Suskind Patrick - La Paloma

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LA PALOMA Patrick Süskind

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Un historia muy bella

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LA PALOMA

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LA PALOMA

Patrick Sskind

Cuando le ocurri lo de la paloma, que -desquici su existencia de la noche a la maana, Jonathan Noel ya pasaba de los cincuenta, tena a sus espaldas un perodo de veinte aos largos exentos del menor incidente y jams hubiese contado con que pudiera sucederle todava algo trascendental excepto, en su da, la muerte. Y le pareca muy bien, ya que los sucesos no le gustaban e incluso aborreca los que trastornaban el equilibrio interior y sembraban la confusin en el orden exterior de la vida.

La mayora de estos sucesos se remontaban, gracias, a Dios, a mucho tiempo atrs, al triste pasado de su infancia y juventud del que prefera no acordarse nunca y, que, si lo haca, le causaba la mayor desazn: una tarde de verano en Charenton, en julio de 1942 cuando volva a su casa despus de pescar -aquel da haba descargado una tormenta y llovido despus de un calor prolongado, y por el camino hacia su casa se haba quitado los zapatos y caminado con los pies descalzos por el asfalto caliente y hmedo, pisando los charcos, un placer indescriptible...- lleg, pues, a su casa despus de pescar y corri a la cocina con la esperanza de encontrar all a su madre, guisando; pero su madre no estaba, slo estaba el delantal, colgado del respaldo de la silla. Su madre se haba ido, dijo el padre, haba tenido que emprender un largo viaje. Se la han llevado, dijeron los vecinos, primero al Vlodrome d'Hiver y ms tarde al campo de Drancy y de all al Este, de donde nadie regresa. Y Jonathan no comprendi nada de este hecho, el hecho lo confundi totalmente, y unos das despus tambin su padre desapareci, y Jonathan y su hermana pequea se encontraron de repente en un tren que se diriga al Sur, y fueron acompaa dos de noche por unos desconocidos a travs de una pradera y arrastrados por un trozo de bosque y puestos de nuevo en un tren que se diriga al Sur, lejos, increblemente lejos, y un to al que no haban visto nunca los recogi en Cavaillon y los llev a su granja, cerca del pueblo de Puget, en el valle del Durance, y all los mantuvo ocultos hasta el final de la guerra. Entonces los puso a. Trabajar en los campos de labranza.

A principios de los aos cincuenta -Jonathan ya empezaba a encontrarle gusto a la vida. de labrador- su to le dijo que deba presentarse para el servicio militar y Jonathan, obediente, se enganch por tres aos. Durante el primero se dedic exclusivamente a acostumbrarse a las incomodidades de la vida en comn y de cuartel. En el segundo le embarcaron con destino a Indochina, y pas la mayor parte del tercer ao en un hospital, con disentera ambica, una bala en un pie y otra en una pierna. Cuando volvi a Puget en la primavera de 1954, su hermana haba desaparecido, emigrado a Canad, segn_ le dijeron. El to exigi a,.,hora a Jonathan que se casara sin prdida de tiempo y, precisamente, con una muchacha llamada Marie Baccouche, del pueblo vecino de Lauris, y Jonathan, que no la haba visto nunca, hizo lo que le mandaban, incluso de buen grado, porque a pesar de no tener una idea exacta sobre el matrimonio, esperaba encontrar por fin en l aquel estado de tranquilidad montona y ausencia de incidentes, que era su nico deseo. Sin embargo, cuatro meses despus Marie dio a luz un nio, y aquel mismo otoo se fug con un tunecino, vendedor de frutas en Marsella.

De estos ltimos sucesos concluy Jonathan que no se poda confiar en los seres humanos y slo era posible vivir en paz mantenindose alejado de ellos. Y como ahora era adems el hazmerrer del pueblo, lo cual no le molestaba por la burla en s, sino por la atencin general que suscitaba, tom una decisin por primera vez en su vida: fue al Crdit Agricole, retir sus ahorros, hizo la maleta y se march a Pars.

Entonces tuvo dos grandes golpes de suerte. Encontr trabajo de vigilante en un Banco de la rue de Svres y encontr un techo, lo que se llama una chambre de bonne, en el sexto piso de una casa de la rue de la Planche. Se acceda a la habitacin por un pasillo interior, la angosta escalera de la entrada de proveedores y un pasillo estrecho dbilmente iluminado por una ventana. A este pasillo daban dos docenas de cuartuchos con puertas numeradas, pintadas de gris, y al fondo se hallaba el nmero 24, la habitacin de Jonathan. Meda tres metros cuarenta de longitud por dos metros veinte de anchura y dos metros cincuenta de altura, y posea como nicas comodidades una cama, una mesa, una silla, una bombilla y una percha; nada ms. En los aos sesenta se aument la potencia elctrica lo suficiente para conectar una placa de cocina y una estufa; se instalaron caeras de agua corriente y se provey a las habitaciones de lavabos y calentadores. Hasta entonces, todos los inquilinos del desvn, si no infringan la prohibicin de usar un infiernillo de alcohol, haban comido fro, dormido en habitaciones fras y lavado sus calcetines, su escasa vajilla y a s mismos con agua fra en un nico lavabo en el pasillo, junto a la puerta del retrete comn. Nada de esto molestaba Jonathan, que no buscaba comodidad, sino un albergue seguro que slo le perteneciera a l, que le protegiera de las desagradables sorpresas de la vida, y del que nadie pudiera echarle nunca. Y cuando entr por primera vez en la habitacin nmero 24 supo en seguida: Esto es lo que siempre has querido, aqu te quedars. (Exactamente lo que se supone que ocurre a los hombres en el llamado amor a primera vista, cuando sienten de pronto que una mujer desconocida hasta ahora es la mujer de su vida y permanecern a su lado hasta el fin de sus das.)

Jonathan Noel alquil esta habitacin por cinco mil francos antiguos al mes, sala de ella cada maana para ir al trabajo en la cercana rue de Svres, volva al atardecer con pan, salchichas, manzana y queso, coma, dorma y era feliz. Los domingos no abandonaba ni un momento la habitacin, sino que la limpiaba y cambiaba las sbanas de la cama. As vivi, tranquilo y satisfecho, ao tras ao, decenio tras decenio.

En este tiempo cambiaron determinadas cosas externas, como el precio del alquiler y la clase de inquilinos. En los aos cincuenta vivan an muchas chicas de servicio en los otros cuartos, adems de parejas jvenes y algunos jubilados. Ms tarde se vio entrar y salir a muchos espaoles, portugueses y norteafricanos. A fines de los aos sesenta dominaron los estudiantes, y, despus dejaron de estar alquiladas las veinticuatro habitaciones. Muchas permanecas vacas o servan a sus propietarios, que vivan en los pisos inferiores, de trastero o cuarto de invitados ocasional. El nmero 24 de Jonathan se haba convertido al correr los aos en una vivienda relativamente confortable. Haba comprado una cama nueva y empotrado un armario en la pared, cubierto con una moqueta gris los siete metros y medio cuadrados de suelo y , forrado con un bonito papel rojo brillante el rincn donde cocinaba y se lavaba. Posea una radio, un televisor y una plancha. Ya no colgaba sus vveres, como antes, en el exterior de la ventana, dentro de una bolsita, sino que los guardaba en una nevera diminuta colocada debajo del lavabo, de modo que ahora la mantequilla no se le derreta ni se le secaba el jamn aun en el verano ms caluroso. A la cabecera de la cama se haba clavado un estante en el que tena nada menos que diecisiete libros, que eran: un diccionario mdico de bolsillo en tres tomos, varios volmenes ilustrados sobre el hombre de Cromagnon, tcnicas de fundicin de la Edad de Bronce, el antiguo Egipto, los etruscos y la Revolucin Francesa, un libro sobre veleros, uno sobre banderas, uno sobre el mundo animal de los trpicos, dos novelas de Alejandro Dumas, padre, las memorias de Saint-Simon, un libro de cocina sobre platos nicos, el Pequeo Larousse y el Breviario para el personal de vigilancia y proteccin con atencin especial a las instrucciones sobre el empleo de la pistola de servicio. Debajo de la cama tena almacenada una docena de botellas de vino tinto, entre ellas una de Chteau Cheval Blanc grand cru class, que reservaba para el da de su jubilacin en 1998. Un ingenioso sistema de lmparas elctricas consegua que Jonathan pudiera sentarse a leer el peridico en tres puntos diferentes de su habitacin -a la cabecera y a los pies de la cama, as como ante una mesita- sin deslumbrarse y sin que se proyectara ninguna sombra sobre el peridico.

Claro que a causa de las numerosas adquisiciones la habitacin se haba empequeecido todava ms y, en cierto modo,. crecido hacia dentro como una ostra que fabrica demasiado ncar, y con sus diversas y refinadas instalaciones se pareca mas a un camarote- de barco o a un lujoso compartimiento de coche cama que a una- sencilla chambre de bonne. Haba conservado, sin embargo, en el transcurso de los treinta aos su cualidad esencial: era y segua siendo la isla segura de Jonathan en un mundo inseguro, su slido refugio, su albergue y, s, incluso, su amante, porque la pequea habitacin le abrazaba con ternura cuando volva al atardecer, le calentaba y protega, le alimentaba el cuerpo y el alma, estaba siempre all cuando la necesitaba y no le abandonaba nunca. Era, de hecho, lo nico que en su vida haba demostrado ser digno de confianza. y por esto no haba pensado ni por un momento en separarse de ella, ni siquiera ahora, cuando ya pasaba de los cincuenta y a veces le costaba un poco de esfuerzo subir los numerosos peldaos, y cuando su sueldo le permitira alquilar un apartamento en toda regla, con cocina, retrete y cuarto de bao propios. Segua fiel a su amada e incluso tena la intencin de unirse a ella con lazos ms estrechos. Quera perpetuar su relacin, comprndola. Ya haba cerrado el trato con Madame Lassalle, la propietaria. Costara cincuenta y cinco mil francos nuevos, de los cuales ya haba pagado cuarenta y siete mil. El resto de ocho mil francos deba quedar saldado a finales de ao. Y entonces sera definitivo y nada en el mundo podra desunir a Jonathan y a su amada habitacin hasta que la muerte los separase.

As estaban las cosas cuando en agosto de 1984, un viernes por la maana, ocurri lo de la paloma.

Jonathan acababa de levantarse. Se haba puesto zapatillas y bata para ir al retrete del piso, como cada maana antes de afeitarse. Antes de abrir la puerta, acerc la oreja al entrepao y escuch por si oa a alguien en el pasillo. No le gustaba encontrar a otros inquilinos y menos por la maana, cuando iba en pijama y bata, y menos an en direccin al retrete. Encontrarlo ocupado ya sera bastante desagradable para l, pero la idea de tropezar ante el retrete con un inquilino se le antojaba francamente horrible. Le haba ocurrido una sola vez, en el verano de 1959, haca veinticinco aos, y an se estremeca al recordarlo: el susto simultneo a la vista del otro, la prdida simultnea de anonimato en una circunstancia que requera un anonimato total, el simultneo retroceso y paso adelante, las palabras corteses simultneamente proferidas, por favor, despus de usted, oh, no, despus de usted, Monsieur, no tengo ninguna prisa... no, usted primero, insisto... y todo esto en pijama! No, se negaba a experimentarlo otra vez y no haba vuelto a experimentarlo gracias a su profilctica escucha. Aguzando el odo, vea el pasillo a travs de la puerta. Conoca todos los ruidos del piso. Saba interpretar cada crujido, cada chirrido, cada leve murmullo o susurro e incluso el silencio. Y saba con toda seguridad -ahora que haba aplicado dos segundos el odo a la puerta- que no haba nadie en el pasillo, que el retrete estaba desocupado, que todos seguan durmiendo. Hizo girar con la mano izquierda el botn de la cerradura de seguridad y con la derecha el pomo de la cerradura de golpe, descorriendo el pestillo, y con un ligero tirn la puerta se abri.

Casi haba puesto el pie en el umbral, ya lo haba levantado, era el izquierdo, la pierna estaba a punto de dar el paso... cuando la vio. Se hallaba sentada ante su puerta, apenas a veinte centmetros del umbral, bajo el plido reflejo de la luz matutina que entraba por la ventana. Acurrucada, con los pies rojos, parecidos a garras, sobre las baldosas granates del pasillo y el plumaje liso de tono gris pizarra: la paloma.

Tena la cabeza ladeada y miraba embobada a Jonathan con el ojo izquierdo. Este ojo, un disco pequeo y redondo, marrn con un punto negro en el centro, era terrible de ver. Como un botn cosido al plumaje de la cabeza, sin cejas, sin pestaas, totalmente desnudo, descarado y saltn, estaba abierto de un modo monstruoso, aunque haba al mismo tiempo cierta astucia disimulada en el ojo, que daba la impresin, tambin, de no estar abierto ni entornado, sino de carecer simplemente de vida, como la lente de una cmara que absorbe toda la luz exterior y no refleja nada de su interior. En este ojo no haba ningn brillo, ningn centelleo, ni una sola chispa de vida. Era un ojo sin mirada. Y estaba clavado en Jonathan.

Tuvo un susto de muerte... as habra descrito con posterioridad el momento, pero sin ser exacto, porque el susto lleg despus. Experiment ms bien un asombro de muerte.

Durante cinco o diez segundos tal vez a l se le antoj una eternidad- permaneci con la mano en el pomo y el pie levantado, como congelado sobre el umbral de su puerta, sin poder retroceder ni avanzar. Entonces se produjo un pequeo movimiento. Y afuera porque la paloma se apoy sobre el otro pie o porque slo se esponj un poco, la cuestin es que una pequea sacudida recorri su cuerpo y al mismo tiempo se cerraron sobre su ojo dos prpados, uno desde abajo y otro desde arriba, que en realidad no eran prpados, sino ms bien una especie de trampa de goma que, como dos labios surgidos de la nada, se tragaron el ojo. Por un momento, desapareci. Y ahora fue cuando Jonathan se estremeci por el susto y sus cabellos se erizaron de puro terror. Entr en su habitacin y cerr la puerta antes de que el ojo de la paloma volviera a abrirse. Puso la cerradura de seguridad, dio, tambalendose los tres pasos hasta la cama y se sent temblando, con el corazn desbocado. Tena la frente helada y notaba el sudor en la nuca y a lo largo de la columna vertebral.

Su primer pensamiento fue que ahora sufrira un infarto cardaco o un ataque de apopleja o un colapso circulatorio, para todo lo cual ests en la edad crtica, pens, a partir de cincuenta aos basta el menor motivo para una desgracia semejante. Y se dej caer de lado sobre la cama y estir la colcha para tapar sus hombros trmulos, a la espera del doloroso espasmo, de las punzadas en la regin del pecho y los hombros (haba ledo una vez en su diccionario mdico de bolsillo que tales eran los sntomas inconfundibles del infarto) o de la lenta prdida del conocimiento. No ocurri, sin embargo, nada parecido. Los latidos del corazn se calmaron, la sangre volvi a fluir con regularidad por la cabeza y los miembros, y no aparecieron los sntomas de parlisis tpicos de la apopleja. Jonathan poda mover los dedos de pies y manos y hacer muecas, contrayendo el rostro, una seal de que todo funcionaba ms o menos bien tanto orgnica como neurolgicamente.

En lugar de esto se arremolin en su cerebro una masa catica de pensamientos sombros, como una bandada de cuervos negros, y oy gritos y aleteos en su cabeza y ests acabado -algo grazn-, eres viejo y ests acabado! Dejas que una paloma te d un susto de muerte, una paloma te hace volver a tu habitacin, te derriba, te retiene prisionero. Morirs, Jonathan, morirs, si no en seguida, muy pronto, y tu vida habr sido un error, t la habrs estropeado dejando que una paloma la trastorne, tienes que matarla, pero no puedes hacerlo, no puedes matar ni una mosca, bueno, una mosca s, precisamente una mosca s, o un mosquito o un escarabajo pequeo, pero nunca una criatura de sangre caliente, un ser de sangre caliente y una libra de peso como una paloma, antes mataras a tiros a un ser humano, pim pam, se hace de prisa, slo produce un pequeo agujero de ocho milmetros, es limpio y est permitido, en legtima defensa est permitido, artculo uno del reglamento para el personal armado del cuerpo de vigilancia, incluso se ordena, nadie te hara ningn reproche si mataras a un hombre, pero, una paloma? Cmo se mata a tiros una paloma? Una paloma revolotea, es fcil errar el tiro, se trata de un acto brutal, est prohibido disparar contra una paloma, te retiran el arma, pierdes el puesto de trabajo, te meten en la crcel por matar a tiros una paloma, no, no puedes matarla, pero tampoco puedes vivir con ella, jams, ningn hombre puede vivir donde habita una paloma, una paloma es el compendio del caos y la anarqua, una paloma revolotea de modo incontrolable, clava las garras y pica los ojos, una paloma lo ensucia todo continuamente y esparce bacterias destructoras y el virus de la meningitis, una paloma no se queda sola, atrae a otras palomas, se aparea y procrea a una velocidad vertiginosa, un ejrcito de palomas te asediar, ya no podrs abandonar tu habitacin, te morirs de hambre, te ahogars en tus propios excrementos, tendrs que lanzarte por la ventana y estrellarte contra la acera, no, sers demasiado cobarde, te quedars encerrado en tu habitacin y pedirs socorro a gritos, llamars a los bomberos para que acudan con escaleras y te salven de una paloma, de una paloma!, sers el hazmerrer de la casa, de todo el barrio, "Mirad a Monsieur Noel! -exclamarn, sealndote con los dedos-, "Mirad cmo se hace salvar de una paloma!", y te encerrarn en una clnica psiquitrica: oh, Jonathan, Jonathan, tu situacin es desesperante, ests perdido, Jonathan!.

As gritaba y graznaba algo que haba en su cabeza, y Jonathan estaba tan desesperado y aturdido que hizo una cosa que no haba hecho desde sus das infantiles, juntar en su desamparo las manos para la oracin y Dios mo, Dios mo -rez- por qu me has abandonado? Por qu me castigas de este modo? Padre nuestro que ests en los cielos, slvame de esta paloma. Amn. No fue, como vemos, una verdadera oracin, sino ms bien un balbuceo inspirado por fragmentos de su rudimentaria educacin religiosa. Le ayud, sin embargo, porque requiri cierta concentracin espiritual que ahuyent en alguna medida la confusin de ideas. Otra cosa le ayud todava ms. Apenas haba terminado su plegaria, cuando sinti tan incontenible necesidad de orinar, que temi ensuciar la cama y el bonito colchn de muelles o incluso la bella moqueta gris si no consegua encontrar alivio en pocos segundos. Esto le seren completamente. Se levant, dolorido, ech una mirada de desesperacin a la puerta -no, no poda salir por la puerta; incluso aunque el maldito pjaro se hubiera marchado, ya no podra llegar al retrete...-, fue hacia el lavabo, se apart la bata de un manotazo, se baj a toda prisa los pantalones del pijama, abri el grifo y orin en la porcelana. No haba hecho nunca una cosa as. Slo la idea de mear en un bonito y blanco lavabo, reluciente de puro limpio, destinado a la higiene del cuerpo y a lavar la vajilla, le horrorizaba! Jams habra credo que poda caer tan bajo, estar fsicamente en situacin de cometer semejante sacrilegio. Y mientras vea manar libremente y sin ninguna inhibicin el chorro de orina, mezclarse con el agua y bajar gorgoteando por el desage y senta el magnfico alivio de la presin en el bajo vientre, las lgrimas le brotaban de los ojos al mismo tiempo, tan grande era su vergenza. Cuando termin, dej correr el agua un buen rato y limpi a fondo el lavabo con detergente lquido para eliminar hasta la ltima huella de la fechora cometida. Una vez no tiene importancia -murmur para sus adentros, como para disculparse ante el lavabo, ante la habitacin o ante s mismo-, una vez no tiene importancia, ha sido una emergencia excepcional, seguro que no vuelve a presentarse...

Se tranquiliz. La actividad del fregado, guardar la botella de detergente, escurrir el trapo -ocupaciones habituales y consoladoras-le devolvieron el sentido de lo pragmtico. Mir el reloj. Eran las siete y cuarto pasadas. Normalmente, a las siete y cuarto ya estaba afeitado y se haca la cama.. El retraso, sin embargo, no era excesivo y podra recuperar el tiempo renunciando, si haca falta, al desayuno. Si no desayunaba, calcul, llevara incluso siete minutos de adelanto sobre su horario habitual. Lo importante era que abandonase la habitacin como mximo a las ocho y cinco, pues a las ocho y cuarto tena que estar en el Banco. Era cierto que an ignoraba cmo lo hara, pero le quedaba un respiro de gracia de tres cuartos de hora, y esto era mucho. Tres cuartos de hora era mucho tiempo cuando se acababa de mirar a la muerte cara a cara y de escapar por los pelos de un infarto cardaco. Era el doble de tiempo cuando ya no se est bajo la imperiosa presin de una vejiga llena a rebosar. Decidi, por lo tanto, empezar comportndose como si nada hubiera ocurrido y llevar a cabo los quehaceres habituales de la maana. Abri el grifo de agua caliente del lavabo y se afeit.

Mientras se afeitaba, reflexion a fondo. Jonathan Noel -se dijo-, estuviste dos aos en Indochina como soldado y all superaste muchas situaciones precarias. Si echas mano de todo tu valor y de todo tu ingenio, si te armas como es debido y si la suerte te acompaa, logrars con xito salir de la habitacin. Qu hars, sin embargo, cuando lo hayas conseguido? Qu hars cuando hayas pasado de largo frente a ese horrible animal que est ante la puerta, llegado indemne al pie de la escalera y alcanzado la seguridad? Podrs ir al trabajo, podrs pasar el da sano y salvo... pero, qu hars entonces? A dnde irs esta noche? Donde pernoctars? Porque tena muy claro que no quera encontrarse con la paloma por segunda vez -despus de eludir la primera- y que en ninguna circunstancia poda vivir bajo el mismo techo con ella, ni un da, ni una noche, ni una sola hora. Por consiguiente, tena que estar preparado para pasar esta noche y tal vez las siguientes en una pensin. Esto significaba que deba llevar consigo tiles de afeitar, cepillo de dientes y una muda. Necesitaba adems su talonario, y para mayor seguridad, la libreta de ahorros. Tena mil doscientos francos en la cuenta corriente, lo cual bastara para dos semanas, contando con que encontrara un hotel barato. Si entonces la paloma continuaba bloqueando su habitacin, tendra que gastar dinero de la libreta. En la libreta tena seis mil francos, una gran suma de dinero con la cual podra vivir meses en un hotel. Y por aadidura cobraba su sueldo, tres mil setecientos francos al mes. Por otra parte, a finales de ao deba pagar ocho mil francos a Madame Lassalle, como ltimo plazo de la habitacin. De su habitacin. De esta habitacin que ya no volvera a ocupar. Cmo explicar a Madame Lassalle la peticin de una prrroga para el pago del ltimo plazo? Era difcil decirle: Madame, no puedo pagarle el ltimo plazo de ocho mil francos porque vivo desde hace meses en un hotel, debido a que la habitacin que quiero comprarle est bloqueada por una paloma. No poda decirle tal cosa... Entonces se le ocurri que an posea cinco monedas de oro, cinco napoleones, cada uno de los cuales vala como mnimo seiscientos francos; los haba comprado en 1958, durante la guerra de Argelia, por temor a la inflacin. En modo alguno poda olvidarse de llevar consigo estos cinco napoleones... Tambin posea un estrecho brazalete de oro de su madre. y su transistor. Y un elegante bolgrafo plateado que haba recibido por Navidad, como todos los empleados del Banco. Si se venda todos estos tesoros podra, ahorrando mucho, hospedarse en el hotel hasta final de ao y aun as pagar los ocho mil francos a Madame Lassalle. La situacin mejorara a partir del 1 de enero, pues entonces sera propietario de la habitacin y ya no tendra que pagar el alquiler. Y quiz la paloma no sobrevivira al invierno. Cunto tiempo viva una paloma? Dos aos, tres aos, diez aos? Y si ya era una paloma vieja? Y si se mora dentro de una semana? Quizs haba venido slo para morirse...

Termin de afeitarse, destap el lavabo, lo enjuag, volvi a llenarlo de agua, se lav la parte superior del cuerpo y los pies, se cepill los dientes, destap de nuevo el lavabo y lo sec con el trapo. Entonces se hizo la cama.

Bajo el armario tena una vieja maleta de cartn donde pona la ropa sucia, que llevaba a la lavandera una vez al mes. La sac, la vaci y la coloc sobre la cama. Era la misma maleta con que se haba trasladado en 1942 de Charenton a Cavaillon y la misma con que haba venido a Pars en 1954. Cuando vio la vieja maleta sobre la cama y empez a llenarla, no con ropa sucia, sino limpia, un par de zapatos, utensilios de tocador, plancha, talonario de cheques y objetos de valor -como para un viaje-, volvieron a saltrsele las lgrimas, pero esta vez no de vergenza, sino de silenciosa desesperacin. Le pareca haber retrocedido a treinta aos atrs, como si hubiera perdido treinta aos de su vida.

Cuando tuvo hecho el equipaje, eran las ocho menos cuarto. Se visti, primero con el uniforme, de siempre: pantalones grises, camisa azul, chaqueta de cuero, cinturn de piel con funda de pistola y gorra gris de reglamento. Entonces se arm para el encuentro con la paloma. Le asqueaba sobre todo la idea de entrar en contacto fsico con ella, de que le picoteara el tobillo, por ejemplo, o revoloteara y le rozara las manos o el cuello con las alas se posara incluso sobre l con sus dedos abiertos como garras. Por esto no se calz los zapatos ligeros, sino las resistentes botas altas de piel con suela de corderillo que slo llevaba en enero o febrero, se puso el abrigo de invierno, lo aboton de arriba abajo, se envolvi el cuello con una bufanda de lana hasta la barbilla y se protegi las manos con guantes de piel forrados. Cogi el paraguas con la mano derecha y equipado de este modo se aventur, a las ocho menos siete minutos, a salir de la habitacin.

Se quit la gorra y aplic la oreja a la puerta. No se oa nada. Volvi a ponerse la gorra, se la cal bien sobre la frente, cogi la maleta y la coloc cerca de la puerta. A fin de tener libre la mano derecha, se colg el paraguas de la mueca, cogi el pomo con la diestra y el botn de la cerradura de seguridad con la izquierda, descorri el pestillo, abri una rendija y mir hacia fuera.

La paloma ya no estaba delante de la puerta. Sobre la baldosa donde se haba sentado antes haba ahora una mancha de color verde esmeralda y del tamao de una moneda de cinco francos y un minsculo plumn blanco que tembl bajo la corriente de aire de la rendija abierta. Jonathan se estremeci de asco. Habra preferido cerrar de nuevo la puerta; su instinto natural era retroceder hacia la seguridad de la habitacin, alejarse del horror que haba fuera. Pero entonces vio que no era una mancha aislada, sino muchas manchas. Todo el tramo de pasillo que alcanzaba con la vista estaba salpicado de manchas hmedas y brillantes de color verde esmeralda. Y ahora sucedi algo singular: la multiplicacin de la suciedad no increment la repugnancia de Jonathan sino que, por el contrario, reforz su voluntad de resistencia: ante una sola mancha y un solo plumn habra retrocedido y cerrado la puerta, para siempre. El hecho, sin embargo, de que la paloma hubiera ensuciado al parecer todo el pasillo -esta generalizacin del aborrecido fenmeno- moviliz todo su valor. Abri la puerta de par en par.

Ahora vio a la paloma. Estaba sentada en el lado derecho a una distancia de un metro y medio, acurrucada en un rincn al fondo del pasillo. Haba tan poca luz all y la mirada de Jonathan en aquella direccin fue tan breve, que no pudo discernir si dorma o vigilaba, si tena el ojo abierto o cerrado. Tampoco quera saberlo. Le habra gustado no haberla visto. En el libro sobre el mundo animal de los trpicos haba ledo una vez que ciertos animales, sobre todo el orangutn, slo atacan al hombre cuando ste les mira a los ojos; si hace caso omiso de ellos, le dejan en paz. Quiz poda aplicarse tambin a las palomas. En cualquier caso, Jonathan decidi comportarse como si la paloma no existiera o, por lo menos, no mirarla ms.

Empuj lentamente la maleta hasta e1 pasillo, con mucho cuidado y lentitud, por entre las manchas verdes. Entonces abri el paraguas, lo sostuvo con la mano izquierda delante del pecho y la cara como un escudo, sali al pasillo, vigilando todava las manchas del suelo, y cerr la puerta tras de s. A pesar de todos sus propsitos de comportarse como si nada ocurriera, volvi a acobardarse y el corazn le lati hasta el cuello, y cuando no pudo sacar en seguida la llave del bolsillo con sus dedos enguantados, empez a temblar tanto por el nerviosismo, que el paraguas estuvo a punto de resbalarle, y cuando lo agarr con la mano derecha, para sujetarlo bien entre el hombro y la mejilla, la llave se le cay al suelo, casi en medio de una mancha, y tuvo que agacharse para recogerla y cuando por fin la tuvo bien agarrada, su excitacin era tal que no consigui hasta el tercer intento de meterla en la cerradura y darle dos vueltas. En este momento tuvo la sensacin de or un aletea a sus espaldas... o era que haba rozado la pared con el paraguas?... Pero entonces volvi a orlo, con toda claridad, un corto y seco batir de alas, y el pnico se apoder de l. Arranc la llave de la cerradura, aferr la maleta y se alej a toda prisa. El paraguas abierto rascaba la pared, la maleta golpeaba las otras habitaciones, en medio del pasillo le estorbaban el paso las hojas de la ventana abierta, se introdujo entre ellas como pudo, arrastrando el paraguas con tal violencia y torpeza, que la tela se desgarr, pero l no hizo caso, todo le daba igual, slo quera irse lejos, lejos, lejos.

Hasta que lleg al descansillo no se detuvo un momento para cerrar el engorroso paraguas y mirar hacia atrs: los luminosos rayos del sol matutino entraban por la ventana y proyectaban un rectngulo de luz ntidamente perfilado en la penumbra del pasillo. Apenas poda atisbarse ms all, pero cuando gui los ojos y aguz la vista, vio Jonathan que la paloma se separaba del rincn oscuro del fondo, daba unos pasos rpidos y tambaleantes y se posaba de nuevo, exactamente, delante de la puerta de su habitacin.

Horrorizado, se volvi y baj las escaleras. Estaba convencido de que no podra regresar jams.

De peldao a peldao se fue tranquilizando. En el descansillo del segundo piso una sbita oleada de calor le record que an llevaba puestos el abrigo, la bufanda y las botas de piel. Por las puertas de las cocinas de los apartamentos, que daban a la escalera interior, podan salir en cualquier momento criadas que iban a la compra o Monsieur Rigaud, para sacar afuera sus botellas de vino, o incluso Madame Lassalle, por cualquier motivo; Madame Lassalle se despertaba temprano, ahora ya estaba levantada, se ola el penetrante aroma de su caf por toda la escalera y ahora abrira, por consiguiente, la puerta trasera de su cocina y vera ante ella en el descansillo a Jonathan, embozado para el invierno de la manera ms grotesca en pleno sol de agosto... Una situacin tan desagradable no poda resolverse pasando de largo, tendra que explicarse, pero, cmo? Tendra que inventar una mentira, pero, cul? Para su actual aspecto no haba ninguna explicacin plausible. Slo podan tomarle por loco. Quizs estaba loco.

Abri la maleta, sac de ella el par de zapatos y se despoj con rapidez de guantes, abrigo, bufanda y botas; se calz los zapatos, arrebuj en la maleta bufanda, guantes y botas y se colg el abrigo del brazo. Pens que ahora su existencia volva a estar justificada ante todo el mundo. En caso necesario siempre podra decir que llevaba la ropa a la lavandera y el abrigo de invierno a la tintorera. Notablemente aliviado, continu bajando.

En el patio interior se encontr con la concierge, que en aquel momento meta en la casa en una carretilla los cubos de basura vacos. Al instante se sinti descubierto y su paso se hizo vacilante. Ya no poda retroceder hasta la oscuridad de la escalera porque ella le haba visto, tena que seguir andando.

-Buenos das, Monsieur Noel-dijo ella mientras l pasaba por su lado con afectada energa.

-Buenos das, Madame Rocard -murmur.

Nunca se decan nada ms. Desde haca diez aos -el tiempo que ella llevaba en la casa-, l slo murmuraba Buenos das, Madame y Buenas tardes, Madame y Gracias, Madame, cuando le entregaba el correo. No porque tuviese nada en contra de ella, pues no era una persona desagradable. Era igual que su antecesora y la antecesora de sta. Igual que todas las concierges: de edad indefinida, entre cuarenta y sesenta y pico aos, arrastraba los pies al andar, como todas ellas, era de figura rechoncha y tez plida y ola a moho. Cuando no entraba o sacaba los cubos de basura, limpiaba las escaleras o haca sus compras a toda prisa, se sentaba bajo la luz de nen de su pequea portera, en el pasillo entre la calle y el patio, y encenda el televisor, cosa, planchaba, cocinaba y se emborrachaba con vino tinto barato y vermut, tambin como todas las dems concierges. No, realmente no tena nada contra ella, slo tena algo contra todas las concierges en general, pues eran, personas que a causa de su profesin observaban a los dems de forma permanente. Y Madame Rocard en particular le observaba a l, Jonathan, de forma permanente. Era totalmente imposible pasar por delante de Madame Rocard sin ser advertido por ella, aunque slo fuera con la ms breve de las ojeadas. Incluso cuando dormitaba en la silla de su portera -como sola hacer sobre todo en las primeras horas de la tarde y despus de la cena-, bastaba el ligero chirrido de la puerta de entrada para despertarla unos segundos y permitirle atisbar a la persona que pasaba. Nadie en el mundo se fijaba tan a menudo y con tanta atencin en Jonathan como Madame Rocard. No tena ningn amigo. En el Banco perteneca, por as decido, al inventario. Los clientes le consideraban un aditamento, no una persona. En el supermercado, en la calle, en el autobs (si alguna vez viajaba en autobs!), la multitud aseguraba su anonimato. Madame Rocard era la nica que le conoca y reconoca a diario y le dedicaba por lo menos dos veces al da su descarada atencin. Gracias a esto saba detalles tan ntimos de su vida como: qu ropa llevaba; con qu frecuencia se cambiaba la camisa cada semana; si se haba lavado el pelo; qu traa a casa para cenar; si reciba correo y de quin. Y aunque Jonathan, como ya se haba dicho, no tena ninguna objecin personal contra Madame Rocard, y aunque saba muy bien que sus miradas indiscretas no se deban en absoluto a la curiosidad, sino a su sentido del deber profesional, siempre senta que estas miradas se posaban en l como un reproche mudo y cada vez que pasaba por delante de Madame Rocard -incluso ahora, despus de tantos aos-, le invada una clida ola de indignacin: Por qu diablos me observa otra vez? Por qu me somete de nuevo a examen? Por qu no me deja por fin una sola vez mi integridad, haciendo caso omiso de m? Por qu son los seres humanos tan impertinentes?

Y como hoy se senta especialmente sensible a causa de lo ocurrido y como crea llevar consigo, bien a la vista, lo miserable de su existencia en forma de una maleta y un abrigo de invierno, la mirada de Madame Rocard se le antoj especialmente dolorosa y sobre todo su saludo: Buenos das, Monsieur Noel!, lleno de evidente sarcasmo y la ola de indignacin que hasta ahora haba sabido frenar siempre, creci de improviso, se hinch hasta convertirse en franca clera y le impuls a hacer algo que no haba hecho nunca: se detuvo cuando ya haba pasado de largo frente a Madame Rocard, dej la maleta en el suelo, puso encima el abrigo de invierno y se volvi; se volvi, absolutamente decidido a replicar de una vez por todas a la impertinencia de su mirada y de su saludo. Cuando se acerc a ella, an no saba qu decir o hacer; slo saba que hara o dira algo. La ola de indignacin desbordada le condujo hasta ella, con una osada sin lmites.

Ella ya haba descargado los cubos de basura y se dispona a volver a su portera cuando l la abord, casi en el centro del patio. Ambos se detuvieron a medio metro de distancia uno de otro. l no haba visto nunca tan de cerca su palidez de gusano. La piel de los mofletes le pareci muy delicada, como de seda vieja y frgil, y en sus ojos, ojos pardos, ya no quedaba, a tan poca distancia, nada de su descarada impertinencia, sino ms bien algo blando, casi una timidez de adolescente. Jonathan, sin embargo, no se dej inmutar por estos detalles, que de hecho concordaban poco con la idea que se haba formado de Madame Rocard. Se toc la gorra, para dar a la escena un matiz oficial, y habl con voz bastante brusca:

-Madame! Tengo algo que decirle. -En este punto continuaba sin saber qu quera decir.

-S, Monsieur Noel? -dijo Madame Rocard, levantando la cabeza con una leve sacudida de la nuca.

Parece un pjaro, pens Jonathan, un pajarito asustado. Y repiti la frase en tono cortante:

-Madame, debo decirle lo siguiente... -Y entonces oy para su propio asombro la frase formada sin su intervencin por su creciente clera-: Delante de mi habitacin se encuentra un pjaro, Madame -y en seguida, concretando-, una paloma, Madame. Est sentada sobre las baldosas, delante de mi habitacin. -Y en este momento consigui hacerse con las riendas de su discurso surgido, al parecer, de su subconsciente, e imprimirle cierta direccin al aadir, en tono explicativo-: Esta paloma, Madame, ya ha ensuciado con excrementos todo el pasillo del sexto piso.

Madame Rocard se apoy en un pie y luego en otro, hundi un poco ms la cabeza en la nuca y pregunt:

-De dnde ha venido la paloma, Monsieur?

-Lo ignoro -respondi Jonathan-, probablemente ha entrado por la ventana del pasillo, que est abierta. La ventana tiene que estar siempre cerrada. As consta en el reglamento de la casa.

-Es probable que la haya abierto uno de los estudiantes -dijo Madame Rocard-, a causa del calor.

-Puede ser -asinti Jonathan-, pero aun as tiene que permanecer cerrada, sobre todo en verano, cuando durante una tormenta, puede golpearse y romperse. Ya pas en el verano de 1962. Cost ciento cincuenta francos cambiar los cristales. Desde entonces consta en el reglamento de la casa que la ventana debe permanecer siempre cerrada.

Se daba perfecta cuenta de que su reiterada alusin al reglamento de la casa tena algo de ridculo. Y no le interesaba en absoluto saber por dnde haba entrado la paloma. Sobre la paloma no quera discutir ms detalles, este horrible problema le concerna a l solo. nicamente quera desahogarse a propsito de las miradas impertinentes de Madame Rocard, nada ms, y esto ya lo haba hecho con las primeras frases. Ahora la indignacin haba remitido. Ahora ya no saba qu decir.

-Hay que ahuyentar a la paloma y cerrar la ventana -dijo Madame Rocard. Lo dijo como si fuera lo ms sencillo del mundo y con ello todo volviera a sus cauces normales. Jonathan call. Haba sumergido la mirada en el fondo pardo de los ojos de ella y temi hundirse en l como en un pantano blando y marrn, por lo que tuvo que cerrar un segundo los ojos para salir, y carraspear para recuperar la voz.

-Es... -empez y carraspe otra vez- es que hay muchas manchas. Manchas verdes y tambin plumas. Ha ensuciado todo el pasillo. ste es el principal problema.

-Naturalmente, Monsieur -asinti Madame Rocard-, hay que limpiar e! pasillo. Pero antes es preciso ahuyentar a la paloma.

-S -dijo Jonathan-, s, s... -y pens: Qu quiere decir? Qu pretende? Por qu dice: es preciso ahuyentar a la paloma? Acaso quiere decir que yo debo ahuyentarla?

Y dese no haberse atrevido nunca a dirigirse a Madame Rocard.

-S, s -tartamude otra vez-, es... es preciso ahuyentarla. Yo... yo mismo lo habra hecho, pero no tena tiempo. Debo apresurarme. Como ve, hoy me llevo la ropa sucia y el abrigo de invierno. He de llevar el abrigo a la tintorera y la ropa a la lavandera y despus ir al trabajo. Tengo mucha prisa, Madame, y por esto no he podido ahuyentar a la paloma. Slo quera informarla del hecho. Sobre todo por las manchas. La suciedad que representan las manchas en el pasillo es el problema principal, que infringe las normas de la casa. En el reglamento consta que pasillo, escalera y lavabo tienen que estar siempre limpios.

No recordaba haber pronunciado en su vida un discurso ms torpe. Las mentiras le parecan burdamente manifiestas y la nica verdad que deban encubrir, la de que l jams habra podido ahuyentar a la paloma, sino que, por e! contrario, haca rato que la paloma le haba ahuyentado a l, quedaba al descubierto de la manera ms penosa; y aunque Madame Rocard no hubiese distinguido esta verdad en sus palabras, la tena que haber ledo ahora en su rostro, porque se senta acalorado y notaba que la sangre le aflua a la cabeza y la vergenza le encenda las mejillas.

Madame Rocard, sin embargo, fingi no percatarse de nada (o quiz no se percat realmente de nada?) y slo dijo:

-Le agradezco e! aviso, Monsieur. Me ocupar del asunto en cuanto pueda. Y, bajando la cabeza, describi un crculo alrededor de Jonathan, se escabull hasta el retrete adosado a la portera y desapareci en su interior.

Jonathan la sigui con la mirada. Si haba abrigado la menor esperanza de que alguien pudiera salvarle de la paloma, la visin descorazonadora de Madame Rocard desapareciendo en su retrete hizo desaparecer tambin esta esperanza. No se ocupar de nada -pens-, absolutamente de nada. Y por qu habra de hacerlo? Slo es una concierge y como tal est obligada a barrer la escalera y el pasillo y limpiar una vez por semana el retrete de la comunidad, pero no a ahuyentar a una paloma. Esta tarde sin falta se emborrachar con vermut y olvidar todo este asunto, si no lo ha olvidado ya...

Jonathan lleg puntualmente al Banco a las ocho y cuarto, cinco minutos justos antes de que llegara el director adjunto, Monsieur Vilman, y la primera cajera, Madame Roques. Juntos, abrieron la entrada principal: Jonathan, la reja de tijera exterior, Madame Roques, la puerta exterior de cristal blindado y Monsieur Vilman, la interior. Entonces Jonathan y Monsieur Vilman desconectaron el dispositivo de alarma con sus llaves tubulares, Jonathan y Madame Roques abrieron la puerta cortafuegos de doble cerradura que conduca al stano, Madame Roques y Monsieur Vilman desaparecieron en el stano para abrir con sus llaves correspondientes la cmara acorazada, y Jonathan, que mientras tanto haba guardado maleta, paraguas y abrigo de invierno en el armario que haba junto al lavabo, se coloc ante la puerta interior de cristal para dejar entrar a los dems empleados, oprimiendo dos botones, uno de los cuales abra la puerta exterior de cristal blindado y el otro la interior por un sistema de compuertas elctrico alterno. A las ocho y cuarenta y cinco minutos se haba reunido todo el personal, cada uno ocup su lugar tras las ventanillas, en la caja o en los despachos, y Jonathan sali del Banco para montar guardia fuera, en los escalones de mrmol, ante la entrada principal. Su verdadero servicio haba comenzado.

Este servicio no consista en otra cosa desde haca treinta aos que en la permanencia de Jonathan ante el portal o en que patrullara a pasos mesurados por el inferior de los tres escalones de mrmol, por las maanas de nueve a una y por las tardes de las dos y media a la cinco y media. Hacia las nueve y media y entre las cuatro y media y las cinco se produca una pequea interrupcin, debida a la entrada y salida de la limusina negra de Monsieur Roedels, el director. Se trataba de abandonar el puesto en el escaln de mrmol, recorrer a toda prisa unos doce metros de la fachada del Banco hasta la entrada del patio interior, empujar la pesada verja de acero, llevarse la mano aja gorra en un saludo respetuoso y dejar pasar la limusina. Algo parecido poda ocurrir a primera hora de la maana o a ltima hora de la tarde, cuando llegaba el vehculo azul blindado del Servicio de Transporte de Valores Brink. Para el tambin deba abrirse la verja de acero y haba que dedicar otro gesto de saludo a sus ocupantes, aunque no el respetuoso ademn de la palma al borde de la gorra, sino el ms rpido, hecho con el ndice, de un colega a otro. No pasaba nada ms. Jonathan permaneca de pie, miraba con fijeza hacia delante y esperaba. A veces se miraba con fijeza los pies, otras miraba la acera, otras el caf de la acera opuesta. A veces daba siete pasos hacia la izquierda y siete pasos a la derecha por el escaln inferior de mrmol, o dejaba el escaln inferior y se colocaba en el segundo, y otras, cuando el sol quemaba con demasiada fuerza y el calor acumulaba el sudor en la badana de su gorra, suba incluso al tercer escaln, que estaba a la sombra del tejadillo del portal, para quedarse all a vigilar y esperar, despus de haberse quitado un momento la gorra y secado con el puo la frente hmeda.

Haba calculado una vez que cuando se jubilara habra pasado setenta y cinco mil horas de pie en estos tres escalones de mrmol. Sera con toda seguridad la persona que haba permanecido ms tiempo de pie en el mismo lugar de todo Pars, o quiz de toda Francia. Probablemente ya lo era, pues hasta la fecha haba pasado cincuenta y cinco mil horas en los escalones de mrmol. Haba muy pocos vigilantes fijos en la ciudad. La mayora de los Bancos estaban abonados a las llamadas agencias de vigilancia de edificios y colocaban ante sus puertas a unos tipos jvenes de piernas separadas y aspecto ceudo que a los pocos meses, o a menudo a las pocas semanas, eran relevados por otros tipos igualmente ceudos, al parecer por motivos de psicologa laboral: decan que la atencin de un vigilante disminua cuando estaba demasiado tiempo de servicio en el mismo lugar; su percepcin de los sucesos del entorno se embotaba: se volva perezoso, descuidado y, por lo tanto, inservible para sus tareas...

Tonteras! Jonathan opinaba de otro modo: la atencin del vigilante disminua al cabo de pocas horas. Desde el primer da no tomaba una nota consciente del entorno ni de los centenares de personas que entraban en el Banco, y tampoco era necesario, ya que de todos modos no se puede distinguir a un atracador de Bancos de un cliente. E incluso aunque el vigilante fuera capaz de ello y arremetiera contra el ladrn, ste le habra derribado y muerto a tiros mucho antes de que l pudiese abrir siquiera la funda de la pistola, porque el atracador tena sobre el vigilante la ventaja insuperable de la sorpresa.

Como una esfinge -as lo crea Jonathan, que una vez haba ledo algo sobre esfinges en sus libros-, el vigilante era como una esfinge. Su efectividad no radicaba en la accin, sino en su simple presencia fsica. sta y slo sta se opona al atracador potencial. Tienes que pasar por delante de m -dice la esfinge al profanador de sepulturas-, no puedo impedrtelo, pero tienes que pasar por delante de m; y si te atreves a hacerlo, la venganza de los dioses y de los manes del faran caer sobre ti! Y el vigilante: Tienes que pasar por delante de m, no puedo impedrtelo, pero si te atreves a hacerlo, tendrs que matarme a tiros, y la venganza de la justicia caer sobre ti en forma de una condena por asesinato!

Sin embargo, Jonathan saba muy bien que la esfinge dispona de sanciones ms efectivas que el vigilante. Este ltimo no poda amenazar con la venganza de los dioses. Y aun en el caso de que el ladrn no diese importancia a las sanciones, la esfinge apenas corra peligro. Era de basalto, estaba esculpida en la piedra y fundida en bronce o protegida por gruesos muros. Sobreviva sin esfuerzo a cualquier profanador de sepulturas en cinco mil aos... mientras que el vigilante tena que perder la vida a los cinco segundos de haberse iniciado un atraco. Y, no obstante, Jonathan encontraba que la esfinge y el vigilante se parecan, porque el poder de ambos no era instrumental, sino simblico. Y con la nica conciencia de este poder simblico, que constitua todo su orgullo y toda su dignidad, que le daba fuerza y resistencia y que le haca ms invulnerable que la atencin, el arma o el cristal a prueba de balas, Jonathan Noel permaneca en los escalones de mrmol del Banco y montaba guardia desde haca ya treinta aos, sin miedo, sin dudas, sin el menor sentimiento de insatisfaccin y sin expresin hosca, hasta el da de hoy.

Hoy, sin embargo, todo era diferente. Hoy todo quera impedir que Jonathan encontrase su serenidad de esfinge. A los pocos minutos ya empez a sentir el peso de su cuerpo en una dolorosa presin sobre las plantas de los pies, se apoy primero en uno y luego en el otro para distribuir el paso, y por este motivo dio un ligero traspis que tuvo que compensar con pequeos pasos laterales para que su centro de gravedad, que siempre haba mantenido en una vertical perfecta, no perdiera el. equilibrio. Tambin sinti un escozor repentino en los muslos, en los lados del pecho y en la nuca. Al cabo de un rato empez a picarle la frente, igual que si la tuviera seca y spera como a veces en invierno, pero ahora haca calor, un calor excesivo incluso para las nueve y cuarto, su frente estaba hmeda como no sola estarlo hasta las once y media... le picaban los brazos, el pecho, la espalda, las piernas, le picaba toda la superficie de la piel y habra querido rascarse, furiosamente y sin tino, pero un vigilante no deba rascarse nunca en pblico! As que contuvo el aliento, sac el pecho, encorv la espalda para relajarla, levant y hundi los hombros y se movi as desde dentro contra la ropa para procurarse alivio. Estos inslitos distendimientos y contracciones volvieron a provocar aquel tambaleo y pronto result que los pasitos laterales no eran suficientes para mantener el equilibrio, y Jonathan se vio obligado a renunciar, contra su costumbre, a la guardia estatuaria antes de que llegase la limusina de Monsieur Roedels hacia las diez y media y empezar a patrullar arriba y abajo, siete pasos hacia la izquierda y siete pasos hacia la derecha. Intent fijar la mirada en el borde del segundo escaln de mrmol, pasendola como un cochecito por un carril seguro, a fin de que esta imagen siempre igual del borde del escaln de mrmol lograra con su insistente monotona inspirarle la deseada serenidad de la esfinge que le hara olvidar el peso del cuerpo, la picazn de la piel y el general y singular desconcierto de cuerpo y espritu. Pero todo fue intil. El cochecito descarrilaba constantemente. A cada parpadeo se apartaba la mirada del condenado borde y se posaba en otras cosas: un trozo de peridico en la acera; un pie con calcetn azul; una espalda femenina; una cesta de la compra con pan en su interior; el pomo de la puerta de cristal exterior; el rombo luminoso del estanco frente al caf; una bicicleta, un sombrero de paja, una cara... Y no consegua fijar la vista en ninguna parte, concentrarse en un punto nuevo que le prestara apoyo y orientacin. Apenas haba enfocado el sombrero de paja, a su derecha, cuando un autobs atraa su mirada calle abajo, hacia la izquierda, y a los pocos metros la desviaba calle arriba un cabriol deportivo blanco que circulaba a la derecha, donde entretanto haba desaparecido el sombrero de paja... sus ojos lo buscaron en vano entre la multitud de transentes y la multitud de sombreros, se detuvieron en una rosa que oscilaba en un sombrero completamente distinto, se apartaron, volvieron a posarse por fin en el bordillo, pero tampoco esta vez pudieron descansar, y siguieron vagando, inquietos, de punto en punto, de mancha en mancha, de lnea en lnea... Era como si hoy hubiera en el aire una vibracin de calor como las que slo se conocen en las tardes ms sofocantes de julio. Velos transparentes temblaban ante las cosas. Los contornos de las casas, de los tejados y de sus caballetes eran a la vez ntidos y difusos, como si tuvieran flecos. Los bordillos y los intersticios entre las baldosas de la acera -siempre como trazadas con una regla- serpenteaban en relucientes curvas. y todas las mujeres parecan llevar hoy vestidos chillones, pasaban como llamas ardientes, atrayendo hacia ellas la mirada, pero sin retenerla. Nada estaba perfilado con claridad. Nada permita fijar la vista. Todo vibraba.

Son mis ojos, pens Jonathan. Me he vuelto miope de la noche a la maana. Necesito gafas. De nio haba tenido que llevar gafas, nada fuerte, slo cero coma setenta y cinco dioptras en ambos ojos, derecho e izquierdo. Era muy extrao que la miopa volviera a molestarle ahora, a sus aos. Con la edad uno se vuelve ms bien prsbita, segn haba ledo, y la miopa anterior remite. Quiz la suya no era una miopa corriente, sino algo que no se poda corregir con gafas: cataratas, glaucoma, desprendimiento de retina, un cncer de ojo, un tumor cerebral que haca presin sobre el nervio ptico...

Estaba tan ocupado con estos terribles pensamientos que no lleg a percibir un bocinazo corto y repetido. No lo oy hasta la cuarta o quinta vez -ahora lo tocaban en tonos prolongados-; reaccion y levant la cabeza: y all estaba, efectivamente, la limusina negra de Monsieur Roedels ante la verja! Tocaron otra vez el claxon e incluso le hicieron seas, como si esperasen desde haca varios minutos. Ante la verja! La limusina de Monsieur Roedels! Cundo le haba pasado por alto su proximidad? Normalmente, no necesitaba ni mirar, intua su llegada y oa el zumbido del motor; aunque hubiera estado dormido, se habra despertado como un perro al acercarse la limusina de Monsieur Roedels.

No slo se apresur, sino que se precipit hacia la entrada -a punto estuvo de caerse por la prisa-, abri la verja, se apart y salud con el corazn palpitante y un temblor en la mano que tocaba la visera de la gorra.

Cuando se dirigi de nuevo a la entrada principal, despus de cerrar la verja, estaba baado en sudor. Te ha pasado por alto la limusina de Monsieur Roedels -murmur voz desesperada y trmula, y repito, como si l mismo no pudiera crerselo-: Te ha pasado por alto la limusina de Monsieur Roedels... no la has visto, has fallado, has descuidado gravemente tu deber, no slo eres ciego, sino sordo, ests viejo y caduco, no sirves para vigilante.

Lleg al escaln inferior de mrmol, se subi a l y trat de adoptar su postura. En seguida se dio cuenta de que no lo consegua. Los hombros ya no queran mantenerse erguidos, los brazos se balanceaban junto a las costuras de los pantalones. Saba que en este momento ofreca un aspecto ridculo y no poda hacer nada para evitado. Lleno de silenciosa desesperacin, mir la acera, la calle y el caf de enfrente. La vibracin del aire haba cesado. Las cosas volvan a estar en su sitio, las lneas eran rectas, el mundo estaba claro ante sus ojos. Oy el ruido del trfico, el silbido de las puertas del autobs, los gritos de los camareros del caf, el taconeo de los zapatos femeninos. Ni su visin ni su odo sufran el menor deterioro, pero el sudor le bajaba a chorros por la frente. Se senta dbil. Dio media vuelta, subi al segundo escaln, subi al tercero y se situ en la sombra, delante mismo de la columna, al lado de la puerta exterior de cristal. Junt las manos en la espalda, de modo que tocaron la columna, y entonces se dej caer despacio contra las propias manos y contra la columna, apoyndose por primera vez en sus treinta aos de servicio. Y durante unos segundos, cerr los ojos. Tan grande era su vergenza.

A la hora de almorzar sac del armario la maleta, el abrigo y el paraguas y se dirigi a la cercana rue Saint-Placide, donde se hallaba un pequeo hotel ocupado principalmente por estudiantes y trabajadores extranjeros. Pidi la habitacin ms barata, le ofrecieron una de cincuenta y cinco francos, la reserv sin verla, pag por adelantado y dej el equipaje en la recepcin. Compr en un quiosco dos roscas de pasas y una bolsa de leche y se fue al Square Boucicaut, un pequeo parque frente a los almacenes Bon March. All se sent a la sombra en un banco y comi.

Dos bancos ms all se acurrucaba un clochard. El clochard tena una botella de vino entre los muslos, media baguette en la mano y, a su lado, sobre el banco, una bolsa de sardinas ahumadas. Sacaba las sardinas de la bolsa por la cola, una despus de otra, les morda la cabeza, la escupa y se meta el resto entero en la boca. Por ltimo, un trozo de pan, un gran trago de la botella y un suspiro de satisfaccin. Jonathan conoca al hombre. En invierno se sentaba siempre en la entrada de mercancas de los almacenes, sobre el enrejado de la calefaccin; y en verano, ante las tiendas de la rue de Svres o en el portal de la Misin extranjera o junto a la estafeta de Correos. Viva en el barrio desde haca dcadas, tanto tiempo como Jonathan. Y Jonathan record que cuando le vio por primera vez, treinta aos atrs, sinti que le dominaba. una especie de envidia rabiosa, envidia de la despreocupacin con que este hombre llevaba su existencia. Mientras Jonathan entraba de servicio todos los das a las nueve en punto, el clochard no apareca hasta las diez o las once; mientras Jonathan tena que permanecer de pie y en posicin de firmes, el clochard se repantigaba cmodamente sobre un pedazo de cartn y fumaba; mientras Jonathan vigilaba un Banco, exponiendo la propia vida, hora tras hora, das tras da y ao tras ao, ganndose duramente el sustento con esta actividad, este tipo no haca nada ms que fiarse de la compasin y solidaridad de sus semejantes, que le echaban dinero en la gorra. Y nunca pareca estar de mal humor, ni siquiera cuando la gorra se quedaba vaca, nunca pareca sufrir ni enfadarse ni siquiera aburrirse. Siempre emanaba de l una seguridad en s mismo y una complacencia indignantes, el aura de la libertad, provocativamente exhibida.

Una vez, sin embargo, a mediados de los aos sesenta, en otoo, cuando Jonathan iba a la estafeta de la rue Dupin, estuvo a punto de tropezar en la entrada con una botella de vino colocada sobre el pedazo de cartn, junto a una bolsa de plstico y la conocida gorra con un par de monedas en el interior, y busc por un momento, involuntariamente, al clochard, no porque le echara de menos como persona, sino porque faltaba el punto central en el bodegn de botella, cartn y bolsa... y entonces le vio en el lado opuesto de la calle, en cuclillas entre dos coches aparcados, y vio cmo haca sus necesidades: estaba agachado cerca del bordillo, con los pantalones bajados hasta las rodillas y el trasero vuelto hacia Jonathan; tena el trasero completamente al descubierto, pasaban transentes por el lado, todos podan verlo: un trasero blanco como la harina, salpicado de manchas azules y costras rojizas, de aspecto tan

desollado como el de un anciano confinado en la cama, aunque el hombre no era ms viejo que el propio Jonathan entonces, tal vez tena treinta o treinta y cinco aos como mximo. Y de aquel trasero desollado sali despedido contra los adoquines un chorro de lquido marrn y grumoso con violencia y en cantidad increbles, se form un charco, un lago que rode los pies y ensuci con las salpicaduras lanzadas hacia abajo y hacia arriba calcetines, tobillos, pantalones, camisa, todo...

La visin fue tan srdida, tan repugnante, tan espantosa, que an hoy temblaba Jonathan al recordarla. Entonces huy, tras el breve momento de horrorizada atencin, entrando en la estafeta salvadora, donde pag la factura de la electricidad y compr sellos, aunque no los necesitaba, slo para prolongar su permanencia en el lugar y asegurarse de que cuando saliera de la estafeta ya no encontrara al clochard entregado a su menester. Al salir entorn los ojos, baj la mirada y se oblig a no dirigirla hacia el otro lado de la calle, sino a la izquierda, hacia arriba de la rue Dupin, y en dicha direccin ech tambin a correr, hacia la izquierda, aunque no se le haba perdido nada all, slo para no tener que pasar por delante de la botella de vino, el cartn y la gorra, y dio un gran rodeo por la rue du Cherche-Midi y el boulevard Raspail antes de ir a la rue de la Planche y alcanzar su habitacin, el albergue seguro.

A partir de entonces se desvaneci en el alma de Jonathan todo sentimiento de envidia hacia el clochard. Cuando en alguna ocasin le asaltaba una ligera duda sobre si tena sentido que un hombre pasara un tercio de su vida en pie ante la puerta de un Banco, abriendo slo de vez en cuando una verja y saludando la limusina del director, siempre lo mismo, con vacaciones exiguas y exiguo sueldo, la mayor parte del cual desapareca en forma de impuestos, alquiler y cuotas de la seguridad social... si todo esto tena sentido, ahora vea la respuesta ante s, clara como aquella terrible imagen de la rue Dupin: S, tena sentido. Tena incluso mucho sentido, porque le preservaba de descubrir el trasero en pblico y cagar en la calle. Qu era ms miserable que desnudar el trasero en pblico y tener que cagar en la calle? Qu era ms humillante que aquellos pantalones bajados, esta posicin en cuclillas, aquella desnudez fea y obligada? Qu era ms degradante y triste que la obligacin de hacer tan penosas necesidades ante los ojos de todo el mundo? Necesidades! La palabra en s ya sugera vejacin. Y como todo lo que deba hacerse por perentoria necesidad requera, para ser soportable, la ausencia radical de otras personas... o por lo menos su supuesta ausencia: un bosque, si uno se encontraba en el campo; un matorral, si a uno le acometa en campo abierto, o como mnimo un surco del arado o el crepsculo o, en su defecto, una explanada donde nadie pudiera ser visto desde un kilmetro a la redonda. Y en la ciudad? En la ciudad de las multitudes, donde nunca oscureca realmente, donde ni siquiera un solar ruinoso ofreca una seguridad satisfactoria contra las miradas indiscretas? En la ciudad, lo nico que serva para distanciarse de la gente era un cobertizo con una buena cerradura y un cerrojo. Quien no posea este refugio seguro para sus necesidades, era el ser ms miserable y digno de lstima. Con libertad o sin ella. Jonathan habra podido arreglarse con poco dinero. Poda imaginarse con una chaqueta rada y unos pantalones rotos. Si le apuraban y si movilizaba toda su fantasa romntica, incluso le pareca concebible dormir sobre un pedazo de cartn y limitar la intimidad de su propio techo a cualquier rincn, a una reja de calefaccin, a la escalera de una estacin de metro. Pero cuando en una gran ciudad no se tena una puerta que cerrar detrs de s para cagar -aunque fuera la puerta del retrete del piso-, cuando se careca de esta libertad, la ms importante, la libertad de aislarse de los dems para hacer las propias necesidades, todas las otras libertades no tenan ningn valor. Entonces la vida ya no tena sentido. Entonces era mejor estar muerto.

Cuando Jonathan lleg a la conclusin de que la esencia de la libertad humana consista en la posesin de un retrete comunitario y que l dispona de esta libertad esencial, le invadi un sentimiento de profunda satisfaccin. S, haba acertado al organizar su vida de este modo! Su existencia era un acierto total. N o haba en ella absolutamente nada que deplorar o motivo alguno para envidiar a otros.

En lo sucesivo se plant con las piernas ms firmes ante las puertas del Banco. Permaneca all como si fuera de bronce. Aquella complacencia y seguridad en s mismo que haba atribuido hasta ahora a la persona del clochard, se le haban instilado como metal fundido, formado un blindaje en su interior y aumentado su fuerza. De ahora en adelante nada podra quebrantarle y ninguna duda podra hacerle vacilar. Haba encontrado la serenidad de la esfinge. En cuanto al clochard, experimentaba hacia l -cuando se cruzaban o le vea sentado en alguna parte- aquel sentimiento que suele calificarse de tolerancia: una tibia mezcla de asco, desprecio y compasin. El hombre ya no le conmova. Le resultaba indiferente.

Le haba sido indiferente hasta el da de hoy, en que Jonathan se hallaba sentado en el Square, Boucicaut, troceando sus roscas de pasas y bebiendo leche de la bolsa. En general iba a almorzar a su casa, ya que viva a slo cinco minutos de aqu. En su casa sola prepararse algo caliente sobre la placa elctrica, una tortilla, huevos fritos con jamn, fideos con queso rallado, el resto de una sopa de la vspera, una ensalada y caf. Haca una eternidad que no se sentaba en un banco del parque para comer roscas de pasas y beber leche de una bolsa. En realidad, lo dulce no le gustaba mucho. Y la leche tampoco. Sin embargo, hoy ya haba gastado cincuenta y cinco francos en la habitacin del hotel y se le habra antojado un derroche entrar en un caf y pedir una tortilla, ensalada y cerveza.

El clochard, en el otro banco, ya haba terminado de comer. Despus de las sardinas y el pan, haba comido queso, peras y galletas, bebido un gran trago de la botella de vino, exhalado un suspiro de satisfaccin y enrollado despus su chaqueta como una almohada, apoyado en ella la cabeza y estirado sobre el banco el cuerpo maloliente y ahto para hacer la siesta. Ahora dorma. Acudi una bandada de gorriones a picotear las migas y a continuacin, atradas por los gorriones, llegaron tambalendose hasta el banco algunas palomas, que picotearon con sus picos negros las cabezas de las sardinas, arrancadas de un mordisco. Las aves no molestaron al clochard, que dorma profunda y pacficamente.

Jonathan le contempl y, mientras le contemplaba, le asalt una inquietud extraa. Esta inquietud no se deba a la envidia, como en otro tiempo, sino a la perplejidad. Cmo era posible -se pregunt que este hombre siguiera viviendo a sus cincuenta y pico aos? Acaso su modo de vivir absolutamente desordenado no tendra que haberle matado haca tiempo de hambre, de fro, de una, cirrosis heptica... o de lo que fuera? En lugar de esto, coma y beba con el mayor apetito, dorma el sueo de los justos y causaba la impresin, con sus pantalones remendados -que, por supuesto, ya no eran los mismos que se haba bajado en la rue Dupin, sino unos pantalones de pana relativamente nuevos, casi elegantes, aunque tambin remendados aqu y all- y su chaqueta de algodn, de ser una personalidad bien formada, en la mejor armona consigo misma y con el mundo, que disfrutaba de la vida... mientras l, Jonathan -y su perplejidad fue en aumento hasta convertirse en una especie de confusin nerviosa-, que haba sido durante toda su vida un hombre honrado y decente, modesto, casi un asceta, limpio y siempre puntual, obediente, digno de confianza, decoroso... y que se haba ganado hasta el ltimo sou que posea y pagado siempre al contado la factura de la electricidad, el alquiler, el aguinaldo navideo de la concierge... y nunca contrado deudas ni vivido a expensas de nadie, ni siquiera estado enfermo e incidido con ello en el bolsillo de la seguridad social... nunca hecho dao a nadie, nunca, ni querido nada ms en la vida, que alcanzar y asegurarse la propia, modesta y pequea paz de espritu... l, a sus cincuenta y tres aos, se vea abocado a una tremenda crisis que trastornaba todos sus planes, cuidadosamente elaborados, le desconcertaba y confunda y le obligaba a comer roscas de pasas por puro miedo y desorientacin. S, tena miedo! Dios saba que temblaba y tena miedo al contemplar a este clochard dormido: tena de repente un miedo terrible a convertirse en un hombre desorganizado como el que dorma en el banco. Con qu rapidez poda uno empobrecerse y venir a menos!Qu de prisa se desmoronaban los cimientos al parecer slidos de la propia existencia! Te ha pasado por alto la limusina de Monsieur Roedels - volvi a pensar-. Lo que jams deba haber sucedido, ha ocurrido hoy: no has visto llegar la limusina. Y si hoy te ha pasado por alto la limusina, maana puedes olvidarte de todo el servicio, o perder la llave de la verja y el mes prximo sers ignominiosamente despedido y no encontrars otro trabajo porque, quin da empleo a un informal? Del subsidio de paro nadie puede vivir, de todos modos hace mucho rato que has perdido tu habitacin, en ella vive una paloma, -una familia de palomas que la ensucia y estropea, las cuentas del hotel suben hasta el infinito, t te emborrachas por la desesperacin, bebes cada vez ms, gastas todos tus ahorros en bebida, te entregas sin remedio al alcohol, enfermas, te abandonas, te llenas de piojos, te degeneras, te echan de la ltima pensin, la ms barata, ya no te queda un solo sou, ests ante la nada, ests en la calle, duermes, vives en la calle, cagas en la calle, ests acabado, Jonathan, estars acabado antes de que termine el ao y yacers sobre un banco del parque como un clochard, vestido con harapos, como ese desgraciado hermano tuyo!

Tena la boca seca. Desvi la mirada del hombre dormido y trag con un esfuerzo el ltimo bocado de la rosca de pasas, que tard una eternidad en llegar al estmago, arrastrndose por el tubo digestivo con lentitud de caracol; a veces pareca detenerse y oprima dolorosamente, como si un clavo le perforase el pecho, y Jonathan tema asfixiarse con este asqueroso bocado. Pero luego continu descendiendo, trocito a trocito, y por fin lleg al final y el dolor de los espasmos desapareci. Jonathan respir profundamente. Ahora quera irse, no quera permanecer aqu por ms tiempo, aunque todava le sobraba media hora. Ya estaba harto, el lugar le era antiptico. Se sacudi con el dorso de la mano las pocas migas de rosca que, pese a su cuidado, le haban cado mientras coma sobre los pantalones de uniforme, se alis la raya, se levant y se march sin dirigir una ltima mirada al clochard.

Ya haba llegado a la rue de Svres cuando se le ocurri que haba dejado la bolsa de leche vaca sobre el banco del parque y esto le result desagradable, pues detestaba que otras personas dejaran desperdicios en los bancos o simplemente los tirasen por la calle en lugar de echarlos donde deban, o sea, en las papeleras distribuidas por doquier. l mismo no haba tirado nunca nada al suelo ni dejado nada en un banco del parque, ni siquiera por descuido o distraccin, algo as no le suceda nunca... y por esto no quera que le sucediera hoy, precisamente hoy, este da aciago en que ya haban sucedido tantas cosas malas. Estaba ya en la pendiente, empezaba a portarse como un loco, como un individuo irresponsable, casi antisocial. Olvidarse de la limusina de Monsieur Roedels! Comer roscas de pasas en el parque! Si no tena cuidado, sobre todo en las cosas pequeas, y no pona coto enrgicamente a las distracciones al parecer secundarias, como dejar esta bolsa de leche, pronto perdera toda fuerza moral y nada podra detener su cada en la indignidad.

Volvi, pues, sobre sus pasos y regres al parque. Vio ya desde lejos que el banco donde se haba sentado continuaba libre y distingui con alivio al acercarse el cartn blanco del envase a travs de las tablas pintadas del respaldo. Por lo visto su distraccin no haba sido observada por nadie, an poda reparar la imperdonable falta. Se acerc por detrs del banco, se inclin por encima del respaldo, cogi la bolsa con la mano izquierda y se enderez de nuevo, imprimiendo al cuerpo un decidido giro hacia la derecha, ms o menos en la direccin de la papelera ms cercana... y not en los pantalones un sbito tirn hacia abajo al que no pudo ceder porque fue demasiado repentino y le sorprendi en medio de aquel movimiento giratorio en el sentido opuesto. Y se produjo simultneamente un feo crujido, un fuerte ris, ras y not en la piel del muslo izquierdo el roce de una corriente que revelaba la entrada libre del aire exterior. Por un momento qued tan horrorizado que no se atrevi a mirar. Adems, an le pareca or sonar en sus odos el eco del ris, ras, que se le antojaba de un volumen suficiente para que se hubiera producido un desgarrn no slo en sus pantalones, sino en s mismo, en el banco, en todo el parque, como la grieta abierta por un terremoto, y para que lo hubiese odo toda la gente de los alrededores y ahora le mirasen, indignados, como al causante de ello. Sin embargo, nadie le miraba. Las viejas seguan haciendo punto, los viejos seguan leyendo sus peridicos, los escasos nios que jugaban en la pequea explanada continuaban bajando por el tobogn y el clochard segua dormido. Jonathan baj lentamente la mirada. El desgarrn tena unos doce centmetros de longitud. Empezaba en el borde inferior del bolsillo del pantaln izquierdo, que se haba enganchado en un clavo saliente del banco al hacer aquel giro, bajaba por el muslo, pero no con limpieza, a lo largo de la costura, sino en medio de la bonita gabardina de los pantalones de uniforme, y terminaba describiendo un ngulo recto del grueso de dos pulgares hacia la raya del pantaln, de modo que no se haba abierto un discreto corte en la tela, sino un agujero inmenso sobre el que ondeaba una banderita triangular.

Jonathan not que la adrenalina le invada la sangre, aquella sustancia picante sobre la que haba ledo una vez que brotaba de las glndulas suprarrenales en los momentos de mayor peligro fsico y de mayor emocin, a fin de movilizar las ltimas reservas del cuerpo para la huida o para una lucha a vida o muerte. De hecho, tena la impresin de estar herido. Le pareca que no slo se haba desgarrado los pantalones, sino que su propia carne haba recibido una herida de doce centmetros de la que manaba su sangre, su vida, aunque fluyese por un circuito interior cerrado, y que morira sin remedio a causa de esta herida si no lograba cerrarla lo antes posible. Pero nuevamente acudi la adrenalina, que le anim de forma maravillosa cuando ya crea estar desangrndose. El corazn le lati con fuerza, y tanto su nimo como sus pensamientos adquirieron de pronto una gran claridad y determinacin: Tienes que actuar inmediatamente -grit algo dentro de l-, tienes que emprender al instante alguna accin para cerrar este agujero, de lo contrario, ests perdido! y mientras se preguntaba qu poda emprender, supo la respuesta, tan rpido es el efecto de la adrenalina, esa magnfica droga, y tan alado el efecto del miedo sobre la inteligencia y la energa. Resuelto, se pas a la mano derecha la bolsa de leche que an sostena con la mano izquierda, la apretuj y la tir a cualquier parte, al csped, al sendero de grava, no se fij en absoluto. Coloc la mano izquierda sobre el desgarrn del muslo y se alej, manteniendo la pierna izquierda lo ms rgida posible para que la mano no se desplazara y, haciendo oscilar con fuerza la mano derecha, al paso brioso y basculante propio de los cojos, sali corriendo del parque y subi por la rue de Svres; tena apenas media hora de tiempo.

En la seccin de comestibles del Bon March, en la esquina con la rue du Bac, haba una costurera. La haba visto un par de das antes. Se sentaba delante, cerca de la entrada, donde se colocaban los carritos de la compra. De su mquina de coser colgaba un letrero en el que, segn recordaba, poda leerse: Jeannine Topell - Reformas y composturas - pulcras y rpidas. Esta mujer le ayudara. Tena que ayudarle... si no se haba ido a almorzar a su vez. Pero no se habra ido, no, no, sera demasiada mala suerte. No poda tener tan mala suerte en un solo da. Esta vez, no. No ahora que su apuro era tan grande. Cuando se estaba en un gran apuro, se tena suerte, se encontraba ayuda. Madame Topell estara en su puesto y le ayudara.

Madame Topell estaba en su puesto! La vio ya desde la entrada de la seccin de comestibles, sentada ante su mquina, cosiendo. S, poda confiar en Madame Topell, trabajaba incluso a la hora del almuerzo, pulcra y rpidamente. Corri hacia ella, se situ cerca de la mquina, apart la mano del muslo y ech una ligera mirada a su reloj de pulsera: eran las dos y cinco minutos. Carraspe.

-Madame! -empez.

Madame Topell termin la costura de una falda plisada roja que estaba montando, desconect la mquina y levant la aguja para liberar la tela y cortar el hilo. Entonces alz la cabeza y mir a Jonathan. Llevaba unas gafas muy grandes con gruesa montura de ncar y cristales muy convexos que agigantaban sus ojos y convertan las cuencas en lagos profundos y sombreados. Sus cabellos eran castaos y lisos y le caan sobre los hombros, y sus 1abios estaban pintados con un carmn de color violeta plateado. Poda tener entre cuarenta y ocho y cincuenta aos y su porte era el de aquellas damas que saben leer el destino en una bola de cristal o en las cartas, el porte de aquellas damas venidas a menos para quienes la designacin de dama ya no es apropiada del todo y en quienes, a pesar de ello, se confa en seguida. Tambin sus dedos -empuj un poco las gafas hacia arriba de la nariz con los dedos, a fin de ver mejor a Jonathan-, tambin sus dedos, cortos, rechonchos como salchichas y cuidados, pese al continuo trabajo manual, de uas pintadas con barniz violeta plateado, eran de una media elegancia que inspiraba confianza.

-Qu desea? pregunt Madame Topell con voz un poco ronca.

Jonathan se volvi de lado hacia ella, seal el agujero de su pantaln y pregunt:

-Podra arreglarme esto? -Y como la pregunta le pareci demasiado brusca y susceptible de revelar su excitacin producida por la adrenalina, aadi, conciliador, en el tono ms casual posible-: Es un agujero, un pequeo desgarrn... un contratiempo estpido, Madame. Tiene algn arreglo?

Madame Topell dej resbalar por Jonathan la mirada de sus ojos gigantescos, encontr el agujero en el muslo y se inclin para examinado. Al hacerlo, la melena lisa de sus cabellos castaos se separ en el cogote, descubriendo una nuca corta, blanca y gordezuela, y al mismo tiempo eman de ella un aroma de polvos tan pesado y sofocante, que Jonathan ech involuntariamente la cabeza hacia atrs y tuvo que desviar la mirada de las cercanas de la nuca para dirigida hacia la lejana del supermercado y durante un momento vio ante s la totalidad del local, con todas las estanteras y vitrinas frigorficas y mostradores de quesos y salchichas y mesas de productos de oferta y pirmides de botellas y montaas de hortalizas y, circulando por en medio, clientes que empujaban carritos de la compra a la vez que arrastraban a nios pequeos, dependientes, empleados de almacn y cajeras... una multitud inquieta y bulliciosa en cuyo borde, expuesto a todas las miradas, estaba l, Jonathan, con sus pantalones rotos... Y le perfor el cerebro la idea de que entre la multitud poda encontrarse Monsieur Vilman, Madame Roques o incluso Monsieur Roedels y observar que una dama de cabellos castaos, algo venida a menos, examinaba pblicamente un lugar muy comprometido del cuerpo de Jonathan. Y por Dios que se sinti bastante apurado cuando not sobre la piel del muslo uno de los dedos salchichas de Madame Topell, que suba y bajaba la banderita de tela...

En seguida, sin embargo, volvi a emerger Madame de la regin del muslo. Se apoy en la silla y el flujo directo de su perfume se interrumpi, por lo que Jonathan pudo bajar la cabeza y apartar la mirada del catico panorama del local para dirigida a la zona de confianza de las grandes y convexas lentes de Madame Topell.

- Y bien? -pregunt, repitiendo al instante-: Y bien? -con una especie de medrosa impaciencia, como si fuera un paciente y temiera un diagnstico desesperanzador de su mdico.

-Ningn problema -dijo Madame Topell-. Slo hay que poner algo debajo y se ver una pequea costura. Es la nica solucin.

-Pero esto no es nada -respondi Jonathan-, una pequea costura no importa nada, quin mira hacia este lugar tan escondido? -y ech una ojeada a su reloj: eran las dos y catorce minutos-. De modo que puede arreglado? Puede ayudarme Madame?

-S, por supuesto -contest Madame Topell, empujando hacia arriba sus gafas, que durante el examen haban resbalado un poco nariz abajo.

-Oh, se lo agradezco, Madame -dijo Jonathan-, se lo agradezco mucho. Me salva usted de un gran apuro. Ahora slo me queda un ruego: podra... sera usted tan amable... de hecho, tengo prisa, slo dispongo de... -y volvi a mirar el reloj- ...de unos diez minutos... podra arreglado en seguida? Quiero decir, ahora mismo? En este momento?

Hay preguntas que se contestan negativamente a s mismas por el mero hecho de formularlas. Y hay ruegos cuya completa inutilidad se manifiesta cuando uno los expresa y mira a los ojos a otra persona. Jonathan mir a los ojos gigantescos y sombreados de Madame Topell y supo al instante que todo era intil, vano y sin remedio. Ya lo saba antes, mientras pronunciaba su entrecortada pregunta, lo saba e incluso lo haba sentido fsicamente por el descenso de adrenalina en su sangre cuando mir el reloj: diez minutos! Le pareci que se hunda, como si estuviera sobre un tmpano de hielo delgado, a punto de disolverse en el agua. Diez minutos! Cmo poda alguien tapar aquel espantoso agujero en diez minutos? Era imposible. No poda ser. Al fin y al cabo, no se poda remendar sobre el muslo. Haba que poner algo debajo y esto significaba quitarse los pantalones. Y de dnde sacar mientras tanto otros pantalones en pleno supermercado del Bon March? Quitarse los propios y quedarse all en calzoncillos...? Imposible, totalmente imposible.

-Ahora mismo? -pregunt Madame Topell, y Jonathan, aunque saba que todo era intil y se haba apoderado de l un profundo derrotismo, asinti.

Madame Topell sonri.

-Mire, Monsieur: todo lo que ve usted aqu -y seal un perchero de dos metros de longitud, cargado de vestidos, chaquetas, pantalones, blusas- debo hacerlo en seguida. Trabajo diez horas diarias.

-S, claro -dijo Jonathan-, lo comprendo perfectamente, Madame, ha sido una pregunta tonta. Cunto tiempo cree que tardar en zurcirme el agujero?

Madame Topell se volvi de nuevo hacia la mquina, coloc en su sitio la falda encarnada y baj la aguja.

-Si me trae los pantalones el lunes prximo, estarn listos dentro de tres semanas.

-Tres semanas -repiti Jonathan, como aturdido.

-S respondi Madame Topell-, tres semanas. Antes, es imposible.

Y entonces puso la mquina en marcha, la aguja empez a correr con un zumbido y en el mismo momento Jonathan tuvo la impresin de no estar ya presente. Vea a Madame Topell, eso s, sentada ante la mquina de coser a unos palmos apenas de distancia, vea la cabeza de cabellos castaos y las gafas de ncar, vea los movimientos rpidos del dedo regordete y la rumorosa aguja, que cosa el dobladillo de la falda roja... y vea tambin en ltimo trmino el difuso bullicio del supermercado... pero de repente dej de verse a s mismo, es decir, de verse como parte del mundo que le rodeaba para imaginar, durante unos segundos, que estaba muy lejos, aislado de todo, contemplando el mundo como a travs de unos gemelos invertidos. Y nuevamente, como por la maana, sinti mareo y se tambale. Dio un paso hacia el lado, se volvi y fue hacia la salida. Gracias al ejercicio de andar encontr otra vez el mundo y el efecto de los gemelos desapareci de su vista. No obstante, en su interior segua tambalendose. En la seccin de papelera compr un rollo de cinta autoadhesiva. La peg al desgarro del pantaln para que la banderita triangular no ondeara con cada paso y se volvi al trabajo.

Pas la tarde en un estado de ira y desesperacin. Permaneci frente al Banco, en el escaln superior, delante mismo de la columna pero sin apoyarse, porque no quera ceder a su debilidad. Tampoco habra podido, pues para apoyarse sin que se notara habra tenido que juntar las manos en la espalda y esto no era posible, ya que deba dejar colgar la izquierda para ocultar el remiendo del muslo, as que se vea obligado, si quera adoptar una posicin segura, a separar las piernas en aquella detestada actitud de los tipos jvenes y necios, y se dio cuenta de que en esta postura arqueaba la columna vertebral y hunda entre los hombros el cuello, que siempre haba mantenido erguido, y junto con l, la cabeza y la gorra, y que asomaba adems automticamente bajo la visera aquella mirada maliciosa, siempre al acecho, y aquella mueca hostil que despreciaba tanto en los otros vigilantes. Se sinti deforme, como la caricatura de un vigilante, como una parodia de s mismo. Se despreci. Se odi durante aquellas horas. Habra querido, por as decirlo, desprenderse de su piel, tal era el odio y la clera que se inspiraba a s mismo; s, habra, querido desprenderse literalmente de su piel, porque ahora le picaba por todo el cuerpo y ya no poda rascarse movindose dentro de la ropa porque la piel le sudaba por todos los poros y la ropa se le adhera como una segunda epidermis. Y all donde no se adhera, donde an quedaba un poco de aire entre piel y ropa: en las piernas, en las axilas, en el pliegue de encima del esternn... precisamente en este pliegue, donde la picazn era realmente insoportable, porque el sudor se acumulaba en l a grandes gotas, precisamente all no quera rascarse, no quera procurarse este pequeo alivio, ya que ello no cambiara su gran malestar general y pondra ms claramente de manifiesto su ndole grotesca. Ahora quera sufrir. Cuanto ms sufriera mejor. El sufrimiento incluso le gustaba, porque justificaba y atizaba su odio y su clera y el odio y la clera atizaban a su vez el sufrimiento al calentar ms su sangre y enviar nuevas oleadas de sudor a los poros de la piel. Le chorreaba la cara, le goteaba la barbilla y el pelo de la nuca y la badana de la gorra se le clavaba en la frente hinchada. Sin embargo, por nada del mundo se habra quitado la gorra, ni siquiera un momento. Tena que estar bien atornillada sobre su cabeza, como la tapadera de una olla a presin, y apretar sus sienes como un aro de hierro aunque la cabeza le explotara. No quera hacer nada para aliviar su sufrimiento. As permaneci durante horas, inmvil. Slo not que la columna vertebral se le arqueaba cada vez ms, que los hombros, cuello y cabeza se hundan progresivamente y que su cuerpo adoptaba una postura cada vez ms encogida y ms semejante a la de un perro.

Y por fin -no poda ni quera hacer nada para evitarlo-, su acumulado odio hacia s mismo se desbord y emergi a la superficie, emergi por los ojos cada vez ms sombros y malvolos bajo la visera de la gorra y se derram como el odio ms corriente hacia el mundo exterior. Todo cuanto acertaba a pasar por su campo de visin era cubierto por Jonathan con la horrible ptina de su odio; incluso puede decirse que a travs de sus ojos ya no entraba ninguna imagen del mundo sino que, por el contrario, como si la trayectoria de los rayos se hubiera invertido, los ojos eran puertas que slo se abran hacia fuera para escupir al mundo caricaturas interiores: los camareros del otro lado de la calle, por ejemplo, los jvenes, necios e intiles camareros que en la acera de enfrente holgazaneaban entre las mesas y sillas, mal educados, diciendo bobadas, sonriendo con irona, molestando a los transentes y silbando a las muchachas, sin hacer otra cosa, los gallitos, que gritar de vez en cuando por la puerta abierta rdenes a la barra: Un caf! Una cerveza! Una limonada, para entrar despus parsimoniosamente, salir con fingida prisa y servir las bebidas con aires de malabaristas y movimientos afectados y seudoartsticos: la taza depositada en la mesa tras describir una espiral, la botella de Coca-Cola sujeta entre los muslos para abrirla con florido ademn, la nota de la caja entre los labios primero y escupida luego a la mano para empujarla debajo de un cenicero, mientras la otra mano cobra la consumicin de la mesa vecina, recogiendo montones de dinero, precios astronmicos: cinco francos por un exprs, once por una cerveza pequea y encima un quince por ciento de recargo por el simiesco servicio, ms la propina; s, an esperaban esto los seoritos holgazanes, los chulos, una propina! Sin ella, sus labios no pronunciaban ni un gracias y menos todava un hasta la vista; sin propina la clientela no exista en adelante para ellos y al marcharse slo vea arrogantes espaldas y arrogantes culos de camareros, sobre los cuales abultaban las repletas carteras negras bajo la trincha del pantaln, ya que los malditos presumidos consideraban chic y gracioso exhibir con descaro sus carteras como esteatopigias... Ah, sera capaz de apualar con la mirada a esos majaderos indolentes con sus camisas aireadas, frescas, de manga corta! Le habra gustado correr a la otra acera, sacarlos por las orejas de debajo de sus toldos sombreados y abofeteados en plena calle, izquierda derecha, izquierda derecha, zas ,zas, una bofetada y un puntapi en el trasero...

Pero no slo a ellos! No, no slo esos mocosos de camareros, sino tambin la clientela mereca un puntapi en el trasero, esa manada de turistas imbciles que revoloteaban vestidos con blusas veraniegas, sombreros de paja y gafas de sol y se hartaban de refrescos a precios exorbitantes mientras otros trabajaban de pie con el sudor de su frente. Y tambin los automovilistas. S! Esos estpidos monos en sus apestosas cajas de hojalata, que contaminaban el aire, armaban una algaraba de mil demonios y no tenan nada mejor que hacer en todo el da que circular a toda velocidad arriba y abajo por la rue de Svres. Es que no apesta lo suficiente? Es que no hay bastante ruido en esta calle, en toda la ciudad? Es que no basta el calor que cae abrasador desde el cielo? Tenis que absorber y quemar con vuestros motores los ltimos restos de aire respirable y soplar en las narices de los ciudadanos decentes una mezcla de veneno, holln y vapor caliente? Asquerosos! Criminales! Eliminaros, eso habra que hacer. S! Eliminaros a latigazos. A tiros. A todos y cada uno de vosotros. Oh! Arda en deseos de sacar la pistola y disparar en cualquier direccin, dentro del caf, a travs de los cristales, slo para que retemblaran y se hicieran aicos, a la masa de coches o simplemente a las enormes casas del otro lado, esas casas altas, feas y amenazadoras, o al aire, hacia arriba, al cielo, s, al clido cielo, al cielo pesado, sofocante, gris plomizo como las palomas, para que estallara, para que la cpsula pesada como el plomo explotara al dispararse, se precipitara hacia abajo y lo destruyera y enterrase todo bajo el polvo, todo, el mundo entero, el horrible, molesto, ruidoso y maloliente mundo. Tan universal, tan titnico era el odio de Jonathan Noel aquella tarde, que habra querido reducir el mundo a escombros por un desgarro en su pantaln!

Pero no hizo nada; a Dios gracias, no hizo nada. No dispar al cielo ni al caf de enfrente ni a los coches que pasaban. Permaneci de pie, sudando, y no se movi. Porque la misma fuerza que desencaden en l aquel odio fantstico, dirigindolo contra el mundo por medio de sus miradas, le paraliz tan completamente, que era incapaz de mover un solo miembro y menos an de lle