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Los Cuadernos de Literatura SOBRE CUATRO FRASES DE «CUATRO DUBLINESES» Ernesto Salanova Matas R ichard Ellmann, el gran crítico y biógra- norteamericano, llecido en 1987, e el primer escritor estadounidense que accedió a una cátedra de literatura inglesa en la Universidad de Oxrd. «Cuatro dublineses» e el título de un libro -recientemente editado en España por Tus- quets Ediciones- que contenía y contiene cua- tro estudios leídos por Richard Ellmann en la Library of Congress de Washington en el trans- curso del año 1986. * * * Como decía Baudelaire, la mejor crítica que se puede hacer a una obra de arte, sería otra obra de arte. Ya que no me concierne el epíteto a ver si consigo escribir un comentario original, es decir, propio. * * * Voy, por ello, a analizar cuatro ases de los cuatro escritores de Dublín analizados por Ell- mann. Uno es James Joyce, que dijo: «Podemos llorar a mandíbula batiente». Otro es Samuel Beckett, que dijo: «lEra para echarse a reír o pa- ra ponerse a llorar? Acabó por ser lo mismo». Otro es Osear Wilde, que dijo: «Hay un horror grotesco en las comedias de la vida y sus trage- dias parecen acabar en rsa». Otro es William Butler Yeats, que dijo: «Esto es nada que discu- rre entre la nada» (Sí, lo dijo Yeats, que no Bec- kett, aunque no lo parezca). 76 Samuel Beckett. James Joyce.

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SOBRE CUATRO

FRASES DE «CUATRO

DUBLINESES»

Ernesto Salanova Matas

Richard Ellmann, el gran crítico y biógra­fo norteamericano, fallecido en 1987, fue el primer escritor estadounidense que accedió a una cátedra de literatura

inglesa en la Universidad de Oxford. «Cuatro dublineses» fue el título de un libro

-recientemente editado en España por Tus­quets Ediciones- que contenía y contiene cua­tro estudios leídos por Richard Ellmann en laLibrary of Congress de Washington en el trans­curso del año 1986.

* * *

Como decía Baudelaire, la mejor crítica que se puede hacer a una obra de arte, sería otra obra de arte. Ya que no me concierne el epíteto a ver si consigo escribir un comentario original, es decir, propio.

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Voy, por ello, a analizar cuatro frases de los cuatro escritores de Dublín analizados por Ell­mann. Uno es James Joyce, que dijo: «Podemos llorar a mandíbula batiente». Otro es Samuel Beckett, que dijo: «lEra para echarse a reír o pa­ra ponerse a llorar? Acabó por ser lo mismo». Otro es Osear Wilde, que dijo: «Hay un horror grotesco en las comedias de la vida y sus trage­dias parecen acabar en farsa». Otro es William Butler Yeats, que dijo: «Esto es nada que discu­rre entre la nada» (Sí, lo dijo Yeats, que no Bec­kett, aunque no lo parezca).

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Samuel Beckett.

James Joyce.

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Estas expresiones parecen entrañar una coin­cidencia demasiado evidente entre escritores de características tan dispares, aunque los tres, cla­ro está, fueran nacidos en Irlanda y procedieran de una ciudad común -Dublín- que les enhe­chizó para toda la vida, es decir, para sus respec­tivas existencias, acabadas -salvo una- en el exilio. Desde luego que no por razones absolu­tamente políticas, como fue uso más tarde, sino por cuestiones de asfixia social, moral, religiosa, cultural y, también, cómo no, política. Porque la política lo impregna todo, desde el periódico que se lee en casa, el colegio en el que te edu­can hasta las charlas de los domingos, después del regimenta! almuerzo, conducidas en la con­veniente línea risueña y aséptica, siempre azul, como los dibujos de las tazas de té.

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Estos escritores, en Trieste, en París, en Lon­dres o en Dublín, se dedicaron unánimemente a cantar, en medio de su incertidumbre (con vo­ces geniales, textos geniales y músicas geniales) su función matrimonial con el Arte. Esto -de­jando a un lado el talento del novio- constituyó siempre una ceremonia muy triste (nada similar a las «noces» de Albert Camus). Aquí hay velas que se apagan, tartas que churretean, invitados babosos, señoritas envidiosas, sirvientes desba­ratados y músicos de banda cansados de soplar.

James Joyce se casó con Nora, una analfabeta deseable, hasta el punto de que «Ulises» -la no­vela de este siglo- fue engendrada en el hecho -o en la idea- de que aquella estúpida buenagrupa le había puesto cuernos el famoso día 16 de junio de 1924, el «bloomsday» de todos los joycianos, que desayunan riñones en todas las partes del mundo.

Joyce escribió, acerca del «Ulises»: «Alguien seguirá leyendo esto al cabo de unos miles de años». Muy cierto. Y Nora, la esposa, no carente de sentido común, dijo: «Jim quiere que vaya con otros hombres para poder escribir al respec­to». También puede ser cierto: ahí tenemos el drama «Exiliados».

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Y si de Trieste pasamos a París, veremos a un hombre gordo y hundido, sentado en un café y comiendo pajaritos fritos. Un pederasta y ex pre­sidiario que, años atrás, tuvo al todo Londres a sus pies y jugó más de lo debido, abriéndolo y cerrándolo, con el abanico de Lady Windermere y habló de la importancia de llamarse Ernesto, esto es, «earnest», que significa serio y formal con Sir Douglas a su lado, joven y apuesto, aun­que Wilde, como todos los genios, ya lo había descompuesto horriblemente en lo que queda de él: «El retrato de Dorian Gray». lPor qué? Porque un artista de genio sabe de qué carece y

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qué precisa, aunque rebase de dones. Fumar es un placer que mata y eso lo sabemos todos los fumadores, pero lqué hacer, mientras tanto? lir a la iglesia? Allí no se fuma. Escribir: lsin fu­mar? Comer. Beber. Hacer el amor. ¿y el ciga­rrillo post-todo-eso? El tabaco «Sir Douglas», con boquilla dorada, eso sí, le mató.

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W. B. Yeats tuvo el capricho de casarse a los 52 años y entonces versificó: «Mi carne y mi sangre son tan sanas como las de cualquier ver­sificador». Pero en 1934 se quejó a un amigo de que su potencia sexual había disminuido. He aquí, pues, a un hombre obsesionado por el se­xo. En sus «Ultimos poemas», habla de «culo», a secas, mientras anteriormente había escrito, con grandilocuencia latinizante, de «el lugar del excremento». Todo un síntoma de decadencia en un hombre como él, que se pasó la vida pen-

. sancto en sus obras y en «la vara del amante y su aporreante cabeza». Sólo a él podría ocurrírsele escribir, para la inmortalidad, un asunto porno­gráfico de quiosco: «The three bushes», donde la querida es reacia al amor físico, pero no al es­piritual, y pide a la doncella que la sustituya -amparada por la oscuridad- ante su amante,mientras ella le ama a plena luz de manera en­cantadora. lQué era, pues, Yeats? Aparte de ungenio, un hombre convencido de que era elcuerpo quien tenía que probar la fortaleza del al­ma. Por eso seguimos leyendo «Una visión»,porque dio a las ridículas historias del sexo unafaceta metafísica y poética que, claro está, nuncaalcanzó Freud.

* * *

Hace muchos -puede que muchísimos años­presencié, en el Ateneo Jovellanos de Gijón, una obra que había escrito un hombre humilde y errante que no era Baroja. Una obra tremenda y desconcertante. En aquel siglo, es decir, an­teayer, la gente, el público, se quedaba alucina­do y no entendía nada de lo que decían, en un escenario mugriento, dos mugrientos personajes llamados, encima, Wladimir y Estragón. Espera­ban a alguien que no llegaba, un tal Godot, y se pasaban dos horas a la espera, como cazadores de patos.

Pasar de «España y yo somos así, señora» o de «Cuán gritan estos malditos» o -si se quiere­las «Rosas de otoño» y las tiernas comedias de Mihura al teatro de este irlandés, era un tránsito duro en aquella vieja dictadura.

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Algunos habíamos leído el texto, donde, en un prólogo Beckett asumía la frase de Joyce res­pecto a la vejez: era «un coño seco y gris». Esto horrorizaba a todas las damas, especialmente a las que tenían el «coño seco», sin entrar en ma­tices de colores. «Esperando a Godot» era una obra teatral impresionante, donde lo esencial era su ánimo y su paisaje. Lo demás ya lo dijo Dante. Los genios, como es bien sabido, no ha­cen más que dar caras nuevas a algunas ideas y textos que les han interesado. «Esperando a Go­dot» es tan memorable como «La Metamorfo­sis» de Kafka. Sólo que los personajes de Kafka luchan con resolución, en tanto que los de Bec­kett resisten sin ninguna. Esperar, es para ellos, como para otros es querer. Se quedan ahí, en el escenario, pero sin estar seguros del motivo. Da la sensación de que están a un paso de descubrir por qué no tendrían que estar donde están ... Es­te sentido estético conecta con el estilo hu­morístico, del que siempre participan sus obras más angustiantes. La desdicha se detalla con tanta minuciosidad, con ramificaciones tan nu­merosas y complejas, que acaba por volverse di­vertida. Wladimir y Estragón esperan a Godot, pero sólo tienen sus botas. En realidad no hacen nada: sólo esperar y decir tonterías, como «fasti­diémonos» o «llevémonos la contraria», etc. Es como si el barco se hundiera y el capitán se de­dicara, en el puente, a mirar las fotos del «Hola» o a charlar de sus hijos, tan guapos y tan listos,con el oficial de guardia. lPor qué? Beckett prac­tica el sano ejercicio de burlarse de la dignidad,de la responsabilidad y de la utilidad del trabajo.La Tierra, henchida de muertos, vuela por el es­pacio y los futuros cadáveres no están para filo­sofías: prefieren no hacer nada. Igual que lospersonajes de Wilde -es curioso- que tampocohacen nada, pero es porque no les gusta, mien­tras que a los de Beckett es porque no hay nadaque hacer que valga la pena. Existe una diferen­cia temporal entre uno y otro escritor, pero «Laúltima cinta de Krapp» tal vez no esté tan lejosde lo que se piensa del «De Profundis», de Os­ear Wilde, que hubiera podido titularse «Last ta­pe», eso es, última cinta. Recordemos que el rey

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Osear Wilde.

William Butler Yeats.

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Wilde, con la cola desplegada -hablo de la cola de un pavo real, no de la colita masculina- aca­bó siendo C. 3. 3., su verdadero nombre carcelario.

Deseo decir, en fin, en favor de mi admirado Wilde -tan afectado, para tantos y tantas- que dijo, mejor y más claro que Beckett, Joyce o Yeats: «El secreto de la vida es sufrir; no es más que fracaso, desdicha, pobreza, tristeza, deses­peración, penas y lágrimas ... » Este dandy bro­mista no pretendía hacer reír a su público. Aho­ra, claro.

* * *

Pretende Wilde y sus tres conciudadanos de Dublín -y toda la verdadera literatura del mun­do- demostrar o exponer un hecho consumado que tan bien expresó Joyce, en la frase que cité al principio de este comentario y que los otros tres secundan: «Podemos llorar a mandíbula ba­tiente». Esta dicotomía del llorar, combinada con lo que habitualmente se entiende con «reír a mandíbula batiente», nos condiciona a pensar, con Shakespeare, con Dostoievski, con Balzac, con Zola, con Flaubert y con los grandes escrito­res que a ustedes se les ocurra nombrar, de cual­quier siglo, que la vida es una tragedia que hace -en su último punto- reír y que las bromas pas­teleras de la gente bienpensante -como la ma­dre-sargento que educó a Rimbaud- conducena un lloro que dura toda la vida. Los padres -co­mo el de Kafka- y las madres -como la aludida,de Rimbaud-, no deshacen el genio de sus hi­jos, pero sí los hacen declarar:

«Un viento maligno arrojó mi ansiedad por desahogarme contra los puntiagudos chapiteles de Nuestra Señora».

lQué quiere decir Yeats, citando la actitud de Descartes, frente a la Virgen María? pienso que el padre, la madre, la familia -en pacífica insu­rrección perpetua- hacen que el artista adoles­cente se estrelle contra los muros de Santa Ma­ría, es decir, de la madre, y que el chico acabe renegando de una fe que buscará siempre y que no encontrará jamás.

En verdad, en verdad os digo que todos los padres y las madres de este mundo desean en­gendrar hijos Notarios o abogados del Estado. No imaginan que aquel niño silencioso y de mi­rada profunda -que les ha estado observando en silencio veinte años-, se decante por la poesía, por el teatro o por la novela. Es algo absurdo. Papa trabaja. Mamá reza. Y los domingos hay que acudir a una iglesia maloliente, donde curas de sotanas malolientes, y coronillas sudadas, te ofrecen una mano húmeda y blanda. «Hola, hijo».

Sales de casa. En el colegio te explican asun­tos que no te conciernen y tan pronto tienes miedo como te da la risa. Por eso se escribió el «Ulises» o «Esperando a Godot». Y también una «Visión», de Yeats, donde se nos dice -res-

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pecto al cielo- que «ninguna costumbre agrada­ble termina». «O sí», añade.

Wilde, por su parte, también dijo: «A nada he llegado, pero algo de perfección he conquista­do». Es una fantasmagórica idea de Platón. Es, también, el orgullo del artista, que tan bien re­flejó Joyce.

* * *

El artista fenece en casa, entre los buenos pa­dres comunes y los educadores del pueblo. Tra­ta de dormir y no lo logra. Las ideas, la vida, el lenguaje, no son los suyos. No le gustan las pier­nas de su madre, bajo el mandil, cocinando ju­días. No le gusta el hombre que entra por la puerta, con olor a cerveza, y se relaja en un si­llón y habla de todo y de nada. No le gustan las hermanas que se visten para ir al baile y estar bonitas y para que un día, corno dice Sartre, «al­guien les moje el vientre». lEs eso el amor?

El artista -dandy o no- tiene sueños de pesa­dilla: lNo se encontrará convertido en un esca­rabajo enorme, como Gregor Samsa? lNo será él un escarabajo estercolero entre gente tan dis­tinguida y tan común, salida de una página de Virginia W oolf? Pero esta chica escribió, en una tarde aburrida, que el gran artífice de este mun­do no sabía escribir -se refiere a la Biblia-, puesto que dijo, en el libro sagrado, que Dios nos dio primero la luz y el sol dos días después.

* * *

Igual que la barca del amor se rompe contra la vida corriente, la literatura sólo es una defensa contra las ofensas de la vida. Madame Bovary y la señora Karenina lo supieron bien. Si una aca­bó tragando puñados de arsénico y la otra fue triturada por las ruedas de un tren, fue porque la historia humana escribió en una pizarra: «Los hijos harán los que determinen sus padres, sus maridos y la sociedad».

Los artistas, desde Homero a hoy, se han re­sistido a la sentencia. Han apelado, sin éxito. Se han exiliado y han muerto pobres, hambrientos y felices, todos, y en especial estos cua- o tro dublineses inolvidables que nos ha-cen llorar a mandíbula batiente.