"Síntesis del primer siglo de Carlismo 1833-1931"

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José Fermín Garralda Arizcun SÍNTESIS DEL PRIMER SIGLO DEL CARLISMO (1833-1931). Luchas y esperanza en épocas de aparente bonanza política Col. Nueva Bermeja nº 12 Pamplona Septiembre, 2013

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José Fermín Garralda Arizcun

SÍNTESIS DEL PRIMER SIGLO DEL CARLISMO (1833-1931).

Luchas y esperanza en épocas de aparente bonanza política

Col. Nueva Bermeja nº 12

Pamplona

Septiembre, 2013

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JOSÉ FERMÍN GARRALDA ARIZCUN

Síntesis del primer siglo del Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza … 2

Autor: José Fermín Garralda Arizcun “Síntesis del primer siglo del Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza en épocas de aparente bonanza política” Año 2013 C/ Arrieta nº 2 31002 Pamplona – Navarra - España [email protected] historiadenavarraacuba.blogspot.com Colección: Nueva Bermeja nº 12

* Queda prohibida la reproducción total o parcial de este trabajo sin permiso del autor * Este trabajo es una síntesis de otro más amplio y más justificado documental y bibliográficamente.

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Síntesis del primer siglo del Carlismo (1833-1931)

Luchas y esperanza en épocas de aparente bonanza política

José Fermín Garralda Arizcun Doctor en Historia

Morella (Castellón), 13-IX-2013 ÍNDICE: 1. Introducción 2. Tema general, ámbito y fuentes 3. Nuestro

planteamiento 4. Tentaciones cíclicas que no hacen claudicar 5. Primera etapa (1814-1833): el pueblo realista y las buenas palabras de los que gobiernan 6. Segunda etapa (1840-1868). Retos durante la época isabelina: demostrar la validez de los principios de la tradición, desvelar los errores de la práctica liberal, y mantener no obstante las armas en alto. 6.1. Retos de etapa 6.2. Don Vicente Pou, debelador del llamado justo medio 6.3. Don Pedro de la Hoz 6.4. Los partidos medios se van 7. Tercera etapa (1876-1909). “El Carlismo no es un temor, sino una esperanza”; “mucha propaganda y modernizarse” (1890-1899): 7.1. La situación; 7. 2. Retos a superar y objetivos; 7.3. La respuesta de los carlistas; 7.4. Aportaciones políticas de don Carlos VII; 7.5. El testimonio de un ex carlista: Juan Cancio Mena. 8. Cuarta etapa. La tradición española durante el destierro de Jaime III (1909-1931): con actualización y perseverancia -y aún sin advertirlo- los carlistas se preparaban para salvar a España de la debacle. 9. Conclusiones

1. INTRODUCCIÓN Esta fiel, fuerte y prudente Ciudad Morella, plaza fuerte de la

hermosísima región del Maestrazgo, puede parecer un regalo de Dios. Entró en la leyenda con el Tigre del Maestrazgo, al que sobrevivió con creces en el tiempo y en la memoria, porque Morella representa a todo aquel pueblo carlista de acrisolada fidelidad.

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Para quien estudie el Carlismo en el Reino de Navarra, ésta ciudad tiene unas resonancias especiales. El Reino de Valencia puede ser el alter ego de Navarra, y Morella el alter ego de la Corte de Estella.

Omitiremos en este trabajo las épocas floridas del Carlismo o de máxima expansión y esfuerzo (1833-1840, 1869-1872, 1931-1939), para centrarnos en aquellas otras épocas más silenciosas, lejos del estruendo de los cañones, en las que los carlistas se pudieron considerar social y políticamente desplazados por los hombres del régimen político que había triunfado en el campo de batalla. Díganselo, por ejemplo, a los desterrados, exiliados y perseguidos, a Vicente Pou y Pedro de la Hoz que vivieron el gran ensayo isabelino –desde luego fallido-, a los carlistas posteriores a 1876, y a los que vivieron la victoria militar y derrota política de 1939 hasta hoy.

Ahora bien, lo que para nosotros fueron épocas floridas, para los contemporáneos eran épocas duras, sintiendo los engaños, la opresión en el ámbito del poder político, diplomático y militar del Estado liberal, y del poder material y social de ciertas minorías. Díganselo, por ejemplo, a Aparisi y Guijarro como insigne luchador que vivió el hundimiento del ensayo isabelino en 1868 y que presentó al Carlismo ante los españoles como la gran esperanza.

En las épocas de catacumbas sociales, la mayoría carlista se reconcentró en sí misma y, aunque hiciesen propaganda, parecía que nada o poco adelantaban hacia el exterior. Ese era precisamente el momento de ejercitar la virtud de la esperanza.

El tema propuesto tiene una gran amplitud y densidad. Por eso tendremos en cuenta estas dos máximas: quien desea decir mucho no dice nada, y quien desea demostrar demasiado igualmente nada demuestra.

Es un hecho psicológico que, ante las dificultades, el hombre suele creer que su situación es la única, la definitiva. Relativizar esto es –entre otras- una de las funciones secundarias de la ciencia histórica. Por eso, y para situar debidamente los hechos, quien se acerca a ellos debe descentrarse de su propia época que le influye, debe leer los testimonios de los hombres y mujeres del pasado, y, desde luego, comprender su momento vital. Quizás ello no sea muy difícil, porque es mucho lo que los hombres del pasado decimonónico manifestaron en su propaganda y prensa, discursos, publicaciones, memorias y cartas privadas…

En el tema que nos ocupa, además de una profundización doctrinal, se encuentran numerosos testimonios personales con un estilo muy propio de la época y una concreta finalidad. Los textos son incisivos, abundan las palabras connotativas y denotativas, los registros lingüísticos son tanto formales como informales según el destinatario, y su lenguaje tiene una función comunicativa referencial o representativa, pero también conativa y hasta expresiva. En los textos, la función estética del lenguaje está siempre en alza. A pesar de las formas, los contenidos muestran que el Carlismo es un clasicismo y no un romanticismo.

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2. TEMA GENERAL, ÁMBITO Y FUENTES.

El tema propuesto: “El Carlismo en el siglo XIX: Lucha y esperanza” es muy ambicioso y extenso, aunque coherente con los “180 años de Carlismo” que se conmemoran este año. Más allá de las evidencias que encierra, no es un tema fácil.

La pregunta a plantear se la hizo el barón de Albi en 1897:

“¿Puede el carlismo triunfar? ¿Es posible nuestro triunfo después de las contrariedades y desengaños que ha tenido la causa carlista en su largo período de lucha?” (1). Interesa centrarse en los períodos de entre-guerras porque la aparente

tranquilidad liberal incitaba a sus oponentes a la claudicación, y los avances de la Revolución liberal parecían dar al traste los principios de la tradición española. Estos períodos de aparente tranquilidad fueron momentos duros para los carlistas. No obstante, a muchas poblaciones les era irrelevante para la vida ordinaria quien ocupaba el Gobierno de Madrid, porque –se decía- “aquí todos somos carlistas”. De todas maneras, dicho períodos, a pesar de sus tonos grises, se convirtieron después en años neurálgicos, por lo que a posteriori se advierte el esplendor y frutos de la virtud de la esperanza.

¿Cuál era el fundamento de la esperanza en Pedro de la Hoz después de la primera guerra? Más tarde, una vez que don Carlos VII pronunció su “¡Volveré!” en Valcarlos en 1876, ¿se mantuvo la virtud de la esperanza a pesar de las enormes dificultades? La paciente y madura labor de Carlos VII tras 1876, ¿se prolongó en los también complicados tiempos del rey Jaime III? ¿Acabaron con los carlistas la escisión integrista en tiempos de Carlos VII y las escisiones minimista y mellista con Jaime III? Ya sabe el lector que los escindidos se volvieron a reunir todos con don Alfonso Carlos I para los carlistas.

Las fuentes utilizadas en este trabajo son los testimonios escritos de los carlistas decimonónicos en la prensa, en folletos y libros, interesando mucho al historiador el contexto de dicha producción documental. Como los testimonios son abundantísimos, elegimos algunos de los más significativos por la pieza documental a la que pertenecen, por el autor y la época. En el caso de los liberales moderados y radicales, y en las minorías que surgen durante la restauración alfonsina de 1874 (demócratas, republicanos, socialistas y nacionalistas), no hay algo parecido al de los tradicionalistas o carlistas.

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3. NUESTRO PLANTEAMIENTO Reflexionemos sobre dos cuestiones para comprender a los

agentes de nuestra historia. Para la lucha es necesario el convencimiento, esto es, la fe

religiosa y los principios divinos y humanos –es decir, lo que las cosas son-. El convencimiento iba unido a la esperanza. Sólo así, se podía vivir

con lealtad y en un quehacer colectivo. Sólo así podía confiarse en el futuro, y fortalecerse con los bienes parciales poseídos y otros aún por poseer. Sólo así el hombre podía actuar con fidelidad y hasta viveza, y tener una vida de sacrificio -esto es, en lucha-, lo que predispone al sacrificio de toda una vida. Por eso los comodones, tantas veces denunciados como conservadores cuando desaparecía el peligro de la revolución fiera, se convirtieron en los ojalateros del Carlismo en tiempos de peligro.

Lucha y esperanza tienen una estrechísima relación, pues quien lucha, espera. También coincide que quien no lucha de hecho tampoco espera. Los problemas de esperanza son problemas de falta de lucha, es decir, de falta de fe.

Ante los hechos que estudia, un historiador no sabe qué admirar más: si la entrega de la vida y hacienda de toda una comunidad, o bien su sencilla perseverancia superando con naturalidad las trampas formuladas, inconsciente o conscientemente, por los que consideraban sus enemigos.

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4. TENTACIONES CÍCLICAS QUE NO HACEN CLAUDICAR

El origen de las trampas que sufrieron los carlistas es diverso: Unas las tendieron directamente las falsas promesas de los absolutistas

fernandinos (1814, 1823 y 1833) y los liberales moderados (1840, 1876…). Otras fueron propias de las postguerras: la persecución, el menosprecio, la

falta de agradecimiento, la necesidad de sobrevivir y acomodarse en el nuevo régimen, o el silencio.

Unas terceras surgieron del dinamismo y lógica de los hechos en los ámbitos civil (el miedo ante la revolución anarquista tras los atentados contra Cánovas, Canalejas, Dato, el arzobispo de Zaragoza, don Alfonso…) y el ámbito eclesial (1851, 1881).

Otras se debían a la necesidad de encontrar grandes personalidades, y al hecho de que algunas eminencias tradicionalistas, como Vázquez de Mella, se tomaron demasiado en serio, es decir, con nerviosismo e insana ansiedad, la vía parlamentaria, tendiendo a realizar finalmente pactos indebidos para sus correligionarios y el mismo don Jaime III (1909-1931).

Por último, otras trampas se derivaron de la psicología social e idiosincrasia de los diferentes pueblos hispánicos.

Tabla 1

1808 1821-27 1833-40 1846 1868 1870 1874 1898 1931-1939 .

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Tabla 2 1808-14 1821-23/1827 1833-40 1846 1868/1872-76 1898 1931/1936-39

. 20 años . . 30 años . 55 años . .75 *Fernando VII (1808-1833) * Isabel II (1833-1868) *Amadeo I(1869-71) * Alf. XII(1874-85) * Alf XIII (1885-1930) * Iª Rep. (1872) * IIª Rep. Carlos V Carlos VI Juan III Carlos VII Jaime III Alf-CI

Sobre los crecimientos del Carlismo (1833, 1846, 1868 y 1931),

desintegraciones (1840, 1849, 1876, 1888, 1919 o 1939) y sus recomposicio0nes (1865, 1889, 1986), se ha hecho eco Jordi Canal (2). Cree que su causa es que a veces se le sumaron otros contrarrevolucionarios debido a la flexibilidad que admite. Así, el temor a la revolución ayudaría a hinchar las velas al Carlismo, mientras que los períodos de calma contribuirían a desinflarlas lentamente. En esta explicación tengo algunos reparos porque no coincide con las circunstancias de cada período y porque hay otros elementos que no se deben olvidar. No insistiremos ahora en ello.

A continuación caracterizaremos las cuatro etapas de entreguerras entre

1814 y 1931, aunque sabemos que del Carlismo se debe hablar desde 1833.

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5. PRIMERA ETAPA (1814-1833): EL PUEBLO

REALISTA Y LAS BUENAS PALABRAS DE LOS QUE GOBIERNAN

Esta es la etapa del bien poseído en la sociedad. En esta etapa no existían

carlistas de este nombre –el nombre carlinos se fue utilizando a finales de la década de los veinte-, pero sí en espíritu, llamándose por entonces realistas, aunque entre ellos hubiese una diversidad desde el barón de Eroles (fuerista), el marqués de Mataflorida (manifiesto de los Persas, algo menos pendiente de los Fueros), hasta el absolutista Calomarde (fernandino y al final carlista). En esta etapa los realistas no se dejaron engañar por las buenas e interesadas palabras de los que mandaban, cuando el absolutismo se consolidaba dentro de España y representaba una falsa restauración antiliberal, que directa e indirectamente originó el liberalismo.

El reto de esta etapa será retomar la tradición española, quebrada por la moda europea del absolutismo y el despotismo ilustrado, así como por los liberales de Cádiz que mencionaron la tradición española para así despistar y colocar mejor su producto innovador y rupturista.

La ocasión de una restauración tradicional se desaprovechó con el Manifiesto de los Persas en 1814 y 1823.

A todo ello, en marzo de 1830 se sumará el asunto de la Pragmática Sanción. De nuevo don Fernando dirá “no” a las leyes españolas al cambiar como lo hizo –olvidando la legislación- la ley de sucesión.

Aunque todos sabemos que para 1833 las posiciones políticas ya estaban marcadas y tomadas, a favor de don Carlos o de doña Isabel según el caso, la oferta de la Regente Mª Cristina en su manifiesto de Madrid, fechado el 4-X-1833, pudo paralizar a no pocas clases ilustradas.

Dicho Manifiesto de la Reina Gobernadora se mostraba continuista respecto al gobierno de Fernando VII –religión y rey por encima de cualquier otro poder-. María Cristina dijo que sí, y luego hizo lo contrario. Quisiera o no, lo hizo.

Tras la primera guerra carlista (1833-1840), cuya importancia fue similar a la última guerra de 1936, y desde el cálculo positivista y oportunista de los políticos, todo conducía a la desaparición del Carlismo.

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6. SEGUNDA ETAPA (1840-1868). RETOS

DURANTE LA ÉPOCA ISABELINA: DEMOSTRAR LA VALIDEZ DE LOS PRINCIPIOS DE LA TRADICIÓN, DESVELAR LOS ERRORES DE LA PRÁCTICA LIBERAL, Y MANTENER NO OBSTANTE LAS ARMAS EN ALTO.

Esta fue la hora de demostrar la verdad de los principios tradicionales,

pero desvelando lo perjudicial del primer gran ensayo liberal. En este período quedó claro y manifiesto para los carlistas que la verdad política estaba en el tradicionalismo y no en el liberalismo

6.1. RETOS DE ETAPA Esta etapa coincide con el destierro de Carlos V, Carlos VI y Juan III. Sus retos se resumen en siete puntos. 1º Afirmar la verdad de los principios políticos y jurídicos y su oportunidad

para España. 2º Desvelar los engaños que sostenían el sistema político liberal. De ésta

manera, no se permitió que el ensayo parlamentario se confundiese con la verdadera representación nacional, ni el liberalismo con la verdadera libertad, ni la política de los listillos y habilidosos con la verdadera política, ni se permitió confundir la tradición española con la práctica absolutista de gobierno del rey.

3º Surgieron pensadores tradicionales de gran talla. Además de Jaime Balmes y Donoso Cortés –realizada su conversión-, entre los carlistas figuran Vicente Pou (1842), Magín Ferrer y Pedro de la Hoz (1844).

4º No se cayó en la tentación del conservadurismo y del llamado justo medio. Don Vicente Pou desveló la trampa de aquella práctica que queriendo frenar el liberalismo sólo lograba que la Revolución avanzase segura aunque a trompicones.

5º Se mantuvo el derecho dinástico de don Carlos, aunque se aceptó el planteamiento del matrimonio de doña Isabel con el hijo de Carlos V.

6º Los carlistas se reorganizaron. 7º Se mantuvo la práctica de la conspiración. El pueblo llano conspiró lo

mismo que las élites liberales y militares conspiraban en los salones de la Corte.

6.2. DON VICENTE POU, DEBELADOR DEL

LLAMADO JUSTO MEDIO. Vicente Pou se propuso denunciar la antigua escuela del llamado justo

medio. La acusó de estar vacía de principios, de seguir un pragmatismo total, su ansia de poder y enriquecimiento, y su gusto por ceder y por congraciarse con la revolución radical.

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Vicente Pou tenía esperanza (3). Exigía los principios tradicionales por ser necesarios al bien común, esperaba que los españoles se desengañasen de las falacias y del oportunismo del partido conservador, y, en consecuencia, confiaba en una acción reivindicativa. Ésta se consideraba posible en cuanto necesaria y aprovechando el desengaño que iba a llegar a muchos españoles.

Para Pou, los moderados eran unos ingenuos o engreídos que se creían con capacidad y maña para detener la revolución ante el abismo al que ellos mismos la empujaban (pág. 60), mientras que –para agravar las cosas-, una vez en el poder admitían falazmente parte de las conquistas de los radicales por prudencia y justo medio.

Los moderados y los radicales eran simplemente una rama del mismo tronco liberal. En ello incidieron los carlistas tras 1840 y después en 1876.

Consecuencia de ello, Pou tomará una decisión política:

“los Españoles castizos jamás se aliarán por una comunión de esfuerzos y de sacrificios con un partido del cual discordan en principios y afecciones, y al que justamente miran como el origen y causa de los males que está sufriendo la Patria” (pág. 92). Estar a buenas con todos, adormecer a los buenos que pudieran cambiar el

sistema, y utilizarles a su favor, era dar dos pasos adelante y uno atrás para así ganar siempre los moderados, y ocultar su liberalismo ante el pueblo español:

Como los defensores del plan del justo medio habían pensado y calculado su proyecto con todo detalle, Pou concluía que, en breve, el Gobierno del pueblo iba a estar dirigido por unas u otras élites desde las ocultas trastiendas de la política.

Según Pou, lo más corrosivo para la sociedad eran las falsas restauraciones y que la revolución se detuviese a mitad de su camino. En efecto, los males se iban a hacer cada vez mayores, en consonancia con el hecho de que los moderados tan sólo buscaban afianzar en la sociedad aquellos principios liberales que el pueblo antes rechazaba.

6.3. DON PEDRO DE LA HOZ Este autor se caracterizó por desvelar los errores prácticos del

Gobierno liberal para, desde ahí, convencer a todos de la necesidad de los principios tradicionales. De esta manera siguió el argumento ad hominem.

6.3.1. El publicista. Pedro de la Hoz y de la Torre nació en 1800 y

fallecía en 1865. Su primer biógrafo fue Carulla (4). Tras sus escarceos liberales de primera juventud, hacia 1822 comenzó a cambiar de rumbo hacia el legitimismo.

Su labor sólo será periodística. No escribió ningún libro pero sí dos folletos reeditados conjuntamente en 1855 (5). Fue director y el alma del diario La Esperanza, fundado en 1844, al comenzar el dominio liberal moderado de Narváez, y desaparecido en 1874. Así pues, este diario sobrevivió al Régimen isabelino al que combatía. De 1865 a 1874 el director de La Esperanza será su

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hijo Vicente de la Hoz. Sobre este periódico existe la reciente investigación de Esperanza Carpizo (6).

Así como leer los escritos de Pou es una maravilla, también los de De la Hoz son un libro de cabecera, más ligero y práctico si cabe que el anterior.

El título del periódico es emblemático para lo que desea transmitir este trabajo: La Esperanza. ¿Cuál era el fundamento de esta esperanza? Esperanza ésta de los carlistas de ayer fundada en la verdad teológica a enseñar, esperanza en Dios, esperanza en la verdad política para España y los españoles, esperanza por el acercamiento político a la realidad de la vida y por juzgar lo cotidiano a la luz de los rectos principios, esperanza por no ceder, por vivir el sacrificio personal como virtud, por los trabajos aparentemente menudos y desapercibidos, por el cumplimiento del propio deber dejando a Dios el crecimiento y los frutos.

Las tesis que de la Hoz denunció como erróneas en 1844 fueron la doctrina de las mayorías parlamentarias y la doctrina de la discusión pública.

Ahora bien, de la Hoz reconocía que no todo era cuestión de ideas, sino que como siempre había problemas de otro tipo menos elevado. Más que las doctrinas desveladas en su trabajo, el problema era la obstinación y terquedad, concretamente del moderado Martínez de la Rosa (o. cit. p. 7, 18, 28). Esto será importante e indica que, según de la Hoz, no pocas veces la palabra escrita o hablada no da fruto ante los contrarios, y que ni la evidencia de los males conlleva la corrección de la ruta de quienes los provocan directamente o en nombre de otros.

De ésta manera, para de la Hoz el problema no era sólo racional, frío, de principios, sino que abarcaba a todo el hombre, incluida la emotividad y pasiones, las costumbres, los vicios o virtudes. Iba más allá del miedo y de las consecuencias algo mecánicas propias de las épocas de aparente tranquilidad social.

6.3.2.Las excusas de Martínez de la Rosa. En primer lugar, ¿qué razones o inconvenientes alegaba Martínez de la

Rosa para no reconocer el gran error de las doctrinas de las mayorías parlamentarias y de la discusión pública de todo?

Las razones o sinrazones de Martínez de la Rosa eran meras evasivas sin fundamento, que de la Hoz refutó con argumentos a posteriori. Dichas sinrazones, desmentidas fácilmente, eran las siguientes.

Según Martínez de la Rosa, el desastre de la política española se debía a: 1º Las imperfecciones y defectos accidentales o secundarios tanto de la ley

como de la política. 2º Los liberales radicales, amigos de sobrepasar todo límite. 3º La malevolencia de la Corte de doña Mª Cristina e Isabel. 4º El carácter irregular y pasional de los españoles. 5º Las maquinaciones de las sociedades secretas y el oro extranjero. 6º Los propios vicios de quienes se metían en la política española del

momento. 7º Por último, el gobierno era imposible debido a la amenaza de la

oposición armada de los realistas, aunque con ello ignoraba que los carlistas habían sido entregados en Vergara en 1839, y que todavía no habían surgido las partidas de 1846-1848 que, desde luego, no podrán compararse con la primera guerra.

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Para de la Hoz todas estas sinrazones eran meras disculpas. Su refutación probaba que el mal político en España no era accidental sino que residía en el mismo sistema político liberal. Sin embargo y a pesar de ello, Martínez de la Rosa insistía en su posición: “proclama(ba) todavía sustancialmente el mismo sistema, y le proclama(ba) con igual certidumbre que antes”. ¿Por qué? El motivo pasaba a la esfera del pensamiento y las emociones, pecando así Martínez de la Rosa de terquedad, como prueba de que, quien caía en el liberalismo político, era como el ciego que no quiere ver…

6.3.3. Los errores del parlamentarismo dominante en

la época. Pedro de la Hoz expuso tres argumentos a priori que demostraban la

falacia del régimen “monárquico-parlamentario”, que lo hacía perjudicial para cualquier sociedad, así como sus desastrosos resultados (p. 28).

Los tres argumentos eran los siguientes: 1º) Los Gobierno europeos decían imitar la moda del parlamentarismo

inglés, pero en realidad no estaban en condiciones de lograrlo por desconocer totalmente sus exigencias.

2º) Convertir todo en política era un gran error, como también afirmar que la opinión pública podía y debía discutir todo y además continuamente (o. cit. capítulo II, p. 37-56).

3º) La teoría de la mayoría parlamentaria perjudicaba radicalmente a la monarquía así como a las libertades de la sociedad.

Por dos motivos este último punto puede tener más calado que los anteriores para el hombre de hoy.

En primer lugar, dicha teoría era contraria a la monarquía. Sobre el gran peligro de las ficciones que ocultaban los errores del parlamentarismo (tan distinto al presidencialismo norteamericano o francés), decía de la Hoz:

“Ahora bien: ¿han podido los hombres inventar un régimen político

más perturbador, más infecundo y ruinoso? Se nos figura que no. Aunque no tuviera más defecto que el de dar á cada uno de los poderes que constituye tan falsa idea de sus facultades, sería ya eterno manantial de públicas desgracias; porque, tengámoslo bien presente, el peor de todos los gobiernos es aquel cuyo nombre y formas exteriores están en oposición con su verdadera é íntima naturaleza. Si las fuerzas están realmente acumuladas en las manos de uno, y se dice que están repartidas con igualdad entre las de dos; si se finge que hay un trono, y el trono no existe en realidad; si al supuesto rey se le dan específicamente facultades que implícita y necesariamente están comprendidas en las genéricas dadas al Parlamento, claro es que habrá creado un motivo de perpetuo litigio entre los altos poderes políticos, un motivo de eternas y sangrientas querellas en el Estado. Puestas en lucha la ficción y la realidad, ni lo ficticio dejará nunca de serlo, ni lo real dejará tampoco de encontrar estorbos en lo ficticio (…)” (o. cit., pág. 75-76) (el subrayado es nuestro). En segundo lugar, la teoría de la mayoría parlamentaria resultaba ser

un mal esencial contrario a las libertades de la sociedad. ¿Por qué? Porque –en síntesis- la mayoría parlamentaria suponía una contradicción, los vicios y mal ejemplo de los políticos repercutían y se trasladaban directamente a la sociedad, el poder de cada diputado y de las mayorías se convertía en excesivo, aparecían

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nuevas oligarquías, encarecía el costo del sistema que se convertía en muy caro para el país, y provocaba la inestabilidad e ineficacia en los Gobiernos de turno. Quizás el hombre de hoy entienda todo esto fácilmente.

El sistema tenía vicios incorregibles, y, según de la Hoz, se había convertido en una oligarquía y dictadura encubiertas. Por evidente, recoge el testimonio del liberal Ríos Rosas fechado el 30-III-1855, que dice así:

“Sí, señores; es preciso empezar por el principio; es preciso decirlo

todo; es preciso decir al país lo que no se le ha dicho en veinte años; es preciso decir que hace veinte años que el partido liberal manda en España y ejerce en la nación una dictadura; que nosotros (los moderados) y vosotros (los progresistas) mandando en el país, hemos sido una perpetua dictadura; es preciso decirle que la libertad no la ha tenido, ni la tiene, ni la tendrá hasta que se hallen los partidos en condiciones diferentes; es preciso decirle que todo lo que se diga fuera de este terreno, de este punto de vista, es MENTIRA, es IMPOSTURA, es DECEPCIÓN” (o. cit., pág. 88). Con todo esto, el carlista carecía de motivos para flaquear en la esperanza,

y para permitir el enfriamiento de su espíritu. Tampoco –decía de la Hoz- podía apoyar política y ocasionalmente a los moderados, pues estos respondían siempre con el desdén e incluso la traición. Aquel carlista que confiase en los moderados, aún ocasionalmente, caería sin duda –dice- en la mayor pasividad y en una invencible inercia.

De la Hoz sigue tajante en su respuesta cuando advierte que, en la práctica, los liberales moderados demostraban que, una vez en el poder político, ponían peor las cosas, agravaban voluntariamente la situación, y actuaban injustamente por cálculo político bajo el pretexto de evitar la irritación de los más radicales.

Con todo lo indicado se puede observar que la lectura de la Hoz es muy didáctica. Quizás los hombres del presente entiendan bien a de la Hoz y puedan comparar la situación de 2013 con la de 1844.

6.4. LOS PARTIDOS MEDIOS SE VAN Las previsiones de Pedro de la Hoz las vio cumplirse Vicente de la Hoz, su

hijo y director de “La Esperanza”. También el ilustre valenciano Antonio Aparisi y Guijarro, defensor de la verdadera libertad y del regionalismo, que avisó con creces sobre el despotismo que se avecinaba. Lo mismo había dicho el liberal Alexis Tocqueville en su libro sobre la democracia en América. Todo se había avisado, y los hechos lo demostraban.

Aparisi y Guijarro mostró la nulidad de los partidos medios o conservadores para detener la Revolución y para ir –como se debía- a la raíz de los males. Se empleó a fondo para mostrar que la virtud de la esperanza se cumplía en el Carlismo. Y lo hizo con una exquisita y hasta lírica vehemencia. Así, tras 1868 afirmaba algo que se repetirá varias veces en la historia de España:

“Los partidos medios se van, oídlo otra vez: todo esto se va. El

sucesor de esto que se va, oídlo otra vez, es la revolución. Si la revolución

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nos coge de sorpresa se desplomará el edificio social con inmenso escándalo y ruina; si no nos coge de sorpresa, en ese caso habrá guerra civil que terminará probablemente con una intervención extranjera. ¡Miseria, humillación, tinieblas, sangre”.

“Más yo no veo en su muerte la de algunos hombres políticos: veo la del partido moderado, la del partido conservador, más o menos liberal; en una palabra, la muerte de los partidos medios”

“(…) después de la gran confusión, ¿quién pondrá orden en España? Después de la gran desolación, ¿quién reunirá en España todos sus elementos conservadores y le dará gobierno estable y ansiada paz y libertad verdadera?” Y continuaba Aparisi y Guijarro:

“A la postre debe triunfar el partido carlista, y no sólo porque es el más numeroso, el más sano, el más entero, el de más fe, sino porque tiene, como ahora se dice, una solución, cuando los demás partidos no tienen ninguna; por eso debe triunfar, porque es el único que puede salvar” Para Aparisi y Guijarro, Don Carlos, llegado al trono, podía salvar a

España si quería, mientras que su primo Don Alfonso no podía salvarla aunque quisiera. Ello era así por dos razones, “1º Porque Don Carlos representa un principio que une y Don Alfonso un principio que disuelve. 2º Porque Don Carlos tiene pueblo y Don Alfonso no lo tiene”. Por eso, observamos que la agonía de España se prolongará hasta 1923, desaprovechando entonces Primo de Rivera la ocasión para resolver los problemas.

Así, apoyándose en Balmes y Donoso Cortés, Aparisi y Guijarro recordará la enorme importancia de los verdaderos principios como base de la esperanza. El Carlismo significaba los buenos principios y la constitución interna del pueblo español. Es más, aquí, en España, no fue el pueblo quien había hecho la Revolución, sino que la Revolución fue la que manipuló al pueblo, siendo los verdaderos revolucionarios una minoría:

pero tenían “las armas y los caudales y los caminos de hierro y los

telégrafos y merced al parlamentarismo que dividió al pueblo míseramente en partidos, está además disponiendo de fuerzas que en verdad no son suyas. ¡Esto es lo más doloroso!

(…) El gran trabajo, la empresa nobilísima del partido carlista consiste en quitar a la revolución las fuerzas que no son suyas, reuniendo a todos los españoles católicos en un solo campo” (El subrayado es nuestro).

Pues bien, esto era toda una verdadera estrategia política (7). También

decía Balmes que el pueblo español era monárquico y que la Revolución se escondía y enmascaraba detrás del trono.

Tras 1868, el Carlismo se presentaba como la única y gran esperanza. Los carlistas, en boca de Aparisi y Guijarro, eran la gran esperanza de España, sabiendo que la España de 1871 no era la de 1808. En 1871 los males eran tan graves que el ambiente liberal en algunos había matado la fe, y en otros la había resfriado, aunque el liberalismo tenía otro gran mal en su seno como era la disolución.

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Para Aparisi y Guijarro (8), los tres grandes auxiliares del Carlismo eran: 1º) la vanidad del liberalismo; 2º) las rudas enseñanzas y grandes vergüenzas de la revolución; y 3º) el fantasma aterrador que de vez en cuando se alzaba en Europa anunciando el gran castigo de Dios sobre los pueblos que apostatan. Su concepción teológica era evidente. De los tres, en 2013 las vergüenzas de la revolución llaman la atención con fuerza. Los tres enemigos del Carlismo, según el valenciano, eran estos: 1º) los recuerdos de la guerra civil –“gloriosísima, pero sangrienta”-; 2º) los intereses de ciertas clases sociales, y 3º) la asombrosa ignorancia y anhelos que explotan los enemigos del Carlismo. Quizás hoy, en 2013, la ignorancia sea el enemigo número uno en la sociedad. Por eso, en su día , Aparisi y Guijarro dirá que se debe explicar a la gente todo para que diga: “pues eso, eso es lo que queremos nosotros”. Por eso, siempre era necesaria “Luz y siempre luz”.

La esperanza de los carlistas primero se concretó en el éxito de la propaganda y de las elecciones parlamentarias lideradas por Cándido Nocedal. No obstante, poco después, debido a las trampas electorales y al engaño del sistema, los carlistas consideraron que no había más remedio que el recurso de la guerra: la tercera guerra de 1872 a 1876, confiando en la debilidad del liberalismo en el poder.

Llegó la guerra, que omitiremos. La pregunta es: finalizada la guerra con el triunfo liberal, ¿el Carlismo podría seguir en pie?

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Senadores y diputados de la minoría tradicionalista, Legislatura de 1871

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7. TERCERA ETAPA (1876-1909). “EL CARLISMO NO ES UN TEMOR, SINO UNA ESPERANZA”; “MUCHA PROPAGANDA Y MODERNIZARSE” (1890-1899).

¿Podrá ser ésta una acción similar a la que convino tras 1940 hasta la

actualidad?

7.1. LA SITUACIÓN ¿Qué fue la Restauración liberal-moderada de don Alfonso de Borbón, que

presumió de católico como sus mayores y liberal como su siglo? Un periodista de nuestro tiempo como López Sanz (9) afirmó que:

“(…) la Restauración (…) fue esencialmente anticarlista, que odió y

persiguió al Carlismo y a los carlistas, trabajó para que dejaran de serlo, por medio del halago, del ofrecimiento, de la corrupción, y si alguno flaqueó y desertó sólo entonces le pareció admirable. Es decir, cuando incurrió en la deslealtad, cuando dejó de ser lo que era, al abandonar las ideas con las que había sido digno y consecuente, hasta que cambió de chaqueta”. Finalizada la primera guerra en 1840 y la tercera en 1876, se presentó la

misma tentación. Tras el famoso “¡Volveré!” de don Carlos VII en Valcarlos el 28-II- 1876, el Carlismo pudiera haber languidecido y muerto. Ahora bien, los carlistas fracasados en tres guerras, sobrevivieron por identificarse con la España de siempre o tradicional. Esta es una identificación que hoy día puede extrañar, pero no podemos extrapolar las sensaciones actuales al pasado: por entonces y salvo excepciones, el Carlismo se identificaba con la catolicidad en la vida pública y política y con la tradición española. Así fue entendido –salvo excepciones- hasta 1940, por lo que los dirigentes del Estado franquista tuvieron una enorme responsabilidad histórica al identificar la catolicidad en la vida política y la España de siempre con un régimen que suponía una falsa restauración.

Hecha esta digresión, digamos que tras 1840 y 1876 el Carlismo no murió ni languideció, sino que se reactivó, sin duda por enarbolar la bandera en la que millones de personas que sentían vivir con rectitud y con gozo, la bandera que según ellos les ayudó a vivir bien y a salvar su alma para la eternidad, porque detrás de toda gran cuestión política se encierra –como señalaba Donoso Cortés- una cuestión religiosa.

El lema de esta etapa fue: “El Carlismo no es un temor, sino una esperanza”. Por tener principios y guardar la esperanza, el Carlismo fue capaz: 1º) de desvelar el engaño que suponía su inclusión táctica en el sistema canovista, engaño espontáneo en los “seguidistas” y calculado en los “listillos”. Así, 2º) el Carlismo hizo fracasar el intento de dicha inclusión, presentada mediante sutilezas y recurriendo a clericalismos de práctica política: por ejemplo, la Unión Católica, el ralliement de León XIII, la confusa unión de los

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católicos (¿con los liberales moderados? ¿con el partido conservador que tenía a los moderados en su seno y dirección?), el mal menor, y el intento final del cardenal Cascajares.

En esta difícil situación, todos los datos indican que los carlistas mostraron una elevada inteligencia e integridad política, una santa libertad cristiana que nada tenía que ver con los conservadores –incluido Pidal- que parecían utilizar a la Iglesia para sus fines políticos. Todo eran sutilezas. Claudicar en la práctica al omitir parte del Programa como la cuestión dinástica o la exigencia de la unidad católica, podía llevar fácilmente al autoengaño en los principios, toda vez que no era la hora de la hipótesis, además se había dado todo en una cruenta guerra, y el liberalismo dogmático estaba en su auge. Del primer pidalismo al liberalismo católico había un pequeño paso, que de efectuarlo suponía el hundimiento en bloque de toda una heroica y magnífica resistencia del catolicismo al liberalismo presentada siempre con ánimo de perpetuarse. Como historiador creo que, por estas razones, Don Carlos y Cándido Nocedal fueron magníficos en su estrategia de no participación parlamentaria entre 1876 y 1890.

Los carlistas no se insertaron en el sistema canovista ni siquiera a modo de procedimiento como les pedía el teórico intelectualizado y pre-mellista Juan Cancio Mena (Pamplona), que citaremos. Ahora bien, tras 1890, pasado el tiempo e impuesto el sufragio individualista universal masculino, nada les impidió mantener su presencia parlamentaria y desde ahí criticar duramente a todas las instituciones liberales.

Por entonces, el Carlismo perdió la simpatía de buena parte de la jerarquía eclesiástica, que era de tendencia alfonsina. Ello se pudo deber a que la primera misión de los obispos era pastorear a los católicos, a que el gobierno moderado mantuvo sus apariencias católicas –hipócritas para los carlistas e integristas-, al derecho de presentación de obispos, y al inicio de ralliement de León XIII. Otra cosa fueron los consejos del cardenal Sancha refutados por José Roca y Ponsa, entre otros publicistas.

Si el lema fue: “El Carlismo no es un temor, sino una esperanza”, es que no podía ser de otra manera, ni en los principios ni en la política del momento. El lema no era nuevo, porque ya lo incluía Aparisi Guijarro en 1871.

El marqués de Cerralbo, elegido jefe delegado de don Carlos de 1890 a 1899, promoverá: “mucha propaganda y modernizarse”. Cerralbo cosechará buenos éxitos, aunque en 1899 –tras la pérdida definitiva del Imperio español- los diputados carlistas cayesen a 2 mientras todos en la comunión-partido conspiraban.

7. 2. RETOS A SUPERAR Y OBJETIVOS. Tras 1876 fue la época de las claudicaciones de no pocos neocatólicos y

gentes acomodadas que habían confiado en el Carlismo para frenar y vencer la revolución violenta. Esta posición se ha repetido varias veces en la historia, como si los carlistas no fuesen capaces de construir. En realidad, el Carlismo no admitió a los llamados transaccionistas, según dirá un escrito de una autoridad eclesial que velaba su nombre.

En efecto, entre los enemigos que hacían una cruda oposición al Carlismo durante la restauración liberal alfonsina, estaban quienes sólo querían defender los intereses temporales en vez de ser también una “agrupación católica y

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amante del Clero y de las cosas sagradas”, estaban los compradores de bienes de la Iglesia, los liberales herencia de familia, los amigos de la política maquiavélica de la razón de Estado, quienes seguían sus vicios, pero también otros dos grupos acomodaticios, que son los siguientes:

“(…) los partidarios de las transacciones y del sistema acomodaticio

de ir tirando y de ir viviendo y haciendo equilibrios entre el campo de la revolución y el de Cristo, adoptando medios prudentes para no disgustar ni á Dios ni al diablo, para no granjearse las enemistades de los buenos ni de los malos, para esperar de Dios que los salve y del diablo que no los atormente, y así no darse frío ni calor por nada, viviendo al día, reconociendo en todo alguna ventaja, aprovechándolo todo en bien de su causa. Tales vividores son los más temibles; de ellos han nacido siempre los traidores á la buena Causa, pues con el manto de la más refinada hipocresía se han engatuzado en las filas de los leales, y con capa ó so color de consultas, canjes ó parlamentos han sembrado la desconfianza y la discordia, sorprendiendo con rematada astucia la buena fe de los hombres de bien y de poco mundo (…).

Hay otros que son hostiles á la causa a tres veces santa por idiosincrasia ó modo particular de ser; por ejemplo, los que quieren ser número uno en todas partes, ó sea jefes de agrupación política, los que parodiando el dicho de César dicen; ó César, ó nada. Menos de sí mismos, engreídos cada día más, enamorados perdidamente de su propia ciencia, se resisten a recibir órdenes de nadie. Tales hombres no vendrán á ser carlistas jamás, porque el Rey ha de ser después de Dios y su Iglesia, después de la Patria, el primero, y ellos no han de conformarse en ocupar ni siquiera el número dos (…)” (10).

Frente a los transaccionistas, don Carlos mantendrá su mismo punto de

vista recogido para 1871 tras la derrota de 1876. Lo hizo en carta a la Junta central católica-monárquica y a otras del Reino en la persona del marqués de Villadarias, desde Francia (La Tour el 8-VI-1879). El mensaje era: adelante sin claudicar en principio alguno; reafirmación de sus derechos fundados en los principios; no reconocer errores inexistentes entre los carlistas donde sólo había acrisolada virtud; reconciliación, política de atracción, y unión de todos los españoles; y exponer los principios con las formas apropiadas para captar voluntades. Todo ello, más la lucha electoral, la parcial renuncia a la vía armada y la renovación de algunos aspectos del ideario, se concretó en el Acta de Loredán de 18797. Los principios españoles darían unidad a todos, frente al principio revolucionario, en realidad extranjero, que sólo podía crear división.

La pregunta de si se podía esperar en el Carlismo cuando tanto tenía en su contra, se la hizo el barón de Albi en 1897:

“¿Puede el carlismo triunfar? ¿Es posible nuestro triunfo después de

las contrariedades y desengaños que ha tenido la causa carlista en su largo período de lucha?” (11). El barón de Albi respondía que sí, fundado en lo siguiente. A diferencia de

los partidos políticos, el Carlismo tenía unos principios fijos é inmutables, relativos a la religión, el regionalismo, y la descentralización. Era el único

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partido o Comunión católico-práctico, y rechazaba ser católico á la moda y encender una vela a Dios y dos al diablo. Súmese a ello que –además- en él palpitaban las grandes hazañas de los mayores. Pero, sobre todo el Carlismo se centraba especialmente en la defensa de los derechos de Dios y de la Iglesia en su totalidad, por lo que tenía una especial protección de Dios,

Hasta aquí los retos.

7.3. LA RESPUESTA DE LOS CARLISTAS 1. La propaganda sirvió para limpiar la falsa imagen política que

los liberales más interesados pusieron al Carlismo. 2. La propaganda sirvió para la reafirmación carlista, para

evitar el retraimiento social de los carlistas, y para abrirse a la sociedad.

Por ejemplo, se exhibieron qué títulos del Reino y personalidades eran carlistas, lo que sirvió para evitar acomplejarse ante aquella burguesía urbana, próspera y quizás algo pedante de la primera revolución industrial, que tendía a despreciar a los carlistas como hombres de campo, alpargata e ignorantes.

3. La propaganda sirvió para tener presente a los héroes de guerra, exaltar a los que dieron su vida por la Causa, afirmar la propia historia, y no negar la posibilidad última del recurso armado. Era necesario ser justos con los mártires y sus familias. No en vano, era conocido el dicho de Tertuliano de que la sangre de los mártires era semilla de los nuevos cristianos. Este dicho se aplicaba a los parientes de los carlistas fallecidos en combate, y a otros que en 1936 sin ser carlistas se sumaron a los Tercios de la Comunión Tradicionalista.

De ésta manera, los carlistas recordaron y exhibieron en su propaganda a los militares que habían tomado parte en la última guerra. Lo hicieron como deber de justicia. Lo hicieron como reafirmación propia, pues no hay cosa peor, más fácil y peligrosa tras un conflicto armado, que la dispersión y desbandada de los soldados. También lo hicieron como forma de oponerse al retraimiento social y político, evitar subordinarse al Régimen liberal triunfante, abrir la posibilidad de una participación parlamentaria, y evitar los innecesarios y falsos perdones ante el vencedor. Recordemos, por ejemplo, que entre los políticos carlistas habrá antiguos militares como el general navarro Sanz y Escartín, entre otros.

4. La propaganda sirvió para que, sin negar el pasado guerrero, sobre todo y tras 1890, prevaleciese la línea política, parlamentaria, laboral y social.

De esta manera, la propaganda también exhibió a los diputados y senadores tradicionalistas. Lo hizo para no quedar al margen de la política y evitar que la comunión carlista quedase desvertebrada en la vida cotidiana y ante un futuro que se reemprendía.

En relación con la prensa, y tras la escisión integrista, quedaron 24 periódicos carlistas, en 1892 disminuyeron a 20, pero en 1896 ascendieron a un total de 33 periódicos carlistas, entre diarios, semanarios y revistas, un tercio de los cuales estaban en Cataluña. El Principado, Madrid y Valencia serán los principales centros editores (Jordi Canal, 2006, p. 101, 128).

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Efectivamente, los carlistas se esmeraron en la edición de prensa y publicaciones. La lista era larga, para llegar a 21 diarios y semanarios en 1908.

Nada más en Barcelona se editaba “La Hormiga de Oro” que era la revista fundada por Llauder en 1884; la librería de esta denominación se fundó en 1885, y su imprenta en 1887. También había dos editoriales en Barcelona como Biblioteca Tradicionalista y La Biblioteca Regional

5. Política de atracción. Esta se desarrolló especialmente en 1890 con el marqués de Cerralbo. La propaganda carlista demostró que todo lo bueno que unos y otros católicos y españoles veían en los programas políticos que no eran propiamente católicos y españoles, era contradictorio a dichos programas, impropio de dichos partidos, y propio del Carlismo. En este sentido, la política de atracción fue fundamental.

6. Política de organización. El Carlismo superó su comprensible crisis inmediata a 1876. Le favoreció la ley de asociaciones de 1887 y el sufragio universal de 1890, como también favoreció a republicanos, socialistas y nacionalistas.

La modernización y la organización carlista, iniciada por el marqués de Cerralbo en 1890, era perfecta en 1900, que fue su momento álgido. Era una organización temible y admirable según el diario posibilista El Globo, y según el representante del Vaticano en España, Aristide Rinaldini (Jordi Canal, 2006, p. 98).

Así, el Carlismo de 1890 a 1900 se esforzó por consolidar espacios propios o sociedades legitimistas, y de 1900 a 1910 “se lanzó también, en la medida de sus posibilidades, a la conquista del espacio público” (Canal, 2006, pág. 36). Para 1900, ante la inhibición de don Carlos en preparativos militares con ocasión de la guerra de Cuba y Filipinas, se había cerrado el ciclo insurreccional.

En 1896 había 2.462 juntas, sobre todo en Cataluña, País Valenciano, País Vasco, Navarra, Madrid y Aragón (Jordi Canal, 2006, p. 101, 126).

El círculo, después de la familia, fue una realidad social básica en el desarrollo carlista, y tenía funciones políticas, educativas, formativas, asistenciales, de piedad y lugares de sociabilidad (cohesión y esparcimiento).

7. Se mantuvo la estrategia política aunque sin permitir que su mala práctica atentase a los principios. La práctica política que atentaba a los principios fue la del catolicismo liberal, desenmascarado por Gabino Tejado en su libro titulado “El catolicismo liberal” de 1875.

8. Se mantuvo la propia organización política esencial, esto es, dando al César lo que es del César. Otro problema tras 1876 fue la tentación de sumarse a la Unión Católica, organizada por el alfonsino marqués de Pidal y movida por algunos beneméritos obispos. Esta asociación fracasó por impolítica y porque los carlistas se inhibieron de ella. Se creó en 1881, tenía su propia organización y prensa, y hasta iba a tener sus políticos. A pesar de quienes intervinieron en ella, por parte de Pidal fue una operación infructuosa para arrebatar las masas honradas al Carlismo.

9. Tras 1876, y no por herencia de la Unión Católica sino por los consejos de León XIII en la encíclica Cum multa, fue la época de la unión de los católicos, aunque también ésta se planteó bajo bases impolíticas, equívocas y poco militantes.

En realidad –los hechos al fin desengañan- muchos que defendían la unión de los católicos, pretendían realmente que los carlistas dejasen de ser tales carlistas, para que estos diesen vida a las decrépitas instituciones políticas

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vigentes y para que se mantuviese el régimen alfonsino en lo que tenía de dinástico y de católico-liberal.

Además de la desunión de los tradicionalistas en 1888 (integrismo) y 1919 (mellismo), también fue la época de las frecuentes divisiones de los liberales moderados en canovistas, mauristas, silvelistas, polaviejistas, regeneracionistas…

10. Problema integrista. A los pequeños cismas o separaciones de los cabreristas, y luego los que siguieron a Pidal (pidalismo), en 1888 tuvo lugar la importante escisión integrista, liderada por Cándido Nocedal y el diario “El Tradicionalista” de Pamplona, que –creo yo- no supieron dar al César lo que es del César.

11. Fue la época de los conatos reconocementeros, fruto de un incipiente ralliement de León XIII. Decimos incipiente porque si bien es cierto que León XIII realizó un acercamiento de la Iglesia a los poderes constituidos, su proyecto para España no llegó a los límites aplicados en Francia de exigir el reconocimiento de la III República, política ésta que fue un desastre en el país galo. En España, el cardenal Sancha de Toledo pretendió desvincular a los sacerdotes de su diócesis respecto a Don Carlos para aproximarlos así de alguna manera a los poderes constituidos.

La fidelidad a una dinastía como la carlista, la lealtad a los mayores, el olfato político del pueblo carlista, y la experiencia política, originaron un posicionamiento político único en Europa y no entendido por la Santa Sede aunque respetado.

Los carlistas debieron resituar debidamente los gestos de León XIII de acercamiento a la España oficial, para que no se les minase el legítimo terreno político. Aparentemente parecía que los defensores de la Iglesia frente al liberalismo moderado eran perjudicados por la actitud de León XIII de acercamiento a los Gobiernos constituidos. La legitimidad extrínseca era un invento de los posibilistas como Juan Cancio Mena, que contradecía al concepto y realidad de legitimidad política. Sin embargo, y a pesar de las apariencias, ahí estaba la ímproba labor publicista en este sentido de José Domingo Corbató (12) y de José Roca y Ponsa, demostrando que los carlitas no debían de temer a la política o diplomacia vaticana, pues ésta tenía su propio ámbito, aunque algunos gestos de León XIII no les gustasen lo más mínimo. En este punto, los carlistas sí vivieron la legítima autonomía de las cosas temporales respecto de la Iglesia, lo que no hicieron los alfonsinos más conservadores. Por su parte, el laico Polo y Peyrolón llegó a preguntar a ciertos obispos si ante los gestos de León XIII podía seguir siendo carlista, y la respuesta fue absolutamente afirmativa.

Sin duda, los carlistas salieron airosos de esta prueba. Otra cuestión es que los gestos de la política vaticana no tuviesen por qué ser los mejores para sus hijos que estaban dispuestos al heroísmo en la vida ordinaria e incluso la legítima defensa armada; quizás la política vaticana tuviese un “vuelo bajo” mientras que el vuelo necesario era –así se vió con el tiempo- un vuelo no poco más alto.

Pudo ser desorientadora y hasta pésima la postura de un clericalismo insano que confundía los gestos políticos y diplomáticos de la Santa Sede con lo que los católicos españoles debían hacer como tales. Esto sobre todo lo sufrieron quienes, huyendo de la política para buscar bases más anchas, se refugiaban en las asociaciones de piedad, con peligro de convertir a éstas en un elemento

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indirectamente político. Así ocurrió con la fracasada Unión Católica. El lector podrá pensar si este es también el problema de la España actual.

Tras 1876 fue la época de unas instituciones políticas oficialmente católicas, aunque en este sentido los Gobiernos dejasen mucho que desear. La pregunta es si las instituciones españolas eran propiamente católicas con el art. 11 de la Constitución y con aquellas libertades de perdición que toleraban más de lo debido y –además- otorgaban derechos civiles a la difusión pública del mal moral y de la herejía. Sin duda, y para el sentir de la Iglesia, no eran debidamente católicas, pues, a diferencia de lo que señala cierto autor, los obispos mantuvieron en el tiempo su rechazo a dicho artículo 11; otra cosa es que repitiesen este rechazo todos los días. Por otra parte, los liberales no sólo eran responsables de lo anterior, sino que elevaban su práctica liberal al ámbito de los principios para, al final y con el paso del tiempo, incluirlos en la legislación.

El Carlismo respondió a tales sutilezas mostrando el error de la obediencia sin limitación a los poderes constituidos de hecho, y mostrando también su obediencia al rey don Carlos que mantenía la reclamación de sus derechos y de los principios católicos aplicados a la política, así como de los tradicionales de España.

Mucho debió de agradecer la España tradicional a los esfuerzos y fidelidad de esta Rama de la Dinastía de Borbón que había dado todo de sí, y que aparentemente había fracasado en sus grandes intentos. Quizás y en el peor de los casos, esta entrega le permitía ceder sus derechos con una humana honorabilidad. Sin embargo, ni esta Dinastía cedió sus derechos, ni fracasó en el intento más importante de todos, como era aglutinar sin fisuras y por ello con proyección de futuro, al pueblo que no admitía la Revolución y además le hacía frente. De ahí los frutos, estos es, los voluntarios carlistas de 1936, aunque tras la Victoria militar fuesen traicionados por significativos compañeros de trinchera y -sobre todo- por los que se enroscaban en la retaguardia. El reciente libro de Requetés de Pablo Larraz y Víctor Sierra lo muestra bien claro.

12. El malminorismo. Esta práctica política fue insistente para apoyar al partido conservador

frente al radical, ignorando así que ambos partidos eran liberales, y que el partido conservador hacía el juego al radical. Esta práctica fue desvelada por muchos publicistas, entre los que destaca José Roca y Ponsa (13).

13. Mantener los principios. Además de lo ya dicho, los carlistas se propusieron mantener los

principios, lo que les permitió vivir y trabajar con la virtud de la esperanza. Apliquemos aquí de alguna manera el aforismo de que el justo vive de la Fe. Pues bien: ¿cuáles eran dichos principios? Intentaremos identificarlos con una sucinta explicación.

13.1.Unidad Católica. El Carlismo mostró la necesidad de la Unidad Católica vulnerada en el art. 11 de la Constitución de 1876. Este artículo fue condenado por Pío IX y todo el Episcopado español en bloque. España estaba en tesis católica y a ella debían amoldarse las instituciones y la legalidad vigente, y no la sociedad y las leyes a los intereses y luchas entre partidos políticos.

13.2. La verdadera libertad es incompatible con el liberalismo. 13.3. Se rechazan las llamadas libertades de perdición. 13.4. El liberalismo engendraba siempre la anarquía y ésta el

cesarismo.

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Ello era así porque “todo liberalismo es una oposición constante y sistemática contra todo género de autoridad”. También hacía lo mismo el catolicismo liberal, que consideraba la autoridad como un mal necesario en vez de un elemento esencial –y por ello bueno y querido por Dios- de un gran bien que es la sociedad.

13.5. Los Fueros regionales eran incompatibles con la unidad política (unitarismo racionalista) y “soberanía nacional” establecidas por las Constituciones liberales.

El llamado catalanismo no era la respuesta que se deba dar a Cataluña, porque el catalanismo:

“ha salido de su puesto y por eso sólo sirve de estorbo; vuélvase á su

lugar primitivo, no se salga de su esfera, no pise terreno para él vedado, y entonces esa escuela no solamente no será perniciosa, sino altamente laudable” (14).

Es decir, el catalanismo sólo podía prosperar como escuela literaria,

artística e histórica, y era bienvenido con la condición de que “no se meta poco ni mucho en política”, es decir, que no sea “nunca política ni social”.

Como señala un autor: “La lucha entre carlismo y catalanismo era, por lo tanto, inevitable y la confrontación se endurecía con la proximidad” (Jordi Canal, 2006, p. 219), aunque en las Bases de Manresa de 1892 los catalanistas tomaron lisa y llanamente el programa carlista.

13.6. La democracia era un error teórico y práctico, y desde luego no era practicada por el liberalismo por mucho que lo cacarease y defendiese, pues tal democracia caía en la oligarquía, el caciquismo, la partitocracia y el dirigismo.

13.7. El sistema parlamentario era un error teórico y práctico, que ni es ni podía ser representativo de la sociedad organizada aunque el sufragio universal (individualista) masculino se hubiese implantado en 1890.

Los carlistas afirmaban una sociedad organizada, y además sus familias constituían y representaban una sociedad completa, con todas sus profesiones, sectores e intereses, y como tales querían ser representados. En realidad, antes y después de 1890, España vivió un período de trampas electorales sujetas al gran elector (el ministro de la Gobernación era el muñidor de elecciones), al encasillado antes de las elecciones, y al pucherazo, singular acto que se desarrollaba en el colegio electoral.

13.8. El liberalismo era contrario al patriotismo. El liberal afirmaba al individuo aislado y pretendidamente soberano, al

partido político por el que aquel accedía al poder, la Constitución cambiante a voluntad, y la lucha parlamentaria, lo que no podía elevar los sentimientos ni exigir el último sacrificio.

13.9. Los derechos a gobernar el Reino pertenecían a Don Carlos.

Salvador Morales recordaba el “¡Volveré!” de Carlos VII en Valcarlos el 28-II- 1876, preguntándose si seguía vigente toda vez que don Carlos no había firmado tratados internacionales, ni solicitado empréstitos, ni organizado un Ejército. Para Morales (15), el “¡Volveré!” de Carlos VII seguía en pie, porque:

“(…) vemos avanzar por el mar de la política olas de tempestad,

mientras retumban en el espacio el trueno del descontento universal, los

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clamores del pobre hambriento y abatido (…) vemos la administración pública desmoralizada, las costumbres en perpetua licencia, el vicio alardeando ostentación en frente de la virtud humillada, rotos todos los resortes de los vínculos sociales, gobiernos desatentados é incapaces sucediéndose unos á otros porque así lo estima su propia conveniencia, y por encima de tanta miseria, de tanta depravación, de tanta ruina, el espíritu público, harto ya de la farsa liberalesca, buscando y pidiendo un hombre que ponga freno á las concupiscencias de arriba y á los exterminadores propósitos de abajo; un magistrado que castigue sin contemplación y premie con largueza; un rey cristiano (…) ¿Y quién puede ser ese hombre, ese magistrado, ese rey que la opinión pública reclama á grito herido? (…)”

Tras esta situación de necesidad, la promesa del “¡Volveré!” no era una

promesa irrealizable. Quien opone que es irrealizable:

“ni sabe de lo que es capaz el que la dijo, ni conoce al partido carlista, ni se ha hecho cargo de la situación actual de España.

Nosotros, teniendo en cuenta todas esas circunstancias, nos atrevemos á afirmar desde luego que aquella promesa habrá de trocarse en realidad si España quiere existir y renovar sus día de gloria y de grandeza incomparables.

Volveré es, pues, más que una promesa vaga; es un juramento solemne, una esperanza consoladora, una realidad próxima y venturosa”. Después de recordar la inestabilidad, los actos de fuerza, los embrollos etc.

de la legalidad liberal, la pésima gestión económica, la Deuda pública, el empobrecimiento, quien firma como “Un hijo del pueblo” (16) dirá en 1896:

“¿Preguntáis todavía por qué somos carlistas? Porque somos

católicos, españoles, monárquicos y hombres honrados”. Los carlistas saber sacrificar su vida por la Causa que defiende, los liberales jamás. “¿Por qué somos carlistas? Porque el carlismo salvará a España y muy pronto, pues el liberalismo es árbol seco que está dando sus últimos frutos. A quien Dios quiere perder, primero lo ciega, y los liberales están ciegos; señal evidente de que en breve pasarán á la historia para perpetua execración de todo espíritu viril y recto”. 14. La carlistas crearon una sociedad dentro de otra sociedad,

gracias a la familia, la transmisión de padres a hijos, la importancia de la mujer, los Círculos iniciados por el marqués de Cerralbo, la conexión entre jóvenes y veteranos, las asociaciones, la prensa, propaganda (“retratos, bustos, tarjeras postales, sellos, papel de fumar, etiquetas, libros, folletos, revistas, diarios, banquetes, viajes” Jordi Canal, 2006, p. 157), la vida ordinaria y electoral. La importancia de la juventud que bebía la experiencia de los mayores, y de las margaritas que unían la familia y transmitían la sabia cristiana y familiar, eran del todo significativas en la configuración de la sociedad carlista y garantía de su Esperanza.

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7.4. APORTACIONES POLÍTICAS DE DON CARLOS VII

Un Carlismo no monárquico era una ilusión. Tras 1876 el Carlismo se

mantuvo en buena parte por la personalidad y aportaciones del rey Carlos y el rey Jaime. Sin la aportación personal de don Carlos VII la situación de la Tradición española hubiese sido muy diferente, y quizás inoperante. Señalemos algunas importantes aportaciones personales de don Carlos:

1. Mantuvo la esperanza, porque afirmó que sus principios

suponían el rechazo de la revolución racionalista. 2. Afirmó que se podía ser católico sin ser carlista pero que no se

podía ser carlista sin ser católico. 3. Declaró su fidelidad a la Iglesia, proponiéndose no dar un paso

más allá que la Iglesia en los temas en los que ésta tenía jurisdicción exclusiva, mientras defendía la potestad exclusiva del gobernante en las materias sólo temporales. Cumplió el dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Es decir, mantuvo sumisión a la Iglesia en el terreno religioso y al rey en el político.

4. Mantuvo la unidad católica, recordando que ésta no suponía el espionaje religioso ni el restablecimiento de la Inquisición, aunque nada tuviese contra ésta. Recordemos que el integrista Ortí y Lara escribió un interesante y bien trabajado folleto en defensa de la Inquisición, lo que sin negar el tema ni los contenidos de aquel no fue hecho por ningún carlista.

5. Reconoció que la unidad católica no era el único tema político del católico, sino que también había otros que no se debían ignorar si se quería ejercer el buen gobierno. Se refería a los restantes principios del lema, incluida la legitimidad o derechos del rey.

6. No admitió que los clérigos, a través de la Unión Católica, se entrometiesen en materias políticas destinadas al gobernante cristiano.

7. Identificó el Carlismo con España. Don Carlos decía en su manifiesto firmado desde Loredán el 10-VII-1888,

que: “España está sedienta de justicia, de orden, de libertad para el bien,

de autoridad moral y recta. Nuestro partido es la reserva que, bien organizada y disciplinada, puede dotarla de todos esos beneficios”. 8. Mantuvo sus juramentos de los Fueros en Guernica y

Villafranca, y su devolución de los Fueros a los Reinos de la Corona de Aragón.

9. Mantuvo la titularidad de la Corona y sus derechos desde el destierro.

Mantuvo la legitimidad monárquica de Derecho a pesar de que León XIII y la jerarquía reconociesen a don Alfonso. Así mismo, rechazó el plan del cardenal Cascajares en 1895 de “acabar patrióticamente con el carlismo, para consolidar en el trono a Alfonso XIII”. En la vida cotidiana la comprometida palabra “Rey” –que era equívoca ante los alfonsinos- era sustituida por el título de “Duque de Madrid”, y en las publicaciones se indicaba una “R.” para referirse al Rey.

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10. Gobernó desde el exilio mediante disposiciones, sin intromisiones, animando, siempre en positivo, mostrándose agradecido.

11. Instituyó la Fiesta de los mártires de la Tradición, y lo hizo desde Venecia el 5-XI-1895

12. Recogió y conservó en el palacio de Loredán (Venecia), expuso y difundió, las Banderas de sus Ejércitos.

13. Premió a sus leales mediante la concesión de títulos nobiliarios. 14. Difundió con simpatía y sencillez la propia imagen mediante

autógrafos entre los más próximos. 15. Vivió con una forma de verdadera majestad en el palacio de

Loredán en Venecia. 16. Creó la figura del jefe delegado o representante del rey con

amplios poderes, distinguiéndolo del jefe de la minoría parlamentaria. Pues bien, Nocedal y sobre todo Cerralbo comprendieron que sin

posibilidades en el ámbito militar, sólo era posible la acción política en la que todo estaba por hacer.

17. Insistió en la importancia de la prensa como elemento de difusión, prestigio, y aglutinamiento de los leales. Para ello puso paz entre los periódicos La Fe, El Siglo Futuro y El Fénix durante la década de los ochenta. También fundó el periódico El Correo Español en 1880, según carta a don Luis María de Llauder (Venecia, 20-IX-1880).

18. Renovó algunos aspectos del Ideario, lo que se concretó en el Acta de Loredán de 1897.

19. Del justificado retraimiento político tras 1876, en 1890 se pasó a la necesaria participación electoral.

Así pues,

“el movimiento liderado por don Carlos, (…) no sólo habría sobrevivido a la escisión integrista, sino que, fundamentándose en un peculiar proceso de modernización política, recuperó en la década de los noventa una parte del terreno perdido. No fue ni la primera vez ni tampoco la última en que, en la historia del carlismo, iba a anunciarse y escenificarse su “muerte” y posterior “resurrección” (Jordi Canal, 2006, p. 79)

7.5. EL TESTIMONIO DE UN EX CARLISTA: JUAN CANCIO MENA E IRURZUN.

Juan Cancio Mena (Pamplona 20-X-1834, Pamplona 26-IV-1916) era un

navarro que fue isabelino, luego neocatólico, en 1869 carlista militante, y en 1878 se distanció del Carlismo para, desde 1909, mostrarse próximo al mismo.

En 1877, afirmando no obstante todos los principios carlistas, pretendió que los carlistas se uniesen en un frente antiliberal y entrasen en la política oficial, pero omitiendo en las elecciones el tema dinástico aunque pudiesen reconocer a don Carlos. Quizás aquí se aplique el dicho de que, “quien tuvo, retuvo”, o, dicho a la inversa, quien careció de sentimientos dinásticos en su juventud también se desembarazó de ellos en el momento del esfuerzo tras 1876. Mena no podía estar así entre los fieles carlistas. Fue a modo de un pre-

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mellista. Por varios motivos, los carlistas –el periódico La Fé- y el propio don Carlos rechazó esta actitud y posicionamiento.

El primer artículo de Mena fechado el 20-VII-1909 (17), era el más breve y lo escribió con motivo del fallecimiento de Carlos VII. En él Mena afirmaba la saludable pervivencia del Carlismo y los carlistas, y la necesidad que la sociedad española tenía de ellos, debido a su espiritualismo y principios, a sus virtudes cristianas y humanas, y por tener como objetivo y fin el bien común integral:

“(…) el carlismo no morirá, porque no es un adjetivo incorporado á

un hombre (nota: se refiere a don Carlos VII) sino el símbolo de principios que podemos llamar fundamentales en su esencia, dogmáticos en cierto modo, y porque sus defensores, según decía Cánovas del Castillo en su prólogo al libro sobre los Vascongados de Rodríguez Ferrer, son gentes que de veras y no de burlas antepone su convicción, su fé religiosa á todo material interés y á todos los sentimientos mundanos.

Es indudable, pues, que el carlismo no es hoy un partido, no es un accidente, sino que es un elemento político con determinados dogmas, por más que para definirlo y determinarlo como partido hubiera que señalar fórmulas prácticas que pusieran en buena luz sus procedimientos gubernativos; pero prescindiendo de la idea que entrañan tales consideraciones, y apartándonos de todo prejuicio y de cuanto puede parecer simpatía ó apasionamiento, nos atrevemos á decir que aun cuando Don Carlos ha muerto no ha muerto ni desaparecerá el carlismo, ya que no como amenaza de guerra como defensor de determinados principios que son alma de las instituciones públicas, garantía del orden social y espíritu moralizador de las costumbres. Es preciso que lo reconozcamos imparcialmente, ha pasado la hora de burlarse de los carlistas como hombres enemigos del progreso, menguados de ciencia, faltos de patriotismo y reaccionarios sistemáticos, porque entre sus hombres brillan profundos pensadores, oradores elocuentes y una masa sana, no contaminada por el materialismo corruptor”. A continuación, Mena señala dos virtudes del Carlismo y los carlistas. La

primera, su actividad política y parlamentaria, electoral, publicística y periodística, en las que el Carlismo, “que tiene su razón de ser, independientemente de formas y dinastías” –dice Mena como en 1877-, “hoy utiliza los derechos que le conceden las instituciones fundamentales y las leyes, dentro del órden constituído”. La segunda virtud del Carlismo era que “es á la vez un dique en el que se estrellarán siempre las corrientes anárquicas” -que no sólo anarquistas-. Por eso, aunque don Carlos haya muerto, “no morirá el carlismo, sino que vivirá bajo uno ú otro nombre”. Ese nombre sabemos que será jaimismo, por el nombre del rey Jaime.

Algo similar escribirá Mena en 1911 (18). En el segundo artículo del 10-VIII-1909 (19), Mena consideraba al

Carlismo una realidad política sólida, limpia, y necesaria para la sociedad por sus principios y procedimientos. Decía así:

“No ha sido un partido, sino algo más grande que un partido, ha sido

una comunión de creyentes que oficiando dentro de la más perfecta legalidad y agena á toda responsabilidad política, de hombres de fé,

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incapaces de traicionar los dogmas que profesan; han pagado un solemne tributo póstumo á la memoria de quien fue el símbolo viviente de su bandera, el caudillo de su campaña, el irís de sus esperanzas de ayer, de hoy y de mañana, que no se encierran en una fórmula, porque esperan el resurgir de un nuevo día, para que España, bajo una ú otra forma haga luz en las tinieblas del presente; que sea la resurrección de una patria oprimida, vilipendiada, escarnecida, no ya por los gobiernos que la rigen y á quienes se carga siempre toda la responsabilidad, sino por un estado social detestable, producto de las propagandas impías y disolventes que se hacen á la sombra de instituciones viciosas ó deficientes, y programas de una libertad licenciosa que estrecha los horizontes del verdadero derecho, que envenena la atmósfera política, que asfixia los espíritus, que extravía la opinión pública y cede en mengua del verdadero pueblo; el que calla, el que sufre, el que trabaja; que es inmensamente mayor que el que constituyen esas colectividades callejeras, ignorantes de crasa ignorancia, exentas de toda fé, apasionadas hasta el delirio, turbulentas hasta el desenfreno, y destructoras de todo orden social. Ese tributo pagado á la memoria de Don Carlos de Borbón y de Este no ha sido el de un partido que aspira al poder, que conspira en los antros, que acecha al enemigo para clavarle alevosamente un puñal, que desea el mal de nadie, que no repara en medios para lograr su fin, que no aprovechará nunca las crisis de la patria para agravarlas con temerarios levantamientos, porque su fin es el bien público, la solidez de los poderes, la justicia en las leyes, la pericia en los gobernantes, la pureza en la administración, la armonía en todas las esferas sociales

(…) Lo repetimos, no es un partido que perturba, ni que esgrime las armas vulgares de la política al uso, sino una comunión restauradora no ya de dinastías, ni de formas de gobierno, sino de los fundamentos sociales quebrantados por una revolución permanente, insana, satánica que empezando por negar á Dios, por combatir la familia, por hacer la guerra á la propiedad y por resistir todo vínculo moral, sigue por asesinar, por robar, por profanar los más sagrados intereses y hacer imposible la vida civilizada, y hasta la vida material (…)”. En su largo testimonio se observan los resabios reconocementeros,

legalistas y oportunistas de Mena, algo polarizado en presentar al Carlismo como un partido no faccioso, en mostrarse algo distanciado del mismo (”sin ocultar nuestras convicciones en nada ni para nada”), y afirmando la necesidad de “que (el Carlismo) respete siempre el poder constituído sin discutir su legitimidad extrínseca mientras ese poder subsista, mientras la revolución no lo destruya, que si se le deja avanzar, lo destruirá”. Sin duda ello es herencia del sector carlista que no quería la guerra en 1872, y a la situación de derrota carlista de 1876, en la que Mena se oponía a que el Carlismo fuese silenciado durante la aparente paz.

Un hijo de Mena, Ignacio Mena y Sobrino, casi fue elegido como jaimista diputado a Cortes por Burgos en 1914. Ocurrió dos años antes de fallecer su padre (20), quedando por encima de los dos candidatos ministeriales. El vencedor, que llevaba representando a la ciudad en 11 legislaturas durante 25 años, le ganó por tan sólo 28 votos. Otro hijo suyo de sus segundas nupcias con Francisca Sarasate (hermana del famoso violinista y compositor), Joaquín Mena y Sarasate, también militó en las filas tradicionalistas o jaimistas.

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Banda carlista de tambores y cornetas, Morella septiembre de 2013. En el acto de homenaje a don Ramón Cabrera, “el tigre del Maestrazgo”

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8. CUARTA ETAPA. LA TRADICIÓN ESPAÑOLA

DURANTE EL DESTIERRO DE JAIME III (1909-1931): CON ACTUALIZACIÓN Y PERSEVERANCIA -Y AÚN SIN ADVERTIRLO- LOS CARLISTAS SE PREPARABAN PARA SALVAR A ESPAÑA DE LA DEBACLE.

Esta etapa no siguió a una guerra, sino al fallecimiento en 1909 de ese gran

rey que entró en la leyenda, y que fue don Carlos VII. Con Jaime III se fortaleció el planteamiento teórico y práctico del

Regionalismo carlista frente al nacionalismo separatista periférico vasco y catalán (Vázquez de Mella y Víctor Pradera). Se explicó con detalle qué era la Tradición. Se identificó la nación española ante el desconcierto que conllevó el desastre de 1898. Se exigieron los derechos de la sociedad ante el poder civil, los cuerpos intermedios, la libertad municipio y las Regiones, y la verdadera representación frente al gobierno de las oligarquías. Surgieron activistas sociales frente al obrerismo revolucionario, como fueron Ramón Sales -fundador del Sindicato Libre en Barcelona en 1919-, y Estanislao Rico –director del semanario carlista “Reacción”-. Ambos salieron del jaimismo y actuaron junto con trabajadores agrupados en él. Sales será torturado y despedazado por los anarquistas en 1936. Dichos Sindicatos Libres no eran específicamente carlistas, y se extendieron después por Cataluña y otras zonas de España.

Los jaimistas sufrirán las consecuencias y desgaste de su participación en las luchas electorales. El pueblo tradicional perderá vigor y su tradicional costumbre reivindicativa. En Navarra, Jaime del Burgo Torres recordaba que, en la IIª República, los políticos regionales carlistas aparecían ante los jóvenes algo así como diluvianos. Algunos de los dirigentes parlamentarios carlistas caerán presos del deseo del triunfo y la eficacia parlamentaria. Primero sufrirán la escisión del llamado minimismo de Salvador Minguijón en 1914. Mientras tanto, Vázquez de Mella hacía poco a poco su propia política dentro del jaimismo, buscando sobre todo y para ello un marco de relación política con las fuerzas derechistas del Régimen existente. Quiso dirigir a don Jaime III y rebajar –no abandonar- la exigencia dinástica. Poco a poco llegó la escisión mellista en 1919. Si Mella quiso el triunfo “del proyecto político carlista como auténtica alternativa de cambio de sistema” (De Andrés, 2000, p. 247), al final prescindió de don Jaime III. Eran momentos difíciles tras el desastre de 1898 y la ocasión desaprovechada por don Carlos, pero también eran difíciles por las peculiaridades de don Jaime, el empuje revolucionario y nacionalista, y por la amenaza anarquista; sin embargo, el pueblo tradicionalista siguió fiel a don Jaime.

Abierto el posibilismo como sistema, se llega a una graduación de posibilismos encadenados (De Andrés, 2000, p. 256). Primero, Mella redujo la verdadera alternativa política a la regeneración de España. El partido especulativo de Mella cayó al final en la tentación de convertirse en un regeneracionismo más. Luego, el regenerador Miguel Primo de Rivera mantuvo el trono liberal, y tras el regenerador Franco se instaurará otro semejante. Así se

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tranzó la historia, sin lugar oficial para los carlistas, sobre todo tras 1939. De ésta manera, la regeneración que costó sangre en 1936, se perdió hasta hoy porque el minimismo y el posibilismo no construyen la política en los momentos en que ésta se debe construir. Y estos momentos llegan, como llegó en 1939, y cuando hay que ofrecer algo nuevo.

Como no todo fueron escisiones, al fallecer don Jaime, integristas y mellistas regresaron a lo que se llamó la casa común.

9. CONCLUSIONES 1. ¿Qué significó el Carlismo? El Carlismo recogió una amplia

doctrina, pensamiento concreto y unas formas de vida, diferenciándose así de casi todos los restantes movimientos legitimistas europeos, que hacían hincapié en reclamaciones dinásticas. La total articulación de la doctrina tradicional se realizó con Aparisi Guijarro, aunque Vicente Pou, Pedro de la Hoz y otros autores sembraron el camino en momentos difíciles para la esperanza.

El Carlismo de 1833 a 1931 ofreció una respuesta amplia, en el ámbito doctrinal y de la acción, a las necesidades de cada momento. Hizo lo que pudo y lo que le dejaron hacer. Además, con su mera presencia, frenó la marcha de la revolución, por lo que sólo podía producir recelos entre sus contrarios. Estos, más que a combatirle en buena lid política, tendieron a denigrarle en tiempos de bonanza o tranquilidad –siempre relativa- en el aparente orden político.

En épocas de cierto languidecer, los carlistas se reconcentraron en sí mismos y, aunque hicieron propaganda, parecía que nada o poco adelantaban hacia el exterior. Ese era precisamente el momento de ejercitar la virtud de la esperanza.

2. Lucha y esperanza tienen una estrechísima relación, pues quien lucha, espera. También coincide que, quien no lucha, de hecho tampoco espera. Los problemas de esperanza son problemas de falta de lucha, es decir, de falta de fe. Las tentaciones contra la esperanza suponen una tentación contra la Fe. Así, el gran combate fue en los principios, y no –a medio plazo- en las tácticas supuestamente malminoristas, de manera que el corazón del hombre se convirtió en el mejor escenario para ejercitar la fidelidad.

En estas circunstancias, el pueblo carlista se mantuvo como testigo y no se escindió, aunque a veces algunas de sus élites se disgregasen de la Comunión carlista. Nos referimos a los integristas y a los posibilistas, entre ellos futuros alfonsinos, minimistas y mellistas, aunque en 1931 se reunieron todos de nuevo en la Comunión carlista.

3. El Carlismo tuvo la ventaja de no ser una ideología, ni un diseño de una sociedad idealizada, sino una forma y contenidos de vida, con cierto grado de no concreción –no creemos que fuese un grado “notable – y mucho ejercicio de libertades para que la sociedad y la política se hagan a sí mismas.

No se debe tomar el deseo por la posesión de lo deseado, como lo hacen las utopías liberal, socialista y nacionalista. Las utopías han justificado todo. Por ejemplo, el liberal Juan Nicasio Gallego afirmó que “en cuanto a gobiernos liberales, lo peor son los primeros cien años”, pues tras ellos ya se habrán formado costumbres constitucionales, y habrá paz y opulencia (de la Hoz, pág. 97). Utopía diremos. También –tomo la cita de Aparisi y Guijarro- gritó el

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general liberal unionista Leopoldo O’Donnell, ante el ataque recibido como presidente del Consejo: “En este país todos los partidos han conspirado cuando no han estado en el poder; no hay un hombre político que con la mano sobre el corazón diga que no ha conspirado…”. Una vez más, la utopía todo lo justifica y la verdad sale a la luz.

4. El Carlismo ha pasado, en su historia pendular, de ser mayoritario a ser socialmente minoritario. Ante esto, el historiador no debe abandonarse a las apariencias, sino preguntarse sobre las diversas situaciones de los carlistas, observando así qué hay de clásico y permanente en la solución de los problemas y en su propósito de atravesar el desierto político. Lo que nosotros llamamos ocultamiento del Carlismo, lo es según los actuales parámetros de la política liberal (prensa, reuniones de afirmación o protesta, escándalos, elecciones, recurso al Ejército…); si el rey estaba en el destierro y la política liberal campeaba triunfante, podía bastar a muchos saber y vivir que en su pueblo, comarca o región todos fuesen carlistas, dejando la política gubernamental para el Gobierno o los que vivían de ella.

También es preciso preguntarse por la intrahistoria, pues es muy posible que existan muchos tradicionalistas sin saberlo en períodos de relativo ocultamiento carlista. Las apariencias pueden engañar porque la política liberal distorsiona y enrarece la realidad política.

A pesar de la protesta, la dejadez y la claudicación, los carlistas sabían que en adelante las cosas podían cambiar. Lo cierto es que el minimismo y el posibilismo no construyeron la política en los momentos en los que se debía construir. Y estos momentos llegaron, como llegó en 1939, y cuando la sociedad reclama algo verdaderamente nuevo.

Además de las modas, existía –según de la Hoz- la obstinación de los liberales, aferrados a su utopía, o de los impregnados por el ambiente liberal dominante. Tampoco los carlistas estuvieron libres de este ambiente, y de la crisis del mundo que les rodeaba, por lo que su virtud de la Esperanza es más meritoria.

La crisis política en períodos de aparente bonanza no sólo afectaba a los carlistas, sino también al mismo sistema político que monopolizaba la política, la prensa, y hasta fagocitaba toda reacción social al radicalismo liberal, produciendo a medio plazo el desencanto en la sociedad.

5. Si la tentación de la desesperanza pudo ser cada vez mayor ante el avance de la Revolución secularizadora y ante la pérdida de grandes ocasiones de una verdadera restauración (1876, 1923 y 1939), ello sólo se compensó con un cada vez mayor convencimiento y fe en los principios, y comprobando poco a poco las previsiones realizadas sobre lo que iba a ocurrir en España.

Por lo que respecta a la verdad, la esperanza residía en que así como existe la verdad científica, también existía –según los carlistas- la verdad religiosa, social y política. Ellos se consideran los transmisores de dicha verdad social y política, fundadas lógicamente en Dios. En el ámbito práctico, las leyes liberales eran malas, pero no es que lo fuesen porque la población las observaba, sino que no se observaban por haber sido malas. También de ahí el desgobierno y la necesidad de cubrir ámbitos ignorados y vulnerados por los Gobiernos liberales. A ello intentaron dar respuesta unas nuevas tendencias políticas que en el fondo –aunque no en el deseo de muchos de sus seguidores- tenían el mismo vicio de origen que el liberalismo: el racionalismo y la secularización de la política. En efecto, el afán de justicia social de quienes se

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sumaban al socialismo y anarquismo, de verdadera igualdad (que no igualitarismo ante la ley), de solidaridad (frente al individualismo liberal), de participación política, de exaltación de la particularidad de “lo vasco” o catalán, de descentralización o autogobierno (autarquía), cayó en manos de las ideologías socialistas y nacionalistas secesionistas, ajenas al ser del hombre y a la sociedad española. Muchos españoles necesitaban algo nuevo, que podía ser la novedad de la Tradición española, pero se encontraron con derivaciones de la misma ideología liberal que había producido la honda crisis por la que atravesaba el país. Así se extenderá el desconcierto en España, divulgándose en muchos el considerar que España era ininteligible e ingobernable, que era un país sin solución. Con el desapasionamiento que ofrece la cada vez mayor distancia psicológica a las nuevas ideologías, los carlistas se reafirmaban en tener la razón mientras que la Revolución no la tenía.

La gran esperanza de los carlistas fue que ellos defendían sobre todo la Causa de Dios. Que estuviese todo tan mal significaba que en ese momento como nunca la Causa es cosa de Dios, y que por ello se debía tomar la política como un apostolado cada vez más necesario. La gran originalidad de los años 2013 es que así como la Iglesia debe empezar de nuevo, los carlistas también, con todo su bagaje situacional, doctrinal y político.

6. ¿Qué hacer? Los carlistas con esperanza construyeron una sociedad paralelamente a la política, mientras apelaban a toda la sociedad en lo que no tuviese de revolucionario. No es que los carlistas fuesen orgullosamente “la esperanza”, sino que transmitían la esperanza a la sociedad a la que ellos apelaban.

En algunas ocasiones, al hablar de la acción política de los católicos en España, se pudo utilizar el recurso a la “sociedad civil” para justificar y evitar que los católicos concienciados se organicen y trabajen en la política.

El Carlismo, siendo el mismo, cambió paulatinamente sus formas de hacer oscilando entre un máximun militar y un máximun periodístico, parlamentario y social. Máximum militar cuando gran parte de España estaba a su lado (1833, 1848 y 1872), pero sin excluir lo político, periodístico, social, lo parlamentario. Máximun periodístico, social y parlamentario de 1868 a 1872 y tras 1890. No por eso la esperanza fue languideciendo, tampoco con la muerte del gran rey que fue Carlos VII.

Sobre la natural búsqueda de personalidades, digamos que surgieron en tiempos de crisis para el Carlismo, cuando trabajaron, es decir, cuando ahondaron el pensamiento, se organizaron, se volcaron en propaganda y multiplicaron en la prensa. Los esfuerzos se notaron, en los casos que aquí se han expuesto: en tiempos de aparente bonanza surgieron Vicente Pou, Pedro de la Hoz, Aparisi y Guijarro, Cándido Nocedal, el marqués de Cerralbo, -Manuel Fal Conde durante la IIª República- y un larguísimo etcétera. Las personalidades salieron del pueblo carlista –y no al revés-, y lo hicieron siempre que éste trabajó en política, siendo muchas o pocas según la mayor o menor existencia de ese pueblo y la urgencia de las circunstancias. Si las personalidades y responsabilidades fueron necesarias, el rey esperado en 1868 fue posible porque antes los carlistas –valga la redundancia- le esperaban.

El Carlismo fue una gran terapia que permitía vivir razonablemente felices según lo que se puede ser en esta vida, y vivir seguros y esperanzados. Desde luego, ello exigía servicio, renuncia y sacrificio. Todo esto permitía al hombre el crecimiento, conllevaba una elevación de miras, interpelaba la

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dimensión teleológica, y se basaba en el fundamento católico de la vida. Como si existían unas leyes físicas también existían unas leyes políticas, psicológicas y morales, para los carlistas, si España -que tenía su forma como realidad social y política-, tenía que ser sanable, lo que resultase sería Carlismo.

Cuando fue la hora del Carlismo, ello no implicó que a los carlistas fuese a resultar fácil. Según ellos, sobre todo era la hora de Dios, que actúa con aparente lentitud y no sin alguna extrañeza para los hombres. Antes y en la hora debida, era el momento de cumplir con el deber, con paz y constancia, con cristiana alegría, sabiendo para Quien se trabajaba, y que se estaba en las mejores manos, manos éstas que ponían derechos los renglones torcidos o escribían –según los hombres- los renglones torcidos de Dios. Cada cual en la vida debía de hacer lo que debía, sin buscar resultados inmediatos como condición del esfuerzo. Desde luego, muchas veces fue la hora de las minorías, y tanto es así que la revolución siempre quiso acallar en los carlistas toda voz y sembrar entre ellos la división.

Recuerdo aquel boletín que los jóvenes de Unión Carlista editamos con 18 años antes de 1986: “…Y con el mazo dando”; aquí tengo los ejemplares. Me acuerdo cuando los de Barcelona lo distribuían con ilusión por Pamplona, Bilbao…, y la ilusión de Evaristo P. por su primer artículo publicado en él. Ahora ya escribe libros. Y recuerdo ese boletín llamado Unión Carlista; aquí tengo otros. Pues bien, hemos sido testigos de cómo se han multiplicado las fuerzas en la revista “Ahora Información”, el Boletín “Acción Carlista”, este Foro, los Congresos, la reunión de familias de 2012 y tantísimas otras iniciativas ocurridas tras el Congreso de unión o unidad de El Escorial en 1986.

Alegría y seguridad porque nuestra política es un apostolado, y porque si España, que tiene su forma política, tiene que ser sanable, lo que resulte será Carlismo. Ya se dijo que si no existiere el Carlismo harbría que inventarlo. Y veremos con admiración que en la restauración de España colaborarán muchas gentes que si bien no sean conscientemente carlistas, e incluso lo sean sólo parcialmente, trabajarán por la Causa. Hasta cuando llegue la hora de las catacumbas no sólo políticas y sociales sino catacumbas que ponen a prueba directamente el núcleo de la Fe católica.

7. Que la Tradición española –y ayer don Carlos como afirmaba Manterola-, fuese la civilización, era del todo evidente para los carlistas. Además, varias veces estos pudieron conocer a dónde conducía el voto malminorista de muchos católicos e incluso a dónde conducía que estos últimos militasen en partidos abiertamente liberales, aunque conservadores… del liberalismo. Así acababa José de Liñán y Eguizábal su artículo titulado “El Carlismo es una esperanza, no un temor”:

“Sí, esas palabras pueden repetirse hoy, y son las que mejor explican

que la comunión carlista es una esperanza y no un temor. ¡Y vaya si es una esperanza! Si no lo fuese, no veríamos á tantos venir

á nuestras filas para medrar, y desertar de ellas cuando no pueden contener la impaciencia que les devora. La esperanza, como la fe, como la caridad, es paciente. No se salva el que cree, el que espera ó el que ama mucho, sino el que persevera, es decir, el que espera hasta el fin. Y hasta el fin sólo llegan los que descansan, no en su soberbia, en su amor propio ó en su despecho, sino en la palabra de Aquel que dijo: Confiad en Mí: Yo he vencido el mundo.

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La comunión carlista no es un partido político. Siempre que oigo decir el partido carlista, no puedo menos de lamentar la triste condición de los actuales tiempos que todo lo trastoca. La comunión carlista es la única agrupación política que ni es ni puede ser un partido, ni admite dentro de ella esas víboras de las modernas sociedades; hé allí otra de las razones para probar que es una esperanza y no un temor; afirmación, tesis ó axioma que prueba sólo con decir: el derecho es la vida, y D. Carlos es el derecho” (público o político de España, y más bien su representación y símbolo) (21). Decía Aparisi y Guijarro:

“Ahí tenéis a nuestra bandera; lo que a nosotros toca es pasearla, digámoslo así, por ciudades, pueblos y aldeas, siempre gallardamente desplegada y alumbrada por los rayos del sol, para que la vean todos de continuo y vean que es hermosa” (En defensa… pág. 399). “Yo no creo que Dios se olvide de nuestros padres y nos condene a nosotros y a nuestros hijos a vivir en tierra de Moab. Si tan tremendo castigo cayere sobre nosotros, levantaríamos, mirando al cielo, nuestras tiendas en la tierra maldita y sobre cada una de ellas pondríamos una Cruz.

A la sombra de la Cruz nacimos: a la sombra de la Cruz moriremos” (id. pág. 404). Terminamos con San Pablo a los Corintios, ya que Dios está en el primer

lugar de su trilema y la Causa es sobre todo de Dios:

“Somos los impostores que dicen la verdad, los desconocidos conocidos de sobra, los moribundos que están bien vivos, los sentenciados nunca ajusticiados, los afligidos siempre alegres, los pobres que enriquecen a muchos, los necesitados que todo lo poseen” (2 Cor 6, 8-10).

* * * En suma: los carlistas se reafirmaron con naturalidad en lo que eran,

afirmaron la verdad política, confiaron plenamente en Dios, y tomaron la política como un apostolado. Más: vivieron sus ideales en el núcleo familiar y el entorno inmediato de pertenencia, transmitieron esperanza a la sociedad para luego iluminarla, desvelaron las obstinaciones del enemigo tanto como ahondaron en razones, unieron lo social y lo político, y no se dejaron engañar por las mil trampas que siempre se repiten. Se agruparon en torno al rey y éste ejerció como tal, a pesar de las divisiones supieron que la unión hace la fuerza, buscaron personalidades y vocaciones políticas, supieron que ser lo que eran no era una losa que oprime sino que ser lo que eran iba a ser su gran terapia de vida y eternidad. Cada cual que cumpla como bueno, que la victoria es de Dios. Diciendo esto el historiador es meramente notario de lo que lee en los testimonios escritos y de lo que se le transmite oralmente por los herederos.

José Fermín Garralda Arizcun*

Dr. en Historia Morella (Castellón), 13-IX-2013

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* Este trabajo es una síntesis de otro más amplio y más justificado documental y bibliográficamente.

Bandera del Círculo Carlista de Villaba (Navarra)

NOTAS: (1) ALBI, barón de, “¿Puede triunfar el Carlismo?”, Barcelona, Biblioteca

Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XXIV (junio 1897), pág. 15—24

(2) CANAL Jordi, Banderas blancas, boinas rojas. Una historia política del carlismo, 1876-1939, Madrid, Marcial Pons, 2006, 355 pp. pág. 96

(3) POU, Vicente, La España en la presente crisis, Montpelier, 1842; reed. facsímil ed. Tradere, 2010, 242 pp. Los profesores Canals y Alsina han trabajado sobre este importante autor.

(4) CARULLA, J.M., Biografía de don Pedro de la Hoz, Madrid, 1866; MORAL RONCAL, Antonio Manuel, “La Esperanza” ante la revolución de 1868”, Madrid, Rev. Aportes. Revista de historia contemporánea, nº 33 (1/1997), 163 pp., pág.67-81

(5) HOZ, Pedro de la, Tres escritos políticos de D. Pedro de la Hoz, publicados en 1844, y reimpresos y aumentados con notas en el mes de abril de 1855, Madrid, Imp. de La Esperanza, 1855, 136 pp.

(6) CARPIZO BERGARECHE, Esperanza, La Esperanza carlista (1844-1874), Madrid, Actas, 2008, 1037 pp.

(7) MARRERO, Vicente, (selección de textos y prólogo), El Tradicionalismo español del siglo XIX, Madrid, Publicaciones Españolas, 1955, 413 pp. Sobre Aparisi Guijarro vid. pág. 121-183; APARISI Y GUIJARRO, Antonio, En defensa de la libertad, Madrid, Rialp, 1957, 407 pp., pág. 390-391

(8) APARISI Y GUIJARRO, A., En defensa de la libertad… o cit., pág. 391-393

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(9) SAB (seud. López Sanz), “Cánovas también quiso llevarse a Mella”, en Rev. Montejurra, Año I, nº 10 (23 a 29-VIII-1965) pág. 7

(10) ANÓNIMO (Una autoridad eclesiástica), “Los enemigos del Carlismo”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo IX (mayo 1896), pág. 3-7.

(11) ALBI, barón de, “¿Puede triunfar el Carlismo?”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XXIV (junio 1897), pág. 15—24

(12) Entre sus muchas obras, vid. CORBATÓ, José Domingo, “San Constituido”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XVI (oct. 1896), pág. 17-27.

(13) Por ejemplo, el barón de Albi, Benigno Bolaños (Eneas), Bienvenido Comín, José Domingo Corbató, el conde de Doñamarina, E. de Echave-Sustaeta, Enrique Gil Robles, Ricardo de León, Luis M. LLauder, Cándido Nocedal, Ponce de León, Francisco Navarro Villoslada, Manuel Polo y Peyrolón, Carlos Puget, José Roca y Ponsa, Gabino Tejado, Juan Vázquez de Mella. Lo hicieron desde la prensa carlista, los discursos parlamentarios, libros y opúsculos, y las revistas carlistas como la “Biblioteca Popular Carlista”. Entre los integristas citemos a Ramón Nocedal, Ortí y Lara, “Fabio”, Botella y Serra, y tantos otros.

(14) ANÓNIMO (seud. Valcarlos), “Más sobre el catalanismo”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XXVII y XXVIII (sept. y oct. 1897), pág. 26-31

(15) MORALES S(alvador), “¡Volveré!”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XVI (oct. 1896), pág. 5-7.

(16) ANÓNIMO (seud. Un hijo del pueblo), “¿Por qué somos carlistas?”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XVII (nov. 1896), pág. 11-15.

(17) “El Eco de Navarra”, martes 20-VII-1909; “El Pensamiento Navarro”, miércoles 21-VII-1909 nº 3.314.

(18) “El Eco de Navarra”, viernes 24-XI-1911; “El Pensamiento Navarro”, sábado, 25-XI-1911

(19) “El Eco de Navarra”, martes 10-VIII-1909; “El Pensamiento navarro”, miércoles, 11-VIII-1909, nº 3.332

(20) “El Pensamiento Navarro”, 9-III-1914, nº 4.793, pág. 3 (21) LIÑÁN Y EGUIZABAL, José de, “El Carlismo es una esperanza, no un

temor”, en Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo IV (oct. 1895), pág. 3- 24.

José Fermín Garralda Arizcun Dr. en Historia

Morella (Castellón), 13-IX-2013

Laus Deo

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