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El presente absoluto como punto de convergencia

Rosa Fernández Urtasun

REVISIONESRevista de crítica cultural

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ISSN: 1699-0048

Rosa Fernández Urtasun,«El presente absoluto como punto de convergencia»,Revisiones, n.º 7 (Invierno de 2011 / Primavera de 2012), pp. 71-84.

El presente absoluto como punto de convergencia

Resumen: En «El punto de convergencia» Octavio Paz apunta que el interés radical que presenta el arte de finales del siglo xx por un presente absoluto y autotélico anuncia el fin de la cosmovisión que se había producido durante el renacimiento dando lugar al comienzo de la modernidad. Este artículo trata de ilustrar esta afirmación comparando algunas piezas claves de la tradición alemana (retablos y pintura de paisajes) con las propuestas postmodernas de Fluxus.

Palabras clave: presente absoluto, modernidad, postmodernidad, fluxus.

Absolute Present as a Point of Convergence»

Abstract: In «The Point of Convergence» Octavio Paz notes that the radical significance of the late twentieth century art for an autotelic and absolute present, heralds the end of a worldview that began during the Renaissance and gave way to the begining of modernity. This article aims to illustrate this statement by comparing some key pieces of the German tradition (altarpieces and landscapes) with Fluxus’s postmodern proposals.

Keywords: absolute present, modernity, postmodernity, fluxus.

Rosa Fernández Urtasun Profesora Titular de Literatura Contemporánea e investigadora del proyecto «El abandono de la figuración en las artes contemporáneas» (ICS) de la Universidad de Navarra. Ha sido Visiting Scholar en la Universidad de Harvard e investigadora del Centre de Recherche en Littérature Comparée en la Université de la Sorbonne. Su investigación se centra en la literatura española de la primera mitad del siglo xx (La búsqueda del hombre a través de la belleza, 1997; Poéticas del modernismo español, 2002). Ha trabajado la literatura femenina en obras como Ernestina de Champourcin-Carmen Conde. Epistolario (2007) o Ernestina de Champourcin. Mujer y cultura en el siglo xx (con José Ángel Ascunce, 2006). Recientemente ha publicado varios artículos sobre mitocrítica y ha coordinado un monográfico sobre el Laberinto (Amaltea, 1, 2009).Correo electrónico: [email protected]

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En el museo Thyssen-Bornemisza de Madrid hay una gran tabla de Derick Baegert, fechada alrededor de 1470, que tiene como motivo principal a Cristo llevando la cruz ha-cia el Calvario. El camino zigzaguea entre colinas creando así una sucesión de planos que permiten al pintor repre-sentar en un solo cuadro acontecimientos que la narración de los evangelios presenta como sucesivos: el suicidio de Judas, Jesús que consuela a las mujeres que se cruzan a su paso, el velo de la Verónica y las burlas de los soldados. La tabla originariamente formaba parte de un gran Calvario destinado a la Iglesia de san Nicolás (Wesel) en el que apa-recían también la crucifixión, la Magdalena y los soldados jugando a los dados la capa de Cristo.

Hoy para nosotros esta acumulación de escenas re-sulta una superposición ilógica, pero se utilizó con mucha frecuencia en la Edad Media (sobre todo en obras religio-sas o mitológicas) y llegó a mantenerse más allá del siglo xvi. La «narrativa continua» adopta estructuras muy va-riadas: el propio Baegert tiene otros Calvarios que narran la misma historia de manera diferente. Por ejemplo, la solución que plantea en la Propsteikirche de Dortmund es disponer los hechos sucesivos en un primer plano muy abigarrado.

Por las mismas fechas y también en Westfalia, Johan Koerbecke estaba pintando otro Calvario para el Amels-bürener Altar (hoy en el Museo de Münster) en el que en-contramos a Cristo llevando la cruz a cuestas, crucificado, sepultado y resucitado. En Koerbecke se puede ver sin mu-cha dificultad una continuidad con los retablos, trípticos y tablas en los que las diferentes escenas estaban separadas por encasamientos, pintados o superpuestos como finos arcos de madera labrada. La obra de Baegert, sin embargo, supone un paso cualitativo, ya que el interés por respetar la verosimilitud le induce a crear soluciones estructurales o de tipo escenográfico. Estos dos Calvarios a los que me refiero tienen aún más cosas en común. Ambos compar-

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ten influencias flamencas y fueron creados con un mismo fin: servir de retablo en una iglesia católica.

El retablo, que como tal es una creación gótica, tiene un papel ornamental que muy pronto se confunde con el catequético. Aunque la temática que se representa en ellos puede ser variada, su posición tras el altar, especialmente en el caso de los retablos mayores, hace que se privilegien escenas relacionadas con la Eucaristía, como sucede en los Calvarios o en el paradigmático políptico del Cordero Místico de la Catedral de Gante, de los hermanos van Eyck (1432). Son dos maneras diferentes de abordar la misma realidad. La primera de ellas, narrativa, manifiesta una su-gerente conexión temporal entre un suceso que tuvo lugar en un preciso momento histórico y el rito que se sigue re-pitiendo siglos después. La segunda, simbólica, liga el rito cotidiano con una trascendencia ontológica de carácter eterno. La composición de los retablos a los que me estoy refiriendo debe su estructura a la convicción de que es-tas relaciones temporales son verdaderas. La composición narrativa o la superposición de planos no son en este caso solamente lo que hoy denominaríamos recursos ingenuos, sino también testimonios de la convicción de que todo lo que sucedió en el Calvario sigue sucediendo cada vez que se renueva la Eucaristía, y de que ese presente que se ac-tualiza es el mismo de la eternidad.

Ese mismo siglo xv, antes de concluir, y esas mismas tierras germánicas verían nacer a Martín Lutero, uno de los protagonistas del giro de Europa hacia la modernidad. Su audacia al desafiar una autoridad hasta entonces into-cable abre una pequeña fisura en el mundo misterioso de la fe. Con él comienza a cambiar de signo el diálogo de la religión con las ciencias humanas. La creencia dejará de ser el marco que asegura y el impulso que mueve la razón. Esta se va a convertir un continente suficiente, que juzgará cuáles son los contenidos sobrenaturales que pro-cede aceptar. El tiempo absoluto de los calvarios empieza

a disolverse y a fluir en un sentido lineal. Arrastrado por esa corriente de racionalismo, Zwinglio niega la presencia real de Cristo en la Eucaristía y suprime las imágenes de los templos.

Cuando la reforma luterana llega a Ratisbona, uno de sus más fervientes defensores es Albrecht Altdorfer. No es casual que Altdorfer sea el primer pintor europeo que haya pintado paisajes sin una presencia humana, sin una simbología o un tema que los habite. El óleo en el que recoge la naturaleza del valle del Danubio que rodea Ratisbona (1520-1525) muestra que al pintor le basta la contemplación de la naturaleza, y que la sociedad empieza a prepararse para aceptar una obra de arte por la habili-dad de su factura o por la evocación que puede suscitar en quien la contempla, sin que haya una relación directa entre lo representado y un tema cualquiera propuesto por los códigos de la tradición. En otras ocasiones sus paisajes diluyen la persona humana o adquieren dimensiones cós-micas, reflejando un conocimiento muy temprano de las propuestas copernicanas. Un significativo ejemplo de este segundo caso es el cuadro de San Jorge en el bosque (1510), en el que el protagonismo del arbolado dificulta distinguir a primera vista al caballero y al dragón camuflados entre las hojas.

Este cuadro apenas se lleva seis años con la Natividad de Durero de 1504, una de las muchas versiones de este tema que el popular grabador alemán realizó a lo largo de su vida. La obra, conservada hoy en el Museum of Fine Arts de Boston, tiene como particularidad que el artista parece otorgar en ella un interés desmesurado a la arqui-tectura, reduciendo las figuras humanas que dan título a la obra a mera anécdota. En un primer golpe de vista, la relación entre el espacio y las figuras guarda las mismas proporciones en ambas representaciones. Sin embargo, una lectura más atenta muestra que la similitud desapa-rece al ponderar la valoración que se hace de uno y otras.

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En el grabado de Durero, lo primero que se percibe es una arquitectura ruinosa que destaca sobre un cielo tran-quilo. El recorrido visual comienza en el espacio abierto, franquea un árbol y baja desde el tejado hasta el porche, en el que se descubre a la Virgen adorando al Niño. Cruzan-do el umbral la mirada termina descansando en el patio, donde san José llena un cántaro con el agua que acaba de sacar del pozo. Una vez reconocido el tema principal, el espectador comenzará a fijarse en los detalles y apreciar elementos secundarios: el pastor y los animales que miran desde detrás de la escalera, el pueblo y el ángel que apa-recen tras el arco central, los detalles de la arquitectura, etc. El recorrido es, no hace falta apenas señalarlo, de un enorme simbolismo. El cielo abierto e infinito es el lugar donde, según la comprensión antropomórfica habitual, habita Dios. Desde allí promete que enviará a su Hijo, pro-mesa que ha sido simbolizada innumerables veces en la tradición por el árbol de Jesé, que con su copa toca el cielo y baja verticalmente hacia el suelo. En este caso, Durero utiliza para representarlo un recurso ingenioso: el árbol que roza el borde superior del cuadro no es más que un arbusto que ha crecido entre las ruinas, pero su sombra y la continuidad con la viga de madera ofrecen una conti-nuidad equivalente a la de las representaciones habituales del árbol genealógico de Cristo. La historia de los hombres como una construcción deteriorada cobija el nacimiento del Niño y la vida nueva que este trae consigo está repre-sentada en el agua del bautismo. Por tanto, el marco que parecía acaparar el protagonismo de la obra no es tal, sino una explicación que permite comprender mejor su sig-nificado, un espacio ampliado que pretende dar idea de la dimensión cósmica de la escena y una atmósfera que irradia paz.

Muy distinto es el caso en la obra de Altdorfer. El es-pectador se encuentra en primer lugar con una vegetación abigarrada, tan densa que parece compacta. El cuadro no

puede contenerla y su inmensidad, a pesar de las pequeñas dimensiones de la pintura, sobrecoge y abruma. La mitad superior del lienzo es cerrada, funciona como un muro que devuelve la mirada hacia el interior. En esta atmósfera hay, sin embargo, luz, ya que las hojas verdes de los árbo-les brillan con tonos dorados y pardos que contrastan con sombras de gran espesor. En su recorrido a lo largo de esta pared vegetal el espectador solo encuentra un punto de apoyo en la esquina inferior derecha, donde percibe una abertura entre los árboles que permite alcanzar una franja de cielo brillando tras la montaña, y una mancha blanca que nos indica dónde se encuentra el motivo que da nom-bre al cuadro. Se trata del caballo de san Jorge, que nece-sita bajar la mirada para descubrir al dragón y levanta las patas delanteras más en actitud de repulsa que de miedo o ataque. Sobre él, el jinete lleva una armadura completa negra que, ayudada por sus reflejos, funciona en este bos-que oscuro como un perfecto camuflaje. La actitud de san Jorge parece de curiosidad. Debe inclinarse también para descubrir a su contrincante, pero mantiene la lanza baja, como si no percibiera peligro alguno. La dirección de las miradas de ambas figuras muestra al dragón, una fiera de boca grande y ojos saltones que tiene la apariencia de un gran sapo con alas, pintado con los mismos colores que el bosque, con el que forma una unidad.

El cuadro de Altdorfer llama la atención frente a las representaciones tradicionales de la escena. Desaparece la lucha y su violencia, la dama en peligro, el simbolismo re-ligioso. El bosque es el verdadero protagonista de la esce-na, el encuentro de san Jorge con el dragón uno de tantos sucesos que ocurren en su entorno. Esta obra es un signo de cómo empezaba a cambiar también, como la del tiem-po, la percepción del espacio. El desarrollo fortísimo de la perspectiva durante el siglo anterior ya avanzaba el re-conocimiento del espacio como una estructura básica de la realidad, cuya representación en un lienzo de reducido

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tamaño exigía un desarrollo de técnicas positivas. Pero su función entonces era ayudar a la credibilidad y la com-prensión del tema representado, habitualmente confina-do a dimensiones proporcionales con la figura humana. Ahora el espacio llega a dominar la obra entera, y en obras como San Jorge en el bosque la figura humana parece ser-vir simplemente de punto de referencia, su pequeñez es un modo de destacar la inmensidad de la naturaleza y el cosmos. De este modo, el espacio se singulariza y se con-vierte en sujeto.

Este protagonismo del espacio quizá sea solo aparen-te. El giro del protestantismo ha tenido también un im-portante efecto sobre él. El cuadro que muestra el valle del Danubio rodeando Ratisbona refleja una conciencia de identidad que ya no tiene en cuenta solamente elementos de carácter supraindividual como la lengua, la religión o la cultura, sino que debe apoyarse también en percepciones sensibles, particulares, que conforman la sensibilidad y el carácter de cada persona. A su vez, el cuadro de san Jorge ya no busca representar una historia simbólica de carác-ter didáctico basándose en la tradición iconográfica, sino transportar una convención externa a un ámbito interno. Desaparecido el motivo de la batalla, lo que resta es un san Jorge que lucha contra sus propios demonios interiores: el bosque aísla al espectador del mundo material y vuelve la mirada introspectiva, de modo que todo parece indicar que propiamente estamos asistiendo a su lucha interior.

Este brevísimo recorrido a lo largo de medio siglo de la pintura alemana no tiene otro objetivo que enmarcar unas reflexiones a propósito de «El punto de convergen-cia», el capítulo con el que Octavio Paz concluye su obra Los hijos del limo, un ensayo sobre el arte (se centra más en la lírica) en la modernidad. Para que el marco sea com-pleto, es necesario simplemente apuntar que durante estos años la Europa del sur, apenas influida por las nuevas co-rrientes teológicas, continúa trabajando la representación

del cuerpo humano. El humanismo italiano recupera los cánones de belleza de la antigüedad clásica, alcanzando tal grado de perfección que provoca una crisis de continui-dad en la segunda mitad del siglo xvi. También en el norte esta es una época de recesión, ya que la reforma mira en-tonces con sospecha la pintura religiosa. Solo se mantiene el retrato civil y la minuciosidad de la pintura de género de las escuelas holandesas.

La época a la que me he venido refiriendo, en un sen-tido amplio, suele considerarse el comienzo de la Edad Moderna. Paz en su ensayo se refiere a la modernidad en un sentido más restrictivo, abarcando el período que corre desde el romanticismo a las vanguardias. Aunque en Espa-ña y otros países (especialmente en la tradición francesa) esta época se denomina Edad Contemporánea, para gran parte de la historiografía anglosajona los siglos xix y xx son precisamente los más significativos de la Edad Mo-derna. Más allá de la terminología, todos parecen estar de acuerdo con que a mediados del siglo xx se cierra la era que comenzó con el siglo xvi y se consolidó en el xviii. A partir de aquí, lo que el ensayista mexicano denominaba en 1972 (fecha en la que pronunció en la Universidad de Harvard las Charles Eliot Norton Lectures que forman el texto de este ensayo) «sociedad postindustrial» ha alcan-zado internacionalmente la denominación de «postmo-dernismo».

Para destacar e individualizar los signos de inflexión de este cambio, Paz se fija fundamentalmente en cómo evolu-ciona durante esos años la concepción del tiempo. Aunque como es lógico hace alusiones a otros elementos significati-vos (la percepción del cuerpo, la ética protestante, la política marxista, el papel de la imaginación o la crítica del sujeto), todo gira alrededor de este eje fundamental.

En el ensayo no hay un cuestionamiento radical de la comprensión tradicional del tiempo en una estructura tri-na, aunque sí un repaso de su difusión antropológica. Se

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ve en él que conseguimos asir de algún modo la infinitud temporal transformándola en sucesión. Entendemos que pasado, presente y futuro forman una continuidad lineal, racional, que acoge la historia humana y que siempre busca relacionarse, de manera diferente según las distintas cultu-ras, con el tiempo misterioso e irreductible de la eternidad.

Octavio Paz defiende en el primer capítulo del libro, «La tradición de la ruptura», que en la época anterior a la modernidad, en las sociedades primitivas, la relación tem-poralidad-eternidad es retrospectiva, alude al principio:

el arquetipo temporal, el modelo del presente y del futuro, es el pasado. No el pasado reciente, sino un pasado inme-morial que está más allá de todos los pasados, en el origen del origen.1

Lo significativo es lo ya sucedido, y tanto los ritos re-ligiosos como la creación humana vuelven una y otra vez sobre lo mismo, con variaciones que no buscan la novedad o la originalidad sino una perspectiva más amplia o mejor matizada de lo ya conocido. Se puede decir que en estas culturas el tiempo se cierra sobre sí mismo: su regularidad e identidad impide el cambio.

La aparición del cristianismo, al subrayar la singula-ridad de los hechos y las personas, y en especial de la de Cristo, rompe el recurrir cíclico del tiempo. Comienza la sucesión y con ella la historia, el tiempo finito, personal e irreversible. Sin embargo, la eternidad no desaparece. Más allá de la historia hay un tiempo superior a todo tiempo, que recoge y actualiza un presente en continuo movimien-to, como muestran los retablos que he comentado arriba. Esto tiene dos consecuencias directas que tendrán un peso específico en la configuración de la cultura moderna: por un lado, liga de manera definitiva el tiempo presente a la idea de salvación personal: «en el tiempo finito de la his-toria, en el ahora, el hombre se juega su vida eterna».2 Por otro, la salvación personal que el cristianismo prometía

«produjo un cambio esencial: el protagonista del drama cósmico ya no fue el mundo, sino el hombre».3

Para este sujeto, que va asumiendo a lo largo de los siglos de manera cada vez más personal la tarea de com-prender aquello en lo que cree, la eternidad cristiana es una idea atractiva pero de difícil acceso racional. Y el in-tento frustrado de abarcarla de manera lógica se convirtió precisamente, según Paz, en el comienzo de la crítica que sustenta la idea de modernidad. De ahí que este movi-miento sea exclusivo de occidente.

El diálogo entre razón y fe, esencial al cristianismo, necesariamente había de producir tensiones. Los postula-dos misteriosos y desconcertantes de la religión significa-ban un reto para el pensamiento racional, que ayudado por esta provocación se desarrolló con gran eficacia en los primeros siglos de nuestra era. No faltaron en ningún momento pensadores que tomaran caminos divergentes a los de la ortodoxia oficial, pero el peso de sus seguidores y su influencia social no alcanzó grandes magnitudes hasta el renacimiento. En el momento de eclosión de los movi-mientos de tendencia protestante, algo cambia de signo: la conciencia de la singularidad se empieza a convertir en un programa vital, y la comprensión subjetiva en una necesi-dad anterior a la fe. La razón se hace soberana y la verosi-militud vence al misterio. Como consecuencia, los valores de la eternidad cristiana se secularizan y se trasladan hacia la categoría temporal del futuro, «un tiempo que no es».4

Al mismo tiempo, comienza la lógica geométrica a re-visar los sistemas y las estructuras que conforman la rea-lidad. Se estudian los valores de los objetos en sí y nace la conciencia de la historia, las tradiciones, la cultura («por-que cambió nuestra idea del tiempo, tuvimos conciencia de la tradición»5). Los aristócratas cultos que tienen la posibilidad de viajar consideran un privilegio coleccionar objetos antiguos, elementos rituales o artísticos que pro-ceden de los orígenes de la propia cultura o de otras más

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exóticas. Un caso paradigmático es el del médico y natu-ralista sir Hans Sloane, cuya colección de más de 71.000 objetos (libros, manuscritos, cuadros, grabados, antigüe-dades, monedas, medallas, material etnográfico, etc.), ce-dida al Gobierno inglés en su testamento, formó la base del British Museum, que se abrió al público en 1759. Tam-bién las colecciones reales del Palacio del Louvre abrieron sus puertas poco más adelante, en 1793:

la negación crítica abarca también al arte y a la literatura: los valores artísticos se separaron de los valores religiosos. […] La autonomía de los valores artísticos llevó a la concepción del arte como objeto y esta, a su vez, condujo a una doble invención: el museo y la crítica de arte.6

La creación de los museos fue paralela al desarrollo progresivo de las exposiciones periódicas de artistas vivos, que se inauguraron bajo la protección de Colbert en el Sa-lon Carré del Louvre en 1667. Proponían estas la novedad frente a la historia y eran además la manera de abrir al mercado privado las puertas del arte. Si los intereses públi-cos todavía tenían horizontes conservadores, la iniciativa particular se vinculaba más con el cambio y la novedad. Esta última opción implicaba un riesgo que aceptaron los reporteros que anunciaban las exposiciones. Sus informes de prensa (que se hicieron regulares, como los eventos re-señados, en 1759) fueron especializándose hasta formar la base de la crítica de arte.

A lo largo de este proceso, por un lado la razón lógica parece ofrecer una base segura de conocimiento y comu-nicación, pero por otro, pronto muestra su debilidad de principio limitado y falible. En la modernidad el juicio y la reflexión se vuelven también autotélicos, de modo que el principio rector se convierte en discusión, método abierto, sucesión, alteridad. De ahí que Paz pueda decir que «el principio que funda a nuestro tiempo no es una verdad eterna sino la verdad del cambio».7

A principios del siglo xix esta tensión se refleja desde el punto de vista de la representación como un diálogo en-tre polos extremos. La pintura del romanticismo alemán y anglosajón sigue poniendo el acento en el paisaje, que siempre hace referencia al origen: el tiempo primigenio y sin culpa de una naturaleza que el hombre, en su peque-ñez, no puede dominar, tiene una relación indudable con el tiempo pagano, anterior a la historia. Sin embargo, los personajes que aparecen en los paisajes de Friedrich (po-demos pensar en su conocidísimo Caminante sobre el mar de nubes) van vestidos como cualquier ciudadano del siglo xix y plantean frente a la fuerza de la naturaleza la pregun-ta esencialmente cristiana de la libertad, que a su vez obli-ga a mirar hacia adelante. Esta mirada se carga ahora con una responsabilidad que asume todas las expectativas de felicidad que prometía la eternidad. Es un peso insoporta-ble, que impregnará los lienzos (que reflejan la vida) pri-mero de melancolía y más adelante de pasión irracional.

Octavio Paz recuerda que desde el siglo xix hasta bien entrado el siglo xx la idealización del futuro tuvo como consecuencia el sucesivo desarrollo de propuestas utópicas como los paraísos soñados por el liberalismo, el marxismo o el cientificismo. Todas ellas fueron saludadas en su mo-mento con gran entusiasmo, pero una detrás de otra mos-traron que «la concepción de la historia como un proceso lineal progresivo se ha revelado inconsistente».8 Durante el siglo xx, el fracaso de las propuestas de futuro trajo consi-go violentos ataques a la razón y una extensión del dolor y el sufrimiento que ninguna otra época había contemplado. Como consecuencia, comenta Paz de manera quizá alar-mista, «los hombres empiezan a ver con terror el porvenir».9

Este cambio de percepción con respecto al tiempo lo percibe el escritor entonces como el comienzo de una nueva época que, como he dicho antes, él llama postindus-trial y hoy se conoce con el nombre de postmodernismo. Lo que singulariza este nuevo momento en el que todavía

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vivimos es el rechazo del pasado, la indiferencia ante el fu-turo y el acento absoluto sobre el momento presente, que asume en sí todo el proceso temporal.

Octavio Paz hace una propuesta arriesgada al señalar la dirección que iban a seguir los tiempos. Hoy, cuarenta años después, podemos revisar sus planteamientos y ver hasta qué punto coinciden con el rumbo que ha tomado la historia del pensamiento contemporáneo. Como punto de referencia para este análisis me he basado en Fluxus, un movimiento que ha tenido gran influencia en el último medio siglo del arte alemán y que puede servir como para-digma del desarrollo de la cultura artística contemporánea.

Los días 2 y 3 de febrero de 1963, Georges Maciunas, artista americano de origen lituano, organizó con el apo-yo del profesor de escultura Joseph Beuys un concierto de música contemporánea en la Academia Estatal de Arte en Düsseldorf. Se llamó «Festum Fluxorum Fluxus» y partici-paron en él artistas como Emmett Williams, Dick Higgins, Wolf Vostell, Nam June Paik, Frank Trowbridge o Alison Knowles. No era la primera vez que Maciunas promovía este tipo de conciertos: antes lo había hecho en Copenhague y en Wiesbaden (ambos en 1962). Por esas mismas fechas se estaban organizando festivales con planteamientos pare-cidos en Tokio, Nueva York, París, Londres, Praga y otras ciudades: tras el éxito del festival de Düsseldorf, el nombre de Fluxus quedó fijado como el de una nueva corriente de arte que desde la música iba a trasladar sus presupuestos ha-cia la plástica y sobre todo hacia expresiones artísticas desa-rrolladas de manera novedosa en lo que hoy denominamos «acciones», «performances» o «happenings».

El origen de Fluxus es musical y sus raíces hay que buscarlas en los experimentos que John Cage hizo con sus estudiantes a finales de los 50. Cage, una de las principa-les figuras de la renovación vanguardista de postguerra, reflexionó de distintos modos sobre la relación del ruido con la música, primero durante el tiempo de actuación

de los conciertos y más adelante en la composición de la partitura. Fue un alumno suyo quien acuñó el término «happening», definiendo de este modo un evento teatral que se desarrolla en un tiempo no definido, dejado al azar. Los happening parten de un guión mínimo y acogen en sí todos los sucesos que tienen lugar durante su desarrollo, como los ruidos ambientales, las reacciones de los partici-pantes o espectadores, los cambios de luz. De este modo se quiere transformar la re-presentación propia del teatro en una captación absoluta del presente.

Beuys fue quizá el primero que consiguió hacer desde estos planteamientos obras de arte que llegaran con efica-cia al gran público. Su tesis «todo hombre es un artista» pretendía implicar totalmente al espectador en cualquier obra de arte. Tomaba su concepto de la partitura musi-cal, que solo adquiere vida al ser ejecutada. Entendía que toda obra de arte debía ser concebida de tal modo que solo se completara plenamente cada vez que un espectador se adueñara de ella y la hiciera viva, creándola de nuevo.

La tesis de Paz, tal y como la presenta en «El punto de convergencia», concuerda plenamente con este plantea-miento. Sus palabras recogen este mismo concepto apli-cado a la literatura:

cada lectura es una experiencia fechada que niega a la his-toria con el texto y que a través de esa negación se inserta de nuevo en la historia. […] La lectura es una repetición –una variación creadora– del acto original: la composición del poema.10

De este modo comprende el artista (y por extensión el hombre) contemporáneo la intersección de los tiempos, su convergencia en el presente:

leer un texto poético es resucitarlo, re-producirlo. Esa re-producción se despliega en la historia, pero se abre hacia un presente que es la abolición de la historia.11

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Cincuenta escasos kilómetros separan Wesel, lugar de nacimiento de Derick Baegert, de Krefeld, cuna de Beuys. Casi cinco siglos exactos transcurren entre la pin-tura del retablo al que me refería al comienzo de estas reflexiones y uno de los más conocidos happenings de Beuys, Me gusta América y a América le gusto yo. Ambos autores quieren representar una acción simbólica, pero la diferencia en el modo de concebir la obra de arte y la ejecución es enorme. El óleo de Baegert es una escena figurativa. El autor solventa las dificultades que conlleva plasmar la dimensión misteriosa de lo representado en el marco limitado de una tabla recurriendo a una disposi-ción narrativa.

La acción de Beuys comenzó con un viaje a Nueva York el 9 de enero de 1974. Era la primera vez que el ar-tista alemán visitaba América. Antes de bajar del avión se envolvió en un grueso paño para no ver ni oír nada en su camino hacia la René Block Gallery, adonde fue traslada-do en ambulancia. La acción en sí consistió en encerrarse durante tres días, abrigado por el fieltro, en una habitación con un coyote. El hombre y el animal, a través de una serie de actos rituales, se fueron habituando a sus respectivos movimientos, olores y gestos, de modo que consiguieron establecer una convivencia pacífica. Al final de los tres días Beuys acaba abrazando al coyote.

Esta acción tuvo lugar en una fecha determinada y no se volvió a repetir; la obra de arte existió mientras fue presente. Sin embargo, el artista se preocupó mucho de preparar el viaje y sus detalles meticulosamente, así como de documentar cada uno de sus pasos. Se hicieron mu-chas fotografías y se filmó gran parte de su estancia: la llegada al aeropuerto, el transporte, muchas de las horas en la galería. Con este material y los documentos de otras exposiciones, performances y conferencias que realizó en Estados Unidos, preparó una publicación que salió a la luz póstumamente, en 1997, con el título Beuys en América.

Este afán por dar una continuidad histórica al momento de la representación matiza la condición de presente ab-soluto de la obra de arte, ya que las acciones deben ser en sí mismas efímeras. El presente al que se refería Octavio Paz en su conferencia partía de una fuerte base estable (el texto dramático o poético, la partitura) susceptible de infinitas interpretaciones. El valor propio de las acciones consiste en contar con lo impredecible, inabarcable e irre-petible, como son los ruidos que produce la gente al pasar, los cambios de iluminación que dependen del clima, los movimientos de los participantes, etc. Cuando estos ele-mentos se fijan en una grabación, el momento presente deja de serlo para convertirse automáticamente en una crónica del pasado.

Así pues, el interés por la dimensión temporal y el afán de aprehender el misterio del tiempo presente es tan importante para Baegert como para Beyus. Y en los dos tiene una relación indisociable con un interés sanador. Baegert pretendía ilustrar un punto de la fe católica: que la pasión y muerte de Cristo son acciones que sucedieron en la historia pero que la trascienden, ya que cada vez que se celebra la Eucaristía estas acciones se hacen misteriosa-mente presentes. Inseparable de esta idea es que la repe-tición del rito tiene un significado soteriológico: quienes participan de él, por efecto de esa muerte y resurrección, entran en contacto ya ahora con la eternidad y se preparan para la entrada definitiva en el presente infinito.

Beuys traslada el poder salvador de la acción repre-sentada a la misma representación. En las declaraciones que hizo a propósito de su acción americana, insistió en que el arte tenía poder curatorio y que a través de él se po-dían sanar aspectos enfermizos de la sociedad occidental como la ciencia, la religión, la arquitectura o la política. En este caso, los elementos simbólicos fueron justificados de manera explícita: Beuys se cubrió de fieltro ya en el aeropuerto para no ver la ciudad de Nueva York y mani-

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festar así su oposición hacia la política bélica de Nixon; el traslado hasta la galería tuvo lugar en una ambulancia para significar que la cultura contemporánea ha creado inválidos; la interacción con el coyote (animal mitológi-co en la originaria cultura india norteamericana) buscaba simbolizar la reconciliación entre cultura y naturaleza; el poder protector y sanador del fieltro tenía su origen en un accidente que tuvo Beuys en su juventud como piloto de la Luftwaffe: cayó herido en Crimea y se salvó de una muerte que todos daban por segura gracias a que los nómadas le untaron con grasa y le cubrieron con un grueso paño de lana comprimida.

En 1996 Katrien Jacobs recogió el material filmado del happening y lo organizó en una película de 15 minutos que tituló significativamente Healing the Western Mind. En este documental se recogen declaraciones de uno de los más importantes críticos de arte contemporáneo, Jack Burnham, en las que comenta cómo Beuys pretendía a tra-vés de esta acción revivir un rito chamánico, emprender un proceso que pudiera curar las tendencias enfermizas de la sociedad occidental. Pone en relación esta muestra de arte contemporáneo con los cuadros de los siglos xiii y xiv, en los que Cristo crucificado era mostrado como arquetipo de todos los santos que sufrían torturas y mar-tirios.

Que este nuevo modo de entender el arte resultaba revulsivo para la sociedad de los años 70 era indiscutible. Sin embargo, no lo era menos que formaba parte de una larguísima tradición y que, en este caso, el punto de refe-rencia para la curación era la naturaleza y por tanto una vuelta al origen.

Las acciones y performances de los años 70, siguiendo la estela romántica, presentaban al artista como un inter-mediario, un sujeto capaz de convocar fuerzas inaccesibles a otras personas o de ejecutar acciones que cambiaran a los espectadores. Poco a poco este tipo de arte, que Beuys

llamaba «escultura social», fue moviéndose en la dirección de lo que se llama hoy «arte democrático». La creación se ha dirigido cada vez más hacia un tipo de actuación acogedora, que involucra a todos, de modo que no haya espectadores sino participantes. En estos casos, el artista deja de ser mediador: concibe una idea que otros ponen en práctica, y estos, al realizarla, sienten en sí mismos la conmoción catártica que es el fin de este arte. Habitual-mente, estas acciones cuentan con elementos materiales simbólicos de diversa complejidad de factura, en los que la habilidad técnica, la sensibilidad estética y la profundidad de planteamientos del artista determinan en gran medida el valor de lo que se va a ejecutar. Los autores que han se-guido desarrollando este tipo de acciones han mantenido la convicción de que el arte postmoderno debe ser vida y que por tanto solo es posible en presente. En este sentido, se puede decir que la sensibilidad de Paz en 1972 para cap-tar lo significativo en el desarrollo del arte que se estaba gestando esos años fue verdaderamente certera.

También me parece significativo señalar que, sin em-bargo, no es este el camino que siguieron los discípulos y colaboradores de Beuys, muchos de los cuales se encuen-tran entre los artistas más destacados de las últimas décadas y han alcanzado un amplio prestigio internacional. Por la escuela de Düsseldorf pasaron, por ejemplo, Anselm Kiefer y Markus Lüpertz. Kiefer comenzó también realizando acciones e instalaciones, pero ya hacia los años 70 decidió centrarse en la pintura. Si los happening de Beuys ponían el punto de mira en el pasado, los cuadros de Kiefer se vuelven explícitamente históricos. También él quiere comprender las heridas de la civilización moderna, y muy especialmente de su propia tierra, pero el punto de referencia originario al que apela no es la naturaleza sino la identidad cultural, desde la mitología germánica hasta su confrontación con el misticismo judío. Esta reapropiación se expresa en cua-dros de fuerte carga matérica en los que llama la atención la

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referencia explícita a la literatura y la historia. Los caminos de la sabiduría. La batalla de Hermann (1978) es un cua-dro compuesto por rostros de figuras emblemáticas de la historia germana: el místico medieval Mechtild de Magde-burgo, el pintor Caspar David Friedrich, el poeta austríaco Nikolaus Lenau, el compositor Richard Wagner, el pintor suizo Arnold Böcklin, el escritor Robert Musil… hasta el más reciente, Joseph Beuys. Kiefer realizó varios bocetos y versiones de esta obra. En la que se conserva en la Art Gallery of New South Wales, los retratos, figurativos pero con rasgos expresionistas, aparecen yuxtapuestos sobre un fondo de colores neutros, separados por manchas oscuras y unidos entre sí por pinceladas grises, manchas como llamas y una gran espiral negra.

Más significativo dentro de su trayectoria, y menos explícito en su literalidad, es Margarethe (1981). Este cuadro, que se conserva en la Saatchi Collection, forma parte de una serie de reflexiones sobre Fuga de la muer-te, el dramático poema en el que Paul Celan condensa su experiencia en los campos de concentración. Habla en él de dos mujeres, Margarete, que con su melena representa el modelo de belleza rubia aria («tus cabellos de oro Mar-garete»), y Sulamita, judía de cabello oscuro de trágico fin («tus cabellos de ceniza Sulamita»). El paisaje que evoca el cuadro es ya en el Kiefer de los años 80 un arquetipo: la tierra oscura y quemada y la perspectiva a ras de suelo se han convertido en símbolo de los lugares donde se de-sarrolló la historia alemana de la segunda mitad del siglo xx. La evolución física de las texturas y los materiales es también fundamental. En la serie que este cuadro culmi-na, la cabellera de Sulamita está habitualmente formada por pintura entremezclada con cabello real, mientras que la de Margarete está compuesta por paja incrustada en la pintura. Además de tener una duración limitada, la paja es utilizada por Kiefer como ejemplo de material inflamable que se convierte rápidamente en ceniza. En el cuadro de

1981 vemos un campo de enorme densidad en el que pare-cen elevarse hacia el cielo plantas formadas de paja dorada sobre fondo de pintura negra y gris, de modo que aunque solo queda la superviviente, Margarete, esta asume en sí esa otra mitad perdida que dejó mutilado al país. De este modo, a través de la metáfora, el artista puede enfrentarse al terror del pasado y ofrecernos, continuando en otra di-rección el camino abierto por Beuys, una obra de arte que es en sí un proceso espiritual sanador. En ella lo efímero sigue teniendo validez, pero el peso recae sobre el pasado.

Para superar la idea de la historia como lastre, que lleva a Kiefer a mirar el futuro con desesperanza y pro-fetizar la desaparición del hombre, Markus Lüpertz recu-rre al concepto de transformación, que toma de la tradi-ción mitológica. Muestra de ello puede ser su exposición Metamorfosis de la historia mundial (Museo Albertina de Viena, 2010). El cuadro más significativo de la colec-ción es Cíclope. Ditirambo (1973), una obra que subraya la relación de la historia con el tiempo intemporal de lo originario vistiendo al personaje mítico con un traje mi-litar moderno. En este cuadro, como en todas sus obras pictóricas o escultóricas, también la hechura clásica sufre una evolución formal que produce una imagen inequívo-camente moderna: el arcaísmo primitivo se mantiene en la sencillez postmoderna y semiabstracta del motivo de la obras; la expresividad de los rasgos y su tratamiento del color, tanto en esta versión monocroma como en las que llama la atención la fuerza de los tonos, enlazan con la pasión instintiva de los relatos clásicos; el énfasis en el cuidado técnico que supera el conceptualismo no pierde el simbolismo (que ahora debe ser interpretado libremente) de las antiguas figuras rituales.

En la misma línea se sitúa el Hércules de aluminio de 18 metros y 20 toneladas que construyó en 2010 para conmemorar que el Ruhr había sido elegido ese año Capi-tal Europea de la Cultura. Fue colocado en Gelsenkirchen

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sobre una estructura de acero, la torre de la mina Estrella del Norte, que lo elevó por encima de los 100 metros. Este héroe monumental, cuidadosamente emplazado, simboli-za la fuerza, la habilidad y la responsabilidad que el espíri-tu humano ha desarrollado desde sus orígenes para poner la naturaleza a su servicio. Quiere mostrar la grandeza de la historia humana y del talento creador, así como la con-vicción de que esta capacidad generatriz y transformado-ra es la que permite al ser humano mirar al futuro. Ya no desde la perspectiva del dominio sino con la expectación propia del misterio: el artista alemán ha afirmado en más de una ocasión que las creaciones humanas son secretos codificados para un futuro que ni el artista ni el especta-dor pueden entender del todo. Lüpertz quiere superar de este modo la deshumanización del capitalismo que trata a los hombres como máquinas,12 haciendo de ellos algo más que un signo.

Todo parece señalar que en estos autores se ha ido produciendo un movimiento regresivo en cuanto a la concepción del tiempo. Beuys plantea un presente abso-luto al que consigue dar consistencia en unas representa-ciones fuertemente innovadoras; sin embargo, en su afán por encontrar respuestas sanadoras mira hacia el pasado originario de la naturaleza. Kiefer considera a Beuys par-te del conjunto de grandes tradiciones que es necesario comprender para definir su identidad y la de su país: ni el presente ni el futuro son posibles sin asumir el peso de una dolorosísima historia. Sus cuadros quieren ser esos lu-gares de encuentro y redención del pasado. La utilización de materiales efímeros, la fuerte carga matérica, la pers-pectiva humillada, consiguen en el espectador un recono-cimiento (de la historia y la particular responsabilidad de cada quien en ella) que provocan una transformación libe-radora. Lüpertz recupera en sus obras la importancia me-diterránea del cuerpo, la tradición germánica que desde Altdorfer otorga al paisaje un protagonismo indiscutible

y la clásica división tripartita del tiempo. Vuelve a aislar el objeto artístico del espectador, dejando en segundo plano el efecto catártico. Las largas series de obras que Lüpertz dedica a Orfeo, Parsifal o san Francisco de Asís muestran su convicción de que crear y contemplar una obra de arte que asume el tiempo en sí puede ser una manera de lu-char contra la muerte y renovar la esperanza en la vida, o incluso de colaborar en una creación de carácter tras-cendente (su última exposición en el Gemeentemuseum de La Haya, de junio a octubre de 2011, se titula Bajo la luz divina).

Así pues estos artistas, quizá por sus circunstancias históricas, han tenido una mayor sensibilidad hacia la tra-dición o sus símbolos, y han hecho dialogar el concepto de presente absoluto y siempre originario con la idea tra-dicional de presente como punto de convergencia entre el tiempo y la cultura. Mientras tanto, otra amplia repre-sentación de creadores contemporáneos, preocupados en su mayoría por la condición existencial del hombre y del artista, han seguido investigando hasta hoy en las posi-bilidades experimentales de las acciones, que solo tienen sentido en el momento de su representación. Hay en este doble interés por el presente absoluto una inquietud si-milar a la que encontrábamos en los retablos góticos, un interés por captar y expresar la intensidad de la vida de tal modo que cada instante se relacione con la eternidad. Los separa, sin embargo, al menos como tendencia general, la enorme distancia que aleja la sensibilidad actual de la medieval: la negación de la trascendencia, la comprensión del presente como un punto en el que el tiempo se vuelve sobre sí mismo. La gran lucidez de Octavio Paz fue per-cibir, precisamente mientras se estaba produciendo esta inflexión cultural y social, que este interés radical por un presente absoluto y autotélico anunciaba el fin de la cos-movisión que se había producido durante el renacimiento dando lugar al comienzo de la modernidad.

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1. Octavio Paz, «La tradición de la ruptura», Los hijos del limo. Del romanticismo a la vanguardia, p. 339. Todas las citas están tomadas de este libro, en concreto de la edición del autor de las Obras Completas (Fondo de Cultura Económica, México, 1995).

2. «La revuelta del futuro», p. 352.

3. «La tradición de la ruptura», p. 343.

4. «La revuelta del futuro», p. 358.

5. «La tradición de la ruptura», p. 339.

6. «La revuelta del futuro», p. 358.

7. «La revuelta del futuro», p. 354.

8. «El punto de convergencia», p. 464. En el presente número 7 (2011) de Revisiones, puede leerse el capítulo completo. La cita aparece en la p. 62.

9. Ídem.

10. «El punto de convergencia», p. 473. (Revisiones, p. 68.)

11. Ídem.

12. Cf. «El punto de convergencia», p. 466. (Revisiones, cf. p. 63.)