se pueden sacar ciertas conclusiones evolutivas generales re-feridas a la población infantil general. Y eso es lo que hemos hecho o pretendido hacer.

A. LECTURA

1.1. Lectura de letras: errores torales

Lógicamente, a medida que aumenta la edad —y el cuno— los errores dismi-

nuyen. Recordémoslos en sus promedios por alumno:

1 .« nivel 10,92 2.° nivel 8,93 3 .« nivel 5,21 4.° nivel 3,31 La gradación, insistimos, parece lógica.

Sin embargo, y en relación con lo espera-do, se nos antoja que los errores son exce-sivos, habida cuenta que se trata de la discriminación lectora más simple (letras) y que está producida por la población que lee con «normalidad» a juicio de sus maes-tros. Además, es preciso recordar que en el T.A.L.E. se acepta como respuesta co-rrecta tanto la denominación de la letra en cuestión («efe»), como la emisión del fo-nema («f...f...f...»), o su «apoyo» sobre una vocal («fe»). Esta impresión peyorativa se agudiza al analizar las características de los errores cometidos.

1.2. Lectura de letras: tipos de errores

En la Tabla 1 se exponía la distribución de las medias de errores totales así como las correspondientes a cada uno de los seis errores tomados en consideración. Los cua-dros 1, 2, 3 y 4 permiten constatar gráfi-camente la importancia relativa de cada error a lo largo de los cuatro cursos así como la relación entre errores graves y le-ves, tal como los hemos definido en las normas de valoración del test.

Analizando los datos que se exponen, puede observarse lo siguiente:

a) A medida que aumentan edad y ni-vel de E.G.B., disminuye el porcentaje de errores graves y, en consecuencia, aumenta el porcentaje de errores leves. En el nivel I

85

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la diferencia en favor dé los errores graves es de 56 por 100, porcentaje que dismi-nuye hasta un 6 por 100 en el 4.° nivel.

b) Pese a esa disminución, más de la mitad de los errores en lectura de letras cometidos por los niños de 4.° nivel son graves, es decir, suponen ausencia total de la discriminación correcta.

c) De todos los errores cometidos, cual-quiera que sea el nlpeí en cuestión, prác-ticamente ta mitad son sustituciones.

d) La mo lectura» es sumamente im-portante en el l A nivel, donde ocupa el segundo lugar en los porcentajes de erro-res. Alcaliza la cuarta posición en el 4.° nivel, con tan sólo un 4 por 100, pero sigue existiendo.

e) La rotación es muy poco importante en todos los niveles hasta llegar a ser prác-ticamente inexistente (1 por 100 en 4.° nivel). Esta baja frecuencia da ¡dea de su trascendencia cuando se presenta. Obsér-vese que en ese mismo nivel (4.°) las res-tantes sustituciones alcanzan el 4 por 100.

f) La importancia relativa de las vacila-ciones aumenta a medida que aumenta el nivel E.G.B.

g) Rectificaciones y repeticiones son de cuantía y evolución escasamente significa-tivas.

1.2. Lectura de sílabas: errores totales

Al igual que en la lectura de letras, también aquí nos encontramos con la per-tinente disminución de errores al incre-mentarse la edad y los niveles de enseñan-za. Según se indicó, la gradación es la siguiente (promedio de errores por alumno):

1.er nivel 3,56 2.° nivel 2,22 3.c r nivel 1,32 4.° nivel 1,02

Los errores se hacen mínimos en los dos últimas cursos. Observemos él interesante hecho de que en la lectura de sílabas se

producen significativamente muchos me-nos errores que en la lectura de letras. Ciertamente, en el T.A.L.E. el número de estímulos es mucho menor, en el caso de las sílabas, lo cual prácticamente resuelve el problema, pero también es cierto que se incrementa la complejidad del estímulo y por consiguiente la dificultad de la dis-criminación.

2.2. Lectura de sílabas: tipos de errores

Los errores totales, que acabamos de co-mentar, se distribuyen dentro de cada ni-vel de enseñanza según indican los cua-dros 5, 6, 7 y 8. De la consideración de todos estos datos puede desprenderse lo siguiente:

a) Los errores graves, al igual que en la lectura de letras, dominan sobre los leves, pero en este caso sin que tienda a produ-cirse nivelación al aumentar los cursos. Las diferencias se mantienen prácticamente constantes.

b) Las sustituciones también ocupan el primer lugar de los errores. Pero así como en la lectura de letras alcanzaban un por-centaje promedio de 4 por 100, en la lectura de sílabas sólo alcanzan el 26 por 100.

c) Las vacilaciones se mantienen en un porcentaje prácticamente constante a lo largo de los 4 cursos.

d) Las rotaciones juegan aquí un papel significativo. Siendo su intervención prác-ticamente nula en la lectura de letras, ahora —habiendo 8 tipos de errores en lugar de 6— se mueven alrededor del 15 por 100 y de modo constante. Es preciso subrayar, aquí, que en la elaboración del test, al programar la lista de sílabas se introdujeron premeditadamente grupos si-lábicos qué permitieran verificar la pro-ducción de rotaciones.

e) Adiciones, omisiones e inversiones son los errores graves de menor frecuencia. Obsérvese que en cualquier edad las adi-ciones superan significativamente a las omisiones. Debemos aclarar que estas adi-ciones suelen estar constituidas por voca-

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les, vocales que se incorporan de modo que «facilitan» la lectura. (El niño descom-pone una sílaba de dos consonantes y la consonante que queda aislada recibe apo-yo vocálico, p. ej., «pía» se lee «pa-la»). Las inversiones, claramente presentes en el primer nivel, tienden a disminuir.

f) Rectificaciones y repeticiones ocu-pan posiciones poco representativas en cualquier sentido.

1.3. Lectura de palabras: errores totales Recordemos los promedios de cantidad

de errores por individuo según los diferen-tes niveles de E.G.B.:

1.« nivel 14,47 2.° nivel 10,32 3.cr nivel 7,53 4.° nivel 5,68. Téngase en cuenta que se trata de 50

estímulos discriminativos visuales comple-jos (palabras). Una vez más se comprueba la esperada disminución de errores cU au-mentar edad y nivel de enseñanza. Pero, una vez más también, se comprueba que los errores existen siempre.

2.3. Lectura de palabras: tipos de errores La participación relativa de cada error

en el número total de errores queda refle-jada en los cuadros 9, 10, 11 y 12. De su observación pueden extraerse las siguientes conclusiones:

a) Los errores leves son aquí significa-tivamente superiores a los errores graves. Se invierte la relación que existía en la

lectura de letras y de sílabas. Concreta-mente en los niveles 3.° y 4.° las diferen-cias entre errores leves y graves (en favor de aquéllos) es de 24 por 100. Parece como si el reconocimiento de las palabras facilitara su lectura, disminuyendo los errores graves.

b) Asimismo, las vacilaciones ocupan el primer lugar de los errores parciales (alre-dedor del 40 por 100 del total). Las susti-tuciones, que ocupaban el primer lugar en la lectura de letras y de sílabas, se sitúan aquí en el segundo, a considerable distan-cia de las vacilaciones. Estas vacilaciones, que ostentan la primacía, pudieran consis-tir parcialmente en el tiempo preciso para el reconocimiento —¿lectura silenciosa?— antes citado.

c) Sin embargo, las sustituciones siguen ocupando un significativo lugar. Disminu-yendo a medida que aumentan los niveles de enseñanza (de 25 por 100 en 1.° a 16 por 100 en 4.°), se sitúan en un 20 por 100 aproximadamente.

d) Las rotaciones ocupan el último lu-gar de la lista (1 por 100); son práctica-mente inexistentes. Una vez más, su posi-ble presencia puede considerarse como au-téntica «señal de alarma».

e) De todos los errores de baja presen-tación (menos de un 10 por 100), las omi-siones ocupan siempre el primer lugar.

f) Adiciones, inversiones y sustitución de palabras son errores de bajísima fre-cuencia en todos los niveles.

g) Rectificaciones y repeticiones ocupan los consabidos lugares intermedios.

TABLA 16 PROMEDIO DE ERRORES POR PALABRA Y DE ERRORES POR SILABA EN

LA LECTURA DE TEXTO

Errores Errores pa labra sílaba

Nivel 1.° A 0,07 0,04 Nivel 1.° B 0,06 0,04 Nivel 2.° 0,1 0,05 Nivel 3.° 0,1 0,05 Nivel 4.° 0,08 0,03

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1.4. Lectura de texto: errores totales

Recordando que los distintos textos, co-rrespondientes a cada nivel de enseñanza, no son comparables entre si, recordemos los promedios de errores por alumno, se-gún su nivel de enseñanza:

Nivel 1.° A 1,15 Nivel 1.° B 2,89 Nivel 2.° 4,38 Nivel 3.° 7,45 Nivel 4.° 11,5 Para intentar una cierta homogeneiza-

ción de tales resultados, en la Tabla 16 se han reunido los promedios de errores/pa-labra y errores/sílaba obtenidos a lo largo de estos 5 niveles de enseñanza. Como puede observarse la variación es mínima. Especialmente, la cantidad de errores por sílaba es prácticamente constante. Quizá pudiera hablarse de un cierto incremento de los errores al pasar a la lectura de 2.° nivel, donde las palabras son de compleji-dad significativamente superior a las de los primeros niveles.

Por tanto, aceptando la progresiva com-plejización y dificultad lectora del material presentado, apenas varía la proporción de errores cometidos en los diferentes niveles al leerlos textos correspondientes.

2.4. Lectura de texto: tipos de errores Los cuadros 13, 14, 15, 16 y 17 mues-

tran los porcentajes de participación de cada tipo de error en el total de errores registrado en cada nivel de E.G.B. Pueden extraerse las siguientes conclusiones.

a) Al igual que en la lectura de pala-bras, los errores leves superan siempre a los errores graves, aun cuando la diferen-cia tiende a disminuir al aumentar los cur-sos. Vuelve a plantearse que, probable-mente, la familiaridad, el reconocimiento e incluso el significado pueden facilitar la lectura.

b) También aquí las vacilaciones ocu-pan en todos los niveles un significativo primer lugar, centrado alrededor del 34 por 100.

c) A medida que aumentan los niveles de enseñanza, las sustituciones de pala-bras, prácticamente desestimables en los 2 primeros cursos, llegan a ocupar un signi-ficativo segundo lugar en los 2 niveles su-periores, reemplazando a las sustituciones de letras. Se trataría de «errores de recono-cimiento». Una palabra es un estímulo complejo y algunos de sus componentes, si no se analizan los restantes, pueden inducir a errores.

d) Las repeticiones, aun disminuyendo progresivamente, resultan significativas en todos los niveles.

e) Las omisiones tienden a hacerse no-tar a partir del segundo nivel.

í) Rotaciones e inversiones son práctica-mente inexistentes. Es lógico que así sea, puesto que en la *lectura de texto» del niño promedio existe otro factor que desempe-ña un papel primordial: la comprensión de lo leído. Una rotación o una inversión puede despojar de significado a una pala-bra. Así pues en muchos casos la inversión o rotación inicial se convierte en una recti-ficación. Será más lógica la rotación en sílabas puesto que, por lo que al significa-do y sus consecuencias se refiere, da igual leer «bla» que «pía». En cambio no es lo mismo leer «balcón» que «dalcón». En consecuencia, cuando aparezcan rotaciones e inversiones en la lectura de un texto, además habrá que plantearse el tema de la comprensión.

También resultan casi inexistentes las omisiones de palabras, excepción hecha del 4.° nivel, aunque tampoco en él resul-tan significativas.

g) Las adiciones, adiciones de palabras y rectificaciones ocupan posiciones inter-medias de muy escasa participación.

1.5. Comprensión de la lectura

La Tabla 7 muestra todos los resultados que es preciso tener presente en cuanto a la comprensión de lo leído. Pocos comen-tarios pueden hacerse, habida cuenta que se trata de textos diferentes y por consi-

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guíente no es posible comparar los resulta-dos. En este apartado es necesario hacer una precisión. La no respuesta o la res-puesta incorrecta de un niño concreto a las preguntas de «comprensión» pueden no ser índice de «no comprensión». En efecto la comprensión significa captar los signifi-cados del texto, lo cual es un fenómeno de comprensión del lenguaje en general. Sin embargo, los errores pueden producir-se por falta de retención, de memoriza-ción, de lo leído. Y ello puede ocurrir por múltiples factores, a pesar de las precau-ciones tomadas al elaborar textos y pre-guntas.

B. ESCRITURA

1.1. Grafismo: errores totales

El grafismo, globalmente considerado, no permite comparaciones entre los distin-tos niveles o edades, ni el suministro de datos cuantitativos rigurosos. Algunos de los «errores» están definidos de modo am-biguo y resultan de valoración algo subje-tiva. La atribución de puntos es levemente arbitraria. Por otro lado no podemos com-parar unas cantidades de errores que se basan en la «escritura espontánea», escritu-ra con evidentes oscilaciones en grupos e individuos, incluyendo sobre todo la lon-gitud del texto.

En la Tabla 8 pueden observarse, no obstante, los promedios de errores de gra-fismo correspondientes a los cuatro niveles estudiados. Conviene aclarar, pese a las salvedades apuntadas, a las «arbitrarieda-des» citadas, que, dadas las dificultades del tema, consideramos satisfactorio todo lo obtenido.

2.1. Grafismo: tamaño de las letras

A través del apartado correspondiente a la Tabla 9 puede seguirse la evolución del tamaño o «altura» del grafismo a lo largo de estos cuatro años de escolarización in-fantil.

Se observa una progresiva reducción del tamaño a medida que transcurre la edad. Los dos primeros niveles utilizan mayorita-riamente (89 por 100) tamaños oscilantes entre 3,5 mm. y 2,5-3,5 mm. práctica-mente a partes iguales. Esta situación varía en el 3-cr nivel, prosiguiendo el cambio en el 4.°. El predominio del modelo C (2,5-3,5 mm.) es absoluto, concretamente supone en el 4.° nivel un 58,5 por 100. El modelo B (3,5-5 mm.) queda reducido a 27 por 100. Entretanto el modelo D (2,5 mm.) va siendo utilizado con mayor frecuencia a lo largo de los 4 niveles: 6 por 100 — 7,5 por 100 — 11 por 100 — 14 por 100.

Señalaremos que prácticamente no exis-te escritura cuyo tamaño sea superior a 5 mm. (modelo A) o inferior a 2,5 mm. (modelo E). Por consiguiente su presencia en un niño concreto debe ser considerada significativa.

3.1. Gramismo: irregularidad

Las puntuaciones relativas se mantienen constantes a lo largo de los tres primeros niveles. Predominan las diferencias de ta-maño de carácter leve, inferiores a 2 mm. Tales diferencias son habituales en un 70 por 100 de la población. El resto de la población se reparte bastante equitativa-mente entre los que mantienen un tama-ño de letra homogénea y aquellos cuya letra experimenta oscilaciones entre 2 y 5 mm.

Sin embargo, en el 4.° nivel, hacia los 10 años de edad se observa un incremento significativo (32,5 por 100) de los niños con letra homogénea mientras los que producen irregularidades importantes se reducen a 6 por 100.

4.1. Grafismo: oscilación

Se trata de una variable no significativa en la evolución del niño normal. Práctica-mente ningún niño produce «letra tem-blorosa». Ello ha quedado claramente de-mostrado en el T.A.L.E.

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Este mismo hecho supone la anormali-dad de la posible presencia de oscilaciones en la letra de un niño concreto. Quizá ello suponga anomalías neurológicas.

5.1. Grafismo: líneas anómalas

Como era lógico esperar las anomalías importantes de la lineación van disminu-yendo con la edad. Concretamente tales errores del grafismo pasan de 23,5 por 100 en el l . c r nivel de enseñanza a 7,5 por 100 en el 4.°. Ahora bien, esta mejora progresiva no redunda en un incremento paralelo de ausencia de anomalías. Por el contrario, queda claro que en cualquier edad, y, más específicamente a los 10 años, todavía, la inmensa mayoría de los niños escriben con lineación levemente anómala, concretamente el 91 por 100. A los 10 años sólo el 9 por 100 mantienen una horizontalidad perfecta.

6.1. Grafismo: interlineación

Se trata de un aspecto de la escritura que guarda parecido o relación con la li-neación (líneas anómalas). De hecho se trata de aspectos algo complementarios: a unas líneas anómalas corresponden unas interlineaciones irregulares con probables distancias oscilantes. En cualquier caso, lo cierto es que las características de este terror gráfico» se mantienen prácticamente constantes a lo largo de las cuatro edades y niveles estudiados. Alrededor del 75 por 100 de todas las poblaciones alcanzan la puntuación 1 (irregularidades leves y poco frecuentes). La corrección absoluta se ma-nifiesta aproximadamente en un 15 por 100 de la población.

7.1. Grafismo: zonas

He aquí una característica de la escritura altamente valorada en la caligrafía tradi-cional; el mantenimiento de las 3 zonas o áreas. Las diferencias en los resultados ob-tenidos en los 4 grupos son muy escasas, dando idea de que se mantiene a cual-

quier edad una cierta irregularidad. De hecho, a los 10 años de edad, sólo el 75 por 100 de la población infantil respeta las 3 zonas. Es más, parece que a medida que aumenta la edad y pasan los cursos las zonas quedan menos respetadas.

Concretamente a los 6 años el 19 por 100 de la población incurre en desigual-dades importantes, mientras a los 10 años comete tales «errores» el 29,5 de la pobla-ción.

Parece, pues, que la mayor fluidez de la escritura propia del progreso práctico con-lleva un incremento de irregularidades de este orden. Es decir, la mayor velocidad puede implicar menor preocupación for-mal.

8.1. Grafismo: superposición

La mayor parte de la población, en cualquier edad o curso, no incurre en su-perposiciones. Sin embargo aquí ocurre al-go semejante a lo observado en el caso de las «zonas». En efecto, a medida que avanzan la edad y el nivel escolar tiende a aumentar la población que incurre en su-perposiciones. Concretamente los que lle-van a cabo de 4 a 10 superposiciones en 30 palabras pasan progresivamente de constituir el 2 por 100 de la población (primer nivel) al 15 por 100 en el cuarto nivel.

Aquí también parece ocurrir que el au-mento de la fluidez, de la velocidad, de la práctica, implica un menor respeto for-mal.

9-1- Grafismo: soldaduras

Como cabía esperar, dado que las sol-daduras suelen ser auténticas rectificacio-nes o autocorrecciones, este error tiende a disminuir con el incremento de edad, aunque de forma leve porque la corrección es bastante notable desde el principio.

En ningún grupo hay sujetos que reali-cen más de 10 soldaduras en las 30 pala-bras implicadas. Los que incurren en 3-10 soldaduras pasan de constituir un 10 por 100-14 por 100 en los dos primeros niveles

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a ser un 5,5 por 100 de la población en el cuarto nivel. En este momento el 94,5 por 100 de los niños no hace soldadura al-guna.

10.1. Grafismo: curvas

Estadísticamente hablando es muy difí-cil decidir cuáles son los criterios de nor-malidad, especialmente en el caso de los niños mayores, de 10 años. En efecto el trazado de unas curvas regulares, supues-tas inicialmente como correctas, va dismi-nuyendo en frecuencia a medida que au-menta la edad de los niños. A los 6 años de edad (primer nivel de E.G.B.) las cur-vas trazadas son «perfectas» en el 71,5 por 100 de la población. En cambio, a los 9 y 10 años de edad esa realización teórica-mente perfecta sólo es alcanzada por el 30 por 100 de la población aproximadamen-te. Es más, a los 9 y 10 años son clara mayoría —alrededor del 70 por 100— los que trazan curvas irregulares. Concreta-mente, a esas edades, entre un 14 por 100 y un 22 por 100 exhiben las puntuaciones (2 puntos) que implican mayores diferen-cias respecto del modelo teórico.

También aquí, pues, se observan las consecuencias de la desformalización de la escritura con el paso del tiempo.

11.1. Grafismo: trazos verticales

Se observa que la consecución de una verticalidad perfecta de los trazos corres-pondientes es mucho más frecuente en el primer nivel de enseñanza que en los pos-teriores. Probablemente éste es otro resul-tado de la lógicamente intensa preocupa-ción inicial por la forma de la escritura (caligrafía). Sin embargo, a partir del 2.° nivel de enseñanza dominan los trazos verticales irregulares. Los niños que así obran constituyen alrededor del 60 por 100 de las poblaciones implicadas.

12.1. Evolución general del grafismo

Del análisis de las diez características del grafismo que hemos tenido en cuenta, cabe delimitar una serie de fenómenos

que permiten seguir el curso evolutivo de esta conducta.

a) A medida que aumenta la edad se reduce el tamaño del tipo de letra. Se trata de una habilidad motora que, como todas, evoluciona de los movimientos más amplios a los más reducidos. Será fruto de una discriminación (reforzamiento diferen-cial) progresiva. Por otro lado, existen fac-tores imitativos dado el mayor tamaño de los tipos de letra modelo que se utilizan en el inicio del aprendizaje de la escritura.

b) Hasta los 10 años no empieza a con-seguirse una cierta homogeneidad en el volumen de las letras.

c) El no mantenimiento de las tres zo-nas, el trazado irregular de los trazos ver-ticales, las superposiciones de letras y la irregularidad de las curvas son otros tantos «errores» que tienden a aumentar con el incremento de edad y curso. Las cosas ocu-rren como si en un principio, en lo que a estos aspectos se refiere, la escritura estu-viera intensamente controlada por los mo-delos explícitos, formales del grafismo. En ausencia progresiva de tales modelos, al-gunas de sus características tienden a per-derse (extinción) habida cuenta que otros factores —p. ej., aumento de velocidad— pueden conseguir que resulte reforzado el trazado de ciertas líneas que resultan in-compatibles con el modelo inicial. Posi-blemente estas variantes de la «normali-dad» son las qiie dan especificidad indivi-dual a la escritura.

d) Lo anteriormente expuesto lleva a no poder hablar de «errores» en sentido estric-to, es decir, como desviación mayoritaria respecto de un modelo ideal, puesto que en los niveles ulteriores lo mayoritario es lo considerado «erróneo» en los niveles ini-ciales.

e) El no mantenimiento de la horizon-talidad de las líneas y de las distanciar entre las líneas es mayoritario y práctica-mente constante en todas las edades y cur-sos estudiados.

f) La letra oscilante no se da práctica-mente nunca, por lo que puede ser alta-mente significativa su aparición.

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1.2. Ortografía natural

Dado que la ortografía natural se cuan-tifica a partir de los datos que suministra la escritura al dictado, los distintos niveles no son comparables, por lo que es difícil obtener una directriz evolutiva precisa.

Los resultados correspondientes a errores totales y parciales han sido reproducidos . en la Tabla 10.

Las razones n.° de errores/n.° de síla-bas son las siguientes:

1.« nivel 0,08 2.° nivel 0,03 3.er nivel 0,007 4.° nivel 0,01 Se produce una discriminación de erro-

res a medida que aumentan los niveles de enseñanza, con una cierta modificación del fenómeno en el 4.° curso.

Un aspecto de especial relevancia es que, en cualquier curso o edad, los errores ortográficos de este tipo son escasísimos. Obsérvese que inversiones de letras e in-versiones de sílabas prácticamente no se dan en las poblaciones estudiadas y los restantes errores sólo alcanzan promedios de una sola incidencia.

Nos pone este hecho frente a la carac-terística básica de la denominada ortogra-fía natural. Siendo un ingrediente de la escritura, constituye un requisito básico, fundamental, ya que implica el aprendi-zaje de las equivalencias entre los sonidos del lenguaje y los signos escritos, entre los fonemas y los signos gráficos (grafemas). De otro modo, en la ortografía natural es imprescindible el adecuado funcionamien-to de la discriminación auditiva, la cual, según se ve, se constituye en un requisito básico, y de adquisición universal en el niño promedio. Es lógico que así sea cuando la discriminación auditiva es tam-bién el fundamento de la adquisición del propio lenguaje oral.

Y este lenguaje ya está suficientemente adquirido por el niño promedio que em-pieza a aprender a escribir.

Por consiguiente, cuando un niño incu-

rre en errores de ortografía natural, a cual-quier edad que sea, nos hallamos ante una insuficiencia de absoluta importancia. Se tratará de algo altamente significativo que puede ponernos en contacto con una serie de anomalías básicas, en distintas ha-bilidades intelectivas. El tipo de errores debe poner sobre la pista de la entidad de tales enomalías.

2.2. Ortografía arbitraría

Tampoco son comparables los resultados obtenidos por los niños de los distintos niveles por ser distinta la complejidad y longitud de los textos dictados respectivos.

Los resultados de los errores totales y parciales obtenidos por los distintos gru-pos se han presentado en la Tabla 11.

Como intento de lograr unos criterios comparativos, veamos lo que ocurre al contabilizar la proporción n.° de errores/ n.° de sílabas:

1.« nivel 0,02 2.° nivel 0,07 3.cr nivel 0,06 4.° nivel 0,04 Existe, pues, una notable homogenei-

dad en la proporción de errores ortográfi-cos convencionales a lo largo de los sucesi-vos niveles.

Por otro lado, los errores que se presen-tan con alguna frecuencia se limitan a anomalías en los signos de puntuación y a sustituciones de consonantes (incluyendo el uso indebido u omitido de «h»). Los errores de puntuación son de frecuencia prácticamente nula.

Es lógico que exista esta diferencia de incidencia entre unos y otros errores. En efecto, las «puntuaciones» implican una conducta escrita que debe ser controlada por la conducta verbal (fonema) del que dicta. En este sentido lo que ocurre se parece a lo que sucede con la ortografía natural. En cambio la «acentuación» y la utilización correcta de las consonantes que aquí se valoran suponen unas conductas escritas cuyos discriminativos no son exclu-

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sivamente las características fonéticas de la conducta verbal del que dicta. Implican además —por lo menos en un principio— el conocimiento de las llamadas «reglas ortográficas» que son instrucciones verbales (discriminativos) que el interesado debe memorizar y, por tanto, haber aprendido previamente. Por otro lado, también cuenta la imagen visual «mental» (respues-ta sensorial condicionada) que se tenga de la palabra en cuestión, y que, claro está, también debe ser aprendida.

3.2. Ortografía: errores en la copia

En este caso los resultados obtenidos en los distintos niveles sí son comparables puesto que la tarea exigida es siempre la misma. En la Tabla 12 se observa clara-mente la progresiva disminución de erro-res que pasan de una media de 7,5 en el l . c r nivel a 1 en el 4.° nivel.

Obsérvese que en la copia el modelo es gráfico, visual, y está permanentemente presente ante el sujeto, por lo que sus posibilidades de control de la escritura son infinitamente superiores a las que se dan en el dictado. En este último caso el mo-delo es auditivo, requiere «traducción» (morfema-grafema), y no está presente en el acto de la escritura. Pese a tales facili-dades, existen errores en todas las edades.

Esto significa que el modelo gtáfico, pe-se a sus características funcionales conduc-tuales, no siempre controla adecuadamen-te la escritura. En un principio, en fase de aprendizaje, tal modelo puede no contro-lar por no haberse constituido el aspecto específico implicado —una sílaba, una le-tra, etc.— en estímulo discriminativo. Ahora bien, también puede ocurrir que el control de la escritura sea ejercido por la imagen de la palabra en cuestión, imagen evocada por la palabra modelo escrita que puede ser errónea en función de un aprendizaje previo escaso o equivocada-mente discriminativo. Con seguridad esto es lo que ocurre en los últimos cursos o edades: el control ejercido por la palabra escrita es interferido por el control llevado a cabo por la respuesta sensorial condicio-nada que aquélla provoca.

3. ERRORES SINTACTICOS

Puesto que la sintaxis se analiza en la escritura espontánea los resultados no son comparables en absoluto. No sólo varía la longitud del texto en función de la edad, sino también en función de cada indivi-duo. Las razones son obvias. No es posi-ble, pues, sacar conclusiones evolutivas a partir del material disponible.

1.4. Contenido expresivo: número de oraciones

En la tabla 16 se dan todos los resulta-dos correspondientes a «contenido expre-sivo».

El primer aspecto estudiado corresponde al número de oraciones. Como cabía espe-rar, a medida que aumenta la edad y pasan los cursos los niños incrementan el número de oraciones que les permite des-arrollar el tema propuesto. Progresivamen-te se pasa de un promedio de 4 a 5 ora-ciones en el primer nivel de enseñanza a un promedio de 11 a 12 oraciones en el cuarto nivel.

Este fenómeno tiene que estar influido por distintos factores. Por un lado, un mayor desarrollo del lenguaje expresivo que de modo concreto supone que las imágenes evocadas por el tema de redac-ción suscitan más conducta verbal a medi-da que pasa el tiempo. Asimismo, las aso-ciaciones verbales son más complejas. También influye una mayor cantidad de imágenes fruto de la experiencia acumula-da por el sujeto. Por fin, cabrá considerar la importancia de un progresivo incremen-to de las frecuencias y longitudes de la conducta de escribir.

2.4. Contenido expresivo: uso de calificativos

En la evolución del lenguaje infantil, la adquisición de los calificativos se inicia in-mediatamente después del aprendizaje de los sustantivos y coincidiendo con el inicio del uso de los verbos. Ello implica un uso

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práctico que cabría considerar como fre-cuente.

Por otro lado, existe un claro consenso en reconocer que un factor fundamental de la llamada «riqueza del lenguaje» con-siste en la frecuente y acertada utilización de los calificativos. El calificativo permite matizar, definir, delimitar y de hecho complejizar la realidad descrita verbal-mente.

Pues, bien, en nuestra representativa Je la población normal se observa una casi ausencia total del uso de calificativos. Los niños van incrementando la longitud del redactado, es decir, van aumentando el número de oraciones, pero éstas no resul-tan más «calificadas». Es más, de hecho resultan menos «calificadas» puesto que el número de calificativos se mantiene entre 0,5 y 1 mientras el número de oraciones se incrementa progresivamente al pasar los cursos. La relación es la siguiente: 0/4,5, 0,5/7, 0,5/10 y 1/11,5.

Esta real pobreza del lenguaje nos plan-tea un evidente problema de aprendizaje del idioma y más concretamente del aprendizaje lingüístico en el ámbito es-colar.

3.4. Contenido expresivo: uso de adverbios

aunque no cuantificado, cabe añadir que los adverbios utilizados se limitan básica-mente a «muy» y «después».

De nuevo nos hallamos ante una nota-ble ausencia de «matices» al incrementarse la longitud de una descripción verbal, y, por ende, ante un problema de la ense-ñanza.

4.4. Contenido expresivo: relaciones de causa y consecuencia

Las conjunciones y locuciones que aquí se contabilizan permiten que a través del lenguaje la realidad se refleje «en profun-didad». El llamado «razonamiento lógico» está forzosamente implícito en el uso. acertado uso, de tales expresiones. Pues, bien, la utilización de las mismas es esca-sísima en todas las edades estudiadas. Es más, las conjunciones y locuciones que ex-presan relaciones de causa y consecuencia son prácticamente constantes a medida que se suceden los niveles de enseñanza. Las relaciones n.° de locuciones/n.° de oraciones en los 4 niveles son las siguien-tes:

Nivel I: 0,15 Nivel II: 0,07 Nivel III: 0,10 Nivel IV: 0,09

Algo parecido ocurre en el uso de ad-verbios. Ciertamente, a medida que au-menta la edad se incrementa su uso abso-luto (1 adverbio como promedio en el l . c r

nivel, y 4 adverbios como promedio en el 4.° nivel). Sin embargo, de hecho no hay incremento en tal utilización porque, co-mo ya sabemos, también aumenta el uso de oraciones. De hecho la relación número adverbios I número de oraciones se mantie-ne prácticamente constante a lo largo de estos cuatro cursos:

Nivel I: 0,22 Nivel II: 0,35 Nivel III: 0,33 Nivel IV: 0,35

Además, como dato de observación,

5.4. Evolución del «contenido expresivo»: resumen

De acuerdo con lo esperado, el número de oraciones utilizado por un niño para desarrollar un tema se incrementa a medi-da que aumenta su edad y se prolonga su escolaridad.

Lo que ya no era tan esperable es la escasa presencia de calificativos, adverbios y locuciones de causa y consecuencia. Cier-tamente el lenguaje de nuestros niños se «enriquece» a base de un incremento de verbos y sustantivos, es decir, de las pala-bras controladas por los objetos y sus mo-vimientos. Pero todo lo que permite mati-zar, calificar, delimitar, es decir, discrimi-

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nar, brilla por su ausencia y de un modo que se nos antoja alarmante.

Asimismo cabe pensar que la falta de verbalizaciones referentes a la causalidad de los fenómenos puede tener implicacio-nes negativas importantes. Aunque el te-ma de redacción propuesto, tendente a sugerir un lenguaje meramente descripti-vo, puede facilitar tal fenómeno, lo cierto es que la realidad descrita no es vista prác-ticamente nunca a través de las relaciones significativas encarnadas en dicha realidad.

No hay ninguna razón para pensar que la ausencia de estas características del len-guaje es debida a que los niños de la población utilizada no han alcanzado la edad «suficiente». Estos argumentos, de índole «madurativa», son inadmisibles. Adjetivos, adverbios y expresiones causales pueden —y deben— ser aprendidas por niños de 6 años en adelante. El que no ocurra así supone un importante problema en el que se implica la enseñanza del lenguaje y su utilización con fines pedagó-gicos o en una situación pedagógica. Esta falta de «riqueza expresiva» entraña toda una serie de insuficiencias en el conoci-

miento de la realidad, es decir, en los pro-cesos discriminativos. Y la discriminación constituye el fenómeno central del proceso cognitivo y general del individuo.

1.5. Velocidad escritura copia

En este caso las distintas edades y nive-les son comparables dada la invariabilidad del modelo a copiar. Nada hay aquí digno de mención. Tan sólo señalar —atendien-do a los resultados expuestos en la Tabla 13— que se produce la lógica disminución de tiempos al aumentar edad y curso.

Concretamente se pasa de un tiempo promedio de 11' 18" en el l . c r nivel a un tiempo de 4' 28" en el 4.° nivel.

2.5. Velocidad escritura dictado

La Tabla 14 muestra los resultados. Aquí sí que no puede extraerse conclusión evo-lutiva alguna ya que los textos utilizados como modelo no son uniformes. De he-cho, los tiempos invertidos dependen de la longitud del texto.

MATERIAL DEL TEST

El material reseñado en las páginas 50-51 puede conseguirlo en librerías o en nuestras oficinas:

Tomás Bretón, 55 • 28045 Madrid Teléfono 91 468 11 02

editorial@visordis. es www. visordis. es

Dicho material está dividido en 4 sobres que contienen:

Sobre 1: Material de administración. Sobre 2: Registro de lectura (10 ejs.) Sobre 3: Registro de escritura (10 ejs.) Sobre 4: Resultados finales (10 ejs.)

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El dominio dé la lecto-escritura es un elemento imprescin-dible para la adquisición de información, la comunicación interpersonal y está presente en la mayor parte de los aprendizajes además de ser un instrumento imprescindi-ble en la transmisión del conocimiento de una generación a otra. Por otra parte, frecuentemente, cuando un alumno tiene problemas de rendimiento escolar, éstos suelen iden-tificarse con dificultades en lectura y escritura. De ahí que sea necesario un instrumento diagnostico que permita ave-riguar el nivel de lectura y escritura de un determinado alumno. El presente libro describe la elaboración del Test de Análisis de Lectura y Escritura, diseñado con fines de asistencia, enseñanza e investigación, así como las normas de administración y valoración. Frente a los tests de pre-lectura que analizan los requisitos para la lectura, este test trata de analizar la lectura establecida. El T.A.L.E. es defi-nido como «una prueba destinada a determinar los niveles generales y las características específicas de la lectura y escritura de cualquier niño en un momento dado del pro-ceso de adquisición de tales conductas». El libro incluye al final un capítulo sobre las características evolutivas de la lectura y la escritura.