Shua, Ana Maria_Soy Paciente

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Soy paciente

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Ana María Shua

em ecéescrito res a rgen tinos

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Shua, A n a M a ríaSoy p a c ie n te .- 1a ed . - B u e n o s A ire s : Em ecé, 2010. 152 p. ; 23x14 cm .

ISBN 978-950-04-3280-1

1. N a rra tiv a A rg e n t in a 1. T ítu lo C D D A863

© 2010, Ana María Shua

Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para ' odo el mundo © 2010, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.Publicado bajo el sello Emecé®Independencia 1682, C1100ABQ, Buenos Aires, Argentina www.editorialp)aneta.com. ar'

Diseño de cubierta: Departamento de Arte de Editorial Planeta I a edición: octubre de 2010 2.000 ejemplares Impreso en Artesud,Concepción Arenal 4562, Capital Federal, en el mes de setiembre de 2010.

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del "Copyright” , bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y él tratamiento informático.

IM PRESO EN LA ARG ENTINA / PRINTED IN ARGENTINA Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 ISBN: 978-950-04-3280-1

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Me gusta leer en el colectivo. Sentado es fácil. Parado es d ifícil pero no im posible. Las cosas se com plican cuando la letra es chica y el colectivo va por una calle em pedrada. Las palabras bailo­tean, se vuelven borrosas, y para distinguirlas se hace necesario un esfuerzo coordinado entre la vista y el resto del cuerpo. Se trata de endurecer los m úsculos del brazo para sostener el libro con firm eza — m ientras el otro brazo dedica toda su ten sión a m antenerse prendido de la agarra­dera— y, al m ism o tiempo, aflojar ciertos m úscu­los de las piernas — separadas y con las rodillas levem ente flexionadas— para compensar por un efecto de suspensión el traqueteo del vehículo. El resultado es como éste: ahora, acostado y todo, m e resulta m uy difícil concentrarm e en lo que leo. Claro que en este caso lo que bailotea y se vuelve borroso no son las letras sino el sign ifi­cado. Debe ser el efecto de los sedantes. El calor

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no ayuda. Si estuviese en m i casa ya m e hubiera sacado el p iyam a: aquí no m e siento en con ­fianza.

Entretanto, en un pueblo de la Florida, Bond acaba de descubrir el cuerpo de su am igo Leiter convertido en una m asa san guinolen ta m al envuelta en vendas sucias. Tengo la sospecha de que en esto intervino un tiburón. El pobre Lei­ter tiene sobre m í una sola ventaja: él ya tiene diagnóstico y yo todavía en verem os. Cuando lo internen, ¿quién lo irá a visitar?

Ojalá v in iese m ás gente a v isitarm e a mí. Hablar me resulta m ás fácil que leer y si tengo ganas de quedarme callado siem pre puedo pedir que me cuenten alguna anécdota del exterior. Estando aquí, no tengo ganas ni de mirar los dia­rios.

Las sábanas son m ías. Me las traje de casa para tener la seguridad de que estén lim pias. U n defecto: son de poliéster. Q uién tuviera sábanas de hilo, tanto m ás frescas. Las de poliéster son una porquería: las pelotitas que se form an en la tela dan la sensación de que la cama estuviese llena de m igas. Y m igas seguro que no son por­que para eso m e cuido m u y bien de com er las galletitas de agua sobre un plato.

La almohada tam bién es m ía. Tener algunos objetos conocidos ayuda a dom esticar a los demás. Si estuviera com pletam ente solo en esta pieza, sin m is sábanas floreadas, sin m i buena

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almohada de siempre (que en casa m e parecía tan dura y hablaba de cam biar), los pocos m uebles de m etal despintado m e resultarían todavía m ás am enazadores.

Esta cam a, por ejem plo, no m e inspira n in ­guna confianza. S iento que apenas acepta m i peso, com o un caballo recién dom ado acepta el peso de un jinete desconocido. Es lo bastante alta com o para lastim arm e si se le ocurre tirarm e en mitad de la noche. Para ponerse a la par, a la mesita de luz le crecieron m uchísim o las patas.

Si tu viera que quedarm e un tiem po largo pediría que m e trajeran pósteres para adornar las paredes. Verlas así, tan blancas (o, m ejor dicho, tan gris sucio), m e deprim e. Com o m e pienso ir lo m ás pronto posible, es m ejor que no m e trai­gan nada.

A m edia tarde una señora entra en m i habi­tación sin golpear. U n pañuelo am arillo con pre­tensiones de elegancia le cubre la cabeza, según la técnica que usan las m ujeres cuando no tu vie­ron tiem po de lavarse el pelo. U sa una pollera escocesa, tableada, que le da u n aire vagam ente infantil. H asta que se saca los anteojos su edad es indefinible. D espués, las arrugas alrededor de los ojos cantan la verdad.

Cuando m e ve, la señora se queda repentina­m ente in m óvil, com o si la hubiesen convertido en estatua de sal. Palidece, está desconcertada, por m ilagro no se le cae de la m ano una bolsa de

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red llena de duraznos gordos, aterciopelados. M ecánicam ente m e paso la m ano por la cara, com o si pudiera encontrar allí el m otivo de esa mirada que se me agarra a la piel y m e lastim a. A l tacto, salvo las m ejillas m al afeitadas, todo parece estar en orden.

— ¡Está muerto! -—-dice la señora.En su horror, se o lvida de su cuerpo. Los

dedos de su mano derecha, abandonados, se aflo­jan. La bolsa cae al suelo y los duraznos ruedan por todos lados, gordos, aterciopelados, incon­tenibles. A pesar de todo, sus palabras m e tran­quilizan porque com prendo que no se refiere a m í sino al anterior ocupante de la pieza (el m is­m o director del hospital).

— No, señora — le explico— . Ya está m ucho m ejor y lo m andaron a la casa.

Ella se calma. Poco a poco va recobrando el control de su cuerpo. Secas las avanzadas, el resto de las lágrimas desconcentran sus fuerzas. A p e ­nas se siente mejor, la señora me pide disculpas. Después recuerda los duraznos y los busca uno por uno para ponerlos otra vez en la bolsa. Parece conocer su núm ero exacto porque no descansa hasta haber encontrado el últim o rezagado.

Me m ira ahora de otra m anera, com o p re­guntándose si yo soy una persona digna de com ­partir tanta alegría. Lo que ve no parece conven­cerla totalmente. ¿Por qué no m e habré afeitado esta mañana? Y, sin embargo, su felicidad la des­

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borda; am ablem ente m e convida con un duraz­no. Com o le explico que la cáscara m e hace m al, busca un cuchillo y se pone a pelarlo sobre la m esita de luz.

— Por favor, señora, sobre un plato — le ruego.Pero ella está tan conm ovida que no m e escu­

cha. Pela con obstinación, com o si encontrase un inm enso placer en su tarea, desparram ando la cáscara de durazno sobre m is libros y dejando caer al piso algunas gotas de jugo. Si fuese con­siderada y u n poco m ás prolija , m e cortaría el durazno sobre un plato y m e lo alcanzaría con un tenedor: para eso traje m i propia va jilla . Com o no es prolija ni considerada m e lo entrega en la m ano, desnudo, jugoso y entero. A l m or­derlo, el jugo m e corre por la barbilla y el cuello. M e hace sentir sucio y pegajoso pero no m e atrevo a rechazarlo.

— U sted no se im agina qué alivio saber que está bien — dice la señora— . U na persona m ag­nífica, el señor director. A m i hijo, propiam ente lo h izo nacer de nuevo.

— ¿Q ué tenía su hijo? — le pregunto, por cor­tesía.

— Tenía que hacer la conscripción en el sur im agínese, un muchacho acostum brado a todo lo m ejor, perdido en esas soledades. Gracias a D ios y al señor director que le pusieron inapto.

— Yo no lo llegué a conocer — le aclaro, para evitar nuevas confusiones.

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— No sabe lo que se perdió. U n hom bre así, cada mil años. Pero claro, hay que tener un poco de sensibilidad hum ana para darse cuenta.

—Viene m ucha gente a verlo — le digo yo , sintiéndom e dem asiado déb il com o para re s­ponder debidamente al tono sin duda agresivo de su última frase.

— ¡Por supuesto que viene gente a verlo! ¿Q ué pretende? ¿Que vengan a verlo a usted, que ni siquiera sabe com er un durazno sin ensuciarse todo?

—-Señora, ¿con qué derecho m e habla en ese tono? —protesto yo, un poco m olesto por reci­bir un trato tan injusto.

—Y usted, ¿con qué derecho está aquí en esta habitación? ¿Q uién le dio perm iso para ven ir a ocupar su lugar? ¡Im postor! A m í no me engaña.

Mientras habla, la señora se enardece. Se le pone la cara colorada y m e salpica con saliva. En la mano derecha empuña el cuchillo que usó para pelar el durazno. A unque tiene poco filo, igual me resulta antipático.

Por suerte, com o ya es la hora del té, v ien e una mucama a buscar el plato en el que traerá, como todas las tardes, cuatro galletitas de agua y una cucharada de jalea de m em brillo.

— Pero, ¿qué clase de visitas tieneusted? ¿No sabe que está prohibido gritar? ¿D ónde se cree que está, en la cancha de fútbol? — grita feroz­mente la mucama.

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Yo no v o y a negar que en una cancha de fú t­bol se grita fuerte, pero tam bién hay m om entos de m ucho silen cio . M e parece que la m ucam a está m ás enojada de lo que corresponde. Lo bueno es que entre prom esas y em pujones logra hacer salir a la señora. Ya está en el pasillo y sin em bargo m e llegan todavía ráfagas de su voz vociferando alabanzas para el director del h o s­pital.

M e pregunto dónde estarán los m édicos en esta institución. Yo todavía no v i a ninguno. Lo peor es que n in gu n o m e v io a m í, que soy el en ferm o. A l p rin cip io pensaba exig ir que m e atendieran únicam ente profesionales d iplom a­dos y, si fuera posible, con m ucha experiencia. A hora m e conform aría con practicantes. Podría preguntarle a la enferm era jefe, pero le tengo un poco de m iedo: es seria y n erv iosa . Si hasta m añana no tengo novedades, le pido a la Pochi que hable por m í.

La única m edicación que recibí hasta ahora consiste en sedantes por vía oral. Son unas cáp­sulas de color rojo y am arillo que a veces se m e quedan atragantadas, raspándom e la faringe. De a ratos m e repite un gusto amargo que m e im a­gino anaranjado. N o m e tom aron m uestras de sangre para analizar, no m e pidieron que orine en n in gú n frasco , no m e sacaron ni una sola radiografía. Cuando lo vea al doctor Tracer, vo y a tener m uchos m otivos de queja. Para no o lv i­

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dárm elos, los v o y anotando en una libretita con tapas de hule. Prim ero escribo las quejas en el orden en que surgen, del lado del revés. A l final del día, antes de dorm irm e, las num ero de acuer­do a su im portancia y las anoto con más proliji­dad del otro lado.

Hasta el momento aquí no ha pasado nada que justifique m i internación: podría estar en m i casa lo más campante. No es el caso de Félix Leiter. En cuestión de segundos, Bond ha logrado que una ambulancia lo lleve al hospital: aquí no hubiera tardado menos de una hora. Un médico lo atiende en el acto. Según él, Leiter tiene el 50% de proba­bilidades de sobrevivir. Pero yo creo que se va a salvar: en parte porque es m uy amigo de Jam es Bond, en parte porque creo haber leído otra novela en la que trabaja con un brazo artificial, y sobre todo porque en Estados Unidos todo se hace con más eficiencia. Claro, también los sueldos son otra cosa. Los médicos, allí, ganan lo que quieren.

Estoy en un prim er piso y m i ventana da a un patio interior. Cuando empieza a oscurecer, todo se vuelve azul. A esa hora llega a m i pieza una m onja v ie jita , con la cara redonda com o una manzana que de lejos parece lisa y colorada. Vista de cerca tiene m uchas arrugas fin itas que se hacen más profundas cuando sonríe. Su expre­sión es m uy dulce, pero habla con un acento extranjero tan cerrado que apenas se le entiende. Su idioma natal debe ser centroeuropeo: se tiene

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la sensación de que su lengua, dem asiado civi­lizada, se negara a doblegarse ante la barbarie de nuestro idiom a. Debe ser por eso (porque le fa l­tan palabras) que sonríe tanto.

— ¿M iedo ústed tiene? — m e pregunta.— Sí, tengo m iedo, herm ana.Yo no com parto su religión y ni siquiera soy

creyente, pero necesito desesperadamente ayuda y com pasión: sus palabras dan en la clave de m i angustia. Me siento enferm o, olvidado, y esa cara tan com prensiva me hace pensar en m i abuela, que escondía caramelos en el fondo del ropero y se m urió hace m uchos años.

— N o tenerr m iedo. H om brre jo v en com o ústed, en operración irrá bien, m ucho bien. Es una operración sencillo.

En lugar de asum ir sus dificultades para pro­nunciar la ere, la herm ana prefiere com plicarlas en una erre duplicada y violenta.

— Pero a m í no m e tienen que operar — ex­plico— . Me internaron solamente para hacerme algunos estudios. Todavía no saben lo que tengo.

Ella m ueve com pasivam ente la cabeza y sus ojos dicen que no me cree. Porque soy hom bre y he sido parido por m ujer, no m e iré de este m undo sin ser operado, parecen afirm ar con decisión. Com o tarde o tem prano m e veré obli­gado a aceptar m i destino, ella está dispuesta por el m om ento — ya que m i tranquilidad espiritual lo exige— a seguirm e la corriente.

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Hasta en lo cabeza dura se parece a m i abue- lita. Sin volver a m encionar la operación se re­fiere a ella como un suceso futuro que hubiéra­mos convenido en no nombrar. Com o no tengo ganas de discutir y, de todos m odos, su cara ya no me parece tan dulce, doy por terminada la con­versación diciéndole que tengo m ucho sueño.

Se va sin ofrecer resistencia. A unque intenta probar con su actitud atenta que dispone de todo el tiempo del m undo para dedicárm elo, m e doy cuenta de que está apurada. Tendrá que visitar todavía a muchos futuros operados que son, al parecer, su especialidad. A ntes de irse m e desea buenas noches y m e encom ienda a D ios.

Esta noche vo y a estar solo, pero m añana m i prima Pochi me prom etió quedarse a dorm ir en la cama de al lado. Se lo agradecí de corazón: de todos los castigos que conozco, el de la soledad es el más largo.

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Yo no quería internarm e. Nadie quiere. H ay sanatorios que parecen hoteles de lu jo, con p ie­zas am plias, cortinas de colores y cam as lindas y cóm odas en las que sin em bargo no hay quien duerm a por propia voluntad . De todos m odos yo no tenía dinero com o para pagar uno de esos san atorios y el h osp ita l m e parecía un castigo digno de un tango triste. «Prejuicios tuyos», m e decía la Pochi, que estaba u n poco cansada de ven irse hasta m i casa a prepararm e la com ida. Pero com o veía que el tem a m e ponía de m al hum or, seguía pisándom e las papas para el puré y no insistía.

En m i departam ento tenía teléfono y de vez en cuando pasaba algún conocido a visitarm e: el hospital, en cam bio, quedaba com pletam ente a trasm ano. Lo único que m e hacía dudar era verla a la Pochi m olestarse tanto por m í, pero com o

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tenía decidido curarm e pronto , con cualquier excusa iba aplazando la internación.

M ientras m e quedara en casa, podía m ante­ner la ilusión de estar sano, o casi. Todos los días hacía algunos ejercicios gim násticos para que el reposo no m e debilitara. M is compañeros de tra­bajo m e llamaban para decirm e vago, fiaca, vago­neta, y yo m ism o dudaba de las razones que me hacían quedar todo el día en la cam a leyendo, escuchando la radio, pensando. A veces me sen­tía un poco m ejor y me levantaba para hacer algu­nas compras. El almacenero, que me conoce bien, m e encontraba delgado y m e preguntaba por m i salud. En el hospital, ¿a quién le iba a im portar de m í?

Por otra parte una razón legal me retenía en el departamento. En unos m eses vencería el con­trato de alquiler y la dueña estaba interesada en recuperar su propiedad. Si el departam ento no estaba ocupado, a M adam e V erónica le iba a resultar m ucho m ás fácil desalojarm e. La idea de quedarm e sin v iv ien d a m e asustaba y quería tom ar todos los recaudos posibles.

U n día, sin em bargo, am anecí tan débil que apenas podía levantarm e de la cama. Esa mañana me fue im posible hacer m is ejercicios, incluso los m ás sencillos, y llegar hasta el consultorio del m édico m e costó un triunfo. Cuando el doc­tor Tracer m e vio en esa situación , no m e dejó opción:

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— O se interna o ...Yo le tenía m iedo al hospital, pero más m iedo

les tenía a los puntos suspensivos, así que m e di por vencido y me entregué. Preparé un bolso con dos piyam as, ropa interior y algunos libros; puse tam bién algo de vajilla, porque m e habían dicho que en el hospital daban com ida pero no platos. A la radio la metí y la saqué del bolso varias veces: por tan poco tiem po no quería correr el riesgo de que me la robaran. Con las sábanas y las alm o­hadas hice un paquete aparte. M i prim a Pochi m e llevó al hospital en su auto y m e sentía tan descom puesto que durante la m itad del cam ino estuve respirando hondo para no vom itar sobre el tapizado nuevo.

Recién pintada, la fachada del hospital habría parecido im ponente. D escuidada com o estaba, parecía solam ente pobre. Tenía unas escalinatas larguísim as y tam bién ram pas para las sillas de ruedas. Subim os por las escaleras y cuando lle­gam os arriba la Pochi estaba tan agitada com o yo. Su rítmico jadeo m e produjo una cierta satis­facción, porque lo consideré una prueba de m i buen estado. D ecidí seguir d isciplinadam ente con m is ejercicios durante m i perm anencia en el hospital.

D esp ués de registrarm e nos indicaron que fuéram os a la Sala de Hom bres, donde había una cama disponible. Una enferm era bastante joven nos acompañó. En los chistes y en algunas pelí­

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culas las enfermeras son m uy lindas. En los h os­pitales, no.

La Sala de Hombres era m uy grande, con las paredes pintadas de un color pardo sufrido. Con tiza, con lápiz, raspando la pintura, habían escrito en la pared toda clase de tonterías. Había cora­zones, obscenidades, poem as, frases célebres, leyendas que indicaban la orientación política de sus autores, nombres con la fecha abajo. Com o el techo era m uy alto, las paredes no estaban gara­bateadas, en general, más que hasta la mitad. Sólo de tanto en tanto se destacaban los d ibujos de algunos pacientes más atrevidos que habían tra­bajado, probablemente, parados sobre sus camas. Un gran órgano sexual m asculino, pintado en colores, debía haber sido dibujado desde una esca­lera. Las camas estaban tan pegadas que apenas había lugar para pasar entre ellas. Por falta de espa­cio los internados guardaban sus pertenencias debajo de las camas; aquí y allá asomaba una olla, un bulto de ropa, una tabla de lavar.

Pero lo prim ero que me im presionó no fue lo que vi: mi nariz había reaccionado m ucho antes que mis ojos. Había olor a rem edio, a transpira­ción, a suciedad. Había olor a en ferm edad y miseria. En un rincón, cuatro viejitos jugaban al truco. Un hombre de cara colorada, tan alto que no hubiera podido estar acostado con las p ier­nas extendidas, tejía una carpetita al crochet. Muchos leían el diario. Contra la pared del fondo,

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en el m ínim o espacio del pasillo , alguien había puesto una pava que hervía sobre un Prim us.

La enferm era m e señaló una de las cam as que estaba vacía, con las sábanas y las frazadas hechas una pelota contra el respaldar de hierro. M ien ­tras yo pensaba cóm o m e las iba a arreglar para llegar hasta allí, m e fue presentando a los pacien­tes m ás antiguos, con los que parecía tener gran fam iliaridad.

D e pron to , uno de los en ferm o s h izo una señal y todos (excepto los que jugaban al truco) se p u siero n a cantar m ás o m en o s al m ism o tiem po una especie de canción de b ienven ida. C om o tenían conciencia de las im perfecciones del coro y sabían que en una prim era versión no m e resultaría fácil distinguir las palabras, la repi­tieron dos o tres veces. La canción tenía m úsica de m urga. El coro era desafinado pero alegre y dem ostraba un alto grado de organización:

E l que entra en esta, sala ya no se quiere ir, quedate con nosotros que te vas a divertir.

Catéter p o r aquí, y plasma p o r allá el que entra en esta sala no sale nunca más.

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U na banda no totalm ente im provisada, en la que se destacaban los in strum en tos de p ercu ­sió n , apoyaba al coro subrayan do con e n tu ­siasm o el verso final. La m ayoría golpeaba con cucharas los respaldos de hierro y un señor de b igote canoso tocaba el p e in e con verdadera habilidad. D urante la prim era ronda, el gran- dote que tejía al crochet dejó su aguja; sus bra­zos y su cabeza desaparecieron por un m om ento debajo de la cama. Cuando la canción se repitió, ya estaba en condiciones de acom pañarla con dos tapas de cacerola a m odo de p latillos. Los que no tenían instrum ento se lim itaban a p al­m ear las m anos siguiendo el ritm o.

— ¿Vio qué lindo ambiente? Aquí se va a sen­tir com o en su casa — me dijo la enferm era orgu- llosa, m irándolos con cariño.

Los enferm os habían term inado la canción y ahora se desternillaban de risa viéndom e la cara de susto. D os de los m ás antiguos se pusieron a discutir en voz baja. Por algunas palabras suel­tas que alcancé a oír, pude in ferir el m otivo: se trataba de decidir a quién le tendría que hacer la cama el novato.

La enferm era alzó la m ano pidiendo silencio y todos se callaron con una prontitud que m e sorprendió. A hora se podía escuchar el silbido de la pava h irv ien do sobre el calentador. La muchacha sacó del bolsillo del delantal una bolsa de caramelos de fruta rellenos y la levantó lo más

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alto que pudo para que todos la vieran. Su gesto tuvo inm ediata repercusión. Los internados se p u siero n a aplaudir y se escucharon algunos v ivas . N o todas las en ferm eras debían ser tan apreciadas en la Sala de H om bres. Sospeché que el dibujo de su silueta, notablemente ensanchado en su parte posteroinferior, debía tener alguna relación con su popularidad.

Casi olvidándome, em pezó a repartir los cara­m elos. Todos los pacientes extendían las m anos para recibirlos o atajarlos, pero ella debía recor­dar con precisión el régim en de cada uno por­que a algunos les daba su caram elo y a otros so­lam ente les palm eaba la cabeza. Ese gesto de sim patía me hizo suponer que se trataba de pro­teger su salud y no de castigarlos. Com o había tan poco espacio para m overse, para llegar hasta algunos pacientes tenía que saltar por encim a de otros. Era evidente que estaba acostum brada y lo hacía m uy bien. A l hom bre de tejido al cro­chet le dio dos, lo que m e pareció justo en rela­ción con su tam año. Sin em bargo, m uchos pro­testaron . A l saltar sobre su cam a, el señor del bigote canoso (el v irtuoso del peine) le tiró un pellizco que ella supo esquivar con una agilidad que demostraba entrenam iento.

U no de los viejos que jugaban al truco se d iri­gió a m í. Com o estaba lejos, casi tenía que gritar para que lo oyera. U no no esperaba que una voz tan fuerte pudiese salir de ese cuerpito flaco, del

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que colgaba el p iyam a sucio y arrugado com o una bolsa de arpillera sobre un espantapájaros.

— No les haga caso — m e gritó — . S iem pre hacen un poco de espam ento cuando llega uno nuevo, pero son buena gente. A dem ás, la letra de la canción es una brom a: hay m uchos que se curan. ¿Sabe jugar al truco?

— ¡Q uiero retruco! — se apuró a con testar otro de los jugadores.

— Quiero vale cuatro — dijo el espantapája­ros, que era un viejito previsor y tenía el as de espadas.

Yo para el truco soy un tigre, pero no tenía ganas de contestarle y m ucho m en os de q u e­darme allí a jugar con ellos. D e golpe m e em pecé a sentir mejor, tan animado que la idea de la inter­nación se fue alejando de m í com o una pesad i­lla de la que uno se va desprendiendo m ientras termina de despertarse m ojándose la cara-en la piletita del baño. M i m alestar desapareció: chau dolores, debilidad y náuseas. Llegué a sentirm e a tal punto sano que hasta pude hacerle un guiño al viejito truquero y atajar un caramelo que m e tiró la enfermera de em boquillada desde el cen­tro de la sala.

La Pochi creyó que estaba entrando en con ­fianza y se puso chocha. D ejarm e en el hospital la hubiera aliviado de una resp on sab ilid ad grande. D ebe ser por eso que se en ojó tanto cuando le pedí que m e llevara otra vez a casa.

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— Sos un vueltero — me dijo, de mal humor— . A vo s nada te viene bien. ¿Q ué esperabas que fuera el hospital, un palacio?

Palacios conozco dos: el de Ju stic ia y el de A guas Corrientes, y nunca se m e hubiera o cu ­rrido im aginarlos parecidos a un hospital.

— Yo aquí no m e quedo ni ebrio ni dorm ido — le dije a la Pochi, en voz bajita para no ofender a nadie.

Pero alguien m e debe haber escuchado p o r­que nos em pezaron a llover m iguitas de pan y pelotitas de papel mientras el coro volvía a em pe­zar la canción.

M i departam ento es m u y chico, tiene poca luz y algunas cucarachas. En la cocina no h ay ven tilac ión : cada vez que pon go un b ife en la plancha tengo que abrir la puerta que da al p asi­llo para que salga el hum o. Está bastan te d es­cuidado y le falta pintura. Pero igual m e parecía un palacio (otra que el de A g u a s C orrien tes) cuando vo lv í del hospital.

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Unos días después m e arrastré com o pude hasta el consultorio del doctor Tracer. Mis sínto­mas se habían agravado y ya no podía superarlos, ni siquiera usando los recursos que había apren­dido hacía unos m eses en el curso de Control Mental. Me relajaba, reducía las radiaciones de mi cerebro al estado A lfa, unía los dedos en la posi­ción Psi, pero seguía sintiéndome m uy mal. Ahora me arrepentía de no haber seguido con la segunda parte del curso, que era un poco m ás cara pero incluía técnicas de respiración yoga.

El doctor Tracer, que cree solam ente en la m edicina tradicional, me recibió como si nada, pero en las comisuras de los labios se podía dis­tinguir esa sonrisita reprimida que en buen cas­tellano quiere decir «¿Vio?, yo le dije». Yo me sen­tía un poco avergonzado por haberme fugado de esa manera del hospital, sin tomarme la molestia

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de avisarle, pero estaba dispuesto a defender mis razones. Traté de hacerle entender que no podía haberm e quedado en esa sala, que internarm e así era lo m ism o que enterrarme. No me importó cri­ticar la conducta de la enferm era y la indisciplina de los internados: siendo todavía uno de afuera, nadie hubiera podido acusarme de soplón.

El m édico m e entendió enseguida.— Por supuesto — m e dijo— . Usted tiene que

estar solo. A dem ás, ésas eran m is órdenes. No sé cóm o pudieron com eter el error de llevarlo a la Sala General. V uelva pasado m añana y le ase­guro que va a estar m uy cóm odo. Le vam os a dar la m ejor habitación: la que ocupaba hasta ahora el m ism o director del hosp ital. U sted será un verdadero privilegiado.

— El director ese, ¿no se habrá...? -—pregunté yo, desconfiado, pensando que la yeta se trans­m ite tam bién a través del aire y de los objetos.

— D e ninguna m anera — m e interrum pió el doctor Tracer, cazándom e al vu elo — . M ejoró m ucho y mañana m ism o vuelve a su casa.

Yo no estaba m uy entusiasmado. Lo que tenía ahora contra el hospital no eran solam ente los prejuicios de los que la Pochi m e acusaba: había podido form ar un ju ic io sólido a través de m i experiencia directa. Pensaba, por ejem plo, en lo que podía sucederm e si alguno de los pacientes de la Sala de H om bres me reconocía y descubría que iba a tener una habitación privada.

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Pero el doctor Tracer m e tranquilizó asegu­rándome que la in tern ación sería m u y b reve: apenas unos días, hasta que m e hicieran algunos estudios que culm inarían en el diagnóstico. Su voz pausada y sus cejas espesas inspiraban con­fianza. Aunque m iró dos veces el reloj durante m i visita, no m e sentí echado. El apretón de manos con que me despidió se lo deben haber enseñado en la Facultad de M edicina. M e fu i m uy contento de contar con un m édico com o el doctor Tracer, alto, de espaldas anchas, seguro y severo: alguien en quien apoyarse.

Sin embargo, de vuelta en casa y sin el doc­tor delante, m is tem ores vo lv iero n , alegres y rozagantes, a jugar a las bochas dentro de m i cabeza, que me dolía bastante. A l hospital podía haber ido en taxi, pero preferí contar con alguien conocido que pudiera ayudarm e a salir si cam ­biaba otra vez de idea. Para llam arla a la Pochi elegí (inútilmente) mi voz m ás dulce.■ —Vos qué te creés — me dijo ella— . ¿Q ue vo y

a estar todo el tiempo a tu disposición para llevarlo y traerlo cuando al señor se le ocurra? ¿Q uién te creés que sos, el maharajah de Kapurtala?

Pero después se arrepintió y m e pid ió d is ­culpas, sobre todo cuando le conté la opinión del doctor Tracer sobre m i in tern ación en la Sala Com ún. El maharajah de Kapurtala, ¿sabrá téc­nicas de respiración yoga?

A la Pochi la perdoné enseguida, aunque

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haciéndole notar cuánto me dolieron sus palabras. No es m alo que se sienta un poco culpable, pensé, así se va a ocupar más de m í, que la necesito tanto. Con culpa y todo, en la nueva fecha de m i inter­nación la Pochi aseguró estar ocupada. A garré m i iibretita de teléfonos para decidir a quién le p ed i­ría que m e llevara: tenia que ser un am igo confia­ble y tam bién m otorizado. M iré todos los n om ­bres y los números y al final pensé en Ricardo, que de tan amigo ni siquiera está anotado.

Ú ltim am ente estábam os un poco alejados y no m e fue fácil llam arlo así, de so p etó n , para pedirle un favor. Cuando escuché su voz del otro lado estuve a punto de cortar. Pero él respon dió com o un am igo. A l otro día estaba en casa a las nueve en punto de la mañana, alegre com o siem ­pre y m u y orgulloso de su buena acción.

Le agradecí em ocionado.— Vam os, llorón — m e dijo para anim arm e— .

Si se te ve bárbaro. Vos, de lo que estás en ferm o es de acá — y se tocó la cabeza— . M irá lo que te pasó por perder el tiem po con m éd icos som a- tistas. A l final, vas a parar al hospital. A m í, en cam bio, el psicoanálisis m e cam bió la vida. M e enseñó a defenderm e.

M e sorprendió.— ¿Te estás analizando? — le pregunté.— ¿Q uién , yo? ¡Ja! Yo si lo agarro a u n p sicó ­

logo lo vuelvo loco. N o, lo que pasa es que yo leo, m e in form o.

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Cuando subimos al auto ya era un poco tarde, pero Ricardo no parecía apurado.

— Tengo que llevar el coche al taller para que le ajusten la luz de los platinos: sentí cóm o pis- tonea — m e dijo— . Es aquí nom ás, a diez cu a­dras. Después nos podem os tomar un taxi hasta el hospital.

El coche, en efecto, avanzaba con dificultad. Si el m otor estaba tan sucio com o la cabina, eso no era sorprendente. Había paquetes de cigarri­llos vacíos, colillas, hojas secas, papeles de cara­m elos, diarios, bolsitas de pan, un zoquete de nailon sucio de grasa y hasta un pedazo de m edialuna vieja.

En el taller el mecánico estaba ocupado y tu vi­m os que esperarlo casi una hora.

— Lo más grande que hay, este tipo — m e ase­guró R icardo— . Es capaz de agarrar cualquier albóndiga y prepararla para correr.

Después de revisar el auto escrupulosam ente, el mecánico m ovió la cabeza con aire de duda. Él no creía que fuese un problem a de platinos.

— Usted siempre el mismo — le dijo Ricardo-—. Seguro que ahora me va a querer desarm ar todo el motor y cobrarme un ojo de la cara.

Y se pusieron a discutir, en voz cada vez m ás alta.

Com o el asunto iba para largo, le propuse a Ricardo tom arm e un taxi yo solo.

— Pero sí, por favor, no te hagas n ingún pro­

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blem a por m í, para arreglarm e con este estafa­dor m e basto y sobro — m e dijo— A dem ás, yo al hospital puedo ir en cualquier otro m om ento. Si necesitás algo, no dejés de llam arm e.

El taxista, que era un buen hombre, me ayudó a subir las escaleras del hospital con el bolso y los paquetes. Solo no hubiera podido. La pieza que m e tenían preparada estaba en el p rim er piso, doblando a la derecha, al fondo de un p asi­llo angosto comunicado con el principal por una puerta de vaivén. Pegada en la puerta, una cal­com anía con el dibujo de una enferm era rubia poniéndose el dedo sobre la boca pedía silencio. Por el peinado de la m ujer deduje que la calco­manía debía tener como veinte años. Estaba ama­rillenta y en parte arrancada.

M i habitación m e pareció aceptable, extraor­dinaria si se la com paraba con la Sala G eneral. Era bastante grande, con dos cam as y baño p ri­vado. Lo de las dos cam as no m e lo esperaba y no me gustó: tener un compañero de pieza puede ser peor que tener m uchos. Pero m e aseguraron que la otra cama quedaría desocupada. La pieza sería para m í solo todo el tiem po que estuviera en el hospital: orden del doctor Tracer.

Siguiendo un consejo de la Pochi, que de la v id a sabe, le di una buena propina a la je fa de enferm eras.

— Esto no era necesario — m e dijo. Y se guardó la plata enseguida. Es una m ujer fuerte,

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alta y m alhum orada. Tengo la intu ición de qué en los próxim os días v o y a depender de ella m ás que de ninguna otra persona y pienso en d istin ­tas tácticas para ganarm e su buena voluntad. A decirle piropos no m e atrevo. Casi no tiene p e ­chos, pero hasta ahora m e trató m uy bien.

Del lado de la ventana que no se abre (y que, por lo tanto, no se lim pia) hay un nido de palo­m as que em piezan a arru llarse a las 6 de la mañana. N o sé qué hacen aquí, tan lejos de Plaza de Mayo, que debe ser su patria de origen. Son una molestia pero tam bién una compañía: a nada le tengo tanto m iedo com o a la soledad. D udo un poco pero al final las anoto com o m otivo de queja en m i libretita.

Mi habitación está justo al lado del cuartito de la cocina, donde hay dos hornallas para que los parientes de los en ferm os puedan hacerse café, m ate y algunas com idas. Tam bién allí se producen ru idos m olestos, no desde tan tem ­prano como del lado de las palom as pero hasta mucho más tarde, en cambio. En el cuartito de la cocina la gente hace relaciones sociales. Comentan los progresos (o regresiones) de sus enferm os respectivos y les sacan el cuero a los médicos y las enferm eras.

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Por el azu l b rillan te del cielo deduzco que afuera debe ser una linda mañana. Adentro, nada es lindo. Si escucho la lluvia, m e disuelvo de tris­teza. Si el aire está tibio y entra un poco m ás de luz por la ventana, com o ahora, p ienso en una pileta profundam ente celeste y el olor a cloro que m i nariz fantasea m e trae la im agen de m ujeres en bikini: tantas cosas prohibidas m e dan ganas de llorar. Para las palom as es distinto; ellas hacen su vida. El hospital no se les v in o encim a: lo e li­gieron sin presiones. Están en su propio nido y pueden com er lo que se les ocu rra . Y o , en su lugar, m e la pasaría de farra. M e acostaría bien tarde y dorm iría hasta el m ediodía, con la cabeza debajo del ala para que no m e m oleste el sol. Ellas prefieren hacer vida de fam ilia y m e despiertan bien tem prano con los ru idos del desayuno.

D esp ertarm e tem pran o no es b uen o: una razón m ás para que se m e alargue el día. M eto la

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cabeza debajo de la alm ohada, aprieto los pár­pados y m e hago el dorm ido . Pero al rato m í tengo que levantar para ir al baño y todo está per­dido. D e ahí en adelante los m inutos se estirar como una gom ita: el tiem po se hace largo, largo, largo, hasta que de repente, clac, suelto la gomita y un m inuto m ás m e golpea contra los dedos.

H oy se queda la Pochi a dorm ir: es una noche de fiesta. Todo el día lo v o y a dedicar a esperarla. En el Selecciones leí la historia de un señor p ri­sionero de los com unistas que estuvo recluido durante m eses en una celda solitaria y se hizo un contador con m iguitas de pan: cóm o se ve que a él no le daban galletitas de agua. Parece que tam ­bién se entretenía calculando el tiem po en rela­ción con las visitas periódicas del guardián para traerle la com ida. C on un reloj pu lsera, ¿qué hubiera hecho? Mirar todo el día las agujas com o un opa, igual que yo.

Un practicante viene a sacarme sangre. Usa una bata blanca bastante sucia, con m anchas de sangre. Porque me nota asustado, se explica: no se trata de sangre hum ana. Sucede que acaba de dejar el gabinete de cirugía experim ental donde estuvieron operando un cerdo a corazón abierto. Lamentablemente el anim al no resistió la inter­vención y en este m om ento lo están preparando al asador para el c iru jano principal y sus ayu ­dantes. Com o el hígado de cerdo no le gusta a nadie, le han perm itido al practicante llevárselo

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a su casa, donde su m am á lo transform a en un exquisito paté al cognac. El practicante junta los dedos y los besa en un gesto de deleite. D el bo l­sillo de su bata saca una bolsa de nailon donde hay, en efecto, un hígado de aspecto h ipertro­fiado y sangriento. M e ofrece traer un poco de paté en su próxim a visita, pero yo no acepto. Me parece que el cognac m e puede hacer mal.

M e gusta que m e saquen sangre. Eso quiere decir que no me han olvidado. Lo que no me gusta ni m edio es la aguja. El practicante m e ata una gomita en el brazo y me pide que cierre el puño con fuerza. Aprieto el puño sacando m úsculo para que se note que no tengo miedo. La j eringa es des- cartable, de plástico. Para no pensar en la aguja cla­vándose en mi vena y chupándome la sangre como una sanguijuela mecánica, pienso en los avances tecnológicos de la m edicina moderna. El m ucha­cho clava la aguja y putea: un maleducado. Otra queja para anotar en m i libretita.

— Qué ven itas frág iles tiene usted — dice, entre enojado y despectivo— . M ire, ya se tuvo que romper.

Tanto coraje para qué. D ejo de sacar m úsculo y m iro. Una sangre sucia, de color oscuro, sale mansamente de m i brazo, como desbordándose. El practicante m e pone un algodón y m e hace doblar el brazo.

— Vam os, téngaselo así y no se ponga tan pálido.

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Maricón no m e dice pero lo debe estar p e n ­sando. Después em pieza el m ism o trabajito con el otro brazo. Fuerza, le digo a m i venita, que esta vez resiste valientem ente y se deja perforar sin romperse. La jeringa se va llenando con ese líquido amarronado que, aunque parezca increíble, es m i propia sangre. Siento un dolor pequeño y agudo, como la picadura de un m osquito gigante. Y ya tengo otra cosa para esperar: los resultados del análisis.

Cuando el practicante se va m e quedo un rato acostado sin alm ohada para que se m e pase la lipotimia. Linda sorpresa se va a llevar m i h er­mano cuando vuelva de su viaje y m e encuentre así. Pensar que m e dejó sano y lleno de proyec­tos: ahora, m i único proyecto es vo lver a estar sano. Y salir lo más pronto posible de este h o s­pital que ya odio. En el curso de Control M ental aprendí que la voluntad y el deseo de curarse son las armas más poderosas para vencer a la en fer­medad. V oy a concentrar toda m i energía m en ­tal en ponerm e bien. Si da resultado, cuando m i hermano llegue voy a estar en Ezeiza. A lo m ejor, hasta le consigo una cuña para que pase por la aduana.

Sigo recibiendo v isitas equivocadas que v ie ­nen a ver al director del hospital. La gente que espera encontrarlo aquí no es justam ente la que mejor lo conoce: los am igos íntim os y los parien­tes ya saben que está en la casa. Es u n hom bre

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m uy querido y tam bién m u y im portante. Com o m édico, lo vienen a ver m uchos de sus pacien­tes. C om o dueño de un laboratorio , lo v is itan colegas, proveedores, clientes, je fes y em plea­dos de su em presa y de otros laboratorios de la com petencia. A nadie le hace gracia encontrarse conm igo, sobre todo si vienen desde lejos. A lg u ­nos se ponen contentos a! enterarse de que está convaleciente. A otros (que a veces son los m is­mos) les da rabia haberse llegado hasta acá trans­portando el regalo.

La casa del director está del otro lado de la ciu­dad y a los que v ien en p o r co m p ro m iso les resulta m ás práctico librarse del regalo dejándo­m elo a mí. Ya tengo un ram o de rosas rojas ater­ciopeladas de La O rquídea, y dos ram os de cla­veles de florerías de barrio, una caja de bom bones de fruta y otra de bom bones surtidos, un ch o­colate im portado de Suiza, tres novelas de espías (una repetida) y una bolsa grande de caram elos ácidos. A los presos cuando los van a visitar les llevan cigarrillos y hasta pollo al horno: a los en ­ferm os, ni eso. Con tanta flor en la pieza, ya está oliendo a velorio . Pienso com partir los regalos con la enferm era jefe: em pezar, así, a con qu is­tármela.

U n rato antes del m ediodía entra a m i cuarto una m u jer m u y atractiva , m oroch a y de pelo largo. A unque usa delantal blanco, nadie podría confundirla con una en ferm era. En parte p o r­

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que no lleva la cofia blanca y los zapatos regla m entarlos, pero sobre todo por la form a de cami nar: tranquila, segura, sin apuro. En el bolsilL izquierdo tiene una lapicera fuente. Las enfer m eras, a lo sum o, tendrán birom es.

— Mucho gusto. So y la doctora Sánchez Orti — m e dice. Y m e estrecha la m ano con tant fuerza com o si y o fu era un leproso al que ha; que dem ostrarle que no contagia. — El docto Goldfarb y yo hem os tom ado su caso y nos va m os a ocupar de usted .

La doctora se asom a a la puerta y llam a ¡ alguien que, a juzgar por las voces que vienen de pasillo , parece estar entreten ido conversandc con una de las enferm eras.

— Le presento al doctor Goldfarb.El doctor tiene m ás o m enos m i edad y parec<

m uy amable. Es del tipo de los m édicos chisto sos. Cada vez que hace una brom a, guiña el ojc derecho para que no quede ninguna duda. Mí pone el term óm etro, m e tom a el pulso, m e au s­culta.

— Flor de batería — dice, gu iñando el o jo mientras desliza el estetoscopio sobre m i pecho

Cuando un m éd ico anuncia sus ch istes, s í

entiende que el paciente tiene la obligación de reírse. Me siento un poco inquieto.

— Perdón — les d igo , tratando de no o fe n ­derlos— . Pero yo so y paciente del doctor Tracer Paciente particular.

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— Por supuesto — dice la doctora— . El doc­tor Tracer es el jefe de nuestro equipo y él con­trola nuestro trabajo.

— A dem ás el doctor Tracer tiene tantos pacientes que si le sacam os uno o dos ni se va a dar cuenta — dice el doctor Goldfarb guiñando el ojo derecho.

A ntes de que term ine de hablar em piezan a entrar en la habitación otros m édicos. M uchos m édicos. M uchos m ás de los que m e hubiera atrevido a desear. H ay dos con corbatas llam ati­vas, vario s con anteojos y siete m ujeres. La m ayoría fum a. Se apretujan contra las paredes, se sientan sobre m i cama y encim a de la m esita de luz. Por falta de espacio, la doctora Sánchez O rtiz se acom oda sobre m i alm ohada cruzando las piernas, que son lindas. Usa un perfum e que m e gusta, pero m uy pronto la pieza está tan llena de hum o que ya no lo siento. Qué falta de res­peto por el paciente. Hasta me tiran ceniza sobre las sábanas, un detalle que en m i libretita de que­jas no va a faltar.

La doctora carraspea para im poner silencio y en voz m uy alta inicia su exposición. Habla de m í señalándom e inútilm ente con el dedo: entre tantos m édicos, el único paciente soy yo. A veces me hace abrir la boca. Los otros asienten con la cabeza y sonríen cuando es necesario para que se note que están siguiendo sus palabras. Sin em bargo, a los que están distraídos se los reco­

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noce por los ojos: tienen la m irada baja, d irigida a las piernas de la doctora y no a su cara.

La doctora tiene la bata entreabierta y u sa debajo una camisa m u y escotada. Cada vez que se inclina sobre m í le m iro el com ien zo de los pechos. Yo soy así: hasta de la peor situación m e gusta sacar algún provecho, alguna enseñanza.

Ahora la doctora m e palpa el v ien tre, apre­tando con m ás fuerza en ciertas zonas. La falta de espacio la obliga a extenderse a m i lado. Si su gesto no fuera tan profesional, sería excitante. Cuando grito ay, se detiene contenta y, sacando la lapicera fuente del bolsillo, m arca ese punto con una crucecita de tinta roja. D espués, invita a palpar a los dem ás. N o es fácil acercarse a la cama estando todos tan apretados. Los desp la­zamientos que se producen m e hacen pensar en un colectivo m uy lleno que llega a una parada im portante que no es, sin em bargo, la term inal. Van pasando de uno en fondo y presion an m i vientre donde más me duele. D espués se abren paso dificultosam ente para salir.

Sospecho que son estudiantes de m edicina, aunque para estudiantes m e resultan bastante mayorcitos. Se entiende: la facultad de m edicina no es brom a y no es extraño que m ientras estu ­dian vayan envejeciendo.

Cada vez que uno de ellos m e aprieta la cru­cecita roja, repito con más ganas el «ay» que puso contenta a la doctora. Uno de los que usan cor­

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bata llam ativa m e sonríe m ientras palpa: parece m ejor que los dem ás y aprovecho para protestar m ás extensam ente.

— ¡Ay, m e duele m ucho!— Claro que le duele m ucho, eso ya lo sabía­

m os. N o había ninguna necesidad de que usted dijera ay — dice la doctora Sánchez O rtiz , con ganas de bajarm e los h u m os— . Y ahora, a ver si m e hace el favor de quedarse un ratito en s i­lencio.

A las doce, cuando m e traen la com ida, estoy tan agotado que la m iro sin interés. Para recu ­perar fuerzas m e obligo a tragar un poco de sopa pegajosa y espesa, una especie de engrudo dem a­siado líqu ido . D el puré prefiero o lv id arm e. D esde que estoy enferm o m e he convertido en un experto en purés: hay algunos que son un pre­m io, otros, un castigo; con sólo m irarlos los reco­nozco.

A m edida que m e v o y rean im an do (si no p ienso en el gu sto , la sopa caliente ayuda) la indignación aum enta. Yo soy una persona pací­fica, pero si m e buscan m e encuentran: a la doc­tora Sánchez O rtiz no le hablo m ás, no le pienso decir n i ay. A pen as lo vea al doctor Tracer m e va a escuchar. ¿Q ué clase de equipo tiene? La queja correspondiente a este suceso ocupa toda una hoja en m i libretita.

V uelvo a Jam es Bond y m e da envid ia: con el dedo m eñique roto se las arregla para descolgarse

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por el techo de un depósito donde hay pescados venenosos y tiburones en grandes tan qu es de vidrio. Es fuerte, valiente, y tiene un arrastre bár­baro. Si estuviera en m i lugar, a la doctora ya la tendría con él, aunque fuera soldado del e n e ­migo. M i nom bre es Bond, Jam es Bond, diría. Y la doctora, toda suya.

No alcanzo a leer mucho. Bajo el efecto de los sedantes m e quedo dorm ido. Soñ an do con la doctora Sánchez Ortiz m ancho las sábanas. M e despierto húm edo y pegajoso cuando entra la enferm era jefe.

Debe ser triste para una m ujer tener el pecho tan chato. ¿Será por eso que nunca se ríe? Para caerle sim pático tengo m uchas preguntas p re­paradas. A veces, con una propina no basta: el dinero no es todo en la vida. Con la gente hay que tener am abilidad, pequeñas gen tilezas, aco r­darse de sus problem as y preguntarle por la fa ­m ilia.

Pero ella habla tanto y tan rápido que no m e da tiem po a preguntar nada. A p en as pu edo seguirla. Es m alhum orada y eficiente. M ientras habla, realiza un control general de la habitación. Revisa con cuidado las flores y los caramelos. Por un m om ento tengo m iedo de que m e quite el chocolate su izo, pero lo vu e lve a p o n er en su lugar. Deshace la cama y la vuelve a hacer rápi­damente. Controla el placard, el baño y todos los rincones. Me parece bien que se fije en el conte­

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nido de los frascos de rem edios: abre una cap- sulita al azar, huele el polvo blanco y la vuelve a cerrar. En cambio me m olesta verla revolver los cajones, m eterm e la m ano en el b o lsillo del piyam a y volcar el contenido de m i bolso.

M e pregunta con ritm o de am etralladora cóm o estoy, cóm o me siento, dónde m e duele, por qué m e internaron, qué estoy leyendo, de qué trabajo, cuál es m i plato preferido. Se queja de su sueldo, que es bajo, y de su trabajo, que es m ucho. Justifica la requisa diciéndom e que los pacientes tienen prohibido esconder bebidas alcohólicas en su habitación, que de m í no sos­pecha porque se ve que soy una persona seria y abstem ia pero que más de un disgusto tuvo en la vida por confiar en hom bres que parecían serios y después eran igual que todos, que el puesto se lo tiene que cuidar porque el sueldo será bajo pero algo es algo y si no se preocupa ella no se lo va a cuidar el vigilante de la esquina.

Quisiera interrum pirla para explicarle que en las esquinas no hay m ás vig ilan tes, que ahora andan todos en coches patrulleros. Pero ella ya está en otro tema. Del doctor Goldfarb y la doc­tora Sánchez Ortiz me habla m aravillas.

— Con unos m édicos com o los que usted tiene — me dice, dism inuyendo la velocidad para recalcar m ejor las palabras— si no se cura es por­que no quiere.

Para atenuar el tono de reprim enda de su

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últim a frase , la en ferm era je fe m e acaricia la cabeza y m e da un pellizco en la barbilla que m e hace saltar: tiene los dedos suaves com o tena­zas. A grega antes de irse que b ien p od ría p e i­narm e un poco, afeitarm e y lavarm e la cara, que eso m e va a hacer sen tir m ejo r porque no h ay nada peor que m irarse al espejo y verse despro- lijo, que el aspecto es im portante para la salud, que ella tuvo u n paciente del que nunca se va a olvidar porque es el que m ás adm iró en su vida, que se m urió de cáncer con dolores terrib les y que hasta el ú ltim o m om ento se hacía planchar el piyam a dos veces por día, se lavaba los d ien ­tes, se afeitaba todas las m añanas y se ponía Oíd Spice que tiene ese perfum e tan agradable y m as­culino.

C om o yo no tengo cáncer y no m e v o y a m orir, no p ienso afeitarm e nada.

La Pochi, una prim a que m e saqué en la lote­ría, llega al rato trayen do algunas cosas para comer: galletitas de chocolate, una banana, papas y m anteca. Ver la com ida m e produce gran ale­gría y salivación hasta que m e entero de que no m e piensa convidar. La alegría (y la salivación) se m e cortan de golpe.

— A ntes de prepararte la com ida, tengo que hablar con el m édico. A ver si te doy algo que te haga m al.

Yo conozco bien m i régim en: sé lo que puedo y lo que no. El doctor Tracer m e lo anotó en una

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receta que guardé en la caja fuerte de m i depar­tam ento para no perderla. Pero antes la copié íntegra en la ú ltim a página del lib ro de Jam es Bond. Estoy seguro, por ejem plo, de que bana­nas m aduras puedo. Lo que no pu edo es co n ­vencerla a la Pochi, n i siquiera m ostrándole lo que tengo anotado.

— Ésta es tu letra — dice la P ochi— . Y ni siquiera tiene la firm a del doctor. C on tal de com erte un plato de papas fritas a caballo, vos sos capaz de cualquier tongo.

Y m e niega nom ás las bananas m aduras. Le pido que, por lo m en os, se las vaya a com er al pasillo para no hacerm e sufrir.

La Pochi m e anuncia una próxim a v isita de sus padres,, que están preocupados por m i enfer­m edad. M is com pañeros de trabajo, ¿por qué no habrán venido todavía? A visé por teléfono que me internaba y los estoy esperando desde el p ri­m er día. La de ch istes n u evo s que tendrá el Duque-para contarm e. Iparraguirre ya tendría que haber organizado una expedición . Él diría: un safari.

Cuando a alguien lo ascienden o le aum entan el sueldo, a Iparragu irre siem pre le parece in ­justo: habla de traiciones y de vendidos. A Fraga, que se ganó la lo tería , no le d irig ió la palabra durante un buen tiem po. Si una de las chicas se casa, Iparraguirre se niega a participar en el regalo que le hacem os entre todos.

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— Para qué — dice— , si h oy en día los m atri m onios no duran seis m eses. Ya va a necesita que le dem os una m ano cuando se divorcie.

Porque lo que a él le gusta es justam ente esc dar una m ano, ayudar, colaborar, poner el hom bro, y para sacarse las ganas necesita que la gent se enferm e, que la despidan, que sufra acciden tes autom ovilísticos o conyugales. Entonces est. en su salsa. O rganiza colectas y v isitas conjun tas: es el p rim ero en aportar y estim u la a lo; dem ás para que no se queden cortos. Por eso m< extraña que no haya traído todavía a los m ucha chos. Estará dejando pasar un tiem po pruden cial para asegu rarse de la au tenticidad de m enferm edad. Es posib le, incluso, que sospeche una sim ulación. O tros casos ha tenido.

Con la Pochi n os q u ed am os hablando dt asuntos de fam ilia m ientras ella prepara sus cosaí para acostarse en la cam a de al lado. D ice que ur día de éstos m e va a traer a su n o v io para p re ­sentárm elo. D e acu erdo a su d escrip c ió n e' muchacho parece un candidato ideal para el altar «Para la guillotina», diría el D uque, que es solte- rito y sin apuro.

— M i novio es m uy celoso: que venga a hacerte compañía no le gusta nada, pero se las tiene que aguantar — dice la Pochi, bastante orgullosa de que alguien pueda estar celoso de ella.

M ientras estam os conversando llega la m on- jita, haciendo su ronda diaria. La recibo con m i

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sonrisa especial. Es la sonrisa de m i m ejor foto (todos tenem os una): la llevo en la billetera para no olvidárm ela y cuando quiero quedar b ien, trato de im itarla.

— ¿M iedo usted tiene? — pregunta la h er­mana, que debe repetir siempre el m ism o libreto.

— No -—contesto yo, para variar.— A sí gusta a m í, m uchacho fu errte com o

ústed , ¿por qué tenierra m iedo? ¿Ya d ijeron cuándo van a operrar?

— Mi caso es clínico, no quirúrgico — le digo secam ente, esperando que entienda m ejor el vocabulario técnico que el coloquial.

Y no es que no entienda. Es que no está de acuerdo. Su certeza m e hace dudar. ¿Sabrá algo que yo ignoro? Es posible que en este piso estén solam ente los pacientes operados y los pacien­tes operables. Pero tam bién es posib le que se hagan, de vez en cuando (y hasta con frecuen ­cia), infracciones a la regla que a ella, con su poco flexible m entalidad centroeuropea, le resulten tan difíciles de entender com o nuestro idiom a. A la Pochi ni siquiera le dirige la palabra. Es ev i­dente que no aprueba su presencia. Antes de irse, me recomienda que tenga m ucha pero mucha fe. Fe grrande, dice ella.

Le cuento a la Pochi, ayudándom e con la libretita de quejas para no olvidarm e de ningún detalle, los sucesos de esta m añana y los m alos tratos a que m e som etieron la doctora y sus

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alum nos. Ella se enoja tanto que m e asusta. La Pochi en pie de guerra es peligrosa. A hora que ya m etí la pata no puedo retroceder, si trato de calm arla se la tom a conm igo.

— A m i prim o nadie lo va a usar de conejito de Indias — grita.

— C on ejito no: con ejillo — le digo yo , m ar­cando la elle.

— A m i p rim o n ad ie lo va a u sar de co n e ji­llo ni de coballo. Yo, que estoy sana, te v o y a de­fender.

— Coballo no, cobayo —-le digo yo, m arcando la ye.

La Pochi prepara un plan de batalla. Prim ero va a hablar con la doctora Sánchez O rtiz. D ice que la va a poner en su lugar. Después lo va a b u s­car al doctor Tracer en su consultorio. Dice que a él tam bién lo va a poner en su lugar, que es al lado de sus pacientes aunque estén en un h o s­pital y no en un sanatorio privado.

Es buena pero brava esta Pochi. D esde ch i­quita: en cuarto grado la echaron de la escuela por pelearse con la directora. Cóm o lloró la m am á. Espero que no m e echen a m í del h osp ital. Yo quiero irm e pronto, pero curado y por las m ías.

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La m ujer que reparte la com ida m e dio a ele­gir entre puré de papas y budín de sém ola. C o n ­sulté m is anotaciones y comprobé que la sém ola, si bien no form aba parte de la lista de alim entos perm itidos, tam poco figuraba entre los p ro h i­bidos. Elegí bud ín de sém ola.

A h o ra lo tengo aquí, delante m ío . E s u n m azacote denso, de alto peso específico y escasa porosidad. ¿Q ué autoridad tenía esa m ujer para propon erm e sem ejante o p ció n ? ¿ Y qué e le ­m entos tenía yo para tom ar una decisión fu n ­dam entada? N ada m ás que el m al recuerdo del puré: tendrían que haberm e traído una m uestra o, al m enos, una foto.

U n pedacito de carne yace jun to al budín . E s un objeto chato y duro , de color o scu ro , seco com o cartón pren sado y con gu sto a m adera. C on sidero que la a lim en tac ió n in flu y e en el estado psíq u ico del pacien te: este a lm u erzo

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merece por sí solo unos cinco renglones en m i libretita de quejas. El doctor Tracer m e va a escu ­char.

Mi libretita incluye ya unos diecisiete M oti­vos de Queja, sin contar a las palom as porque finalm ente las taché. A h ora a la m añana ya no las oigo y hasta m e resulta sim pático el ruido que hacen cuando se arrullan. A todo se acostum bra uno.

Si no fuera por el lío que se arm ó esta m añana, le pediría a la Pochi que haga gestion es para mejorar m i comida. A lternando protestas y pro ­pinas podría conseguir carne m ás tierna y, tal vez, un m enú m ás variado. Considerando lo que pasó, m ejor no le pido nada: con la gente de la cocina no conviene pelearse. A ndan siem pre con cuchillos.

H oy m i prim a m e desp ertó tem pran o, en batón y despeinada. La cara, gordita y fea, la tenía toda colorada. Estaba tan enojada que hasta las palom as se d ieron cuenta y se las escuchaba revolotear, alteradas, golpeándose las alas con ­tra el vidrio de la ventana. La Pochi se había pele­ado con la doctora Sánchez O rtiz.

-—A sí que ayer te vinieron a revisar unos estu­diantes de m edicina —-fue lo p rim ero que m e dijo, despreciativa— . V os sos u n m io p e de la cabeza: no sos capaz de d istinguir un poroto de un zapallo.

Yo creo, sin em bargo, que soy capaz de d is­

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tinguirlos m u y b ien, porque el zapallo no me gusta y los porotos sí, pero m e hacen m al. Por si fuera poco, el zapallo tiene un color anaranjado im posib le de con fu n dir. La com paración m e pareció injusta: los estudiantes no llevan una E sobre la frente com o para reconocerlos con tanta facilidad. Com o estaba tan furiosa, no le quise discutir.

— Y pensar que por tu culpa quedé tan m al con la doctora — siguió ella.

En resum en, los que estuvieron aquí con la doctora no eran estudiantes de m edicina sino auténticos m édicos recibidos. A l parecer debí haberme dado cuenta por la edad. Ahora recuerdo que ese detalle m e llam ó la atención. N o sólo tenían todos ellos su título habilitante, sino que se trataba, además, de especialistas renombrados: una delegación de m édicos extranjeros, asisten­tes al Congreso Latinoamericano que está sesio­nando en el Sheraton.

— En el Sheraton, ¿te das cuenta? — dice la Pochi— . Se m olestaron en ven ir desde el Shera­ton hasta este hospital p iojoso para verte a vos. Podrías estar orgulloso de ser un caso tan in te­resante.

Para m í que la Pochi al Sheraton no lo conoce más que de nom bre. Yo , en cam bio, fu i un par de veces y no es para tanto: en la cafetería sirven unas ham burguesas zon zas com o si fueran la séptim a m aravilla.

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Cuando la Pochi em pieza a d iscutir, no hay quien la pare. Las palabras crecen , se d esb o r­dan, form an una correntada in contenib le que arrastra la bronca de m i prim a haciéndola cre­cer. Su tono de voz sube, agita los brazos y su in ­terlocutor tiene derecho a tem er por su in te ­gridad. Yo, que la conozco desde que era así, puedo asegurar que la Pochi no le pega a nadie: que un desconocido se ponga en guardia resulta justificable.

Por eso, aunque su conclusión final sobre los hechos la haya vuelto en m i contra, no hay que pensar que ese cambio de frente haya suavizado su entrevista con la doctora. Con ella siguió d is­cutiendo hasta el final, negándose a darle la razón y descargando sobre su cabeza m iles de m etros cúbicos de indignación con la p resión de una catarata. La acusó de im p revisora , de im p ru ­dente, de improvisada, de irrespetuosa, de irres­ponsable, de im púdica, y hasta am enazó con denunciarla. Qué im pulsiva esta Pochi.

— La doctora Sánchez O rtiz está furiosa con­migo y m uy molesta con vos. Dice que en estas condiciones prefiere no atenderte m ás. D e las cosas que le dije estoy arrepentida: la culpa es tuya porque me hiciste confundir. Pero p e n ­sándolo bien, es mucho m ejor que no te atienda: esa chica me parece demasiado joven. Com o doc­tora no debe tener gran experien cia: en otras cosas s í—-dice la Pochi.

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Pensar que, aunque m e quedara en el h o sp i­tal, no la vería m ás a la doctora, m e dio pena. A l fin y al cabo ella cum plía con su obligación. A los invitados extranjeros hay que tratarlos m uy bien para que se lleven una buena im presión del país. A dem ás de triste, m e quedé preocupado. Si se corre la voz de que soy un paciente difícil, ¿quién m e va a querer atender? «Con ese p o lleru d o m ejor no m eterse», se dirán los m édicos unos a otros. «D espués v ien e la prim a y te pon e de vuelta y media.» U n m otivo m ás para irm e del hospital cuanto antes.

A pesar de m is tem ores, el doctor G oldfarb se com portó en form a m u y gentil.

— Usted todavía haciéndose el enferm o, pica­rón — m e dijo al entrar—-. Cóm o se ve que tiene quien lo m im e.

Y la m iró a la Pochi gu iñando un ojo. M e revisó bien a fondo y m e anunció que iba a pedir varias radiografías.

El doctor se quedó en la pieza un rato largo, charlando con los dos y contándonos esas anéc­dotas de hum or macabro que les hacen tanta gra­cia a los cirujanos. M ientras hablábamos, la Pochi se peinaba las cejas con saliva, se arreglaba el pelo, acom odándose un m echón sobre la frente, y se estiraba la pollera para poner en evidencia sus piernas, que tienen form a de maceta. ¡ Qué fuerte se reía de los chistes del doctor! H asta en el p asi­llo se debían escuchar sus carcajadas d_e caballo.

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Se fueron juntos, el doctor siem pre haciendo gracias, encantado con las risotadas de la Pochi Hasta se ofreció a llevarla en su coche hasta ei centro. Ella debe haber ven ido con el suyo pero : vaya a saber por qué, n i siquiera lo m encionó. E] novio, que es tan celoso, ¿qué diría si lo supiera?

Y aquí estoy, otra vez solo, sin aliados para ayudarm e a hacer fren te a este a lm u erzo , que parece resum ir en su trágica insipidez la m iseria de m i situación . M astico pen o sam en te , con esfuerzo. M i m an díb u la deshace sin ganas las fibras de la carne, apretadas fuertem ente entre sí como la hiedra y la pared del bolero, com o her­manos que se dan el abrazo final de despedida m ientras se escucha ya la sirena del barco. Sin piedad las obligo a separarse, las d iv id o , las machaco entre m is m uelas fatigadas. N ada tan mecánico com o el m ovim ien to de deglución de mi garganta. Sin em bargo, estoy decidido a ter­minarlo todo, hasta el ú ltim o bocado de carne seca y correosa. H e llegad o apenas a la m itad cuando viene la m ucam a a llevarse el plato.

— Usted es un desconsiderado — m e dice— . ¿Se cree que vam os a estar esperando hasta que se le ocurra term in ar p or el sueldo que nos pagan?

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H oy sí que me llevé una sorpresa: nada m enos que Ricardo. Uno cree que conoce a la gente y se equivoca. De Ricardo estaba seguro que no le iba a ver el pelo mientras estuviera internado.

—-Qué hacés, loco — m e dijo— . ¿Seguís con tus ñañas?

Ricardo no se tom a m uy en serio m i en fer­m edad, pero igual fue una alegría verlo, un soplo de aire fresco.

— Yo te vo y a hacer el diagnóstico — se ofre­ció, generoso— . Vos sos un depresivo. En vez de largar la agresividad para afuera, te la tragás y la dejas que actúe como saboteador interno. Y tam ­bién, inconscientemente, estar enferm o te gusta un poco: es una defensa que te perm ite m ante­ner a todos pendientes de vos.

A m í m e gusta, claro que m e gusta que todos estén pendientes de m í. Y no «inconsciente­mente»: me gusta de alm a. Lo que R icardo no

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quiere en ten der es que por m u y en ferm o que esté, pendiente de m í no tengo a nadie. A m edida que m i internación se alarga, las v isitas se hacen más espaciadas. La Pochi viene seguido, pero ya no sé si es para verm e a mí.

Para corresp o n d er al relato de las ú ltim as aventuras erótico-sentim entales de Ricardo (que siempre tiene alguna) le conté que la doctora Sán­chez O rtiz se acostó al lado m ío para palparm e el v ien tre. N o le d ije , en cam bio, que en ese m om ento había unas treinta personas en la pieza porque no m e iba a creer. La verdad siem pre se ve obligada a hacer ciertas concesiones a la ve ro ­sim ilitud.

El do ctor G o ld farb m e había dejado una receta indicando m edicam entos que en el h o s­pital no hay. C om o todavía no tengo d iagn ó s­tico se trata, por el m om ento, de atacar los s ín ­tomas. R icardo se ofreció a com prárm elos. Le di la receta y el dinero y le indiqué la ubicación de la farm acia.

— Contá hasta diez y estoy de v u e lta -—p ro ­metió.

Conté hasta 15.82.8 y ni noticias. Seguí con ­tando u n rato para hacerle notar su retraso con cifras exactas pero al fin al m e di por ven cid o . Espero verlo antes de la noche: la plata ya no m e im porta. Lo que m ás m e p reocu p a es que m e devuelva la receta.

Q uisiera dorm ir. La tarde se hace larga y el

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sueño no viene. R icard o tam poco. D esde que em pecé m i curso de C ontrol M ental, es la p r i­mera vez que tengo insom nio. ¿Q ué frecuencia tendrán ahora las rad iacion es de m i cerebro? Tanta radiografía ¿las habrá afectado? Trato de distraerme para darle al sueño la oportunidad de sorprenderm e, pero h o y no quiere jugar. T am ­poco tengo ganas de leer. Este B on d se hace m ucho el v ivo : m e gustaría verlo en m i lugar. A él no lo están por desalojar de su departam ento, por ejemplo. La enferm era jefe pasa por m i pieza m uy seguido. A sí ju stifica la propina y de paso me tiene b ien controlado. H o y descubrió una caja de b om b on es que hasta ahora se le había pasado por alto. Me confiscó todos los de licor. — U sted no tiene la culpa — m e tran quilizó—-. Yo siem pre digo que las v isitas son todos unos inconscientes.

Me dijo tam bién que con bom bones de licor nadie se em borracha pero que cuando se trata de un vic io todo es em pezar que h o y un borri- boncito y m añana una sopa inglesa con m oscato pasado un licorcito de cerezas después un verm ú con ingredientes al otro día un vasito de w h isk y m ás adelante una b ote lla de ginebra y el día

■ m enos pensado m e encuentra robando alcohol en la farm acia, que el cam ino de la degradación no se sabe dónde em pieza y que si tengo algo de valor m ejo r que se lo dé para que ella m e lo guarde en su ropero con candado porque en el

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hospital hay de todo com o en botica que le teng confianza que m e va a dar un recibo que m e port bien y que m e cure pronto.

Mientras se despide m e arregla los alm oha dones y me da palm adas en la espalda con su manos enorm es com o palas. Las palm adas, aun que am istosas, m e duelen u n poco y cada ve que se va me deja con tos.

Eso sí, visitas para el d irector del hospital n< vienen m ás, se ve que y a avisaron a tod os. L< lamento por los regalos: por la gente no. R ecibí visitas ajenas m e daba tristeza. Lo único que le interesaba era tener noticias del ausente y nadi se quedaba a charlar conm igo.

Mis tíos, los padres de la Pochi, entran tím i damente trayendo una carta de m i herm ano coi el sobre roto.

—Tuvim os que abrirla — dice m i tía, dán dome la carta— . A un en ferm o no se le pued< dar cualquier noticia.

Mi herm ano está en París. La carta habla d< los días feos y nublados, de m ujeres y m edialu ñas y de las calles de París, que son tan lindas Algunas frases están tachadas con tinta negra Gracias a m i tía, m e entero de cuál fue el crite rio de censura. Se trataba de descripciones esca brosas y frases en las que se describía el gusto de paté de foie gras trufado, las m asitas de alm en ­dra y las de frutilla.

—Las taché para que no te hicieran sufrir.

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M is tíos me preguntan qué es lo que tengo y no se dan por satisfechos con m i respuesta. A m í me da vergüenza confesarles que todavía no tengo diagnóstico y de todas m aneras no m e creen. Están convencidos de que trato de ocu l­tarles la trágica verdad.

— Pienso que todavía no hace falta escribirle a tu hermano sobre tu enferm edad — dice m i tío: a él habrá salido tan práctica la Pochi— . Se va a amargar al pedo si sabe que estás aquí y por ahí hasta interrum pe el viaje.

— La que tendría que estar internada soy yo — dice m i tía, que no se pinta para parecer más pálida.

Con gran concentración m e describe sus ú lti­m os y fascinantes dolores de cabeza, que em pie­zan con un dolor agudo, com o un pinchazo, en la ceja derecha y se extienden después, como Juan por su casa, por todo el hem icráneo izquierdo: verdaderas migrañas.

M i tía sabe m ucho de en ferm edades y m e aconseja bien. De tanto estar enferm a, ya habla más difícil que m uchos m édicos. A las encías les dice corión gingival, a la piel le dice epiderm is, a los m oretones los llam a equim osis y a las ras­paduras, escoriaciones. Maneja los conceptos de án tero-posterior, in fero -an terio r y decúbito supino con una fam iliaridad que m e da envidia. Yo, para saber cuál es la derecha, tengo que hacer con la m ano el ademán de escribir. Ella fue la que

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me recom endó al doctor Tracer. Le- tengo con ­fianza porque es m ás que una sim ple aficionada: es una enferm a profesional.

A la hora en que suele ven ir la m onjita, m is tíos todavía están conm igo. Cuando ella entra se ponen de pie. Los hace sentar con un gesto y m e mira sonriente y arrugada para dem ostrar que somos am igos desde hace tiem po.

— jCarram ba, qué v isitas tiene ústed ! — d i­ce— , Y ayer chica linda tam bién.

Com o noto en su voz cierto m atiz de acusa­ción, me adelanto para no quedar m al delante de mis tíos.

— Éstos son m is tíos — presento— . Y la que estaba ayer era m i prim a, la hija de ellos.

La convido con caram elos ácidos de m i bol- sita pero los rechaza com o sí fu eran u n in ten ­to de soborno. Y ya está a punto de salir de m i cuarto cuando de pronto se da vuelta com o si la conciencia la hubiera tironeado de la toca.

— Bien m e sé que ústed de o p erració n no quierre hablarr. Hablarr es buena cosa. H o y me voy, mañana vengo, ústed piensa.

— Sí, seguro — le digo yo, ya con la firm e deci­sión de no permanecer ni un día más en este hos­pital— . V uelva m añana y le prom eto que habla­mos de la operación todo lo que quiera.

— ¿Cóm o, te van a operar? ¡Y no m e dijiste nada! Siem pre tengo que ser la ú ltim a en ente­rarme de todo. M e lo estabas ocultando, desgra-

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ciadito. Qué suerte que tienen algunos — dice m i tía— . A m í m e operaron una sola vez, del ápén- dice, y era tan chica que no m e acuerdo nada.

— Vam os — dice m i tío, que no le deja pasar una— . ¿Y de la estética de las arrugas no te acor- dás tam poco? Yo te aseguro que no m e la olvido así nom ás, con la guita que m e salió.

— Pero no, tía, m e van a hacer solamente unos estudios. Si no m e creés, pregúntale al doctor Tracer.

Q uisiera de verdad que le pregunte, a ver si se entera de alguna novedad : yo m ism o estoy em pezando a dudar. Cuando se van , el peso del aburrim iento cae sobre m í com o una m ontaña. Intento entablar con versación con una de las m ucam as pero ella se lim ita a barrer fu r io sa ­m ente el piso de la habitación, hablando entre dientes de las cosas que tiene que hacer por el sueldo que le pagan. El sueldo parece ser la p re ­ocupación principal de todo el personal. N o sería raro que en cualquier m om en to esta lle una huelga. Con todo, siento esas palabras m u rm u ­radas en voz baja com o un insulto personal. Es el ú ltim o em p u jó n que n ecesitaba para d ec i­dirme: m e v o y de aquí. Me v o y ahora m ism o.

Me levanto de la cam a y ensayo unos pasos por la habitación. Las piernas m e sostienen con firm eza. En el ropero no en cu en tro m ás que piyam as; m i ropa se la debe haber llevad o la enferm era jefe en la ú ltim a requisa.

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H ace calor y el m ás n u evo de m is p iyam as puede pasar p erfectam en te p o r u n con jun to deportivo. C om o si estuviera practicando aero- b ism o, salgo a correr por los pasillos del h o sp i­tal. M e sorprende encontrarm e con otros corre­dores, solos o en grupos, que m e saludan al pasar levantando la m ano. (Más tarde m e enteraré de que parte del person al m édico y algunos en fer­m os se están entrenando para com p etir en un m aratón interhospitalario.)

Cuando nadie m e ve, m e apoyo agotado con­tra cualquier pared para descansar y recuperar aliento. Llego por fin a la gran puerta de entrada, donde m e detiene un anciano uniform ado.

— Señor, ¿adonde va?— Salgo — no con sidero n ecesario dar m ás

explicaciones.— U ste d no trabaja aqu í — d ice , m irá n d o ­

m e fijam ente com o si tratara de reconocer m is rasgos.

— N o, no trabajo aquí. So y paciente. O, m ejor dicho, era.

— ¿T ien e la tarjetita?— ¿Q u é tarjetita?— La tarjetita rosa.Lamentablemente yo no tengo, por el m om en­

to, n inguna tarjetita— Lo siento m uchísim o, señor, pero sin la tar­

jetita rosa de aquí no sale nadie. N ingún paciente, quiero decir.

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— Lo que quiere decir es que estoy encerrado, ¿no es cierto?

—-Pero no, hombre, cómo va a estar encerrado, esto no es una cárcel. Todo lo que tiene que hacer es conseguir su tarjetita rosa. Un trámite.

El hom bre no m e perm ite ni siquiera in d ig­narm e contra la burocracia.

— N o es porque sí, señor. Im agínese. Es por el bien de todos. No es bueno que anden por ahí, sin estar registrados, en ferm o s contagiosos. Enferm os, por ejem plo, de lepra o saram pión.

— ¿A usted le parece que yo estoy en edad de tener saram pión?

El viejo me observa otra vez con mucha aten­ción, enfocándom e la cara con la linterna. Pero desvía enseguida la m irada, com o si al exam i­narm e se hubiera excedido en sus atribuciones.

— N o sé, no sé. Yo no soy m édico, aunque Dios sabe que me hubiera gustado. Yo soy el que cuida la puerta y no lo puedo dejar pasar sin su tarjetita rosa.

— ¿Y cóm o la consigo?— A h, eso es m uy fácil — me dice, aliviado de

verm e entrar en razón— . Yo le doy este form u ­lario, usted lo llena, se lo hace firm ar por el médico que lo está atendiendo y por el director del hospital y después va a A dm inistración don­de se lo cambian en el acto por una tarjetita rosa. Tiene que adjuntar una foto cuatro por cuatro m edio perfil con fondo negro.

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— ¿Con fondo negro? ¿Y de dónde quiere que saque una foto con fondo negro si no puedo salir del hospital?

— Señor, usted se ahoga en un vaso de agua. D éjem e nom ás su núm ero de cam a y yo m e encargo de m andarle al fotógrafo de la m atern i­dad. ¿Vio qué fácil? Mañana m ism o está afuera.

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A l día siguiente m e desperté m u y tem prano, y después de llenar el form ulario m e senté a leer en la cam a m ientras esperaba al fotógrafo. En su lugar, una enferm era que nunca había visto entró a la habitación agitada.

Tenía la m an díbula in ferio r absurdam ente alargada y su cara de caballo estaba cubierta de transpiración , com o si hu biera galopado por todos los pasillos y las escaleras del hospital. Fue su respiración anhelante lo que m e h izo notar su m al aliento,

— E sto y m u y atrasada — m e d ijo , hablando desagradablem ente cerca de m i cara— . Sáquese el piyam a rapidito.

No podía dejar de preguntarm e si un aliento tan feo sería sim plem ente de origen bucal. Y o soy un paciente d ócil y razon ab le , siem pre y cuando los demás sean razonables conm igo. For­mado en la escuela del doctor Tracer, que nunca

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me m andó sacarm e una radiografía , jam ás rr pidió que orine en una botella, sin e x p lic a ra antes en térm inos claros y sen cillo s p o r qué para qué debía hacerlo. Cuando proceden cor m igo de ese m odo, utilizando argum entos lóg eos, jam ás m e resisto. En este caso, el tono de enferm era era violento y perentorio: decidí ex gir una explicación.

— Sáquese el piyam a por las b uen as o pid ayuda — gritó ella como única respuesta.

— Quiero hablar con la enferm era je fe — dij yo con voz firm e, m ientras seguía preguntár dome sobre las causas del m al aliento de Cara d Caballo. ¿Las muelas cariadas o uxi m al funcic namiento del aparato digestivo?

Con un gesto de im paciencia, la m ujer sali corriendo. Nunca creí que alguien pudiera tom : tanto im pulso en tan poco espacio. V o lvió co el practicante que me saca sangre todas las maña ñas. Esta^vez no debía venir de C irugía Experi m ental porque las manchas sobre su bata blanc tenían un color más sem ejante al v in o que a 1 sangre. Traía una jeringa más grande que de eos tum bre, con una aguja más chica.

A l verm e, pareció sorprendido. Se detuve jeringa en ristre, y cambió unas palabras en vo baja con la enfermera. D espués se d irigió a mí.

— Me extraña de usted , que es tan buei paciente. ¿Se va a dejar afeitar por la señora o pre fiere que lo duerma?

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N aturalm ente, preferí dejarm e afeitar d es­pierto. H abiendo sido in form ad o, aun de ese modo poco ortodoxo, de las razones por las cua­les se exigía que m e desvistiera, no tenía por qué seguir resistiéndome. Con todo, m e hubiera gus­tado saber con qué fin debían afeitarm e y qué zona. Pese a m i nueva y dócil actitud, la enfer­mera le pidió al practicante que se quedara cerca por si volvía a necesitar ayuda.

D el bolsillo de su delantal sacó una m aqui- nita de afeitar y un envase de talco perfum ado.

— ¿M e saco el pantalón , el saco o las dos cosas? — pregunté yo, m uy obediente.

Ella se quedó un instante desconcertada. Su mirada iba de la maquinita de afeitar a m i cuerpo, como tratando de recordar.

— ¿U sted se acuerda de qué lo iban a operar? — le preguntó al practicante.

— N o m e corresponde recibir ese tipo de inform ación — contesto él, interesado en espe­cificar sus funciones.

-^-Ah, era eso — dije yo, aliviado de que todo fuera un sim ple error— . Pero m e hubieran pre­guntado a mí: no m e tienen que operar de nada, me internaron para hacerm e algunos estudios y todavía ni siquiera tengo diagnóstico.

El practicante y la enferm era se m iraron con una sonrisa.

—-Eso dicen todos — me dijo ella, m oviendo com pasivam ente la cabeza.

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— U n m om ento — insistí yo — . So y paciente del doctor Tracer, paciente particular, y e x ijo ...

Pero el practicante, sin hablar, vo lv ió a am e­nazarm e con la jeringa. Lam enté haber pron u n ­ciado el nom bre del doctor Tracer en vano. D ebí reservarlo para una situación m ás grave.

La enferm era sacó de! bolsillo una lista m u y larga escrita en una letra p eq u eñ ísim a y casi im posible de entender. Entre los dos estuvieron un buen rato tratando de encontrar la clave con ayuda de una lupa, pero la urgencia pudo m ás.

— Si lo afeito todo — concluyó ella— no m e equivoco seguro.

Me quité el saco y el pantalón de! p iyam a y tam bién los calzoncillos y las m edias. Cuando Cara de Caballo m e entalcó todo el cuerpo, m i sexo, que había casi o lvidado las bon dad es de sem ejante tratam iento , em pezó a rean im arse cómo una oruga que se despereza en una mañana de prim avera. U n hábil papirotazo lo vo lv ió a su abatimiento de costum bre.

Dando m uestras de gran pericia, la en ferm e­ra me afeitó el pecho. Ojalá tuviera yo tanta m u ­ñeca: con m ovim ientos rápidos y seguros m e lo dejó todo pelado.

— Pórtese com o un hom bre y aguante un poquito —-me d ijo , cuando em pezaba con la zona boscosa inferior.

A h í sí que m e do lió , a pesar de los gestos im previstam ente delicados de Cara de Caballo.

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A guanté callado. Creo haberm e portado com o todo un hom bre y hasta m ejor que un hom bre cualquiera. Finalm ente, m e rapó el cráneo y las cejas.

A pesar del talco, de la excelente hojita de afei­tar (com pletam ente nueva) y de la inesperada suavidad de Cara de Caballo, pronto sentí que toda la piel m e ardía, especialm ente en las regio­nes m ás sensibles. Pero el ardor era lo de m enos; lo que m e im portaba era la operación.

Sin levantar el tono de voz, expresando en la hum ildad de m i actitud todo el respeto que la jeringa m e inspiraba, les rogué que llam aran al doctor Goldfarb.

— Lo espera en el qu iró fan o — m e asegu ró Cara de Caballo.

Eso m e tranquilizó. El doctor nunca p erm i­tiría que m e operaran sin necesidad. El practi­cante parecía no confiar en m i n uevo estado de apacible exp ectación y para asegurarse de que tragaría el sedante que m e daba la enferm era, m e apoyó am enazadoram ente la aguja en el cuello.

Quise sonsacarle inform ación a Cara de Caba­llo, halagándola en su am or propio.

— Tiene usted dedos de hada — le dije, m irán­dole los vaso s h en d id os que ten ía en lu gar de manos.

Ella relinchó de placer y vo lv ió a sacar la lista del bolsillo, haciendo un verdadero esfuerzo por leer cuál era la zona de m i cuerpo que debía que­

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dar disponible para la operación. H asta m e pres­tó el papel para que yo m ism o buscara m i n o m ­bre. Encontré u n jeroglífico que podría co n fu n ­dirse con m i apellido, pero nunca hubiera podido adivinar lo que decía al lado.

Mi cerebro se esforzaba en desasirse del pesado abrazo del sedante cuando llegó la cam illa. Sen­tía la lengua torpe y los brazos y las piernas m e respondían sin ganas, com o en los ú ltim os tra­mos de una borrachera. M i propio yo, lúcido y ate­rrorizado, se agazapaba en las profundidades de mi cuerpo, que ya no obedecía a sus controles.

En el pasillo la enferm era jefe m e saludó son ­riente con la m ano. La m onjita pasó al lado de m i camilla.

-—Feliz operración — m e dijo contenta.Y m e apretó la m ano con afecto, com o para

dem ostrarm e lo orgullosa que se sentía de m í.De pronto m e pareció que las figuras em pe­

zaban a d ism in uir de tam año: la cam illa rodaba hacia atrás por el pasillo. Traté de concentrar m is últim as fuerzas en un objetivo único: hablar con el doctor G oldfarb.

C uando llegué al q u iró fan o los o b jetos m e parecían lejanos, borrosos. Las paredes azu leja­das me recordaron una heladería o un baño. Creí ver m ucha gente, m ucha m ás de la que yo con ­sideraba necesaria para una operación; hom bres y m ujeres con las caras tapadas por los barbijos y los ojos brillantes.

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Me pareció reconocer al doctor Goldfarb en una figura de verde que apoyaba el filo de un bis­turí contra la piedra cilindrica de una m áquina de afilar. Grité su nom bre y el hom bre se volvió hacia m í con el bisturí en alto: supe que nunca había visto esas cejas espesas, esos ojos verdes.

— N os dio un poco de trabajo — dijo el prac­ticante, que había venido conm igo— es m ejor anestesiarlo enseguida.

Cara de Caballo había desaparecido en el tra­yecto entre m i pieza y el quirófano. D os m uje­res con las mangas subidas hasta los codos juga­ban en una pileta pasándose un jabón am arillo que despedía un vago olor a azufre.

Yo m iraba a todos con desesperación , b u s­cando alguna cara conocida.

— Es un error -—em pecé a decir.Pero m i voz se perdía en el conjunto de son i­

dos del quirófano. El equipo de m úsica funcio­nal hacía escuchar en ese m om ento los acordes de la Marcha Nupcial.

Mientras el anestesista preparaba la inyección de pentotal y uno de los cirujanos se entretenía en ejercitar su b istu rí sobre una rata m uerta alguien em pezó a contar un chiste. La carcajada general fue lo últim o que oí antes de que la anes­tesia subiera, negra y con un olor m uy fuerte a anís, desde m is pies hasta el últim o rincón de m i cabeza.

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De los últim os días m e acuerdo bien. A los anteriores (ni siquiera sé cuántos), los tengoborrosos. Recuperé la conciencia en la Sala de Terapia Intensiva. Ajustando el foco de la m em o­ria apenas alcanzo a d istin gu ir ciertas figu ras, algunas sensaciones.

Mis recuerdos de ese período de in conscien­cia tienen el carácter de los de la prim era in fan ­cia: algunas historias, a fuerza de haber sido escu­chadas y repetidas, se vuelven de carne. Palabras disfrazadas de im agen que fingen ser recuerdo. Sé, porque me lo contaron, que después de la operación estuve grave. En la m uerte no quiero pensar: si no la olvido, podría im aginarse que la estoy llamando. Pero tengo la sensación de que anduvo revoloteando alrededor de m i cama, m uy blanca, con cara de Greta Garbo desvistiéndose detrás de un biombo.

Me siento cam biado. Es raro haber perdido

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tantos días (y quién sabe qué otra cosa) así, esca­pados de la m em oria. A veces, en el cine de m i barrio, el operador se equivocaba y m ezclaba los rollos de la película: dos am igos ín tim os se cru­zaban sin saludarse, un hom bre que había sido ajusticiado en la silla eléctrica raptaba a un niñito, los n acim ien tos preced ían a lo s em barazos. A hora, en la tram a de m i con cien cia, a lgu ien cambió los rollos de lugar y se produjo un bache en el argum ento. Lástim a grande que la película que falta no m e la pasen al final.

La prim era persona que v i en la Sala de Tera­pia Intensiva fu e una en ferm era. H acerle p re ­guntas no sirvió de m ucho.

— Con lo mal que está usted, tendría que estar inconsciente y no charlando — m e contestó de mal m odo— . Las cosas que hay que hacer por el sueldo que m e pagan —-agregó, m ien tras m e sacaba la sonda urinaria.

A l lado de m i cam a había un soporte so ste­niendo una bolsa llena de líquido de la que salía un tubito term inado en una aguja insertada en m i brazo. El líquido goteaba en m i vena y yo no podía m overm e m ucho. Traté de desm ayarm e otra vez para darle la razón a la enferm era.

Ese m ism o día m e trasladaron a m i p ieza y pude recibir visitas.

— Q ué vergü en za — m e d ijo la Poch i en cuanto m e vio— . Me dijeron que te quisiste esca­par. U n hom bre grande. 7

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A pesar de las tres frazadas que tenía encim a, los dientes me castañeteaban de frío.

—-Es normal —me decía la Pochi, cariñosa— . Todavía estás en estado de shock.

A mí tanta normalidad no m e servía de con ­suelo. Si un hombre se cae desde un décim o piso, lo normal es que se destroce contra el suelo, y nadie espera que eso lo tranquilice.

Me dijeron que mientras estuve inconsciente el doctor Tracer me vino a ver casi todos los días. Desde que estoy despierto no lo vi, pero el doc­tor Goldfarb me aseguró que lo tiene al tanto de mi evolución. Es linda la palabra evo lu ció n : suena muy positiva; hace pensar en algo que va hacia adelante o hacia arriba.

—Pégueme — fue lo prim ero que m e dijo el doctor Goldfarb—. Pégueme que me lo m erezco.

En ese momento yo no tenía fu erzas para obedecerlo, pero me prometí pegarle apenas m e encontrase más repuesto.

—No sabe el bien que m e va a hacer: m e siento tan pero tan culpable. Lo confundieron con un paciente de otra habitación. Si yo hubiera estado presente, ese error no se hubiera com e­tido.

Y como para demostrarme que la operación no había tenido nada que ver con m i intento de fuga, me firmó inm ediatam ente el form ulario en el que solicito el pase de salida, es decir, la tar- jetita rosa. Ya no me faltan más que la firm a del

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dire y la foto. Pero para sacarm e la foto v o y a esperar que m e crezca un poco el pelo que m e rapó Cara de Caballo. Total, por ahora no m e puedo m over y ya no tengo tanto apuro.

A proveché las m uestras de arrepentim iento del doctor G oldfarb para form ularle una duda que me hormigueaba en la cabeza y había llegado a dolerm e m ás que la herida.

— D o c to r— le dije— . En la operación, ¿qué m e sacaron?

El médico se puso pálido y le cambió la expre­sión.

— ¿Q uién le dijo que le sacaron algo? Seguro que anduvo escuchando pavadas. U sted es un inocente capaz de creerse cualquier cosa. — Y ya más repuesto añadió, guiñándom e un ojo: — A usted, lo único que le falta es un tornillo.

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A m í el poso p eratorio m e parece largo. El doctor Goldfarb, en cambio, está m u y satisfecho y m e asegura que estoy haciendo rápidos p ro ­gresos. Aunque todavía no tengo diagnóstico, la operación ha perm itido descartar una serie de enferm edades de nom bres largos y difíciles.

— C ualquier día de éstos se n os cura y lo vem os saltando en una pata alrededor del O be­lisco — me dice, alentador.

En algo está equivocado el doctor: cuando yo m e cure, no p ienso perder el tiem po saltando en una pata alrededor del O belisco; v o y dere- chito al Tropezón y me m ando un pucherazo de gallina.

La enferm era jefe m e dem uestra una gran estim ación de la que no m e considero m erece­dor. Para hacerme olvidar en parte m i situación de sem iinvalidez, revisa la habitación por todos los rincones, tal como si yo estuviera en condi­

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ciones de esconder una botella de w h isk y en el taparrollos de la persiana o dentro del depósito del inodoro. A m edida que nuestra relación avanza, m e vo y enterando de m uchos detalles de su vida privada.

Sé, por ejem plo , que le gustan m ucho las plantas de interior que ojalá tuviera una casa con jardín que como no la tiene ha cubierto de potus, helechos y enredaderas su departam ento que ya parece una selva que está casada con un hom bre bebedor y poco serio, que por las plantas de inte­rior no siente nada, que a veces patea las m ace­tas cuando se le cruzan en el cam ino que la hace su frir y que una noche terrible en que llegó al hogar en estado de ebriedad le arrancó dos hojas a! gom ero grande y quem ó con un cigarrillo uno de los tallos del potus.

Siente una gran adm iración por el doctor G oldfarb , que por lo v isto tiene u n esp ecia l ascendiente sobre las m ujeres, aunque tengan el pecho tan escaso com o la enferm era jefe.

— Q ué tipo sim pático — dice la Pochi.— U n gran m édico y un caballero — dice la

enferm era jefe.Y las dos se ríen de sus chistes, que a m í cada

día m e parecen peores.La doctora Sánchez Q rtiz v ien e a verm e de

vez en cuando. C om o no n os h ab lam o s, m e revisa en silencio y se va sin saludarm e. Salía el otro día de m i cuarto cuando entró R icardo.

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—¿Quién es la h isteriquita ésa? — m e p re ­guntó.

Estaba tan enojado con él por el asunto de los remedios que no le quise contestar y m e di vuelta mirando a la pared, donde hay unas m anchitas que de tanto verlas ya son com o am igas; una parece un caballo y otra una m ontaña.

Pero Ricardo sacó un fajo de billetes y m e los puso delante de la nariz, com o si lo m ejor del dinero fuese su exquisito perfum e.

—¿Te das cuenta de lo que es una buena in ­versión? En vez de tirar la plata en rem edios te hice ganar unos cuantos m angos a la quiniela.

— ¿A qué núm ero jugaste? —-le pregunté, contando la plata.

—A l cuarenta y ocho, qué pregunta.Había ganado una suma im portante y no se

quedó más que con un pequeño porcentaje de comisión por haber elegido el número. El resto de la plata me la pidió prestada.

-—Retener, retener, siem pre retener — m e dijo, cuando intenté negarme— . Cómo se ve que quedaste fijado en la etapa anal, petiso.

Y se volvió a guardar la plata en el bolsillo. Sin embargo quedó m uy impresionado con el relato de mi operación.

— Los cirujanos son todos unos sádicos, pero si te operaron por algo será.

Desde entonces respeta mucho más lo que él

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llama los com ponentes som áticos de m i en fer­medad.

La que está chocha conmigo es la m onjita. Me mira con orgullo y alegría.

— M uchacho valiente ú sted — m e dice todas las tardes. Y m e convida con pastillitas de lim ón.

M i herm ano está en viaje de vuelta. Qué ganas de verlo tengo. Ahora está en Río de Janeiro, donde se piensa quedar unos días para llegar tostado. No me da envidia porque esté en Río. Me da envidia porque está sano. Mi tía, en cambio, que me trajo su últim a carta, me envidia a mí.

Llegó con un brazo en cabestrillo.— ¿Q ué te pasó? — le pregunté, un poco alar­

mado.— M e fisuré un huesito de la m uñeca: el ig ­

norante del traum atólogo ni siquiera m e q u i­so enyesar— explicó ella— . Quién sabe, a lo m e­jor me queda la mano arruinada para toda la vida — agregó esperanzada.

A p en as se enteró de m i operación , Iparra- guirre p id ió una tarde libre eñ el trabajo. C ual­quier otro m e habría hecho una visita de corte­sía y aprovechado el resto de la tarde para irse a su casa o al cine. Iparraguirre, un hom bre cons­ciente de sus responsabilidades, m e dedicó la tarde enterita. Me trajo saludos de los m ucha­chos, que cualquier día de éstos se aparecen por aquí, tres docenas de orquídeas y una lapicera de oro con m is iniciales grabadas.

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— Como la sem an a pasada se te ven ció la licencia y te despidieron, aprovecham os la plata de la indem nización para com prarte los regalos —me dijo— . Y o traté de organizar una colecta pero estamos a fin de m es y nadie tiene un mango. Eso sí, atenti: lo consideram os un prés­tamo de honor. A p en as salgas del h o sp ita l te devolvemos la sum a íntegra.

, Una desgracia: ya hay un m ontón de gente que no tiene n in gú n apuro en que yo salga de aquí.

La libretita donde anotaba m is M o tivos de Queja no la puedo encontrar. Em pecé a buscarla para anotar a una lauchita gris que se asom ó el otro día a mi pieza. (Las ratas no m e asustan por mí sino por las palom as.) A la libretita la tenía debajo de la alm ohada: la debe haber confiscado la enfermera je fe en una de sus v isitas de con ­trol. No me preocupa: en parte porque contra ella no decía nada y en parte porque ya no tengo tantas quejas com o al principio.

Después de todo esto es un hospital y cual­quiera sabe que los hospitales son m alos, que no hay gasas ni algodón , que a las en ferm eras les pagan poco. M uchas circunstancias que em pe­zaron siendo m olestias se van transform ando en costumbre. A las palom as, sin ir m ás lejos, les tomé cariño y ahora le pido siem pre a la Pochi que les ponga m iguitas de pan en el alféizar de la ventana.

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D esde que el doctor Goldfarb m e firm ó el for­m ulario (y yo que pensaba que ése sería el paso m ás com plicado del trám ite) m e siento m u y cerca de la liberación . A h o ra todo depende de mí, es decir, de m i recuperación.

Por de pron to , ya pu edo levan tarm e de la cama y estar un rato sentado en el sillón , aun ­que la herida tod avía m e duele bastante. La m andé a la Pochi con el form ulario para conse­guir la firm a del director pero vino con la n oti­cia de que el trám ite es p erso n al. M e pica la cabeza: señal de que m e está creciendo el pelo. Cualquier día de éstos lo m ando p. llam ar al fo tó­grafo.

E l doctor G oldfarb no se da por vencido con respecto a m i diagnóstico. Todos los días m e hace sacar sangre y los estud ios, análisis y radiogra­fías se suceden a un ritm o intenso, agotador. Con tantos v ia jes a la sala de rayos y a m e esto y haciendo am igo del radiólogo. Pocos m e cono­cen por dentro tan bien com o él. Me prom etió regalarm e una de las placas en las que salí m ás favorecido para que la ponga de adorno en la ven ­tana.

A hora que m i estado lo justifica, la Pochi se queda a dorm ir bastante seguido. Cuando pasa la noche aquí, du erm o de u n tirón , pacífico y contento. Si de repente abro los ojos, la oscuri­dad no m e parece tan grande. D orm ir solo no es lindo pero ya estoy acostum brado. D orm ir solo

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y enfermo es horrible. La oscuridad se enrosca alrededor de los brazos y uno siente que se le mete por todas las grietas del cuerpo, que lo va hinchando y ennegreciendo por dentro. D e n o ­che todo duele m ás, el silencio pesa, es d ifíc il reconocer la propia respiración, se escuchan so ­nidos inexplicables. Ni siquiera tengo un tim bre para llamar a la enfermera.

Lo que no pude conseguir de la Pochi es que comparta mi indignación con respecto a la o pe­ración. Ella es partidaria de las soluciones drás­ticas.

—En primer lugar, si uno tiene que ir al cuchi­llo, cuanto antes m ejor. Es ideal que te h ayan operado ahora, cuando te sentías bien y estabas fuerte, y no m ás adelante en medio de una cri­sis— me dijo, en presencia del doctor, que asen ­tía en silencio aprobando sus palabras—-. En segundo lugar, a nadie le hacen lo que no se deja hacer.

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En m itad de la noche me despiertan los ru i­dos que vienen del cuartito de la cocina. Si abro los ojos, no se m e cierran más. Esta noche espe­raba dorm ir de un tirón, en parte porque la Pochi se quedó a hacerm e com pañía, y en parte por­que m e acosté cansadísim o. Para sacarm e un electrocardiograma de esfuerzo m e hicieron ras­quetear todo el piso de la oficina del director.

Cuando m e asignaron la tarea sentí una gran emoción: era m i oportunidad de obtener la firma que me faltaba para sacar la tarjetita rosa. Lam en­tablem ente el director (o, m ejor dicho, el direc­tor suplente, porque el titular todavía no se ha recuperado de su enfermedad) no estaba. Fue un trabajo pesado: recién habían term inado de p in ­tar y el suelo estaba m uy m anchado. Los p into­res eran dos pacientes am bulatorios a los que les tenían que hacer el m ism o estudio. Com o uno de ellos había padecido un infarto y el otro sufría

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de insuficiencia coronaria, les dieron una tarea más liviana. Entre los internados hay m ucha soli­daridad: si los pintores hubiesen sido gente de adentro, seguro que se preocupaban por no m an­char el piso. A los extern os, en cam bio, no les im porta nada.

Tengo m ucha sed y no puedo vo lver a d o r­mirme. Siguiendo las instrucciones del curso de Control Mental relajo uno por uno los m ú scu ­los de mi cuerpo, tratando de aislar m i m ente de los sonidos externos para escuchar sólo el ritm o de m i sangre. Teóricam ente eso debería p erm i­tirme conciliar el sueño en pocos m inutos. En la práctica, la sed y la curiosidad pueden m ás y sigo deplorablemente despierto. La fuente del sonido es sin duda el cuartito de la cocina y no, com o pensé en un m om ento, la p ieza del operado nuevo.

El operado nuevo es un desconsiderado que debe sufrir mucho pero que no tiene respeto por los demás. Anteayer lo trajeron del quirófano. Lo vi pasar en cam illa por el p asillo , d orm id o como un ángel pero m ás grande, m ás gordo y más barbudo. A penas se le pasó el efecto de la anestesia, de ángel no le quedó nada. Por los gri­tos me hacía acordar m ás bien a un anim al raro, por ejemplo, una foca. Una foca con ham bre.

Tanto se quejaba y tan fu erte que los otros enfermos del piso (privilegiados com o yo , p o r­que en este piso hay solamente habitaciones para

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dos o cuatro personas) decidieron nombrar dele­gados y form ar una com isión para solicitar su traslado. N o pude dejar de sentirm e orgulloso de haber sido, cuando m e tocó el turno, un ope­rado discreto y aguantador.

El Presidente de la Com isión es un enferm o que está en el hospital desde hace mucho, m ucho tiem po. Conoce a todos los m édicos y las en fer­m eras, se sabe todos los chism es del hospital, y suele andar por los pasillos empujando el soporte de su bolsa de suero, que le gotea co n stan te­m ente en el brazo. Yo lo. conocí cuando m e v in o a traer el petitorio de traslado para que lo leyera y lo firm ara. Me pareció apropiado: estaba redac­tado en térm inos correctos y tam bién severos.

Pero los ru id os que escucho ahora no son gem idos de operado. N i de puerta. (A la puerta de m i cuarto le falta aceite en las bisagras y ch i­lla com o un gato. A veces escucho de n oche varios m aullidos: serán otras puertas o, quizás, otros gatos.) A hora se sum an a la sed las ganas de hacer p is, y pensando en las m alas n oticias que m e dio el P residente de la C o m isió n m e resulta todavía m ás d ifícil vo lverm e a dorm ir.

Según él (y si él no lo sabe, entonces quién) al director suplente es m u y difícil ubicarlo. Llega tem prano a la m añana, firm a y se va sin recibir a nadie. U na vez por sem ana se ocupa de lo s reclam os y los form ularios. A unque en u n caso se trata sim plem ente de pon er una firm a y en

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otro de m antener u n largo co lo qu io con los pacientes quejosos, todos deben esperar su tum o en el m ism o orden. Es necesario sobornar a la secretaria para conseguir una audiencia, hay que hacer cola toda la noche y, de todos m odos, a los acom odados los atiende p rim ero . Tengo que comunicarme con el doctor Tracer com o sea: él firm ó m i orden de in tern ac ió n y él tiene que sacarme de acá.

Está decidido: si no hago un cam bio de aguas no voy a poder pegar los ojos. La Pochi duerm e como un tronco; m e levanto descalzo y cam ino despacito para no despertarla. A unque los ru i­dos se siguen escuchando nítidam ente yo trato de ser m uy silencioso. Si la Pochi m e oye m e va a retar: por no despertarla para pedirle el agua a ella y por despertarla sirviéndom ela yo.

Recién cuando vu elvo a m i cam a en puntas de pie (para hacer m en os ru ido p ero tam bién para no apoyar toda la planta contra el p iso frío) me doy cuenta de que la cam a de la Pochi está vacía. Me co n fu n d ió la a lm ohada debajo de la frazada, una alm ohada gorda que se parece a la Pochi durm iendo.

Com o d orm í con ella varias veces (¡sí m e escuchara el novio!) ya le conozco las costu m ­bres. Sé que suele tener in som n io : habrá ido al cuartito de la cocina a calen tarse un poco de leche, o a dar una vu eltita por los largos corre­dores del hospital.

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Y dale con los ruidos, ahora m ezclados con sonidos de voces. Una voz de hom bre, una voz de m ujer. N o distingo las palabras. La cu riosi­dad m e agarra de las solapas del p iyam a y m e hace levantar otra vez. En puntas de pie salgo al pasillo y m e quedo parado al lado de la puerta de la cocina.

Debo haber hecho m ás ruido del que supo­nía porque la puerta se abre de golpe y aparece la cara fu riosa del doctor G oldfarb . M ientras pone en orden sus ropas m e grita tanto que le tiem bla el bigote.

— Usted tiene prohibido, absolutamente pro­hibido levantarse de la cama, ¿m e oyó? — dice, com o si con sem ejantes gritos hubiese podido evitar oírlo.

Si el doctor sigue hablando en ese tono, va a despertar a todos los enferm os del piso. Una falta de consideración que la Com isión no dejaría de tener en cuenta. Lo que m e parece incorrecto es el volum en: por lo que dice no me quejo, un poco de razón tiene.

— ¿De qué sirve todo el esfuerzo que estamos haciendo por usted si no cum ple con m is in s­trucciones? ¡Irresponsable!

M irando por sobre el hom bro y a través de la indignación del doctor Goldfarb veo en un rin ­cón del cuartito, sentada sobre una m esita reba­tible, a una m ujer que se arregla el pelo y m e esconde tím idam ente la cara. M i prim era reac­

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ción es la com prensión y la indulgencia. El doc­tor es un hom bre jo ven y atractivo. Q ue tenga algún asuntito con una enferm era no es de extra­ñar. Me siento generosam ente cóm plice. Pero él sigue vociferando contra m í sin prestar atención a mi buena d isposición.

— Lo único que m e faltaba: u n paciente sin diagnóstico paseándose p o r los p as illo s en la m itad de la noche. C uan do sepa lo que tiene, ¿qué me espera?

Tanta furia m e obliga a sospechar. ¿Es p o si­ble que yo m ism o esté in vo lu crad o de algún modo en los deslices del doctor? Trato de reco­nocer a la m ujer que se refugia en la oscuridad.Y sí, es la Pochi. La buen a de m i prim a Pochi. Oscilo entre el asom bro y la indignación hasta que veo al doctor G oldfarb enarbolar una je rin ­ga: la aguja indicadora cae entonces d ecid id a­mente en el sector «miedo». La Pochi, que m ás que prima es una am iga, trata de protegerm e.

— No te pongas así, pobre m uchacho — le dice al doctor— . Seguro que no lo h izo a propósito.

— ¿Ah, no? ¿N o lo h izo a propósito? ¿ Y en­tonces qué? ¿Es sonám bulo ahora?

El doctor parece haber perdido de golpe todo su sentido del humor. Ni siquiera es capaz de gui­ñar un ojo. Por suerte la Pochi piensa en todo y en un m inuto se le ocurre una so lución que m e evita la inyección de sedante. Entre los dos m e traen el colchón y la alm ohada y lo ponen en el

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cuartito de la cocina, sobre los mosaicos. Por esta noche, el doctor m e perm ite dorm ir ahí, así se evita que deba trasladarm e (descalzo, sobre los mosaicos fríos) otra vez a m i pieza, por lo m enos hasta que amanezca. Cuando el doctor Goldfarb m e ve otra vez acostado, se tranquiliza y hasta vuelve a ser capaz de sonreír.

—-No se m e vaya a m over de acá hasta que lo vengam os a buscar— m e dice— . Y que tenga lin ­dos sueños.

— Si escuchás ru idos, no te asustes — agrega la Pochi.

Y se van a m i pieza.D orm ir aquí no es tan m alo. El piso tiene sus

ventajas y sus desventajas. Que sea duro es una ven taja: resu lta b en efic ioso para la colum na. M ientras trato de no pen sar en las cucarachas (las hay en toda cocina que se precie), m iro intri­gadísim o la m esita rebatible del fondo. N o m e explico cóm o podía sostener el peso de la Pochi: yo en casa tengo una igual y apenas apoyo cual­quier pavada, se viene en banda.

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Yo sabía que Iparraguirre no m e iba a fallar. Los muchachos vin ieron a verm e todos jun tos a la salida del trabajo. La visita m e dio una gran ale­gría y tam bién una diarrea m u y fuerte, porque me cambiaron por laxante uno de los frascos de rem edios.

A n tes de los ú ltim os su cesos había estado esperando esa visita con m ucha ansiedad. Pen­saba pedirles ayuda a los m uchachos para salir del hospital. Tenía dos planes que quería con ­sultar con ellos antes de pon erlos en práctica. Uno consistía en ponerm e la ropa de cualquiera (de Puntín, por ejem plo, que es m ás o m enos de m i tam año y m e da la im presión de que se baña m ás seguido que otros), dejarlo a él en la pieza vestido con m i piyam a y salir disfrazado, m ez­clado con los demás.

El otro plan era más arriesgado y más simple: entre todos me sacarían por la fuerza. Pero las nue­

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vas relaciones de la Pochi con el doctor Goldfarb me hicieron desistir de todo proyecto de fuga. Ella prometió usar su influencia para conseguirme en breve una recom endación que me perm itirá ver al director suplente. Yo, que soy un buen ciuda­dano, opto por la legalidad siempre que puedo.

Cuando llegaron, m is com pañeros estaban tím idos y no se an im aban a entrar a la p ieza. Lógico: a m í tam bién m e ponían n erv io so los h o sp ita les. Se quedaron am on ton ados en el pasillo, hablando en voz bajita y obstruyendo la circulación .

— Pasen — les decía yo.Pero ellos no se decidían. Me puse contento

cuando lo vi al D uque con la guitarra. Canta fo l­klore que es una m aravilla.

Iparraguirre entró prim ero para dar el e jem ­plo. Me apoyó la m ano en el hom bro y apretó fuerte.

— Te vas a curar pronto, pibe, te lo prom eto yo — m e dijo, con esa voz seria y profunda que se usa para darle confianza a los desahuciados.

D espués fueron entrando los otros, de a uno. Todavía hablaban bajito y n inguno se d irig ía directam ente a m í, excepto para preguntarm e cómo m e sentía. La pieza se llenó de olor a lim ón: era el perfum e que usa Cecilia para disim ular la transpiración. A Cecilia, eso sí, nadie se anim a a cargarla porque es la jefa de personal: si se hacen mucho los v ivos, los vuelve locos con el horario.

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Una chica que no conocía m e entregó e! ramo de flores con un beso en la m ejilla. Lástim a que por llevarle la contra a la enferm era jefe yo estu ­viera tan mal afeitado. Sospeché que se trataba de mi reem plazante: por algo estu vo tan cari­ñosa.

Poco a poco em pezaron a tom ar confianza y se largaron a contar ch istes: Fraga y el D uque siempre tienen alguno nuevo. Tantos contaron y tan verdes que de a ratos m e parecía estar en un velorio. C ecilia se reía m ás fu erte que los demás para dem ostrar que, aunque la hubieran ascendido, seguía siendo com pañera.

—Cuando controla la planilla del horario, te juro que no se ríe tanto la m u y turra — m e dijo bajito Puntín.

Fraga sacó del b o lsillo un largo pedazo de papel higiénico enrollado, donde habían escrito el poema compuesto en m i honor. El que escribe los poemas es el Duque, tiene una facilidad bár­bara para la rima. En este poem a rimaba vago, con lumbago y fiacuna con vacuna.

Estaban especialm ente alegres porque al día siguiente había asueto. A m í el trabajo nunca me entusiasmó, pero por lo m en os tenía días de asueto, vacaciones y los fines de sem ana. En el hospital, en cambio, no hay dom ingo que valga.

Una de las chicas bajó a comprar algo para fes­tejar y volvió con varias botellas de vino, pan y fiambre. En dos minutos me llenaron la cama de

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m iguitas. Yo por el v in o tenía m iedo: si llegaba a entrar la en ferm era je fe , n i pen sar la que se armaba.

El D uque desenfundó la viola y em pezaron a cantar. Los vaso s no alcanzaban y m uchos tom aban directam ente de la botella. Puntín 'trató de hacerm e tom ar a la fuerza, pero yo tenía los dientes bien apretados y al volcarm e el v in o en la boca m e ensució todo el piyam a. Las m anchas de vin o, m e preguntaba yo, ¿saldrán en el lava- rropas?

Prim ero cantaron folklore, guiados por la voz finita y bien entonada del D uque. Yo trataba de seguirlos pero no m e daba el aliento y m e em pe­zaba a doler la cabeza. En cualquier m om ento se podía aparecer el Presidente de la C om isión de Piso protestando por los ru idos m olestos. Les pedí que bajaran la voz, pero estaban dem asiado entusiasm ados. Por falta de lugar no se arm ó un bailongo.

— ¿Se acuerdan cuando lo vin im os, a ver al flaco M endocita? — preguntó Fraga.

A lgunos se acordaban y otros no, porque hace ya m uchos años que el flaco M endocita se cayó de cabeza por las escaleras y los nuevos no lo lle­garon a conocer.

— Calíate, lechuzón — le dijo Cecilia, que es de las viejas y se acordaba bien de cóm o salió del hospital el pobre flaco: con los pies para adelante.

— C on la excusa de la con m oción cerebral,

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el desgraciado del doctor n os h izo salir de la pieza en lo mejor de la farra. Y pensar la falta que le hacía al pobre flaco un poco de an im a­ción.

Para cambiar de tem a Zulem a se puso una de las flores en el pelo y em pezó a zapatear a la espa­ñola. El Duque la acompañaba con la guitarra y los demás formaron una rueda alrededor. «Olé», le gritaban. Desde la cam a yo m e estaba p er­diendo lo mejor del espectáculo.

Mientras se pasaban una botella de v in o empezaron a cantar esa m usiquita que se oye en los estriptís. Zulema se sacó la flor del pelo y se la tiró a Puntín, que la olió hondo con cara de embobado. Después se sacó el saco y lo dejó caer con un m ovim iento que a ella debía parecerle lánguido y sensual.

— Que siga, que s ig a — gritaban todos.Pero ella volvió a ponerse el saco riéndose y

no les hizo caso.— ¿Q ué m édico te está atendiendo? — m e

preguntó Iparraguirre, que había tom ado m enos que los demás pero igual tenía el aliento bastante fuerte.

Le m encioné al doctor Tracer y al doctor Goldfarb. Iparraguirre m ovió la cabeza com pa­sivo.

— Es un error: tendrías que estar en m anos de mi primo Goyo: jefe de sala a los treinta p iru­los, un carrerón.

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— Perdón, pero nunca puede ser m ejor que el doctor Basualdo, G ervasio Basualdo, un h o m ­bre m ayor y con m uchísim a experiencia — inter­v in o C ecilia— . A m i cuñada la sacó a flote cuando todos la daban por perdida.

Fraga, que tam bién estaba escuchando, m e recom endó a su oculista.

— H ay m iles de cosas que al fin al son de la vista y los clínicos no se avivan. A un conocido m ío lo iban a operar de un tum or en la cabeza y al final lo arreglaron con un buen par de anteo­jos.

Zulem a conocía a un dentista m u y bueno y Puntín se acordó de que tenía un plom ero que venía a la prim era llamada.

—-Eso sí que es una perla — com entó Fraga.Y todos estuvieron de acuerdo. El plom ero

de Puntín fue un éxito. H asta yo tom é nota de su núm ero de teléfono, pensando que en m i departam ento siem pre tengo prob lem as de hum edad en las paredes.

Creo que lo m ejor de la reunión fue la llegada de la m onjita. Por la puerta entornada se asom ó su carita de m anzana arrugada y sonriente. Com o es tan discreta, no quiso interrum pir y se hubiera retirado si entre Puntín y la chica nueva no la hubieran agarrado para m eterla adentro de la pieza.

— ¿M iedo ústed tiene? — m e dijo la m onjita, un poco desconcertada pero tratando de dem os­

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trar que a pesar de todos los cam bios hay v a lo ­res en la vida que perm anecen inm utables.

—Hágase amiga, herm ana— le dijo Fraga, sin dejarme contestar.

Y la convidó con un vaso de vino. Pensé que no iba a aceptar, pero ella lo tom ó tím idam ente y bebió unos sorbos. Zulem a vo lv ió a llenarle el vaso enseguida.

Al principio la herm ana perm aneció s ilen ­ciosa y apartada. Cuando el Duque vo lvió a tocar una zamba, no participó en el coro con los demás. Pero después de un rato, con su carita-m anzana colorada como un tom ate, p id ió silen cio . Y comenzó a recitar:

Erre con erre guitarra, erre con erre barril, qué rápido ruedan las ruedas, las ruedas del ferrocarril.

Los muchachos le enseñaron a decir «María Chuzena su choza techaba »»y la felicitaron calu­rosamente al despedirse.

Todavía no se habían ido cuando em pecé a sentir los prim eros espasm os y retorcijon es. Ahora pienso que ya debía estar haciendo efecto el laxante que me pusieron en el frasco de los remedios. Apenas llegaron m e había tom ado una capsulita.

Me metí en el baño para aliviarm e y tam bién

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para descansar un poco. Cuando quise salir, m e di cuenta de que m e habían encerrado por fuera. Para serenarm e respiré hondo y junté los dedos en la posición Psi, pensando que m e iban a dejar salir enseguida. El bañito es m u y chico y tenía la sensación de que las paredes avanzaban sobre mí. Por debajo de la puerta, los m uchachos m e pasaban papelitos que decían, por e jem p lo , «Fuerza, herm ano, fuerza».

A guanté todo lo que pude, pero cuando m e di cuenta de que pensaban irse dejándom e ence­rrado, aflo jé y m e pu se a gritar y a patear la puerta.

— Si cantás el arroz con leche te dejam os salir — decía Puntín, vengándose de m ás de una que yo le hice cuando estaba sano. Canté dos veces el arroz con leche y siete veces el arrorró hasta notar que los ruidos em pezaban a dism inuir.

A la m añana siguiente la enferm era je fe m e abrió la puerta del baño con una de las ganzúas que suele utilizar en sus v isitas de in spección . Cam iné por la pieza tam baleándom e y caí sobre la cama. Por primera vez desde que entré en el hos­pital, sentía una extraña sensación de libertad.

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Yo pregunto: ¿cómo se las hubiera arreglado Papillon para guardar su «estuche» si cada dos por tres le hubieran hecho un colon por enem a? Papillon está en el baño de la prisión cuando un com pañero se acerca para pedirle que le guarde su estuche por unos días: tiene disentería. Él, que es un m uchacho generoso, acepta introducirse los dos. No sé si hago bien en leer este libro: todo el tiem po me hace pensar en m is hem orroides. Debería volver a una dé las novelas que m e rega­laron por error: transcurre en el Polo N orte y eso resulta refrescante. Desde m uy tem prano siento hoy una picazón que me recorre todo el cuerpo. Trato de no rascarme.

La Pochi se lleva cada tanto m is sábanas flo ­readas para m eterlas en su lavarropas y tengo que usar las que tienen aquí. Son b lancas, con algunos rem iendos, pero no de poliéster. Yo creí que m e había acostumbrado y hasta les em p e­

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zaba a tom ar cariño. Sin em bargo, ya les estoy echando la culpa de la picazón: quién sabe qué tuberculoso las habrá usado. Otro fracaso de m is ejercicios de Control M ental: por m ás que m e relajo, no deja de picarm e todo el cuerpo.

D ejo los libros sobre la m esita de luz y reviso las sábanas. Cuando veo a los bichos chiquitos y negros corriendo sobre la superficie blanca, pienso prim ero en una alucinación. Son tan chicos que las patitas no se distinguen. Se deslizan como goti- tas de m ercurio negro. A pelando a todos m is recursos consigo ejercer control sobre los m ovi­mientos espasmódicos de m i cuerpo. Siempre me desagradaron los insectos. A las avispas les tengo miedo. Los grillos y las langostas no me gustan ni m edio. Los caracoles no son insectos-pero me dan asco. Estos bichitos negros cam inando sobre m i cuerpo me aterrorizan.

Para dominar el pánico es m ejor m antenerm e así, in m óvil, tratando de olvidarlos. No existen. N o son reales. Son un producto de m i fantasía. Son b ich itos m ade in bocho, trato de pensar, m ientras los siento deslizarse sobre m i piel como si fuera una pista de-patinaje. Y la picazón, sin parar.

A la hora de costum bre pasa la enferm era de la m añana. ¿Se lo digo? Tengo m iedo de que se ría de m í, de que m e grite, de que se enoje, pero sobre todo tengo m iedo de que no vea lo. m ism o que veo yo.

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Por suerte ella no necesita m ás que m i silen ­cio y una m irada a m i cam a para hacerse cargo de la situación.

— ¡Sarnoso! — m e dice con desprecio— . Las cosas que hay que hacer p o r el sueldo que nos pagan.

Y se va a llam ar a la en ferm era je fe , le v a n ­tando el ruedo de su guardapolvo blanco com o si en lugar de cubrirle apenas las ro d illas , se arrastrara por el p iso in fectad o . En ton ces, los bichos son reales. U n escándalo: lo prim ero que le voy a reclam ar al doctor Tracer en cuanto lo vea (¿lo veré?) es un poco m ás de higiene. A m i libretita de anotaciones no la extraño: hay que­jas que no se olvidan.

La enfermera jefe, una m ujer de agallas, no se asusta cuando ve a los invasores. En realidad, ni siquiera se sorprende. Tom a uno de los bichitos entre el índice y el pulgar y lo exam ina con una

. lupa. Parece que le gusta lo que ve, porque son ­ríe como si se hubiera encontrado con un vie jo conocido.

Es una vergüenza, m e dice, que un hom bre grande como yo se asuste por unos bichitos tan chiquitos que son anim alitos de D ios y tam bién tienen derecho a v iv ir en este m undo que una persona com o ella am ante de las p lan tas está acostumbrada a tratar con los insectos que algu­nos serán una plaga pero otros son un beneficio para los vegetales y para toda la com unidad como

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por ejem plo el gusano de seda que tam bién es un bicho.

— Le vam o s a d esin fectar la p ieza — m e explica— . Se hace todos los años: son los p iojos de las palom as.

M e pongo un p iyam a lim p io y m e siento afuera, en un banco del pasillo, a esperar que lle­gue el personal de desinfección. Parece que todos los años les deshacen el nido a las palom as y ellas vu elven a arm arlo siem pre en el m ism o lugar. A ntes las quería y las envidiaba. A hora las odio pero las com padezco: yo , que corro peligro de que m e desalo jen , las com prendo b ien. En la jerga del hospital, a esta habitación la llam an «La Piojera». Haberlo sabido.

— A rriba las m anos y afuera la lengua — m e dice el doctor Goldfarb que pasa en ese m om ento por el pasillo , apuntándom e con el dedo com o si fuera un revólver.

D e golpe, una revelación: ésta es m i op o rtu ­nidad. Y a la oportunidad hay que cazarla de las orejas. Le propongo al doctor Goldfarb (distraí­dam ente, com o si no tuviera m ucha im portan ­cia para mí) que m e dé un pase transitorio para irm e a m i casa m ientras ponen la pieza en con­diciones. Nada tan form al com o la tarjetita rosa, nada tan irrevocable. U n papelucho sin im p o r­tancia, válido solam ente por veinticuatro horas.

— D e ninguna m an era— dice el doctor G o ld ­farb m u y serio— . Eso es com petencia del d irec­

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tor. Yo no puedo autorizar que un paciente m ío se vuelva a la casa enfermo — y agrega, guiñando, el ojo izquierdo— : ¡O muertos o curados!

Con la ayuda de la enferm era jefe, el doctor trata de encontrarme otra ubicación en el h o s­pital, una cama donde pueda esperar que te r­mine la desinfección. Si pretenden hacerme que­dar un solo día en la Sala de H om bres, m e v o y a resistir. Los internados no son mala gente, pero tengo la im presión de que son m uy duros con los novatos. Estar allí por un día solo m e obliga­ría a pasar por todas las penurias de la iniciación sin llegar a disfrutar nunca de las ventajas de los iniciados.

Pero ni siquiera en la Sala General hay una cama libre. El hospital está com pleto, lleno de enfermos hasta el tope.

— ¿Qué pasa? — pregunto yo, que hace mucho que no leo los diarios— . ¿H ay una epi­demia?

— No, qué epidemia — se queja la enferm era jefe— . Es que al final no se puede atender bien a la gente. Se sienten tan cóm odos que ya no se quieren ir. _

—No es sólo eso: también uno les va toman- . do cariño, diga la verdad — dice el doctor, pal­meando amigablemente sus anchos hombros— . ¿O me va a decir que a sus preferidos usted los deja irse así nomás? —y guiña un ojo.

En todo caso, tenemos que enfrentarnos con

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una realidad inmodificable: en el hospital no hay lugar para mí. Tem o que si siguen entrando en ­ferm os pronto me pongan un compañero de pie­za. Yo no soy egoísta, pero en m i cuarto prefiero estar solo. Supongam os que m e toque un com ­pañero que no grite de noche. Supongam os que no se le dé por ocupar el baño a las m ism as horas en que lo necesito yo. Supongam os que no sea sucio ni desordenado. Supongam os que la Pochi se pueda quedar a dorm ir de todos m odos (aun­que lo hace cada vez con m en os frecuencia). Supon gam os que nunca m e use el cepillo, de dientes. Supongam os que ni siquiera sea conta­gioso. A u n así la idea de recibir otra vez visitas ajenas m e resulta intolerable. A m i pieza, ú lti­m am ente, entra poca gente, pero todos vienen a verm e a mí.

El doctor se sienta al lado m ío y con la cabeza entre las m anos busca una so lu ción a nuestro problem a. M i casa y el hospital están excluidos. En su consultorio privado dice no tener lugar para m í. Por fin se le ocurre una idea en la que un interlocutor avisado, com o yo, puede descubrir la in fluencia de la Pochi y su gran sentido prác­tico. D ecide poner a m i d isposición una de las am bulancias del hosp ital para que m e lleve a pasear por la ciudad m ien tras desin fectan la pieza.

—-Por favor, no lo vaya a tom ar com o una muestra de desconfianza — dice, m ientras ajusta

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las correas que m e atañ a la camilla— . Es una sim ­ple precaución a la que nos obliga el reglamento.

Mientras me ubican en el vehículo, el doctor habla con el chofer. Las instrucciones son claras: debe llevarme a pasear durante todo el día y tra­erme de vuelta al hospital a las ocho en punto de la noche. Le recomienda evitar las calles del cen­tro en razón de los gases tóxicos que despiden los vehículos y, por razones sim ilares, la zona del Riachuelo. Le aconseja en cambio que m e lleve a Palermo y a la Costanera, donde el aire es m ás puro.

Me gusta el chofer. Es un hom bre sen cillo , peludo y amable que m e trata con respeto. Char­lando, entramos en confianza y m e pone al tanto de algunas de las cosas que pasan en el hospital. Parece m uy b ien in form ad o . Es lógico: él se entera de lo que se cocina entre bam balinas. Los enfermos nos tenem os que con form ar con el espectáculo. Presto mucha atención para pasarle datos al Presidente de la Com isión de Piso.

De la enfermera jefe no habla mucho: se ve que es un hombre discreto y le tiene aprecio o, tal vez, un poco de m iedo. Contra el doctor Goldfarb se despacha. Si le tengo que creer, el doctor es un picaflor y un veleta: no deja títere con cabeza. Hasta tiene pendiente un sum ario por haberse metido con una paciente menor de edad.

—Por lo m enos la piba ésa estaba b u en a— a- prueba el chofer— . Pero al doctor le da lo m is­

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m o cualquier cosa, es capaz de pirobarse una puerta. Con decirle que se le tiró a la enferm era jefe.

E sta ú ltim a hazaña m e parece en verdad inconcebible y m e siento m u y aliviado (por el doctor) al saber que no logró consum ar sus pro­pósitos. A la Pochi no le va a gustar enterarse de estas historias. Contárselas ¿es m i deber? N o sé, no sé, la Pochi m e aseguró que está m u y cerca de obtener para m í la deseada en trevista con el director. Si rompe con el doctor, tem o que pierda parte de su influencia.

D e los tem as generales pasam os con el cho­fer a los tem as personales. Me cuenta, así, algu­nos detalles interesantes sobre su trabajo y su vida privada. Con el sueldo que le pagan no le alcanza para nada, entre otras cosas porque está pagando las cuotas de u n departam en to que com pró para casarse.

— Ese departamentito de m orondanga m e es­tá saliendo m ás guita que una francesa loca — se confía— . Por eso tengo que aprovechar la am bu­lancia para hacer algunas changuitas.

H oy le toca un reparto de prepizzas. Paramos junto al cordón y el chofer se quita la bata blanca. Sus brazos peludos saliendo de las m angas de la cam isa a cuadros son tranquilizadores. C on la bata, en cam bio, parecía un carnicero.

— Si m e da su palabra de no escaparse, le desato las correas y m e da una m an ito , así se

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siente útil. Yo sé lo que es estar enferm o: lo peor es sentir que uno no sirve para nada.

En la panificadora levantamos las cajas de pre- p izzas. M e siento satisfecho al ve r que están correcta y herm éticam ente envasadas. Por un m om ento tem í que un reparto de prepizzas no fuera una tarea lo bastante higiénica para reali­zar en am bulancia.

El reparto está m u y bien organizado. C u an ­do los alm aceneros escuchan la sirena de la am ­bulancia salein a la calle a recibir la m ercadería. Eso le ahorra m ucho tiem po, sin contar los se ­m áforos que pasa en ro jo con la sirena a todo lo que da.

A l final del día m e siento absolutamente ago­tado y a duras penas logro alcanzarle al chofer las ú ltim as cajas. M e pregunto si tanto ejercicio me hará bien.

— A usted esto le viene un kilo —-dice el cho­fer, com o si hubiera escuchado m i pregunta— . Con la sudación, la enferm edad se lé va saliendo por los poros.

Cuando m e trae de vuelta al hospital es ya m uy tarde. Me ayuda a subir las escaleras llevándome a babuchas y m e deja en el pasillo que da a m i pieza. Q uedam os en vo lver a vernos pronto. Es un buen m uchacho. U n aliado motorizado den­tro del hospital puede llegar a ser m uy útil.

Entro a m i p ieza con cierta aprensión, d is­puesto a deshacer com pletam ente m i cama para

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controlar la ausencia de anim alitos de cualquier especie paseándose sobre las sábanas. A pen as abro la puerta, una vaharada de form o! m e hace retroceder y ya no tengo que revisar nada: n in ­gún ser viviente podría haber sobrevivido en esa atm ósfera, apta sólo para conservar cadáveres. D espués de elim inar el nido de las palom as, el personal de desinfección ha impregnado los col­chones con form ol. El aire tiene un espesor y una rigidez metálicas: se asienta en los pulm ones con la delicadeza de un bloque de plom o.

E sto y parado en la puerta de la habitación, dudando, cuando una de las nocheras m e ve y se acerca para ayudarm e. Está de m uy m al humor. Apuntándom e con la linterna m e hace retroce­der hasta forzarm e a entrar en la pieza y se pone delante del vano de la puerta para cortarm e la retirada.

— ¿A don de estuvo todo el día? — m e p re­gunta de m al m odo— . ¿Por qué volvió tan tarde? El doctor Tracer pasó a las siete y no lo encon­tró. M e levantó en peso.

¡El doctor Tracer! Escuchar su nombre en boca de una enferm era m e resulta tan sorprendente como oír a un dem onio pronunciando el nombre de D ios en el infierno. La noticia me sacude: el doctor Tracer ha pasado hoy por el hospital; quién sabe cuándo le tocará su próxim a visita.

— U sted tiene que tener un poco de resp e­to por la gente que trabaja — sigue la en ferm e­

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ra, recordándome, de paso, m i condición de v a ­go— . Si no se m ete enseguida en su cam a, m e va a comprometer a m í.

Los vapores de form o! están haciendo de las suyas con m i pobre cabeza. Pero no tengo o p ­ción. Sé que el chofer está de guardia y que m e permitiría dorm ir en la am bulancia. Sé tam bién que por las noches suele alquilarla por horas a jóvenes parejas. Ser un tercero en estos casos puede resultar incóm odo.

Mareado, llego hasta m i cam a y caigo d es­plomado sobre el colchón com o un títere al que le cortan los hilos de un sablazo. Pensando en la carta que vo y a escribirle al doctor Tracer (me importa justificar m i ausencia) para que la Pochi se la lleve, me quedo dorm ido o, tal vez , sem i- desmayado.

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Por fin m e consiguió la Pochi la fam osa reco­m endación para ver al director. Ese m ism o día m e hice m andar al fotógrafo de la m aternidad para que m e sacara la foto que va en la tarjetita rosa. La entrada del fotógrafo coincidió con una de las raras (y cada vez m ás raras) v isitas de la Pochi. A l p rin cip io se quedó m irándonos un poco asom brado: era evidente que no co in c i­díam os con sus clientes habituales. Pero ense­guida se rehízo y asum ió su rutina profesional.

— Es una lástim a que no m e hayan llam ado antes, señora — le dijo a la Pochi, observando m i cabeza.

D esde que m e la afeitaron para la operación el pelo ha crecido bastante y parezco una espe­cie de puercoespín.

— U na verdadera lástim a, señora, haber de­jado pasar tanto tiem po: ¡peladitos son tan am o­rosos!

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A los dos días me entregó las copias, que salie­ron bastante bien. Ya las adjunté con un clip al form ulario.

Sin em bargo, la entrevista con el director todavía está lejos. Todo lo que consiguió la Pochi es una carta de recom endación para el titular, que por el m om ento sigue ausente.

— Es m ucho m ejor así — m e dijo, para con­solarm e— . El director suplente no es una per­sona accesible y quién sabe si hubiera autorizado tu egreso.

Es curioso, pero ya no tengo tanta urgencia por conseguir el pase de salida. Esta pieza, que al principio m e parecía tan incóm oda, ya es m i casa. En el hospital tengo am igos y conocidos. A fu era , ¿quién se acuerda de m í? Ya ni siquiera m i tía viene a visitarm e y me m anda con la Pochi las cartas de m i herm ano. Desde que está en Bra­sil v ienen tan censuradas que apenas quedan el saludo inicial y el abrazo de despedida. Las farras que se estará m andando esté desgraciado.

. A hora que ya tengo la carta de recom enda­ción no tuve inconveniente en contarle a la Pochi las cosas que sé sobre el doctor Goldfarb. Entre otras, que es u n hom bre casado. A ella no pare­ció preocuparle m ucho.

-—R o m p í con ese señor — m e dijo— . Es una m ente brillan te , pero le falta capacidad de amar.

M i diagnóstico parece tan lejano com o el pri­m er día. U n día m e sacan sangre del brazo iz ­

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A na M aría S hua

quierdo y el otro del brazo derecho. Ya los tengo tan llenos de pinchazos que parezco un droga- dicto de las películas.

Me han hecho innumerables análisis de m ate­rias fecales, de esputo, de sem en, de orina, de transpiración, de la cera que se acum ula en m is oídos, de la secreción m ucosa de m i nariz, de las lágrim as, de la m ateria levem en te grasa que exuda m i cuero cabelludo.

Me sacaron radiografías de pulm ón, de intes­tino, de estómago, de huesos, de hígado, de pán­creas y de otros órganos diversos; me hicieron arteriogram as, cateterism os, centellogram as, electroencefalogram as y electrocardiogram as, dos de ellos de esfuerzo. (Para el segundo tuve que rescatar la pelota con que los m édicos ju e­gan picados en el patio del hospital y que siem ­pre va a parar al fondo de un vecino.) También pasé por varias endoscopias, una tom ografía axial com putada, y otros exám enes cuyos nom ­bres ya no recuerdo.

Pero ahora el doctor G oldfarb ha decidido em plear conm igo un m étodo nuevo y para eso han dejado de hacerm e pruebas, análisis y estu­dios al azar o relacionados con m is m uy varia­dos síntom as. D esde la sem ana pasada se está haciendo un exam en exhaustivo de cada una de las partes de m i cuerpo, em pezando por los dos extrem os, la cabeza y las extrem idades in ferio­res. A la altura del esternón, los resultados debe­

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rían coincidir en un diagnóstico definitivo. Ayer, por ejemplo, me hicieron u n nuevo electroen­cefalograma y me tom aron m uestras de los hon­gos que tengo entre los dedos de los pies.

— ¿Doctor, cuándo vam os a term inar con los análisis?

— Piense un poco — contesta él, com o si yo pudiera hacer otra cosa que pensar y pensar— . En el mundo se realizan continuam ente nuevos descubrimientos a nivel de diagnóstico clínico. Todos los días, en algún rem oto lugar de la tie­rra, un abnegado investigador (que no siem pre cuenta con subsidios de su gobierno) descubre algún nuevo estudio, un m étodo de análisis nunca antes experim entado. Ese m étodo será ensayado en prim er lugar en anim ales de labo­ratorio, como cobayos y aves, luego en m onos y finalmente en seres hum anos. Los resultados se llevan a congresos internacionales, se publican en revistas científicas, se d ivulgan poco a poco entre los especialistas correspondientes y llegan por fin a usted. Y quiere que yo le diga cuándo vam os a terminar con los análisis. Vam os, h om ­bre, es casi un insulto. Es com o si m e preguntara cuándo vam os a terminar con la ciencia m édica, o cuándo vam os a term inar con la civ ilización occidental.

Y el doctor Goldfarb me guiña el ojo izquier­do. Yo me pregunto, el ojo derecho, ¿no lo podrá guiñar?

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— Qué ojeroso se lo ve — dice M adam e V eró­nica solícita— . U sted no está durm iendo bien de noche, dígam e la verdad.

M adam e V erónica es una persona m u y im ­portante. Su poder sobre m í es tan grande que toda m uestra de respeto m e parece insuficiente: es la dueña de m i departam ento. D e su buena voluntad depende m i futuro.

‘ T iene cincuenta y cinco años y el pelo teñido de negro con reflejos azulados. Si fuera valiente le diría que ese color no va con su cutis de p e li­rro ja blanco leche y con u n ve llo rubio m u y espeso que resalta al trasluz. Prefiero ser cortés: una palabra equivocada sería irreparable. Me gus­tan sus ojos, m u y grandes y azu l-violeta , igua- lito s a los de E lizab eth Taylor. La h ija no los heredó.

—-Qué lindos ojos tiene usted, Madame V eró­nica — le digo.

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114 S o y p a c ie n te

—No hace falta que se ponga zalamero — dice la hija— . Usted, a mamá, ya se la tiene comprada.

—A y — dice M adame Verónica— . N o sabe lo que me pasa por adentro de verlo así. ¿C óm o se siente?

—Bastante bien — contesto yo, para que no crean que estoy tratando de que m e tengan lás­tima. Pero desm iento m is palabras con una mueca de dolor porque estoy tratando, precisa­mente, de que m e tengan lástim a.

De mi habilidad, de m i poder de persuasión , depende la posibilidad de conservar el departa­mento unos m eses más. Estoy dispuesto a adu­lar, a gritar, a sonreír, a com prender, a m entir.

Madame Verónica es una señora v iu d a que se dedica a la enseñanza del francés. Por eso la llaman todos M adam e V erónica. Si p u d iera hablar solo con ella, m i tarea sería m ás sencilla. Estando la hija presente, ya no sé cóm o em p e­zar. Ellas no hablan de departam entos ni de con­tratos, sino de en ferm ed ad es, o p erac io n es y radiografías. En otra oportunidad, el tem a m e resultaría fascinante. Gracias a m i estadía en el hospital he adquirido un vo cab u lario que le daría envid ia a m ás de u n v is itad o r m éd ico . Finalmente, soy el prim ero en referirse al v e n ­cimiento del contrato.

—Yo vine solam ente para hacerle com pañía y no para hablar de n egocios — dice M adam e Verónica.

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— A dem ás, renovarle el contrato es im p o si­ble — agrega la hija.

— Hija, no hables así, ¿no ves que el señor está enferm o?

— Yo contra usted no tengo nada — m e dice la h ija— . Pero el departam ento está bastante deteriorado. Lo m enos que podría haber hecho en todos estos años era pasarle una m anito de pintura. Lo m enos.

— Por favor, no quisiera que se fo rm e una m ala im presión de m i hija. Usted sabe cóm o son los jóven es, piensan prim ero en ellos.

—-Mi m am á es m uy buena, pero a veces no sabe defender sus intereses. M ire, le propongo una cosa: yo le vo y a plantear el caso im parcial- m ente y usted m ism o me va a decir quién tiene la razón.

La hija de M adame Verónica es dem oledora- m ente im parcial. Tanto, que cuesta creer que pueda tener algún interés personal en el asunto. D escribe el caso con térm inos jurídicos, riguro­sos, desapasionados. En vez de decir «mi mamá» dice «el locador».

M ientras habla, la m adre la m ira con orgullo aplaudiendo con d iscreción ciertos párrafos. O tros los repite a coro con ella, m ovien do los labios sin em itir sonido. La chica habla de co­rrido, m u y rápido, sin dar lugar a in terru pcio­nes. Por las in flexiones estudiadas de su voz y los adem anes con que acom paña algunas pala­

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bras, tengo la sospecha de que está recitando depriemoria.

En los pasajes m ás notables por la retórica de ]a frase o por la contundencia de los argum en­tos, M adame V erónica 'm e roza levem en te el codo para que no m e distraiga y los aprecie en todo su valor.

—Ya está en quinto año de derecho — m e dice bajito en el oído.

La hija termina su exposición con una opción tajante. O firm o el contrato de desalojo y que­d a m o s amigos, o m e inicia un ju icio que no ten­go n i n g u n a posibilidad de ganar. Si m e decido por el juicio y lo pierdo, tendré que pagar las cos­tas más daños y perjuicios.

En e l discurso hay un breve párrafo final sepa­r a d o por una larga pausa que debe haber sido una n o t a al pie en el m anuscrito original. Ese párrafo s e r e f i e r e a las condiciones de abandono en que s e e n c u e n t r a la propiedad, incluyendo la rotura del depósito del baño. Gracias a ese detalle m e e n t e r o d e que entraron a l departam ento con un a b o g a d o . L a Pochi les a b r i ó la puerta.

__Qué buena chica es su prim a. U n encanto:s<= parece un poco a usted — dice M adam e V eró­nica.

A n a liz a n d o el d iscurso de l a estud ian te de a b o g a c í a , lo encuentro inobjetable. Im parcial- xnente, ella tiene razón. Pero (en este único caso) a mí no me interesa la im parcialidad: lo que me

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interesa es m i departam ento y ésta es m i últim a oportunidad de retenerlo.

Tengo preparados varios argum entos que m e propon go enum erar, en form a ordenada. N o todos ellos son lógicos, no todos están dirigidos al intelecto de m is interlocutoras y sí a su sen si­bilidad. Pero m e siento confuso , m areado, y las palabras se m ezclan en m i cabeza com o en el vaso de una licuadora: el resultado es una papi­lla inconsistente en que las vocales se co n fu n ­den con los significados. En lugar de un discurso coherente, sólido, se escapan de m i boca pala­bras disparatadas que flotan locas en la habita­ción chocando contra el cielo raso.

M e d irijo á M adam e V erón ica, que parece estar de m i lado. La sé ju sta pero benévola: en dirección a su generosidad trato de encam inar m is argumentos. Quisiera recordarle que la nues­tra podría haber sido, como tantas, una árida rela­ción inquilino-locadora: nuestra afinidad esp i­ritu a l le ha in su flad o , en cambio., una cálida sim patía. Ella atiende cortésm ente y asiente de vez en cuando.

A l principio M adam e Verónica no m e quita los ojos de la cara, com o si para entender m ejor m is palabras tuviera que com plem entar el sonido con el m ovim ien to de m is labios. D esp u és de unos m inutos se hace evidente para los tres que nada sensato saldrá de m i boca. N o podría ca­llarm e, sin em bargo: m i propio caos verbal m e

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asusta menos que el silencio, el terrible silencio que, lo presiento, seguirá a mis palabras. Trato de reencontrar el hilo de m i argumentación que se enmaraña en un ovillo sin principio ni fin.

Al fin, Madame Verónica se distrae y ya no vuelvo a retener su mirada, que se posa aburrida en los distintos objetos de la habitación hasta descubrir algo digno de su atención: una m an- chita de tinta en su cartera. Saca un pañuelo blanco, moja un extremo en saliva y se concen­tra en frotarlo despacito contra el cuero.

La hija tiene sobre sus rodillas una carpeta abierta llena de papeles, algunos m anuscritos y otros impresos a mimeògrafo. Mientras hablo, ella va subrayando con un lápiz ciertos párrafos de lo que lee. Es posible que el subrayado tenga relación con lo que estoy diciendo. También es posible que ni siquiera me esté escuchando.

Me he lanzado cabeza abajo por un abismo de palabras sin sentido y nada puede detener mi caída, ni siquiera la entrada de la enfermera jefe. Tan acostumbrado estoy a sus visitas de control que puedo seguir hablando (la dicción confusa, la boca y la garganta secas) mientras pincha mi almohada con una larga aguja de tejer buscando algún objeto prohibido escondido en el relleno. Maneja la aguja hábilm ente, clavándola por encima y a los costados de mi cabeza con la pre­cisión de un tirador de cuchillos. Madame Ve­rónica y su hija, que nunca la habían visto en

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acción, observan su actividad fascinadas, com o entom ólogos que tratan de descifrar un lenguaje en el vuelo de las abejas.

Después de atravesar con su aguja el bolso de red de la hija y el peinado batido de la m adre, la enferm era jefe le quita la cartera de las m anos y hurga en su interior. Saca un paquete de cigarri­llos, un pedazo de algodón, varias boletas de com ­pras, una billetera, fósforos, cáscaras de maní y bas­tante pelusa. En un bolsillo con cierre relámpago encuentra una botellita de cognac de colección y la levanta en alto, mostrándomela triunfalmente.

— Es com o yo digo — se dirige sólo a m í— . Las visitas son todos unos inconscientes.

La hija de M adame Verónica está tan asom ­brada que no atina a decir nada. «Quiero ver su orden de allanamiento» parecen gritar sus ojos m arrones m uy abiertos. Me pregunto por qué no habrá sacado el azul-violeta de la madre. Inte­rrum piendo m i absurdo d iscurso , in terven go para lograr que la enferm era jefe prom eta devol­ver la botellita a la salida. Ella firm a un recibo, pega en el frasquito una etiqueta am arilla y se va dando un portazo que hace caer un trozo de m am postería.

Term inada la requisa, vuelvo al m otivo de m i angustia. Para no seguir perdiendo el tiem po, le exijo a Madame Verónica que se defina, dejando claro que toda reso lución en m i contra puede agravar m i estado de salud.

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—Todo esto es m u y penoso para m í — dice Madame Verónica— . Usted me hace sentir com o un verdugo. A m í, que lo aprecio tanto.

— No te pongas así, m am ita, no vale la pena —la hija la abraza y la consuela.

— H ijita, h ijita , m e falta el aire — dice ahoga­damente M adam e Verónica.

■—D ios m ío , con lo delicada que está m am á no tendría que haberla dejado ven ir — y le hace tragar a M adam e Verónica una pastillita que saca de su bolso.

—Yo no quiero ser m ala con usted, yo quiero ser su amiga — solloza Madame Verónica— . Para el resto de los trám ites es m ejor que se entienda directamente con m i abogado.

— Le va a g u s ta r — asegura la h ija— . E s un señor m uy fino, m u y inteligente. H asta escribe poemas.

— Pero si no m e puedo m over de aquí, ¿cóm o voy a desalojar el departam ento?'¿A donde v o y a poner todas m is cosas?

Ante m is preguntas M adam e Verónica y su hija se tranquilizan al punto de recobrar la acti­tud de afectuoso respeto con la que entraron en la habitación. Se m iran alegres. La. m adre estre­cha la m ano de su hija en un orgulloso gesto de felicitación. La joven parece darle al apretón un sentido m ás celebratorio. Si yo no estuviera p re­sente, creo que se abrazarían.

— Esos son detalles, pequeños detalles — dice

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M adam e Verónica, radiante— . C on buena v o ­luntad todo se soluciona.

— A lgo ya hablamos con su prim a Pochi: aquí m ism o en el hospital hay un m uchacho que se encarga de hacer m udanzas los fines de sem ana. Es el que maneja la ambulancia: usted arregla con él y listo el pollo — agrega la hija.

— Por otra parte usted sabe que su prim a está de novia, por casarse y sus m uebles le vendrían m u y bien. A h í tiene la oportunidad de hacerle un lindo regalo a esa chica que tanto se ocupa de usted.

En ese m om ento se asom a a la puerta el prac­ticante que viene com o todos los días a sacarm e sangre. Cuando ve que estoy con gente, se retira discretam ente. Pero no lo bastante rápido como para evitar que M adam e Verónica alcance a ver la jeringa y la bata m anchada de sangre. Se pone m u y pálida y em pieza a hacer arcadas.

— M ejor nos vam os — dice la hija— . A m am á la im presionan mucho los hospitales. Cuando lo vea a nuestro abogado, pídale que le recite un soneto.

M adam e Verónica y su hija se van . En la car­tera de M adam e Verónica la m anchita p erm a­nece inalterada. N o sé cóm o se le pudo ocurrir tratar de sacarla con saliva. Si m e hubiera p re­guntado a m í yo le hubiera explicado que el cuero se lim pia con solvente.

Q ueda sin reso lver otra cu estió n : adonde

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poner todo lo que tengo en el departam ento. N o son sólo los muebles. Están tam bién m i ropa, m is libros y m uchas otras cosas que no podría agru­par en una clasificación exacta pero que, cerrando los ojos, veo desperdigadas por la pieza en que vivía. Por ejem plo, u n m ate peruano, un florero, mi colección de Popular Mechanics, un afiche de Einstein y una m aceta con un helecho que quién sabe si alguien riega desde que yo no estoy.

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Aunque todavía no sabe nada sobre m i enfer­m edad, m i herm ano me escribe ahora al hosp i­tal. M is tíos se lim itaron a darle la nueva direc­ción, sin agregar detalles.

Las cartas tardan m ucho, a veces m ás de un m es, y m e llegan abiertas pero sin tachaduras: la en ferm era jefe no considera necesario censu­rarlas. En cambio me pidió perm iso para leérse­las a su m arido, un gran adm irador del Brasil. M isterios del corazón humano: m e asombra que un hom bre que no siente cariño por un potus o un gom ero pueda interesarse por un país donde la vegetación es exuberante y tropical.

D espués de leerlas en su casa, la enferm era jefe hace circular las cartas entre algunas subor­dinadas y sus pacientes favoritos. Encuentro a veces algunas frases subrayadas y signos de adm iración o notas de los lectores en los m ár­genes.

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Mi herm ano está contento en R ío : eso m e gusta. Tan contento que tiene ganas de q u e ­darse: eso no me gusta. Insiste en rem arcar las bondades del clima y de las vitam inas que con ­tienen los fru tos tropicales. Si con sigu e una tarea bien rem unerada y con m ucho tiem po libre, se queda en Brasil. D e lo contrario p re­fiere volver: afirm a extrañar la pizza y ciertas calles de la ciudad.

Desde que terminó su asunto con el doctor y decidió retomar con nuevos bríos su noviazgo, la Pochi ya no se queda a dorm ir en el hospital.

— Por suerte vos no m e necesitás: por suerte —me dijo la últim a vez que la v i; yo tenía m is dudas— . Mejor me reservo para cuando te sien­tas realmente mal.

Se reserva tanto que ya casi no la veo. Ahora lamento haberle confiado la carta para el doctor Tracer. Quién sabe si se ocupó de mandarla. En realidad ha pasado tanto tiempo desde m i inter­nación que no puedo culparla por hacerse la rabona.

En el hospital hay m uchos problem as gene­rales, tales como la mala comida y la falta de per­sonal. Y un problem a particular m uy grave: la pelea entre la doctora Sánchez O rtiz y la enfer­mera jefe.

El conflicto causa un sinnúm ero de dificul­tades a los pacientes. La enferm era jefe es m uy buena a pesar de su aspecto severo pero está tan

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enojada con la doctora que es capaz de m atarle un enferm o nada m ás que para hacerla rabiar.

Si la doctora ordena, por ejem plo, que le den a alguien dos inyecciones por día, la enferm era jefe se las arregla para transm itir la orden a varias enferm eras en form a simultánea. En lugar de dos inyecciones por día el paciente recibe cuatro o seis. A s í algunas dosis se m ultip lican , otras se reducen, y ciertos m edicam entos nunca se adm i­nistran. H ay pacientes que beben líquidos que deberían recibir por enem a, y otros reciben jara­bes por v ía rectal. Se in yecta m erth io late y se desinfectan heridas con com puestos de calcio.

U no de los cirujanos se atrevió a reprocharle a la enferm era jefe su actitud, por desaprensiva y rencorosa. Desde entonces tenem os casos cru­zados tam bién en cirugía. El otro día, por e jem ­plo, entró de urgencia un m atrim onio que había sufrido un terrible accidente autom ovilístico: en la operación, a él le rehicieron la cara de su m ujer y a ella la de su m arido.

En genera! estos tratam ientos producen efec­tos m ás im previsibles que letales. A ncianos de­sahuciados se curan ante la indignación de sus parientes y un m uchacho que había entrado al h osp ital para donar sangre tuvo que ser in ter­nado en Terapia Intensiva. Por suerte yo no soy paciente de la doctora y la en ferm era je fe m e tiene gran aprecio.

C on respecto al problem a de la com ida y la

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falta de personal, la C om isión de Piso ha tom ado cartas en el asunto y está haciendo lo posible por m odificarlo. El Presidente de la C om isión es un hom bre que in sp ira con fian za. A u n q u e está enferm o, tiene fuerza en la m irada y en la voz.

Su tarea es m u y com pleja: cada paciente plan­tea sus propios reclam os y tam bién los parien­tes quieren hacerse oír. A veces las quejas de los enferm os no coinciden con las que expresan sus fam iliares. O rdenar y n orm alizar ese con fu so m aterial en una lista coherente, sin redundan­cias, es una de las fu n cion es m ás com plicadas del Presidente.

O tros dos d irigen tes de im p o rtan cia están en perm anente com unicación con él. Son el R e ­presentante de la Sala de H om bres y la R ep re­sentante de la Sala de M ujeres. U n grupo de pa­rien tes de in tern ad o s en Terapia In ten siva ha pretendido arrogarse la representación de la sala, pero se les ha dicho que deben esperar a que sus en ferm o s sean trasladados. M atern idad es un caso aparte: com o no se trata de en ferm as y com o, sobre todo, son internadas rotativas, no les interesa participar en el m ovim iento.

El conflicto existente entre las Salas C om u­nes y el Segundo Piso hace m ás d ifíc il la tarea de arm onizar las solicitudes. En efecto, una de las prin cipales exigen cias de las Salas consiste en term in ar con los p r iv ileg io s . Y casi tod os los pacientes del Piso som os privilegiados.

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D esde que el d irector titu lar está en ferm o, dice el Presidente, m uchos de los problem as ya existentes han em peorado. El puré es cada vez m ás aguachento. La carne, dura y escasa. H ay sospechas contra el personal de cocina. Por su parte, m ucam as, m édicos y enferm eras están a punto de iniciar una huelga para lograr m ejores salarios.

M i situación es especialm ente delicada: estoy solo en una habitación de dos cam as que tiene, adem ás, baño privado. Me pregunto si debería participar en los acontecim ientos. No, m e con­testo: yo estoy aquí de paso. D ebajo del colchón guardo la carta de recom endación para el direc­tor titular, que m e perm itirá obtener el Pase de Salida. La leo y la releo: sus térm inos son corte­ses y elogiosos, pero el director no viene.

D octor Tracer, ¿por qué m e has abandonado?

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Cuando entré por prim era vez en este cuar­to pensaba que poner afiches en las paredes m e traería mala suerte: preparándom e para una larga estadía, tem ía provocarla. U na sem ana era todo el tiem po que calcu laba estar in tern ad o . U na sem ana, por otra parte, m e parecía un lapso de in fin ita duración.

R ecu erdo que deseaba so lam en te aquellas cosas que podían obtenerse en el exterior, com o ir al cine o nadar en una pileta. A h ora m e con­form aría con que m e cam bien las sábanas m ás seguido y que la enferm era de la m añana no m e grite. Y me alegro m ucho de que m i prim a Pochi me haya traído algunos de los pósteres que tenía en el departam ento para alegrar la pieza. Lo que ya no tengo es el departam ento.

Finalm ente tu ve que firm ar el contrato de desalojo. ¿Q u é otra cosa podría haber hecho? Cuando intenté resistirm e, el abogado m e puso

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la lapicera en la m ano y am enazó con llam ar a una enferm era.

La cuestión del desalojo atrajo a m ucha gente que no veía desde los prim eros días de m i inter­nación. Todos querían dar una m ano. El chofer de la am bulancia se portó m u y bien: a cam bio de los m uebles que la Pochi no quiso, aceptó encar­garse de la m udanza sin cobrar nada.

Ricardo se ofreció generosam ente a cuidarm e m i colección de Popular Mechanics y hasta m is com pañeros de oficina se prestaron a organizar una rifa con m i heladera.

En la cam a de al lado se am on ton an varia s ollas de acero inoxidable.

— ¡Acero inoxidable, por favor! — se indignó la Pochi, cuando le propuse que se las llevara— . Podrías haberm e consultado antes de com prar­las: en el acero inoxidable se pega todo.

H ay tam bién una flanera, u n a cafetera 'm uy abollada, una plancha sin el m an go y una tabla de picar carne. M i helecho se m urió . La Pochi, que es tan sensible, no sabía cóm o decírm elo.

El ropero, que es bastante chico, está atestado de ropa. Faltan solam ente el gam ulán n uevo y algunas cam isas.

—-El gam ulán, ¿para qué lo querés? — m e dijo la Pochi, tan práctica— . Te lo va a com er la polilla y lo m ism o no lo vas a poder lucir. M ientras tanto lo puede usar m i novio. Le queda un poco grande pero, en fin, no es culpa tuya que él esté flaco.

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Yo también estoy flaco ahora, y si m e pusiera el gamulán m e bailaría. C on las cam isas no sé lo que pasó, en una m udanza siem pre se p ierden cosas, es lo normal.

Mi antigua cama, que es bastante angosta, está aquí mismo, dentro de la banadera. No m e anim o a bañarme para no m ojar la m adera, que podría pudrirse. Posiblemente decida donarla al h o sp i­tal, donde siempre faltan cam as. Le tengo cariño por los recuerdos que conserva y m e gustaría que quede en un lugar donde pueda verla seguido. La enfermera jefe se llevó el colchón.

—Va contra los reglam entos — m e d ijo , sin dar más explicaciones.

Me trajeron tam bién m uchos de los adornos que tenía en casa, dos m acetas vacías, m i te lev i­sor, que es m uy grande y hace años que no fu n ­ciona, el paraguas roto dentro de su paragüero, varios vasos, un banquito de cocina con una pata menos y una espum adera.

—-¿Qué piensan hacer con el equipo de so ­nido? — le pregunté al chofer de la am bulancia.

— A lguien se lo tenía que cu id ar hasta que usted se cure — me exp licó él— . T iram o s una monedita con su prima y quedam os en que se lo guardo yo.

Con sem ejante cantidad de ob jetos en m i habitación, la enferm era je fe tarda m ucho m ás en completar cada una de sus v isitas de control. Mientras ella busca.y rebusca conversam os sobre

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las plantas de interior y los daños que causa la bebida en el ser hum ano. Siem pre m e tuvo sim ­patía, pero ahora nos estam os haciendo verda­deros am igos.

Los trastos am ontonados son un juntadero de polvo. Ojalá tuviera fuerzas para pasarles una franela. E l golpe de p lum ero que les da la m ucam a por las m añanas, m ientras se queja de las cosas que tiene que hacer por el sueldo que le pagan, sirve solam ente para cambiar el polvo de lugar.

El doctor Goldfarb, que es bastante alérgico, no puede entrar en m i pieza sin estornudar.

— Esto es peor que el polen de las flores — me d ijo el otro día, apretándose la n ariz con un pañ uelo— . D iga que por usted soy capaz de enfrentar cualquier peligro — añadió, gu iñ án ­dom e el ojo izquierdo.

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Cuando supe que entre los in tern ados se había puesto en m archa u n m o vim ien to d is ­puesto a obtener la d estitu c ió n del d irector suplente y una serie de m ejoras en la conducción del hospital pensé en despedirm e de m i buena y vieja habitación. Ju zgan do a todos los h o m ­bres de acuerdo a m is propios deseos y expecta­tivas, suponía que el prim er paso sería lograr el libre egreso de la institución de todos los que así lo desearan, con o sin Pase de Salida.

Como el m o vim ien to parecía m u y bien or­ganizado y estaba apoyado, adem ás, por buena parte del personal, listo para ir a la huelga en de­manda de m ejores salarios, no dudé de su éxito y con una inesperada tristeza em pecé a empacar mis bártulos, tratando de poner únicam ente lo más necesario en los bultos que armaba con las sábanas. En realidad no tenía adonde ir y em pe­zaba a desconfiar del im pulso que por orgullo o

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p o r in ercia m e ponía en m o vim ien to hacia la salida.

D esde que había decidido quedarse en el Bra­sil, las cartas de m i herm ano se espaciaban. En cam bio, m e enviaba de vez en cuando un coco o un ananá con algún viajero que se venía para aquí. Yo com partía las frutas con la-enferm era jefe y eso m e valía un trato preferencial.

D e la Pochi lo único que veía en los ú ltim os tiem pos eran unas cartitas con m uchas faltas de ortografía en las que prom etía siem pre ven ir al día sigu iente. Ya habían pasado m u chos días siguientes sin que llegara.

E l m ovim ien to contra el d irector sup len te se había gestado en las m ism as bases y el Pre­sidente de la C om isión de P iso, reunido con los dos R ep resen tan tes de las Salas C o m u n es, se había visto obligado a tom ar urgentes m edidas para no verse desbordado por el ím petu de sus representados.

C on gran habilidad política, lograron m an ­ten er su au toridad h ac ién d o se cargo de los reclam os. R edactaron un p etitorio que incluía un a severa crítica a la in con du cta del d irector suplente y una larga lista de reivindicaciones y com en zaron a reu n ir las firm as de tod os los enferm os. La m onjita M anzanita form aba parte de la com itiva, com o testigo de que cada uno de los internados firm aba por su propia vo luntad y sin presiones.

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Cuando por fin llegaron a m i pieza yo ya tenía todo preparado para irm e y no pude esconder m i sorpresa (mi decepción) al leer la lista de re ­clamos. En primer lugar, faltaban m uchísim os acentos. En segundo lugar, se referían en su m a­yo r parte a la comida. En lugar de solicitar que se simplificaran o desaparecieran los com plica­dos trámites que nos im pedían salir al exterior los internados pedían m enos puré, m ás en fer­m eras, atención personalizada, reorganizaciónde lavadero.

— ¿Y de la tarjetita rosa, nada? — pregunté, esperanzado.

El Presidente y los Representantes se m ira- ron con una sonrisa.

— ¿Miedo ústed tiene? — dijo la m onjita Pero nadie le prestó atención. El R ep resen ­

tante de la Sala de Hombres suspiró com o para sí mismo. .

— ¡ Qué cosas tienen estos n uevos!Me sentí un poco m olesto, porque yo estaba

lejos de considerarme un nuevo después de una internación tan larga, aunque debo reconocer que en com paración con ellos era apenas un recién llegado.

En resum en, m e negué a firm ar un petitorio que no incluía m i principal reclamo, que podía comprometerme si el m ovim iento fracasaba y que no tenía el m ás elem ental respeto p o r las reglas de la acentuación prosódica. El Presidente

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le echó la culpa a la m áquina de escribir, que era im portada y no tenía la tecla con el acento. Pero yo no quise escucharlo, porque siem pre se los podrían haber agregado a mano.

Les dije que no contaran conm igo, deshice m is paquetes, y m e instalé otra vez en m i pieza con un inexplicable alivio. Fue una acción poco solidaria pero que, a la larga, m e trajo sus b en e­ficios. Porque el m ovim iento perdió su razón de ser cuando, repuesto de su larga enferm edad, el d irector titu lar vo lv ió a hacerse cargo de sus tareas y el director suplente se retiró sin escán­dalo.

A muchos de los firmantes del petitorio se les im puso, entonces, un régim en com puesto por puré, proteína líquida y vitam inas inyectables.Y aunque algunos m édicos insistían en que se trataba de un nuevo m étodo terapéutico que había dado grandes resultados en cinco países de Europa, entre los internados se corrió el rum or de que estaban siendo castigados.

G racias a m i carta de recom endación yo obtuve, por fin, la audiencia para ver al director titular.

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La oficina del d irector y yo som os v ie jo s conocidos. Desde que tuve que rasquetearle todo el parquet para el e lectrocard iogram a de e s­fuerzo, he aprendido a apreciar el hum ilde piso de m i propio cuarto (que con pasarle un trapo mojado basta y sobra). Es por eso que no m e sien­to intim idado ante los carteles que prohíben el paso o lo restringen y recorro los p as illo s sin detenerme hasta llegar a la puerta que dice Direc­ción, llevando contra m i pecho, como un escudo, la carta de recomendación, el form ulario firm ado por el doctor G oldfarb y m i foto de cuatro por cuatro sem iperfil fondo negro. Los papeles están un poco ajados, un poco sucios, pero no han per­dido sus poderes, que no dependen de su grado de blancura sino, todo lo contrario, de la negra nitidez de las letras.

Para im presionar — para im p resio n arm e— con una dem ostración de con fian za en m í

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m ism o, entro sin golpear. Y m e arrepiento inm e­diatam ente. Porque he sorprendido al director en uno de esos actos que sólo nos gusta realizar en la m ás estricta intim idad y sé que no m e per­donará fácilmente haberlo visto sacándose la cera del o ído con la uña larga y afilada de su dedo m eñique.

Por un segundo n os m iram o s en azorado silencio. Él se recobra antes que yo y m e ruega, con una cortesía extrem ada, que m e retire a la antesala y espere a ser introducido por su secre­taria.

En la antesala m e entretengo en contem plar el océano francam ente proceloso que cuelga en form a de cuadro de una de las paredes y en cal­cular la edad de los provectos sillones C hester­field, una tarea m ucho m ás sim ple si contara con carbono catorce. M e pregunto si el d irector se desinfectará con alcohol la uña del m eñique. En estos casos, la higiene puede prevenir una in fec­ción.

M e siento avergonzado por m i in tru sió n y estoy listo para soportar una espera m u y larga.Y hasta para d iferir la entrevista si fuere necesa­rio. En realidad, casi deseo que lo sea. Total, ¿qué apuro hay? Justo h o y se largó el cam peonato de truco de la tem porada y con el chofer de la am bu­lancia hacem os una pareja que no nos para nadie.

Sin em bargo cuando la secretaria se asom a y me hace pasar no han transcurrido m ás que unos

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m inutos. La cara de la secretaria me resulta cono­cida. Y o , que soy m uy fiso n om ista , en u n os segundos la tengo ubicada: es la ex novia de un ex am igo, una chica a la que en su m om ento creo haberle gustado. Aunque debo estar m u y cam ­biado, ella también parece reconocerme con sim ­patía y m e siento feliz de contar con un aliado en esta circunstancia tan brava.

Para ablandarme — supongo yo— el director m e tiene unos segundos parado delante de su escritorio m ientras revisa con una concentra­ción que m e parece excesiva m i ficha y m i h is­toria clínica. Después levanta la vista y m e m ira con severidad.

— ¿U sted tiene parientes en la calle Loreto? — m e pregunta, bruscam ente.

— No. Bueno, no que yo sep a ...— N o puede ser, si es el m ism o apellido. U n

m atrim on io con cuatro h ijas. Loreto casi l le ­gando a Juan B. Justo.

Cuando estoy a punto de reiterar m i negativa, observo que la secretaria m e hace frenéticas señas con la cabeza.

— A h, sí, sí, claro, casi llegando a Juan B. Justo: son parientes lejanos.

— ¿Ha visto, ha visto cómo yo no me equivo­co? — dice el d irector, con in m en sa sa tisfac­ción— . La segunda, M arina, es una p rec io si­dad. Ya le va a llevar saludos m íos cuando salga de aquí.

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R ep ito para m í m ism o esta ú ltim a frase de sabor extraño, m asticando suavem ente las pala­bras hasta sacarles todo el jugo.

A hora que he ingresado de algún m odo en el círculo de sus conocidos, el director m e consi­dera casi con afecto. Su m ano seca y delgada se extiende para estrechar la mía y hasta acepta reci­b ir los papeles que he tratado in ú tilm en te de entregarle desde que entré aquí. Sin m irarlos se los pasa a la secretaria que, para m i espanto, se dispone a colocarlos en un inm enso archivo.

— ¡Pero qué hace! — intervengo, indignado.— U n m om ento, señorita — dice el director,

severo pero com prensivo, com o aceptando que J a rutina la haya llevado a com eter ese pequeño desliz— . U sted siem pre tan apurada. El señor todavía no nos ha respondido el cuestionario.

Y saca de un cajón del escritorio un cuader­n illo de m uchas hojas im preso a m im eógrafo donde los signos de pregunta se destacan com o patas de langosta.

— Supongo que no tiene inconvenientes en contestarm e un par de preguntitas.

— N ingún inconveniente.— Bueno, a ver, por ejem plo, ¿adonde piensa

ir cuando salga del hospital?El director lee la pregunta de la libretita y se

la pasa a la secretaria, que con una birom e en la m ano espera atentam ente m i respuesta. N o m e gu sta el tono paternal de la pregunta. M enos

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todavía m e gusta no tener una respu esta co n ­creta. M e asombra que una pregunta im presa a m im eógrafo , que se debe fo rm u lar a todos los internados que solicitan la tarjeta rosa, dé ju sto en la clave de m is problem as personales. C o n ­testo de mal modo.

— Por ahora no sé.La chica le hace u n guiño al d irector (que le

corresponde con u na son risa), anota m i re s­puesta y le vuelve a pasar el cuadernito.

__¿Quiere tom ar asiento? — m e pregunta eldirector.

__Qracias__le digo, y m e siento en la silla queestá del otro lado del escritorio.

__,No n0j no! Siem pre pasa lo m ism o. U stedm e tiene que contestar sí o no, es una de las pre­guntas del cuestionario.

__g- digo, pon iéndom e de pie y dandouna patadita en el suelo de puro m al hum or.

— ¿Está nervioso?__Sl estoy nervioso, anótelo nom ás —-diri­

giéndome a la secretaria.— No, no, eso se lo pregu n to y o p o r m i

cuenta, no va anotado. Y dígame, ¿por qué quiere dejar el hospital?

Me saca de quicio ver al d irector y la secreta­ria pasándose constantem ente el cuadernito de uno a otro. ¿Será p o sib le que no ten gan otro ejemplar? Es increíble lo m al provistos que están los hospitales.

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— Por m uchas razones.— Enum érem e tres.Es extraño, pero en este m om ento no puedo

recordar ninguna. Siento la cabeza vacía com o un lago desierto bajo el sol, en el que no se d iv i­san las orillas, en el que no se ve n i siquiera la vela de un barquito. M e quedo m irando con la boca abierta a la secretaria , que espera con la b irom e en la m ano y la sonrisa contenida. Creo que es el m om ento de hacer valer m is derechos de hom bre libre y recurro a la indignación.

— ¿Pero qué quiere decir, que si no le enum ero tres razon es...? ¿Y si recurro a la Justicia? Porque no lo quiero am enazar— agrego, en tono de am e­naza— pero yo tam bién tengo m is relaciones.

La secretaria deja de sonreírse y m e m ira con seriedad. Com o si el b rillo de m i indignación le m olestara la vista, el director saca del bolsillo del saco un par de anteojos negros y se los pone. M e contesta con voz m onocorde, com o si estuviera aburrido de tener que repetir siem pre lo m ism o.

— Señor, usted puede irse cuando quiera. Este cuestionario se realiza sim plem en te con fin es estadísticos. ¿Recuerda cuál fue m i prim era pre­gunta?

— Si tenía adonde ir cu an d o ...— No. M i prim era pregunta fue si tenía incon­

venientes en responder a este cuestionario. «Nin­gún inconveniente», dijo usted: acá lo tengo ano­tado.

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T ran q u ilizad o por las seguridades que m e da ¿ irecto r, acepto seguir contestando. Las pre-

enntas v e rsa n sobre los tem as m ás d ispares. ^ launas se refieren al hospital, otras son de índole

ersonal- H ay preguntas que investigan m i cu l­par21 genera y no faltan l ° s problem itas de inge-

. ]y[e preguntan si tengo trabajo, si uso escar- ^ dienteS ° desearía usarlos, cuál es la distancia ¿e la Tierra a la Luna, si me llevo bien con los otros ^ternad °s , cuáles son mis actividades sociocul-

^j-ales y deportivas, si ya tengo diagnóstico. Des- de una hora de responder preguntas atre-

^•das’ preguntas estúpidas, preguntas capciosas, egurxtas m al form uladas, preguntas insidiosas reguntas aburridas, me siento cansado, con­

fuso y con dolor cabeza.Teng° ganas de volver a m i pieza y m eterm e Ja c a m a . Por un m om ento m e im agino en l a

a l ie , con m i atado de ropa, en m edio de la gente c a m i n a rápidam ente sin m irarm e, escu ­

dando los bocinazos de los autos, respirando jjionóxido de carbono de los escapes de los colec-

V O S --—¿Le puedo hacer una pregunta yo? -—inte-

rrump°-No sé, no sé, hizo bien en preguntárm elo,

tendría que fijarm e en el reglam ento. Señorita,

por faV°r'„-Artículo 28, inciso b). Puede — contesta la

secretaria.

S o y p a c ie n te1 ¿ 2

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— Diga nom ás, señor.— Supongam os que decida por el m om ento

quedarme. Una mera suposición. ¿Puedo volver a solicitar la tarjetita rosa?

— ¡Por supuesto! — contestan a coro el d irec­tor y la secretaria.

Por fin parecen dejar de lado el aspecto buro­crático de la cuestión y dem ostrar algún interés personal por m i caso.

— U sted puede vo lver a solicitarla en cu a l­quier m om ento — dice el director.

— Cuando quiera — añade la secretaria.— Es m ás; si usted decide quedarse (lo cual

sería para nosotros un gran honor) po d em os hacer algunas cosas por usted . M ejorarle el m enú, por ejem plo. Señorita, por favor.

La secretaria rebusca en uno de los atesta­dos cajones del escritorio y extrae una hoja de papel de hilo donde hay un m enú escrito con tinta china en caracteres góticos. Me lo alarga. La lista incluye platos m u y elaborados, com o paella, lom o al ch am pign on , su prem a M a ry ­land.

— Del otro lado está la lista de postres — in ­dica la secretaria.

—Tam bién podríam os hablar con la en fer­m era jefe para que se le perm ita (y esto sí que es una excepción al reglam ento) tom ar una copita

.de vez en cuando. Nada fuerte: algún licorcito dulce, una cervecita — dice el director.

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—Los postres son r iq u ís im o s — in siste la secretaria.

Siento que el im pulso que m e trajo hasta aquí me ha abandonado. Tengo ham bre. Son las cua­tro de la tarde y a esta hora la m ucam a entrará en mi pieza trayendo com o todas las tardes un plato con cuatro galletitas de agua y jalea de m em bri­llo. Se sorprenderá de no encontrarm e. Com o es una persona justa, repartirá equitativam ente m is galletitas con jalea entre los platos de los otros internados. Quién sabe qué tipo de persona ocu­paría mi habitación si yo m e fuera. M e angustia imaginar mi cama acostum brándose al peso de un nuevo jinete. D espués de todo, es posible que decida quedarme unos días más. Solam ente unos pocos días. Les com unico m i decisión.

—No olvidarem os ese gesto su yo — dice el director.

—Vamos a poder vern o s seguido — dice la secretaria con una risita tím ida.

—En todo caso, m e alegro de haberlo con o­cido, señor director. Esp ero , de ahora en ade­lante, no tener que solicitar audiencia para verlo.

— ¿Señor director? ¡A h, claro! N o, usted está confundido. Yo soy solam ente el Presidente de la Cooperadora. Usted sabe, el director recién se ha recuperado de su enferm edad y sufre un gran dolor cada vez que uno de sus pacientes se quiere ir del hospital.

— Por eso le dam os una m an ito con las au­

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diencias y le pasam os solam ente los casos irre­versib les, irrecuperables — aclara la secretaria.

Estoy saliendo ya cuando la veo guardar en el archivo m i solicitud con la carta de recom enda­ción y la fotografía adjunta.

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Com o todos los años, el person al de desin ­fección ha entrado en m i pieza para desalojar a las palom as y eliminar a los p io jos consigu ien­tes. En otras ocasiones me entretuve deam bu­lando por el hospital, alguna vez fu i invitado a la oficina del director y hubo incluso un año m uy malo en el que tuve que pasar todo el día en la morgue, que es un lugar aburrido y m u y frío.

H oy m e han conseguido una cam a en la Sala de Hombres y m e distraigo jugando un truquito con los m uchachos. De paso p u sim os a hervir la pava para hacernos unos m ates.

Justo a la hora en que le toca repartir los cara­melos en la Sala, Paquita la Culona, la enferm era más popular entre los internados, llega con un enfermo nuevo. Su cara de susto al entrar en la sala, y la form a ridicula en que frun ce la nariz, nos hace una gracia enorme. D os de los m ucha­chos se ponen a discutir: cada uno de ellos pre­

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tende que sea su cama la que tendrá que hacer esta tarde el novato. Invocan razones com o la antigüedad o la fuerza.

D e pronto uno de nosotros hace una señal y tod os nos pon em os a cantar m ás o m en o s al m ism o tiem po una canción de b ien ven id a. El coro es desafinado pero alegre y, dentro de las posibilidades, dem uestra un alto grado de orga­nización:

El que entra en esta sala ya no se quiere ir, quedate con nosotros que te vas a divertir.

Ca téter por aq uí, y plasma por allá, el que entra en esta sala no sale nunca más.

R ecordando m i propia y lam entable e xp e­riencia inicial, el hom bre me da pena.

— N o les haga caso — le grito— . Siem pre hacen un poco de espam ento cuando llega uno nuevo, pero son buena gente. A dem ás, la letra de la canción es una broma: hay m uchos que se curan. ¿Sabe jugar al truco?

— ¡ Quiero retruco! — se apura a contestarm e el chofer de la ambulancia, que integra la pareja contraria.

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— Q uiero vale cuatro — le contesto yo , que soy solidario pero previsor, y tengo preparado el as de espadas.

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