Seamus Heaney

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SEAMUS HEANEY Selección, traducción y nota introductoria de PURA LÓPEZ COLOMÉ UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURAL DIRECCIÓN DE LITERATURA MÉXICO, 2013

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SEAMUS HEANEY

Selección, traducción y nota introductoria de

PURA LÓPEZ COLOMÉ

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURAL

DIRECCIÓN DE LITERATURA

MÉXICO, 2013

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ÍNDICE

NOTA INTRODUCTORIA,

PURA LÓPEZ COLOMÉ 3

DE STATION LSLAND

PRIMERA PARTE

LEJOS DE TODO AQUELLO 8

VIDA DE ESTANTE 9

LUGAR DE NACIMIENTO 12

EL PASADIZO 14

EL REY DE LAS ZANJAS 15

SEGUNDA PARTE. “ISLA DE LAS ESTACIONES”

I 17

VI 19

IX 21

XII 23

TERCERA PARTE. “SWEENEY REDIVIVO”

EL PRIMER REINO 25

ATENTO 26

EL CLÉRIGO 26

EL ERMITAÑO 27

EL MAESTRO 28

UN ARTISTA 29

EN EL CAMINO 29

DE SEEING THINGS

VIENDO VISIONES 32

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NOTA INTRODUCTORIA

Descendiente directo, en términos de alta poesía, de

W.B. Yeats, Seamus Heaney nació en el condado de

Derry, Irlanda del Norte, en 1939. Desde 1972 ha

vivido la mitad del año en Dublín y la otra en la Uni-

versidad de Harvard, donde es profesor de Retórica y

Oratoria. Su obra poética incluye Death of a Natural-

ist (1966), Door into the Dark (1969), Wintering Out

(1972), North (1975), Field Work (1979), Selected

Poems 1965-1975 (1980), una versión del poema me-

dieval Buile Suibhne titulada Sweeney Astray (1984),

Station Island (1985), The Haw Lantem (1987) y See-

ing Things (1991). Su obra ensayística más importan-

te ha quedado reunida en Preoccupations: Selected

Prose 1968-1978 y en The Government of the Tongue

(1989).

Según Heaney, “la poesía es más un umbral que un

sendero, un umbral al que uno se acerca y del cual

parte constantemente, bajo el cual lector y escritor,

cada uno a su manera, pasan por la experiencia de ser,

al mismo tiempo, convocados y liberados”. En el caso

de Irlanda, este umbral se ha distinguido de práctica-

mente todos los demás, desde antes de los tiempos de

los santos Patricio y Columcille, por una particularí-

sima relación de reciprocidad entre escritor y lector

dentro de los límites del poema. Este último no es,

como en el caso de otras tradiciones, una vasija, una

forma hecha para contener elementos de significado

simbólico, sino una suerte de dramatización de rela-

ciones interdependientes. Siempre nos hallamos entre

diversas voces, pero todas imbuidas profundamente

del famoso tono irlandés, preservador, a fin de cuen-

tas, de la tradición de que ningún poeta se salva, y

con ella, de la vida y sus espejos puros. De aquí que

Heaney afirme que la humanidad, por vía de tales

fuentes, renueva su sangre gracias a la “fidelidad pu-

ramente poética del poeta hacia todas las palabras en

su ser prístino”. Quien escribe se comparte en el ám-

bito tradicional a su vez compartido por todos de ma-

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nera tácita. Derek Mahon, poeta de la generación de

Heaney, ha confesado que sólo una lobotomía le apar-

taría de la mente el verso yeatsiano y su peculiar ma-

nera de comunicar tal versión de la realidad. Si bien

cada poeta individualiza su tradición, todos, de un

modo u otro, muestran un marcado interés por la his-

toria, la lengua y la literatura gaélicas, la música tra-

dicional, la religión, desde luego, la geografía y las

inmemoriales divisiones provinciales, manifiestas

políticamente, en especial, en la partición británica de

Irlanda. Por supuesto, la mayoría traduce, en una bús-

queda genuina de sus propios tesoros enterrados. Kin-

sella, poeta contemporáneo de Heaney, ha resumido

así el espíritu de la recuperación gaélica que priva en

su generación: “Como que nos ha tocado, nos corres-

ponde superar las ideas que desde siempre nos han

dividido, empleando nuestras energías directamente,

lo mejor que podamos, en la materia misma de una

herencia vital que nos une y nos divide”.

Tanto Kinsella como Heaney comenzaron hablan-

do, en su propia poesía, por boca de tipos y épocas

que previamente habían permanecido en silencio.

Llegó un momento, sin embargo, en que se vieron

avasallados por una visión personal que, al fin y al

cabo, no cumplía con la función mayúscula de la poe-

sía, la acción visionaria, quedándose en una proyec-

ción de la realidad de la vida bajo la lente del poeta.

Esto último parece suficiente, pero no lo es. Para al-

canzar la deseada dimensión de búsqueda de la ver-

dad a que, sin engaños autocomplacientes, Heaney se

ha propuesto llegar, había que seguir escribiendo pa-

ralelamente a la traducción: bien entendida y vertida,

la poesía gaélica hablaría por sí sola. Para el escritor,

a cambio, el gaélico abría una vista panorámica privi-

legiada del pasado, susceptible de compartir con el

lector. Todos los caminos exegéticos parecen condu-

cir, entonces, a esta relación tan singular entre escri-

tor y receptor: el poeta irlandés que traduce al escribir

o escribe al traducir compartirá para siempre con el

lector la riquísima historia de Irlanda y dos literaturas,

una antigua en irlandés, gran parte de la cual vive en

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el aire que alojó su recitación, y un injerto anglo-

irlandés, de dos siglos de edad, de literatura en lengua

inglesa. El objeto poético se torna la línea que cierra

el triángulo comenzado por el escritor y el público

lector; en él quedarán representadas esas “innumera-

bles cosas compartidas” a que se da el nombre de tra-

dición.

Sobre todo a partir de Yeats, para llegar a un lector

que durante una etapa larguísima se había ido llenan-

do de actitudes petrificadas y respuestas fijas a su

lengua compartida, el poeta hubo de asumir una pos-

tura antitética: he aquí al Yeats ciudadano activo y

sacerdote de la poesía. Esta voz polar habría de presi-

dir el nuevo giro en la evolución de sus descendien-

tes. Su vida ofrece el ejemplo más saludable de una

extensa y fructífera carrera, mantenida a base de una

serie de renovaciones de energía. Dado que Yeats

demostró que el poeta podía ser testigo de su expe-

riencia personal —psicológica, intelectual, percepti-

va— mientras jugaba un papel más o menos relevante

en la vida pública y política (situándose en el extremo

opuesto a Joyce, que necesitó el exilio para, con esa

independencia personal, rechazar a su sociedad y

crear su conciencia), poetas como Kinsella, Montague

o Heaney dictan conferencias, traducen, imparten

cátedra en los foros que eligen, son excelentes críticos

y, en breve, se administran para enaltecer el lugar del

arte en Irlanda, a la vez que para mantener a sus fami-

lias.

No obstante, como diría Auden, la herencia de

grandes escritores como Joyce o Yeats “se modifica

en las entrañas de los vivos”. La antítesis habría de

irse convirtiendo paulatinamente en una suerte de

duplicidad, de ambivalencia que poetas como Heaney

se han atrevido a presentar sin recelos en el ámbito de

su poesía más inspirada.

A lo largo de los ocho libros que precedieron a

Station Island, poemario del cual proceden todos los

poemas aquí seleccionados —excepción hecha de

“Viendo visiones”—, Heaney había construido y lue-

go abandonado un mito tentativo respecto de la explo-

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ración de la tierra pantanosa, espacio tan irlandés, y la

elevación hasta el presente de un pasado de múltiples

capas geológicas. Inmerso en esta tarea, él mismo se

iba creando un mito personal, el de “poeta de los pan-

tanos”, desenterrador de la “mantequilla negra” an-

cestral que de alguna manera explicaba procesos os-

curos e inconscientes del comportamiento irlandés.

Las imágenes de Heaney en libros como Death ofa

Naturalist, Door into the Dark, Wintering Out, por su

calidad de sonido, hacen que los objetos naturales se

sitúen en los bordes del ser: el objeto poético no se

escapa, sino que se transforma, no es fácilmente per-

ceptible pues se trata de “esa otredad misteriosa ente-

rrada en el inconsciente humano”.

En los límites entre las vidas animada e inanimada,

la propia poesía de Heaney exige un espacio distinto

al mito a que nos había acostumbrado. De aquí el

cambio del pantano a la profundidad del aire en Sta-

tion Island (Isla de las Estaciones). De aquí, también,

el abandono del mito que él mismo confiesa lo ha

dejado frustrado: “Mientras más trata uno de confor-

marlo, más esquivo se presenta. Digamos que el des-

pegue y el impulso del momento creativo inocente

nunca pueden ser realmente esquemáticos”. De aquí,

finalmente, el cambio que Yeats le susurró al oído y

hasta ahora, dueño de un tono que no habrá de perder,

ese tejido grueso de guturales y vocales acorde con el

significado, será capaz de experimentar: nel mezzo del

cammin, escucharemos una nueva voz, dentro de un

espacio tonal inamovible, que seguirá resonando en

los poemarios posteriores:

...que me salve del miasma de la sangre derramada, que

controle la lengua, tema a hybris, tema al dios hasta que

se exprese sin trabas por mi boca.

Pretender que la experiencia del que puede gozar la

poesía en la lengua que la produjo y la de aquel que la

conoce en traducción sean siquiera parecidas es, creo,

una quimera. Siempre he tenido presente que se trata

de realizaciones distintas, dados los lazos tan impor-

tantes entre fonética y sentimiento. Así, todo traduc-

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tor sacrifica, intercambia esto por aquello y, en el

mejor de los casos, ve mucho después que, tal como

Heaney ha anotado, “un pecado venial en contra de la

fidelidad se torna una gracia verdadera” siempre y

cuan do la sinceridad quede en el poema. Por bien

servida me daré si esto último se manifiesta al lector

de la presente selección.

PURA LÓPEZ COLOMÉ

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DE STATION ISLAND

Primera parte

LEJOS DE TODO AQUELLO

Una pinza de acero helada

husmeó por el agua del acuario

y pescó por fin una langosta:

articulaciones, piedras de río

del color de municiones sumergidas.

Ante el panorama de aquel puerto,

el viento marino escupía en el ventanal,

mientras nosotros, abismados, lo pintábamos de rojo:

en cónclave horas y horas,

hablando de las últimas tenazas.

El crepúsculo, crepúsculo, se iba adueñando

conforme las preguntas saltaban y echaban raíces.

Entre remos y espaldas de remeros

que se estiran hacia el frente y se levantan.

Y, amigo mío, más poder para nosotros,

tan endurecidos ya, con tan férrea voluntad

de penetrarlo todo en serio,

mientras el mar se oscurece

y se blanquea y se oscurece

y comienzan las citas a surgir

como coartadas maliciosas:

M e hallaba atenazado

entre la contemplación de un punto fijo

y el mandato de participar

en la historia activamente.

“¿Activamente? ¿A qué te refieres?”

La luz a la orilla del mar

se ha convertido en un tenue

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matiz, algo difuso entre

la inanición y el equilibrio.

Aún no logro sacar de mis entrañas

esas vidas en la plenitud de su elemento

en el fondo empedrado del acuario,

y yo, frente a la gran enjaulada fuera del agua,

su fortaleza fuera de sí.

VIDA DE ESTANTE

1. Chispa de granito

Piedra veteada. Aberdeen de la mente.

Diciendo Brindemos por la unión

me he hecho daño en la mano al apretar

esta hoja de corte de la Torre de Martello

de Joyce, este brillante manchado insoluble

que conservo, pese a tener poco en común con él,

una especie de cuchillo circuncidor de la edad de

[piedra,

un filo calvinista en este mi nido complaciente.

El granito es irregular, como la sal, castiga

y exige. Vengan a mí, dice,

todos aquellos que padecen trabajo y fatiga; no

los refrescaré. Y añade: Aprovechen el día.

Y: Tómenme o déjenme. Allá ustedes.

2. Vieja plancha

Con frecuencia la observé levantarla

desde donde su cuña compacta montaba

la parte trasera de la estufa

como un remolque anclado.

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Para saber, de oído, qué tan caliente estaba,

palmoteaba la superficie de acero

o se la acercaba a la mejilla,

adivinando así el peligro en potencia.

Suaves golpecitos sobre el burro de planchar.

Su anguloso codo con hoyuelos

y su inclinación intencional

conforme conducía la plancha

como un cepillo de carpintero entre las sábanas,

el resentimiento de todas las mujeres.

Trabajar, según aquella embestida sorda,

es poner una cierta masa en movimiento

a lo largo de una cierta distancia,

es impulsar el propio peso y sentirse

exacto e igual a él.

Sentirse arrastrado. Y alegre.

3. Viejo cacharro

No pertenece a la edad de plata, sino a un cierto

analfabetismo que habita bajo estas vigas:

un plato abollado, sobado, ahumado,

lleno de tormentas, manchado y corriente.

Me fascina el peltre tal cual, mi suave opción

cuando de metales se trata —después de la soldadura

que llora en contacto con la plancha caliente—;

triste y plácido como un aliso de corteza brillante

reflejado en la orilla nebulosa de un estanque,

donde creyeron que me había ahogado un día de

[invierno,

como lanzar una piedra desde casa, cuando todo el

[campo

era bruma y yo me escondía a propósito.

De destellos se compone el alma.

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Retos nebulosos, resplandores lejanos de conciencia

y solapadas verdades a medias de verdadero amor.

Y toda una inundación tardía por el deshielo ancestral.

4. Gancho de acero

Tan parecido a un diente de trilladora,

escucho el rozar de un jaez y el golpeteo

de las piedras en un campo recién arado.

Pero se trataba de la era del vapor

en Eagle Pond, New Hampshire,

cuando este herrumbroso gancho que ahí encontré

fue dirigido y conducido

para arreglar un diente de trilladora.

¿Qué garantiza la permanencia de las cosas

si un sistema de rieles puede levantarse

como una larga zarza desde las hierbas cenagosas?

Sentí que había vuelto en mí

por el sendero de césped silencioso

donde saqué este pedazo de acero como una espina

o una palabra que había creído mía

de la boca de un extraño.

Y aquello que lo hundió

con un último golpe sordo,

muy dentro del durmiente

alquitranado, ¿dónde está?

¿Y el mango curtido de sudor?

Pregúntales a los del vagón de cola,

sordos y en su lugar;

las sombras los han dejado atrás.

5. Piedra de Delphi

Que me lleven a la capilla de madrugada

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cuando el mar esparza rumbo al sur sus lejanas

cosechas de sol,

y yo realice la ofrenda matutina una vez más:

que me salve del miasma de la sangre derramada,

que controle la lengua, tema a hybris, tema al dios

hasta que se exprese sin trabas por mi boca.

6. Bota de nieve

La presilla de una bota de nieve cuelga de la pared

sobre mi cabeza, en un cuarto quieto y a la deriva:

es como una cifra escrita a todo lo largo,

un jeroglífico para todos los ámbitos del susurro.

Con tal de seguirle el rastro a una palabra,

abandoné la habitación tras una tormenta de amor

y trepé por las escaleras del tapanco como un

[sonámbulo,

abrigado y con la sangre caliente, restregando la costra

de nieve.

Luego me senté ahí a escribir, imaginando en silencio

sonidos como los del amor después de larga

[abstinencia.

animado y absorto y dispuesto

bajo el signo de una bota de nieve en la pared.

La presilla de la bota, como papalote de otra época,

se alza al viento y se pierde de vista.

Ahora, sentado, en blanco veo la gradual brillantez

de la mañana,

su expresión distante, inviolada.

LUGAR DE NACIMIENTO

I

La mesa de pino en que escribía, tan pequeña y simple,

la sencillez del lecho, verdadero sueño de disciplina.

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Y una cocina adoquinada allá abajo, sus rayos oblicuos

de luz espesa: una imperturbada, confiable vida

fantasmal, sin necesidad de inventar nada.

Y altos árboles en torno de la casa, grato aroma,

día y noche, de vientos como carretas lentas

que llegan tarde del mercado, o la conmoción intensa

que un violín podría causar en su renuente corazón.

II

Aquel día, fuimos una de tantas

duplicidades atormentadas, sin habla

hasta que habló de ellos,

los perseguidores del silencio al mediodía,

en un carril profundo, sexual,

lleno de helechos y mariposas.

asustado por nuestra pena,

nudo en la garganta, dolor de corazón,

por entre el bosque de tierra húmeda

donde armamos todo un episodio

de nosotros mismos, inolvidable,

inmencionable,

y nos dispersamos de nuevo como ganado

entre los arbustos, mojados y escurridos

a unos metros de la casa.

III

Si todos los sitios no están en ninguno,

¿quién podrá probar la existencia

de un lugar cualquiera?

Regresamos vacíos

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a alimentarnos y resistir

las palabras del descanso:

lugar de nacimiento, viga del techo,

cal y canto, hogar, losetas,

como pesas de acero sin apilar

flotando entre galaxias.

Y aún así, ¿acaso fue hace treinta años

que me quedé leyendo hasta el amanecer,

por primera vez, de principio a fin,

El retorno del nativo?

La codorniz entre la hierba

se hizo realidad, y yo escuché

el canto del gallo y a los perros

tal como si él los estuviera describiendo.

EL PASADIZO

Llegó un tiempo en que añorábamos

los bancos plenos de anguila y las dunas

de una playa del norte, con sus algas y aves marinas,

sus pastos enloquecidos de tanta agua salada

derramándose por los diques para asegurar

el premio al reino de los humildes.

Esa fue toda la esperanza que los más puros

y los más tristes estaban dispuestos a recibir.

Desde esas escenas emergió, no de una concha,

sino lamida por los fríos y empapados fuegos fatuos,

ángel de la última oportunidad,

mostrándonos los peces en la roca,

la ternura silvestre del helecho.

Ese día, el golpeteo de las piedras

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cuando nos deslizábamos fue un sermón

acerca de la conciencia y el alivio:

sus lágrimas, un ciervo fascinante

en la escena de la catástrofe.

EL REY DE LAS ZANJAS

para John Montague

I

Como si un transgresor

desatornillara una reja olvidada

y arrancara la hierba

al enredarse en los barrotes bajos...

justo después de la cerca

se ha abierto una oscura brecha

a lo largo de la loma,

una llaga chueca

de silencioso pasto, lleno

de telarañas. Si me detengo

se detiene,

como la luna.

Vive en sus pies y oídos,

en sus ojos aclimatados,

todo quietud y atención,

ser en movimiento sin guarida.

Bajo el puente

su reflejo se mece

de lado en la corriente,

apolillado, tentador.

Me persigue

su murmullo furtivo,

el rastro inesperado,

el polen que se posa.

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II

Estaba seguro de conocerlo. Durante la época que pasé

tan obsesivamente encerrado en aquel cuarto de azotea,

me fui acercando a él más y más: a cada pausa embele-

sada, fumando como chimenea con la pupila fija en los

pastizales, me iba abriendo. Dependía de mí, colgado

del borde de una frase traducida, como un chiquillo

que se arriesga a balancearse en la rama de un aliso

sobre el estanque. Pequeño ser de sueño entre las ra-

mas. Temores de sueño hacia los que me inclinaba

preguntando:

—¿Acaso eres tú el que encontré, cuando subí corrien-

do, ahogado en el agua de la tina?

—¿Al que la podadora hizo trizas como a una liebre

durante la cosecha?

—¿Cuya ropa pequeñita ensangrentada enterramos en

el jardín? —¿El que permanecía despierto en la oscuri-

dad, a un suspiro de los cascos atormentados?

Después de aventurar semejantes invocaciones, regresé

a la reja para ir tras él. Y mi cautela era mi segunda

naturaleza, como si me dirigiera a mí mismo. Recordé

que me habían investido para este llamado.

III

Ese día, cuando se me llevó aparte,

supe del sentido de la elección:

me adornaron la cabeza con una red de pescar

y ramitas plegadas con hojas enredadas

para que mi vista fuera de ave

y el corazón de un matorral

y hablé al moverme

cual voz proveniente de un arbusto sacudido.

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Rey de las zanjas,

los seguí, obediente,

hasta el pie de un árbol de corteza moteada,

sobre un baldaquín tembeleque, carruaje abierto

de la tarde que dejamos en silencio.

Ningún ave concurrió, pero yo aguardaba

entre zarzas y piedras, o susurraba

o rompía las acuosas telarañas

si me atrevía a mover un músculo.

“Regresa a nuestro lado —decían— en época de cosecha,

cuando nos ocultemos entre el maíz amontonado,

cuando los perros de caza casi no puedan recobrar

lo que haya caído.” Y me vi

iniciar el movimiento en ese disimulo,

encopetado, enmascarado entre gavillas, atento

a la caída de las aves: un acaudalado jovencito

que deja todo lo que tiene

por una migratoria soledad.

Segunda parte. “Isla de las Estaciones”

I

Notas de campanas al vuelo

atravesaron la quietud matinal

y los maizales ampollados de agua;

un doblar fugitivo que cesó tan pronto

como se había desatado. Domingo,

el silencio respiraba,

incapaz de pausa alguna:

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un hombre apareció

a la vera del campo

con una sierra de arco en ristre

como si fuera una guitarra.

Se desplazó y se detuvo a observar

por entre las ramas de castaño,

puso su sierra en ángulo,

se retiró para observar de nuevo

y pasar de ahí a la siguiente

“Te conozco, Simón Sweeney,

eres aquel quebrantador del Sabbath

que murió hace tantos años.”

“Maldito sea cuanto sabes”, dijo,

con la mirada aún en la cerca

y sin volver la cabeza.

“Fui tu hombre misterio

y lo he vuelto a ser esta mañana.

Entre los claros de los arbustos

tu rostro de Primera Comunión

me veía cortar la leña.

Cuando los troncos mutilados

del árbol se iban marchitando,

cuando el humo de la madera afilaba

el aire o las zanjas murmuraban,

sentías mi rastro por ahí

como si lo hubieran rociado.

Y te hacía temblar de miedo.

Cuando te exhortaban a escuchar

en la oscuridad del cuarto

al viento y la lluvia entre los árboles,

y a pensar en los remendones que vivían

bajo un carretón volcado,

cerrabas los ojos y veías

un eje mojado y rayos de rueda

bajo la luz de luna, y a mí,

deslizándome desde la llovizna rumbo a tu puerta.”

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La luz del sol se abrió paso entre castaños,

las rápidas campanas al vuelo comenzaron

por segunda vez. Me volví entonces

hacia un sonido muy distinto:

una muchedumbre de mujeres con chal

iba vadeando por entre el maíz tierno;

las faldas se agitaban suavemente.

Su movimiento entristecía la mañana.

Avanzaban susurrándole al silencio:

“Ruega por nosotros, ruega por nosotros”,

la súplica a través del aire,

hasta que el campo se llenó

de rostros recordados a medias,

una congregación suelta

que se dispersaba y seguía.

Cuando me acerqué por detrás,

me vi de pronto cual peregrino en ayunas,

con la cabeza ligera, abandonando el hogar

para dirigirme a mi estación penitencial.

“¡Apártate de cualquier procesión!”,

Sweeney me gritó,

pero el murmullo de la muchedumbre

y sus pies chapoteando

por la hierba tierna, peinada,

abrían una vereda adormilada

sobre la que me proponía pasar.

Seguí el rastro de aquellos madrugadores

que habían comenzado la jornada

antes que los humos en las chimeneas.

Apresurada, la campana sonó de nuevo.

VI

Pecosa, cabeza de zorra, palo de escoba,

Hada de espiga, pequeño silbido de un helecho:

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¿De dónde salió?

Como un deseo deseado e ido,

A ella la elegí para los “secretos”

Y para hablarle al oído. Cuando jugábamos a la casita.

El sol me deslumbró a las puertas de la basílica

—Una quietud lejana, un espacio, un plato,

Una sartén tiznada y un banco patas arriba—

Como un hollado suelo neolítico

Descubierto entre dunas donde el pasto

Susurra igual que un junquillo

Los secretos de Midas, los secretos. Fui oídos sordos

ante la campana.

Me abracé la cabeza. Cerré los ojos. Me tapé los oídos.

No se lo digas a nadie. A nadie.

Una oleada de peregrinos que respondían a la campana

Subía los escalones conforme yo los bajaba,

Rumbo a la sombra verde botella, quieta,

De un roble. Claroscuros de la granja de Sabine

En los lechos del Purgatorio de San Patricio.

Fines del verano, distancia de campo, ni un silbido:

Suelta la toga al vino y la poesía

Hasta que, al regresar, Febo descubra a la estrella

[matutina.

Al tiempo que se iba alzando un himno adormilado a

[María,

Sentí la vieja congoja con que los costales de semilla

Y los dientes chuecos de trinches y azadones

Alguna vez se burlaron de mí, de mi prolongado y

[virgen

Ayuno y de mi sed, mis sombríos festines nocturnos,

Rondando los graneros de palabras como pechos.

Como si hubiera permanecido de rodillas muchos años

ante el ojo de una cerradura,

Hasta la demencia, y lo que alguna vez llegara a

[abrirse

Fuera la ventanita llena de alientos de un

[confesionario.

Mas aquella noche pude ver sus omóplatos de miel

Y los trigales de su espalda a través del ancho ojo

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De la cerradura de su vestido de ojo de cerradura,

Y esa ventana hacia el sur de la fortuna se abrió Mien-

tras respiraba hondo en la tierra de la bondad. Como

florecillas cerradas en reverencia,

Que con los fríos nocturnos se alzan en sus tallos

Y se abren al sentir la caricia de la luz del sol.

Así reviví en mis propios poderes marchitos

Y mi corazón se ruborizó, como quien recobra la

[libertad.

Trasladado, fui la ofrenda bajo el roble.

IX

“Se me secó el cerebro como el pasto disperso, el

[estómago

Se me encogió hasta parecer rescoldo, se endureció y

resquebrajó.

A menudo fui perro tras mis propias huellas de sangre

Sobre el pasto mojado que pude haber lamido.

Bajo la cobija de la prisión, una quietud

De emboscada. Me sentí seguro en lo invariable a mi

[alrededor.

Las luces de las calles se encendían en los pueblos, la

[ráfaga

De la bomba llegaba antes que el estallido, vi los

[campos

Que conocía desde Glenshane hasta Toome

Y escuché un coche que pude imaginar, años antes,

Conmigo en el asiento trasero, con cara de novio pálido,

Un hombre herido a punto de algo, vacío y mortífero.

Cuando la policía admitió mi féretro, yo era tan ligero ya

Como mi cabeza cuando tomaba precauciones.”

La voz de la mala suerte

Y del hambre se desvaneció por el oscuro dormitorio:

Ahí estaba, echado entre una oleada de naipes Amon-

tonados a sus pies. Luego, la descarga

De francotiradores en el patio. Vi larva de carcoma

En los postes de las rejas y en las perillas de las puertas,

Olí el tizón desde el establo-desván donde él miraba

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escondido,

Desde los campos por los que el cortejo llevaría su

féretro embanderado.

Alma intranquila, deberían haberte enterrado

En el pantano donde arrojaste tu primera granada,

Donde sólo los helicópteros y chorlitos

Tocan su música mutilada y el musgo

Puede enseñarte su reposo medicinal, hasta que,

Cuando la comadreja silbe, ninguna otra

Obedezca su llamado.

Soñé y me dejé ir. Todo parecía en vano,

Un remolino asqueroso, una brillante inundación,

Un extraño pólipo que flota cual gran magnolia en flor,

Corrupta, surreal como un pecho derramado,

La suave intimidad de mi disgusto, blanquísimo y a flor

de piel.

Y grité entre aguas nocturnas: “Me arrepiento

De esta vida sin destetar que me mantuvo aquí

Para andar sonámbulo, lleno de disimulo y

desconfianza.”

Luego, como un pistilo que brotara del pólipo,

Un cirio encendido surgió y se alzó

Hasta que todo aquel brillante mástil restaurado,

El curso y las corrientes en que había fluido,

Lograron salir a flote. Al fin, olvidada la deriva,

Mis pies tocaron fondo y revivió mi corazón.

Entonces, algo redondo y claro,

Levemente turbulento, como la piel de una burbuja

O una luna en el suave oleaje de aguas lacustres,

Se elevó en un espacio de telarañas: el derretido

Resplandor interior de un instrumento

Revolvió sus convexas y pulidas superficies

Sobre mí, tan cerca y tan brillante

Que la cabeza se me fue yendo hacia atrás.

Y luego llegó la claridad del despertar

A la luz del día, y una campana y llaves de agua

[abiertas

En la habitación contigua. ¡Aún estaba en su lugar!

La vieja trompeta de cobre con sus válvulas y llaves

Page 23: Seamus Heaney

23

Que una vez encontré en el desván, un misterio

Que guardé con celo desde entonces, pues pensé que tal

hallazgo me rebasaba por completo.

“Me repugna la rapidez con que supe cuál era mi lugar.

Me repugna mi lugar de nacimiento, me repugna

todo aquello

Que me ofreció al mejor postor y me volvió anacrónico”,

Mascullé ante mi rostro a medio arreglar

En el espejo para afeitarse, como algún borracho

En una fiesta que fue a dar al baño,

Tranquilizado y rechazado por su propia imagen.

Como si el montón de piedras pudiera desafiar a la señal

hecha con él.

Como si el remolino pudiera modificar el espejo de agua.

Como si una piedra bajo la cascada,

Erosionada y erosionándose en su lecho,

Pudiera pulverizarse hasta llegar a un núcleo diferente.

Luego pensé en la tribu cuyas danzas nunca fallan

Porque siguen y siguen hasta poner el ojo en el venado.

XII

Como un convaleciente, tomé la mano

que se me ofrecía desde el muelle, sentí otra vez

un ajeno bienestar cuando puse pie en tierra

y aquella mano amiga aún me sujetaba,

fría como un pescado, huesuda, pero no sabía

a ciencia cierta si para guiar o ser guiado

pues el hombre alto de pie junto a mí

parecía ciego, aunque caminaba erguido como un junco

sobre sus plantas de ceniza, con los ojos fijos hacia el

[frente.

Luego lo palpé de carne y hueso,

allá en el asfalto, entre los coches,

duro, rasposo, invernal como un endrino.

Page 24: Seamus Heaney

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Su voz, remolino de las vocales de todos los ríos,

regresó a mí, aunque aún no hablaba,

una voz de predicador o de cantante,

astuta, narcótica, mímica, definida

como la caída de una punta de acero, rápida y limpia.

De pronto golpeó un basurero

con el bastón, diciendo: “Tu obligación

no queda anulada por un rito cualquiera:

lo que te corresponde debe ser algo muy tuyo,

así que reanímate. Lo principal es escribir

con un placer profundo. Cultiva un anhelo de trabajo

que imagine sus bordes como tus manos en la noche,

soñando el sol en el centro mismo de algún plexo.

Has ayunado, tienes ligera la cabeza, eres peligroso.

He aquí el punto de partida. Y no seas tan solemne,

que otros se cubran con sayal y cenizas.

Déjate ir. suelta las amarras, olvida.

Has escuchado suficiente. Es preciso que emitas una

[nota.”

Fue como si hubiera puesto pie libre en el espacio,

solo, y a mi alrededor nada que no conociera ya.

Gotas de lluvia me golpeaban el rostro

cuando caí en la cuenta. “Viejo padre, hijo de su madre,

hay un momento en el diario de Stephen,

con fecha del 13 de abril, una revelación

puesta entre mis astros: esa página precisamente

ha resultado una contraseña en mis oídos,

los elementos de una nueva epifanía,

el Festín del Santo Embudo.” “A quién le importa ya”,

dijo, en son de burla. “¿Algo más? La lengua inglesa

nos pertenece. Estás removiendo cenizas, brasas

[apagadas,

Page 25: Seamus Heaney

25

una soberana pérdida de tiempo para alguien de tu edad.

Ese tema que la gente lleva y trae es una tontería,

infantil por lo demás, como tu peregrinaje de

[campesinos.

Pierdes más de ti mismo de lo que redimes

comportándote cual debe ser. Guarda tu distancia.

Cuando el círculo se amplíe, será hora de salir a flote

solo y tu alma, llenando la materia

de huellas de tu propio andar,

ecos, búsquedas, indagaciones, alicientes,

brillos de anguila eléctrica en la oscuridad toda del mar.”

La lluvia se desató en un estallido de nubes, el asfalto

humeó y se chamuscó. Conforme se alejaba con firme

[paso

la caída de agua iba cerrando sus cortinas.

Tercera parte. “Sweeney Redivivo”

EL PRIMER REINO

Los caminos reales eran veredas de vacas.

La reina madre, acuclillada en un banco,

tocaba las cuerdas de la leche

que caía en una cubeta de madera.

Con bastones de palo, los nobles señoreaban

desde los cuartos traseros de las reses.

Las unidades de medida se otorgaban

por carretada, carretilla o balde.

El tiempo era memoria inversa de nombres y desgracias

fuegos, cosechas perdidas, injustos asentamientos,

muertes en inundaciones, abortos y asesinatos.

Page 26: Seamus Heaney

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Y si mi derecho a todo aquello se debía

a su aclamación, ¿acaso valía más por eso?

Siempre me hallaba entre el sí y el no.

Ellos, tan dos caras y acomodaticios

como hasta hoy, semilla, casta, generación, genio y

figura de la piedad, la exigencia y el deterioro.

ATENTO

Desde un principio conté con suerte,

desafío y castigos suficientes,

no fuera yo a crecer confiado

y abrigando demasiadas esperanzas.

Me preguntaba un día si podría

o si acaso debería dar la espalda

a la obediencia, cuando escuché

el aullido de la zorra en celo.

Cardando las redes del deseo,

desenterrando la entraña y el relámpago,

rompiendo el hielo de las graves

estrellas ejemplares,

me clavó a ese lugar,

atento, desilusionado ya,

bajo mi vieja, clandestina

noche precopérnica.

EL CLÉRIGO

Escuché palabras nuevas en oración a las vacas

en el establo, hallé su señal

en la vasija de barro y el alambique escondido,

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27

aspiré el humo de su incensario

en los primeros fuegos de la mañana.

Después supe que se abría paso

por la barranca, proporcionando asiento,

hundiendo su báculo muy hondo en el hogar de la

[fortaleza.

Ay, si se hubiera conformado

con sus salmodiantes y abadesas

sembrando alrededor del coto,

con su latín, su charlatanería de amor,

sus pergaminos y proyectos

en cartas enviadas por mar...

Pero no. Lo subyugó todo

con sus órdenes y unciones.

Tenía que llegar al grano.

La historia que plantó principios

en sus muros y capiteles

me arrojó a las filas

de quienes acechan gimoteando.

O ¿habré desertado quizás?

A cada quien su merecido. Al fin y al cabo

me mostró el camino hacia un reino

de tal alcance y fidelidad

que mi vacío es desde entonces su señor.

EL ERMITAÑO

Rondando, a punto de desbrozar terrenos

donde la navaja de la elección

no había otorgado ni un ápice de afecto,

era como una reja de arado

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28

enterrada para dar sostén a todo el campo

de fuerzas, desde la curva tensa

del cuello del caballo en alto

hasta el propósito firme

entre codos y muñecas;

mientras más brutales el impulso

y el jalón, más profunda y apacible

la obra refrescante.

EL MAESTRO

Vivía dentro de sí mismo,

como un palomar en una torre sin techo.

Para acercarme tuve que escalar

constantemente murallas desiertas

sin vacilar ni alzar la vista

en busca de un ojo vigilante

desde aquel rincón de encierro.

Deliberadamente abriría

su libro de renuncias,

página por página, y no se trataba

de algo arcano, sólo de viejas reglas

que todos debíamos observar.

Cada personaje se acomodó en el pergamino

en su peso y medida justos.

Se otorgaba a cada máxima su espacio.

Como martillos de picapedrero y cuñas castigadas

por servicio intransigente.

Como piedras de brocal que permiten descansar

en el bálsamo del manantial.

Qué ligero me sentí al descender

por los peldaños sin barandal en el muro,

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escuchando el propósito y el riesgo

en un aleteo sobre la cabeza.

UN ARTISTA

Me fascina imaginar su cólera.

Su obstinación ante la roca, su contención

de la sustancia de las manzanas verdes.

El modo en que supo ser perro ladrando

frente a su imagen ladrando.

Y su odio por la propia actitud

ante el único trabajo que merecía la pena,

la vulgaridad de esperar si acaso

gratitud o admiración, significado

al fin de un robo de sí mismo.

Y el modo en que su fortaleza se erguía,

segura de estar haciendo lo que sabía hacer.

Su frente como una boule arrojada,

surcando el incoloro espacio

tras la manzana y la montaña.

EN EL CAMINO

El camino allá adelante

hacía eses

a velocidad constante.

Los bordes rezumaban.

Entre mis manos,

como un trofeo torcido,

el espacio vacío

del volante.

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El aturdimiento de conducir

hacía de todos los caminos uno solo:

la vereda toscana, poblada

de serafines, los verdes

paseos arbolados de la Dordoña

o el sendero en el maizal,

donde aquel acaudalado jovencito

formulara la pregunta:

Maestro, ¿qué he de hacer

para salvarme?

O el camino donde el pájaro

de lomo rojo barro

y cola blanco y negro,

taraceado

de piedra y azabache,

volara encima de mí

como quien hace una visita.

Vende todos tus bienes

y da el producto a los pobres.

Y puse manos a la obra

como un alma humana

emplumada desde la boca,

en ondulante, alto latín

de negras letras.

Me sentía lleno de pena,

paloma de Noé,

sombra temerosa

cruzando el sendero de los ciervos.

Si llegara a la tierra

sería por el este, entraría

por la pequeña ventana

que alguna vez me permitió

escalar el cielo

por superstición,

ebrio y feliz

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31

en el portón de aquella iglesia.

Pasaría la noche

en la percha del exilio:

me escondería en la grieta

de aquel muro del atrio

donde manos y más manos

pasan y desgastan la fría, durísima

piedra votiva.

Y sígueme.

Emigraría

por la boca de una cueva muy alta

hacia un risco pastoril, soleado,

y por el pasaje suave, protuberante,

de suelo de barro,

rostro de aire, aleteando

rumbo a la morada más profunda.

Ahí un venado abreva,

esculpido en la piedra;

su cuello y grupa

se yerguen entre los contornos,

su línea incisiva

es curva en el tenso

hocico atento

y la nariz entreabierta

ante una fuente ya seca.

Para mi libro de los cambios,

meditaría

en esa vigilia de rostro de piedra,

hasta que el confuso espíritu

rasgara el velo

y levantara el polvo

en la pila del agotamiento.

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DE SEEING THINGS

VIENDO VISIONES

I

Inishbofin un domingo por la mañana.

Luz del sol, turba humeante, gaviotas, embarcadero,

[diesel.

Uno por uno, nos hicieron descender

Hasta un barco que, asustadizo, se sumía

Y vacilaba y vacilaba. Nos sentamos pegaditos

En bancas cortas cruzadas, de dos en dos y tres en tres,

Nerviosos, dóciles, en cercanía reciente; nadie hablaba

Más que los barqueros, conforme se hundían las bordas

Amenazando con zarpar de un momento a otro.

El mar estaba en gran calma, y aun así,

Cuando la fuerza del motor hizo al barquero

Ladearse en busca de equilibrio y tomar la caña del

[timón,

Me horrorizó la rápida respuesta y pesadez

De la propia embarcación. La falta de garantía

—Ese fluir y flotar y navegar—

Me mantuvo agonizante. Todo el tiempo,

Al ir surcando llanamente por las aguas

Profundas, quietas, visibles a fondo,

Era como si estuviese mirando desde otro barco,

Surcando por los aires, allá arriba, percatándome

De la amplitud del viaje en la luz de la mañana,

Y el vano amor por estas cabezas al desnudo, inclinadas,

numeradas.

II

Claritas. La palabra latina de ojo seco

Es perfecta para la piedra labrada del agua

Donde Jesús se yergue sobre sus rodillas secas

Y Juan el Bautista le derrama aún más agua

Sobre la cabeza: todo esto, bajo el brillo solar

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Que baña la fachada de una catedral. Líneas

Fuertes y delicadas y sinuosas representan

El caudal del río. Abajo, entre esas líneas,

Pececillos traviesos en movimiento. Nada más.

Sin embargo, con todo y esa visibilidad cabal,

Bulle en la piedra la vida de lo invisible:

Hierbas flotantes, granos de arena en carrera,

La ensombrecida corriente sin sombra.

El calor ondeó por los escalones toda la tarde

Y el aire que, de pie, teníamos enfrente, ondeaba

Por la vida como aquel jeroglífico zigzagueante.

III

Érase una vez que mi padre, sin ahogarse,

Llegó caminando hasta el patio. Había ido

A regar papas en un terreno a las márgenes del río,

Y no quiso llevarme. Según él, el rociador

Era demasiado grande y moderno, el desinfectante

Me haría daño a los ojos, el caballo estaba fresco,

Yo podría espantarlo, y demás. Me puse a arrojarle

Piedras a un pájaro desde el tejado del cobertizo,

Más que nada por el ruido que hacían al caer.

Pero cuando regresó, yo estaba adentro de la casa

Y lo vi por la ventana, los ojos desorbitados

Y llenos de temor, qué raro se veía sin su sombrero.

Perdido el rumbo; su espectralidad, inmanente.

Al dar la vuelta por las márgenes del río,

El caballo, aturdido, se había encabritado

Arrojando carreta, rociador, todo fuera de equilibrio,

Así que el aparejo entero cayó en un profundo

Remolino, cascos, cadenas, ejes, ruedas, barril

Y enseres, todo desplomábase del mundo,

Mientras el sombrero, feliz, se deslizaba ya

Por las corrientes más tranquilas. Esa tarde

Lo miré a los ojos, vino a mí desde aquel río,

Con las plantas húmedas,

Y no hubo nada entre ambos ahí que no pudiera

Seguir siendo feliz para siempre jamás.

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Seamus Heaney, Material de Lectura,

Serie Poesía Moderna, núm. 191,

de la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM.

Cuidado de la edición:

Pura López Colomé y Ana Cecilia Lazcano.