Revista de Occidente 358

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Marzo 2011 N.° 358 A .Revista dle Occicleinrfe Fundada en 1923 por José Ortega y Gasset Director: I José Várela Ortega ' í Secretario de Redacción: Fernando R. Lafuente Edición: Alfredo Taberna Secretaría de Redacción: Joaquín Arango • Juan Pablo Fusi Aizpúrua José Luis García Delgado Emilio Gilolmo • Juan Pérez Mercader • Jesús Sánchez Lambas Coordinadora: Begoña Paredes Diseño de maqueta: Vicente A. Serrano Edita: Fundación José Ortega y Gasset Redacción y Publicidad: Fortuny, 53. 28010 Madrid. Teléf.: 91 700 35 33 [email protected] Teléf. Suscripciones: 91 447 27 00 www.ortegaygasset.edu Esta revista ha recibido una ayuda de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura para su difusión en bibliotecas, centros culturales y universidades de España, para la totalidad de los números del año. La Suma de Todos Comunidad da Madrid w»w madild.oig Distribuidora: SGEL (Sociedad General Española de Librería) Avda. Valdelaparra, 29. (Polg. Ind.) 28008 Alcobendas (Madrid). Teléf.: 91 657 69 00/28 ISSN: 0034-8635 Fotocomposición: Fernández Ciudad, S.L. Coto de Doñana, 10. 28320 Pinto (Madrid) Impresión y encuademación: Closas-Orcoyen, S.L. ParacuySllos del Jarama (Madrid) f El origen del siglo XXI* Serge Daney S iempre me ha gustado escribir en revistas, por eso me pregun- to hoy cuál será su futuro. Godard dice que la palabra rev'uta lleva implícito el concepto de volver a ver, de rever. Yo creo que es bueno rever las películas, y una revista está hecha para rever y qui- zás también para ver lo que no se ha visto antes. Ver cine empuja a escribir sobre cine, aunque en estos días haya muchas películas que no invitan a nada, me refiero al cine de los ¿toiy-boardd o de la qualitéfraiicaue. Es lo que tiene el cine tecnológico e industrial: pue- de gustarte, maravillarte incluso, pero desgraciadamente nunca te permitirá pensar, participar en él. Es un cine demasiado perfecto para un ser tan imperfecto como tú o como yo. 0 E l presente texto es una versión abreviada de una intervención en el acto de presentación de la revista Traffic en el Museo del Jeu de Paume de París (5 de mayo de 1992). Fue publicada en Cahierj da Cúieina en su número de julio-agosto de ese mis- mo año como homenaje a Serge Daney un mes después de su muerte, y editada por primera vez en español en otrocampo.com. [33]

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Marzo 2011 N.° 358

A

.Revista dle Occicleinrfe Fundada en 1923

por José Ortega y Gasset

Director: I José Várela Ortega ' í

Secretario de Redacción: Fernando R. Lafuente

Edición: Alfredo Taberna

Secretaría de Redacción: Joaquín Arango • Juan Pablo Fusi Aizpúrua • José Luis García Delgado

Emilio Gilolmo • Juan Pérez Mercader • Jesús Sánchez Lambas

Coordinadora: Begoña Paredes

Diseño de maqueta: Vicente A. Serrano

Edita: Fundación José Ortega y Gasset

Redacción y Publicidad: Fortuny, 53. 28010 Madrid. Teléf.: 91 700 35 33

[email protected] Teléf. Suscripciones: 91 447 27 00

www.ortegaygasset.edu

Esta revista ha recibido una ayuda de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura para su difusión en bibliotecas, centros culturales y universidades de España, para la totalidad de los números del año.

La Suma de Todos Comunidad da Madrid

w»w madild.oig

Distribuidora: SGEL (Sociedad General Española de Librería) Avda. Valdelaparra, 29. (Polg. Ind.) 28008 Alcobendas (Madrid). Teléf.: 91 657 69 00/28

ISSN: 0034-8635

Fotocomposición: Fernández Ciudad, S . L . Coto de Doñana, 10. 28320 Pinto (Madrid) Impresión y encuademación: Closas-Orcoyen, S . L . ParacuySllos del Jarama (Madrid)

f

El origen del siglo X X I * Serge Daney

Siempre me ha gustado escribir en revistas, por eso me pregun­to hoy cuál será su futuro. Godard dice que la palabra rev'uta

lleva implícito el concepto de volver a ver, de rever. Yo creo que es bueno rever las películas, y una revista está hecha para rever y qui­zás también para ver lo que no se ha visto antes. Ver cine empuja a escribir sobre cine, aunque en estos días haya muchas películas que no invitan a nada, me refiero al cine de los ¿toiy-boardd o de la qualitéfraiicaue. Es lo que tiene el cine tecnológico e industrial: pue­de gustarte, maravillarte incluso, pero desgraciadamente nunca te permitirá pensar, participar en él. Es un cine demasiado perfecto para un ser tan imperfecto como tú o como yo.

0 E l presente texto es una versión abreviada de una intervención en el acto de presentación de la revista Traffic en el Museo del Jeu de Paume de París (5 de mayo de 1992). Fue publicada en Cahierj da Cúieina en su número de julio-agosto de ese mis­mo año como homenaje a Serge Daney un mes después de su muerte, y editada por primera vez en español en otrocampo.com.

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Los amantes de la literatura, cuando comentan La educación ¿en-túnentaláe. Flaubert, no dicen: «¿Te acuerdas de tal o cual escena?», sólo pueden decir «Flaubert es maravilloso» y cosas parecidas. Pe­ro si dos cinefilos hablan sobre U ¿amago /mego morya (1936, Boris Barnet), comentarán: «El momento en que el mar cubre la pantalla es magnífico; y aún mejor ese otro en que ella no sabe que es a ella a quien lloran, ya que todo el mundo la cree muerta, y luego ríe con los dos muchachos que se ponen a bailar». Esos cinefilos visualizan, reviven algo. De eso va la cinefilia. Y las revistas de cine. De evo­car una película de manera que otra persona la vea por primera vez o la revea. Sé que suena muy infantil, muy adolescente.

Del mismo modo que lo que hace escribir es lo que se ha escri­to antes, lo que hace amar es lo que se ha escrito antes, y lo que ha­ce rever es lo que ha visto antes. En esto soy muy platónico: una y otra vez devolvemos la misma pelota. Aunque no conviene olvidar que lo que está escrito es minoritario. La gente no lee mucho. En Francia hubo un momento, entre 1945 y 1980, en que se escribió mucho a partir de imágenes, sobre las imágenes, viendo imágenes... Me admira todo lo sucedido desde Bazin hasta hace poco. Sobre todo en Francia, y en este sentido tenemos razones para estar bas­tante orgullosos, somos el repositorio ambulante, el conservatorio parlanchín del cine. O al menos lo hemos sido. Ahora seguimos siendo minoritarios, más que nunca, son otras las imágenes que han pasado a ser mayoritarias: las de la publicidad. Resulta impor­tante recordar que la publicidad no pertenece al terreno de la ima­gen tal como la conocíamos. No sé si entristecerme o alegrarme por ello. Me pregunto si la publicidad no no será el arte del siglo X X I .

Al estrenarse EL amante (Lamant, 1992, Jean-Jacques An-naud), muchos amigos que aman el cine y no confunden las liebres del cine con gatos audiovisuales, me dijeron que perdía mi tiempo escribiendo sobre ella: acepto la observación sólo a medias. Es ver­dad que quizás no haya necesidad de escribir una línea sobre ella

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porque no nos concierne, porque se trata de otra cosa, pertenece al ámbito de técnicas de venta del individuo post-moderno que se compra y que se mira, que busca y encuentra, que jamás descubre nada porque en realidad lo tiene todo. Pero al mismo tiempo me desagrada esa película porque el pueblo la ama, ama a su director, a Annaud, porque el pueblo es idólatra y encuentra en la publici­dad su idolatría. También me desagrada porque sé que los intelec­tuales no perseguirán a nadie diciendo: «Adorarás a Dios y no las imágenes de Dios». El pueblo persistirá en su idolatría. Resulta triste aceptar algo así, tanto como defenderse de El amante procla­mando lo buenísima que es La bella mentiroja (La belle noúecue, 1991), la última película de Rivette, cuando Rivette era mucho me­jor antes. El cine era mucho mejor antes. Ahora nos aferramos a casi cualquier cosa para no sucumbir ante productos como El amante. Para no ser idólatras, tenemos que bajar el listón. O baja­mos el listón o amamos la publicidad.

Es preocupante, eso sí, que películas que hace unos años veía­mos literalmente en guetos ahora sean clásicos. El demonio de ÍOJ ar­mad (Gun Crazy, 1950, Joseph H. Lewis) era antes una consigna, la contraseña de la lucha contra el mercado, un objeto arqueológi­co que podíamos descubrir y defender; ahora ya no necesita nues­tra defensa, lo malo es dónde la coloca todo eso. ¿La hace mejor? ¿Peor? ¿Visible? ¿Invisible?

Puede que no sea razonable pedir que El demonio de Uu armoj continúe en el gueto, como tampoco lo sería pedir que los italianos vuelvan a hacer hoy Arroz amargo (Rúo amaro, 1949, Giuseppe De Santis) o algunas otras películas de su convalecencia y su apogeo durante la etapa neorrealista, bastante tienen hoy con Benetton; Italia liquidó su cine y ahora se dedica a la comunicación social, a la publicidad.

El cine no tiene que ver con la calidad, sino con la moral, con la ética. Dentro de un año o dos, los chicos de los suburbios sólo exis-

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tiran, al menos para mí, en la televisión. Por eso me gusta mucho Le petit criminel (1990, Jacques Doillon). Nunca más obtendré un testimonio, siquiera indirecto, de la realidad a través del cine. He­mos llegado a un momento en que las imágenes que de verdad im­portan comienzan a ser cuestionadas. Jonathan Demme hace Eldi-lencio de lod corderos (Silence of tbe Lamba, 1990) y la comunidad gay rechaza el personaje de Hannibal Lecter (Anthony Hopkins). Cualquier día de éstos cuando una película importante muestre un asesino compulsivo que sea Libra con ascendente en Virgo, apare­cerá inmediatamente un lobby de Libras con ascendente en Virgo que dirán: «Es inadmisible, echa por tierra nuestra imagen, de­mandaremos al director, exigiremos cincuenta millones, hablare­mos con nuestro abogado». Es el peligro que corremos si dejamos las imágenes en manos de cualquiera, porque las imágenes nos construyen, nos dan forma si nosotros queremos, pero en ningún caso nos pertenecen. Responsabilizamos a las imágenes de nuestra fealdad y no hacemos nada por corregirla. Nos exhibimos en pú­blico sin preocuparnos en absoluto por la imagen que proyecta­mos, únicamente intervenimos al vernos como somos, al ver que lo que somos no se corresponde con lo que nos gustaría ser; entonces exigimos responsabilidades, les pedimos a los demás que nos vean de manera diferente o que dejen de vernos en absoluto.

Hoy el inconsciente colectivo, en el terreno visual, lo constitu­ye la televisión, y junto a ella existe esa otra cosa que está ya bas­tante agotada: el cine. Resulta trágico reconocer que hemos amado apasionadamente el cine, un arte culto y popular al mismo tiempo, y hoy nos vemos donde nos vemos. Qué placer sentía al admirar a Fritz Lang: mi portero veía a Lang y cuando yo leía a Platón en­contraba a Lang en él; era como caminar con dos piernas. En la ac­tualidad ya casi no quedan porteros y cada vez hay menos perso­nas que lean a Platón; sólo queda Lang, ¿qué será de él dentro de unos años? Caminamos con una única pierna.

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Tenemos un problema: la supervivencia del cine como recorda­torio de cuanto no nos conviene olvidar, porque el cine nos dice que no hay que olvidar. M i vida ha estado marcada por ciertos acontecimientos que sólo el cine ha podido ver. Los campos de ex­terminio nazis son el símbolo de todo esto. A los doce o trece años, Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955, Alain Resnais) nos dijo q^e el eme existía, que los campos existían, que el hombre existía, que el Mal existía, y así nos impidió olvidarlo. Luego llegaron Godard, Rossellini o Antonioni, que nos enseñaron otras cosas que nada ni nadie nos habían enseñado. Fuimos modernos porque nos dimos cuenta de ello. Bresson, Tarkovski... Luego el cine entró en crisis, cuando la memoria se volvió deficitaria o demasiado selectiva.

El reciente hundimiento del Este, tan desmoralizador, nos pro­porciona muchas enseñanzas al respecto. Cuando pensamos en los acontecimientos históricos de los últimos dos o tres años, sentimos que no tienen imagen. Creo que de Yugoslavia no quedará nada. El único mensaje que llega de allí es que «quieren luchar». Tienen vo­luntad de combatir, para ellos es como el comienzo de la tempora­da de caza. ¿Qué sabemos nosotros? ¿Qué podemos decir? ¿Qué hemos visto? ¿Qué veremos? No cabe duda de que no hay duelo sin memoria, y nos va a faltar el cine para alimentar la máquina de la memoria, ya que la televisión no nos valdrá. Gracias al cine, no olvidábamos que no hay que olvidar, como decía Blanchot.

Las dos últimas obras maestras donde hubo algo parecido a una elaboración estética sobre el duelo fueron Saló o lod 120 díaj de Sodo-ma (Salo o le 120g¿órnate di Sodoma, 1975, Pier Paolo Pasolinij y Hi-tler (Hítler - ein Film atu Deutdchland, 1977, Hans-Jürgen Syber-berg). Fueron dos intentos de decir lo indecible, de rellenar el es­pacio en blanco, de no permitir que la memoria se erosione, se bo­rre. Cualquiera de los asuntos que hoy en día reclaman nuestra atención y la del cine es secundario comparado con la importancia de los campos de exterminio nazis. Estas dos películas intentaron

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recordárnosla, intentaron fijar una forma, un contorno. No son ambiguas, son contundentes, ambiciosas: descomunales. Incluso personas de mi edad, que no sufrimos en nuestras carnes la trage­dia de los campos, sabemos que la mayoría de sus responsables ni siquiera pidieron perdón. Es indignante. Y lo sería más aún si no fuese por películas como Saló o Hitler.

Hoy estamos obligados a decir: «Fantástico, el cine nos dice que no debemos olvidar que no hay que olvidar», y al mismo tiempo no nos dice más que eso. En el cine hay un lado museográfico que per­sonalmente no me inquieta, pero el museo no es la memoria. Antes nos colocábamos en la historia a través del cine, decíamos que Hi­tler era el personaje de una película de Bertrand Blier. Hoy en día el cine me dice otras cosas, va por otro lado, no puede competir con los rituales de la televisión sobre temas como Hitler o la historia en general.

La historia del cine no se escribirá. La de Sadoul está plagada de errores, es el librito de nuestra infancia. Una historia del cine actual nos obligaría a plantearnos muchas cosas. Por ejemplo, ¿quién es Abbas Kiarostami? ¿Un cineasta iraní? Vale, un cineas­ta iraní al que no reconozco porque no sé nada sobre cine iraní pe­ro un cineasta iraní a quien puedo describir porque previamente puedo describir a Rossellini, que es a quien me recuerda. Entonces puedo pensar que, si Kiarostami y Rossellini se parecen porque ambos se preguntan qué es el cine y ambos se responden, también es posible que la Italia de Rossellini tenga cosas en común con el Irán de Kiarostami. La historia del cine, en el fondo, es una am­pliación de la historia y no una reducción.

Evidentemente la pintura ha preservado algo del siglo XX, todas las artes han almacenado algo de memoria. La literatura preservó mucho, del guLig quedará lo que escribieron Solzhenitsyn o Shalá-mov. Por desgracia, la gente no lee y por ello cierta memoria no se­rá popular, el gulag no será popular. Con el cine -como intuyó Go-

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dard- puede haber una posibilidad de iluminación mayoritaria, una revelación que no existe en la literatura. El cine fue y sigue siendo la única memoria colectiva ganada en el último instante. Cuando Joris Ivens hizo su película sobre China, The 400 Mlllioiu (1939), rodó el encuentro entre Chiang Kai-Sheky Mao Tse-Tung y su firma de la tregua. Ivens era un cineasta contratado que obe­decía al Partido, pero lo que hizo fue impresionante porque ningún otro arte lo ha hecho: el cine es un arte extraño que se hace con cuerpos y acontecimientos reales. Sucede incluso con los actores. Bertolucci, sin ir más lejos, dijo: «Quiero a Sterling Hayden para Novecento porque en Johiiny Cuitar estaba genial». Wenders hizo lo mismo con Nicholas Ray en Relámpago ¿obre agua (Lightning over Water, 1980). Entre los setenta y los ochenta, hubo un reciclaje de carne viva, de admiración viva, relaciones de filiación que se pu­dieron mostrar. Sólo el cine ha podido hacerlo. La memoria del si­glo XX estaba en el cine. Daba oportunidad de que muchos vieran lo que no habían visto.

Las demás artes se adelantaron en algunos sentidos al cine. Cuando en 1959 Burroughs escribió El almuerzo demudo, se ade­lantó 30 años al escribir sobre el mundo al que estamos llegando hoy. Cuando por la misma época Godard hizo Al filial de la encapa­da (Á bout de douffle, 1960) y Truffaut LOJ 400golpeé (Lej quatre centd coapd, 1959), vivíamos aún en la pulsión aldeana del estilo: «Mués­trennos una Francia que no sea demasiado repugnante». Pero el cine no conseguía adelantarse, no era un arte visionario como la l i ­teratura, la pintura y la música, o lo era sólo a veces. Tati lo con­siguió en Playtime (1967) en el momento de la construcción del ae­ropuerto de Orly, con esa película donde está todo el diseño con­temporáneo en que vivimos. A pesar de todo, el cine está muy l i ­gado al hecho de ver o no ver, de haber visto bien o mal, de que­rer o no querer ver. Si se hace saltar esta pulsión de ver en el cine, queda únicamente el mercado visual. El cine es una memoria muy

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especial, espectacular, narrativa y visual, la que correspondió a los primeros grandes acontecimientos de la historia de la humanidad, que tenían en sí mismos una dimensión privada-pública. ¿Qué son los campos? Son privados en la medida en que no se podía ir a ellos así como así, pero son públicos ya que son un espectáculo, es­tán puestos en escena como un espectáculo. La ambigüedad del ci­ne, entre lo íntimo y lo extrovertido, entre la escalinata del Lido para la estrella y la pequeña historia intimista, refleja la oscilación del siglo. Existe una complicidad, el cine se ha parecido al siglo, incluso muchas veces lo ha captado en vivo. Por eso digo que el ci­ne es la memoria. No será una verdad eterna, ya que el siglo cam­bia, los siglos cambian.

El desastre yugoslavo. Bastaba mirar las imágenes de Yugosla­via desde el principio, para ver allí un deseo de guerra. Se leía en las caras de los soldados, de los niños. Durante la Segunda Guerra Mundial los yugoslavos (con los griegos), llevaron a cabo la única gran resistencia. Su historia es un siniestro rompecabezas, hay una violencia propiamente yugoslava. En la televisión no se ven imáge­nes, se escucha un comentario que no nos dice lo que se ve sino lo que en principio deberíamos ver. Es un reality áhow: «La guerra abierta en Yugoslavia es una tragedia, se veía venir desde hace

j años», se dice y con ello la tragedia se desplaza al comentario, no a las imágenes. Y llega un momento en que las imágenes de Yugos­lavia terminan por aburrir aunque sean diferentes unas de otras porque el comentario siempre es el mismo, de modo que al final se informa cada vez menos y se renuncia a comprender. No habrá ci­ne sobre Yugoslavia hasta que, en el mejor de los casos, un cineas­ta como Kusturica haga dentro de unos años una película con la guerra como telón de fondo; lamentablemente no funcionará, irá al Festival de Cannes y eso será todo.

¿A qué se podría parecer una película sobre los barrios perifé­ricos de las grandes ciudades francesas de hoy y quién representa-

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ría el papel principal? ¿Con qué llenaríamos los diálogos? Me en­cantaría ver una película con ese tema, me encantaría que alguien considerase una obligación hacerla. El problema es que hay un cie­rre de horizontes que impide la ficción. Se cuenta una historia en la que el héroe es un pequeño argelino y de inmediato caemos en el „ problema de las relaciones con sus padres, porque nadie sabe cómo i son, jamás se han visualizado, nadie se ha preocupado de mostrar­las. El cine ahora se hace con lo ya visto, mejorándolo para que se pueda seguir viendo una y otra vez. Película a película, John Ford depura y mejora la forma de describir la vida de los indios y los va­queros en el salvaje Oeste. Llegamos a una situación extraña: una parte de la experiencia americana forma parte de nuestra cultura en sentido estricto, mientras que cosas muy próximas a nosotros, co­mo los muchachos que viven en los barrios periféricos de las urbes francesas, jamás han tenido carta de ciudadanía.

Hoy nadie quiere ver a niños de Etiopía con el vientre hincha­do, quieren ver a cantantes que con sus conciertos recaudan dine­ro para Etiopía. Habrá que hacer interesantes a personajes que ca­si nunca han tenido cabida en el cine. Creo que el actor Richard Anconina estaba bien en Le petit criniúiel, pero harían falta otros ac­tores para poder comparar, para llegar a ver cómo es un joven po­licía. Pero en general se prefiere decir que Anconina ha logrado una creación formidable. La película termina siendo Anconina y de­semboca en los César. Ahora bien, eso también es trabajo social, se podría decir incluso que trabajo militante. Dar una imagen del t i ­po de al lado, eso también es un trabajo humano. El tipo que vive al lado y de cuya existencia no nos habíamos dado cuenta.

El cine debe seguir siendo humanista aun cuando esto implique ser cristiano, so pena de precipitarse estéticamente hacia algo dis­tinto, que no me interesa y que quizás ni siquiera sea viable. A un personaje al que sólo le conmueve lo que es exterior a él es posible comprenderlo, pero jamás nos resultará interesante.

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Lo absolutamente magnífico de Sergei Paradjanov, y sobre to­do de Eldaborde la granada (Sayat Nova, 1968), es que nos pone de­lante de un asunto muy loco: «Voy a hacer arte armenio del siglo X I I y lo voy a filmar». Pone su cámara a distancia de las cosas sin dejar de hacer cine, y lo que se ve al mismo tiempo es lo que el ci­ne jamás ha filmado: gente que muestra cosas a lo lejos, tesoros. Hay entonces algo magnífico en Paradjanov, como si alguien, mi­lagrosamente, hubiera viajado en el tiempo y planteara la hipótesis de una imagen de la que se pudiera decir: «es muy anterior al ci­ne». Todo lo contrario de EL nombre de La roja (The Ñame of tbe Rodé, 1986, Jean-Jacques Annaud), que no es hiperrealista, depende ante todo del maquillaje. En eso está la verdadera inocencia de Paradjanov, que no pretende convencer sino crear. Y lo ver­daderamente sublime es que nos da las imágenes más bellas. Con Paradjanov estamos en un mundo en el que las cosas bellas no exis­ten sólo para ser vendidas, como sucede en EL amante. Annaud... Siempre Annaud, que alguien me libre de Annaud.

Otro ejemplo interesante es LanceLot del Lago (LanceLot du Loe, 1974, Robert Bresson), la única película que he visto ambientada en la Edad Media donde se ve que en los Montes de Arree antes de 1500 no había nadie, donde hay que andar kilómetros antes de cruzarse con un alma viviente. Ésta es la primera imagen que nos saca de la perspectiva hollywoodense, donde en todas partes, lo mismo en los bosques que en los pueblos, hay un gentío extraordi-

: nario, un poco como si estuviéramos enTimes Square, y está bien [ que así sea, pues es como lo ven en Estados Unidos. De la Edad

Media ya no queda nada, pero no hay por qué pedirles más a los americanos. Para los europeos, se trataría de que surja una imagen allí donde jamás la hubo. Falta una imagen. Y eso es dramático, na­turalmente. De este modo, en nuestra sociedad, una parte de la ex­periencia de unos y otros, especialmente la de aquellos que no tie­nen muchos medios para expresarla, está a punto de entrar en un

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agujero negro, e incluso a menudo son estos últimos los que cavan la fosa. Lo difícil es no renunciar a este principio: el cine es un ar­te realista. Y al mismo tiempo no considerar que se trata de un asunto de decisión, de presupuesto, de trabajar para que una ima­gen surja allí donde como por azar nunca se ha querido ver nada.

S. D.

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Mensaje en una botella o epístola digital La correspondencia audiovisual de Víctor Erice y Abbas Kiarostami

Asier Aranzubia Cob

Antena parabólica

Ouisiera empezar este artículo rescatando un pasaje de Y la vida continúa (1992). La historia que cuenta dicha película es la de

un cineasta de Teherán (trasunto inequívoco del propio Kiarostami) que realiza un viaje en compañía de su hijo a una zona concreta del norte de Irán que acaba de sufrir los devastadores estragos de un te­rremoto. El propósito de este viaje a la comarca de Koker no es otro que intentar localizar a los dos niños (actores naturales) que habían protagonizado un film anterior (en concreto, ¿Dónde uta la cada de mi amigo? [1987]) del mencionado cineasta. En realidad, como ya ha­brán podido intuir, Y la vida continúa no es otra cosa que la recrea­ción de un viaje y una búsqueda (lo mismo da) que el Kiarostami ex-tradiegético (el de carne y hueso, para entendernos) había llevado realmente a cabo meses antes de que se rodara la película.

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La anécdota que quiero recuperar aquí pertenece al tramo final de la película: después de pasarse unas cuantas jornadas circulan­do con su coche por la devastada comarca de Koker, el cineasta y su hijo llegan al campamento en el que se han instalado, de mane­ra provisional, muchos de los habitantes de la zona que por culpa del terremoto se han quedado sin casa. Aunque, como ya atesti*, guaban las imágenes de ¿Dónde edtá la cada de mi amigo?, las condi­ciones de vida en el norte de Irán a finales de los ochenta poco o nada tenían que ver con las de nuestro mundo occidental, las gen­tes de Koker se las han apañado para instalar una antena parabó­lica en el campamento que les va a permitir presenciar uno de los encuentros del mundial de fútbol de Italia (en concreto, el que en­frenta a Brasil con Argentina) y, de paso, les va a servir también para ir asumiendo con naturalidad que, a pesar de todas las des­gracias que ha traído aparejadas el terremoto, la vida, como reza la traducción al castellano del título de la película, continúa.

Una antena parabólica en una aldea perdida del norte de un país en el que las carreteras están sin asfaltar, los lugareños siguen desplazándose en carros tirados por burros y las casas no disponen de agua corriente. Una antena parabólica que, de alguna manera, conecta o pone en relación dos mundos radicalmente distintos (a todos los niveles: cultural, económico, político, tecnológico...) pero que, y no sin cierta paradoja, encuentran en el fútbol (o, mejor, en las retransmisiones a escala planetaria de un partido de fútbol) un punto de encuentro.

Soy consciente de que esta imagen de la antena parabólica y las retransmisiones de fútbol como metáfora de la sociedad de la infor­mación o de los procesos contemporáneos de la mundialización ya ha sido empleada en otras ocasiones. Pienso, por ejemplo, en las an­tenas parabólicas que brotan como champiñones en los tejados de las favelas de Río o en esa anécdota que cuenta Anthony Giddens en uno de sus libros y que Josetxo Cer'dán ha recuperado en un ar-

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y tículo reciente: «Una amiga mía estudia la vida rural de Africa Cen-tral. Hace unos años hizo su primera visita a una zona donde iba a efectuar su trabajo de campo. El día que llegó la invitaron a una ca­sa local para pasar la velada. Esperaba averiguar algo sobre los en­tretenimientos tradicionales de esa comunidad aislada. En vez de ello, se encontró con un pase de Irutinto búdico en vídeo. La película, en aquel momento, no había llegado ni a los cines de Londres».

A pesar de que la imagen de la antena parabólica como síntoma o emblema de la globalización ya ha sido repetidas veces utilizada quiero recuperarla aquí porque, a su manera, remite a otra imagen que va a concentrar buena parte de mi atención a partir de ahora.

Me refiero a la imagen de una botella flotando en el mar con un mensaje dentro.

Así pue*s, la inmediatez y sofisticación tecnológica de la antena parabólica frente a la lentitud y simplicidad un tanto anacrónica de un mensaje en el interior de una botella. Dos imágenes, y aquí es a donde quería llegar, que forman parte del abultado catálogo de uno de los cineastas más relevantes del panorama cinematográfico inter­nacional contemporáneo. Dos imágenes que ponen ya, desde el prin­cipio, sobre la mesa, la idea de fondo o, mejor, la dicotomía en torno a la que va a girar buena parte de mi discurso: estoy hablando del encuentro de lo nuevo con lo viejo, de lo rabiosamente actual y lo provocadoramente anacrónico o, para aquellos que estén familiari­zados con la obra del cineasta iraní, estoy hablando de un caminito .en zigzag que asciende hasta la cima de una colina coronada por un árbol solitario y de su reverso, las autopistas de la información.

La carta y du(d) destinatario (d) :

El concepto emblemático en torno al que gira todo ese proyec­to de correspondencia audiovisual entre Víctor Erice y Abbas Kia-

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rostami no es otro que el del mensaje en la botella. Y no sólo por­que este objeto aparecerá de manera recurrente en las cartas fil­madas de ambos cineastas sino, sobre todo, porque, como bien ha sabido ver Miguel Marías, el mensaje en la botella es la modalidad epistolar que mejor se adecúa a las características de esta corres­pondencia audiovisual que, siguiendo una propuesta del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, ha mantenido en contacto durante varios años a dos cineastas cuyas residencias habituales es­tán separadas por varios miles de kilómetros. Y es que a diferencia de lo que sucede con esas cartas que acostumbramos a echar al bu­zón (dirigidas, casi siempre, a un destinatario específico) los men­sajes que portan las botellas, al igual que las diez piezas digitales que han nacido de este proyecto, no buscan un único destinatario. Aunque la correspondencia audiovisual entre Erice y Kiarostami les tiene, lógicamente, a ellos dos como destinatarios primeros, el proyecto incluye desde su nacimiento a otros muchos lectores im­plícitos: hablo, claro está, de todos aquellos que han ido a contem­plar la exposición en los cuatro centros de arte en los que se ha ex­hibido hasta la fecha (CCCB [2006], La Casa Encendida [2006], Centro Pompidou [2007-2008], Australian Centre of Moving Ima-ge [2008]).

Antes de seguir adelante quisiera hacer una precisión o aclara­ción a propósito de algo que acabo de señalar. Como bien supo ver el poeta y ensayista Pedro Salinas (gran defensor dedos intercam­bios epistolares) existe, al menos desde Madame de Sevigné, la sospecha de que cuando escribimos una carta a un amigo o a un ser querido no lo hacemos pensando únicamente en él. Es decir, la historia del género epistolar nos ha demostrado repetidas veces que las cartas, aunque explícitamente van dirigidas a un único destinatario, implícitamente suelen ir dirigidas también a un hipo­tético público más amplio (tal sería el caso, por ejemplo, de las cartas que Isaac Newton enviaba a la Royal Society para dar a co-

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nocer sus descubrimientos). Dicho de otra forma: hay cartas que aspiran a ser leídas no sólo por la persona cuyo nombre aparece en el encabezamiento del sobre; hay cartas, advierte Salinas, que han sido escritas con la secreta pretensión de ser publicadas. Si el poeta está en lo cierto el mensaje en la botella no es, en este senti­do, muy diferente de la carta tradicional: ambos suelen buscar -aunque el mensaje en la botella de una manera más explícita, me­nos enrevesada- diferentes lectores o, si lo prefieren, múltiples destinatarios.

«Yo sostengo que la carta es, por lo menos, tan valioso invento como la rueda en el curso de la vida de la humanidad. Porque hay un tipo de comercio, o de trato, el de los ánimos y las voluntades, muy superior al comercio de las mercancías y de las lonjas». Estas palabras,*pronunciadas por Salinas hace más de cincuenta años, han perdido hoy -cuando ya debe de haber por ahí una generación que nunca ha redactado una carta y la ha introducido en un sobre para depositarla finalmente en un buzón- buena parte de su senti­do o vigencia. Y si escribir una carta en esta época nuestra de co­rreos electrónicos, Messenger, Skype y redes sociales es un gesto anacrónico, escribir un mensaje, introducirlo en una botella y lan­zarlo después al mar es, directamente, una provocación; si me apu­ran, es casi un atentado contra las autopistas de la información.

Cuando Erice y Kiarostami deciden convertir ese extraño obje­to flotante en el motivo central de sus cartas audiovisuales no están haciendo otra cosa que insistir en un punto que sus obras respecti­vas ya tenían en común: la renuncia a seguir los mismos caminos (sería mejor volver a decir autopistas) por las que circula a gran

', velocidad el cine de todos los días; un cine que en palabras de Li-/ povetsky y Serroy «se caracteriza de manera creciente por una es­

tética del exceso, por la extralimitación, por una especie de proli­feración vertiginosa y exponencial (...) es el cine del nunca bastan­te y nunca demasiado, del siempre más de todo: ritmo, sexo, vio-

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lencia, velocidad, búsqueda de todos los extremos y también mul­tiplicación de los planos, montaje a base de cortes, prolongación de la duración, saturación de la banda sonora».

Para contrarrestar los efectos de ese cine, Erice y Kiarostami se apoyan en eso que Alain Bergala llama «la política de la lentitu^, que hoy por hoy es la mejor forma de oponerse a la acelerada su­cesión de productos culturales y a las pseudoexigencias de un pú­blico que en teoría se muestra cada vez más impaciente». Como no podía ser de otra manera, esta apuesta por la lentitud, «por la ob­servación minuciosa, la paciencia y la atención a las pequeñas co­sas» aleja al cine de ambos de las preferencias del gran público y, en cierta medida, les obliga a buscar públicos nuevos y lugares de exhibición diferentes. Por ejemplo, los museos.

En un artículo reciente Angel Quintana ha explicado las razo­nes por las que en los últimos años los museos se han convertido en el refugio ideal para un cierto cine de autor al que cada vez le cues­ta más trabajo estrenar sus películas en las salas de exhibición con­vencionales: «La presencia progresiva del cine en los museos se ha llevado a cabo a partir de un doble movimiento centrado en la atracción de los artistas plásticos por los restos del cine vistos co­mo ruina de una cierta época del audiovisual o a partir de la irrup­ción de los cineastas en un espacio que les resulta nuevo porque han entrado en crisis con el espacio donde solían exponer sus pro­pias obras. Para entender esta segunda vía, debemos partir de la idea de que a principios del nuevo milenio, los cineastas/autores observaron con perplejidad como el fenómeno de los multiplex ha­bía convertido la exhibición en un gran supermercado, mientras las nuevas propuestas estilísticas que podían proponerse desde los mo­delos más arriesgados no acababan de encontrar su espacio de ex­hibición en las salas tradicionales».

Kiarostami y Erice son, a no dudarlo, dos de esos cineas­tas/autores de los que habla Quintana, y la exposición de las co-

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rrespondencias es una de las más significativas materializaciones de ese notable incremento del interés por el cine que los centros de

T arte vienen mostrando en los últimos años. t

Estilográfica digital

La correspondencia entre Erice y Kiarostami sólo se entiende en términos digitales. Es decir, de no haber sido por las facilidades que ofrece la tecnología digital (en concreto, la cámara ligera mini-D V y los programas de montaje semi-profesionales) esta experien­cia no habría podido llevarse a cabo. Entre otras cosas la tecnolo­gía digital hace que los dos cineastas puedan prescindir de toda la parafernália que implica una producción convencional: esto es, les permite reducir el equipo de rodaje a su mínima expresión para po­der así reproducir el gesto, necesariamente solitario, del escritor de cartas. La cámara mini-DV se convierte así en una suerte de plu­ma (o estilográfica, como quería Alexandre Astruc) que hace rea­lidad el viejo sueño de los autores: escribir con imágenes y sonidos, empuñar la cámara con la misma libertad que se maneja una plu­ma. La cámara digital permite, incluso, reproducir un gesto tan propio del ámbito epistolar como es el de escribir varias versiones de una misma misiva hasta dar con aquella que más nos satisface. El propio Kiarostami confiesa en su primera carta que, un poco abrumado por la responsabilidad de escribir al director de EUoldel

"\ membrillo, ha roto otras dos antes de dar con la definitiva. Lógica-I mente, la cámara mini-DV permite también una libertad de movi­

mientos y una gestión del tiempo del rodaje que difícilmente podía lograrse con el celuloide. Y qué duda cabe de que esta libertad de movimientos resulta esencial para dos cineastas que han hecho del paisaje en concreto, y de la naturaleza en general, dos de los temas centrales de su filmografía.

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Vistas así las cosas no es extraño que Kiarostami y Erice acep­taran la propuesta de los comisarios de la exposición (Jordi Bailó y Alain Bergala) sin pensárselo dos veces. Aunque apenas se co­nocían, los dos se admiraban mutuamente en la distancia. En más de una ocasión Kiarostami había hablado en términos muy elogio­sos de ese film del director español que indaga en las relaciones en­tre cine y pintura. Erice, por su parte, es un admirador confeso de la obra de su colega iraní: en especial de esa película que ha salido a colación al principio de este artículo. Se daba también la cir­cunstancia añadida de que los dos (aunque en lugares separados por varios miles de kilómetros: Teherán y Carranza, en el País Vas­co) habían nacido en junio de 1940, con apenas unos días de dife­rencia. Podríamos llegar a hablar, incluso, de un paralelismo de ín­dole política, en el sentido de que ambos se habían visto obligados, durante un tiempo, a desenvolverse artística y profesionalmente en contextos de producción poco favorables desde el punto de vista de la libertad de expresión (el final del franquismo en el caso de Eri­ce y la dictadura del Sha y la Revolución Islámica en el de Kiaros­tami). Así pues, a pesar de pertenecer a culturas muy diferentes, había cierto aire de familia en sus trayectorias que bien podría ser­vir para sentar las bases de un diálogo fluido.

Llegados a este punto me veo en la obligación de señalar que, a pesar de las similitudes, tanto la obra de Erice como la de Kiarosta­mi asientan sus raíces antes en sus respectivas tradiciones cultura­les que en una suerte de cultura cinematográfica mundial y com­partida. Esto resulta especialmente evidente en el caso de Kiarosta­mi. Como bien se ha encargado de demostrar Alberto Elena, la obra del cineasta iraní debe muy poco a las distintas corrientes de la his­toria del cine con las que frecuente y un tanto apresuradamente la ha emparentado la crítica occidental, y mucho a la cultura persa: en especial a su rica tradición poética. Repitiendo un gesto habitual en la crítica occidental cuando se enfrenta a los productos culturales de

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la periferia, los críticos de nuestro entorno han intentado buscar acomodo a la escurridiza obra de Kiarostami en el seno de unos dis­cursos sobre la historia del cine que sistemáticamente habían igno­rado los cines periféricos y sus respectivas tradiciones artísticas. Al intentar vincular el cine de Kiarostami con el neorrealismo o con la modernidad los críticos occidentales no hacían otra cosa que forzar su objeto de estudio para tratar así de buscarle acomodo en unos es­quemas que no estaban preparados para asumirlo. La poca cintura

1 o las dificultades de maniobra de los discursos de la crítica y la his­toriografía occidental también son puestas en evidencia cuando comprobamos que son muy pocos los estudiosos de la obra de Eri­ce que han sido capaces de vincularla con una determinada tradi­ción artística española. Y es que no conviene olvidar que, por ejem­plo, El edpírLtu de La colmena es un film entre cuyos más evidentes re­ferentes estarían el llamado cine de la modernidad, pero también, como ha recordado Santos Zunzunegui, la fecunda tradición de la mística española o los bodegones de Zurbarán.

Un mundo a punto de extinguirle

A pesar de que este intercambio de epístolas digitales que une España con Irán nos puede servir como hilo conductor para enten­der algunos de los cambios que han afectado al universo cinemato­gráfico en los últimos años, hay algo en estas cartas que remite po­derosamente a un tiempo que no es para nada el de esa bipermoder-nidad de la que hablan Lipovetsky y Serroy. Dicho de otra forma: la gran paradoja que esconde este proyecto epistolar y museístico re­side en que, por un lado, pone sobre la mesa algunos de los cambios

'¡ más radicales que está experimentando el cine en la era de la biper-l modernidad (revolución digital; nuevas formas de distribución y ex­

hibición; pérdida de hegemonía del cine dentro del universo audio-

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visual) pero, al mismo tiempo, tanto a través de sus formas como de sus contenidos, las cartas mismas parecen querer apostar por un mundo que ya no existe, o que en el mejor de los casos, está a pun­to de desaparecer. De ahí esa oposición fundadora de la que habla-} ba al principio de este artículo entre la antena parabólica y el men| saje en la botella. Mientras el diseño conceptual y las características formales del proyecto hablan con elocuencia de su tiempo, las diez cartas, en cambio, parecen empeñadas en levantar acta de un mun­do que no sólo tiene poco que ver con el mundo en el que vivimos sino que, incluso, parece querer presentarse como una suerte de im­pugnación al modelo de vida hegemónico en nuestros días.

Los nietos de un pintor dibujando en sus cuadernos un viejo membrillero; una vaca cuya piel se confunde con una pintura abs­tracta; un maestro que proyecta en clase una película iraní que re­trata un mundo que sus alumnos no son capaces de reconocer por­que en nada se parece al suyo; dos pastores, uno iraní y otro espa­ñol, para quienes la tecnología no forma parte de sus vidas; un ci­neasta que lanza una botella al Mediterráneo con un mensaje den­tro que después serán incapaces de descodificar los pescadores que, por azar, la atraparán en sus redes mientras faenan en el Cas­pio; y, por último, otro cineasta que se entretiene en retratar las pinturas impresionistas que la lluvia dibuja en la luna delantera de su coche. Estos son algunos de los temas sobre los que versan esas cartas digitales que, como decía, parecen empeñadas en retratar los perfiles de un mundo que no aparece por ningún lado cuando nos sentamos en las butacas del cine o miramos en Internet o en la pan­talla de nuestros teléfonos móviles esa unagen-excejo de la que ha­blan Lipovetsky y Serroy.

Cuando Erice y Kiarostami se cartean no sólo renuncian a esa forma de narrar, espectacular y fragmentada, tan característica del cine de nuestros días, sino que incluso apuestan por otros temas. Y esos temas pertenecen a un mundo que hace tiempo dejó de ser re-

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clamo para las miradas de la mayor parte de los cineastas contem­poráneos. Así, cuando Kiarostami filma a un pastor iraní que resca­ta de la corriente un membrillo, lo filma en un gran plano general sostenido para darnos tiempo a descubrir la majestuosidad del pai­saje. Dicha ubicación de la cámara nos sirve, incluso, para divisar, a lo lejos, una carretera por la que cruza veloz un coche que, por contraste, nos recuerda el carácter marcadamente anacrónico de es­ta estampa pastoril que cierra la misiva de Kiarostami y que, como decía antes, está inscrita en todo el intercambio epistolar a través de la no menos anacrónica imagen de la botella lanzada al mar o, si lo prefieren, a través del desusado gesto de escribir una carta.

En la misma dirección apunta la idea central de la epístola que filma Erice para responderle. En este caso se trata de un pastor es­pañol qutj contempla, extrañado, en la diminuta pantalla de un ipod, las evoluciones de su colega iraní. Como dice Bailó, en estas cartas «la distancia física entre España e Irán no sólo no ha sido un impedimento para la fluidez comunicativa, sino que refleja la vo­luntad de buscar en la geografía más cercana las huellas del otro le­jano». Casi no hace falta que diga que la lógica subterránea que atraviesa estas cartas no es otra que la hoy, según parece, inevita­ble lógica de lo glocal.

Gotas de lluvia

Otra de las razones que invita a ver y a pensar este intercambio ^epistolar como una suerte de reivindicación de un mundo que no fexiste más, cabe buscarla en la manera en que la obra de ambos ci­neastas se relaciona con el cine del pasado. Para encontrar las hue­llas de esa mirada lanzada al cine pretérito que vehiculan tanto la obra de Erice como la de Kiarostami, nos van a resultar de gran ayuda algunas de las piezas, no estrictamente epistolares, que han

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completado la exposición de las correspondencias. Junto a las diez cartas, en los cuatro centros de arte que acogieron esta iniciativa se exhibían otras piezas que de alguna manera ahondaban en la Idea de fondo que había hecho posible el proyecto: esto es, los paralelis­mos, las similitudes, los territorios comunes en los que se ha desen­vuelto la obra de los dos autores que protagonizan la exposición.

De entre todas esas piezas que completaban el proyecto hay una que resulta especialmente esclarecedora de cara a reflexionar sobre la manera en que ambos cineastas se relacionan con el cine del pasado. Me refiero a ese mediometraje titulado La niort rouge -filmado por Erice expresamente para la exposición- en el que el cineasta español rememora, y en cierta medida reivindica, el es­pectáculo cinematográfico tal y como se entendía en la época en la que se configuró el imaginario fílmico de ambos cineastas. La nwrt rouge es un ensayo audiovisual a través del cual Erice nos habla de una manera de contemplar las películas que está a punto de extin­guirse: si es que no se ha extinguido ya. La manera en que muchos de nosotros hemos contemplado las películas a lo largo de las últi­mas décadas: esto es, en el interior de una gran sala, con una pan­talla de grandes dimensiones y acompañados, en la oscuridad, por muchos otros espectadores. Con la llegada de la televisión y la pos­terior proliferación de pantallas (cada vez más pequeñas, por cier­to) esta manera de contemplar las películas se ha convertido en una experiencia difícilmente reproducible; y convendrán conmigo en que la enorme fascinación que sobre muchos de nosotros ha ejerci­do la imagen en movimiento está directamente relacionada con es­ta forma de consumo: a oscuras, en compañía y en una pantalla grande. Dicho de otra manera, la pieza de Erice nos habla de un ri­tual en vías de extinción: el ritual de ir al cine. Es por eso que digo que desde su incuestionable modernidad algunas de las piezas de esta exposición miran fijamente (y no sin cierta nostalgia) al pasa­do: al pasado del cine en este caso.

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En la obra de Kiarostami la relación con el cine del pasado va en otra dirección. El cine del director de EL ¿aborde Las cerezas (y en

, este aspecto sus cartas no se desmarcan de su obra anterior) remi-1 te, como ya han señalado algunos estudios de su obra, al cine de los ' orígenes. Ya no se trata tanto de vincular su obra con una deter­minada forma histórica de consumo de la imagen en movimiento como de relacionarlo con una mirada: la de los que filmaron las co­sas del mundo por primera vez. David Bordwell ha emparentado el cine de Kiarostami con los tableaux del cine de los orígenes, con su estatismo y su frontalidad a la hora de capturar el mundo y con esa voluntad de restituir la duración real de los acontecimientos (muy distinta al de ese tiempo abstracto que, como bien sabía Ba-zin, introduce el montaje del cine narrativo). Hay incluso quien ha llegado a decir que la mirada de Kiarostami es una mirada anterior a la historia del cine. Los dilatados planos secuencia de Five invitan al espectador a mirar el mundo con esa mirada virginal que los pio­neros del cine dirigían sobre las cosas: porque, en última instancia, el cine de Kiarostami y el de Erice comparten un mismo proyecto; a su manera ambos aspiran -como ha señalado Bergala- a limpiar la mirada del espectador para que sea así capaz de mirar las cosas y los seres del mundo como si fuera la primera vez. Si somos capa­ces, como quieren Kiarostami y Erice, de lavarnos los ojos, sere­mos capaces, por ejemplo, de descubrir (como sucede en la carta más bella de este intercambio epistolar) que la luna delantera de un coche puede convertirse, gracias a la caprichosa acción de unas go­tas de lluvia, en un improbable museo ambulante dedicado al trán­sito del impresionismo a la abstracción.

A. A. C.

ENSAYO

Historia de tres pianos Juan Luis Arsuaga

Darwin tenía un lamentable oído musical. Sería mejor decir que no lo tenía en absoluto, pero eso no quiere decir que la

música no ocupara un lugar importante en su vida. Su mujer, Emma Wedgwood, era una excelente pianista que

había recibido clases de Chopin en París. Gwen Raverat, su nieta, le oyó contar que estando interna en el colegio privado de Pad-dington Green había sido escogida, por ser la mejor, para tocar de­lante de Mrs. Fitz Herbert (casada con el rey Jorge IV, aunque el matrimonio no fuera legal por ser ella católica), cuando la señora fue a visitar la escuela de pago en la que se educaba_Emma.

Por las noches la señora Darwin deleitaba a su marido tocan­do el piano en la sala de estar, después de la cena, mientras que el eminente naturalista se fumaba algún que otro cigarrillo, una cos­tumbre que había adquirido en la pampa con los gauchos, cuando bebía mate y fumaba con ellos en derredor de la hoguera, con las estrellas por techo, en la soledad de la pradera. Seguramente el

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