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INTRODUCCIÓN
El presente trabajo es el producto de una inquietud que he sentido a lo largo de mi vida
cristiana y se ha venido agudizando en los últimos años.
No tengo la menor duda de que a Dios le interesa mucho más lo que somos que lo que
hacemos, pero por alguna razón, nosotros estamos más preocupados en lo que hacemos que
en lo que somos.
Piense usted por unos momentos si algo de lo que hagamos podrá impresionar a Dios,
sin embargo, necesitamos estar haciendo algo dentro de la obra de Dios para sentir que
estamos haciendo algo por el Señor.
Cuando una persona viene a los pies de Cristo, recibiéndole como el Señor y Salvador
de su vida, uno de los primeros cursos que le damos, es el de “dones del Espíritu”, le
hablamos del ministerio y casi inmediatamente lo involucramos en el “activismo religioso”
haciéndole sentir que tiene que hacer algo por Dios como si El lo necesitara.
Pero en muy raras ocasiones les damos algún estudio acerca del “Fruto del Espíritu” y si
lo hacemos solo una sesión bastará para esto, sin embargo, para los dones no basta un
semestre.
Los dones de Espíritu, es lo que hacemos, el Fruto del Espíritu, es lo que somos,
aquellos hablan de nuestro ministerio cristiano, estos, hablan de nuestro carácter.
Usted debe hacer un recorrido por las librerías cristianas y ver cuantos libros y tratados
hay sobre los Dones del Espíritu y cuantos sobre los Frutos del Espíritu y será una buena
radiografía de lo que sucede en nuestro entorno religioso.
A lo largo del presente trabajo desarrollaré el hecho de que dios está más interesado en
lo que somos que en lo que hacemos, pero basta el ejemplo de la iglesia en Corinto de la
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cual Pablo escribe que no les falta ningún don (1 Cor. 1:7) para luego decirles que son unos
carnales (1 Cor. 3:1-2) y que además han caído en pecados que ni aún entre los gentiles se
nombran (1 cor. 5:1) solo por decir algo.
Esto también nos sirve para aseverar que no son los dones evidencia de espiritualidad,
más bien el Fruto del Espíritu nos habla de si una persona es espiritual o no.
Si a través del presente trabajo logra sembrar la inquietud en el liderazgo cristiano
acerca del tema creo que el prepósito se ha cumplido.
Espero sea una bendición para su vida eterna.
José Luis Bueno Gómez
Cd. Madero, Tam., México.
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CAPITULO I
EL DON DEL ESPIRITU SANTO
Sin El no hay fruto
Para entrar en la vida cristiana una persona debe empezar en el lugar correcto: la
conversión. Eso quiere decir que debemos relacionarnos con el Señor Jesucristo de la
manera correcta. No importa cual haya sido nuestro pasado, nombre, sexo, situación social,
color o cultura, todos deben empezar la vida cristiana en la misma manera: en
arrepentimiento y fe en la obra redentora de Cristo realizada en la cruz del calvario la cual
es suficiente como pago por nuestros pecados.
Resulta interesente destacar que el primer mensaje predicado por Jesús fue: “El tiempo
se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentios y creed en el evangelio.
Jesús vino predicando el arrepentimiento. Para El era básico. Una de las causas por las
que hay tantos cristianos superficiales, tibios, raquíticos, es que no quieren comenzar por
aquí.
“Arrepentíos”, exhortó el Maestro, “y creed al evangelio”. Observe el orden: el
arrepentimiento precede a la fe. Nadie puede tener fe eficaz si primero no se arrepiente.
Uno de nuestros problemas es que hemos perdido el sentido de lo horrendo del pecado.
Estamos confusos, y con frecuencia los pecadores que deberían sentirse inmundos y
contaminados, se sienten muy cómodos en nuestra iglesia.
Este aspecto cardinal del arrepentimiento señala la superficialidad de muchos esfuerzos
por “ganar almas”. A un inconverso se le pregunta: “¿Crees tú que Dios promete salvarte?
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Pues entonces ¡ya eres salvo!” y el pecador se va tan pecador como vino, la diferencia es
que ahora es un pecador que sabe de memoria un versículo de la Biblia. Pero hasta los
diablos conocen la Biblia y tiemblan (Mt. 4:1-11 y Santiago 2:19). Sin embargo no poseen
una fe salvadora.
Creer no es tener fe. Es necesario creer pero antes que podamos ejercer la fe, es
indispensable arrepentirse de los pecados; y abandonarlos (Pr. 28 :13). La salvación no es
meramente por el creer, sino por medio de la fe (Ef. 2:8-9).
La verdad desnuda es que nadie cimentó una relación vital con Jesucristo sino se
arrepiente de sus pecados, y nadie se arrepiente de sus pecados sino hasta que está
profundamente convencido de ellos. Solo quienes sienten todo el peso del pecado claman:
“¿Qué debo hacer para ser salvo?” (Hch. 16:30). Esta convicción la da solo el Espíritu
Santo: y solo el arrepentimiento más genuino produce una conversión real, y solo los
verdaderamente convertidos pueden ser bautizados con el Espíritu Santo y recibir la entera
santificación.
Desechemos pues, esas conversiones fingidas, esos arrepentimientos afectados, y ese
cristianismo espurio. Paguemos el precio de una convicción producida por el Espíritu Santo
que hace a los pecadores caer de rodillas verdaderamente arrepentidos. Solo entonces se
convertirán de verdad, y vivirán un cristianismo auténtico, consistente y duradero.
Los apóstoles entendieron bien el mensaje y ellos hicieron lo mismo. Fue en el día de
Pentecostés que se nos narra en Hechos 2 después de aquella manifestación gloriosa del
Espíritu Santo y del mensaje elocuente del Apóstol Pedro cuando los que escuchaban dice
el v. 37-38. “se compungieron de corazón, y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles:
Varones hermanos, ¿Qué haremos? Pedro les dijo: Arrepentios y bautícese cada uno de
vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de pecados y recibiréis el don del Espíritu
Santo”.
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Entonces, para entrar en la vida cristiana hay que empezar en el lugar correcto: la
conversión. Esto quiere decir relacionar nos con Jesucristo de la manera correcta. Luego,
para vivir la vida cristiana, la persona debe continuar bajo el control del poder correcto: el
poder del Espíritu Santo.
Llegamos a ser cristianos cuando recibimos “al Señor Jesucristo”.
“Más a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser
hechos hijos de Dios” Juan 1:13.
“He aquí yo estoy a la puerta y llamo, si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él,
y cenaré con él y él conmigo”. Apocalipsis 3:20.
Pero ocurre algo más cuando recibimos a Jesucristo, junto con el paquete de la salvación
viene el don del Espíritu Santo del cual habla Pedro en Hechos 2:37 y 38 y Pablo lo escribe
de la siguiente manera:
“En el también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra
salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que
es las arras de vuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza
de su gloria”. Efesios 1:13-14.
Es Espíritu Santo es el sello. Esto es muy significativo y tiene muchas implicaciones
pero para efectos de nuestro estudio solo acotaremos lo siguiente: en el simbolismo de las
escrituras un sello significa: (1) Una transacción cumplida (Jeremías 32:9-10); (2)
Prosperidad (Jeremías 32:11-12). (3) Seguridad (Ester 8:8; Daniel 6:17; Efesios 4:30).
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Debemos recordar de quién y quienes somos.
Hemos sido comprados por otro y el precio fue la muerte de Jesús en la cruz. La sangre
de Jesús fue el pago completo por nuestros pecados.
“O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el
cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio,
glorificad pues a Dios en nuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios”. 1ª.
Corintios 6:19-20-
No nos pertenecemos a nosotros mismos, ni debemos operar de manera independiente
del Espíritu de Dios. Ahora que nos hemos convertido, pertenecemos al Señor y El, como
nuestro Maestro, tiene todo el derecho de usarnos de la manera que escoja. Al vivir la vida
cristiana, tenemos un solo objetivo principal: glorificar a Dios en nuestro cuerpo.
Puesto que se considera al cuerpo del creyente el “templo del Espíritu Santo”, es lógico
que debe ser glorificado en este y a través de éste. ¡El es el dueño! Este nuevo orden es, por
completo, nuestra razón de existir. Cuando usted opera por su vida desde esta perspectiva,
todo cambia. Eso explica porque es tan importante ver cada día, desde que sale el sol hasta
que se pone, desde una dimensión espiritual. Cuando lo hacemos así, nada es accidental,
coincidencia, sin significado o superficial.
Esto quiere decir que palabras tales como “accidentes” o coincidencias” deben
eliminarse de nuestro vocabulario. ¡En serio!
Permítame recordarle que como cristiano usted tiene el Espíritu Santo. No necesita orar
para que el venga a su vida; El ya está allí. El vino a residir en usted cuando se convirtió. El
lo selló y le fueron dadas las arras del Espíritu.
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El ser lleno del Espíritu implica estar bajo su dirección, algunos lo ven como si se nos
fuera dado por partes, hoy tengo menos, mañana un poco más, luego más y así
sucesivamente, esto es un error. Recuerde que el Espíritu es una persona, y cuando el viene
a nosotros viene completo y ya tenemos la presencia del Espíritu, más bien tendríamos que
orar el ser llenos de la presidencia del Espíritu (Efesios 5:18), esto es, estar a sus ordenes,
que el sea el que llene mi agenda.
El apóstol Pablo dice que hemos sido bautizados por el Espíritu en el cuerpo universal
de Cristo.
“Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o
griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu”. 1ª.
Corintios 12:13.
Todo hijo de Dios ha sido identificado con el cuerpo y hecho parte del mismo. ¡Nunca
más cuestione eso! Romanos 8.9 dice:
“Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de El”.
Establezca esta verdad doble de una vez y por todas: si es cristiano, usted tiene al
Espíritu viviendo todo el tiempo, si no es cristiano, no lo tiene.
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CAPITULO II
POR SUS FRUTOS LOS CONOCEREIS
Es lo que somos, no lo que hacemos.
Se ha preguntado alguna vez, si su vida es del agrado y complacencia de Dios. Si su
respuesta es si, en función de que responde. Es muy probable de que haya respondido en
función de los años que tiene de ser cristiano (a), en los ministerios que ha desempeñado o
posiblemente en su fidelidad al ofrendar y diezmar, etc.
Quiero que usted lea este pasaje bíblico en ocasión del bautismo de Jesús.
“Y hubo una voz de los cielos, que decía: este es mi hijo amado, en quien tengo
complacencia”. Mateo 3:17.
Para este tiempo Jesús tenía aproximadamente 30 años de edad y aunque la escritura no
nos dice mucho en cuanto a su niñez, adolescencia y juventud, si podemos saber que con
este acto, prácticamente inicia su ministerio público.
Por lo que la Biblia nos revela en Lucas 2:52 y las referencias que las personas hacían
de Él como el hijo del carpintero, podemos concluir, que Jesús vivió una niñez,
adolescencia y juventud en su hogar terrenal, es decir, con José y María, sus hermanos y
demás familiares, cumpliendo con todos sus deberes como hijo judío.
Lo maravilloso de este pasaje bíblico es que hasta el momento Jesús no había
pronunciado ningún sermón o enseñanza elocuente, no había realizado ninguna sanidad,
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tampoco había hecho algún milagro, sin embargo, el Padre podía decir que su hijo era de su
agrado y complacencia.
El se había sujetado al Padre, supo esperar durante 30 largos años, no antes ni después.
Podemos decir que prácticamente durante todo ese tiempo estuvo en el anonimato,
esperando el kairós de Dios, mientras tanto y sin duda alguna, el permanecía en comunión
con su Padre, no creo que esta haya sido una práctica exclusiva de sus 3 años de ministerio
público, su vida de oración fue una práctica de toda su vida y evidentemente la
manifestación de su carácter en su vida interior y en las relaciones con los demás.
Imagínelo por un momento como niño, adolescente o joven, lleno de amor, gozo, paz,
paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza, no lo olvide, por favor, Él
fue tentado en todo, según nuestra semejanza, pero sin pecado.
Ahora puede entender conmigo o más bien, sorprenderse conmigo de esta declaración
del Padre cuando todavía Jesús no inicia su ministerio.
Dios desea un balance entre lo que es el carácter, el carisma, el fruto y el poder. Sin
embargo, hay lideres que le dan demasiado énfasis al carisma y poco al carácter.
¿Qué es carisma? Es el conjunto de habilidades y dones dados por Dios y, por los cuales
no tuvimos que hacer nada para recibirlos. Es lo que “hacemos”.
¿Qué es carácter? Es lo que “somos” internamente, es lo que pensamos y hacemos
cuando estamos solo. Además, es la manera de reaccionar cuando estamos bajo presión,
tanto en público como en privado, la actitud que tenemos cuando nos maldicen y nos
critican. En otras palabras es la manifestación de esas nueve virtudes señaladas en Gálatas
5:22-23 como el fruto del Espíritu.
Sin lugar a dudas, el fundamento de un líder es su carácter, y sobre esta base es donde se
edifica un ministerio, y la edificación misma es su carisma. Si el ministerio está bien
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fundamentado, podrá levantar un ministerio fuerte, o si por el contrario, es de carácter
débil, será un ministerio vulnerable a la tentación y a las circunstancias.
Una persona con mal carácter puede destruir en un segundo lo que le ha tomado años
edificar. Con un mal carácter, se puede herir a otros, y con un mal testimonio, se puede
manchar el evangelio, causar grandes conflictos en las iglesias, tener matrimonios en
conflictos, entre otros. Los individuos, con un mal carácter mienten y hacen todo tipo de
cosas que desagradan a Dios.
Entonces, carisma es: el talento y la habilidad dada por Dios cuando somos llamados a
servirle, y para lo cual no tuvimos que hacer nada para ganarlo. ¿cómo lo recibimos?... por
su gracia.
Y el carácter es lo interior de una persona y es demostrado en sus acciones,
principalmente, cuando está bajo presión. Lo podemos definir como la suma total de sus
características positivas y negativas que salen a la superficie en su diario caminar. El
verdadero carácter de una persona se revela cuando las circunstancias, las personas y los
problemas traen presión a su vida.
A diferencia del carisma, que es un regalo de Dios y nada tenemos que hacer para
desarrollarlo, el carácter no es instantáneo. Para tener un buen carácter, tenemos que morir
a nuestro ego, a nuestra imagen, a nuestros sueños, a nuestros propios deseos, crucificar la
carne y modelar la imagen de Cristo; tenemos que desarrollarlo a la imagen de Dios. El
desea cambiar y formar nuestro carácter.
Dios nos usa solo en la medida en que nuestro carácter se va perfeccionando, porque de
no ser así, los dones y las habilidades que hemos recibido vendrían a ser nuestra propia
destrucción. El carisma es dado, el carácter es desarrollado.
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Mencioné anteriormente que durante 30 años de anonimato de Jesús, sin duda alguna
había permanecido en comunión con su Padre a través de la oración. Es la mejor manera de
definir la oración, comunión.
“Aconteció que estaba Jesús orando en un lugar, y cuando terminó, uno de sus
discípulos le dijo: Señor, enséñanos a orar...” Lucas 11:1.
Que cuadro tan interesante nos presenta el médico amado en su evangelio. Siempre me
ha inquietado este pasaje, que pudieron ver los discípulos en Jesús cuando oraba o después
de que oraba. Todos estaremos de acuerdo en que gran parte del éxito en su ministerio fue
su vida de oración.
Sin embargo lo que llama todavía más mi atención, es que los discípulos no le dijeron al
Maestro enséñanos a predicar, o enséñanos a sanar o enséñanos a hacer milagros, hoy
muchos cristianos ven esas manifestaciones y de inmediato buscan a estos hombres o
mujeres de Dios y quieren que les compartan la unción, les pasen su manto o les enseñen a
hacer lo que ellos hacen, somos movidos hacia lo espectacular a los relumbrones, a lo
impresionante.
“Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu
nombre echamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les
declararé: nunca os conocí; apartaos de mi, hacedores de maldad”. Mateo 7:22-23.
Las acciones morales y gracias menores del cristianismo pueden ser imitadas con
frecuencia, hay incluso ejemplos bíblicos de ello, pero nunca el “fruto” de Gálatas 5:22-23,
en sus nueve manifestaciones. Donde el fruto existe, el Padre es glorificado, (Juan 15:8).
Los fariseos eran morales e intensamente “religiosos”, pero ninguno de ellos podía decir
con Cristo: “Yo te he glorificado en la tierra”. (Juan 17:4).
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En su notable libro Nicolás y Alejandra, Robert K. Massie relata la historia del zar y la
emperatriz de Rusia. Ellos fueron engañados por un milagro y por eso condujeron a su gran
imperio a la ruina.
Después de esperar ansiosamente durante muchos años un heredero, el zar Nicolás II de
Rusia y su esposa, la princesa alemana Alejandra Feodorova, fueron bendecidos con la
llegada de un varón. Pero pocas semanas más tarde la inmensa alegría de sus padres se
desmoronó. Los doctores dijeron que el niño padecía hemofilia, una enfermedad incurable
de la sangre que podía matar al niño en cualquier momento. Por todo el resto de la corta
vida del pequeño, los soberanos vivieron en las sombras del terror, con la muerte acechando
cada paso del niño. Esta tragedia hizo que entrara en el seno de la familia real uno de los
hombres más extraños y perversos que han existido.
Varias veces el joven Zaverich se vio a las puertas de la muerte. Viéndolo agonizante, en
medio de crueles dolores, sus padres pedían a los médicos que hicieran cualquier cosa por
el príncipe, pero la ciencia de los médicos era impotente. En esos días dolorosos los
soberanos acudieron a Gregor Rasputín, un rustico monje ignorante, de dudosos
antecedentes, que sería conocido más tarde como “El monje loco de Rusia”. Cada vez que
Rasputín venía a orar por el niño, este experimentaba una notable mejoría. Los médicos
nunca han sabido explicar la razón de esas extrañas mejorías. Rasputín se aprovechaba para
decirles al zar y a la zarina que el niño sanaría, siempre que ellos hicieran caso a sus
palabras y consejos.
El poder de que Rasputín llegó a tener sobre la familia real fue tan grande, que podía,
con un solo pedido, obtener el despido de cualquier alto oficial del gobierno. Hacía
nombrar únicamente a los hombres que simpatizaban con él, y hacía expulsar a cualquiera
que hablaba en contra de él o simplemente porque no le era simpático. Con el tiempo el
gobierno real de la inmensa tierra rusa llegó a estar prácticamente en las manos de este
fatídico individuo. Mientras tanto, se iban sembrando las semillas de la rebelión. Cuando
estalló la revolución bolchevique, la familia real fue asesinada y el gobierno cayó en manos
de los comunistas. Alejandro kevensky, que fue el primer presidente del gobierno
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revolucionario, dijo estas palabras: “Si no hubiera habido un Rasputín, nunca hubieramos
tenido un Lenin”.
La gente siempre se ha dejado impresionar con los milagros y con los hombres que
obran milagros. En el caso de los soberanos rusos se comprende su angustia de corazón y
agobio del alma, pero también, ante el juicio frío de la historia se puede censurar el
tremendo error que cometieron dejándose llevar por las apariencias exteriores.
Por regla general, los hombres aprenden poco de los errores de otros hombres, en esto es
muy cierto el dicho, “nadie experimenta en cabeza ajena”. Hasta el día de hoy muchos se
dejan arrastrar por lo teatral y espectacular. Jesús se anticipó a los sentimientos de esta
época cuando dijo en el evangelio de Mateo 8 “La generación mala y adultera demanda
señal... (Mateo 12:39). Jesús nos enseña que hay algo más importante que los milagros y
más excelente que lo espectacular. El no vino solamente a morir sino a vivir, y a vivir de la
manera más correcta y acertada.
En medio de un sermón pronunciado en la montaña, el Señor hizo una advertencia
acerca de los lobos rapaces que se presentan vestidos de ovejas. Entonces enseñó a sus
discípulos como distinguir un maestro falso de otro que no lo es. “Por sus frutos los
conoceréis”, dijo el Señor (Mateo 7:20). Es interesante notar que el Señor no dijo:
“Observen si hacen grandes señales, milagros o prodigios”. Simplemente les enseñó que
deben considerar a los hombres por lo que ellos “son”, no por lo que ellos “hacen”.
Esto no desmerece el valor de los milagros de Dios o de los dones del Espíritu. Dios usa
ambos, en su soberana voluntad, para llevar adelante sus propósitos. San Pablo nos dio una
lista de esos dones y habla de sabiduría, conocimiento, sanidades, operación de milagros,
profecía, discernimiento de espíritus, diversos géneros de lenguas, etc. (1ª. Corintios 12:8-
10). Pero la Biblia no dice, en ninguna parte, que debemos medir la espiritualidad de un
hombre por esos dones. Curiosamente de esa iglesia a los Corintios se escribe que “no les
faltaba ningún don” (1ª. Corintios 1:7), pero también que eran carnales (1ª. Corintios 3:3) y
pecados que ni aún entre los gentiles se nombraban (1ª. Corintios 5:1).
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Es posible imitar los dones del Espíritu y fraguar milagros. La historia está llena de estos
casos. Los milagros de Moisés fueron imitados, hasta cierto punto, por los magos de
Faraón. Ciertos religiosos falsos han hecho milagros de sanidad, y el hablar en lenguas es
práctica también de los paganos. Si el cristianismo estuviera basado en estos hechos, sería
una religión más en un mundo harto de religiones. Pero Jesús echó por tierra todos estos
falsos asertos cuando simplemente dijo: “Por sus frutos los conoceréis”.
Los dones son externos, pero el fruto es interno. Los milagros pasan y se desvanecen,
pero el fruto permanece. El fruto del Espíritu sobrepasa el orgullo personal en todo lo que
hacemos, o mejor, en todo lo que Dios hace por medio de nosotros. Ningún hombre común
podría, ni siquiera desearía, imitar el fruto del Espíritu en su vida, medite en esto por favor.
Cierto es que Cristo obró grandes milagros e hizo muchas señales. Pero reprendió a
algunos por seguirle solo por los milagros, y dijo a otros: “Mira no le cuentes a nadie”. El
apóstol Juan dice que Jesucristo hizo muchos otros milagros que no están escritos en los
libros. Cristo no tenía interés en encandilar a los hombres con las manifestaciones de su
poder. El deseaba salvarlos con el derramamiento de su sangre. Algunos que Jesús resucitó
de los muertos volvieron a morir. Otros a quienes dio sanidad, ni siquiera regresaron a darle
las gracias. Todos son milagros, y su utilidad inmediata pertenecen al pasado; se les
menciona solo para afirmar que Cristo es el mismo ayer, hoy, y por los siglos de los siglos.
Sin embargo la doctrina que El predicó ha llenado el mundo con su influencia, tal como
El dijo que lo haría.
El reino que predicó Cristo fue comparado a la sal, la semilla, la levadura y la luz. Estos
símiles son verdaderos, porque el evangelio penetra, germina, se expande e ilumina, hasta
que todos los pensamientos de los hombres son hechos a un lado, y se abre el camino para
que El reine.
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Estos son tiempos de crisis, y debemos saber donde estamos parados. No debemos
conocer a los hombres por los milagros, sino por el fruto. Las puertas del infierno no han de
prevalecer contra la iglesia. Pero debemos afirmarnos en la convicción de que Dios busca
más la excelencia interior, que el relumbrón exterior. No olvidemos la advertencia: “Se
levantarán falsos Cristos y falsos profetas que harán grandes señales y prodigios, de tal
manera que engañarán, si fuere posible, aún a los escogidos”. (Mateo 24:24). Por el bien de
nuestra propia vida espiritual, debemos acatar la admonición de Pedro a las mujeres:
“Vuestro atavío no sea externo, de peinados ostentosos... sino el interno, del corazón, en el
incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de
Dios”. (1ª. Pedro 3:3-4).
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CAPITULO III
TRES CONDICIONES PARA SE FRUCTÍFERO.
La mano del labrador.
El Espíritu Santo fue enviado por Dios no solo para ser estudiado, sino para que sea real
dentro de cada uno de nosotros, como lo fue en María, Zacarías, Elizabeth, Simeón, Juan el
Bautista, los discípulos y otros más.
Fallamos al no cumplir el objetivo de Dios, si todo lo que hacemos es debatir y discutir
respecto a su presencia, en lugar de exaltarlo en forma íntima.
El Espíritu Santo regenera, mora, libera, renueva, da seguridad, llena, equipa, hace
posible todas las formas de comunión con Dios, guía, vivifica, es el autor de las escrituras,
inspira, produce una respuesta a la palabra predicada, está en, con y sobre los creyentes, se
mueve, habla, se entristece, da poder y produce un carácter como el de Cristo a través del
fruto Gálatas 5:22-23.
“El carácter del cristiano frecuentemente una caricatura legalista”.
El carácter del cristino no es meramente rectitud moral y legalista, sino la posesión y
manifestación de nueve gracias o virtudes: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad,
fe, mansedumbre y templanza. Tomadas en conjunto, estas virtudes ofrecen un retrato
moral del Señor Jesucristo, y pueden considerarse como la explicación, por el apóstol
mismo, de las palabras en Gálatas 2:20: “ya no vivo yo, más Cristo vive en mí”, y como
una definición del “fruto” mencionado en Juan 15:1-8 que estudiaremos en este capitulo.
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¡El testimonio de una vida! Es una verdad enraizada en los propósitos de Dios para
Israel y en las enseñanzas de los apóstoles.
“Pues nuestro evangelio no llegó a vosotros en palabras solamente, sino también en
poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre, como bien sabéis cuales fuimos entre
vosotros por amor a vosotros”. 1ª. Tesalonicenses 1:5.
Esta gran verdad ha quedado reducida a la frase “tener un buen testimonio”. Pero la
frase no encaja. El hecho de que esta verdad a veces es restringida aún más en la práctica y
refuerza la caricatura que tantos cristianos y no cristianos comparten en cuanto a lo que
debe ser un “buen cristiano”. Esta caricatura consiste en escrúpulos extrabíblicos que
siempre parecen girar alrededor de grupos cristianos.
Jesús enfocó este peligro en sus comentarios sobre la levadura. Advirtió a sus
discípulos: “Mirad, guardad de la levadura de los fariseos y de los saduceos” (Mateo 16:6).
“Y El les mandó diciendo: Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos, y de la levadura
de Herodes” (Marcos 8:15). La levadura simboliza la imperfección humana (Éxodo 12:15-
20, 13:3-8, Levítico 2:11, 1ª. Corintios 5:6-8). Jesús les prevenía que no mezclaran las ideas
humanas imperfectas con la verdad de Dios. Los fariseos habían mezclado sus propias
tradiciones religiosas con las escrituras; los saduceos eran filósofos de la sociedad judía y
Heródes representaba el sistema mundial. Estas tres influencias: tradición, filosofía y
sociedad, inevitablemente parecen introducirse en cualquier comunidad cristiana llegando a
ser parte de su sistema de valores a tal punto que es posible ser creyente, pero vivir casi
enteramente dentro de un sistema pagano de valores y ni siquiera percibirlo.
Jesús afirmaba que los fariseos cerraban “el reino de los cielos delante de los hombres”
con sus enseñanzas (Mateo 23:13). Cuando el énfasis se da a los que los cristianos “hacen”
en lugar delo que los cristianos “son” este será el efecto en mayor o menor grado.
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Así que un “buen testimonio” es lo que modela el carácter de Jesús. “En esto es
glorificado mi Padre en que llevéis mucho fruto y seáis así mis discípulos” (Juan 15:8).
¡Qué figura tan hermosa e irresistible! No es una caricatura legalista, sino un reflejo de la
persona misma de Jesús. Creo que es lo que significa glorificar a Dios. Es revelar su
persona, su carácter, lo que El es.
Como llevar fruto.
No necesitamos conocer mucho sobre asuntos de agricultura para saber que para que una
planta o árbol de fruto requiere de ciertas cosas de las cuales no hablaremos en este tratado.
Las palabras registradas en Juan 15 dichas por Jesús camino al huerto del Getsemaní
antes de su oración intercesora, son de vital importancia para nuestro estudio. Sin duda
alguna estaban rodeados de grandes viñedos y el Maestro aprovecha para darles una
enseñanza espiritual tomando como ejemplo el mundo natural y aprovechándose del
ambiente para ello.
La primera condición para dar fruto es limpieza.
“Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, “lo
limpiará”, para que lleve más fruto. Ya vosotros estáis “limpios” por la palabra que os he
hablado”. Juan 15:2-3.
“El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies, pues esta todo limpio; y vosotros
limpios estáis”. Juan 13:10
Este último versículo son las palabras de Jesús después de haber lavado los pies des los
apóstoles, después de haber cenado y el esta utilizando la figura de un noble oriental que
regresa de los baños públicos a su casa. Ellos no utilizaban como nosotros hoy lo hacemos
zapatos, sino, más bien sandalias, y los caminos eran polvorientos, sin pavimentar, de
manera que sus pies podrían haber contraído impurezas en el trayecto a su casa y
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necesitaban limpiarse, pero no su cuerpo. Así el creyente ha sido ya purificado, en cuanto a
la ley, de todo pecado, “una sola vez y para siempre” (Hebreos 10:1-12); pero siempre
necesita confesar los pecados de cada día al Padre, a fin de poder permanecer en comunión
no interrumpida con El y con su hijo Jesucristo (1ª. Juan 1:1-10), la sangre de Cristo es la
respuesta definitiva a todo lo que la ley podría decir respecto de la culpabilidad del
creyente; pero este necesita purificarse constantemente de la contaminación del pecado.
Esta enseñanza la vemos también en el Tabernáculo que le fue ordenado construir a
Moisés y en las instrucciones precisas de cómo hacerlo y que son en todo un tipo del
acercamiento que podemos tener con Dios y el orden en que debemos hacerlo, en el atrio
era primero el altar del sacrificio (nos habla de la sangre necesaria para quitar la culpa de
nuestro pecado) y después el lavacro de la purificación (que nos habla de la limpieza de la
contaminación del pecado). Cristo no puede tener comunión con un Santo que esta
contaminado, pero si quiere y puede limpiarle.
El Salmos 51 también es una ilustración de la verdad.
“Purifícame con hisopo, y seré limpio, lávame y seré más blanco que la nieve” Salmos
51:7.
El hisopo era el pequeño arbusto (1ª. Reyes 4:33) con el cual se aplicaba la sangre y el
agua de la purificación (Levítico 14:1-7).
En las escrituras, la purificación tiene un doble aspecto: (1) el pecador es purificado de
la culpa del pecado. Este es el aspecto relacionado con la sangre (hisopo); (2) el santo es
purificado de la contaminación del pecado. Este es el aspecto relacionado con el agua
(lávame). Ambos aspectos de la purificación por sangre y por agua, aparecen también en
Efesios 5:25-26.
La segunda condición para dar fruto es permanencia.
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“Permaneced en mi, y yo en vosotros, como el pámpano no puede llevar fruto por si
mismo, si no “permanece” en la vid, así tampoco vosotros sino “permanecéis” en mí”. Juan
15:4
Permanecer en Cristo es, por un lado, no tener ningún pecado conocido que no haya sido
confesado ni juzgado, ningún interés en que El no tenga parte, ninguna cosa en la vida en
que El no pueda participar. Por otro lado, el que permanece en Cristo lleva todas sus cargas
a El y obtiene de El toda sabiduría y vida, todo poder. Esto no significa ser incesantemente
conciente de estas cosas y de El, sino que no se permite nada en la vida que pueda
interrumpir la comunión con El.
Acerca de este aspecto, cuando hablamos de permanencia, necesariamente tenemos que
hablar de comunión y hay un texto maravilloso que abarca tanto las implicaciones
doctrinales y las aplicaciones prácticas de la comunión.
“Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis
comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su hijo
Jesucristo”. 1ª. Juan 1:3.
La doble dimensión de la comunión:
(1) El objetivo primario de la proclamación del evangelio, según lo que Juan escribe, no
es salvación, sino comunión. Con todo, propiamente entendido, este es el significado
de salvación en su sentido mas amplio, incluida la relación con Dios en Cristo
(comunión...con el Padre y con su hijo Jesucristo), santidad de vida (v.6), e
incorporación a la iglesia (vosotros...con nosotros), la comunión con Dios y la
comunión con los hermanos son inseparables y correlativas. Este concepto lo
aprendió Juan muy bien del Maestro (Juan 15 y 17) y lo expresa de varias maneras
en esta epístola: el mandamiento de amar al hermano (2:7-11; 3.10-18,23) se basa en
20
la mutua inminencia que el amor impone, de cada uno con respecto a Dios, y en
consecuencia, de cada uno con especto a su hermano (3:24; 4:7-13,20,21; 5:1-3).
(2) Esta comunión con los hermanos, centrada con Cristo como punto de reunión en que
se vive la vida divina derivada del Padre como de su primera fuente, es lo que
constituye la forma esencial, constitutiva, de la iglesia. En otras palabras, no hay tal
cosa como una “iglesia invisible” a la que se puede pertenecer en solitario, sin
comunión visible hasta las últimas consecuencias (3:16-18) con personas visibles y
tangibles. No cabe la piedad individualista, ni el acceso al Padre en solitario, ni la
mística unión con Cristo al margen de los demás hermanos, ni el hilo directo con el
Espíritu Santo sin extensión de al línea a los que comparten con nosotros la fe en el
hijo de Dios. Nuestra salvación tiene esencialmente una dimensión comunitaria.
Esta comunión es lo que significa la vida eterna (Juan 17:3). Como el hijo, que es
esa vida eterna, estaba (eternamente ) con el Padre (v.2) así es su propósito el que
tengamos comunión con Ellos y cada uno con el otro. “Comunión” es vocablo
específicamente cristiano y denota la común participación en la gracia de Dios, en la
salvación de Cristo y en la inhabitación del Espíritu.
La tercera condición para dar fruto es obediencia.
“Si guardaréis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado
los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor”. Juan 15:10.
“El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ama,
será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré en él”. Juan 14:21.
“Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando”. Juan 15:14.
La cultura de nuestro tiempo tiende hacia la rebeldía o la desobediencia, somos laxos al
momento de corregir y muchas veces confundimos la tolerancia con la indulgencia.
21
Jesucristo nunca negoció sus demandas, véanlo en el joven rico, con Nicodemo, con la
mujer samaritana, con los discípulos cuando les mandó por el pollino, o a Pedro a sacar la
moneda de la boca del pez para el pago del tributo o al mismo Pedro un experimentado
pescador, recibiendo órdenes de un carpintero de echar la red en pleno día cuando toda la
noche no habían podido pescar nada, las palabras de Pedro son “mas en tu nombre echaré la
red” y así sucesivamente, usted mismo podrá darse cuenta como los discípulos estaban
orientados hacia la obediencia, y quien no estuvo dispuesto a hacerlo, definitivamente
Cristo los dejó marcharse y a los que se quedaban El les preguntaba, ¿queréis iros también
vosotros?
De acuerdo al diccionario Voz de la lengua española, “obediencia” viene de obedecer, lo
cual significa “cumplir la voluntad de quien manda; ceder (a los mandamientos) a los jefes.
¡Qué difícil es obedecer! A nadie nos gusta que nos digan o que tenemos o debemos
hacer. Y menos cuando nuestra experiencia, conocimiento o los propios sentimientos
contrarían el mandato recibido. Al considerar el tema de la obediencia no se puede pasar
por alto la relación entre padres e hijos. Una autora cristiana dice lo siguiente: “una de las
primeras lecciones que necesita aprender un niño es la obediencia. Se le debe enseñar a
obedecer antes de que tenga edad suficiente para razonar”. ¿Por qué? Todos los que somos
padres entendemos perfectamente el porqué. El niño no sabe todavía lo que es mejor para él
y desea comportarse como bien le plazca. Quiere meter la mano en el quemador de la
estufa, escalar los muebles de la casa, etc. Pero entonces mamá y papá le dicen: “¡no lo
hagas!” un mandato, el cual, tal vez, el niño no entiende. Es más, se enoja, aunque la orden
se le da para evitarle un mal. Si obedece no saldrá perjudicado.
Al igual que un Padre con su hijo, Dios espera obediencia de nosotros. No porque sea
una obligación religiosa, sino porque busca en todo momento evitarnos el dolor y también
anhela que disfrutemos sus abundantes bendiciones, las cuales pueden suplir nuestras
necesidades y transformar nuestra vida.
22
Tradicionalmente la obediencia a Dios se ha considerado como una exigencia u
obligación religiosa que califica a un individuo, o bien, como una expresión de fanatismo
religioso e incluso, como un medio para obtener la bendición o ganar algún tipo de favor.
Sin embargo es importante señalar que la obediencia de un hombre no le da a Dios algo que
no tenga ni lo hace más sabio o más poderoso, más grande o más amoroso. Dios es todo
esto en plenitud. En realidad, el hombre es el beneficiado cuando obedece fielmente los
mandatos de Dios. No encuentra en ello el beneficio de la salvación, ya que las escrituras
enseñan claramente que la salvación se obtiene por fe al aceptar el sacrificio de Cristo (Juan
3:16; Romanos 5:1). Más bien, significa que en los mandatos divinos el hombre encuentra
las indicaciones para conducirse con inteligencia en todos los aspectos de su vida.
23
CAPITULO IV
JESÚS TIENE HAMBRE
Apariencia contra realidad
Marcos 11:12-14
El fruto es importante, porque tanto en el mundo de la agricultura como en el mundo de
la cultura y del espíritu, el fruto es siempre agente propagador de la vida. Sino hay fruto
hoy, disminuirá el fruto mañana hasta que se extinga por completo la siembra. En un
mundo de tanta hambre, esto es importante. Hablamos ahora de la físico. Pero en un mundo
de tanto déficit moral, los frutos de amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe,
mansedumbre, templanza, que habla Pablo son artículos de primera necesidad. Un mundo
que no tenga esta clase de fruto es un mundo hambriento, famélico. Este tipo de fruto no
reconoce época, debe ser un asunto cotidiano a “tiempo y fuera de tiempo”.
La higuera del incidente no tenía fruto porque no era época (v. 13), pero en el mundo
nuestro el fruto no madura porque hay toda una serie de factores que contaminan el
ambiente y malogran la cosecha. Es difícil producir frutos de justicia, cuando regímenes y
estructuras en todos los frente solo producen injusticia. Es una forma de contaminación. Es
difícil que haya buena cosecha de amor, cuando odios contaminan el terreno cordial donde
se produce el amor. Es difícil que haya fruto de confianza cuando la sospecha se enseñorea
de todo y en todos. Esto es contaminación.
Ilusionado el Señor, al ver una higuera, se dirigió al árbol para arrancar un fruto que lo
alimente. Su búsqueda es infructuosa y nada encuentra Cristo. El árbol es solo follaje, solo
apariencia, paso seguido el Señor condena a la higuera.
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La lección es la siguiente: Cristo vino para condenar toda apariencia, toda fachada
afectuosa. Cristo vino, como Señor de la realidad, de lo vital, a embestir contra todo lo que
engañe al hombre, sea en la naturaleza o sea en las estructuras humanas. Su lucha más
dramática fue contra la hipocresía. Y por eso ataca todo lo falso, todo lo que traicione el
plan salvador de un Dios de absoluta integridad.
El Cristo de esta condenación es el Cristo que vino haciendo demandas totales y
divorciado por completo de las medias tintas. Es Cristo que pide a todo el que lo rodea una
perene producción de fruto. Y aplica este criterio, no solo a la creación inteligente que le
rodea, sino también a la inanimada. Si es cierto que vamos a ser conocidos por nuestros
frutos, ¡hasta los árboles serán conocidos por sus frutos! Pues el árbol puede dejar de ser
árbol y llegar a ser un espejismo: hojas, troncos vacíos, ramas huérfanas de alimento. Sin
embargo la estampa más triste de una vida estéril: mentes y corazones que no producen
amor, gozo y paz; voluntades que no producen la templanza. Manos, ojos, pies
completamente ociosos. Y Cristo que vino a rescatar la totalidad de nuestra vida, demanda
totalidad de esfuerzos. Y aún en época que no es de cosecha, el Señor exige de la creación
toda, fruto.
Es precisamente bajo esas condiciones inapropiadas de hostilidad y de contaminación,
aún cuando no es época, cuando el fruto debe manifestarse, el apóstol Pedro nos dice que
de eso Cristo nos dejó el ejemplo (1ª. Pedro 2:21-23).
Quisiera llevarlo a la reflexión personal y a sus propias conclusiones, en donde estamos
rodeados de tantas y tantas apariencias, pero y ¿el fruto?, que podemos esperar de Cristo, su
aprobación o su condenación. Cuando Cristo mete la mano encuentra fruto o la vuelve a
sacar vacía, lo pasará por alto el Señor, seguiremos así, frondosos, muchas ramas, aunque
no haya fruto, en resumidas cuentas: ¿Qué es lo que realmente le importa a Dios?
25
CAPITULO V
ALIMENTANDO A LA COMUNIDAD
Alimento contaminado
Del árbol sin fruto, pasemos a un templo con malos frutos. “Vinieron pues a Jerusalén; y
entrando Jesús en el templo, comenzó a echar fuera a los que vendían y compraban en el
templo; y volcó las mesas de los cambistas y las sillas de los que vendían palomas; y no
consentía que nadie atravesase el templo llevando utensilio alguno. Y les enseñaba
diciendo: ¿No está escrito: mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones?
Mas vosotros la habéis hecha cueva de ladrones” (Marcos 11:15-17).
Es sueño y ambición de todo judío, visitar algún día el templo de Jerusalén. Y Jesús
espera, al llegar a este santo lugar un ambiente de recogimiento, santidad, reverencia y
adoración. Lo que Cristo encontró fue la negación de todo esto. “El altar convertido en
mostrador”. El santuario convertido en mercado. Sacerdotes especuladores dados, no al
consejo pastoral, sino a la tasación de precios, a la puja de artículos en venta, en una
subasta que es blasfemia. Este templo, como el de Sardis (Apocalipsis 3:1) podría ser
acusado de tener nombre, de hacer muchas cosas, de tener apariencia, pero de estar muerto.
La higuera “peca” por no tener fruto, el templo “peca” por dar fruto malo. ¿Qué es peor, la
total esterilidad o la prostitución de una sagrada función? ¿No alimentar o envenenar con el
alimento?
¿Qué contaminación es peor y más trágica: la de la naturaleza, o la institucional?
Echemos un vistazo a nuestras mas sagradas instituciones. El hogar, invadido por una ética
dudosa que corrompe a cada uno de sus componentes; la escuela, carente de un sentido de
vocación que produzca rica cosecha de ciudadanos que sirvan a su patria; la iglesia, mas
26
preocupada por su supervivencia institucional que por cumplir la voluntad de un Dios
misionero, dando más tiempo a luchas internas de poder que a lanzarse al mundo a
proclamar que “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo”; las estructuras
políticas, llamadas a servir al pueblo y no servirse del mismo. Y la lista sigue.
En el primer incidente, Cristo necesitó la higuera y esta le falló. En el segundo, fue en
búsqueda de algo al templo y este le frustró. De solo pensarlo experimentamos temores,
pero hay que decirlo: Cristo necesita a su iglesia. Necesita medios para hacer saber al
mundo que el ama al mundo. Si los hombres y las instituciones no lo hacen, las piedras se
levantarán para hacerlo. Pero el Señor no puede quedarse sin testigos y la única razón de
ser de la iglesia cristiana es ésta: ser testigo, vocero de Cristo Jesús. Antes lo frustró la
creación inanimada; ahora un cadaver no sepultado: un templo que es sepulcro blanqueado.
Ezequiel, ¿dónde están tus huesos secos? Con tristeza pero también con franqueza tengo
que decírtelo, aquí, en el templo de Jerusalén, los encontrarás.
La leyenda es muy conocida. Cristo regresa al cielo después del calvario. El arcángel
Gabriel la pregunta: ¿sufriste mucho Señor?
El Cristo responde: si.
Y los hombres de la tierra – añade el arcángel-, ¿saben que sufriste por amor a ellos?
Algunos lo saben. Un grupo muy pequeño allá en Palestina lo sabe.
Señor –sigue diciendo el arcángel- ¿tienes algún plan para que todo el mundo conozca tu
amor?
Claro, he pedido a Pedro, Juan, Santiago y Andrés que lo cuenten a otros y a otros hasta
que todo el mundo lo sepa.
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El arcángel miró con dudas al Señor y le preguntó: si ellos no hacen tal cosa, o se les
olvida, ¿tienes algún otro plan?
No –dijo el Señor- cuento con ellos.
Esta es la clave: Cristo cuenta con su iglesia. Cuanta con nosotros y espera que no le
fallemos. Dios contó con Israel y este falló. El exilio en Babilonia depura y reduce el grupo.
Quede un remanente, pero este falla y se encierra en el contorno estrecho de la ley –nace el
judaísmo-. Otro fracaso. En Cristo se resume Israel y en la iglesia Dios levanta un segundo
Israel. La iglesia es el Israel de Dios, por sobre razones y culturas Dios reúne un nuevo
Pueblo para hacerlo su instrumento de proclamación. Por eso Cristo necesita la iglesia:
porque su Padre celestial la llamó y Cristo quiere comandarla. Y no podemos fallarle como
le falló Israel a Dios y los sacerdotes a Cristo en el templo de Jerusalén.
La última reflexión es ésta: los hombres y sus instituciones van en dos bandos. Los que
no dan fruto y los que dan fruto malo. A ambos Cristo repudia. El espera un tercer bando de
hombres y mujeres: los que no se refugian en las apariencias engañosas y ofrezcan al
mundo fruto, no solo abundante, sino de alta calidad: “Amor, gozo, paz, paciencia,
benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza, contra esos frutos no hay ley”, ni hay
maldición porque estos son frutos que redimen.
Cuando los árboles que son los hombres y sus instituciones, cuando los templos que son
las instituciones y sus hombres, den esta clase de fruto, el Señor echará su látigo en las pilas
del infierno y comerá del higo de nuestra cosecha y adorará con gozo en el templo de
nuestra iglesia...
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CAPITULO VI
EL FRUTO DEL ESPÍRITU
El Espíritu ha sido designado para hacer que toda la voluntad de Dios sea realizada en la
vida del creyente, experiencia que nunca podrá ser lograda dependiendo de la capacidad
humana (Ro. 7: 15-25). Este resultado final, que está operando la total voluntad de Dios, no
es perfeccionado en todos los cristianos en virtud del hecho de que lo son, sino solo entre
los salvos que andan “no conforme a la carne, sino conforme al Espíritu”. El contraste está
entre aquellos cristianos que dependen de sus propios recursos humanos y aquellos
cristianos que dependen del poder del Espíritu que mora en ellos. Un método representa
“las obras de la carne” , o lo que anticipó la ley cuando apelaba a los recursos humanos; el
otro método, siendo que contempla al Espíritu morador, resulta en una realización de todo
lo que el Espíritu puede hacer. En el contexto de romanos 8:4 considerado de nuevo en
Gálatas 5: 16-25, continuando el mismo contraste entre las obras de la carne y/o que efectúa
interiormente el Espíritu Santo. En el pasaje de Gálatas se declara que la carne y el Espíritu
son completamente irreconciliables. El hecho de que los dos jamás pueden reconciliarse es
cierto en todo hijo de Dios sin excepción (Gá. 5:17) y eso, mientras permanezca en el
cuerpo y en este mundo. Ningún creyente jamás ha alcanzado el lugar donde él ya no
necesite andar por medio del Espíritu Santo.
Cuando se anda por fe o dependiendo del Espíritu Santo estos dos resultados son
seguros: (1).- No se harán las obras de la carne, y (2).- Se manifestará el fruto del Espíritu.
Lo que constituye el fruto del Espíritu esta precisamente indicado. Es un producto del
Espíritu que opera en y a través del creyente. Como se emplean en el pasaje en
consideración (Gá. 5:22,23), las nuevas palabras que denotan el fruto del Espíritu
29
representan cualidades sobrehumanas del carácter; ellas no podrían ser producidas por la
habilidad humana bajo ninguna circunstancia natural; son características divinas. De igual
modo, estas nueve gracias en conjunto constituyen el fruto del Espíritu.
El mundo puede elegir cualquier método como su plan por el cual el hombre puede
lograr lo que se supone ser el carácter correcto; pero Dios ha asignado a sus hijos un
método único, inmediato y efectivo. El carácter cristiano es un producto divino y que no ha
de realizarse parcialmente como resultado de un penoso esfuerzo propio, como lo es en el
caso de los métodos usuales del mundo, sino que es un producto que llega a ser total e
instantáneamente asequible cuando la relación correcta con el Espíritu Santo no es
estorbada. Como bien se ha dicho, Gálatas 5:22, 23 es la más corta biografía de Cristo que
jamás se ha escrito, porque el fruto del Espíritu es la expresión externa del Cristo que mora
en el individuo. Entonces bien puede aceptarse como la realización de aquella experiencia
a la que el Apóstol se refirió cuando dijo: “Para mi el vivir es Cristo” (Fil. 1:21 y Gá. 2:20).
Con estas palabras de introducción general en la mente estudiaremos cada una de estas
nueve palabras divididas en grupos de tres y se notará el carácter divino así como lo
apetecible de lo que ellas representa
El carácter en su estado interno. (AMOR, GOZO, PAZ)
AMOR. En vista de que el Espíritu Santo declara (1 Cor. 13) que el amor es supremo
entre todos los dones, es razonable que aparezca en primer lugar en la lista del fruto
múltiple del Espíritu. El amor es el aspecto preeminente de la experiencia humana tanto en
la dispensación Mosaica, y en la del Reino, así como en la cristiana. En cuanto a la
Mosaica, se declara que “El cumplimiento de la ley es el amor” (Ro. 13:10) y el ascenso en
responsabilidad con respecto al amor que el Reino venidero anticipa se establece en Mateo
5:43-46: “Oísteis que fue dicho: Amaras a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo
30
os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que
os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen... porque si amareis a los que os
aman. ¿qué recompensa tendréis? ¿no hacen también lo mismo los publicanos?” En todo
caso, la norma del amor que Cristo encarga a los creyentes de su época es sobrenatural y
enteramente divina en su carácter. El dijo: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis
unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conoceréis
todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Jn. 13:34,35).
Cuando se le encomienda ejercitar una característica divina y cuando se le provee suficiente
poder para su tarea por el cual ésta pueda realizarse no está pidiendo demasiado al creyente
al esperar que manifieste esas características.
Habiendo indicado la compasión divina que guía a los perdidos hasta el sacrificio
efectuado en la cruz y habiendo indicado también la falta de amor en aquel que no hace
sacrificio para otros, de los cuales el Apóstol Juan inquiere: “¿Cómo puede morar el amor
de Dios en él?” (1 Jn. 2:17). Igualmente el Apóstol, después de haber declarado que no hay
que amar al mundo al decir: “si alguno ama al mundo o cosmos, el amor del Padre no está
en él” (1 Jn. 2:15). Otra vez esto no es una referencia al amor del creyente para Dios; es el
amor de Dios operando a través del creyente. Fue por esto también cómo, al concluir su
oración sacerdotal, Cristo habló de proveer ese amor con el cual el Padre la había amado a
El, para que pudiera estar en aquellos por los cuales El oraba (Jn. 17:26). Aún más
directamente el Apóstol Pablo asegura que el amor de Dios es derramado en (o quizá, brota
de) nuestros corazones por (esto es, procedente de ) el Espíritu Santo que nos es dado” (Ro.
5:5). A la luz de estas escrituras no es difícil aceptar la realidad a la que se refiere el
Apóstol cuando dice: “El fruto del Espíritu es amor”. El Dr. Norman R. Harrison ha
hablado del mismo “amor de Dios moviendo la vida humana”. Así afirma otra vez: “Dios
designó su amor para el mundo” (Jn. 3:16; 1ª. Jn. 2:2). Dios canalizó ese amor hacia la
tierra por medio de la persona de Su Hijo. Encauzó ese amor dentro de nuestros corazones a
través de la Persona del Espíritu Santo. El canalizó ese amor hacia los hombres necesitados
en todas partes a través de sus redimidos. Así el amor el la clave de su programa redentor:
recibido, en nuestra salvación; respondiendo a el, viene a ser nuestra santificación;
manifestado a otros, se convierte en nuestro servicio. Y, recordémoslo bien, el amor no
tiene sustituto” (His Love, pgs. 632,33).
31
Tan cierto como que el mismo amor de Dios pasa por su hijo al ser lleno del Espíritu, así
es cierto que ese amor continuará siendo dirigido hacia su objetivo, y el cristiano que ha
sido bendecido de esta manera amará a lo que Dios ama y aborrecerá lo que Dios aborrece.
Por tanto, es pertinente observar lo que se dice que Dios ama y notar como se expresa en
aquellos que son llenos del Espíritu; pero se recordará que esto no es amor humano
acrecentado o estimulado, aunque el amor humano en sí es muy real. Es el amor divino
manifestado por y surgiendo de la misma Persona de la Deidad que habita en el creyente.
Los objetivos del amor divino están señalados en la Escritura.
a. Incluyendo al Mundo Entero. El énfasis de la Escritura sobre esto es amplio y
completo, principalmente, que Dios ama a la humanidad (comp.. Jn. 3:16; 1ª. Jn.
2:2). Lo que llamamos “espíritu misionero” no es otra cosa que la compasión que
trajo al hijo de Dios del cielo a la tierra, y entonces lo llevó a la muerte para que los
hombres pudieran ser salvos. El interés en todos los perdidos no es cosa accidental
en los cristianos, ni una casualidad humana; es la inmediata realización del amor
divino. La pasión por las almas no puede ser asegurada por la exhortación; es una
expresión normal del interior del creyente de una realidad divina.
b. Exclusivo en Cuanto al Sistema Mundano. Juan declara: “No améis al mundo ni las
cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en
él. Porque todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de la carne, la
concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida, no es del Padre, más es del
mundo” (1ª. Jn. 2:15,16). Esta aparente contradicción con el punto del párrafo
precedente puede explicarse fácilmente al reconocer que, aunque es al mismo
cosmos (mundo) que Dios ama y aborrece al mismo tiempo, es a los hombres de ese
mundo a los que El ama, y solo aborrece a sus instituciones y sus maldades. Así
como el cristiano de be amar a los hombres perdidos del mundo y al mismo tiempo
aborrecer el sistema satánico en que están los perdidos.
c. Inclusivo en la Verdadera Iglesia. “mucho más ahora, siendo justificados por su
sangre, por El seremos salvos de la ira. Porque si siendo enemigos fuimos
reconciliados por la muerte de Su Hijo, mucho más, siendo reconciliados, seremos
salvos por su vida” (Ro. 5:9,10); “Cristo amó a la iglesia y se entregó así mismo por
32
ella” (Ef. 5:25). El ama a los suyos aun cuando ellos anden vagando lejos como se
revela en la escena del regreso del “hijo prodigo”. Si nos amamos los unos a los
otros, Dios mora en nosotros y su amor es perfecto en nosotros” (1ª. Jn. 4:12). Por
esta divina compasión de los unos a los otros el cristiano testifica de la realidad de su
profesión ante el mundo. “Un nuevo mandamiento os doy: que os améis los unos a
los otros; como yo os he amado, que también os améis los unos a los otros. Por esto
conocerán los hombres que sois mis discípulos; si os amáis los unos a los otros” (1ª.
Jn. 13:34,35). Tal amor divino es también prueba de la fraternidad en Cristo: “En
esto conocemos el amor de Dios, en que El puso su vida por nosotros: y nosotros
debemos poner la vida por los hermanos. Pero el que tiene bienes de este mundo, y
viere a su hermano tener necesidad, y cierra contra el su corazón, ¿cómo mora el
amor de Dios en él?” (1ª. Jn. 3:16,17). “Nosotros sabemos que hemos pasado de
muerte a vida en que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, está en
muerte” (1ª. Jn. 3:14).
d. Es Infinito. “Como había amado a los suyos que estaban el mundo, los amó hasta el
fin” (y por lo tanto, eternamente) ( Jn. 13:1). Se dice que el amor de Dios obrando en
el creyente es “sufrido” y por tanto, va más allá de todo lo manso (1ª. Co. 13:4).
e. Hacia Israel. Dios les ha dicho: “Con amor eterno te he amado” (Jer. 31:3). Con
algún conocimiento de los propósitos eternos para la nación elegida y también en
cuanto a los creyentes que andan en la correcta relación con Dios por la cual el amor
divino puede fluir sin obstáculos, habrá la experiencia de un amor muy definido por
este pueblo a quien ama tan definida y enteramente como lo hace con el cristiano
mismo.
f. Sacrificial. Los que experimenten el amor divino serán impelidos a sacrificar a fin de
que otros puedan salvarse y ser edificados en Cristo. En Corintios está escrito.
“Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor de nosotros
se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos”
(2ª. Co. 8:9). Tal actitud de parte del hijo de Dios hacia las riquezas eternas, si se
produce en el cristiano, debe afectar en gran manera su actitud en cuanto a las
riquezas terrenales. El amor de Dios no solo es sacrificial en cuanto a las riquezas
celestiales, sino también con respecto a la vida misma. “En esto conocemos el amor
33
de Dios, en que El puso Su vida por nosotros” (1ª. Jn. 3:16). El Apóstol Pablo
testifica: “Verdad digo en Cristo, no miento, y mi conciencia me da testimonio en el
Espíritu Santo, que tengo gran tristeza y continuo dolor en mi corazón. Porque
deseara yo mismo ser anatema, separado de Cristo, por amor a mis hermanos, los
que son mis parientes según la carne” (Ro. 9:1-3). El Apóstol sabía perfectamente
que no había ocasión para que el fuera anatematizado, siendo que su Señor había
sido hecho maldición por todos, pero él podía aun desear el ser hecho maldición.
Una experiencia de tal naturaleza es la expresión directa de una vida humana del
amor divino que llevó a Cristo a morir bajo la maldición y el juicio del pecado del
mundo. Cuando esta divina compasión por los perdidos se reproduce en el creyente
se convierte en la dinámica verdadera y suficiente del trabajo del salvador de almas.
g. Desinteresado y Puro. El amor de Dios no busca compensación y es tan santo en su
carácter como Aquel de quien procede. No sería fácil definir los elementos humanos
imperfectos que pudieran mezclársele; pero el mismo viene del corazón de Dios sin
complicación e infinitamente digno. Dios mismo es amor. Esto no significa que El
haya logrado amar, o que mantenga el amor por un esfuerzo. El es amor por razón de
su naturaleza esencial y la fuente de todo amor verdadero que se halla en el universo.
No obstante, entre otras cosas, amor significa capacidad para indignarse y reaccionar
en juicio contra aquello que ilegalmente se opone a él. Se puede creer que esto es
también uno de los aspectos del amor infinito.
En verdad, es inútil tratar de imitar el amor divino impartido tal como ha de
manifestarse normalmente en el creyente espiritual. Aun el amor humano no esta sujeto a la
voluntad del hombre. Una persona no puede hacerse a sí misma amar a algo que no ama, ni
puede por habilidad alguna anhelar dentro de sí misma el hacer que cese cualquier amor
que ella experimenta. Ciertamente, es inconcebible la posibilidad de un impostor de la
compasión divina. Si los afectos de los objetos normales del amor humano no pueden ser
gobernados por la voluntad del hombre, ¿cómo podrían ser engendrados o despedidos a
voluntad los afectos de los objetos divinos? Así se ha demostrado que la presencia de la
compasión divina en el corazón del creyente no es otra cosa que el directo ejercicio por
Dios mismo de su propio amor a través del creyente como un canal. Cuando hay alguna
34
falla que debe arreglarse o ponerse en la correcta relación con Dios, el amor divino no
brotará libremente; pero cuando se mantiene la relación correcta fluirá el amor divino sin
obstáculos. Un control tal de la expresión del amor divino está muy lejos de la mera
voluntad humana de amar o de no amar lo que Dios ama. El amor de Dios es la dinámica, la
fuerza motriz en la vida espiritual. Con él la vida es por mucho una realización del ideal
divino; sin él sólo hay trágico desaliento y fracaso.
Igualmente, el carácter sobrehumano del amor divino es realmente aparente. No sólo es
ese amor más allá de la capacidad humana, sino que está tan lejos de la calidad del afecto
humano como lo es el cielo más alto que la tierra. Considerando de nuevo la medida del
amor requerido cuando Cristo dijo: “Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a
otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros” (Jn. 13:14). No es extraño
que el fuera adelante al decir que este amor sobrenatural sería el signo o evidencia
indisputable ante el mundo de lo que es la realidad cristiana. El dijo: “En esto conocerán
todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (v. 35). En su
oración sacerdotal Cristo pidió cuatro veces que los creyentes fueran uno, así como el Padre
y el Hijo son uno. Esta oración es contestada en la unidad efectuada por el un cuerpo que ha
formado el Espíritu Santo. El hecho de esta unidad crea una obligación para cada creyente
de amar a cada hermano con un amor no inferior a la compasión de Cristo, quien murió por
ellos. Si un amor tal fuera verdaderamente manifestado entre los creyentes, Cristo declaró
que, como consecuencia segura, el mundo llegaría a conocerlo y a creer en el (comp.. Jn.
17:21-25). El poseer y manifestar la compasión de Dios no es nada opcional ya que es un
mandato de Cristo. Igualmente es esencial para la vida de los cristianos, de otro modo, el
mundo no conocerá a, ni creerá en, Cristo. En vista de tan deplorable desunión entre los
cristianos se pudiera preguntar si el mundo ha tenido alguna vez siquiera una pasajera
oportunidad de conocer a, o de creer en Cristo. Un amor cristiano puro tiene una
inmensurable atracción y efectividad para otros; y para aquel que ama de este modo, el
gozo y la satisfacción son inefables. No será extraño que el apóstol sostenga que el amor es
supremo y es el don que hay que desear sobre todos los otros; ni hay otro tan propio como
el amor que pudiera citarse como el primero entre los elementos que constituyan el fruto
35
del Espíritu. Quien ama con esa divina compasión toma del vino celestial y entra realmente
por experiencia en el éxtasis que constituye la felicidad de Dios.
GOZO. De igual modo, el gozo, mencionado en segundo lugar entre los elementos del
fruto del Espíritu, no es otra cosa que el gozo celestial divino pasando por, o reproducido en
el Hijo de Dios. No es el gozo humano estimulado o aumentado por la influencia divina. Es
el gozo el Espíritu Santo mismo y de Cristo y del Padre, operando como una experiencia en
el creyente, Nehemías declaró: “El gozo del Señor es vuestra fortaleza” (Nen. 8:10), y su
verdad permanece eternamente. Del gozo divino impartido, Cristo dijo:”...para que mi gozo
esté en vosotros y vuestro gozo sea cumplido” (Jn. 15:11). El Apóstol Juan, habiendo
declarado la comunión entre Dios, Padre e Hijo y el creyente, afirma: “Estas cosas os
escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido” (1ª. Jn. 1:4). Cuando la oración se realiza
con toda su bendición el gozo será completo (Jn. 16.24). Así también Pedro escribe: “A
quien amáis sin haber visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis son
gozo inefable y glorificado” (1ª. P. 1:8). Sólo en amor divino es infinitamente completo.
Mucha confusión han causado los artistas que procuran pintar sus retratos imaginarios de
Cristo (una atrevida empresa a la luz de 2 Co. 5:16), por los cuales parece que ellos se
esfuerzan compitiendo entre sí en destacar la tristeza y, o el dolor. Para ellos El fue solo
“un varón de dolores, experimentado en quebrantos” (Is. 53:3); pero sus discípulos con
quienes El habló y que lo acompañaron en sus tres años y medio de ministerio, supieron
perfectamente a que se referían cuando les habló de su gozo, tal como sus escritos
testifican.
Manifestando las mismas características como el amor, de la misma manera el gozo
divino no puede ni crecer ni decrecer por mandato de la voluntad humana, e igualmente
cierta es la evidencia de que tal gozo no puede ser imitado. El gozo celestial en el corazón
constituye una atracción más efectiva de lo que puede describirse. Es un elemento
altamente deseado por Dios para la vida del cristiano si no fuera, como lo es, provisto por
El. Es un elemento divino donado por Dios a fin de capacitarnos para el sufrimiento con
Cristo como uno que comparte con El las cargas de un mundo perdido, y aun el gozo
celestial y las penas divinas (un aspecto de su amor) han de ser experimentados por el
36
cristiano a una y al mismo tiempo. De sugerir estos términos una contradicción es solo en
el dictado de las limitaciones del entendimiento humana. Es de la naturaleza divina el ser
alegre y triste al mismo tiempo, así debe ser el creyente espiritual como resultado de las
manifestaciones de las características divinas: no ser neutral, porque un aspecto
neutralizaría al otro, sino ser ambos a la vez, triste y alegre, sin disminuir la plenitud divina,
“Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!” (Fil. 4:4 comp. 1 Tes. 5:16).
PAZ. Así como Cristo legó su gozo, de la misma manera legó su paz, cuando dijo: “La
paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro
corazón, ni tenga miedo” (Jn. 14:27). Aquí se hace referencia a la paz divina y que no
puede ser menoscabada en el corazón humano. El Apóstol Pablo la definió al decir: “Y la
paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros
pensamientos en Cristo Jesús” (Fil 4:7). Hay que observar la diferencia entre “la paz de
Dios”, que es una experiencia subjetiva operada interiormente, y la “paz con Dios” (Ro.
5:1). Esta última frase se refiere a la verdad que, por la obra consumada en Cristo, el
creyente está para siempre en paz con Dios. En el primer caso Pablo describe la perfección
de la reconciliación. La paz que Cristo heredó y que es uno de los elementos del fruto del
Espíritu, no obstante, es una experiencia de paz que se siente en el corazón. Como todo lo
incluido en el fruto del Espíritu es la directa y constante impartición de lo que constituye la
misma naturaleza del carácter de Dios. El amor y el gozo nunca podrán ser asegurados o
mermados por la mera fuerza de la voluntad humana. Sólo habiéndola experimentado
puede demostrarnos lo que es realmente la paz de Dios; una sublime tranquilidad de
corazón y mente en lugar de todo recuerdo perturbador, presagio, circunstancia o
condición, una paz tal, inapreciable como lo es, honra a Dios delante de los hombres y así
satisface a Dios; ciertamente, esa “gran paz” únicamente la disfrutan aquellos cuyas vidas
“están escondidas con Cristo en Dios” (Col. 3:3).
Estos tres: el amor, el gozo y la paz forman un grupo que representa el carácter como un
estado interno que el corazón experimenta directamente de Dios, y en especial, cuando se
mira como una entidad en sí.
37
CAPITULO VII
EL FRUTO DEL ESPÍRITU
EL carácter en su expresión hacia los hombres. (PACIENCIA,
BONDAD, BENIGNIDAD)
PACIENCIA. Cada elemento en el fruto del Espíritu es opuesto a un aspecto no
espiritual correspondiente en el corazón humano. La cura para las condiciones materiales
no es un intento de dejar de hacer lo malo, sino el sustituirlos con los frutos del Espíritu,
esto es, todas las virtudes que Dios imparte. La paciencia, por ejemplo, es el antídoto divino
para la impaciencia. No es una mera prolongación de la paciencia humana al ser
contemplada; más bien es la paciencia de Dios operada internamente. La paciencia infinita
de Dios no conoce límites. Esto se ve en su largo trato con la humanidad, en su paciencia
con los individuos que rechazan a Cristo, y en su paciencia con los que trae a El (Lc. 18:7).
Cuando Jehová proclamó su nombre a Moisés en el monte ardiente, dijo: “¡Jehová, Jehová!,
fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad” (Ex.
34:6). Así Moisés en una oración intercesora recuerda a Jehová acerca de su propia
revelación de sí, y exclama: “Jehová, tardo para la ira y grande en misericordia, que
perdona la iniquidad y la rebelión, aunque de ningún modo tendrá por inocente al culpable;
que visita la maldad de los padres sobre los hijos hasta los terceros y hasta los cuartos”
(Nm. 14:18). Y el Salmista declaró: “Más tú; Señor, Dios misericordioso y clemente, lento
para la ira, y grande en misericordia y verdad” (Sal. 86:15). El Apóstol Pablo advierte a los
que se oponen a Dios cuando pregunta: “¿O menosprecias las riquezas de su benignidad, y
paciencia, y longanimidad, ignorando que su benignidad te guía a arrepentimiento?” (Ro.
2:4). Aun los “vasos de ira preparados para la destrucción” son objeto de la paciencia de
Dios. Está escrito: “¿Y que si Dios queriendo mostrar su ira y hacer notorio su poder,
soportó con mucha paciencia los vasos de ira preparados para destrucción...” (Ro. 9:22).
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Pedro declara: “El Señor no retarda su promesa, según algunos lo tienen por tardanza, sino
que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos
procedan al arrepentimiento” (2 P. 3:9), y en otra parte afirma: “la paciencia de nuestro
Señor es para salvación” (2 P. 3:15).
Que la característica divina de la paciencia ha de ser comunicada directamente al
creyente y a través de El manifestada para la gloria de Dios, no es solo declarada cuando se
dice que es un elemento del fruto del Espíritu, sino también está escrito en cuanto a él y al
Señor a quien sirve: “Fortalecidos con todo poder, conforme a la potencia de su gloria, para
toda paciencia y longanimidad” (Col. 1:11). Así otra vez, al creyente se le ordena vestirse,
por el medio divinamente provisto, “de entrañas de misericordia, de benignidad de
humildad, de mansedumbre, de paciencia” (3:13). Pero cuan definido y personal se torna el
gran Apóstol respecto a la paciencia de Cristo operada para con él cuando dice: “Pero por
esto fui recibido a misericordia, para que Jesucristo mostrase en mí el primero toda su
clemencia, para ejemplo de los que habrían de creer en El para vida eterna” (1 Ti. 1:16).
La paciencia es una virtud que debe esperarse que aparezca en la vida del creyente. En
medio de las vitales direcciones acerca de la responsabilidad de “andar dignamente”, está
escrito: “Con toda humildad y mansedumbre, soportando con paciencia los unos a los otros
en amor, solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Ef. 4:23).
Igualmente dice Pablo: “Que seáis pacientes para con todos” (1 Tes. 5:14). Fue una práctica
de la propia experiencia de Pablo. Por eso testifica a Timoteo: “Pero tu has seguido mi
doctrina, conducta, propósito, fe, longanimidad, amor, paciencia” (2 Tim. 2:10);
ciertamente, esta virtud pertenece especialmente a los que son llamados a predicar.
Dirigiéndose de nuevo a Timoteo, el mismo Apóstol le manda: “Que prediques la palabra,
que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y
doctrina” (2 Tim. 4:2). Fue después que Abraham habiendo esperado con paciencia que
alcanzó la promesa” (He. 6:15). La tardanza en el retorno de Cristo requiere paciencia. Así
Santiago exhorta: “Por tanto, hermanos, tened paciencia hasta la venida del Señor. Mirad
como el labrador espera el precioso fruto de la tierra, aguardando con paciencia hasta que
recibe la lluvia temprana y la tardía. Tened también vosotros paciencia, y afirmad vuestros
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corazones; porque la venida del Señor se acerca” (Stg. 6:7,8). El fruto del Espíritu morador
incluye esta paciencia. Será definitiva y suficientemente realizada, y como una
manifestación de su propia paciencia infinita cuando el fruto del Espíritu sea producido en
la vida del creyente.
BONDAD. La mansedumbre de Dios no implica debilidad. El cordero mudo ante sus
angustiadores es una demostración que en Dios, como lo es según lo demande la ocasión,
es no resistencia; pero esto no nos lleva a la conclusión de que también no hay otros
atributos en Dios que no defiendan Su Santidad y su gobierno de justicia; ni que el creyente
lleno del Espíritu manifestará solo mansedumbre. El también puede conocer el poder de la
indignación, pero así mismo será manso. En su canto de liberación David dice: “También
me has dado el escudo de tu salvación, y tu mansedumbre me ha hecho grande” (2 S.
22:36). David repite este testimonio revelador en el Salmos 18:35. el Apóstol exhorta a los
corintios “por la mansedumbre y la ternura de Cristo”. En adición a la declaración de
Gálatas 5:22 de que la mansedumbre se deriva del Espíritu para ser reproducida por El en la
vida rendida del creyente, también Santiago afirma: “Pero la sabiduría que es de lo alto es
primeramente pura, después pacifica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos
frutos, sin incertidumbre ni hipocresía” (3:17). Esta sabiduría es la sabiduría de Dios. Es de
arriba. Se manifiesta en y a través del hijo de Dios. ¡Cuán plenamente pudo experimentar
el gran Apóstol el poder directo del Espíritu productor de mansedumbre cuando dijo:
“Antes fuimos tiernos entre vosotros como la nodriza que cuida con ternura a sus propios
hijos!” (1 Tes. 2:7). También se requiere esta misma virtud de todos los que han de
manifestar la verdadera gracia de Dios en el servicio. Esta escrito: “Porque el siervo del
Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos; apto para enseñar, sufrido; que
con mansedumbre corrija a los que se oponen, por si quizá Dios les conceda que se
arrepientan para conocer la verdad, y escapen del lazo del diablo, en que están cautivos a
voluntad de él” (2 Ti. 2:24-26). De igual modo el Apóstol recomienda que a nadie difamen,
que no sean pendencieros sino amables, mostrando toda mansedumbre para con todos los
hombres” (Tit. 3:2). Otra vez, al corazón ansioso de la amable mansedumbre semejante a la
de Cristo se le anima a creer que puede llagar a obtenerla, no por el esfuerzo humano, o por
una inútil imitación, sino como un fruto directo del Espíritu.
40
BENIGNIDAD. Un elemento oculto, pero no menos vital en la benignidad distingue esa
virtud de su afín, la justicia. El Apóstol por ejemplo, escribe: “Ciertamente, apenas muere
alguno por un justo, con todo pudiera ser que alguno osara morir por el bueno” (Ro. 5:7).
Esta distinción puede indicarse por el hecho de que un hombre justo pudiera desahuciar de
su hogar a una viuda sin recursos cuando se atrasa en la renta, en tanto que un hombre
bueno hallaría la manera de evitarlo. En la persona de Dios la bondad alcanza el infinito, y
la escritura da abundante testimonio de su ilimitada bondad. Verdaderamente aunque con
poco conocimiento conciente de ello, el mundo pende de la convicción fundamental de que
Dios es bueno. Ninguna mente puede pintar la calamidad y la confusión en que estuviera el
mundo si en alguna ocasión tuviese la peregrina convicción de que Dio es malo en sí. Aun
la soberanía de Dios, aunque en sí poco comprendida, es una expresión de su bondad
esencial. En consecuencia, Dios dijo a Moisés después que este hubo intercedido por Israel:
“Yo haré pasar todo mi bien delante de tu rostro, y proclamaré el nombre de Jehová delante
de ti; y tendré misericordia del que tendré misericordia, y seré clemente para con el que
seré clemente” (Ex. 33:19). En defensa de la perfección de Dios y Su voluntad soberana,
escribió el salmista: “Porque recta es la palabra de Jehová, y toda su obra es hecha con
fidelidad. El ama la justicia y juicio; de la misericordia de Jehová esta llena la tierra” (Sal.
33:4,5). Nehemías habla de Dios y de su gran bondad ():25 y 35) y David anticipó que esa
“bondad y misericordia” lo seguirían todos los días de su vida” (Sal. 23:6). Así otra vez
declara: “Hubiera yo desmayado, sino creyese que veré la bondad de Jehová en la tierra de
los vivientes” (Sal. 27:13). Igualmente dijo: “¡Cuán grande es tu bondad que has guardado
para con los que te temen, que has mostrado para lo que esperan en ti, delante de los hijos
de los hombres! En la secreto de tu presencia los esconderás de la conspiración del hombre;
los pondrás en un tabernáculo a cubierto de contención de lenguas” (Sal. 31:19,20). Como
se ha notado arriba, es la bondad de Dios la que produce arrepentimiento en el perverso
corazón. Este principio de acción divina no debiera ser menospreciado (Ro. 2:4). Una
amonestación a los gentiles a la luz de los juicios de Dios sobre Israel hace referencia a Su
bondad: “Mira, pues, la bondad y severidad de Dios: la severidad, ciertamente para los que
cayeron; pero la bondad para contigo, si permanecieres en esa bondad; pues de otra manera
tú también serás cortado” (Ro. 11:22). De este modo se puede ver que Dios es
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esencialmente bondad, característica que se halla en perfecto balance con todos sus otros
atributos, y que el Espíritu es el indicado para reproducir bondad divina en aquel a quien El
mismo capacita.
42
CAPITULO VIII
EL FRUTO DEL ESPÍRITU
El carácter en su relación con Dios. (FE, MANSEDUMBRE,
TEMPLANZA)
FE. La palabra usada aquí por Gálatas 5:22 como el séptimo elemento del fruto del
Espíritu no es fe en el sentido subjetivo, desde luego. También es cierto que la fe salvadora
es una obra de Dios en el corazón, pero obviamente no es verdad que Dios ejercite
semejante clase de fe; más bien El es fiel, digno de confianza y de inmutabilidad, y Gálatas
5:22 es un registro de estas características divinas reproducidas en el creyente por el
Espíritu Santo. La huella humana de infidelidad es corregida únicamente por la más grande
manifestación de fidelidad de Dios. El es siempre fiel. Se declara en Lamentaciones 3:22,23
así: “Por la misericordia de Jehová nosotros no hemos sido consumidos, porque nunca
decayeron sus misericordias. Nuevas son cada mañana; grande es tu fidelidad”. Sobre este
teme no hay palabra más fuerte que la del Salmo 36:5: “Jehová hasta los cielos llega tu
misericordia, y tu fidelidad alcanza hasta las nubes”. Dios había prometido, en su fidelidad,
recordar a David. Le dijo: “Y mi verdad y mi misericordia estarán con él, y en mi nombre
será exaltado su poder...Mas no quitaré de él mi misericordia, ni falsearé mi verdad” (Sal.
89:24,33). El mismo Salmos 89 bien puede ser llamado el Salmo de la fidelidad de Jehová,
siendo que esta virtud es mencionada a lo menos seis veces. El Salmo se inicia con las
palabras “las misericordias de Jehová cantaré perpetuamente; de generación en generación
haré notoria ti fidelidad con mi boca. Porque dije: para siempre será edificada misericordia;
en los cielos mismos afirmarás tu verdad... Y celebrarán los cielos tus maravillas, oh
Jehová, tu verdad también en la congregación de los santos (Sal. 89:1,2 y 5). La fidelidad
de Jehová es un buen tema de alabanza. De aquí que el Salmos 92:1,2 dice: “Bueno es
alabarte, oh Jehová, y cantar Salmos a tu nombre, oh Altísimo; anunciar por la mañana tu
43
misericordia, y tu fidelidad cada noche”. Entonces, tan cierto como este atributo imperativo
pertenece a Dios, así es cierto que puede ser reproducido, y lo será, en el creyente
consagrado, por el Espíritu. Tal fidelidad se manifestará en las relaciones del creyente con
Dios, con sus semejantes y consigo mismo. Honradez, sinceridad y devoción sacrificial son
factores en esta fidelidad divina manifestada. Esta gracia impartida será dirigida hacia
aquello a que el mismo Dios es fiel.
MANSEDUMBRE. De todos los elementos que constituyen el fruto del Espíritu
ninguno es tan esquivo o difícil de definir como la mansedumbre, y ninguno que sea tan
necesitado, ya que la vanidad y el orgullo son los más comunes en las relaciones humanas.
Si por el esfuerzo propio uno lograra la mansedumbre aun en el menor grado, uno llegaría
pronto a estar orgulloso por tal logro. Tan extraño como pudiera parecer, y tan
contradictorio como apareciere cuando se consideren la Omnipotencia, la Soberanía y la
Gloria esenciales de Dios, no obstante, es cierto que una de las características divinas es la
mansedumbre. Hay que recordar que la mansedumbre no consiste en pretender ser menos
de lo que uno en realidad es; más bien es demostrada cuando uno no pretende ser más de lo
que es. Ciertamente, la verdad de lo que es Dios, demanda que El publique todo lo que es
cierto en cuanto a Sí mismo. Menos que esto sería falso y más que esto sería vanidad y
orgullo agregado a la falsedad. En Corintios 10:1 se hace referencia a la mansedumbre de
Cristo, y de manera similar, la mansedumbre esta relacionada con el creyente a lo menos
dos veces en la palabra de Dios. Sofonías ordena: “Buscad a Jehová todos los humildes de
la tierra, los que pusisteis por obra sus juicios; quizás seréis guardados en el día del enojo
de Jehová” (2:3). En adición a su afirmación del hecho notable de que la mansedumbre
divina ha de ser reproducida en el creyente como uno de los elementos del fruto del
Espíritu, el mismo Apóstol escribe: “Así, pues, nosotros, como colaboradores suyos, os
exhortamos también a que no recibáis en vano la gracia de Dios” (2 Co. 6:1; comp. Con 2
Ti. 2:25), y uno de los más vitales aspectos de un andar digno como este, según se presenta
en Efesiós 4:2, es la mansedumbre. Así, igualmente, entre otras virtudes necesarias, hay que
mostrar virtud, todo por medio de la provisión divina. Así esta escrito en Colosenses 3:12:
“Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de
benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia”. Se recomienda la misma virtud
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en 1 Ti. 6:11: “Más tú, oh hombre de Dios, huye de estas cosas, y sigue la justicia, la
piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre”. Mansedumbre es la justa condición
que ha de tener la mente para poder recibir la palabra de Dios. Por eso declara Santiago:
“Por lo cual, desechando toda inmundicia y abundancia de malicia, recibid con
mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas” (1:21). Santiago
también habla de “Sabia mansedumbre” (3:13). Agregando a todo esto el apóstol Pedro da
una palabra final: “Sino santificad al Señor Dios en vuestros corazones, y estad siempre
preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os
demande razón de la esperanza que hay en vosotros” (1 P. 3:15). Lo que es tan necesitado
en todo corazón humano y tan esencial para una recta manera de vivir de la vida espiritual,
es provisto para cada creyente por el ministerio del Espíritu Santo.
TEMPLANZA. Otra vez en el elemento del fruto del Espíritu, la palabra, templanza
como se encuentra en vuestra versión (y en muchas otras, y por su significado de
temperancia), por su alcance restringido actual, no es exacta en transmitir el mensaje del
Apóstol. Este último elemento que comprende el fruto del Espíritu es realmente dominio
propio. No es necesario afirmar ni defender que esa realidad sea verdadera en cuanto a
Dios; pero de la misma manera se prevé como una virtud en el creyente. Más aún, cuando
se menciona entre las nueve virtudes que estamos estudiando, debe estarse seguro que no
solo se prevé, sino que es provista para el creyente por el poder del Espíritu. Pedro incluyó
esta característica entre otras importantes virtudes que él menciona, cuando escribe:
“Vosotros también, poniendo toda la diligencia por esto mismo, añadid a vuestra fe virtud;
y a la virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio propio; al dominio propio, paciencia;
a la paciencia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor”. (2 P. 1:5-7).
El Apóstol Pablo afirma que la templanza debe caracterizar a uno que luche por su corona:
“Todo aquel que lucha, de todo se abstiene, ellos, a la verdad, para obtener una corona
corruptible” (1Co. 9:25). Para ser un obispo o un anciano en la iglesia, se requiere
templanza o control propio (comp.. Tit. 1:7-9), así también en cuanto a los creyentes
maduros (Tit. 2:2).
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CONCLUSION
Para concluir este estudio de palabras y la consideración de aquello a lo que ellas
aseguran, sería bueno enfatizar de nuevo la verdad de que Dios no sólo prevé una santa y
elevada manera de vida por parte del que El ha salvado, sino que ha provisto cada recurso
necesario en donde quiera que esa vida que satisfaga y lo glorifique a El pueda ser
experimentada como una manifestación del Espíritu. El Apóstol (en 2 Co. 6:3-10), ha
expresado más clara y plenamente cómo es la vida aprobada por Dios: “No demos a nadie
ninguna ocasión de tropiezo, para que nuestro ministerio no sea vituperado; antes bien nos
encomendamos en todo como ministros de Dios. En mucha paciencia, en tribulaciones, en
necesidades, en angustias, en azotes, en cárceles, en tumultos, en trabajos, en desvelos, en
ayunos; en pureza, en ciencia, en longanimidad, en bondad, en Espíritu Santo, en amor
sincero, en palabra de verdad, en poder de Dios, con armas de justicia a diestra y a siniestra;
por honra y por deshonra, por mala fama y por buena fama; como engañadores, pero
veraces; pero desconocidos, pero bien conocidos; como moribundos, pero he aquí vivimos;
como castigados, mas no muertos; como entristecidos, mas siempre gozosos; como pobres,
mas enriqueciendo a muchos; como no teniendo nada, mas proveyéndolo todo”. El nuevo
principio aprobado mediante el cual el creyente puede, ajustándose a la mente y a la
voluntad de Dios, experimentar la llenura del Espíritu, se ve bien en la revelación respecto
al fruto del Espíritu, revelación que es la primera en la serie de siete manifestaciones del
Espíritu que juntas explican lo que constituye la llenura del Espíritu, o la vida espiritual. Lo
que Dios es, naturalmente, es lo que El quiere, y ciertamente sus atributos, hasta donde
puedan adaptarse a la vida humana, han de ser reproducidos en el creyente por el Espíritu.
La vida que hay que vivir no podría ser más divina si el creyente tuviera que salir de su
cuerpo y quedara solo el Espíritu como el ocupante, sino fuera por el hecho de que el
Espíritu hace uso de todas las facultades como lo hace del cuerpo del creyente. Entonces
también las manifestaciones directas de las características divinas no son estorbadas por la
presencia de las facultades humanas existentes. El estudio de estas nuevas obras de la
gracia divina estimulará a una apreciación de su deseabilidad y necesidad, si es que la vida
cristiana ha de glorificar a Dios, o tener para sí mismo el alivio que sólo puede impartir el
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amor, el gozo y la paz íntimamente. El hombre no regenerado que busca incesantemente
alivio del tan interminable angustia que solo un corazón y una vida vacíos pueden producir,
podría realizar su valor experimental y si tales bendiciones pudieran comprarse con oro,
dando todo lo que tienen en su poder para gozar si quiera por un breve momento de tal
satisfacción y descanso; aun tal es la ceguera de la carnalidad de aquellos para quienes tales
riquezas están al alcance, caen en lo indeseable para entrar en el dominio de la
inmensurable realidad. Considerando lo que son estas ilimitadas bendiciones no es de
maravillarse que Dios ordenara por medio de su Apóstol que todos los que son salvos por
Su gracia sean llenos del Espíritu.
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