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editorial noviembre-diciembre 2008 Sacerdos 1 editorial P. Rafael Jácome, L. C. Director Diálogo entre ciencia y fe L a reciente debacle económica nos revela que el liberalismo económico ha tocado fondo y se ha demos- trado un fracaso rotundo. En un reciente discurso Sarkozy decía: «La idea de la omnipotencia del mercado que no debía ser alterado por ninguna regla, por ninguna intervención pública; esa idea de la omni- potencia del mercado era descabellada». Cuando los referentes éticos desaparecen de la ciencia, en este caso, económica no puede sostenerse. Estando así las cosas el presidente en turno de la Comunidad Eco- nómica Europea propone el retorno a la ética económica en donde existan reglas y leyes que regulen el mercado. El mismo panorama se presenta en la relación entre ciencia y fe. Una ciencia y tec- nología separada de la ética y de la fe, es una ciencia que se está volviendo enemiga del mismo hombre. Ya lo decía Juan Pablo II en su primera encíclica: «El hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce, es decir, por el resultado del traba- jo de sus manos y más aún por el trabajo de su entendimiento, de las tendencias de su voluntad (…) al menos parcialmente, en la línea indirecta de sus efectos, esos frutos se vuelven contra el mismo hombre; ellos están dirigidos o pueden ser dirigidos contra él» (RH 15). Basados en los mitos del ilumi- nismo, algunos científicos han propuesto que la ciencia, con sus avances, daría todo el bienestar a la humanidad desvelando to- dos los misterios de la vida humana. De esta forma la religión pasaría a ser totalmente superflua e inútil porque no estaba fundada en datos verificables científicamente. Me pregunto, ¿si realmente la ciencia y la tecnología han dado respuestas a las pre- guntas más profundas del espíritu humano? Si la respuesta fuera positiva ¿por qué en Japón, país altamente industrializado, se dan más de 30 mil suicidios al año? ¿Por qué vivimos en una época de violencia y de terror en donde pareciera que la única ley que impera es la lozanía del más fuerte, y la vida humana ya no tiene valor? En la Fides et Ratio Juan Pablo II decía que por la falta de diálogo entre fe y razón, ambas se han empobrecido y debilitado y que tanto la ciencia (razón) como la fe tie- nen sus propios límites. No obstante ambas fuentes de conocimiento se necesitan para llegar al conocimiento de la verdad. Por ello, al inicio de la encíclica afirmaba: «La fe y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el de- seo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la ple- na verdad sobre sí mismo».

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Revista de comunión sacerdotal, caridad pastoral y formación permanente

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P. Rafael Jácome, L. C.Director

Diálogo entre ciencia y fe

La reciente debacle económica nos revela que el liberalismo económico ha tocado fondo y se ha demos-trado un fracaso rotundo. En un

reciente discurso Sarkozy decía: «La idea de la omnipotencia del mercado que no debía ser alterado por ninguna regla, por ninguna intervención pública; esa idea de la omni-potencia del mercado era descabellada». Cuando los referentes éticos desaparecen de la ciencia, en este caso, económica no puede sostenerse. Estando así las cosas el presidente en turno de la Comunidad Eco-nómica Europea propone el retorno a la ética económica en donde existan reglas y leyes que regulen el mercado.

El mismo panorama se presenta en la relación entre ciencia y fe. Una ciencia y tec-nología separada de la ética y de la fe, es una ciencia que se está volviendo enemiga del mismo hombre. Ya lo decía Juan Pablo II en su primera encíclica: «El hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce, es decir, por el resultado del traba-jo de sus manos y más aún por el trabajo de su entendimiento, de las tendencias de su voluntad (…) al menos parcialmente, en la línea indirecta de sus efectos, esos frutos se vuelven contra el mismo hombre; ellos están dirigidos o pueden ser dirigidos contra él» (RH 15). Basados en los mitos del ilumi-nismo, algunos científicos han propuesto que la ciencia, con sus avances, daría todo el bienestar a la humanidad desvelando to-dos los misterios de la vida humana. De esta

forma la religión pasaría a ser totalmente superflua e inútil porque no estaba fundada en datos verificables científicamente.

Me pregunto, ¿si realmente la ciencia y la tecnología han dado respuestas a las pre-guntas más profundas del espíritu humano? Si la respuesta fuera positiva ¿por qué en Japón, país altamente industrializado, se dan más de 30 mil suicidios al año? ¿Por qué vivimos en una época de violencia y de terror en donde pareciera que la única ley que impera es la lozanía del más fuerte, y la vida humana ya no tiene valor?

En la Fides et Ratio Juan Pablo II decía que por la falta de diálogo entre fe y razón, ambas se han empobrecido y debilitado y que tanto la ciencia (razón) como la fe tie-nen sus propios límites. No obstante ambas fuentes de conocimiento se necesitan para llegar al conocimiento de la verdad. Por ello, al inicio de la encíclica afirmaba: «La fe y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el de-seo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la ple-na verdad sobre sí mismo».

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Paseo de las Palmas Núm. 1025. Col. Lomas de Chapultepec. C.P. 11000 México, D.F. Tel. (55) 5202 7126 - 5202 7198 - Tel/Fax: (55) 2623 1220 - [email protected]

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Director P. Rafael Jácome, L. C.Editores Español Enrique Ramírez; Italiano Angelo Serra; Portugués Cristóbal Villaroig, L. C.Coordinador gráfico Elisa López CastañedaConsejo Mons. Marcelino Hernández R., P. Rafael Jácome, L. C., Miguel Romeo, L. C., Lic. Carlos Trillas Colaboradores Alberto García, P. Fernando Pascual, L. C. P. Juan Pablo Ledesma, L. C. Antonio Gaspari. P. Alfonso Aguilar, L. C. P. Paolo Scarafoni, L. C. P. Antonio Rivero, L. C. P. José María Antón, L. C. P. Gonzalo Miranda, L. C. P. José Antonio Caballero, L. C. José Noé Patiño, L. C. P. José Luis Díaz, L. C. Gabriela Sordo, Susana Rosas. Francisco Reyes, L. C. P. Álvaro Correa, L. C., Mitzi González, Enrique Ramírez, Agustín Lomeli..

SacerdosRevista de comunión sacerdotal, caridad pastoral y formación permanentePaseo de las Palmas núm. 1025 col. Lomas de Chapultepec. C.P. 11000 México, D.F. Tel.: (55) 5202 7126 - 5202 7198. Tel./Fax: (55) 2623 1220 - [email protected]

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Director P. Rafael Jácome, L. C.Editores Español Enrique Ramírez; Italiano Angelo Serra; Portugués Cristóbal Villaroig, L. C.Coordinación Editorial Marsella Cruz, Agustín Lomelí, Enrique Ramírez Coordinador gráfico Elisa López CastañedaConsejo Mons. Marcelino Hernández R., P. Adrián Huerta Mora, P. Rafael Jácome, L. C., Miguel Romeo, L. C., Lic. Carlos Trillas Colaboradores Alberto García, P. Fernando Pascual, L. C., P. Juan Pablo Ledesma, L. C., Antonio Gaspari, P. Alfonso Aguilar, L. C. P. Paolo Scarafoni, L. C., P. Antonio Rivero, L. C., P. José María Antón, L. C., P. Gonzalo Miranda, L. C., P. José Antonio Caballero, L. C., José Noé Patiño, L. C., P. José Luis Díaz, L. C., Gabriela Sordo, Francisco Reyes, L. C., P. Álvaro Correa, L. C.,

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Una actitud epistemológica característica de la postmodernidad es el relativismo. No se trata del escepticismo clásico, sino

de una posición más matizada, que reconoce el valor del conocimiento humano, pero renun-ciando a todo acercamiento que tenga preten-siones absolutas. Se justifica, incluso, como una actitud moderada, que rescata la humildad del pensamiento humano, celebra la orientación pragmática de la razón y renuncia a la violencia ejercida a nombre de una ideología impuesta por la intransigencia y la intolerancia. Sus repercu-siones, sin embargo, son semejantes a las del escepticismo, porque de hecho desconfía de la verdad objetiva, sacrificándola por el marco cultural de una sociedad determinada o por la perspectiva individual del posicionamiento exis-tencial, negando el valor perenne de cualquier verdad adquirida.

Desde el punto de vista teológico, el proble-ma nos lleva a remontarnos a la llamada crisis modernista. Se suele reconocer en ella el plan-teamiento de un tema crucial en la comprensión del cristianismo, no resuelta en su momento: la cuestión de la verdad en la historia. Al ser el cristianismo la profesión de fe en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre para nuestra sal-vación, implica el reconocimiento del carácter definitivo de acontecimientos determinados, marcados por la contingencia en razón de su

El desafío del relativismo a la Teología

Pbro. Julián A. López Amozurrutia

Dr. en Teología dogmática y Filosofía, director del Instituto Superior de Estudios

Eclesiásticos y rector del Seminario Conciliar de la Arquidiócesis de México.

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Pluralidad

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1 Editorial

3 El desafío del relativismo a la Teología Pluralidad Pbro. Julián A. López Amozurrutia

9 La ciencia requiere de la fe Misión divina Piero Gheddo

13 La Sábana Santa para la vida espiritual del sacerdote Rostro divino Nicolás Bossu, L. C.

20 La cuestión del Intelligent Design Evolución Fiorenzo Facchini

25 Los retos de la Iglesia Amor Mtro. Ricardo Próspero Morales Arroyo

28 Peregrinar en Tierra Santa es un gran don de Dios y una ocasión de gracia Reflexión Pbro. Sergio Ramírez Quintana

32 La reina de las ciencias Teología

38 El Caso Galileo: algunas consideraciones Razón P. Rafael Pascual, L. C.

45 En librería...

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historicidad. La práctica teológica de la escolás-tica, que favorecía la precisión en la expresión y la argumentación, parecía sacrificar en su ejerci-cio la vitalidad del mensaje cristiano, así como el valor de los eventos narrados por la tradición cristiana precisamente en cuanto históricos. Se buscó entonces acentuar la dimensión histórica de la revelación y la relevancia vital del anuncio cristiano. Pero el giro teológico terminó, en cier-tas instancias, por relativizar la figura de Jesucris-to y de las formulaciones dogmáticas en torno a Él. Se puso en primer lugar la posible aceptación de lo anunciado en el contexto contemporáneo, ampliamente secularizado, se favorecieron los posicionamientos individuales sobre los eclesia-les y se aplaudió la diversidad de las expresiones posibles debido a las diferencias culturales sin cuestionarse sobre su compatibilidad.

En este camino, un lugar importante lo ha ocu-pado el pensamiento hermenéutico. De cara a las fuentes, éste permitía un acercamiento más fiel a la tradición como acontecimiento. Al mis-mo tiempo, reclamaba la actualización de la fe. Sin embargo, como claramente lo denun-

ció Juan Pablo II, corrió el riesgo de extenderse en saber omniabarcante, como un sistema, lo cual inevitablemente conducía a un círculo vicioso. «La fe presupone con claridad que el lenguaje humano es capaz de expresar de ma-nera universal –aunque en términos analógicos, pero no por ello menos signifi-cativos– la realidad divina y trascendente. Si no fuera así, la Palabra de Dios, que es siempre Palabra divina en lenguaje humano, no

sería capaz de expresar nada sobre Dios. La interpretación de esta Palabra no puede lle-varnos de interpretación en interpretación, sin llegar nunca a descubrir una afirmación sim-plemente verdadera; de otro modo no habría revelación de Dios, sino solamente la expresión de conceptos humanos sobre Él y sobre lo que presumiblemente piensa de nosotros»1.

Buena parte de los debates teológicos de nuestro tiempo han conocido esta tensión entre historicidad contingente y validez definitiva de las verdades de fe. Tal condición hermenéutica de las afirmaciones teológicas ha llevado al justo reconocimiento de la pluralidad teológica. Sin embargo, al respecto sigue vigente el comenta-rio de J. Ratzinger a propósito de las tesis de la Comisión Teológica Internacional sobre la uni-dad de la fe y el pluralismo teológico: «La pala-bra pluralismo se ha convertido en un término fijo debido al debate actual. Esto es lamentable, en cuanto que la formulación ismo acusa, gene-

1 Juan Pablo II, Carta encíclica Fides et ratio sobre las relaciones entre Fe y Razón, 14 septiembre 1998, núm. 84.

ralmente, un determinado declive del contenido en lo negativo. Visto lingüísticamente, se emite así, con la palabra pluralismo, una decisión previa que objetivamente es problemática: el «pluralis-mo» eleva la pluralidad a sistema, y le da así el carácter de lo insuperable. En realidad no debería hablarse objetivamente y con exactitud de plura-lismo, sino sólo de pluralidad, cuando se apunta a una cualidad positiva»2. Así pues, reconocido el valor de las expresiones diversas de fe y de los contextos culturales en los que la fe está llamada a implantarse, la cuestión de la unidad de la misma fe deja ver la urgencia de delimitar los alcances de la pluralidad teológica. Llevado este marco epistemológico más lejos, la Teología ha puesto en evidencia el problema del pluralismo religioso. La mentalidad democrática de nuestro tiempo ve con buenos ojos la buena voluntad de las diversas religiosas y la posibilidad del diá-logo entre ellas. Pero al hacerlo, parece sacrificar precisamente la raíz del cristianismo, en el sen-tido del reconocimiento del carácter definitivo de Jesucristo para el hombre que caracteriza la profesión de fe cristiana.

Es así que las principales advertencias de la Congregación para la Doctrina de la Fe en tiempos recientes en cuestiones cristológicas ha portado esta nota dominante3. Como ejemplo, podemos tomar el caso de R. Haigth. El teólogo america-no afirma en su obra Jesus Symbol of God que «no se puede reclamar a Cristo como el centro absoluto respecto al cual todas las otras media-

2 J. Ratzinger, «Las dimensiones del problema», en Comisión Teológica Internacional, El pluralismo teológico, Madrid 1976, p. 15.

3 Congregación para la Doctrina de la Fe, Notificación a propósito del libro del Rvdo. P. Jacques Dupuis, S.J., «Hacia una Teología cristiana del pluralismo religioso», 24 enero 2001; Notificación sobre el libro «Jesus Symbol of God» del Padre Roger Haight, S.J., 13 diciembre 2004; Noti-ficación sobre las obras Jesucristo liberador. Lectura histórico-teológica de Jesús de Nazaret y La fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas del padre Jon Sobrino, S.J., 26 noviembre 2006.

ciones históricas son relativas»4. En realidad, tal afirmación es consecuencia natural de asumir el pluralismo como una condición irrenunciable

de la postmodernidad, sin realizar una crítica a ésta desde el cristianismo, para detectar su evi-dente incompatibilidad. Tal afirmación de hecho contesta el corazón mismo de la profesión de fe cristiana, que encuentra precisamente en la proclamación de Jesús resucitado al Señor de la historia como centro de su propia identidad. De ahí que la notificación de la Congregación para la Doctrina de la Fe señale justamente que el autor busca un diálogo con el mundo postmo-derno permaneciendo fiel a la revelación origi-naria y a la tradición constante, a través de una correlación crítica, pero «esta “correlación críti-ca” se traduce, de hecho, en una subordinación de los contenidos de la fe a su plausibilidad e inteligibilidad en la cultura postmoderna»5. En la raíz hay un problema epistemológico, cuyos presupuestos son la imposibilidad de hacer afir-

4 «One can no longer claim… Christ as the absolute center to wich all other historical mediations are relative». R. HaigHt, Jesus Symbol of God, Maryknoll, New York 1999, p. 333.

5 Congregación para la Doctrina de la Fe, Notificación sobre el libro Jesus Symbol of God del Padre Roger Haight, S.J., 13 diciembre 2004.

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No se trata del escepticismo

clásico, sino de una posición que

reconoce el valor del conocimiento

humano, renunciando

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maciones directas, asertivas, sobre el misterio, de modo que toda mediación de la comunica-ción de Dios en el fondo no sólo es insuficiente, sino en realidad ineficaz. De ahí la anotación de la Congregación: «La Cristología debería inser-tarse en el marco de una “teoría general de la religión en términos de epistemología religiosa”. Un elemento fundamental de esta teoría sería el símbolo, como medio concreto... que da a conocer y hace presente otra realidad, como la realidad trascendente de Dios, que es parte del medio y al mismo tiempo es distinta de él, a la que remite. El lenguaje simbólico, estructu-ralmente poético, imaginativo y figurativo, expre-saría y produciría una experiencia determinada de Dios, pero no proporcionaría inform aciones objetivas sobre Dios mismo». Como consecuen-cia inevitable, esta «opción epistemológica de la teoría del símbolo, tal como la entiende el autor, mina en su base el dogma cristológico»6. La negociación con la postmodernidad termina por aceptar en el regateo renunciar a la misma identidad cristiana.

En este contexto, un documento como Do-minus Iesus puede parecer duro en su estilo, e incluso políticamente incorrecto, pero teológica-

6 Ibid.

mente es tan exacto como necesario. La afirma-ción de la unicidad y universalidad de Jesucristo y de su Iglesia «no quita nada al hecho de que la Iglesia considera las religiones del mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo excluye esa mentalidad indiferentista “marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que ‘una religión es tan buena como otra’”»7.

Uno de los más notables esfuerzos en las últi-mas décadas por superar el dilema entre un po-sitivismo teológico ingenuo y una hermenéutica teológica relativista, que no renuncia al carácter histórico de la verdad ni a la dimensión asertiva del conocimiento humano lo constituye el docu-mento sobre la interpretación de los dogmas de la Comisión Teológica Internacional8.

En él se reconoce, por una parte, el carácter dogmático del pensamiento humano. «Por lo que se refiere a la relación entre verdad e his-toria, ya ha aparecido claramente que en princi-pio no se da ningún conocimiento humano que carezca simplemente de prespuestos; más bien todo conocimiento y elocución humana están determinados por una estructura de pre-cogni-ción y pre-juicio. Sin embargo, en el conocer, hablar y actuar humanos, históricamente condi-cionados, tiene lugar cada vez una anticipación de algo último, incondicionado y absoluto. Ya en toda búsqueda e investigación de la verdad presuponemos siempre la verdad y también determinadas verdades fundamentales (como el principio de contradicción). De esta mane-ra, siempre, ya antecedentemente, nos ilumina la verdad, es decir, resplandece para nosotros con evidencia objetiva en nuestra razón la reali-dad misma. Ya en la antigua Estoa, las aludidas

7 Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus so-bre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, 6 agosto 2000, núm 22.

8 Comisión Teológica Internacional, La interpretación de los dogmas, Do-cumentos 1969-1996, Madrid 1998, p. 417-453.

pre-afirmaciones y presupuestos se designaban como dogmas. Por ello se puede hablar –en un sentido que debe entenderse todavía de modo muy general– de una estructura fundamental dogmática del hombre»9.

A esto corresponde, en el nivel teológico, la necesidad de reconocer la estructura dogmáti-ca de la fe. Es derecho del fiel poder identificar aquello en lo que cree, no como un sentimiento vago o una experiencia informulable. La fe debe poder reconocerse a sí misma, alcanzar criterios de discernimiento, reposar en la certeza de la realidad que conoce a través de las fórmulas. La diversidad de formulaciones no debe convertir-se en relativismo teológico, en incapacidad de diálogo entre acercamientos distintos. De ahí que se valore la estructura fundamentalmente dogmática del cristianismo, que se verifica de hecho en el acontecimiento mismo de la Reve-

9 Ibid., p. 423.

lación. «La presencia de lo eterno en una forma concreta e histórica pertenece… a la estructura esencial del misterio cristiano de la Salvación. En él la apertura indeterminada del hombre es determinada concretamente por Dios. Esta deter-minación concreta e inequívoca tiene que ser determinante también para la confesión de fe en Jesucristo. El cristianismo está, por ello, por así decirlo, concebido dogmáticamente en su estructura misma»10.

Desde el punto de vista teológico, aún recono-ciendo la dimensión histórica del conocimiento, se subraya su alcance asertivo. Es decir, las afir-maciones teológicas, dogmáticas y de fe logran alcanzar de alguna manera la realidad que re-fieren, y en cuanto lo hacen tienen una validez perenne que, aunque no agote el misterio, sí lo formula. Se trata de una especie de «encarna-ción» del mismo. Sólo por ello es posible decir,

10 Ibid., p. 434.

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La Teología descansa sobre

la posibilidad del conocimiento

de estar abierto al misterio, y del

reconocimiento de la fe como un

modo específico de conocimiento.

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como lo hizo el Vaticano II, que quien escucha a Cristo escucha en palabras humanas la voz de Dios (DV 4). Hay una valoración cristológica en la crítica del relativismo teológico: la mediación que el mismo Verbo de Dios realiza con la en-carnación rescata una dimensión positiva de la «carne», de las palabras y los signos que son las estructuras del lenguaje humano, de modo que se reconoce que efectivamente pueden servir para comunicar la verdad definitiva de Dios. De manera análoga a la mediación única de la humanidad de Jesucristo, históricamente si-tuada, las fórmulas de fe tienen un carácter de verdad que trasciende la coyuntura histórica. Así se reconoce a la hermenéutica teológica su valor y su justa dimensión.

«La historia del pensamiento enseña que a través de la evolución y la variedad de las cultu-ras ciertos conceptos básicos mantienen su valor cognoscitivo universal y, por tanto, la verdad de las proposiciones que los expresan. Si no fuera

así, la Filosofía y las ciencias no podrían comu-nicarse entre ellas, ni podrían ser asumidas por culturas distintas de aquellas en que han sido pensadas y elaboradas. El problema hermenéu-tico, por tanto, existe, pero tiene solución»11.

Sólo aceptando este momento trascendente de la verdad históricamente condicionada es posible garantizar que la generalización de lo di-verso no lleve a la pluralidad teológica al punto de volver irreconocibles entre sí las diversas fór-mulas de fe. De hecho, ello no correspondería a la experiencia humana ni al camino de la fe. Más aún, ello permite un reconocimiento al valor de las coordenadas culturales que constituyen ma-trices de la tradición cristiana.

La apuesta por una razón fuerte desde la Teología no significa racionalismo. Toda preten-sión de reducir la fe a la razón es inaceptable. La Teología descansa sobre la posibilidad del conocimiento de estar abierto al misterio, y del reconocimiento de la fe como un modo es-pecífico de conocimiento. Ello tampoco significa fideísmo. La Teología no pretende agotar en la razón al ser, ni al misterio, y tampoco renunciar al ejercicio del pensamiento. No claudica en la imposibilidad de hablar de Dios, cuando Dios mismo ha hablado de sí en modo humano y con carácter definitivo. En realidad, la más insospe-chada fuerza de la razón se debe precisamente a su apertura al misterio; es decir, al ejercicio teo-lógico de la razón. En el fondo, la eficacia de la razón humana depende de la comprensión del Logos, es decir, del principio que está en Dios y que se participa a la creación. La unidad de la creación, la unidad de la verdad, la unidad del conocimiento, permiten con humildad, pero sin falsas modestias, que la razón se eleve con certeza a Dios.

11 Juan Pablo II, Carta encíclica Fides et ratio sobre las relaciones entre Fe y Razón, 14 septiembre 1998, núm. 96.

Un hecho extraordinario del cual no se suele hablar es el siguiente: los mitos nacidos con el iluminismo y convertidos

en creencia común en los siglos XIX y XX, se es-tán desinflando uno tras otro. Por ejemplo, el mito de la revolución violenta contra el antiguo régimen, sepultado por las «guerrillas de libe-ración» que en realidad han producido regí-menes peores que los precedentes; el mito de la ciencia, protagonista de un progreso imparable que será, a corto plazo, decisivo para la huma-nidad. La ciencia, pensaban los positivistas del siglo XIX, desvelando los misterios del universo y del hombre, desplazará a la religión, hacién-dola superflua, inútil al no estar fundada sobre bases controlables a nivel científico. Recuerdo que cuando me hice sacerdote en 1953, el Pre-mio Nobel en física de aquel año, un científico (creo que inglés), al recibir el premio declara-ba que en los últimos tiempos la ciencia estaba teniendo avances tan impresionantes «que era posible prever que dentro de 50 o 60 años ha-bría resuelto todos los problemas del hombre y encaminado a la humanidad hacia un tiempo de paz y de bienestar para todos». Parece imposible que científicos de clara fama, realmente compe-tentes en su restringido sector de estudios, demuestren una ingenuidad casi infantil al juzgar los hechos que tienen relación con el hombre.

La ciencia requiere de la fe

Piero Gheddo

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En realidad, todos lo sabemos, la ciencia ha hecho progresos muy notables e impensables aumentando en todos los campos del saber hu-mano nuestros conocimientos y mejorando en modo admirable nuestras condiciones de vida. Pero cuanto más ha avanzado, tanto más se han debilitado nuestras esperanzas de «resolver todos los problemas del hombre». Juan Pablo II escribe en la Redemptor Hominis (núm. 15): «el hombre de hoy parece estar siempre bajo la amenaza de lo que produce es decir, del resul-tado del trabajo de sus manos y, aún más, del trabajo de su intelecto, de las tendencias de su voluntad. Los frutos de esta actividad multiforme del ser humano… se revelan contra el mismo hombre, (que) por esta razón vive siempre en el temor». En otras palabras, no basta con profun-dizar el conocimiento del cosmos y del hombre pues los misterios y por tanto, el sentido de la

vida, permanecen sin solución. La ciencia, más que dar respuestas, termina por crear nuevas preguntas, cada vez más inquietantes. Como afirmaba Einstein: «vivimos en un tiempo en el cual se multiplican los medios pero perma-necen misteriosos los fines». La humanidad, especialmente los jóvenes, están en crisis porque se ha perdido el sentido de la vida. ¿Por qué vivo? ¿Cuál es el fin de mi existencia? ¿De dónde vengo y a donde voy? ¿Qué hay después de la muerte inevitable?

En diciembre de 2007, el P. Rino Porcellato del Pime, desde hace más de veinte años en África, párroco en la periferia extrema de la capital de Ca-merún Yaoundé, me decía: «en el África tradicional existía una fuerte moralidad natural y comunitaria. Los padres, la familia, el pueblo, la etnia educa-ban, controlaban a los jóvenes y daban ideales y sentido a su vida. El mundo moderno, importado

desde Europa, ha desplazado todo eso de sus vi-das: los ancianos ya no son tomados en cuenta, las familias se deshacen, la religión y la moralidad tradicional han sido sustituidas por la carrera del dinero hacia el vacío». Ésta es la situación que se está viviendo, en condiciones del todo diferentes, también en nuestros países y sobre todo la viven y sufren las jóvenes generaciones. Las ciencias y las técnicas dan mucho al hombre, pero pueden también manifestar con claridad que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4).

Nosotros sacerdotes creemos y sabemos por experiencia pastoral, que el único remedio para

los desastres producidos por la ciencia positivis-ta (y por otras muchas causas) que no va más allá del mundo físico y avanza mucho, pero no sabe hacia dónde va, es la fe en Jesucristo y en su única Iglesia. Sin embargo conocemos tam-bién las gravísimas carencias y dificultades de la Iglesia hoy, expresados por ejemplo, por estos simples datos de una Iglesia especialmente sig-nificativa: la italiana. Al inicio de 1900, en Italia, para 33 millones de habitantes había 68,848 sa-cerdotes diocesanos (hablamos sólo de éstos). Hoy en día, cuando en Italia viven cerca de 59 millones de personas, los sacerdotes diocesanos son 32,970 menos de la mitad, (dato del año

2003), pero con una edad media de ¡60 años! Según un estudio promovido por la CEI con la fundación Agnelli, vino a la luz que «con ordena-ciones constantes» (previsión optimista), en 2013, los sacerdotes italianos serán 28,317 y en el 2023, 25,407, el 22.9% menos que hoy en día. En menos de un siglo, el clero diocesano ita-liano se ha visto reducido a menos de la mitad y esto no puede menos que preocupar a la Iglesia, obligada a asegurar a los italianos una adecua-da asistencia religiosa, pero también a la nación italiana, pues los sacerdotes y las parroquias son puntos de referencia importantes para la educación de los jóvenes y para los problemas de la sociedad. Un solo ejemplo: leí hace tiempo que en Italia hay poco más de mil comunidades de recuperación para drogadictos, de las cua-les 900 han sido fundadas y son gestionadas por sacerdotes y monjas.

Como miembro de un instituto misionero que visita a menudo las misiones, (acabo de estar un mes en Camerún y Chad), conozco bien las angustias de los misioneros sobre el cam-po. El Pime trabaja en 18 países y tenemos una media de entre 7 y 8 nuevos sacerdotes cada año, con una disminución anual de entre 5 y 6 sacerdotes. Visitando las misiones, el mayor lamento que escucho desde hace varios años es siempre el mismo: ¡no tenemos sacerdotes! No podemos simplemente conocer estos datos y quedarnos tranquilos a decir: ¡yo hago mi par-te, que los encargados solucionen el problema! La situación de la Iglesia nos interesa a todos, es-pecialmente a nosotros sacerdotes; cada uno de

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Parece imposible que científicos de clara fama demuestren una

ingenuidad al juzgar los hechos que tienen relación con el hombre.

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En otras palabras, no basta con profundizar el conocimiento

del cosmos y del hombre.

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nosotros está obligado a poner solución. Puedo tal vez hacer poco, pero he de hacerlo. Nuestra época es fascinante también por esto. Nos vemos continuamente estimulados por el tema de fon-do de nuestra vida: ¿cómo puedo amar mejor al Señor Jesús y a su Iglesia para poder ayudar a los hermanos y hermanas en dificultad y angustia?

Hace poco escribí la biografía del P. Paolo Manna, beatificado por Juan Pablo II el 4 de noviembre de 2001. Misionero en Birmania re-gresó a Italia en 907 por tisis, en 1917 fundó la Unión misionera del clero, hoy Obra Pontificia, porque estaba convencido de que «el mundo será salvado por los sacerdotes, si están ani-mados por el espíritu apostólico que tenían los apóstoles». Manna ha sido llamado «un alma de fuego» por su primer biógrafo, el P. G. B. Tra-gella y una de sus cartas misioneras lleva por título: No nos sirven los sacerdotes mediocres. Lo mismo escribía Mons. Arístides Pirovano, su-perior general del Pime, de regreso de un largo viaje en Asia: «se dice que los obispos asiáticos no quieren más misioneros extranjeros porque

tienen un buen número de vocaciones. No es verdad, los misioneros se lo piden, pero dicen: envíenos misioneros santos, que sean ejemplo para los fieles y para nuestro clero».

Por esta razón nosotros, los sacerdotes, somos provocados por la situación actual de Italia y del mundo. Nuestro pueblo y nuestro desarrollo eco-nómico tienen necesidad de un alma. Y ¿quién le dará esta alma sino nosotros, los sacerdotes? Pirovano escribía también a los misioneros que partían para las misiones: «se van a la misión, a predicar a Cristo crucificado y resucitado, a Cristo, no a ustedes mismos. A pesar de las problemá-ticas ante las cuales tantos hoy en día parecen sucumbir, ¡tengan confianza! Si llevan a Cristo, su misión será divina. Pero es necesario llevar a Cris-to, no a nosotros mismos».

El 31 de mayo de 2008 la prensa resaltó la no-ticia de que Tony Blair, primer ministro inglés de 1997 a 2007 había presentado oficialmente en Nueva York su Faith Foundation, que tendrá sede en Londres y ha declarado: «el proyecto al cual dedicaré el resto de mi vida es la promoción de la fe, que en siglo XXI tendrá el mismo peso que ha tenido la ideología en el siglo XX». Blair, como es sabido, hace un año se convirtió al ca-tolicismo y consuela saber que un hombre, aún hoy considerado el más influyente en Inglaterra, consagre el resto de su vida (nació en el año 1953, tiene 55 años) a promover la fe Católica. Y yo, que soy sacerdote de Jesucristo desde hace tantos años, ¿consagro de verdad mi vida a Él y a hacerlo conocer y amar o aún estoy dividido en otros intereses, pasiones y amores?

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Nosotros sacerdotes sabemos que el único remedio es la fe

en Jesucristo y en su única Iglesia

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En torno a Jesús muchos han querido opo-ner ciencia y fe: esto es todo el debate entre el Jesús histórico y el Cristo de la

fe, cristalizado en autores como Harnack o Bul-tmann1, y que ha estimulado la Teología en el siglo XX.

La Sábana Santa de Turín podría constituir un objeto específico de esta discusión: si la reliquia es auténtica, nos reenvía al Jesús his-tórico; pero, ¿qué dicen las ciencias sobre este argumento? Y si la imagen del rostro, venerada por tantos cristianos, desde hace tantos siglos, nos conduce al Cristo de la fe ¿no sería contraria a la revelación?

Juan Pablo II, delante de la Sábana Santa, ha-blaba de «provocación a la inteligencia»:

La Sábana Santa es un reto a la inteligencia. Ante todo, exige de cada hombre, en particular del investigador, un esfuerzo para captar con humildad el mensaje profundo que transmite a su razón y a su vida. La fascinación misteriosa que ejerce la Sábana Santa impulsa a formular

1 Cf. Joseph Ratzinger, Introducción al cristianismo, en el capítulo: El dile-ma teológico moderno: ¿Jesús o Cristo?.

La Sábana Santapara la vida espiritual

del sacerdoten

rostro divino

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Haz brillar tu rostro

sobre tu siervo

(Sal 31, 17)

Nicolás Bossu, L. C.

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preguntas sobre la relación entre ese lienzo sa-grado y los hechos de la historia de Jesús2.

Respondemos a este apelo del Santo Padre: si la fe y la ciencia se abren la una a la otra, el diálogo puede volverse fecundo. Partiendo de los datos científicos de la Sábana Santa como aparecen a todos, veremos que la fe elevando la razón, permite captar mejor el significado de este «mensaje profundo». Es un mensaje fuer-temente espiritual, que interesa a nuestro ser sacerdotal. Ahí podremos leer lo que Juan Pablo II ha descrito en la Pastores dabo vobis:

Jesucristo, que en la cruz lleva a perfección su caridad pastoral con un total despojo exterior e interior, es el modelo y fuente de las virtudes de obediencia, castidad y pobreza que el sacerdo-te está llamado a vivir como expresión de su amor pastoral por los hermanos. Como escribe san Pa-blo a los filipenses: el sacerdote debe tener «los mismos sentimientos» de Jesús, despojándose de su propio «yo», para encontrar, en la caridad obediente, casta y pobre, la vía maestra de la unión con Dios y de la unidad con los hermanos3.

Una reliquia auténtica, una imagen misteriosaLa discusión acerca de la autenticidad de la Sába-na Santa entusiasma y ciertamente está lejos de haber sido concluida. Nos damos cuenta de que muchos se equivocan al atribuir a las ciencias ex-perimentales la última palabra sobre este tema; de hecho la sentencia pertenece al historiador: la física, por ejemplo, puede aportar una pericia a través de su técnica, pero no puede concluir la autenticidad o no autenticidad de la misma. Esto lo hace el historiador que, recolectando to-

2 Juan Pablo II, Discurso delante de la Sábana Santa, Turín 24 mayo 1998.

3 Juan Pablo II, Exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis, 25 marzo 1992, núm. 30.

dos los elementos racionales como un juez que valora los elementos de la investigación, puede concluir si la Sábana Santa es verdaderamente la que cubrió el cadáver de Jesús o no.

En este sentido nos parece que la Sábana Santa es realmente auténtica: todos los indicios convergen en esta tesis4. Sólo uno es disonante (el famoso carbono 14); pero sobre todo, la te-sis de un falso medieval no es razonable: queda por demostrar quién lo habría hecho, con qué técnica –hoy a pesar de toda nuestra ciencia, se-ríamos incapaces de semejante falsificación…

Precisemos que obviamente la autenticidad no es objeto de fe, pero la Sábana Santa no le es totalmente ajena, dado que parece representar a Jesús con las huellas de la Pasión. Cualquiera que mire la reproducción de la Sábana Santa, especialmente en negativo, es golpeado por el misterio que de ella emana; veremos que la formación de la imagen aún no es explicable, y parece enviarnos al momento misterioso de la Resurrección. Hablamos pues de una reliquia auténtica y misteriosa.

Esta presencia de Jesús nos invita a usar nues-tra razón, iluminada por la fe, para acoger el signi-ficado espiritual, y es precisamente ése el camino que proponemos aquí.

Testigo de la EncarnaciónSe despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre (Fil 2, 7).

Escuchemos pues de momento, nuestra sola razón y pongámonos delante de la Sábana Santa. ¿Qué es lo que vemos? Un hombre, represen-tado por delante y por detrás; reconozcamos

4 Recordemos: el polen y las plantas, las monedas en los ojos, el recorrido histórico del Mandylion, todos los detalles fisiológicos de la Pasión en concordancia con el Evangelio, la tridimensionalidad de la imagen. Para ulteriores detalles consultar la página oficial de Turín: www.sindone.org.

sus miembros uno a uno; podemos medir su altura (1.83m), constatar una corpulencia impre-sionante (espaldas anchas; grandes manos de artesano…), encontrar cada trazo particular de su rostro. La reconstrucción en tercera di-mensión nos ayuda: aparece ese rostro inolvida-ble, al mismo tiempo sereno y desfigurado por innumerables heridas; descubrimos una barba de dos picos, una nariz alargada que forma, con las cejas, el triángulo típico de la gente de Medio Oriente… la Sábana Santa nos muestra una per-sona muy concreta y tangible, un hombre como nosotros: nuestro hermano en humanidad.

Es necesario ahora añadir un poco de fe a esta descripción: si la Sábana Santa es auténtica, tenemos el rostro de Jesús, este hombre del cual los Evangelios nos han transmitido la his-toria y el misterio. Delante de Él, el gran escritor Paul Claudel exclamó: «¡Es Él! ¡Es precisamente su rostro! Este rostro que tantos santos y profe-tas han buscado contemplar con ansia, según afirma el salmo: Busca su rostro. Sí, Yahavé, tu rostro busco. Es para nosotros. Desde esta vida es posible contemplar cuanto queramos el Hijo de Dios ¡cara a cara! Porque una fotografía no es un retrato hecho por mano de hombre. Entre este rostro y nosotros no ha habido ningún intermediario humano»5.

La Sábana Santa garantiza por tanto a Cristo, el estar presente a nuestro lado, con un modo nuevo e inesperado, muy por debajo de la pre-sencia sacramental, obviamente: es como un ícono. Hoy en día reina la comunicación con imágenes, y cada uno manda a sus amigos su fotografía con un mensaje electrónico: la Sába-na Santa es como un mensaje enviado por Dios desde el inicio del cristianismo; un mensaje que la ciencia moderna descifra con estupor (por

5 Paul Claudel, Votre face, Seigneur, carta del 16 agosto 1935 (Brangues).

ejemplo, con la reconstrucción holográfica); un mensaje pues, que nos permite venerar a Jesús y nos recalca la importancia de la Encarnación. Dios realmente ha tomado un rostro concreto, histórico, que los profetas han deseado ver, que los apóstoles han contemplado, que los íconos nos invitan a venerar… y del cual la Sábana San-ta nos revela tantos detalles. ¿Cómo no recordar las palabras de Cristo en la última cena: «Quien me ve a mí ve al Padre» (Jn 14, 9)?

El sacerdote es invitado a vivir intensamente este misterio de la Encarnación. Como escribió Juan Pablo II en la Pastores dabo vobis: los pres-bíteros son llamados a prolongar la presencia de Cristo, único y supremo pastor, siguiendo su esti-lo de vida y siendo como una transparencia suya en medio del rebaño que les ha sido confiado6.

Cada generación de cristianos ha venera-do los íconos y la Sábana Santa, porque estas imágenes hacían presente y visible a Jesús; del mismo modo, cada generación de fieles se acerca al sacerdote para encontrar la presencia sacra-mental de Cristo: para los fieles de nuestras parroquias se renueva la sentencia del Señor: «Quien a ustedes los escucha, a mí me escu-cha; y quien a ustedes los rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10, 16).

Ahora bien, ¿de qué manera se visualiza a Jesús en la Sábana Santa? ¿Qué modelo de presencia nos ofrece? Todos los reyes nos han dejado pinturas suntuosas de sí mismos, subra-yando su poder; Jesús, al contrario, el Rey del universo, no nos ha dejado otra imagen que un cadáver, desfigurado por la Pasión, No tenía apariencia ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto que pudiésemos estimar (Is 53, 2b). De todos los artistas que han representado a Cristo,

6 Exhortación Pastores Dabo Vobis, núm. 15.

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ninguno ha llegado hasta tal despojo: el hombre de la Sábana Santa esta completamente des-nudo, postrado por el dolor, abandonado a la sombra del sepulcro. El sacerdote está invitado a reproducir precisamente esa pobreza, siendo entre sus fieles testigo de la nueva riqueza que constituye la pobreza:

La libertad interior, que la pobreza evangélica custodia y alimenta, prepara al sacerdote para estar al lado de los más débiles; para hacerse solidario con sus esfuerzos por una sociedad más justa; para ser más sensible y más capaz de comprensión y de discernimiento de los fe-nómenos relativos a los aspectos económicos y sociales de la vida; para promover la opción pre-ferencial por los pobres; ésta, sin excluir a nadie del anuncio y del don de la salvación, sabe in-clinarse ante los pequeños, ante los pecadores, ante los marginados de cualquier clase, según el modelo ofrecido por Jesús en su ministerio profético y sacerdotal7.

Continuamos aún un poco con la comparación: el Cristo de la Sábana Santa está completamente desnudo, ciertamente, pero el abrigo que cons-tituye la Sábana es muy precioso, como el se-pulcro ofrecido por José de Arimatea según el Evangelio (cfr. Jn 19, 41). Los hombres, de frente a la humillación de Cristo, ofrecen lo que tienen de más precioso para expresar su amor por Él. Análogamente, el sacerdote que se ha hecho pobre por sus ovejas, al renunciar a una fami-lia, una carrera, la promoción social, recibe de parte de sus fieles signos de homenaje que ex-presan su afecto, como los vasos sagrados que nos ofrecen en las grandes ocasiones. El amor de María Magdalena, que ungió a Jesús pobre con un rico ungüento, es el mismo de José de Arimatea que envuelve a Jesús martirizado en

7 Exhortación Pastores Dabo Vobis, núm. 30.

una sábana preciosa, y es también el amor de nuestros fieles cuando se unen para cubrirnos, a nosotros pobres pecadores, con bellos orna-mentos litúrgicos. En realidad éste es el amor de la Iglesia que ofrece a su divino esposo, vulne-rable bajo las especies eucarísticas, el oro de los ostensorios y la majestad de las catedrales.

Testimonio de la pasiónSe humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz (Fil 2, 8).

Las visitas a Turín lo confirman: lo que más llama la atención de la Sábana Santa es su tes-timonio del sufrimiento. El cuerpo está cubierto de heridas y nos permite reconstruir todas las torturas –terribles– infligidas a Jesús, en perfecta concordancia con el Evangelio. Escuchemos de nuevo a Claudel:

«Todos los rastros están aquí escritos, imbo-rrables: las heridas de las manos, las de los pies, la herida del costado hasta el corazón, la de la espalda; la corona de espinas, que nos recuer-da la pregunta de Pilato: ¿eres tú el rey? Y estos restos de flagelación, tan reales que su visión aun hoy nos hace temblar. La fotografía nos ha entregado este cuerpo, que los más grandes místicos apenas se han atrevido a imaginar, martirizado literalmente de la planta de los pies a la cabeza, todo envuelto en golpes de látigo, todo vestido de lesiones, de tal modo que ni una pulgada de esta sagrada carne ha huido de la atroz inquisición de la justicia, esas frustras do-tadas de plomo y de ganchos desencadenados sobre aquella carne… no son frases que desci-fran línea por línea, es la pasión entera que de improviso nos viene echada en cara8».

Naturalmente el testimonio de la Sábana San-ta es solamente (clínico), pero gracias al Evange-

8 Paul Claudel, idem.

lio (nuevamente la fe complementa la razón), nos ofrece una constante referencia al ofreci-miento de amor que ha sido la Pasión. Es esto lo que hace de la Sábana Santa un extraordinario instrumento de evangelización: la cruz deja de ser un ornamento de nuestros salones burgueses y al fin muestra toda su crudeza al católico que lo había olvidado, permitiéndole apreciar el va-lor de estas palabras del crucificado: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).

Se constata pues que la Sábana Santa es muy cercana a la devoción al Sagrado Corazón, que se ha presentado co-ronado de espinas con este lamento: «He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres, y en cambio, de la mayor parte de los hombres no recibe nada más que ingratitud, irreverencia y desprecio, en este sacra-mento de amor... »9.

¿Cómo podría no lla-marnos la atención profundamente a nosotros, sacerdotes, que hemos sido llamados a dar la vida por las ovejas? Contemplar la Sábana Santa es como meterse en los zapatos de Pedro en su diálogo con Jesús después de la Resurrección: al confiarnos a las ovejas, nos ha anunciado también el martirio. Es lo que viven tantos hermanos nuestros sacerdotes en China, Irak y en otros lugares. El Concilio lo menciona:

9 Revelaciones del Sagrado Corazón de Jesús a Santa Margarita Maria Alacoque, Junio 1675.

Rigiendo y apacentando el pueblo de Dios, se ven impulsados por la caridad del «buen pastor» a entregar su vida por sus ovejas, preparados también para el sacrificio supremo, siguiendo el ejemplo de los sacerdote que incluso en nues-tros días no han rehusado entregar su vida10.

Lo sabemos bien: el martirio que se nos pide es generalmente más discreto, en la cotidiana

fidelidad a nuestra vo-cación. Es lo que Juan Pablo II ha descrito en la explicación de la obediencia sacerdotal: la obediencia sacerdo-tal tiene un especial «carácter de pastorali-dad». Es decir, se vive en un clima de cons-tante disponibilidad a dejarse absorber, y casi «devorar», por las ne-cesidades y exigencias de la grey. Es verdad que estas exigencias han de tener una justa racionalidad, y a veces han de ser seleccio-nadas y controladas; pero es innegable que

la vida del presbítero está ocupada, de manera total, por el hambre del Evangelio, de la fe, la es-peranza y el amor de Dios y de su misterio, que de modo más o menos consciente está presente en el pueblo de Dios que le ha sido confiado11.

¿Podremos acaso encontrar una imagen más fuerte y concreta de esta obediencia, de este amor que llega hasta el fin por las ovejas, que el testimonio de la Sábana Santa?

10 Concilio Vaticano ii, decreto Presbyterorum Ordinis, núm. 13.11 Pastores Dabos Vobis, núm. 28.

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Testigo de la ResurrecciónPor lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre (Fil 2, 9).

Regresemos de nuevo a la Sábana; no con-sideramos más al hombre que ahí yació, ni sus heridas, pero hemos de examinar más de cerca esta imagen en negativo: nos aparece constitui-da por la quemadura superficial de las fibras de lino. Una quemadura que nos deja estampada la fotografía del cuerpo… Aquí inicia un ver-dadero misterio para la razón. ¿Qué fenómeno ha sido capaz de producir esto? Una imagen tridimensional estampada sobre una tela plana (no hay pliegues visibles), con un sorprenden-te carácter holográfico… no puede ser sino un haz de luz intensa, emanado por el cadáver en forma uniforme y vertical, que se ha reducido gradualmente según la distancia entre la piel y la tela: una especie de mini explosión nuclear de la cual no tenemos otra demostración. Nadie explica este fenómeno desconocido por la física contemporánea, y nadie es capaz de reproducir tal imagen, a pesar de toda la tecnología que tenemos hoy en día a disposición.

También aquí la fe puede cooperar con la ra-zón para explorar el misterio. No viene al caso gritar el milagro, ni obligar a nadie a creer. Pero con el testimonio de los Evangelios sabemos que este cadáver, depositado el viernes en el sepulcro, desapareció dejando el lienzo vacío. La fe nos habla de la Resurrección, que nadie habría visto, pues no puede ser objeto de una medida física, pero algunas consecuencias de la Resurrección pertenecen al área visible y tan-gible, sin por esta razón obligar a creer: así nos dice el Evangelio que Juan y Pedro vieron la tumba vacía, con el lienzo. Juan lo acató como signo de una realidad sobrenatural, que lo con-dujo a la fe, exactamente como los milagros de curación en Lourdes, que son constatables des-de el punto de vista científico (un fenómeno

inexplicable) y pueden servir de signo para que los hombres crean.

Por esto es significativo que el Evangelio, que hace mención una sola vez de la sábana (Jn 20, 7), lo hace en el contexto de la nueva fe en la Resurrección: «vio y creyó». De esta mane-ra podemos sostener que la Sábana Santa es testimonio de este misterioso momento cuan-do el cuerpo de Jesús, en la Resurrección, se convirtió en el «cuerpo glorioso», en una ex-plosión de luz y calor que nos recuerda una de sus proclamaciones en vida: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 9, 5).

Pero no nos detengamos en este aspecto particular (si bien discutible) de la Resurrección. Debe ser considerada en su conjunto, como acción de Dios sobre la humanidad de Jesús, para hacerlo resurgir de entre los muertos, lo que creemos con la fe: los que por medio de Él creen en Dios, que le ha resucitado de entre los muertos y le ha dado la gloria, de modo que su fe y su esperanza estén en Dios. La Sábana San-ta nos habla de la acción del Padre, que acepta el sacrificio de su Hijo (su Pasión) elevándolo a la gloria de la Resurrección.

Una vez más, la Sábana Santa nos alcanza en nuestra espiritualidad sacerdotal. De hecho nues-tro ministerio nos lleva a darlo todo por nuestros fieles. Cada día alcanzamos a percibir la despro-porción entre nuestras capacidades humanas y la misión que nos ha sido confiada. No somos sino instrumentos, canales para que la gracia de Dios se difunda en los corazones. Tenemos confianza de que a través de nuestra acción, en particular los sacramentos, Dios actúa y produce frutos de vida eterna: la misma confianza que el Hombre de la sábana quien, al ofrecerse por amor en la Pasión, alcanza de su Padre la salva-ción del mundo.

A menudo frente a la grandeza del pecado y la desorientación de los hombres, nos sentimos

impotentes: los medios disponibles por la «cul-tura de la muerte» son cada día mayores, pero el mensaje de la Sábana Santa es que nuestra impotencia puede servir a Dios, como afirmó Juan Pablo II en Turín:

«La Sábana Santa nos presenta a Jesús en el momento de su máxima impotencia, y nos recuerda que en la anulación de esa muerte está la Salvación del mundo entero. La Sábana Santa se convierte, así, en una invitación a vivir cada experiencia, incluso la del sufrimiento y de la suprema impotencia, con la actitud de quien cree que el amor misericordioso de Dios ven-ce toda pobreza, todo condicionamiento y toda tentación de desesperación»12.

Sigamos aún un poco adelante en nuestra reflexión: si la Sábana Santa como testimonio de la Encarnación nos ha hablado de pobreza; si como testimonio de la Pasión nos ha mos-trado la virtud de la obediencia, ahora afirma-mos que su testimonio de resurrección está relacionado con nuestro celibato sacerdotal. El paralelismo es menos superficial de lo que parece. Esta imagen de la Sábana Santa es un signo para nuestro tiempo, en contradicción con la mentalidad del mundo13 y nos ofrece un testimonio de las realidades venideras, cuando seremos testigos de la resurrección de la carne. ¿Nuestro celibato no es también un testimonio contra corriente, para anunciar el reino que vendrá? Por la virginidad o celibato conservado por el Reino de los cielos, se consagran a Cristo de una forma nueva y exquisita, se unen a Él más fácilmente con un corazón indiviso, se de-dican más libremente en Él y por Él al servicio de Dios y de los hombres, sirven más expédi-tamente a su reino y a la obra de regeneración

12 Juan Pablo II, Discorso.13 Recordemos que en el mismo discurso, Juan Pablo II habla de la Sábana

Santa como provocación a la inteligencia.

sobrenatural, y con ello se hacen más aptos para recibir ampliamente la paternidad en Cris-to. De esta forma, pues, manifiestan delante de los hombres que quieren dedicarse al ministe-rio que se les ha confiado, es decir, de desposar a los fieles con un solo varón, y de presentarlos a Cristo como una virgen casta, y con ello evo-can el misterioso matrimonio establecido por Dios, que ha de manifestarse plenamente en el futuro, por el que la Iglesia tiene a Cristo como esposo único14.

Un signo de nuestros tiemposLa Sábana Santa de Turín es un signo que nos puede ayudar a seguir mejor a Cristo. Lo ve-mos hoy en día por los frutos espirituales que reciben nuestros fieles en contacto con la mis-ma. Esta reliquia auténtica, esta imagen im-presionante del rostro y del cuerpo martirizado de Jesús, este testimonio misterioso de la Re-surrección, nos permiten transmitir la fe en los aspectos esenciales del misterio pascual.

También para nosotros, sacerdotes, la Sábana Santa es testimonio de un amor verdaderamen-te sacerdotal, que el Concilio nos invita a imitar en plenitud:

Cristo, a quien el Padre santificó o consagró y envió al mundo «se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad, y adquirirse un pueblo propio y aceptable, celador de obras buenas» (Tit 2, 14), y así, por su Pasión, entró en su gloria; semejantemente los presbíteros, consagrados por la unción del Espíritu Santo y enviados por Cristo, mortifican en sí mismos las tendencias de la carne y se entregan totalmente al servicio de los hombres, y de esta forma pue-den caminar hacia el varón perfecto15.

14 Presbyterorum Ordinis, núm. 16.15 Presbyterorum Ordinis, núm. 12.

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El interés que la teoría del Intelligent Design (ID) está despertando, incluso en nuestro país, en el ambiente católico nos lleva a

preguntarnos: ¿Cuál es la razón de semejante interés? Me parece que se debe al compromiso que la teoría quiere representar entre evolucio-nismo y fe católica. La teoría parece salvaguar-dar un poco más la doctrina de la Iglesia sobre la creación del hombre, porque busca protegerla de la concepción materialista que inspira a mu-chos evolucionistas de matriz darwinista.

Pero si lo pensamos bien, no es necesario recurrir al modo de ver del ID para admitir la creación y también un proyecto de Dios sobre el universo, más aún se vuelve una desviación y motivo de ulteriores dudas. La teoría del ID es un modo impropio, incluso equivocado, para afirmar la justa idea de creación.

El ID es una posición particular del creacionis-mo científico, una mala expresión acuñada en ambientes culturales americanos, influenciados por cristianos fundamentalistas, que sostienen la creación según el texto bíblico, como teoría científica alternativa a la evolución.

La nueva versión expresada por la teoría del ID no enfrenta a la evolución, al menos en algunas de sus expresiones, sino introduce en su curso una causa externa que da razón a la compleji-

La cuestión del Intelligent Design

Fiorenzo Facchini

dad de la formación de los seres vivientes. La transformación de las cosas, de los vivientes, al menos a nivel microevolutivo, no se mete en discusión. Los cambios genéticos casuales, se-leccionados por el ambiente, dan razón de las diversidades que se observan en una especie y también el paso de una especie a la otra a través de formas isoladas genéticamente de otras. Lo que crea problema y requiere intervención exter-na superior es más bien la formación de nuevas estructuras u órganos o funciones. ¿Cómo es po-sible que sean seleccionados si ya no existen?

Sus defensores (científicos y filósofos como Behe, Johnson, Dembsky y otros) afirman que en la naturaleza se deben reconocer «complejidades irreducibles» que han requerido la intervención de una causa externa en el curso de la evolución.

Según el bioquímico Michael Behe (1996), «un sistema complejo irreducible no puede ser

producido directamente… por sucesivas modi-ficaciones de un sistema precursor, porque es por definición no funcional todo precursor de un sistema complejo irreducible en cuanto par-te faltante. Puesto que la selección natural no puede escoger sistema ya funcionando, si un sistema biológico no puede ser producido gra-dualmente debería formarse como una unidad no integrada de un solo golpe para que la selec-ción natural tenga algo sobre lo cual actuar».

En otras palabras, sin que existan simultánea-mente todas las partes del ojo, el ojo no puede

funcionar. No se admiten grados en la evolu-ción, mientras los defensores del darwinismo los afirman y sostienen que se pueden seleccionar durante el largo período, grado por grado, las diversas estructuras y los elementos que los com-ponen, desde el ojo simple de los insectos hasta el ojo compuesto de los vertebrados.

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Se presentan también otros ejemplos: flagelo bactérico, molécula de la hemoglobina, etcétera.

Aún más compleja es la formación de la vida sobre la tierra. Los ejemplos pueden multipli-carse. Se invoca una causa externa que guía la evolución y de este modo se realiza un diseño inteligente, obra de una causa superior.

Recientemente Behe (2007) escribió: «la ma-yor parte de los cambios que realizan las gran-des estructuras de la vida deben haber sido no casuales» y por lo tanto requieren una causa externa al proceso evolutivo.

Entre las críticas que se hacen al ID está el he-cho de que no es falsificable y la incongruencia

de muchas adaptaciones imperfectas encontra-das en la naturaleza, como estructuras que no se justifican.

El ID, al introducir una causa externa en el pro-ceso evolutivo, sale del ámbito de las metodo-logías de la ciencia. Una operación que parte de buenas intenciones, pero aparece incorrecta desde el punto de vista científico, ambigua e innecesaria desde el punto de vista teológico. Para explicar eventos de orden científico mezcla indebidamente argumentos de orden teológico. La causalidad de los eventos naturales ha de ser investigada con métodos de las ciencias. Otra cosa es la causalidad primera de las cosas, la de-pendencia radical de su existir de una causa pri-mera: Dios Creador. Pero es una dependencia

ontológica, que no se puede referir a Dios como causa eficiente de cada uno de los fenómenos naturales que tienen su origen en las así llama-das por santo Tomás: causas segundas.

Sobre esto se ha de recordar la sentencia emi-tida por el juez de Dover (Pennsylvania) que acogió en diciembre de 2005 el recurso de los padres que exigían que en las escuelas públicas se enseñara junto a la evolución darwiniana la teoría del ID, considerándolo como expresión de una concepción religiosa y no científica y por lo tanto no tenía cabida en la enseñanza de ciencias en una escuela pública. Tal teoría queda mejor en otras sedes (cursos filosóficos) en los cuales se recuerdan opiniones e hipótesis sobre la historia de la vida. La teoría del ID no per-tenece al ámbito de las ciencias naturales y no tiene sentido enseñarla como ciencia ni en una escuela pública ni en una privada.

El hecho de que el modelo propuesto por Darwin se considere insuficiente no justifica que se deba recurrir a agentes superiores, externos al proceso evolutivo, pretendiendo hacer cien-cia. Si el modelo darwiniano no es adecuado, se ha de buscar otro, pero permaneciendo en el ámbito científico. No parece necesaria la in-tervención continua de una causa externa para sostener un finalismo en la creación. Enseñar el ID como ciencia alternativa al modelo darwi-niano, lleva a una confusión de planos que no beneficia a ninguno.

Pero aún hay más. Recurrir a una causa exter-na para explicar cosas que no conseguimos ex-plicar con los medios que tenemos a disposición es andar fuera de camino y además es peligro. No se puede probar o argumentar sobre la exis-tencia y sobre la intervención de Dios a partir de lagunas de la ciencia. Un Dios «tapa-gujeros» no sirve ni a la religión ni a la ciencia.

Los defensores de la teoría del ID deberían dar razón, en una visión sostenida por continuas

intervenciones de Dios en el curso de la evolu-ción, de tantas anomalías y sobre todo del hecho de que la evolución de la vida se ha ido dando con sacrificios de seres, destrucción, violencias de todo tipo en la naturaleza que un diseño real-mente inteligente debería excluir. ¿Y qué decir del sufrimiento y de la muerte que afligen a los hombres?

Rhonheimer1 (2008) es muy crítico: «la ima-gen de Dios que nos entrega el Intelligent De-sign es la imagen de un Dios mecánico, un Dios

que interviene como constructor en el proceso evolutivo de la naturaleza, que crea cosas, me-canismos, estructuras que en parte funcionan

1 M. Rhonheimer, Teoria dell’evoluzione neodarwinista, «intelligent de-sign» e creazione. In dialogo con il cardinal Christoph Schönborn, Acta Philosophica, 17 (2008), pp. 87-132.

y en parte no funcionan, con partes inútiles y superfluas».

La teoría del ID termina por crear nuevos pro-blemas en lugar de resolver los que ya existen.

Es una operación simétrica, de signo opues-to, a aquella de los naturalistas darwinianos que quieren derivar de la ciencia una visión totalizan-te de la realidad. En ambos casos la operación es configurable a un salto de curso, porque se pasa de un plano cognoscitivo a otro utilizando las propias metodologías.

Al final, la evolución por causas naturales, que supone siempre la dependencia del Creador, explica tantas incongruencias que se encuen-tran en el proceso evolutivo y es plenamente compatible con un universo que responde en su conjunto a un proyecto. Se podría también recordar que se han observado mutaciones de

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El ID sostiene la creación según

el texto bíblico, como teoría

científica alternativa

a la evolución.

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genes reguladores de estructuras y funciones también complejas, y no sólo de pequeñas va-riaciones. Pero lo que me parece más importan-te subrayar es que el proyecto sobre la historia de la vida y del hombre no se agota en el uni-verso mismo y solicita horizontes más amplios.

Más allá del diseño inteligente: un proyecto superiorEn la visión del creyente el campo se alarga a un proyecto que va más allá de la creación del uni-verso. La sabiduría y bondad de Dios providente

inspiran y sostienen toda la creación, pero no se agotan en el horizonte terreno.

El papa Benedicto XVI ha afirmado muchas veces que se encuentra fuera de toda lógica el pensar que todo se haya autoformado o sea fruto de la casualidad. En esta afirmación está la idea de un proyecto y una finalidad de la creación según la doctrina de la revelación. Pero el cómo se haya realizado no le corres-ponde al magisterio de la Iglesia enseñarlo, y no es el caso recurrir a una teoría tan criticable como la del ID.

Es legítimo sostener que las modalidades permanezcan en el orden de las causas natu-rales, de las propiedades de la materia querida por Dios.

En la economía de la naturaleza Dios actúa, como muchas veces hemos afirmado, a través

de causas segundas, es decir de los factores na-turales. El diseño general es consecuente con la creación de los presupuestos del desarrollo de la vida y se puede realizar por eventos en parte ligados a las leyes y propiedades de la materia y en parte casuales. Pero no se requie-ren intervenciones intermitentes de una causa externa.

Como se ha dicho anteriormente, el diseño de Dios sobre la creación no se agota en el orden de la naturaleza. El sistema de la naturaleza consiente eventos que en sí mismos son negati-vos, portadores de desgracias o cataclismos. Pen-semos en los parásitos, en los terremotos, en el tsunami, en los huracanes devastadores, en las enfermedades incurables, en las epidemias, en la muerte…

Los límites de la naturaleza, ciertas incon-gruencias del sistema pueden explicarse mejor con la evolución, con procesos de orden natural, más que con una programación precisa y con sucesivas intervenciones en el tiempo.

Ciertas interrogantes, especialmente las que surgen por el sufrimiento y el drama de la muer-te, solicitan más bien el mirar más allá del ho-rizonte de la naturaleza para buscar respuestas satisfactorias. El Dios de la creación no puede configurarse como un «designer cósmico, ex-traño al interrogativo último contra el cual dan coces los seres humanos sobre el sentido de su ser y de su existencia» (Martelet, 2007).

La revelación cristiana indica una relación es-trecha de toda la creación con Jesucristo, hom-bre-Dios, en el cual todo ha sido creado y al cual todo tiende, como a su plenitud.

Es por este motivo que yo personalmente prefiero hablar de un proyecto que no sólo nos trasciende, sino que va más allá del orden de la naturaleza, un proyecto superior, en el cual Dios Creador se manifiesta providencial y amorosa-mente en la vida terrena y más allá.

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Entre las críticas

que se hacen al ID

está el hecho de que

no es falsificable.

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Cada época histórica nos muestra un pa-norama distinto en el cual la Iglesia ha tenido que cumplir con su misión. El

Espíritu Santo guía a la Iglesia, por lo que esta-mos seguros y convencidos que de algún modo, hemos cumplido con la misión de Jesucristo de construir el Reino de Dios. Esta época que nos ha tocado vivir, con los cambios tan fuertes que el siglo XX nos ha dejado, no sólo en el ámbito tecnológico, sino a nivel social, político, militar, humano, nos da una perspectiva sumamente compleja que nos anima a hacer un análisis profundo de los retos que enfrentamos como Iglesia en el siglo XXI.

La sociedad vive en un mundo secularizado, donde el relativismo, ha hecho de las suyas y ha permeado la mentalidad en los conceptos bási-cos. Es difícil distinguir para muchos el bien del mal, la virtud del vicio, se confunden constan-temente y la independencia que declara cons-ciente o inconsciente el hombre de Dios, no le permite hacer una introspección sobre su vida, sobre el bien que está llamado a realizar según su propia naturaleza y lo hace seguir cegado por este ambiente hedonista y consumista en el que se encuentra. El sentido de su vida está domina-do por las pasiones, por la moda, por lo que va saliendo día con día. No hay objetivos claros, las personas se sienten frecuentemente perdidas y

Los retos de la Iglesia

naMor

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Mtro. Ricardo Próspero Morales Arroyo

Lic. en Ciencias Religiosas por la Universidad La Salle con Maestría en Teología del Matrimonio y la Familia en el Instituto Pontificio Juan Pablo II;

Profesor en el Instituto Juan Pablo II y en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum.

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como familia y sociedad esto se muestra como una consecuencia sumamente evidente. La reli-giosidad del hombre, ahí está. No se ha perdido. Busca alternativas que sacien esa sed de Dios

que de forma natural siente, pero su desorien-tación, su ceguera y su egoísmo no le permiten realizar un cambio profundo en su vida.

La Iglesia en su tradición y en su enseñanza ha señalado siempre los males que ocasionan estos problemas. Debemos llamar a las cosas por su nombre y en este caso, es el pecado el que nos tiene de cabeza como sociedad. Es el pecado en sus distintas manifestaciones, ya sea personal o estructural el que nos impide poder crecer como personas, como seres que trascendamos hacia nuestro fin último. La soberbia humana hoy está

que desborda, así como todos los distintos pe-cados capitales: avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. Todos estos son la fuente de nuestros males. El vicio ciega la conciencia humana y si no hay un proceso de formación adecuado es muy difícil para la persona darse cuenta del ori-gen de sus problemas y por ende, difícil poner un remedio.

Los retos de la Iglesia pues son muchos, pero el primero es el combate al relativismo. Existe una sola verdad. Existe la verdad absoluta y esa suma verdad es Dios. Sólo mediante el estudio y el deseo honesto de encontrar la verdad por parte del ser humano, basado en los principios y valores universales será como podamos contrarrestar los negativos efectos del relativismo.

El ejercicio y la práctica de las virtudes, como medio para combatir el mal con el bien, es otro de los retos. No es una tarea que se cumpla en un momento de la vida y quede completado

nuestro objetivo, sino es una tarea de toda la vida, de estar constantemente, con perseveran-cia y ahínco practicando la virtud hasta extremos heroicos. Sólo mediante el testimonio de vida, sólo mostrando al mundo que la práctica de la virtud es posible, que es bueno y que es agrada-ble, podremos animar a otros a hacer lo mismo, porque no olvidemos que el bien, el verdadero bien, siempre atrae.

Uno de los retos que enfrentamos como cató-licos, de forma importantísima es la obediencia a la Iglesia. Debemos rescatar el concepto de

obediencia, no como un seguimiento ciego, sino como un seguimiento razonado en la fe. Esta-mos muy necesitados de obediencia, a nues-tros pastores, al Santo Padre, al magisterio de la Iglesia. Estamos muy contaminados de este relativismo que nos hace pensar que somos los únicos que poseemos «nuestra verdad» y nos sentimos con la autoridad suficiente de cuestio-nar, negar y rechazar las enseñanzas de nuestros pastores. Así no podremos llegar a ningún lado, pues no estamos siguiendo la enseñanza del Es-píritu Santo que se manifiesta, en la Iglesia. Nos hace falta obediencia.

Aunado a esto, un reto que nos obliga hoy por hoy es lealtad y fidelidad al mensaje de Jesucris-to. Lealtad y fidelidad auténticas. No podemos ir construyendo el Reino de Dios por nuestro lado, de forma individual y egoísta. Necesitamos for-zosamente de hacer Iglesia, hacer unión, todos los convocados por Jesucristo en el Bautismo. Necesitamos lealtad y fidelidad para poder

juntos, como una sola Iglesia fundada por Jesu-cristo, construir el Reino de Dios.

Por último, el reto más importante que tene-mos como Iglesia es mostrar el amor de Dios. El amor del Padre que se nos ha manifestado en el misterio de la Redención. El amor existe y el amor transforma; el amor libera, el amor nos dignifica, nos hace asumir nuestra condi-ción de criaturas y de personas. El amor de be-nevolencia, es nuestro más grande reto, frente a las circunstancias que aparecen hoy a la Iglesia del siglo XXI. Dar testimonio de nuestra fe en

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La independencia que declara consciente o inconsciente el hombre

de Dios, no le permite hacer una introspección sobre su vida.

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Cristo, por medio de nuestra vida, avocada al amor desinteresado por los demás. Resulta alentador saber que en la medida que poda-mos aplicar estos criterios, iremos poco a poco

transmitiendo este amor de Dios que de forma misteriosa, como el crecimiento del Reino de Dios, irá transformando los corazones de los hombres, las familias, la sociedad, el mundo. No dejemos a un lado la oración. Pidamos al Señor todopoderoso que nos ayude, nos ilumine y nos impulse para lograr realmente, de forma eficaz y verdadera, llenar el mundo de este amor que salva: el amor infinito de Dios.

Éste será pues nuestro más grande reto por asumir en este tiempo que nos ha to-cado vivir.

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Debemos llamar a las cosas por su nombre y en este caso,

es el pecado el que nos tiene de cabeza como sociedad.

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Peregrinar en Tierra Santa es un gran don de Dios

y una ocasión de gracian

rEflExión

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Pbro. Sergio Ramírez Quintana

Diócesis de Toluca

Al escribir estas líneas, viene a mi memoria la necesidad que había en mi corazón de una «renovación profunda en mi vida y

en mi sacerdocio», providencialmente Dios me abre las puertas para hacer una peregrinación a Tierra Santa.

El Instituto Notre Dame of Jerusalem Cen-ter y el Centro Sacerdotal Logos, me brindan la oportunidad de experimentar un momento muy especial que ha marcado mi vida en el encuentro con Cristo Resucitado. En enero y en julio organizan cursos de renovación sacerdo-tal para sacerdotes de todo el mundo. Sólo el año pasado tuvimos la gracia de participar cerca de 40 sacerdotes mexicanos en los dos cursos que se organizaron en verano y en invierno. Cada año se tiene esta oportunidad que yo describiría como única.

Al llegar a Tierra Santa intuí que las actitudes fundamentales que se deben asumir son «el silencio, la escucha, la oración y la reflexión». Se debe abrir el corazón y la mente para que se plasme dócilmente la fuerza del Evangelio y renueve las ilusiones y los anhelos para seguir las huellas de Jesús.

Ir a Tierra Santa ha significado para mí, ir al encuentro con Dios, descubrir a Dios en los lu-gares santos, mismos lugares que Él ha querido santificar a través del Verbo Encarnado. Si se vive la experiencia de la Tierra Santa con estos sentimientos uno siente el contacto misericor-dioso de Dios que suscita una conversión per-sonal y que lleva también al encuentro con los hermanos cristianos y con todos los hombres de aquel país que viven el misterio de la Tierra Santa, misterio de santidad, misterio de divi-nidad, misterio de sufrimiento que se vive en aquella tierra santificada por Dios y consternada por los hombres.

Mis momentos más significativos en Tierra Santa1. Me propuse vivir intensamente los ejercicios espirituales; y me dieron la pauta de lo que yo estaba buscando: encontrarme conmigo mismo, revalorar la vida que Dios me ha dado como un regalo inmerecido, meditar sobre la esencia de mi vida en la tierra en que Jesús vivió, murió y resuci-tó para mi salvación y la de la entera humanidad.

Reavivar el don de mi «sacerdocio», sentirme discípulo y seguidor de Jesús, renovar y forta-lecer mi actitud de un servidor en la Iglesia del Señor y en distintos ministerios que mi Obispo me ha confiado.

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2. Visita a los Lugares Santos (sólo referiré al-gunos): contemplar el pueblo de Belem que significa «Casa de pan», me hizo meditar en el lugar donde Dios se hizo hombre, Belem es una pequeña ciudad de Judea con un encanto especial, cuando uno entra a la Basílica de la Natividad, hay que bajar mucho la cabeza pues es una puerta muy pequeña, al inclinarse, uno comprende que hay que doblegarse, incluyen-do la soberbia y postrarse humildemente en la gruta donde se encuentra la estrella de plata que indica el lugar del alumbramiento del niño Je-sús, me arrodillé y después de besar la estrella, exactamente atrás está el pesebre del niño Jesús, es una piedra que parece fue hecha a la media para colocar su sagrado cuerpecito. Esta escena transmitió en mi corazón una paz tan grande y no dejé de preguntarme: ¿cómo es posible que el hijo de Dios haya escogido un lugar tan aus-tero y tan majestuosamente sencillo para nacer?

Recordaba cuantas navidades Dios me ha concedió vivir la alegría que se experimenta por el nacimiento del Salvador. Oré y dí gracias a Dios por mi vida, por el día en que nací y el gozo que experimentaron mis padres.

Belem seguirá siendo la realización de la promesa del Padre para el mundo enteroNazareth habla de la vida cotidiana de Jesús, de María y de José, lugar donde Jesús crecía en sabi-

duría, en edad y gracia ante Dios y ante los hom-bres. Nazareth, pueblo sencillo y humilde que no figuraba en los mapas romanos de la época, es como una escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio.

En Nazareth, transcurriría el 90% de su vida, ahí crece como hombre, 30 años en los que Jesús y María llevan una vida humilde y senci-lla que pasa desapercibida a los ojos humanos pero muy impregnada del amor y caí en la cuen-ta, que lo más importante en la «vida» no es lo que se hace, sino el amor que se pone en lo que se hace, la vida adquiere así, un sentido pleno y es Cristo el verdadero hombre que viene a darle plenitud a nuestra vida.

Muy significativos y llenos de misterio: el lago de Tiberiades o mar de Galilea, Caná, Tabga, Dalmanutha, Cafarnaún, Magdala, el monte de las Bienaventuranzas, el monte Tabor, Betania, Jericó, etc. Ahí Jesús desempeña su ministerio público. Al contemplar estos lugares con el Evan-gelio en la mano, llenaron profundamente mi corazón y me hacían comprender más la vida de Jesús, atónito y estupefacto me recreaba espi-ritualmente en los misterios de la vida del Señor.

Desde la Iglesia del Dominus Flevit en la ladera del monte de los Olivos se contempla la ciudad de Jerusalem, ciudad llena de historia y de misterio.

Evidentemente el «cenáculo» me confrontó en mi ser sacerdotal, Cristo desde ahí me ha he-cho partícipe de su sacerdocio y discípulo de sus sacramentos, en mi indigna y humilde persona llevo los tesoros de la gracia y me preguntaba: ¿quién soy yo para ser portador de estos dones? Y recordaba aquellas palabras de Jesús: «No son ustedes los que me han elegido, soy Yo quien los ha elegido» (Jn 15, 16).

El huerto de los Olivos y Getsemaní, me per-mitieron reflexionar sobre el misterio de la Pa-sión, del dolor, del sufrimiento y de la agonía

del Señor. Y lo que más mueve al corazón es postrarse frente a la roca donde Jesús vivió su agonía, ahí comienza su Pasión. Yo creo que to-dos en la vida vamos viviendo un Getsemaní en el que hemos dicho: «Padre si es posible que pase de mi este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya» (Mc 14, 32-42).

El Calvario y el Santo SepulcroMomentos más impactantes de mi peregrina-ción, se percibe la sensación del grito deses-perado de Jesús: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?, Padre en tus manos encomiendo mi espíritu». Pero uno comprende que no es el grito ni la angustia de un ser desesperado, sino la oración del Hijo que ofrece su vida al Padre por amor a la humanidad.

Contemplar la tumba vacía es contemplar el testimonio más silencioso del acontecimiento central de nuestra Salvación. Durante casi dos mil años la tumba vacía ha dado testimonio de la victoria de la vida sobre la muerte.

Este encuentro personal con Cristo Resuci-tado es el bálsamo más hermoso para curar complejos, heridas y sufrimientos y todo tipo de desalientos que padecemos en la vida.

Gracias Jesús por tu Resurrección, como dice san Pablo: «Todo sería una ilusión si Tú no hu-bieses resucitado». Pero Tú Señor resucitaste y subiste a los cielos para esperarme a mí y a tantos millones de almas, gracias por ese rayo, por ese torrente de luz y de esperanza. Hoy vivo con esta convicción de que algún día me parti-cipes de la Gloria de la Eternidad.

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Reavivar el don

de mi «sacerdocio»,

sentirme discípulo

y seguidor de Jesús.

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La reina de las ciencias

ntEología

n«La Teología goza de poco crédito entre la ma-

yor parte de los intelectuales de Occidente. Se cree que el significado de la palabra se

refiere a una forma anticuada de pensamiento religioso que implica la irracionalidad del dog-matismo. El mismo prejuicio vale también para la Escolástica. En los diccionarios “escolástico” significa “pedante y dogmático” para indicar, de esta manera, la esterilidad del saber de la Iglesia medieval. John Locke, filósofo británico del siglo XVIII, disminuye el papel de los escolásticos de-finiéndolos “los grandes maestros que acuñan” términos inútiles aptos para “esconder su igno-rancia”. ¡No se trata de eso! Los escolásticos eran estudiosos excelentes que fundaron las mejores universidades europeas y dieron inicio a la cien-cia occidental»... (Rodney Stark, La victoria de la razón). En pocas líneas quien es considerado el máximo sociólogo contemporáneo de la religión da la vuelta a uno de los prejuicios más antiguos y difundidos en los ambientes intelectuales de Occidente, teólogos incluidos…

La Teología no es la cenicienta de las ciencias, que ha de mendigar tímidamente el derecho de ciudadanía en los ambientes académicos y en el areópago de la cultura, con la condición de mantenerse en una posición de retaguardia y de dependencia estructural hacia métodos y conclusiones que le resultan absolutamente

extraños. ¡Es exactamente al revés! De hecho, precisamente de ella se originaron las universi-dades, los lugares en los cuales nació y se forjó la ciencia occidental. Como es sabido, las dos primeras universidades de la historia surgieron en torno a facultades de ciencias eclesiásticas: la Teología en el caso de la Universidad de París y el Derecho canónico en el caso de la Universidad de Bolonia. Lo realmente significativo es que no se trata de un accidente histórico pues la Teolo-gía cristiana demuestra tener en sí misma una capacidad de promoción y educación de la razón que le es absolutamente estructural, que –para decirlo con una imagen– pertenece a su DNA.

Ciertamente se puede hablar de «Teología» hebrea, islámica, induista, budista. Sin embargo es necesario saber dos cosas: primero, que este modo de expresarse es fruto de la tendencia na-tural de una cultura a estudiar las otras culturas utilizando en un modo un poco acrítico las ca-tegorías que le son familiares y que –miremos con especial atención– sólo a ella le convienen verdadera y completamente. Así por ejemplo, nosotros los católicos, nos esforzamos por saber qué piensan oficialmente las otras religio-nes sobre un determinado punto de doctrina o de moral, dando por descontado que en ellas exista algo equivalente a nuestro magisterio, sin darnos cuenta de que el magisterio es una función típica, y de muchas maneras exclusiva, de la Iglesia católica. En segundo lugar que el uso de la palabra «Teología» para significar un pensamiento articulado y sistemático sobre ma-terias relativas a lo «divino» en otras culturas religiosas tiene un valor sólo analógico, donde la diferencia prevalece en modo decisivo por en-cima de la semejanza. Se puede ciertamente hablar de ciencias religiosas en el ámbito de otras culturas y religiones, pero de «Teología», en el sentido de un esfuerzo por conocer a Dios a partir de su revelación, metiendo en obra, con

convicción y confianza, todos los recursos del saber humano, sólo se puede hablar en un ám-bito cristiano.

En la Bereshit Rabbá, un comentario midráshico al génesis justamente famoso e importante para el hebraismo se pregunta: ¿por qué las Escritu-ras comienzan con la letra «bet»? Aquella letra del alfabeto hebreo cuadrado, compuesta por un trazo que sale verticalmente y después se curva de derecha a izquierda y un trazo hori-zontal por debajo. Porque no debes pregun-

tarte que había antes, qué hay en el alto, qué por debajo, sino sólo cómo caminar rectamente hacia adelante (no olvidemos que la dirección de la escritura hebrea, y en general semítica, es de derecha hacia izquierda)… El texto más significativo del judaísmo es –como es sabido– el Talmud, se trata de una especie de amplia

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biblioteca que reporta el desarrollo de extensas discusiones entre los doctores de la ley que han llegado a nosotros en dos versiones: la de Ba-bilonia (la más grande y difundida), el Talmud bablí, y la de Jerusalén, el Talmud ierushalmi. Ciertamente las discusiones son expresiones de un refinado y exigente uso de la razón. Su argu-mento sin embargo es, casi en su totalidad, jurí-dico: cómo practicar escrupulosa y exactamente la ley, cómo caminar hacia adelante…

Si echamos un vistazo al amplio complejo de las ciencias islámicas, veremos que se organizan

en torno a la fiqh, al derecho. Existe también el kalam, que parece corresponder a nuestra Teología y a menudo es así como se traduce. Sin embargo se trata de algo absolutamente marginal y paragonable a una apologética, muy extrínseca, de las principales afirmaciones del credo islámico. La impostación es decididamen-te «homocéntrica»: la ley está al centro. No tiene sentido preguntarse quién es Dios y cómo pode-mos conocerlo –sería impertinente curiosidad sino únicamente qué debemos hacer para estar en todo y por todo sometidos a Él (muslimun), también en las manifestaciones más peque-ñas y marginales de la vida. Las escuelas teoló-gicas islámicas de cierto valor, verdaderamente importantes para conocer el Islam y hacerse una

idea no superficial de las muchas diferencias lo atraviesan, son las escuelas jurídicas: la Hanafi-ta, la Malikita, la Shafiita, la Hambalita. No es casualidad que Osama Bin-Laden sea –como buen saudita– de escuela Hambalita, la más li-teral y la menos propensa a utilizar la razón en la interpretación del Corán.

Si pasamos a analizar las religiones orientales, descubrimos rápidamente que al principio absoluto falta justamente aquel elemento que para nosotros, hijos de la tradición judeo-cristia-na, es absolutamente obvio: el ser Persona. Pero si el principio último, el absoluto, no es perso-nal, cualquier esfuerzo cognoscitivo en torno a Él revestirá de manera infalible únicamente ele-mentos de la Metafísica, de la Filosofía o de la Gnosis, pero nunca los de la Teología.

Con el cristianismo las cosas cambian sus-tancialmente, porque cambia sustancialmente la relación con Dios. «Ya no los llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor. A ustedes los he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre se los he dado a co-nocer» (Jn 15, 15). Si el patrón da una orden al siervo y éste le pregunta ¿por qué?, el patrón se siente autorizado a responderle: «haz lo que te digo, no hagas preguntas y obedece». Pero, si un hijo hace la misma pregunta a un padre, tiene derecho a otro tipo de respuesta. «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entrega-do por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.» (Mt 11, 25-27).

La oferta de la posibilidad de convertirse en hijos de Dios, comportará que ya en Dios, desde siempre y para siempre, existe algo que asemeja a una relación entre Padre e Hijo en el amor.

Ésta, de hecho, es la vida misma íntima de Dios de la cual Él llama al hombre a participar y tal participación implica un conocimiento y este conocimiento es –precisamente– «Teología». No es un conocimiento que parte del hombre y someta a Dios a las leyes que el hombre aplica a la naturaleza y a sí mismo, porque Dios es siem-pre más grande que todo eso, sino un conoci-miento que es ofrecido gratuitamente por Dios al hombre y que el hombre puede acoger en la fe y vivir en el amor.

Hoy se habla tanto de diálogo. Es hermoso comunicarse y el hombre no está bien cuan-do no tiene la posibilidad de comunicarse con alguien: una de las más feroces torturas es el aislamiento forzado… es hermoso charlar, pero ¿sobre qué? Cuando las condiciones del tiempo, los últimos acontecimientos del fútbol, las frus-lerías y las cosas sin importancia han agotado su capacidad de entretener ¿qué nos queda? Tal vez la más terrible amenaza de la comunicación y por lo tanto del diálogo es la ausencia de ar-gumentos verdaderamente apasionados, serios y humanamente envolventes. Pero cuando el hombre deja de hacerse preguntas serias, cesa también todo diálogo auténtico y todo se reduce a charlatanería vacía, palabras de circunstancia que no conducen a nada y nos dejan cansados, aburridos y trastornados. Las preguntas serias son sobre todo aquellas que cada hombre «incuba» en su corazón y que sólo esperan la ocasión oportuna para manifestarse: «¿de dón-de vengo, a dónde voy, qué sentido tiene (si lo tiene) el sufrimiento, que habrá después?». La fe ciertamente da algunas respuestas, pero caen en el vacío si no hay preguntas… la Teología es precisamente aquella ciencia que se hace cargo de las preguntas esenciales del hombre esencial y que descubre un horizonte que se abre a nue-vas y todavía más «impertinentes» preguntas, aquellas que atañen a la vida íntima de Dios.

Si abrimos el Evangelio de san Lucas encon-traremos en el primer capítulo dos episodios pa-ralelos, de tal manera similares en el contenido y en el desarrollo, que nos quedamos pasmados ante un final tan diferente. Zacarías e Isabel son muy ancianos y no tienen hijos. Sucede algo extraordinario: mientras él está ocupado en el templo (es de la tribu de Leví) se le aparece el ángel Gabriel y le anuncia el inminente naci-miento de un hijo. Zacarías reacciona con una

pregunta que le surge de la razón: «¿En qué lo conoceré? Porque yo soy viejo y mi mujer avanzada en edad.» (v. 18). Debido a esta pre-gunta permanece mudo hasta el momento en que el anuncio se realiza… El mismo ángel se aparece a una niña de Nazaret de nombre Ma-ría. También a Ella le comunica un nacimiento extraordinario. Como para Zacarías, también en este caso, del corazón razonable de la niña sur-ge una pregunta: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (v. 34). Es cierto que está prometida y por lo tanto en camino de comen-zar a convivir con su legítimo esposo, pero su respuesta expresa con claridad la firmeza de un

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La Teología no

es la cenicienta

de las ciencias, que ha

de mendigar tímidamente

el derecho de ciudadanía.

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oración, reivindica por sí mismo el carácter de ciencia y el de ciencia suprema. ¿Puede acaso haber algo más elevado que la ciencia de Dios? Santo Tomás define la Teología como «una cierta imagen de la ciencia divina» en nosotros (Sum-ma theologiae Iª q. 1 a. 3. 2). Si es la ciencia más elevada, será también la ciencia más difícil. Me parece que hoy es importante recuperar cierto timor theologicus, es decir, un mayor sentido de respeto en relación con esta ciencia, sea al darse

cuenta de su dignidad y de su importancia, sea al evaluar las dificultades que conlleva. No para ale-jarnos de ella, sino para evitar las banalizaciones de la «Teología de bar», que como tal permanece incluso cuando el bar es el de la parroquia… así como el «temor de Dios» correctamente enten-dido no nos aleja de Dios, sino nos acerca a Él en la humildad y en la maravilla, también la con-ciencia de la grandeza de la Teología, nos acerca a ella en el modo justo y correcto y por lo tanto más profunda y fructuosamente. Sus dificultades no nos asustarán, cuando comprendamos que son sólo la inevitable consecuencia de su mara-villosa e inefable belleza: «Son difíciles las cosas hermosas» (Platone, Hipias mayor, 304 E).

ro puede ser por el crepúsculo o por la aurora. Existe un claroscuro ambiguo, donde el polo atrayente no es la luz sino la oscuridad, donde la oscuridad se alimenta de la fascinación siniestra del indistinto, del indiferenciado, del confuso. A éste corresponde a menudo una visión del mundo, más o menos escondida e implícita de estampa monística y panteística. La unión con el divino aquí es entendida de modo impersonal, como fusión con el «uno-todo», como pérdida de identidad y regresión de la conciencia perso-nal. Pero existe también un claroscuro auroral, donde el polo de atracción es la luz, donde la fascinación no es dictada tanto por la oscuridad en sí misma, sino por el asomarse de una luz que excede en absoluto nuestra pobre capaci-dad de comprensión y, precisamente por esto, es un anuncio de belleza inconcebiblemente grande, grande porque es siempre mayor en re-lación con lo que –por muy grande que sea– es siempre medible por nosotros. Lo «poco» de luz aquí fascina, no por su limitación, sino porque abre en la dirección de un «más allá» que sólo puede saciar nuestra sed de infinito, de luz y de ser. Aristóteles, a propósito de esto, nos donó uno de aquellos raros momentos –en el con-junto de sus obras esotéricas de escuela, por lo demás muy áridas– en el cual se transparenta un fugaz pero significativo momento pasional y afectivo: «por poco que podamos alcanzar de las realidades incorruptibles, gracias a la nobleza de este conocimiento, nos viene de ahí más alegría que de todo lo que está en torno a nosotros, así como una visión aunque fugitiva y parcial de la persona amada nos es más dulce que un exacto conocimiento de muchas otras cosas por importante que sean» (De partibus animalium I, 5: 644 b 31-33).

Este conocimiento, que nace precisamente en la humildad, se desarrolla mediante el esfuerzo y el estudio, pero cuyo lugar es precisamente la

propósito «no conozco varón», propósito que parece anular la promesa del anuncio, como lo anulaba también la edad de Zacarías e Isabel… Propósito madurado en la intimidad con Dios y por lo tanto con aquella certeza con la cual acoge ahora las palabras de su invitado. Sin embargo, a la pregunta de María no sigue un castigo, sino la explicación de cómo se realizará el misterio: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado

Hijo de Dios». (v. 35). Lo que ha de realizarse no es obra del hombre, sino de Dios: el hijo que na-cerá será pues –de nombre y de hecho– Hijo de Dios. Que Dios intervenga en la historia de los hombres es razonable y coherente con cuanto ya ha sucedido en la historia de Israel.

Dos preguntas razonables y racionales, pero con dos desenlaces muy diferentes. Zacarías pregunta porque duda (su pregunta es demasia-do parecida a la de Pilato: «¿qué es la verdad?» (Jn 18, 38). María pregunta para comprender y colaborar. La primera pregunta es –a cuanto pa-rece– una respuesta: ¿cómo es posible? Es decir: ¡esto es imposible! La segunda es una verdadera pregunta: ¿cómo sucederá una cosa tan mara-villosa?

Hay una razón abierta al misterio: la razón ra-zonable, la razón de quien –razonando con sin-ceridad y sencillez– comprende que no se puede explicar todo sólo con las apariencias de este mundo y que admitir un principio razonable y bueno más allá de lo que se ve y experimenta, como fundamento de todo, es la única alternati-va al absurdo. Existe la razón irracional: aquella de quien cree –sin razones– saber ya a priori todo lo que puede ser y no ser y que termina por excluir a Dios de su horizonte.

La pregunta de María representa el modelo de toda verdadera teología. Delante del misterio la razón no calla, sino pone con confianza infini-dad de preguntas. Preguntas que no nacen del orgullo, sino del amor. No debemos de hecho entender el misterio como aquello en lo cual «no hay nada que entender», sino exactamente al revés: «aquello en lo cual hay demasiado por entender». No como si fuese una realidad «opa-ca», una suma de oscuridades, sino más bien como un exceso de luz. La oscuridad es –según la eficaz metáfora usada por Aristóteles– el efec-to que hace la luz del sol sobre el ojo del animal nocturno, el murciélago o la lechuza. «En efec-to, lo mismo que a los ojos de los murciélagos ofusca la luz del día, lo mismo a la inteligencia de nuestra alma ofuscan las cosas que tienen en sí mismas la más brillante evidencia» (Aris-tóteles, Metafísica, libro segundo: 993 b 9-11). Delante del efecto de oscuridad del misterio nos quedamos admirados y por lo tanto silenciosos. Myô en griego significa callar (es un verbo que expresa bien el esfuerzo de dos labios que se presionan el uno contra el otro) de ahí viene el término mysterion. El lugar del misterio es el claroscuro, el dintel entre el horizonte habitual de nuestras facultades y una apertura hacia un «más allá» confusamente intuido por nosotros pero no comprendido y percibido como un ex-cedente a nuestras disponibilidades. El claroscu-

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«Ya no los llamo siervos...

a ustedes los he llamado

amigos, porque todo

lo que he oído a mi Padre

se los he dado a conocer».

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Introducción

El 10 de noviembre de 1979, en un discur-so a la Pontificia Academia de las ciencias con ocasión del centenario del nacimiento

de Albert Einstein, Juan Pablo II hizo una impor-tante referencia al Caso Galileo, reconociendo que Galileo Galilei «tuvo que sufrir mucho –no podemos esconderlo–por parte de hombres y organismos de la Iglesia».

En la misma ocasión, el Papa expresó el de-seo de que se realizase un profundo estudio del Caso Galileo por parte de un grupo de teólogos, científicos e historiadores, para que «en el leal reconocimiento de los errores, que de cualquier parte provengan, removamos las desconfianzas que este caso aún interpone, en la mente de muchos, a la fructuosa concordia entre ciencia y fe, entre Iglesia y mundo»1.

Esta consideración había sido formulada an-teriormente también por el Concilio Vaticano II, en la Constitución Pastoral Gaudim et spes, núm. 36:

«Ci sia concesso di deplorare certi atteg-giamenti mentali, che talvolta non mancano nemmeno tra cristiani, derivati dal non avere sufficientemente percepito la legittima auto-nomia della scienza, e che, suscitando contese

1 Juan Pablo ii, Discurso a los miembros de la Pontificia Academia de las Ciencias, 10 de noviembre de 1979.

El Caso Galileo: algunas consideraciones

P. Rafael Pascual, L. C.

Ateneo Pontificio Regina apostolorum

e controversie, trascinarono molti spiriti a tal punto da ritenere che scienza e fede si oppon-gano tra loro».

La referencia era implícita, pero reforzada por la nota a pie de página en la cual se citaba el libro de Mons. Pio Paschini, Vida y obras de Ga-lileo Galilei (2 vol.), Pontificia Academia de las Ciencias, Ciudad del Vaticano, 1964.

Como respuesta al deseo del Papa, se consti-tuyó una comisión, dos años después, dirigida por el cardenal Poupard y organizada en cuatro grupos de trabajo (exegético-cultural, científico-epistemológico, histórico y jurídico).

La comisión presentó sus conclusiones des-pués de once años de trabajo, el 31 de octubre de 1992, con ocasión de una nueva reunión plenaria en la Pontificia Academia de las Cien-cias que tuvo lugar en el 350º aniversario de la muerte de Galileo.

Una vez más el Papa aprovechó la ocasión para pronunciar un importante discurso sobre el Caso Galileo, trazando un balance del mismo.

La relevancia del Caso GalileoEl Caso de Galileo es paradigmático del aparente conflicto entre ciencia y fe tanto por los elementos que entraron en juego, como por la resonan-cia que el caso tuvo en la historia sucesiva.

«Desde el siglo de las luces hasta nuestros días, el caso Galileo ha constituido una especie de mito, en el cual la imagen de los sucesos que se había construido era bastante lejana de la realidad. En tal perspectiva, el caso Galileo era el símbolo del pretendido rechazo, de par-te de la Iglesia, del progreso científico, o bien del oscurantismo dogmático opuesto a la libre búsqueda de la verdad. Este mito ha jugado un rol cultural considerable; ha contribuido a anclar numerosos hombres de ciencia en buena fe a la idea de que existe incompatibilidad entre el espíritu de la ciencia y su ética de investigación

por un lado, y la fe cristiana por otro. Una trágica y recíproca incomprensión ha sido interpretada como el reflejo de una oposición constitutiva en-tre ciencia y fe» 2.

Cronología de los hechos1543: es publicado, póstumo, el libro De revolu-tionibus orbium coelestium de Copernico.1543: Galileo nace en Pisa.1574: se muda a Florencia. 1581: inicia en Pisa los estudios de medicina se-gún el deseo de su padre; en 1585 interrumpe los estudios y, regresando a Florencia, se dedica a las matemáticas.1589: le es conferida la cátedra de matemáticas en Pisa.1592: obtiene la cátedra de matemáticas en Padua.1597: en una carta a Kepler, Galileo declara ser, desde hace tiempo, copernicano.1609: construye un telescopio y realiza sus pri-meros descubrimientos.1610: continúa con sus observaciones astronó-micas: vienen descubiertos los satélites de Jú-piter y los relieves de la luna. En el mismo año Galileo publica el Sidereus Nuncius con el cual da a conocer los resultados de su investigación, suscitando admiración e interés y asegurándose la celebridad. Volviendo a Florencia es nombra-do matemático y filósofo primero de Cosme II de Medici, gran duque de Toscana. A la vuelta de poco tiempo descubre también las manchas solares, las diferentes configuraciones de los ani-llos de Saturno y las fases de Venus.1611: se encuentra en Roma para presentar sus descubrimientos. Federico Cesi lo nombra miembro de la Academia de los linces, fundada por él.

2 Juan Pablo II, Discurso del 31 de octubre de 1992.

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1613: carta de Galileo a B. Castelli, benedictino, sobre la interpretación de la Biblia y las relacio-nes entre ciencia y Sagrada Escritura.1615: deposición contra Galileo de parte del dominico Caccini. Carta del carmelita Paolo An-tonio Foscarini en defensa de la teoría coperni-cana y de su compatibilidad con la Biblia. Carta del cardenal Bellarmino al P. Foscarini, con la propuesta de hablar ex suppositione hasta que no se tengan pruebas demostrativas concluyen-tes. El dominico Nicolás Lorini denuncia a Ga-lileo ante el «Santo Oficio». Galileo va a Roma para buscar evitar una condena del copernica-nismo. Carta de Galileo a Cristina de Lorena, a propósito del mismo argumento de la carta al P. Castelli.1616: se prohíben los escritos de Copérnico do-nec corrigantur. El cardenal Bellarmino pide a Galileo refutar la teoría copernicana. Galileo no cede; el comisario de la inquisición le da precep-to formal de no sostener, enseñar o defender la opinión condenada, so pena de un proceso.1621: muere el cardenal Bellarmino.1623: Maffeo Barberini es elegido papa y toma el nombre de Urbano VIII.1624: Urbano VIII recibe a Galileo en varias oca-siones, pero el astrónomo no consigue hacer revocar la sentencia de 1616 contra el heliocen-trismo. Galileo comienza a escribir el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo.1630: termina el Diálogo e inicia los pasos para obtener el imprimátur.1631: obtiene el imprimátur en Florencia. La obra se entrega a la imprenta a inicios de 1632, pero apenas llega a Roma es metida bajo secuestro.1632: es requerido en el «Santo Oficio»1633: se abre el proceso contra Galileo. En el tribunal de la Inquisición el astrónomo niega haber defendido el sistema copernicano. Es de-clarado bajo sospecha de herejía. El 22 de junio el proceso se concluye: Galileo debe abjurar so-

lemnemente del heliocentrismo y se le prohíbe defender la doctrina copernicana so pena de ser reincidente. Su libro es incluido en el Índice; es condenado a la cárcel y a rezar semanalmente, por tres años, los siete salmos penitenciales. Ga-lileo lee la fórmula de abjuración, por él suscrita. La pena carcelaria es conmutada por «arresto domiciliario», primero en la embajada del Gran Duque de Toscana, después en la residencia del Arzobispo Ascanio Piccolomini, en Siena; al final, en su villa de Arcetri, cerca de Florencia.1642: muere en Arcetri a la edad de 77 años. 1687: Isaac Newton publica los Philosophiae naturalis principia matematica; según la ley de la gravedad universal resultaría imposible que el sol gire alrededor de la tierra.1725: Bradley demuestra el movimiento de tras-lación de la tierra en base al fenómeno astro-nómico de la aberración de la luz estelar (es la primera prueba experimental , astronómica, de la revolución terrestre).1755: la prohibición de enseñar la realidad del movimiento terrestre es abolida.1820: se concede el imprimatur a la obra del ca-nónico Settele, en la cual se sostiene el sistema copernicano.1835: el libro de Copérnico es retirado del Índice de libros prohibidos.1851: L. Foucault ofrece la primera prueba me-cánica de la rotación terrestre con el famoso experimento del péndulo en el Panteón de París.

Valoración crítica del Caso GalileoA título de premisa es necesario decir que no puede existir una verdadera contradicción entre la ciencia y la fe, puesto que «la verdad no puede contradecir a la verdad» 3, «porque las realidades

3 Concilio Vaticano I, Dei Filius; DS 3017.

profanas y las realidades de la fe tienen origen en el mismo Dios» 4.

El mismo Galileo se refiere a este prin-cipio:«Procediendo ambas del Verbo divino, la Sagra-da Escritura y la naturaleza, aquella como dictada por el Espíritu Santo y ésta como observantísima ejecutora de las órdenes de Dios (…) parece que aquello que los efectos naturales o la sen-sata experiencia nos pone delante de los ojos, o las necesarias demostraciones concluyen: no deba de ninguna manera ser revocado en duda por lugares de la Escritura que tuvieran en las palabras diferente semblante, pues no todo lo dicho de la Escritura está ligado a obligaciones tan severas como todo efecto de naturaleza» 5.

Como recordaba el Papa en su discurso del 31 de octubre de 1992, también el cardenal Bellar-mino era de acuerdo con este principio, cuan-do afirmaba que «frente a eventuales pruebas científicas de la órbita de la tierra alrededor del sol, se debía andar con mucha consideración en explicar las Escrituras que parecen contrarias a la movilidad de la tierra y más bien decir que no lo entendemos, que decir que sea falso lo que se demuestra» 6.

Como recordó también el Papa, en aquella misma ocasión, ya muchos siglos antes se ha-bía expresado en este sentido san Agustín: «si a una razón evidentísima y segura se buscase contraponer la autoridad de las Sagradas Escri-turas, quien hace esto no comprende y opone a la verdad no el sentido genuino de las Escri-turas, que no ha logrado penetrar, sino el pro-pio pensamiento, es decir no aquello que ha

4 Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes 36; cfr. también Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 159.

5 Galileo Galilei, Carta al P. Benedetto Castelli.6 Roberto Bellarmino, Carta al P. Foscarini.

encontrado en las Escrituras, sino aquello que ha encontrado en sí mismo, como si estuvieran en aquellas» 7.

En consecuencia, cuando parezca que existe un conflicto entre lo que dice la ciencia y lo que dice la fe, es necesario poner atención para dis-cernir:

Si se trata de una auténtica verdad científica o una simple hipótesis.

Si se ha interpretado correctamente la verdad revelada.

Como afirmaba León XIII en la encíclica Pro-videntissimus Deus (1893): «ningún verdadero contraste se podrá interponer entre el teólogo y el físico, mientras ambos se mantengan en sus propios confines, evitando -según el aviso de san Agustín- “hacer afirmaciones gratuitas y dar por cierto lo incierto”. Si aun así disienten, el mismo san Agustín dicta en síntesis la regla de comportamiento para el teólogo: “todo lo que los físicos pueden demostrar con docu-mentos ciertos, deberemos probar que no es contrario a nuestras cartas; cualquier cosa que presentasen en sus escritos como contrario a nuestas cartas, es decir, a la fe católica, o no-sotros demostremos con algún argumento que es falso, o sin alguna hesitación lo declaremos falsísimo”» 8.

Por esto, después del «Caso Galileo», la Iglesia ha buscado ser muy prudente, para evitar repe-tir los errores cometidos entonces, en detrimen-to de su credibilidad.

En este sentido, sea san Agustín, sea santo Tomás de Aquino, nos ponían en guardia fren-te al peligro de juicios precipitados de frente a ciertas teorías científicas, que podrían exponer a la Iglesia a la irrisión de los incrédulos. «que el mundo ha tenido inicio, es cosa de creerse, pero

7 Agustín de Hipona, Epistula 143, núm. 7.8 Agustín de Hipona, De Genesi ad Litteram, c.21, 41, cf. DS 3287.

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no objeto de demostración o de ciencia. Y esto es algo que hemos de tener presente, porque alguno, presumiendo demostrar lo que es sólo de fe, puede presentar argumentos que nada prueban, y ofrecer así materia de irrisión para los que no creen, haciéndoles suponer que noso-tros creemos las cosas de la fe por argumentos de ese tipo» 9.

«Muchos de estos artículos no pertenecen a la doctrina de la fe, sino más bien a los dogmas de los filósofos. El afirmar o negar algo que no pertenece a la doctrina de la fe como si perte-neciese a la Sagrada Doctrina provoca un gran daño. Dice san Agustín en el quinto libro de las Confesiones, CV: “cuando escucho de algún cristiano estas cosas (es decir, lo que dijeron los filósofos sobre el cielo y las estrellas, o sobre los movimientos del sol y de la luna), siendo igno-rante, o confundiendo una cosa con la otra, veo con paciencia a este hombre opinante; no veo que le pueda dañar ignorar la posición y la dis-posición de las creaturas corporales, mientras no crea algo indigno de ti, Señor, Creador de todos nosotros; le dañaría en cambio, pensar que tales cosas pertenecen a la doctrina de la fe, y se aferre a sostener con mayor obstinación aquello que ignora” el por qué del daño que provoca esto lo explica Agustín en el primer libro del Super Ge-nesim ad litteram, cap. 19: “es extremadamente imprudente y peligroso, y es necesario evitar en lo posible, que algún infiel escuche a un cristia-no desbandarse en estas cosas como si hablase de las doctrinas cristianas, de modo que, como se suele decir, viéndolo tan equivocado, parez-ca que apenas sea posible evitar reírse. Y no es tan dañino ver que un hombre se equivoque, sino más bien que los que están fuera crean que nuestros doctores piensen semejantes cosas, y

9 Tomás de Aquino, Summa Theol. I, q.46 a.2.

sean de esta manera refutados como ignoran-tes, con gran daño de aquellos de cuya salvación nos preocupamos” Me parece una conducta más segura, acerca de las opiniones comunes de los filósofos que no contrastan con nuestra fe, no aseverarlas como dogma de fe, si bien a veces sean propuestas bajo el nombre de los filósofos, sino ni siquiera negarlas como contrarias a la fe, para no ofrecer a los sabios de este mundo la ocasión de despreciar la doctrina de la fe» 10.

Santo Tomás había también afirmado el carác-ter meramente hipotético del sistema tolemaico, dejando abierta la posibilidad de explicar los fe-nómenos (las apariencias) de otro modo: «en astronomía se ofrece la explicación de las órbitas excéntricas y de los epiciclos para que, con esta presuposición, se puedan justificar las aparien-cias sensibles sobre los movimientos celestes; pero esta explicación no es suficientemente demostrativa, puesto que, tal vez partiendo de otra suposición se puedan también justificar los fenómenos» 11.

Así pues, en el Caso Galileo, el error no se encuentra en las Escrituras, sino en la interpreta-ción errónea de éstas de parte de algunos teó-logos de aquella época. En este sentido, tenía razón Galileo al sostener que: «si bien la Escri-tura no puede estar equivocada, podría algunas veces equivocarse alguno de sus intérpretes y expositores, en varios modos» 12.

Por otra parte, Galileo tenía también razón al defender una legítima autonomía de las ciencias naturales, de la cual se habla tanto en Gaudium et Spes núm. 36, como en la encíclica Fides et Ratio.

Sobre este particular, es significativa la re-ferencia de Galileo (citado también por Juan

10 Tomás de Aquino, Resp. ad lect. Vercell. de art. 42, prol.11 Tomás de Aquino, Summa Theol. I, q. 32 a.1 ad 2.12 Galileo Galilei, Carta al P. Benedetto Castelli.

Pablo II en su discurso), de aquella sentencia atribuida al cardenal Baronio: «Spiritui Sancto mentem fuisse nos docere quomodo ad co-elum eatur, non quomodo coelum gradiatur». El Papa comenta de esta manera el texto: «En realidad la Escritura no se ocupa de los detalles del mundo físico, cuyo conocimiento es confia-do a la experiencia y a los razonamientos hu-manos. Existen dos campos del saber, uno que tiene su fuente en la Revelación y otro que la razón puede descubrir con sus solas fuerzas. A este último pertenecen las ciencias experimen-tales y la Filosofía. La distinción entre los dos campos del saber no debe ser entendida como oposición. Los dos sectores no son del todo extraños el uno con el otro, sino que tienen puntos de encuentro. Las metodologías propias de cada uno permiten poner en evidencia dife-rentes aspectos de la realidad».

Galileo Galilei se expresaba de modo similar en su carta al P. Benedetto Castelli: «yo creería que la autoridad de las Sagradas Escrituras hubiera teni-do solamente la mirada en persuadir a los hom-bres sobre aquellos artículos y proposiciones que, siendo necesarias para su salud y superando todo humano discurso, no podían por otra ciencia ni por otro medio hacerse creíbles, sino por la boca del mismo Espíritu Santo. Pero que el mismo Dios que nos ha dotado de sentidos, de razón e inte-lecto, haya querido, posponiendo el uso de éstos, darnos con otro medio el conocimiento que por aquellos podemos conseguir, no creo que sea ne-cesario creerlo, y máxime en aquellas ciencias de las cuales una mínima partícula y en conclusiones divididas se lee en la Escritura; precisamente una de ellas es la Astronomía, de la cual hay sólo una tan pequeña parte, que no se encuentran ni siquiera nombrados los planetas» 13.

13 Ibid.

Bajo este aspecto, en su discurso a la Pontifi-cia Academia de las Ciencias, el Santo Padre no duda en hablar del error en el cual incurrieron los teólogos en el Caso Galileo: «el error de los teólogos del tiempo, en sostener la centralidad de la tierra, fue el de pensar que nuestro conoci-miento de la estructura del mundo físico fuese, en cierto modo, impuesto por el sentido literal de la Sagrada Escritura» 14.

Sin embargo, es necesario también reconocer los errores y los límites del científico Galileo: él mismo no fue, en cierto modo, fiel al método experimental que con tanto éxito había teoriza-do y adoptado. De hecho:

Galileo no siguió el consejo del cardenal Be-llarmino sobre presentar la doctrina copernicana como una hipótesis hasta que se hubiera obte-nido una demostración experimental definitiva.

Los indicios ofrecidos por Galileo en este sen-tido (la presencia de satélites alrededor de Júpi-ter, las fases de Venus y sobre todo las mareas) no eran del todo concluyentes o incluso eran equivocados.

A Galileo le faltaba la apertura de visión que pretendía tener de parte de sus opositores, pues no tomaba en consideración hipótesis dife-rentes a las suyas, como la de las órbitas elípticas propuesta por Kepler, o el sistema geo-heliocén-trico propuesto por Tycho Brahe (que permitía también explicar los fenómenos observados).

En algunos debates sostenidos por él, Galileo se decantó por la parte equivocada, como en el caso de la discusión sobre los cometas (de los cuales Galileo sostenía, erróneamente, que eran fenómenos atmosféricos).

Por causa de su carácter fuerte y polémico se ganó no pocos enemigos, lo cual sin duda, tuvo un peso en los procesos a los cuales fue sometido.

14 Juan Pablo II, Discurso del 31 de octubre de 1992.

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Todo esto no quita nada a los méritos y al valor del hombre al que, con todo derecho, se considera el fundador de la ciencia moderna.

El proceso a Galileo¿Por qué Galileo fue procesado y condenado?

Es necesario tener presente que hubo, como hemos visto, dos fases muy diferentes:

En 1616 Galileo no fue condenado; ni siquiera se prohibieron sus libros. Sólo se le ordenó no sostener, enseñar o defender la teoría coperni-cana. Galileo obtuvo del cardenal Bellarmno un documento en el cual se aseguraba que Galileo en aquel proceso no debió abjurar ni realizar penitencia alguna.

La situación de 1633 fue bastante diferente: Galileo alcanzó a obtener el imprimátur del Diálogo en Florencia (no en Roma) y en un modo no muy regular. No respetó, sino sólo en apariencia, las condiciones impuestas por aquella publicación (es decir presentar ambas teorías, geocentrismo y heliocentrismo, de modo imparcial): era evidente que se sostenía la posición copernicana, ridiculizando la tole-maica.

Si el problema hubiera sido sólo aquel verifi-cado en 1633, habría sido suficiente pedir a Ga-lileo corregir las partes en las cuales presentaba el copernicanismo no como simple hipótesis, sino como hecho demostrado: pero la prohibi-ción formal ya impuesta a Galileo en 1616 com-plicó seriamente las cosas.

Esto explica la severidad con la cual fue tra-tado Galileo, si bien se usaron con él muchos miramientos. Habiendo sido rebelde, Galileo debía ser procesado con rigor. Se le impuso abjurar de la doctrina condenada por el «Santo Oficio», desde el momento que, contra toda evidencia, negaba haberla sostenido en su li-bro. La pena carcelaria le fue conmutada en arresto domiciliario, se le hicieron muchas con-

cesiones y le fue permitido frecuentar habitual-mente a sus amigos.

Sin embargo, la severidad usada en 1633 ha llevado a algunos estudiosos a buscar alguna otra razón, de tipo personal de parte de enemi-gos de Galileo, o del tipo doctrinal.

Según Ludovico Pastor, célebre historiador de la Iglesia, Galileo fue tratado con dureza y condenado porque dio la impresión de querer defender una opinión después de que ésta ha-bía sido declarada contraria a la Escritura por la autoridad15.

Más recientemente, un historiador italiano, Enrico Berti, ha propuesto otra interpretación según la cual la concepción galileana de la ciencia llevaba a un determinismo y mecani-cismo físico. De esto se habría llegado al inma-nentismo y al panteísmo. Berti aduce a algunos documentos que parecerían apoyar esta lectu-ra de los eventos16.

Otras interpretaciones, como la de Pietro Redondi en su libro Galileo Herético17, y reto-madas por diversos autores en un número de la revista Acta Philosophica18 (2001) sobre la base de algunos documentos descubiertos en el archivo del «Santo Oficio», me parecen difí-cilmente sostenibles.

Es necesario de hecho, tener presente que la causa que desencadenó el proceso contra Ga-lileo, en 1633, fue sin duda la publicación del Diálogo y que, sin ésta, simplemente no había habido ni proceso a Galileo, ni mucho menos el caso por esto suscitado.

15 Cf. L. Pastor, Historia de los Papas vol. XI, p. 639.16 Cf. E. Berti, Implicazioni Filosofiche della Condanna di Galilei, in Giorna-

le di Metafisica 5 (1983), pp. 239-261.17 Cf. P. Redondi, Galileo Herético, Einaudi, Torino 1983.18 Cf. *Acta Philosophica+, 10 (2001).

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