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REPÚBLICA BOLIVARIANA DE VENEZUELA LA UNIVERSIDAD DEL ZULIA
FACULTAD DE HUMANIDADES Y EDUCACIÓN DIVISIÓN DE ESTUDIOS PARA GRADUADOS
MAESTRÍA: LITERATURA VENEZOLANA
ELOGIO DE LA ILUSIÓN
ACERCAMIENTO AL LENGUAJE DESDE EL PROCESO CREADOR
TRABAJO ESPECIAL DE GRADO PARA OPTAR AL TÍTULO DE MAGÍSTER SCIENTARUM EN LITERATURA VENEZOLANA
Autor: Lic. José Francisco Ortiz
Tutor: Dr. Cósimo Mandrillo
Maracaibo, Julio 2009
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DEDICATORIA
A Luz María mi compañera del camino
A mis hijos: Francisco, Javier, Alfredo, Mysel, Samuel y Anaís
A mis nietos: Kelly, Axel, Elizabeth, Juan Diego e Isabel Sofía
A mi bisnieta: Kelly Paola.
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AGRADECIMIENTO
A nuestra ALMA MATER la casa de mi formación espiritual y profesional, y por
haberme permitido habitar en ella como profesor.
A Cósimo Mandrillo, tutor hermanado en el riesgo de la ilusión, a su paciente
comprensión en esta larga espera del proceso creador.
A Ìrida García por su ejemplar claridad docente, su espíritu de lucha y su
vocación humanista.
A Alicia Montero por revivir en su cátedra de literatura infantil los sueños y el
sentido lúdico de esa edad que ya habíamos olvidado.
A Leisie Montiel Spluga por el fervor de su palabra poética, con sobrada deuda
por su cálido sentido de la vida.
A Pablo Riquelme por su intensa y necesaria amistad que puso a mi alcance la
gran literatura.
A mis colegas de la Facultad Experimental de Ciencias, tanto a los compañeros
de mi generación como a los nuevos docentes que acercan el horizonte del
conocimiento a los estudiantes de nuestra universidad.
A mis alumnos que sin sus críticas y su benevolencia, en muchos casos, no me
hubiese sido posible entender el proceso enseñanza-aprendizaje en su dialogicidad.
Y, finalmente, a los poetas incluidos en el presente trabajo por haberme
escuchado y permitido usar sus textos con plena libertad como corresponde al
oficio de la poesía.
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INDICE DE CONTENIDO
RESUMEN
ABSTRAC
INTRODUCCIÓN……………………………………………………………….13
CAPÌTULO 1
EL YO Y EL OTRO EN LA IMAGINACIÓN
1.1.- La exploración del imaginario común en el fervor de la escritura/lectura…… …30
1.2.- La ilusión en el proceso cognitivo………………………………………… 35
1.3.- Alegoría del tiempo colectivo en Pandemonium de Roman Chalbaud…... 39
1.4.-El modelo en la mediación interpretativa……………………………….. …43
CAPÌTULO 2
EL ARCO Y LA LIRA…………………………………………………………...51
CAPÎTULO 3
LA TENSIÓN POÉTICA.
3, 1,- Representación y memoria………………………………………………….58
CAPÌTULO 4
ALQUIMIA VERBAL
4.1.- Una mirada a Briceño Guerrero……………………………………………..66
CAPÌTULO 5
EL SITIO DEL OTRO: LA MIRADA PLURAL………………………….. …72
5.1.- Guillermo Ferrer, una geometría incesante………………………………….74
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5.2. Camilo Balza Donatti y el paisaje interior……………………………….......78
5.3.- Alberto Añez Medina o la palabra nocturna…………………………………81
5-4.- Cósimo Mandrillo, los indicios de la pasión…………………………………84
5.5.- Alexis Fernández, la metáfora de la identidad……………………………….89
5.5.- Luis Suárez Rendiles, el espacio y la sombra………………………………..91
CAPÌTULO 6
EL VERBO DE LA PASIÓN EN EUGENIO MONTEJO………………..…..96
6.1,-Difuminos y nostalgia en el poema…………………………………………102
CONCLUSIONES……………………………………………………………...112
BIBLIOGRAFÍA…………………………………………………………………………. 113 ANEXO
A) El fulgor de la trama (Microuniversos fundantes en Mancha de aceite)
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RESUMEN
Ortiz Morillo, José Francisco. Elogio de la ilusión (acercamiento al lenguaje desde proceso creador).Trabajo de grado presentado en La Universidad del Zulia, Facultad de Humanidades y Educación División de Estudios para Graduados para optar al Grado de Magíster en Literatura Venezolana 2009. 135 p. El presente trabajo es una aproximación al lenguaje desde el proceso creador y tiene como fundamento una visión particular desde el espacio poético, del oficio del autor con la palabra en su significación extendida, metafórica y la experiencia docente en el área de Comunicación y Lenguaje. Es un acopio del imaginario del hacedor de poesía centrado en una visión del mundo como ilusión: las miradas que productor y lector tienen frente a la obra y sus posibles significaciones. Al mismo tiempo, se trabaja con autores venezolanos contemporáneos a lo largo de los capítulos, en un discurso que asume la noción de interpretación y verdad de Donald Davidson (1995), las partes constitutivas del discurso según Nicolas de Lira, el sentido que Roman Jakobson propone para las funciones del lenguaje y de las relaciones interpretante / intérprete en Charles Peirce que conllevan a una propuesta de modelo semiótico para la comprensión textual. Palabras clave: ilusión, creación, semiótica, metáfora, modelo. Correo electrónico: [email protected]
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Abstract
Morillo Ortiz, José Francisco. In praise of illusion (Approaching to the language from creative processes).Trabajo de grado presentado en La Universidad del Zulia, Facultad de Humanidades y Educación División de Estudios para Graduados para optar al Grado de Magíster en Literatura Venezolana 2009. 135 p. This paper is an approach to language from the creative process and is based on a particular view from space of poetry, the author's office with the word in its common meaning, metaphor and teaching experience in the area of communication and language. It is a collection of imaginary maker of poetry focused on a vision of the world as illusion: eyes that are producer and reader against the book and its possible meanings. At the same time, working with Venezuelans contemporary authors throughout the chapters, in a speech that takes the notion of truth and interpretation of Donald Davidson (1995), the constituent parts of the speech as Nicolas Lira, the sense that Roman Jakobson proposed for the functions of language and relations interpreting / interpreter in Charles Peirce leading to a proposed model for understanding textual semiotic. Keywords: illusion, creation, semiotics, metaphor, model.
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“Cuando el poeta encuentra su palabra, la reconoce: ya estaba en él. Y él ya estaba en ella. La palabra del poeta se confunde con su ser mismo. El es su palabra. En el momento de la creación, aflora a la conciencia la parte más secreta de nosotros mismos. La creación consiste en un sacar a la luz ciertas palabras inseparables de nuestro ser”
Octavio Paz
“Un escritor sería, pues –tal vez hayamos encontrado la fórmula con excesiva rapidez –, alguien que otorga particular importancia a las palabras; que se mueve entre ellas tan a gusto, o acaso más, que entre los seres humanos; que se entrega a ambos, aunque depositando más confianza en las palabras; que destrona a éstas de sus sitiales para entronizarlas luego con mayor aplomo; que las palpa e interroga; que las acaricia, lija, pule y pinta, y que después de todas esas libertades íntimas es incluso capaz de ocultarse por respeto a ellas. Y si bien a veces puede parecer un malhechor para con las palabras, lo cierto es que comete sus fechorías por amor”
Elías Canetti
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INTRODUCCIÓN
¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.
Calderón de la Barca
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Planteamiento del problema
La idea de este trabajo surgió de la lectura de “El cuaderno de Blas Coll”, ese
maestro de la lengua que vivió en Puerto Malo. La existencia de ese texto,
recuperado por Eugenio Montejo, es, además de un febril y desmedido amor por la
palabra, la solitaria e ilusoria vida de quien busca dentro de sí la poquedad que la
razón niega al espíritu humano.
También, ¿cómo podría ser de otra manera en nosotros?, sea este un afectuoso
reconocimiento a lejanas lecturas nacidas en la niñez en la biblioteca de nuestros
familiares en la provincia de Carache que se fueron sumando a otras tantas en los
lugares donde hemos vivido, algunos de esos libros avanzan sobre caminos de
sombra, sus destellos son más ciertos en la medida en que aquella trata de
ocultarlos. No recordamos el instante en que sus palabras como ovillos hirientes
rasgaron los espacios de nuestra memoria y nos alcanzaron en no sé qué sitio
donde se empozan los sueños.
Extraño lector que sigues estas líneas, no sin cierto abandono, escuchemos a
Blas Coll en los remedos del silencio en su vieja casa de Puerto Malo:
“La lengua nos habla como la música nos baila. (…)Ahora bien, todo lo que pretendo es, de algún modo, hablar mi lengua y sentirme, hasta donde pueda, hablando de ella. Muchos tacharían este propósito de mera ilusión irrealizable porque el conformismo hace escuela entre nosotros” (Montejo, 1981: 31)
La ilusión la define el diccionario, severo cronicón de la lengua, en una de sus
acepciones, como “Alegría que produce la esperanza o la realización de un deseo:
llenarse de ilusiones” (El Pequeño Larousse, 1999). Esta es la más popular de las
ideas pues consagra en sí misma una similitud: el elogio. Parece que estas palabras
guardan una simetría perfecta, que las hace vibrar ante el objeto de su atención. Y
como propiamente señala Augé (1988) en la complementariedad de la memoria y
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del olvido, cómo se funden, liberan y construyen la vida y la muerte. En el caso de
nuestro estudio, ilusión y desilusión corren paralelas en tanto elogio
(encantamiento) y desilusión (desdorar), nos detendremos en el lenguaje como
elogio de la ilusión en el proceso creador.
Esta investigación es documental (centrada en nuestras búsquedas y en las de
los autores aquí estudiados) donde lo descriptivo cede lugar a la imaginación y
privilegia a la palabra poética en el ensayo literario hacia la comprensión de una
reflexión estética y en una lectura iluminadora del mundo poético.
Ciertamente, la diégesis del imaginario colectivo es fuente de ilusión en el
hombre, su textualidad metafórica se opone al sentido de cosa que se le atribuye a
la persona en la sociedad moderna. Huelga decir que existe variedad de estudios en
nuestro medio, en cuanto a la función del signo como mediador y revelador de
mundos posibles en la literatura, y no es menos cierta la poca atención al estudio
de la ilusión en el plano de la estética, es decir, desde el proceso del creador y su
lenguaje.
De las fuentes del pensamiento universal, una de las más lejanas la encontramos
en el “Poema de Parménides” que tanto ha influido en la filosofía y en el arte. Es
un poema dividido en tres partes y todas se acercan a la visión del ser, y la última
sección está esencialmente referida al mundo de las apariencias, de la ilusión que es
el lugar donde viven los mortales y su encuentro con la verdad (como veremos más
adelante al referirnos a Platón) es un obsequio de los dioses (los inmortales) pero
esta no es una verdad completa, tampoco una falsedad, lo que nos lleva al ámbito
de la revelación: “Dentro de este mundo de la ilusión y de la apariencia se
encuentran los fenómenos de la Naturaleza y, por consiguiente, las explicaciones
cosmológicas” (Ferrater Mora, José, 1965: II-372)
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En un breve poema, José Ramón Pocaterra (1896–1958), de su libro “Voces del
viento” (1951), se muestra la búsqueda existencial como un tejido del tiempo en la
aparición del ser como ilusión y lo emparenta con el citado texto de Parménides
sobre todo en la segunda parte (Poema Ontológico) y la tercera parte (Poema
Fenomenológico– (García Bacca,1980: 39) no porque Pocaterra esté marcado por
el pensamiento filosófico griego sino porque es un signo de una visión particular en
la poesía zuliana de principio del siglo XX (de un autor que por cierto dejó un
único libro de poemas “Voces del viento”, varias notas periodísticas, alguna
participación política y miembro de los grupos literarios “Seremos” y “Tierra” de
cierta repercusión nacional; aparte no tenemos otras noticias, amén del prólogo al
poemario mencionado que inserta Aniceto Ramírez y Astier, autor de “Galería de
escritores zulianos”. Esta galería es quizás uno de los trabajos más interesantes de
acopio de la literatura zuliana de fines del siglo XIX y principio el XX), sólo
comparable (y es posible que ésta la rebase) con la investigación realizada por el
poeta Camilo Balza Donatti, que abarca un tiempo prolongado que va desde 1748
hasta nuestros días, aún inédita.
Comparemos como simple ilustración, sin afanes críticos los textos de
Parménides (Poema de Parménides) y José Ramón Pocaterra (Cosmogénesis):
“Rueda de la Eternidad con la Conciencia por eje, /Vida y forma, ilusión que se/ desteje/En el humo fatal de la Ley de Necesidad/Por mandato y por bondad/De Aquello que Es y sin embargo NO-ES”
(Pocaterra, 1951:57)
“Estotra:/del Ente no es ser; y del Ente es no ser, por necesidad, / te he de decir que es senda impracticable/y del todo insegura, /porque ni el propiamente no-ente conocieras, /que a él no hay cosa que tienda, /ni nada de él dirías; /que es una misma cosa el Pensar con el Ser, /Así que no me importa por qué lugar comience, /ya que una vez y otra/deberé arribar a lo mismo”
(Parménides, Poema ontológico. I.3)
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Durante el siglo XIX, la población de Maracaibo vivió la ilusión del mundo
griego. Ciudad puerto que recibía no sólo mercería y mercancías en general, y
también libros, y con cierta abundancia, porque fijaron durante largo tiempo hasta
muy entrado el siglo XX, la creencia de que Maracaibo era la “Atenas de América”.
El canon, si esta fuera la manera de precisar la literatura zuliana habría que
buscarlo, como en otros autores, en “Voces del viento” de Pocaterra. No hay en la
breve extensión del poemario el aliento poético que aspire a una tensión y voluntad
estética diferente a los patrones del discurso sobre el cual insistía la ciudad (a pesar
del prólogo de Ramírez Aniceto y Astier).
El lago, el rumor de una vegetación anclada en sus riberas, no se atrevía a mirar
al cielo, sólo lo reflejaba. Toda esa poesía es netamente referencial, y si en algunos
casos columbra sobre el espejismo, se disuelve en añoranzas. En una reciente obra
de Cósimo Mandrillo, “A boca de agua”, ensayos que abren perspectivas acera de
este fenómeno nos refiere que una de las dificultades esenciales en el retraimiento
de la literatura zuliana, ocurre por la presencia de escritores embebidos como
“neoclásicos, románticos, parnasianos y modernistas pero no los criollistas”
(Mandrillo, 2008:30)
Siguiendo el hilo de nuestras lecturas, como fuentes propiciadoras de la ilusión
encontramos “El Quijote”. Constatamos el legado de expansión iluminadora en
esas páginas como acto creador. En Cervantes (1965) está el hombre ilusionado e
ilusionante que conquista para nosotros lo que Platón alcanzó en la filosofía,
enseñorear en la literatura: el diálogo. Lo que en el griego hablaba a la razón en
tanto discurso, en Cervantes es gloria y portento de alquimia en las palabras. Si en
Platón se fijaba el orden del mundo (no importa si este mundo es mítico o real), en
Cervantes es la imaginación proyectiva de mundos posibles e imposibles en una
cascada de sueños liberando al tiempo de sus ataduras para hacerlo humano:
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“Ilusión y desilusión. ¿No trasciende Cervantes estas alternativas demostrándonos
que sólo hay una realidad del mundo –triste o gozosa en la medida en que hay una
imaginación del mundo?” (Vallejo, 2005:169).
Nuestra fuente más lejana –recalcamos– porque somos herederos de la lengua
de Cervantes, lengua contradictoria, ágil y mortal en la procacidad, y fulgurante y
callada como el amor en la vida: fluyente y armoniosa como los días llenos de sol.
Y, además, bífida porque tiene el misterio y la soledumbre, la opacidad y el ritmo
sincopado de las noches tropicales de nuestras lenguas indígenas, cascando,
cascando en sus ecos sobre el borde de las edades: “Algunas de nuestras palabras
las inventan los ríos, las nubes” (Montejo, 1988: 72) y nacemos ilusorios
hermanados en su vastedad de sombras.
El lenguaje aparece entonces, en el creador de poesía, no como un retraimiento
o escape de la cotidianidad sino de todo aquello que cuando se habla puede ser
elogiado por la experiencia poética en el intento de hallar la voz del autor, pero no
es éste quien habla (verificación instantánea en el orbe de las palabras) sino el
lenguaje mismo que emerge de la pasión del verbo (Blanchot, 1969).
En el poema no está la voz del autor porque ésta se ha separado del mundo
cotidiano y del orden del pensamiento para volverse una y múltiple en la palabra.
La palabra gira en su propio territorio, desvanece en el hombre la “cosidad” que
aliena su conciencia y lo extraña de sí mismo, para alcanzarlo en la constatación
del ser del lenguaje en el mundo.
Desde esta perspectiva y siguiendo el tono del ensayo, aunque el conjunto de los
capítulos constituyen el corpus de la investigación, pueden leerse de manera
individual sin que se pierda el sentido autónomo del trabajo, iremos al encuentro de
varios autores venezolanos contemporáneos, primero a lo largo del texto y luego en
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su especificidad en capítulos pertinentes, con una propuesta elemental de un
modelo semiótico, comprensivo de una didáctica de la lectura.
En rigor circunstancial –reiteramos– porque tiende a un modo de percibir los
signos, independientemente del tiempo y del espacio. Nada afecta más a las
relaciones del autor/lector que las prácticas significantes encubiertas por un estado
de quietud de la lengua, un sincronismo a ultranza que quiere retener el
movimiento, la conjunción diacrónica del verbo. En síntesis se trata de un modelo
que se origina y se construye a partir de los trabajos de Nicolás de Lira y Charles
Sanders Peirce.
Por lo tanto, elogiamos aquello que a nuestro parecer es bueno, hermoso y
necesario. No negamos que estos atributos como imágenes en nuestra mente, no
alcancen el destino esperado por el lector. Satisfaga pues que todo ello es una
ilusión. El elogio es una disposición del ánimo a aceptar como buenas las cosas
reales y las ilusorias. Las primeras pertenecen al mundo de las comparaciones, de
la analogía; las segundas, al recuerdo, a todo cuanto se manifiesta en la memoria,
no “en carne y hueso” sino a través de la imaginación (Durand, 1971).
Al lado de esta visión, el cinturón de Venus (Schiller, 2000) es el responsable
de la ilusiones. Venus, como se sabe, es la diosa de la belleza y su cinturón confiere
gracia a quien lo reciba en préstamo. Es natural que la gracia tenga cierta esfera
envolvente no del objeto sino en el sujeto y hace que las imágenes fragüen en el
horno del instante un orden de similitudes que, como círculos concéntricos, se
arriesga en lo sensorial. Belleza y verdad son gemelas, y la gracia es un estado del
alma tal especial que sólo puede habitar en las almas puras.
El simbolismo del cinturón (ciudad amurallada, la corona de los reyes, cíngulo
como fuente de todas las gracias, el cinturón de castidad, el arco iris) muestra “la
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vocación de quien lo lleva, indica la humildad o la potencia, designa siempre una
elección o el ejercicio concreto de tal elección” (Chevalier-Gheerbrant, 1988: 296)
Hay una confidencia del alma colectiva al dividir entre lo alto y lo bajo, es
decir, los lugares de la elevación, lo aéreo, lo celeste y, por debajo, los espacios
terrestres, las raíces; el mar es un símbolo que abrocha a la tierra, mientras el río la
ciñe a las montañas. Bolívar en su poema “Mi delirio sobre el Chimborazo” no sólo
ha constatado el sentido del círculo como finitud de la vida donde el tiempo sigue
en espiral hacia un cumplimiento de la vida como ilusión y extendida en un
espacio cerrado, encapsulado, de crisálida donde se transformará en el alado ser de
la libertad.
Ese “Yo venía envuelto” en pretérito imperfecto (copretérito) del indicativo
concierne a un estado de conciencia “envuelto”, en el sentido de protección que le
ofrece el regazo materno. Iris aparece como la madre nutriente del pensamiento y
de la acción que hace ya largo tiempo le había dado el fulgor de un ropaje como
placenta que alimentaba el espíritu y en un instante luminoso lo lanza al porvenir.
Dos tiempos, pasado y futuro no separados sino ceñidos a la vida como presente
instantáneo.
Tal vez sea esta la naturaleza que invoquen los poetas cuando escriben
embebidos por el fulgor del cinturón de Venus, para reconocer que sus predicados
no tienen la fortaleza del discurso filosófico, que ni siquiera intentan hacer
demostraciones de axiomas como es el caso de las ciencias exactas, donde el
discurso se presenta como una situación compleja de representaciones, de
esquemas mentales forjados a partir de la realidad donde el lenguaje funda un
microcosmos de prácticas sociales. Así entendido, el discurso es una materia
significante que puede ser construido y desconstruido según ciertas reglas de
análisis.
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En el caso de la poesía como hecho lingüístico parece que obedece a las reglas
antes señaladas y, sin embargo, no es así; primero, porque en el discurso suele
mantenerse el nivel semántico paralelo al de los usuarios (nivel pragmático); en la
poesía el lenguaje se nos presenta en estado puro, desde la visión extendida de la
metáforas (Davidson, 1995) en sus latencias primigenias y un halo de ilusión de lo
nombrado las redime de su orfandad.
El ser humano es un instante “que acaba de escapársenos es la misma muerte
inmensa a la que pertenecen los mundos abolidos y los firmamentos extinguidos”
(Bachelard, 1973:15). Estamos en el origen de una ilusión que parece quedar
encandilado cuando el objeto de su admiración no puede ser conquistado.
Encandilar/deslumbrar son verbos que tienden la mirada, la proyectan hacia un
futuro irrevocable, y toda mirada conlleva a la imaginación a dar forma y sentido a
un objeto sublime. Encandilar, sin embargo, es enceguecer, quizás por ello la
ilusión sea un alumbramiento postergado, una revelación dialéctica del
encandilamiento y del deslumbramiento.
Es natural que el poema gire insistentemente sobre la faz de esas imágenes, se
hunda en el fervor de los sueños y acampe en la cima de las cosas. Davidson (1995)
encuentra a la metáfora como un sueño del lenguaje que debe reflejar tanto al
intérprete como a su originador. Bastante cercano a Bachelard (1966) en cuanto a
las aproximaciones a los objetos (tómese en este caso, objeto en el sentido
racionalista que dicho autor tiene de la ciencia pero es necesario que nosotros
identifiquemos el objeto como una sublimación, como un contenido imaginario que
hace que ese objeto racional fluya sin término en la conciencia), “lo que creíamos
nuestros pensamientos fundamentales sobre el mundo, muchas veces no son otra
cosa que confidencias sobre la juventud de nuestro espíritu” (Bachelard, 1966:8).
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Incluso, cuando Jakobson (1974: 125) al proponer para el mensaje la función
poética nos muestra que no es la información del mensaje, reducido a su mera
presencia ordinaria de inmediatez, sino lo que cifra el discurso. Constatado en su
función poética en el texto es la existencia del lenguaje hecho carne que se escapa
ahora del papel que quiere retenerlo y aprisionarlo en el mundo. Las palabras se
deslizan en la rueca del hacedor y urdidas en tela invisible soportan la gravedad de
la existencia.
Las palabras son signos que intentan mostrar nombrando, manifiestan ser el
universo de donde rebotan cuando queremos restituirlas en la identidad del nombre,
constatamos que esta tarea es no menos utópica que aquella que aspira a contener
en las cosas el referente universal.
La ilusión adánica de referir nombrando por primera vez es necesariamente una
extensión simbólica que la naturaleza de Dios otorga al primer hombre: sellaba
gratuitamente el ocultamiento divino por las imperfecciones humanas que habrían
de originarse a partir de ese momento: “Jehová Dios formó, pues, de la tierra toda
bestia del campo, y toda ave de los cielos, y las trajo a Adán para que viese como
las había de llamar; y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ese es su
nombre” (Génesis 2:19)
El hombre llegó tarde, postergado al sexto día de la creación sólo podía
nombrar a los animales. Dios daba su lección de pedagogía: la diferenciación entre
la bestia y el hombre, no desde Dios sino desde la mirada del hombre, pero
quedaban ocultos para la conciencia primigenia de Adán los primeros instantes de
la creación. Todo cuanto ha ocurrido desde entonces es un hilvanar de
reminiscencias (evidenciamos el concepto platónico con su carga de ilusión) hacia
el fondo del tiempo.
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La ilusión nos hace ilusionar, es un verbo activo. Es un instante en la infinitud.
Ama la duración del instante, como si hubiese sido alcanzado por una llama
fugitiva, cercana y esquiva como el alimento a las manos de Tántalo. Se dirige
hacia un futuro, hacia derroteros que pueden aproximarse o alejarse pero nunca en
detención, a menos que el sujeto: entonces no se trataría de una ilusión sino de un
fatal error de perspectiva. Que existan tales formas de encadenar las imágenes y de
continuo rebotar en la mente sin arte ni concierto es posible; sin embargo la ilusión
positiva nunca es fragmentaria. No desvía la flecha que busca la diana, que airosa
presume en el aire fortaleza embriaguez cuando sólo intenta disolver el tiempo con
un cierto encantamiento frente al porvenir.
La imagen de Icaro es la del amor fementido. Es una ilusión del vuelo truncado.
Las ilusiones del amor son las más representativas y suelen ser fatales cuando se las
fija, cuando convertidas en cosa, en objeto, pierden ductilidad y espacio y pasan a
formar parte del espectáculo del mundo. La ilusión del amor es privada, si baja al
terreno de la historia se desvanece. Nos hace irrecuperable su acento, pero ésta es la
fatalidad, sólo por lo público nos damos cuenta de su existencia, dejan de ser
ilusiones para entrar al ámbito de la gramática de las pasiones.
Los términos dialógicos de la pertenencia de la unicidad, de la ilusión y de lo
ilusionado, entran en el nivel de la sintaxis y, por tanto, del discurso: “Señora, me
habéis privado de todas las palabras /Sólo mi sangre os habla en mis venas”
(Shakespeare, 2003:129). Basanio hace pública su ilusión, en un entramado de
acciones que de suyo son igualmente públicas, en el Mercader de Venecia.
Shakespeare en su lengua inventa lo humano. (Bloom, 2008)
Acerquemos el oído a nuestra lengua, modestia no nos exige Cervantes, tan
contemporáneo y universal como Shakespeare, porque él nos restituye las formas
vivientes de la palabra. En América hay tanta obra generosa y genial en César
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Vallejo (Perú), Octavio Paz (México), Alejo Carpentier (Cuba), Borges
(Argentina), García Márquez (Colombia), Rómulo Gallegos (Venezuela), entre
otros que bien vale la pena recuperar para nuestra identidad de pueblo en esos
textos.
En Rómulo Gallegos, por ejemplo, la ilusión que parece un arco instintivo de
fuerzas que se desnaturalizan, orlada por el misterio selvático de “Canaima” en el
silencio de Aymara que sólo aparece en sollozos (Gallegos, 1977: 563) es una
fusión del habla, es una pragmática que busca disolver el asombro que media entre
la naturaleza, el hombre y el discurso. No son defectos de los personajes sino de la
precariedad del observador (el lector) obsecuente y descontextualizado, aunque
forme parte irrenunciable de su construcción; son acciones que contienen una
lengua imperfecta para las cuales hay un espacio encriptado en el alma: se hace
necesaria la contingencia de la apelación. El poema interpela a un ausente
ilusionado (interpretante) que en la mente ilusionante (intérprete) adquiere fulgores
inefables.
Esta lenta hibridación de la parquedad en algunos de los personajes en Rómulo
Gallegos puede tener una relación directa con la feracidad o la desolación de la
tierra donde éstos construyen sus cosmogonías. Recuérdese, por ejemplo, que
“Doña Bárbara” es una transformación de la inocencia en barbarie y no porque lo
ingenuo se manifiesta en la poquedad de una acción, sino porque la tamización del
hombre y la naturaleza obedecen generalmente a una multiplicidad de acciones
donde los hombres tienen mucho que ver. Nos inclinaríamos a pensar que en
Rómulo Gallegos el encuadre de las acciones tiene un arraigado espacio emocional
y referencial haciendo una elipsis en la función poética. No es que en algunos
pasajes, muchos quizás, no alcance la tensión poética; sí la alcanza y con
estremecimiento del ser, sólo que el acto referencial es tan visible como lo que
anuncia: el interregno de la soledad
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El significado latino illudere (ilusión) lo hemos tomado en un sentido liberador
de la conciencia, más próximo al ámbito creativo del lenguaje, a su potencial
prefigurativo de realidades que en la imaginación construye los mundos posibles:
“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios” (Juan:
1:1). Dios es verbo, por lo tanto lenguaje hecho carne en el hombre.
Objetivos.
Objetivo general: Proponer un acercamiento al proceso creador desde la
comprensión del poema.
Objetivos específicos:
1.-Analizar el discurso poético venezolano dentro de la especificidad de la
comprensión del texto.
2.-Apreciar una muestra de textos reveladores de la voz poética en el proceso
creador venezolano.
3.-Construir un modelo semiótico que permita la comprensión del texto
literario.
Fundamentación teórica
Al referirnos a la ilusión evidentemente le hemos designado el concepto de
signo con toda su carga valorativa en sus relaciones mentales posibles del acto
creador. El recorrido de los estudios de la imagen (visión, utopía, sueño, esperanza,
ilusión, ficción, fantástico, maravilloso, alegoría, metáfora, mundos posibles, entre
otros) alcanza en la cultura occidental un espacio absoluto desde los albores de
Homero, cuando la imagen de lo alado se traslada a la flecha y la aurora tiene dedos
rosados, y las palabras en el espacio diacrónico hacen inestable al lenguaje.
Vallejo sigue el recorrido hasta que el sentido figurado se transforma en un
sentido propio. Veamos: el padiglione en italiano, el pavillon en francés y el
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pabellón en español. El campo semántico en español es amplio: parte de un
edificio, pabellón de la oreja, pabellón de cirugía, el ensanche de la boca de los
instrumentos de viento, el pabellón nacional. (Vallejo, 1983: 330) y en Venezuela
aparece, aparte de las nombradas por el autor colombiano, en una sabrosa
confección culinaria: pabellón criollo. Esta es la dinámica de la semiosis: “La
historia levanta y deshace sus tinglados y va trazando, a través de sucesivos diseños
y ensayos, sus figuras definitivas (Rosenblatt.1978: IV.273)
Son abundantes los estudios acerca de la imaginación y del lenguaje, citamos
aquellas que por analogía nos ofrecen la idea de ilusión. En la imagen
antropológica derivada de las investigaciones de Durand (2004); los trabajos de
Tzvetan Todorov (1996) en las formidables propuestas de los estudios acerca de la
poética y de lo fantástico; las búsquedas psicológicas de Sartre (1964) de la ilusión
inmanente; la Estética trascendental de Kant (1967); Martin Heidegger (2005) en
“Caminos del Bosque” o concernir en una mirada desde la Filosofía de las formas
simbólicas (Cassirer,1971); los “Mundos de Ficción” de Thomas G.Pavel (1991);
Maurice Blanchot,(1969) y su lúcido ensayo “El espacio poético” Julián Marías
(1997), en “Breve tratado de la ilusión” y Pedro Ortega Campos (1982) “Notas para
una filosofía de la ilusión”, y el no menos iluminador trabajo “El defensor” de
Pedro Salinas (1995)
En nuestro medio, de la obra que disponemos y de la consultada porque
tenemos noticias de que es variada e importante, anotaremos sólo aquellas que
satisfagan nuestras búsquedas, entre otros: Víctor Bravo (1999) con sus recurrentes
versiones del imaginario son una muestra importante, reflexiva y de largo alcance;
Aníbal Rodríguez (2005), con su excelente estudio de Gadamer en “Poética de la
interpretación”, Teresa Cacique (2007) en un breve e iluminador ensayo acerca de
“Poesía y verdad”, Rafael Cadenas (1994) y su “En torno al lenguaje”; Guillermo
Yepes Boscán en “El esplendor de las Formas”. (1993), Miguel Ángel Campos
26
(2001) con sus aproximaciones al imaginario zuliano en “La ciudad velada”,
Guillermo Ferrer (1965) en “Perfil del venezolano contemporáneo” y un reciente y
novedoso ensayo de Carlos Ildemar Pérez (2007) “La mano de obra”
Tangencialmente, porque el estudio del imaginario está interrelacionado con
diferentes disciplinas: filosofía, lingüística, literatura, psicología, sociología,
semiótica. En todo caso, no trataremos de construir argumentos sino hacer una
proyección de nuestras búsquedas literarias que el tiempo ha conformado con la
lectura de autores cercanos a nuestra actividad docente, tales como: Miguel de
Cervantes Saavedra, Gastón Bachelard, Octavio Paz, Rainer María Rilke, Víctor
Bravo, Eugenio Montejo, Teresa Espar, José Enrique Finol, Víctor Fuenmayor,
Írida García, Bruno Munari, Ferdinand de Saussure, Roman Jakobson y Charles
Sanders Peirce, entre otros.
La investigación está estructurada en seis capítulos. El primero, El Yo y el otro
en la imaginación, con cuatro subtítulos: La exploración del imaginario común en
el fervor de la escritura/lectura que tiene como punto de acercamiento “La
literatura como exploración” de Louise Rosenblatt (2002), La intuición poética en
el proceso cognitivo, Alegoría del tiempo colectivo en Pandemonium de Roman
Chalbaud y El modelo o esquema de comprensión lectora que hemos propuesto. El
conjunto de ideas es un complemento del orbe semiótico que nos concierne, acerca
de la cultura y su dinamismo en el interior de lo humano, tal como en la actualidad
se entiende la complejidad del mundo, en que los actos cognitivos individuales son
fenómenos culturales de ipso facto como réplicas del complejo cultural colectivo
actualizados en dicho acto (Morin, 1998:23)
El segundo capítulo: El arco y la lira, es un escarceo libre de las resonancias
estéticas entre la palabra y la pintura, un acopio de lejanas resonancias que
27
persisten en nuestra comprensión del mundo y, de igual modo, es una extensión del
primer capítulo.
El tercer capítulo: La tensión poética: Aquí abordamos los niveles de la
representación del lenguaje poético desde la vertiente productor-lector, sus
afinidades y contradicciones donde el mundo es revelación: tamización de las
imágenes que estructuran el discurso literario, la comprensión del texto en su
multivocidad (Gadamer, 2006), desde la doble vertiente del signo, es decir, sus
niveles expresivo (significante) y de contenido (significado). Por el carácter de
arbitrariedad del signo muestra cuánto de ilusión alcanzan las traducciones, en las
representaciones que entre una y otra lengua incluso en las versiones individuales.
Saussure propuso en su “Curso de lingüística general” (1965) la necesidad de una
nueva ciencia que con el nombre de semiología abarcara todas las otras disciplinas
incluso la lingüística.
El cuarto capítulo es un intento exploratorio de la imagen en las relaciones del
signo y del mundo como semiosis, deteniéndonos en el nivel del interpretante y del
intérprete. Alquimia verbal: una mirada a J.M. Briceño Guerrero que aborda la
naturaleza del poema a partir de las representaciones originadas en la niñez (es una
búsqueda reminiscente de Briceño Guerrero) enfrentado a las sombras restallantes
del recuerdo en “Amor y terror de las palabras”.
El quinto capítulo es un acercamiento a la obra de varios autores zulianos:
Camilo Balza Donatti, Guillermo Ferrer, Alberto Añez Medina, Cósimo
Mandrillo, Alexis Fernández y Luis Suárez Rendiles a partir de uno de sus textos
poéticos. Se trata de una producción que alienta el imaginario, la fugacidad de la
palabra, desdén y confirmación de un tono que, con firmeza y madurez,
constituyen una búsqueda: impacto de la imagen en el temblor de las palabras, un
28
lúdico decir para alcanzar en la oblicuidad de las cosas el espacio donde alentar un
destino.
Finalmente, el sexto capítulo dedicado a la lectura y comprensión de varios
textos de Eugenio Montejo. En primer término, del poema “Algunas palabras”, y
seguidamente un apartado que hemos denominado: Difuminos y nostalgia, con una
selección tomada de sus libros: Muerte y memoria (1972), y Algunas palabras
(1976), textos que fundan un orbe poético a partir de un acercamiento a la pintura,
donde es patente el sentido del diálogo fundido en el fervor de los colores en la
construcción de espacios ilusionados en el poeta: lengua redentora de lo humano en
Turner, Rembrant y Tiziano.
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EL YO Y EL OTRO EN LA IMAGINACIÓN
La exploración del imaginario común en el fervor de la escritura/lectura
El símbolo es el límite exacto entre dos mitades, cada una alcanza a la otra a
partir del lenguaje y la inscribe en las imágenes nacidas al calor del entorno
familiar. Nunca un proceso de comunicación puede corresponderse sin esa
familiaridad de íntima especularidad del yo en el nosotros. Los símbolos se
fraguan en comunión, nadie puede ser sospechoso de olvido, ni en el silencio como
espacio de un pensamiento ensimismado. Aunque estemos al borde del abismo, las
palabras tenderán puentes entre dos cimas. La realidad y la imaginación son
gemelas como las caras de Janos. ¿Quién no retorna de la ensoñación más abierto
a la vida, como elevado por una magnífica presencia a la cúspide de aquello que
amamos en la intensidad de nuestras ilusiones?
Cualquier método es bueno para afinar una conciencia lectora, si este método va
de la mano de un docente creativo que viviendo da vida no sólo al texto también al
lector. Sin embargo, son varias las vías que anotamos en este apartado de la
investigación como una posibilidad integral de asumir la lectura con placer y
potencialmente creativa. Lo que intentamos mostrar es que no hay lectura creativa
si ésta no es ilusionada desde las páginas donde van creando los mundos posibles
del lector sino desde el modelo que la guía, proporcionado por el docente como un
ser apasionado.
Asistir al alumbramiento cognitivo sólo es posible desde los niveles que
subyacen en el diálogo docente/alumno: hacer/saber/ser Estos tres niveles
participan de las competencias de ambos en la lengua como estructura gramatical y
una “performance” de la dinámica de la lengua no sujeta a la cosificación de la
gramática. Es la rebeldía de las palabras la que da origen al poema, a la literatura.
Los procesos metacognitivos expresan la acción redentora del hombre y su
31
cristalización en la inteligencia y su pasión por el conocimiento, la aparición del ser
en la transcognición.
En la obra “La literatura como exploración” de Louise Rosenblatt, constatamos
esta voluntad de lo humano de afirmarse en la palabra. Todo desafío implica,
independientemente del objetivo que se quiera alcanzar, una práctica reveladora de
las esencialidades humanas. Es decir: tenemos por cierto que el hombre es el
embrión del porvenir.
En la búsqueda de modelos de aprendizaje, la didáctica no siempre ha cumplido
su objetivo: hacer que los contenidos alcancen la plasticidad necesaria para que el
acto educativo germine en el educando. No siempre se debe al modelo sino a los
esquemas mentales del educador. No siempre el educador es consciente de las
fuerzas sociales que empujan al hombre a derroteros distintos de aquellos sobre los
cuales una época se asienta.
Desde esta óptica no basta con mostrar, decodificar, empalmar toda una
perspectiva literaria, sino que junto a los mundos posibles de la literatura, hay
espacios donde los personajes, la vida literaria, la cotidianidad de las acciones
cabalgan diacrónicamente con la realidad. Los campos del imaginario, por más
simples que se muestren desde las páginas a la mirada del lector, son herederas del
inconsciente colectivo como lo señala la autora “¿Acaso la sustancia de la literatura
no es todo lo que los seres humanos han pensado, sentido o creado?” (Rosenblatt,
2002:31), y como si fuera poco, tras un inventario de autores de diferentes latitudes
y épocas, nos señala y conmueve en nuestra propia conciencia.
El desafío de la literatura está esencialmente unido al “proceso de
interpretación” y ésta a la red de valores que intercambian autor y lector: gemelas
armonías tanto en la tragedia como en la gloria atravesada por un corpus
psicológico (si vale la expresión) abierto a condicionamientos “operativos,
32
culturales y funcionales” (Munari, 1996: 83). Estos condicionamientos no obran en
compartimientos estancos sino que fluyen y se constatan en cada uno de acuerdo a
la preeminencia de la situación dada. Igual ocurre con las funciones del lenguaje
de Jakobson (1974) y en las relaciones triádicas de Peirce (1987: 244). Es posible
que los signos obedezcan a una estrategia situacional, a un cierto liderazgo
semántico nacidos a la luz de la acción, es decir, de los actos del habla.
Si estos aspectos surgen de una necesidad provocadora de hacer posible la
existencia, creo con la autora que el término conductista de interacción no es el más
feliz para comprender la relación autor-libro-lector, porque a fin de cuentas serán
una acción mecánica, incluso para su evaluación; en cambio, el término transacción
“a esos tratos que se basan en una serie de supuestos y creencias comunes respecto
al mundo, el funcionamiento de la mente, las cosas de que somos capaces y la
manera de realizar la comunicación” (Bruner,1998:67)
Cuando “Faltan la experiencia y la comprensión personal de las obras literarias
que la información histórica y biográfica debería realzar” (Rosenblatt, 2002: 86) se
trabaja en el vacío espiritual que inhibe la capacidad intuitiva del lector. Todo ser
humano se reconoce en la tradición, es su soporte para construir, sobre los hilos de
la memoria, la grandeza futura.
En este orden se comprenderán los significados a partir de las experiencias
personales, de un ambiente positivo para las relaciones entre el texto que marca un
mundo posible y la construcción del imaginario en la cotidianidad. Si éste no
puede construirse por parte del educador, es imposible que el estudiante pueda
alcanzar la otra orilla del discurso literario.
La vida en su cotidianidad es movediza para el adolescente. ¿Quién no
recuerda, por ejemplo, en el relato de Demian (Hesse, 1973) la experiencia de la
preadolescencia cuando el niño tiene que enfrentarse a dos mundos: el diáfano y
33
seguro de la casa, de la intimidad familiar frente al oscuro, extraño del pecado y de
la calle? La literatura es un corpus holístico. Todas sus piezas se desplazan hacia
las experiencias del mundo familiar, social y cultural de lo humano, pero, al mismo
tiempo, se reintegran en la intimidad de la conciencia del lector donde los
microuniversos se conectan en una red que hace posible la realización de la vida.
En el proceso de la lectura las imágenes insisten en la pertinencia del texto y su
complementariedad autor-lector. Este encuentro no es un hallazgo solitario. Hay
diversidad solidaria de espacios, sonidos, olores, colores, sesgos, apariencias,
voluntades. En fin, universos de lo posible.
El ejemplo que podemos citar lo encontramos en la Divina Comedia. En ella
convergen envueltos en la simbología que el ser humano puede alcanzar de la mano
de Virgilio en esa temporada en el infierno. Dante es el modelo del alumno que a
partir del conocimiento reconoce y hace posible una experiencia inédita frente al
porvenir.
Los códigos sociales cuando son presentados de manera dogmática se cosifican
y hacen impenetrable cualquier acto de la conciencia. Cuando buscamos la voz en
el poeta, ya lo hemos dicho, lo que hallamos es la voz del lenguaje. Aventuremos,
entonces, que el lenguaje se encuentra en el lector que se desvive viviendo la
aventura del texto reconocido en la nueva voz de los signos, una voz que tiene una
confesión.
En este sentido, la pedagogía contemporánea, deshaciendo los entuertos del
positivismo, liberándose del dogmatismo, cree en la liberación del espíritu frente a
la materia, acorde con la definición latina en ese grado de entender la educación
como un (educare) introyectar, llevar al alumno al pozo del conocimiento, y extraer
(exducere) sacar a la luz cuánto el alumno tiene dentro de sí. Y éste es un alto
34
grado de ilusión porque se manifiesta desde los espacios de la alteridad de las
conciencias actuantes del lenguaje como proceso creador.
La literatura, como el arte en general –creemos nosotros, incluso en cualquier
área del conocimiento, si se realiza con pasión – contribuye a la formación de una
personalidad abierta y dispuesta a interactuar en la comprensión de las realidades
sociales con mayor eficacia; la literatura potencia la voluntad y afina la percepción.
El hombre se vuelve como más humano, íntegramente humano, por efectos de una
nueva sensibilidad, una manera de acercarse al otro, es decir, en su alteridad, en un
esfuerzo concreto de hacer vivible las relaciones sociales.
Toda sociedad lleva en su construcción una carga normativa que es ineludible
para quienes viven en la convención, es decir en la constitución jurídica de normas
y valores, pero este marco de conducta es el que hace posible la formalización de la
pedagogía como modelo de representación de esa sociedad, y dentro de ese marco
es posible la inalienabilidad, es decir la libertad individual en las relaciones con sus
pares. Aquí reside parte de la grandeza de la literatura como ámbito liberador,
porque las palabras son rebeldes (Paz, 1972)
El arte nos hace libres. Quienes hemos estado cerca de la literatura
experimentamos el mayor grado de liberación a través de la palabra. De la palabra
que llega desde las páginas de los libros, en cualesquiera de sus manifestaciones, a
revelarnos un mundo posible presente y futuro: es la ilusión de la conciencia, de
las semiosis primarias formalizadoras de espacios de acomodación de las imágenes
nuevas, donde la literatura es la piedra de toque para el logro de maduración de
nuestras percepciones, abiertas a la reflexión y análisis, en la construcción social
adecuada y libre.
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La ilusión en el proceso cognitivo.
En la insistente lucha entre realismo y el idealismo, entre la razón y la ilusión,
por cualquiera que sea el camino que otee el horizonte del verbo, llegamos a creer
que nuestra lengua está formada por el desvelamiento de la verdad. La mirada
realista es incapaz de ver el reverso de las palabras, la corriente que alimenta las
transformaciones del signo (Bravo, 1995), llamaremos semiosis de la ilusión a
dicho tránsito “cuyos términos constitutivos son la forma de la expresión y la del
contenido” (Greimas y Courtés, 1979:364).
Dijimos que esos aspectos nos llevan al desvelamiento de la verdad. La verdad
en toda propuesta creadora la encontramos a tres grados de la idea (Platón, 1969).
dispuesta para el lance, el vértigo y la iridización del verbo, como sendero en la
vasta terredad del lenguaje. Desde ese nivel los escritores y pintores buscan la
verdad, pero al lenguaje no le es posible atravesar las cosas sino encubrirlas, ni
siquiera desgastarlas, porque estando desde el principio en el demiurgo, sólo el
hombre puede interrogarse por necesidad acerca del mundo. Necesidad que se
despejará en el intento de la mirada estética.
Sea pues ésta una metáfora propicia del espacio terrestre pero, al mismo tiempo,
camino: “El hombre cree escribir en el papel y en realidad escribe en el viento. Sus
palabras, vivas y expresivas un día, están condenadas al destino común de las
cosas” (Vallejo, 1983: 331). Es decir: las metáforas como marcadores del discurso
poético tienden a perder su brillo, el campo ilusionado que iluminan, una vez
encontradas. El tamiz de la racionalidad las obsolesce y cosifica.
Las formas expresivas del lenguaje: denotativas en cuanto los objetos adquieren
una dimensión observable, mesurable y descriptiva pertenecen al escenario de la
ciencia; las denominaciones connotativas, polisémicas, metafóricas son las que dan
cuenta de la ilusión, es una mitopoyesis.
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Si se nos apresura en la idea diremos que el Racionalismo está montado sobre
una formidable metáfora: hacer comprensible las acciones humanas desde la
constitución de un orden, de una geometría del conocimiento, como un oponente
voraz de la ilusión; huelga decir que esta geometría es marcada por el genio de la
ilusión, es decir desde la ideología de donde se deriva el orbe de la razón en la
modernidad y su inefable idea de progreso ilimitado. “Por eso mismo estamos hoy
sumergidos en una especie de ilusión inversa, una ilusión desencantada: la ilusión
material de la producción, la ilusión moderna de la proliferación de las imágenes y
de las pantallas” (Baudrillard, 1998: 17). Pero no es esa nuestra cuestión, sino la de
quedarnos en el espacio que nos es más cercano, el lado si se quiere de las sombras
que son reveladoras del universo de la palabra poética, como ya lo expresamos
anteriormente. No es que las sombras sean versiones negativas de la luz, sino que la
luz está contenida en ellas y sólo por el lenguaje son reveladas en luz.
La ilusión hacedora del poema es sin argumentos y, además, no se puede
parafrasear sin falsificarla, porque al hacerlo la ilusión será mortalmente herida en
el centro de su creación que es la metáfora y, obviamente, quedaría oculta en el
mundo del conocimiento. La ilusión no podría ser un argumento porque éste
justifica la racionalidad, un compartir con el mundo, donde el sujeto quiere
alcanzar los objetos y mediatizarlos, clasificarlos y ordenarlos. La ilusión obedece a
un ritmo fluyente, a una forma de plasticidad que sólo está justificada en la mente
por los mundos posibles aunque estos sean generados en principio por un objeto
perteneciente a la realidad. Un mundo posible es una cadena de imágenes que se
dilatan y distienden al calor de una emoción contenida.
La realidad pasa a un segundo plano como una apariencia. La ilusión poética fija
los mundos posibles porque de alguna manera éstos pueden relevar a la realidad,
subvertirlos en una suerte de ficción que encuentra su mayor aliento en la narrativa.
Lo posible es un mundo en gestación que vela y sueña desde la amniosis de un
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porvenir retenido en la placenta de la ilusión. La poesía y la pintura andan tras la
huella de lo impalpable en un campo de sombras.
Imágenes entrecruzadas, en acercamientos y, al mismo tiempo, distancias
extendidas en su más pura expresión: escapadas de los sueños terribles y del acto
de recomponer la vida dilatando la mirada, recuperándola de los infiernos, del
gastado tiempo y del abandono, en fin el alma inquieta canta. Vuelve entonces la
metáfora. Ya no hay abandono porque la claridad del mundo conquista el fervor de
la memoria, incluso en el poema las cosas revierten sus dimensiones, por la
gravedad de un resplandor especular. Octavio Paz (1972) niega el valor del grito
porque éste es “lanzado al vacío”, sin embargo debemos reconocer que el grito es
mediador del desarraigo y de la culpa, de reclamo en un orbe escindido.
No es un grito acaso la desilusión ante un mundo que se desintegra, que vio en
la ciencia y el desarrollo económico la felicidad de la civilización; no es la
desilusión el eco tardío de la ilustración en el porvenir. No es la desilusión la
secuela de una garantía de progreso infinito que se desmoronaba porque el
positivismo cerraba las puertas de la ilusión, de la utopía y de los sueños
visionarios del hombre.
El lento visaje de la mirada que los construye y afirma en esplendentes formas
contra las heridas abiertas de la humanidad, dialéctica de fuerzas que se amalgaman
en el fondo de armonías, el grito es alarma, sustituye a la razón y se apropia del
espacio, en los instantes de un alarde que busca sus formas y rebota sobre sí mismo
para acallarse entre los pliegues de un nombre que fluye en la soledad y en el
fragor de un destino.
“El grito” de Edgard Munch (1863-1944), anuncia el mundo escindido tiene al
fondo los fiordos de Europa en la tragedia y el infierno de la geometría de la razón.
Cuán revelador es el grabado de Goya “Los sueños de la razón producen
38
monstruos”. Escuchemos ahora en esta imagen contrapuesta en los versos de
Montejo:
“Islandia dibujada en mi cuaderno, /La ilusión y la pena (o viceversa)/ (…)/ Nunca iré a Islandia. Está muy lejos. /A muchos grados bajo cero. /Voy a plegar el mapa/ para acercarla. /Voy a cubrir sus fiordos con bosques de palmeras” (Alfabeto del mundo, pág.67)
Ese grito necesita un sitio donde acunarse. Desilusión e ilusión en las metáforas
del fuego destructor, no es la llama del hogar junto a la chimenea (Bachelard,
1966: 11) ni las llamas verdes del trópico, de la esperanza, representadas por las
palmeras. Dos paisajes: la muerte y la vida. Filiaciones que se corresponden con
un orbe genésico del acto poético que cala en la pintura, y sobre las batientes
sombras de olvido, ya no será más la anunciación del desarraigo.
El lugar de las ceremonias nace iluminado por la consciencia de un grito que se
purifica en el alma colectiva. Y vuelto al verbo implacable del reconocimiento en
el otro, nos intuimos en los trazos errátiles, difusos de la pintura de los niños, del
arte ingenuo en ese primer instante del grito que en su transparencia es inaudible
para los mayores que están plácidamente ocupados en asuntos banales. El grito en
las sociedades del lujo y de los excesos no existe, y si proferido es sordo, sólo
gesto, espectáculo en el sosiego interno de un espíritu solícito para el clamor del
porvenir. Grito y vida van juntos. Aunque la vida tienda a la levedad, el grito
explora espacios innombrados
Todo es alcanzado en el ejercicio de un destino común. Es tensión en el arco y
la lira como nos lo recuerda Heráclito. Las palabras vibran desde el fondo de
claridades letales: por que el hombre al querer guiar su vida, real e imaginaria se
vive así mismo “dentro de un plano por principio distinto de aquel en que veo a
todos los demás actores de mi vida y de mi ilusión” (Bajtín, 2000:47).
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Yo no puedo verme, me oculto, una madeja me encapsula veladamente. Sólo el
otro puede verme, descubrirme; el lenguaje del otro es mi voz. Y sólo como en el
arco y la lira la vibración puede dar constancia de sus secretas opacidades, de los
fulgores íntimos que sugieren las ilusiones del hombre atravesada por el alma
colectiva.
Alegoría del tiempo colectivo en Pandemonium de Roman Chalbaud.
Roman Chalbaud es el cineasta más importante del siglo XX en Venezuela, su
obra filmográfica alcanza veintiún títulos (1959-2005), diecinueve trabajos para
televisión (1953-2005) y dieciocho obras de teatro, algunas llevadas al cine, (1952-
1998). Si se quiere, el trabajo de Chalbaud permite comprender el imaginario de la
Venezuela de los últimos cincuenta años. Un cine de amplio contenido realista y, al
mismo tiempo, de intensa expresión simbolista, como toda su obra: los males, las
miserias y las bondades de un pueblo que está en continua gestación, aborda, sin
embargo, desde el mundo ilusorio de la imagen cinematográfica la representación
del fervor del hombre nuestro. Chalbaud ha hecho en el cine lo que Rómulo
Gallegos en la literatura, la universalidad del venezolano.
Ìrida García (2007) – la seguimos en la mayor parte del presente apartado –es
quizás una de las más entusiastas estudiosas de dicho autor, en su obra: “Semióticas
del cine: El cine venezolano de Roman Chalbaud”, texto que abre posibilidades
para un acercamiento fiel a la personalidad y grandeza de Chalbaud, es un análisis
fílmico desde la semiótica que abraza múltiples referentes y su naturaleza
descriptiva es fuente de información de primera mano para futuras investigaciones.
En el caso de “Pandemonium, la capital del infierno”, la presencia del universo
alegórico es de extraordinaria consistencia estética y de ilusión que nos permite
entender los procesos del imaginario colectivo como un espacio en sí mismo
coherente y expectante, donde la realidad fecunda el mundo metafórico de las
40
barriadas caraqueñas (referente de situaciones análogas en el país y en
Latinoamérica), lo esencial no es la analogía sino la impresión de que dichas
imágenes calan en la mente del espectador al hacerle comprender que esta es una
representación del universo humano.
Hemos tomado como muestra las escenas de la llegada del agua no sólo del caos
sino de la catarsis estética que dichas escenas alcanzan desde lo mítico, del
desborde de la pasión como esperanza en la conquista de la vida. Es posible que el
humor sea en este caso la zarpa de la ironía, hacer evidente la Venezuela escindida
entre la opulencia y la miseria. Una ciudad de imágenes enfrentadas y, sin
embargo, revividas como una conquista del sueño. “…revelada con alegoría y
humor en la escasez de agua en el barrio. Cuando este líquido llega una mujer lo
anuncia y danza, todos se bañan en una fiesta comunitaria” (García, 2007: 215).
Es un intento de alcanzar los bordes del mito con posibles analogías en las
leyendas del medioevo, de los descastados, de los sin patria que, en la ubicuidad de
las sombras, el hombre intenta reconocerse, para no ser más un paria sino alguien
que vela y sueña y ve a lo lejos la tierra prometida.
El circuito semiótico, digámoslo con propiedad, la semiosis, está en la cascada
de metáforas que nace de una proxémica de la ilusión (valga la metáfora del agua)
que se inicia con la aparición de la mujer como un estandarte, sus giros representan
la imagen alada, del aire y los sueños, y dentro de aquella masa que se agita en su
alegría gris, ella con su abigarrada vestidura es una llama que enciende las pasiones
girantes del pueblo. Esta proxémica de la ilusión se constata en la promiscuidad de
los gestos y en el roce de los cuerpos, pero es una proximidad inocente, la algarabía
de la gente sustituye al diálogo. La mujer apela a lo emocional en el pueblo pues
llega como un ángel anunciador; un diálogo brevísimo entre Demetria y Evelio que
tiene en el centro la mirada extraviada de Hermes.
41
La semiótica, y sobre todo en cuanto se trata de la imagen, se ha interesado en
el estudio de la proxémica que nosotros resaltamos cuando participamos como
espectadores activos, aunque se piense en la pasividad del espectador adosado a la
butaca, la psicología tendría mucho que enseñarnos acerca de las pasiones internas,
el remolino de emociones que en la intimidad del espectador ocurren frente al film.
Esta semiótica “trata de analizar las disposiciones de los sujetos y de los objetos
en el espacio con fines de significación” (Greimas-Courtés, 1982: 325), estos
autores nos señalan la especificidad espacial de la proxémica y sus relaciones con
las semióticas natural, teatral, discursiva. Es en la metáfora del carnaval, donde el
acto colectivo es por excelencia proxémico: “la vida es un carnaval” sólo que en el
barrio es un instante que se prolonga, hasta que la escena cierra con Demetria
como símbolo de la balanza, del equilibrio, pues transporta dos latas de agua, como
si alcanzaran la inocencia de su propia justicia, en Hermes y Evelio. Es necesario
señalar la carga simbólica del nombre “Hermes”: el personaje mitológico y el
Hermes de Pandemonium, lento, caricaturesco y sin redención aparente, porque
Hermes “significa también “forma de perversión intelectual, que se encuentra en
todos los tipos de estafa, habilidad maliciosa, astucia y tunantería” (Chevalier-Gheerbarnt, 1988: 557)
MUJER (mito) PUEBLO (realidad) JÓVENES (esperanza)
42
Cierra la escena con un semigiro de los tres jóvenes hacia un lugar impreciso,
gradas arriba (metáfora del cielo en la escalera de Jacob). La escena se inició con la
llegada de la mujer (símbolo del heraldo) que bajaba por el lado opuesto trayendo
las buenas nuevas.
La conjunción de los géneros del cine y del teatro justifica el texto literario que
en esta parte del film alcanzan el espacio poético en un brevísimo tiempo. Las
imágenes son como los sueños, aparecen y luego se disuelven lentamente en la
memoria al revelar el sentido mágico de la ilusión en el cine.
El recorrido semiótico (ver modelo) cumple en esta escena su función didáctica.
El nivel diegético, es decir la historia, el texto literal con la aparición de la mujer
que anuncia la llegada del agua expande la narración con voces y gestos que arman
la proxémica colectiva de manera lúdica y fantástica, el fondo musical sirve de
atributo anagógico, es decir, un constante misticismo en la búsqueda de elevación,
de redención con la frase “llegó el agua, llegó el agua” repetida tantas veces como
en cascada. La visión ética y moral se alcanza porque en lo moral, las relaciones
materiales de vida, en este ambiente, se dan en blanco y negro ajustándose a un
maniqueísmo que se resuelve instantáneamente por la ilusión de una lenta
construcción de la felicidad.
Esta organización del texto fílmico es apropiado como material significante para
abrir el recorrido de la lectura comprensiva que proponemos en nuestro modelo,
materia significante donde:
“La imagen cinematográfica, por las propias características de su lenguaje, posee una gran carga conceptual. El vestuario, los gestos y hasta el lenguaje empleado por los personajes en un momento dado, además de dar autenticidad a una escena o a una determinada carga de realismo a lo que se pretende mostrar, pueden significar también, una diferencia de clase, de cultura o de ideología” (Pérez Villarreal, 2000:54)
43
El modelo en la mediación interpretativa
El modelo (tómese también con el significado de esquema con fines ilustrativos
en esta tesis), si lo hubiera para el arte, contradiría lo innombrable, es decir lo
especificaría, lo constataría. El racionalismo apela al método como un recurso para
alcanzar la verdad. La ilusión es considerada “la loca de la casa”, “el que vive de
ilusiones muere de desengaño”, la fantasía crea fantasmas, el poeta es un hombre
que vive en las nubes, la imagen aérea es connatural al error. Así la ilusión vendría
a ser la madre del equívoco, del subterfugio.
En el arte no hay nada que demostrar y mucho que constatar en el sentido de
una búsqueda desalienante. Existe una especie de inocencia en la poesía, Holderlin
la muestra como “el más inocente de los menesteres” (Heidegger, 1973) al
coincidir con la existencia de un oficio y de una interpretación marcados por el
diálogo.
Al proponer un modelo semiótico lo hacemos desde la conciencia de saber que
no hay modelo posible para explicar o interpretar a la poesía como un producto.
Porque, como veremos en adelante, nuestro esquema más que modelo, sólo es una
referencia, una guía en el tránsito de comprensión del texto que puede ser útil en la
medida que no sustituya a la obra sino que su función es mediadora entre el docente
y el alumno. Como bien lo aclara Davidson (1995:250) refiriéndose a Frege “cada
término referente tiene dos (o más) significados, uno que fija su referencia en
contextos ordinarios y otro que fija su referencia en los contextos especiales
creados por los operadores modales o los verbos psicológicos”.
Desde el punto de vista operacional constatamos el porqué la lectura se vuelve
inextricable en lugar de un cielo despejado: se debe a que los procesos de imaginar
no han sido activados en el lector, y se mantiene en una especie de tierra de nadie.
Lo que parecía en un principio claro como un día primaveral, se torna tormentoso y
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terrible, las palabras que pudieran salvarlo, son ráfagas de la tempestad que lo
alejan de la costa, es como el joven en el ensayo de Salinas: “¿que al querer
explicarse, es decir, expresarse, vivirse, ante nosotros, avanza a trompicones,
dándose golpazos de impropiedad en impropiedad, y sólo entrega al final una
deforme semejanza de lo que hubiera querido decirnos?” (Salinas, 1996:266)
sufriendo al no poder adentrarse en el mundo de las palabras.
Los análisis contemporáneos aplicados al discurso tienen sus epígonos, entre
otros, en Roman Jakobson (1974), Tzvetan Todorov (Los géneros del discurso,
1996), Teun A. Van Dijk (Texto y contexto, 1998), Jungen Habermas (Textos y
contextos, 1996), George Gadamer (Verdad y método, 1977) y M. Bajtín (Estética
de la creación verbal.1997), todos de inapreciable valor, sólo que en nuestro caso se
trata de un modelo simplificado de comprensión más que de análisis. Nos hemos
remitido a Nicolás de Lira en sus aspectos: literal, alegórico, anagógico y moral; y
en Charles Peirce: interpretante e intérprete, a las nociones del habla de Saussure
denotación y connotación.
Cuando traemos a nuestro tiempo a Nicolás de Lira –hombre del siglo XII, sus
escritos estuvieron centrados en el discurso bíblico y sus posibles interpretaciones–
lo hacemos confiados en que esas cuatro representaciones del discurso son un
centro y fuga de la comprensión textual. Centro porque el sentido literal (como
materia significante) es el marco donde las palabras guardan silencio, sólo se
muestran, no están vestidas, lejos aún de las sensaciones no pueden ser redimidas ni
sentidas, no hay emociones. Significan cosas. Pero estas cosas todavía no están, se
muestran en ausencia. Es materia significante.
Para un lector que se inicia, y es lo más frecuente en los estudios de pregrado, se
enfrenta a un salto mortal, como si estuviera ante una lengua extranjera. El salto
mortal lo constituye el descubrimiento de la metáfora (el ámbito de la alegoría, y,
45
en sentido general, el mundo tropológico donde las palabras giran, son “Signos en
rotación” (Paz, 1974). Ese nivel de significación estalla en la conciencia naciente
como un triunfo de las representaciones tropológicas. En el caso literal estamos en
presencia de un interpretante individual, atrapado en la opacidad del signo
denotativo y, en la interrogante de su ocultamiento, descubrimos que no está vacío
de contenido.
Las figuras alegóricas aparecen en la mente del intérprete como interpretantes
sociales. Las metáforas son los conectivos entre el mundo real y el imaginario, y
no es suficiente decir que éstas son un giro del lenguaje, una suplantación de las
reglas del orden gramatical, sino que es un juego elíptico de energías donde la
conciencia cumple su mejor destino. Esta es una apelación al sentido revelador de
la metáfora, ilusión de un chispazo donde se abren puertas y ventanas en la mente
del lector y comienza la vida en el hervor de las palabras.
Esta luz puede tener dos direcciones: la altura, donde la naturaleza muestra su
complicidad con lo viviente y su historia, es decir, el alma colectiva
reconstruyéndose en un continuo ontogenético, y la otra, hacia lo subterráneo, que
horada la conciencia de la intimidad anagógica que, por un lado es colectiva y al
mismo tiempo centro individual porque se trata ahora de una búsqueda de un
sentimiento de elevación, como una propuesta de dignificación de encuentro con
Dios y, al mismo tiempo, de elevación ética del hombre en los contenidos
educativos.
La imagen ilusionada es anagógica (Ferrater Mora, 2004): deifica e introyecta
los valores del otro, los trasunta hacia el universo cerrado de una ceremonia donde
los dioses ilusionantes tienen las alas de cera, Icaros ante la luz del sol son
devueltos a la tierra, pero como han tenido la imagen del vuelo, aman el fulgor de
otros soles.
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Finalmente en el proceso del modelo en cuestión, el ámbito moral es donde el
hombre se afirma en las costumbres y maneras de comportamiento frente a los
otros, del legado de la humanidad se internaliza y proyecta en el sentido ético, se
puede observar cómo la ética en su finalidad de perfección y consolidación de la
infinitud en el hombre. Lo anagógico y la ética, inscriben los valores de una
búsqueda superior.
Ahora bien, todos estos interpretantes no aparecen solitarios en la conciencia.
Lo diremos de esta manera: en los discursos hay una potenciación de situaciones
que se interrelacionan sin que ninguna está ausente en el análisis y, no es necesario
recalcarlo, sólo una de ellas cabalga sobre las demás de acuerdo a la intensión del
emisor y las posibilidades (competencias) del lector frente a la materia significante.
Señalamos con Todorov (1996) que se trata de procesos de significación y
simbolización. La lectura siempre será en su sentido literal referencial y a partir de
lo que hemos llamado materia significante la conciencia comienza a abarcar
espacios de integración y expansión entre el texto y la experiencia del lector que
pudiéramos aceptar como contextos situacionales.
Un ejemplo sencillo lo da el mismo Todorov (esquema que reproducimos a
continuación para abundar en las consideraciones que venimos haciendo en
atención al discurso), donde se presentan tres niveles: el modo o historia ( su
descripción); el tiempo (el orden de los hechos o acciones) y la visión (la
deformaciones del “reflector” del relato): “Los relatos describen, no el universo del
libro mismo, sino ese universo transformado, tal como se encuentra en la psiquis de
cada individuo” (Todorov, 1996:97,98)
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1. Relato del autor 4. Relato del lector
2. Universo imaginario 3. Universo imaginario evocado por el autor construido por el lector
Observamos en nuestro modelo cómo los elementos propuestos por Lira y los
interpretantes de Peirce confluyen hacia una misma comprensión del discurso.
Cada uno de los integradores del modelo está abierto a procesos de cognición,
metacognición y transcognición.
Entenderemos por cognición el proceso del hacer, de construcción del
conocimiento de manera dialéctica, una forma de co-responsabilidad que atiende a
una exploración de los signos que hacen posible la comunicación. Metacognición
es la aplicación del conocimiento adquirido, con base en un saber que ofrece una
nueva visión del mundo y, finalmente, hemos agregado un término, con el riesgo
que ello implica, en el sentido de transcognición-intracognición que supone una
interiorización y una transvaloración de la vida que marca al ser. La cognición y la
metacognición, si se quiere, son externos, obedecen a una pragmática, mientras que
la transcognición-intracognición consolida al ser como voluntad de la existencia.
La cognición es el proceso mediante el cual aprehendemos la realidad, es una
praxis que ofrece la posibilidad de comprender el lenguaje en los actos del habla,
en una bidireccionalidad de los contextos. La metacognición que es un saber, al
mismo tiempo origina una praxis inédita, no sustituye lo aprendido sino que es
potenciador de nuevas imágenes que, originadas en el alma colectiva, tienen el
sello del individuo y, finalmente, forjan un ámbito superior, es decir, ya no
pertenecen a un colectivo ni a un particular, sino a la humanidad toda.
48
El modelo es una oportunidad holística, es decir, integradora de saberes cuya
clave esencial es el diálogo. El modelo es una ilusión encantatoria que hace del
conocimiento una puerta abierta a los mundos posibles y desde sus interrelaciones
se difunde la luz necesaria a la conciencia.
Lite
ral
Mat
eria
sig
nific
ante
Alegórico
Anagógico
Ético/Moral
MODELO SEMIÓTICO DE LOS PROCESOS COGNITIVOS ESTÉTICOS
INTERPRETANTES CULTURALES
SERTRANSCOGNICIÓN
INTÉRPRETE
Den
otac
ión
Todo proceso cognitivo constituye una praxis social y una mitopoyética de fuerzas en tensión
Estos procesos se presentan en una relación dialógica:cognición (hacer) y metacognición (saber), hacia el (SER)
como transcognición
Imaginario colectivo
Elaborado por: José Francisco Ortiz
50
EL ARCO Y LA LIRA
Sólo desde la perspectiva de lo distendido, de lo distorsionado las palabras
tratan de alcanzar a las cosas, de hacerlas visibles y lo que hacen es ocultarlas con
un nuevo velo, sólo así se enseñorea el lenguaje (Heráclito, 1980: 243/Fragmento
51), y se hace visible instantáneamente para retornar a la casa del ser (Heidegger,
2005) que es su verdad. Quien abre la casa del ser, se aproxima al deslumbramiento
de las palabras. Palabras todavía vírgenes, impolutas, que no han sido designadas.
Están en el aposento de la ilusión. El hombre que se acerca y quiere entrar, enmarca
las palabras, y al enmarcarlas abandonan el mundo ideal y son como el ángel caído,
ya sin posibilidades de ser verdad. Las puertas de retorno al paraíso se han cerrado.
Babel es confusión de lenguas propiciatoria de ilusiones. El hombre es el
artesano de la lengua (segundo grado de la verdad en Platón) prefigura la realidad,
el acontecer; inquiere acerca de todo cuanto ve, acerca la memoria y calca el
recuerdo. El paraíso es un lugar para la nostalgia, Babel es la existencia en su
plenitud, la libertad de ser terrestre, de ser hombre, sólo queda del ángel la ilusión
de lo aéreo. La levedad perdida en el mundo, anidada en el corazón con batientes
alas sobre las áureas esferas de la ensoñación.
Es posible que exista un umbral por donde se mueve la lengua poética, como un
inicio y un límite que es percibido sensorialmente en el nivel del poema, y al
mismo tiempo lo rebasa, donde las partes que están inextricablemente unidas al
texto, convengan en tantas interpretaciones como lectores concurran al mismo.
La poesía una y diversa, riesgo de la palabra, encuentro y extensión
(proyección), condensación y expansión de pulsiones y latencias que sobreviven a
la mirada, riesgo de espera y desagregación de la fuerza de la costumbre: páginas
de un libro del cual aún no tenemos referencias; páginas en blanco que ya han sido
elaboradas pacientemente en la memoria. ¿En qué instante de esa fugacidad del ojo
51
ve lo que no ve, copia lo innombrable y soporta sobre lo abisal para que la
existencia sea posible? (Platón, 1969: 446). ¡Cómo es posible entonces que lo no
referenciado esté ya en la memoria sin que el ser haya sido informado, y sólo por
el lenguaje se hace visible! El alma inmortal tantas veces renacida lo ha aprendido
todo: “La poesía cruza la tierra sola, /apoya su voz en el dolor del mundo/y nada
pide/ni siquiera palabras” (Montejo, 1997:18)
La poesía es estremecimiento, luego levedad: Quietud y vértigo como dos
fuerzas en tensión en búsqueda del hombre. Antes que materia es forma; antes que
forma, esencia avanzando sobre lo intangible. ¿Quién nombra por nosotros en
virtud del lenguaje, las palabras? Estas nos son ajenas y vienen como huéspedes
irredentos al lugar de las sombras. Los ojos ven, las palabras miran. Así, en la
lengua, “las palabras se van puliendo al rodar entre los hombres, como las piedras
de un río, y las que perviven resultan a la postre las más estimadas por el alma
colectiva” (Montejo, 1983:67
Estamos en la certeza de una inquietud que nos hace visibles. ¡Todo es efímero,
incluso las palabras que nos adhieren a la vida! El hombre anda entre ríos de
sombra. Los sueños pueden ser ilusiones arrebatadas a la cotidianidad, depuradas
de la psiquis que anhela estar en el mundo sin otra condición que la del soñante
porque el lenguaje onírico cancela las opacidades, en búsqueda de la cifra,
inútilmente.
Fernando Paz Castillo nos aproxima a esa verdad huidiza junto a una tierra de
cristales rotos de la conciencia, conciencia fenomenológica del no poder constatar
la unidad en la diversidad de la naturaleza y del hombre mismo que intenta
acercarse al mundo. Tensa y opone la luz con lo blanco, la pureza, lo nítido frente
al rojo, como vida, fulgor y ocaso. Principio y fin de la conciencia como una
mitad que no sabe dónde está la otra parte para cerrar el símbolo y anunciar la
52
verdad. Conciencia dolorosa que asiste al parto del mundo. “Nadie sabe si el blanco
es blanco, /ni si el rojo es rojo. /Nadie sabe en su íntima conciencia
dolorosa/asustada de su propia inhumana trascendencia/qué es verdad, en lo que es,
de la verdad” (Paz Castillo, 1986:175)
Esta llama encadena y libera. Encadena porque hace posible la creación
estética; libera porque lo humano descubre en el abismo de las intuiciones que
alguien dentro de nosotros escribe sin descanso. En esa vastedad de sombras, una
debe de imponerse. Una sombra que aspira a lo alto, enseñorearse en el tránsito de
ser guía a las que ceden el paso. Rumorear el fervor de una canción futura para que
la vida continúe, signos en rotación, girando en el imaginante, sin término y sin
reconciliación con la poquedad de lo que le ha sido otorgado.
En la literatura, en su proceso creador, está la grandeza y las miserias de una
pasión. Sólo es posible vivir en las palabras. Y aunque la pasión por la desmesura
insista sobre el largo camino de las sociedades humanas, es casi seguro que nunca
hayamos renunciado a los recónditos temores que surgen del poder de las palabras.
Nunca el humano vivir dejará de insistir en los asuntos del lenguaje por más que
toda aproximación alcance ciertas convenciones para la comprensión de lo que
inútilmente nos vemos obligados a caracterizar como realidad frente a lo
imaginario. Esto último término intenta significar más de lo que nombra, y,
ciertamente, sólo termina siendo huidizo y fragmentario
El lenguaje es una de las primeras pasiones. Conquistar el mundo a partir de las
palabras comprueba que nuestras acciones están cimentadas en las imágenes
nacidas al calor del entorno familiar y se extienden perviviendo en el encuentro
social. La mayor gratificación ocurre cuando comprobamos que todo el marco de
ilusión de nuestra infancia tiene sus correspondencias con nuestros semejantes. Es
decir, nos entendemos en la comprensión que les otorgamos a los otros.
53
Este acercamiento a los signos en tensión obedece en primer lugar a la
ensoñación que se forja en los remedos de la infancia, al surtidor de la lengua
fluyente de encadenamientos, de insólitos sonidos que se transmutan en imágenes
y, finalmente, en cosas, y éstas en imágenes de cosas difundidas en eterna
recurrencia para que estemos en el mundo. En segundo lugar, a una verificación de
las huellas que la poesía y literatura venezolana de nuestro tiempo es consistente
con esta idea que tenemos del acto creador, y cómo se arraigan en nosotros con sus
filiaciones, incluso aquellas que son incontrastables porque la lengua las ha
encriptado en el alma.
Sólo intentamos persuadirnos del abandono sin tedio y de cierta afinidad con
otros autores, de las proximidades y correspondencias que suscita la lectura de sus
textos. Y no se trata solamente de verificar las miradas pluriseculares sino de una
visión centrada en la topografía solar. En todo caso, consignar el dato de una
emoción que trasciende lo meramente material y psicológico para adentrase en el
vértigo de las ensoñaciones primeras, cómplices en la ocultación y revelación de
nuestras percepciones. (Bachelard, 1966)
Las palabras raramente rebotan en el vacío, cumplida su función representativa,
implican una promesa viviente de la lengua; por ellas se escurre como blanda resina
el color, el sabor y el ritmo de los pueblos. Hay recurrencias, variaciones sobre un
mismo tema, que acuden sin cesar en la literatura, que intentan aproximaciones
entre la forma y el fondo. Nada más impreciso.
Las explicaciones acerca de la naturaleza de las palabras no pueden ser más que
denotaciones, expresiones que el diccionario señala en su existencia. La palabra es,
nos dice. Y parece que todo acaba en el territorio de la literalidad, y, sin embargo,
un mundo bulle desde la imagen para que las palabras no sólo sean sino que no
sean. Y es por esta negación que el lenguaje se apoya en la conciencia del hombre.
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Hace algunas cabriolas, retoza y salta hacia lo imprevisto, huye de la cosa, y libre
se hace sustancia, forma alada, plasticidad enseñoreada sobre la cotidianidad para
que las palabras sean la trabazón de puentes colgantes que hilos tenues equilibran
sobre el vacío y sólo el lector constata en sus nudos y en sus oscilaciones.
Hablamos entonces de intuición, de contemplación, de inspiración, de
interpretación, de experiencia estética, de lo original del estilo: situación entre la
ciencia y el arte, atravesada por un orden epistemológico y que sólo se resuelve
entre la mano que escribe (pulsa, esculpe, pinta, por decir lo menos, entre tantas
tareas humanas) y los ojos que gravitan sobre los textos.
En este sentido la intuición es una visión directa opuesta a la abstracción y al
discurso, pero que sirve al discurso, “Sea cual fuere el modo cómo un conocimiento
se relaciones con los objetos, aquel en que la relación es inmediata y para el que
todo pensamiento sirve de medio, se llama intuición” (Kant, 1967: 171). Los
objetos devienen en la poesía como acto emotivo, espiritual sin racionalización,
ésta en todo caso es posterior, aquella (la intuición) es iluminación por obra de la
poesía. Luego puede ocurrir la contemplación como un ensimismarse, un volcarse
hacia adentro con todas las filiaciones externas para hacerse uno en la distancia y
en el tiempo. La contemplación es intuición de la duración, de la quietud. La
contemplación abre cauces a la inspiración que anhela la armonía como una
conquista de lo absoluto, a un ser que reside en la belleza o en la verdad y que por
su esencia espejea desde lo ignoto. Sus brillos o sus lados de sombras propician una
experiencia estética como sólo se puede lograr en el poema.
No ocurre lo mismo con la interpretación. Lejos de las palabras hacedoras de la
vida, interioridad del arte y del compromiso del artista, desde afuera, anda a sus
anchas en el mundo, ordena y clasifica. Es el mundo de la razón que no espera
porque todo está medido. Aquí no hay tensiones posibles. La flexibilidad se
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materializa en un orden donde el lenguaje es “conciencia vigilante que recuerda y
avisa” Hjelmslev (1974:12),
Entre las motivaciones y las representaciones el individuo se forja su tránsito
en la sociedad. No son todas estas singularidades mezcla de ensoñaciones hechas
en la vigilia, ellas se dan cita en el prodigio del arte única y sensiblemente como la
flecha que antes de atravesar perfectamente el blanco hace posible la
comunicación: en cada vibración hay un nuevo reposo y una exaltación. Imágenes
entrecruzadas, acercamientos oníricos en el acto de recomponer la vida.
La comprensión de un texto no sólo debe ser abordada desde los límites del
diccionario para llenar espacios de significación en la mente del lector. Espacio
que evidentemente no puede ser suplido por la descripción del concepto. Esta vía
pertenece a la semiótica pues su finalidad es integrar los espacios de la realidad
(verdad), de la memoria (ilusión), en el reconocimiento del lenguaje en sus
cualidades semánticas, revelación de las palabras en la construcción del imaginario.
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LA TENSIÓN POÉTICA (REPRESENTACIÓN Y MEMORIA)
En toda aproximación a la obra de creación artística es evidente que optemos
por considerar dos niveles: la representación (espacio) y la imaginación (memoria).
Todas aquellas cosas que se nos muestran como una estructura están marcadas por
la evidencia de la figura sobre un fondo real, pertenecen al pensamiento; aquellas
cosas que devienen por fuerza del recuerdo o que insufladas de la emoción o
surgidas de un acto intuitivo permanecen como imágenes originarias, pertenecen al
mundo del arte.
La literatura es un compendio de diversidades no exentas de confrontación,
asimilación y reintegración de los conflictos conquistados por la palabra cuando
adquieren un compromiso superior que enaltece la cotidianidad transformándolos
en un sistema de vivencias para la vida. “Quienes nos invitan a la tierra de la
utopía se valen con frecuencia del más atractivo croquis para pintarnos su paisaje.
(…) Puede decirse que la índole de su empeño lo convierte en un cartógrafo de la
esperanza” (Montejo, 1996:71). Estoy tentado a pensar que Montejo vaciló unos
instantes antes de colocar la palabra esperanza. En un momento sobre la página
calzaba la palabra ilusión, sin embargo como tomada de la caja de Pandora la
esperanza se abría victoriosa sobre el texto.
Una atenta aproximación al acto creativo pasa por reconocer la insistencia del
fervor lúdico de la imitación y de la reacomodación de los objetos de la niñez en la
estructuración de la conciencia. Así se perfila, desde los primeros años de vida del
individuo la comprensión del mundo real en consonancia con los mundos posibles
que van formándose en el proceso de maduración.
Entendemos este proceso de maduración como la más formidable de las
ilusiones, porque justamente las representaciones van prefigurando la memoria, en
58
la tensión esencial que tiene en el pasado el recipiente del porvenir, las primeras
palabras se mueven en torno al naciente mundo ilusivo. Hemos insistido en el espacio superior de la imaginación no sólo para la
representación onírica sino para la comprensión de los actos lúdicos, y cómo son
proyectados en la madurez en la obra artística. Incluso los recuerdos asentados en
el folklore, las tradiciones orales que marcan los hitos de la identidad fluyen sin
cesar, como una red de miradas que convergen y divergen del mundo originario
que todos llevamos dentro.
El concepto de diálogo recupera desde los planos semánticos los integradores de
esa opacidad. Mezcla extrañas de armonías en el espíritu del poeta. Se dice
coloquialmente que la luz marcha sobre caminos de sombra y, ciertamente, no es
inútil esta aseveración que hace del logos su morada en la conciencia de la vida.
Que hace del lenguaje la morada del ser (Heidegger, 1995) y al mismo tiempo
lenguaje comprendido (Gadamer, 1977) Retraído del vocerío de la soledad, el
hombre quiere alcanzar un punto intermedio límite y extensión de su existencia.
Punto de inflexión. Caos y armonía. Y sólo puede lograrlo por el lenguaje. El
mismo es lenguaje, silencio y grito, fugaz y retenido, doble y unánime en su
individualidad.
Encontrar la voz, la palabra que llega desde algún lugar muy adentro de lo
humano, ha sido una constante en el hombre, desde la destrucción de la torre de
Babel, el orden celeste sólo era propicio para los ángeles, lo humano estaba
reservado para lo terrestre para lo raigal y perecedero, nacía la primera de las
ilusiones: la metáfora de la altitud (Génesis, 11:1-9) y por analogía la metáfora de
la profundidad, de lo circular y sellado
Sólo, entonces, era posible alcanzar lo celeste a través de Jacob: “Y soñó: y he
aquí una escalera que estaba apoyada en la tierra, y su extremo tocaba en el cielo; y
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he aquí los ángeles de Dios que subían y descendían por ella” (Génesis, 28:12). La
imagen de la escalera y los ángeles son propiciadores de la revelación: altitud y
profundidad son ilusiones espaciales, Dios está en el centro del hombre, acampa en
los sueños y los ángeles viven con los mortales sin ser tocados por éstos.
En Sócrates (1969), el Daimon es una fuerza que impulsa y arrastra según sean
las virtudes y sus espacios de verdad y de imaginación. Las palabras que nos
llegan desde esa voz son como los hilos de un telar (Goethe, 1963), el tejido
narrativo (Pitol, 2007) o de inconsciente productor (Eagleton, 2005), se piensa en la
voz interior del autor, otros en la voz del lector como si se tratara de un lienzo
sobre el cual gira la mirada. En la voz interior del lector, sumergida en la llama
fugitiva de la lengua, la realidad se construye a partir de la lucha entre la cosa y el
lenguaje. Cuando el lenguaje se deja arrobar por la cosa hay una fatalidad, una
reificación de la vida, que anula el campo luminoso de las palabras, en cambio
cuando el lenguaje toca tangencialmente a la cosa, hay un despertar del sentido en
aquella que sólo es posible en la metáfora. Bachelard (1965) ve en la cosa la
expansión del sentido como rebote hacia el sujeto, reitera el tránsito dialéctico de
las representaciones.
Las ilusiones pertenecen a ese espacio y configuran el alma apasionada. Un
espacio si se quiere esférico, iluminado por destellos episódicos en la percepción.
Percibimos lo que es mostrado ante nuestros ojos, la visión es un cielo de
relámpagos en la oscuridad de la noche, subyugada por la indiferencia de lo
mirado. Es un centro absorbente, girante, centrípeto nunca es una fuga. Es una
alerta flexible sobre el cual un temblor es retenido en reverberaciones, armonías de
un Orfeo futuro. El alma es quebrantada por aquello que prefigura: “En el alma
distendida que medita y que sueña, una inmensidad parece esperar a las imágenes
de la inmensidad.” (Bachelard, 1965: 243)
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El texto de Bachelard es la expresión de la intimidad del espacio invertido, ya
no es la altura sino la profundidad por eso las imágenes ilusionadas reposan en un
espacio cóncavo: el nido es la mitad del cielo, arriba; la otra mitad pertenece a la
tierra y aunque no necesita nombrarlo, el árbol es donde se construye el nido, es un
astro en el orden de las ramas. La metáfora es fugaz pero lo suficientemente
poderosa como para contener la imagen del lenguaje y del proceso creador:
ensueño y revelación. Sólo nos alejamos de la materialidad de las cosas para que
los ojos internos puedan ver.
La imaginación es el origen de una liberación (Durand, 2004: 42). Si seguimos
el discurso de Durand veremos cómo más allá del imperialismo del psicoanálisis
por categorizar la represión/agresividad, la imaginación es una complementariedad,
un acuerdo entre “los deseos y los objetos del ambiente natural y social” es posible
que ésta (la imaginación) sea el tamiz de la conciencia. Circe no puede arrancar a
Ulises del imaginario de Itaca, del simbolismo de la tierra de sus parientes y del
halo que lo envuelve como hombre prefigurado a lo terrestre, enraizado a sus
pertenencias primarias, a su razón de ser, imposible que Ulises quisiera ser un dios
y vivir eternamente del ocio y de la vileza de éstos. Bien sabido que los dioses no
tienen historia Y Ulises comprendió que la verdadera inmortalidad está en la
memoria de los hombres.
En la literatura venezolana, Andrés Bello canta el sueño de lo raigal. Es un
inventario de las posesiones que el hombre aún no asume atraído por el festín de lo
foráneo. Ese es un poema emblemático que está cubriendo la piel de la identidad,
más como un degarrotipo para curiosos que un magma vital. Y no es porque el
poema no tenga la fortaleza que le insufla nuestro gramático y que carezca de la
plenitud de la palabra poética. Es que no ha sido leído suficientemente.
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No es de extrañar que mucha de la obra de Rómulo Gallegos espera su hora
estelar por parte de la crítica. Marcos Vargas, por ejemplo, construye las visiones
del alma venezolana, sus mitos y sus ilusiones. Se aleja del discurso hacia el
reverso de la memoria, y busca su parentesco vegetal en una transformación con la
naturaleza. La fuerza que ésta imprime a su espíritu es más poderosa que todo
cuanto pueda atarlo a la civilización, y no se trata de una barbarie, de una atracción
tribal sino de una cosmogonía introyectada por la pasión de lo natural, desbordada
si se quiere, por anulaciones consecutivas.
Marcos Vargas vuelve al vientre materno. Descubierto y encubierto por esa
misma fuerza es liberado hacia el interior de sí mismo. Aymara es la fuerza
engañosamente apacible de la selva, su morosidad en lo verbal se acrecienta en
mantener las filiaciones del mito, aprisionando las huellas de Marcos Vargas con
“casimbas disimuladas en el monte” (Gallegos, 1977:560)
El continente de la casimba, modulado por la forma de útero-recipiente
encapsula las huellas de Marcos Vargas, contiene en el hervor de las raíces todos
los ecos del porvenir, las resonancias de un mundo posible como alegoría de la
gestación. Aymara, amante y genitora al mismo tiempo de la oquedad sin término
del Ventuari.
Coincidimos con Durand (1971) y Norbert (1994) en que la conciencia dispone
de dos maneras de representación. “Directa, cuando la cosa parece presentarse ante
el espíritu como en la percepción o la simple sensación. La otra, indirecta, cuando
por una un otra razón, la cosa no puede presentarse en carne y hueso a la
sensibilidad” (Durand: 1971: 9), es decir: el recuerdo y la imaginación en cuyo
caso hablaremos de representación. Autor y lector se emulan en el espejo del
idioma. La escritura navega por las venas del imaginario y ambos son solidarios de
una misma representación. “El lector, incluso el lector desprevenido que se acerca
62
a las palabras, es marcado por ellas” (Ortiz, 2005:7). En el mundo concurren
similitudes: lo concentrado se expande, lo expandido retorna al centro del signo, y
se disuelve para abrirse en una nueva forma. La poesía se explana en una
confesión, por ratos esta confesión se ausenta en los blancos del poema, y luego su
alarde de palabras es una sinfonía inconclusa porque la especificidad del lenguaje
está en no cerrar las significancias.
La levedad es un aligeramiento del peso (Calvino, 1988:30). Una metáfora. La
humedad de las palabras, es en sí misma una manera de alcanzar esa levedad en el
agua, incluso en el agua del río o de la lluvia porque el aire antes de la borrasca, es
alígero dardo atravesando la noche para anunciar el amanecer. Cuánto de ello no
hay en la poesía venezolana, abrillantando sus espejos para engañar a la Medusa.
Un mito del Alto Cuyuní nos propone una imagen de la levedad que,
ciertamente, es fecunda no porque los elementos que integran la historia y el
vértigo de la lucha así lo insinúan, sino por la circularidad del texto propiciada por
la presencia inesperada de un pájaro y su desenlace. Escuchemos el mito:
“… en cierta ocasión, cuando menos lo esperaba, el extremeño Torre de Aldana se tropezó con el decidido Tapiaracai. Ambos en ese instante de hallaban sin acompañamiento alguno, y la selva “cuyunesa” era por demás tupida y opaca. Sin perder un momento, la espada relució en la mano del conquistador. La macana de Tapiariacai asimismo se alzó con violencia y coraje. La lucha se acrecentó de esta forma sin vacilación alguna. Los dos hombres resultaban igualmente fuertes y ágiles. Pero de pronto el español fue agredido inusitadamente por un ave de grandes dimensiones que hizo firme presa en su cuello. Era un paují de azuloso color y férrea contextura…” (Antonio Reyes, 1959:1255).
Detengámonos unos instantes en las expresiones: tupida/opaca, violencia
/coraje, fuertes/ágiles, azuloso/férrea, y espada/macana. Notaremos de inmediato
que tales expresiones designan planos de oposición pero solidarios en el conjunto
de la acción: conquistador /indígena, paují/ (azuloso/férrea). La levedad surge de
63
la opacidad de la selva/ azuloso color del paují. La opacidad es grave, es densa; el
azul es leve, luminoso. Nos interesa la lucha, el encuentro de fuerza, el peso
girante en medio de la selva, aunque todo revele una intención de levedad, porque
el paují, armónico con la selva y guardián del mito, ofrece una compensación de
libertad.
Hay otro poeta esencial, Juan Liscano socava los territorios de lo innombrado,
es un ser del légamo, de los remolinos de su conciencia estética donde gira la
palabra y la vuelca en el horizonte del recuerdo, anunciación y finitud para una
compleja visión del hombre venezolano, reiterativo en la nobleza de la lengua,
dominador de la materia, del peso, de la intensidad terrestre y de las fuerzas que
abaten al hombre en la naturaleza en riesgo de ser escindido por la palabra.
“Animalancia” es una zoología fantástica, un despertar de fuerzas hirientes en el
barro, es una génesis del asombro del hombre que despierta desolado y se empina
hacia el cielo firmamento, hombre ilusionado de su evolución. El poema es lentitud
de vástagos y sombras que aspiran a la luz, y, ciertamente, erizado de tinieblas la
claridad es el asombro primero.
“Remolino de vacíos/precediendo trombas brumas/fuegos diluviales/hielos derretidos/Hierve el barro de larvas y renacuajos/Peces mutando en reptiles se asoman temerosos/hasta en un trepar y regresar al agua (…)/ con estos vencedores del tiempo/en quienes saludo a mis ancestros” (Liscano, 1976: 7)
Reconocemos, entonces, que más allá de las palabras que insisten sobre las cosas
nombradas, en todo creador pervive la ilusión de materializar las formas aladas,
justo en el nivel de las representaciones del lenguaje, y se amparan en su mejor
forma en los sueños. Lo cósmico sigue afuera como un espectáculo en vértigo ante
los ojos como la única manera de configurar el barro genésico de lo humano.
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ALQUIMIA VERBAL: UNA MIRADA A BRICEÑO GUERRERO
“El discurso de J.M. Briceño Guerrero es metafórico, despoja a los significados de sus significados propios y los traslada al interregno, donde la experiencia e imaginación del escritor fraguan el otro significado que será completado a su vez por la experiencia e imaginación del lector”
(Freires, 2004: 49) “Amor y terror de las palabras” (1997) es un texto armado de claves desde el
epígrafe de Heráclito, la justificación de un prólogo que establece distancia con el
autor y el enunciado narrativo (poético) frente a las ideas. Aunque se trate del
mismo autor, pues quien escribe el libro y el prólogo es el mismo Briceño
Guerrero, en la corriente de la vida, es decir, el tiempo como río, dos imágenes que
se superponen en la distancia: el niño y el anciano.
Sin embargo, justamente ambos espacios no son compartimientos estancos o
que obran aisladamente como si el hombre no fuera una unidad en sí mismo; es
natural que Briceño Guerrero en “Amor y terror de las palabras”, como todo
creador, trabaje en dos niveles. Y aunque insista en lo fático de su relación con la
signatura del mundo, obre más en las proporciones de una poética subyugada por
la ilusión.
También el nombrar los capítulos con letras hebreas lo hace arma eficaz contra
los cielos de la costumbre. Se trata, en efecto, de un hombre de cultura sólida que
no va solo al encuentro del niño que está en la otra orilla del río, esperándolo en el
reino. El discurso se abre y discurre desde la sapiencia, desde la cosa conocida
como práctica de la racionalidad que bordea la dimensión temporal del recuerdo
(reminiscencias) hacia el orbe mítico de los lugares cercanos a las primeras
experiencias: los seres familiares, los amigos, la naturaleza en su plenitud vegetal y
mineral; la escuela, los libros y las palabras.
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Lo normativo y la libertad son aprehendidos lúdicamente por el lenguaje. por él
se diferencian el hombre y el animal. Heráclito nos da la primera pista “El tiempo
es un niño que juguetea, tirando a los dados: del niño es el reino” (Cappelletti,
1972: 91). ¿Por qué el narrador encubre con un enigma la entrada al espacio del
recuerdo? Tiempo y eternidad en la vida del hombre intentan abrirse paso a través
de la “región más transparente” en el oficio de hilvanar la memoria para conquistar
otros espacios, donde el escritor es su propia transparencia en el tablero donde
ruedan los dados.
La signatura: los signos, las palabras (las que encubren, las que brillan como los
celajes bajo el temblor de la luna, las que inventa y lo crean en el instante vegetal
de una magnolia redonda y serpeante en el jardín de la infancia); la signatura del
cuerpo en el fulgor exacto de las manos que recorren un nuevo discurso en el terror
del verbo liberado: la conveniencia insiste sobre las huellas que los ojos inventan
(Foucault, 1997)
Una tríada converge y se difunde a lo largo del texto: Tiempo-narrador-reino.
Tiempo y reino están fundidos en la conciencia del narrador que sólo aspira al
encuentro del absoluto desde la lengua hebrea (las marcas designan los capítulos),
pero no es todo el alfabeto; sólo algunas letras y sus transformaciones: la
arquitectura de la creación reside en Alef-bet. Alef. La primera letra, la semilla y la
vastedad del bosque.
La fuerza primigenia, el descubrimiento y la fatalidad. El buey “símbolo de
bondad, de calma, de fuerza apacible; de potencia de trabajo y de sacrificio”
(Chevalier-Gheerbrant, 1988: 202) El juego múltiple en el cuerpo y la lengua en
construcción de la vida que retorna siempre del lado más oscuro, al principio donde
las aguas (el líquido amniótico) en el mundo superior comprueba la presencia de
Dios y, al mismo tiempo, las aguas terrenales (en la humedad del aire) separadas y
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unidas son liberadas de la terrible sujeción de las formas para alcanzar el punto
esencial de la imagen.
“En palabras fui engendrado y parido, y con palabras me amamantó mi madre.
Nada me dio sin palabras” (Briceño Guerrero, 1997: 13) nos remiten a los fulgores
del Salmo 139 “Pues aún no está la palabra en mi lengua, y he aquí, oh Dios, tú la
sabes toda” y, también, la posibilidad del canto de la madre en los arrullos
nocturnos.
El autor va entre las sombras restallantes del mundo de las ideas y en su
necesidad de ser existente colma los espacios de la memoria. Aunque la cosa esté
referenciada por el nombre, es imposible que la palabra calce en la dimensión de la
cosa, de su verdad. El hacedor está atravesado por ráfagas de intuiciones que giran
entre la cosa nombrada y la palabra, y, para alguien que está encantado por las
esencias separa la cosa en fuga hacia los ámbitos de la intuición.
“Todos los seres eran para mí aspirantes obscuros a una dignidad que sólo la palabra podía darles y hasta su débil existencia provenía de sus nombres; una existencia prestada, pues el centro de gravedad y de prestigio se mantenía en los nombres” (Briceño Guerrero, ob.cit: 13)
Es un niño que se expresa en el adulto, y, ambos, son uno en la diversidad de la
“región más transparente” cuando la lengua arma todas las esferas del pensamiento.
El texto se presenta como una mirada introyectada hacia el mundo de las formas
simbólicas, donde el sentido lúdico permea la imaginación y hace visible las
primeras ensoñaciones a través de las palabras, para reconocer finalmente que los
nombres no son suficientes para alcanzar la presencia de los seres y las cosas. “En
la infancia aprendí con placer nombres y proverbios de cuyo significado no quiero
acordarme” (Briceño Guerrero, 1997:16-17)
Dios quiso tener una casa. En el principio era el logos, el verbo. Imaginó al
hombre y fue su caja de resonancias. No sólo la altura, la dimensión de lo etéreo, la
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entidad que fluye sobre sí misma, sino lo terrestre y visible, la identidad. El autor es
demiurgo y el lector lo acompaña en esa travesía, como Virgilio y Dante en el
infierno. (Dante, 1973: 3). Retorna el imaginario, y el demiurgo adánico de
fluyente lengua da nombre a los seres:
“Experimenté con sílabas y vocales sueltas, ora en notas muy altas, ora en notas muy bajas; aceleraban la llegada del momento supremo. Las primeras, con sabores y olores devastadores. Las segundas, con erizamiento de pelo, cambios de temperatura en el abdomen, zumbidos en los pies, sudoración en la nariz y en los pómulos (…) Conjeturé que el terror era el umbral” (Briceño Guerrero, ob.cit: 20)
El paralelo con Rimbaud es claro, y, ambos, rasgan las vestiduras del verbo
para que fluya la naturaleza “…en delicuescencias fonéticas de undívago proteico,
confuso y hermoso contenido semántico” (Briceño Guerreo, ob.cit: 20)
El buey (Alef) y la casa (Bet) parecen alimentar la ensoñación agrícola del
recuerdo y, al mismo tiempo, simbolizan el trabajo y la oración de un tiempo
recurrente a lo largo del texto. Y esta particularidad es la herida de las palabras que
no pueden ser alcanzadas, definitivamente. Acaso la escritura es un juego amoroso
y terrible, un dardo en la conciencia del lector que tiembla ante el pavor de no
reconocer exactamente el significado de las cosas y que, como en Rimbaud, el
autor se guarda la traducción.
Ese juego amoroso de la escritura obedece a su condición de ser hija de Afrodita
y Penía, estar siempre oculto y evidente, un mostrarse como en Holderlin en su
mayor inocencia y al mismo tiempo con esplendor y gracia, buscando la palabra
elocuente en el fulgor de su propia ilusión.
Doña Sofía como madame Sosotris, la cartomántica de Eliot, conoce la verdad
de las palabras y en ese mediodía de ilusiones simbólicas alguien hiende el vacío y
penetra lo innombrable: el secreteador, dejando ver un cierto paralelismo con el
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sacerdote de Némesis (Frazer, 1993:23) –nótese más adelante en nuestra texto que
Frazer inicia “La rama dorada” aludiendo a un cuadro de Turner, el pintor que
Montejo nos trae en sus palabras. La memoria recurre al depósito de los recuerdos,
y siempre habrá uno de ellos que salte desesperado en busca del aire, contra la
fatiga del olvido. Toda obra es una confesión, toda obra quiérase o no, existe entre
dos aguas, entre el ser y el aceptar: “Amarga dualidad entre algo que en nosotros
mira y decide, y otro, otro que llevando nuestro nombre, es sentido extraño y
enemigo” (Zambrano, 2001:37)
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EL SITIO DEL OTRO: LA MIRADA PLURAL
En este capítulo trataremos de encontrar las filiaciones entre la palabra y la
ilusión poética como centro de un imaginario recurrente en una selección de poetas
venezolanos, radicados en el estado Zulia. Hemos tomado una muestra de varios
poemas de cada autor, de algunos de sus libros, con especial interés en los
contrastes entre unos y otros por sus diferencias temáticas, de edad y de
producción. “Geometría del silencio” (1979) y “Tiempo de pájaros” (1975) de
Guillermo Ferrer, “Arquero de la noche” (2003) de Camilo Balza Donatti, “Lucky
Bar Poems” (1990) de Alberto Añez Medina, “Todo indicio de ti” (2007) de
Cósimo Mandrillo, “Costa lejana” (1999) de Alexis Fernández y “Memorial de la
casa” (2004) de Luis Suárez Rendiles.
Cabe recalcar que la ciudad de Maracaibo es una zona donde el sol es el
desiderátum de las imágenes recurrentes en el folklore, la música, la pintura, la
narrativa y la poesía, por lo menos aparecen referenciadas y recuperadas en el
imaginario. Ese orden de expectativas culturales tiene su centro en el siglo XIX. Es
un tiempo de intenciones que marca y se detiene en el “regionalismo maracucho”.
Es un tiempo que pudo ser estelar porque origina la ilusión de una literatura
propia que aún espera su hora: un arco de niebla recubre el mundo de esta ilusión,
en un extremo queda retenida, absorbida al pasado, en la otra orilla, que llega
prácticamente hasta nuestros días, pervive la creencia de que todo cuanto se hace en
el Zulia es indicio de originalidad. Esta literatura va en busca de un adjetivo y
enmudece en lo regional. Lo regional apabulla toda aspiración de universalidad.
Al parecer, por vía del ensayo como obra de revisión, síntesis y proyección de
una cultura, se observa una especificidad de aproximación a esta fenomenología del
espacio de la ciudad y sus creadores, primero en Aniceto Ramírez y Astier (1952)
en “Galería de escritores zulianos”, obra capital para conocer el ambiente cultural
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del Zulia de entre siglos XIX-XX. En ella se observa el ambiente que más tarde
Miguel Ángel Campos, con mejores herramientas para el análisis, en un lúcido e
implacable trabajo, “La ciudad velada” (2001), explora esas latencias y
significancias de la tradición ausente, que por instantes rumorea en busca de un
asidero más noble.
Justamente, Miguel Ángel Campos ha venido elaborando un marco referencial
autónomo que se dirige a una comprensión de la cultura regional. Lo importante en
Campos es que, con una obra reconocida nacionalmente: “La imaginación
atrofiada” (1992), “Las novedades del petróleo” (1994), “La fe de los traidores”
(2005), nos permite anotar que no se trata de un inventario de formalidades
académicas, sino que es un autor con voz y talento propio, con una prosa nítida y
abierta a sonoridades estéticas poco comunes en el medio venezolano.
“Hablaremos entonces de tradición como labor que ha distraído antes que inquietado, que ha sido ejercida como valor de representación más que como práctica, en tal sentido, antes que literatura hubo una actitud hacia la literatura, reconocimiento que vino, en el caso de la poesía, por su ubicación voluntarista como una expresión más del saber ilustrado y no como necesidad de las funciones catárquicas, subliminales del arte” (Campos, 2001:102)
En ese fluir, Campos hace una necesaria vindicación de la ciudad como ser
vivo, con sus latencias en espera de mejores voces que puedan anunciarla en su
plenitud: en los procesos de la cultura los síntomas de quietud se deben más a la
inercia colectiva que a las pasiones de individualidades que intentan alcanzar un
cierto prodigio poético, es decir, desde el único lugar posible: el alma en soledad se
descubre en el poema para no morir de hastío.
Toda literatura se muestra no sólo por la obra que señala, sino por la crítica que
la sostiene y, en el caso que nos concierne, la ausencia de crítica es evidente. Obra
y crítica son dos fuerzas que corren paralelas en tensión y voluntad para consignar
73
las evidencias creadoras de un pueblo. Los autores aquí estudiados son la muestra
de una opción, entre muchas de la poesía actual en nuestro medio, que han escrito
acerca de este tema, y sin que nosotros intentemos una revisión crítica de esa obra,
la abordaremos deslastrados de motivaciones ajenas a nuestras propias visiones de
la escritura.
En este apartado nos interesa el conjunto de evocaciones que hacen posible el
proceso creador y seguidamente cómo ocurre la construcción en el lector, cómo la
difusión de la luz en unos y la concentración en otros, en una manera de
representarse la ciudad; la ilusión de los juegos de la memoria, el tránsito de las
apariencias de lo real a lo imaginario, el juego siempre inconcluso de la palabra
cuando quiere ser voz y silencio.
En todo caso, como veremos más adelante, ninguno de los autores aquí
propuestos están signados por el desaliento o los artificios tan comunes en nuestro
medio. Por el contrario son voces firmes que celebran la vida, que cantan al espacio
geográfico como umbral del verbo. Cuando las miradas van hacia el pasado,
rebotan en una elipsis de futuro. Son voces ilusorias en el sentido positivo que
presentamos en este trabajo.
Guillermo Ferrer, una geometría incesante.
En “Los símbolos eternos” hay unos versos que parecen traídos de no sé qué
parte del alma del poeta, vienen transfigurados y se mueven lentamente hacia el ser
que los alienta. Versos emparentados por el tono y la simplicidad de su estructura
con el poeta español Miguel Hernández: “Yo sé hacia dónde voy, y no
desmayo/hasta cubrir la tierra, hasta elevarme al ser que hay en mi tierra movediza,
/hasta dejar el hueso suspendido/del techo de las bóvedas primeras” (Ferrer,
1971:15)
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Guillermo Ferrer, nacido en Maracaibo en 1928, es uno de los poetas más
resaltantes del siglo XX en el Zulia, con más de sesenta libros publicados, entre
poesía, novela, ensayo, cuento e investigación científica, nunca ha estado sumiso a
la servidumbre de la oficialidad cultural, ajeno a los grupos literarios, arma toda su
obra desde el silencio.
Es si se quiere, para usar una expresión ya olvidada, un poeta vernáculo. La
imagen del agua y de la tierra es un leit motiv que va y viene con la constancia
lacustre. Este autor escucha el llamado de la tierra natal revestido del imaginario
marino con sus redes de la nostalgia, de una ciudad que, sin proponérselo, ha ido
abandonando las viejas maneras de la cotidianidad y lentamente se transforma en
una urbe paralela al pueblo que se agita en el alma del poeta.
Tal vez en no poca de su obra tenga esa incontestable angustia de un romántico
de visita en la modernidad, y sin embargo no podemos negarle fulgor a sus poemas,
la fuerza que exhiben sus palabras calzadas en la dimensión del trópico. Guillermo
es un poeta ilusionado Escuchemos su dolido acento en uno de sus más
esclarecedores poemarios: “Geometría del silencio”, texto donde los visajes
luminosos de la tierra nacional, se reinventa en las palabras: “Yo vengo del mar, de
la noche y el agua, /de las torres hundidas en la mitad del tiempo, /me fabriqué una
casa de tumultuoso océano, /y un techo con palmeras, y un bosque con palabras”
(Ferrer, 1979:7)
Desde luego, afinar una intención es buscar perspectivas. Y la soledad que
oprime al hombre de nuestros días es la herida siempre abierta, en el entorno
colectivo y, si logra, desprevenido o conscientemente acertar en sus respuestas
frente al universo, es por haber encontrado en todas las manifestaciones de la vida
la suprema resonancias de la naturaleza y, sin embargo, esta actitud de expresar la
incontenible vena de escritor le ha negado, a una de sus mejores expresiones, como
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es la poesía, el tiempo que ella requiere para el encuentro de una vitalidad más
profunda.
Desde este supuesto (no negado) observamos dos aspectos concluyentes en
Ferrer: a) una instintiva evasión entre uno y otro ámbito, donde, a nuestro entender,
trata de asirse o fragmentarse en un todo, b) una profundidad o visión poética
notable, con rasgos propios y marcados en las raíces del hombre venezolano. De
esa condición biunívoca propende hacia la conformación de su estrato creador que
intenta mostrar su estro poético.
Cuando nos hemos acercado a la escritura de Ferrer lo hemos hecho desde la
perspectiva que nos permite la comprensión textual, es decir desde el canon estético
cuyo ámbito ofrece numerosas maneras (al decir de una visión prospectiva),
diferentes gradaciones, a través de las cuales una obra determinada puede ser vista,
y reiterativamente asociada. Asumir la obra desde este punto de vista conlleva
riesgos, sobre todo, cuando por lo general hay una especie de mundo que escapa a
la visión y que, dentro de la vitalidad del lenguaje, puede ser vislumbrada en
espacio entrecortados, aislados. En muchos de los casos, estos atisbos anuncian
más una manera de ser, un encubrimiento de la realidad, un estandarte, una imagen,
una sombra que se extiende o se diluye según las posibilidades de recrear el mundo
que el autor propone.
Guillermo Ferrer es uno de esos poetas solitarios que subyugados por la
incontenible marea de los ensueños, va dejándose llevar por Ariadna hasta
concentrar el sistema onírico que lo envuelve. Más allá de esta evocación aparece
su raíz ecuménica, su incontenible pasión ancestral, el espacio de la similitud y las
metáforas en rápidas pincelas sobre el borde los sueños.
“Afuera el viento corre como un caballo ciego. / La ciudad va rindiendo los lechos y los músculos. /Pienso. Crece la vida. La noche
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está tal alta que parece un naufragio/donde bogan las viejas herraduras del sueño” (Ferrer, 1975:53)
Como una melodía antigua la esencia de las cosas emergen de los elementos
simbólicos (las herraduras y el sueño están en la noche y la vida vigila y continúa)
y marcan definitivamente su rumbo, para centellear el destino en el galope de un
“caballo ciego”.
Al bordear la fisura de la realidad en una proporción inobjetable de la búsqueda
del hombre que, a propósito de un recuerdo lejano, anuncia el círculo de la muerte,
como proyección marina, extiende la vibración de lo vital. “Hoy recojo tus hojas
para verte/anciano mar/granero de la escama/vieja totalidad hecha pedazos/en
cristales y polvos infinitos” (Ferrer, 1967:57).
El autor asume, de manera inquietante, la presencia de su entorno geográfico y
es la vibración, a la hora del mediodía, frente al lago, donde tiempo y espacio se
unen cuando “El mediodía justo en el enciende” (Valery, 1994:41) y su existencia
vaporosa al fin, se entrega a su propia expectación
En Guillermo se advierte una variedad temática de encuentros, de fugas, de
ensimismamientos, de ilusiones ¿Y quién, que ha vuelto una y otra vez del ensueño
no descorre esa terrible evasión del pensamiento para conquistar o atrapar, en el
mejor de los sentidos, la palabra que subyace y se escapa como agua entre los
dedos?
De ese placer de mirarse en los espejos del pensamiento, el ideal estético –
arrostramos el concepto – es el diorama de la vida mostrada desde el trasfondo de
la cultura y no como en Narciso, en la imagen primera surge continuamente la
posibilidad de una expresión distinta, como si en otros ámbitos la fuerza de la
palabra fuese mayor.
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Con la plenitud del encuentro, la interrogante engulle su propio destino, en las
apariencias de lo incontrastable, donde lo real y lo mágico se funden para darnos
otra forma del ser: la fuerza del génesis, lo oculto que el tiempo encadena de
circunstancias, de leyendas, de formas mitológicas para anunciar un origen ideal y
humano. Seguramente su testimonio intenta unir los fragmentos del pasado.
Devuelto ahora en fragmentos de esperanza, en la presencia de las cosas nuevas, el
poeta anuncia su entrega absoluta al círculo vivencial de sus ancestros. Reitera su
esperanza, es la hora de la nostalgia en los objetos que al nombrarlos van
emergiendo.
“Del légamo salí junto a estas palmas/salí del mar sobre este territorio/de nube y canto, para ser posada/un día de noviembre, en que el silencio/era como un contorno de piragua/bajo el célebre brillo de la tarde, /y el ruido vespertino se perdía, /de luz, bajo la ola ensangrentada” (Ferrer, 1975:39)
La consistencia poética de Guillermo Ferrer se concentra en los perfiles de la
ciudad. Descubre los símbolos (desbordados en toda una generación fallida por las
reiteraciones de un mundo no comprendido) dejándole, sin embargo, pretendida
ilusión de ver cristalizados los sueños: en lo mágico real de sus leyendas,
tradiciones y en las voces desoladas más allá de los ámbitos cercanos.
Camilo Balza Donatti y el paisaje interior
El poema “Sitios habitables”, (Balza Donatti, 2003: 49-50) recogido en el libro
“Arquero de la noche” es una síntesis de dos maneras de ver el mundo, su lugar de
origen (Mapire, estado Anzoátegui, 1927) los llanos venezolanos y muy cerca de la
región de Guayana, el Orinoco y las noches espesas de las selvas donde vivió su
juventud y Maracaibo (donde reside hace ya media centuria) vertido en la
transparencia, en la delgada fluidez de las sombras que se esparcen sin término y en
fuga una vida intensa que aún sigue celebrando la poesía.
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El lago y los ríos trepidantes del sur, el Orinoco, el Arauca, el Caroní, el
Cuyuní, todos de vastas soledades y de atávicos rumores. Dos maneras de ver el
mundo: detenida una, fluyente la otra. Por eso el azul es determinante, oro en la
oscuridad fiel a las estrellas porque en el espejo de las aguas las formas retornan a
su origen. Oro en el silencio, luz ostensible, viva claridad, penumbra, arden, arco
iris, relámpago, lluvia lunar, aposentos solares, tarde sin lluvias. La ilusión se
interroga acerca del espacio habitable. Aún reconociendo el legado geográfico, es
una espera, un reconocimiento futuro anudado a la esperanza.
¿Habrá un sitio habitable/en este gran espacio de cosmogonías/y aguas indecisas?/ Cualquier bosque es azul/si está en el cielo y sus ramajes/arden en la oscuridad; /Cualquier palabra si busca su aposento/se destierra, as de oro en el silencio, /luz ostensible, rito de viva claridad; /cualquier adiós puede ser penumbra” (Balza Donatti, 2003:49)
Se dice con frecuencia que la intuición nos acerca a la perfección. Es posible
que intentemos alentar el sentido de la frase en la fugaz realidad del mundo. Si esta
condición es cierta, estaremos en lo justo cuando señalamos al poeta como el ser
intuitivo por excelencia.
Celebrar la poesía desde los mundos posibles de la memoria es una ventaja que
empina al hombre sobre las cotidianas efervescencias del ditirambo y del halago;
en fin, hay rumorear de épocas que perecen porque no pueden tocar la transparencia
del aire: mencionan a la naturaleza y nada se mueve, ésta ni siquiera se siente
aludida. El hombre, ciertamente, renace por vibraciones, es sonido y silencio.
Y casi es un leit motiv encontrarse con la forma y el fondo del lenguaje que en
Balza Donatti son remolinos insistentes sobre las visiones íntimas de la topografía
nacional y sus feracidades de aguas tremolantes, las voces que sólo son
estremecidas por el canto de quien huella su sombra desde el légamo, y de los ríos
que inventan palabras (Montejo, 1976:72)
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Libros de narrativa –su obra llega a veinticuatro libros publicados – como:
“Relámpago sur” (1972), premiado por la Universidad de Zulia, “Las catedrales
azules”, (1993) –sólo dos títulos de su variada obra de ensayista, poeta, narrador–
en clara conjunción con la terredad latinoamericana, lo muestran como el cronista
de la aventura real maravillosa que anota el pulso del hombre ante sus sombras,
marcándolo como un escritor del paisaje venezolano.
Hemos tomado una muestra poética de “Arquero de la noche” (2003) son textos
que se explicitan en doble vertiente: el mundo íntimo de los rituales de la palabra y
el mundo externo de la canción prometida de la soledad: la ubicación del hombre
en el cosmos. Sin desdeñar su producción anterior, valiosa y necesaria, a la hora de
establecer valoraciones y correspondencias, ésta que señalamos ahora alcanza
cálida dimensión estética.
Contertulio de Mariano Picón Salas, Mario Briceño Iragorry, Luis Pastori,
Pascual Venegas Filardo y Lucila Palacios, entre muchos de los más celebrados
escritores nuestros, se desliza victorioso en los albores del siglo XXI con una obra,
además de fecunda, abierta a nuevas posibilidades verbales.
En “Arquero de la noche” el hombre se transfigura, no en esencias sino en
amador de la tierra junto al sol que le restituye los espacios cálidos como un
surtidor de recuerdos, de vigilias y cantos fragmentados al fondo de la noche y de
la memoria, en un otro instante, donde el reposa el corazón y acompasa las
vibraciones del alma venezolana.
Leamos, por ejemplo, cómo la visión del paisaje llanero y las oquedades del
vacío remiten a lo abisal del sentimiento: “Aprendí del mar a pespuntear el
horizonte, /a hilar tinieblas y buscar la emersión/de alguna palidez en los abismos”
(Balza Donatti, 1988, 2003:). No sabemos si la presencia del mar en el llanero es
una metáfora producida por la inmensidad de la llanura que puede unir el cielo en
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una cuerda del cuatro y vaciar los cántaros del mar en el alma siempre alegre del
venezolano; no sabemos si estas tinieblas son las selvas profundas de Guayana o la
sombra girante de las estrellas abiertas en la bóveda celeste.
Es posible que siendo un hombre de muchas tierras, el bordón vibre insistente
en su alma trashumante, y, en algún lugar de la geografía nacional, muy cerca de
nosotros, cante: “Arquero de la noche/mi corazón ya cansado de abismos/bate
portafolios al viento”
Esta poesía de Balza Donatti es palabra de los horizontes agrarios, de la visión
ecuménica del hombre. Nada ha sido negado a sus ojos y todo cuanto miró quedó
vibrando para siempre en la memoria, con el pulso de nuestras gentes, sus
vicisitudes y esperanzas. Su obra es la faena impostergable de lo humano, por
haber estado cerca de una fuerza superior que pudo insuflarle la existencia. Esta
fuerza la llamó Sócrates el Daimon. De esa fuerza no se puede escapar sino a través
de los acuerdos, no de vencerla sino de conquistarla con la lengua, sólo las palabras
con hilos invisibles pueden hacer nudos invencibles.
Balza Donatti construye con pasión la literatura que está cerca del hombre en la
convergencia de una vida intensamente hollada en los caminos venezolanos. Su
poesía adquiere por la sola indicación telúrica la dimensión de lo nombrado y es
signo complementario de las voces que siguen tras el sonido de lo diverso y
unitario en el hombre latinoamericano.
Alberto Añez Medina o la palabra nocturna. La poesía de este autor tiene la cualidad de mostrar la ciudad desde la periferia
de las palabras, es un cronista que apela al ruido y a la comedia del bar, cumple su
mayor grandeza en la oquedad nocturna del licor, es decir, la vida donde se cumple
la apelación que Faulkner hace al artista de “vivir un tiempo en una casa de citas”
para descubrir el anverso y reverso de la palabra viva (Rubiano Vargas, 1991:13).
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El poemario “Lucky Bar Poems” (1990) está estructurado en cuatro partes. Cada
una de ellas asigna cualidades de espacio y tiempo donde la historia tiene dos
personajes, para mayor precisión, dos historias. Parece que el poeta intenta
anunciarnos bajo la categoría del poema, una narración (Ella, El, El sitio, Historia)
En el inventario de los elementos que constituyen el poema (Ella/EL) aparecen
entre sombras, sólo los delimita el recorrido de los indicios, como si en el boceto
el autor (Ella/El) se encontraran a cierta distancia. Son apariencia que van tomando
forma en la niebla fantasmal del bar, casi no existen.
En ese marco de ilusión, de contexto situacional, encontramos que (El
Sitio/Historia) se materializa para que los personajes entren en escena. Y es,
ciertamente, (El Sitio) el eje sobre el cual se mueve el mundo del poeta porque
aparecen personajes, espacios y situaciones que recuperan el lado existencial.
Como acto referencial, podemos encontrar los ocultamientos del poema a partir
del índice del libro: (Ella) está en clave de números romanos. ¿Hay acaso una
remembranza que la cifra nos devuelve del vacío de la hora? Es una vida incierta
y frágil, y por insistencia de los grafismos en sus formas hieráticas del alfabeto
romano, no concuerda con el alma de la mujer, pero sí con ciertas formas de
conducta, de procederes que cosifican el acto amatorio: (Ella) tiene la fuerza
suficiente para ordenar el mundo. (El/La Historia) en número arábigos aparece, de
manera inquietante conducido por la hora (personaje omnisciente) en velada
oposición, plástica si se quiere, para reconocer su debilidad amorosa.
No hay lamentos en el poema ni saldos que cubrir. Pero, cómo vibra el sitio (La
Ciudad, El Bar, El Público, El Barman, La Rocola, El Licor, La Botella, La
Ebriedad) – pudiera creerse que se trata de rótulos dispersos en el espacio para
copar la escena con recuerdos– con la ciudad por dentro. No, no es de esta manera
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como deben verse las cosas y los seres que el poeta alquitara en su alma, son en
definitiva, la posesión de una historia que reclama la autenticidad de un mundo
Y esta es la suerte de los textos, tener esa doble vida. Y ciertamente hay dos
historias paralelas, dos mundos girando sobre un mismo eje: el bar. El espacio
donde se cumple con la ceremonia de los gestos, pero antes: hombre y mujer vienen
marcados por sus historias solitarias, cada uno arma el discurso en silencio, y no
sabemos, si es más grave el fondo de la noche donde estas almas se ahogan en el
vaho de las palabras irreprimibles. ¿Teatro? ¿Poesía? ¿Cuento? Todo ello junto
como una gran metáfora del desvivir. Es una poesía descarnada, sin trucos, simple
y sentenciosa. Iliana Morales Gollarza, en el prólogo, asienta:
“Razón y muerte cabalgan despejando la ansiedad de mantenerse en un pleno vacío. Un vacío que sólo es capaz de construir el olvido. Una historia de memoria compacta. Una escena remarcada cuadro a cuadro. Un tiempo para el tiempo. Un instante llamado BAR” (pág.14)
Detengámonos brevemente en los siguientes versos. Ella: “despabilando el
ovillo/la espiral/el círculo” (pág.17), “la caricia que nadie/tendrá detenida”
(pág.19), “Por los actos/ella empotra/la piel” (pág 23) “inabordable sirena de
malecón/ caracola de niebla” (pág.26). Las imágenes centrífugas, el ovillo es
necesario despertarlo, ponerlo en movimiento, “despabilarlo” (sólo una de ellas:
“empotra” la del movimiento forzado, la que tiene precio opone el acto lúdrico a la
caricia). Y como un salto sobre la escena, la metáfora del mar (lago, malecón) el
espacio exacto donde la voz del poeta vuelve a la ilusión: sirena/caracol/niebla. El
sustantivo caracol, justamente en el centro del verso, entre sirena y niebla, los
elementos intangible son vértigo en la forma del caracol (sexo).
(El): “hombre muerto/sin cuencas para el sorbo/casi vuelto del sueño” (pág.30),
“arrugas en el lienzo multicolor/ceremonias limitando la noche/ojos sin giros/en el
sitio ya/Aún” (pág. 33) y “Está atrapado con un racimo de cristales” (pág.36). Las
83
imágenes recurrente de la visión: sin cuencas (lago/ojos/cristales) como en un
naufragio, “los ojos son perlas” (Eliot, 1970: 54) El poeta Alberto Añez Medina es
Palinuro en el bar, todas las noches naufraga.”Lienzo” y “racimo de cristales·
La imagen especular trizada (no la del lago, sino la del bar y su emoción
ineluctable) donde a propósito de Novalis: “¿Al menos, el rayo de luz es
susceptible de poseer un alma, de manera que el alma se quiebre en colores
anímicos? ¿Quién no sueña en ese momento en la mirada de su amada?”
(Bachelard, 1996:79)
Cósimo Mandrillo, los indicios de la pasión
Cósimo Mandrillo es un poeta de la pasión, así se nos revela en su último
libro:”Todo indicio de ti”. Pasional no sólo ante el ser amado al construirlo en
reiteraciones (mantel, espacio sagrado de la mesa que separa al mundo vegetal, y
ofrece el cuerpo con especias, no como un festín, sino como un sagrado lugar para
el amor; lo vegetal (las especias) son un adorno (pudiera pensarse en un rito del
amor como alimento, una escena donde alguien, además, propicia una canción),
pero también es un espacio para los signos, ya no como escritura sino como
emblemas tatuados: deben dejar marcas y al mismo tiempo ser marcado.
En un poema, Rilke se interroga ante la amada, en busca de las respuestas que
aligeren el peso de una costumbre. Quiere constatar por vía de la intuición lo que la
experiencia trunca del placer ideal como fuente de alegría por donde dos cuerdas en
tensión encuentran la melodía perfecta:
“¿Cómo ha de sujetar mi alma, que no/toque la tuya? ¿Cómo dirigirla/ por encima de ti, a las otras cosas?/Ay, bien preferiría, a algo lejano, /perdido en la tiniebla, someterla, / en un extraño sitio en paz, que no/temblase cuando tiemblan tus entrañas” (Rilke, 1971:593)
84
Nuestra actividad literaria nos ha mostrado a lo largo de los años que en toda
expresión hay una confesión. La puesta en escena de la realidad es el centro donde
se congregan las pasiones para dirimir el espacio de lo escatológico y de lo divino,
y sin embargo, el poder del artista se enseñorea sobre la realidad para alcanzar las
cimas de su existencia.
Los textos poéticos de Mandrillo nos llevan al hervor de un lenguaje esparcido
en indicios que constatan la presencia de la mujer, no sólo en el sentido esplendente
de una pasión, sino en la capacidad de anunciarnos la brevedad de la vida y sus
opuestos noche/día, en el sesgo de lo posible, donde “los olores, los sonidos y los
colores se corresponden” (Baudelaire, 1975: 40)
Este texto que sigue es una alegoría de la pasión, de un rito de transformación
erótica. Asumida como metáforas centrípetas estalla luego como un surtidor en la
piel. “Me ennieblo”, dice, es de alguna manera ocultarse en el manto fugaz de la
niebla con el aceite (metáfora) verde de la montaña. Pureza y esperanza alientan la
imagen amorosa, pero está arraigada a la costumbre del ser de la montaña (fuerzas
primitivas) que encienden fuego (verano). Vuelve entonces el espacio (lienzo/luto)
el vano recuerdo del anhelo, en su opuesto (mantel/mesa) con el fragor de la mano
encendida. La montaña toma la forma femenina, estando de espaldas los “caminos
que le zanjan el dorso” construye una metáfora marcada por el juego sensual.
“Me ennieblo/Me unto de verde/La montaña tiene caminos que le zanjan el dorso/El hombre manco lee las marcas de la tierra/Verano que esconde lluvia en agujeros celestes/El hombre manco tiene pactos con el fuego/Enciende hogueras/Repite/pases en la superficie de su manos sola/Se interna en la leña encendida/La mano es candela y venas/Tizón de carne/Lienzo de luto” (pág. 34)
El poeta dice: “me ennieblo” es decir me hago inocente en la blancura de las
sábanas y extraviado en el deleite, untado de verde “Equidistante del azul celeste y
del rojo infernal, ambos absolutos e inaccesibles, el verde, valor medio, mediatriz
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entre el calor y el frío, lo alto y lo bajo, es un color tranquilizador, refrescante,
humano” (Chevalier/Gerbarnt, 1988:1057) se reconoce, además, como un chamán
que hace alquimia y descubre las fronteras de lo hermético. Hay un puente
impreciso entre la memoria y el temblor de la mirada que recorre las imágenes del
sueño y la superficie de las llamas que alientan el corazón deshabitado. Se trata con
la singularidad del lenguaje de un rito de la gradación del espacio. Antiguas formas
espejean en la candela.
El poeta confiesa su situación en el mundo y sus prácticas. Ciertamente, el
hombre es una conquista en transición hacia la diversidad de lo humano donde lo
irracional aún cuenta, por ventura, para la consciencia del futuro. Y de esas
prácticas –permítannos la indicación – la poesía, entre todas las manifestaciones
sociales y de la naturaleza en general, si nos atenemos al enunciado poético de
Holderlin, como el “más inocente de los menesteres y el más peligroso de los
bienes” (Heidegger, 1973:128) es la confesión la que palpa el espíritu que no sólo
escucha su vida interior sino que puede alcanzar en el canto al universo entero.
Hemos creído, justamente con la lectura de “Todo indicio de ti” que estamos en
presencia del lenguaje de la madurez. Madurez no sólo circunscrita al tono
impecable de la expansión de su voz, sino que tras un tema de larga data, como es
el erotismo, acusado, envilecido y vapuleado por el lugar común en todos los
tiempos, tiene en los textos de Mandrillo un destino posible de dignidad y de
ofrenda a los misterios del amor.
Los antiguos y nosotros mismos tenemos la certeza de que hay varias formas de
representación del amor: Eros, amor romántico; storgé, amor familiar; sexnía,
amor al extraño; philía, amor comunal y ágape, amor abnegado. Todos ellos
definen la figura sobre el fondo de las pasiones humanas.
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Mandrillo se aviene con perfección a esta celebración del espacio femenino.
Eros constante en el vórtice donde el aire es un susurro que se desliza sin prisa por
los pliegues lengua-ánfora en el deleite, acallando los espasmos en el
descubrimiento de indicios líquidos en vértigos hacia el nacimiento del placer. Los
opuestos líquido/fuego fluyen constantemente. El fuego no aminora la humedad,
hay un sentido de lo tibio, como la incandescencia de la llama de una vela,
temblorosa; la humedad eleva y fortalece lo ígneo, lo condensa y proyecta sobre la
extensión de la piel.
La unidad y calidad de los poemas es un intenso discurrir del lenguaje sobre el
cuerpo de la amada. Es un convite en el lugar de la fiesta y del regocijo, porque la
obra en su tono, en su metáfora viviente, es un fuego que avanza como liberación
en el altar magnífico de la celebración: la mujer, espacio del rito, anunciador de
una doble asechanza, el desdoblamiento que enlaza el sueño y la vigilia, y, sin
embargo, en la memoria avanza con sigilo y canta: “Este animal que soy/Oficia en
tu cuerpo/Me desplazo de tu piel a tu piel/De tus cicatrices a tu ojo en llamas”
(Mandrillo,2006:.12) Se trata del fuego sexualizado,
El tiempo gira y libera. El cuerpo se extiende como un río inédito que sólo
consiente en rumorear en el alma, como sonaja expectante en la humedad de las
palabras colmadas desde una penumbra pretérita, arcaica de una voz que lame y
marca sus posesiones y enmudece en la fruición del éxtasis: “El hombre que
sueña/Que ella sueña/Que él la toma sin consideración ni sentido/ La usa como tiza
para marcarse el corazón” (Mandrillo, 2006:13)
En la polifonía de la exaltación del cuerpo erótico, ojo especular en el aliento
de la piel se mueve con levedad del viento; en su quietud arma incandescencias en
la noche y fragua su destino desde las sombras, acaso no advertimos que se trata de
la anunciación del verbo dejando sus rastros, sus indicios en la piel siempre nueva
87
del ser amado para que la costumbre no acalle los sonidos que el espíritu ardoroso y
triunfante redima. "La piel de mi hembra cubre esta mesa/He puesto cúrcuma y
deseo en su carne/Y un grano de anís bajo la lengua” (Mandrillo, 2006:17)
Vuelven las cadencias de un lenguaje que espera en la inmensidad del nombre,
sigue los rastros para encriptar en el corazón el mar lejano de la inocencia, del niño
que atraviesa las edades y lucha. Desde la orilla de los días le llegan voces lejanas,
la imagen materna es un relámpago, repliega las voces atávicas.
El recuerdo vano e insistente arma sus flechas, punzantes sobre el límpido
tiempo que aún permanece en la mirada, pero este es el destino del hombre, revivir
en el asombro de las manos que recorren los caminos de la hembra, y es el lazo que
une la memoria a un tiempo de prodigios. Hay un giro en la piel: los indicios y los
anhelos sólo pueden ser alcanzados por la ubicuidad de la extensión (el mar) y la
rugosidad del pergamino donde asegura la escritura y, al mismo tiempo, es
semiosis recurrente de la nostalgia, no hay dolor, sino una dolida ausencia del
espíritu que ama la aventura y calca los signos.
Hay cierta opacidad, cierta latencia en la llama que atraviesa el “cuerpo
ausente”, la “textura buena de piel y lengua” cuando se buscan “estrategias para el
olvido” como "Un elefante que va al cementerio" ilusión del tiempo y del nombre,
la cosa nombrada al borde del misticismo: hirientes sequedades para el olvido.
Indicios tras la urdimbre poética de la mujer como un bosque siempre ignoto,
radiante y sonoro.
Toda esta poesía es la confesión de un destino en la unidad del ser amado contra
todo juicio, contra toda valoración que subvierta la pasión. Ante el sentido del
pecado, de una culpa hecha jirones, batiendo puertas contra la conciencia, contra la
espiritualidad no queda más que despertar el alma con los secretos de una inocencia
irredenta.
88
No sabemos si el que sueña posee las claves del código y el que habla abarca la
signatura de la lengua, o si esta cadencia de la palabra es el postigo de la oscuridad
donde secretamente la mansedumbre es perfecta. No sabemos hasta qué punto la
transfiguración es conquista alada de la ensoñación y cómo los recuerdos baten sus
cautivas pócimas de amor. “Buscar todo indicio de ti/Identificar cada sospecha de
tu cuerpo/Determinar rastros de humores, piel, cabello/Analizarlos a conciencia/
Determinar culpabilidad /Guardar el expediente al fondo del alma” (Mandrillo,
2006: 25).
Este un poema circular, no se agota en sí mismo porque va hacia su propia
expansión. Las imágenes tras las huellas tardas del hombre en nocturna otredad en
las visiones de eros.
Alexis Fernández, la metáfora de la identidad
Alexis Fernández vive y restituye el signo del agua como un universo siempre
naciente. La imagen del agua es el receptáculo de la vida, la fijación de las cosas
transmutadas en imágenes, por variaciones de un mismo tema, devenidas en
símbolos definitivos de una conciencia de la terredad. Porque el poeta del mar
retiene la dimensión de los bordes, de las sinuosidades, acaso con mayor firmeza en
el fragor de los sentidos, en el espacio de latencias lacustres.
“Costa lejana” (1999) es la confirmación del tiempo girando en la memoria,
construido en la oquedad del horizonte, en el hombre frente al reino de las
vivencias, el imaginario en la deflagración del aire marino, fluyente y sonoro en las
palabras que no cesan de referenciar.
La poesía interioriza la experiencia, sólo posible en la ensoñación de los
instantes, en las intuiciones y revelaciones que migran hacia el borde de los días,
como estandartes de la vida, en el límite de la altura (cosmos) y la profundidad
(mar) como concreción de lo eterno. Y, entonces, como antaño el poeta enciende
89
sus “antorchas para seguir el curso de los astros” (Fernández, 1999:15) Y es esta
conquista, la huella de lo humano en un cosmos hambriento de voces:
“Mar, / lago, río. / Tríada de espejos simultáneos / que descienden hacia los puertos. / Cuántos hallazgos/ en las junturas de tus costas. / Cuántos cauces encontrados / en las aguas que rielan tus arenas/... /No hay fiordos, /sólo los cauces de tus ríos subterráneos/ que diseñan glaciares/ con luz de sus efluvios” (Fernández, 1999:87)
De ese mundo introyectado en el lenguaje, hay el anuncio de una soledad interior
desplazada hacia la infancia, hacia el territorio de los ancestros, de las señales que
la naturaleza marcó en la memoria y del espacio lúdico en efervescencias, signado
por la mirada que nunca se aleja contenida en su justa dimensión.
Poeta intuitivo y raigal, dos formas de una búsqueda. Sigue el rastro del mar en
las señales de su escritura y una miríada de sombras, destellos y formas se le
entrecruzan sin término en la nostalgia, hasta llegar a los lugares sagrados donde
cancela toda contingencia y transfigura en onirismo el texto subyacente, en crónica
del paisaje, descubre el ámbito donde el mito tiene su costa lejana, el corazón
vegetal arraigado al maderamen de la vigilia:
“Remotos los colores del rostro/ y los códigos calcados en taparas/ para la lectura de los astros. / Añosos los galeones, / encallados con sus lingotes de oro, / en caño Paijana. /Antigua la fabla/ para nombrar sus orígenes, / crónica de lejanía, / de retrasos, / de olvidadas ausencias, /para enunciar su orfandad” (Fernández, 1999:32).
Así, destino real, es otro en sí mismo que discurre en memorioso esplendor, en
fin, afirmando la vida en el horror al vacío. El poeta es un demiurgo incesante,
porque quiere abarcar en la mirada lo real maravilloso del nombrar en sombras un
destino sagrado, de entrega absoluta, de la vida que descubre caminos, que ilumina.
No deja de sorprendernos la imagen de la tierra natal del poeta, siempre
alucinada por los seres que gravitan en el espacio adánico de nombrar por primera
90
vez, y la paradoja es que aquí no hay un Adán prefigurando el mundo sino el
concierto de una colectividad construyéndose en la red de los signos. La certeza del
poeta es que él es el cartógrafo que anota sin cesar los murmullos, el canto de las
aves, las voces feraces de la tierra en el juego incesante de la vida.
En obra reciente, “Memorias del caudal” (2003) el poeta alcanza la madurez de
su voz en el tono y la sobriedad de la palabra tendida sobre la red de lo imaginario.
Este libro es una metáfora del espacio y una alegoría del génesis de un pueblo
llamado Santa Bárbara. Un pájaro lleva en su canto los nombres del pasado y del
porvenir. Un pájaro, personificado con el nombre de “Juangil”, es el heraldo y por
sus ojos pasa un pueblo, y su canto es el anuncio de un sueño:
“Vuelves en las ranuras de la sombra/ Allanas/ lo cuarteado. / lo que no se nombra/ y huele a cascajo. / Lo que detona en el bosque / y espanta la tórtola. / Lo que sangra en el silencio/ y desanda en la línea de lo oscuro. / Lo que pasa sin detenerse. Lo fugaz apegado al asombro / de eso que quema / en las alas del verano” (Fernández, 2007:132)
El libro ilustrado por el artista plástico Ender Cepeda y con lúcido prólogo del
poeta Pedro Cuartín, hacen de este poemario un objeto estético de la alianza entre
el dibujo y la palabra.
Luis Suárez Rendiles, el espacio y la sombra
En “Memorial de la casa” (Suárez Rendiles, 2004), las palabras nos acercan
ante nuestra propia incertidumbre. Las palabras están. El hombre se sirve de ellas
como utensilios, como instrumentos para alcanzar propósitos contingentes. Vive
por las palabras. Y, sin embargo, lo humano que hay en el hombre alcanza otra
dimensión. Una dimensión que lo supera en terredad y angelitud: la intuición del
verbo.
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Es decir, ahora las palabras existen por el hombre. Ya no están, devienen. Es
otra naturaleza, son el recipiente de las imágenes. Algunas vibran, destellan y
rasgan el primer vocablo. Otras, sin embargo, en variados y multiformes horizontes
encajan en ligamen perfecto de collados sin nombre. (Montejo, 1976: 72)
El poema quiere no sólo esparcir lo cerrado, como redes abiertas que unen y
ganan otras redes en infinitas rememoraciones, en el periplo de quien sólo aspira a
enunciar la experiencia y, sin embargo, en un juego de apariencias: "La cuestión no
es saber si los poetas enmudecen, sino si tenemos aún oído lo suficientemente fino
para oír” (Gadamer, 1999:), por cuya reverberación podemos extraer el oro de las
palabras
El poema es el regreso a la casa de la memoria para recuperarla del olvido, del
alma suspendida en el aire, atravesada por diáfanos hilos que atraviesan los
recuerdos, y recuperados ya no son suficientes para el asombro de vivir con el sol
en los ojos. Ese lar, pequeño mar interno de sucesivas nostalgias se extiende en
cada uno de los poemas que estructuran la presente obra, como quien conoce las
rutas de una topografía incierta o las cartas de navegación de mares que recorren el
recuerdo. Altura y profundidad son una misma realidad: persistencia de un centro
iluminado: “Sabernos únicos portadores del secreto, /encontrar los agujeros
precisos/para contemplar la luz/ olvidar en la inocencia/la pena de los náufragos,
/he allí, la otra cara de las desgracias” (Suárez Rendiles, 2004: 7)
En un poema, de su primer libro "De aguas montaña” (2001), Suárez Rendiles
nos señala su itinerario con acento rimbaudiano: "Con dedos de Garfio/ escalaré
montañas infinitas/ ¿Son frías las estrellas nocturnas? / ¿Acaso es interminable/ el
misterioso túnel?/ ¿Es verdad el peligro/ de las fieras?/Sin temor soy náufrago/ ante
luces que aturden/ en su anuncio”. (poema XXVII) El autor no vacila ante lo
instintivo, las fieras sólo detienen al temeroso de sus propios pasos. Las fieras son
92
las intuiciones que la mente celebra. ¿No fue Baudelaire quien nos mostró las
correspondencias de la naturaleza? ¿Y cómo negar la existencia de una claridad que
nos aturden de manera incesante? El poeta escribe "aturde", y el verbo es exacto
porque imagen y sonido en el poema acaecen, se corresponden.
Y cuando los signos rebasan la costumbre, como es el caso Suárez Rendiles, se
convierten en diálogo, para que la promesa de las primeras visiones giren en el
alma y fluyan luego, por encantamiento y decantación, con el sentido de libertad
que ellas detentan. ¿No es éste el ámbito de futuros insinuados en estos poemas?
¿No son estos cerrojos acallamientos de una voz que no quiere ser gesto, para
constatar el universo íntimo, subyugado por su propia intuición a las devastaciones
que las mismas palabras acallan? Entonces, en el límite perfecto la imagen
ascensional, la verticalidad inquiere una última forma: lo sinuoso. La rugosidad que
en los pliegues decanta el tiempo y lo ofrece abierto en las claridades del cielo. Esta
es la imagen abierta. Y, al mismo tiempo, el claustro donde se ofrenda la vida a los
dioses y seres ausentes. ¿Qué propósito, más allá de los elementos que configuran
la altura del poema cuando el mundo es una ceremonia y donde el demiurgo
ofrenda la fugacidad del tiempo? El poeta y las palabras se encuentran y se
reconocen, y en el instante son secreto compartido, entre el hombre que acampa en
los días abandonados y el alma que agita las aguas del porvenir.
El poeta no quiere ya la forma sino la evanescencia. Aunque sabe que ésta es al
alma, lo que el verso al tono, recubre sus ensoñaciones con una distinción mítica.
El fervor de la vida, sus rituales y sus ausencias son albores de una voz que
descubre la inquietud de las cosas familiares, que “La casa es el lugar de iconos
que hablan” (Suárez Rendiles, 2004:47)
Somos huéspedes fugaces en la casa del poema, otros la harán, estamos
seguros, cuando el sigilo de la mirada abarque los espacios definitivos de la
93
costumbre. No podemos fijar espacio seguro para reposar. No sería justo, no estaría
acorde con la magia de los versos. ¿Qué efímeras posesiones alientan esas voces,
qué revelación, parece entonces que abrimos puertas de la casa como símbolo
materno?
Atavismo y fulgor de la llama, nunca negada en la muerte. El poeta reconoce
esa fuerza misteriosa que es capaz de enceguecer a la oscuridad y devolverla en luz.
Pero de estas claridades se nutren del llanto. Son imágenes líquidas no pétreas, y en
sus mil formas siempre son únicas e irrepetibles. El oficio del tiempo contraviene la
dureza, lo fijo, lo inmutable. El tiempo es mimético y nos confunde.
Suárez Rendiles no es el poeta de las sombras. Sólo avista penumbras y se hace
luz. Y es aquí donde se contrapone una misma sustancia fenomenológica, por cuyas
vertientes transita el legado de la vista: ojos que desvelan en la vigilia, ojos que
velan en el sueño: “Frente a la inmensidad/llegará la hora de sentarnos en el
pórtico/ y cerrar las puertas para siempre” (Suárez Rendiles, 2004:89)
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EL VERBO DE LA PASIÓN EN EUGENIO MONTEJO
“Así como el estudio de la poesía se queda incompleto si no se tiene conciencia del lenguaje de la prosa, pienso que el estudio del arte tendrá que complementarse cada vez más con una investigación de la lingüística de la imagen visual”
(Gombrich, 1997)
Con Eugenio Montejo (1936-2008), la poesía venezolana alcanza una cumbre
universal, es posible que el lenguaje perviva en nosotros, nos constate y nos haga
visibles en la brevedad de la vida. Montejo tiene en sus palabras pigmentos de luz,
bosqueja aquí y allá, con trazos firmes y puros, en la imagen vemos, sentimos y
llegamos a creer en esa conciencia que nos entrega el mundo remozado.
En este capítulo vale recordar algunas ideas acerca de esta relación. Lessing
(1977) es una referencia imposible de soslayar –acotamos la imposibilidad de
encontrar en nuestro medio los trabajos de Winckelmann– suficiente para entender
esta gemelitud entre arte y poesía, “en tanto la una como la otra ponen ante
nosotros cosas ausentes como si fueran presentes (…) ambas engañan y su engaño
nos place” (Lessing, 1977:37).
Gombrich habla de “la lingüística de la imagen visual” en “La psicología y el
enigma del estilo”, texto recogido en “Gombrich, esencial” (1997:87-88). También,
los trabajos Rilke en el “Diario florentino”, “Rodin”, y el no menos lúcido, tanto en
la mesura y equilibrio de la prosa, de George Steiner en “Pasión intacta” (2001:19-
44) es el ensayo “Lector infrecuente” como una aproximación al cuadro del pintor
francés Jean-Baptiste-Simeón Chardin (1699-1779) Le Philosophe lisant. Si
comparamos este cuadro con el de Veermer (como veremos más adelante) en la
postal de Montejo, encontraremos afinidades en la serenidad del espacio y del color
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de las imágenes en posesión de lo humano, en la poesía que ambas expresan,
entenderemos la poética de Montejo.
Entre nuestros creadores hay excelentes trabajos, tanto que algunos de ellos son
igualmente artistas, Juan Calzadilla, Hugo Figueroa Brett, Alexis Fernández,
Fernando Paz Castillo y el mismo Montejo. Acerca de la idea que Montejo tiene de
las relaciones entre poesía y pintura, lo constatamos en el prólogo que éste hace a la
Antología Poética de Fernando Paz Castillo (1979:11).
”La vecindad entre poesía y pintura va a constituir, como sabemos, un signo clave de la modernidad lírica en nuestra era. Los poetas contemporáneos incorporan a sus obras no sólo el registro de alusiones en que un arte refiere a otro, lo cual más o menos ha existido siempre. Lo peculiar en nuestros días será el intercambio de procedimientos, la creación del poema con elementos y medio tomados cada vez más de la pintura y viceversa”
Agreguemos la referencia que Montejo nos hace en ocasión del envío de “El
amanuense” (Ortiz, 1986), en nota al reverso de la postal, en el anverso la imagen
de “Mujer sentada tocando el virginal” (hacia 1673-75) de Jan Veermer. Leamos:
La obra poética de Eugenio Montejo, junto a Vicente Gerbasi, Rafael Cadenas,
Ramón Palomares, Fernando Paz Castillo, Ana Enriqueta Terán y José Antonio
Ramos Sucre son los heraldos del lenguaje venezolano de nuestro siglo XX:
confesión de una libertad que es inherente a la poesía. Libertad que tiene como
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espejo la ilusión de la presencia en la ausencia (Lefebvre, 1983), de la poesía
venezolana del siglo XX.
En “El cuaderno de Blas Coll” (1981), Eugenio Montejo nos deja su carta de
navegación, tal vez queriendo mostrarnos los puertos que aún no hemos
descubierto, los microuniversos de Puerto Malo; las voces heterónimas del alma
universal que no termina por anunciarse plenamente, los ríos impalpables de la
memoria indígena vertida en las cosas que llamamos nubes, chozas, azulejos, ríos
(Orinoco, Apure, Caroní), palabras que tienen brillo de la madera, y colores,
redondez, dureza y blanda oquedad del musgo. Palabras que navegan, que suelen
viajar en tren, en avión, que se hospedan en hoteles de ciudades lejanas en un
desplazamiento hacia la Ítaca que marca nuestros sueños. Es un curioso niño con su
paleta de colores que el trópico disuelve en lentos paisajes de la memoria.
En Montejo se cumple ambiciosamente la otredad del lenguaje: vibración,
tonalidad y silencio. Parece que con sólo nombrar Orinoco, todas las palabras se
humedecen. Es un poeta de nuestra lengua y en él se cumple que “Cada poeta
debería dar un diagrama que indicaría el sentido y la simetría de sus coordenadas
metafóricas” (Bachelard, 1966: 182).
Hemos seleccionado cinco poemas enlaces de la intuición porque recubren con
una nueva materia el lienzo o la madera (una talla de madera de autor desconocido)
que se antepone a la verdad que anuncian. Tiempo y espacio donde el hombre
asienta sus circunstancias: “Algunas palabras” como versión y visión de la lengua,
“Madona en el metro” Tiziano (1476-1576), “Mares de Turner” Turner (1775-
1851) y “Dos Rembrant” (1606-1669), y “La Anunciación” poema alegórico.
Estos textos se encuentran en: Muerte y memoria (1972) y Algunas palabras
(1976).
98
Previo a este orden, nos detendremos en “Algunas palabras” poema que da título
a uno de sus libros. Transcribimos íntegramente los poemas referidos directamente
a algunos pintores con una ilustración alusiva. Los poemas citados están recogido
en la antología que preparó el propio autor en “Alfabeto de mundo” (1988). El
poema “Algunas palabras” nos guía en estas reflexiones en torno a Montejo. Ese
poema de clara revisión histórica de la lengua, asienta el porvenir en una dialéctica
que no desdeñaremos, bien que resulte de una percepción de la historia en el
encuentro de dos mundos (lenguas, temperamentos, alusiones directas a la fragua
de símbolos y al mestizaje) o quizás, junto a esta representación, una visión
novedosa, también de sabor antropológico que observamos en “Las formas del
olvido” de Marc Augé (1998), en fin, sólo para encontrar en la memoria ese
espacio donde el olvido de las cosas se manifiesta en colores, volúmenes revelando
al carácter del hombre.
El texto de Augé (edición original en francés “Les formes de l´oubli”, 1988) en
prosa, guarda cierto parentesco con el texto de Montejo, sólo que éste fue publicado
en 1976, doce años antes. No es desdeñable la prosa del antropólogo Augé porque
en ella hay suficiente espacio verbal (economía de los signos) para lo poético.
Veamos la similitud:
En Augé:
“El temor al etnocentrismo es respetable (…) Pero a veces es mal consejero, pues nada nos dice de la existencia de pensamientos que, nacidos en nuestras latitudes, han encontrado asilo en palabras exóticas, ni de otros venidos de lejos que han sido disimulados en palabras que nos son familiares (sobre las grandes migraciones de pensamientos, pese a ciertas hipótesis generales, estamos lejos de saberlo todo; nada nos dice tampoco –y es incluso lo más interesante– sobre la posibilidad de comparar, por muy diferentes que sean, –pensamientos negros, amarillos o rojos cuyo cosquilleo nos fascina o nos divierte– con aquellos que viven en nuestras latitudes” (Augé,1998:13).
99
Los versos de Montejo guardan no sólo dimensión estética, en su manera abierta
y cadenciosa confirmada en el diálogo “dejando que la lengua vaya y vuelva”,
también en las palabras que redimen, al final de la jornada, un recomienzo de la
vida. El sentido de la metáfora de las “especias” no sólo remiten a la cosa que
representa sino que es como un mandala, el lenguaje es un surtidor que atraviesa
las sombras del ”Atlántico” como líquido amniótico de palabras que arman sus
batallas y alientan el festín de la naturaleza.
Algunas de nuestras palabras son fuertes, francas, amarillas, otras redondas, lisas de madera… Detrás de todas queda el Atlántico. Algunas de nuestras palabras son barcos cargados de especias, vienen o van según el viento y el eco de las paredes. Otras tienen sombras de plátanos, vuelos de raudos azulejos. El año madura en los campos sus resinas espesas Palmeras de lentos jadeos giran al fondo de lo que hablamos, sollozos en casas de barro de nuestras pobres conversas. Algunas de nuestras palabras las inventan los ríos, las nubes. De su tedio se sirve la lluvia al caer en las tejas. Así pasa la vida y conversamos dejando que la lengua vaya y vuelva. Unas son fuertes, francas, amarillas, otras redondas, lisas, de madera… Detrás de todas queda el Atlántico.
100
Una tierra germinante insiste sobre otra tierra, y al fin son una y múltiple: Las
palabras, siempre las palabras, cómo podría ser de otra manera si en su grávido
silencio, incluso por donde se deslizan las muchedumbres con su arrebatado
silencio, en su inconstante giro, como nos lo recuerda Eliot (2001) en sus Cuatro
Cuartetos:
“Y todo es siempre ahora. Las palabras en su esfuerzo, /Se hienden y a veces se rompen, bajo la carga, /Bajo la tensión, resbalan, se deslizan, perecen, Decaen con imprecisión, no permanecerán en su puesto, /No permanecerán quietas” (Eliot: 2001:8)
Davidson (1995: 250) en feliz traducción de uno de los versos de Dante (1973),
refiriéndose a la Tierra: “el pequeño suelo redondo que nos hace apasionados”, nos
recuerda: “Cuerpo es el tuyo cuando el sol se mueve/y ojos los míos cuando te
contemplo. /Tierra esfera que nos va llevando/por el azul intacto de sus vueltas”
(Montejo, 2004: 409).
Difuminos y nostalgia del ser MADONA EN EL METRO
Sobre tu rostro de madona tenue crece la luz con que Ticiano aviva un resplandor, una fogata. De paso hacia otro siglo un celaje sin tiempo te recrea
101
mientras la noche te devuelve por entre flores y canales hasta la puerta de tu albergue. Ahora al contemplarte un pincel se humedece en mi sangre y en mis harapos brota un lienzo puro donde cada monólogo canta la eternidad con que apareces, más aérea en mis sueños, tatuada por la mano de Tiziano.
(Muerte y memoria. pág. 31)
Las imágenes contrapuestas, especulares en un mismo plano sólo separadas por
la presencia de un niño ángel (eros) que se divierte serenamente con el agua del
estanque como si agitara las imágenes del caballo y de las parejas que están fijas
en el frontis del estanque y que sólo la curiosidad del dios del amor puede darnos
la ilusión del movimiento. Es una metáfora que tiene su manifestación en la
madona (una y otra, la misma). “Amor sagrado y amor profano” una línea tenue
las separa y las une en clara alusión renacentista de Ticiano que corre pareja al
erotismo de Montejo, cuando su voz esparce la morosa angustia de la edad: “y en
mis harapos brota un lienzo puro” como representación de los jirones de la piel
donde “un pincel se humedece en mi sangre” y desde las palabras sólo alcanza el
“monólogo”, porque los ojos enlazan el espacio difuminado que sólo Ticiano
puede hacer con los colores, que estos ya no sean sólo pigmentos de luz sino piel
en todo su esplendor.
El amor sagrado tiene la mirada hacia un punto indefinido, como quien espera
la llegada de un ser querido o más bien adentrarse hacia el interior de su espíritu;
en el amor profano la mirada aunque parece frágil, elemental, está llena de
sugerencias, de anhelos, es una mirada que sueña mientras que la mano izquierda
elevada grácilmente tiene una promesa. El ángel continúa en el estanque sin
102
inquietud. Su serenidad es pasmosa. Quisiéramos pensar que se trata del ángel de
la Anunciación, siempre “sin saber si andan entre los vivos y los muertos” (Rilke,
1971:773)
Lo justo en el poema es que Montejo ha sufrido una transformación en Ticiano
y recorre los espacios de Venecia. ¿No será Montejo en el poema, ese ángel que
sueña en el metro, con una ciudad distante en el espacio y en el tiempo? La fugaz
presencia de la joven “madona” porque es un celaje (aquí celaje y luz y tiempo,
representan un instante: un relámpago en el vaho de la hora que acerca los siglos
donde se mueven), sólo entonces somos alcanzados en el estremecimiento del
sueño.
Las palabras recuperan para nosotros esa levedad que parece habitar en el
lienzo, levedad del equilibrio que se manifiesta en el color que rodea y recubre
con pátina febril hasta alcanzar en la otra orilla la verdad, la belleza y la gracia de
la ilusión. Y sin embargo, parece que se nos escapan las nítidas sombras en sus
latidos, que las imágenes aparezcan como blandos cuerpos sobre la fugacidad de la
mirada. Cómo quisiéramos creer que más allá del texto, las imágenes mantienen la
autonomía de un lenguaje genitivo porque ellas aguardan su momento, su
equilibrada existencia ante la fugacidad de nuestra presencia. Ellas y nosotros
estamos hechos de la misma materia, y no comprendemos el porqué de los
espacios que nos limitan.
Ante las imágenes sólo podemos ver aquello que está tatuado en la memoria,
no podemos zafar los nudos que tensan las redes del imaginario. Cómo
quisiéramos abandonar el lecho donde descansan los pensamientos para alcanzar la
otra orilla de los sueños. Estar en el privilegio de las materias flotantes que
insistentemente quieren recuperarnos en los difuminos de “los símbolos, signos,
mensajes y alegorías” (Manguel, 2002: 19)
103
MARES DE TURNER
Mares de Turner, honda zozobra de naufragios, Olas que rompen en la tela y nos arrastran con los desechos de navíos… Todos sus mástiles son fuego.
Mares tatuados en la piel, verde borrasca Donde los ojos no hallan centro. Nubes flotantes que se arraciman y nos hunden Bajo el desastre de los muelles.
Mares que enmudecen en rostros de mujeres detrás de pañoles tenues. Ya no hay rata que alcance las últimas barandas, están selladas las compuertas.
Turner es ese tacto ante el terror. No cede a las despavoridas muecas, no astilla el maderamen cuando lo dobla a pique bajo el acoso de los vientos. Pocas nubes le bastan, una gaviota errante y el torvo sesgo de las velas. Lo demás es su alma abierta a su naufragio, atormentada en su elemento. (Algunas palabras, pág. 45)
104
“Mares de Turner” revoca la levedad de Ticiano, ese color ondulante en el azul
del cielo, su caída virginal siempre serena, en vagas latencias contra el fragor de la
tempestad de un realismo devastador donde la fuerza de los colores se hunden en el
estallido de los navíos hechos de palabras: el agua rompe los acantilados de la
página y nos acerca las olas en su ineluctable esfuerzo por la vida. No hay llamas y
sin embargo el negro funde los ocres y el blanco de las velas.
En Ticiano basta una paletada de un color inexistente, una alquimia que fluye de
la memoria para que la vida aparezca, y en cambio en Turner hay un movimiento
de sinfonía que nos recuerda a Bethoven. Al poeta Montejo, igualmente, le bastan
algunas pocas palabras como niño terrible del lenguaje para alcanzarnos el horror
de las voces que escuchamos en el naufragio de Turner. Mas una verdad se anuncia
en estos poemas, están “tatuados” en la piel, es decir, sin redención posible en
Turner, alada y febril en Ticiano.
Los ojos no pueden hallar centro porque todo es vértigo esencial en la fatalidad
del destino, las palabras en el poema llevan el ritmo que el viento les insufla, las
palabras son el mismo viento que rompen las velas. Las llamas baten el corazón y
sin embargo no hay soledad en la muerte.
Cuántos naufragios alcanzaron a Turner en la borrasca de los hombres por
conquistar el poderío marino, él mismo, con tanto clima inconstante en el alma
merodeando el corazón de Montejo, y, sin embargo, volvemos del naufragio
redimidos del fragor que el alma insufla a nuestras débiles creencias, a ese
inconstante ser que cree cantar a la inmortalidad. Orfeo canta en los infiernos
marinos, sus voces (las del mar y del aeda) nos estremecen porque en la ausencia
de este siglo, Montejo nos lanza sus quemantes palabras sobre el borde de los días.
Todo en medio del terror es simple, bostezos del mar en la cólera de los dioses.
105
DOS REMBRANDT (1606-1669) 0,377 x 0,28 m., Óleo sobre lienzo (1629) 0,86 x 0,705 m., Óleo sobre lienzo (1669)
Con grumos ocres pudo el viejo Rembrandt pintar su último rostro. Es un autorretrato en su final, hecho de encargo para un joven pintor de 34. (El mismo Rembrandt visto en otra cara).
Puestos cerca esos cuadros Muestran en igual pose las dos bocas, Unos ojos intensos o vagos, Las manos juntas en el aire Y el tacto de colores Con hondas luces que se rompen En sordos sollozos apagados…
Rembrandt en la vejez, al dibujarse Supo ser objetivo. No interfiere En los estragos de la vida, Ve lo que fue, no añade, no lamenta. Su alma sólo nos busca por espejo Y sin pedirnos saldo Se acerca en sus dos rostros, Pero ¿quién al mirarlos no se quema?
(Algunas palabras, pág. 47)
106
En los poemas “Dos Rembrant” y “La Anunciación” (extendemos
la mirada y aguzamos el oído), en el poema “Algunas palabras”, constataremos la
imbricación de metáforas con una sincronicidad extraordinaria en el giro
semántico de la ilusión no sólo en la idea del tiempo, entre una edad y otra, entre
una anunciación y otra final, sino en uno de los temas fundamentales de Montejo
como lo es la idea de la llama: “hondas luces que se rompen/en sordos sollozos
apagados”.
Estas luces evidentemente referencian el color y, al mismo tiempo, nos vienen
desde los “sollozos en casas de barro/de nuestras pobres conversas”, del cambio
que produce en el espíritu la idea del fuego en “el quemante silencio” de “La
anunciación” la noción de la degradación, no de la muerte sino ese sentido de
renacimiento que hay en la humanidad de que nadie muere completamente porque
en sus obras o en su descendencia comparte la inmortalidad. Y, sin embargo, en los
“Dos Rembrant” una súbita llamarada nos alcanza cuando en esos dos rostros,
“¿quién al mirarlos no se quema?”
Insistimos: La recurrencia al fuego simbolizado como una proyección de los
recuerdos familiares en la estancia, en la quietud del hogar, donde el fuego purifica
y cuece los alimentos, y también como el primer castigo a la desobediencia, no
acercarse a la candela decían nuestros mayores, pero también en las noches
iluminadas por las fogatas ante un cielo estrellado, en los bosques arrasados por
una simple llama que reptó silenciosamente hasta convertirse en hoguera, la llama
de Prometeo como amor a los hombres, las quemantes cenizas hacia donde
Empédocles se lanza como un Icaro hecho de luz, el fuego sexualizado en la
humanidad como redención y prolongación de la vida, “La zarza ardiente” de
Moisés, las llamas del “infierno tan temido” de Santa Teresita, el “Ángel terrible”
de Rilke en la Elegías de Duino”, el fulgor del arcángel Gabriel, en Montejo,
107
cascada de brasas como una llama fugitiva que tiene su hora y nos alcanza: el
apocalipsis.
En “Dos Rembrant” hay una consistencia de carácter y una intuición del valor
que podemos observar en el cuadro de la juventud, la luz cenital que impacta el
rostro lo suaviza y cautiva las miradas, en el retrato de la vejez, el hombre aparece
un poco más retraído, como hacia un fondo de luz tenue que da al rostro una
intermitencia de dulzura y tristeza, sin abandono.
No nos dicen ambos retratos, vueltos a nuestro tiempo en el rostro de Montejo
que está en ellos cuando cumplía el poeta 40años, si tomamos en cuenta la fecha de
publicación del poemario “Algunas palabras” (1976), como si Alonso Quijano
traspasara el umbral, y las miradas de ambos se confundieran, pero aún estaban
lejos y ya ven cómo el tiempo iba labrando con su buril de llamas las imágenes en
el espejo. Cervantes/Rembrant/Montejo: “Ve lo que fue, no añade, no lamenta. Su
alma sólo nos busca por espejo”, exactamente como en el prólogo a las “Novelas
ejemplares”, Cervantes reconozca sin dolor y pero con dignidad los cambios
insobornables que el tiempo infiere al cuerpo.
“Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz curva, aunque bien proporcionada; las barbas de Plata, que no ha veinte años que fueran de oro…” Cervantes, 1948: 15)
La simetría entre los retratos de Rembrant y la descripción de Cervantes es
perfecta. Nada se oculta, aunque haya en todo ser humano una edad dorada, llegada
la vejez ésta es una conquista sobre el tiempo. Montejo es objetivo, su rostro en el
espejo difumina el oro de los días:
108
LA ANUNCIACIÓN (Una talla antigua)
Miro el ángel de la vieja madera bajo la transparencia que en las alas tiene devastación de termiteros.
La túnica se borra hacia los hombros y su dedo en los labios nos esparce el quemante silencio que cae de su leño.
Mas no por ángel nos retiene absortos entre el sueño de María con liviana inocencia de cedro.
Hay otra anunciación tras de sus ojos que aguarda a nuestro lado su terrible momento. Y quizás cuando hable sea ya tarde para todos nosotros, tarde para sus alas en el fuego.
(Algunas Palabras. pág. 75)
109
Este poema (La Anunciación) está escrito en clave. Es quizás uno de los más
bellos que Montejo escribiera con absoluta conciencia estética y mística. Recurre a
la imagen del apocalipsis, al fundir los tiempos, aunque hable en presente y nos
impacte el pasado con la anunciación que el arcángel Gabriel hace a María sobre el
nacimiento de Jesús (Lucas, 1:37), lo que “nos quemas” es la otra anunciación
lanzada al futuro en llamas.
El arcángel anuncia a Zacarías el nacimiento de Juan (Lucas, 1:19) “Yo soy
Gabriel, que estoy delante de Dios; y he sido enviado a hablarte, y darte estas
buenas nuevas” y seis meses más tarde se aparece a María para anunciarle la
gestación de Jesús: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te
cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado
Hijo de Dios” (Lucas, 1:37)
¿Qué sabe Gabriel por ser el ángel que está delante de Dios y, además, es su
Heraldo? ¿Qué visión ha tenido el poeta Montejo que las llamas ocultan a los
mortales? ¿Y cómo con palabras (recordemos que algunas son “de madera”) talla
en el silencio irrevocable de su alma “La Anunciación” que nunca veremos?
“No porque entrara un ángel (compréndelo)/se sobrecogió. Pues al igual que otros no se sobresaltan/cuando un rayo de sol o de noche de luna/penetra repentinamente en su habitación/así tampoco solía ella enojarse cuando un ángel/se presentaba en la figura con que los ángeles van; apenas imaginaba que esta mansión resulta/penosa para los ángeles” (Rilke, 1968: 10)
Un poema ciertamente enigmático que nos ha llevado a un recorrido por el
imaginario de la cristiandad acerca de este tema de la Anunciación. No poco
pintores, escultores y artesanos a lo largo de la historia han sido impactados por el
texto bíblico que, en el caso del poema, está encriptado, no sabemos la fecha de
ejecución de la obra y la mano que la talló.
110
¿Qué razones impulsaron a Montejo a ocultarla? –en conversación telefónica
con la poeta Ana Enriqueta Terán (13 de Mayo de 2009, 7:15pm, nos hace saber
que “La Anunciación” del poema puede corresponder a la imaginería venezolana,
muy rica en este tema, y es posible que se encuentre en alguna de los templos de de
nuestros pueblos andinos, nos dice haber visto una talla acorde con el texto de
Montejo en la Iglesia de de San Miguel en Boconó, estado Trujillo. Hemos hecho
los contactos para verificar esta información, infructuosamente. Hemos optado por
usar como obra de referencia el retablo del Maestro de Bonastre (1440-1490),
perteneciente al “primitivismo valenciano” de España para la comprensión del
poema. Es un díptico de óleo sobre madera de (180x172 cm) y, entre la ingente
representación de este motivo bíblico, se nos muestra como una de las más bellas y
cercanas al texto de Montejo.
¿Qué razones, insistimos, tuvo el poeta para ocultarla en la niebla de lo antiguo,
sin fecha ni autor? Se nos ocurren varias: Primero, hay elementos evidentes
(madera, cedro, leño) que nos remiten a la purificación: la “vieja madera” tiene
devastación de termiteros: a) los termiteros representan el tiempo, su irrevocable
acción sobre la vida, b) una visión del resurgimiento del mal al apoderarse de las
alas del arcángel (el sentido del vuelo y de la imaginación), y “la túnica se borra
hacia los hombros) la desaparición lenta de la protección de Dios, y c) al no poder
constatar en la historia del arte escrita hasta ahora (la que hemos revisado en
nuestro medio) si se trata ciertamente de una obra tallada en madera de cedro que
se hallaba en la iglesia de Puerto Malo, al cuidado del padre Tiznado, el pueblo
donde vivió Blas Coll. El cedro tiene la inocencia de María. El leño (otra forma de
la madera), lleva implícito en su significado la producción de fuego y en su
consumación esparce sus brazas sobre lo ineluctablemente humano.
En el Canto Décimo de la Divina Comedia (Dante, 1973) en la primera meseta
del Purgatorio están las almas que intentan aliviar el pecado de la soberbía. Junto a
111
ellas hay imágenes esculpidas en mármol blanco como alegoría del olvido (justa
recompensa para los soberbios) pudiendo escuchar cerraron sus oídos a las voces
del Arcángel y en muchedumbre, como ríos de la memoria, esas figuras los alejan
de futuras glorias:
“El Ángel que descendió a la tierra con el don de la paz ansiada por tantos años, y que abrió los cielos vedados tras largos siglos, se ofrecía allí ante nosotros esculpido con tal verdad y en tan modesta actitud, que no parecía ser una imagen muda” (Dante, 1973:224)
En las “Elegías de Duino”, Rilke nos estremece porque el fuego es la senda por
donde transitan los ángeles, en “La Anunciación” de Montejo nos vemos atraídos
por esa llama porque es ella la que anuncia las palabras, como brasas iluminadoras
del espacio poético.
En el Corán, Azora XCVII, el arcángel Gabriel dicta a Mahoma, en el curso de
veintitrés años, una copia del Corán Celestial.
112
CONCLUSIONES
Creemos haber logrado la aproximación propuesta en este trabajo acerca de El
elogio de la ilusión (un acercamiento al proceso creador del lenguaje) porque una
vez hecha la revisión documental pertinente, su cotejo y justificación dentro de la
experiencia docente y creativa del autor, éstas han permitido cumplir con la
formulación del modelo semiótico de comprensión de la lectura
Los resultados más importantes fueron la constatación de la metaforización en
los procesos de la imaginación y la producción de textos a partir de la ilusión que
se advierte en el lenguaje, sirva como ejemplo la presente investigación que ha
tenido en cuenta la experiencia escritural de su autor.
Creemos que, desde el punto de vista dialéctico, este trabajo queda abierto a
procesos futuros de investigación. Se colige, por lo tanto, que hemos hecho un
aporte al mismo, ya que, como lo indicamos en el planteamiento del problema, no
existen trabajos de esta especificidad en nuestro medio.
La lectura es un proceso cognitivo eficaz en las representaciones y del
imaginario del lenguaje. En la presente investigación se realizó una metalectura
(texto sobre el texto) como acto creativo superador de formas cosificadas en la
sociedad.
Finalmente, este trabajo puede ser valioso como complemento didáctico en las
actividades de docencia e investigación de pregrado en las disciplinas estéticas y
filosóficas, siempre como marco referencial que suscite la comprensión de las
relaciones entre poesía y pintura. Aún más: Su posibilidad puede extenderse a los
docentes y alumnos de educación básica como complemento de los estudios
humanísticos.
113
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BACHELARD, Gastón (1966). Psicoanálisis del fuego. Alianza Editorial. Madrid. BAJTÍN, Mijaíl. (2000). Yo también soy. Editorial Taurus. México. BRETT MARTÍNEZ, Ali. 1988. Aquella Paraguaná. Fondo Editorial Alí Brett Martínez. Aragua. Venezuela. CAMPOS, Miguel Ángel. 2006. Justicieros y novelería: primeras visiones de la mancha. (En Mancha de aceite). Ediciones de la Universidad Cecilio Acosta. Maracaibo. CARRERA, Gustavo Luis. 2005. La novela del petróleo en Venezuela. ULA. Editorial venezolana. 2ª edición. Mérida. Venezuela. DELADALLE, Gérad. 1996. Leer a Peirce hoy. Editorial Gedisa. España. DÍAZ SÁNCHEZ, Ramón. 1950. Mene. Ávila Gráfica. Caracas. Venezuela. EAGLETON, Ferry. 2005. Después de la teoría. Editorial DEBATE. Barcelona. España. ESCOBAR MESA, A. 2001. Americanismo y modernidad en Mancha de aceite de César Uribe Piedrahita. Universidad de Antioquia. Universitas Humanística. Bogotá. FOUCAULT, Michel. 1997. Las palabras y las cosas. Editores Siglo XXI. México. FUENMAYOR, Víctor. 1999. El cuerpo de la obra. Universidad del Zulia. Maracaibo. Venezuela. FUENTES, Carlos. 1980. La nueva novela hispanoamericana. Cuadernos Joaquín Mortiz. México. JAKOBSON, Roman. 1974. La lingüística y la poética. Ediciones CÁTEDRA. Madrid. España. MONTAIGNE, Miguel de. 1962. Ensayos. Editorial Aguilar. Buenos Aires. Argentina. MENTON, Seymour. 1988. Historia verdadera del realismo mágico. Fondo de Cultura Económica. México.
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PICÓN SALAS, M. 1976. Comprensión de Venezuela. Monte Ávila Editores. Caracas. Venezuela. URDANETA, Ismael. 1928. Poemas de la musa libre. Caracas. Venezuela. Taller Gráfica. URIBE PIEDRAHITA, C. 2006. Mancha de aceite. Ediciones de la Universidad Cecilio Acosta. Maracaibo. Venezuela.
120
ANEXO
Trabajo publicado en la Revista de Semiótica (2007) del Laboratorio de Investigaciones Semióticas (LISA), Facultad Experimental de Ciencias (páginas 207 a 218) como requisito especial de la Maestría en Literatura Venezolana, de los Estudios de Posgrado de la Facultad de Humanidades y Educación, Universidad del Zulia. Colección de Semiótica de la Cultura N° 4. Maracaibo, Venezuela
121
El fulgor de la trama
Microuniversos fundantes en Mancha de aceite José Francisco Ortiz. Departamento de Ciencias Humanas, Facultad Experimental
de Ciencias. Universidad del Zulia. Maracaibo. Venezuela. [email protected]
“Mis propios ojos bastan para que me mantenga digno.
No hay quien pueda vigilarme tan de cerca, ni nadie a quien yo respete más”
Miguel de Montaigne
Resumen El presente artículo es una aproximación semiótica a la novela Mancha de aceite de César Uribe Piedrahita, para ello se ha tomado como referencia la edición de la Universidad Cecilio Acosta, con ensayo introductorio del escritor Miguel Ángel Campos (2006). Se ha optado por el estudio en su nivel pragmático, con la introducción del concepto operatorio de microuniverso en un intento por mostrar las filiaciones que, derivadas del lenguaje, tienen como marco referencial las resonancias del mundo latinoamericano. Paralelamente, se pretende evidenciar las relaciones espacio-temporales del hombre, sus prácticas sociales indexadas por las representaciones de oposición realidad/ilusión en un corpus que se extiende desde la memoria a lo largo del imaginario local. No abunda el presente estudio en remarcar lo que ya se ha dicho con suficiente eficacia acerca de la novela del petróleo en Venezuela, ni siquiera como escolio de la modernidad o raigambre vanguardista hacia las cuales apuntan las reflexiones, ya de carácter literario, sociológico, político o económico, aunque tangencialmente aparezcan en algún lugar del presente estudio, sino que se insiste en una propuesta estética que parte del análisis de algunas categorías triádicas del signo según CS Peirce y del correlato cultural que permiten interpretar la función de los signos en las prácticas sociales. Palabras clave:Ilusión, imaginario, petróleo, fulgor, signos triádicos microuniverso.
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The brilliance of the weave. Micro-universe founder in Mancha de Aceite
Abstract The present article is a semiotic approaching to the novel Mancha de aceite of Cesar Uribe Piedrahita, for that has taken like reference the edition from the University Cecilio Acosta, with introductory essay of the writer Miguel Ángel Campos (2006). It has been decided on the study in his pragmatic level, with the introduction of the operating concept of microuniverse in an attempt to show the connections that, derived from the language, they have as referential frame the resonances of the Latin American world. Parallelly, it is tried to demonstrate the space-temporary relations of the man, his social practices indexed by the representations of opposition reality/illusion in corpus that extends from the memory throughout the local imaginary. The present study does not abound in to emphasize what already has been said with sufficient effectiveness about the novel of petroleum in Venezuela, not even like margin notes of modernity or vanguardist roots towards which they point the reflections, or of literary, sociological, political or economic character, although tangentially they appear in some place of the present study, but that it is insisted on an aesthetic proposal that starts from the analysis of the triadics signs of CS Peirce and of the cultural correlative that allow to interpret the function of the signs in the social practices. Key words: Illusion, imaginary, petroleum, brilliance, triadic signs, microuniverse.
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INTRODUCCIÓN El escritor César Uribe Piedrahita (Colombia, 1896-1951) es el autor de Mancha
de aceite (1935), considerada la primera novela del petróleo en Latinoamérica.
Vivida en Venezuela, pues se trata del autor desdoblado en el personaje principal
(Gustavo), quien llega a ese país para cumplir actividades médicas de la compañía
Sun Oil, lo que le permite convivir en el ámbito de la perforación y explotación
petrolera, relacionarse con obreros, ingenieros, gerentes; visitar poblaciones del
occidente venezolano y tener una cierta influencia en la diversidad social que
congrega la actividad petrolera.
Miguel Ángel Campos introduce la obra en el medio, setenta años después de su
publicación en Colombia. En un ensayo definitorio de la obra, desarrolla su tesis
mostrando los diferentes ángulos de los procesos creadores de la novela en
Venezuela, los escenarios de una industria que no ha encontrado aún la
interpretación cabal en el desarrollo nacional, las posturas disímiles por donde se
han colado las apreciaciones de los coterráneos frente a la riqueza del petróleo:
“Captar la imposibilidad de la comunicación directa, en visiones enfrentadas, tal vez ayude a comprender la proliferación de híbridos, no sólo del habla, presentes en la cultura del petróleo. En el fetichismo latente en la necesidad del peón de asignarle ocultos y poderosos significados al incomprensible “lenguaje nasonado” del gringo hay una radical subordinación de su ser” (Campos, 2006: 9-10).
No es menos cierto que Gustavo – un personaje andariego y soñador –alcance
más allá de su profesión (médico) a visionar, a contrapunto de las debilidades
humanas, un espacio que no le pertenece. Un collage iluminado más por las
sombras que por el sol que circunda los lugares que habita; la cotidianidad
enfermiza y decadente cala en la azarosa existencia de aquellos hombres. La
realidad confronta el imaginario dentro de lo que Bajtín expresa del “yo” intérprete
lanzado al vacío de la ilusión:
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“... yo en cuanto protagonista de mi propia vida, tanto de la real como de la imaginada, me vivo a mí mismo dentro de un plano por principio distinto de aquel en que veo a todos los demás actores de mi vida y de mi ilusión” (Bajtín, 2000: 47).
Gustavo ausculta, determina indicios, pero no alcanza a descubrir al mal que
aqueja a las víctimas que han sido sobrepasadas por la tecnología, el poder del
Estado y las fuerzas raigales que revientan como volcanes. Sólo colorea. Es un
paisaje difuso que le recuerda otros espacios, pero sin nostalgia. En una
provisionalidad del discurso del interpretante final, cómo se objetiva en su
materialidad y, al mismo tiempo, representado en su versatilidad, en su dinámica
mental (Deladalle, 1996).
En la ambigüedad de los interpretantes, parece más un corresponsal de guerra
que da parte de su oficio a Alberto, personaje distante con quien mantiene
correspondencia, y que, de manera inteligente, Uribe Piedrahita lo hace vivir en la
trama de la novela como un intertexto sugerente, trayendo al lector la opacidad, la
extrañeza que más tarde se observará en algunas tendencias del pensamiento
contemporáneo, aún lejos de la grandeza del recurso dialógico que propicia los
contrastes de los planos de la narración naturaleza/hombre.
Sin embargo, en nada desmerece esta obra que, ciertamente, viene a inaugurar la
narrativa petrolera en momentos de transición social campo-ciudad en nuestro país
(Picón Salas, 1976), y de irrupción política y económica en el mundo.
“Al lado de León de Greiff y de Luis Vidales en la poesía, Uribe irrumpe con una narrativa que va más allá del modernismo. Se coloca al lado de los vanguardistas al cuestionar los valores morales y políticos heredados, rebelarse contra una cultura anquilosada, cuasimonacal y simulada de casi medio siglo de gobierno conservador y estar atento a las nuevas sensibilidades y tendencias estéticas” (Escobar Mesa, 2001).
125
Justamente, en este sentido, incluso cuando el modernismo va expirando en
delicuescencias y las vanguardias muestran la autonomía del texto de ficción en los
autores posteriores, Uribe Piedrahita es un testimonio en el horizonte de la
literatura latinoamericana. Sin embargo, Uribe Piedrahita como narrador parece
indicar a un hombre que está tratando de reintegrarse a través de diferentes
narratorios con sintaxis interralacionantes. Una macrosintaxis o secuencias
interactivas originadas en la estética. Esta es la razón por la que este texto busca sus
complementos en la conjunción del diseño interno de los mundos posibles de la
escritura (la narración), de lo epistolar y de los formidables linóleos de Gonzalo
Ariza que acompañan a cada uno de los capítulos. Una intención (pragmática) que
reúne, repliega y disuelve los intérpretes.
Ya no se trata, entonces, de microuniversos materializados in presentia sino de
un proceso de microuniversos lógicos, fundantes de un mundo destinatario de
prácticas sociales irredentas.
Sintaxis reconstructiva del mundo (el espacio/texto) La signatura necesita del espacio donde desplegar sus formas (Foucault, 1997),
recorrer ella misma en su sintaxis el mundo y retornar en la pasión del intérprete. El
interpretante es solidario, anuncia y reclama al mismo tiempo. La topografía
luminosa y paradisíaca descubierta bajo el fulgor del sol sólo es comparable con la
ilusión de los mercaderes cuando en las lejanías esquivas del desierto, creen ver un
oasis donde sólo el aire muestra un espejismo que, como espejos restallantes, hacen
del lago el nicho de sombras en el imaginario zuliano.
A manera de hipótesis provisional, el signo que nombra al lago es un índice que
a pesar de sus proporciones nadie ve: es el “saco” “inmenso”. Si la enunciación es
connotativa (“inmenso”) parece querer insistir, por lo abstracto del término, en
apreciar el lugar donde se guardan los enseres o cosas para el viaje, una posible
126
reserva, un depósito anodino hecho para el tedio y la costumbre; sin embargo, en
ningún momento es entendido como el vientre materno de donde fluyen, como de
una cornucopia, los frutos y riquezas. Ismael Urdaneta escribe para la misma
época:
“No he sentido en mi vida/Dolor más lírico/De irremediable ausencia de colorido local, A mi regreso a Maracaibo, /Que el ver en el Lago de mi infancia/Las barcas, las ingenuas y blancas/Barcas de cabotaje/Que convertían el Lago en un estanque, /El verlas con el pecho y las alas/Tiznados de petróleo/ (...) La alberca de zafiro se hizo tina de aceite” (Urdaneta, 1928: 73).
Con la finalidad de construir una analogía, se introduce el intertexto binario de
miradas al espacio/texto: La raigal y romántica tejida al vuelo de la experiencia en
el extranjero (Ismael Urdaneta regresaba de la Legión Extranjera) y la César Uribe
Piedrahita, el extraño que envuelto en el fulgor de la trama, intenta narrar ese
espacio como la “culminación de El Dorado , que había sido una fábula alucinante
para los conquistadores españoles” (Brett Martínez, 1988: 71) : poesía/narración se
oponen y como una llama recorrida a la luz de los días, se liberan.
PRESENTE (Tiznado) PASADO (Color local) FUTURO (gris)
“El lago ancho y convexo, con sus velas y sus palmas, era la salida al mar fantástico de las islas caribes. Una inmensa concha que recogía el rumor del mar vecino, en otro tiempo cuajado de aventura y hendido por doradas proas ornadas de quimeras. El saco inmenso del lago captaba el rumor de las islas y soportaba la tortura del taladro, de los barcos y de las lanchas roncadadoras” (Uribe Piedrahita, 2006: 43).
127
La referencia semiótica merece una breve descripción que opere la viabilidad
del presente análisis. La semiosis encarna un dispositivo complejo de percepción,
de alumbramiento de una nueva realidad, de una síntesis que cabalga los planos
culturales de las sociedades. Es la semiosis la productora de las significancias
culturales y, sólo a través de ellas, es posible la re-construcción de la memoria
desde su carácter ontológico (intérprete).
PRIMERO Signo o representamen (presente)
el signo en sí mismo
SEGUNDO TERCERO Objeto o fundamento (pasado) interpretante (futuro) el signo en relación con su objeto el signo en relación con el intérprete
El signo-texto-naturaleza entra en una relación de contrarios con el signo-texto-
petróleo. Por lo tanto, el signo petróleo -en su fundamento de materia viscosa de
hidrocarburo- tiene su mejor interpretante en la riqueza. Pero es un interpretante de
opacidades que no llega a tener una significación en los intérpretes, y la semiosis
queda cerrada en finita serie, y no en infinitas como sugiere la lógica peirceana de
las tríadas, es decir, sin posibilidades dialécticas.
Esta semiosis enrarece, en el plano de la conciencia, la diversidad de contenidos
que sugiere el interpretante, enquista el valor de la riqueza como productor de todos
los males como “estiércol del diablo”: “El petróleo –diagnosticaba un hombrecito, -
el petróleo envenena a la gente. El más sano se vuelve una fiera. Debe ser el olor”
(Díaz Sánchez, 1950: 114).
128
En la mente del intérprete se cuelan equívocos referenciales, cauces que
apuntalan un mito y lo degeneran en propuestas de “un sentimiento populista”
(Fuentes, 1980: 12), donde: Civilización/barbarie, campo/ciudad, pobreza/miseria,
desarrollo/subdesarrollo tipifican casi de manera irreductible el imaginario de los
oprimidos/opresores, introduciendo una realidad histórica que puede encontrarse en
todas las épocas independientemente de la sociedad a que corresponda esta relación
binaria, donde el lector queda prevenido cuando se entiende que la novela en su
totalidad textual es, también, un signo.
No en balde, el siempre lúcido Montaigne señala una comprensión más justa de
ese interregno de la soledad en la que se mueven dos sociedades: “...nada hay de
bárbaro ni de salvaje en esas naciones, según se me ha referido; lo que ocurre es
que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres” (Montaigne, 1962:
217).
Gustavo es un soñador que intenta completar el rompecabezas de su vida de
aventuras que, a pesar de las relaciones de intercambio social, aún piensa que “la
gente no es mala”, dejando en suspenso la posibilidad de completar la frase: “la
sociedad la hace mala”. Un poco rememorando a Rousseau. Un Emilio extraviado
en el trópico.
El capítulo “Campos de Falcón” entra en el signo-texto como una prolongación
de ciertos espacios que el sol hace girar en boquerones de aire y arena, y en las
visiones “ante la arrogante sirena petrolera que inició el conteo de las horas a
quienes siempre habían medido sus movimientos a través del sol” (Brett Martínez,
1988: 75).
Cuando Gustavo se posesiona (sentido metafórico) del paisaje lo hace desde la
perspectiva del cuerpo exterior, ausencia de la pasión, porque su cuerpo interior es
129
“una permanente aspiración y el deseo de llegar a estados y vivencias puramente
extrínsecos” (Bajtín, 2000: 66). Como si a través de la mirada frente a un cuadro
mantuviera la distancia para no perder la perspectiva, y siempre, dentro de lo que
Bachelard expresa para la relación sujeto/objeto de “confidencias sobre la juventud
de nuestro espíritu” (Bachelard, 1966: 9).
“Ondeaba el paisaje monótono y se rizaba, titilando estremecido por el torrente de fuego que manaba del sol y la resaca de lava que corría por la tierra. Las líneas sin contraste se borraban en el aire se borraban en el aire cargado de luz y de fiebre. No había sombra. Todo era luminoso y cargado. Escasos matorrales espinosos, cactus como pétreos candelabros hebreos y piedras erizadas de cristales se perdían abrazados por la llama del mediodía” (Uribe Piedrahita, 2006: 111).
Sin que pueda señalársele a Mancha de aceite el término de realismo mágico, en
el sentido que los autores posteriores, entre ellos García Márquez, sí podemos
encontrar en la obra ciertos contornos al momento de aproximarse a la naturaleza
de manera fantástica y ensoñadora. “El cuadro, cuento o novela es
predominantemente realista con un tema cotidiano, pero contiene un elemento
inesperado o improbable que crea un efecto extraño, dejando asombrado al lector o
espectador” (Menton, 1988: 36-37).
Incluso, En los pantanos de Onia es una brevísima narración que mantiene el
pulso y la conciencia de quien sabe contar y, al mismo tiempo, con maestría
superar las ambigüedades de las palabras, para mostrarlas con exactitud sin que
pierda valor artístico. Hay un estilo vanguardista. Ya no se contenta con el paisaje,
ni lo colorea. La conciencia del personaje es una y de indisoluble empatía con la
naturaleza. Hay un continum de la actitud romántica que Uribe Piedrahita no
termina de quebrar, quizá porque aún, cuando CS Peirce conviene en que el
interpretante está pleno de futuro, el microcosmo hombre/naturaleza persiste sobre
130
el objeto. El personaje por instantes es espacio y texto al mismo tiempo. Un texto
orgánico que alcanza la unidad y complementa la novela.
“Por los caminos húmedos, al pie de los barrancos musgosos que sudaban agua, subió Gustavo lentamente, cansado y ya sin interés por el paisaje, hasta las regiones frías y calvas del páramo. La escasa vegetación tiritaba de frío. Sólo los lanudos frailejones sobresalían por entre hirsutos licopodios y líquenes resecos. Los peñascos negros y erizados rasgaban con sus dientes las nubes pasajeras y ornaban sus aristas con frágiles vellones de neblina. El páramo estaba silencioso y en las cuevas y gargantas de las peñas ávidas de ecos se helaba el ruido y se convertía en sombras” (Uribe Piedrahita, 2006:79-80).
Bastardización de la lengua (el texto/espacio) Las miradas al texto no escapan de los esquemas mentales del lector y, sin
embargo, no se deja atrapar por las prácticas sociales de éstos. El texto, la novela,
como una red de conflictos humanos adquiere una dimensión totalizadora de la
vida, donde lo inefable no tiene cabida más que por vía del tiempo que la comprime
en el vértigo del espacio de confluencia de los mundos posibles.
A la realidad se le superpone el imaginario como un tejido de recuerdos que
hacen posible las latencias entre la naturaleza y el hombre. Esa mixtura de
nostalgias irrevocables, expectantes en Piedrahita –aseguran la comprensión de la
mirada futura– insisten en su escritura: “En estas páginas se encuentran en
desorden y sin pretensión artísticas, los recuerdos de algunos años de mi vida
aventurera” (Uribe Piedrahita, 2006: 35).
Da por sentado que en la mente del lector –como productor– vendrá solícita a
reconstruir el imaginario habida cuenta de que los textos literarios son
interdependientes entre la realidad y los mundos posibles. Aunque el texto tenga
vida en sí misma ésta siempre sobrevendrá a la luz del lector externo. Las visiones
131
internas en el narratorio nada cuentan sin un marco de espacialidad reivindicada en
la lectura. No sería entonces fútil pensar que los relieves son achatados, rostros
ocultados, sombras que insinúan fulgores y acciones que esperan una redención
donde otras han sido favorecidas por la hora en que la mano y la pluma han
encontrado el tiempo de la escritura. “Mezclados todos estos temas se confundían,
se amasaban hasta formar una sola vez, un conjunto armónico, idéntico” (Uribe
Piedrahita, 2006: 102).
Ciertamente, pareciera que el autor quiere afirmar determinados impresiones de
caos, arte y aventura como un intento por conciliar la búsqueda de la utopía
acentuada en la psiquis del narrador/lector derivadas de las experiencias de los
hombres y no como un espacio de mundos posibles como elementos de la trama.
De ahí que: “Las obras de arte tienen una especie de inconsciente que no se
encuentra bajo el control de sus productores” (Eagleton, 2005: 107).
Lentamente, el discurso narratorio da cuenta de la bastardización de la lengua,
un patois (patuá), el idiolecto de la sumisión a las pasiones: “Entonces, gut nai,
dóctor, gud bai”, “La apuesta se va a cerrá”, “Con tanto ingléh /que tú sabiah/
Manuel José/ y no sabeh/ decí/ ni yéh”, “Traduzca, Palmer, a la lingo de ese hombri
que: mañana por la mañana, muy temprano, arregle cuatro caballos porque tenemos
que salir” , se presentan en el relato, y aunque uno de esos motivos insista en cubrir
con notable apariencia la realidad que inserta en el lenguaje, no es menos cierto
que, por obra del mismo lenguaje, se hacen corruptibles, es decir, marchan
ineluctablemente hacia el ámbito de la necesidad.
Tal vez la obra de Piedrahita se nos muestre como una versión de la lucha “de
una actitud rebelde que se va afianzando en personajes determinados, en las
palabras, en la acción, casi en el propio aire del campo petrolero” (Carrera, 2005:
57), desde la cual se pueda seguir el hilo de Ariadna hacia el encuentro del
132
Minotauro y su muerte definitiva. Y no es cierto, el Minotauro (petróleo) sigue vivo
a pesar de la visión apocalíptica que encontramos al final de la novela.
En todo caso, aceptaríamos que Echigorri (Gustavo, Doc, Doctor, Médico) no
siguió fielmente las indicaciones de Ariadna y caminó otros senderos para armar
otras historias. Historias calidoscópicas que, ciertamente, tienen en común el
escenario petrolero, pero que divergen en lo que cuestionan y aceptan. Una
ambigüedad más que una duda. Un sacrificio más que un heroísmo. Y, sin
embargo, un sentimiento que exorna la soledad en medio de la tragedia y, por lo
tanto, esta última queda hipostasiada en el gesto.
“En el cementerio de la aldea, carcomido por las hormigas y visitado por las gallinas y los cerdos del vecindario, se cavó en secreto un hoyo profundo. Varios sacos repletos de carne humana bajaron a la tierra y bajo la mirada del sol se perdieron en su seno para fecundarla fermentándose y pudriéndose hasta confundirse con las fuerzas vivas del suelo que los sustentó” (Uribe Piedrahita, 2006: 42).
Como un síntoma, y no un diorama espectacular goyesco, ni siquiera para ver
las sombras porque el sol es testigo del acto y quienes lo presencian se pierden
difuminados en el aire, es, para decirlo escuetamente, la visión del médico
Echegorri, para quien los horrores son parte de la naturaleza humana y el paisaje es
impasible, incluso en la forma en que el capitalismo da cuenta de sus haberes.
“El capitalismo quiere que los hombres y mujeres sean infinitamente flexibles y adaptables. Como sistema, el capitalismo siente un horror fáustico a los límites fijos, a cualquier cosa que suponga un obstáculo para la infinita acumulación de capital. Si en cierto sentido es un sistema absolutamente materialista, en otro es antimaterialista con virulencia. La materialidad es lo que consigue en su camino. Son las cosas inertes y contumaces las que ofrecen resistencia a sus grandiosos planes. Todo lo sólido debe desvanecerse en el aire” (Eagleton, 2005: 127).
133
¿Qué puede quedar a salvo en la demolición de los “hombris”? Su testarudez o
la inocencia de sus costumbres apagadas por una fe que es recordada a la hora del
juego y la jerga, de la somnolencia de los descastados por el alcohol y la
ignorancia. Una fe que tiene sus significantes más próximos: las prostitutas y la
Chiquinquirá, reducidas al vientre de la tierra que acalla sus ecos. Sólo es posible
un destino para aquellos “hombris”, las ilusiones que puedan devenir de la luz, de
la claridad que calienta la piel y la hace cobriza, relampagueante, llena de sudores y
de encantamientos que colman a la naturaleza, pero son como peces en el vientre
del lago. Incapaces de encontrar el vigor con que la tierra devuelve sus humores y
los lanza a los cielos desproporcionados de otras naciones, los “hombris” viven sin
vivir y sin oportunidad para la nostalgia.
Índice de la memoria (el texto/cuerpo) El texto/cuerpo es un testimonio que puede significar agresión o pasión. Es el
lugar donde todas las batallas del tiempo conquistan la signatura de la otredad, la
máscara del futuro alejándose del brillo corporal y en latencias, el inconsciente
vuelve sobre sus propios pasos. Por el cuerpo/texto llegamos a comprender las
manifestaciones del arte y de la guerra. La identidad sugerente de la metáfora
girando hacia propósitos indefinidos en el proceso de la cultura.
“Lo que se trata de interrogar entonces son las raíces del ser, algo que tenemos en una interioridad corporal que se hace difícil responder si no partimos de la hipótesis de una identidad básica, más primitiva (...) El cuerpo está en los espacios de vivencias interiores y exteriores, en las calles, en la cotidianidad, en las ceremonias, en las fiestas y ritos, en las artes” (Fuenmayor, 1999: 49).
Mancha de aceite es una novela icónica en el sentido amplio de la expresión. Es
casi un guión cinematográfico. Por eso las imágenes tienen el tinte de la ilusión, la
trascendencia de la realidad es evidente. La imagen fílmica es irreprochable, la
sintaxis del miedo y de la opresión, que se alarga desde la conquista, la colonia, la
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independencia y hasta las primeras décadas del siglo XX, aparecen en el cuerpo
como si éste fuera el pizarrón donde se escriben las más cruentas pesadillas del
hombre común en Venezuela. “Masas informes, rostros destrozados, vísceras
cubiertas de fango, vientres rotos, piltrafas de carne. ¡Carne maltrecha y
machacada! (...) hombres rotos, quejumbrosos, agonizantes” (Uribe Piedrahita,
2006: 41-42).
La diversidad de tonos: negros, mulatos, zambos, indios y blancos, todos
habitantes del patio común caribeño. Mezcla exótica y diáfana. Es la zaga de
opresores/oprimidos en su marcha ineluctable en el corazón del venezolano.
El cuerpo es un texto que comunica, simboliza, y por lo tanto tiene cifrado un
discurso latente que ocupa los espacios generacionales de la cultura, y obviamente
abarca su propia poética (Jakobson, 1974). “El jefe de la estación era un moreno,
casi negro, gris por lo pálido y seco como un paraguas” (Uribe Piedrahita, 2006:
81).
El cualisigno, considerado por Peirce como una cualidad manifiesta del signo,
se muestra en este caso con características ambiguas que tiende a crear en la
conciencia del intérprete un signo de valor cultural: se abre en un paraguas:
moreno/negro, moreno/gris, moreno/pálido, moreno/seco, cuya connotación, ahora
sí: es abierta y determinante, imagen que viene del inconsciente a adjetivar hombre/
naturaleza no como el encuentro que da origen a la visión del romanticismo, sino
como oposición hombre/sociedad.
No obstante, Gustavo describe: las sombras y las claridades, lo oculto y lo
visible en los caracteres humanos, la naturaleza y el firmamento; y, por instantes,
pareciera un diestro realizador cinematográfico con movimientos de cámara en
primerísimos primeros planos y subjetivos, para mostrarnos una visión sugerente de
Peggy:
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“Enmarcaba su cara y coronaba su cabeza una cabellera de color castaño, con brillos de bronce en sus amplias ondas metálicas. Los ojos verdes, largados y un tanto oblicuos, remataban sobre las sienes. Largas pestañas curvas sombreaban las mejillas con hoyuelos fugaces y móviles al par de las comisuras de su boca fresca. La persona, el traje y los ademanes de la señora McGunn eran infantiles y graciosos” (Uribe Piedrahita, 2006: 45-46).
Conclusiones El esfuerzo de comprensión de la obra por vía semiótica (aproximación que trata
de escuchar más las voces que los ecos, o, ciertamente, indagar los límites entre
ambos) abre perspectivas estéticas que elude los lugares comunes que son
costumbre en el análisis literario aplicado al tema petrolero.
Mancha de aceite es, ciertamente, una novela testimonial atravesada por un
corpus ideológico, donde se refrenda el imaginario de gentes más que de pueblo en
contradicción con la naturaleza y la riqueza que ésta ofrece. Si la misma es acopio
de microuniversos para constatar su excelencia como primera novela venezolana
del petróleo, es posible que su mirada sea más de superficie y de recuerdos que de
fuerzas telúricas y humanas en expansión.