Relicario de Tinieblas

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Quienes hemos tenido la posibilidad de leer la versión inglesa de la obra de Cyril Connolly “The Unquiet Grave”, por supuesto hace mucho tiempo, y gozado de esa prosa poética, pensábamos que sería difícil encontrar algo similar. Sin embargo, es aquí, en este lejano país, donde pareciera haberse reencarnado en “Relicario de Tinieblas”, esa sublime prosa.Connolly escribió en el fragor de las bombas que asolaban Londres, Martín Tisera lo hizo en su hermosa patria que parece, todavía, no haber hallado la ansiada paz.Sus cuentos nos llevan por extraños territorios y él lo define en una hermosa frase: “He pactado con la noche una secreta alianza”.Esa frase es la llave que abre, para el lector, la oscura puerta que lo introduce al mundo Gótico de Tisera.En “Recuerdo antes de una batalla” se comparte con dolor la soledad del niño, que no se rinde como su bello hermano. Luego, en “El viaje”, evoca lo que muchos tratamos de olvidar: la indiferencia del padre y el teatral “sacrificio” de la madre. En otro momento de su libro, hace la pregunta que ninguno se atreve a contestar: ¿Quién ha robado mi destino?Soy deliberadamente breve, no es justo demorar al lector en el conocimiento de una obra que lo emocionará y lo hará meditar sobre su propia vida.

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M.E.T.

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Relicario de Tinieblas© 2009. Martín Tisera por el texto.

ISBN: 978-987-24105-4-4Fecha de publicación Agosto de 2009

Contacto autor: [email protected]

Impreso en Bibliográfika de Voros S.A.Av.Elcano 1048, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723Impreso en Argentina Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta puede ser reproducido total o parcialmente, almacenada, transmitida o transformada en cualquier forma o cualquier medio sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

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Esposa mía: me atrevo a dedicarte el presente libro, sabedor de que, en el crisol de tu buen amor,

se purificarán todas mis impericias.

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Nota Preliminar

He descendido profundo, he luchado contra Cíclopes, Titanesy otros gigantes cuyos nombres no me atrevo a conjurar; todos ellos guardianes de sombras a las que también desafié. He recor-rido vastas extensiones y allí, en el dudoso final de mis batallas, maldecido por la victoria, me dispuse a modelar el intolerable botín de mi osadía. Mi deforme y espantosa criatura, sorprendida en el abismo ciego al que fuera largo tiempo condenada, y al que terminó amando su faz monstruosa; vencida por mi determinación entregó su cuerpo, pero no sin antes proclamar con voz hiriente: “entiendo bien: sufriré bajo el buril y en el rojo fuego, pues sólo así seré otra, sólo así podrán verme”.

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Recuerdo antes de una batalla

He pactado con la noche una secreta alianza para mi acometida. La exagerada diferencia por la que somos superados en cantidad, será compensada con la sorpresa, la pericia y el valor, reclutas indispensables para las filas de cualquier guerrero.

Nadie aventura un sonido delator. La oscuridad y el silencio nos conservarán invisibles hasta que llegue el momento. El enemigo estructura su campamento y se dispone a descansar en el hechizo de una seguridad que complota con su aniquilación.

Todos sus movimientos me son familiares, puedo entender cada gesto que se dirigen, y si la brisa me acercara algún débil murmullo escapado de sus labios, también podría comprenderlo. Sabe Dios el alto precio que me ha costado esta ventaja, hija del exilio al que fui sometido en mi niñez. Irrumpiendo ahora en mis pensamientos, mis amargos días de rehén me traen, en vientos de pesada angustia, lo que jamás he podido olvidar.

Aún recuerdo la celda impía y sus fauces negras engulléndome en un húmedo rincón. Mis ojos infantes se cerraban fingiendo la noche para alcanzar el sueño, mientras las risas tormentosas

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de mis captores fertilizaban pesadillas, resucitando en mi carne las ignominiosas torturas que, horas antes, me habían hecho padecer.

Mientras yo luchaba contra la demencia que buscaba asilo en la soledad devastadora, mi bello hermano, entregado junto conmigo, prefería el oprobio de rendir favores a las torcidas inquietudes del sultán, a cambio de un cómodo pasar.

Allí, en el estatismo que la lenta procesión de los años hacía aún más insoportable, la urgencia de un destino me flagelaba con impacientes suplicas de concreción, atenazadas en mi espíritu convulsionado.

Por fin, antes de disolverme en la resignación, fui devuelto a mi tierra, obligado a rubricar una promesa de sumisión que no hacía más que alargar mis cadenas. Pero el deber de un hombre, así como su anhelo, no debe conocer nunca los pactos que lo censuran ni las caricias que lo demoran.

La luz de un astro que fugaba asintió mi empresa desde el firmamento, y empuñando el inflexible acero de mi determinación, me abrí paso hasta la cima que mi sangre noble se obstinaba en reclamar.

Las traiciones de los boyardos y mi refrenado porvenir, lejos de quebrar mi voluntad, yugularon mis debilidades e hicieron de pábulo a mis bríos. Pero si aún un sentimiento vulgar me he permitido, trémulo y acéfalo, fue a morir en brazos de una cortesana. Sabe mi yatagán que bien pago quedó su engaño, como el de todos aquellos que intentaron dar curso a sus felonías.

Llámese venganza, llámese ambición; quienes intentan despres-tigiarme quizás prefieran bautizar mis actos como impredecible locura o desmedido sadismo. De todos modos, sé que el miedo

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Recuerdo antes de una batalla

cierne sus alas negras sobre las almas de quienes me conocen, es que mi espada no acepta la desobediencia o la contradicción. Mis súbditos caminan entre el nauseabundo bosque que mi severa mano ha erigido con los cuerpos mutilados de mis detractores. Existen quienes dicen que este paisaje atroz excita mi imaginación y hasta despierta en mí un voraz apetito. Pero también se habla de justicia y de honor en mi principado.

Lo cierto es que no seré uno más de mis predecesores, la clase que los ha hecho perecer, solapando el abyecto puñal de la defección, jamás se ha enfrentado a un espíritu como el mío, para el cual el miedo es un ligero proscrito y cuya voluntad transgrede (de ser necesario) hasta los cotos más insospechados. Como mi padre en su sable, yo grabaré mi nombre en la historia, un nombre que no será alcanzado por el soplo mordiente del olvido. Como si la muerte repentina les tendiera la mano en la noche última, así se estremecerán quienes oigan nombrar a Vlad III, Príncipe de Valaquia.

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El viaje

Inútiles son las promesas cuando el tiempo para remediar lo que cumplirlas significaría se ha agotado inexorablemente. De todos modos, así prometí yo, insensato, en el instante último antes de comenzar este viaje. Ahora, iniciada la travesía, recordar será el primer tormento al que le seguirán, sin duda, muchos otros, inimaginables...

Observo en mi desconcierto, que no tripulo (como imaginara) un bajel repleto de enloquecidos desafortunados, bogado por bestias gigantes de musculosos brazos. No enfrentamos un mar borrascoso con el empuje de un velamen monstruoso que hincha un soplo enloquecido, ni aplasta nuestras cabezas un nublado sedicioso de matices sanguinolentos.Por lo contrario, la aguda proa corta con desgano el líquido calmo. Arqueada como una media luna, la pútrida góndola avanza lenta y decidida hacia una meta alcanzada ya incontables veces. La insuperable desolación es aquí un ente ciclópeo; diríase que es la atmósfera misma envenenando todos los rincones del alma al inhalarse irremediablemente. Me encuentro absolutamente solo, pues he descartado al silencioso barquero como posible compañía. Con un rostro esculpido en piedra

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y una mirada vacía, su cuerpo parece estar facultado sólo para repetir, incansablemente, los movimientos idénticos que hacen efectiva su labor. En oposición al oxidado contrapeso, la popa ostenta un remate caprichoso, alto y estilizado, del que pende una lámpara inútil, cuya luz oscilante fracasa en proyectarse hacia una noche que le antepone el negro cortinado de su infinita profundidad. A la oscuridad reinante se le suma una densa tiniebla, y ambas se confabulan para no permitir a la mirada del viajante advertir paisaje alguno, creando una desconcertante ilusión de estatismo. Sin embargo, sé muy bien que avanzamos, como sé que, el ensayo de una aurora que disipara estas paredes infranqueables, sería una ilusión tan ridícula como cualquier otra esperanza.

Aprovechando una tardía desesperación, y una imaginación demasiado pobre como para anticiparse a los hechos venideros, el sonido acompasado de la pértiga al hundirse en el agua espesa procura hechizarme y abismar mi espíritu en lo pretérito incorregible. Como un mantra fatal de efecto ineludible, el ritmo pausado y constante de las pequeñas zambullidas, logra su amargo cometido.Qué he hecho... qué no hice jamás... Rostros como estantiguas se suceden, reprochan, denuncian y maldicen en la tragedia fantasmagórica de mi imaginación. Inhallables para todo combate, las arenas de la revancha me están vedadas ahora.

En la incierta orilla que dejó atrás mi partida, me llora una mujer, una buena mujer a quien dediqué mis años sin convertirla en la sagrada esfinge de mis genuflexiones ni en la injusta víctima de mi frustración. Gozó, la muy pobre, de mi cobarde fidelidad y de mis asaltos impredecibles de oscura pasión. Paciente con mi hastío en una incomprensible abnegación, vio extinguirse en mí, con espantosa lentitud, la llama de mis anhelos, y adorar en secreto el dolmen fangoso de mis sueños irresolutos. En mi enloquecedora dubitación,

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El viaje

en mi paralizadora inseguridad y temor, no completé su vida con un vástago. Fui un penoso lastre que, en la batalla de nuestros días, permaneció atrincherado en el foso helado de la inacción, sin desenvainar su espada por miedo a matar o a ser herido. Vacío y oscurecido, simulé con patetismo la vida de un hombre, corrupto en reflexiones sombrías que sofocaron todo movimiento.

Mis ocupaciones mediocres hicieron de mi satisfacción una emoción cada vez más lejana, hasta volverla una más de mis lánguidas fantasías. Toda esperanza se alojaba lejos, en un porvenir nebuloso que aguardaba sin fe un decreto supremo para verse realizado.

La claridad me encuentra ahora maniatado, incontables deudas reclaman un saldo imposible. Siento que debí haberle dicho a mi padre que lo odiaba por su indolente ausencia; debí haberle dicho, más tarde, que lo perdoné. Sentado a la puerta de mi casa, devastada por la pobreza, esperaba en vano el regreso de un progenitor olvidadizo e insensible. Los sordos reclamos de su presencia, fueron luego las insalvables fallas en los cimientos de una personalidad macilenta. Pero decidí eximirlo de su horrido crimen, no por sus esfuerzos, que fueron siempre menores, vagos e inconstantes, sino quizás por la pereza o el cansancio que me embargaba frente a un asunto que dio sobradas pruebas de ser irreparable. Siento también que debí reprocharle a mi madre las marcas indelebles que sus reiteradas amenazas de suicido, cuando yo era a penas un niño, dejaron en mí; o lo mucho que le dolían a mi espíritu infante las falsas predicciones de su muerte repentina, con la que lograba materializar su morboso sadismo, el que se sirvió también de la comunicación innecesaria de sus renuncias que me señalaban como el culpable de su infelicidad. Hijo del abandono y de la indiferencia, vapuleado por la incompren-sión, no fui capaz de sentirme amado por alguien. Debí disculparme de las heridas que causé por exigir, ciego ingrato, un afecto pro-

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fundo y sincero a quienes quizás ya me lo estaban dando, y que por la temprana mutilación en el aparato de mis emociones, fui incapaz de experimentar. Golpear un alma es arriesgarse a deformar una matriz, un molde que en adelante sólo repetirá piezas defectuosas.

Mis pobres hermanos, incuestionablemente evadidos de sus miserias (gemelas algunas a las mías), quedaron lejos, tan lejos... y yo con tanto por decir... Pero callé, amordacé mis réplicas esperando una felicidad espontánea que, liberadora, me dejara exento de toda confrontación. La exposición de mis temores y debilidades se mostraba como una empresa intolerable, aún con la promesa de su superación. Comprendí tarde que la vida no nos reconoce como víctimas, sino como responsables, tanto de lo que hemos hecho como de lo que no fuimos capaces de hacer. Condenables siempre por nuestros errores, redimibles siempre por nuestros aciertos.

Hoy siento que debí haber doblado el rumbo aquella tarde lluviosa en que sentí que un desconocido sendero murmuraba mi nombre. Tendría que haberle robado a la vida (violentamente si hubiese sido necesario) las emociones que no tuve, esperando recibirlas como digna compensación por una conducta moderada. Qué torturantes, qué enloquecedoras se me antojan ahora las escurridizas visiones de las faltas no cometidas. El arrebato impertinente, la huída despreocupada, la palabra insurrecta, las apetencias fugaces. Tan discretos son los llamados de algunas oportunidades... tan sordo nuestro embotamiento, nuestro yerro pertinaz...Nuestros sentidos adormecidos por una siniestra canción de cuna, que negras ideas entonan plañideras, no pueden advertir el rumbo venturoso.

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El viaje

No conocí la misericordia, pues al no señalarme como culpable no tuve de qué arrepentirme, ni supe de la salvación, pues tampoco fui justo. Lejos del deber y del querer, fui nada; y fue esa nada, esa ficta parálisis la que me hizo merecedor del sitio al que me dirijo. La imperdonable tibieza de quien no tomó las riendas ni se dejó llevar es el crimen insalvable que me condena. Inmóvil en demenciales soliloquios e introvertidos conflictos alucinados, entorpecí al destino que sólo necesita del porfiado deseo o del fluido transcurrir para hacer evidente su sentido.

No fue un valiente estoicismo, ni la dignidad que se encuentra en algunos tipos de resignación, sino el entendimiento de las consecuencias lógicas lo que me llevó a concebir este viaje como natural desenlace. Qué lejos se encuentra mi actual travesía de la que a mi recuerdo se presenta amable y distante. Fue en aquel entonces, en una playa fría y soleada, donde un tímido acceso de felicidad cuestionó el sin sentido de mis días. Sobre un mar que bonancible dialogaba con las blancas orillas, los veleros amarrados mecían el dedo ahusado de sus mástiles en una multitud que coincidía en señalar al cielo límpido. El viento pareció despejar por un momento las argentadas nubes de una melancolía asfixiante, y por fin respiré... Henchido de un aire nuevo, en una repentina beatitud, el sueño de renacer estuvo cerca de la posibilidad, tan cerca... La luz de una visión prestada me había permitido, en un instante dichoso, verme fuera de la celda gris en la que me hallaba. El canto prosaico de las gaviotas operaba como interludio de mis pensamientos, que intentando un progreso, terminaron por sucumbir en absurdos devaneos. Me regresa de mis reflexiones un enjambre de aullidos congelantes. Disipadas las cenizas de mis evocaciones, extinguidas junto a la gema

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irrecuperable de su escurridiza realidad, aquí las aguas innominables hieren con la lengua secreta de la implacable conciencia. El sortilegio del monótono movimiento ha sido quebrado por una pausa lacerante. La perezosa embarcación toca el bajío con un hondo lamento de sus maderas podridas y rezumantes. El barquero descansa sus brazos implacables y me ordena bajar con una mirada de hielo. He llegado a mi destino. El desasosiego ha acudido finalmente a su cita con una fuerza descomunal. Mi pié titubeante se hunde en el líquido negro y me estremezco al hollar un suelo temido e irreconocible. Miro hacia atrás queriendo asirme al regreso en una huída que al instante comprendo impracticable. Demoro unos minutos más el inagotable resto de mi tiempo, tratando de retener con la mirada aquella luz vacilante y mortecina que, pendiendo de la popa, Caronte aleja inexorablemente.

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El custodio

Carcasa, mecanismo, ritmo inútil de un latir, pero no más un hombre. Ayuno de lágrimas en las exequias de su voz, quiso un voto suicida de quietud y de ausencia. Pábulo de su vegetar es tan sólo una duda cristalizada en el deseo (concedido por el terror) de no verse nunca profanada por la verdad. En la mortaja de un arcano sibilino yace el desterrado, en el abandono voluntario que le jura cicatrices. Yerra el que ve un desvelo o un dormir; quien presiente un suspenso enredado en la muerte intuye el rumbo.Ella (me atrevo a invocarla) fue verbo en el papel sagrado de su soledad; él, ahora, invidente cancerbero de esas líneas que no descifrará jamás. Se impuso el enigma y su guarda celosa, se denudó de toda otra inquietud o sentido. Es para no ser más que su vigilia.Profetiza no más que palabras, improntas que eternizan lo que se cree extinto. Luego no piensa, prefiere el extravío. Pero importuno, entre las sombras que lo empapan, su instinto que languidece lastima aún con anhelos de subversión.La mano tiembla. Hasta el sacro mutismo en el que había cifrado un abismo se corrompe, mancillado con el zumo cáustico del fruto vedado. Gastado en silencios interrumpe al fin la pálida inercia. En su envejecido estatismo resuelve un intento. En un giro veloz,

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se convierte en verdugo de la incógnita por la que otrora velara. Paladea el vértigo. Ata sus ojos a la caligrafía, que descubre meditada y purísima. Conoce que fue amado y se abandona al vendaval que lo desarma, que desmiente su parálisis y lo libera. Redimido así de su holocausto, alcanza finalmente el deceso.Despierta de un golpe embozado en penumbras; lo busca. El libro aún está allí, inviolado y secreto. Arremete contra él una estampida de recuerdos que censura como a una blasfemia; el dolor es hondo. Se abraza a su objeto y se desposee de toda tentación. Nuevamente, sereno y vacío, busca el sueño en lejanías inventadas.

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El hombre sin destino

Si tal vez su tránsito (casi fantasmal) por la tierra hubiese sido decorado, aunque más no sea esporádicamente, con algunas misericordias... Si acaso el desvelo taciturno de alguna divinidad hubiera derramado una piedad sobre su tormento continuado... Pero aguardó en vano, sumido en la infernal quietud, su destino jamás escrito, y vacío quedó su afán de encontrarlo en el cielo y en el fondo del abismo.

No tuvo alegres extravagancias que interrumpieran su tedio, ni secretos vicios que lo embriagaran. Jamás su pecho fue encendido con desbordantes sentimientos, ni conoció siquiera supletorios artificios.No vivó el grotesco espectáculo de la vergüenza, ni la hetaira diadema de perfumados lauros adornó sus sienes.Las raíces de sus quimeras fueron a hundirse, quién sabe por qué, en lodazales corruptos (estériles al fin), y las endebles excusas que intentaron sostenerlas, no pudieron fingirse infatigables pilares o sarmentosos bastones.

¿Qué tendría hoy de haberse procurado una vida como todos los demás hicieron? De haber podido, quiero decir.

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Bajo el hechizo de una terrible desolación, provocado por la contemplación de su vacuidad, había llegado a preguntarse dónde estaría el destino que a él le correspondía; aquellas impredecibles vicisitudes a las que aluden afortunados y desafortunados; aquel cúmulo de sucesos, de oportunidades o meras situaciones sembradas estratégicamente a lo largo de una vida, dando por saldo (parcial o definitivo) una existencia única, y quizás, memorable. Su desilusión era total, sus reflexiones no le daban ninguna respuesta convincente, y su hastío sólo le permitía advertirse como un ser en vilo. Fue acumulando insomnios en los que sentía al tiempo verter sobre su espalda la pesada consecuencia de su transcurrir.Los enigmas lo torturaban atrapándolo en fatídicos laberintos que lo confundían hasta la desesperación.

Pero el poder de la sorpresa residió siempre en el hecho obvio de que jamás fue anticipada, y con su irónica bendición de arlequín demoníaco posó, con punzantes bríos, una incógnita que brilló sobre los agobiantes desvelos del postrado pensante: “¿Quién ha robado mi destino?”¿Alguien surcaba la tierra, por desconocida razón, con un destino que no le pertenecía? ¿La ley de la naturaleza había sido burlada? ¿Alguien había desordenado su matemática perfecta, dejando a un ser en un vasto mundo, con la duración de una vida para deambular en él, pero sin un destino que lo justificara?A sus oídos había llegado alguna vez la teoría de que no existe tal fuerza inevitable que actúa premeditada sobre la suerte del hombre, sino que uno es el artífice, el arquitecto de su propia existencia. Sin embargo, nuestro héroe se había convertido en un escéptico, pero no por causa de un desproporcionado ejercicio intelectual que anulara con pesados fundamentos las hipótesis que a él llegaran, sino por no encontrar (en las arenas movedizas de su abandono)

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El hombre sin destino

alguna otra creencia que despertara en él la pasión suficiente para volverla efectiva. Su frustración hizo de él una suerte de incrédulo que en sus continuos fracasos como tal, elevaba un furtivo culto al Hado, quien había olvidado hacer de él su juguete en el efímero escenario del tiempo. De todos modos, él sentía aquellas voces, que reprochaban su posible inacción, nacer de aquellos que en la contabilidad de sus logros o experiencias encontraban, aunque más no sea, una pasajera felicidad, una dicha que no se jactaba de ser escurridiza, sino que sólo cambiaba de sitio de tanto en tanto. Definitivamente no era su caso. Miraba hacia atrás y veía en su místico haber los insignificantes hurtos de un viandante; extrañas y evanescentes congruencias generadas por errores en la universal simetría, intersecciones por imprevistos desvíos en los otros destinos; fallidos que él bebía con total desesperación y a los que intentaba asirse inútilmente antes que se declararan vanos desaciertos. Se desvanecían como apariciones espectrales y él las recordaba como esos sueños ligeros que se evaporan al alba.

“¿Quién ha robado mi destino?” volvió a preguntarse. La posible existencia de un culpable lo animaba. Aquella intriga que sorpresivamente se había instalado en su mente lo expulsó de la cama en la que yacía totalmente vestido. Se envolvió en su abrigo, que emanó un hálito rancio al calzar en el cuerpo, y salió de la vetusta y pequeña casa que ocupaba ilegalmente.El húmedo y desparejo adoquinado soportaba su paso, un andar que no era del todo seguro ni titubeante. Una llovizna suave rociaba el antiguo barrio abrazado por la noche. Los comercios somnolientos dejaban caer sus párpados metálicos, y en la indiferencia de los transeúntes, él buscaba algún indicio de culpabilidad. Abordando la inercia rutinaria de un tren, llegó hasta el centro de la Ciudad, donde dicen que todavía hay negocios que padecen de insomnio.

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La gente apuraba el paso en las estrechas calles y corría para cruzar las iluminadas avenidas: sus destinos no podían esperar. Él perseguía sus rostros con miradas inquisitivas, pues aquella incógnita aún percutía sobre sus pensamientos. Pero el constante bullicio del gentío, el colorido ataque de las sugerencias publicitarias, los contradictorios imperativos señaléticos, el ronco vibrar de los vehículos, todo engendró en él un ofuscamiento tenaz que le hizo olvidar el motivo por el cual se encontraba allí. Caminó unas cuadras más fraguando el alivio, y al llegar a una esquina, notó extraños movimientos en un negocio de enfrente. Unos jóvenes asaltaban el comercio y eran esperados por la policía que abrió fuego contra ellos. Los asaltantes contestaban los disparos, y al unísono de una explosión, el errante desventurado, que se regocijaba en lo emocionante de su hallazgo, sintió un profundo ardor en el pecho. La confusión duró sólo un instante. Sus piernas se entumecían y el cansancio se apoderaba de él. Sin ser advertido, se sentó en el umbral oscuro de un viejo edificio abandonado, y bajo la luz desfalleciente de un farol, vio su sangre por primera vez. No se resistió a la seducción del sueño que llegaba, y agradeció con una lágrima aquel nuevo y sorpresivo error que lo liberaba.

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El jardín de los inmóviles

IUn vigoroso fuego arde frente a mí, y a través de sus llamas danzantes, yo puedo ver aquello que lo evidente esconde bajo su máscara deslucida. El sonido desparejo del constante crepitar pronto se transforma en voces claras, y los agitados cabellos de Apolo no tardan en modelar el rostro de lo invocado. Y allí está, formada ante mis ojos, bosquejada en pálidos trazos, la enigmática imagen que me dará respuestas. A mi lado, retorciéndose en una silla, esta mi cliente, uno de los tantos desventurados que daría todo lo que posee por una mísera respuesta que la naturaleza le ha denegado, ocultándola en los recodos invisibles de una engañosa realidad.Mil dudas he aclarado con mi arte, y no por eso he reparado alguna vida. Ignoran, los muy ciegos, que el conocimiento que anhelan es una bagatela que no les dará el lenitivo que su alma naufragada pide a gritos de la fe. Pero socorro sus alienantes inquietudes, apaciguando sus ardores con la claridad opiácea que mis palabras inspiradas proporcionan. Nada se oculta a mi intención temeraria. Las llaves de un futuro incierto, luz sobre oscuridades del presente, verdades que el pasado atesora celoso, todo lo consigo exprimiendo un don que, con fines insospechados, se me ha conferido desde mi génesis.

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Luego, idos ya todos mis consultantes, me quedo a solas. Una vez más, mientras el crepúsculo celebra las exequias de otro día sin gloria, yo me entrego, cansino, a un rincón oscuro que me ciñe el manto de sus sombras y me abraza en su silencio. Los dedos tibios de un fuego que se extingue, llegan hasta mí en una tímida caricia, y en las ardientes brazas, que hacinadas resisten su extinción, pierdo mi vista buscando el descanso. Me sumerjo en la nada, con la facilidad del que nada tiene, y aún sin querer pensar, pienso... No me acostumbré a la soledad, sino a la idea de no poder remediarla.

IIEn los albores de mi vida, pero bastante después de que Levana me hubiese elegido como su aprendiz, solía entregarme a prolongados abandonos, tendido en el suelo húmedo del jardín o encogido en algún rincón, experimentando visiones sin comparación en una dulce embriaguez que abrazaba los sentidos, fortalecía la percepción y erizaba el alma en deleitables escalofríos. Era esta una actitud que a nadie le llamó la atención, seguramente por igualarse a la acción de juego de cualquier otro niño. Pero ya en ese entonces yo sabía bien que se trataba de algo más. Diferenciaba muy bien lo que era aquello del acto de jugar: lo primero no lo compartía con nadie por sus singulares características, mientras sí lo hacía con lo segundo (en las contadas ocasiones que pude encontrar un compañero). No entendía qué era lo que me sucedía ni trataba de explicarlo, tan sólo se presentaba y ahí estaba yo para participar, para iniciarlo o para dejarlo salir, no importa cómo haya sido, simplemente me veía envuelto en una curiosa situación que disfrutaba y que de alguna manera me definía como único. Jamás esta sublime particularidad escapó a mi control. No fue la mía una cualidad violenta e indómita que me hundiera en un

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El jardín de los inmóviles

místico tormento de noches insomnes. Por lo contrario, apacibles y certeras, mis facultades crecieron bajo mi completo dominio, como una ventana que se abriera en mi mente hacia extraños e intangibles universos. Llevado por una mano invisible, que en cada giro inesperado del destino me reveló un maestro, aprendí el rito del fuego, y a través de él, el saber de innúmeros artificios. No negaré que había llegado a igualar aquel don a la idea de un privilegio que me diferenciaba de mis semejantes por sobrepujarlos en virtud, que me refugié en esa anomalía para sentirme alguien, ni que ese alguien que creía ser nunca fue más que una figura imprecisa. Y fue ese poder, libado en atómicas dosis, lo que silenciosamente me transformó, como la secreta y callada actividad de algunos insectos, que invisibles perforan sus túneles siniestros hasta convertir en mera corteza el árbol que alguna vez les sirvió de morada. Desde el alcázar de mi soledad, orgullosa de enriquecerse con los oscuros botines conquistados en lo desconocido, pude notar qué tan lejos había quedado todo, mirar hacia atrás en un gesto casual y pararme a observar las vastas extensiones que me separaban de aquellas curiosas y distantes figuras que eran los otros.Ellos, mis semejantes, mis cada vez menos semejantes, me miraban con extrañeza y admiración. Intuían en mí una metamorfosis que me alivianaba y enaltecía. Con evidente respeto se dirigían a mí, preguntaban, y yo contestaba, enigmático, profundo.De todos modos, en la imposibilidad de oír alguna otra voz que sugiriera un fausto camino, me decidí a seguir los nebulosos senderos de mi intuición, y muy lejos de cuestionar sus rumbos, me entregué a sus crípticas exhortaciones de reservados propósitos. Un lejano aislamiento, el dulce vértigo de hollar tierras inconce-bibles, la aventura incomunicable de emociones sin nombre y la frustrante imposibilidad de hallar pares, fueron sólo algunas de las consecuencias de mi elección voluntaria y de algún que otro factor de un sino perverso.

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IIIAunque mis extrañas ocupaciones hagan difícil imaginárselo, fui largamente cautivo por una rutina de días grises y predecibles, extensa antesala de una curiosa circunstancia. Hace no poco tiempo, he sido asaltado por una visión particular, una presencia desconcertante que, sin ser invocada, se materializó arrojándome el enigma de su voluntad. Una lunar fosforescencia encendía y velaba su imagen, un céfiro impetuoso ondeaba su largo cabello y henchía su vestido luminoso. Me extendió su mano pálida y sometió su cuerpo de mujer a una postura de invitación suplicante. Me sorprendió lo intempestivo de esta fantasmagoría, pues las manifestaciones de ese tipo suelen circunscribirse dentro del marco estricto de un ígneo ritual. Todavía azorado, me incorporé resuelto a interpelar a mi extraña visitante, pero sorda a mis cuestionamientos culminó por disiparse paulatinamente.Acometido por la curiosidad, consulte a mis conocimientos, y luego de un sin fin de estériles cavilaciones, la importancia de la que se ufanara mi reciente experiencia comenzó a mermar. Con qué frecuencia deslucimos un hecho en la pereza de enfrentar el esfuerzo por clarificarlo.

El temprano rubor de Eos me devolvió a la vigilia, y el carro veloz de su anunciado hermano, pronto llegó a su áureo cenit, solio que abandonó con inusitada presteza. La inexplicable inercia de los astros cerró el círculo de otra jornada y nuevamente me encontré solo, contemplando la estancia vacía y penumbrosa. Las velas lloraban al consumirse en los candelabros, con llamas que en su vacilar, parecían conscientes de su inexorable final. La boca ardiente del hogar, gesticulaba un eterno bostezo, llevando el calor de su hálito a cada rincón. Los ambientes, fáciles de abarcar con una sola mirada, retenían el suspiro de tiempos inmemoriales, y los muebles vetustos que los ocupaban con escasez, parecían sufrir una

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vida propia que le otorgaran los años de permanecer en el mismo sitio y el hecho de haber sido los discretos testigos de mi labor extravagante.

El dedo frío de Selene encendía los cristales de la ventana por los que se filtraba, estriándose hasta tocarme. Insatisfecho con su insinuación, me acerqué para contemplar su faz radiante y vestirme de su magia. Pero algo me inquietaba, algo entorpecía mi rito casual demandando mi atención. Volteé, pues ardía a mis espaldas el motivo.Era un niño de ensortijada y oscura cabellera que compartía la blancura lunar de la mujer que otrora se presentara inoportuna. Soplaba sobre él el mismo céfiro apasionado; me miraba. Luego, rompió su inmovilidad lanzándose a una apresurada carrera por los pasillos de la casa. Realizó un corto tramo y se detuvo para constatar que fuese tras él, y al advertir que así era, corrió nuevamente, deteniéndose así varias veces para verificar mi persecución. ¿Hacia dónde quieres llevarme, pobre niño atormentado? Le pregunté su nombre, de dónde venía, qué quería enseñarme, pero nada contestó. La insuperable seriedad de su rostro no me permitió deducir si jugaba o si estaba triste. Finalmente desapareció, haciéndose nada mientras corría. No atendí a nadie esa noche y cancelé todas mis citas para el día siguiente, estaba decidido a develar este misterio, espueleado por el desafío y la curiosidad. Por otro lado, me perturbaba, siendo yo un avezado conocedor de la materia, el no poder resolver el asunto. Además, sentía que esta situación me señalaba directamente, adjudicándome un protagonismo del que difícilmente pudiera deshacerme. Consulté mis libros, los que rara vez necesité, y reflexioné largamente. Inconforme con los primeros resultados de mi rápida investigación, decidí descansar para continuar al día siguiente.

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Un desvencijado camastro abrigaría mi reposo, el que esperaba fuese profundo y reparador. Pero mi vano deseo, no fue atendido por las divinidades del sueño, pues una joven me despertó a media noche. Me contemplaba desde la ventana, el viento aborrascaba su pelo salvaje y un albo resplandor la velaba. Con sus manos sujetando las oxidadas rejas verticales me observaba impaciente. Reproche había en su mirar, y una extraña petición que no supe comprender.No la perseguí ni cuestioné, sólo me quedé observándola hasta que decidió marcharse, seguramente desconforme con mi proceder. Cerré los ojos, su imagen me acompañó hasta la inconsciencia donde no alcancé la ansiada paz, sino que experimenté nuevas imágenes ofuscadoras: un salvaje pastizal se extendía frente a mí, hamacado por una brisa que lo obligaba a pronunciar un seseo tranquilizador. A mis espaldas serpeaba una ribera cenagosa, envilecida por el vómito amargo de aguas corruptas, y ya en el dorso del líquido muerto, podía verse una vieja embarcación de madera oscilando en abandono. Avancé lento, sintiendo al viento soplar constante pero sin furia. A lo lejos, la maleza crecía robusta e insinuaba tras su cuerpo silvestre la posibilidad de un descubrimiento. Me acerqué como llamado por la espesura irresoluble, mas a medida que me aproximaba, la imagen perdía nitidez y pugnaba por disolverse. Finalmente, una fuerte luz desgarró el paisaje y desperté cegado bajo la faz brillante del sol matinal que inundaba la habitación.

La mañana invernal siempre se me antojó purificadora, pacífica y fértil para prósperos comienzos, así que, sin dilatar más tiempo la misión que me había impuesto, me aboqué a mis investigaciones. Caminaba por la habitación como un felino enjaulado, rodeado de antiguos volúmenes que explicaban lo sabido pero omitían (naturalmente) lo que sólo la intuición puede descubrir. Las horas

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fugaban sus instantes inaprensibles mientras yo trataba de elucidar qué podrían tener en común mis intempestivos visitantes.Concluí que, a diferencia de otras apariciones o contactos que había experimentado con anterioridad, estas veleidosas estantiguas, irrumpían en mi percepción sin ser invocadas, y al interpelarlas, parecían no entender mis palabras o ignorarlas por completo. Sin devolver respuesta alguna o revelar una clara intención, repetían su llamada sibilina y me solicitaban caprichosamente. Me pregunté qué tendrían para mí estos seres, qué es lo que querían darme, qué universo me revelarían al descifrarlos.Las distintas apariciones, unidas por un mensaje de similares características, formaron en mi mente una única imagen: la de una familia que reclamaba en mí a uno de sus miembros extraviados. Me fue imposible merecer lauros intentando detener un aluvión de recuerdos y emociones, pues en ese momento, una llaga olvidada lanzó un grito cruento separando con violencia sus labios otrora cauterizados. Sobre un polvoriento estante descansaba una antigua fotografía de mi familia. Mórbida ironía de Natura; qué diabólico experimento había querido atar por la sangre a seres repelentes que no hicieron otra cosa que batirse en duelos injustificados, hiriéndose por instinto. Un enjambre de cicatrices fue nuestro blasón, aquel que nunca pudimos borrar del cuerpo para negar la estirpe, como en un ensayo ilusorio por olvidar aquello de lo que fuimos hechos.Entregué entonces, en un decidido movimiento, aquella añosa fotografía al hambre devastador del elemento prometeico, como si esa imagen fuese el único puente hacia un pasado que intentaba desterrar inútilmente.

Los fantasmas se confundían en un saturnal angustioso de ofusca-dores clamoreos, y no existió noche después de entonces, en que la mano presta de mis pesadillas no cincelara los terribles mausoleos

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de los conjurados, diluyendo toda la paz que antiguamente sintiera en mi aislamiento, pues ahora era yo quien sentía el ardiente acicate de la duda y el obstinado deseo por resolverla. Y así, entreverado en oscuras emociones, ardieron mil llamas en el hogar vetusto, mil invocaciones fueron proferidas y mil fracasos me hicieron caer de rodillas. Basta, infeliz, ya basta...

Mis enigmáticos seres traslúcidos no cesaron en sus apariciones. Usurpaban la casa con sus presencias efímeras e insistían con su mensaje inextricable. Algunas veces, la mujer venía acompañada del niño y la joven. Tomados de las manos, se materializaban para observarme y reclamar con sus miradas borrosas. En otras oportunidades, los dos hermanos venían solos a visitarme. Inútil fue, calmo o impetuoso, querer extraer alguna palabra de sus bocas marchitas.A los pocos días, un nuevo personaje se hizo presente: un hombre alto y entrecano, también perturbado por un soplo y encendido por una enfermiza fosforescencia. Él lucía melancólico y evitaba mi mirada, pero su silencio me requería igualmente de un modo extraño y perturbador.Alternándose con mis pesadillas, no hubo sueño que no hospedara al paisaje silvestre, sometido por la tranquila constancia de un viento frío y alfombrado de un alto pastizal contaminado de innobles malezas. Pero llegó el día en que, agobiado ya por la obsesión que no dejaba espacio para nada más, salí sin rumbo prefijado, sabedor de que las partidas sin planear suelen ser los caminos de la intuición. Así, mi guía invisible me condujo alada hasta el puerto. Eran las 11:30 de la mañana y una embarcación estaba a punto de zarpar. Sin saber hacia dónde se dirigía, me apresuré a comprar un boleto y abordé al tiempo que recogían el grueso calabrote. Un viaje largo de navegar sereno nos condujo por anchos canales,

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fosas para el cadáver de un llanto atroz, donde por turnos descendían los pasajeros, llevados por rústicos muelles, hacia viviendas austeras y deprimentes. Pero ninguno de esos desembarcaderos era para mí, salvo el último, donde terminaba el recorrido de la lancha. Allí, sin demasiada perplejidad, vi en lontananza lo que en mi visión, mi obstinado sueño se articulaba ahora ante mis ojos: el río borbollante derramándose en la orilla y el Céfiro constante sacudiendo al denso matorral. Un sol hastiado acunaba en su tibieza la somnolencia bajo la cual parecía haber sucumbido todo lo vivo. Detenido en mi contemplación oía el estallido perezoso de las diminutas olas y el lejano piar de un ave repetido con desgano y constancia. Mi tristeza aumentó hasta volverse honda, pesada e incontenible. Bajé sin meditar y avancé prohibido de sorpresas, enfrentando a la angustia que me producía tamaña desolación. Crucé con cautela un herbal murmurante, y al otro lado de una descontrolada vegetación, que medraba como tejiendo una muralla, finalmente los vi. Sí, ahí estaban, entre la insurrecta maleza que los rodeaba con hirsutos tentáculos. Mientras lloraban un moho viscoso que mancillaba con verdor corrosivo sus cuerpos de alabastro, ellos jugaban a estar vivos en la pose eterna a la que su escultor los sentenciara. ¿Quién había desnudado estas figuras de la piedra informe que en su estado prístino las envolviera? No me detuve a reflexionar acerca de si esta escultura coronaba una tumba familiar, aunque así lo supuse. Tampoco quise seguir indagando acerca de sus vacuos mensajes que me anegaban, en su impermeable egoísmo, de una oscura melancolía. La escena pétrea reproducía en su fría sustancia a mis visitantes, sumándose al grupo un nuevo miembro que desconocía. Luego de desgarrar con mis manos los verdes lazos que lo ceñían con tenacidad, pude verlo como apéndice de la obra. Se trataba de un muchacho acéfalo que ostentaba en su torso, como fatales heridas de un sable enemigo, las profundas grietas del tiempo inexorable.

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El paisaje a mi alrededor enmudeció, y enmudecieron también mis pensamientos, todo fue silencio para que llegara hasta mí el cuerpo sutil de una mística pronunciación, resuelta a decir que todo lo que era o podía ser se encontraba ante mis ojos. Los compadecí, pues quizás era eso lo que buscaban, y me marché, ayuno de toda respuesta a los males que buscaban mi pecho para anidar. Una vez de regreso, instalado nuevamente en mi reino de sombras, me propuse ignorar a las apariciones, y con el paso del tiempo, éstas menguaron hasta desaparecer, mientras yo me sumergía en un piélago de soledad del que jamás pude emerger. No es a mí a quien buscan, desventurados, no es a mí...

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INunca me agradaron demasiado las personas, y aunque desde una solitaria infancia pueda ir acumulando un sin fin de motivos, no justificaré con ellos tal sentimiento.Baste para mi urgente propósito poner de manifiesto mi desagrado hacia la gente, eso es todo lo que me interesa por ahora, pues recuerdo que, movido por tal emoción, cuando nos mudamos a esta casa (mucho más espaciosa de lo necesario para albergar a la familia y a los criados) solicité un cuarto aislado en el extremo opuesto de la estancia al que se concentrarían todos los demás.Hacía ya mucho tiempo que no hablaba con nadie; aún con mi esposa sólo cruzaba algunas palabras de cortesía, pues habiendo asumido, así más no fuera tácitamente, nuestro mutuo rechazo, facilitábamos la convivencia y algunas otras cosas.

Deduzco no haber sido siempre el voluntario prisionero de semejante alienación. Alguna chispa de vitalidad debió espuelearme en mi juventud, llevándome a la insensata procura de vanos errores. He ahí un puñado de tumultuosos recuerdos, como el de haberme permitido ser el trofeo disputado por tres buenas amigas. Es sabido que las constantes competencias disipan tarde o temprano

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la amistad, aunque los buenos oponentes procuran siempre mantenerse cerca. Recuerdo que, luego de contraer matrimonio con la triunfadora, ninguna de las dos restantes se conformó con perder; y nótese aquí que he dicho perder y no perderme, un detalle no poco significativo. Las dos amigas de mi esposa, no conformes con el rol de perdedoras en el ejercicio de su capricho, ensayaron innumerables traiciones. En cuanto a mí, a esa altura, ya era presa de un hastío que venía a erigir, ante los juegos absurdos de insinuaciones y secretos, una irrompible indiferencia que los anulaba por completo. Finalmente, ocupándolos en tareas un poco más dignas, el torbellino del destino dejó a mi mujer sin oponentes, y privada de la emoción que suele acompañar a los participantes de toda pugna, pareció abandonarse paulatinamente, y donde antes viera un bruñido trofeo, creía estrechar ahora una opaca bagatela.

Yo me había acercado a ella atraído por insinuaciones de un mundo interior tan vasto como fértil, y la idea pretenciosa de abrevar mis miserias en tan próspero vergel, se convirtió muy pronto en mi única idea, disipada sin embargo al descubrir, abrazado por el último dolor que me permitiera, que aquellos signos promisorios habían sido tan sólo vacuos artificios, umbrales a la nada.Pero no cometeré el desatino de cargar el peso de nuestro fracaso sobre sus espaldas, aún habiendo advertido sus disimulados intereses en otras perspectivas. Desearía haber sido más de lo que fui, ser más de lo que soy. Desangrado por mi tedio, no tuve nada para dar, y comprendo que, si hubiésemos sido un poco menos cobardes, hubiéramos podido procurarnos, así más no fuera, la libertad. No tuvimos hijos, un último vestigio de nobleza nos permitió comprender, silenciosamente, la torpeza gigante que traerlos en nuestra situación significaría. Y al cabo de unos años, el interés por la descendencia se agotó con asombrosa rapidez, por lo menos

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en mí, que al sentirme un ser irresoluto y suspendido, no podía concebir tal idea como positiva. ¿Por qué no nos separamos? Bueno, además de nuestra falta de valor a la que ya he hecho mención, la fusión de nuestras familias se había dado no sólo por nuestro matrimonio, sino también por una serie de buenos negocios que nos permitían una vida relajada a la que ninguno de nosotros estaba dispuesto a renunciar. Incapaces de vivir de otro modo, no conocíamos el forzado ejercicio de ganarse la vida, aunque de vernos llevados a ello, éste seria el menor de los inconvenientes. Imagino que, lejos de nuestras soporíferas comodidades y extravagancias, el verdadero temor radicaba en el enfrentamiento con nosotros mismos, más allá de que un puñado de capacidades marchitas e inútiles conocimientos no fueran las herramientas idóneas para sobrevivir en un mundo exigente y hostil.

Al poco tiempo de mis nupcias, y amparados por excusas que escapan a mi memoria, nuevos integrantes se mudarían a nuestra casa y harían necesario el traslado a otra de mayor tamaño (la que actualmente habitamos). Nuestros nuevos y permanentes huéspedes fueron: el hermano de mi esposa, un ebrio incorregible; sus ancianos padres, adictos a sus disputas y a un extraño interés común por la jardinería; y mi madre, quien se dedicaba al sufrimiento de sus males ficticios y a alarmarnos constantemente con sus novedosas y repentinas enfermedades. Todos teníamos al alcance de la mano nuestra miserable evasión. Mi esposa eligió el amor desmedido por sus mascotas, tres gatos negros que dormitaban en caros almohadones de plumas y adoptaban orgullosas posturas señoriales creyéndose dueños de todo cuanto alcanzaba su vista. En lo que a mí respecta, yo opté por la lectura. Aún con una visión muy débil, ayudada por unos aparatosos anteojos de gruesas lentes, me pegaba a la ventana en las horas de

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luz para leer interminables volúmenes y extraviarme en las esferas intangibles que las palabras construían en mi imaginación. Pedía que me llevaran la comida a la habitación, y como sólo paseaba durante la noche, rara vez me cruzaba con alguien, y si lo hacía, por lo general era con Alberto, mi cuñado bebedor, que en el estado en el que se encontraba a esas horas, podía fácilmente confundirme con alguna de sus alucinaciones.

No sé cuándo comenzó mi deterioro, pero recuerdo que luego de iniciado, fue veloz e imparable. Una leve disfonía me llevó a forzar la voz, y poco tiempo faltó para que me viera necesitado de emplear una campanilla para llamar a la doméstica, pues ya estaba mudo por completo.Todo empeoró en adelante. Una palidez mortecina volvió a mi piel casi transparente, pudiéndose ver a través de ella las rutas violáceas de mis venas. La falta de apetito acabó con mi figura, alguna vez fuerte y saludable.No le permití a la criada llamar a un médico, y le ordené que no molestara a nadie con este asunto. Siempre me había recuperado con prontitud de mis malestares, y tenía la esperanza de que esta vez no fuera la excepción. Además, no quería romper el acuerdo de mutua indiferencia que, con esquivas miradas, parecíamos haber firmado la familia entera.Mi dormitorio se encontraba en la parte más alta de la casa, en un extremo alejado del núcleo hogareño, como ya he mencionado. Desde mi amplia ventana podía contemplar el jardín, muy bien cuidado bajo las órdenes de mis suegros expertos en la materia. Sin embargo, este espectáculo tan útil a mi sosiego, pronto me sería vedado por la enfermedad, que debilitó mis miembros hasta obligarme a guardar cama. También la lectura, mi caro solaz, debí suspender a causa de mi padecimiento.

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Siempre le temí a la vejez, pero no a la etapa de la vida conocida con ese nombre, sino a su consecuente estado de debilidad e incapacidad de valerse por uno mismo. Lo cierto es que no tuve que llegar a este período para experimentar tales contratiempos, de eso se encargó bien el curioso mal que me sitiaba.Languidecía constantemente, y por un extenso lapso de tiempo, una elevada fiebre se apoderó de mí. Sumido en aquel estado deplorable, veía todo como en un sueño, y es así como recuerdo lo acontecido durante esa etapa, como imágenes imprecisas y oscilantes observadas a través de una llama que danza veleidosa a ritmos dispares.

El delicado sonido de la puerta anunciaba a la amable criada que me saludaba en tono muy bajo, agregando un comentario acerca del clima. Armada de una loable paciencia, me acercaba a la boca el alimento y ponía paños húmedos sobre mis sienes ardientes. La escuchaba débilmente ir y venir por la habitación haciendo el aseo de costumbre, y sentía sus cautelosas manos acomodar las sábanas.Su voz era dulce y jovial, me reconfortaba oírla. Usaba un perfume suave y exquisito que me acompañaba como en una especie de recuerdo sensorial durante su ausencia.Jamás entendí por qué, siendo yo un hombre frío, distante e impenetrable, ella agregaba a su obligada labor una cuota de esmero y dedicación, siempre de la mano de una encantadora dulzura.Llegué a atribuirle estas ideas a mi estado febril que quizás tendiera a suavizar las cosas más de lo normal, a hacerlas ver de un modo distinto al que realmente eran. También pensé que mi acostumbramiento a la indiferencia tendía a exagerar todo gesto de amabilidad, añadiéndole ingredientes puramente imaginados.Una noche, después de insistir inútilmente en que comiera la cena, dejó el plato a un lado, tomó un libro de la poblada biblioteca y, digitando la melodiosa arpa de su voz, comenzó a leerme. Mis fuerzas menguadas, me habían alejado de la lectura hacía ya mucho

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tiempo, por lo que ese espontáneo acto de misericordia me hizo bendecirla y agradecerle profundamente, aunque ella sólo viera la mueca ligera de una sonrisa que dejé formarse en mis labios.

Gracias a los constantes cuidados de mi empleada, a sus amables insistencias y graciosos regaños, comencé a mejorar contra mi pronóstico. Contra mi pronóstico digo, pues si he de ser sincero, tendré que reconocer que, luego de aceptar que había subestimado los síntomas que me abatían, concebí a aquella enfermedad como el pasaje hacia una muerte plácida, temprana, y que había venido a concluir, piadosa, con el sin sentido de mi vida y sus patéticos días, envueltos en pesadas nubes de hastío e indolencia.Pero no, gradualmente comencé a reponerme de mis debilidades y de todos aquellos flagelos que habían aparecido como consecuencia de un mal cuya fuente ignoraba. De haber llamado a un médico, quizás éste hubiese identificado tales síntomas como propios de alguna patología común, pero como no lo hice, seguiré desconociendo los motivos que me llevaron a estar postrado en cama durante más de tres meses.

Mi humilde benefactora continuaba con sus consideraciones hacia mi persona, y llegó el día en que me sentí impelido a averiguar por qué.Era una de esas mañanas primaverales que se presentan tibias y agradables, ella entró como siempre lo hacía, con una amplia sonrisa encendiendo su rostro y la bandeja del desayuno en sus manos. Me deseó los buenos días, me preguntó cómo había amanecido, y mientras abría la ventana me hablaba de lo hermoso que se veía el jardín y del buen tiempo que nos esperaba para hoy.Yo me sentía prácticamente recobrado, no recordaba cuándo había sido la última vez que alguien me había cuidado del modo en que ella lo hizo (y lo hacía).Pensé que continuar en cama y al abrigo de sus incansables atenciones

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era ya un abuso. Estaba decidido a incorporarme paulatinamente a la normalidad, pero no sin antes hacer lo que debía.Ella estaba sentada a mi lado, en un costado de la cama, viéndome terminar el desayuno. La miré a los ojos con el ensayo sincero de una sonrisa y posé mi mano sobre la suya.- Gracias – dije con suavidad.Como lo esperaba, su respuesta fue sólo un ligero rubor, acompañado por una mirada alegre y transparente.- Realmente estoy sorprendido por su actitud hacia mí. – Continué – Reconozco ser una persona que no inspira tales gestos de amabilidad. Por favor, no me malentienda, no estoy dudando de sus buenas intenciones; es simplemente que soy conciente de mi helada seriedad y de la insalvable distancia que pongo ante los otros. Sé, aunque a veces se me olvide, en lo que me he convertido...- Basta, basta – me interrumpió – no diga más, no se maltrate con palabras tan injustas.- ¿Se da usted cuenta? Cree en mí aún cuando no le he dado siquiera un sólo motivo para hacerlo. - Exagera.- No, no, digo la verdad.- Hay algo que usted debe saber y de lo cual me siento profundamente apenada. - ¿De qué habla? – contesté con suma curiosidad. Sus ojos ahora evitaban los míos buscando algún rincón en donde posar la mirada.- Temo que se enoje conmigo terriblemente...- ¡Vamos, hable, qué quiere decir!- Cuando usted estaba convaleciente, y yo buscaba en su biblioteca algún libro para leerle... bueno... encontré una libreta negra que me llamó poderosamente la atención. La tomé, y al abrirla descubrí que era una suerte de diario que usted llevaba. Lo cierto es que no pude resistir la tentación de leerlo. Espero me perdone por mi atrevimiento.

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- Ah, es eso; no se preocupe, no tiene la menor importancia.- Me alegra que no haya tomado a mal mi intromisión en sus asuntos – respondió la criada con un aire de alivio - y si me permite decirlo, señor, su diario es en sí una excelente pieza literaria y una certera documentación que niega rotundamente los calificativos con los cuales hoy intenta definirse insensata y equívocamente. Mi rostro se ensombreció abatido por el recuerdo. Tomé su comentario como un intento de apaciguar las posibles consecuencias de su falta. Ya había olvidado esa pequeña libreta, su contenido había empezado a desdibujarse detrás de una pesada bruma que le antepuso el tiempo.- Le agradezco el cumplido – respondí – pero nunca fue mi intención hacer de mis notas algo para ser leído por alguien que no fuera yo, es más, ni siquiera yo las he releído alguna vez. Además, usted me juzga por el pasado que atestiguan esas páginas y no por el período siguiente que bien se encargó de envilecerlo.La joven suspiró como guardándose una respuesta que acaso considerara inoportuna, pero al ver que mi expresión no manifestaba ninguna clase de sentimientos relacionados al rencor o al enojo por su intempestiva acción, volvió a mirarme cálidamente y a posar su mano sobre la mía. Su rostro se iluminó nuevamente con una sonrisa exquisita. Sus dientes blanquísimos y sus ojos verdes resplandecían en la piel ligeramente oscura de un rostro bellísimo que un pelo negro y brillante enmarcaba. Angélica, pues así se llamaba, no se veía como el común de las domésticas, tenía un aire exótico que despertaba un gran interés. Su figura esbelta guardaba una postura elegante y sus movimientos eran gráciles y juveniles. Una voz suave y relajante transportaba sus palabras, haciendo placentero el escucharla hablar.Continuaba dedicándome aquella sonrisa, con la cabeza ladeada y su mano aún unida a la mía. Algo en su gesto me hacía pensar (no sé bien por qué) que hasta cierto punto me compadecía. No le pregunté por mi familia. Recordé haberle indicado que no

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les dijera nada acerca de mi enfermedad, así que, desinformados como estaban, seguiríamos en nuestro tácito acuerdo de ignorarnos mutuamente. Los días pasaban y mis energías iban en aumento, pero tanto había sido el tiempo que había permanecido en reposo, que mis movimientos se hallaban limitados y respondían con torpeza. Mi andar era ayudado por un bastón, o a menudo por el brazo gentil de mi criada, que insistía en los paseos por el jardín para que el ejercicio acelerara mi rehabilitación. Accediendo a una sugerencia tan acertada, retomé mis paseos nocturnos, siempre acompañado de Angélica y su agradable conversación. Bajábamos con lentitud las escaleras y cruzábamos la casa hasta la puerta principal. Las amplias galerías estaban escoltadas por cuadros gigantescos que ofuscaban la mirada, absorbidos por el trabajo exagerado en la decoración de sus marcos. Aún en el barroquismo de su concepción, los ambientes transmitían una irrompible desolación y repetían nuestras voces en sus rincones inaccesibles, poblándose de huidizos fantasmas que se extinguían con pereza. Una vez afuera, recorríamos la extensa porción de jardín que se anteponía a la fachada, aunque mis anteriores y solitarios paseos solía darlos por la parte trasera de la casa, donde había un interesante laberinto de ligustro que me encantaba sondear entregado a mis reflexiones. Pero mi acompañante me conducía hacia este otro sector, donde decía que ella misma había plantado un Don Diego (cuya flor es mi favorita) e intervenido en algunos arreglos con el permiso de mis suegros.

Cierta noche, en una de nuestras recorridas por el jardín, nos topamos con Alberto. Mi cuñado yacía en la tierra, boca abajo. Me acerqué a él y lo zarandeé para estar seguro de que no se trataba de nada más que de otra de sus borracheras. Se irguió a medias apoyado en sus codos, arqueando la espalda. Primero, nos miró

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desconcertado; luego, al parecer reconocernos, comenzó a proferir un sin fin de agravios dirigidos hacia la criada.- ¡Lamia espantosa! – Dijo entre hipos y balbuceos – aléjate de nosotros. Amigo – pronunció mirándome – huye, llama a la policía, este súcubo disfrazado de sirvienta pretende quedarse con todo.Ella enrojeció, no sé si de ira o de vergüenza, aunque ambos sentimientos parecían dominarla, y se hizo hacia atrás llevándose las manos al rostro. Alberto vomitó y cayó desmayado sobre el charco pestilente.Tomé del brazo a Angélica y le pedí que entráramos a la casa inmediatamente. Una vez adentro, mientras vigilábamos por la ventana a mi pobre cuñado ebrio, aún tendido en el jardín, le dirigí a Angélica una mirada inquisitiva a la que ella respondió con otra de culpabilidad. - Perdóneme – dijo por fin – el señor debe estar en desacuerdo con mi decisión.- ¿De qué decisión me habla? – pregunté.- Bueno... el resto del personal doméstico no cumplía bien con sus obligaciones y decidí despedirlo para buscar otro más eficiente, haciendo uso del cargo que se me ha otorgado y que me permite administrar esta clase de medidas. Además, como sus suegros me han encargado el total cuidado del jardín, comprendo que se piense que estoy acaparando todas las actividades.- Como usted dijo, se le ha dado la facultad de dirigir todo lo concerniente a los cuidados de esta casa, incluyendo al personal doméstico. Si usted cree que su proceder ha sido correcto no tiene por qué apenarse. Y sepa disculpar a mi cuñado, sé que no es motivo para que la maltrate de ese modo, pero debe comprender que no se encuentra bien. Prometo intentar razonar con él cuando se encuentre en un estado menos deplorable. - No se preocupe – musitó Angélica retornando a su enfado – su familia nunca logrará ser ni la mitad de lo que usted es (o podría

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ser), pero lo que aún más lamento, es que usted no logre imponer sus nobles cualidades por encima del patetismo y el vicio que le rodean.

Un audaz atrevimiento, seguramente, pero no podía menos que tolerarlo luego de la situación que le había tocado vivir. Comprendía su enojo y estaba decidido a reprender al hermano de mi esposa por una actitud tan indigna. Pero no volví a ver a Alberto, situación que no me alarmó en absoluto, pues llevábamos con mi familia horarios muy distintos, lo que hacia casi imposible que nos encontráramos muy a menudo. Además, existía la posibilidad de que mi rebelde cuñado nos estuviera evitando, conciente (si es que esto era posible en el estado en el que usualmente se encontraba) de su conducta violenta e irrespetuosa. Por otro lado, recordando la explicación de mi criada, me resultaba curioso que mis suegros delegaran a otra persona una actividad de la que se ufanaban. Pero ellos ya eran ancianos, y es posible que el trabajo de jardinería les demandara unas fuerzas que ya no poseían.En algún momento, pensé que el muy desgraciado de Alberto había intentado propasarse con la joven, sospecha lícita después de todo, pues existían antecedentes de tales faltas en su larga lista de hechos vergonzosos.De todos modos, lejos estaba de culpar a mi humilde benefactora por los desmanes de mi cuñado y sus incoherencias.

Angélica había leído mucho, lo que se evidenciaba en su discurso perspicuo e inteligente, al que animaba con sus amplios conocimientos y con una sensibilidad propia de los artistas más refinados. Su actitud me hacía recordar, con el dolor de un miembro que comienza a desentumecerse, que no siempre había sido yo el hombre oscuro que ahora era. Invariablemente, cada vez que hacía alusión a esa frialdad que me tenía cautivo, ella me detenía y me recordaba con palabras textuales episodios de mi pasado que había tenido

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oportunidad de leer en mi diario personal, y que según ella, desmentían la insensibilidad por la que me creía poseso. “Usted es una persona maravillosa” solía decirme, “es sólo que lo ha olvidado para creerse merecedor del injusto castigo de no ser que se ha impuesto por sus fracasos”. Me insinuaba, sirviéndose de agudas sutilezas, que la vida que llevaba, la familia que de algún modo había elegido, así como nuestra indiferencia pactada (ciertamente muy notoria a los ojos de los demás), eran los barrotes erigidos voluntariamente para mi aislamiento, y que mi libertad dependía de una intención contraria que los derribara. El hastío había dejado su rúbrica en mi plúmbea mirada, y el umbrío sopor en el que me había sumido su incalculable poder, menguaba los bríos de toda sensatez. Sin embargo, mi tedio debía vérselas con una reflexión embrionaria que, en ágiles y furtivos movimientos, pugnaba por traer a mi mente algunas sanas ocurrencias de cuando en cuando.

Sabía bien que mi diario había finalizado abruptamente, no llegaba hasta estos días ni mucho antes. Se interrumpía de un modo tajante en el exordio de un suceso cuyo relato jamás continué escribiendo. Ella era conciente de esto, y muchas veces, sus astucias intentaban desentrañar el misterio de tal episodio y de otros tantos que se insinuaban sombríos. Yo me encargaba de eludirla con ambages ampulosos, pero pronto tendría que ingeniármelas para una nueva evasión, pues luego de dejarme tranquilo por un tiempo, volvería sobre este punto con la artillería renovada de sus graciosos ardides. Sus incisivas suspicacias eran todo un desafío a mi inteligencia, pero aún así, yo me libraba de ellas airosamente. Me veía en esos casos como un asesino que nunca olvida sus guantes para no dejar huellas, el autor de sigilosos crímenes al servicio del secreto y la diplomacia. Pero este juego no duró demasiado. Yo no podía olvidar los inapreciables cuidados que Angélica había derrochado en mí,

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y sentía una enorme deuda que reclamaba ser saldada. Decidí entonces pagar con la moneda más cara para mí: la confianza.Como era de esperar, la oportunidad llegó. Caminábamos por el jardín, envueltos en el hálito de una noche apacible, yo me encontraba a la espera de un nuevo ataque de sus artimañas discursivas, pero esta vez, no para huir de ellas, sino para disipar la curiosidad que las engendraba. Forzando las puertas de mi silencio, opté por comenzar a esclarecer sus dudas, y junto con tal esclarecimiento le permití preguntas más directas a las que respondí con total franqueza. Ella parecía satisfecha con mi nueva actitud y animada a seguir conociendo acerca de mí. Las respuestas parecían fascinarla y compenetrarla aún más en mi historia. Yo no veía gran cosa en mi vida, pero Angélica sí. Hacía propias mis costumbres, incorporaba a su vocabulario palabras que me oía pronunciar con frecuencia y leía los libros que me escuchaba citar. Luego de alguna discusión de opiniones antitéticas, ella acababa adoptando mi postura, creyéndola más interesante o más acertada que aquella que le era propia. Aún más, en ciertos momentos la creí inclinada, pese a su natural tendencia a la alegría, hacia algunas ideas decadentes que tuve ocasión de exponer manifestando mi completa adhesión.Únicamente entregado al relato de mi historia, a la febril descripción de sus paisajes y sucesos, mi voz abandonaba la monótona cadencia de acostumbrada frialdad.Inesperados acentos de oportuna emotividad venían a inocular en mis palabras el brillo pretérito de una vida extinguida.Yo veía a mi discurso plasmar su elocuencia en el rostro de Angélica, transformándolo según las imágenes que bosquejara, ante los ojos de su espíritu, la mano intrépida de mis evocaciones.Inocente de cualquier intención, salvo la de cancelar la deuda que creía haber adquirido, yo continuaba con mis narraciones que parecían cautivar, con el natural sortilegio de las palabras, la

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completa atención de la meliflua criada.

Hechicera seducción del verbo, quién puede medir el alcance de tus deslumbrantes artificios, o verse libre por ventura de tu saeta envenenada.

Ella era muy inteligente, cualidad que me permitió descartar la posibilidad de estarla influenciando sin quererlo y estar oscurecien-do su personalidad con los demonios que emponzoñaban mis reflexiones. Llegué a insinuárselo en cierta ocasión, pero ella lo negó categóricamente, arguyendo que lo que realmente sucedía era que a través de mis palabras, yo revelaba aspectos de su personalidad, facetas en las que no se había atrevido a sondear antes por temor a enfrentarlas o a admitir su existencia. Decía que esos mismos aspectos, al verlos en mí, dejaban de ser réprobos para ella, y adquirían algo así como una belleza estética.No sé si entendí realmente lo que quiso decir, pero elegí tomarlo como un cumplido o algo similar. No es inusual que algunas personas se sientan hermanadas entre sí por una serie de sentimientos comunes; pero debía reconocer que lo de ella iba más allá, ella sentía admiración por mí y yo lo notaba.Solía entristecerse sobremanera cuando, luego de hablar de tiempos remotos en los que todo era cambio y posibilidad, regresábamos a la actualidad, donde la nada me consumía. Pero no siempre hablábamos de mí en nuestras conversaciones, yo también me interesé por saber más acerca de ella. Recuerdo que en una ocasión me confesó, con la sentida frustración con que se revelan los sueños que nunca llegan a realizarse, que había estudiado enfermería y muchos de sus insomnios la habían sorprendido, acaparada su atención, sobre complejos tomos de medicina. Tampoco desconocía la psicología, en la que también había incursionado con vehemencia. Curar era su verdadera vocación;

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reparar, reconstituir, reunir los fragmentos que la enfermedad se encargaba de separar en lo íntimo de una persona.Este aspecto venía a completar, junto a su interesante visión del tema, los motivos de la dedicación que me brindara en mi período de enfermedad. De todos modos, lo de su fascinación hacia mí se presentaba aún como un misterio, e inconforme con dejarlo de tal modo, resolví justificarlo en los posibles efectos de una deformada conmiseración.

No mucho más tiempo tuvo que pasar para que me sintiera totalmente recuperado de mis achaques. El ejercicio que implicaban mis caminatas y los incansables cuidados de mi criada, habían dado un sorprendente resultado en mi recuperación. Sintiéndome dotado de mi antiguo vigor, decidí retomar mi costumbre de deambular por el jardín trasero sin más compañía que la de mis turbios y dispersos pensamientos. Mi primera visión de esta parte de la casa, después de tanto tiempo, fue encantadora. El trabajo que se había hecho en el arreglo del jardín era maravilloso. Evidentemente, mis suegros habían acertado en otorgarle a Angélica la responsabilidad de la jardinería. Los dones que el verano insuflaba a la vegetación se sumaban al notable efecto de su cuidado. La soberbia y el vigor, moderados por el exquisito ordenamiento de un inspirado criterio humano, hacían pensar en Dionisio y Apolo alcanzando el magnífico y tan ambicioso acuerdo. Un saturnal de perfumes flotaba en la noche pacífica, donde el tímido canto de sus criaturas, revelaba el pulso de una vida que comenzaba a despertar sobre otra que dormitaba. Una brisa leve henchía el follaje, desordenándolo con manos etéreas. Pero qué descripción podría hacer justicia sobre tal escena, que se presentaba ante mis ojos como un edén nocturno encendido por la argentada luz de un plenilunio.

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Inicié entonces mi paseo, dispuesto a disfrutar de los notorios cambios que percibía a mi alrededor y que prometían descubrimientos aún más interesantes.Habiendo recorrido ya un largo trecho por el laberinto, el que recordaba menos sinuoso, oí a mis espaldas, absorbido por el césped esponjoso, el rítmico sonido de una marcha presurosa. Al voltear, la vi a Angélica, esforzándose por darme alcance. La esperé. Cuando llegó hasta mí, jadeante, me tomó del brazo y, sin descuidar su eterna sonrisa, me dijo:- No sería justo que se me adelantara y descubriera, sin la debida compañía, la más importante de mis intervenciones en el jardín.La miré con curiosidad, arqueando las cejas y devolviéndole la sonrisa (o un esbozo de pliegues similares).- Quería esperar a un momento más adecuado – continúo diciendo mientras se reponía de la carrera – pero dado que ya estamos aquí, continuemos, le mostraré. Reanudamos la marcha. Nuestro andar sereno a través del laberinto de ligustro, moteado por un millar de sus flores blancas, nos permitió una fluida conversación que fluctuaba de sus descripciones a mis elogios.Surcamos el vasto jardín llevados por los senderos que la poda intencionada indicaba como posibles. Ella me mostraba con entusiasmo la excelente labor que había hecho con la distribución de las especies vegetales y la atinada inclusión de una fuente, cuyas ánforas inclinadas vertían incansables, aguas cristalinas. Ubicadas estratégicamente, podían verse también, condenadas a su eterna postura, unas esbeltas estatuas de una blancura radiante. Y al final del recorrido, cuando un claro se abrió a nuestros zigzagueantes pasos, la sorpresiva revelación de un nuevo cambio me derribó sobre un banco de piedra que parecía estar allí para la cómoda contemplación del siniestro espectáculo.La miré, ella me dedicaba su amplia sonrisa y sus ojos me observaban

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como en espera de un encomio. Intentando inútilmente ensayar la incredulidad, volví mi vista hacia aquella obra que parecía producirle a Angélica una gran satisfacción y un profundo orgullo.En ese momento, bajo la antorcha incandescente de la luna, que parecía suspendida por la tesálica Ericto, lo bello rasgó su máscara para mostrarme su auténtica y horrible faz. En mi imaginación, toda cosa a mi alrededor se vio infernalmente metamorfoseada. Las flores se trocaron en coloridos monstruos de grotescas fauces carnívoras; las raíces, en nudos de venenosas serpientes que en el légamo infecto se retorcían; y la exuberante vegetación se convirtió en insuperables muros de asfixiante desesperación. Mas no fue un desvarío que los vestigios de mi enfermedad hicieran posible, no fue siquiera una pasajera alucinación, la irrefutable verdad me apuñalaba con su crudeza. Abriéndose paso entre el manto de hierba, que se extendía como una alfombra por todo el jardín, surgían, rígidas y silenciosas, cuatro flamantes lápidas, como lenguas de piedra intentando articular un grito sofocado por la tierra amarga. En las tumbas que formaban este pequeño cementerio, enmarcado con un seto vivo y custodiado por el andar inquieto de tres gatos negros, pude leer la misma inscripción tallada irremediablemente en el mármol: “Nuestras vidas fueron el horizonte rojizo en el ocaso de un sol debilitado; nuestras muertes, el dorado resplandor que anticipa su gloria en un ardiente mediodía”.

IIDesespero ante la exacta imitación que un bruñido espejo me devuelve implacable; en su faz helada que me repite, mis ojos advierten el enigma enloquecedor que mi incierto cavilar no logra resolver. “Quién soy...” interpelo a mi perfecta duplicación que modula a porfía, “quién soy...”

A mis espaldas descansan, sobre desvencijados estantes, un sin

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número de libros que, agotados por turno en mis vanos sosiegos, no han hecho más que sumarme el peso de nuevos interrogantes, aunque en algunas ocasiones, para mi escurridizo asombro, algunos de sus pasajes fueron como las inmóviles aguas de un estanque en las que pude ver la imagen precisa de mi retrato.Pero de qué sirven el conocimiento, la duda o la identificación, arrojados sobre un pecho estéril que no puede concebirlos como el motor de acciones redentoras. Detrás de mí, el paso vandálico de la impredecible experiencia, postula la devastación dejada por saldo como una nueva oportunidad.

A mi vista, en la descontrolada frondosidad del jardín, crece un asfódelo, como un dedo ahusado que se mece señalando a un cielo preñado de tempestades.

El desproporcionado afán de Angélica por curarme de la paralizante enfermedad del tedio le ha costado el ignominioso destino de los criminales; y mientras defiende aún, en la prisión de los insanos, sus drásticos métodos, yo vuelvo a mirarme al espejo, y libre al fin del aparato vicioso que me consumía, de la asfixiante cizaña y de mi voluntad suicida de sembrarla a mi alrededor, siento ganas de ser y de vivir nuevamente.

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Es la fascinación por lo siniestro el elixir secreto de toda gran belleza.

IElla murió, y yo quise estar fuera de mí; en los sordos murmullos de la ciudad inquieta, en sus luces titilantes que veía a través de la ventana, en el árbol solitario y en la lluvia que lo inquietaba, en las hojas muertas que se arremolinaban en la esquina. En el refugio incierto de formas lejanas pretendía encontrar una suerte de ausencia, una huída fugaz del sentimiento inexorable. Ahora duerme, abandona la máscara que otrora domeñara su rostro (y muchos de sus actos). Inerme en el frío reposo, queda asida a su último artilugio: el silencio. La suya era una hermosura impertinente que se imponía en cada movimiento, como ejerciendo una voluntad caprichosa que no soportara el momentáneo exilio en el disimulo o en la prudencia. Aún bajo el sopor amargo de la muerte, sus rasgos se resisten a abandonar la belleza.La gobernaban también otros instintos, fugitivos de las palabras que pretenden nominarlos, pero no de la sensible percepción que los captura en sus recámaras mudas al advertirlos.

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Me duele su pérdida, pero es éste un dolor dulce, como la clase de penas que a ella le gustaba padecer, y el sentimiento con el que la recuerdo (muy lejano al de la tristeza) es el mismo tipo de emoción vertiginosa de la que fuera adicta. Engendros de una violenta mutación, los ojos con los que ahora observo a la incansable durmiente, no son los que la vieron aquella vez, destiñendo el mundo, promisoria y altiva, bajo la danza cautivadora de sus pasos. El perfume de su piel olía a un millar de besos ardientes, pero aún así, fueron sólo los míos los que le hicieron conocer las llamas.

IIExisten presencias que largo tiempo nos acompañan inadvertidas, y que se revelan a nuestra mirada en un extraño momento signado por el destino. Así la descubrí a ella, quebrantando la inercia de mis días repetidos con una risa animada que la coloreaba, recortándola sobre entes grises y difusos. Recuerdo que fue una mañana, la ciudad sollozaba bajo un techo de plomo que suspiraba el fantasma de una humedad sofocante. Aún con el sueño a cuestas, yo apuraba el paso intentando superar las amplias escaleras. Como siempre sucedía los últimos días de clases, la universidad no desbordaba de estudiantes. Sólo un puñado de perseverantes deambulaba por los pasillos o pasaba las hojas de algún libro sobre las mesas sucias de la cafetería. Llegué temprano a mi clase, y como cada vez que me veía obligado a esperar, me dije que la puntualidad sería un mal que me acompañaría toda la vida. Poco a poco, fueron llegando mis compañeros, ocupando con pereza sus lugares. Nunca fui una persona sociable, por lo que conocía a muy pocos de ellos. No sé, quizás fuera una suerte de desesperanza en relación al mutuo entendimiento o tal vez mera apatía. Tenía la seguridad de que mi displicencia me había hecho acreedor de algunos enemigos anónimos, pero aún así, por alguna extraña razón

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ligada quizás a la autenticidad, me sentía orgulloso de ser quien era.No bien todos los puestos estuvieron ocupados, llegó el profesor: alto, delgado, con su rostro aniñado de piel oscura perfectamente rasurado, con un traje gris de elegancia impoluta. Todo en su imagen parecía querer disfrazar su inseguridad con la cáscara de un ser adulto, masculino y experimentado.Yo atendía silenciosamente a su monólogo, hasta que mi débil concentración se diluyó en un éter de ensueños y mi mente se alejó de la escena. Luego de unos instantes, una explosión de murmullos me devolvió de súbito: teníamos nuestros quince minutos de descanso antes de la segunda mitad de la clase.No quise moverme de mi sitio, y comencé a pasear la mirada por los estudiantes que se dispersaban en busca de café o se desperezaban abiertamente aún clavados en sus lugares.Barría con mi atonía sus rostros somnolientos cuando de pronto la vi. Cómo es posible que una imagen pueda sublevar a tal punto el reino de las emociones. La observé sin reparos, hurgué en cada uno de sus detalles intentando explicar mi patética permeabilidad. Cualquier descripción a la que me arriesgara me parecería por lo menos injusta. Baste por toda evaluación, imaginar a la sensualidad como una diosa esmerada, dedicando sus desvelos a trazar los rasgos de su criatura predilecta, atormentando con su arte a la sensibilidad incauta que lo contemplara. Me esforcé por escuchar las voces de quienes conversaban con ella, quizás alguien la pronunciara: conocer el nombre del espíritu es el primer paso para su exorcismo o para su invocación. Curiosamente, ambas ideas luchaban en mí.El asalto de un repentino e inexplicable sentimiento me llevó a apartarme al abrigo solitario de un rincón, y sin abandonar la contemplación que de todo me abstraía, garabateé una poesía torpe que ensayaba la captura de aquella impresión mágica y desconcertante. Quise encerrarla en aquellas palabras para dominar su fuerza, para

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entenderla, para entenderme. Me sorprendió no haberla notado con anterioridad, pero consciente de que los tímidos viven en la porción de mundo que le dejan los audaces, no pasó un día después de verla por primera vez, en el que no buscara adivinar su figura entre el gentío, en el que no fuera tras su palabra para beberla en absurdas victorias, como un elixir carísimo que necesitara para existir. Qué no pagué por una mísera gota de esa falsa ambrosía que colmaba mi boca sedienta con su narcótico dulzor. Desde entonces, nuestras rutinas parecieron conspirar para reunirnos, sirviéndose de mil casualidades. El pábulo de nuestros encuentros hizo que mis soledades se poblaran con su rostro y los oídos de mi imaginación se extasiaran con su voz alucinada. Iset… Su nombre evocaba el perfume de tiempos pretéritos donde toda leyenda es posible, donde todo sueño es insuflado por altas divinidades y donde el poema está muy cerca de ser un conjuro. No podía dejar de pensar en la poderosa similitud que existía entre su imagen y un dibujo que hiciera años atrás intentando bosquejar a una mujer que veía en sueños. Hasta el más mínimo detalle de mi pretendida parecía encastrar con insospechada naturalidad en las formas vacías de un rompecabezas entendido largamente como una incógnita irresoluble. Pero en mis pies, que querían despegar del suelo yermo y conocer nuevas y enriquecedoras alturas, se cerraban los oxidados grilletes de un amor gastado.Mi fiel y dulce Ágata, por qué no pudieron ser tus ojos cristalinos el vórtice que me desordenara; por qué no resistió el lazo que nos uniera la invisible fricción del tiempo.Fue así que, viéndome joven y henchido por la esperanza en un futuro incierto, rompí toda atadura, deshice todo obstáculo que me impidiera la carrera vehemente hacia aquello que parecía aguardarme con una plétora de místicos presentes.

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Persiguiendo el acerbo cometido de la disolución, muchos ensayos fracasaron entre su negación y mi debilidad. Pero fue la ironía de una tarde soleada, el contexto sagrado del último adiós.La coraza de nuevas ilusiones con la que fui ceñido aquel día, no soportó los golpes que me infligieran el recuerdo de unos años maravillosos. Rodé un millar de lágrimas en las exequias de ese mundo compartido, de ese universo irreprochable construido con la pureza de dos seres que se entregaron sin reservas. Su mirada transparente, que todo lo comprendía, me atravesó dolorosamente con su resignación. Caminé largas cuadras de regreso con la visión nublada por el llanto, repitiendo maquinalmente que había hecho lo mejor para ambos. Nadie aprobó mi decisión, pues todos aquellos que nos conocían, veían en nosotros un vínculo inimitable e ideal, dotado de la esencia que hace posible la eternidad. Pero nada de esto me importó, la oblación fue hecha bajo la certeza intuida (pero infundada) de que un sendero próspero se presentaba frente a mí, requiriendo mi paso decidido para entregarme las cuantiosas venturas que escondían sus recodos. Con mis pensamientos acaparados por nuevas perspectivas, no pude darle a Ágata mejor obsequio que el de la libertad, situación que desaprovechó, luego de un tiempo exiguo, en brazos de uno de mis escasos amigos. Sin embargo, la imposibilidad de retroceso sobre las decisiones tomadas, no radicó en ese hecho sino en otro temerariamente definitivo. Días después de nuestro último encuentro, su voz inquieta sonó en el teléfono y acudí a verla tan pronto como lo solicitaba su desesperación. Una vez reunidos, Ágata me confesó, siendo yo el primero en conocer la noticia, que esperaba un hijo de su incipiente noviazgo.La tranquilicé con palabras oportunas y prudentes, le aconsejé que enterara a sus padres del embarazo y le di algo de dinero para los

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tratamientos. Pero esto no era todo, algo más la perturbaba. En una reciente conversación que había mantenido con el futuro padre, éste le había dado a entender que ella no respondía exactamente a su ideal de mujer, caído en la cuenta a su momento, de que ya no estaba agraciada con el don de la virginidad. La ingenuidad con la que el sujeto había concebido nuestra no tan antigua relación, nos hizo reír a carcajadas, diluyendo así, la trágica situación que podría devenir de tal complejo de inferioridad. Nada de lo que me enteré en nuestro encuentro me afectó negativa-mente, la seguridad con la que manejaba mis expectativas puestas en Iset me ubicaban al margen de todo conflicto interior. Nos despedimos, sin lágrimas esta vez, ambos con fe en nuestros futuros.

IIIEngendro martirizado del propio ego; proyección de esas ruinas mohosas que la vanidad clausura; bálsamo y puñal; alimento y parásito; amantes, en fin.Mis pláticas y encuentros con Iset maduraron el éxito que mis anhelos perseguían, y una vez alcanzado, qué estúpidamente poderoso me sentí con el cetro de oropel que puso entre mis manos. Pocos días tardé en concretar mis intenciones, y esta velocidad, la espontánea correspondencia y el estado en el que me sumían sus besos de loto, fueron interpretados por mi juventud como la divina señal del camino acertado.

Trágica invocación del recuerdo que traes a mi mente y a mis sentidos la simetría de un ayer trocado en sensitivo y torturante presente. Siniestro holograma proyectado desde lejos que representas con lacerante fidelidad la escena primera en la obra de una absurda adoración.Así la vi entonces, así la veo hoy con ojos transportados. Viajo, es la fatídica tarde, el momento primordial de nuestra unión. Ella

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va vestida de atardecer, dorada bajo la incipiente agonía del sol, es como una espiga de trigo flexible en la brisa. Su vientre desnudo es promesa de miel silvestre. Su pelo áureo derramado, sus labios rojos fraguando una sonrisa. Su mirada es enigma evanescente, docilidad de una flor salvaje.Destellos de oro la besan entera. Rutila y espera a mi contemplación que pretende eternizarla, que busca asirla a un instante incorruptible. Bebiendo su imagen de a sorbos ligeros me acerco lento. Huele a lluvias de primavera y a campos sembrados de frutales. La rodeo con mis brazos, casi sin tocarla, y posa en mi pecho sus manos cautelosas. Es suave hasta las lágrimas. Comprendo al instante que una torpeza sería lobo de su fragilidad. Exhala mantras, no suspiros, tímidos, cautivos de una moderación desfalleciente.Demoramos nuestros labios, como un naufrago sediento que demora el ánfora de agua fresca que sostiene frente a sí, temiendo sea una alucinación que fuera a desvanecerse. ¡Es tan hermosa! Pruebo su boca, recinto de almíbar, de caro nepente. El opio de su hálito agitado me pone en manos de una demencia exquisita. Tiembla bajo mis yemas. Mi tacto busca, con delicadeza infantil, aquellos rincones que el pudor esconde. Sus dedos hacen otro tanto, pero interrumpidos por la fuga repentina de una energía que por momentos quiere ser toda para el éxtasis.Con premeditada lentitud ya hemos sorteado los obstáculos de nuestras prendas. Estremecimientos de una piel que conoce a otra piel. Penetrando en un nido de sombras, ella camina hacia atrás con prudencia, llevándome atado a sus besos. Llega hasta el borde del lecho y se acuesta. Su mirada me invita, me ruega seguirla. Es entonces cuando repito con mis labios los senderos que mis manos ya conocen. Apaga gemidos que luego libera, incontenibles, aferrada a un girón de sábanas. Conoce mi fuerza, yo su entrega. Arrobamiento último.Ahora dormita con su cabeza apoyada sobre mí, dibujando en mi cuerpo lánguidas caricias. Encendidos en la conciencia de la

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reciprocidad, somos hermanos en un místico placer que juega a oprimir nuestros corazones. Sé que evita mirarme para no ser descubierta en aquellas emociones íntimas que le son incapaces de refrenar. Insensata fugitiva que anhela su captura.Nos vestimos con fingida naturalidad, mientras nos lanzamos furtivas miradas en las que nos reconocemos cómplices.Nuestros besos frustran varios intentos de despedida, hasta que un valor indolente me arranca al fin de sus labios.Mientras me alejo, volteo varias veces para verla. La puerta entreabierta deja ver su rostro que me dirige una eterna sonrisa. Diminuta en la distancia, la puerta se cierra.Camino por el centro de la calle, no hay tráfico los domingos. El barrio está silencioso. Casas adormecidas flanquean mi paso, al igual que árboles inmensos que unen sus copas en lo alto, sobre mí. Del entrevero en un verdor marchito, muellemente, las hojas grises y de matices ambarinos se desprenden y caen, confundiendo al ocultar, capa sobre capa, acera y calzada. Tan sólo los escasos autos estacionados o algún charco en la alcantarilla, también cubiertos de hojarasca, sugieren un límite.El aire fresco del otoño me place sobremanera. Abro mis brazos y respiro profundo. Me siento henchido y seguro, liviano. Descubro que llevo impregnado el perfume de Iset, filtro extático que llevara su piel. Oscuros nubarrones se han dado cita en el éter, modulando sordos ronquidos amenazantes. Tarde avanzada de un otoño avanzado. Los colores palidecen cuando el día renuncia a una luz que ya no puede sostener.Caen las primeras gotas y el frio aumenta. Ya en mi habitación, cierro los ojos entregándome al hipnotismo de la lluvia. ¡Dios, por qué permitiste que volviera a verla!

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IVLas noches no podían ser más cortas a su lado. Antes de que las agujas se unieran en la medianoche ella se despedía, alejándose veloz, como una cenicienta venusina temerosa de que el singular encanto que la hiciera bella se disipara.Sólo me quedaba alucinarla y padecer su ausencia, y en el tortuoso languidecer de las horas, revivir en mi imaginación lo fugazmente vivido. También me dedicaba a repasar con angustia las historias que me contara acerca de su pasado, poblado de amantes golpeadores y traicioneros, así como de lapsos interminables de amarga soledad. Me preguntaba, no sin cierta indignación, cómo era posible que tales cosas le sucedieran a alguien como ella. Istet solía mirarme embelesada, con los ojos empañados por una sutil cortina de lágrimas, y decirme que yo le había devuelto la vida. Cuántos juramentos de eternidad pronunció su boca, cuantas súplicas de que jamás la abandonara.Éramos diferentes, y éste parecía ser un novedoso atractivo que me instaba a la exploración y al conocimiento; “la irresistible atracción de los opuestos” solía decirse de nosotros.Sus costumbres y deseos pronto me sumieron en un paisaje totalmente distinto al que me encontrara habituado. Mis amistades se ligaban a mí con debilidad, mientras que las suyas, me acaparaban casi por completo. Intenté por ella hacerme a nuevos códigos en un entorno que no toleraba los míos, amoldarme a dinámicas otrora réprobas a mi corazón. Todo precio era liviano para mi insensatez que buscaba su aprobación y su contento. Por evitar sus celos y absurdas sospechas (terribles demonios que mortificaban su espíritu y que no tardé en conocer), fui todo para ella. Sufrí un proceso de despersonalización que fue para mí como una lenta sangría, anestesiada sin embargo por la recompensa de sus encantos.

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Faena inútil la de doblar un temperamento, faena inútil a la que me aboqué por querer ganar, yo también, alguna batalla, y a la que renuncié no sé si oportunamente. Desgraciado aquel que, preso de la obstinación, pretende continuar. Doblegarse para complacer, doblegar para ser complacido: estupidez mayúscula y recurrente. No me importaba que sus reflexiones fueran banales hasta rayar lo hilarante ni su desinterés por todo aprendizaje positivo. Su exiguo intelecto irritaba a mis amistades, pero yo justificaba su cerrazón con la mera apatía hacia tales casos. De todos modos, pocas fueron las veces en que pude llevarla a mi círculo, las escenas recíprocas de prudente desprecio, solapados sarcasmos y agudas suspicacias creaban una tensión que hacía intolerable cualquier encuentro.Es verdad que yo también me sentía segmentado frente a ella, imposibilitado de diversificar el diálogo. Nuestras conversaciones desembocaban irremediablemente en su intricado pasado y el de sus amistades, así como en el absurdo de sus cavilaciones y en los asidos cuestionamientos que hacía acerca de la moral de sus semejantes. En algunas oportunidades, me sorprendía con los dejos de malicia y procacidad que detectaba en el discurso de Iset. Una y otra vez escuché sus relatos de intrigas e infidelidades, en los que había sido la desdichada víctima o conocido de cerca a los protagonistas. Cómo le entusiasmaba referir estas anécdotas y sacarlas a la luz. Llegué a creer que experimentaba un morboso deleite en recrearlas, libando nuevamente un pretérito dolor. A menudo se reunía con una vieja amiga llamada Até, de quien la oí hablar como de una hermana. Solía decir que su familia la consideraba como una hija más. Aún se dibuja en mi mente el desafortunado retrato de cuando fui presentado. La ocasión se creó especialmente para tales fines en la residencia de Até, una casa adornada con la misma abultada cantidad de dinero como de mal gusto. Tanto ella como el hermano, a quien también tuve oportunidad de conocer aquel día, me inspiraron

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iguales sentimientos. Él era un sujeto repugnante en verdad, pero tal repulsión, no era motivada por una deformidad física, un modo particular de hablar, o por algún pensamiento o idea que, contrarios a los míos, se esforzara por defender. Era algo que emanaba desde su interior y que yo percibía como el miasma deletéreo de una espiritualidad contrahecha. Pero como ya había experimentado (aunque en menor medida) sensaciones parecidas con otras personas, cancelé tal impresión como relevante y me sobrepuse a mi disgusto por respeto a mis anfitriones. Era curioso, él trataba de acercárseme al tiempo que me rehuía evitando mi mirada. Por un momento pensé que mi desagrado hacia él había sido evidente de algún modo, delatándose en un gesto que pudiera haberse filtrado entre el cerrado tamiz de mi forzada diplomacia. Redoblé entonces mi cordialidad para diluir cualquier sospecha. También tuve que luchar contra los efectos de la grotesca ironía de que el joven llevase un nombre de ángel.Como dije, su hermana me inspiraba idénticas sensaciones, aunque parecía ocultar su escoria con mayor maestría, utilizando los perfumados afeites de su amabilidad para disimular la mística corrupción que su cuerpo amortajaba. En las oportunidades en que vi juntas a Iset y a Até, pude notar cómo se dirigían una subrepticia mirada en la que estuve seguro fluía una ejercitada complicidad.Me vi postergado incontables veces por sus encuentros. Recuerdo cómo fui herido brutalmente por Iset, cuando al presentar una de sus groseras excusas se dirigió a mí de este modo:- Jamás entenderás la fortaleza de nuestra amistad, pues no has vivido algo semejante ni has sido abrazado nunca por un amor como el que nosotras nos tenemos.En la estela de silencio que dejó su frase devastadora, una mano invisible me retorció el alma. Quise reprender tamaña falta de tacto e innecesario ultraje, pero me inmovilizó la posibilidad de que estuviese en lo cierto, así como la terrible sospecha de mi culpabilidad.

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Su lacerante respuesta había alcanzado el efecto deseado, y aunque la voz susurrante de mi intuición me inquietara al respecto, no volví a objetar sobre sus reuniones. Su comentario no había tenido por fundamento a la mera reacción que escoge a tientas un arma para el daño, sino a situaciones concretas de las que la había hecho conocedora. Sentí que ponerla al tanto de mis debilidades no era una exposición justa frente a una merecida confianza, sino la acción torpe de otorgar efectivas herramientas para la indolente manipulación. Me cuidé de hacerlo en el futuro.

VTodo sucedía a un ritmo acelerado. Me sentía arrastrado por una corriente cuya desembocadura ignoraba; ciego en su violento caudal, mis reparos con respecto a Iset no tenían la fuerza suficiente como para ser el cimiento de alguna duda ofuscadora o el motor de un giro en mis intenciones.Tal era la vorágine de los acontecimientos, que sin haber transcurrido un año de relación, me vi anudado a los proyectos de nuestro connubio. En mis frecuentes visitas veía a su madre, una mujer de talla ruda y voz chillona, hojear revistas de moda en busca de un vestido que la niña pudiera lucir en la boda. Una casa ya nos había sido destinada como la apresurada herencia de un moribundo familiar. Evidentemente, el sentido de la sutileza era un ente evadido en los corazones petrificados de aquella familia.De todos modos, el silente devanar del tiempo se hizo sentir, logrando hacer de aquél prístino y albo sentimiento que me había guiado hacia Iset, una suerte de vicio que me esclavizaba con invisibles ataduras. La fuerza y determinación de las que hiciera gala en su ausencia, se metamorfoseaban en prófugos cobardes al tenerla frente a mí. Toda intención de remedio me abandonaba y caía nuevamente en la servidumbre a la que me sometía incomprensiblemente su mera presencia.

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Sufría un perpetuo malestar que me desgastaba, y al relatar mis angustias a la fría responsable de tales daños, ésta besaba mis ojos con una extravagante delicadeza y guardaba silencio.¿Qué extraño fenómeno anulaba mi voluntad y me convertía en el apóstol febril de una imagen indiferente?

La tarde era gris y lluviosa (como lo serían luego todas mis tardes), entraba a la universidad distraído en mis pensamientos, cuando de repente advertí a Iset muy cerca de mí, cerrando un círculo entre varias de sus amigas. Ensañadas, criticaban despiadadamente a una de sus compañeras. Quise prestar atención a lo que decían, pero no oí más que las mofas crueles y venenosas que proferían en voz baja. Por un momento imaginé que eran un nudo de serpientes regocijándose por una presa que acababan de compartir. Me aproximé al corro y saludé cortésmente para hacer notar mi cercanía, dándoles la oportunidad de cesar en tan reprochable actitud. Pero lejos estuvieron de detenerse y continuaron, aún en mi presencia, castigando a esa pobre muchacha con las acometidas lacerantes de sus lenguas bífidas.No podía creer que alguien mereciera tales injurias, aún con las pobres justificaciones que presentaban. - ¿No es cierto? – Me preguntaban buscando mi complicidad - ¿No es cierto que da risa el sólo verla? – luego estallaban en risitas histéricas, que intentaban ahogar con un ridículo gesto de moderación. Me desagradaba esa diabólica cofradía y la iniquidad de sus juicios. Lejos de mezclarme entre sus anillos reptantes, me separé buscando mi clase. Subí una escalera, luego otra, y al llegar al nivel esperado vi a la desafortunada víctima del satánico cónclave, sentada en un escalón, sollozando desconsoladamente. Me acerqué con sigilo. Realmente sentí la necesidad de aliviarla, de decir algo que detuviera sus lágrimas. El sólo hecho de conocer a

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quienes eran el motivo de su aflicción, alargaba hasta mí la sombra de la culpabilidad. - Demasiado crueles ¿verdad? – arriesgué y asintió con la cabeza. Se rehízo con apuro, secando su rostro con un pañuelo.- Todo porque no puedo ser tan perdida como ellas – soltó con la voz aún estrangulada por la angustia – sé quién eres y no me importan las amenazas que me hayan hecho para mantenerte ignorante, ella es igual que las otras, una disoluta.Me senté a su lado, por fin mi alarmante desasosiego con respecto a Iset podía alcanzar a ser algo más que una vaga emoción sin fundamentos. - Qué estás tratando de decir – ella se enderezó, se compuso de los últimos vestigios de su llanto y me miró directo a los ojos.- Es necesario que sepas que no es únicamente a mí a quien afecta su crueldad. Fui su amiga durante mucho tiempo, pero ya no soporto sus juegos, ya no soporto...Se levantó de súbito asaltada por el llanto y se marchó. Por un momento, quise perseguirla y obligarla a contestar todas las dudas que, espueleadas por su insinuación, se atropellaban en mi mente, pero me detuvo la idea de que no necesitaba más de lo que ya había dicho. Sus palabras habían accionado en mí un extraño mecanismo que me permitió comprender en un instante. El cincel fabulador de mi torpeza había vestido a Iset de inmerecidas virtudes y, conspirando con mi ceguera, alimentada por sus embrujos, había culminado por modelar la imagen ficta de la que era cautivo.

VILos intersticios de su máscara comenzaron a multiplicarse en una red alarmante, y en mi ánimo redentor por verla completamente desmoronada, me aventuré hacia el oscuro enigma de Iset y su carácter partido. Primero, me así a la reflexión, vana herramienta que proyecta demorar

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lo ineluctable; luego, para obligarme al entendimiento, fragüé una acción descabellada.

Nuevamente el reloj amenazaba con la medianoche, y obedeciendo el mando de un misterioso caudillo, sus emociones secretas la guiaron sin demora hacia el regreso.La despedí con los dulces reproches de un amante confiado, a los que ella contestó con el acostumbrado juramento de un futuro sin adioses. Luego de saberla a prudente distancia, me ceñí la clámide de la noche y fui en su persecución, poseso por el inapelable mandato de mi intuición que me prestaba osadía. A la hora en que los justos duermen, mi desvelo era la mano exasperada de un ciego que busca a tientas algo que ha perdido, algo cuya forma, único medio para reconocer lo extraviado en la oscuridad, ha olvidado irreparablemente.Superé sin cuidado calles y avenidas. Crucé plazas oscuras de árboles derrengados, sorteé esquinas malsanas y rincones posesos por la villanía. Las casas de su barrio se levantaban como una hilera de marfiles desalineados a punto de cerrarse en una mordida fatal. Lo nocturno latía con pulso diabólico, y a medida que me acercaba a mi destino, inoculaba con más ardor su ritmo en mis venas. Pronto el hogar de la perseguida se reveló ante mi vista y me escondí para observar. La joven de mis insomnios no tardó en reaparecer cruzando el umbral. Su figura incierta, abrazada por las sombras, era llevada por una andar inquieto y presuroso. El eco fantasmal de sus pasos murmuraba como alas de murciélagos fugando de un campanario. La estela mordiente de su perfume me enlazaba a su huída carente de sigilo y de piedad. ¿Quién espera tu llegada?Las inevitables conjeturas me atormentaban, el rumbo que tomaba Iset me era familiar. Un trecho más y poco faltó para que tuviera que ocultarme nuevamente frente a la visión de otra puerta igualmente

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conocida. Allí dirigió sus pasos de cavilar impío, acobardada en las vísceras de la tiniebla, aún nativa de su malignidad.Até, su inseparable confidente, la esperaba en la entrada, y al verla llegar, la condujo impaciente hacia el interior de su casa que las engulló en el misterio.Me acerqué sigilosamente lo más que pude hasta entrar en el pequeño jardín de la fachada. El verano tórrido que nos sitiaba conspiraba con mi creciente nerviosismo para sofocarme. Abrí los primeros botones de mi camisa empapada; transpiraba horriblemente.Estaba demasiado expuesto, si alguien llegaba a la casa por el frente podía advertirme con facilidad, por lo que decidí hacer más osada mi vigilancia. Me adentré por un pasillo lateral que continuaba el jardín hasta la cochera, bordeando la casa. Recordaba en ese lugar una ventana que se abría, como un ojo indiscreto, hacia el interior de la sala principal. Rápidamente me pegué a sus cristales con el riesgo atenazándome los nervios. Busqué adivinarla, cien velos a través. El juego turbador de un teatro de sombras pronto dio lugar a inequívocas formas, definidas y reconocibles. Sí, allí estaba Iset, voluptuosa sofisticación del mal, junto a Até y su hermano con nombre de ángel. Aquellas amistades que me habían capturado en sus trampas de fingimientos, también estaban con ellos, ataviados elegantemente y desenvueltos en una inquietante naturalidad. Luego de un rato de intercambiar sonrisas y saludos, todo comenzó y yo creí enloquecer.No podía creerlo. Cada huída a medianoche, cada encuentro con su vieja amiga había tenido esta abominación como destino.Lentamente y con horrenda solemnidad, la oscura tropilla de celebrantes, cambiaron sus ropas por largas túnicas blanquecinas y trocaron la iluminación por la de una multitud de velas de inusuales colores. Se formaron en silencio y aguardaron. Descendiendo las penumbrosas escaleras, los padres de Até, igualmente ataviados

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que los concurrentes, fueron los encargados de presidir lo que sucedió a continuación.Se ubicaron con gravedad frente al público y dieron inicio a una ceremonia. Fueron pronunciadas ininteligibles oraciones, acompañadas por los compases lunáticos de un ligero tambor.Deseé profundamente que no fuera más que eso: una extravagante religión que me ocultara por miedo a ser rechazada. Pero seguí observan-do, decidido a no permitir que el capricho de mis anhelos volviera a enmascarar la realidad con el seductor maquillaje del engaño. A la tormenta de una danza frenética le siguió una calma rumorosa. El padre de Até, negro sacerdote de la siniestra ceremonia, tomó de la mano a Iset y la condujo hacia el centro, donde se erguía a poca altura una suerte de altar. Luego, con repugnante lentitud le quitó la túnica, única prenda guardiana de sus encantos. Ella se recostó sobre el ara, consciente de un rol que parecía haber asumido en otras ocasiones. Silenciosa e inmóvil, aguardó en esa posición mientras los cánticos llenaban la habitación con su estridencia. Cómo creer lo que vi después, cómo no querer culpar a un imprevisto embate del delirio o de la alucinación. Nuevamente un deseo quiso velarme los ojos, sugiriendo la protectora mentira de un sueño en vigilia. Pero deseché una vez más toda estratagema de mis ansias. Apuñalado por la tensión, y con las manos de la angustia cerrándose en mi cuello, vi lo que produjo una implosión en mi pecho. En el suelo barrido por bailes macabros nuevas túnicas perdieron su forma, abandonadas por sus antiguos portadores que formaron un círculo alrededor de Iset. La poseían por turnos, y el innominable placer con el que se entregaba a los acólitos de ese infernal teatro, era audible a través de sus gemidos.Una furiosa estampida de sentimientos sin nombre atropelló mi espíritu. Aparté mis ojos de la escena girando hasta quedar de espaldas a la pared.Visión espantosa que me hizo añicos el alma. El sagrario de su

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cuerpo (¡Satán Praxíteles!), tan caro a mis manos, trocado en el vano alimento de un ignominioso ritual. Aquellas prendas que yo quitaba con la ingenua devoción de un fiel que está a punto de entrar al templo de su Dios, le habían sido sustraídas como innecesario obstáculo por la brutalidad incauta de garras infames.La vi devorada mecánicamente, como por deber, mas su repugnante abnegación, no se parecía en nada a la voracidad indiferente de la prostituta, sino al deseo condenador de la libertina. Me sentí suspendido como en un sueño, navegando en una atmósfera de irrealidad. Me asaltó la sensación de ser vaciado repentinamente, y en mi carcasa ahuecada, creí oír el ininterrumpido eco de mi corazón que trabajaba porfiado como una máquina inútil. Sin poder tolerar un segundo más en aquella hórrida mansión, emprendí mi regreso envuelto en las nubes de un oscuro trance. Imposible detener las escenas de la terrible revelación que se articulaban frente a mí incesantemente. No podía ser ella, no quería que fuese... Todo el aparato diabólico del que Iset formaba parte, más la irredimible premeditación con la que había tejido sus ardides, me sumía en insoportables tormentos. Cómo era posible... cuál de sus dos porciones era la verdadera, cuál la ilusión y cuál la realidad. Sus excusas que no conocieron límites, sus indolentes ausencias y las ideas que defendía, toda la escenografía de sus embustes se desmoronaba ante mi paralizadora estupefacción.El caos que encerré en mí en aquel momento es, como el perfecto desorden que significa, inenarrable. Una tromba imparable agitó en su centro monstruoso imágenes y voces, fantasías y recuerdos, lo que pudo ser y lo que no, lo imposible y lo probable y todas aquellas emociones para las que aún no existen nombres.Evaluaba mis posibles errores, buscaba la falla que me había hecho merecedor de tales oprobios. Cómo no advertí el mal que ocultaban sus párpados a media asta.

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El recuerdo de mi extraviada Ágata y nuestros días juntos se encendió de repente, resplandeciendo frente a Iset como el ojo único de la Luna en el rostro negro de la noche. ¡Traicioneros instintos que me guiaron, ebrios en el bacanal de los sentidos, por los infaustos corredores de un funesto laberinto en el que perdí todo! Volver la vista atrás sobre la absurda carrera que llevó mis pasos, fue distinguir un cuadro de horror, donde los cadáveres de los mejores sentimientos que supe albergar, yacían insepultos, corrompidos irremediablemente y privados de toda resurrección.

VIIMe enloquecía la idea de vengarme, idear un contragolpe para combatir esa humillación que me atormentaba. No esperaba ser justo, pues para contestar con iguales daños debía primero poder medir el dolor que me abatía, cosa imposible, verdaderamente imposible. Además, para satisfacer mi creciente necesidad de revancha, ella debería estar dotada de una ingenuidad como la mía, y yo de una vileza como la suya. De todos modos, estaba dispuesto a ensayar su rol, así me costara unos peldaños más de descenso hacia el infierno. En los días siguientes, fingí mi ausencia para reconstruirme, faena que nunca pude culminar. Consejos sin tino me guiaron hacia la noche, donde hirió a ciegas mi puñal veloz. Pero era un sólo pecho el que buscaba mi acero, pues sólo con la sangre que de él hiciera manar encontraría el sosiego, sueño al fin en el ataúd de su vaina. Qué diablo se compadecería de mi dolor e inspiraría mi genio con el más siniestro de los métodos para la venganza.Dar por terminada la relación, disolver la boda que sus padres preparaban con tantas expectativas, nada parecía ser suficiente. ¿Desenmascararla? ¿Ante quién? Si yo era el único, junto a un puñado de cándidos, que desconocía su verdadera faz, mancillada y monstruosa. La idea de pagar con la misma moneda se me antojaba

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absurda yo no poseía aquel metal acuñado en los Avernos, aunque encontrándome ya en él, podía adquirirlo con suma facilidad. ¿Quién era yo en su vida? Un punto de apoyo, un sitio calmo a donde regresar después de la tormenta, la humana conexión con la realidad. Pero qué sucedería si ese lugar le fuera arrebatado, si su borrascoso navegar careciera de fondeadero donde reparar fuerzas. De seguro, condenada a las tempestades agotaría sus fuerzas en mares delirantes. Es sabido que la emoción de mentir otorga a ciertas personas un curioso placer. Ella gozaba vilmente de un modo de vida bajo la morbosa conciencia de tener otro diametralmente opuesto. Su plan era el equilibrio, el peligroso balance de su personalidad bicéfala. Retirarme del platillo que igualaba su balanza no suponía tan sólo mi libertad, sino el desajuste en la macabra simetría que se esforzaba por sostener.Discípulo de una ira que comprendía a medias, tracé un plan para mi desquite. Sin evaluar obsesivamente mis factores de éxito, me mentí con la promesa de conformarme en el mero intento.A estas alturas, Iset debería suponer sus objetivos circulando en el cauce idóneo hacia la concreción. Le comuniqué entonces que la abandonaría, que nuestra relación quedaba finalizada irremediablemente. El llanto, como arma primera en su batería de artilugios, brotó inmediatamente. Luego me hizo conocer su decisión de no resignarse a perder de este modo lo que ella llamó el mejor año de su vida. Intentó arrancarme argumentos a como diera lugar, incrédula de que la verdad pudiera conocerse. Subestimando mi inteligencia, inventó patéticas opciones, y con los puños ya sangrantes por golpear en la fría pared de mis negativas, amenazó finalmente con el suicidio. Ella amaba su vida y amaba el engaño, por lo que instantáneamente descarté su amenaza como probable.La privé de motivos o razones, rechazando todas sus preguntas, sólo

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le dije que una gran pena embargaba mi espíritu y que lo nuestro no podía continuar, pero que aún así, la invitaba a compartir nuestra última noche juntos. Adicta como era a los filosos cortes del dolor y a sus ardores postreros, al dédalo de la intriga y a su dulce vértigo, no se rehusaría a la invitación, encontrando en mi proceder, nutricio alimento para sus oscuras inclinaciones.Le rogué que se abstuviera de todo cuestionamiento mientras durara nuestra despedida, pues no existiría en el futuro otra ocasión en la que volviéramos a vernos (por lo menos no de ese modo) y no deseaba que fuese estropeada con obstinados intentos de esclarecimiento o estériles búsquedas de una solución.

Dominada por la cautela fatal que lleva el paso de un predador implacable, la hora de la cita llegó, no pudiendo ser ésta más perfecta. Todo fue preparado con satánica precisión, sin embargo, el temor a una falla me inquietaba como una sombra que no es proyectada por cuerpo alguno. Mis besos escaldaban su piel de nácar mientras copiosas lágrimas arrasaban sus ojos. La alimenté aquella noche con todos los manjares que los placeres sensatos saben proporcionar, hasta lograr que su escondida libertina sintiera envidia de tales manifestaciones. Sabía muy bien lo que nuestra relación representaba para ella: el refugio calmo, los gruesos basamentos de la estabilidad, el estremecimiento indecible bajo la caricia de lo puro, la ventura irreprochable.Con el dolor y la repulsión que me provocaba abrazar en ella al cadáver de mis alucinaciones, me vi obligado a combatir toda la velada. Su verdad me espantaba, y para soportarla y así lograr mi cometido, jugué por última vez a vestirla de los más deslumbrantes atavíos que la irrealidad podía ofrecer. Los visos del amanecer, libertador moroso de mi fingimiento, culminaron nuestro encuentro. Por primera vez la descubrí bajo el rosado resplandor de aquellas horas. Ella se despidió surcada por

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las lágrimas que habían rodado sobre su rostro, casi sin descanso, durante toda la jornada. En el pantagruélico festín de lo que aún sentía como posible, Iset creyó saciarse aquella noche.En el rastro último que dejó su mirada, pude advertir el regocijo entre los sórdidos sentimientos que le eran curiosamente gratos, y detrás de ellos, el trono de una seguridad que le prometía componer a capricho su parcelada constitución, sirviéndose de los ensayos de un poder que creía tener aún sobre mi voluntad. Sin esperar un segundo más, me deshice de todo objeto que pronunciara silente su nombre maldito. Me sometí a un aseo lo más corrosivo que me fue posible, con ánimos de quitarme hasta el último vestigio que hubiese dejado el contacto de su piel sobre la mía.En los besos de hada robados a un calmante, encontré finalmente el sueño, y con él, el descanso artificial de varias horas. La ponzoña había sido inyectada, ahora sólo necesitaba la fuerza suficiente para no entregar el antídoto.- Sé que volveré a verte – había dicho al despedirse. Sonreí.

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VIIILa conjura silenciosa de unos días veloces, en los que me mantuve alejado de todo y de todos, había llegado a su ansiado término. La noche esperada estaba en mis manos y su contexto no pudo ser más idóneo. Las voces tonantes de un cielo impuro declaraban su enojo ensordecedor entre densos intervalos. Los cristales no juraban soportar los golpes del furioso vendaval. Sin embargo, dentro de la casa, tambores injuriosos iniciaron los cantos de hálito blasfemo.Como en cada celebración, los concurrentes se entregaron a la cadencia de una danza lunática que los poseyó, alienándolos en círculos frenéticos. Ritos y más ritos, las oraciones acostumbradas y el fatídico momento: Iset desnuda sobre el altar. Bajo la mirada luciferina de un solemne hierofante, numerosos acólitos poblaban la sala, pues se llevaba a cabo un festejo especial: nuevos integrantes serían presentados. Ante la mirada de aprobación de quienes en otro tiempo me fueron adversos, llegué hasta la mesa de sacrificios y me deshice de la túnica que me vestía. Desvirgada en su perplejidad, la pérfida bacante fue violada por primera vez; con besos de pureza muerta, con ásperas caricias de nunca más, con las llamas desconcertantes de un infierno que empezaba conocer. Sus dos universos colisionaron violentamente. Estremecimiento. Dolor. Maniatada a su deber, quiso ensayar el movimiento impracticable de la liberación. Sus ojos, cuando podían soportarlo, miraban para creer, se cerraban como dique de sus lágrimas, o rotaban en sus cuencas buscando entrevista con los rostros de quienes habían callado, siguiendo el dogma de su creencia, los nombres de los neófitos. No evitó el recurso de un gesto suplicante, pero era imposible atravesar el pavés de mi determinación, forjado de ira, espanto y desilusión.Unas horas después, todo había concluido, e Iset conoció por fin el pudor, el llanto verdadero y la locura.

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Mi entrada en esa negra religión fue premeditada y secreta, igual que mi desaparición. No experimenté en mi estricto retiro satisfacción alguna por mi osada vindicación, ni quise enterarme de sus efectos ulteriores. Aún así, certera casualidad, llegó hasta mí la noticia de que Iset había fallecido.En la búsqueda sin tino por reconstruirse, su creciente desvarío le sugirió fatales rumbos. No me preocupé por acopiar detalles acerca de sus últimos días. Habiendo preferido el asesino desdén al delirio torturador de las pasiones desbordantes, sin espacio para albergar culpa alguna y acrisolado en la evasión de mi vida pasada, monté mi destino, visitado por fantasmas cada vez más tenues.

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IEl contacto fue interrumpido bruscamente, de un modo tan repentino y desconcertante como fue su despertar muy lejos de aquel lugar que sintiera su morada, al que creyera realmente pertenecer.No le fue posible restaurar comunicación con sus pares, y habiendo agotado todas las posibilidades que su genio le permitió concebir, dedujo finalmente estar padeciendo una suerte de raro castigo. Doblemente desterrado creyó estar siendo sometido a una terrible degradación.Su violenta aparición en Buenos Aires le pereció una grotesca ironía, algo de lo que su desconocido ejecutor debería estar riéndose aún hoy que ha pasado tanto tiempo desde su llegada. Imaginaba a sus verdugos (de haber sido varios y no uno) retorciéndose, convulsionándose en carcajadas estruendosas. Ciertamente se sentía ridículo atravesando esta situación, y aún más, caminando por las calles de San Isidro (otra ironía grosera y despiadada).Tomó por la calle Belgrano, y al llegar a la estación de tren, observó a un muchacho que repartía volantes en el paso a nivel. Llevaba tatuada la representación de un demonio en el antebrazo: un rostro de cuernos y barba en punta. Perplejo, no dejaba de contemplarlo.- ¡Qué mirás, idiota!

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- Tu dibujo me hace recordar a alguien.- Sí, a tu vieja.“No, a mis hermanos” quiso decirle, pero calló, desechando la posibilidad de toda comprensión. En efecto, él se veía como cualquier otro ser humano, quizás como ese mismo joven que reprendiera con justicia su impertinencia. Pero no desconocía sus orígenes y paladeaba aún su quintaesencia. Era perfectamente consciente de los abismos que lo separaban de aquellos que ahora, y por alguna críptica razón, portaban máscaras similares a la suya.Estar resumido, simplificado, limitado a esa única y permanente apariencia lo enredaba en una perturbación sofocante y angustiosa. En los tiempos anteriores a su imprevisible encarnación, él había sido una esencia libre de forma, pudiendo adoptar la que quisiese, la más idónea para sus fines, adversos invariablemente. Incontables habían sido sus transfiguraciones: una idea, un pensamiento, una frase, un no, un sí, un aroma, una mujer (la más frecuente), una hora, un mes entero, una ceguera, un vislumbramiento, sol, lluvia, ilusión, una mancha, concepto de belleza y fealdad, mutismo y verborragia, esa segunda posibilidad que con frecuencia se toma, nada (pero nunca todo), un recuerdo, un olvido.Pequeño, delgado, de tez blanca y pelo castaño, no podía pasar más desapercibido. Toda su potencia infernal yacía adormecida, disimulada tras una cáscara desvaída que jamás atizaría alguna sospecha. Su apariencia débil y vulnerable era otra de las circunstancias que, lejos de hacerlo sentir un lobo disfrazado de cordero, le hacía reflexionar sobre la eventualidad de estar padeciendo un terrible escarmiento que, entre otros daños, hería su ejercitada vanidad. Porque de ser una más de las tantas misiones que con frecuencia se le encomendaban, se le habría comunicado el objetivo a concretar, el sentido, el por qué de su carnal ambular en la tierra. Otros ensayos sobre explicaciones alternativas le resultaron inconsistentes, accidentales.Siguió por Belgrano hasta el mástil, donde la calle se bifurca, optó

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por 9 de Julio y terminó en la plaza. Allí, el reloj que yace en el centro, lanzaba una hora equívoca, señalando con sus pesadas agujas números de ligustro: “¿funcionará alguna vez ese estúpido artefacto?”Se sentó en un banco de piedra y creyó ser insultado por la enorme catedral que se erguía frente a él, potente y majestuosa, siempre en ascenso por impresión de sus agudos remates que señalaban al cielo. Cerró los ojos, el excesivo calor lo atontaba y adormecía. Lo devolvió sin embargo un inquietante zumbido, y observó el vuelo torpe de un mosquito que culminó en su mano izquierda donde se entregó a la tarea de picarlo con total descaro. El forastero (pues no era otra cosa más que eso) se sintió humillado hasta el punto de creer que explotaría. Tomó al insecto con la mano derecha (índice y pulgar) y comenzó a desmembrarlo haciendo uso de una mórbida paciencia. Dominando las contorsiones desesperadas de su prisionero, arrancó primero un ala, después otra, siguieron las patas, todas menos una; luego, con macabra lentitud e insospechado placer, lo depositó sobre la entrada de un hormiguero, donde sus rojizos habitantes, no tardaron en conducirlo hacia el interior de sus túneles siniestros, en los que desarticularían con avidez lo que quedaba del ya mutilado cuerpo.No le pasó desapercibida aquella pequeña satisfacción experimentada en la tortura del parásito hematófago. Era algo ligado a su identidad. Ese minúsculo sadismo lo vinculó casi sorpresivamente a su tarea primordial como tentador y castigador, aunque, al mismo tiempo, recordó él también haber sido tentado y castigado.El estómago le rugía. No se acostumbraba al hambre, a la sed, al sueño y a toda esa otra gama de necesidades menos rigurosas. Se le había permitido conservar ciertas cualidades de su casta, por lo que no le era difícil obtener dinero robando sin ser visto o estafando algún cajero automático. De todos modos, vivía casi como un asceta, utilizando la ropa con la que había llegado: jeans, remera y zapatos de cuero, todo nuevo, sin marca y del mismo negro casi irreal. En sus acostumbradas caminatas, en las que solía reflexionar sobre su

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tragedia, había encontrado un lugar para habitar. Se trataba de un sector abandonado, anexo a una fábrica de repuestos para autos, en el cruce de las calles Ezpeleta y Castelli. Allí se dirigió al atardecer, entrando a su guarida con sigilo, penetrando a través del espacio que dejaban los vidrios faltantes en una ventana. Siguió un pasillo oscuro, avanzando sin necesidad de tantear las paredes que presumía cubiertas por hongos resbaladizos, y se arrojó sobre un colchón húmedo y maloliente. Anochecía. Afuera, las penumbras avanzaban amordazando los sonidos y persiguiendo aún algunos prófugos: el lejano y forzado acelerar de un auto, el gotear constante de alguna tubería rota, pasos ligeros de un transeúnte. ¿Sería acaso un nuevo padecimiento para su falta primitiva? - se preguntó retomando su eterna y angustiante cavilación - ¿estarían todos sus hermanos sufriendo lo mismo? Su orgullo ardía con ímpetu, con una fuerza propia de su estirpe, ¿estaría recibiendo una segunda oportunidad?Detestaba la potencia superior, de rostro a esclarecer, que lograba hacer con él lo que quisiera. El desvelo inagotable de la fuerza gigante, de la incomprensible voluntad que lo había arrojado a tan indeseable aventura, debía estar vigilándolo, calculando sus reacciones, encaminándolo secretamente hacia rumbos prefijados. ¿Sería acaso un experimento? No, esa clase de sondeos son propios de la especie humana y la ignorancia que la exaspera, a las divinidades les está reservado el favor o el castigo. La soberbia que lo había perdido una vez, hervía ahora con redoblada violencia: no quería una segunda oportunidad, y mucho menos, hostigado por la disminución que significaba estar preso en una constitución limitada y quebradiza. Dentro de ese cuerpo lánguido e inmóvil, tendido de brazos abiertos, se agitaba un mar de lava, una tromba furiosa de piedra fundida que reclamaba devastación.Una rata se aproximó cautelosa a oler con hocico inquieto la mano extendida del demonio. En la negrura total, el brazo del taciturno se

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disparó como un arpón, capturó al animal y lo despedazó.

IITomó la cuadra arbolada que costea la vía, la mañana era límpida y tibia. Bajó por Alvear hasta el río, escoltado por casas grandes y lujosas; pensó en el ojo de una aguja y lo acarició un regocijo.A medida que avanzaba, los ruidos del tráfico iban quedando atrás. Llegó hasta los escombros que hacían de orilla a una masa de agua oscura y contaminada, y allí se quedó parado, inestable sobre las piedras, con las manos en los bolsillos, contemplando un horizonte regado de puntos lumínicos que titilaban incansables, como soles diminutos encerrados en gotas cristalinas.Por qué caminaba tanto, ¿caminar era acaso buscar? Y qué buscaba si no un retorno. Pensó entonces en la muerte, idea tardía por inconcebible para su naturaleza anterior, pero absolutamente factible para su condición actual. ¡Cómo no se le había ocurrido antes! Si existía algún camino de regreso, ése era indudablemente.De pronto oyó el silbido lejano del tren turístico, y animado en su reciente elucidación, se apuró a llegar hasta las vías. La máquina pasó: verde, bonita, mortal. El arrepentido suicida la vio alejarse y comenzó a caminar hacia la estación Anchorena: ¿y si un castigo peor lo aguardaba al cruzar la esbelta línea?Jamás había imaginado vestir de carne y huesos, como tampoco podía imaginar qué otro suplicio podría esperarle si decidía escapar del que ahora atravesaba. Los groseros resoplidos de una mujer que ejercitaba robaron su atención; al observarla, notó que mudaba repentinamente su expresión al advertir a una pareja de novios que caminaban tomados de las manos. Instantáneamente, la deportista poetizó sus jadeos y miró al joven con voluptuosidad, mientras trotaba en el lugar poniendo en inquietante movimiento sus cualidades. Un rápido intercambio de miradas entre los

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actores, confirmó el esperado efecto. “Seducción y perdición” pensó el espectador, y no pudo evitar una sonrisa. Fue en dirección a la gimnasta, que aún sostenía un gesto de triunfo, y al pasar junto a ella soltó:- ¡Bien hecho, alumna! – La mujer lo miró: primero con asombro, luego con desprecio. – Bien hecho… - Repitió para sí.Subió por Pacheco hasta Libertador y caminó por las amplias veredas contemplando casas y edificios. Observó ambientes diminutos en los que sus habitantes creaban un mundo amable y acogedor, un entorno que los abrazaba con imágenes y objetos vinculados a sucesos pretéritos y venturosos, o que les resultaban simplemente inspiradores, conectándolos a una realidad íntima y profunda. Cuadros, plantas, flores, antigüedades, arquitectura, libros, música, muebles, pequeñas contribuciones cuidadosamente elegidas, hechas a un pequeño universo: el espacio propio, identificador, particular.Un inmigrante llega a este país sin posibilidades prontas de regreso, busca un espacio para habitar y lo rodea inmediatamente con imágenes de su patria, objetos folklóricos, música de su región y colores de su bandera; compra un periódico en su idioma natal y celebra sus santos y fechas patrias. No era posible reconstruir un país en un pequeño departamento, ¿pero qué tan imposible era recrear el infierno entre los encogidos muros de un galpón abandonado? El tormento más refinado es inmaterial, como impalpable es el sitio donde se encuentra.

Al igual que algunas personas optan por las drogas, y al volverse irremediablemente adictas, buscan atraer a otros a su mal, así los demonios intentan seducir y arrastrar al alma humana hacia una aflicción que dirigen y al mismo tiempo padecen.Puliendo su idea, concluyó que ni siquiera el sórdido refugio que lo guardaba en el cansancio era necesario, podía sentir al Tártaro convulsionarse en su interior, sólo tenía que pronunciarlo para transferir su ardor, decirlo para que fuese.

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Los ojos del diablo

Decidió entonces, por toda invocación y conjuro, por toda condena y azote, abrir sus ojos y dejarse ver. Fue así un umbral sorpresivo que salía al paso de la mirada transeúnte, y a ella se exponía, profundo y sugestivo. Y el incauto paseante, que no resiste escudriñar, para disipar su tedio, en otros ojos; que no puede contra el hambre patético de alimentarse de otras vidas, se encontraba con dos celdas (pero una misma prisión) que lo capturaban y enloquecían.Bastaba un segundo de contemplación en esos lagos estigianos, para resbalar de un golpe hacia el martirio innominable que guardaba su fondo. Garras de brea eran sus aguas, que envolvían el bracear agotado del caído, arrastrándolo hacia una tristeza pegajosa, y luego hacia una culpa honda y desesperante. Quedaba el condenado despropiado de toda luz, tanto se agigantaban sus faltas, o debería decir: tanto se parecían a sí mismas.El dolor en los espíritus afectados adquiría proporciones monstruo-sas, devorando con apetito devastador toda fuerza para vislumbrar alguna redención. Por lo general, al instante de ser capturadas, las personas se llevaban una mano al pecho, como si la brutalidad de sus nuevas y terribles emociones se condensara en ese sitio. El universo se detenía para esas criaturas, y quedaban suspendidas en limbos extravagantes, inenarrables y, por supuesto, malditos. Abandonada la carcasa inútil, la sustancia que los encendiera alguna vez, quedaba encerrada en lejanas dimensiones, irrecuperable.Aquella mirada ineludible era un espejo que, a diferencia de los reflejos mistificadores que conocemos, devolvía una imagen exacta e incuestionable. Pero como habrá de suponerse, los ojos del diablo, patíbulo de almas torcidas, eran la mera expresión de un joven triste y apesadumbrado para los puros y rectos. Éstos últimos, devolvían una ligera compasión, como la que se puede tener por cualquier sufriente.Decidido a continuar su oscura labor hasta que ese cuerpo que lo contenía se marchitara y desapareciera, revelándole así, la etapa

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siguiente a superar o padecer, acechó en recodos y en abiertas avenidas, en parques y comercios, en escuelas, universidades y mutuales.Algunos dicen que lo han visto esperando el colectivo en la Avenida Maipú, en la feria de artesanías de San Isidro, en el café Cosdel, en la plaza de Martínez (sentado en la fuente), caminando por Diagonal Salta y hasta en la plazoleta del Ombú. Hay quienes juran haberlo visto en Palermo, caminando por Aráoz, o en Belgrano, en el Museo Larreta. Pocos saben de él y de eso se trata, pocos saben de este joven que va encendiendo un infierno prematuro en el corazón de los errantes.

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“La amistad es un alma que habita en dos cuerpos; un corazón que habita en dos almas.” – Aristóteles.

IHe tenido con frecuencia grandes problemas en relación a la amistad. Por alguna razón, diferente en cada caso, me ha tocado sentirme dolorosamente excluido. No me he granjeado, pese a mis esfuerzos, esa clase de favores que se le otorgan a quienes gozan de un rol distintivo en la vida de alguien. Cierto es que, ante la frustración repetida, suele atribuírsele la falla al operante. No ensayaré aquí, inútilmente, una refutación a esa teoría, sólo diré que de existir, ignoro totalmente cuáles hayan sido mis errores.Confieso que he ejercitado la autocrítica reiteradas veces, intentando hallar el oscuro y secreto mecanismo que opera silencioso y secreto para coartar mi acceso a la ventura indescriptible que supone la amistad verdadera.Llegué a pensar que nadie está destinado a experimentar el total de las emociones existentes, hipótesis quizás ridícula que no me ha servido, de modo alguno, para sentirme mejor. Alguna vez, alguien me diría: “yo no tengo amigos, tengo coinciden-tes”. En ésta frase, acusada de cruel por la mayoría de quienes

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la oyeron, yo pude advertir, sin embargo, la manifestación de una profunda humildad que advierte la incapacidad para resolver este tipo de relaciones, posicionando al otro en un lugar que no admite equívocos, lejos de mayores expectativas y desilusiones ulteriores. Es posible también, entender este enunciado como la expresión de una condena imposible de superar, o bien como la intención de otorgar a la amistad un valor altísimo, casi inalcanzable, justificando cualquier otro vínculo que pretenda imitarla, en la coincidencia de aspectos banales. Pues bien, no he tenido amigos, tal vez coincidentes.De todos modos, infiel a un acceso de sabiduría partidaria de la resignación, he querido insistir en la esperanza, creyendo ver luz en donde sólo había oscuridad, y accesos imaginarios en el muro impenetrable.Así, cargando un incómodo lastre de rotos intentos, decidí por fin mi aislamiento. “Lejos de todo semejante” pensé “no tropezaré con el vicio ingrato de buscar pares, ni con la posterior angustia del sabido fracaso.”Para éstos fines, medité mi destierro muy lejos de aquel contexto que me apresaba en un dédalo tortuoso de galerías repetidas y espejos que me reflejaban. No tuve que sufrir la espera, cosa que siempre detesté, para que una oportunidad se adecuara a mis propósitos con sorprendente perfección. Se trataba de una cabaña en medio de un bosque que no dudé en comprar ni bien se me ofreció. No me dejé amedrentar por ciertas leyendas que circulaban entorno al lugar. Según se decía, el sitio era visitado por un extraño fantasma que podía decidir la suerte de quien eligiera. Pero mi decisión era firme y mi superstición débil. Tomé mis lienzos, mis pinceles y me marché. Me fui; abandoné mi jardín de rumores arcanos; partí sin descifrar la obsesiva criptografía del sol, cuyos extraños caracteres, manchando la tierra a través de los árboles, el astro reescribía con haces de luz cada mañana. Todos los recodos de la casa grande lloraron mi renuncia. Mil voces pretéritas se repetían en los pasillos jugando

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a pronunciarme, advirtiendo ser raptoras de una parte de mí. Pero renegué de ser aquel cautivo, ése al que estaba dispuesto a abandonar junto a sus errores y debilidades. Es que ya no pude tolerar los recuerdos que viciaban las habitaciones, las calles, y hasta la ciudad entera.

Oculto tras un seudónimo, ya era en aquel tiempo un artista medianamente reconocido. Mis cuadros se vendían bien, situación que me hizo posible el retiro apartado de la urbe alocada sin la necesidad de interrumpir mi labor, sólo debía trasladar mi taller que siempre se compuso de escasos elementos.

El nerviosismo que experimenté en el viaje se diluyó pronto, cuando mi paso inició el camino que escindía la frondosa arboleda hasta mi nuevo hogar. Las manos sedeñas de la brisa, me acariciaban impregnadas de perfumes silvestres. El coro de aves, en el maduro atardecer, sostenía su canto aún bajo la llovizna. Mis dedos se entumecían sosteniendo las pesadas valijas que contenían todo lo que, a fuerza de ser necesario, se resistía a ser una evocación. Al ras del estrecho camino, los cuerpos rastreros de la vegetación salían al paso enredándose en mis tobillos. Otros senderos, como trazados por sierpes en fuga, se abrían confusos, sugiriendo un rumbo equívoco hacia la espesura desconcertante. Árboles añosos despegaban del suelo sus siluetas esbeltas, pero también, derrotados por el golpe brutal de alguna tormenta, con un sordo gemido que sólo el bosque conoció, yacían algunos gigantes derribados a los pies de sus hermanos.Mis expectativas se vieron colmadas al llegar. Mi futura vivienda, había sido construida en un exquisito estilo rústico, integrándose a su entorno con belleza y humildad. Aún así, su interior no desconocía las comodidades, poseía todo lo que puede esperarse de cualquier vivienda moderna.

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Luego de recorrer las habitaciones, instalé mi atril en el altillo, junto a la ventana que dominaba un horizonte impar. Superando las copas de los árboles, la vista llegaba hasta el lago, para encontrarse finalmente con un muro desparejo de orgullosas montañas. Luego, con el tiempo, mudaría mi taller hacia el sitio al que mis paseos me llevaran, buscando una impresión desconocida (pero curiosamente deseada) sobre rumbos caprichosos.

Abracé mis primeros días de soledad con total entusiasmo, y los vi sucederse en una colorida procesión que limpió mi pecho, con su andar sutil, de angustias envejecidas y vanas añoranzas.Las noches no podían ser más hermosas. Parado sobre la madera quejosa de la galería, aventuraba mi vista hacia la negrura inquietante del bosque, que sólo la niebla se atrevía a invadir, levantándose informe, temerario fantasma, y arrastrándose hacia los rincones más secretos y las profundidades más lúgubres. Aún sobre la piel del lago llegaba su reptar, tendiendo una trampa al ocultar sus orillas. Arriba, cuando la marcha invisible de la brisa disipaba toda fantasmagoría, la visión se abría sin límites. Las estrellas, trama de cursos indelebles, colgaban de la bóveda oscura sus cuerpos diamantinos, conmoviendo con su vastedad y con el tránsito esporádico de sus hermanas en fuga. Pero, sobrepujando todo pensamiento, la belleza de la luna, cuando se dignaba a mostrar su faz radiante, me dejaba desierto de cualquier otra emoción que no fueran las que ella misma insuflara en mi pecho, pues aquello que me inspiraba su majestad, no dejaba sitio para albergar, así más no fuera, un tímido recuerdo. Otras veces, las tormentas obligaban con su vesania al amparo seguro, y yo corría hacia el interior de la casa, donde resistía con indecible placer. El rayo y las terribles contorsiones de sus brazos eléctricos, escribían su amenaza en el éter perturbado, iluminando con las luces de su enojo a los robles temerosos, que se agitaban sabiéndose blancos probables de la ira celeste y su golpe fulminante.

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Cada quincena, Abel llegaba con los víveres que le solicitaba. Él era un hombre de unos sesenta años, gracioso y alegre. Su particularidad residía en que, por alguna extraña razón, no podía dejar de hablar. Era como si una pausa fuera a matarlo. Sólo se detenía para escuchar lo que yo le dijera, esperando, imagino, llevar una nueva historia al pueblo. Pero le era absolutamente imposible permitir huecos de silencio en una conversación. Poco le dije de mí, en verdad, por lo que él, movido por el demonio de la verborragia que lo poseía, me actualizaba con datos anodinos, encausando siempre sus palabras hacia el recuerdo de una hazaña que había protagonizado y que relataba con lujo de detalles. Paisajes impresionantes en los sitios más remotos, cacerías peligrosas y mujeres de las más bellas y variadas, eran por lo común el tema de de sus historias, no olvidando jamás aderezarlas con ensayos poéticos, algunos realmente interesantes. Éste buen hombre, se turnaba algunas noches con otros miembros de la comunidad para ejercer el oficio de sereno, recorriendo las míseras calles de un pueblo que, cuando el sol se retiraba, semejaba a un barco fantasma anclado en el extravío, oscilando sobre un mar de tinieblas. Si bien sus aventuras en este sentido no pasaban de dispersar algún grupo de borrachos ruidosos, él se las ingeniaba para hiperbolizar toda circunstancia, agigantándola hasta rayar lo inverosímil.Por lo demás, no tenía por qué dudar de él. Admiraba su voluntad de trabajo y su abnegación. No era posible acceder a ciertos lugares del bosque con un vehículo, por lo que Abel llegaba montado a su caballo, guiando a un segundo que portaba las alforjas con las provisiones. Era un viaje largo, distaba mucho el pueblo más cercano del lugar al que me había confinado, pero él venía a paso quedo sobe el lomo de su equino al que le había dado el prosaico nombre de Marrón, indigno para un corcel de sus cualidades, coprotagonista de increíbles aventuras junto a su amo.

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Mi esporádico visitante, era un hombre limpio y respetuoso. Bajo un gastado sombrero de ala ancha, su cara redonda lucía una barba canosa y bien cuidada. Se vestía sin ambiciones de elegancia, sólo procurándose una irreprochable comodidad para su trabajo. Al llegar, y luego de descargar la entrega, no olvidaba pedir un vaso de agua, gesto que antecedía a una de sus anécdotas. Miraba alrededor, y algún elemento del entorno constituía un nexo infalible a una pronta evocación. Nunca me dejé engañar creyendo que demoraba su partida porque disfrutaba de mi compañía, sabía bien que yo no era un buen interlocutor. Además, estaba seguro de que Abel disfrutaba narrando, y bien pude ser yo quien lo escuchara, su caballo Marrón o cualquier animal del bosque. Recuerdo un día de invierno en el que llegó más temprano que de costumbre, quería evitar una tormenta que se avecinaba. Lo cierto es que, pese a su previsión, no pudo evadir su suerte. No bien hubo descargado mi pedido, la lluvia comenzó a caer, a lo que él contestó con una risa irónica mirando el cielo.Le dije que pusiera los caballos a buen reparo, y lo invité a pasar, cambiando su acostumbrado vaso de agua por un café caliente. Aceptó de buen grado, y una vez dentro de la casa, comenzó a pasear su vista por las paredes, examinando los cuadros que había en ellas.- Son las pinturas en las que estuve trabajando últimamente – comenté.- Son maravillosas – replicó y comenzó con una historia – No soy del todo ajeno al arte. Verá, hace unos años conocí a un buen artista, así como usted. Solíamos tener largas conversaciones en las que aprendí bastante del tema. Es más, en alguna oportunidad había querido retratarme, pero yo estaba en aquella ciudad por asuntos de negocios y no estaba con demasiado tiempo como para posar. - Es curioso – arriesgué – yo estaba pensando en pedirle que posara para mí, me gustaría retratarlo. - Me miró perplejo, como estudián-

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dome, y por primera vez, el súbito filo de una pausa lo asaltó.- ¿Habla en serio? – preguntó.- Sí, claro.- ¿Y por qué querría pintar a un pobre diablo como yo?- Bueno, es usted una persona muy interesante. Ha tenido una vida plagada de aventuras y ha pasado por circunstancias muy poco comunes.Su expresión se volvió sombría y bajó la vista, pensativo. Se paró y fue hacia la ventana. La lluvia caía sin furia pero constante, ensayando una canción de cuna con el sonido monótono de las gotas al golpear en las hojas de la vegetación y en el techo metálico de la galería. La temperatura parecía haber bajado repentinamente. Abel me daba la espalda, aún tenía en la mano la humeante taza de café. No comprendía su actitud, y cuando pensé que el misterio de su silencio quedaría irresoluto, confesó:- Usted me confunde – dijo sin voltearse – yo no sé sino de lejanías que no he visitado, de mujeres que no han rozado mi lecho y de temores que no he sufrido. – Apoyó la taza en una mesa que yacía junto a la ventana, se calzó el sombrero, se puso el abrigo y se dirigió hacia la puerta. Ya con una mano en el picaporte, se detuvo un instante como queriendo agregar algo, pero sin articular palabra se marchó.Quedé paralizado por tal declaración, pero francamente no me importaba que su vida fuese una invención de su mente, fruto de una imaginación tan rica. De todos modos, estaba claro que él no lo entendía de ese modo.Pensé en retenerlo, en decirle que podía quedarse hasta que la lluvia amainara. Pero recordé (y lo sabía muy bien) que para sanar el orgullo de un hombre, nada es mejor que la soledad. Lo vi alejarse lento, como si el aguacero que se derramaba sobre él no existiera. Al cabo de un instante, se había perdido en el Umbroso.Luego de aquel episodio, ya no volvió a relatarme sus historias ni vino con noticias del pueblo, se convirtió en un ser parco y

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taciturno, por lo menos frente a mí, que nuevamente paladeé la hiel en la simetría de pretéritos fracasos.

IIVolví a sumergirme en mi trabajo, mi única fuente de gratificación, aunque muchas veces, al verme pintar, como fuera de mí mismo, tenía esa repentina y poderosa sensación de que todo era ridículo. Duraba sólo un instante, y parecía una verdad irrefutable. En esa fugaz revelación, todo era atrozmente desfigurado, convirtiéndose en grotesco e insustancial: la casa en el bosque, mi huída, la obra concluida y su efecto de saciedad, la representación, la abstracción, el arte mismo, mi secreta devoción por una mujer, mi vida y cada decisión tomada en ella, las sendas ineludibles trazadas en mis manos, todo era absurdo, baladí. Nada escapaba a esta brutal desmitificación que al marcharse me dejaba anegado de un hartazgo incomprensible, haciéndome sentir que lo mío no había sido más que glotonerías de un hastiado, afán veleidoso. “Pero harto de qué” me preguntaba cuando en el crepúsculo terrible la carencia me enloquecía: “harto de qué...”.

Mantenía escasa correspondencia con mi agente, encargado de organizar exposiciones y vender mis cuadros. Él estaba sumamente contento con la producción, decía que el aislamiento había favorecido a mi concentración y que los motivos de mis obras despertaban gran interés en el público.Siempre que el buen tiempo lo permitía, me entregaba a un paseo errante, internándome en el bosque, buscando lugares que excitaran mi imaginación con su intensidad y misticismo, imágenes y emociones que quisieran navegar desde mi percepción hasta el extremo de mi pincel, habiendo atravesado el mar de mi temperamento, para derramarse por último en el lienzo fecundo.

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No por casualidad, intuí, sino con el fin que le diera un misterioso designio, aquella imagen deslumbradora atormenta a las almas permeables con su original magnificencia. Una perfección no alcanza-da por la sumatoria de reiteradas modelaciones y obsesivos detalles, sino otorgada en la concepción como un mágico ingrediente que en la gestación se derramara. Y así, los espíritus de los artistas, cuya feraz imaginación ha dado a luz universos e ideales prófugos de cualquier descripción, languidecen en sus insomnios, azotados por enigmas que jamás se compadecen del mortal cansancio de sus pensadores.Pero qué le importan estos mendigos, míseros intérpretes de su propio tormento al que llaman belleza; qué le importan a aquello que simplemente es estos eternos moribundos. Ellos son los que al final comprenden, ya en los desesperantes umbrales de la locura, que jamás podrán retener en sus brazos espectrales a aquella aparición que juró, con su mero existir, ser felicidad ideal y realidad tangible.

Llovía copiosamente cuando lo encontré. Escupiendo un sorpresivo rencor que ametrallaba a la tierra, unos plomizos nubarrones se habían agrupado. Absorto en mi obra, no advertí los indicios que daban alarma, y fui sorprendido en medio del bosque por la tormenta. Yo corría intentando proteger mi lienzo, cuando tropecé con algo que me hizo rodar por tierra. El sujeto yacía tendido entre las malezas, herido y abrazado a una escopeta. Suplicó mi asistencia extendiendo hacia mí su mano temblorosa. Olvidando mi tela, que di por arruinada, lo ayudé a incorporarse, y apoyado en mí, lo conduje hasta mi casa.Sus maldiciones atravesaban la barrera de sus dientes apretados, y brotaban a cada paso como ácida respuesta frente al dolor y la fatalidad. La necesidad de detenernos para descansar parecía enfurecerlo sobremanera, y redoblaba los insultos que caían con tanta fiereza como el agua que nos empapaba.Al llegar se arrojó al suelo, jadeando con fuerza para recuperar

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el aliento. - Necesita ser hospitalizado urgentemente – dije al ver la cantidad de sangre que brotaba de su pierna lastimada.- No se preocupe, yo soy médico, puedo encargarme de esto. Sólo necesito que me preste su botiquín de primeros auxilios.Inmediatamente fui a traerle lo que me pedía. Al regresar, lo vi preparando algunos instrumentos que había sacado de su mochila. Observé sorprendido cómo, con eficiente maestría, se quitaba una bala de la pierna y cerraba la abertura suturándose con increíble frialdad. El dolor lo hacía gruñir, transpirar horriblemente y apretar las mandíbulas con fuerza. Resultaba inquietante verlo contener un grito mientras se cosía.Cuando hubo terminado las curaciones, y luego de que el sedante iniciara sus esperados efectos, me contó que era cirujano y que estaba de vacaciones por la zona practicando la caza, deporte al que era aficionado. Había caído por una pendiente mientras perseguía a su presa, y en la caída, la escopeta se disparó hiriéndole la pierna.- Debí haber quedado inconsciente un buen rato hasta que usted llegó – dijo – le agradezco mucho lo que hizo por mí.- No hay problema – le dije – si necesita hacer un llamado, el teléfono está a su disposición, no dude en utilizarlo. - Sí, muchas gracias.El hombre, de unos cuarenta años, robusto, pelo corto y barba desprolija, se alargó hasta la pequeña mesa donde se ubicaba el teléfono, y al comenzar a marcar un número, me dirigió una mirada solicitando privacidad. Lo dejé solo y fui a buscarle algo de ropa seca a la habitación contigua, desde donde podía oír el sordo murmullo de su voz.Siempre experimenté una agradable sensación al prestar ayuda, como cierta liviandad que reconfortaba mi espíritu de un mal al que se hubiera acostumbrado. Pero he tenido que aprender a la fuerza que no puedo repararlo todo, y que muchas veces, mi intervención

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no reclamada puede empeorar grandemente las cosas, o que, directa-mente, ciertos asuntos no son de mi incumbencia.- ¿Tuvo suerte? – pregunté cortésmente mientras le alcanzaba una muda de ropa.- Todo arreglado – dijo mi visitante, dedicándome una sonrisa de agradecimiento – vendrán por mí en dos días. Buscaré dónde acampar.- Oh, no, de ningún modo – contesté – puede quedarse aquí todo lo que desee. Además, de seguro su pierna necesitará higiene y curaciones.- Tiene razón, le agradezco mucho.Esta vez parecía haber atinado con mi participación y, cediendo nuevamente al vicio del que me escapara al venir aquí, daría todo lo que estuviese a mi alcance.

IIITranscurrieron dos meses. Las excusas que mi visitante presentaba para dilatar su estadía, se aliaban a mis deseos de que permaneciera. Durante ese tiempo, en el que el accidentado no salió de su habitación con el fin de guardar reposo, nuestros silencios fueron más prolongados que nuestras conversaciones, pero aún así, yo no consideraba nuestros períodos de mutismo como incómodas pausas, ni sentía a nuestros diálogos ocasionales como vano intercambio de trivialidades.Él indagaba con cautela acerca de mi aislamiento y de los motivos que me habían traído a un lugar tan apartado; fue entonces cuando comprendí la paradoja de tener que mentir para obtener algo positivo. Me pregunto por qué la gente es más receptiva (y patéticamente propensa) al protocolo del embuste que a la simpleza de la verdad.Le hablé del arte, de la necesidad de un contacto con la naturaleza y no sé de qué otras cosas que creí tan insustanciales como creíbles y oportunas.

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Yo contenía mis ansias de preguntar, de saber. Estudiaba mis movi-mientos con suma precisión, no quería detonar con mi imprudencia un infierno secreto, oculto en algún subsuelo de su espíritu.Sólo después de un tiempo, cuando, según creo, me creyó inofensivo, comenzó a relajarse, a reír y a contarme de sí mismo. Por mi parte, jamás existió desconfianza alguna. Los días en que el tiempo era bueno, salía por las mañanas con mi atril y mis pinceles, y no volvía sino hasta avanzada la tarde. Al regresar, encontraba a Greco (mi huésped) limpiando su escopeta, mirando mis cuadros o leyendo algún libro de mi biblioteca. Solía dormir hasta tarde, por lo que permanecía despierto hasta altas horas de la noche, y era allí, en las horas nocturnas, cuando solíamos intercambiar palabras. Y fue en ese contexto, donde lo negro oculta con celo misterioso, en el que me confesó su herida supurante, su fuga desesperada y los bosquejos de un plan.

Sus ojos se aferraron al vacío, donde seguramente se proyectaban las imágenes de su recuerdo, tan vivamente como las narraba, tan reales y palpables como las recreaba yo en mi imaginación de artista.Sí, era médico, era cirujano, pero el dinero tuvo para él otro rostro. Allí donde el destino nos arroja frente a vertiginosas bifurcaciones, Greco optó por el riesgo seductor de los atajos. Conoció en esos rumbos veloces a hombres de temer, maniató sentimientos inoportunos y fue él también temido y respetado.El peligro enamora con aromas de vino añejo, y su sabor adictivo juega a recompensar la valentía de haberlo bebido. Pero la embriaguez que el fermento de estas uvas infernales le había producido al confesante, lo había arrastrado hacia un espiral que absorbería en su centro todo lo que le fuera caro. La desventura se cifró para él en un sólo momento: la noche en la que se dispuso a concretar la nueva tarea encomendada. Según relató el apesadumbrado Greco, la sensación de desagrado que experimentó

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en aquella ocasión fue mayúscula, el aire de la habitación en la que esperaba estaba viciado por el encierro y por el humo de cigarrillos que parecían nunca haberse extinguido. Pero “sería tan sólo un instante” pensó “en escasos minutos todo estaría hecho”.Dos hombres bromeaban en el otro extremo de la sala, riendo y propinándose uno al otro golpecillos en el hombro. Tan elegantes como groseros, bebían un licor que les hacía fruncir el ceño. Advirtieron a Greco y le hicieron señas para que se acercara, mientras ellos iban a su encuentro con un pesado maletín de cuero marrón.Greco ignoró el gesto con el que uno de los dos rufianes lo invitaba a tomar asiento, quería terminar todo cuanto antes. Examinó el contenido del maletín siguiendo estrictamente el método que quienes le habían encargado el trabajo le habían hecho aprender de memoria. La estatuilla era genuina. Entregó el sobre con el dinero, y mientras refugiaba nuevamente la reliquia en su funda, divisó de reojo, a través de la puerta entreabierta de una habitación contigua, un cuerpo de mujer tendido en el suelo. Domeñó una expresión de negra sospecha y evadió la manifestación de todo sentimiento por haber reconocido el tatuaje que la mujer llevaba en la espalda.En la báscula íntima de su conciencia evaluó, y se entendió perdido. Uno de los hombres, al corroborar que la cantidad de dinero recibida era la acordada, le extendió la mano a Greco en un último signo que cerraba el trato. Greco la aceptó, apretándola con fuerza. De un tirón, trajo al individuo hacia su cuerpo y le hundió un puñal en el estómago. Antes de que el otro sujeto, atontado por el alcohol, pudiera reaccionar, Greco le abrió la garganta de un tajo. Ambos cuerpos hicieron un ruido sordo al caer, amortiguados por la mullida alfombra. No duraron mucho sus últimos movimientos de agonía.Caminó lento, demorando el sabido instante, cuidadoso de no trope-zar con los muebles en desorden que delataban la riña. Luego, rendido

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frente a la imagen desfigurada de la voluptuosidad, se arrodilló sobre la sangre que nimbaba a la mujer, la prostituta, su hermana.

IVTemprano por la mañana llegó Abel, montado a un andar cansino y entonando una melodía silbada que lo anunciaba cuando aún se encontraba lejos. Anticipándome, salí a recibirlo con el vaso de agua que de seguro pediría. Descargó los víveres respetando la discreción que había adoptado desde la última vez que conversamos, bebió el vaso de agua que agradeció con un ligero movimiento de su cabeza, retornó al lomo de Marrón y comenzó a alejarse a paso quedo.- ¡Abel! – Grité y se detuvo, mirándome inquisitivo – sigo con deseos de retratarlo. – El hombre sonrió y miró hacia abajo, inclinando el ala de su sombrero para ocultar los ojos. Luego siguió camino, silbando una canción que no reconocí. Intuitivamente, en la sintonía inexplicable de una extraña comunicación, sentí haber reparado algo.

Al mediodía bajó Greco de su habitación, rengueando y quejándose por lo bajo de su dolor. Almorzamos en un silencio impoluto, y cuando se hartó de simular indiferencia con respecto a la historia que contara la noche anterior, lanzó una pregunta: - ¿Desea escuchar el final de la historia? - Por supuesto – dije. No me atemorizaba estar frente a un asesino. Más allá de la elección réproba de vida que había tomado, algo en él me inspiraba nobleza y honestidad. El motor de su homicidio lo mostraba como un héroe vindicador en lugar de un mero criminal. Acomodó su pesada robustez en la silla, arrojó sus ojos a la nada y continuó con el relato.

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- Aquella noche regresé a mi casa, sin tocar el cuerpo de mi infortunio ni los de mi venganza, y me apresté a una huída urgente. Fue hacia aquí donde me dirigí. Planeaba cruzar el bosque a pie, acampar, seguir rumbos impredecibles, pero fue inútil, me venían siguiendo, esas personas se mueven rápido.- Su herida en la pierna...- Sí, fueron ellos. Me extraña que no se hayan asegurado de mi muerte, quizás porque me creyeron muerto o porque usted apareció.“El día que usé su teléfono, llamé a un amigo… compañero... – titubeó.- Coincidente – sugerí.- Supongo que esa es una buena palabra para definirlo, sí. Él trabaja en el pueblo desde hace tiempo y me informó que mis perseguidores se hospedaban allí. Verá, esta no es gente improvisada, estimo que están al tanto de quién es usted y de su fama como artista; no les conviene involucrarlo. Saben que no me quedaré en su cabaña para siempre y esperan el momento en que regrese al pueblo.- Y qué planea hacer.- Mire, nunca he confiado en nadie pero lo he hecho con usted, según mis códigos eso lo convierte en mi amigo, y como tal, espero que me ayude. - Esa palabra ulceró mi espíritu, pero al mismo tiempo me inundó de valor, me llenó de fortaleza y me inyectó el desconocido deber de no defraudarla.- Qué tengo que hacer.

VHuérfana de luna, la noche apuró su cometido descifrado en tinieblas; el bosque trocó sus senderos en acechantes fauces y las criaturas nocturnas dieron inicio a sus murmullos sibilinos. Era la hora, el momento acordado para llevar a cabo el propósito que nos habíamos encomendado.Caminábamos prudentes, resolviendo con nuestras linternas las

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incógnitas de una negrura que jamás me había atrevido a desafiar. Íbamos hacia las vísceras mismas del Umbroso, que latía en la amenaza de soltar un grito de mandrágora. Las siluetas grises de los torcidos robles, eran monstruos evanescentes bajo un llanto de bruma.Yo lo veía a Greco marcar el rumbo, escoltado por la seguridad del que nada teme. En cambio a mí, los nervios me torturaban, mis manos, que hasta entonces sólo conocían la herramienta sublime de mis pinceles, portaban ahora un arma, hierro pesado y madera oscura; peligrosa, mortal.Agotamos un par de horas hasta llegar a la ruta, allí nos esperaba el coincidente de Greco en su Jeep. Iríamos hasta el pueblo, donde el fugitivo hablaría con sus perseguidores. Les haría entender que no estaba solo, que sus hombres estaban armados y dispuestos a intervenir de ser necesario. Las cuentas estaban saldadas: “ustedes mataron a mi hermana, yo a dos de los suyos”. Les ofrecería dinero. Sería sencillo.El conductor, de rostro hierático y reserva imperturbable, manejaba lento, con calma, tratando de evitar los profundos baches en el camino de tierra. El vehículo desvencijado protestaba con metálicos gemidos al mecernos en inquietantes balanceos.Entramos en el pueblo, y luego de andar unas cuadras, estaciona-mos en una calle oscura. Nadie había roto el silencio, ni siquiera nos mirábamos.Greco bajó, cerrando la puerta con suavidad. Sin volver su mirada, caminó unos cuantos metros hacia una esquina donde dos sombras lo esperaban. Muy pronto, fueron tres masas de negrura espectral que discutían y gesticulaban. En un momento, vi que uno de ellos se volvió hacia el Jeep, y tal como habíamos acordado, mostré el caño de mi escopeta, amenazante.Me forzaba a permanecer alerta. Mi atención se fijaba en las sombras que discutían y en la desesperante quietud del contexto.

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Coincidentes

La llovizna era leve y caía lenta, produciendo un suave golpeteo sobre el techo de lona de nuestro vehículo. El cuerpo ingrávido de la niebla, ángel caído del nublado tonante, era empalado por los árboles y sus trémulos esqueletos de osamentas grises, que emergían agudos entre una Estigia de asfalto. El esporádico silbido del viento pareció arrastrar mis a pensamientos, servido de un hechizo ineludible que había experimentado ya muchas veces, y que me condujo al deseo de estar en mi cabaña, en la cara tranquilidad de un resguardo seguro, arropado junto a la ventana abierta para oler el perfume de la lluvia cuando empapa la tierra. Súbitamente, las turbias figuras que hasta hacía un rato guardaban distancia, se embistieron violentas y comenzaron a forcejear. Me asomé por la ventanilla y apunté con el arma hacia el enjambre de penumbras. El frío mordía mis manos que sostenían con firmeza la estilizada máquina de muerte: impaciente, silenciosa, impredecible. Primero, fui una advertencia que intentaba disipar una lucha ciega, luego, un rígido centinela que aguardaba lo peor. Mi amigo no estaba solo, tenía a sus hombres que lo respaldaban. De repente, una nueva silueta entró en mi campo de visión; naciendo desde las tinieblas corría en dirección a la disputa con decidida velocidad. Sentí en mí pesar la responsabilidad de evitar una traición, un acto que ignoraba los códigos de la hombría.No esperé más, abrí fuego y la cuarta forma cayó al instante. Los sujetos se dispersaron como ratas sorprendidas por una luz en medio de un banquete de desperdicios. Inmediatamente, reaccionando al estallido, el conductor me empujó del Jeep haciendo ceder la puerta destartalada, y haciendo rechinar las cubiertas, se marchó a toda prisa, abandonando también a Greco que fue a zambullirse en las penumbras indescifrables de un callejón. Yo había caído en la verdea, confundido, sujetando aún el arma terrible, ese brazo fatídico de mi voluntad. Me acerqué al sujeto derribado, ¿dónde había visto antes ese sombrero? “¡Abel!” susurré.

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Caí de rodillas junto al cuerpo, golpeado por la evidencia de lo que ya no era. Había matado a un hombre bueno, al narrador de las historias más increíbles que había escuchado en mi vida. ¡Ánimo egoísta, predador de la inocencia! Lloré amargamente. Ni siquiera pensé en huir, quería mi castigo.

VIConservo mi atril y un lienzo expectante, tengo aún mis pinceles que se envenenan a medias en el abrevadero turbio de mi paleta. El retrato de Abel fue el último que gozó en la evocación de una colorida alegría y un vivaz entusiasmo. Luego, los paisajes que atropellaron mis telas fueron muy diferentes a los que otrora las poblaran. Mi numen ya no busca beber en la fuente de agua límpida que le ofreciera la naturaleza en otro tiempo. Ahora, sangrando tintes desvaídos, mi diestra lleva el mal de la melancolía, y en movimientos cada vez más lentos, pinta los rincones grises de la prisión y los rostros marchitos de los reclusos, ladrones, violadores y homicidas, hombres que, como yo, resultaron peligrosos para sus semejantes, y que por tal razón, hoy permanecen rigurosamente apartados de ellos.

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El niño en la oscuridad

Me apresuro a esconderme debajo de la cama, no sé qué me hace pensar que ahí estaré más seguro. Escucho el violento sonido de la puerta que se cierra. Da lo mismo tener los ojos abiertos o cerrados: la oscuridad es total.

Me desperté agitado entre las sábanas sucias y transpiradas. Advertir que la luz permanecía encendida comenzó a mitigar el embate del terror, aquella emoción inmensurable y maldita que arremete siempre contra mí en la soledad de las tinieblas.Abracé las mantas raídas y miré por la ventana. Los vidrios mal sellados dejaban pasar el frío del invierno y temblaban al resistir los graves suspiros de la tormenta.La máquina del pensamiento comenzó a trabajar, y aturdido por incesantes soliloquios, nuevamente esperé al amanecer para poder dormir.

Volví a despertar, esta vez, avanzada la tarde. Me vestí con mis harapos oscuros, restos envejecidos de una elegancia perteneciente al hombre que ya no era. Salí; los goznes oxidados lloraron quejosamente cuando cerré la puerta. Pequeña y desvencijada, esta inútil guardiana de pútrida

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madera, se sentía más segura con un candado que coloqué presuroso, evitando prolongar el tacto del hierro congelante. Hice largas cuadras atravesando el antiguo barrio, aquel vecindario que, vetusto y lóbrego, atesoraba en silencio toda mi vida. La sinuosidad de sus calles se oponía a un patrón de ordenamiento lógico; los árboles, ancianos altos y retorcidos, negaban su estirpe en la monstruosidad de sus deformaciones y destrozaban el baldosado con el capricho de sus raíces. Al final de aquel recorrido, que me anegaba de una espesa melancolía, me esperaba, como todos los días, la casa de mi madre, a la que aún mi orgullo no me permitía entrar. Me senté en frente, me ceñí con más fuerza el abrigo en un intento infructuoso por ganar calor. Observé las cuadras vacías arrasadas por soplos helados y extravié la mirada en lejanías grises y brumosas. “No” resolví “hoy tampoco iré por ella”. Me levanté de repente dando la impresión de estar urgido por algún asunto. Crucé unas cuantas calles hasta llegar a la plaza y me desplomé en un banco de madera, en el mismo banco de articulaciones crujientes y temerosas en el que siempre caía cada vez que renunciaba a entrar en aquella casa, la que fue también mía mucho tiempo atrás. Alcé la vista. El cielo encapotado sangraba el crepúsculo por largas heridas, mientras soltaba roncos gemidos que anticipaban el llanto.

Hace ya mucho que vivo muerto, escondido en irrompibles aislamientos, exprimiendo turbios rescoldos para sonreír a oscuras de vez en cuando. La calma despierta al demonio del tiempo que me reprocha la quietud; el movimiento despabila a otro demonio: el de la incertidumbre. Siempre quise que mis fantasías cobraran vida tangible en este mundo, sin embargo, en todos mis intentos, la mascarada de la realidad sólo me convirtió en su histrión más convocado. Qué otra cosa puede

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El niño en la oscuridad

hacer con alguien que se rehúsa a aprender y manejar sus códigos, asimilándolos perfectamente y viviendo bajo su doctrina: ¿matarlo? No sé, quizás lo haya hecho de algún modo.

Mis sentimientos de hoy parecen ser circunstancias reflejas de los verdaderos, de aquellos que existieron en tiempos pretéritos. No puedo evitar intuirlos como los llorados difuntos de una familia que agota su descendencia. Recuerdo una ocasión, en uno de esos eventos donde la superficialidad es la invitada de honor, que un señor mayor y bastante ebrio dijo: “nunca he perdido la capacidad de asombro”. Sintiendo haber sido el blanco de sus bromas durante toda la noche, lo miré desde mis veintisiete años y experimenté la terrible exclusión de quienes pueden erguir el colorido estandarte de tal enunciado. Todos en la reunión brindaron por tamaña declaración que enaltecía al personaje, yo, en cambio, brindé porque no estuviera mintiendo.Tal vez mi recuerdo opere bajo un malsano criterio selectivo, y lo que más me hiera de los otros sea lo que ellos olvidan con mayor facilidad. Lo pequeño siempre fascinó mi atención: los detalles, los movimientos mínimos, aquellos gestos incapaces de ser fingidos: rápidos, furtivos. Mi tropiezo con la espontaneidad fue el descubrimiento de una f lor solitaria y rozagante en medio de los estériles campos de la simulación. ¿Será ésta un error de conducta que abre un canal directo a la autenticidad del ser? ¿Será tan sólo, como un amparo en lo repentino de su accionar, una excusa para cometer sigilosos crímenes? Mis fantasías, arquitectas de insostenibles apoteosis, son niñas bellas y risueñas cruzadas por terribles cicatrices; mi sabiduría es un infante de ensangrentadas rodillas, y me es imposible no ver a mi alma como una anciana, gastada de existir a escondidas en concentradas penumbras.

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Pero no tengo derecho a maldecir, toda la culpa es mía. Soy un desagradecido que con las llaves de su infecta celda prefirió abrirse las venas. Visto un cuerpo manchado con los gritos de mi alma. Ay pureza, aún me haces temblar. Te deseo, pero no puedo tomarte entre mis manos, pues eso significaría hacerte añicos. Corro, vuelvo a esconderme, a sumergirme en mi Estigia, trato de olvidar que pasaste frente a mí.

Llegué a casa asido por las garras de la noche. Entre las separadas tablillas de mi persiana, veía trabajar a una cuadrilla obreros en uno de los postes de luz. El viento helado se colaba por las hendijas y secaba mis ojos mientras espiaba. Escuchaba hablar a los trabajadores que confirmaron con total naturalidad lo que para mí era el inicio de una pesadilla: habría un corte de luz en el vecindario. Giré hacia el estrecho ambiente que pronto gesticularía un bostezo de espantosa negrura. El sólo hecho de imaginarlo me hundía en un paroxismo de terror. Clavé la vista en la única bombilla eléctrica que iluminaba el cuarto vomitando una enfermiza luz amarillenta. Su trémula incandescencia amenazaba con extinguirse mientras yo sudaba desesperado. Su veloz titilar era el presagio de lo inevitable.Fue sólo un instante, la oscuridad me tragó en su densidad y volví a ser un niño aterrado.

Mamá me arrastra por el pasillo mientras grita que no debo temerle a la oscuridad: “¡No hay nada ahí dentro, no hay nada!”. Mis fuerzas magras y mi llanto no logran detenerla: bestia indolente. Me arroja dentro del cuarto y me encierra. La oscuridad parece reírse con sonoras carcajadas de lo que mi madre ignora y de lo que yo temo. Su dominio es total y el miedo indecible.

La avería fue reparada y la luz volvió a brillar, incitando la fuga veloz de enormes cucarachas. Los dedos pegajosos de las sombras se

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El niño en la oscuridad

alejaron de mí repentinamente, pero no así el temor, que continuó latiendo en mi pecho hasta que el amanecer comenzó a fraguarse en cautelosos resplandores.

Regresé de un dormir sin sueños y miré por la ventana como siempre lo hacía, quizás para corroborar que la luz diurna (centinela de mi descanso) seguía ahí; y encontré a mi ángel guardián, pero esta vez, entenebrecido por la lluvia de una tarde invernal.Hoy era el día, lo tenía decidido. Hoy entraría a la casa de mi madre, ya había sido suficiente. Los debidos reproches y las agotadoras discusiones no habían remediado las cosas, y este aislamiento tampoco las solucionaría.Puse el candado y me encaminé a paso firme hacia mi destino. Bajo la constante llovizna, me planté frente a la entrada que lucia tan envejecida como nuestros rencores. Las rejas sangraban su óxido sobre la pared alguna vez blanca y la puerta mojada lagrimeaba un llanto prestado del cielo. Buscaba las llaves en mi bolsillo, cuando advertí de repente una mano descarnada que se aferraba a mi brazo. - ¿Es usted de la policía?- No – le contesté sorprendido a la anciana que me miraba desde su corta estatura. Encorvada por la vejez, continuaba apoyada en mi brazo y se quitaba las gotas de lluvia que resbalaban sobre su rostro enjuto. - ¿Conoce a la propietaria? – no contesté, quizás porque no sabía qué responder. – La policía vino esta mañana, y al parecer, alguien había encerrado a la mujer en su cuarto, completamente a oscuras. La encontraron muerta bajo su lecho, y según dicen, llevaba al miedo fijado en su rostro. Murió de terror, la muy pobre...La anciana soltó mis ojos atrapados en los suyos, turbios y nebu-losos, me liberó de ser su bastón y continuó su marcha con cuidadosa lentitud.

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Sigo escondido debajo de la cama. El abandono, la impotencia y el horror disputan su turno para atormentarme. Tengo los ojos cerrados fuertemente, no quiero abrirlos por temor a que cobre forma delante de mí aquello a lo que tanto le temo. El tiempo es incalculable en esta oscuridad. ¿Es que nunca vendrá a abrirme?

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Lazos invisibles

El dolor es insoportable. Suspendido en un naufragio atemporal, me entrego a la deriva de un ensueño que me transporta en sus ingrávidas tinieblas por una noche que, conteniendo un grito desesperado, parece no terminar jamás. La idea del tiempo se ha perdido en este negro suspenso junto a las ansias de comprender, junto a cualquier otro deseo.

Veo. Arrojadas ante mi vista cansada, las imágenes se suceden unas a otras, sólo interrumpidas por negros vacíos de incalculable duración. Ellas me muestran, me escupen el insulto de su vitalidad, desenvueltas en los variados contextos de un mundo favorable a sus criaturas. Transcurren..., y mientras observo, sublevan en mí los dolores gigantes que han excedido todo entendimiento.

Con ojos forasteros, recorro las escenas, obligado por el poder ineludible de tu voz. No sé si sabes la desgarradora angustia que me causas. No sé si sabes quién soy.- Sí – respondo - veo con claridad. - Pero ya no quiero ver, ¡quiero olvidar!Es entonces cuando las poderosas cadenas de tus exhortaciones me exigen la revelación. Temo a tus amenazas que me prometen torturas

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(aunque no pueda concebirlas) aún peores de las que ya sufro, de las que ya me causas con tus imprudentes peticiones. Sabes (como sé yo) de tu falta imperdonable. Pero debo contestar, aunque el dolor me agobie, me asfixie.

Por develar frívolas incógnitas condenas tu alma y atormentas la mía ya condenada.- Sí - respondo - veo con claridad. Me sumerjo en cada detalle que me obligas a describir sin poder sortear los inveterados estigmas de mis recuerdos y sus ardores inefables. Con un demonio por caudillo, una horda cruel de sentimientos indescriptibles arremete contra mi pecho cada vez que pronuncias mi nombre, y a veces, sin siquiera necesitar tu invocación, hacen blanco de mi oscura soledad. La voracidad de sus fauces encuentran en mi conciencia el mórbido alimento, y al probar en ella la tenacidad de su furia, un diabólico regocijo.

La noche es clara y profunda, el calor del verano es atemperado por una brisa fresca que mece los altos pastizales con su caricia, pregonando silvestres aromas. Entronada en lo negro, la luna, como toda gran belleza, sólo es para sí misma. Sales al descampado y opones al cielo un gesto orgulloso. Con mirada indolente recorres las extensiones que supones de tu propiedad. Sonríes, me sientes cerca, siempre al alcance de tu llamado. Contracara de un fingido respeto es la seguridad de mi obediencia. Crees tenerme satisfecho y bien pago con tus dádivas insustanciales, ellas son para mí sólo vituperios de un protocolo mal aprendido.

- Sí – respondo - veo con claridad. Maniatado a tus conjuraciones insuperables me arrojas a los pies de tu vanidad, mas no puedo, mudo prisionero, suplicar siquiera mi

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Lazos invisibles

redención. Sangran las máculas de mi espíritu en la ignominia a la que me sometes. Redentoras lejanías intenté alcanzar cuando inicié mi viaje, ambi-ciosas lejanías. Pero nunca imaginé, dotado de alas tan ligeras, no acortar distancia alguna.Y aquí estoy, olvidado por toda gracia, presidiario en el recodo último, en el más negro, sufriendo el desvelo de una conciencia que se lanza vertiginosa sobre la faz de lo indecible. Aquí, donde languidecer sería por ventura la promesa esperanzadora de un final, las oscuras emociones se condensan, se concentran en mi seno donde se engendran a sí mismas revolviéndose en infernal orgía. Y tu me llamas, y yo respondo, sumiso a los efectos de un sortilegio cuya siniestra raíz desconozco. Mas si pudieras escuchar de mí más de lo que me preguntas te diría, nigromante, cuanto te odio.

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La derrota

Mi cansancio tiene el peso de enormes siglos; voy de regreso a mi morada salvando a paso lánguido un puente que en otros tiempos se mostró veloz a mi carrera vehemente, pero que hoy se me ofrece arduo e interminable.

Del otro lado, me esperan aquellos que alguna vez me obedecieron, cautivados por un discurso seductor, brumoso en sus memorias desde hace tiempo. Sin embargo, siguen ostentando en sus frentes altivas el signo de un espíritu rebelde y desafiante. Son guerreros poderosos que no son fieles a mi cetro, sino a ese odio del que no pueden librarse. Tan sólo yo, oscuro sabio de aborrecibles artilugios, supe liderar el violento desorden que los acometía, hacia inciertas saciedades que les hicieron, a ellos, más soportable su desgracia, y a mí, más cercana la victoria.

Pero ya he hecho demasiado para mis fuerzas (aunque poco para mis propósitos). Arrastro mi acero fatigado, deslucido por las máculas de incontables batallas; certero en mi diestra, ha dado cuenta de innumerables vidas e insistido tras escasas derrotas. Pero aún así, retorno llevando a cuestas la asfixiante frustración de poseer millares de caros rehenes, mas no el tormento de mi enemigo.

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He contemplado desde lo alto, urbes enteras modeladas a mi capricho y corazones que ya no necesitan de exógenos artificios para corromperse. Todos se conglomeran en un paisaje similar al de mi reclusión. Mi deseo está consumado, mi obra concluida: ¡avara satisfacción, por qué no inundas mi pecho ardiente!

Ya surcado el largísimo puente, me derramo en el trono que he preferido y observo con desidia a los míos, entregados al abandono errático, hartos ya de ruidosas orgías y traicioneras emboscadas.

Nunca me imaginé como presa del hastío, sin embargo, muy lejos estoy aún de humillarme en el arrepentimiento.

- ¡Silencio, horda inútil de desamparados! ¡Que gobierne en mi principado un silencio de muerte! Quiero entregarme a la tristeza, a aquel licor de venenosa dulzura que en labios de los mortales hizo perder sus almas; quiero entumecerme en la ponzoña de su hechizo, y en este solio falaz que mi encono ha erigido, transportarme ingrávido en mis pensamientos hacia tiempos en los que fui preferido, mucho antes de que mi espada insurrecta, levantada contra Dios, iniciara mi derrota.

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La promesa sustancial

Lo sé, con la certeza que deviene en silencio, la verdadera certeza. Me abstendré de develar si por la observación exhaustiva y minuciosa que al dédalo de la reflexión conduce o por la brutal experiencia que llagas cruentas nos da por saldo, sólo diré que conozco (soslayando, entonces el medio) la ponzoña, el sopor, el hipnotismo, el místico poder de los filtros y el ineludible accionar de las pasiones humanas. Sé de sus vicios que con irrompibles grilletes muerden los tobillos, y de los fatales caprichos que a la diestra alcanzan un filoso puñal.He notado, en el mismo contexto y sin demasiada perplejidad, cómo la tristeza aún confía en lo bello, si no para redimirse, para adormecerse, y errada o no, se esclaviza a las plantas de aquella cualidad alucinatoria y a cada uno de sus amaneceres que deslucen al mundo. Y así, luego de encandilar con promisoria sonrisa y desvanecerse con el rostro frío de la indiferencia, lo bello encuentra a sus siervos revolviendo empobrecidos rescoldos, enredados aún en el asfixiante abrazo de la angustia, de los ardores umbríos que los amortajan en el hermético sarcófago de sus esferas, sugiriendo de este modo la creencia de que la beldad ha sido sólo la necesaria quimera para una ficta liberación.

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También sé de quienes, en la obcecación de sus abstrusas teorías, se esforzaron por separar las pasiones humanas (aquellas tachadas de desmedidas o alocadas) de otros sentimientos amables y puros del ser, una calidad de emociones consecuentes con una moralidad de la que dudo sean del todo versados. Pero más allá de estas vagas deliberaciones: ¿existen emociones dignas de llamarse prístinas, verdaderas, puras en sus concepciones o naturaleza si no han violado los muros de la razón que pugnan por contenerlas, moderarlas y hasta asfixiarlas? Lejos de la insensatez o la locura, quiero decir. Pues es curioso cómo, en lo cegador de estas extrañas alienaciones, y bajo el sortilegio de un Eros siempre misterioso, se han proferido imprudentes juramentos en los que se entregaron descuidadamente porciones fundamentales del ser, como lo es su sustancia imperecedera.

Siguiendo un insalvable protocolo, las mismas frases (promesas), vehículos de sentimientos incontenibles, son repetidas una y otra vez, logrando cautivar con la misma intensidad, pues aunque hayan sido oídas ya tantas veces, al cambiar de boca parecen renovar su mágico vigor. Dentro de las dinámicas absorbidas por herencia (automatismos culturales, podría decirse) existen las que llevan al intento de expresar lo inmensurable de una emoción poniendo en labios del afectado los manifiestos de una entrega total. Estos mecanismos se ven libres de cuestionamientos, y es así como, creyéndolos absolutamente vacíos o desprovistos de una verdad trascendente, son derrochados como si de bagatelas se tratasen, como si una futura contradicción fuese a liberarlos del compromiso al que se anudaron.

Quienes así operan, ignoran por completo las místicas leyes que desde sutiles y remotos estadios gobiernan sobre todas las cosas. Ahora, qué sucedería si alguna de estas incautas criaturas, de un

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La promesa sustancial

lodazal nacidas, efectuara alguna de estas promesas a un ser capaz (verdaderamente) de darles a aquellas un curso impostergable, una concreción efectiva.

Entiendo bien: creer sin evidencias irrefutables es la virtud que desdeñan los pragmáticos, y los que sin saberlo, imitan su prudente caminar. Sin embargo, puedo verlos también a ellos, arrojados en lóbregos rincones por su mezquindad, tratando de asirse a algo, a alguien, alargando sus manos hacia destellos transeúntes para, en viles genuflexiones, embriagarse con el licor que se tienen prohibido.

Pudo ser un borroso personaje, errante en el ayer sombrío, o aquella figura trivial que entibia hoy la otra mitad del lecho, o tal vez el astuto y fugaz ladrón que robó las palabras correctas con deshonestos ardides o verosímiles mistificaciones. Como sea, nadie se animará a creer en la posibilidad de haber perdido su alma, por legítimos medios, en manos de cualquiera de estos actores. Sin embargo, sé que la memoria irá ahora a abrevar a aquellos recuerdos que aún carga como ingrávidos cadáveres que se niegan a la putrefacción y al exilio, aunque caer en la cuenta de tamaña pérdida sería un fatal contratiempo, ¿no es así?

Desterrados por propia voluntad o por el doloroso decreto de un rechazo, aparecen y desaparecen, esos seres indescifrables.Algunos los han advertido en su vida como meros tropiezos del destino, sólo presentes en la actualidad por medio del ejercicio forzado del recuerdo. Otros aún los conservan a flor de piel y renacen en su imaginación con la sola caricia de un débil estímulo, pareciendo habitar en sus almohadas e irrumpir en sus lánguidos sueños cuando caen dormidos.Es posible que, basándose en mis insuficientes descripciones, puedan

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contarse varios de estos sujetos, sobre todo en aquellos cuya historia personal ha sido bastante poblada. Pero develar la incógnita de quién ha sido (o será) el verdadero artífice de tamaña empresa está lejos de mis intereses. Sólo agregaré que la indiferencia con respecto a estos personajes no los hará desvanecer, ni a ellos ni a su misteriosa labor.

De todos modos, mi esperanza de credibilidad es débil, siendo los fundamentos de tal debilidad la pobreza de mi discurso y el hecho de que yo también he estado allí, atado secretamente a una estructura maligna que permite hablar y no ver, que ocluye parte de la fisonomía de tal modo que sólo sea posible sentir parcialmente, y que empaña los recuerdos, diluyendo así su intensidad, para que, ignorando una débil advertencia, se ruede infatigablemente hacia idénticos errores.

Pero imagino que, quien asuma la veracidad de este relato, se preguntará qué irá a suceder con su sustancia y la inevitable eternidad de la misma; lo ignoro, quién sabe qué sentencia caerá sobre las almas que los innúmeros servidores de un propósito desconocido conquistaron, armados de una efectiva estratagema, posible únicamente en el delirio de las pasiones humanas.

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Necesito descansar

Necesito descansar..., todo va demasiado rápido... Para alcanzar un ritmo que me permita cierta congruencia con los sucesos a mi alrededor debo (entre otras mutilaciones) deshacerme de mis contemplaciones y quimeras, y hacer uso de un vigor que ya no poseo, aunque empiezo a creer que jamás lo tuve.

No sé con qué fin quise convencerme alguna vez de que el tiempo asume una posición neutral en la que sólo se dedica a transcurrir, pero vaciar al tiempo de intenciones no elimina lo determinante de su accionar. Se nos da un segmento de existencia terrenal, libertad para disponer de ese período, y una ignorancia desesperante con respecto a todo.

Ajeno a una prudente moderación en el sentimiento, visité los ardientes extremos alternativa y rápidamente, hasta ser arrojado al fin en los insondables abismos de la nada, aquel monstruo fagocitador al que tanto le temía.Sé que podría decir más al respecto (mucho más), sé que estoy siendo demasiado sintético en este punto que muchos considerarán (razonablemente) el más importante, pero ahondar en cómo el existir con la sensibilidad que sólo se consigue en carne viva me

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dejó exangüe, es una tarea que escapa a mis fuerzas menguantes, y mi energía moribunda no me perdonaría jamás el ensayo inútil de una autobiografía.

Un brutal cansancio se apoderó de mí. Como si me hubiese dormido en una embarcación sin amarras, las orillas de la voluntad se hicieron, en el descuido de mi reposo, más y más lejanas. Pero no me importó, necesitaba descansar.En algunos momentos, entre la bruma de mis ensoñaciones, pude ver que alguien me hacía señas. Borrosas figuras agitaban sus brazos desde aquel continente que se perdía a mi vista. ¿Llamaban, advertían, se dirigían a mí? No lo supe, no lo sé.

El cuerpo me dolía, respirar me dolía. Experimentaba dolor hasta en los golpes rítmicos de mi corazón, fustigar cansado de un jinete ciego. La fatiga me llamaba a la inmovilidad, entonces, cerré los ojos y dormí...Dormí un sueño que prometió la cura para mi terrible cansancio, pero, una vez en el centro vacío de este laberinto circular, advertí no poseer el hilo de Ariadna.

Los párpados me pesaban, y no me encendió Marte con el fuego glorioso de la lucha. Qué promesa de victoria habría podido disipar la extenuación que me abatía. No encontraba sentido en la batalla que me exigía ser para vencer. No existía nada que me arrancara de la suave comodidad del estatismo y su juramento de seguridad. Pero la verdad es que tampoco me importaba redención alguna, yo sólo quería descansar.

Hoy, contristado por fantasmales evocaciones, no logro espolear mi alma con los placeres escondidos en el seno de la acción furtiva, del logro honrado o la condenable venganza. Todos los horizontes se

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Necesito descansar

han alejado lo suficiente, encontrando, como única posibilidad de existencia, el angosto redil de mi (ya no más intensa) imaginación.

¡Decepcionante juventud! Sólo me has hecho conocer el dolor, la frustración y la paradoja del cansancio en tu efímera soberanía.

Despertar es mi pesadilla. Estoy cansado, cansado hasta para maldecir. Aún la decepción pierde el encanto de la sorpresa cuando el hastío lo gobierna todo. Miro hacia atrás y siento que hubiese llorado si hubiese sabido cómo y que hubiese reído si hubiese encontrado motivos.

Hoy, sólo añoro el tibio reposo y la engañosa libertad que yace en su condición de necesario. El sueño...el sueño llega con la promesa bendita de una piadosa inconciencia; sus potentes brazos se cierran atenazándome, efecto probable de los narcóticos que he ingerido en mortal cantidad. Las fuerzas me abandonan como tantas veces lo han hecho. Necesito descansar...

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Lo brutal intangible

“Al ver Dios que la luz era buena, la separó de la oscuridad...”Génesis. La creación.

IHoy miro detrás de un inmenso ventanal, ojos barrados de una helada casona que me sirvió de refugio hace ya mucho tiempo. Mi paso errante de intención fugitiva me llevó a un paraje desértico, barrido por vientos furiosos, y sellado bajo un cielo plateado. Allí las nubes pasean como espectros, con la severa majestuosidad de fúnebres carrozas encaminadas a su lúgubre destino.

Estoy inmóvil, una escultura pálida vestida de noche profunda, de abismo infinito. Pero ni la circunspección de mi rostro marmóreo, ni mi pétrea inmovilidad, pueden retener los efluvios que huyen e intentan gritar el océano tempestuoso enclaustrado en mi pecho.

El puño de mi tristeza reescribe en mi genio la obra de un pasado que, al no poder ser corregido por mano alguna, desearía olvidar, arrojando al fuego sus páginas amarillentas para convertir en indescifrable ceniza sus tortuosos caracteres.Pero el canto mudo de mis pensamientos lee una vez más la invisible

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caligrafía, entregándose así, al ejercicio cruel de recordar lo infausto.Rendido, me dejo atravesar por el afilado puñal de una memoria que jamás me ha dado la tregua de un sueño profundo, y que repite ordenadamente un relato monstruoso.

Hay veces que me pregunto si mi pasado es sólo un mórbido y obsesivo trabajo de la imaginación, la arquitectura de un delirio; hay veces que me pregunto si existo realmente.

IIHas renunciado ya a todo ensayo de movimiento, pero no a abandonar un mundo al que aún te aferras con místicos lazos. Ah... voluptuosa fragilidad que ostentas... Demora hasta el infinito el peldaño último; duda en el umbral como suspendida en la búsqueda de huidizos pensamientos; yo permaneceré aquí, en el exuberante jardín de un éxtasis proscrito de toda comparación.Pero la frágil burbuja que encierra al momento, y que la brisa del tiempo convierte en vagabunda, pronto o muellemente se alejará hacia inciertos espacios que la disiparán hacia la nada.Así te vas... así te has ido... derrotada sin prisa en una lucha fantasmal con un enemigo pródigo en fatales caricias.

Bendije el rapto de aquella desconocida, aquel cuerpo que no pude sostener más entre mis brazos debilitados por el placer. Lo dejé deslizarse suavemente hasta que se posó sobre la nieve, pálidos ambos jugaban a desaparecer, se confundían como hechos de la misma esencia gélida, blanca y cristalina. Otro bellísimo objeto para mi galería de la destrucción.Los nuevos labios de la durmiente vomitaban con serenidad los restos de un néctar que ahora su lecho albo bebía.Cerré los ojos disfrutando de la dulce calidez que recorría mi

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cuerpo, elevándome, místico narcótico, en la cuna de un ligero adormecimiento. El viento helado en mi rostro me traía los aromas del invierno, de aquella cruda estación que sometía, con una inevitable somnolencia, a la naturaleza entera, y que soplaba sus inclemencias sobre los habitantes acobardados de aquella vieja ciudad.

De pronto, ellos me advirtieron y corrieron hacia mí, alzando gritos y maldiciones, empuñando armas. El estado extático en el que me encontraba nublaba mi vista y entorpecía mis sentidos. Me entregué a una deriva desesperada mientras el arrobamiento se intentaba imponer por sobre el peligro. Mi turbia lucidez sólo me permitía comprender la urgencia del escape. De pronto el pánico me abrazó, estaba siendo cazado. En la locura de la huída y preso aún por la hipersensibilidad que precede al éxtasis, comencé a llorar. Las lágrimas se congelaban y me cortaban la cara.La conciencia había encendido al terror, aquel sentimiento del que me creía amo y que por primera vez experimenté.

IIILa fiebre del vampirismo se había extendido desde los países aledaños hasta anegar de temor las mentes de los habitantes de esta envejecida metrópolis.Impulsados por la indignación que les provocaban los rumores de nuevas víctimas y los casos que los tocaban de cerca, organizaban grupos de cacería que patrullaban la noche buscando ajustar cuentas con estos seres que desconocían, y que por sobre todo, concebidos como infernales, les infundían un horror demencial.La mayoría de las veces, aquellos grupos eran encabezados por servidores de Dios, sacerdotes que aprovechaban la situación para ganar adeptos amedrentados, aumentando así el número de

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contribuyentes. Nos asociaban con el demonio y habían forzado las casualidades anunciando que las víctimas no eran cristianas o se habían alejado de la iglesia descuidando sus deberes religiosos. Escondido en las polvorientas ruinas de una construcción abando-nada, oía las maldiciones de mis perseguidores que habían perdido el rastro.El corazón parecía lacerarme el pecho con el percutir de sus latidos, y el aire helado que inhalaba con desesperación para recuperarme, me desgarraba por dentro. El ofuscamiento persistía. La transpiración comenzaba a congelarse junto con las lágrimas que, a esa altura, eran un torrente imparable. Jamás había sentido algo así. Mis actos eran los vástagos de una misteriosa e irrompible fascinación, y el placer de llevarlos acabo era tan intenso que nunca me atreví a engendrar un pensamiento que se les opusiera; era lo que debía ser, nada más. “Si la razón de ser de todo lo que existe – pensaba - está justificada en sus cualidades intrínsecas, destinado estoy a asirme a mi endemoniada naturaleza, a ese oscuro afán inyectado en mi génesis, ese grito poseso que clama por extáticas crueldades.“Si el implacable espíritu del mal posó a través de un beso de Luna esta condena en mi alma, si la libertadora luz del bien busca fortalecer mi voluntad sirviéndose del más insaciable de los hambres morbosos, no son cuestiones que deban importarme: soy lo que soy, por gracia o culpa de quien sea.”Pero qué exóticas maravillas hace el miedo hechicero en las mentes que azota; purifica a la más prostituida de las almas trocando sus deseos vulgares en el anhelo exacerbado por sobrevivir, arranca de su etéreo reinado al soberbio y lo arrastra hasta el espejo que ha de escupirle en la cara su insalvable pequeñez y vulnerabilidad.

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Por un vórtice poseso en el cadalso de Febo, devoré entrañas sin odio, y canté sin pesar fúnebres canciones.Sin embargo, en este momento donde mi vida peligraba, una reflexión llegó a mi mente, veloz y penetrante como las dagas de mis cazadores: “Soy un engendro inhallable en fábula alguna, execrable para cualquier divinidad; hasta el tiempo, indolente con todo lo vivo, me ha dictado su más dura condena que consiste en el olvido. Pero por más lejos que me encuentre de cualquier bendición, el hondo puñal ahora es la conciencia, la certidumbre insoportable acerca de mi destino, certidumbre que me priva de cualquier esperanza.”

Lo sabía. Infiltrado en las muchedumbres había oído lo que decían acerca de los de mi “especie” (a quienes jamás conocí), lo que sentían, sus miedos, sus mitos, sus leyendas.Equivalente al físico promedio, había podido moverme entre ellos con cierta impunidad. Pero ya me habían visto, reconocido, me habían sorprendido saciando mi sed, para ellos, aborrecible y maldita.La impresión indeleble se sirve en ocasiones de máscaras fugaces, bastándole sólo un instante para producir un violento giro en nuestras vidas. De este modo, algo se había quebrado dentro de mí, una fractura que significaba un urgente devenir.Por obra de algún decreto misterioso e inapelable, fui capturado en la celda de un momento, en el que pude verme a través de los ojos de mis víctimas y de sus sentimientos de repulsión y pánico. Igualmente, pude comprender la furia de mis perseguidores y sus ensayos de justicia.Más allá de saber que, con respecto a nuestras vidas, somos temerosos e improvisados autodidactas, me convertí en mi juez, en mi sayón, me enloquecía aquel demonio que se había instalado sorpresivamente en mí: ¿Culpa, era acaso su nombre? Qué había sucedido con mi conciencia, aquella libertina indolente, fría e inconmovible.

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No paraba de llorar. Hundí el rostro en el lecho trémulo que hicieron mis manos, y al instante lo arranqué de él con un gesto seguramente indescriptible. Para agravar mi tormento, aún llevaba impregnado, implacable evocador, el perfume de mi víctima. Quise no fracasar en el ejercicio fútil de practicar un recuerdo, así más no fuera un esbozo pálido en el que pudiera entender cómo había llegado a ser lo que era. En reemplazo de un éxito, sólo conseguía atrapar en mi mente imágenes oníricas que, como un enigma insuperable, custodio de un arcano, me asaltaban de tanto en tanto, sugiriendo, nebulosas, la existencia de un pasado, un pretérito existir lejos del arquetipo que las voces de la gente (y ahora también la mía) construían para reflejarme.Sí, alguna vez debí haber soñado. En aquellos fantasmagóricos paisajes de inminente fuga hacia la nada, yo protagonizaba una obra desconcertante. Me había visto entre una familia numerosa compartiendo una cena, acogidos por el clima de una desconocida festividad. Alguien tocaba el piano pregonando una melodía alegre, mientras todos cantaban entre risas. Bañados por la cálida luz que emanaban las velas repartidas por toda la habitación, los personajes se miraban y sus ojos delataban una historia que compartían.Nunca pude explicarme esas imágenes que me embestían con su impactante grado de realismo, haciéndome dudar acerca de cuál era el estado de sueño y cuál el de vigilia. Llegaban, y al retirarse me dejaban inmerso en el torbellino de la confusión, encarnado en una naturaleza impar y abominable. Quién era, de dónde provenían esas visiones que me separaban en fragmentos irrecuperables. El gélido silencio de la noche había mitigado momentáneamente los ardores de la locura, y esta efímera tregua me prestaba una lucidez que me llamaba a la huída.Algún país lejano donde los rumores de esta fiebre no atormentaran los espíritus de sus habitantes sería el lugar idóneo para mi escape.

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Las ruinas que ahora me ocultaban no eran seguras. Al no encontrar-me en las inmediaciones, me buscarían aquí seguramente, pues se delataba como obvio escondite.Trepé a los nevados techos de mi improvisada guarida para tener una visión más completa. Entre las chimeneas humeantes de las casas aledañas, pude ver que el grupo de cazadores estaba lejos, pero regresaba. Bajé a las calles y corrí en dirección opuesta a mis perseguidores hasta llegar al puerto. Un barco zarparía de un momento a otro, y sin pensarlo demasiado lo abordé. Como una orgía de silenciosos fantasmas que sitiaban la noche, la densa niebla me permitía esquivar la vigilancia de los marineros. Encontré un apropiado refugio entre las mercaderías que transpor-taban. En la fría oscuridad de ese compartimiento podría evadirme de los tripulantes, del sol y, quizás, ayudado por un sueño profundo, de mis pensamientos.

IVPasó el tiempo de la forma más lenta y tortuosa (no sé cuanto), entre sueños y vigilias a ritmos dispares y mecido sin pausa por la mano indecisa de un piélago angustiante.Tal vez debí agradecer el nauseabundo y deletéreo olor a pescado en descomposición que imperaba en mi claustro, pues era tan intenso que a menudo interrumpía mis lucubraciones no menos desagradables. Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad de mi encierro y podían ver sin dificultad. Busqué a lo largo del viaje entre las mercancías que llevaban y armé un equipaje conveniente.Finalmente, cuando mi condena parecía ser la infinita incertidumbre, el barco se detuvo en el puerto destino. Desde mi sitio podía escuchar a los navegantes, y robando sus voces me ponía al tanto de todo lo que sucedía. Planeaban realizar la descarga inmediata-mente para regresar cuanto antes y aprovechar el buen tiempo.

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Forcé una enorme caja de madera y me escondí en su interior. Pude sentir cuando me cargaban y me subían a un carruaje. El acompasado traquetear nos alejaba lentamente del bullicio del puerto. Oyendo la charla de los conductores, pude entender que pronto estaríamos lejos y sería el momento.Transcurrió quizás una hora (quizás más). Aunque intentaba poner freno a mis cavilaciones, el nerviosismo aumentaba conforme el paso de los minutos que eternizaban su agonía. Al trote rítmico de los caballos y a la conversación intermitente de los conductores, se le unió el canto de las aves, y su notable aumento fue un indicio de que la tarde ya volcaba su hálito postrero.En la caja que me guardaba había ropa y algunos cuadros de gran tamaño. Viajaba abrazado al equipaje que había improvisado en el barco. Estaba incómodo y había empezado a sofocarme esperando el instante adecuado para salir, situación que pronto tuve a mi alcance.Los sujetos que me transportaban se detuvieron a orinar a un costado del camino, pude escuchar cuando se alejaban. En ese momento, desprendí los clavos, intencionalmente mal puestos, que sujetaban la tapa; miré alrededor, los hombres se encontraban de espaldas al carro. Sigilosamente salí de mi caja, y tan silencioso como pude, fui a perderme en el bosque, centinela erguido a los flancos del sendero.

Caminé... anduve sin rumbo bajo los tardíos matices del crepúsculo; estaba débil, tenía sed... Mis piernas no soportaban la marcha, temblaban sin poder aguantar mi peso, mis rodillas se vencían. Arrastraba mi valija con dificultad, oscilando de un lado a otro como si estuviese ebrio. Mi vista agotada ponía un velo inquietante frente a lo que veía, distorsionando las imágenes ahora turbias y difusas.Caí rendido, sin fuerzas, amortiguado por la acumulación de hojas secas que se extendía por todo el bosque. Mi mente se alejaba, se

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perdía en mundos distantes construidos tal vez por la imaginación, sentí vértigo, y entonces... soñé: estaba en un gran salón decorado exquisitamente, bailaba estrechado a una hermosa mujer cuya sonrisa emanaba un delicioso resplandor. Sentía la ligereza de nuestros cuerpos, dotados por la juventud, de gracia y lozanía. Podía escuchar la música, sí, era un vals. Los rostros alegres de las personas que nos circundaban se me antojaban familiares. Los fuertes destellos de las luces, el sonido, la emoción que experimentaba, todo me extasiaba y me colocaba en un estado maravilloso de ingenuo deleite y plenitud.Me desperté, me encontraba de cara a la luna que se encendía con una palidez fosforescente.

- Mira, está abriendo los ojos. – El conductor y su acompañante me habían seguido – Estás en muy mal estado físico para ser un ladrón. – Los dos rieron a carcajadas.- Se confunden, no soy un ladrón. - Me levanté como pude apoyándome en un árbol, haciéndole frente a mi estado famélico.- Y qué se supone que son todas estas cosas que sacaste del carga-mento. – El compañero del conductor se mantenía a cierta distancia y lo incitaba a éste a que me golpee. Mi físico magro y mi baja estatura me hacían ver como una presa fácil.Confiados en la diversión que les prometía un ataque sin odio, se acercaron a mí, amenazantes y sonrientes, saboreando una victoria aún no alcanzada. Yo sentí de súbito, el tránsito eléctrico de una fuerza insospechada, que sin saber con qué fin, me ordenaba sobrevivir. Los miré fijamente.

Asesinar era un arte para mí, y siempre había buscado los lienzos más hermosos para plasmarlo: la belleza refinada y angelical, mujeres cuyos rostros dieran aún signos de una mística pureza. Dormían en mi hechizo insondable que las entregaba lentamente en brazos de

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una muerte apacible, llevándose, en la seda negra de su sombra, los restos de una luz que jamás volvería a encender a aquel cuerpo de tamaña beldad.Primero, un placer inefable; luego, una paz robada de lo atroz; más tarde y como por descuido, una dulce tristeza. Daban, pues estaban rebosantes, y yo bebía, pues estaba vacío.Pero esta vez había sido diferente, en aquella necesaria excepción, sentí asco de mí mismo. No hubo éxtasis, ni siquiera un fugaz arrobamiento. Tan sólo ira, hambre y otra vez aquel demonio golpeándome el pecho.La confusión volvía a arrojarme entre las paredes de un laberinto inextricable. El rojo sagrado bebido con violencia y desesperación no había alcanzado a ser siquiera contadas gotas de un mísero bálsamo. Sólo había servido para reponerme a medias de mi debilidad física y para acentuar aquel susurro estigiano y sus promesas de instalar en mi alma la inclemente tempestad de la demencia.

Comencé a correr cegado por un aturdimiento infernal, dejaba cuerpos sin vida a mis espaldas, pero la muerte (como siempre) venía conmigo.Las espinosas lenguas de vegetación lamían mis piernas, mientras intentaba abrirme paso entre sus secos cadáveres. A medida que avan-zaba, el bosque diluía su densidad con claros cada vez más amables.Vi el azul ennegrecido de la alta bóveda, una luna perfecta perforán-dola con su blancura iridiscente, y a lo lejos, las siluetas oscurecidas de lo que parecía ser un pueblo.Recorrí presuroso el desparejo adoquinado de sus calles umbrías y solitarias, y tropecé con el histrionismo malsano del destino que me hizo ver como única posibilidad de refugio los oscuros interiores de una enorme catedral.

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VDesperté de súbito en las húmedas catacumbas de aquel lugar donde había encontrado resguardo. Los cánticos de una misa llegaban a mis oídos, débiles y lejanos; la pureza que irradiaban me hacía sentir indigno de su cercanía.El tiempo, cuyo sentido se desdibuja en el curso sin interrupción de mi enigmática existencia, transcurría calmo y desolador. Me extraviaba en pensamientos sin ilación, acostado sobre un féretro polvoriento, uno de los tantos que poblaban la sala. La celebración concluyó, y pronto el silencio acaparó voraz cada rincón del templo.

Tenía que salir, idear algún plan que permitiera establecerme, escuchar a las personas, saber hasta qué punto sabían de aquella supuesta epidemia de asesinos resucitados que me había hecho huir tan desesperadamente.Me incorporé y encargué a mis ojos penetrar en la cerrada oscuridad; negro, un negro tan insondable como el que siempre había encerrado entre las paredes de mi cuerpo.Mientras avanzaba a tientas, una luz explotó de repente golpeando mis ojos débiles. Me cubrí con el antebrazo protegiendo mi vista. La sorpresa me paralizó; impotente en mi ceguera me posicioné como defendiéndome de un azote.- Por fin has decidido despertar – la voz llegó hasta mí como la expresión de un temperamento que guarda serenidad y confianza. Con envestiduras religiosas, un anciano de baja estatura (pero robusto) sostenía en alto una lámpara. Me miraba con curiosidad y calidez.Yo no sabía qué decir, no recordaba mi última conversación con alguien sin el desenlace de la muerte. Pero si él ignoraba quién era yo, si desconocía las razones por las que me encontraba allí, todavía existía para ambos una oportunidad.- Bueno... en realidad... – mentí - vengo de lejos perseguido por

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circunstancias económicas desfavorables. Me vi obligado a abordar un barco furtivamente. Quizás aquí, en este pueblo, encuentre nuevas posibilidades que sean de mi conveniencia. Yo... yo usé este lugar para pasar la noche, espero no haberlo asustado. Pronto encontraré algún lugar donde pueda...- No lo dudo – me interrumpió – seguro será así, pero mientras tanto puede usar éste todo el tiempo que quiera. Además, imagino que estará deseoso de un baño tibio y buena comida. Puedes darme tu ropa, yo me haré cargo de su aseo; te daré otra cosa que puedas usar mientras tanto.- Bueno, yo...- No te preocupes, aún es de noche.Subimos unas escaleras angostas, respirando una humedad sofo-cante, casi tangible. Caminamos en silencio, apoyados en las paredes mohosas. Él iba adelante sosteniendo la luz, dándome la espalda, exponiéndose en lo que interpreté como una muestra de confianza. Yo lo miraba receloso, pensando en su comentario acerca de que aún era de noche, él lo sabía, estaba seguro.Me bañé y me cambié de ropa como lo sugirió, luego fui hasta donde él me esperaría con la cena; por supuesto no había comida sobre la mesa. Tal como lo esperaba, el cura estaba sentado con rostro ansioso, deseando escuchar lo que siempre supo.

Estábamos en una cocina de mobiliario rústico, decoración austera y limpieza intachable. Detrás de una ventana se veían los árboles meciéndose, haciendo audible una brisa fresca y constante.El cura señaló con la mirada una carta que descansaba sobre la mesa, la tomé no sin gran curiosidad. El remitente era de donde yo venía y había viajado quizás en el mismo barco. Provenía de una iglesia que conocía y la escribía un sacerdote que daba detalles acerca de nuestra existencia, de los grupos de cacería que se organizaban y de algunos resultados “satisfactorios”. No terminé de leerla, lo miré y

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vi su rostro aún en actitud de espera.- Por qué no me denunció, por qué me permitió estar aquí sabiendo quién era – le espeté con una rudeza asociada quizás al temor.- Esta ciudad es pequeña – comenzó – pocas cosas suceden y casi ninguna de gran importancia. Me ordenaron hacerme cargo de esta iglesia cuando aún era joven. La pasividad de este pueblo y de su gente, fue algo a lo que no pudieron adaptarse mis ansias profanas de conocimiento. “Esperaba las noches para subirme al tejado y quedarme horas acostado mirando las estrellas, pensando acerca de cosas que tanto mis superiores como mis pares de seguro desaprobarían.“Cuando alguien venía a verme, eesperaba que se tratase de alguna posesión demoníaca que requiriese un peligroso exorcismo o algo parecido. Pero no, sólo eran insulsas confesiones de pecados que, aún sumados de a miles, no alcanzarían para extraviar un alma – soltó una risita y continuó-. En algunas oportunidades llegué a dudar de que algo más existiera, creyendo que tal vez seamos simplemente nosotros, los seres humanos, con nuestras pequeñas cosas, con una mente que busca complicar sus mecanismos por no poder concebir tamaña sencillez. No lo sé, tal vez nada de lo que diga tenga un mínimo de coherencia o sentido. Pero lo cierto es que nunca pude hallarme en esta inacción.”- E imagino que mi presencia aquí le devuelve algo de aquella extinguida motivación que nace de lo desconocido. – Comencé a tranquilizarme, algo me decía que el interés que el sacerdote mostraba en mí, no lo haría cometer una felonía.- Sí – contestó – es posible que así sea. Siento marchitarme en esta mediocridad, y la expresión de mis inquietudes sería inconcebible para alguien de mi condición. Sé que mis pares se vuelcan a la fe para no dar lugar a una incógnita que los desestructuraría, mientras yo, que no reniego totalmente de mi devoción, me doy la libertad de engendrar dudas. Lo inexplorado siempre fue la

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secreta espuela que me animó, y mi callado afán por conquistarlo, lo que me escindió de mis semejantes.

El crucifijo de plata que el anciano llevaba pendiendo del cuello, brillaba por efecto de la luz, pareciendo confirmar la veracidad de su historia. Sentí que algo teníamos en común, algo de nuestra esencia que no podíamos explicar ni compartir y que nos aislaba de las personas.

- Sé quién eres, o lo que eres –continuó - y puedes estar tranquilo, más allá de alguna arcana leyenda difusa nadie sabe todavía sobre tu existencia. Ahora que ya conoces mi historia, creo que sería justo que yo conociera la tuya.

Estaba inmóvil, confundido, mirándolo con asombro y desconfian-za, nunca me había sucedido algo parecido. Jamás había hablado con alguien acerca de esto, pero hacerlo quizás me ayudara de alguna manera. Además, si me sentía amenazado en algún momento, podía darle a ese encuentro el clásico desenlace.Le conté desde la persecución hasta mi llegada a su iglesia, pero quiso saber más. Quería saberlo todo acerca de mi naturaleza, mis orígenes, mis actos.

- No recuerdo con nitidez mi pasado – comencé – por alguna razón que desconozco lo he olvidado completamente, no se si fui converso o lo que soy es el producto de una condición subyacente en mí desde mi nacimiento, o quizás antes.“He intentado reconstruir lo que podría llamar una vida anterior a través de ciertas visiones que de tiempo en tiempo me arrebatan. Parecidas a los sueños, estas imágenes se presentan relatando una escena en la que me encuentro participando de alguna manera, y las experimento como una vivencia de un realismo sorprendente.”

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El dolor cerró mi garganta, fui preso de una angustia voraz. Recordé, sentí. Una vorágine de sensaciones comenzó a tomar fuerza en mi interior. La realidad fue lanzada ante mis ojos y allí estaba otra vez el demonio, mi demonio, mi igual.

- Qué pasa, que te sucede – el Padre me tomó por los hombros, sin darme cuenta había empezado a desvanecerme. Miré hacia afuera, el asqueroso amanecer ya desplegaba sus colores en el cielo.- Debo volver a las catacumbas. – El sacerdote miró hacia afuera y volvió la mirada hacia mí, comprendiendo. Me soltó y yo emprendí mi regreso hacia mi caro refugio: la oscuridad.

Desperté la noche siguiente (o eso creí) y encontré al Padre cerca de mí, escribiendo animadamente sobre un ataúd con la pobre iluminación de una lámpara de aceite. Tenía una mirada ansiosa encendiendo su rostro maduro, que sin demasiadas arrugas, conservaba una expresión juvenil.- ¿Terminarás hoy con tu historia? – Su voz retumbó en en las paredes lejanas, sorprendiéndome con su alto volumen.- Tengo que salir a caminar, quizás en otra ocasión. – Intuí que sabía perfectamente que quería decir con caminar.- ¿Sabes cuánto tiempo has dormido? – Me quedé mirándolo con mortal inquietud y estupefacción – seis meses -. Contestó sin esperar a que yo preguntara.La respuesta me golpeó, me hice hacia atrás como si realmente hubiese recibido un impacto. No podía creerlo, seis meses era mucho tiempo. Jamás había pensado en la duración de mis letargos, nadie los había controlado antes.Mi mente me arrojó automáticamente los esbozos de innumerables hipótesis acerca de mi naturaleza. Considerando la prolongada duración de mi sueño, comencé a pensar que quizás a lo que yo llamaba sed era tan sólo un deseo pasajero e insustancial y no una

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necesidad de vida como lo había creído siempre. Pero ¿y si era aquel hambre asesino lo que me arrastraba a la vigilia como un rito nigromante?Estaba confundido, debía asimilar todo lo que me estaba sucediendo. Salí tambaleante, sin decir una palabra. Me desconocía. Cuántas cosas debía aprender aún sobre mí.Todo se enredaba en una vorágine de ideas que atormentaban mis pensamientos. ¿Y si realmente no necesitaba de sangre para vivir? ¿Qué significaba el estado de debilidad que experimenté cuando cruzaba el bosque? ¿Sería tan sólo fruto del cansancio y de las nuevas emociones a las que me encontraba sometido?Volví a preguntarme quién era, qué eran esas imágenes que invadían mi mente ¿Serían fragmentos de un pasado? Necesitaba saber si había sido mortal alguna vez y si podía volver a serlo.Cronos, verdugo de lo perecedero, siguió su curso y mis letargos nunca tuvieron la misma duración: días, horas, meses. Despertaba y allí estaba el Padre, escribiendo como de costumbre quién sabe qué.Luego me hostigaba con preguntas a las que yo eludía o respondía cuando sentía que eran inofensivas.Con el tiempo y la ayuda del Cura, puede comenzar a controlar los períodos de letargo. Algunos experimentos y ejercicios mentales que el Padre extraía de sus libros habían dado buenos resultados. Él disfrutaba con esos ensayos y yo les sacaba provecho.La estabilidad comenzó a erigir su hipóstilo santuario, y la sed fue, cada vez más, pareciéndose a un recuerdo.

VIContemplé la llegada del otoño, que cayó sobre nosotros con el sigilo de una sombra, haciendo descender desde su bóveda plomiza, un frío más intenso que de costumbre. Los árboles, gárgolas durmien-tes, se desarmaban en miles de fragmentos que, amarillos y resecos,

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cubrían las calles en su constante caída.Las noches despertaban atacadas por lívidos fantasmas que las desfiguraban, revolviendo en el éter su retorcida monstruosidad. El tañido lejano de las campanas, era un plañido de bronce que invitaba a los fieles, pese a su lúgubre canto, al reconfortante abrazo de su Dios, quien les había prometido la eternidad sin privarlos de la muerte.Me reanimaba con celeridad abandonando aquel sopor misterioso que había aprendido a manejar, y con un ánimo de fundamentos desconocidos, apuraba el paso por las angostas escaleras hasta la pequeña ventana en lo alto de la iglesia. Desde allí, pegado a los helados y vibrantes cristales, veía entrar a los acólitos a la celebración de la eucaristía. Embozados en sus largos abrigos resistían el viento que parecía quererlos alejar de su cometido.Aquí, una familia estrecha sus cuerpos para combatir el frío; allí, una viuda sosteniendo su sombrero acelera la marcha hacia el refugio; luego, y ya en el reparo del atrio, grupos que se unen en cordiales saludos. Las voces llegaban hasta mí apagadas y entrecortadas, navegando en la ventisca, y yo las recogía en mi soledad como perlas deslucidas para el vacío relicario de mi silencio.Antes de que comenzara la celebración, yo salía del templo para caminar entre el gentío, irónicamente vital, paseando mi aislamiento entre sus juegos de cotidianeidad, y posando sobre sus risas una mirada de incomprensión. A veces mi rostro se iluminaba ante alguna mirada inquisitiva, con aquel moderado gesto del que sabe algo que el otro desconoce.Caminaba cruzado de brazos mirando hacia el suelo, absorbido completamente por la ciénaga de mis pensamientos. De tanto en tanto, miraba hacia la bóveda nublada y respiraba profundo, dándole un descanso a mi mente que no dejaba de trazar abstrusas conjeturas.Me dirigí hacia el cementerio, uno de los lugares en donde prefería estar. Lejos de la mirada de la gente, me extraviaba por propia

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voluntad en esos tétricos jardines sembrados de inclinadas tumbas y herrumbrosos panteones.Apoyado sobre la espalda de un ángel marmóreo, la parte superior de un vetusto mausoleo era mi butaca preferida, pues desde allí podía verse el mar y la silueta de un faro que, erguido como un esbelto guerrero, blandía en incansable ofensiva la espada de su luz; largas heridas en la oscuridad.

Pero aquella noche sucedió lo inesperado. Gobernaban los últimos colores del atardecer cuando llegué al cementerio. Crucé sus tenebro-sas arcadas y advertí que se llevaba a cabo un suntuoso acto fúnebre. Una carroza, tirada por negros corceles y seguida por otros carruajes de igual color, llegaba con paso grave y solemne. Pronto, un puñado de rostros ensombrecidos se organizó para comenzar la ceremonia.Con suma prudencia, me acerqué y me uní. Los asuntos triviales, así como algunas liviandades de la existencia humana, son a veces (aún experimentados sin demasiada curiosidad) una suave anestesia para el tedio asfixiante.Pasé desapercibido entre las personas envueltas en la oscura elegancia del luto, pues solía vestir los colores que exige tal ocasión.Un grupo de mujeres, estranguladas por la estrechez de sus vestidos, se esforzaban en la infructuosa tarea de consolar a una joven que se encontraba de espaldas a mí y que no quitaba los ojos del ostentoso ataúd. El infortunio de la enlutada parecía sordo a las palabras del sacerdote (a quien yo conocía muy bien) y se hacía audible a través de un sonoro llanto.Seguí acercándome, atacado por las miradas de soslayo del cura que no interrumpía su fluido discurso religioso.Él por fin terminó, y ella se volteó hacia mí.No podía creerlo, la aparición me congeló. Siempre había imaginado que sólo me paralizaría ante algo igual o más monstruoso que yo,

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pero aquella mujer derribó mi antigua e inútil presunción. Aún en aquella situación donde el dolor suele eclipsar toda virtud y encanto, aquella luz amenazaba la hegemonía del astro en su solio del mediodía. Pues eso era, después de penetrar con la intuición la exquisita materialidad de la que estaba hecha: luz.Naciendo desde su pelo negro, recogido prolijamente en un sencillo tocado, descendía, como una sombría caricia, un velo oscuro sobre su rostro angelical; mas no era, aquella pieza del luto, un guardián mezquino de su belleza, pues no impedía notar la perfecta simetría de sus rasgos que, finos y delicados, no desconocían la sutil voluptuosidad; no le negaba a la mirada intrépida el marfil de su piel ni sus ojos verdes, que hasta irritados por el llanto continuo insinuaban, además del dolor de la pérdida, ese vergel exuberante que sólo las almas profundas pueden habitar. Su porte de Diana triunfaba sobre la congoja que intentaba doblegarla. Nada lograba menguar la mística beldad que irradiaba, ni siquiera el temerario desorden del desconsuelo. Lejos de todo menoscabo, la aflicción que soportaba parecía ser la cincelada última que decretaba perfecta la obra que se acababa de concluir.Cómo es posible que su llanto no pudiera asemejarse al amargo estertor del común de los lamentos, sino al aria dulce y magistral de un oboe entristecido.Sentí que podía describirla eternamente: desde el dibujo sensual que trazaba el arco de sus cejas hasta la lozanía de sus flancos; pero sólo una palabra, por decirlo todo, evitó el bello sortilegio de una infinita descripción; “luz”, murmuré, casi inaudiblemente, y la palabra quedó suspendida en el vacío inmensurable en el que pronto se gestaría un mundo. El traquetear de los carruajes, el tránsito de los caballos, las voces, todos los sonidos quedaron amortiguados casi hasta la extinción por la nada que ahora me envolvía.Como la faz de la luna que en su menguar y desaparecer sólo trama renovarse, la sed despertó en mí con una fuerza inconcebible. Todas

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mis antiguas conjeturas cayeron en el abismo de la inutilidad.La visión de aquella criatura fecundó mi corazón con un anhelo diabólico, fortalecido en la innegable posibilidad de su satisfacción. Era víctima de aquellas emociones en las que el mal hace ensayos de su fortaleza y fragua en sus intentos la perdición de un alma.¿Qué nuevo tormento era éste, que redoblaba el peso de tantos otros? ¿Qué Dios impiadoso agitaba mi espíritu fustigando así mi tan cara serenidad? Caprichoso regreso de una maldita emoción que había osado desgarrar los velos de la muerte, y que se acercaba con paso firme a protagonizar un momento que execraría para siempre.En mi imaginación desbocada repasé infinitas posibilidades. Algo sucedía dentro de mí, una implosión que era incapaz de detener. Visité la realidad y la ficción, veloz y alternativamente. La desesperación incubaba en su seno una legión de sentires amorfos, mientras la verdad, no menos tortuosa, utilizaba mi voz para susurrarme: “Qué pureza podría volverse hacia mí; qué destello dejaría que me abrevara en su fuente sino por la fuerza atroz que finalmente la destruiría.”

- Si la naturaleza fuera conciente de cuánto lastima a los espíritus sensibles con tales creaciones, se abstendría de darles vida-. El cura se dirigía a mí con naturalidad y disimulo, esperando a que todos se marcharan.Tranquilizado por haberlo reconocido, lo miré de reojo sin levantar-me de la tumba en la que me había desplomado, y volví la vista hacia ella. Sentí un dolor inexplicable que no cesaba, y que crecía en mi interior como una criatura con vida propia; mis especulaciones se evaporaron disipándose en el vasto éter del sin sentido.

Me incorporé de súbito, y me alejé con paso rápido y enérgico, pero cuando advertí que la oscuridad me había engullido, el peso invisible de la aflicción cayó sobre mí repentinamente. Comencé a arrastrar

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los pies, aquella intensa sensación me sofocaba.Todo acudió a mi mente, a mi corazón que latía con un ritmo vio-lento, casi audible bajo la celda de mis huesos. Todo se hizo presente con una fuerza inusitada en un remolino creciente que mezcló: la amargura por lo que no podía ser, lo abominable de lo que era, y la impotencia de no poder remediarlo. Las imágenes atropellaban mi conciencia y decoraban el infierno que siempre había llevado dentro. Y como si estos golpes no bastaran para derribarme, se encendió la siniestra imaginación como una maquinaria sombría que procesaba la realidad para mi tormento.Me llevé las manos a la cabeza, como intentando contener todo lo que en ella sucedía, como queriendo enmudecerla, detenerla. Inútil. Pronto caí de rodillas, apretando los dientes. La soledad y el silencio parecían azotarme, no darme la tregua de una interrupción. Necesitaba descansar... necesitaba morir.

VIIDesperté en las catacumbas de la iglesia sin saber cómo había llegado hasta allí. El Padre, como siempre, escribía con animada velocidad, como poseído por una concentrada inspiración que le dictara velozmente sus designios.

- ¿Cómo te sientes? – dijo el Padre levantándose de repente. Acomodó los manuscritos y los colocó bajo el brazo. - Te traje arrastrando hasta aquí; no fue fácil esconder mi hazaña. El recuerdo de lo que había sucedido llegó hasta mí, agigantándose descontroladamente. El dolor que sentía excedía su origen, un origen que hasta cierto punto desconocía. Lo veía triunfar sobre mis intentos de aplacarlo, y lo experimentaba sin comprender el por qué de su venganza, del castigo que lanzaba sobre mí con una constancia diabólica. No lograba aceptar mi naturaleza como antes

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lo hacía. La paz que calmaría mi espíritu se encontraba, según mis deseos que así lo sugerían, detrás de un hecho infausto al que ya no tenía el valor de acceder.- No logro entender qué fue lo que sucedió, creía tener todo bajo control: mi sed, mi naturaleza. Estaba seguro, aún con mis aislados desvaríos, que había alcanzado un cimentado aplomo, e imaginé que así, gradualmente, las respuestas comenzarían a surgir.- ¿Qué fue exactamente lo que sentiste? -. Intenté explicárselo como pude, ni siquiera yo podía verlo claramente. Entre tartamudeos y vacilaciones expuse ante el cura lo que sentía, tratando de ordenarlo en mi cabeza mientras hablaba.En ese momento, agradecí la presencia del sacerdote; Aunque su sigilosa presencia me tenía sin cuidado y me resultaba prácticamente inocua, en aquel instante comprendí que trataba de ayudarme intentando apaciguar mis emociones y buscando una explicación lógica para todo lo que me sucedía. Él decía que entendiendo lo que nos pasa y el por qué, resulta más fácil manejarlo o soportarlo.No sé si creía en lo que decía, pero consideré su interés y preocupación.Noté que en ningún momento mencionaba a Dios, ni trataba de instruirme con enseñanzas bíblicas. Tampoco me hostigó con rígidas lecciones de moralidad. Parecía tener una mente abierta, bien dispuesta al entendimiento, y una voluntad paciente para la ayuda.Le conté acerca de la sed que regresaba para decir que jamás había muerto, y de aquella extraña fuerza que se oponía a su satisfacción.

- Me pregunto cómo es que lograbas hacerlo antes – comentó luego de una breve meditación - qué fue lo que produjo tamaño quiebre en tu personalidad. O mejor aún: qué hizo que tu balanza del bien y el mal comenzara a equilibrarse, cuestionándose los polos mutuamente. Por otro lado esta tu sed, la que he empezado a concebir como un ansia selectiva (basándome en lo que sé de ella hasta el momento). Ahora... cuál es el patrón que establece tal

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selección, creo que debe haber uno. Tomo como fundamento tu desagrado a la hora de darles muerte a esos dos hombres cuando llegaste al pueblo, y en tu reciente y concentrado interés por alguien en particular. Tengo algunas hipótesis: si consideramos tus visiones como recuerdos, y con esto la posibilidad de que existan realidades afectivas (detonadas por un hecho a esclarecer), es posible que hoy, estas puedan actuar como factores condicionantes que influyen poderosamente a la hora de...

- Quién era ella. - pregunté cortante, interrumpiéndolo y mirándolo directamente a los ojos.- Bueno...- dudó en responder. Había apartado la vista, mirando al suelo en actitud pensativa – ella es miembro de una familia muy respetada; quien había fallecido era su padre. Fue criada en “cuna de oro” como suele decirse. La conozco desde niña. Concurre sin falta a mi iglesia y hemos charlado profundamente en varias oportunidades, lo que me permitió conocerla bastante bien, y quererla como se puede querer a una hija. La pobre siempre invirtió su tiempo en pueriles divagaciones.El padre continuó hablando animadamente, olvidando por un momento el anterior y notorio recelo a exponerla. Su conocimiento acerca de ella era íntimo, y yo atesoré ese saber que se me entregaba en un devastado rincón de mí mismo, un sitio inútil y desolado, que en un siniestro descuido, se había erigido como el ingenuo sitial para un corazón humano.

No sé qué me llevó a preguntar acerca de ella. ¿Sería acaso otro modo de incorporarla? Repasé lo que sabía como quien cuenta las reliquias de un santuario que acaba de profanar. Bajo la vasta cúpula de su imaginación, hundiendo sus raíces a tierras fértiles y alimentadas con la gracia que otorga la ingenuidad, crecían las flores silvestres de sus anhelos; flores cuyos pétalos se exponían extáticos

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a la tibieza de un cielo diáfano que no conocía las tempestades. Pero no podría asegurar que hayan respirado alguna vez, aquellos vástagos de sus fantasías, la atmósfera amarga de una realidad que suele irrumpir, en un afán impertinente, para arrancarlos con huracanes de desesperanza.Pero en ese momento, en el que enfrentaba el dolor por la muerte de su padre, existía la posibilidad de un gran cambio.

- Déjame preguntarte algo – dijo el Padre, intermediando una pausa reflexiva - ¿Le encuentras alguna similitud con la mujer de tus visiones?- No, no están conectadas bajo ningún aspecto, o por lo menos eso creo -. Sabía exactamente por qué el cura había preguntado acerca del parecido entre ambas mujeres. Me estaba probando, estaba tratando de averiguar si sería posible que la sed despertara como consecuencia de una emoción tan común entre los mortales. Mi confusión no me permitía descartar ninguna idea, por mas ridícula que me pareciera.Pensé en aquel sentimiento, en el bálsamo incomparable que otorgan las vendas con las que ese estado envuelve los ojos. El amor: la alucinada belleza de un jardín increado.

Tenía que salir a buscarla, verla nuevamente, exponerme una vez más a aquellos sentimientos para dominarlos o doblegarme ante ellos definitivamente. No le dije al padre a donde iría, tan sólo puse la excusa de salir a caminar para despejarme.Experimentaba un afán desesperado por recuperar las intuidas emociones de un supuesto pasado. La celebración bajo un ambiente familiar, el baile con aquella mujer; una vida apacible lejos del monstruo que era y que por momentos odiaba tan profundamente.Aborrecía la duda, detestaba aquel momento de lucidez en el que tuve conciencia de mí mismo. Me descubrí como un ser dividido en

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fracciones irreconciliables; réplica disminuida de un caótico Abraxas. ¿Por qué veía la libertad tras el ejercicio destructivo de mis ansias? ¿Sería tal vez, la idea de esa libertad, la siniestra estratagema de mis deseos para destruir la voluntad que se les oponía?Pensé en ella, en su mágica y sorpresiva aparición que había hecho resucitar mi sed. No, no podía caer sobre ella y poseerla del modo más bestial, como si beberla fuera a transformarme, a hacerla parte de mí. No lo aceptaba y sin embargo no podía huir de mi naturaleza que lo pedía a gritos. Su paz llegaría a mí sólo a través de la muerte, y surcaría mi espíritu de una manera fugaz e intangible. Muy pronto, pasados unos gloriosos instantes, me volvería hacia mí, encontrándome oscuro, endemoniado y solo, como siempre.

VIIILlegué al cementerio, y la siniestra fecundidad de la noche dio a luz innúmeros tormentos en mi alma ennegrecida. El cetro en manos de la quietud lindaba con lo imposible. Su monarquía era el panteón de sonidos y movimientos.- Soledad... - dije enfrentándome a la aterradora sensación de lacerar la nada con un hilo de voz - monstruo enorme, celda informe e inviolable, soplo gélido que me castigas con la constancia del tiempo. Bajo tu abrazo indolente, no puedo dejar de sentirme arrancado, extirpado, parido de algún edén olvidado hace tiempo, mientras el recuerdo de un juicio donde se me sentenciara a la condena de padecerte, son murmullos de una conciencia atormentada, fijados con debilidad tras las brumas de mi memoria.“Me detengo ante los límites inquebrantables que yergues ante mí, observo los bálsamos, los lenitivos que ostentas y al mismo tiempo me niegas, haciéndolos accesibles a mis ojos e inalcanzables a mis manos.“En este encierro de inhallables muros, donde camino errante y con la vista extraviada en el suelo yermo, sólo la luna prepara un

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consuelo, arrojando sobre mi prisión una luz que, desde el hemisferio lejano, ha robado al sol que me está vedado.”En ese momento, una voz oscurecida por los notorios vestigios del llanto me sorprendió.

- Cuánto dolor nos causa la pérdida de quienes fueron cercanos y queridos. - No podía creerlo, la voz provenía de aquella mujer por cuya gracia me había convertido en una criatura bicéfala. A unos metros de distancia se encontraba la tumba de su padre, lo que delataba el por qué de su presencia en este aciago lugar.La toqué con una mirada suave y lejana, deseando evitar que mis pensamientos pudieran lastimarla. Puse toda mi voluntad en controlarme y en contestar del modo más natural y coherente que me fuera posible.- No pretendo engañarla, me traen a este sitio infausto otra clase de pesares. - Me sorprendió poder articular algunas palabras, aún aquellas, que sonaban tan estudiadas y artificiales - Sucede que he comenzado a ver, y quien ve ya no puede desear otra cosa que un sueño profundo, un letargo piadoso que descienda como un fresco rocío en la noche estival.- Sus palabras son misteriosas, pero queda en evidencia el dolor que debe estar padeciendo. Comprendo el dolor, mi padre falleció el día de ayer y no encuentro consuelo. - Me acerqué, conciente del peligro que ello significaba. – Pero creo que es parte de la vida, el tiempo ya se encargará de mitigar la pena, nuevas alegrías vendrán, y la rueda del destino continuará su marcha, como en la vida de todo ser humano.Como en la vida de todo ser humano, seguramente, mientras que para mí, remedo de un hombre, la visión de la realidad resultaba insoportable, exento de la esperanza en niebla soporífera de la muerte.- Confío en que será así y en que muy pronto hallará consuelo para el martirio que hoy abraza su corazón. – Respondí torpemente pero

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con franqueza, alardeando de una emoción parecida a la fe.- Es usted muy amable, yo también espero que la paz llegue pronto a su alma. – Sonreí irónicamente, no sabía lo que decía.“Paz en mi alma”, sonaba tan lejano y ridículo. Ella se alejó llevada por un andar sereno. La oscuridad del cementerio la devoró lentamente hasta confundirla con su negrura.

“¡Ay, dichosos durmientes,” pensé “que pueden gozar en realidades sutiles! Seres benditos alumbrados por el sol tibio de una inteligencia clara. Permanezcan así, criaturas de Dios, encausadas por su gracia en la constancia de un camino llano y rectilíneo”.

Las primeras lágrimas de una tormenta se derramaron; ella regresaba a su mundo de luz para hacer girar la rueda de su destino. Distante, bajo la hostilidad de un cielo sembrado de iracundas tempestades, estaba yo, rodeado de muerte.Cerré los ojos para impedir que su imagen huyera de mis retinas. De pronto, siniestras fantasías acudieron a mi mente desde una satánica inspiración, y sonreí.- Te pido que seas las aguas accesibles de un Leteo - grité con los bra-zos abiertos a la lluvia - el río que acaricia, evanescente misericordia, las resecas orillas de mi Tártaro inflexible. Ven, amaremos juntos la sepultura vermicular, nos resignaremos pacíficos al báratro que se ha erigido a nuestro alrededor, y así, expulsados de un Paraíso que ignoro si ha existido más allá de nuestras fantasías, buscaremos en la sangre el pulso eléctrico de la vida, una vida que nos fue arrebatada, o a la que tal vez hemos renunciado antes de que se volviera tangible. Entonces, como querubines desterrados de una gracia incierta, veremos al dolor con nuevos ojos.Solté una carcajada, un humor extravagante había hecho presa de mi cordura. Hice una reverencia simulando estar frente a una dama, tomé de la mano de aquél espectro imaginado, y bailamos frente a

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un público de orbitas mudas, al que todo movimiento agravia.Y volvió siempre al huir el crepúsculo, mi bella desventurada, pues decía que aquellas horas eran tranquilas y silenciosas y podía dedicarle con mayor concentración oraciones al difunto. Y ahí estaba yo, bajo el tímido amparo de las sombras, como un demonio pugnando por liderar las ansias impuras de una placentera destrucción.De pronto era de noche. Ella llegaba como un ángel nimbado surcando el silencio en el tiempo detenido, como un blanco hipnotismo bajo una danza incorpórea de luz cegadora y magia pueril. Ella recibía la bendición de la luna, la sacerdotisa de nácar que en las perlas de sus lágrimas lograba miles de destellos, deslucidos sin embargo, por la celestial hermosura de aquella mujer.Todo de ella me interesaba, todo. Cuando se marchaba, la seguía con fantasmagórico sigilo hasta su hogar, y me quedaba observando hasta la naciente amenaza del alba.La casa en la que vivía parecía extraída de un libro de cuentos. Su tamaño emulaba el de un castillo, pero sus formas amables no se parecían en nada a aquellas fortalezas hechas para la guerra. De su chimenea, nacía un hilo de humo que escalaba paredes invisibles, atomizándose al fin en un estéril firmamento.Cuando sus pálidas cortinas de insinuante transparencia estaban recogidas, podía verse, a través de sus ventanas, las cálidas luces amarillentas proyectarse sobre los muros, y luciéndose en ellos, sujetadas por marcos de fina madera, las imágenes ondulantes de un pintor desconocido (por lo menos para mí). Las ilustraciones de los cuadros, que las lámparas, vestidas con pantallas circulares iluminaban, eran escenas escogidas de vidas ideales, despojadas de tormentos y preocupaciones: un poeta con su laúd bajo un árbol frondoso, una dama de amplio vestido posando con su abanico a la vista de un sol radiante. Dibujos inocentes, de trazos suaves y delicados, hechos para la contemplación de ojos pasajeros que quizás buscaran en ellos el alivio de la neutralidad.

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Todo en su vida era hermoso y hecho para la hermosura. Pero la belleza es un ente inasible cuya percepción o conocimiento se encarna en mí como afilada y ardorosa espina, pues se burla, desde la altura insospechada de su solio, de mi condición de opuesto y de mi absurdo anhelar, y despliega toda la gracia de su majestad para hacer aún más abyecta mi caída.

Nuestras charlas se extendían noche tras noche y los temas variaban y se enriquecían con su profundidad. En algunas oportunidades, me había permitido acompañarla hasta su hogar. Tomados delbrazo, emprendíamos el regreso con serenidad. El obsequio inapre-ciable de un gesto animado era el caro contraste con el dolor que rehusaba a desaparecer de sus expresiones.

Resguardado en la sutileza y la elegancia, no me privaba de los halagos que me sugerían su virtudes, a los que ella contestaba con una tímida sonrisa, signo que, según me permití creer, denotaba aceptación. El padre no se negaba a mis encuentros con su protegida, pero tam-poco podría decir que los aprobara del todo. Opinaba que quizás no fueran convenientes, pero aguardaba mi regreso para interrogarme.

IXLos árboles proyectan las sombras de sus ramas como garras temblorosas intentando asir un fantasma escurridizo; puedo ver sus decrépitos tentáculos que se afanan inútiles en inquietantes movimientos. Los vidrios del ventanal, ojos mudos en perpetua vigilia, tiemblan en sus marcos de hierro, temiendo revelar lo que de seguro los horrorizará y los cegará en un estallido.Llegará en cualquier momento, y yo, trémulo, abrazado a mis rodillas, caído en el rincón en el que mi cansancio me ha dejado, espero rendido mi regreso a la locura. La razón, guardián imperfecto que pretende

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sofocar nuestros temores, pronto caerá vencida ante la inevitable pesadilla que aguarda en su destierro temporal, ¿o es que ambas se fundirán en un híbrido monstruoso?Una asfixiante monomanía me hace cautivo; ya soy para el miedo un terreno feraz. Las fútiles drogas, los insuficientes ejercicios mentales, las plegarias ofrecidas hasta a las divinidades más ridículas, nada fue suficiente para aplacar lo inevitable; una demora en todo caso.Imparable metamorfosis; a todo el cansancio y el agotamiento que supuso el hecho inútil de iensayar un obstáculo, le siguen ahora, inexplicablemente, los bríos inusitados que su voluntad demanda.Ya está aquí, sí, inexorable, puedo sentirla agrietando mis labios y abismando mi garganta, quebrando mis intentos que quieren moderar sus fuerzas. Ansias terribles crecen sin medida hasta sublevar todos mis sentidos. Mi pecho es el infierno que sólo apagará aquello a lo que tanto le temo.Ya no quiero encadenarme, me hieren los grilletes de la represión tanto como lo hará el castigo que se me promete por violarlos.

No sé qué fuerzas actuaron para sofocar toda insurrección, despabi-lada en cada uno de nuestros encuentros. Pero el momento de flaquear llegó cuando mi sed devolvió el trono a mis depauperados instintos.Sucedió en el contexto de muerte en el que solíamos darnos cita. Ella hablaba de no se qué con su voz suave y melodiosa, y yo la interrumpí posando mis dedos delicadamente sobre la tibieza de sus labios, mas ellos no fueron el destino de los míos.Me miró con curiosidad sin detener la caricia que la había enmudecido; en sus ojos brillaba el encanto de la esencia secreta que guardan los sueños. Me acerqué con lentitud, dejando libres los salvajes corceles de mi naturaleza. Y de pronto, bajo la sensación de haber sido vencedor en la conquista de la más alta cima, lo anhelado... brotando con su intenso rubí en el más sacro silencio.Exhalando un hálito nocturno perfumado con el ardor de todo

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enigma, vi abrirse, sobre su blanca piel, la flor llorosa de una herida. En ese momento, donde lo diabólico luce las galas del encanto ineludible, me fue imposible no encontrar, mientras enredaba con mis brazos su lánguida estructura, una belleza indecible en la fragilidad de su pureza.

Se entregó con dulzura, su cuerpo trémulo no intentaba la huída; sus manos se aferraban a mi espalda: con fuerza en el ardor, con suavidad en el placer. Las insinuantes promesas de un ensueño extático la seducían, y ella contestaba con suspiros entrecortados, derivando en un naufragio vertiginoso que le valdría el alma.

Pude sentirlo, desde algún lugar del firmamento, donde los astros eran los millones de ojos de una misma conciencia, cayeron lágrimas de un argentado querubín; lágrimas que al golpear en la tierra tallaron, con filosa amargura y resignación, una nueva sepultura para otra redención fallida. Un negro pensamiento engendró temblores en mi pecho, y mientras las fauces del caos se abrían para recibirme, el mal se regocijó y yo creí morir.En la calma falaz de mi soledad tenebrosa, había flagelado mi insania, pero reincidí por empatía a mis amados infiernos.“Y que la paz llegue pronto a su alma”, el recuerdo de su voz resonó en mi mente como una macabra ironía. Sí, la tuve, un glorioso y efímero instante que no tardó en hacerse pedazos.

Luego mis emociones dieron un giro abrupto. Intenté abstraerme de mi egoísmo para verla. A mi rapto vehemente había seguido su entrega infinita. Sus manos pálidas, aún posadas sobre mí, le exigían una caricia a sus fuerzas menguantes. ¡Cuánta voluptuosidad emanaba de su languidez!Seguido al beso terrible, me encontré buscando su aliento, como

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quien intenta extraer los vestigios últimos de fragancia en una flor que se marchita. Lejos del horror, su rostro apacible daba signos de un pacífico éxtasis. ¿Es que sería posible una efectiva comunión en el difuso y peligroso límite de la luz y la oscuridad? Pero no importaba lo que viera o creyera ver, nada alcanzaría para redimirme.

Alcé la vista. Un puñado de hombres enfurecidos ingresaba en tropel al cementerio, empujando con violencia la enorme y trabajada puerta de hierro; empuñaban armas y gritaban el nombre de mi víctima, me maldecían e invocaban a Dios.Me incorporé de un salto e inicié, por estrechas sendas, la carrera del escape. La mitad del grupo venía por mí y el resto se quedó con la mujer que yacía tendida sobre la piedra helada.Corrí desesperadamente. La oscuridad era mi aliada. Era un fantas-ma veloz superando las tenebrosas encrucijadas de la siniestra necrópolis. Las calles en sombras que dejaba atrás, juraban en vano callar mi fuga, pues pregonaban delatoras el susurro de mis pasos.

Entré en la iglesia por un acceso desacostumbrado, les llevaba ventaja pero no tenía demasiado tiempo.Busqué al cura recorriendo con celeridad los pasillos laberínticos. Necesitaba de su ayuda, de seguro él sabría de algún sitio seguro donde pudiera ocultarme. Entré en su habitación pero tampoco estaba allí. Sobre su escritorio, pude ver una serie de cartas hacinadas junto a los escritos en los que trabajaba, los que, movido por una fatídica intuición, comencé a leer.Los manuscritos estaban fechados, y en ellos pude reconocer nuestras conversaciones que estaban transcriptas casi literalmente, acompañadas por conjeturas, ideas y lo que podrían denominarse análisis acerca de mis comportamientos.El sacerdote había estado estudiándome e informando por carta a sus superiores acerca de los presuntos descubrimientos que a su

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parecer poseía acerca de mi especie, como él la denominaba.Guiándome por la fecha de las cartas, y presuroso por la cercanía de mis perseguidores, intenté encontrar la última que había recibido. Al hallarla, leí en sus escasas líneas que le advertían sobre mipeligrosidad y le comunicaban que ya no esperarían más tiempo. Debido a lo infructuoso de sus investigaciones enviarían a un grupo a que se ocupara de mí.La furia gritó junto a mi naturaleza, convertidas ambas en fuego líquido transitando mis venas. Deseaba convertirme en el asesino que ellos buscaban, en el monstruo con el que había estado luchando para aplacar.

Descendí rápidamente hacia las catacumbas cortando la densa y húmeda oscuridad con silenciosa velocidad. Al llegar, en el otro extremo del recinto, el cura estaba de espaldas, aguardando detrás de la puerta por la que yo solía entrar cuando regresaba de mis paseos nocturnos. Estaba acompañado por dos hombres, que al advertirme se lanzaron sobre mí.Pero la ira que me dominaba era imparable, mi ataque fue rápido y certero, pronto me encontraba mirando directamente a los ojos a aquel sacerdote que ahora temblaba aterrorizado.

- La mataste – balbuceó.Lo tome de su traje y lo acerqué hacia mí, exhalando todo mi enojo en una respiración agitada. - Ella no está muerta, traidor, ni morirá exangüe – le espeté con ira y lo arrojé contra uno de los muros grises y mohosos. El golpe fue sonoro, igual que su gemido de dolor. Me miró desde el suelo.- Si ella no está muerta, significa que pronto se convertirá en uno de los tuyos.- Sabe bien que esa parte de la leyenda es falsa, lo detalla claramente en sus estudios.

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- Ella no debió asistir hoy a la cita.- De qué habla.- Realmente creí que tus encuentros con ella no prosperarían, pero al pasar el tiempo me convencí de lo contrario. Entonces, cuando empecé a temer que tu ataque fuera inminente, decidí advertirla. Le conté cuanto sabía de ti y le mostré mis estudios, seguro de que eso bastaría para que huyera horrorizada; pero no fue así, nada pareció importarle, el germen de un poderoso sentimiento había comenzado a crecer en su interior.“Continuó viéndote noche tras noche, desoyendo mis continuas advertencias. Cuando la carta de mis superiores llegó, avisándome que enviarían hombres para tu captura, les indiqué el lugar en el que te encontrarías cuando llegaran. Le rogué a la joven que no fuera al cementerio hoy, omitiendo el verdadero motivo, pues no quería que presenciara tu arresto y sus posibles consecuencias. Según la joven me confesó, la información que ahora poseía sobre ti la acercaba más a tu dolor, y el enigma de tu existencia la hechizaba; ella no te temía ni te aborrecía, sino que... - Se escucharon ruidos en la entrada principal de la iglesia. Los hombres que me perseguían estaban entrando, tenía que escapar pronto. - ¿Vas a entregarte, verdad? Lo harás por ella.

Lo levanté del suelo con violencia y lo metí dentro de uno de los ataúdes vacíos. Cerré la tapa y la aseguré para que no pudiera salir. Sus gritos eran sofocados por el hermetismo de su prisión.Salí por la puerta que anteriormente habían estado custodiando él y los dos hombres que aún yacían inconscientes. Tenía que encontrarla, existían muchas cosas que debía saber. Debía entender que, más allá de lo inconcebible de mi acto, no la amenazaba peligro alguno.Mientras corría por las calles despobladas, vinieron a mí, una estam-pida de imágenes y emociones, los recuerdos de su entrega y del exi-

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toso ensayo de mi voluntad por no entregarla en brazos de la muerte. Era posible, pensé, era posible no continuar siendo un asesino, si bien nunca dejar de ser una criatura réproba y abominable.Con fuerzas menguantes llegué hasta su casa; nada, ni una luz que delatara alguna presencia. Ajeno a los recaudos me acerqué a examinar. Ningún movimiento se oía en su interior. Me dirigí entonces al cementerio, donde la misma soledad aumentó mi desesperación.Finalmente, mientras intentaba moderar mi agitación, escuché unas voces lejanas que hicieron llegar hasta mí un tardío presagio. El bullicio crecía conforme tomaba la dirección correcta. Me detuve en la plaza mayor, donde vi que una enorme multitud se congregaba alrededor de una gigantesca pira. Paralizado por la fuerza ineludible de un sentimiento sin nombre, observaba desde lejos el metabolismo de un error devenir en una atrocidad.Superando las voces del gentío, los gritos de mi bella desventurada articulaban mi nombre, conmoviéndome hasta lo indecible. Vacíos de toda piedad y entendimiento, la habían hecho arder por temor a que se convirtiera en lo que yo era: un monstruo.Luego de unos instantes, vi a unos hombres acercar a la monumental hoguera un ataúd, y lanzarlo a la iracunda revuelta de las llamas. Muy pronto, nuevos gritos desgarraron la noche.La gente decía que habían encontrado al vampiro escondido en uno de los féretros, en las catacumbas de la vieja iglesia. Intercambiaban especulaciones, comentando que el cura (a quien aún no habían hallado) lo había encerrado allí al verlo entrar para protegerse de las primeras luces del amanecer (para el que faltaba mucho todavía) para más tarde, una vez cumplido su principal cometido, habría acudido con celeridad a prestar ayuda a la víctima.La muchedumbre murmuraba, rezaba, se persignaba. Algunos llora-ban y se lamentaban pues conocían a la joven. Luego se abrazaban y justificaban en su ignorancia el necesario remedio.

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Me alejé con paso sereno, sin fijar un rumbo. Pronto las luces del pueblo quedaron atrás y la oscuridad me tragó en un infernal bostezo.Acudieron a mi mente ofuscada inconexos e inexplicables fragmentos de las charlas que habíamos tenido en el cementerio. Se dibujaba sobre la penumbra informe la fantasmagoría de su rostro. Condenado estaba a hablarle a aquella alucinación que la recreaba, reproduciendo la belleza musical de sus palabras sólo en el reino intangible de la imaginación, lejos de la realidad que la reclamaba constantemente.Un sufrimiento inenarrable amortajó mi pecho con su niebla. La angustia me oprimía.

Caminé... Dios sabe hacia donde y durante cuanto tiempo. Antros salvajes protegieron mis días hasta que quiso el azar que una casa vacía me prestara refugio. Su recuerdo vivía en mí como el lejano latido de un corazón reacio a extinguirse definitivamente. Ella era un ángel, ahora encerrado en místicos abismos de insondable tiniebla.

Las noches me encontraron tendido en la tierra, mirando hacia el cielo. Deploré la luz. Las mismas estrellas eran blasfemias rutilantes escupidas en el negro impoluto de la noche, en mi negro impoluto. La alta bóveda, impregnada de dolor, parecía demorar, refrenar un llanto que conmovería al orbe entero. Las veloces pinceladas de mis recuerdos reconstruían ante mí las sangrantes imágenes de lo irreparable. Qué fue real y qué no jamás lo supe: ¿acaso el edén que mis estúpidas ensoñaciones le prometían a mi alma, el infierno que siempre padecía, mi naturaleza incomprensible, el bien, el mal? Igualmente, sea como fuere, no volví a hablarle a la luna de mi tristeza, ni de mi frustrada huída de la oscuridad.

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Obligada por el brutal imperativo de la tempestad, mendigó amparo a las tenebrosas fauces de un antro que bostezaba en medio del bosque. Aquel, celoso de sus secretos, pareció cerrar más aún su oscuridad, y murmurar en inteligible idioma arcanas maldiciones.- No temas - se dijo a sí misma - no temas... - Pero el ímpetu diabólico de un trueno la poseyó de terror.Sólo en ese momento, cuando un relámpago iluminó todo con su eléctrica explosión, pudo ver los árboles nudosos agitar sus tentáculos gigantes revolviendo la inmensidad.El ente difuso del sosiego abandonó con alas presurosas el pecho agitado de Livéa, quien temblaba abrazada por el frío sin poder oír su propio llanto. La tormenta era descomunal, y sofocaba todo sonido que no sirviera para decorar el horror de su majestad.- No temas – alcanzó a decir en voz alta pero sin oírse – no temas…

Con suaves caricias de su mano tibia, la pacífica y blanquecina mañana de invierno, la había despertado en la cabaña, aquella confortable residencia que se erguía silenciosa en un claro del bosque inmenso.Livéa inspiró profundo intentando embriagarse de la gracia silenciosa que una mágica quietud pregonaba, ensayo ilusorio que quiso apa-

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ciguar el ardor de un alma cercenada.Detestaba pelear con su padre, pero lo que aún mas odiaba era cómo él terminaba las discusiones: “¡Cállate, Livéa!”. Ella cerraba la boca apretando los labios y conteniendo las lágrimas, en un gesto que unía la impotencia y el dolor a todo ese vórtice de emociones que nunca lograba expresar.Azotaba la puerta de su habitación (único descargo que se permitía), armaba un equipaje ligero y, huyendo por la ventana, se dirigía hacia la antigua cabaña. Allí sentía que los recuerdos de su infancia la abrazaban. En cada rincón, veía las benévolas fantasmagorías de su pasado que la invitaban, en su teatral alucinación, a aquel momento donde su cara inocencia le ayudó a creer que era feliz. En su electiva ceguera, se asía a la visión desfigurada de un ayer que no dejó partir.Como nadando en el lecho tibio, giró hacia la ventana. Los árboles, ahora desnudos de sus hojas caducas, estaban ahí, inalterables desde su niñez. Todos sabían que ese era su refugio, y no la molestarían hasta que decidiera regresar (siempre lo hacía). Se preguntaba si lo de su familia era una paciencia que radicaba en la seguridad de su regreso o en una indiferencia manifiesta hacia su persona.Siempre que volvía los encontraba actuando una escena de la vida cotidiana, relajados y con absoluta naturalidad. Pero se juró que esta vez les daría un buen susto. Su ausencia parecía no incomodarlos, por lo tanto, debía encontrar algo que realmente les molestara, algo por lo que se sintieran heridos, o al menos (si es que esto era posible) culpables.Cerró los ojos, entregada a la comodidad que le brindaba su antigua cama, trazó en su imaginación incontables planes para su venganza, pero lo que no era imposible, se veía como insuficiente. Es difícil lastimar a quien no le importas.

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Su música era la más estridente, su atuendo el más llamativo y su interés se fijaba con frecuencia en cuestiones réprobas y hazañas peligrosas. Aunque su prudencia culminara por moderar sus actos, sus deseos la empujaban constantemente hacia lo desconocido. La suya era (quizás) un alma libertina que sangraba bajo el terrible yugo de una conciencia prestada.Bastaba saber que la obra de un artista había sido repudiada para que Livéa buscara en ella el abrigo del consuelo y la comprensión. En su minúsculo haber se encontraban las oscuras producciones de los apostatas y blasfemos, de los incomprendidos e incomprensibles, de los olvidados y los rechazados, mendigos de una verdad que los envenenó con su ausencia, y que pagó, ingrata, sus amargas búsquedas con la moneda cruel de la indiferencia.Sabía lo que la gente pensaba acerca de ella y de sus extravagantes inclinaciones: “todo podía explicarse fácilmente” decían “es sólo una necesidad de llamar la atención”. Pero hasta qué punto las explicaciones que se encuentran con suma facilidad no son otro gesto de apatía hacia lo que se intenta explicar; o bien, salvavidas de los superfluos, las conjeturas facilistas los ayudan a no naufragar en su propia miseria que les impide una mirada profunda y comprensiva.

Deslizó suavemente una mano por debajo de la almohada y tocó aquel libro de cuentos que siempre llevaba consigo; un pequeño ejemplar que nunca había terminado de leer y que le atraía de un modo particular. Jamás se había podido explicar aquella atracción, del mismo modo que jamás había podido entender esa curiosa razón por la cual se resistía a leer el último relato.Leía sobre lo leído, como intentando apaciguar el sutil desasosiego de una incógnita entreverada en las palabras que sitiaban las páginas con su misterio. Había adquirido con aquella obra literaria una cierta superstición, era una suerte de amuleto que solía acompañarla a donde fuera.

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La inútil faena del pensamiento la agotó; juntó valor y saltó de la cama, encarando el aire frío de la mañana. Se vistió con celeridad y bajó las ruidosas escaleras de madera.- Sí... – se dijo mientras se le dibujaba una sonrisa – el mismo crujido de siempre.La casa era grande y acogedora. Cada rincón poseso por un amable recuerdo, salvo el de la dolorosa partida.Solían regresar en vacaciones, pero nunca fue lo mismo que cuando vivían allí. Livéa gobernaba en su vasta soledad, una situación que siempre había sido una perfecta aliada para sus divagaciones, aunque ahora, aquella soledad tan amada, estaba sufriendo el hostigamiento de algunas dudas. Su educación básica y obligatoria había concluido, y ahora debía decidir qué quería hacer con su vida. Esa idea la atormentaba, pues todo lo que le había llegado a apasionar no calificaba como sensato a los ojos de su padre. Todos sus intereses eran vistos por él como no rentables (así les llamaba), y según su parecer, debía encontrar algo que le permitiera ganarse la vida: “No siempre voy a estar aquí para ayudarte”, solía decir, pero... ¿había estado alguna vez con ese fin?Invadida por un fatal desamparo, que le hacía ver con dolorosa extrañeza todo cuanto la rodeaba, cuántas veces se había clavado en el pecho de la niña el desesperante anhelo de la muerte... cuántas veces...De todos modos, arrojarse al insalvable laberinto de sus reflexiones no estaba en sus planes ahora; daría un paseo por el antiguo bosque, visitaría aquellos escondrijos que sentía como suyos, aquellos parajes donde en otro tiempo, una dulce paz la había abrazado.Se abrigó lo suficiente como para resistir las heladas caricias del indolente invierno, y se internó en el bosque por desdibujados pero sabidos senderos. Estaba ansiosa por reencontrarse con sus sinuosos atajos y sus mágicos rincones. Aún así, moderó su impaciencia e

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inició una marcha lenta y contemplativa, interrumpida de a ratos por el deseo de inspirar con profundidad. Levantaba su rostro hacia el éter y llenaba sus pulmones abriendo los brazos; luego, con un gesto de alegre satisfacción, retomaba su andar despreocupado, para detenerlo más adelante, embargada nuevamente por el mismo apetito de frescos aromas.La nieve cedía bajo sus botas negras. Sus manos enguantadas se apoyaban en los árboles secos que se erguían grises y esbeltos en silenciosa multitud.El pelo largo y rubio de Livéa, brillaba en la tarde joven que la contenía con afabilidad. El canto de las aves se multiplicaba por la variedad de especies, generando un orden único de sonidos, en el que, lejos de anularse en un confuso entramado cacofónico, se complementaban y enriquecían.Llegó hasta las orillas del lago que, en la vasta superficie de sus aguas inmóviles, espejaba un cielo diáfano, cuyo azul profundo era navegado de a ratos por el transito albo de sigilosas nubes. Los ojos hambrientos de Livéa, buscaron también las montañas, y las encontraron (por supuesto) como inmutables colosos imponiendo su faz violácea. Allí, sentada en el cuerpo de un árbol, ya seco y derribado, en un paisaje hermoso hasta lo imposible, sacó aquel libro de su bolso para volver a leer sobre lo ya leído, ignorando el señalador que denunciaba su deuda con ese cuento que, una vez más decidió postergar.Lejos de los significados de las palabras, su voz interior murmuraba el texto como un rezo que la adormilaba, acunándola en un estado de dulce beatitud.Pero su mística elevación fue cortada de repente con el oxidado filo de una pregunta.- ¿Y ahora qué?Una profunda voz masculina la sobresaltó. Un sonido grave, que pareció emerger a la vez de todas partes y de ninguna, la embistió

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en la receptiva vulnerabilidad de su estado.Se volteó rápidamente y miró a su alrededor. Le fue imposible detectar la fuente de aquellas palabras. A nadie veía en el callado bosque. No había campamentos en las orillas del lago ni botes en su imperturbable superficie. El paisaje la miraba indiferente, inocente de guardar algún secreto. No podía negar lo que había oído, y un estremecimiento fue el heraldo de un temor que por primera vez enarboló su bandera victoriosa en la soledad de Livéa.El día había avanzado a paso de gigante, y en ese momento, una nube plomiza ocultó, con su volumen desproporcionado, al astro rojizo, que en esa época del año, huía con premura de su incierto protagonismo. La repentina oscuridad, la pregunta que aún flotaba en la atmósfera como inasible fantasma, el frío mordaz que un naciente y poderoso viento se complacía en aumentar, todo conspiró para fortalecer la idea de su regreso.Colocó el libro en su bolso e inició el camino de retorno hacia la cabaña. Un paso ligero se dificultaba con el obstáculo la nieve, y sobre todo, con las características de un bosque pocas veces frecuentado. Aún así, se esforzó por ganar velocidad. Transpiraba bajo las múltiples capas que formaban su abrigo, su aliento agitado era visible en el constante vapor que exhalaba. Volvía su vista sobre lo andado y hacia todas partes, buscando inquieta el origen de la voz.Entró en la cabaña que la recibió con la amable calidez que aún guardaba en su interior, haciéndole sentir un agradable contraste. Apoyada aún contra la puerta, que acababa de cerrar con violencia, se reponía del ejercicio, intentando normalizar su respiración.- No temas – se dijo a sí misma en voz alta – estás en casa, aquí todo esta bien.Se repitió las palabras una y otra vez hasta lograr el efecto deseado, y ya en el amanecer de la tranquilidad, abrió los ojos y vio la estancia en penumbras. Instintivamente, comenzó a encender las luces y a

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asegurar las puertas y ventanas.Buscó música para llenar el silencio, y mientras hurgaba en las reservas de comida, comenzó a pensar en su familia.Se sentía lejos, separada por insondables distancias que la helada indiferencia hacía crecer a cada momento. ¿Qué estarían pensando ahora?Recordaba sus otras huidas y sus regresos. Siempre era igual, llegaba y encontraba a su padre y a su hermana en callada sobremesa, ni siquiera se daban vuelta al oírla entrar, hipnotizados por el bombar-deo luminoso de un televisor que miraban sin ver. Nuevamente la infranqueable muralla, erigida frente a sus sentimientos que buscaban, estúpida e incansablemente, una sutil correspondencia en corazones de obsidiana.En ese momento, sintió crecer el odio en su interior, sintió repug-nancia. Los abominables recuerdos de las incontables disputas se sucedieron en su mente. Sentada en el sofá, con la vista perdida, había comenzado a apretar los puños y a deformar el gesto según expresaba su nefasto sentir.La música cesó, y en ese preciso instante, tras el golpe abrupto del silencio, volvió a escuchar aquella voz gutural y profunda:- ¿Y ahora qué?- ¡Quiero que desaparezcan! – respondió maquinalmente. El temor, aquella sorpresiva emoción que la había asaltado en medio del bosque, no alcanzó a emerger en ese mar de encono y repulsión, cuyos efímeros atributos se dieron a conocer dando paso al tardío e inútil arrepentimiento.Ahora la conciencia ganaba la batalla, desencadenando la lógica del miedo. La reaccionaria contestación quedó suspendida en los pensamientos de Livéa, y se conjugaba con aquella extraña pregunta en infernales ecos de mórbida repetición. La innegable realidad de aquella voz, que brotaba de todas partes y de ninguna, la despertó a una sensación de fragilidad y ofuscación.

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Era extraño, frente a aquél misterioso peligro que parecía amenazarla, la situación dio un giro radical, inyectándole la necesidad de estar entre su familia, entre rostros conocidos y heridas conocidas. De alguna manera, sabía qué podía esperar de ellos y qué no.

Se levantó catapultada por una firme determinación y recorrió la casa con valentía. Si existía alguien que la estuviese acechando, quería enfrentarse con él para dar por terminada la situación, sea cual fuere el desenlace.Un desinterés hacia su propia seguridad, le daba el coraje para entrar con violencia en las habitaciones, y dar repentina luz a sus oscuridades.Los cuartos vacíos, iluminados sorpresivamente, no revelaban ves-tigios de presencia alguna, por lo contrario, denunciaban con su olor a encierro el largo tiempo de no haber sido visitados.La búsqueda infructuosa culminó en su habitación, donde quedó mirando por la ventana, dándole la espalda a la puerta entreabierta. Observaba a la nieve devolver los inciertos destellos lunares, y extender su manto de lobo cubriendo el bosque. El lóbrego aullido del viento mantenía la tensión en los nervios de Livéa, que explotaron de repente ante una imprevista y espantosa anomalía.Sofocó un grito de terror sepultando la boca con sus manos trémulas. De sus ojos turbios brotaron lágrimas, largas y silenciosas. Dio un paso atrás.La percepción de un entorno, de acompasadas oscilaciones causadas por la ventisca, fue perturbada de súbito por la aparición de una sombra que, con su indescifrable negrura, cruzó veloz el reseco follaje.Conocía el bosque; su niñez había transcurrido entre sus rincones umbríos y las múltiples especies de vegetación que lo conformaban. Agotaba los días desentrañando sus misterios y aprendiendo su arcano lenguaje. Sabía de sus movimientos, de sus sonidos y actitudes. No podía equivocarse con respecto a la sombra que

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acababa de ver, encuadrándola, ya sea a la fuerza, entre aquellas circunstancias conocidas y predecibles.No apartó la vista de la ventana esperando una nueva insinuación de aquello que, con seguridad para Livéa, era la fuente de su amenaza. La excesiva concentración fatigaba su mente; sus ojos no parpadeaban, aún cansados de observar y de llorar.Recordó entonces la puerta entreabierta a sus espaldas, giró con velocidad y la aseguró con su diminuta llave. Al instante advirtió que había descuidado la vigilancia, y regresó a su puesto sintiendo la importancia mayúscula de aquel descuido.De todos modos, no flaqueó su atención que intentaba acaparar cada movimiento y sonido que le fuera posible, mientras el tiempo parecía no querer desgranar su valiosísima arena.

El sol de la mañana la devolvió a la vigilia, las fuerzas titánicas del cansancio la habían derribado, y sin quererlo, había caído presa de un sueño desfigurado por grotescas pesadillas.Sobresaltada por tal negligencia, puso en orden sus cosas y salió de la casa. Su voluntad macilenta combatía contra el temor que intentaba paralizarla. No fue fácil salir de la habitación y enfrentarse al pasillo, a la casa en silencio y luego al bosque. Pero el día, en ciertos casos, hace ver las cosas distintas: el sol impregna de benevolencia lo que la noche convierte en siniestro u hostil.En el camino de regreso, intentó diluir la sensación de amenaza que había experimentado y que pugnaba por continuar reinando en sus emociones. Pronto estaría rodeada de gente, de su familia. Una vez allí, el único acecho sería el de las sabidas y rutinarias disputas.El edificio de apartamentos la recibió sin demasiada actividad, la velocidad del ascensor parecía conspirar con su ansiedad. Ya no importaba si su huída había causado algún efecto, una tregua estaría bien para aplacar sus agitados sentimientos.La llave entró con suavidad en la pulida cerradura, y descifró con

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un giró el enigma de su mecanismo. El lamento sutil de los goznes se hizo oír cuando la puerta se abrió, revelando a los ojos de Livéa el final de lo predecible.En un barrido que efectuó su mirada, y que su estupefacción volvió lento y reiterativo, la niña advirtió un cambio inesperado.Fue en el suspenso indefinido de aquel trágico instante, que bastó para dar cima a sus más oscuros sentimientos, en el que, al soltar un hondo quejido, éste fue devuelto, en un eco exasperante, por las inmaculadas paredes de un departamento completamente vacío.La desesperación agitó su corazón con violencia. Tampoco en las habitaciones había señales de su familia. Pero al entrar en lo que solía ser su cuarto, recortada contra la luz de la ventana, vio la clara silueta de un hombre que se encontraba de espaldas.El alto contraste no le permitía a Livéa advertir detalles del sujeto, sólo lo asoció a la extraña sombra que surcó el bosque ante sus ojos aterrados, y confirmó tal relación cuando oyó pronunciar las temidas palabras:- ¿Y ahora qué?Livéa escupió un ácido vituperio que el personaje repitió al unísono, como si supiera exactamente lo que ella diría.- ¿Quién eres? – preguntó la joven.- ¿Quién te gustaría que fuera? – respondió él.- ¿Qué hiciste con mi familia?- Lo que me pediste; y ahora qué. – La voz queda y profunda del personaje llenaba la habitación; no revelaba emociones, lo que hacía imposible detectar intenciones escondidas.Lo que la joven experimentó entonces, fue una sorpresiva e inexplicable sensación de familiaridad con aquella figura que le daba la espalda. Este nuevo sentimiento (que no lograba desentrañar) no alcanzaba a disipar el temor, pero le había permitido fraguar demenciales conjeturas.Como siempre que atravesaba un hecho infausto, Livéa se sintió

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asaltada por una imagen. Los recuerdos de su infancia en la cabaña venían a auxiliar el desasosiego, y se postulaban como un bálsamo cálido y reparador. Así, refugió el desorden en la morada virtual de lejanas añoranzas: los veranos en la cabaña, el bosque sublevado bajo una lluvia copiosa, y los aromas a las innumerables especies de plantas diseminadas caprichosamente. Deseó con vehemencia estar allí, lejos de todo lo que ahora le sucedía, lejos del tormento que le ocasionaba aquello que no alcanzaba a comprender.Observó entonces al hombre voltear ligeramente, permitiéndole ver que escribía veloz con una larga lapicera en una pequeña libreta negra. Livéa miró aquella figura que se negaba a ser abandonada por las sombras, y golpeada por una intuición se volvió hacia sus pensamientos.En aquel momento, la oscura presencia no era más perturbadora que una nueva incógnita que aferraba sus poderosas uñas al seno palpitante de la joven. Corrió hasta el bolso que había dejado caer al entrar en el vestíbulo, buscó con premura el ejemplar de aquel libro que siempre llevaba consigo, y fue hacia ese último cuento, aquel que, movida por una extraña razón, había decidido postergar, y que ahora, impulsada por una intuición no menos extraña, quería leer.Sus temblorosos dedos separaron las hojas con impaciencia, y un primer vistazo encendió un horror que intentaba congelarla al mismo tiempo que la incitaba a seguir leyendo.- Imposible – se dijo. ¿Imposible, pequeña?Se lanzó sin más a una carrera frenética hacia aquel rincón que la aguardaba. El viaje le dio el tiempo suficiente como para leer y volver a leer sobre lo ya leído.La tormenta que se desató fue monstruosa. Los truenos eran el aria ensordecedora de una voz infernal, y una fuga de luz por retorcidas arterias, el temerario gesto que les antecedía, atravesando una danza informe de enlutados espectros que pronto cubrió el celestial escenario. Pero ella corrió soportando el flagelo, llevaba a la verdad

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como un siniestro botín, materializado en aquel libro que abrazaba protegiéndolo de la lluvia.Devorada ya por la densidad del bosque, se guareció en una cueva. Su altar fue la piedra hostil que devastaron lo siglos; su ofrenda, el llanto acerbo de la desesperación. En aquel templo, que no fue más que el paisaje brutal, balbuceó una vieja plegaria aprendida a medias, mientras padecía nuevamente la inevitable felonía del tiempo, que ahora se extinguía presuroso en el reloj de sus posibilidades.Allí, dentro de su lóbrego e improvisado refugio, recordó la primera frase leída en el ya no más postergado cuento: “Obligada por el brutal imperativo de la tempestad, mendigó amparo a las tenebrosas fauces de un antro que bostezaba en medio del bosque.”Se vio entonces en la cabaña, entre los árboles que se repetían hasta la demencia, se vio leyendo y escapando; contempló sus pasos y sus emociones, observó sus manos abriendo el libro y sus ojos leyendo sobre lo ya leído. Supo quien era entonces aquel hombre y sintió la vital necesidad de encontrarlo, a él, al hacedor, al siniestro hacedor que había escrito sus pasos en un cuento que aún no había concluido, y que en un acceso de bondad (o de locura) le había permitido decidir sobre sí misma. Tenía que hallarlo como sea. Pero en vano se dirigió, armada de un afán incierto, hacia las últimas páginas; en vano se forzó a la paciencia, aguardando la luz mezquina de un caprichoso relámpago; inútil su llanto, estéril su huída y su plegaria aprendida a medias, pues las líneas para iniciar tamaña búsqueda han terminado, y este punto final es la vuelta de llave para encerrar a Livéa, quizás eternamente, en la enloquecedora prisión de un destino irresoluto, lindante con la nada.

- No temas – alcanzó a decir en voz alta pero sin oírse – no temas...

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Índice

I.II.

III.IV.V.

VI.VII.

VIII.IX.X.

XI.XII.

XIII.XIV.XV.

XVI.

Nota preliminar 9................................................................................................

Recuerdo antes de una batalla 11El viaje 15El custodio 21El hombre sin destino 23El jardín de los inmóviles 27La fámula 37Iset 55Los ojos del diablo 79Coincidentes 87El niño en la oscuridad 105Lazos invisibles 111La derrota 115La promesa sustancial 117Necesito descansar 121Lo brutal intangible 125La prisión de Livéa 161

(Págs.)