Steven Rose - La Pobreza Del Reduccionismo

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1 Steven Rose LA POBREZA DEL REDUCCIONISMO Capítulo X de Trayectorias de vida. Biología, libertad y determinismo (Barcelona: Granica, 2001) PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN EN INGLÉS […] Deseo reconocer los comentarios atinados de dos críticos de la obra. Jon Turney detecta en mi prosa cierto disgusto por el empleo de la metáfora, y es verdad que en mi opinión ésta induce a la confusión cuando no se la distingue de la analogía o la homología. Es igualmente cierto que algunos de los avances más nota- bles de la ciencia se originaron en metáforas de gran inspiración. Como el alcohol, éstas pueden provocar una intoxicación jubilosa, pero tomadas en exceso producen una resaca desagradable. Tim Ingold señala que uso el término historia con excesiva ligereza y corro el riesgo de fusionar los procesos evolutivos, progresivos y sociohistóricos. Desde luego que éstos son muy distintos, sus coordenadas temporales obedecen a escalas diferentes y he concedido menos espacio a los procesos temporales de lo que había previsto. Tal vez volveré sobre este tema en una obra futura. Steven Rose, febrero de 1998 PREFACIO A LA PRIMERA EDICIÓN EN INGLÉS El entusiasmo actual por las explicaciones biológicas deterministas de la condición humana se remonta a fines de la década de 1960. No las impulsó algún avance particular de las ciencias biológicas ni una teoría nueva e influyente. Su ascenso deriva de una tradición anterior de pensamiento eugenésico que, después de conocer un gran auge en Estados Unidos durante la década del 30, quedó eclipsada y sumida en el despresti- gio intelectual y político como consecuencia de la guerra contra la Alemania nazi y el Holocausto inspirado por ideas racistas. Después de esa guerra, una serie de declaraciones geneticistas, antropológicas y sociológi- cas auspiciadas por la UNESCO expresaron lo que constituiría el consenso del cuarto de siglo siguiente, de que las raíces de la desigualdad humana no se hundían en la singularidad de nuestros genes sino más bien en la distribución desigual de la riqueza y el poder entre las naciones, razas y clases (esos grupos de consenso jamás plantearon el problema de la desigualdad de géneros). Los 60, esa década de esperanza para la humanidad, fueron años de lucha por la justicia social en el mundo; de ascenso de grandes movimientos de liberación nacional, de los negros y finalmente de las muje- res, catalizados por los estudiantes, sobre todo en los países industrializados. En una suerte de reacción con- tra estos movimientos, se reafirmaron teorías antiguas, hasta entonces sumergidas: que la inteligencia de los negros y obreros era inferior en promedio a la de los blancos y la clase media, y que la dominación patriarcal era la consecuencia inevitable de las diferencias genéticas y hormonales entre hombres y mujeres. Al princi- pio, estas teorías no se basaban en investigaciones nuevas sino que refritaban antiguas tradiciones del pen- samiento biológico y psicológico. Apenas a mediados de los 70, al surgir un conjunto de teorías nuevas y más espectaculares de la llamada sociobiología, el punto de vista biológico determinista adquirió una mayor co- herencia teórica. Su posición se podría sintetizar en la pegadiza expresión “el gen egoísta”, un punto de vista que caracterizo en este libro como ultradarwinista. Muchos biólogos y sociólogos objetaron semejantes afirmaciones, en particular los que habíamos ad- herido a lo que en aquellos tiempos optimistas se había dado en llamar el movimiento científico revoluciona- rio. Nuestro rechazo se basaba en argumentos tanto políticos como científicos. El utradarwinismo y las teor- ías sociobiológicas, sobre todo en su aplicación a las sociedades humanas, se basaban en pruebas empíricas endebles, premisas defectuosas y suposiciones ideológicas infundadas referidas a los aspectos presuntamente universales de la naturaleza humana. Además, los movimientos neofascistas y neo-derechistas de Estados Unidos, Gran Bretaña y Europa continental no tardaron en apropiarse de esos argumentos deterministas. En estas circunstancias, la socióloga Hilary Rose y yo compilamos una serie de libros (The Political Economy of Science y The Radicalisation of Science a mediados de los 70, y Against Biological Determinsm y Towards a Liberatory Biology a principios de los 80), y a mediados de los 80 el genetista Dick Lewontin y yo escribimos Not in Our Genes, un intento exhaustivo de analizar y refutar tanto la ideología como los argumentos científi- cos del determinismo biológico.

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Steven Rose

LA POBREZA DEL REDUCCIONISMO Capítulo X de Trayectorias de vida. Biología, libertad y determinismo (Barcelona: Granica, 2001)

PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN EN INGLÉS

[…] Deseo reconocer los comentarios atinados de dos críticos de la obra. Jon Turney detecta en mi prosa cierto disgusto por el empleo de la metáfora, y es verdad que en mi opinión ésta induce a la confusión cuando no se la distingue de la analogía o la homología. Es igualmente cierto que algunos de los avances más nota-bles de la ciencia se originaron en metáforas de gran inspiración. Como el alcohol, éstas pueden provocar una intoxicación jubilosa, pero tomadas en exceso producen una resaca desagradable. Tim Ingold señala que uso el término historia con excesiva ligereza y corro el riesgo de fusionar los procesos evolutivos, progresivos y sociohistóricos. Desde luego que éstos son muy distintos, sus coordenadas temporales obedecen a escalas diferentes y he concedido menos espacio a los procesos temporales de lo que había previsto. Tal vez volveré sobre este tema en una obra futura.

Steven Rose, febrero de 1998

PREFACIO A LA PRIMERA EDICIÓN EN INGLÉS El entusiasmo actual por las explicaciones biológicas deterministas de la condición humana se remonta a

fines de la década de 1960. No las impulsó algún avance particular de las ciencias biológicas ni una teoría nueva e influyente. Su ascenso deriva de una tradición anterior de pensamiento eugenésico que, después de conocer un gran auge en Estados Unidos durante la década del 30, quedó eclipsada y sumida en el despresti-gio intelectual y político como consecuencia de la guerra contra la Alemania nazi y el Holocausto inspirado por ideas racistas. Después de esa guerra, una serie de declaraciones geneticistas, antropológicas y sociológi-cas auspiciadas por la UNESCO expresaron lo que constituiría el consenso del cuarto de siglo siguiente, de que las raíces de la desigualdad humana no se hundían en la singularidad de nuestros genes sino más bien en la distribución desigual de la riqueza y el poder entre las naciones, razas y clases (esos grupos de consenso jamás plantearon el problema de la desigualdad de géneros).

Los 60, esa década de esperanza para la humanidad, fueron años de lucha por la justicia social en el mundo; de ascenso de grandes movimientos de liberación nacional, de los negros y finalmente de las muje-res, catalizados por los estudiantes, sobre todo en los países industrializados. En una suerte de reacción con-tra estos movimientos, se reafirmaron teorías antiguas, hasta entonces sumergidas: que la inteligencia de los negros y obreros era inferior en promedio a la de los blancos y la clase media, y que la dominación patriarcal era la consecuencia inevitable de las diferencias genéticas y hormonales entre hombres y mujeres. Al princi-pio, estas teorías no se basaban en investigaciones nuevas sino que refritaban antiguas tradiciones del pen-samiento biológico y psicológico. Apenas a mediados de los 70, al surgir un conjunto de teorías nuevas y más espectaculares de la llamada sociobiología, el punto de vista biológico determinista adquirió una mayor co-herencia teórica. Su posición se podría sintetizar en la pegadiza expresión “el gen egoísta”, un punto de vista que caracterizo en este libro como ultradarwinista.

Muchos biólogos y sociólogos objetaron semejantes afirmaciones, en particular los que habíamos ad-herido a lo que en aquellos tiempos optimistas se había dado en llamar el movimiento científico revoluciona-rio. Nuestro rechazo se basaba en argumentos tanto políticos como científicos. El utradarwinismo y las teor-ías sociobiológicas, sobre todo en su aplicación a las sociedades humanas, se basaban en pruebas empíricas endebles, premisas defectuosas y suposiciones ideológicas infundadas referidas a los aspectos presuntamente universales de la naturaleza humana. Además, los movimientos neofascistas y neo-derechistas de Estados Unidos, Gran Bretaña y Europa continental no tardaron en apropiarse de esos argumentos deterministas. En estas circunstancias, la socióloga Hilary Rose y yo compilamos una serie de libros (The Political Economy of Science y The Radicalisation of Science a mediados de los 70, y Against Biological Determinsm y Towards a Liberatory Biology a principios de los 80), y a mediados de los 80 el genetista Dick Lewontin y yo escribimos Not in Our Genes, un intento exhaustivo de analizar y refutar tanto la ideología como los argumentos científi-cos del determinismo biológico.

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Desde luego, éstas distaron de ser las únicas refutaciones en lo que llegó a ser una verdadera guerra inte-lectual. Pero en la última década, sobre todo en el contexto de los avances espectaculares en las ciencias de los genes y el cerebro, el río de argumentos ultradarwinistas y biológicamente deterministas se ha convertido en un torrente. Primero, el Proyecto Genoma Humano, el gran proyecto internacional para elaborar el mapa y la secuencia de todos los genes humanos, y luego la Década del Cerebro (cuya primera mitad ha transcurri-do en Estados Unidos, mientras que en Europa apenas comienza) ofrecen la posibilidad de incrementar en vasta medida no sólo nuestro conocimiento de algunos aspectos de la biología humana, sino también el po-der de manipular genes y cerebros en aras tanto de la salud individual como la tranquilidad social. Técnicas de intervención que hace una década eran apenas imaginables o temas de ciencia ficción ahora se cotizan en la Bolsa y transforman a los investigadores académicos en emprendedores millonarios.

A juzgar por los titulares de los periódicos o los títulos de trabajos académicos en las publicaciones cientí-ficas más prestigiosas, las controversias de la década anterior están resueltas. Esa disciplina vulgar llamada sociobiología ha quedado marginada; lo que he llamado el determinismo neurogenético está fuertemente arraigado. Hay genes para justificar cada aspecto de nuestras vidas, desde el éxito personal hasta la angustia existencial: genes para la salud y la enfermedad, para la criminalidad, la violencia, la orientación sexual “anor-mal” y hasta el “consumismo compulsivo”. También hay genes que explican, como siempre, las desigualdades sociales que nos dividen por clase, género, raza, origen étnico... Y donde hay genes, la ingeniería genética y farmacológica nos ofrecen las esperanzas de salvación abandonadas por la ingeniería social y la política.

Por eficaz que haya sido nuestra crítica de los argumentos reduccionistas, los adversarios del determinis-mo biológico no hemos sido capaces de presentar un marco alternativo coherente dentro del cual se puedan interpretar los procesos vivos. Nos justifica hasta cierto punto el hecho de que estábamos atareados refutando a los deterministas, pero tarde o temprano se hace necesario combatir el fuego con fuego y tratar de presentar de manera más coherente nuestro alegato biológico en contrario. En estas páginas trato de responder a ese desafío. Poco después de la aparición de mi obra The Making of Memory, a cargo de Ravi Mirchandani en Penguin, éste sugirió que era un buen momento para escribir un libro sobre la filosofía de la biología, no desde la perspectiva de un filósofo profesional sino de la de quien, como yo, es un biólogo experimental que trabaja en un laboratorio y a la vez se interesa por la teoría y el marco social de su ciencia. John Brockman, mi agente y a la vez el de varias personas cuyas posiciones critico enérgicamente en este libro (a John le fascina promover el debate científico) me ayudó a dar forma a las primeras ideas estructurales de esta obra.

He tratado de lograr varios objetivos: primero, transmitir lo que significa pensar como un biólogo acerca de la naturaleza de los procesos vivos; segundo, analizar los alcances y las limitaciones de la tradición reduc-cionista que domina buena parte de la biología; tercero, ofrecer una perspectiva biológica —que yo llamo homeodinámica— que trasciende el reduccionismo genético al colocar al organismo en lugar del gen en el centro de la vida. Para cumplir estos objetivos, he debido indagar en las raíces históricas del pensamiento biológico imperante y recurrir a esas poderosas corrientes alternativas de la biología que han resistido la ma-rea de la teoría ultradarwinista que pretende reducir los procesos vivos a conglomerados de moléculas impul-sados por los afanes egoístas de genes empeñados en hacer copias de sí mismos. Esas tradiciones abogan por la necesidad de una biología más holística e integral, que comprende y celebra la complejidad y reconoce la necesidad de la diversidad epistemológica en la exploración de la naturaleza y el sentido de la vida. Sus voces aún se hacen oír por encima del estrépito ultradarwinista.

Además, para destacar el alegato positivo que he tratado de presentar, en algunas ocasiones he debido contraponerlo al punto de vista contrario presentado en su forma retóricamente más fuerte. Para ello he de-bido buscar los contrastes apropiados. Los dos autores que me han sido más útiles en este sentido son el so-ciobiólogo Richard Dawkins, que en todos sus libros habla con una sola voz ultradarwinista, y el filósofo Da-niel Dennett, cuyo libro Darwin’s Dangerous Idea constituye la máxima expresión del ultradarwinismo. Mu-chos biólogos en actividad —los que dedican buena parte de su jornada laboral a concebir y diseñar experi-mentos, convencer a alguna institución de investigaciones que los financie y llevarlos a cabo en el laborato-rio— se preguntan con malhumor por qué habríamos de dedicar “nuestro” valioso tiempo a pensar en los argumentos de Dawkins o Dennett. Después de todo, es gente que ya no hace ciencia o nunca la hizo; no participa de nuestro razonamiento, de experimentación cuidadosa y razonamiento teórico rigurosamente aliado con aquélla. Pero esta queja profesional, esgrimida en muchos casos por colegas por quienes siento profundo respeto, es desacertada. Dawkins, Dennett y sus seguidores, autores de best-sellers de divulgación

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Resaltado
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científica, crean el marco del debate público. Influyen tanto sobre periodistas y lectores de los suplementos dominicales como políticos y novelistas. Su importancia cultural es demasiado grande para que los biólogos profesionales la desconozcan. En estas páginas critico enérgicamente muchos de sus argumentos; pero lo que interesa son sus argumentos, sus supuestos metafísicos subyacentes y sus consecuencias para la biología y la cultura, no los individuos que los expresan. Es mucho lo que está en juego: ¿cuál es nuestra concepción cultu-ral de la naturaleza, no sólo como biólogos sino también como habitantes de los últimos años del siglo XX?

Aún cabe una aclaración. Al atacar de esta manera el ultradarwinismo, quiero dejar perfectamente acla-rado que no tengo la menor intención de apartarme de una visión materialista de vida ni de dar argumentos a fundamentalistas antidarwinistas, creacionistas y místicos New Age de cualquier calaña. Tal como intenté explicar en The Making of Memory, contemplo el mundo desde una perspectiva fuertemente materialista, que destaca tanto la unidad ontológica como la diversidad epistemológica. En la medida de lo posible; éste libro, al igual que el de la memoria pero a diferencia de Not in Our Genes, es una discusión dentro de la biología. Es decir, me abstengo en gran medida de analizar la ideología y los orígenes así como las consecuencias sociales del ultradarwinismo y el reduccionismo. Sin embargo, no hubiera sido posible ni correcto pasar totalmente por alto estos aspectos, que he tratado de sintetizar en el anteúltimo Capítulo, “La pobreza del reduccionis-mo”. Éste a su vez se basa en un análisis que publiqué por primera vez en la sección de comentarios de la revista Nature en 1995, bajo el título de “The rise of neurogenic determinism”. Amplié este análisis ese mismo año en la segunda edición de la nueva revista Soundings. […]

Londres, febrero de 1997

[Un hombre] con una regla y una balanza, y la tabla de multiplicar siempre en el bolsillo, señor, preparado para pesar y describir cualquier paquete de naturaleza humana y decirle exactamente cuánto vale. Es una mera cuestión de cifras, un problema de aritmética elemental...

El tiempo mismo, para el fabricante, se convierte en su propia maquinaria: tanto material elaborado, tanto alimento consumido, tanta energía agotada, tanto dinero ganado.

CHARLES DICKENS, descripción de Thomas Gradgrind, en Tiempos difíciles

EL AUGE DEL DETERMINISMO NEUROGENÉTICO

Es hora de cambiar de velocidad. En los capítulos anteriores de este libro he polemizado contra la visión genética del mundo que está en boga entre los biólogos, según la cual los organismos son “robots torpes”, montajes de órganos, tejidos y sustancias creados por, y sujetos a las órdenes de una molécula maestra cuyo objetivo es la autorreplicación. He presentado una concepción biológica distinta, concentrada en las funcio-nes autopoyéticas de los organismos, sus trayectorias de vida en el espacio y el tiempo. He abordado el reduc-cionismo como un problema interno limitado a los biólogos (y acaso los filósofos) acerca de cómo diseñar e interpretar experimentos, así como comprender y explicar los procesos vivientes. He tratado de demostrar por qué las explicaciones reduccionistas son tan seductoras y a la vez deficientes para tratar las complejidades del mundo viviente. Ahora quiero pasar a la etapa final, acaso la más polémica, de la discusión, la que yo lla-mo el reduccionismo como ideología. Me refiero a la tendencia, tan marcada en los últimos años, a insistir en la ventaja de la explicación reduccionista sobre cualquier otra; a tratar de explicar aspectos muy complejos de la conducta y organización social animal —principalmente la humana— en términos de un precipicio reduc-cionista que comienza con un problema social y termina en una molécula, con frecuencia un gen. Para volver a mi fábula de los cinco biólogos y la rana saltarina, es como si nada importara sino el biólogo molecular y la química de la actina y la miosina.

Los problemas que plantean estas visiones contrapuestas no se limitan a disputas esotéricas entre académicos en sus torres de marfil. He destacado el poder ideológico de la biología moderna, que pretende interpretar y dictaminar sobre la condición humana, ofrecer explicaciones y remedios para los males sociales. Desde su origen baconiano, la ciencia moderna trata del conocimiento y el poder, sobre todo el de controlar y dominar la naturaleza, incluso la humana. Este pacto de Fausto está explícito, más que en ningún otro lugar, en el programa que ha dado forma a la biología molecular desde sus orígenes. El nombre mismo de la disci-

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plina fue acuñado allá en los años 30 por Warren Weaver, de la Fundación Rockefeller, como parte de una política consecuente de uno de los donantes más generosos de ese campo. Esa política, basada en las concep-ciones eugenésicas vigentes acerca de la necesidad de “mejorar la raza” por medio de la crianza selectiva, ten-ía por objeto elaborar una “ciencia del hombre” que era a la vez una ciencia del control social1 Como dijo sin vueltas uno de los primeros directores de la Fundación en 1934, sus políticas2

están enfocadas hacia el problema general de la conducta humana, con fines de control por medio de la comprensión. Por ejemplo, las ciencias sociales se ocuparán de la racionalización del control social; las ciencias médicas y naturales proponen un estudio estrechamente coordinado de las ciencias subyacentes del conocimiento y el control personal... [y específicamente] los problemas de la salud mental.

Con este fin, Rockefeller concentró sus recursos en las ciencias de la psicobiología y la herencia, en la creencia firme, fomentada por Weaver, de que ese control provendría del estudio de la “pequeñez última de las cosas”. Como señalé en los primeros capítulos de este libro, la percepción del mundo por el biólogo —o cualquier científico— no resulta de colocar un espejo fiel frente a la naturaleza: está formada por la historia del objeto de estudio, las expectativas sociales predominantes y los patrones de financiación de las investiga-ciones. El poder y la escala de la concepción Rockefeller, respaldada por cientos de millones de dólares, ga-rantizaba la extinción de las concepciones biológicas alternativas. Tal fue el destino, por ejemplo, del Club de Biología Teórica de Cambridge, Inglaterra, en los años 30: las concepciones no reduccionistas de Joseph Ne-edham acerca del metabolismo, el desarrollo y la evolución fueron barridas a un lado apenas Rockefeller ofre-ció financiar un programa de investigaciones bioquímicas explícitamente reduccionista.3

Desde luego que la visión de Rockefeller ha resultado sumamente fecunda tanto en conocimientos científi-cos como en tecnologías, productos de esta alianza baconiana. Hoy vemos su descendencia en las florecientes empresas de biotecnología de Estados Unidos, Japón y Europa, en el Proyecto Genoma Humano de los 90 y en la Década del Cerebro. Pero naturalizarla como si fuera la única manera de comprender el mundo viviente, des-conocer sus fines explícitos de control social y su proyecto eugenésico implícito, significa no comprender la dirección en que quiere conducirnos, como si la ciencia moderna hubiera trascendido sin más las ideologías del pasado. La biología molecular de hoy es heredera —siquiera irreflexivamente— de este pasado y no puede sa-cudírselo con un simple encogimiento de hombros. Así, los avances espectaculares en la materia durante las últimas décadas vienen acompañados de un coro estridente de voces que proclaman que la genética, la biología molecular y la neurología nuevas podrán explicar, y oportunamente modificar, la condición humana para iniciar una nueva era que hace unos años un adepto4 de la nueva biología llamó una “sociedad psicocivilizada”:5

...cada persona joven debería llevar tatuado en la frente un símbolo que señalara al portador del gen drepa-nocítico o cualquier gen similar... Es mi opinión que se deben sancionar las leyes respectivas, los análisis prematrimoniales en busca de genes defectuosos y alguna forma de exhibición pública o semipública de este carácter de portador.

¿De cuándo data esta propuesta fascistizante? No de los años 30 sino de 1968. ¿Quién es su autor? El héroe de los movimientos antibélico y por la medicina alternativa, dos veces ganador del premio Nobel, pri-mero de química y luego de la paz, Linus Pauling.

Semana tras semana, los periódicos informan sobre los presuntos grandes avances en el conocimiento biológico y médico. Veamos una muestra al azar: “Estrés, ansiedad, depresión: la nueva ciencia de la psicolog-ía evolutiva encuentra el origen de los males modernos en los genes”, proclamó la tapa de Time el 28 de agos-to de 1995. “Cazadores de genes persiguen caracteres mentales esquivos y complejos”, tituló el NewYork Ti-mes el 31 de octubre de 1991. “Estudios vinculan un gen con una personalidad determinada”, aseguró el Tala-hassee Democrat en enero de 1996. En julio de 1993, el Daily Mail londinense anunció “Aborto ofrece espe-ranza luego de descubrimiento de ‘genes gay’”. El Independent de Londres publicó un artículo titulado “Cómo los genes forman la mente” (1º de noviembre de 1995). Más cauto, el Guardian de Londres del 1º de febrero de 1996 describió la cacería de los “genes de la inteligencia” por el norteamericano Robert Plomin (recientemen-

1 Lily E. Kay, The Molecular Vision of Life. 2 Mason, conferencia en 1934, citado por Kay, The MoIecular Vision of Life, pág. 46. 3 Donna Haraway, Crystal Fabrics and Fields. 4 J.M.R. Delgado, Physical Control of the Mind. 5 Linus Pauling, “Reflections on the new biology”, pág. 269, citado por Kay, The Molecular Vision of Life, pág. 276.

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Figura 1.1. La jerarquía tradicional de las ciencias

te designado profesor en el Maudsley Institute of Psychiatry de Londres) como “la búsqueda de la cosa inteli-gente” y clasificó a los que carecen de esos genes de “perdedores en la lotería genética de la vida”.

Se dice que se han descubierto los genes no sólo “de” enfermedades como el cáncer de mama sino tam-bién “de” la homosexualidad, el alcoholismo, la criminalidad y la ahora célebre —y jocosa sólo a medias— especulación de Daniel Koshland, entonces director de Science, una de las revistas científicas más prestigiosas del mundo, de que acaso existen genes de la carencia de techo.6 Las drogas que extienden la vida, aguzan la memoria o previenen la “compulsión de comprar” son tema de tapa en los periódicos. Científicos universita-rios convocan a conferencias de prensa y emiten pagarés en los que aseguran que han descubierto las causas biológicas de la sexualidad o de la violencia en la sociedad moderna. “Estudios con gemelos sugieren que afinidad de temperamento residiría en genes”, dijo un comunicado de prensa de la Universidad de Wisconsin en febrero de 1994. Un año después, la Fundación CIBA, un instituto de beneficencia médica con sede en Lon-dres, anunció en conferencia de prensa que auspiciaba una reunión a puertas cerradas de genetistas conduc-tistas cuyas investigaciones revelaban el posible origen “biológico” de la incidencia del crimen violento.7

La síntesis emergente de la genética y las ciencias neurológicas —la neurogenética— y su hijo filosófico y político, que podríamos llamar determinismo neurogenético, ofrece la posibilidad de identificar los genes que afectan el cerebro y la conducta, atribuirles poder causal y, llegado el momento, modificarlos. La neurogenéti-ca se proclama capaz de responder a la pregunta de dónde debemos buscar, en un mundo lleno de dolor indi-vidual y desorden social, las explicaciones de nuestra condición y, más importante aún, los medios para modi-ficarla. Habría que ser un extremista del reduccionismo para sugerir que busquemos los orígenes de la guerra de Bosnia en las deficiencias de los mecanismos neurotransmisores del cerebro del doctor Radovan Karadzic y el remedio en las dosis masivas de Prozac; sin embargo, muchos de los argumentos presentados por el deter-minismo neurogenético no están lejos de esos extremos. Lo social tiene su importancia, dicen, pero en última instancia los determinantes no pueden ser sino biológicos. Y en todo caso tenemos los conocimientos para intervenir en los procesos biológicos mediante drogas, el aborto o la terapia genética, mientras que, por el contrario —dicen estos deterministas— es evidente que las medidas sociales han sido infructuosas.

La violencia urbana, la falta de techo y las aflicciones psíquicas son problemas angustiosos y gravísimos de la vida en Europa y Estados Unidos a los que es imperioso hallar solución. Pero el argumento contra las explicaciones neurogenéticas de estos fenómenos no es que su búsqueda sea inmoral o contraria a la ética. Es simplemente que, a pesar del poder seductor del reduccionismo, la neuro-genética no ocupa el nivel de la pirámide de las disciplinas de la Figura 1.1 donde se hallarán las respuestas a muchos de estos problemas. Por eso se convierte en el mejor de los casos en un derroche de recursos humanos y financieros escasos, y en el peor, un sustituto de la acción social. Reitero esto con todo vigor porque encuentro que se lo toma siempre, diría perver-samente, en sentido erróneo. Me disgusta la soberbia de algu-nos biólogos que atribuyen a su —nuestra— ciencia unos po-deres reveladores e intervencionistas que de ninguna manera posee y desdeñan con ligereza los argumentos en contrario.

ALABADOS SEAN LOS GENES

Esta polémica no es nueva. Se repite en cada generación por lo menos desde la época de Darwin, más recien-temente en la forma de una controversia sobre los poderes explicativos de la sociobiología en los años 70 y 80.8 No volveré sobre ese terreno trillado9. Lo nuevo hoy es cómo la mística de la nueva genética parece fortalecer el argumento reduccionista. En su formulación más sencilla, el determinismo neurogenético propugna una

6 Daniel Koshland, “Editorial”. 7 Publicado luego como: Gregory Bock y Jamie Goode (comps.), Genetics of Criminal and Antisocial Behaviour. 8 Edward O. Wilson, Sociobiology: The New Synthesis; Philip Kitcher, Vaulting Ambition. 9 Steven Rose, Richard C. Lewontin y León Kamin. Not in Our Genes.

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relación causal directa entre el gen y la conducta. Un hombre es homosexual porque tiene un “cerebro gay”,10

que a su vez es producto de “genes gay”;11 una mujer está deprimida porque tiene los genes “de” la depresión.12 Hay violencia en las calles porque la gente tiene genes “violentos” o “criminales”;13 la gente se emborracha por-que tiene los genes “del” alcoholismo.14 En un ambiente social y político que alienta estas afirmaciones y en gran medida se ha resignado a no encontrar soluciones sociales a problemas sociales (si bien, que yo sepa, nadie investiga las “causas” genéticas de la homofobia, el racismo o el fraude bancario), la prensa y los políticos exageran estas declaraciones aparentemente científicas en una forma que, según algunos de sus autores, vio-lenta sus intenciones: así, Han Brunner ha repudiado las declaraciones acerca de los llamados “genes de la agresión”, como expondré más adelante. Sin embargo, esto es difícil de creer a la vista del empeño de los inves-tigadores en vender su producto. Los comunicados de prensa que acompañaron la aparición en 1992 de The Sexual Brain de Simón LeVay,15 quien aseguraba sobre la base de sus estudios post mortem de los cerebros de varios hombres gay muertos de sida que había descubierto una región del cerebro que diferenciaba a los pre-suntos gay de los presuntos heterosexuales, o el trabajo de investigación de Dean Hamer en 1993 que procla-maba la identificación de un “gen gay”,16 estaban redactados en unos términos que dejaban escaso margen para las exageraciones del periodismo.

Los éxitos indudables de la biología molecular desde el descubrimiento de la estructura en doble hélice del ADN en 1953 han alentado en los genetistas un triunfalismo arrogante que no se advertía en la ciencia des-de el apogeo de la física en los años 20 y30: la convicción de que su ciencia puede explicar todo lo que tiene de explicable la condición humana e incluso, si se le permite, puede reconstruir la humanidad con una ima-gen mejorada, al grito de “dadme un gen y moveré el mundo”. Tampoco los filósofos, más habituados al aná-lisis crítico de las metatesis de ciencias más sencillas como la física, le han hecho justicia a la biología. Se diría que la invasión de su terreno como pensadores por la biología los ha dejado estupefactos. Después de todo, la física jamás se propuso colonizar la filosofía sino convivir armoniosamente con ella. En cambio, los primeros párrafos de la Sociobiology de Wilson reclama esta función para la nueva biología, que vuelve innecesarias las ciencias humanas tales como la sociología, la economía, la política y la psicología. La reacción de muchos filósofos ha consistido en batirse en retirada, mientras que otros han mutado en una nueva raza, la de los estudiosos de la bioética, que ponderan los dilemas morales planteados por los futuros que parece ofrecer la biología o al menos la genética. Pero a los filósofos también se les niega este espacio, porque los nuevos bió-logos moleculares no sólo quieren hacer su ciencia sino también controlar su uso. Por ejemplo, Wilson aboga por un código de ética que es “genéticamente preciso y por lo tanto totalmente justo”.17 Pocos filósofos profe-sionales parecen dispuestos a someter estas afirmaciones éticas a un análisis riguroso: Mary Midgley es una honrosa excepción.18 La palabra en boga hoy es el (ultra)darwinismo universal.

EL REDUCCIONISMO COMO IDEOLOGÍA

La pretensión de explicar fenómenos tan diversos como la orientación sexual, las aflicciones mentales, el éxi-to mundano medido según las calificaciones escolares, el trabajo y los ingresos, y la violencia en las calles de las grandes ciudades no es de interés menor. A todos nos gustaría saber dónde podemos buscar el origen de nuestros éxitos y fracaso personales, nuestros caprichos y vicios, por no hablar de las crisis crónicas en el mundo que nos rodea. Podemos buscar explicaciones sociales o personales. En el primer caso, podemos bus-car soluciones en la acción social: revitalizar la economía, modificar la legislación, bregar por el cambio en las estructuras sociales de poder y privilegio. En el segundo, la psicoterapia nos permite explorar nuestra vida individual. O bien, podemos invocar el factor biológico y decir que la raíz de nuestro problema se encuentra en la estructura cerebral individual, en la bioquímica o la genética. Si las causas de nuestros placeres y dolo-

10 Simon LeVay, “A difference in hypothalamic structure...” 11 Dean Hamer y P. Copeland, The Science of Desire. 12 David B. Cohén, Out of the Blue. 13 A. Reiss y J. Roth, Understanding and Preventing Violence. 14 M. Galanter (comp.), Recent Developments in Alcoholism. 15 LeVay, The Sexual Brain. 16 D.H. Hamer, S. Hu, V.L. Magnuson, N.N. Hu y A.M.L. Pattatucci, “A linkage between DNA markers”. 17 Wilson, Sociobiology, pág. 575. 18 Véase por ejemplo Mary Midgley, The Ethical Primate.

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res, virtudes y vicios, se encuentran principalmente en el reino biológico, debemos volvernos a la neurogené-tica en busca de explicaciones y a la farmacología y la ingeniería molecular para hallar las soluciones.

Como he subrayado una y otra vez, esta simplificación, al insinuar que el mundo está dividido en reinos mutuamente excluyentes de causalidad en los cuales las explicaciones son sociales o “biológicas”, sus dico-tomías tan simplistas como seductoras de heredado contra adquirido, genes contra medio, es falaz. Los fenómenos de la vida están siempre relacionados inexorablemente con lo heredado y lo adquirido, así como los fenómenos de la existencia y las vivencias humanas son a la vez biológicos y sociales. Las explicaciones sólo son adecuadas cuando tienen en cuenta ambos órdenes.19 Por supuesto, que un naturalista serio negara la pertinencia de lo social para lo biológico sería lo mismo que un político negara que da prioridad a los inter-eses del partido sobre los de la nación; hoy en día todos creemos en la interacción. En la búsqueda de una explicación y forma de intervenir, siempre hay que buscar el nivel adecuado que determine el desenlace. Pero una y otra vez uno encuentra que la pretensión reduccionista sin vueltas ocupa las primeras planas y deter-mina los programas de investigación.

Yo sostengo que el determinismo neurogenético se basa en una secuencia reductora defectuosa cuyos pasos incluyen la objetivación, la aglomeración arbitraria, la cuantificación improcedente, la creencia en la “normalidad” estadística, la localización espuria, la causalidad fuera de lugar, la clasificación dicotómica de causas genéticas y ambientales, y la confusión de metáfora con homología. Como se verá, ningún paso indivi-dual es inevitablemente erróneo, sino que cada uno es resbaladizo y se corre el riesgo de caer. Aquí no se trata del aspecto filosófico formal abordado en el Capítulo 4, sino del nivel apropiado de organización de la materia en el cual corresponde buscar los determinantes causales efectivos de la conducta de individuos y sociedades. La estructura del argumento es similar, trátese de la inteligencia, la sexualidad o la violencia, te-mas que servirán de base para mi análisis.

OBJETIVACIÓN

El primer paso del proceso es la objetivación, que convierte un proceso dinámico en un fenómeno estático. Violencia es el término empleado para describir ciertas secuencias de interacción entre las personas o incluso entre éstas y su ambiente no humano. Por lo tanto, se trata de un proceso. La objetivación lo transforma en una cosa fija —agresión— que se puede abstraer del sistema dinámico interactivo en el cual aparece para estudiarlo en forma aislada, digamos, en una probeta. De acuerdo con esta concepción, la agresión es un ras-go fenotípico que se debe analizar por medio de las versiones modernas de los métodos mendelianos. En el Capítulo 5, me referí a los problemas que surgen al considerar a un aspecto aparentemente sencillo del indi-viduo, sea el color de un guisante o del de un ojo, como un “carácter” unitario. Mucho más problemático es considerar a la conducta un carácter que se puede aislar. En el Capítulo 2 describí los cuidados que se requie-ren para abstraer y definir la conducta de un individuo mantenido en relativo aislamiento, incluso dentro del marco metodológicamente reducido de un etograma. Pero si la actividad descrita por términos como “violen-cia”, “altruismo” o “sexualidad” sólo se puede expresar como una interacción entre individuos, objetivar ese proceso y pretender que se trata de un carácter que pueda ser aislado es despojarlo de todo significado. Es como considerar el salto de la rana sin tener en cuenta la víbora.

AGLOMERACIÓN ARBITRARIA

La aglomeración arbitraria lleva la objetivación un paso más allá al juntar las diversas interacciones objetiva-das como, si fueran ejemplares del carácter de que se trata. Así, se usa el término agresión para describir pro-cesos tan diversos como un hombre que golpea a su pareja o su hijo, una riña entre aficionados de dos equi-pos de fútbol, la resistencia de los huelguistas a la policía, los ataques racistas a las minorías étnicas, las gue-rras civiles y nacionales. La aglomeración postula que cada uno de estos procesos sociales no es sino la mani-

19 Además, las ciencias objetivas de la biología y la sociología omiten una dimensión crucial de la existencia humana, la experiencia subjetiva de

la historia de vida personal de cada uno. A pesar de intentos recientes de redefinir la conciencia en términos de procesos cerebrales específicos (por ejemplo, por Francis Crick en The Astonishing Hypothesis), semejante subjetividad aún se encuentra fuera del alcance de las ciencias natura-les y se las aprehende mejor en la novela y la poesía. La unificación de la comprensión subjetiva y objetiva de la naturaleza y el significado de los procesos vivientes, incluida la existencia humana, si es que alguna vez se pueda lograr, sigue siendo en el mejor de los casos un objetivo remoto.

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festación objetivada de una propiedad subyacente unitaria de los individuos, de manera que cada caso re-quiere la participación de, o incluso es causado por, mecanismos biológicos idénticos. Una buena ilustración de ello es un trabajo de investigación publicado en Science en 1993 por Han Brunner y sus colaboradores.20 Describe una familia holandesa (el término técnico es pedigrí), algunos de cuyos varones eran anormalmente violentos, según el informe; en particular, ocho hombres “que vivían en distintas partes del país en diferentes épocas” a lo largo de tres generaciones revelaban un “fenotipo de conducta anormal”. Las conductas descritas incluían “ataques de agresividad, incendio premeditado, intento de violación y exhibicionismo”. ¿Es legítimo subsumir variedades de conducta tan diferentes, descritas en total aislamiento de su contexto social, bajo el único encabezamiento de agresión? Difícilmente se la aceptaría si se la realizara en el contexto de un estudio de conducta animal no humana (¡a mí no me aceptarían un estudio de conductas tan variadas en ocho po-lluelos!). Sin embargo, el trabajo de Brunner apareció en una de las publicaciones más prestigiosas del mundo y rodeada de gran publicidad. (De paso, es interesante advertir que Science ha publicado muchos trabajos más bien sensacionalistas, de dudosa seriedad científica, que pretenden haber identificado las causas genéti-cas concretas de problemas humanos. Su rival Nature ha sido mucho más cauteloso.)

El trabajo despertó gran atención al informar que cada uno de estos sujetos “violentos” es portador de una mutación en la codificación genética de la enzima monoamino oxidasa (MAOA), que entre otras funciones, está asociada con el metabolismo de un neurotransmisor determinado y se cree que es el lugar donde actúan una serie de drogas psicotrópicas. ¿Sería esta mutación la “causa” de la presunta violencia? Brunner mismo negó luego que existiera un vínculo directo; incluso se disoció de la pretensión de que su grupo había identificado el “gen de la agresión”, atribuyéndola a una tergiversación periodística.21 Sin embargo, la literatura especializada sigue repitiendo el concepto, y lo que el trabajo de Brunner calificaba de “anormal” ahora se convierte en con-ducta “agresiva”. Así, dos años después, Science publicó otro cuyo título comenzaba con estas dos palabras y describía a ratones carentes de la enzima monoamino oxidasa A. Los autores, un grupo principalmente francés encabezado por Olivier Cases, escribieron que los ratones machos exhibían “temblores, dificultad para endere-zarse y miedo... corridas frenéticas y caídas de costado... sueño [perturbado]... propensión a morder al experi-mentador... posición encogida…”22 De todos estos rasgos propios de un desarrollo perturbado, los autores sólo mencionaron la “agresión” en el título del trabajo publicado. En las conclusiones afirmaron que estos resultados apoyan “la idea de que la conducta particularmente agresiva de los pocos varones humanos conocidos carentes de MAOA... es una consecuencia más directa de la deficiencia de MAO”. Señalé en una carta a Science que la agre-sión mencionada en el título del trabajo de Cases era un aspecto secundario y escasamente sorprendente de un patrón de desarrollo gravemente perturbado; uno de los autores me llamó por teléfono para explicarme que habían destacado la agresión porque parecía la mejor manera de llamar la atención sobre su trabajo.

Más inquietante aún es que esta clase de pruebas, aunque débiles, son empleadas por ejemplo por la Ini-ciativa Federal contra la Violencia, un programa del gobierno norteamericano que trata de identificar a los niños de los núcleos urbanos pobres considerados “en riesgo” de volverse violentos al madurar como resulta-do de factores bioquímicos o genéticos que los predisponen a ello. Este programa, propuesto por el entonces director del Instituto Nacional de Salud Mental norteamericano, Frederick Goodwin, provocó una andanada de críticas debido al contenido potencialmente racista de las referencias crípticas a la juventud “de alta inci-dencia de los núcleos urbanos pobres”. Poco después, Goodwin renunció a la dirección y los planes de orga-nizar una reunión para discutir sus propuestas fueron abandonados.23 No obstante, se han aplicado partes de su programa de investigaciones en diversos lugares de Estados Unidos, particularmente en Chicago.24

Como sucede en cada paso de la cascada reduccionista aquí descrita, el problema no es que los investi-gadores, con la metodología disponible, debemos clasificar, es decir, agrupar distintos tipos de observaciones que tengan algo en común. Estos pasos no son inevitablemente ilegítimos, como sostuve anteriormente con respecto a mis estudios sobre la memoria con el picoteo de los polluelos. Con frecuencia parecería que la ciencia avanza alternando el acto de agrupar fenómenos distintos como aspectos de uno solo (reunir) con el

20 H.G. Brunner, M. Nelen, X.O. Breakfield, H.H. Ropers y B.A. van Oost, “Abnormal behavior...”. 21 Brunner, en Bock y Goode (comps), Genetics of Criminal and Antisocial Behaviour, págs. 164-167. 22 Olivier Cases y otros, “Aggressive behaviour...” 23 Wade Roush, “Conflict marks crime conference”. 24 Peter R. Breggin y Ginger Ross Breggin, “A biomedical program for urban violence control...”; asimismo, declaraciones de los Breggin en el

panel del National Institutes of Health sobre investigaciones de la violencia.

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de reconocer las diferencias entre ellos (separar). Sin embargo, el hecho de reunir el incendiarismo y el ex-hibicionismo en la misma categoría como ejemplos de un “género natural” llamado “violencia” difícilmente parecería racional a un criminólogo o a un juez y un jurado.

Para superar este obstáculo, algunos investigadores han colocado nuevos rótulos a esos casos, que ya no serían ejemplos de “violencia” sino de otra categoría, la “conducta antisocial”, considerada un género natural.25 Pero este cambio de rótulo, lejos de resolver el problema, lo agrava. Así como la aglomeración reúne actividades diversas, un mismo acto es socialmente aceptable o inaceptable según las circunstancias en las cuales se realiza. Un piloto que bombardea un edificio de gobierno en un país con el cual el suyo está en guerra realiza un acto socialmente elogiable; en cambio, quien bombardea un edificio de la sociedad a la cual pertenece es culpable de la conducta antisocial llamada terrorismo. Compárense las medallas otorgadas a los pilotos norteamericanos de la Guerra del Golfo Pérsico con el juicio criminal contra los que destruyeron el edificio federal en Oklahoma City. Quizás el ejemplo más nítido sea el siguiente suceso en Irlanda del Norte en 1990. Un soldado británico, Lee Clegg, estaba de guardia en una barricada del ejército cuando un auto robado pasó la barrera a gran veloci-dad. El soldado raso Clegg alzó su fusil y mató a uno de los ocupantes, una adolescente que participaba de la travesura con sus amigos. Lo acusaron y hallaron culpable de asesinato, acaso el colmo de la conducta antiso-cial. El ejército británico, apoyado por la prensa sensacionalista, inició una campaña vigorosa que obtuvo su absolución y rehabilitación. El argumento era que cumplía con su deber, y cómo iba a saber que los ocupantes del auto no eran adolescentes de juerga sino terroristas del IRA... en cuyo caso tal vez hubiera merecido una medalla. Para 1997 lo habían ascendido a cabo y pedía compensación por privación ilegítima de la libertad. De manera que el mismo acto puede ser socialmente legítimo o antisocial, pero esto no depende del acto en sí sino de su percepción por los observadores. ¿Cómo se concibe que esto sirva para una clasificación biológica de base individual, en la que se buscan genes inusuales para las enzimas neurotransmisoras en el cerebro de Lee Clegg que expliquen el incidente? Evidentemente, la conducta antisocial no es un género natural.

CUANTIFICACIÓN IMPROCEDENTE

La cuantificación improcedente sostiene que se puede otorgar valores numéricos a los caracteres objetivados y aglomerados. Si una persona es violenta o inteligente, uno puede comparar su violencia o inteligencia con las de otras. Este postulado, de que cualquier fenómeno es mensurable y cuantificable, refleja la creencia ya mencio-nada de que matematizar algo es aprehenderlo y controlarlo. El ejemplo más conocido es el de la escala de co-eficiente intelectual para, describir y medir la inteligencia. Como muchos otros autores, he relatado la historia de esta escala y algunas de las falacias propias de su utilización, y no es necesario repetir aquí esos argumentos26

Los primeros pasos son objetivaciones y aglomeraciones paralelas a las descritas anteriormente para la violencia. La “conducta inteligente”, que esencialmente es un proceso interactivo entre un individuo y otros o con los mundos social, viviente e inanimado, se convierte en un carácter unitario fijo. Luego se sostiene que muchos ejemplos diferentes de esa conducta son manifestaciones de algo que se llama, como para terminar de congelar lo dinámico en lo estático, “inteligencia cristalizada”. A ésta se le otorga un símbolo especial, g, propuesto originalmente por el psicólogo Charles Spearman en los años 20 (¿será casualidad que también es el símbolo de una de las fuerzas físicas más consagradas, la de la gravedad?) A continuación se crean tests para medir esta constante oculta inferida. Los sujetos responden a una batería de preguntas que supuesta-mente no dependen de la formación escolar, la clase social ni la cultura, sino que evalúan destrezas absolutas subyacentes, tales como descubrir patrones comunes o identificar secuencias lógicas de números o palabras. Luego se compara la puntuación del sujeto con la que corresponde a la población general (o, en el caso de niños, con los de su misma edad) y la cifra comparada resultante se llama CI. De todos los postulados inclui-dos en este proceso, por ahora me interesa uno: la convicción insólita de que los múltiples aspectos de la conducta (aún la objetivada y aglomerada) que contribuyen a lo que podemos llamar inteligencia —rapidez y precisión de respuesta a nueva información, habilidad para derivar significados de situaciones sociales ambi-guas, capacidad de improvisar en ambientes nuevos y muchos otros— se pueden reducir a una sola cifra, de manera que se puede clasificar toda la población humana sobre esa base, como si se la alineara por estatura.

25 Michael Rutter, introducción a Bocky Goode (comps.), Genetics of Criminal and Antisocial Behaviour, págs. 1-15. 26 Véase por ejemplo León Kamin, The Science and Politics of IQ.

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Figura 10.1 La curva acampanada.

Desde luego, para alcanzar esta clase de reducción matemática es necesario descartar muchas destrezas de interacción humana a pesar de que la mayoría de la gente las incluiría entre los aspectos más destacados de la llamada inteligencia. Pero estos psicómetras se retiran a un mundo propio que sólo comparten con otros devotos del arte de contar. En verdad, les resulta difícil hallar un terreno común con otros estudiosos de la mente y la conducta, que en general contemplan con suspicacia esa numerología arbitraria grata a la psi-cometría. (En la práctica, esto significa que la única disciplina con la cual reconoce un terreno común, y con la cual ha estado vinculada históricamente, es la genética de conducta. Ambas son hijas gemelas de los mo-vimientos eugenésicos de principios del siglo xx.)27 Para conocer este rechazo desdeñoso de todo lo que no sea la reducción de la inteligencia en su grado más arbitrario, basta leer el primer capítulo de The Bell Curve de Herrnstein y Murray, que rechaza de plano todas las críticas que se le han formulado desde diversos ángu-los. Sostienen que no se debe confundir inteligencia con talento, intuición, creatividad, capacidad para resol-ver problemas o dificultades; que tampoco tiene nada que ver con la destreza musical, espacial, matemática ni cinestética, ni con la sensibilidad, la seducción ni la persuasividad:28

Existe un factor general de destreza cognoscitiva en el cual difieren los seres humanos. Todos los tests estandarizados de aptitud o logro académico miden esta capacidad en cierto grado, pero

los tests de CI diseñados expresamente con ese propósito la miden con la mayor precisión. Las puntuaciones de CI corresponden en primer grado a lo que la gente quiere decir cuando usa la pala-

bra inteligente o listo en el lenguaje corriente.

Por lo tanto, la inteligencia es lo que miden los tests de inteligencia; si otros tests, basados en principios diferentes, no conforman a esta visión unitaria de g, se los considera indignos de mención.

LAS ESTADÍSTICAS Y LA NORMA

La creencia en la normalidad estadística supone que en una población dada, la distribución de puntajes de conducta tiene la forma de la llamada distribución gaussiana, la célebre curva acampanada (Figura 10.1).

Esto es lo que los estadísticos llaman una distribución “normal”. Uno de los ejemplos más conocidos de su aplicación es el CI, el test que generaciones sucesivas de psicóme-tras perfeccionaron y reelaboraron hasta que sus resultados (casi) se adecuaron a la forma estadística con-sagrada. Es decir, los tests que no mostraban una distribución de la población acorde con la curva eran rechazados, o los rubros que conten-ían eran modificados, hasta que se adaptaban a la curva, una hazaña lograda en el período interguerras en las diversas revisiones del llamado test de CI de Stanford-Binet, creado en los años 20. Los que trataban de adap-tarse a la curva se encontraron con otro problema. Al comparar los resultados de varones y mujeres (niños y niñas), éstas superaban a aquéllos en ciertos rubros y de esa manera registraban un CI aparentemente supe-rior. Dada la hipótesis de que no existían diferencias por sexo, se ajustaron los rubros en los que aparecían esas diferencias hasta eliminarlas en promedio. Sin embargo, cuando aparecían diferencias de puntaje pro-medio entre las clases trabajadora y media o entre negros y blancos, se daba por sentado que éstas sí refleja-ban diferencias subyacentes “reales” en cuanto a inteligencia. Lo cierto es que se puede elaborar tests en los cuales los niños de las clases trabajadores obtienen mejor puntaje que los de clase media, pero éstos no cuen-tan. Mi difunto colega Brian Lewis lo hizo con el argumento de que los niños de clase trabajadora enfrentan mucha más “desinformación” —mentiras— que los de clase media. Diseñó un test para escolares en los cua-les había que elaborar una estrategia entre una mezcla de afirmaciones verdaderas y engañosas. Los de clase

27 Donald Mackenzie, Statistics in Britain, 1865-1930. 28 Richard J. Herrnstein y Charles Murray, The Bell Curve, pág. 22.

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Figura 10.2 Distribución posible de puntajes de tests en una población. Se muestran tres distribuciones potenciales en curvas no acampanadas; cual-

quiera de ellas y muchas otras son posibles, de acuerdo con el diseño del test.

obrera obtenían mejores puntuaciones. (Actualmente se suelen emplear los llamados tests culturalmente imparciales, lo cual desconoce el hecho de que se los ha estandarizado contra el Stanford-Binet y por lo tanto tienden a perpetuar el carácter tendencioso implícito en los más viejos.)

Este procedimiento revela cómo los compromisos ideológicos de los autores de los tests sirven para construir una biología que luego postulan haber hallado en la naturaleza. Pero aún peor es el postulado de que se puede distribuir a toda la población de acuerdo con una sola dimensión, lo cual significa confundir un fenómeno biológico con una manipulación estadística. Ni esta distribución unidimensional, ni aquélla en que la población muestra una distribución tan conveniente responden a necesidad biológica alguna. Se puede crear exámenes en los que casi todos obtienen el 100 por ciento de los puntos. Esa propensión de la universi-dad británica a que el 10 por ciento obtiene las calificaciones más altas, el 10 por ciento las de tercer nivel, el 10 por ciento fracasa y el resto se encuen-tra cómodamente instalado en el segundo nivel es un convencionalismo, no una ley de la naturaleza (Figura 10.2).

Sin embargo, no se debe subestimar el poder de esta estadística objetivada, que combina de manera conveniente dos conceptos de “normalidad”. En su sentido estadístico, el término no conlleva un “valor”: “normal” describe una forma par-ticular de la curva que posee la propiedad de que el 95 por ciento de su área se en-cuentra a una distancia determinada —dos desviaciones estándar— de la media. Pero en lenguaje corriente sí significa “normativo”. Describe las cosas no sólo como son sino también como deben ser: quedar a mayor distancia de dos desviaciones estándar de la media en una distribución gaussiana significa ser anormal, con todo lo que ello implica. Cuando Herrnstein y Murray llamaron su libro The Bell Curve, le hicie-ron el juego a estas múltiples lecturas de la normalidad objetivada.

LOCALIZACIÓN ESPURIA

El proceso objetivado y arbitrariamente cuantificado deja de ser propiedad siquiera del individuo para con-vertirse en propiedad de una parte de éste. De ahí la inclinación a hablar, por ejemplo, de cerebro, genes, incluso orina, esquizofrénicos en lugar del cerebro, los genes o la orina de una persona a la que se ha diagnos-ticado esquizofrenia. Desde luego, todo el mundo sabe (o debería saber, al menos los domingos, así como todo el mundo se ha vuelto interaccionista) que es sólo una manera de ser breves, pero la repercusión de frases como “cerebros homosexuales” o “genes egoístas” sirve para algo más que promocionar las ventas de libros de autores científicos: refleja y respalda los modos de pensamiento y explicación que constituyen el determinismo neurogenético, porque desarticula las propiedades complejas de los individuos en grumos ais-lados y localizados de biología.

Así, los últimos años han presenciado un debate desusadamente agitado, más propio de los primeros tiempos de la frenología decimonónica que de la investigación moderna, entre distintos neuroanatomistas que aseguran haber descubierto “el” asiento de la homosexualidad en el cerebro. Dos regiones en particular se disputan el honor de transmitir la preferencia homosexual masculina: una es el cuerpo calloso, el gran haz de fibras nerviosas que conecta los dos hemisferios del cerebro; el otro es ese conjunto de células nerviosas si-tuado en lo más profundo del cerebro, llamado hipotálamo. Laura Allen,29 en California, asegura que el gro-sor del cuerpo calloso, medido desde un cierto ángulo, difiere entre hombres y mujeres; desde luego, el de los hombres gay presenta un grosor intermedio entre el de hombres y mujeres heterosexuales. En cambio, Dick

29 L.S. Allen y R.A. Gorski, “Sexual orientation and the size of the anterior commisure...”

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Swaab, de Amsterdam,30 y Simón LeVay, de La Jolla, California31 se concentran en el hipotálamo: cada uno postula una parte distinta de esta estructura compleja como diferenciada en grosor entre hombres homo o presuntamente heterosexuales. El estudio de LeVay llegó a las primeras planas, en parte porque utilizó mate-rial de autopsias de hombres muertos de sida; en parte porque después de publicar sus investigaciones apare-ció con un libro de divulgación, The Sexual Brain; en parte, en fin, porque es un gay declarado. En efecto, sostuvo que el hallazgo de un asiento de la homosexualidad en el cerebro era liberador porque despojaba a los hombres gay del estigma de la inmoralidad y aliviaría el miedo expresado por algunos en la comunidad heterosexual de que podían contagiarse esta “enfermedad” sexual por andar con quienes no debían.

Aquí no se desarrollará un análisis detallado de las pruebas empíricas de estos tres neuroanatomistas ni las del genetista Dean Hamer, del National Institutes of Health de Bethesda, Maryland, quien en 1993 provocó revuelo en los estudios de anatomía al anunciar que había descubierto un marcador para un “gen homosexual” en lugar de un cerebro gay.32 Últimamente, Anne Fausto-Sterling33 sometió estos estudios a una crítica empíri-ca detallada y rigurosa, y aparentemente no se ha podido replicar los descubrimientos de Hamer en otras muestras. Lo que interesa aquí, una vez más, es la estructura del discurso de quienes tratan de encontrar la homosexualidad en un rincón del cerebro o en un gen aberrante, porque exhibe todos los rasgos de los inten-tos descritos más arriba de descubrir la localización de la violencia, la inteligencia y mucho más. La expresión de la preferencia por otro del mismo sexo no es en absoluto una categoría estable, sea durante la vida de un individuo o históricamente; más aún, el empleo de “homosexual” como término para describir a un individuo en lugar de un continuo de actividades y preferencias sexuales a disposición de todos parece ser un hecho de aparición relativamente reciente34 El discurso reduccionista separa la descripción de la actividad o preferencia sexual de la relación entre dos individuos, la objetiva y la convierte en el “carácter” fenotípico resultante de uno o más genes homosexuales, anormales. Como siempre, despoja al término de todo significado personal, social o histórico, como si participar de una actividad erótica con los del mismo sexo o expresar una preferen-cia en ese sentido tuviera el mismo significado en la Grecia de Platón, la Inglaterra victoriana o San Francisco en los 6o. Así como se “localizó” la homosexualidad en el hipotálamo, se había hecho lo propio con la agresión en otro conjunto de estructuras del cerebro, el sistema límbico, y en una parte de éste, la amígdala. En los años 70, dos psicocirujanos norteamericanos sostuvieron que la manera de tratar la violencia en los núcleos urbanos pobres consistía en “amigdalectomizar” a los cabecillas de las bandas en los guetos,35 es decir, en extirpar la parte ofensiva, a la manera de la exhortación bíblica que dice, arráncate el ojo si te ofende. Yo solía creer que la gente ya no pensaba así, pero un documental que vi por televisión en 1995 me convenció de mi error. Frente a las imágenes de dos cerebros obtenidas mediante tomografía por emisión de positrones, el psicólogo califor-niano Adrián Raine explicaba que uno de ellos, el de “un asesino”, revelaba “escasa actividad” en la corteza frontal en comparación con el otro, un cerebro “normal”.36 Desalentado, llegué a la conclusión de que los tiempos de Cesare Lombroso, el criminólogo italiano del siglo XIX que pretendía reconocer a ladrones, asesi-nos y timadores por la forma de la cabeza, no habían quedado tan atrás como suponía.

Raine teorizaba que la corteza “más evolucionada” de los seres humanos tenía la función de controlar el sistema límbico “primitivo”, y que si la actividad frontal es escasa, la amígdala y otros sistemas límbicos que-dan fuera de control y al quedar librados a sus propios medios conducen a sus dueños a la violencia. No se aclara si la misma conclusión se aplicaría a los cerebros de los héroes de guerra autores de algunas de las ma-yores matanzas de los tiempos modernos: Norman Schwartzkopf y la masacre de las tropas iraquíes que se batían en retirada por el Camino de Basora en 1991, o Ratko Mladic y las tumbas colectivas de los hombres musulmanes de Srebrenica en 1995. Lo que se sabe con certeza es que la concepción del cerebro integrado por estructuras “menos” y “más” evolucionadas es una fantasía más. Evolucionan las especies, no partes individua-les de un organismo; y durante la evolución, las viejas estructuras adquieren funciones nuevas. La gran masa de la corteza cerebral, tanto en los seres humanos como en otros mamíferos, revela su descendencia del bulbo olfatorio, que aún existe en los reptiles modernos. Pero esto no significa que pensamos a través del olfato.

30 Según informa Chandler Burr, “Homosexuality and biology”; y Richard C. Friedman y Jennifer Downey, “Neurobiology and sexual orientation...” 31 LeVay, “A difference in hypothalamic structure...” 32 Hamer y otros, “A línkage between DNA markers...” 33 Anne Fausto-Sterling, Myths of Gender. 34 David Fernbach, The Spiral Path. 35 V.H. Mark y F.R. Ervin, Violence and the Brain. 36 Citado por Anne Moir y David Jessel en A Mind to Crime.

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Las teorías de Raine nos remontan a una tradición más antigua, la de “localizar” propiedades objetivadas. Últimamente la localización no tiene la forma de una estructura cerebral sino de una anormalidad en una sustancia química del cerebro: un neurotransmisor, una enzima o el gen responsable de su producción. La sustancia en particular tiende a fluctuar con la molécula de moda. Así, hace unos años se prestaba mucha atención a un neurotransmisor, el ácido gamaaminobutírico (GABA), al que se asociaba con la conducta agre-siva. Actualmente, se diría que la agresión es “causada” por un trastorno del metabolismo de la serotonina (concretamente, la recaptación del neurotransmisor por las células del cerebro). Las anormalidades de los mecanismos de recaptación de serotonina serían los culpables de una gama de conductas, desde la depresión y el suicidio hasta la “impulsividad” y la violencia; la panacea universal es el Prozac, que pertenece a una fa-milia de fármacos que inhiben selectivamente la recaptación de serotonina.37

CAUSALIDAD FUERA DE LUGAR

Es a esta altura que el determinismo neurogenético introduce su sentido de causalidad fuera de lugar. Desde luego, es probable —y en algunos contextos sabido con certeza— que durante un enfrentamiento agresivo se registran tanto cambios bruscos en los niveles de esteroides, adrenalina y otras hormonas en el torrente san-guíneo, como liberación de neurotransmisores en el cerebro, y que existen drogas que alteran estos fenóme-nos. Las personas cuyas vidas incluyen una gran cantidad de interacciones de esa clase probablemente mos-trarán diferencias perdurables en una serie de marcadores del cerebro y el organismo. Pero sostener que esos cambios son la causa de determinadas conductas es equivocar la correlación, o tomar la consecuencia por causa. Cuando uno sufre un resfriado, se le congestiona la nariz. Pero a pesar de la correlación invariable de ambos, sería erróneo pensar que la congestión nasal es la causa del resfriado; la cadena de causa y efecto co-rre en el sentido contrario. Y si bien el Prozac inhibe los mecanismos de recaptación de serotonina y puede reducir la probabilidad de que el individuo cometa homicidio o suicidio, ¿significa esto que el nivel de sero-tonina en el cerebro es la causa del deseo de suicidarse o matar a otro? Después de todo, el hecho de que la aspirina calma el dolor de muelas no significa que la causa de éste es la falta de aquélla en el cerebro.

Este error de concepción (que obedece a la lógica del bioquímico que atribuye el salto de la rana a la química de la actina y la miosina) acosa desde hace décadas la interpretación de las correlaciones bioquími-cas y cerebrales de los trastornos psiquiátricos38 pero aún persiste. Así, al argumento reciente de que una anormalidad en las moléculas receptoras de otro neurotransmisor, la dopamina, sería la causa subyacente de la inclinación a caer en el abuso de drogas, se respondió que la anormalidad era producto, no causa, de la ingestión de drogas.39 Estas creencias son la consecuencia casi inevitable de los procesos de objetivación y aglomeración, porque si existe una cosa singular llamada alcoholismo, se considera apropiado buscar un agente causal singular.

CLASIFICACIÓN DICOTÓMICA

Si la agresión, la conducta antisocial o la homosexualidad son “causadas” por una “anormalidad” de la estruc-tura cerebral o bioquímica o por un desequilibrio hormonal, ¿cuáles son a su vez las “causas” de éstas? Desde luego, podrían ser consecuencias de un aspecto del medio (y aquellos que así lo creen suelen decir que son producto de algún aspecto de la formación o las deficiencias de la dieta en la infancia, mientras otros preten-den que el “temperamento” en los primeros meses de vida predice el futuro mal rendimiento escolar o la vio-lencia en el adulto).40 Sin embargo, más frecuentemente se presta atención a las consabidas primeras causas, los genes, y se pone en juego la lógica de los estudios de heredabilidad. Porque si bien es problemático consi-derar tales atributos socialmente definidos como caracteres en el sentido mendeliano, si muestran correla-ción con medidas “reales” tales como el nivel de una enzima o neurotransmisor, entonces sin duda se podrá determinar la heredabilidad del fenómeno. Un buen ejemplo de esta manera de pensar es la aseveración de que los puntajes del coeficiente intelectual se relacionan con una medida neurofisiológica llamada “tiempo de

37 Peter D. Kramer, Listening to Prozac. 38 Steven Rose. Molecules and Minds. 39 Constance Holden, “A cautionary genetic tale...”; Richard E. Chipkin, “D2 receptor genes...” 40 Según el informe de prensa de la Universidad de Wisconsin citado en pág. 313; véase también Jerome Kagan, The Nature of the Child.

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inspección” cuya heredabilidad se puede evaluar. En el Capítulo 7 entré en la historia y la matemática de la medida de heredabilidad y expliqué por qué —salvo en el contexto muy concreto para el cual se la formuló en un principio (los experimentos agropecuarios de crianza)— era de escasa aplicabilidad, generalmente malen-tendida y en la mayoría de los casos carente de significado. Lamentablemente, esto no les ha impedido a los genetistas de conducta y los psicómetras que intenten aplicarla, ni se la ha despojado de sus repercusiones ideológicas, por ejemplo cuando se sostiene que la heredabilidad de la inteligencia —mejor dicho, de la pun-tuación en los tests de CI— es del orden del 8o por ciento.

Como señalé en el Capítulo 7, se pretende que la orientación política, las neurosis, las actitudes ante la instrucción militar, la realeza, la censura, el divorcio y muchos más revelan un índice relativamente alto de heredabilidad. Es más, se vuelve difícil hallar un atributo o creencia humanos, por triviales que pareciesen, al cual las estadísticas de heredabilidad no atribuyan un componente genético aparentemente significativo. Se emplean técnicas estadísticas nuevas y complejas tales como el llamado análisis cuantitativo de localización de caracteres41 que pretenden demostrar que incluso esos trastornos para los cuales no se puede demostrar una causalidad genética importante (un buen ejemplo es el mal de Alzheimer, que sólo en el 5 por ciento de los casos se presenta asociado claramente con una disfunción genética específica) son en realidad el producto del efecto acumulado de muchos genes. Y si bien nadie dice que la heredabilidad indica el destino ni que ese cálculo proporcione datos sobre algún individuo en particular en lugar de medir las variaciones en el seno de una población, todo el enfoque conduce a intentar explicarlo, y si es necesario tratarlo, no en el ámbito social o siquiera personal sino en el farmacológico o de control genético.

CONFUSIÓN DE METÁFORA CON HOMOLOGÍA

Si las primeras causas son genéticas, el paradigma adaptacionista dentro del ultradarwinismo debe tratar de explicar su evolución. Resulta entonces apropiado buscar equivalentes de la conducta humana en cuestión en el mundo animal no humano, es decir, hallar un modelo animal cuya conducta se pueda controlar, manipular y cuantificar más fácilmente. Si se coloca un ratón extraño en una jaula con una rata, es probable que ésta mate al ratón. El tiempo que se toma la rata para ejecutar este acto es considerado un sustituto de la agresivi-dad de la rata; una lo hará rápidamente, otra demorará más y una tercera no lo hará. En esta escala, la rata que mata en treinta segundos es el doble de agresiva que la que lo hace en un minuto. Esta medida, llamada pomposamente conducta muricida, sirve de índice cuantitativo para el estudio de la agresión, pasando por alto los muchos otros aspectos de la interacción rata-ratón, tales como las dimensiones, la forma y el grado de familiaridad de los participantes de la interacción muricida con el medio de la jaula, la existencia de vías de retirada o fuga y la historia previa de las interacciones de esta pareja. Y no se trata de variables especulativas, por cuanto los etólogos han estudiado muchas de ellas en detalle y demostrado que afectan profundamente la naturaleza de las relaciones entre animales.

Pero el método reduccionista avanza aún más, porque se postula que, así como el tiempo de matar se vuelve un sustituto de la medida de agresividad de la rata, la conducta de ésta se transforma como por encan-to en una analogía de la agresión demostrada por las pandillas de Los Angeles que atraviesan un barrio a toda velocidad, y disparando a diestra y siniestra, como en la conclusión del trabajo de Cases mencionado ante-riormente. Es decir, si se encuentran mecanismos fisiológicos o bioquímicos —regiones del cerebro, neuro-transmisores o genes— asociados con la llamada “agresividad” de las ratas muricidas, entonces deberían exis-tir regiones cerebrales, neurotransmisores o genes similares o idénticos relacionados con la agresividad humana42 Se aplican argumentos similares a la búsqueda de modelos animales para la drogodependencia y el alcoholismo43 Esta clase de fantasía evolucionista en el mejor de los casos confunde una metáfora o analogía con una homología en el sentido definido en el Capítulo 2, y por eso debo ser tan cuidadoso en mis afirma-ciones de que la memoria en los polluelos es homologa a la de los seres humanos. En el peor de los casos, establece una ecuación falsa entre los diversos significados de la palabra “agresión”. Pero se ha convertido en el eslabón último, vital de la cota de malla de la ideología reductivista.

41 Roben Plomin, Michael J. Owen y Peter McGuffin, “The genetic basis of complex human behaviors”. 42 Harriette C. Johnson, “Violence and biology”; Stephen C. Maxon, “Issues in the search for candidate genes in mice...” 43 John C. Crabbe, John K. Belknap y Kari J. Buck, “Genetic animal models of alcohol and drug abuse”.

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CONSECUENCIAS DE LAS FALACIAS REDUCCIONISTAS Desde el nacimiento de la ciencia moderna, el reduccionismo metodológico ha demostrado ser una palanca poderosa y eficaz para mover el mundo. Le debemos algunos de los conceptos más fecundos que permiten explicar los mecanismos de todos los campos de la ciencia, incluida la biología. Pero, sobre todo en ésta, la complejidad y la dinámica, los sistemas abiertos en oposición a los cerrados, no son la excepción sino la regla, y la metodología del reduccionismo, con ser tan poderosa, encuentra dificultades para manejarse con la com-plejidad; incluso puede resultar engañosa.

Además, como señalé en el Capítulo 4, la metodología reduccionista cae fácilmente en la filosofía reduc-cionista. Esta concepción del “nada sino” que reduce todas las ciencias a la física es insostenible. Tampoco es admisible un reduccionismo parcial mediante el cual se decide voluntariamente detener el descenso de la conducta social hacia la física cuántica en el punto más conveniente. Por su propia naturaleza, el reduccio-nismo es a todo o nada, a la vez que la filosofía reduccionista por eliminación es incapaz de explicar los as-pectos nuevos de los fenómenos que aparecen en cada nivel sucesivo de organización de la materia. Las pro-piedades químicas particulares de la hemoglobina hacen a la esencia de su función de molécula transportado-ra de oxígeno en la fisiología del organismo, pero esta función no se puede reducir a la mera química, así co-mo las propiedades de la actina y la miosina que permiten la contracción muscular no bastan para explicar por qué salta la rana cuando ve una víbora. Cada nivel de organización del universo tiene sus propios signifi-cados, que desaparecen en los niveles inferiores. En pocas palabras, la diversidad epistémica es necesaria para comprender la unidad ontológica de nuestro mundo.

Y así sucede con el reduccionismo como ideología que se empeña en explicar los fenómenos de orden superior en términos de propiedades de orden inferior. Lo hace mediante una cascada defectuosa de objeti-vación, aglomeración arbitraria, cuantificación improcedente, creencia en la estadística normativa, la locali-zación espuria, la causalidad fuera de lugar y la confusión de metáfora con homología. Los motivos de seme-jantes explicaciones reduccionistas derivan en parte del poder del reduccionismo como metodología y filosof-ía, pero sobre todo de la urgencia para hallar explicaciones de la magnitud de los trastornos sociales y perso-nales en las sociedades industriales desarrolladas a fines del siglo XX, las que trasladan la “culpa” de lo político a lo individual. Este alejamiento de lo social fue resumido memorablemente por Margaret Thatcher cuando era primera ministra de Gran Bretaña, y se asegura que dijo en una ocasión que no existe la sociedad sino sólo los individuos y sus familias: fascinante reformulación del “sólo átomos” de Watson.

La ideología reduccionista tiene varias consecuencias graves. Impide que los biólogos pensemos como corresponde acerca de los fenómenos que tratamos de comprender. Pero al menos dos consecuencias corres-ponden a la esfera social y política, más que la científica, y debemos referirnos a ellas siquiera brevemente. Primero, sirve para trasladar los problemas sociales a lo individual, lo cual significa “culpar a la víctima” en lugar de explorar las raíces y los determinantes sociales de los fenómenos que nos ocupan. La violencia en la sociedad moderna ya no está relacionada con la sordidez de los barrios urbanos más pobres, el desempleo, la brecha entre la riqueza y la pobreza extremas y la pérdida de la esperanza en que el esfuerzo colectivo nos permita crear una sociedad mejor. Antes bien, es un problema provocado por la presencia de individuos vio-lentos, que lo son debido a trastornos en su constitución bioquímica o genética.

Pero lo extraño es que se les echa y quita la culpa al mismo tiempo. Si antes se consideraba a un asesino moralmente culpable o se buscaba la causa de su violencia en las desdichas o abusos padecidos (casi invaria-blemente) en la infancia, ahora se habla de su escasa “actividad frontal” o de los desequilibrios químicos de su cerebro, consecuencia a su vez de genes defectuosos o problemas en el parto. Así, en un juicio reciente en Estados Unidos, el abogado defensor del homicida Stephen Mobley, sentenciado a muerte por el asesinato violento del gerente de una pizzería, pidió autorización para presentar una defensa genética de su cliente, presuntamente afectado por la misma mutación del gen de la monoamino oxidasa que halló Brunner en el pedigrí holandés. Por consiguiente, Mobley no sería “responsable” del asesinato que cometió: “No fui yo, fue-ron mis genes.”44 Asimismo, si la homosexualidad está “en los genes”, una sociedad homofóbica no debería considerar a un hombre gay moralmente culpable, ni menos aún culpable de conducta criminal, por seguir los dictados de sus genes. Por eso no es sorprendente que ciertos sectores de la comunidad gay y lesbiana

44 Citado por Moir y Jessel, A Mind to Crime.

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hayan acogido los argumentos deterministas de LeVay y Hamer, ni que tanto la derecha fundamentalista cristiana como la justicia se pregunten hasta dónde se puede llegar con el argumento determinista.

La segunda consecuencia social inmediata de la ideología reduccionista es que la atención y los fondos se desvían de lo social a lo molecular. Si las calles de Moscú están repletas de borrachos empapados en vodka, si la incidencia de alcoholismo es catastróficamente alta entre los indígenas norteamericanos o los aborígenes australianos, la ideología exige que se financien estudios sobre la genética y la bioquímica del mal. Y es más fecundo estudiar las raíces del “temperamento” violento en bebés y niños que aprobar leyes que prohíban la posesión de armas. Lo esencial, como he argumentado hasta ahora, es que para cualquier fenómeno del mundo viviente en general y el humano social en particular, se pueden ofrecer múltiples explicaciones, entre las cuales el reduccionismo, debidamente formulado, tiene un lugar legítimo. Pero para cualquier fenómeno de ese tipo también existen niveles determinantes de explicación, los que revelan con la mayor claridad la especificidad del fenómeno y también indican los puntos de acceso potenciales para intervenir en él.

Volvamos por última vez sobre la violencia. Los crímenes violentos son perpetrados por hombres con ma-yor frecuencia que por mujeres (aunque el cuadro está cambiando, tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña). Se podría argumentar que esto revela un aspecto del cromosoma Y, portado por los hombres y no por las mujeres, pero la abrumadora mayoría de los hombres no son criminales violentos; por lo tanto, las im-plicaciones para las políticas públicas del estudio del cromosoma Y en el contexto criminal —salvo que se re-suelva el aborto selectivo de los fetos masculinos— son despreciables. La incidencia del crimen violento es mayor en Estados Unidos que en Europa: más alta que en Gran Bretaña y mucho más que en Suecia. ¿Se puede atribuir esto a un rasgo singular del genotipo norteamericano? Y sí, es posible, pero altamente improbable, ya que buena parte de la población norteamericana desciende de inmigrantes europeos. Al mismo tiempo, las tasas de criminalidad violenta cambian bruscamente en períodos muy breves. Por ejemplo, la mortalidad por homicidio entre los varones jóvenes norteamericanos aumentó 54 por ciento entre 1985 y 1994. Puesto que ninguna explicación genética justifica semejante aumento, conviene preguntar qué sucedió en Estados Unidos durante ese período. ¿En qué se diferencia la organización social norteamericana de la europea? ¿Será impor-tante tomar en cuenta que hay unas 280 millones de armas cortas en manos privadas en Estados Unidos? Estas hipótesis, a diferencia de las reduccionistas, proporcionarían indicadores para la intervención fecunda.

Claramente, es una verdad axiomática que no es lo mismo el estado bioquímico y psicológico de una persona en trance de cometer un asesinato que el de la misma persona en una celda de prisión, así como en-tre el asesino y el individuo que en circunstancias similares no comete un asesinato. Pero esta diferencia no explica las causas de la violencia social ni indica qué se debe hacer frente a ella. Por consiguiente, no puede representar el nivel de intervención apropiado para reducir la violencia en las calles. Un estudio para deter-minar los niveles de serotonina que podrían predisponer a una persona a una probabilidad estadística mayor de realizar una serie de actividades, desde el suicidio hasta el homicidio pasando por la depresión, seguido por el estudio masivo de niños para identificar a los sujetos en riesgo, drogados durante toda su vida y/o criarlos en ambientes diseñados para alterar sus niveles de serotonina, lo cual es, después de todo, el progra-ma de acción que resultaría del intento de definir que el nivel adecuado de intervención es el genético-bioquímico: basta llamarlo por su nombre para poner al descubierto su fatuidad. La ciencia buena y eficaz requiere una mayor capacidad para reconocer la explicación determinante y, de ahí, el nivel determinante en el cual se debe intervenir. Cualquier otra cosa es un derroche de ingenio y recursos humanos, además de una estrategia ideológica poderosa para echar la culpa a las víctimas y sustraerse de las verdaderas tareas que in-cumben a la ciencia y la sociedad.