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SEMINARIO

DEL CARNAVAL

ACTAS

Cádiz del 21 al 24 de noviembre de 1990

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INDICE

Dinámica del Carnaval Latinoamericano por Paulo Carvalho Neto

El Carnaval de Uruguay por Juan Antonio Iglesias

Murgas: La representación del Carnaval por Gustavo Diverso

El Carnaval de Santiago de Cuba por Rafael R. Brea

Carnaval y creación Lingüística por Pedro Payán Sotomayor.

Saga y fugas de un símbolo: La máscara por Ana Sofía

Pérez-Bustamante Mourier

El Carnaval como lenguaje simbólico del género por Alida Carloni

Franca

La Iglesia gaditana y el Carnaval durante el antiguo régimen. Algunas

aportaciones documentales por Arturo Morgado García

Cádiz: El Carnaval y el amor en una sociedad preindustrial por Julio

Pérez Serrano

Una aproximación al estudio socioantropológico de las mascaradas

invernales en Cantabria por Antonio Montesinos González

La Vinajera: "Una difícil recuperación. Datos para su ubicación en la

tradición carnavalesca" por Angel Vélez Pérez

Los Carnavales de Polaciones por Pedro Madrid

Los Carnavales gallegos de hoy por Federico Cocho

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SAGA Y FUGAS DE UN SIMBOLO: LA MASCARA

por Ana-Sofía Pérez-Bustamante Mourier

INTRODUCCION

Reflexionar sobre el tema de la máscara es una atractiva osadía, porque no se

trata tan sólo de una palabra con diversas acepciones y con una intrincada etimología, ni

de un objeto con múltiples formas, usos y funciones, sino que, además, se trata de un

símbolo. Y un símbolo es un objeto asequible a la percepción y al entendimiento que

remite a un contenido que escapa a los sentidos y a la racionalización, que pertenece a

otro plano del ser, al misterio de lo espiritual y lo trascendente; esto último, suponiendo

que se crea o se quiera creer en ello, porque no hay símbolo sin que alguien lo capte

como tal. Puesto que todos los símbolos se relacionan entre sí, hablar de la máscara

puede llegar a ser hablar de todo lo visible e invisible, y hacerlo desde todos los puntos

de vista. No me he propuesto yo un objetivo tan sublime, sino, sencillamente, mostrar la

amplitud y la ambigüedad de un símbolo partiendo de la máscara como palabra y como

objeto.

LA “MASCARA” COMO PALABRA: SU ETIMOLOGIA

Resulta curioso que la pluralidad de la máscara afecte, ya de entrada, a la

etimología de la palabra, en la que confluyen tres vocablos de procedencias distintas y,

sin embargo, semánticamente relacionados.

Así, por un lado, “máscara”, con el significado de “careta o disfraz”, procede del

árabe “máshara”: “bufón, payaso, mamarracho, personaje risible", que a su vez deriva

del verbo “sáhir”: “burlarse (de alguien)”.

Por otra parte, esta palabra árabe se mezcló con una antigua raíz europea de

origen incierto: “masca”: “bruja”. Una teoría sobre el origen germánico relaciona el

vocablo con la palabra longobarda “maska”: “red”, que tomaría la acepción de velo

empleado como antifaz, luego la de careta y finalmente la de bruja. La teoría sobre el

origen céltico hace derivar “masca” de la raíz “mask-”: “negro o tiznado”, de donde

vendría “masca”: “bruja= la tiznada”. De la bruja “masca” deriva “mascota” con el

significado de alcahueta y de ramera, y de “mascota” sale el francés “mascotte”:

“amuleto” (nuestro actual “mascota”).

En tercer lugar, se documenta en Europa un verbo “mascarar”: “tiznar”, y un

sustantivo “máscara”: “tizne”, que etimológicamente podrían derivar tanto de la raíz

europea como de la influencia que la palabra árabe ejerció sobre aquélla, y que

semánticamente se emparentan tanto con la “máscara”: “careta”, porque una de las

formas de ocultar el rostro es tiznándolo, como con la “másca”: “bruja”, porque las

brujas gustaban de tiznarse el rostro para sus oficios de tinieblas.

En resumen, la etimología revela la conexión de la máscara con lo oscuro, con la

negrura física (la tizne), con la negrura mental y espiritual (la tontería y la estupidez, la

maldad, los poderes diabólicos), y con la oscuridad social (la marginalidad de los

bufones y brujas). La oscuridad no física manifiesta además dos valoraciones y

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funciones diferentes: una oscuridad cómica, risible, la del payaso que se ríe y hace reír,

y una oscuridad trágica, aterradora, la de la bruja. Pero ambas funciones y valoraciones

se pueden intercambiar, y así un bufón puede sobrecoger y una bruja, incluso un

demonio, pueden ser causa o de regocijo. La prioridad de estas funciones, hacer reír y

aterrar, no está clara, pues estudiosos como Mircea Eliade y Mijail Bajtin señalan que

entre los pueblos primitivos hay ritos que cuentan con dobletes: una versión seria,

religiosa, capaz de sobrecoger, y otra versión cómica, lúdica, capaz de regocijar. La

misma ambigüedad presenta el juego, que es a la vez, como señala J. Huizinga, un rito

de consagración de otra realidad y un rito de regocijo.

Un ejemplo de la mezcla ambigua que subyace en la máscara lo hallamos en el

genial personaje de Fernando de Rojas: Celestina, bruja y alcahueta, marginada y a la

vez nudo de tantos hilos distintos, nos divierte con sus trucos, zalemas y obscenidades

tanto como nos inquieta con su astuta y sabia maldad. Es una maestra consumada en el

arte de enmascarar y enmascararse. Mucho más recientemente tenemos el ejemplo del

Don Juan (1963) de Gonzalo Torrente Ballester, donde el personaje “Leporello”, criado

del protagonista, es un cruce del gracioso de comedia, del Ciutti zorrillesco, con un

diablo jocoso, humanizado, deudor genérico del Mefistófeles de Fausto.

Un personaje enmascarado de la mitología etrusca, “Phersu”, dio origen al

vocablo latino “persona”: “máscara de actor”, y de esta acepción de “personaje” la

palabra, en romance, pasó a significar el individuo de la especie humana. La conexión

entre persona y máscara resulta sumamente atractiva, simbólica incluso, y nos lleva al

tópico del “theatrum mundi”, del mundo y la vida como teatro y del hombre como actor,

idea que aparece en Platón (Leyes, Filebo), en las diatribas de los cínicos, en Horacio (el

hombre como “vitae mimus”) y Epicteto (la vida humana es, en cierto modo, como

representar un papel), en la literatura cristiana (San Pablo, San Clemente Alejandrino,

San Agustín, etc.), en la literatura medieval (Boecio, John de Salisbury), en el

Renacimiento (Lutero, Ronsard...), y luego en Shakespeare, Cervantes, Gracián,

Calderón de la Barca, etc., etc.

Lo oscuro se relaciona con la identidad, con la ocultación y la manifestación de

la o las identidades, y la oscuridad en cuanto a la identidad nos lleva a lo desconocido

por el hombre, en primer lugar a las fuerzas sobrenaturales. En este punto pasamos a

hablar no ya de la palabra sino del objeto “máscara”.

LA MASCARA COMO OBJETO: SUS TIPOS Y FUNCIONES

Como objeto, la máscara es cualquier cosa empleada para cubrirse la cara, sea

para protegerla o para no ser reconocido, y a menudo representa de manera realista o

estilizada un rosto humano o animal. Los orígenes de su confección y empleo son de

tipo iniciático, religioso o mágico, y dentro de este ámbito significativo se distinguen

distintas categorías: máscaras iniciáticas, de cofradías o sociedades secretas, totémicas,

votivas, de teatro, de fiesta y funerarias.

Dos son las funciones básicas que cumple la máscara: la de ocultar y la de

manifestar:

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a) La máscara esconde el rostro, la identidad de un individuo representada por el

rostro, garantiza el anonimato y protege por ello de los hombres y de los espíritus

malignos.

b) La máscara transforma, permite a quien la lleva encarnar o representar a un dios, a

un antepasado o a la fuerza invocada en un determinado rito. La máscara permite ser

un mediador que ejerce acción sobre las fuerzas del mundo sobrenatural. O

sencillamente permite ser o parecer otro, algo distinto de lo que se es o de lo que se

parece. En definitiva, la máscara manifiesta.

Tanto la ocultación como la manifestación pueden ser conductas destinadas a

aterrorizar o a divertir, y, junto a la intención del que use la máscara, hay que considerar

que el destinatario de este comportamiento lo puede interpretar como el emisor o de

manera distinta, y así una intención de aterrorizar puede ser recibida con ánimo de

regocijo, por ejemplo.

Con el uso de algo visible y comprensible, el objeto máscara, para significar algo

invisible, irracionalizable y transcedente, vinculado con lo sobrenatural, entramos ya en

el campo del símbolo, donde el valor de la máscara es múltiple.

LA MASCARA COMO SIMBOLO

La máscara oculta una identidad y representa otra distinta. Juan Eduardo Cirlot,

en su Diccionario de símbolos, la identifica en este sentido con la crisálida:

“todas las transformaciones tienen algo de profundamente misterioso y de

vergonzoso a la vez, puesto que lo equívoco y ambiguo se produce en el momento en

que algo se modifica lo bastante para ser ya “otra cosa”, pero aún sigue siendo lo que

era. Por ello, las metamorfosis tienen que ocultarse; de ahí la máscara. La ocultación

tiende a la transfiguración, a facilitar el traspaso de lo que se es a lo que se quiere ser;

éste es su carácter mágico, tan presente en la máscara teatral griega como en la máscara

religiosa africana u oceánica”.

En la base de la máscara hay una transformación y un misterio, y un doble

movimiento simultaneo de deseo y de vergüenza: la máscara supone y ampara un deseo

ilícito, un deseo-extraordinario.

Esto lo podemos comprobar en Diego de Torres y Villarroel, un orgulloso “self-

made man” de la primera mitad del siglo XVIII, un enigmático y popularísimo

exhibicionista con una fama híbrida, entre bufa y mágica (otra vez el payaso-brujo).

Torres se propuso contar su vida para reivindicar y exhibir su obra y su persona, y como

no era la suya una vida ejemplar, ni de santo ni de bandido, ni de escolástico ni de

hechicero, y como no se estilaba que un plebeyo saliese a cantar sus propias

excelencias, Torres se puso la máscara de pícaro y así consiguió exhibirse y, como él

mismo dice, disfrazar su enorme soberbia. Pero tras la máscara estaba el hombre Torres,

ni picaro ni beato ni todo lo contrario, sino “centauro mixto” para siempre. Entre su afán

de contarse y su vergüenza, entre su apariencia y su realidad, la máscara.

La máscara pretende dominar y controlar el mundo invisible, y en cuanto que

rostro de una fuerza no humana, puede representar tanto lo sobrehumano, la divinidad

celeste, solar, como lo infrahumano, lo demoníaco.

En las máscaras carnavalescas se manifiesta fundamentalmente el aspecto

inferior y satánico de la máscara, y ello con la función catártica de expulsarlo. Claro

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que, si por un lado lo inferior, lo vergonzoso, se expulsa, por otro lado lo inferior, lo

deseado, se goza así impunemente, sopretexto de expulsarlo (otra vez la dialéctica

deseo-vergüenza), con lo que esto tiene de beneficio para la psiquis del individuo y para

el sistema social, que así controla y regula no sólo sus fuerzas cohesivas sino también

las disgregadoras, como ha puesto de relieve M. Bajtin.

Y es que la máscara es un objeto que media entre lo individual y lo social, y

entre lo actual y lo tradicional. Así, por ejemplo, las sociedades secretas melanesias y

africanas utilizan la máscara con un valor de iniciación al secreto que cohesiona tales

sociedades, y en estos usos predomina el culto a los antepasados que las máscaras

personifican. Sus ceremonias se caracterizan por la ausencia en ellas de la divinidad

suprema, sustituida por un modelo divino inferior: un dios demiurgo, el antepasado

mítico o un héroe civilizador. Se consigue así armonizar en la vida social el concepto de

divinidad suprema con el de divinidad menor o inferior, básicamente lo mismo que

sucede en el Carnaval; en Cuaresma se le daba a Dios lo que era de Dios, y en Carnaval

se compensaba esto dándole al demonio, al mundo y a la carne su compensación

natural.

El que la máscara sirve para identificar a un grupo humano en el presente

actualizando sus vínculos con el pasado es un fenómeno social claramente perceptible

en los carnavales actuales, básicamente desacralizados pero con una función de

cohesión social y cultural evidente. Piénsese en el carnaval gaditano. Y si buscamos un

correlato literario, tenemos la espléndida novela La saga/fuga de J.B. (1972), de

Gonzalo Torrente Ballester. Allí se nos presenta una ciudad, Castroforte del Baralla,

históricamenté sojuzgada por el poder central, que ha acuñado una serie de mitos y

leyendas con los que reivindica su Especificidad: frente al catolicismo oficial y frente al

culto oficial al sepulcro de Santiago, los castrofortinos cuentan con otro Santo Cuerpo,

no casualmente femenino; y frente a una historia de avasallamiento sociopolítico,

Castroforte mantiene una tradición de sociedades secretas y cerradas que transmiten el

culto y la esperanza en un liberador arquetípico, cuyas iniciales son “J.B”. Este genérico

J.B. aparece con distintos rostros e identidades a lo largo de la historia: es una función

arquetípica, una máscara mítica cuya identidad ideal es actualizada por distintos

personajes. Pero son personajes entre la historia y la leyenda, y en el fondo, todo es o

todo puede ser un invento de un único personaje, de José Bastida, el narrador de la

novela, que unas veces narra al descubierto y otras enmascara su identidad. El sector

nativo de Castroforte, el de los “celtas” autóctonos, se sirve de estos mitos y de sus

sociedades secretas para oponerse a los no gallegos (los “godos”) y a los otros gallegos,

a los gallegos no castrofortinos (los “galios”). Resulta interesante establecer una

analogía entre Castroforte, un finisterre, y Cádiz, un finisterre también: Cádiz con su

voluntaria mitificación del Carnaval y de la heterodoxia (también aquí andan de por

medio los liberales y el liberalismo), con su sistema de peñas carnavalescas (sociedades

más o menos cerradas que se hacen secretas para proteger la originalidad de los tipos y

las letras de las agrupaciones), con su ostentosa reivindicación de su especifidad cultural

frente a la España no andaluza y frente al resto de Andalucía. En otro orden de cosas, el

Santo Cuerpo femenino de Torrente se podría relacionar con los cultos marianos

andaluces, y muy destacadamente con el Rocío, romería heterodoxa, culto

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descaradamente sexualizado. Un último apunte: cuando Castroforte se ensimisma en sus

asuntos, cuando todos sus habitantes, celtas y no celtas, se hallan absorbidos en una

cuestión tan común que está por encima de todas las diferencias, la ciudad “levita”, se

alza en el aire. Cádiz también se enajena del mundo cuando, más allá de las polémicas

en pro o en contra del carnaval, el carnaval la invade y, figuradamente, vuela: oculta su

identidad total, suspende todo lo que no sea el rostro arquetípico del Cádiz

carnavalesco.

La dualidad de la máscara se acentúa al considerar las relaciones que se

establecen entre las dos identidades que pone en juego: si por una parte el enmascarado

quiere captar las fuerzas ajenas, dominar otra identidad, por otra parte resulta que

siempre existe el peligro de que esa otra identidad se apodere de él y lo domine. La

posesión, el trance, el éxtasis, privan de voluntad, de entendimiento, de memoria: el

hombre enmascarado resulta así desracionalizado. Si la razón es la marca específica del

hombre, la máscara deshumaniza. La máscara (como en general lo simbólico) se mueve

en los campos ajenos a la razón: de ahí esa oscuridad genérica que veíamos en su

etimología.

Un caso interesantísimo que sirve para ilustrar esta ambigüedad se da en una

novela de Álvaro Cunqueiro. El año del cometa (1974), donde el protagonista, el

astrólogo Paulos, quiere en un momento dado averiguar qué pasó entre el unicornio y su

criada Melusina, y para ello intenta reproducir la escena y se pone una cabeza de ciervo.

Entonces resulta que Paulos no sólo asiste a lo que sucedió, sino que se convierte en el

unicornio y a duras penas recobra luego su humanidad. Claro que aquí, como en

Torrente, la divisoria entre realidad e irrealidad no está clara, porque el unicornio es un

invento de Paulos.

Sin embargo, no todo es tan fácil. Si la privación de la razón puede ser, por

ejemplo, la locura, la locura tampoco resulta una categoría monovalente, porque puede

ser interpretada como un estado de oscuridad total o como lo contrario: un misterioso,

un oscuro estado de lucidez sobrehumana. Esta ambivalencia rige también para la

consideración tradicional del tonto, que, como el bufón y el payaso, podía asociarse

asimismo a la función oracular. Paradójicamente, más allá de la razón, y dentro de la

oscuridad irracional, puede estar o manifestarse la luz suprema.

Aquí cabe mencionar el curioso caso del Licenciado Vidrieda de Cervantes, loco

y cristal, enigma y lucidez, payaso y oráculo, y también entra aquí un personaje aún más

sugestivo, el Calibán de La tempestad de Shakespeare, hijo de una bruja y un demonio,

monstruo estúpido que, sin embargo, profiere en su oscuro lenguaje algunos de los

versos más bellos y profundos de la literatura universal.

Por otra parte, y como solución intermedia entre el poseer o ser poseído por

fuerzas invisibles, otros usos de la máscara hacen de ésta una simple mediadora: no se

identifica ni con la fuerza que capta (sólo es una apariencia del ser que representa) ni

con el enmascarado que manipula la fuerza sin apropiársela. Esto parece regir para las

normas más aceptadas del teatro: el actor se debe distanciar de sí mismo y del

personaje; no debe “sentir”, sino hacer sentir, como dice Ramón Pérez Ayala en su

Belarmino y Apolonio. El actor y su papel son elementos de mediación. Claro que tam-

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bién habrá teorías contrarias. Y es que la máscara no sólo oculta identidades sino

también las distancias entre esas identidades: de ahí la enorme fascinación que ejerce.

La máscara puede servir para encarnar o adquirir una fuerza que sirve para

dominar a los otros, para imponer la voluntad del que la lleva asustando a los demás.

Pero no sólo es un instrumento de dominio, de agresión, sino que, inversamente, es un

instrumento de protección contra las fuerzas maléficas de espíritus, difuntos,

malhechores y brujos. Esta misma dualidad se manifiesta en el vocablo “masca”, que si

por un lado significa “bruja”, por otro lado genera el vocablo “mascota”, la designación

del amuleto que sirve para protegerse de los poderes de la bruja. La máscara es un rostro

o un aspecto postizo que sirve para agredir y para defenderse, para conquistar y no ser

conquistado. Nietzsche venía a decir lo mismo cuando reflexionaba que “volverse

comprensible a muchos es imposible. Todo acto es incomprendido (...) Y para no ser

constantemente crucificado, es preciso tener su máscara. Y también para seducir. La

máscara garantiza la independencia individual amenazada por un medio hostil y

hostiliza el medio. Crea un espacio dialéctico para la tensión entre el individuo y la

sociedad. Un espacio intermedio, quizá mal definido pero existente, un espacio donde

extra-vagar.

Aquí situaríamos a Valle-lnclán, “la mejor máscara a pieé que cruzaba la calle

de Alcalá” (en palabras de Ramón Gómez de la Serna); y a Rubén Dario, con su rostro

hierático de ídolo indio (en palabras de Valle-lnclán); y a los románticos pálidos,

desmelenados, osados, enfebrecidos, (un Liszt, un Byron, un Espronceda...); y a todos

los que hacen del aspecto caballo de batalla de una identidad amenazada, incluidos los

que lo hacen de forma gregaria e incluso inducidos. Porque no sólo los artistas, buenos

y malos, se disfrazan: hoy en día, en Occidente, todo el mundo aspira a disfrazarse, bien

para mantener el incógnito bien para romper el anonimato: desde los que quieren ver sin

ser vistos a través de las gafas de espejo hasta los que ponen de manifiesto sus caras y

cabezas con cortes y colores de pelo “sui generis”, con pendientes colosales, con

maquillajes explosivos. Y nótese que esta máscaras tienden el gregarismo: hay disfraces

de intelectual mar- xista puro, de intelectual marxista reciclado, de “yuppie”, de jet-set,

de miembro del Opus... Nada sirve sólo para cubrirse: todo cubre y descubre, todo

significa. La máscara es signo de territorialidad, e incluso el no ir enmascarado de forma

específica, con la máscara de una especie, puede ser tomado como una agresión al rito

que se está ejecutando, al rito impuesto. Asimismo, la caída en desuso de una máscara,

de un disfraz, puede suponer una pérdida de poder y de identidad de un grupo. Pienso

en los hábitos religiosos, por ejemplo.

Otro aspecto interesante se refiere al carácter híbrido, centáurico, y a la vez

arquetípico, que confiere la máscara. Ella, de un lado, vela “un” rostro y muestra “el”

rostro; en otros términos, anula o suspende una personalidad en lo que tiene de

individual, de contingente (la identidad de un hombre concreto, mortal), y pone en

funcionamiento una identidad ideal, arquetípica, un “yo universal” inmutable, necesario,

modélico.

Así don Alonso Quijano “el bueno” necesita ponerse la máscara de don Quijote,

la máscara del caballero andante prototípico, para salir al mundo a “desfacer entuertos”.

Porque el hidalgo pueblerino, el viejo, bondadoso y modesto soñador no son bastante.

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Los problemas sobrevienen por desajuste entre esa máscara y el teatro en que ha de

ejercer su actividad: el teatro externo, el del mundo, y el teatro íntimo, la personalidad

de don Alonso-don Quijote.

Luego tenemos una sugestiva relación entre la inmovilidad de la máscara y la

movilidad del cuerpo del portador de la misma, y dependerá de los usos concretos el

simbolismo primordial: la máscara podrá ser así una consagración divina de la cabeza

evidenciada, o todo lo contrario: la anulación de la cabeza que se oculta, de la cabeza

oscuramente anulada. En otros términos, el uso de la máscara puede enfatizar lo

superior, la cabeza, o lo inferior, el cuerpo (esto último resulta evidente en las máscaras

carnavalescas). El contraste puede generar en el espectador tanto una reacción de risa

como de espanto: recordemos, así, por un lado el maquillaje del payaso, por otro lado, el

maquillaje de La naranja mecánica.

La máscara se usa en rituales que se basan en mitos, mitos que regeneran el

espacio y el tiempo y cuya vigencia se resucita en los ritos, muchos de ellos con un

carácter estacional, cíclico (como el propio Carnaval). Las máscaras cumplen así una

función social: gracias a los mitos representados el hombre y los valores de que el

hombre es depositario se sustraen a la degradación que afecta a todas las cosas del

tiempo histórico. Los ritos son a la vez, como señala Mircea Eliade, verdaderos

espectáculos catárticos, en el curso de los cuales el hombre toma conciencia de su lugar

en el universo, ve su vida y su muerte inscritas en un drama colectivo que les da sentido.

Esta función se observa tanto en los espectáculos religiosos como en los teatrales.

Para terminar, permítanme volver a la interrelación entre el carnaval gaditano y

La saga / fuga de J.B. de Torrente Ballester. Castroforte del Baralla se va, al final de la

novela, por el aire, y el protagonista salta a la tierra firme. No se sabe si la ciudad

vuelve a aterrizar. ¿Aterriza Cádiz? ¿Es el Carnaval aquí un rito estacional o es un

estado permanente?

BIBLIOGRAFIA BASICA CONSULTADA

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