Revista Alborada nº 2

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alborada / INVIERNO 2013 revista literaria universitaria nº 2

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Revista literarioa hecha por y para los alumnos.

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alborada/ INVIERNO 2013

revista literaria universitaria nº 2

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Desde ALBORADA invitamos a todos los estudiantes universitarios, así como a em-pleados de la Universidad de Navarra, a que participéis en esta revista enviándo-nos vuestros textos, junto a vuestros datos personales, a la siguiente dirección: [email protected]

Se aceptan aquellos poemas y relatos bre-ves que no sobrepasen los cincuenta ver-sos o las cuatro páginas (interlineado 1,5) respectivamente. También nos gustaría recibir vuestras ilustraciones de tema li-bre, preferiblemente en blanco y negro.

Os esperamos

IlustracionesSofía Altimari, (portada)

Grado en Publicidad y Relaciones Públicas, Universidad de Navarra

Andrea Santiago Díez (contraportada)

Grado en Comunicación Audiovisual, Universidad de Navarra

Santiago González-Barros (página 2)

Grado en Comunicación Audiovisual, Universidad de Navarra

Luz Estevan (página 23)Grado en Publicidad y Relaciones Públicas, Universidad de Navarra

Depósito legal: NA 1867-2012 Diseño y maquetación: Calle Mayor (www.callemayor.es)

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Íñigo Rubio Zavala

Grado en Medicina,Universidad de Navarra

El misterio

«El mundo ha sido hecho por detrás»Un loco a António Lobo Antunes

Baja a la playa el domingo por la tarde, extiende la toalla cerca de la orilla, se sienta

como un indio, y así, sin más ni más, abre un cuaderno negro, su diario. En la

parte superior de la página, con trazos largos y apresurados, escribe: ¿Qué es el

misterio? Espera un poco y escribe una segunda frase. Después escribe la tercera.

Espera un poco más, y tacha las dos anteriores. Coloca entonces el diario sobre

sus piernas, apoya las palmas de la mano sobre la arena, y durante unos segundos

no hace nada más, deja que su vista se pierda en la orilla, como si esperara que

las palabras que busca llegaran desde el fondo del mar. Luego vuelve a escribir,

lentamente. El misterio, todas las leyes que rigen el universo, leyes que no están

escritas en ninguna parte, que existen sin haber sido descubiertas, que hacen que

todo sea como es, y no de otra manera. El misterio, saber que no sé nada sobre el

mundo, ni sobre el tiempo, ni sobre la muerte, ni sobre Dios. El misterio, toda esa

maraña de vidas que son reídas, lloradas, pensadas, sentidas, buscadas, perdidas,

pero siempre vividas, a mí alrededor, y de las que sin embargo nunca llegaré a

saber nada. El misterio, no saber qué haré mañana, dónde estaré el año que viene,

quién seré dentro de diez. El misterio, no saber cuántos amigos me quedan por

conocer, cuántos secretos familiares por desvelar, cuándo la volveré a ver. Algo

tiene la luz de septiembre que lo fascina. El mar es ahora de otro azul, la arena de

otro dorado y a veces le parece como si el aire pesara menos. En la playa ya no hay

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castillos ni sombrillas. Lo único que se oye es el ir y venir eterno de las olas, que

no es ruido, solamente otra forma de silencio. Vuelve a escribir. El misterio, toda

esa belleza tan expuesta, tan desnuda, que resulta invisible a los ojos. El misterio, la

belleza de lo que no se conoce con la razón, si no con el corazón. El misterio, toda

esa belleza que habita en el mundo sin saber cómo, ni cuándo, ni porqué. Se detie-

ne. Parece que ya no fuera a escribir más, que no hubiera más palabras en el fondo

del mar. De pronto se siente muy pequeño, frágil, como si de un momento a otro

se fuera a romper. Piensa en todos sus sueños, sus proyectos, sus inquietudes, y

ahora le parecen en verdad poca cosa, nada. Sopla sobre las páginas del diario y

vuelve a escribir. Un día caí en la cuenta de que en mi vida tenía más preguntas

que respuestas. Lejos de turbarme, sentí un gran alivio. No podía imaginar una

vida sin misterio. Ese día supe por qué Dios, que lo sabe todo o casi todo, creó al

ser humano el sexto día, y lo creó libre. Para sentarse el séptimo, mirarnos desde

allí arriba, y dejando en su existencia una ventana al misterio, nunca aburrirse. Por

un momento mantiene la punta del lápiz sobre la última letra, hasta que al fi nal la

separa y cierra el diario. Entonces se tumba sobre la toalla y durante un rato largo

se queda mirando hacia arriba, muy arriba, hacia el cielo.

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Antonio Ilurin Charro

Grado de Lengua y Literatura Españolas,UNED

Cuando sólo se oye la niebla

Y el aire se tiñe sin color

El hombre se esconde y tirita1

En sueños, aterido por el miedo2

Suddenly

Un férreo ariete desgarra la Tierra3

Con estruendoso ruido4

El silencio acompaña

su majestuoso caminar

Repentino, pausado pero veloz5.

El tren de las 5:30 de la madrugada

Elegante cruza la noche

El tren de las 5:30 de la madrugada

Sin rima (Gently Weeps)

1) Si se sustituye por tiembla, rima penosamente. 2) Si se sustituye por terror, dolor, horror, temor, ripía. 3) Si se sustituye por Mundo, no rima tan penosamente. 4) Si se sustituye por clamor, ripía. 5) As if my gitar gently weeps.

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Macarena Millán Moreno

Grado en Comunicación Audiovisual,Universidad de Navarra

Solsticio

–La gente que nace en diciembre es gente de solsticio. Creo que son cálidos

cuando uno les conoce bien. Cálidos, porque han nacido en una época entre el

otoño y el invierno, y muchos no lo saben, y a todos les da igual, pero tienen la

calidez arraigada en las entrañas desde que vinieron al mundo. Es un mecanis-

mo de defensa automático contra el frío. Es una forma de rebeldía accidental. Es

una gilipollez, si lo piensas, si lo piensas en un día que ha sido duro, si, como a

todos, te da igual. La cosa es que no sólo están los de diciembre, ahí tienes a los de

septiembre con el equinoccio, que van confusos por el mundo porque no saben

si nacieron en verano o en otoño, si nacieron un diez de septiembre en el que ja-

rreaba a rabiar…, pero fue el último diez de septiembre que llovió, y el resto de sus

cumpleaños los han pasado a cuarenta grados. Y eso marca. Lo sienten o no, pero

ha ocurrido, y esta ahí, lo llevan ahí dentro. Es igual que una marca de nacimiento,

que una cicatriz. Es un extraño sentimiento de pertenencia: son de todas partes,

así que, al fi nal, no pertenecen a ningún sitio.

Hizo una pausa para beber, luego continuó:

–Cuando uno les conoce bien, y esto no es algo que se pueda decir de mucha

gente, aparecen tarde o temprano los inesperados. Nunca sabemos hasta qué

punto lo que conocemos de alguien se corresponde con lo que lleva dentro. Mu-

chas veces, ahí están los inesperados. Las sorpresas. En una de esas curvas se te

van los esquemas, y ¡zas! Ya no hay quien entienda a nadie. Tampoco sabemos

hasta qué punto puede transformarse aquello a lo que nos tienen acostumbra-

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dos… transformarse porque, del mismo modo que el solsticio les envenena la san-

gre, tienen en los genes el camino que van a seguir, el puerto al que van a llegar.

Cuidado con la gente de marzo y de junio. Son gente de equinoccio y de solsticio.

Los de marzo están tarumba, no saben si son del invierno o de la primavera, y eso

sí que es un problema, hermano. Ya no es cuestión de calidez, es cuestión de vida

o de muerte. Los de junio… bueno, a ésos no hay que hacerles mucho caso. Tienen

encanto porque tienen suerte: hayan nacido en primavera o verano, están de puta

madre. Es una época amable.

-Ahora entiendo por qué la Carmen me dijo que no te diera de bebé, mushasho.

-Yo tengo que salir del barrio, José, que aquí no me entiende nadie.

El otro se encogió de hombros y brindaron por la base de los botellines. Con el

sonido de una canica de vidrio al cascarse. La calle olía a gasolina, era muy tarde.

Y sólo se oía el murmullo de los aparatos de aire acondicionado de las fachadas

de las casas, que vertían el agua de la refrigeración, gota a gota, en la acera donde

los dos estaban sentados.

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Grado en Medicina,Universidad de Navarra

Víctor P. Sánchez

Sombras blancas

La luz de la media luna deshacía la penumbra y trataba de perforar la densa bru-ma que se cernía sobre la comarca para entregar a sus moradores un aliento de esperanza.

Unos pasos sobre la hojarasca del camino rompían la quietud del bosque que se extendía a ambos lados. La capa de hojas de castaño y eucalipto se iba engrosan-do hasta convertir el camino en una ciénaga otoñal. Las botas del muchacho ras-gaban el silencio y se hundían en el barro. Por un instante, un pie vaciló sobre el terreno, pero el otro se enterró fi rme. Unos segundos de duda, y el paso comenzó de nuevo.

El crujir del follaje se hacía más grueso, y el muchacho se arrimó a un borde del camino, donde proseguir una marcha más cómoda y silenciosa. No obstante, ne-cesitó además apaciguar su marcha para resultar más desapercibido.

La niebla era densa y muy fría, abarcaba todo el largo y ancho del camino, danza-ba entre los árboles y se elevaba, vaporizada, hacia grandes alturas. El frío mordía la piel del niño e invadía sus orejas, ojos y nariz.

-Tengo que llegar cuanto antes -murmuraba en vahos entrecortados que eran asumidos por la bruma.

Todo su cuerpo temblaba, endurecido. Su garganta gemía de irritación en con-tinuos carraspeos. Detuvo su marcha; una larga secuencia de tos lo postró sobre una roca. Al fi n volvió el silencio, y el muchacho comenzó a incorporarse.

-Ya solo deseo volver.

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Retomó un caminar decidido, que se fue haciendo cansino. El camino continua-ba a merced de una oscuridad que a sus ojos ya iba tomando formas densas entre la niebla.

De nuevo crujía la hojarasca, pero ahora más rítmica y continua. Se detuvo, con un corazón que comenzaba a palpitar sin freno.

-Soy yo, son mis pasos.

Continuó, más despacio y agudizando sus oídos. Nada. Imprimió más velocidad a sus pies, y prosiguió despreocupado, hasta que volvió a sentirlo. Ahora de nuevo silencio. Juraría haber oído pasos próximos, paralelos a los suyos.

Continuó hasta que un escalofrío rasgó toda su columna. Otra vez lo había oído. Firme sobre el pavimento, barrió con su mirada todo el entorno, y sus piernas comenzaron a estremecerse.

Blancas sombras sobresalían entre los árboles, perfi lando leves movimientos so-bre un eje imaginario. Un lejano ladrido lo despertó por un momento de su con-moción. Volvió la vista al bosque; las sombras se deslizaban ahora entre los tron-cos y formaban un coro de danza en torno a él.

Ladró otro perro, más cercano. Las sombras se movían a mayor velocidad. Un gol-pe sobre el barro; una castaña, escondida bajo una manta de púas, se desprendió de su rama y cayó junto al muchacho. Otro ladrido; el niño echó a correr.

Ahora oía los pasos tras él con profunda claridad, se acercaban demasiado, pero entonces retrocedían una escasa distancia para cargar de nuevo. Volvió la vista; las sombras caían sobre él, trataban de asfi xiarlo.

-¡Sigue! ¡Nunca mires atrás! -exhaló mientras enderezaba su mirada y trataba de acelerar su paso.

Su jadeo dejaba a su paso un río de vaho continuo, que iba robando todas sus fuerzas. Los pasos se tornaron más sonoros, y semejaban ahora un galope. El niño chilló y tomó ahora una energía desconocida para continuar más rápido de lo que jamás había logrado.

Aquello que lo perseguía comenzó a caer sobre él; sentía unas fi nas garras sobre su espalda cuando torció su marcha para adentrarse en el bosque. El galope se desvanecía, pero él prosiguió exasperado. Sus tobillos encontraron unos matojos

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imbatibles y quedaron presos entre la maleza. Todo su cuerpo se precipitó enton-ces sobre el suelo en un golpe.

El dolor sobre su frente y un terror invencible confl uyeron en una sensación de mareo. Envuelto entre helechos, siquiera intentó ponerse en pie. Los perros ladra-ban ahora ansiosos desde todas partes.

Su rostro estaba empapado. Si era de sudor, de barro, lluvia, lágrimas o sangre, o de todas ellas al tiempo, no podía ni quería saberlo. Las ramas a su alrededor desprendían sus gotas de agua, que cayeron sobre su cuerpo magullado. Lloró desconsolado.

El frío era atroz. Recogió sus piernas con sus manos y las apretó con fuerza, mien-tras los ladridos continuaban, hasta que se fueron apagando en amargura. Después hubo silencio de sepulcro. Profundo olor de humedad. Entonces vino el sueño.

-¿Cómo son los fantasmas? -preguntó un día el niño a un padre ilustrado.

-Dicen que son como hombres cubiertos por sábanas blancas y encadenados a bolas de acero -respondió sin interés.

El muchacho insistió:

-¿Existen, entonces?

El padre tomó a su hijo sobre su regazo y dejó a un lado un montón de papeles del trabajo.

-Claro que existen hijo mío. A su manera, existen en cada hombre atormentado.

-¿Por qué llevan cadenas?

-Porque son esclavos de su miseria.

-Nunca seré un fantasma, papá.

Una gota cayó sobre su rostro. Sus ojos se abrieron despacio. Entonces todos sus músculos despertaron al instante y se tensaron contra el suelo. Se oía un murmu-llo muy cercano, incomprensible. El niño se apoyó sobre los codos y extendió su cuello sobre la maleza.

Allí, entre los árboles, varias sombras blancas, algo defi nidas, se mantenían in-móviles, susurrando. Eran como telas transparentes cuyos bordes se mecían y ondulaban despacio, dibujando en su conjunto formas indefi nibles.

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El muchacho no pudo evitar un carraspeo, y aquellas sombras se volvieron hacia él. Soltó los codos y clavó el cuello sobre el barro. Trató de contener la respiración, y entonces sintió todo el poder de un corazón desenfrenado.

Hubo silencio, y al rato se oyó como un murmullo de cadenas arrastradas sobre la tierra en torno a él. Y volvieron los susurros, que al muchacho parecieron de lamento.

-Sois esclavos de vuestra miseria -repetía el niño en un tono imperceptible.

De nuevo alzó la mirada. Numerosas sombras parecían danzar entre los árboles, bajo la suave música de la llovizna, los lamentos y las cadenas.

Se iban aproximando a él, y acabaron rodeándolo. Había intentado huir, pero su cuerpo apenas respondía. Sentía dolor en sus tobillos y un leve arrollo de sangre que caía de su frente. Sus músculos parecían entumecidos.

Ladró un perro en el pueblo y las sombras ya lo acorralaban. Comenzó a llorar y agitó todo su cuerpo, que siguió sin mostrar signos de fl exibilidad.

-¡Iros de aquí, malditas! ¿Acaso fui quien os hizo esclavas?

Oyó como que las cadenas se estremecían.

-¡Sed libres! ¡Huid!

Los hierros se agitaron y revolvieron, y las sombras comenzaron a ahogarlo.

-¡Más vale ser esclavos! -creyó oír cuando un tronco podrido se desplomó cerca de él.

Exhaló un grito agudo, que estremeció el bosque y perforó la niebla. Otra vez se hundió sobre la tierra y llevó sus manos a los oídos.

Ante él, una sombra se extendió hacia su brazo; parecía decir “ven”. Por un mo-mento, el muchacho vaciló. Soltó una mano de su oído y la alargó hacia el fantas-ma, recibiendo un tacto suave. “Ven”.

Una pulsión de rebeldía dominó su mente y alcanzó su brazo, para recogerlo con violencia de nuevo contra su cuerpo.

-¡Nunca! -clamó mientras apartaba su mirada y se volvía contra el suelo.

Lloró, gritó más y pataleó hasta que la escasa energía que guardaba se consumió.

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Al fi n volvió a dormir.

-No, por supuesto que no -decía su madre, que por fi n llegaba a casa con una sonrisa-. El que es amado, el que nunca está solo, es por siempre un hombre libre.

Se despertó de un sobresalto. Un ladrido largo y agudo. Escuchaba voces en el camino. Una luz de farol apareció entre la bruma, y se acercaba. Era la voz de una mujer, que clamaba su nombre ante la penumbra del bosque.

Las últimas gotas de sangre corrieron por su frente y cayeron entre los helechos cuando se levantó de un salto. Corría con cojera, y atravesó todo el océano de sombras cojeando. Éstas, en un primer momento cayeron sobre él, intentaron asfi xiarlo, pero comenzaron a alejarse y desvanecerse mientras la luz y los gritos se hacían más intensos.

El niño saltó sobre su madre y se agarró con pasión. En el golpe, cayó el farol al suelo y se apagó. Volvió la penumbra. El muchacho, fi rme al cuello de su madre, sollozaba sin tregua.

-¡Yo no quiero ser esclavo! -exclamó con el grito en el cielo, dejando también a la noche, la niebla y sus sombras por testigos.

Ella también apretó sus brazos, llenó su rostro de besos y comenzó a acariciar su cabello.

-No temas, hijo mío -decía mientras tomaba el camino hacia su casa-. Es de no-che y hace frío, pero no hay nada que temer. Me tienes a mí. Ya estoy aquí. No estás sólo. Nunca estás sólo.

-No, mamá. Nunca lo estoy.

Acomodado en su regazo, irguió su cabeza sobre el hombro de su madre para mirar al frente. Allí estaba el pueblo, donde el fuego daba vida a un puñado de hogares. El humo emergía de entre las chimeneas confl uyendo en una gruesa columna que ascendía a cielo y se confundía con el espesor de la bruma.

El niño volvió su mirada y contempló el bosque, que se iba alejando. La niebla se desvanecía, y las blancas sombras seguían vagando, en espera del amanecer.

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Global Economics and Law Double Degree,Universidad de Navarra

Pilar Bravo de Lallana

Baja la Luna, encaprichada con Francisco Quintana

La nieve cubría los campos como una sábana cubre el lecho de los recién casados;

montones acumulados sobre techos que escondían los hogares y copos espolvo-

reados sobre los abetos. El viento maullaba a la Luna, entonando un suspiro ena-

morado. Y ella, lucero nocturno de curva perfecta, llevaba ya horas alumbrando el

camino a Francisco Quintana, de los Quintana de Aragón:

—¡Qué apuesto, cuán hermoso! Su cuerpo esculpido como por manos de Dios, su

boca tan fi na que embellece callada; allá va, montando el corcel que confunde la

noche, así, como levitando. Mi corazón jamás tan lleno que parece explotará mi

cuerpo celeste. Mi corazón, que celoso ha despedido a las estrellas de compartir

mi visión. ¡Fuera, luciérnagas cotorras, que no saben contemplar, que no aprecian

la belleza ajena por su narcisismo dorado! ¡Largo del lienzo de esta noche! Para mí.

Que lo quiero solamente para mí.

—¿El qué, señora? - pregunta el búho, compañero en su soledad.

—¡A Francisco Quintana!

—¿A Quintana, señora? Mas, ¿a Quintana el gitano que cruza España, de profesión

bandolero? ¿El que no tiene piedad a la hora de cortar pescuezos? ¿El ladrón de

cosechas, que roba a los pobres y fi nancia a los nobles para proteger su cabeza?

—Ay, ¿acaso hay algún otro? No, pues él es único, y sus obras, hazañas valientes

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de un hombre bravo e incomprendido. Hombre por encima de los hombres. ¿Qué

crimen puede cometer, si el resto, aquella humanidad, sólo son seres menores? ¡Si

acaso robar este corazón mío! Pues si él precisa alimentos, que los tome. Si pre-

cisa dinero, que lo tome. Que tome lo que necesite, ¿no crees? Pues él da sentido

al Universo. ¿No has visto, búho, que todo gira a su alrededor? Cegado estás por

tus prejuicios. ¡Observa, ave rapaz! El Sol, los planetas, ¡hasta yo por él he perdido

la cabeza y rondo su magnetismo! Pero, ¿qué idea cruza mi mente? ¡Una idea mi-

tológica, maravillosa! Esta noche va a ser noche sin Luna, noche cerrada a la luz.

Noche que sepa guardar el secreto de mi alma loca, y de su ambiciosa aventura.

Cuando Francisco Quintana pudo apreciar las tinieblas que de súbito teñían su

paso, la confusión que sintió la sintió por igual su caballo, que se encabritó. Nieve

y negrura, indistinguibles, perdieron al galope a jinete y animal. Aquél gritaba, el

otro relinchaba, mas ningún otro sonido rompía la soledad. Quizá el aire atrave-

sado. La agitación continuaría hasta caer Quintana al suelo, acolchonado y frío. El

ahogado correr del caballo se escuchaba más y más lejano.

—¿Cómo, un ángel caído? —preguntó una voz femenina, de timbre grave y sensual.

—El mismísimo Lucifer —respondió, iracundo, Quintana.

Una mano blanca y delgada, abierta la palma, aguardaba tendida a su lado. Y

Quintana la vio. ¿Luz? Elevó la vista. Una mirada celeste le contemplaba. Ojos

grandes sobre un pálido rostro, enmarcados por plateados cabellos que la brisa

del invierno hacía bailar. “Y los labios, ¡Dios me ampare! Sus labios son la manzana

del pecado. Una manzana roja, roja como la sangre, roja como el fuego. Mi sangre

es fuego ahora”, pensaba Quintana. Tomó su mano. “Una mano fría. Una mano

casi de cristal: frágil y dura. Sus dedos me agarran, su brazo me impera a levantar.

Y yo, Francisco Quintana, de repente, sumiso, me levanto. Pues quiero verla me-

jor. ¿Cómo es? Una escultura de hielo de besos promiscuos. Generosos. Mi tacto

adivina bajo su vestido la leyenda de las ninfas. ¿Qué es esta humedad? El hielo

fundido de la pasión despierta, mientras lo mundano duerme”.

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Feroces rayos de sol atormentaron su sueño hasta hacerle despertar. Yacía desnu-

do y solo en la llanura infi nita. El camino no quedaba demasiado lejos; así pues,

con cuidadoso pudor, Francisco Quintana cruzó la ardiente nieve, arrastrándose

tal cual una serpiente, tal cual su santa madre le vio nacer. Aguardaría escondido

a algún caminante malparado.

¡Pobre don Felipe Jiménez! Bien le había dicho su esposa que aguardase con ella

al doctor en la casa, en vez de apresurarse a buscarle a la ciudad. Pero don Felipe

no escuchó. Más bien, don Felipe nunca escuchaba, así que su fi nal había que-

dado escrito con sospechoso anticipo. ¡Pobre don Felipe! Dedicaría sus últimos

pensamientos a su esposa querida y a su hijo Alberto, antes de que su conciencia

fuera expulsada a golpes de un Adán impío.

Francisco Quintana, ya decorosamente vestido, esperaba la noche en el mismo

sitio dónde recordaba que se despertó. Su deseo alimentaba el hambre y su diva-

gar, la sed. Y él, cuerpo tembloroso, observaba descender el Sol con su ojo derecho

y ascender a la Luna con el izquierdo. ¡La Luna! ¡Ahí estaba!

—¡Luna, por fi n! Soy yo, aquí estoy. ¡Francisco Quintana! —gritó—. ¿Bajáis, señora?

—No, no bajo.

—¿No bajáis? ¿Quizá más tarde?

—No entendéis, Quintana. Que yo esta noche no bajo, ni bajaré mañana.

—¿Y las palabras de amor que jurabais? ¿Y el abrazo de anoche, que yo no buscaba,

sino tú regalaste? ¡Luna! ¿Qué os he hecho, sino entregarme? ¡Qué es esto, sino

una mala broma! ¡Un engaño! ¿Y las palabras de amor eterno que juraste?

Pero la Luna no contestaba, y Francisco Quintana, sintiéndose desgraciado, se

despertó llorando a la mañana del día siguiente, empapado sobre un charco sala-

do. El despecho ahora era su alimento, por lo que pudo esperar, de nuevo, la caída

de la noche. Y allí, dónde hubo probado el beso de la locura, aguardó.

—¡Luna! ¿Bajas?- suplicó.

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Y la Luna seguía sin responder.

—¡Luna!¡Baja! —ordenó. Sin embargo, la Luna no hacía caso.

—Ya basta, Quintana —le diría el búho, a la octava noche de su sufrimiento—. ¿No

entiendes que la Luna, única, grande, hermosa y sensual, suprema fémina, ente

adorado, ya no gusta de ti? ¿No entiendes, tú, bandolero odioso y deshonroso,

que ella no te quiere? ¡Pues es cierto, Quintana! Para la Luna fuiste un capricho.

Y ahora la Luna está buscando en otro sitio, en otro hombre para satisfacer su

apetito de reina.

—¡Calla, monstruo de pluma fétida! Que no hay corazón en aquél cuerpo gigante,

que juega con el mío, tan pesado, de súbito, en este cuerpo mortal. ¡Pero ella lo

dijo! No manipules mi recuerdo; ella está enamorada. ¡Mentiroso pájaro! Ave mal-

dita, calumniosa. El precio de la mentira será tu vida, ni más ni menos. Pretendías

matar mi amor, paga.

—No miento, Quintana. ¡Sabes qué es verdad y qué es fi cción de tu corazón en-

fermo!

—¡Paga!

Con sus manos bañadas en sangre, Quintana vagabundeaba en la nieve. La no-

che era con él indiferente. El peso del asesinato del búho le aplastaba la razón con

violento espanto, y la Luna seguía sin dar respuesta.

De repente, un lago. Un lago sobre cuya superfi cie brillaba el orondo refl ejo de la

Luna. Ahí, tan cerca. Se sumergió en las aguas. Esta vez la retendría con él, pues

ella había bajado, ella había vuelto a por su abrazo. Era correspondido. Y, en el

agua, sintió en su pecho el azote del amor: un gélido fl uir.

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Grado en Publicidad y Relaciones Públicas,Universidad de Navarra

Leyre Santonja Hernández

“Ahí, vámonos”

Ojalá divises en fracciones mis pupilas,

miles de historias turbulentas,

sentimientos rotos, inagotables ganas de vivir.

Que te asomes al que para ti sea el balcón abismal del parpadeo de mis pestañas,

[ al que para ti sea el túnel infi nito del iris de mi mirada

y que pienses: “ahí, vámonos”.

Que en tu cerrojo interno lo guardes y quede entre tú y yo.

Que nadie entienda ni sepa. Que me digas: “tú lo sabes, yo lo entiendo. Te

[ entiendo, a ti. Tú, te quiero”.

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Juan Bausá Puigserver

Grado en Filosofía,Universidad de Navarra

Rosa de mar, en apariencia

al abrir mar

tormenta de luces

-rosas de mar, en apariencia-

rojos peces, siempre;

y lejanía de azules…

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Grado en Derecho,Universidad de Navarra

José Fanjul Alemany

El tirachinas

Una pregunta personal: ¿nunca te has encontrado justo en la encrucijada? Me refi ero a “con un margen de medio segundo para decidir entre meterte en problemas y com-plicarte la vida de un modo impresionante o dejar que todo fl uya, si te he visto no me acuerdo y tener clavado para siempre ese podía haber hecho algo y no lo hice”. Si la respuesta es no, no te lo deseo; como sensación no es muy agradable, la verdad.

Pues en estas estaba yo, encaramado a mi árbol de costumbre, con mi infalible tirachi-nas en mano y sin haber terminado siquiera el pan con mermelada -así de injusta es la vida-, mientras allá abajo las cosas se ponían cada vez peor a una velocidad de vértigo. Había llegado la hora de la verdad y sabía que tenía que elegir.

Por un lado, veía lo que veía, y la sangre me bullía en las venas: casi podía sentir los golpes, los insultos, el miedo, la impotencia de aquel chico. Oía las carcajadas de hiena de los que veían el espectáculo. La sangre me borboteaba y se iba subiendo a la cabeza como la lava de un volcán mientras me acordaba del western del pasado sábado, y cómo al bueno le había importado tres pares de rábanos que la banda entera estuviera rodeando la ofi cina del periódico, que él fuera sólo un novato del Este y el Jefe el tirador más rápido de la ciudad.

Y por otro… en los westerns al fi nal siempre llega la caballería, pero esto era la vida real y, como decía una voz (que, por cierto, se parecía un poco a la de mi padre) desde den-tro y un poco a la izquierda de mi cabeza: “no remuevas las boñigas o te van a salpicar”, y “mira, chico, tú a lo tuyo”, y “cada uno en su casa y Dios en la de tós”. Y había muchas otras voces: el Padre André contándome el asunto del hombre aquel al que no le ayu-daban los que pasaban por el camino, mi madre explicándome que en este mundo a los que son blandos los hacen puré, la llamada medio animal del miedo –porque igual que le estaban pegando a él podían pegarme a mí-, los libros que había leído, gritándome sus sentencias cada cuál desde su lado... para resumir, me sentía a la vez tan cobarde

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como si ya hubiera huido y tan loco como si ya me hubiera lanzado. El tirachinas tenía forma de “Y”, con dos caminos que se separaban para siempre.

Las voces entrechocaban en mi cerebro como ruedas de molino, tratando de hacerse oír unas sobre otras y haciendo que la cabeza entera me latiera de angustia más y más fuerte cada vez. De pronto levanté la vista con decisión y las mandé todas a paseo.

“¡Qué narices!”

Cerré un ojo para apuntar, tensé y disparé.

Supongo que te preguntarás cómo me las había arreglado para meterme en todo aquel lío. La verdad es que yo mismo no estoy muy seguro.

Como cada tarde, me había despedido de mi madre y, con la gorra hacia atrás, la boca llena de pan con mermelada y el tirachinas en el bolsillo, había ido al bosque a jugar con mis amigos, la nueva diversión que había traído aquel verano. Había estado toda la mañana como una moto. Mi madre pensaba que era la adolescencia.

-Por favor, mamá, que ya tengo catorce años.

Como cada tarde, al llegar al claro había trepado al gran roble y, bien escondido entre sus ramas, mataba mi impaciencia tirando al aire cuando me llegaron (¡por fi n!) los pri-meros gritos del familiar jaleo que iniciaría tres horas de juerga y diversión sin límites. Aquel día llegaban pronto, y parecía que venían contentos. De fábula.

Ah… un pequeño detalle. Ellos iban a jugar, claro, yo no iba a bajar del árbol. Ni a dejar que me viesen. En realidad no eran exactamente mis amigos, era sólo una forma de llamarlos. Para ser sincero, hablar, lo que se dice hablar, no habíamos hablado nunca, aunque yo los conociera a todos por su nombre y supiera mil cosas grandes y peque-ñas de sus vidas. Técnicamente yo no era más que una especie de espía que, subido a lo alto del roble, pasaba viéndolos y oyéndolos jugar cinco tardes a la semana, salvo que los hubieran castigado en el colegio. No, no era mucho, ya lo sé, pero de alguna mane-ra me sentía algo así como uno de ellos. Vale, de acuerdo, quizá no miembro de pleno derecho como Telmo o Pérez, no estoy diciendo eso, pero sí al menos una especie de “cuenta como”. Sonaba bastante bien.

Me hubiera gustado llegar a ser algo más, claro, y a veces me imaginaba que algún día pasaría algo que me obligaría a intervenir, algo así como el ataque de una mana-da de lobos, una cuadrilla, el ejército o algo por el estilo. Por supuesto, justo cuando la cosa estuviera más negra, yo salvaría el día con mi infalible tirachinas, dándoles la oportunidad de escapar por los pelos. Luego trataría de huir, pero ellos correrían para

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dar las gracias a su misterioso salvador y se encontrarían conmigo. Habría un silencio incómodo. ¿Y luego qué? En aquel punto chirriaba toda mi fantasía. Esperaba, sólo esperaba, que el silencio durase sólo unos segundos, y que de pronto alguien –Telmo, seguramente- razonara que, después de todo, si no hubiera sido por mí, todos habrían acabado comidos por los lobos o tal, y dijese:

-¡Vaya! ¡Qué puntería! ¿Dónde has aprendido a usar así el tirachinas?

Y, a partir de ahí, todo sería más fácil, creo.

Bueno, es igual. Menuda estupidez.

El caso es que aún estaban lejos cuando me di cuenta de que algo iba mal con aquellos gritos. Antes de entender las palabras, ya sabía que eran insultos. Se acercaron más y, por un (espeluznante) momento pensé que me habían visto, pero no era eso. Cuando salieron de la espesura, vi que traían a alguien sujeto y lo obligaban a avanzar a empe-llones. Desde arriba controlaba toda la situación. Estaban los cinco, mis amigos –vale, vale, mis “amigos”- de siempre: Telmo, los hermanos Deva, Arturo Sanjuán y Pérez. El otro era Ortega, el pequeño, gallito y picajoso de Ortega, ahora más blanco que una pa-red de yeso. Él era el único que no estaba gritando; se le había pasado toda la chulería y, la verdad, no lo culpo. Alguien –Telmo- gritó “¡aquí!”, y los Deva cogieron a Ortega por los brazos y estrellaron su espalda contra mi árbol.

Todos formaron un amenazador semicírculo a su alrededor -desde arriba no podía verles la cara- y Telmo, alto y arrogante, se le plantó delante. Nuestro líder, el siempre alegre, el justo, el valiente, el audaz, el compasivo, el deportista Telmo, con la voz trans-formada como la de una bestia, le había agarrado por la pechera. “Aquí nadie puede oírte”, dijo un par de veces, y luego, entre insultos y amenazas, que si no era tan valiente sin su mamá cerca, que se tragaría lo que había dicho, que lo matarían a palos como un perro, que las noches en el bosque eran muy frías. Todos los demás le hacían de coro con sus risotadas, y daba la sensación que yo era el único al que todo aquello le hacía cada vez menos gracia. Ortega era un niñato y ni siquiera me caía bien. Telmo era mi maldito héroe. ¿Por qué? ¿Por qué tenía que pasar esto? Si ni siquiera me había acabado el pan con mermelada…

Entonces se me ocurrió una idea salvadora. Todo aquello era una farsa. ¡La cosa no iba en serio! ¡Hubiera gritado de alivio! Ortega debía de haberse pasado de la raya con alguno de los chicos, metiéndose con su hermano pequeño o algo así, y todos estaban fi ngiendo para intimid…

El primer puñetazo de Telmo aplastó de un solo golpe la cara de Ortega y mi conso-ladora teoría. Ortega gritó, más de la incredulidad y el susto que del dolor, creo, y el héroe volvió a pegarle, ahora con la otra mano. Había gotitas de sangre en el suelo. Más

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risotadas y otro puñetazo, y luego otro más. Telmo sonrió como un lobo, y luego volvió a levantar el puño, dispuesto a continuar.

Y se acabó lo que se daba.

La piedra era la mejor que tenía, tan perfectamente suave y redonda como una canica, y le impactó justo encima de la frente, con un crujido tan fuerte que hasta yo pude oír-lo. Telmo vaciló un momento, se llevó la mano a la cabeza y, sin un grito, se derrumbó como a cámara lenta. Sangraba, y el resto de la tribu se quedó un momento en suspen-so, con la boca abierta a mitad de carcajada hasta que la segunda piedra pasó a unos centímetros de sus cabezas y se incrustó con un golpe seco y amenazador en el tronco del árbol que tenían detrás. Ahora la iniciativa lo era todo. Grité como si estuviera loco, espantando a todos los pájaros de la zona, y ellos gritaron también y echaron a correr como un solo hombre, abandonando a su jefe. Sabía que se iban para no volver.

Ah, amarga victoria.

Bajé y me ocupé de Telmo. El muy idiota no tenía nada demasiado serio, así que le ven-dé la herida con su propio pañuelo y lo dejé allí, calculando que se despertaría pronto.

Con un suspiro, me dispuse a internarme en el bosque de nuevo y marcharme de allí antes de que se fastidiara algo más en aquel maldito día. Me acordé del chico del wes-tern, que se había quedado con el respeto del pueblo y el amor de la chica. Maldita sea, de verdad. Se suponía que las cosas no salían así. Pensé en el silbido de la piedra al cortar el aire, destrozando amistades imaginarias y falsos héroes, y sentí una alegría agridulce. Fin del juego. Fin del juego para siempre.

Ya me alejaba cuando noté una sensación extraña en la nuca. Me di la vuelta. Era el pe-queño Ortega, que había vuelto y me miraba mientras se limpiaba la sangre de la nariz. Sabía quién era yo, lo sabía todo el mundo. Y me vi como él debía de verme, el vástago de la raza opresora, el extraño, el extranjero, el hijo del verdugo.

Pero no me miraba de esa manera.

-¿Está muerto? –preguntó en tono neutral, señalando a Telmo con un gesto.

Negué con la cabeza, y él se agachó y recogió del suelo mi piedra favorita, la suave y redonda. La hizo girar entre los dedos.

-¡Menuda puntería, tío! –me dijo-. ¿Dónde has aprendido a disparar así?

Y pensé que quizá no fuera a ser tan mal día, después de todo.

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Consejo editorial:Miguel Barba Castro

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