Que nunca amanezca

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Índice

PortadaDedicatoriaCita1. Violet2. Violet3. Violet4. Kaspar5. Violet6. Violet7. Kaspar8. Violet9. Violet10. Violet11. Violet

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12. Kaspar13. Violet14. Violet15. Violet16. Violet17. Kaspar18. Violet19. Violet20. Violet21. Violet22. Kaspar23. Violet24. Kaspar25. Violet26. Kaspar27. Violet28. Kaspar29. Violet30. Violet

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31. Kaspar32. Violet33. Kaspar34. Violet35. Kaspar36. Violet37. Violet38. Kaspar39. Violet40. Violet41. Kaspar42. Violet43. Violet44. Violet45. Violet46. Violet47. Violet48. Violet49. Violet

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50. Kaspar51. Violet52. Kaspar53. Violet54. Violet55. Kaspar56. Violet57. Violet58. Kaspar59. Violet60. Violet61. Violet62. Violet63. VioletAgradecimientosSobre la autoraNotaCréditos

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Para wattpad.com. Para el equipo, porproporcionarme un lugar dondecompartir. Para todos y cada uno de losmiembros que leyeron, votaron, dieron lalata y criticaron. Vosotros moldeasteisesta historia. Para Joanne y Terran, y porúltimo, para Soraya. Llegasteis hasta unaniña que estaba en el otro extremo delmundo y le disteis los ánimos quenecesitaba. Vosotros iniciasteis este viaje.

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Oh, Rosa, estás enferma.El invisible gusanoque vuela en la nochecuando la tormenta ruge

ha encontrado tu lechode dicha carmesíy su oscuro amor secretoestá destrozando tu vida.

WILLIAM BLAKE,«La rosa enferma»

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1VIOLET

Es probable que Trafalgar Square no sea elmejor sitio en el que estar a la una de lamadrugada. De hecho, es posible que no sea elmejor sitio en el que estar a ninguna hora de lanoche si una se encuentra sola.

La sombra de la columna de Nelson secernía sobre mí y el aire fresco que corríaentre los edificios aquella noche de julio meprovocó un escalofrío. Me estremecí de nuevoy me arrebujé en mi abrigo. Comencé aarrepentirme de no llevar más que un vestidonegro cortísimo, el atuendo que había elegidopara aquella velada. «Cuánto sacrificio para

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pasárselo bien una noche.»Di un respingo cuando una paloma batió las

alas junto a mis pies. Después, escudriñé lascalles vacías en busca de algún indicio de lapresencia de mis amigas. ¡Conque «a picotearalgo a última hora»! El bar de sushi estaba a dosminutos de allí; ya habían pasado veinte. Puselos ojos en blanco: no me cabía duda de que enaquellos momentos ya habría algún tío encalzoncillos. «Bien por ellas. ¿Por qué iban apreocuparse por la pequeña Violet Lee?»

Me dirigí hacia los bancos que estaban bajoel follaje de los árboles, escaso y sombrío.Suspiré y me froté las rodillas con las manospara que me circulara mejor la sangre. Lamentécon amargura mi decisión de esperarlas allí.

Tras echarle un último vistazo a la plaza,saqué mi móvil y llamé utilizando la marcaciónrápida. Escuché los tonos hasta que, al final,

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saltó el buzón de voz:«Hola, soy Ruby. Ahora mismo no puedo

contestar, así que deja un mensaje después dela señal. ¡Viva Lovage!»

Gruñí de frustración cuando escuché elpitido.

—Ruby, ¿dónde demonios estás? Si estáscon ese tío, ¡te juro que te mato! ¡Aquí en lacalle hace un frío horrible! En cuanto oigaseste mensaje, devuélveme la llamada.

Colgué y volví a guardar el teléfono en elbolsillo del abrigo, consciente de que erabastante probable que todos mis esfuerzosfuesen en vano, pues seguramente Ruby noescucharía el mensaje hasta varios díasdespués. Volví a frotarme las manos y meacerqué las rodillas al pecho para entrar encalor. Entonces me pregunté si no deberíacoger un taxi y marcharme a casa sin más. Pero

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si al final Ruby aparecía, sería un lío. Meresigné a esperar durante un buen rato y,rodeada de silencio, apoyé la cabeza sobre lasrodillas para contemplar la neblina anaranjadaque cubría la ciudad de Londres.

Frente a mí, los borrachos trasnochadoresdesaparecían por un callejón tambaleándosehasta que sus escandalosas carcajadas seperdían en la oscuridad. Unos minutos después,un autobús rojo de dos pisos con las palabrasVISITE LA NATIONAL GALLERY estampadas en uncostado salió de detrás de la misma atracciónturística que anunciaba y siguió la calzada querodeaba la plaza hasta desaparecer en ellaberinto de edificios victorianos que dominael centro de la ciudad. Cuando se alejó, parecióllevarse consigo el lejano zumbido sordo deltráfico de Londres.

Me pregunté cuál de los dos chicos que

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habíamos conocido aquella noche habríatriunfado con Ruby. Sentí una punzada de pesar,deseé poder ser tan despreocupada y, bueno...«tan suelta», como ella. Pero era incapaz. Almenos después de lo de Joel.

Pasaron unos cuantos minutos más yempecé a inquietarme. Hacía un rato que nopasaba ningún borracho tambaleándose, y elaire frío de la noche se enroscaba alrededor demis piernas desnudas. Busqué un taxi con lamirada, pero las calles estaban vacías. En laplaza sólo me acompañaba la luz que titilabasobre la superficie del agua en las dos fuentesque flanquean la columna central.

Acababa de volver a sacar el teléfono con laintención de llamar a mi padre y pedirle que merecogiera cuando detecté un movimiento sutilcon el rabillo del ojo. Con el corazóndesbocado, me puse en pie de un salto, tan de

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golpe que casi se me resbala el móvil. Recorrícon la mirada toda la plaza.

«Nada. —Mi pánico comenzó a disminuir ynegué con la cabeza—. Seguro que sólo ha sidouna paloma», traté de calmarme. Comencé amarcar el número de mi casa con los dedosentumecidos por el frío y sin dejar de levantarla vista cada pocos segundos. Deseaba que mirespiración recuperara su ritmo normal.

Pero algo se había movido.Una sombra había pasado revoloteando por

encima de una de las enormes fuentes,demasiado veloz para que mis ojos pudierandistinguir su forma. La plaza, por lo demás,estaba vacía, excepto por unas cuantas palomasaterrorizadas que emprendieron el vuelo.Sacudí la cabeza con el teléfono ya pegado a laoreja. La línea crepitaba, daba una señal débil ypitaba cada pocos segundos.

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Impaciente, comencé a dar golpecitos conel pie en el suelo.

—Vamos... —murmuré al tiempo quemiraba la pantalla.

«Cobertura máxima.»Mientras el teléfono continuaba pitando,

recorrí la plaza con la mirada hasta toparmecon la columna de Nelson, que se alzaba másde cincuenta metros sobre el suelo. Loscegadores focos que iluminaban la estatua quela coronaba destellaron como una llama bajo labrisa nocturna. Se calmaron de nuevo, tanintensos y brillantes como antes.

Me estremecí, pero no de frío. Recé paraque alguien contestara al teléfono, pero la línease llenó de ruidos y, con un último pitidolastimero, se cortó. Contemplé el móvil conlos ojos abiertos como platos justo antes deque la adrenalina comenzara a correrme por las

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venas a toda prisa y el instinto tomara lasriendas. Me quité uno de los zapatos de tacónsin apartar la mirada de la columna. Observécon incredulidad cómo la sombra que acababade ver unos instantes antes pasaba sobre laestatua y desaparecía de mi vista tan rápidocomo había llegado. Tras pelearme con laúltima hebilla, me quité el otro zapato y cogíambos con las manos. Eché a andar. Peroapenas había avanzado unos pasos cuando mequedé paralizada, clavada al suelo.

Una pandilla de hombres vestidos conabrigos marrones y provistos de estacas largasy afiladas bajaban la escalera. Sus rostroslúgubres y curtidos por las inclemencias deltiempo eran sombríos y estaban llenos decicatrices. Todos lucían una expresióninquebrantable, decidida. Sus violentas pisadasme retumbaban en los oídos y marcaban una

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marcha irregular a medida que se ibanacercando.

Aturdida, me oculté de nuevo entre lassombras y, en silencio, me agaché detrás delbanco. Sin apenas atreverme a respirar, intentéhacerme lo más pequeña posible mientras mealejaba lentamente de la plaza.

El hombre que encabezaba el grupo gruñóalgo y los demás se abrieron hasta formar unalínea tan ancha como la plaza, desde una fuentehasta la otra. Serían unos treinta. Todos a una,se detuvieron justo delante de la columna. Enaquellos momentos tan sólo se movían susabrigos, que se agitaban a causa del viento.

Ni siquiera los árboles hacían ruido. Todosy cada uno de aquellos hombres miraban haciael frente, concentrados, observando y a laespera. Levanté la vista hacia la parte superiorde la columna, pero la escultura estaba bañada

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por la luz, como de costumbre, y las únicassombras que había eran las que proyectabanaquellos hombres y los árboles bajo los que yome había cobijado. Unas cuantas hojas cayeroncon indolencia hacia el suelo y fueron a parar albanco que había a mi lado.

Entonces ocurrió.Sin previo aviso, algo surgió de detrás de

los árboles planeando a gran altura sobre micabeza y aterrizó a unos tres metros de mí sinni siquiera dar un traspié. Parpadeé, pues nopodía creerme que mis ojos hubieran visto auna persona, pero antes de que pudiera echar unsegundo vistazo, fuera lo que fuese aquello yahabía desaparecido.

Cogidos tan por sorpresa como yo, loshombres se replegaron unos cuantos pasos,tambaleantes y aterrorizados. Los que estabanen los extremos de la fila se desplazaron hacia

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el centro, y el orden tan sólo se restaurócuando el que supuse que era su líder levantóuna mano. Se sacó del abrigo un bastónplateado y con uno de los extremos tan afiladocomo el de un arma letal. Con un giro demuñeca, el bastón se tornó el doble de largo. Elhombre hizo girar su arma unas cuantas veces,como si estuviera admirando el modo en quecentelleaba cuando la luz incidía sobre ella. Ensus labios se dibujó una sonrisa satisfecha y, denuevo a la espera, se quedó inmóvil.

El líder, alto y delgado, era bastante joven,veinte años, como mucho. No tenía cicatricesen la cara, al contrario que quienes lo rodeaban.Llevaba el pelo muy corto y tan decolorado queparecía casi blanco, en un marcado contrastecon su abrigo de cuero y su piel bronceada. Susonrisa se hizo más amplia cuando clavó lamirada en la figura que había aterrizado tan

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cerca de mí. Contuve la respiración a la esperade que me descubriera, pero su atención sedesvió cuando un hombre salió de detrás de lasfuentes.

No, no era un hombre, sino un chico nomucho mayor que yo. Tenía los ojos hundidos,la piel cenicienta y casi traslúcida, tirantesobre unas mejillas demacradas. Él también eraalto, pero debajo de su camisa ajustadadistinguí la silueta tensa de sus músculos. Susbrazos eran igual de pálidos, pero estabancubiertos de manchas rojas, como si se hubieraquemado al sol. Tenía los labios manchados deun rojo brillante y sangriento, al igual que elpelo, de punta y desaliñado.

Yo parpadeé. Y él ya no estaba. Recorrí laplaza con la mirada, pues estaban apareciendomás, todos con la piel igual de pálida y elmismo aspecto macilento. Rodearon el grupo

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del centro con un rictus a medio camino entreel regocijo y el asco dibujado en el rostro.Habían salido de la nada y se movían de un ladoa otro a velocidad sobrehumana, desaparecían yresurgían en un solo segundo. Me froté losojos, convencida de que simplemente estabademasiado cansada para enfocar bien la vista.Era imposible que se desplazaran así de rápido.

El muchacho del cabello llameanteapareció de nuevo y se apoyó en la fuentecomo si estuviera junto a la barra de un bar. Asu lado había un joven con el cabello rubiorojizo que creí reconocer como el que habíasalido de detrás de mí.

En total había cinco, y manejaban al grupode los del abrigo marrón como si fueran unrebaño de animales. Los rostros morenos deaquellos hombres se contrajeron en una muecade miedo y desprecio cuando rompieron filas y

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retrocedieron unos cuantos pasos con lasestacas bajadas. Sólo el líder permanecióinmóvil. Su sonrisa se convirtió en un gesto desuficiencia cuando levantó la cabeza sin dejarde sujetar el bastón con fuerza.

De pronto, un hombre cayó de la columna,desde lo alto de sus más de cincuenta metrosde altura. Se desplomaba a una velocidad cadavez mayor hacia el suelo, sin duda al encuentrode su muerte. Pero me quedé maravilladacuando aterrizó sobre el pavimento conagilidad y quedó agachado ante el líder de labanda.

La plaza se sumió en el silencio y, porprimera vez, el que parecía el jefe seestremeció.

—Kaspar Varn, qué gran placer volver averte —dijo con un acento que no fui capaz desituar.

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El hombre, Kaspar, se irguió. Mostró unrostro impertérrito, indescifrable. Era de lamisma altura que el líder, pero su porte y sucorpulencia hacían que el otro pareciera muchomás pequeño.

—El placer es sólo mío, Claude —contestócon frialdad mientras, de derecha a izquierda,recorría con la mirada a los presentes. Lededicó un gesto brusco al muchacho de pelorubio rojizo, y yo aproveché para echarle unvistazo desde mi escondite.

Como todos los demás, tenía la piel páliday ligeramente cetrina, desprovista de todocolor o rubor. Su pelo oscuro, casi negro, teníamechones de tonos castaños. El viento lo habíadespeinado y el cabello le caía sobre la frente.En todo caso, sus rasgos eran más cadavéricosque los de cualquiera de los otros, pues surostro estaba lleno de sombras, como si no

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hubiera dormido desde hacía días.«Tal vez no duerma», susurró una voz en mi

cabeza. Cuando aquel pensamiento me pasó porla cabeza, me dio la sensación de que el reciénllegado miraba más allá del chico del cabellorubio rojizo y fruncía el entrecejo durante uninstante. Contuve la respiración, consciente deque me estaba mirando directamente a mí. Perosi me vio, decidió no prestarme ningunaatención, pues se volvió hacia el líder y surostro se tornó de nuevo impasible.

—¿Qué quieres, Claude? No puedo perderel tiempo contigo y con el clan Pierre —dijo elhombre del cabello oscuro.

La sonrisa del tal Claude fueensanchándose a medida que recorría el bordeafilado de su estaca con un dedo.

—Y aun así has venido.Kaspar hizo un gesto de desdén con la

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mano.—Estábamos cazando, no andábamos muy

lejos.Sentí un escalofrío. «¿Qué se caza en una

ciudad?»Claude ahogó una carcajada siniestra.—Igual que nosotros.De repente, avanzó a la velocidad del rayo

con la estaca a la altura del pecho del otrohombre. Pero no alcanzó su objetivo. Kasparlevantó una mano y apartó el arma sin más.Pareció no suponerle ningún esfuerzo, ya queapenas parpadeó. Pero Claude salió despedidohacia atrás como si lo hubiera atropellado uncamión. La estaca repiqueteó contra el suelo ysu sonido metálico retumbó en el silencio de lanoche.

Claude se tambaleó, tropezó y despuésrecuperó el equilibrio con torpeza y se

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enderezó de nuevo. Con los ojos entrecerrados,miró hacia donde descansaba la estaca y, acontinuación, de nuevo hacia el hombre quepermanecía en pie ante él. Sus labios volvierona curvarse en una sonrisa.

—Dime, Kaspar, ¿cómo está tu madre?De repente, el hombre pálido estiró la

mano a toda velocidad y agarró a Claude por elcuello. Horrorizada, vi que los ojos del lídercomenzaban a pugnar por salírsele de lasórbitas y que sus pies abandonaban el suelo. Surostro perdió todo el color. Tosía y resoplaba,no dejaba de dar patadas en el aire. Sus manosforcejeaban con las muñecas de Kaspar, peropronto empezó a ceder mientras, de un modoagónicamente lento, iba poniéndose morado.

Sin previo aviso, el hombre pálido loliberó. Claude se desplomó contra el suelo.Jadeaba intentando recuperar el aliento y se

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frotaba el cuello febrilmente. Solté un suspirode alivio, no así el hombre desmoronado sobreel pavimento. Sus quejidos se convirtieron ensúplicas y su rostro pareció mostrar unaespecie de reconocimiento cuando levantó lamirada hacia la cara enloquecida de Kaspar.Retrocedió arrastrándose, retorciéndose, y seagarró al bajo del abrigo que llevaba uno de sushombres. El otro no se movió.

Kaspar respiraba agitadamente y su rostroestaba deformado por una expresióndesquiciada. Bajó la mano y la cerró en unpuño.

—¿Quieres pronunciar unas últimaspalabras, Claude Pierre? —gruñó sin disimularla amenaza que impregnaba su voz.

El líder tomó varias bocanadas de airelargas y temblorosas. Se secó el sudor y laslágrimas con la manga para prepararse.

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—Espero que tú y tu reino sangrientoardáis en el infierno.

En los labios de Kaspar se dibujó unasonrisa desdeñosa.

—Eso es hacerse ilusiones.Dicho esto, se abalanzó sobre él y hundió la

cabeza bajo la garganta de Claude. Se oyó unchasquido escalofriante.

Sentí náuseas. Inconscientemente, me llevélas manos a la boca cuando la bilis me subiópor la garganta. Y con ella llegó el miedo. Laslágrimas comenzaron a asomar, pero sabía quesi hacía cualquier ruido yo sería la siguiente.

Mi instinto de supervivencia se activócuando el cuerpo sin vida de Claude cayó alsuelo. Era testigo de un asesinato, y había vistosuficientes informativos como para saber loque les ocurría a los testigos que permanecíanen el escenario de un crimen. «Tengo que salir

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de aquí. Tengo que contárselo a alguien.»«Si es que consigues escapar», me dijo la

misma voz irritante.Me fastidió reconocerlo, pero la voz tenía

razón: se habían abierto las puertas delinfierno.

Los tipos de la piel pálida saltaron sobrelos hombres y se desató una batalla enorme ysanguinolenta, si es que podía llamarse batalla.Aquellos hombres apenas tuvieron tiempo deutilizar sus estacas para defenderse de aquellosasesinos; como si de corderos llevados almatadero se tratara, sus cadáveres bronceadoscaían al suelo y la sangre lo salpicaba todo.

Se me contrajo el estómago y tragué condificultad. La garganta me ardía. Incapaz deapartar la mirada, contemplé cómo Kaspartiraba de otro de los hombres hacia él. Micerebro me decía que aquel hombre pálido

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debía de tener un arma, pero mis ojos no veíanninguna. Hundió la boca en el cuello de suoponente y estiró. Vi un tendón serpenteanteantes de que el hombre se desplomara aullandode dolor. Su asesino se dejó caer tras él. Apoyóuna rodilla en el suelo y acercó los labiosmientras sostenía al hombre contra su pecho.Debajo de ellos, la sangre comenzó a formar uncharco y a filtrarse por las ranuras delpavimento. La seguí con la mirada mientrasavanzaba y formaba una cuadrícula al juntarsecon la sangre de otro, y de otro, hasta quelevanté los ojos para descubrir la carnicería quehabía tenido lugar.

Todos y cada uno de los hombresbronceados estaban muertos, o moribundos,con los cuellos rotos o sangrando. Varios deellos se hallaban en el fondo de las fuentes yteñían el agua de un rojo lúgubre. Cerca de mí

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había uno tumbado boca arriba y con la cabezatorcida sobre el hombro.

Seis adolescentes acababan de masacrar atreinta hombres.

Gimoteé contra el banco, tan sumida entrelas sombras como podía, y rogué a todos losdioses que aquellos asesinos no me vieran.

—Kaspar, ¿vamos a limpiar esto o vamos adejarlo así? —preguntó uno de los que estabanmás cerca de la fuente. Incluso su cabellointensamente rojizo parecía apagado encomparación con el agua sobre la que ahorapasaba los dedos.

—Lo dejaremos así como mensaje paracualquier otro cazador que crea que puedeenfrentarse a nosotros —contestó Kaspar—.¡Escoria! —añadió tras escupir sobre elcadáver que tenía más cerca.

Su voz había perdido el tono de frialdad y

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ésta había sido sustituida por un desprecioprofundo y satisfecho. Mi rabia comenzó asuperar mi miedo cuando le vi patear el brazode otro moribundo para apartarlo de su camino,haciéndole emitir un último gemido.

—Imbécil —susurré.Se quedó paralizado.Y yo también. Contuve la respiración, se

me hizo un nudo en el estómago. «Es imposibleque me haya oído desde el otro lado de la plaza.Simplemente no es posible.» Pero con lentitud,casi relajadamente, se volvió para mirarme.

—Vaya, ¿qué tenemos aquí?Soltó una carcajada oscura, y sus labios

volvieron a adoptar un rictus cruel.El instinto actuó con mayor rapidez que mi

cerebro y, antes de darme cuenta, me habíapuesto en pie de un salto y había echado acorrer. Me había quitado los tacones y mis pies

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emitían un ruido sordo al chocar contra lapiedra mientras corría, literalmente, por mivida. La comisaría más cercana no estabademasiado lejos, y habría jurado que yoconocía Londres mejor que ellos.

—¿Adónde te crees que vas, Nena?Cogí aire de golpe al chocar contra algo

duro y frío, tan frío que me aparté deinmediato. El hombre de cabello oscuro estabade pie justo delante de mí. Di unos pasos haciaatrás sin dejar de mirar alternativamente haciael lugar donde Kaspar había estado antes ydonde estaba en aquel momento. «Esimposible.» Retrocedí con las manos haciaatrás, como si esperara que apareciera unmágico salvador. Él ni siquiera se inmutó,como si el hecho de que una chica chocaracontra su pecho mientras corría fuera algohabitual.

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—Na... Nada. Sólo iba a... eh... —tartamudeé. Mi mirada saltaba de los cadáveresal hombre y a la calzada: la única ruta de escapeposible.

—¿Ibas a denunciarnos? —me preguntó. Élya sabía la respuesta, y yo abrí los ojos comoplatos con aire de culpabilidad. Se acercó tantoa mí que pude distinguir que sus iris eran de unintenso tono esmeralda. Bajó la voz hastaconvertirla en un susurro—: Me temo que nopuedes hacer eso.

Desde tan cerca no pude evitar percatarmede lo asombrosamente guapo que era. En lasprofundidades de mi estómago, algo serevolvió. Asqueada, volví a retroceder.

—¡Claro que puedo! —grité al tiempo quelo rodeaba e iniciaba otra escapada frenética.

Sin dejar de correr, miré hacia atrás. Parami sorpresa, ninguno de ellos me perseguía.

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Espoleada, continué huyendo. En mi corazónhabía cobrado vida una minúscula chispa deesperanza. Estaba a sólo unos metros dedistancia del borde de la acera cuando echéotro vistazo a mi espalda.

En aquella ocasión me dio la sensación deque Kaspar soltaba un suspiro exasperado, perono me permití continuar mirando, pues noquería entretenerme. Estaba a punto de ponerlos pies en el asfalto cuando tiraron de mí haciaatrás. Una mano me sujetaba por el cuello delabrigo. Me tambaleé, intenté mantener elequilibrio a la vez que luchaba contra la manoque me sujetaba. Di puñetazos, asesté patadas ygrité, pero no sirvió de nada... Me retuvo confacilidad.

Me di la vuelta con los ojos ardiendo deindignación y, aparentando mucha más valentíade la que en realidad sentía, proferí una

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amenaza:—Tienes diez segundos para soltarme,

monstruo, ¡o te daré una patada tan fuerte enlos huevos que desearás no haber nacido nunca!

Él volvió a echarse a reír.—Eres una guerrera, ¿verdad?Cuando abrió la boca, vislumbré sus

colmillos superiores, ambos inmaculadamenteblancos. Inmaculadamente blancos y afilados,hasta un punto antinatural.

«Cazar. Cazadores...»Algún rincón de mi cerebro cayó en la

cuenta de que aquello no era normal. De queestaba muy lejos de ser normal, pero, con lamisma rapidez, mi parte racional descartó laconclusión a la que mi mente estaba llegando.

Forcejeando de nuevo, traté de acercarmelo bastante para darle una patada, pero mesujetó con más fuerza y me mantuvo

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firmemente alejada.—Lo has visto todo. —Sus palabras

sonaron escalofriantemente frías. Fue unaafirmación, no una pregunta, pero yo larespondí de todas formas.

—¿Tú qué crees? —repliqué, vertiendo enmi tono todo el sarcasmo que fui capaz dereunir.

—Creo que vas a tener que venir connosotros —gruñó. Me agarró por el codo ycomenzó a arrastrarme. Separé los labios, peroél fue más rápido y me tapó la boca con lamano—. Grita y te juro que te mato.

Mientras yo me revolvía y lo mordía, mearrastró en dirección opuesta al truculentobaño de sangre que habían provocado aquellosmonstruos de piel pálida.

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2VIOLET

Volamos por las calles cuando dejamos atrás laplaza. Kaspar me tenía firmemente agarrada porla muñeca y tiraba de mí para que lo siguiera.Me clavaba las uñas y sentí que me rasgaba lapiel y me arrancaba hebras de carne. Meestremecí de dolor —era como si me estuvieradestrozando la muñeca a cámara lenta—, perono dije ni una sola palabra. No iba a darleaquella satisfacción. Serpenteamos por loscallejones con Kaspar siempre al frente,guiándonos por sitios que yo ni siquiera sabíaque existían. Oía las sirenas ululantes de loscoches de policía, y las calles laterales estaban

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inundadas de luces azules y parpadeantes.—Maldita policía —refunfuñó Kaspar—.

Espera aquí —me ordenó. A continuación melanzó hacia adelante, directa contra el pecho deotro de aquellos asesinos—. Fabian, cuida deella.

Por segunda vez aquella noche choquécontra algo rígido. Fabian también estaba frío, yme aparté de él de un salto, como si mehubieran clavado un aguijón, pero perdí elequilibrio y caí en dirección a la alcantarillaque había junto a la acera. Sin embargo, nollegué a tocar el suelo. Bajé la mirada hacia mibrazo. Una mano casi tan pálida como la míame había sujetado en el aire.

—No te caigas —me dijo una voz suave.Subí la mirada por el brazo, aturdida, y me

encontré con la cara sonriente del muchachoque había saltado por encima de mí en Trafalgar

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Square. Sus ojos de color azul cielo titilaban yreflejaban cierta diversión. Durante un breve yabsurdo instante, admiré su cabello claro ydespeinado, y su pecho musculoso, que seadivinaba bajo el cuello desabrochado de sucamisa. Luego, mi cerebro se recuperó y apartéla mano, horrorizada por mis pensamientos.Impertérrito, él añadió:

—Soy Fabian —añadió impertérrito,extendiendo hacia mí la misma mano.

Retrocedí y comencé a frotarme lasmuñecas con el abrigo, justo donde él habíacolocado sus dedos manchados de sangre. Élfrunció el ceño y clavó la mirada en mímientras me alejaba y lo dejaba con la mano enel aire.

—No vamos a hacerte daño, ¿sabes?Otros cuatro pares de ojos nos observaban,

tensos y a la espera de que yo echara a correr.

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Pero yo ya había perdido la esperanza de huir.En realidad, confiaba en que el tal Kaspartardase lo bastante en volver para que un cochede policía nos viera.

—Eso de ahí —señaló hacia el otro lado dela calle— era necesario. Sé que no lo parece,pero tienes que creerme cuando te digo que erapreciso hacerlo.

Me detuve.—¿Necesario? No es necesario. Es

horrible. No seas condescendiente conmigo,no soy una cría.

Las palabras habían escapado de mi bocaantes de que tuviera tiempo para pensar encualquier otra cosa que no fuera ganar tiempo.Me froté las muñecas con las manos. Parecíanestar sorprendidos de que hubiera recuperadoel habla. De vez en cuando Fabian lanzabamiradas a la calle que se extendía a mis

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espaldas.—Entonces ¿cuántos años tienes, ya que

sabes tanto sobre moralidad? —Inclinó lacabeza a un lado y yo cerré la boca, dudando sidebía contestar pero contenta de que hubiesenignorado el resto de mi réplica—. ¿Y bien?

Me mordí el labio.—Diecisiete —murmuré.—No sabía que las chicas de diecisiete

años llevasen ahora vestidos tan cortos.El sonido de una voz engreída a mis

espaldas me hizo volverme de un brinco. Micabello oscuro giró a mi alrededor y unosmechones me cayeron sobre los ojos. Kasparestaba apoyado contra una farola con las manosen los bolsillos y los pulgares por fuera. En suslabios había vuelto a dibujarse aquella sonrisitagrotesca. Recorrió mi figura con la mirada y yome envolví con fuerza en mi abrigo para ocultar

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mi escueto vestido.Su sonrisa se hizo más amplia.—El rubor desentona mucho con esos ojos

color violeta que tienes, Nena.Su referencia a mis ojos —de un extraño

tono de azul y la razón de mi nombre— hizoque me estremeciera. Yo ya estabaacostumbrada a las burlas por eso. Entre tenerlos ojos de un bicho raro, un nombre a juegocon ellos y ser vegetariana convencida, solíaser objeto de bromas y ya sabía cómocontestarlas. Sin embargo, abrí y cerré la bocavarias veces. Cuando desvié la mirada de él demanera instintiva, su sonrisa desapareció.

—¡Vamos!Los otros ya se habían desvanecido,

engullidos por la oscuridad de un callejón,cuando me echaron violentamente a un lado yaterricé detrás de una fila de cubos de basura.

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Miré a mi alrededor, desorientada. La única luzsalía de un antro que había más abajo, encajadoentre una salida de incendios y un contenedorlleno a rebosar. Con la respiración agitada,comencé a ponerme en pie, pero me taparon laboca con una mano y con la otra tiraron de mí.Medio a rastras, medio en brazos, me obligarona continuar avanzando por un callejón con elsuelo mugriento.

Justo cuando doblamos la esquina de lacalle, vimos que unas luces azules iluminabanlas paredes de ladrillo. Un borracho,desplomado contra el contenedor, se escabullóprotestando a gritos y mascullando palabrotasque hicieron enrojecerme incluso a mí. Perosus gruñidos no pudieron ahogar el crecientesonido de las sirenas, a sólo unas calles dedistancia.

—Tienes que correr más rápido —me dijo

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Kaspar. En su voz no había ni rastro de pánico,pero lo llevaba escrito en todos y cada uno delos rasgos de su rostro. Todas sus caras teníanla misma expresión. Retrocedí.

—¿Estás loco? ¿Por qué debería corrermás de prisa? ¡Asesino!

Las palabras manaban ya libremente de miboca... La adrenalina había vuelto y estabadesplazando a mi miedo.

Sus ojos destellaron peligrosamente ydurante un instante pensé que habían perdido subrillo esmeralda.

—No somos asesinos.A pesar de que no elevó la voz ni cambió el

tono, aquellas palabras hicieron que unescalofrío me recorriera la espalda y se mepusiera el vello de punta.

—Entonces ¿qué sois y por qué habéismatado a aquellos hombres?

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La pregunta quedó suspendida en el aire.Nadie la contestó. Volvió a tirar de mí haciaadelante, a arrastrarme de un callejón a otro sindejar de cambiar de dirección, pues la policíaestaba acordonando una parte cada vez mayorde la ciudad, y el cerco policial estaba ya sólouna calle por detrás de nosotros.

Londres estaba cobrando vida. Todas lasventanas reflejaban el azul del cordón protectorque se iba extendiendo.

—¡Venga! —siseó Kaspar al tiempo que metiraba de la manga.

—¡No puedo! —aullé. Y era verdad. Laspunzadas del flato me presionaban las costillasy el aire me raspaba en la garganta al respirar.

—Te aguantas —dijo con frialdad.—No puedo re... respirar —jadeé mientras

intentaba coger aire. Se me cayeron unascuantas lágrimas y en seguida me las sequé—.

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¡Voy a desmayarme y a morir!—Oh, eso sería una gran pérdida —

masculló con sequedad y poniendo los ojos enblanco.

—¡No me ofrecí voluntaria para esto! —Caí de rodillas e hice un gesto de dolor. Mepregunté por qué Kaspar se había tomado lamolestia de mantenerme con vida si le dabaigual que me muriese.

—No, es cierto. Pero ahora formas parte deesto y, desde mi punto de vista, Nena —melevantó, agarrándome por el cuello del abrigo—, no tienes elección. Y ahora, vamos.

No me moví, seguí frotándome el pecho.—¡No me llamo Nena, me llamo Violet!En un segundo, se situó a sólo unos

centímetros de mí, me empujó contra la paredy me rodeó el cuello con una mano. Empezó aacariciarme con fuerza la vena con un dedo.

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—¡Y yo soy el jodido príncipe! —gruñó.Abrí los ojos como platos y forcejeé bajo

su peso, pero sólo conseguí que apretara conmás fuerza. Cerré los ojos, no quería ver surostro tan cerca del mío y apestando a sangre.Una única imagen inundaba mi mente tras lospárpados cerrados: el cuerpo sin vida de ClaudePierre desmadejado y sangrando sobre lasbaldosas del suelo.

—Podría partirte en dos ese hermosocuello tuyo con menos esfuerzo del que a ti tecostaría chillar —me susurró al oído—, así quete sugiero que hagas lo que te decimos, porqueno puedes escapar de nosotros, y la policía nova a cogernos.

No tenía ni idea de qué demonios queríadecir con eso de «príncipe», pero me creí todolo demás. La sinceridad y la malicia teñían suvoz a partes iguales. Agaché la cabeza,

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derrotada.—Así está mejor —murmuró. Me agarró

de la mano y tiró de mí. Cuando me di la vueltapara seguirlo, vi a un hombre que corría haciael final de la calle. Su traje de color beigeresultaba extraño en aquellas calles oscurascon sórdidos bares. Disminuyó el ritmo y sedetuvo. Nos miró directamente y se llevó unamano a la cabeza, casi como si aceptara queestaba derrotado. Tomé aire. Lo conocía.Trabajaba con mi padre. O, más bien, para mipadre.

Dio unos cuantos pasos al frente, con lavista clavada en mí. Durante un instante,nuestras miradas se cruzaron, pero él la desvióy se dio la vuelta. Con una mano levantada,señaló hacia atrás cuando la policía dobló laesquina. Redujeron el paso y se detuvieron.Nos observaron con el miedo destellándoles en

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los ojos cuando Kaspar se volvió y se permitiópasear la mirada entre los agentes, casiretándolos. Soltó un suspiro y se irguió;después, me apretó contra su pecho. Intentéliberarme y gritar pidiendo ayuda, pero meretorció el brazo detrás de la espalda y el dolorme hizo gemir como si me estuvieran clavandodagas en el costado donde tenía el flato. Merodeó la cintura con un brazo y retrocedió unoscuantos pasos arrastrándome con él.

Se acercó a mi oído y gruñó:—Demasiado lenta.Sin una palabra más, me levantó en brazos y

me cargó a hombros. Comencé a darlepuñetazos en la espalda, pero no pareciópercatarse. De repente, todo se volvió borroso.Los edificios pasaban como un destello, ycuando volví a mirar, la gente habíadesaparecido. De hecho, ni siquiera estábamos

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en la misma calle. Se me cayó el alma a lospies. Kaspar tenía razón. No nos habíanperseguido. «¿Por qué no han intentadodetenernos?», me pregunté.

Al cabo de unos minutos, habíamos dejadoatrás el cerco policial. No quería saber a quévelocidad estábamos moviéndonos... Lo únicoque sabía era que era lo bastante rápido parahacer que la cabeza me diera vueltas. Cerré losojos para mantenerme serena y con larespiración controlada, pero sólo unossegundos después toqué el suelo con los pies yaterricé hecha un guiñapo junto a los zapatos deKaspar y de dos coches que parecían ser muycaros.

Parpadeé, convencida de que veía doble.Eran idénticos, desde el negro perfectamentepulido de la carrocería hasta los cristalestintados de oscuro. Incluso las matrículas eran

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iguales, excepto por una letra.«¿Quién coño son estos tíos? Guapos y

extremadamente ricos; su único y fatídicodefecto es el asesinato.» Tragué con dificultady aquellos pensamientos se desvanecieron.Conocía Londres lo suficiente como parareconocer los procedimientos distintivos delcrimen organizado. «Sin embargo, la policía nonos ha detenido», me dije.

El ruido de las sirenas lejanas rompió elsilencio de la calle y alguien que había detrásde mí me cogió y me metió en el asiento deatrás del coche más cercano. Cerró la puerta deun golpe y rodeó el coche para entrar por elotro lado. Me di cuenta de que era el que teníalos ojos del mismo color que Kaspar:esmeralda. Kaspar y Fabian se montaron en losasientos delanteros, el primero de ellos en eldel conductor.

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—Ponte el cinturón —me ordenó el tipoque se había sentado a mi lado. Lo ignoré ypermanecí sentada tan rígida como un palo, conlos brazos cruzados sobre el pecho. Soltó unsuspiro de irritación y se acercó para coger elcinturón.

—Bicho raro —susurré. El joven se echó areír.

—Mi nombre es Cain, no Bicho Raro. Soysu hermano pequeño —dijo mientras hacía ungesto con la cabeza en dirección a Kaspar.Aquello explicaba el extraordinario parecido—. ¿Cómo has dicho que te llamabas tú?

—Violet. Violet Lee —murmuré, y despuésme quedé callada. Al mirar por la ventana, vique pasaban más coches de policía. Me dio unvuelco el corazón cuando me di cuenta de queuno de los agentes miraba hacia nosotros. Sumirada se cruzó con la mía durante un breve

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instante, antes de que la apartara como si no mehubiera visto.

Estábamos saliendo de la ciudad. En cuantocomenzamos a transitar por calles despejadas,sentí que el coche aceleraba y le eché unvistazo al indicador de velocidad. Sobrepasabalos ciento sesenta. Noté una excitaciónfamiliar en el estómago, pero por una vez noera agradable. Me retumbaba la cabeza y laspunzadas de dolor continuaban machacándomeel costado. Me presioné las costillas con lasmanos y se calmaron un poco, pero no mucho.

Me acurruqué en el asiento llevándome lasrodillas al pecho y apoyé la cabeza contra elcristal. Se me cerraban los ojos y mi cuerpopedía a gritos la liberación del sueño, pero noquería pensar en qué ocurriría si me permitíaquedarme dormida. Conteniendo las lágrimas,empecé a analizar mi situación con toda la

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imparcialidad que fui capaz de reunir.Acababa de presenciar el asesinato de

treinta hombres en el centro de Londres. Mehabían secuestrado seis tipos rápidos y fuertesque no parecían querer matarme... de momento.No sabía adónde demonios me llevaban,quiénes diantres eran, qué diablos iba a ocurrirni cuánto tiempo tardaría alguien en darsecuenta de que había desaparecido.

Comencé a pensar en saltar del coche, peroen cuanto el plan empezó a tomar forma en micabeza oí un clic y se activó el cierrecentralizado. De mis labios brotó un sollozoahogado.

Nos incorporamos a la desierta M25 ydejamos atrás la ciudad que amaba. El paisajefue cambiando de urbano a periférico y,finalmente, a extensos campos de cultivosalpicados de pueblos o aldeas. Los carteles

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que pasábamos indicaban Kent, y empecé apreguntarme si no se dirigirían al puerto deDover para pasar a Francia. Un atisbo deesperanza comenzó a arder en mi corazón. «Esimposible que pasen por el puerto.» Peroaquella esperanza se apagó cuando viramoshacia el norte, en dirección a Rochester.

Se me escapó otro sollozo y vi que Kasparmiraba por el espejo retrovisor. Su hermano,Cain, me puso una mano sobre el hombro y lomiré con los ojos abiertos como platos. Notenía aspecto de asesino, parecía un niño.

Sonrió. En mi cabeza, oí a un hombre gritar.Agité los hombros para apartarlo y me

encogí de espaldas a él en mi asiento. Micabello formó una cortina que me ocultaba dela vista de los demás. Apoyé la frente contra elcristal. Las lágrimas comenzaron a caer,descontroladas, cristal abajo. Trazaban líneas

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extrañas sobre el vaho de mi respiración.Abrazándome a mí misma, me sumergí en mispensamientos.

Sabía lo que había dejado atrás. La preguntaera: ¿qué me esperaba más adelante?

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3VIOLET

Una hora atrapada en un coche con tresasesinos trastornados no era mi idea depasármelo bien. No era capaz de dormir pormiedo a lo que pudiera suceder. Tampoco podíahablar porque el señor Paso de Caer Simpáticome recordaba constantemente que estaba a sumerced y que, por lo tanto, debía mantener laboca cerrada. Ni siquiera podía mirar por laventanilla, puesto que era demasiado oscurapara ver algo, así que no tuve más remedio queescuchar una animada conversación acerca delas tetas de una tal Amber von Hefner.Encantador.

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El sol comenzaba a despuntar, así que leeché un vistazo a mi reloj: un regalo decumpleaños adelantado que me había hecho mipadre. «Mi padre.» ¿Qué harían mi madre y élcuando descubrieran lo que me había ocurrido?¿Y Lily, mi hermana pequeña? Sólo tenía treceaños, no debería tener que enfrentarse a esto.

Pero también me pasaron por la cabezaotros pensamientos más importantes: ¿quéharían aquellos extraños asesinos? ¿Meretendrían para pedir un rescate? ¿Me«silenciarían»? No soportaba siquiera pensar enello.

Cuando volví a mirar mi reloj me di cuentade que eran las cuatro y media de la mañana yde que estaban asomando los primeros atisbosde luz. Los campos de cultivo ibandesapareciendo, dando paso a bosques espesosy densos. La carretera se iba tornando más

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serpenteante y cada vez nos cruzábamos conmenos coches.

La calzada viró bruscamente hacia laizquierda cuando atravesamos una gran verja.Sus enormes y elaborados enrejados seabrieron de par en par y pude vislumbrar lasgárgolas que guardaban las ventanas ojivales dela casa de la entrada.

Al pasar, podría haber jurado que vi variascaras observándonos desde esas ventanas, peroantes de que pudiera echar una segunda ojeadaya estábamos cercados de nuevo por el bosque.La carretera continuaba zigzagueando, pero losárboles comenzaron a clarear y la luz del solsólo lograba sortear esporádicamente lasagujas de los abundantes pinos. Un poco másadelante, dieron paso a unas frondosas flores, ycuando los árboles desaparecieron del todotuve que ahogar un grito, casi incapaz de

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contener mi asombro.Delante de nosotros, rodeada por una

inmensa extensión de hierba, se erguía unamansión espléndida, tan grande que el bosqueparecía estremecerse ante su presencia. Era unaextraña mezcla arquitectónica: altos capitelesgóticos descollaban de la piedra pálida,incontables ventanas en arco bordeaban los trespisos y una gran terraza sobresalía del centro ycubría la entrada, descansando sobre cuatrocolumnas. A lo lejos distinguí hileras degarajes y establos; la luz de primera hora de lamañana danzaba sobre los nenúfares queflotaban en el estanque. La mansión estabarodeada de árboles de toda forma y tamaño quedespués daban paso a los pinos del bosque. Pordetrás, la mansión estaba protegida por unacolina también cubierta de árboles.

Recorrimos un camino de gravilla y, tras

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rodear una fuente, nos detuvimos delante de laimpresionante entrada.

«¿Y dónde está el puente levadizo?», mepregunté. Pero eran unos amplios escalones losque conducían hasta las dobles puertas demármol de la entrada a la mansión.

Alguien abrió la puerta del coche, meagarró por los hombros y me arrancó de miasiento.

—¡Quítame las manos de encima! —grité.Continuó tirando de mí, pero me escabullí ysalí del coche por mí misma, a pesar de lagravilla que se me clavaba en los pies alcaminar. El hombre se encogió de hombros yse marchó. Kaspar le lanzó las llaves del cochea un muchacho de más o menos mi edad quellevaba un traje negro con rayas de coloresmeralda. Lo seguí con la mirada mientras sesubía a uno de los coches y lo arrancaba para

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dirigirse hacia los garajes.Aparté los ojos de él cuando Kaspar me

agarró de la muñeca y comenzó a subir losescalones a toda prisa. Los otros cinco nossiguieron. Las puertas dobles se abrieron haciadentro y me quedé boquiabierta cuando lascrucé. Una escalera grandiosa rodeaba la pared,hecha enteramente de mármol blanco. Llevabahasta una enorme galería y un pasillo iluminadopor lámparas de gas en forma de antorchafijadas en la pared, a gran distancia del suelo.Justo delante de mí había otra puerta dobleidéntica a la que acabábamos de cruzar, peronos encaminamos hacia una más pequeña quehabía a mi izquierda. Pasamos junto a unmayordomo que nos saludó agachando lacabeza.

—Alteza. Lores. Señor... y señora —añadióclaramente sorprendido por mi presencia. Lo

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observé, dudando de lo que acababa de oír.Recuperó la compostura—. ¿Una invitada,alteza?

Kaspar soltó una carcajada oscura.—No, sólo una diversión.—Muy bien, alteza.«¿Alteza?» Kaspar había comentado algo

acerca de que era un príncipe. Pero GranBretaña ya tenía su propia realeza, a no ser quefuera un pariente lejano de la reina. Y yo lohabría sabido de haber sido así. Todo el mundosabría de la existencia de un miembro de lafamilia real como aquél.

Kaspar emitió un vago gruñido dereconocimiento antes de volver a reírse. Derepente, dejó de prestarme atención y, con unfuerte empujón, me encontré cruzando atrompicones la puerta más pequeña, que dabapaso a un salón magníficamente decorado. Las

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paredes estaban revestidas de madera y lagastada alfombra era de un color rojo intenso.Las mismas lámparas en forma de antorcha quehabía visto en la entrada colgaban de unossoportes fijados en las paredes, entre enormesretratos al óleo con marcos de plata. Pero lahabitación contaba con la misma parafernaliamoderna que cualquier otra: un televisor deplasma adosado a la pared y, debajo de él, todoun despliegue de videoconsolas; los mandos adistancia estaban desperdigados por la mesitade cristal sobre la que el muchacho de cabellooscuro y gafas tiró la chaqueta al dejarse caeren uno de los sofás de cuero.

Kaspar se acercó a las ventanas, cuyoscristales estaban enmarcados por los cortinajesque iban desde el altísimo techo hasta unosantepechos. Cerró las cortinas y veló el paso dela luz, excepto por una pequeña línea que

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dividió la habitación en dos.—¿Quieres que me lleve tu abrigo? —

preguntó una voz a mis espaldas. Cogí aire degolpe, sobresaltada. Al mirar hacia atrás, vi queera Fabian. Negué con la cabeza—. ¿Segura? —añadió con una sonrisa. No pude evitar fijarmeen que, a la escasa luz de la habitación, sus ojosdaban la impresión de ser dos puntitos de colorazul brillante rodeados de sombras,demacrados, apagados. Me aparté de él, perome quité el abrigo y se lo di. Esbozó unasonrisilla comprensiva y me señaló los sofás.Me aproximé a ellos, pero decidí no avanzarmás. Preferí seguir observando la habitación ya sus ocupantes. En total eran seis: Kaspar y suhermano pequeño, Cain; el muchacho de losojos azules, Fabian; y otros tres —el delcabello llameante, otro que llevaba lo queparecían ser unas gafas sin graduar y el tipo alto

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y rubio que me había sacado a rastras delcoche.

De repente, Kaspar dio un salto haciaadelante y metió la mano en uno de losbolsillos del abrigo que Fabian todavía tenía enlas manos. Se alejó y me di cuenta de que habíacogido mi teléfono.

—Me lo quedaré —anunció con unasonrisita de suficiencia. Lo desbloqueó ycomenzó a curiosear en él.

—¡No hagas eso! —exclamé al tiempo queme abalanzaba sobre su mano. Él se hizo a unlado y yo di unos cuantos pasos tambaleantes alfrente.

—¿Por qué, tienes algo que esconder? —seburló. Movía los dedos a toda velocidad sobreel teclado—. ¿Mensajes picantes de tu novio,tal vez?

—¡No! —Me lancé contra él en un segundo

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intento por recuperar mi móvil. Pero Kaspar lomantuvo lejos de mi alcance—.¡Devuélvemelo! —grité mientras daba saltospara arrebatárselo. Él volvió a adoptar aquellaexasperante expresión de suficiencia y lo alzóaún más.

—¿Quién es Joel, entonces?Quise agarrarle la muñeca, pero él cogió la

mía y me la retorció hasta que chillé de dolor.Me soltó y retrocedí frotándome la muñeca.Con una carcajada, comenzó a leer con vozaguda para burlarse de mí:

—«Hola, me preguntaba si podríamosquedar alguna vez. Solos tú y yo. Tenemos quehablar de lo que hice. Te echo de menos, nena.Contéstame, Joel.» —Se quedó callado e hizoun mohín—. Y vaya, mira, hasta puso un beso alfinal. —No cabía duda de que se lo estabapasando en grande. Lo miré con el entrecejo

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fruncido—. He dado con un punto sensible,¿verdad?

—Que te jodan —murmuré, sin pretenderque él lo oyera.

—Ojalá, Nena, ojalá.—Kaspar —siseó Fabian. Estaba

fulminándolo con la mirada, con las cejasfruncidas y los ojos echándole chispas. Nodijeron ni una sola palabra durante todo unminuto, hasta que Kaspar le lanzó el teléfono aFabian, que lo cogió y se lo metió en elbolsillo. Tras encogerse de hombros, Kaspar seapoyó contra el sofá y comenzó a tamborilearcon los dedos sin dejar de mirarme conexpresión divertida.

—Has visto demasiado, y eso es unproblema. Así que tienes que elegir, Nena.Puedes convertirte en uno de nosotros opodemos retenerte aquí indefinidamente.

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No me paré a pensar. Ya me había decididoantes incluso de que hubiera terminado sufrase.

—No soy una asesina y nunca lo seré.Kaspar volvió a encogerse de hombros.—Entonces te quedarás aquí hasta que

aceptes cambiar. Y no confíes en que terescaten. Ningún humano puede entrar aquí sinque lo sepamos.

Torcí el gesto.—¿Humano?—Sí, humano. —Se volvió hacia los otros

con una sonrisa dibujada en el rostro—. Esmucho mejor cuando no tienen ni idea, ¿nocreéis?

Todos murmuraron su aprobación exceptoFabian.

—¿Ni idea de qué? —pregunté cautelosa,mientras miraba a uno y otro rostro.

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—¿Cuántos años crees que tengo? —quisosaber Kaspar.

Me pareció una cuestión irrelevante, perocontesté de todos modos, pues no quería queperdiera los nervios.

—¿Unos diecinueve?Se miraron unos a otros, entre risas. Pero

en aquella ocasión parecieron tomar unadecisión.

—Te equivocas. Tengo ciento noventa ysiete.

Enarqué las cejas.—Nadie vive tantos años...—Mi especie vive esos años y más —me

interrumpió Kaspar—. Los vampiros, Nena.Sacudí la cabeza al tiempo que un

escalofrío me recorría la espalda. «Estánlocos», pensé. Di un par de pasos atrás y se meescapó una risa nerviosa, en parte por lo

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ridículo de lo que aquel hombre acababa dedecir y en parte porque me preguntaba qué tipode juego se llevaban entre manos y quéreacción me mantendría viva durante mástiempo.

—¿Es esto una broma de mal gusto?La sonrisa de Kaspar desapareció.—¿Acaso me estoy riendo? —respondió, y

abrió la boca recogiendo los labios hacia atrás.Sobre su carnoso labio inferior descansabandos dientes afilados, suficientemente discretoscomo para pasar desapercibidos a menos que élquisiera, dos colmillos tan afilados como losde un animal.

—Son falsos —dije sin apartar la mirada deellos. Mi voz sonó más desafiante de lo quepretendía.

—¿Quieres comprobarlo? —repusoKaspar.

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—Los vampiros no existen —susurrésacudiendo aún la cabeza—. No sois más queunos locos.

Antes de que pudiera decir una sola palabramás, Kaspar me empujó contra la pared ycomenzó a recorrerme el cuello con los labios.Se le agitó la respiración y sentí su fuerza, supoder, su hambre. Su aliento no me calentó lapiel como lo habría hecho el de cualquier otrapersona, sino que me dejó helada y provocóque un escalofrío me recorriera los hombros ylos brazos. Sentí que mi corazón latía demanera irregular, tan frenéticamente que lasvenas de mis muñecas pugnaban poratravesarme la piel. Cerré los ojos y percibíuna suave presión cuando sus dientes de navajarecorrieron la palpitante vena de mi gargantaantes de que me desgarrara la piel con uno desus colmillos y se abriera camino a través de

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las capas de mi epidermis. Se me escapó ungrito y abrí los ojos; cerré los puños mientrasrechinaba los dientes. Estaba totalmenteindefensa. Él estaba hecho para matar, y yo no.

Se apartó unos centímetros, pero mantuvosu cuerpo apretado contra el mío para impedirque me escapara. Me miró directamente a losojos y se me cortó la respiración. Ya no erande color esmeralda, sino rojos.

—Escúchame atentamente, Nena. No soyun vampiro cualquiera. Soy un vampiro de larealeza y harás lo que yo quiera. Así que tencuidado con lo que dices, porque nunca se sabecuándo puedo tener hambre. —Se apartó de míy se alejó—. Puedes unirte a nosotros opermanecer recluida aquí. Tú eliges.

No me quedé allí a esperar que siguierahablando. A tientas, detrás de mí, busqué elpomo de la puerta con la mano. Lo encontré y

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empujé para salir de la habitación. La cerrébruscamente a mis espaldas y me apoyé contrala pared de mármol del vestíbulo. Me agaché,con las manos en las rodillas y el cerebrosobrecargado, para recobrar el resuello. Algocaliente me resbalaba por el cuello y acerquéun dedo para ver de qué se trataba. Al retirarlo,miré horrorizada la sustancia húmeda y rojaque lo cubría.

No eran asesinos. Eran depredadores.Algo se puso en funcionamiento en mi

mente y la adrenalina me inundó las venas y megoteó por el cuello. Eché a correr hacia laspuertas y di gracias al cielo porque elmayordomo se hubiera marchado.

Tenía que huir, y tenía que huir ya.

Las zarzas me arañaban la piel y mis pies

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desnudos palpitaban de dolor cuando lasespinas y las agujas de la pinaza se me clavabanen las plantas. Pero seguí adelante. Sabía queno tardarían mucho en darse cuenta de que mehabía escapado, y si en verdad eran lo quedecían ser —vampiros—, sabrían que habíabuscado refugio en el bosque.

Veinticuatro horas antes me habría reídosólo de pensarlo. Los vampiros eran personajesde ficción creados para asustar a los niños.Eran criaturas míticas que hacían babear a lasniñas. Se suponía que no eran reales.

A mi alrededor, los pinos iban haciéndosecada vez más altos y la separación entre ellosmás pequeña. La luz que se filtraba a través desus ramas era escasa y me llegaba teñida por laneblina, de modo que, cuando disminuí lavelocidad y miré atrás, no pude ver mucho másallá de unos cuantos árboles, ni mucho menos

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distinguir el camino que creía que había estadosiguiendo.

«¿Cómo no iba a saber la gente de suexistencia? ¿Cómo podrían entrar seisvampiros en Londres por las buenas yalimentarse de treinta hombres?»

La garganta me ardía y casi agradecía lahumedad que me envolvía los dedos de los pies.La sangre me resbalaba por las piernas arañadasy el sudor impregnaba mi flequillo. Se me habíalevantado el vestido y uno de los tirantes sehabía deshilachado y amenazaba con romperse.

«Vampiros. Es ridículo. Pero...»Levanté una mano y me acaricié el punto en

que Kaspar me había mordido. Ya no mesangraba y tan sólo noté unos cuantos grumitosde sangre seca que me sacudí. Aparte de eso,mi piel estaba tersa y suave. Me pasé la manopor toda la garganta en busca de una herida.

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Fruncí el entrecejo. No había nada, excepto unapequeña marca donde debería estar elmordisco.

Oí el crujido de una ramita. Me di la vueltabuscando el origen de aquel chasquido, perotodo estaba en calma. Comencé a respirarprofunda y agitadamente, el pecho se mehinchaba y deshinchaba exageradamente. Unaligera brisa me recorrió la piel y yo jugueteécon mi pelo sin dejar de escudriñar lapenumbra.

«Corre —me susurró la voz de mi cabeza.O tal vez fuera el viento que soplaba entre lasramas—. Corre», repitió. Pero permanecíinmóvil, tratando aún de descubrir algo ocultotras los troncos de los árboles.

El silencio se rompió cuando el ruido dealgo que aplastaba la maleza llegó a mis oídos.Tras la niebla aparecieron unas siluetas oscuras

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y la voz de mi mente gritó: «¡Corre!»No necesité que lo dijera dos veces.Eché a correr. Miraba atrás cada pocos

segundos, convencida de que varias manosestaban a punto de agarrarme a pesar de que misperseguidores no ganaban terreno. Pero los oía.Las hojas crujían y las ramas chascaban. Laniebla formaba volutas como si algo se moviera—y muy rápido— a través de ella.

Mis pies resistieron mientras me adentrabaen el bosque, pero era consciente de que nopodría soportarlo durante mucho tiempo.Tomaba bocanadas de aire, pero tenía lospulmones vacíos y el flato volvía a darmepunzadas en las costillas. Me cogerían y algome decía que no serían tan misericordiososaquella vez.

De repente entré en un enorme claro. Abrílos brazos, y estuve a punto de caerme al frenar

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de golpe. La tierra se desmoronó bajo mis piesy yo retrocedí mientras, levantando la mirada,trataba de asimilar lo que me rodeaba. Estaba ala orilla de un pequeño lago. Sus oscurasprofundidades titilaban bajo el sol matutino yuna niebla baja se aferraba a su orilla opuesta.

Se hizo un silencio espeluznante. Ya no oíachasquidos, ni pisadas, nada. Miré hacia atrásdetenidamente, rastreando el bosque en buscade cualquier indicio de los asesinos que estabaconvencida de que me perseguían.

Aquella calma era incluso más inquietanteque el ruido. Comencé a rodear el lago yaceleré. Al comenzar a moverme de nuevo,volvieron los crujidos: ya no cabía duda, seoían pasos y me estaban siguiendo. Ellostambién aumentaron la velocidad y, cuandoalcancé la orilla opuesta, me di cuenta de quetambién estaban rodeando el lago por el otro

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lado. No tenía por dónde huir.Me di la vuelta a toda prisa y esperé, como

una presa atrapada en una trampa.Sin previo aviso, seis figuras saltaron de

entre los árboles y, asustada, retrocedí sindarme cuenta de que estaba justo a la orilla dellago. Con un alarido, perdí pie y caí al agua.

Antes incluso de que rozara la superficie,sentí el frío y vi que la piel se me ponía decolor azul. Cuando el agua estalló a mialrededor, se me metió en la boca, aún abiertapor los gritos. Tosí y escupí, pero sóloconseguí tragar más agua. Agité las piernastratando de alcanzar el fondo; parecía más unpulpo que una humana. Conseguí salir a lasuperficie el tiempo suficiente para tomar unabocanada de aire, pero no para gritar cuandoalgo que parecía un alga se me enrolló en eltobillo. De un solo tirón volvió a arrastrarme

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bajo el agua. Miré hacia abajo y vi que tenía untentáculo enredado en la pierna, y que meencontraba cara a cara con lo que parecía ser uncalamar gigante.

«¿Por qué no puedo tener una vidanormal?», me lamenté.

Aterrorizada, comencé a golpear eltentáculo, a intentar separarlo de mi pierna,pero el calamar no pareció ni notarlo y selimitó a seguir tirando de mí hacia el fondo.Los pulmones comenzaron a arderme y a pediroxígeno a gritos, y me di cuenta de que nopodía hacer más que rendirme.

Vi un destello blanco con el rabillo del ojo,pero me sentía demasiado confusa. «Una luzcon. Qué original...» Antes de que se mecerraran los párpados, percibí vagamente que laluz se movía y que su silueta borrosa parecía uncuerpo.

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«Secuestrada por un vampiro, asesinada porun calamar. Vaya dramón.»

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4KASPAR

—¡Violet! ¡Despierta de una vez! —gritóFabian al tiempo que se inclinaba hacia sucuerpo flácido y le daba una bofetada en lamejilla. Levantó la mano para volver a golpearlacuando ella abrió los ojos y comenzó a escupiragua por la boca. Atisbé su carnoso paladar ysus dientes. No tenía colmillos afilados. Fabiandio un salto hacia atrás y apartó la mano. Peroyo me adelanté y acabé el trabajo por él. Mipuño dio en su piel con un satisfactoriorestallido y su mejilla se puso de color rojosangre.

Fabian se volvió hacia mí con los ojos

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oscurecidos. «Kaspar», rugió en mi mente.Me encogí de hombros y me aparté el

flequillo chorreante de la frente.—Sólo quería asegurarme —le contesté en

voz alta.A Violet se le transparentaba el vestido y

recorrí su cuerpo con la mirada sin dejar depreguntarme qué había hecho yo para merecerque un espécimen tan deseable se cruzara en micamino. Fabian, con su conciencia merodeandopor los límites de la mía, se quitó la chaqueta yse la puso a la chica sobre los hombros encuanto ésta se incorporó.

Pero ella también se percató de mi mirada.—Oh, Kaspar, mi héroe —dijo entre jadeos

y con la voz teñida de sarcasmo.—Pues sí, y tú eres la damisela en apuros

—repuse con el mismo tono sarcástico. Acontinuación, me quité la camiseta mojada.

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—Ése es todo el agradecimiento que vas aobtener de mí, así que te sugiero que lo aceptes—murmuró. Estaba claro que creía que no iba adarme cuenta de la mirada que le había lanzadoa hurtadillas a mi pecho. La ignoré y les grité aCain y a los demás que iniciaran el camino deregreso. Dos de nosotros deberíamos bastarnospara manejar a una chica humana medioahogada, aunque fuera un poco guerrera.

Fabian le ofreció una mano y Violet se pusoen pie sólo para volver a caerse. Me di cuentade que se le desenfocaba la mirada; tenía losojos de un color muy raro para una humana.Fabian la sujetó y yo me acerqué a ellos con unsuspiro de resignación, pues pensé que tendríaque llevarla en brazos. Su mirada volvió aenfocarse y a nublarse de nuevo cuando serevolvió y se escondió aún más entre losbrazos de Fabian.

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—Llévala tú —le dije, pensando que asísería menos probable que montara unescándalo.

Fabian le susurró unas cuantas palabras aloído y la cogió en brazos. Como no podía serde otra manera, Violet siguió sus instruccionesal pie de la letra. Levanté una ceja en señal deescepticismo, y Fabian me guiñó un ojo ycolocó una mano en la parte trasera de lasdesnudas rodillas de la muchacha. Me di lavuelta y me interné en las sombras de losárboles.

A mis espaldas, oí que Violet le preguntabaa Fabian por el calamar. Su respuesta fue vaga,tan sólo le ofreció unos cuantos detallessuperficiales sobre de dónde había salido yquién nos lo había dado.

A nuestro alrededor, la neblina comenzaba alevantarse, así que podíamos distinguir sin

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problemas los jardines. Amplié mi mente,picado por la curiosidad, y penetré en la suya.De inmediato, me vi sorprendido por unbombardeo de emociones, de las cuales laprimera era el miedo y la segunda la rabia. Lasimágenes del agua y de su fobia a nadar semezclaban con las de Trafalgar Square, que levenían una y otra vez a la mente como si fueranun disco rayado. También me llegaron brevesdestellos de su familia y amigos. Uno de ellosme llamó la atención: el de un hombreavejentado de entre cincuenta y sesenta años.Me concentré en esa imagen y después meaparté de su mente como si me hubieran dadoun puñetazo.

Me detuve y me di la vuelta.—Nena, ¿cómo te apellidas?—Lee —contestó—. Ya te he dicho...—¿Quién es tu padre? —le pregunté con

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tono autoritario.—Es un hombre muy poderoso —replicó.—Deja ya ese rollo de damisela. No te pega

para nada —gruñí—. Y además, me apostaríami herencia a que mi padre podría machacar altuyo. Pero ¿cómo se llama? ¿A qué se dedica?

Levantó la barbilla en ademán de triunfo.—Michael Lee, y es el ministro de

Defensa.Intercambié una mirada con Fabian, a quien

la muchacha parecía estar a punto de caérselede los brazos.

—Mierda —dije.—Esta vez la has liado, Kaspar —rugió

Fabian. Sus ojos estaban cambiando ytornándose transparentes, como los míos;aquello traicionaba su estado de preocupación.La chica nos observaba sin disimulo. En cuantomi mirada se cruzó con la suya, la apartó, y me

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alegró que, a pesar de su afilada lengua, yoconservara aquel poder sobre ella. Fabianañadió—: Esto no va a gustarle al rey.

«No, claro que no. Y tampoco al consejo.»No dije nada y volví a echar a correr a toda

prisa hacia la mansión. Fabian me seguía aescasa distancia, preocupándose por ella,tratando de colocar el cuerpo de Violet entresus brazos de forma que no pudiera magullarla.

La carrera me dio el tiempo que necesitabapara que me invadiese el pánico. Misrelaciones con el consejo ya estaban bastantedeterioradas. Allí, el voto en contra de miposición como heredero estaba siempre a unpaso de distancia. Introducir en nuestro mundoa la hija de un hombre con un cargo tan alto enel gobierno, y por lo tanto violar multitud detratados, entraba sin duda en la categoría depecado.

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«¿Por qué no la habré matado sin más?»Cuando Fabian llegó a mi altura, la agarré

de inmediato por la muñeca y la arrastréescalones arriba. Se estremeció de dolor y seresistió ligeramente. Entonces recordé sus piesdestrozados. Con un suspiro de resignación,tiré con más fuerza de ella.

—¿Qué estás haciendo? —exigió saber.Clavó los pies en el suelo y se negó a avanzar apesar del obvio malestar que aquello leprovocaba.

—Salir de este lío —contesté, aliviado alver a mi hermana Lyla esperando al pie de laescalera interior.

—¿Crees que podrías salir de ésta sinarrancarme la muñeca?

Mis pasos eran más cortos que decostumbre, pues titubeaba un poco. Me visorprendido por una repentina admiración hacia

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la facilidad con la que aceptaba nuestraexistencia, mezclada con una enormeexasperación por su osadía. «Esta chica no serinde jamás.»

Lyla —mucho más irritante de lo quepodría serlo jamás cualquier humana caladahasta los huesos— frunció el entrecejo, ungesto especialmente efectivo en su rostro, queparecía el de una muñeca. Cogió a Violet por lamuñeca sin dirigirle palabra y se centró en mí:

—Esta vez sí que la has fastidiado,hermanito —refunfuñó.

Violet levantó la mirada hacia mi hermana,que le sacaba una cabeza y era más delgada,totalmente fascinada. Lyla la ignoró. Eraconsciente del efecto que causaba sobre ambossexos. «Diviértete con tu puñetera guerrahumana», terminó mi hermana en mi cabeza.Luego comenzó a subir la escalera con la hija

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de Michael Lee a remolque.No me preocupaba ninguna guerra. Era

bastante improbable que sobreviviera paraverla, teniendo en cuenta cómo la rabia del reyavanzaba por el vestíbulo en dirección a mí.

Fabian le dedicó una reverencia muypronunciada con los ojos cerrados y las manosa ambos costados.

—Majestad.Me enderecé y me puse las manos a la

espalda mientras intentaba mirar haciacualquier punto que no fueran aquellos ojosgrises que pretendían traspasarme. Alegar queno sabía cómo se llamaba aquella chica no iba afuncionar, así que acepté la tormenta que secernía sobre mí con todo el entusiasmo que fuicapaz de reunir.

—Buenos días, padre. He traído eldesayuno.

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5VIOLET

—Aquí —dijo la joven que se presentó comoLyla. Sonrió cuando nos detuvimos junto a unapuerta a más o menos medio camino del pasillodescubierto. Entró en la habitación. Yo dudé,pero al cabo de un momento la seguí.

La habitación era enorme. El suelo demadera brillaba, aunque una gran alfombranegra cubría su mayor parte. Sobre elladescansaba una cama de caoba con cuatropostes cuyas cortinas de color añil caían hastael suelo. Encima de las puertas acristaladas delbalcón, y protegidas por rejas en el exterior,colgaban gasas negras y moradas. Junto a ellas

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había varias ventanas arqueadas con unosantepechos lo suficientemente grandes comopara sentarse en ellos.

Traté de absorber todos los detallesmientras Lyla no paraba de moverse a mialrededor, comentándome cosas pese a quesólo la estaba escuchando a medias.

—Eso de ahí es el vestidor. Te traeremosalgo de ropa, pero hasta entonces puedesutilizar la mía. Creo que tenemos una tallaparecida. El baño está justo al otro lado delpasillo. —Frunció el entrecejo—. Hemospensado que no deberías tener tu propio baño,pero hay un aseo en el vestidor, si lo necesitas—añadió radiante. Volvió a sonreír, pero elgesto se disipó cuando se volvió hacia mí—.No hablas mucho, ¿verdad?

La miré con fijeza. «Si se cree que voy aponerme a charlar amigablemente con ella, va

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lista.» Sobre todo porque estaba empezando aencontrarme bastante mal: no estaba segura dehaber expulsado toda el agua que había tragadoen el lago.

Lyla echó a andar en dirección a la puerta.—Bien, deberías quitarte ese vestido, así

que te dejo sola. —Se detuvo y continuó—:Les diré a los criados que te suban algo decomida. Eres vegetariana, ¿verdad? —mepreguntó.

Se me pusieron los ojos como platos.«¿Cómo es posible que lo sepa?»

No contesté, y tras permanecer allí de pie yen silencio durante unos instantes, volvió aabrir la puerta. Pero justo antes de que semarchara, hablé.

—No pareces una asesina —le espeté.Se echó a reír, como un adulto que se ríe de

un niño por hacer una pregunta estúpida.

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—Eso es porque no lo soy.Diciendo eso, cerró la puerta y se fue.En cuanto se hubo marchado, salí disparada

hacia el vestidor y encontré el aseo que habíaen su interior, que era tan grande como eldormitorio de mi casa. Me agaché sobre la tazadel váter y sentí náuseas. Deseaba con todasmis fuerzas vomitar para que desapareciera elhorrible bamboleo de mi estómago.Finalmente, lo conseguí.

Me refresqué la cara con agua y bebí unsorbo recogiéndola con las manos. Tambiénmantuve las muñecas un rato bajo el chorro deagua fría. No era capaz de apartar la mirada delespejo. Ante mis ojos se repetía una y otra vezla imagen de Claude Pierre cayendo al suelo,muerto.

«No deberías obsesionarte con eso —dijola voz de mi cabeza—. Concéntrate en tu propia

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supervivencia.»Tenía razón, así que me esforcé por dejar

de mirar al espejo y regresé al vestidor. Mehabían preparado un conjunto completo de ropay me lancé hacia ella, contenta de poderquitarme aquel vestido empapado y desgarrado.Los vaqueros me quedaban un poco justos a laaltura de las caderas y se me clavaban en la piel.Asimismo, me costó un poco que la camisetame pasara por el pecho. Pero aquellas prendasestaban secas, así que tendrían que bastarme.

Cuando salí del vestidor, vi que me habíandejado una bandeja con comida en el mueblebajo que había junto a la cama. Contenía unplato de sándwiches cortados en triángulos, unpapel y un vaso de agua, que me bebí de un solotrago. Cogí el papel. Lo desdoblé y meencontré con una carta escrita con unacaligrafía casi ilegible:

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Violet:Puedes pasear por la casa siempre que

quieras, pero no salgas a los jardines. Si tecruzas con mi padre, hazle una reverencia ydirígete a él como «su majestad». Harécuanto esté en mi mano si necesitas algo. Enese caso, pídeles a los criados que me llamen.

S. A. R. LYLA

P. D. Los asesinos matan por placer. Los

vampiros matan para sobrevivir.

Volví a leerla de arriba abajo otras dosveces antes de hacer una bola con ella y tirarlaa una esquina de la habitación.

—Que te den —mascullé.Me acerqué a las puertas acristaladas y

forcejeé con ellas durante un minuto. Estaban

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cerradas. «Supongo que no quieren correrningún riesgo. Aunque tampoco es que fuese asalir sana y salva si me lanzara desde aquí.»

Apoyé la cabeza contra un cristal y luego logolpeé con las palmas de las manos, frustrada,sintiendo que las enormes murallas que habíaconstruido a mi alrededor comenzaban adesmoronarse. Sabía que no podría continuarsiendo fuerte durante mucho más tiempo, y losojos comenzaron a escocerme cuando se mellenaron de lágrimas.

La esperanza que había conseguidoconservar desapareció y la sustituyó unasensación de frustración cada vez mayor aldarme cuenta de que no tenía ningún tipo decontrol sobre la situación.

Me acerqué a la cama y quité el enormeedredón de seda que la cubría. Me lo eché porencima de los hombros y me senté en el

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antepecho de una de las ventanas para escucharel suave repiquetear de los cristales cuandocomenzó a caer la lluvia. Aquel sonido y elagotamiento me adormecieron. Al cabo de unrato, la llovizna arreció, azotando los jardines.A la luz del sol me habían parecidoespléndidos, pero en aquel momento meresultaban sombríos y hostiles. Puede quefuera porque ya sabía lo que acechaba en ellos.

«Vaya cliché tan manido», pensé cuandoresonaron los primeros truenos e hicierontemblar la ventana. Una tormenta. Cerré losojos y contuve las lágrimas. En algún lugar dela mansión un reloj dio las nueve.

«No voy a llorar por un puñado de asesinoslocos. Nunca.»

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6VIOLET

La lluvia continuaba golpeando los cristalescuando me desperté. Fuera estaba oscuro, y eledredón que había cogido de la cama se mehabía resbalado de los hombros y se habíacaído al suelo. Unas cuantas gotas de agua meresbalaron por la mejilla cuando la despeguédel cristal de la ventana que había empañadocon mi aliento. Me llevé una mano al cuello.«Vampiros...» Todo aquello era de locos.

«Sí, no puedes negarlo», me dijo la voz, yyo sacudí la cabeza intentando acallarla conotros pensamientos.

Varias gotas de lluvia cayeron por fuera

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desde lo alto de la ventana. Cerré los ojos. Tac,tac, tac. Tras mis párpados cerrados veía uncuerpo manchado y tumbado sobre el suelo.

«No, no puedo negarlo. No quiero negarlo.Si lo hago, eso implicaría que unos sereshumanos les hicieron eso a otros sereshumanos. Los vampiros son monstruos. Losmonstruos hacen cosas horribles. Loshumanos, no.»

El reloj que tenía al lado marcaba las cincode la mañana. Me froté los ojos y pensé quehacía años que no me despertaba tan tempranoy que ya debía de ser el día siguiente. 1 deagosto. «Un día.» Un día bastaría para que lapolicía encontrara testigos y organizara mibúsqueda. Había muchas pruebas. Los amigosque me esperaban. Mis zapatos de tacón. Elhombre que trabajaba para mi padre y que mehabía visto. Y aun así no había hecho nada.

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Un sentimiento de tranquilidad me subiópor el pecho. ¿Y si él sabía lo de los vampiros?¿Se había mantenido alejado porque sabía que,de otro modo, habría puesto su propia vida enpeligro? No era exagerar demasiado suponerque la gente del gobierno sabía lo de losvampiros... Alguien tenía que saberlo. «Si losabía y no hizo nada, ¿quiere eso decir que novendrán a por mí?» No quería pensar en ello.Mi padre iría a buscarme. Mi padre no meabandonaría, ni siquiera a los vampiros.

«¿O sí?», intervino la voz de mi cabeza.Vislumbré sobre la alfombra la pelota que

había hecho con la nota de Lyla. La recogí, ladesdoblé y la leí una vez más. Me había dichoque podía pasear por la casa, y yo estabadesesperada por quitarme la mugre de los pies.

Dejé caer la nota y me dirigí hacia la puertano sin antes comerme uno de los sándwiches,

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ahora ya secos. Pegué una oreja a la puerta yescuché. Fuera parecía reinar el silencio, perola puerta era de madera y probablementegruesa, así que aquello no quería decir nada.Respiré hondo y la abrí, para encontrarme elpasillo vacío. Un poco más hacia allá, en lapared de enfrente, había una puerta que debía dellevar al baño que Lyla había mencionado antes.Frente a ella, en la misma pared que «mi»habitación, había unas puertas dobles. Habríanquedado integradas en la pared de no haberestado un poco hundidas. Dos lámparas de gascolgaban de unos soportes situados a cada lado,pero no estaban encendidas, así que la luznatural que comenzaba a entrar por la ventanaque había en el otro extremo iluminaba elpasillo. Comencé a avanzar hacia ellas muylentamente, en tensión y lista para volver a mihabitación a toda prisa si era necesario.

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No vi a nadie y empecé a relajarme. Cogí elpomo de una de las puertas. Era suave y secalentaba al tocarlo, como el cristal, aunquetenía el mismo aspecto que el mármol del pisode abajo. Puse la otra mano en su gemelo y losgiré. El de la izquierda se deslizó hacia un ladoy chasqueó sin esfuerzo, pero el de la derechaestaba atascado y no se movía. La puertaizquierda se abrió un poco. La miré con fijeza.«¿Debería?» La tentación era fuerte, pero enaquella ocasión la curiosidad mataría al gato deverdad.

Justo cuando comencé a cerrar la puerta denuevo, oí pasos procedentes de la escalera. Seme aceleró el corazón, di un salto y atravesé lapuerta. Tras cerrarla tan sigilosamente comopude, mantuve el pomo agarrado para impedirque girara y se cerrara.

Esperé, petrificada, y sólo cuando todo

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volvió a sumirse en el silencio me permitíecharle un vistazo a la habitación. Era enorme,mucho más grande que aquella en la que yohabía dormido. Todas las paredes estabanrecubiertas de madera y una cama de cuatropostes, negra y de hierro forjado, dominaba unlado, mientras que una chimenea hacía lopropio en el otro. Sobre la repisa de lachimenea, que estaba atestada de revistas, habíaun cuadro de un hombre y una mujer. Elhombre se parecía a Kaspar, aunque aparentabamás edad. Supuse que sería su padre de joven.La mujer que había a su lado debía de ser suesposa, la madre de Kaspar, a juzgar por lamano que el hombre tenía colocada sobre suhombro desnudo. Estaba sentada sobre unescabel, llevaba un vestido de color esmeraldaque se ajustaba a su figura curvilínea y unosrizos castaños oscuros le caían en cascada

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hasta la cintura, que era tan pequeña que porfuerza tenía que estar enfundada en un corsé.Tenía los ojos grandes y brillantes, del mismocolor y lustre que su vestido. Pero lo querealmente me llamó la atención fue su piel:mientras que la de su esposo era blanca yapergaminada, la suya tenía un matiz oliváceo,aunque las cavidades hundidas de sus ojosestaban rodeadas de unos círculos oscuros...No cabía duda de que era una vampira.

Rodeé la cama con tanto cuidado comopude y casi me tropiezo con una guitarra queasomaba por debajo de la cama. Una brisafresca me golpeó los tobillos y, cuando meacerqué a la chimenea, los cortinajes quecolgaban junto a las puertas acristaladas seagitaron. Un sentimiento de inquietud merecorrió los brazos. «Las puertas se dejanabiertas cuando alguien no anda muy lejos.»

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Las lámparas que había por la habitacióntambién estaban encendidas, a pesar de que lasprimeras luces del día comenzaban a filtrarseentre los árboles y por los jardines.

Obligándome a mantener la calma, me pusede puntillas y pasé un dedo por el lienzo de lapintura. Estaba cubierta de polvo, y cuandosacudí la mano comenzó a flotar por lahabitación. Un intenso olor a almizcle secombinó con el aroma a colonia cara que yaimpregnaba aquella habitación. Agité los brazosdelante de mí sin poder dejar de toser ycarraspear. «Ya veo —o, mejor dicho, huelo—por qué dejan las puertas abiertas.» Cogí una delas revistas con la intención de alejar el polvo,pero le eché un vistazo a lo que había en laportada, me sonrojé, y la dejé caer al darmecuenta de a quién debía de pertenecer aquellahabitación.

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—Mierda —murmuré, y comencé aretroceder hacia la salida.

No me preocupé de comprobar si habíaalguien fuera, y prácticamente volé de un ladoal otro del pasillo para entrar en el baño. Lapuerta dio un golpe a mi espalda y me alivió verque tenía un sólido pestillo. Lo eché deinmediato.

Cuando me di la vuelta, la majestuosidad deaquel espacio volvió a asombrarme. Toda lahabitación estaba hecha casi por completo demármol rojo, incluso el inodoro. La duchatenía un tamaño mucho mayor de lo necesario.En ella podrían haber entrado tres personas yaún habrían tenido espacio para moverse concomodidad. Además, estaba impecable: nohabía a la vista ni un solo cepillo de dientesviejo o un tubo de pasta dentífrica.

Estuve un rato peleándome con el panel de

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mandos de la ducha, confusa, hasta que el aguacomenzó a brotar de la alcachofa. Empecé adesnudarme, pero vi mi reflejo en el espejo yme detuve. No era una imagen agradable.

Tenía el pelo como si me hubiera dado unadescarga eléctrica, y de los nudos me colgabanramitas de árbol. Incontables cortes y arañazosme recorrían el cuello y mi cara estaba llena debarro mezclado con maquillaje corrido. Elresto de mi cuerpo no lucía un aspecto muchomejor. Tenía los brazos salpicados de sangreseca y los pies marrones y embarrados. Me dicuenta de que debía de apestar. Pero eran misojos lo que daba más pena. Parecían estarviejos y cansados, como si hubieran visto cienaños en vez de dos días de sufrimiento.

Agité la cabeza y me di la vuelta, asqueada yfuriosa. Continué desnudándome y me metí enla ducha para dejar que el agua se deslizara

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sobre mis músculos doloridos.Salí cuando dejé de sentir la calidez del

agua sobre la piel. Cogí una toalla, me sequé yme vestí con la camiseta y los vaqueros. Meescurrí el pelo tanto como pude y me apresuréa regresar a mi habitación. Me quedé de piedracuando me percaté de que alguien había entradoy la había arreglado.

El edredón que había quitado el día anteriorvolvía a estar extendido sobre la cama, y pudeapreciar que también habían remetido lassábanas. Se habían llevado el plato de comida y,como si aquélla fuera una señal, justo en aquelinstante me rugieron las tripas. Las ignoré y medejé caer sobre la cama. Pero aquello sóloconsiguió empeorar la situación, así que me dicuenta de que tendría que salir y buscar a Lylapara conseguir algo de comida. Lyla no parecíaser tan mala. Pero aun así la perspectiva no era

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maravillosa.El pasillo seguía estando desierto, aunque

tuve el presentimiento de que no era porquetodo el mundo estuviese dormido. Pasé pordelante de las puertas dobles con mucho apuro,pues aquella habitación debía de pertenecer aKaspar. Cuando llegué al rellano de la escalera,me asomé por el hueco pensando que tal vezpudiera preguntarles a los mayordomos dóndeestaba Lyla. En cuanto lo hice, apareció Fabian,procedente del pasillo del piso inferior. Di unsalto para tratar de volver a esconderme entrelas sombras a toda prisa, pero él me vio ysonrió.

—Buenos días —me saludó alegremente.No le contesté, pero me apoyé en la barandillay me quedé mirándolo con cautela—.¿Hambrienta? —me preguntó. La meramención de la comida hizo que mi estómago

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comenzara a rugir de nuevo y a él se le escapóuna risita—. Supongo que sí. Ven, te prepararéalgo. —Me hizo un gesto para que lo siguiera yechó a andar hacia la puerta del salón. Cuandose dio cuenta de que no iba detrás de él, sedetuvo y, sonriendo otra vez, me dijo—: Novoy a hacerte nada. Te lo prometo.

Parecía bastante sincero, así que bajé laescalera a toda velocidad hasta llegar a sualtura. Abrió la puerta y me condujo a través delsalón hacia otra puerta. Cruzarla fue comoatravesar un portal temporal. Mientras que elvestíbulo principal daba la sensación de nohaber cambiado durante cientos de años, elpasillo que recorrimos era muy moderno.Cuando entramos en la cocina, recibí elimpacto de un gran número de encimeras,vitrinas y mesas de acero inoxidable y cristal,aunque el suelo estaba hecho del mismo

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mármol que el de la entrada.Fabian rodeó la encimera, que parecía

pensada para los desayunos, y comenzó abuscar en los armarios de abajo.

—¿Te gustan las tostadas? —me preguntóasomando la cabeza por encima de la encimera.Asentí y me senté en un taburete—. Que seantostadas, entonces —dijo, y metió un par derebanadas de pan integral en una tostadora.

Lo observé mientras sacaba un plato de otroarmario, fascinada por la fluidez de susmovimientos. Su mirada se cruzó con la mía.

—Eh, sé que estoy inhumanamente bueno,pero no es necesario que me mires así.

Esbozó una enorme sonrisa y me guiñó unojo. Yo me puse roja como un tomate y bajé lamirada antes de volver a levantarla hacia él.

—No te estaba mirando de ninguna manera.Puso las manos en alto.

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—Vale —dijo riéndose entre dientes—. Detodas formas, me alegro de oírte hablar. Nocreo que seas de las tímidas.

«Tiene razón —pensé—, no suelo sertímida, pero bueno... tampoco es muy habitualque unos vampiros me retengan prisionera.»

Continué contemplándolo mientras abría lapuerta del frigorífico y sacaba la mantequilla.Antes de que volviera a cerrarlo, atisbé variasbotellas que contenían un líquido rojo que notenía pinta de vino. Me estremecí.

—Siento no poder hacerte algo máselaborado que unas tostadas, pero es que aquísólo tenemos cosas para picar —se disculpómientras untaba la mantequilla en el pan, que sehabía quemado alrededor de la corteza—. Loscriados suelen cocinar abajo cuando queremoscomida en lugar de sangre. —Deslizó el platohacia mí, le echó un vistazo a mi cara y luego

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volvió a hablar—: Vale, quieres hacermepreguntas.

Asentí y me mordí el labio inferior.—¿Puedo preguntar cualquier cosa?Durante un segundo, un fogonazo de duda le

atravesó la cara, pero desapareció deinmediato.

—Por supuesto —contestó.Me mantuve en silencio durante un minuto

o dos. Los dediqué a ensayar en mi mente loque quería decir. Él tampoco habló. Sirvió unvaso de zumo y me lo pasó.

—Todo esto es real, ¿verdad?Puso los codos sobre la encimera y apoyó

la barbilla entre las manos. Me di cuenta de queme estaba observando con la mismafascinación con la que yo lo había miradoantes.

—Sí, ¿por qué?

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—No quiero creerme nada de todo esto,pero no me queda más remedio. He vistodemasiado como para negarlo. —Jugueteé conuno de mis mechones mientras intentabaidentificar patrones en el suelo de mármol—.¿A cuántas personas has matado?

—No estoy seguro de si deberíacontestarte a eso —murmuró.

—¿A cuántas? —repetí.—Cientos, miles, tal vez... He perdido la

cuenta —afirmó.Sentí que los ojos se me abrían como

platos y me incliné para alejarme de él. «¿Atantos...?» Fabian sacudió la cabeza.

—No me mires así. Es un cálculo bastanteaproximado considerando que tengo doscientosun años.

El azul sereno de sus ojos desapareció y setornó negro.

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—¿Y los demás? —conseguí susurrar.Concentrada en contener el terror, la voz mesalió áspera.

—Kaspar, miles, y Cain, alrededor detreinta, pero sólo porque aún no estácompletamente desarrollado. Y, en cuanto alresto, no estoy seguro.

Me agarré con fuerza al borde de laencimera de metal y mis manos calentaron lazona que tocaban.

—¿No podéis beber sangre de donantes?—Podríamos.—Pero preferís matar a gente.—No —siseó, y su repentino cambio de

tono me pilló totalmente por sorpresa—.Preferimos beber de los humanos. No tenemosintención de matarlos.

—¡Ah, ya entiendo! —exclamé—. ¿Era éseel plan cuando matasteis a todos aquellos

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hombres en Trafalgar Square? Porque a mí nome dio la sensación de que simplementehubierais salido a tomaros una pinta.

Frunció el entrecejo.—Eso fue distinto.—¿En serio?No me contestó, así que volví a

concentrarme en mi tostada. Consciente de queno dejaba de observarme, bajé la cabeza y meoculté detrás de mi pelo, que se estaba secandoy retorciendo para formar tirabuzones. Quepudiera hablar de la gente a la que habíaasesinado como si fueran meros números y nopersonas con seres queridos, y esperanzas, ysueños, me helaba la sangre. Que quisiera quele diese mi aprobación me la helaba aún más.Pero eran sus presas, y probablemente leresultara más sencillo pensar de aquel modo.

—Sé que piensas que somos asesinos,

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Violet. Y también sé que ahora mismo haríascualquier cosa para salir de aquí, pero tal vez,por tu propio bien, sería mejor que no nosjuzgases hasta que nos conocieras mejor.

No aparté la mirada de mi plato, pues medaba miedo que apreciase mi gesto deincredulidad. «No voy a llegar a conocerosmejor —pensé—. No voy a quedarme por aquíel tiempo necesario para ello.»

«No estés tan segura», me dijo entre risasla voz de mi cabeza. No era mi mente la que seestaba imaginando la risa de alguien, sino unsonido real que me rebotaba contra el cráneo.Oí que Fabian decía algo y parpadeé unascuantas veces hasta volver en mí.

—¿Qué querías decir con eso de«completamente desarrollado»?

Dio la vuelta a la encimera y acercó untaburete al mío. Yo eché mi asiento hacia atrás.

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—Vaya cambio de tema, ¿no? —Sus ojoshabían recuperado el color azul y estabanrecubiertos de un brillo acuoso que hacía quedestellaran a la luz que se colaba por laspequeñas ventanas altas de la cocina—. Unvampiro completamente desarrollado es unvampiro adulto. —Al ver la expresión deconfusión de mi rostro, sonrió—. Un vampiropor nacimiento... Sí, la mayor parte de losvampiros lo son de nacimiento y no sonconvertidos —añadió—. Un vampiro denacimiento envejece como vosotros hasta quetiene dieciocho años. Hasta esa edad todavía noestán completamente desarrollados, así queson un poco más débiles y no sienten tanta sed.Cain tiene dieciséis años, así que no alcanzaráel desarrollo total hasta dentro de otros dosaños. ¿Lo entiendes?

Cogí una miga del plato.

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—Más o menos. Pero ¿qué pasa cuando unvampiro llega a los dieciocho?

Fui a coger otra miga, pero el plato sevolcó y cayó por el borde de la encimera. Meencogí, a la espera de que estallase en milpedazos. Pero no llegó a ocurrir, ya que Fabianse agachó y lo cogió al vuelo. Sin inmutarse,volvió a dejarlo sobre la encimera y tiró alsuelo las migas que quedaban en él.

—Nos hacemos más rápidos y fuertes —dijo con voz grave mientras miraba cómo locontemplaba yo con la boca abierta. «Se hamovido muy rápido, con mucha agilidad»—, yenvejecemos a un ritmo muy lento. Pasansiglos y no aparentamos ni un año más.

—O sea ¿que los vampiros no soninmortales? —le pregunté. Sentía una ligerachispa de interés.

—Teóricamente, no. Pero se trata de un

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proceso tan lento que casi podría decirse quelo somos. El vampiro más viejo del reino tienecientos de miles de años y aún está hecho unroble.

—¡Vaya! —exclamé con asombro. Nopodía imaginarme cómo sería ser tan viejo. Mesurgieron mil preguntas en la cabeza, una vezque enterré mi repulsión inicial—. ¿Puededaros el sol?

—Sí, pero corremos el riesgo de sufrirquemaduras graves. Es decir, obligarme a salirno me matará, si es lo que estás pensando —dijo al tiempo que ponía caras raras y hacíacomo si se estuviese derritiendo—. Y si estáspensando en liquidarme, darme pan de ajo tansólo conseguirá que me huela el aliento,comprarme un colgante con una cruz tan sólome hará parecer un chico religioso y darme unaducha con agua bendita tan sólo logrará que

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huela bastante bien.Resoplé ante su tono de burla.—Y entonces ¿cómo se mata a un vampiro?—Puedes clavarle una estaca en el corazón

y romperle el cuello, o romperle y morderle elcuello, y chuparle la sangre hasta dejarlo seco—respondió con una mirada malévola en losojos—. Por lo general los restos se queman,aunque no es obligatorio.

—Brutal. ¿Puedes convertirte enmurciélago?

Le temblaron los labios y me di cuenta deque estaba intentando aguantarse la risa.

—No.—¿Puedes caminar sobre el agua?—Sí.—¿Puedes entrar en una casa a hurtadillas?—No.—¿Por qué?

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—Porque sería una grosería. Y paracontestar a tus siguientes preguntas, el únicomodo de que los humanos se conviertan envampiros es que un vampiro les chupe toda lasangre mientras, al mismo tiempo, ellos bebenla sangre del vampiro. Y sí, nuestros ojoscambian de color según nuestro humor.

Crucé los brazos sobre el pecho y volví aapartarme un poco.

—¿Cómo sabías que iba a preguntarte eso?Se dio unos golpecitos con el dedo en la

sien y esbozó una sonrisa tan amplia que lasmejillas se le hincharon.

—Soy vidente.Levanté una ceja.—¿Lo dices en serio?—Sí, y también tenemos telepatía, pero no

con los humanos —aseguró como si fuera lomás normal del mundo—. Y voy a contarte un

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secreto del oficio: mientras permanezcas aquí,mete en cajas todo lo privado que tengas en lacabeza y concéntrate en algo concreto sialguien pretende entrar en tu mente. Sé quesuena un poco a locura, pero dejarás de sonreírcuando te des cuenta de que aquí hay algunaspersonas que no respetarán tu privacidad.

Volví a ponerme seria.—¿Como Kaspar?—Tal vez. —Se encogió de hombros y se

dio la vuelta sobre el taburete para mirar a suespalda—. Hablando del rey de Roma...

Kaspar apareció junto al frigorífico y, enmenos de un segundo, el joven del cabellomoreno y las gafas se sentó en un taburete a milado y extendió sobre la encimera el periódicoque llevaba bajo el brazo. Comenzó a leeratisbando por encima de las gafas.

No tardaron en presentarse más vampiros.

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La tranquilidad que había comenzado a sentirestando sola con Fabian desapareció junto conel calor de la habitación.

—Buenos días. Ya te dije que mi ropa teiría bien —me soltó Lyla alegremente—. Y mehe enterado de que esta pandilla de brutos no seha presentado —gorjeó—. Ése es Charlie. —Movió la cabeza en dirección a un joven rubioque hizo un gesto de asentimiento—. Ése esFelix. —El chico del cabello ondulado y rojosaludó con la mano—. Y ése es Declan. —Elúltimo joven levantó la vista del periódico.

—Un placer, estoy seguro —dijo con unmarcado acento irlandés... tan marcado que mecostó entender lo que me estaba diciendo.

—Y ya conoces a los idiotas de mishermanos. —Le pellizcó las mejillas a Cain yél la apartó con un gruñido—. Y a Fabian, porsupuesto.

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Lyla esbozó una sonrisa y se sentó al otrolado de Fabian. Sacaron una de las botellasrojas y varios vasos.

—Kaspar —lo llamó Declan con unaominosa voz baja al pasar una de las páginas delperiódico—, deberías ver esto.

Kaspar se volvió y Declan, sin una solapalabra más, le pasó el diario para que pudieraleerlo. Arrastré mi taburete unos cuantoscentímetros y miré la noticia por encima de suhombro. Casi se me salen los ojos de lasórbitas.

Dominando una doble página había unafotografía aérea de Trafalgar Squareacordonada y, en su mayor parte, oculta a lavista del público a causa de unas tiendas decampaña blancas y enormes. La imagen era enblanco y negro, pero las zonas del suelo en lasque se habían formado charcos de sangre

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estaban oscurecidas. Impreso en letras grandesy en negrita, destacaba el titular: LONDRES

BAÑADA EN SANGRE: ASESINATO EN MASA EN

TRAFALGAR SQUARE.Me di cuenta de que me había incorporado

y asido a la encimera, en un intento demantenerme en pie.

A primera hora de la mañana de ayer, Londres sedespertó con uno de los peores asesinatos en masa delos últimos siglos después de que se hallaran treintavíctimas, todos varones, muertas en Trafalgar Square.

La Policía Metropolitana acordonó la escenaaproximadamente a las tres de la madrugada del 31 dejulio. Las víctimas fueron declaradas muertas en la propiaescena del crimen. Los treinta, aún sin identificar, fueronhallados con el cuello roto y heridas graves en esa mismazona del cuerpo. Asimismo se descubrió que a nueve deellas se les había extraído toda la sangre, lo cual hadisparado los rumores entre el público.

John Charles, jefe de la Policía Metropolitana, afirmó:«Estamos profundamente impactados por este horribleincidente, y estamos decididos a llevar a esos malévolosy peligrosos asesinos ante la justicia. Tenemos varios

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equipos forenses trabajando en el escenario del crimen,pero pedimos a los testigos que pudieran estar por lazona entre la medianoche y las dos de la mañana del 31de julio que se pongan en contacto con nosotros.»

La señorita Ruby Jones, que descubrió los cuerpos dela escena del crimen, no ha podido hacer comentarios yestá siendo tratada de una crisis de ansiedad en elhospital Chelsea and Westminster.

También se ha encontrado un par de zapatos de tacónal que se le ha otorgado la categoría de prueba, aunquefuentes cercanas a la investigación han informado deque podrían pertenecer a una joven que se cree quepodría haber estado presente en el escenario del crimendurante los hechos. Se teme que el asesino o asesinos sela hayan llevado, aunque este dato aún no ha sidoconfirmado.

Este truculento asesinato está siendo comparado conel tristemente famoso incidente de El Chupasangres deKent, en el que tres mujeres fueron halladas muertascerca de Tunbridge Wells hace dos años y medio. Lastres tenían el cuello roto y a todas se les había extraídola totalidad de su sangre.

La Policía Metropolitana pide a los posibles testigosque se personen en las comisarías locales o que llamen auna línea especialmente habilitada para este propósito:05603 826111. La identidad de los colaboradorespermanecerá en el anonimato.

Más imágenes en la página 9. Más opiniones en la

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página 23.

PHILLIP BASHFORD

Levanté la esquina de la página, pues queríaver las fotografías, pero Declan puso una manosobre el periódico y la sujetó con tanta firmezaque, cuando intenté pasarla, se rasgó por lamitad. La solté y el irlandés dobló el diario,dejando a la vista la página de deportes. Notéun sabor salado en los labios y me di cuenta deque estaba llorando.

Era repugnante. Pero lloraba porque Rubyhabía visto los cadáveres de la matanza. Ella noera tan fuerte como yo.

Levanté la mirada y vi a Kaspar a miespalda, con un vaso de sangre en la mano. Mevolví contra él:

—¿Por qué lo hicisteis?Frunció el entrecejo y se le formaron

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pequeñas arrugas alrededor de los ojos cuandolos entornó para analizarme.

—No lo entenderías —murmuró sin apenasmover los labios.

—¿Ah, no? —lo desafié dando un paso másen su dirección.

—No.Separó los labios como si quisiera decir

algo más, pero decidió no hacerlo. El silenciose hizo en la habitación, excepto por mi pesadae irregular respiración.

—¡Esos hombres tenían familias!—Y también nosotros —farfulló.Sacudí la cabeza.—¡Estás enfermo! —escupí poniéndole las

dos manos sobre la camisa, que se le ajustabamucho al pecho. Lo empujé decidida a hacerledaño. Para mi total sorpresa, dio un paso atrás.No fue un traspié, yo no lo había forzado a

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moverse. Se limitó a permitir que lo empujarasin pronunciar palabra—. ¡Estás enfermo! —repetí.

Pasé por su lado y salí de la cocina a todaprisa. Las lágrimas ya me brotaban de los ojossin ningún tipo de control. La imagen deaquellos hombres tumbados sobre un charco desu propia sangre continuaba dándome vueltasen la cabeza y hacía que se me retorciera elestómago. Corrí escaleras arriba, en direcciónal baño, y entonces fui yo quien se pusoenferma.

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7KASPAR

—Es una luchadora —masculló Felix. Acontinuación, pasó a hablar a través de su mentey comenzó a darle vueltas a un únicopensamiento: «Tal vez habría sido más fácilmatarla.»

«No, no habría sido más fácil.» Dejé queaquel pensamiento me llenara la cabeza justoantes de amurallar mi mente. Quería manteneralejados a los demás. Necesitaba pensar enprivado.

Había algo en la expresión de la chica queme había perturbado, que me había hecho dar unpaso atrás cuando me empujó. Era una

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sensación que creía recordar pero que nolograba identificar.

—Se refiere a que habría sido mejor paraella no tener que conocernos —aclaró Declan.

Sentí que trataba de romper mis defensasmentales y las bajé ligeramente. «Tus motivospara llevártela fueron egoístas, Kaspar, da iguallo que le digas al rey.»

«¿Y qué, si lo fueron?»«Entonces tu egoísmo ha metido al reino en

un buen lío.»Volvió a abrir el periódico y buscó un

artículo acerca del aumento en los costes deDefensa. Bloqueó su mente para todos exceptopara mí y se centró en el titular: MICHAEL LEE:MANO DURA EN DEFENSA.

«Querrá recuperar a su hija. Y sabes quelleva buscando una excusa para expulsarnosdesde que ganaron las elecciones. Ésta es

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exactamente la munición que necesitaba.»«No se atreverá a hacer nada. Está

demasiado asustado.»Me bebí el resto de la sangre disfrutando de

la calidez que manaba de su frescor. Mellegaron oleadas de exasperación procedentesde Declan, pero no dijo nada más al respecto.Sabía que un rapapolvo de mi padre bastaba paraaquel día.

—He hablado con ella. Está asustada yenfadada, pero también siente curiosidad —comentó Fabian como aportación a unaconversación que yo no había estadoescuchando.

—¿Has contestado a sus preguntas? —quiso saber Lyla. Trató de aparentar naturalidad,pero tuvo poco éxito.

Fabian asintió, y Declan volvió a levantar lavista del periódico.

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—Eso tan sólo se debe a que sigueaferrándose a la esperanza. Una vez que se décuenta de que está atrapada aquí, la curiosidaddesaparecerá. —Volvió al diario, en aparienciasatisfecho con su oscura predicción—. Ycuando se demuestre que tengo razón, mealegrará mucho recordaros que ya os lo dije —añadió mientras hacía crujir el periódico.

Cain me lanzó una mirada y me di cuenta deque los ojos se me debían de haber puestonegros.

«Sí, ¡no la maté!», rugí en mi interior comorespuesta a sus expresiones de desaprobación.Pero no porque la quisiera como juguete,aunque en realidad me encantaría que siguieranpensándolo. No sabía por qué me la habíallevado. No sabía por qué la había rescatado...Por qué lo había hecho personalmente y nohabía dejado que Fabian, que siempre era el

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bueno, desempeñara el papel de héroe salvador.«No, no habría resultado más fácil matarla

—pensé a partir de la afirmación anterior deFelix—, porque sospecho que esta humana mehabría supuesto un cargo de conciencia.»

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8VIOLET

No tenía ni idea de hacia dónde me dirigía. Mehabía perdido en el laberinto de pasillos y miasombro aumentaba en cada recodo. No era unlugar acogedor —había pocas ventanas y lamayor parte de la luz procedía de las lámparasde gas con forma de antorcha y de algún queotro foco que resaltaba un cuadro o un jarróncon aspecto de ser muy caros—, pero sin dudasí majestuoso. Había paneles de madera entodas las paredes y el suelo estaba tan pulidoque distinguía en él la silueta de mi reflejo.Hacía frío e iba en calcetines, así que sipermanecía en un punto concreto durante

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demasiado tiempo me sentía como si estuvierasobre nieve. Manipulé las pocas ventanas conlas que me encontré para abrirlas, pero casitodas ellas estaban cerradas con llave o ibandemasiado duras para poder levantarlas. Laúnica que conseguí abrir estaba a varios pisosde altura y colocada sobre una paredcompletamente lisa, lo suficiente como paradescartar un salto.

Encontré otra escalera y subí por ella. Lospisos superiores parecían estar desiertos.Aquello no hacía más que empeorar laatmósfera de tenebrosidad. Di con unahabitación vacía tras otra, y parecía que apenashabía ventanas en todo el piso... Pero desdeellas se podía divisar el mar por encima de lascopas de los árboles, una fina línea azulencajada entre el verde de la vegetación y elplateado del cielo.

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De repente, los paneles de maderadesaparecieron y me encontré en un pasilloencalado, iluminado por una luz blanca,eléctrica... un contraste muy marcado respectoal resto de la mansión.

—Perdone, señorita, ¿está usted bien? —Levanté la cabeza de golpe, sobresaltada ante elsonido de aquella nueva voz—. Lo siento,señorita, no pretendía asustarla —dijo la vozcon un fuerte acento cockney.[1]

Procedía de una chica, no mucho mayor queyo según su aspecto. Llevaba un sencillovestido negro y una cofia de doncella. Tenía lacara regordeta y unos mechones de pelocastaño claro le enmarcaban las sonrosadasmejillas. Me habría parecido bastante guapa sino hubiese sido por las arrugas que el excesode trabajo le había dejado en el rostro.

—No te preocupes, estoy bien —contesté

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tratando de esbozar una sonrisa. No loconseguí.

—Debes de ser la humana que los Varn hantraído de Londres. Violet, ¿no? —Asentí—. Yosoy Annie —dijo con una sonrisa que revelódos pequeños colmillos afilados.

Cuando los vi, bajé la mirada hacia suvestido.

—¿Trabajas aquí?—Soy una de las criadas —contestó—.

¿Estás segura de que estás bien? —añadió.Me encogí de hombros.—Creo que me he perdido.—Bueno, pues entonces puedo ayudarte. —

Volvió a sonreír y cogió el cubo y la fregonaque tenía a los pies—. Ve por la escalera delservicio. Está al final del pasillo. —Señaló endirección opuesta a la que yo había estadosiguiendo hasta entonces—. Baja tres pisos y

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luego sigue el pasillo principal hasta elvestíbulo de entrada.

Con una última sonrisa, se alejó a todavelocidad antes de que pudiese darle lasgracias.

Por supuesto, al final del pasillo había unaescalera de caracol de peldaños estrechos quese retorcía una y otra vez en torno a unacolumna hasta desembocar en un ampliocorredor del que, a su vez, salían otros máspequeños.

Me detuve y contemplé lo largo que era.Estaba tan vacío que me hizo sentir muy sola ymuy vulnerable; la envergadura de la situaciónen la que estaba sumida volvió a golpearme delleno. Al final del pasillo, mezclándose con laoscuridad, vi que un hombre se derrumbabasobre el suelo, se frotaba el cuello y se alejabade mí.

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Sacudí la cabeza en un gesto de negación yle di un puñetazo al panel de madera de lapared.

—¡Mierda! —exclamé cuando me di cuentade que de uno de mis magullados nudillosbrotaba un minúsculo hilillo de sangre. Me lalimpié de inmediato, puesto que no queríaatraer ningún tipo de atención indeseada.

—Papá dice que no hay que decir palabrasfeas. No es propio de una dama —dijo unavocecita debajo de mí.

Bajé la mirada y vi a una niña con los ojosmás grandes y verdes que había visto jamás. Elcabello largo y rubio le caía en buclesalrededor de un rostro de facciones perfectas ynariz respingona. Daba la impresión de teneralrededor de cuatro años.

—¿Quién eres? —le pregunté tras dar unpar de pasos atrás.

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—Soy la princesa Thyme —dijo con vozmelodiosa mientras giraba sobre sí misma,haciendo que su vestido rosa de volantes semoviera tras ella. Sonrió y mostró los dospequeños alfileres que tenía por colmillos.«Una niña vampiro.»—. Y tú eres Violet.Kaspar te trajo de Londres.

Era una afirmación, no una pregunta. Nodije nada, asombrada por la seguridad querevelaban sus palabras.

Al cabo de un minuto, recuperé la voz.—¿Eres la hermana pequeña de Kaspar? —

le pregunté cuando me agaché para ponerme asu altura.

—Y de Cain y de Lyla, y de Jag y de Sky —canturreó al tiempo que daba otro giro.

—¿Quiénes son Jag y Sky?—Son mis hermanos mayores..., muy

mayores. Son muy viejos —afirmó con orgullo

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—. Los prefiero a ellos porque es divertidocuando vienen de visita desde Rumanía. —Hizoun puchero y clavó la mirada en el suelo—. Losdemás son unos tontos cuando les pido quejueguen conmigo.

Comenzó a temblarle el labio inferior y surepentino cambio de humor me aterrorizó.

—Venga, no te pongas triste.Los ojos se le llenaron de esperanza y

levantó la mirada hacia mí.—Tú sí jugarás conmigo, ¿verdad? —Me

agarró la mano—. ¿Me coges?No esperó a que contestara: retrocedió

unos cuantos pasos, cogió carrerilla y saltó endirección a mí... Me limité a cogerla en brazos.Como me di cuenta de que no tenía muchaelección, obedecí y seguí sus indicacionespasillo adelante.

—¿Tienes hermanas? —quiso saber Thyme

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mientras jugueteaba con mi pelo.—Tengo una hermana pequeña —contesté

—. Tiene trece años.—¿Cómo se llama? —me preguntó con

escaso interés, más preocupada por mi pelo.—Lily —respondí.—Qué nombre más bonito. ¿Tienes

hermanos? —prosiguió.—Tenía uno. Pero murió —murmuré.—Eso es muy triste —señaló.—Sí, lo es —exhalé.—¿Tienes papá y mamá?La miré y vi su hermosa carita desencajada

por algo que no fui capaz de identificar. Metiró de un mechón de pelo y me hizo bastantedaño.

—Sí. —Me detuve y me pregunté por quéle estaba dando tanta información a aquellaniña. Se me empañaron los ojos y un nudo

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desagradable me cerró la garganta. «Añoranza»,pensé—. ¿Y tú? ¿Tienes mamá?

—Mamá no puede estar aquí en estosmomentos —dijo con un tono tajante que no secorrespondía en absoluto con su edad—. Papáestá demasiado ocupado para jugar conmigo.Siempre está de mal humor.

Nos quedamos calladas durante unosinstantes. Thyme comenzó a jugar de nuevo conmi pelo, enredándoselo en un dedo.

—Eres muy guapa.—Gracias —contesté, aunque no tenía muy

claro cómo tomarme el cumplido—. Tú eresmuy mona —repuse.

—Lo sé. —Soltó un suspiro—. Ojalátuviera una hermana como tú. Eres mássimpática que Lyla, y mucho más amable queesas chicas horribles que Kaspar no deja detraer a casa —farfulló. Volvió a parecer mucho

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mayor de lo que debía de ser.—¿Chicas? —le pregunté intentando no

mostrar demasiado interés.—Sus amigas. Pero siempre se quedan a

pasar la noche, y son muy malas conmigo —sequejó.

No hacía falta ser muy lista para darsecuenta de a qué iban allí aquellas «amigas».

De nuevo, pareció entretenerse jugando conmi pelo, hasta que sentí una bocanada de airefrío en la nuca y estuve a punto de dejarla caer.

—¡¿Qué demonios estás haciendo?! —grité. Me recorría el cuello arriba y abajo conlos colmillos.

Se apartó y me dedicó una gran sonrisa.—¡No voy a morderte, tonta! —exclamó

entre risitas—. Te estoy oliendo.—Bueno, pues para. No resulta muy

agradable —le ordené tratando de mantener la

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calma, pero sin dejar de mirarla con suspicacia.Caminamos por pasillos hasta que al final

señaló una puerta y me dijo que aquél era sucuarto de juegos. Entramos y en seguida pusosus muñecas en fila, listas para tomar el té. Meretuvo prisionera durante lo que me parecieronhoras, aunque en realidad no debió detranscurrir más de una.

—Thyme, creo que sería mejor que volvieraya —anuncié finalmente tras dejar a un lado mitarta y mi taza de té imaginarias.

Abrió mucho los ojos y se le llenaron delágrimas, pero me mantuve firme y cedió.

—Vale —dijo con tono tristón.Me cogió de la mano y volvimos a salir. Me

dejé guiar por ella, puesto que no tenía ni ideade dónde estábamos hasta que nos sorprendióla luz del vestíbulo de la entrada. Loatravesamos, y ya habíamos llegado justo al pie

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de la escalera cuando Kaspar apareció detrás dela barandilla.

—¡Thyme! ¿Por qué no estás con tu niñera?—ladró.

Me quedé petrificada. La niña me soltó, seapresuró a esconderse detrás de mí y se asomópor un lado de mi pierna.

—Dale un respiro, estaba cuidando de mí—le expliqué al tiempo que trataba dearrancarla de mis vaqueros.

La expresión de Kaspar pasó de vacía afuriosa en menos de un segundo. Vi que losojos se le habían puesto negros.

—Thyme, vete a tu habitación. Tengo quehablar con tu amiga.

Su voz resonó por todo el vestíbulo, yThyme desapareció de inmediato. Pese a que sutono no varió de volumen, le imprimió un dejeacerado que hizo que me arrepintiera de haber

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abierto la boca. Supe que iba en serio cuandome agarró por el hombro y me hizo cruzar unade las suntuosas puertas.

«Vaya, esto sí que es un salón de baile.» Lapuerta que acabábamos de cruzar daba a unpasillo que se abría a una enorme sala. Tenía eltamaño de varias pistas de tenis juntas. Lasparedes estaban hechas de mármol blancosalpicado de oro, y las enormes columnasincrustadas en las paredes estaban cubiertas depan de oro. El suelo era de madera, y estaba tanlustrado que parecía líquido. En cada extremohabía dos ventanas en arco, como las de lascatedrales, y a la izquierda un trono colocadosobre una plataforma ligeramente elevada. Perolo que más me llamó la atención fue la lámparade araña que pendía precariamente del techo.De un anillo central colgaban minúsculascestas entretejidas de cristal que contenían

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miles de velas negras, todas ellas apagadas.Cuando Kaspar cerró la puerta a nuestraespalda, una ráfaga de aire azotó la habitación ehizo temblar los cristales. Varias de las cestaschocaron entre sí, parecían tan delicadas quecasi esperaba que se rompieran. Sin embargo,repiquetearon y el tintineo se prolongó hastamucho después de que las cestas hubierancesado de moverse, perseguido por el eco de lapuerta al cerrarse.

—¿Te atreves a decirme cómo tengo quetratar a mi propia hermana? —No necesitólevantar la voz, su susurro se proyectó por todala habitación vacía—. No sabes nada de mifamilia. ¡Nada! —siseó sin dejar de abrir ycerrar el puño.

—Sé lo suficiente.Entornó los ojos y los círculos oscuros que

se los rodeaban se ennegrecieron aún más;

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también la zona que se extendía entre la nariz yla parte exterior de sus ojos se oscureció. Memiró con fijeza y comencé a sentir que algo noencajaba en mi mente. Traté de analizarlo,inquieta. Pensé que iba a decirme algo, perocontinuó observándome con intensidad y,cuando aquella sensación tan molesta aumentó,me di cuenta. «Está en mi mente.»

Me percaté de que tenía acceso a todos ycada uno de mis recuerdos, y me esforcé porconcentrarme en una sola cosa. Lospensamientos parecían escurrírseme entre losdedos como si fueran agua, así que me di porvencida y me centré en la palabra «Capullo». Lagrité en mi mente y, casi de inmediato, notéque Kaspar se retiraba.

—¿Capullo? Supongo que Fabian te hadicho cómo proteger tu mente. Una pena. —Apoyó una mano en la pared junto a mi cabeza e

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hice ademán de apartarme, pero levantótambién la otra mano y me dejó atrapada entresus brazos—. No. No sabes nada de mi familia.—Apretó su cuerpo contra el mío y fruncí lanariz con asco al tiempo que intentabareplegarme contra la pared. Se me acercó aloído y dijo—: ¿Me tienes miedo, Violet Lee?¿Sabes lo que podría hacerte?

Percibí el olor de la sangre en su aliento:hierro y cobre mezclados con el intensoalmizcle de una colonia idéntica a la queflotaba en el ambiente de la habitación delcuadro.

—Sé lo que puedes hacer. —Me recorrí loslabios con la punta de la lengua y saboreé la sal—. Pero no me das miedo.

Resopló con incredulidad, y sentí que unrugido retumbaba en su pecho, apoyado sobreel mío.

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—¿Me deseas, Violet?Tal vez lo hubiera entendido mal por lo

grave que era su voz, pero no habría habidoforma de malinterpretar la sonrisa desuficiencia que trató de contener. Se dispuso adisfrutar de mi reacción: me rozó la oreja conlos labios y aquello hizo que un escalofrío merecorriera la espalda.

Me obligué a mantener la voz firme.—No.—Entonces ¿por qué te late el corazón al

doble de velocidad de la que debería? —Memordí el labio inferior cuando me di cuenta deque tenía razón. Me golpeaba contra lascostillas como loco—. ¿Y por qué te estássonrojando? —Me ardían las mejillas como sihubiese estado al sol durante horas—. ¿Y porqué —dijo agarrándome una muñeca yponiéndomela a la altura de los ojos— tienes

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las palmas sudorosas? —No quería mirar, peroeché un vistazo. Tenía razón de nuevo. Aparté lamirada. Volvió a gruñir, aquella vez desatisfacción—. Humanos. No escondéis nada.—Lo miré con el rabillo del ojo cuando mesoltó la muñeca y se pasó una mano por el pelopara retirarse el flequillo, que volvió arecuperar su posición inmediatamente—. No teavergüences de ello, Nena. Soy de la realeza,soy rico y soy jodidamente guapo. Estoydiseñado para resultarles atractivo a loshumanos. Pero tú te estás resistiendo. —Entrecerró los ojos—. ¿A qué se debe?

«Vaya, ¿por dónde empiezo?»—Porque eres una sanguijuela y un asesino.

Y un capullo. La lista sigue.Puede que mi cuerpo me traicionara, pero

en realidad no me sentía atraída por él, sinorepelida.

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Levantó la cabeza de golpe y me miró a losojos. Tenía las pupilas muy grandes y el irisverde oscuro.

—¿Ah, sí? Bueno, ya llegaré a ti, VioletLee. —Se demoró al pronunciar mi nombre,prolongando la frase—. Te rendirás. Measeguraré de ello.

—No, no lo conseguirás.Me moví hacia un lado para alejarme de él,

pero volvió a colocar las manos a ambos ladosde mi cabeza y arrastró las uñas por la maderaprovocando un terrible chirrido, como el deuna tiza sobre una pizarra. Bajó las manos hastaque llegó a la altura de mis caderas. Entoncescomenzó a rodearme la cintura con ellas,presionando.

—¡Quítame las manos de encima! ¡Yatienes a tus putas para eso! —grité. Su miradase cruzó con la mía y me di cuenta de que sabía

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a qué me refería. Sus iris se tornaron tannegros como sus pupilas, perdieron cualquierrastro de color... eran negros, sólo negros.

—Me las pagarás por esto, Nena —meamenazó con la voz temblorosa.

Con un único y rápido movimiento, meapartó el pelo del cuello y me echó la cabezahacia atrás. Con el rabillo del ojo, pude ver queacercaba la boca a mi yugular y traté de zafarmede él. Pero me agarró por el pelo y estiró.Chillé y lo vi desnudar los colmillos al tiempoque me obligaba a ponerme de puntillas.

—¡No lo hagas! —le rogué, e intentéescaparme de nuevo.

—Yo te enseñaré a tenerme miedo —rugió,ignorando todas mis súplicas de piedad—, yharé que te arrepientas del día en que se teocurrió plantarte en Trafalgar Square.

Y tras aquellas palabras burlonas, sentí el

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dolor de sus colmillos atravesándome la piel.Penetraron en mi carne rasgándome lostejidos. Di un alarido de dolor, incapaz deimpedir que una sarta de palabrotas saliera demi boca cuando las estrellas comenzaron atitilar ante mis ojos. Pero cada vez quepronunciaba una palabra, movía la mandíbula, lapiel de mi cuello se tensaba bajo sus colmillos,y aquello permitía que un reguero de algocaliente brotara de la herida y serpentease hastaalcanzar el cuello redondo de mi camiseta.

Extrajo los colmillos y siguió el curso deaquellas gotas con la lengua dejando tras de síun rastro de saliva. Las absorbió y habló contrami cuello. «Qué dulce...», creí oírle decir.

Pasó el pulgar por la tela de mi camiseta ylevantó la vista para volver a mirarme a losojos, pero yo no pude evitar mirarle los labios,que estaban cubiertos de sangre. «Mi sangre.»

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Me sentí débil y empezaron a temblarmelas rodillas. Lo único que me mantenía de pieera la fuerza con la que me sujetaba contra lapared.

—Los príncipes de este reino siempreconsiguen lo que quieren —susurró. Despuésse apartó de mí y dejó que me desmoronarasobre el suelo, pálida y asqueada.

No dejó de mirarme mientras caía e,incapaz de soportar la altiva sonrisa queesbozaban sus labios, enterré la cabeza entrelos brazos y me llevé las rodillas al pecho.

—Sigue rechazándome y lograrás que tuestancia aquí sea muy desagradable. Y créeme,Violet Lee, tu estancia será prolongada.

Y con eso, salió dando un portazo y medejó lloriqueando en el suelo. Aprendí muyrápido a tenerle miedo.

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9VIOLET

—¿Y qué te parece esto? —dijo Lyla. Sacabacosas de las estanterías de su enorme vestidory las colocaba sobre los brazos de unadoncella, Annie—. Creo que es de tu estilo.

Sujetó en alto una falda negra —más bienun cinturón ancho— y se la acercó al vientrepara que yo viera cómo quedaba. Era corta, pordecirlo con delicadeza.

—Creo que el vestido que llevaba el otrodía era una excepción.

Hizo un gesto de incredulidad y añadió lafalda al creciente montón de ropa que sujetabaAnnie. Cambié de postura, incómoda, y me

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apoyé contra uno de los espejos.—Escucha, Lyla, de verdad que no tienes

que prestarme todo esto. Yo...Me interrumpió con brusquedad:—Violet, puede que pienses que somos

todos unos asesinos, pero aquí hay unas normasde higiene básicas, entre ellas cambiarse deropa interior. Así que, mientras estés aquí,jugarás según nuestras reglas.

Me lanzó una mirada de advertencia y cerréla boca. No podía objetar nada a aquellaspalabras.

Me puse a divagar mientras ella continuabaescogiéndome ropa e insistiendo en que eranprendas que ya nunca se ponía. La escena quehabía vivido con Kaspar el día anterior mepreocupaba, porque se repetía una y otra vez enmi cabeza como un disco rayado y no cesaba deatormentarme. No se lo había contado a nadie.

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No tenía intención de hacerlo. Y no porconsideración hacia él, sino por evitar unahumillación aún mayor. Lo sentía como algoprivado.

—Tierra llamando a Violet —dijo una vozexasperada—. Te estoy diciendo que te lospruebes. Eres más grande que yo, y quierosaber si te caben.

Me empujó hacia el cuarto de aseo y, uno auno, Annie fue pasándome los conjuntoselegidos.

Cuando salí, Lyla estaba terminándose unvaso de algo rojo que olía ligeramente aalcohol.

—¿Te queda todo bien? —me preguntó trasvolverse hacia mí en cuanto me oyó—. Vodkacon sangre —me explicó al darse cuenta de queestaba mirando la bebida—. Lo más cerca queun vampiro puede llegar a estar de quedarse

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dormido es cuando bebe lo bastante de esto. —Apuró las últimas gotas y le pasó el vaso aAnnie—. Tráeme otro, tengo un dolor decabeza terrible.

Annie hizo una reverencia con unligerísimo gesto de disgusto en la cara, peroLyla no pareció haberse dado cuenta de larudeza de sus palabras.

Yo estaba comenzando a recoger la ropacuando volvió a hablar.

—Si quieres saber mi opinión, sería muchomás fácil comprarte ropa... Bueno, vas aquedarte aquí una buena temporada... PeroKaspar no parece considerar que lo merezcas.—Cerré los puños en torno al montón de ropaque llevaba entre los brazos—. No te ofendas,por favor —añadió sin dejar de mirarme.

No era la falta de preocupación de Kasparlo que me molestaba (aunque prefería evitar

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hablar de él), sino la presuposición de que iba aquedarme allí. Asentí procurando parecertranquila.

—¿Así que a los vampiros puede doleros lacabeza? ¿No sois inmunes a todo eso?

Se echó a reír.—Vaya, claro que no. Nos duele la cabeza,

y el estómago, se nos irrita la garganta... esetipo de cosas. Pero no padecemos de nadagrave o complicado. Y no pillamos ningunaenfermedad de transmisión sexual, por suertepara mi hermano y sus costumbres. Aun así, hayque ser precavidos. Usar condones y todo eso.

Aquella referencia hizo que me sonrojara.Intenté no pensar mucho en ello. Lyla se fue asu habitación y yo me encaminé hacia la puertacon las prendas en la mano.

—Eh, no tengas tanta prisa —dijo con unasonrisa—. Me aburro estando sola entre los

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chicos. Un poco de compañía femenina no mevendría mal.

Dio unas palmaditas sobre el asiento delsofá de color crema que había en un extremode la habitación y, tras dudar un poco, me sentéa su lado y me puse el montón de ropa sobre elregazo. Al cabo de unos segundos de silencioincómodo, hablé:

—¿Viven también aquí los demás?—¿Fabian, Felix y los otros? Sí. Ésta es su

segunda casa —contestó.—¿Por qué? —quise saber.—Bueno, les gusta salir a cazar juntos,

patearles el culo a los asesinos, ese tipo decosas. Ayudan a pasar el tiempo.

—Entiendo —dije fingiendo que surespuesta parecía normal.

La cabeza me iba a mil por hora y laspreguntas se me amontonaban, pero sabía que

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era mejor no formularlas. Debía tener tacto siquería continuar viva.

Una vez de vuelta a la relativa privacidad demi habitación, me hice un ovillo sobre elantepecho de la ventana. Estaba lloviendo otravez, el poco sol del que disfrutaríamos aquelaño había llegado y desaparecido en junio.Comenzaron a cerrárseme los ojos, así que melevanté y me acerqué a la cama. No podíatomarme la molestia de cambiarme, de maneraque me limité a quitarme los zapatos y ameterme bajo las sábanas. No había cerrado losojos cuando oí un enorme ruido que parecíaproceder de las paredes.

Se produjo un segundo estallido y meincorporé de inmediato. Observé aterrorizadala habitación en penumbra; estaba segura de que

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los golpes procedían de la pared de enfrente y,por lo tanto, del vestidor. Aferré las sábanas.

Pero no hubo más ruidos y conseguí reunirel valor necesario para salir de la cama einvestigar. Respiré hondo. Abrí la puerta ybusqué el interruptor de la luz. No quise mirarhasta que hubo luz. Pero allí no había nada, asíque el martilleo de mi corazón se calmóligeramente. Contenta de que el sueloenmoquetado amortiguara mis pasos, avancéhasta que... ¡bang!

Di un salto hacia atrás, asustada, y me dicuenta de que aquello sonaba como un portazo,o como si estuvieran arrastrando mueblespesados en la habitación de al lado... en la deKaspar. Con aquel nuevo golpe llegó el sonidode una voz, y se me sonrojaron tanto lasmejillas que habría dejado pálido a un tomate.

—Oh, Kaspar —dijo alguien entre risas.

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Una mujer—. Eres un pervertido.Salí a toda prisa del vestidor, perseguida

por un montón de gemidos que no quería oír.Volví a meterme en la cama y traté de sofocarel ruido tapándome las orejas con unaalmohada. Pero no funcionó. Me quedédespierta, con los ojos como si me hubierapuesto palillos entre los párpados, tirándomedel pelo a causa de la frustración y obligada aoír cómo seguían, y seguían, y no se cansabanjamás.

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10VIOLET

—¡Annie! —grité mientras corría a todavelocidad por el pasillo del piso de abajo—.¡Annie! —repetí cuando reduje el ritmo en laescalera del servicio, que descendía en espiralhacia las entrañas de la casa. Debajo de ellahabía varias cocinas que se utilizaban parapreparar las comidas que la familia realdegustaba en el piso superior durante loseventos. Además, había varias habitaciones conlavadoras y cuartos pequeños y oscuros paraque durmieran los criados. Allí pasaba yo lamayor parte del tiempo, lejos de Kaspar, y deFabian, y de los demás. Allí nadie me prestaba

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atención ni ansiaba mi sangre, porque la mayorparte de ellos detestaban tanto beberla comoasco me daba a mí pensar en ello. Era allí, aVarnley, según me había contado Annie, adondeacudían los vampiros que nunca quisieronserlo. Los vampiros convertidos.

Me guié siguiendo las paredes de aquellascocinas tan poco iluminadas. Oía el eco de mispropios pasos retumbar contra las paredes depiedra y los techos abovedados. Sabía queAnnie me habría oído a un kilómetro dedistancia y, cómo no, estaba esperándome en elextremo opuesto, con los brazos cruzados y unleve timbre de exasperación en la voz.

—No deberías estar aquí abajo a estashoras.

Hice un gesto para quitarle importancia asus palabras.

—Pero es que tengo que pedirte un favor.

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Asintió con la cabeza y los rizos rubios quetanto empeño ponía en conservar —un guiño asu etapa adolescente, allá por los añoscuarenta, decía— se movieron, lacios y sinvida, junto a sus orejas. No llevaba la cofia y elmandil habituales, pero sí el vestido negro.

—Tú te encargas de limpiar lashabitaciones, ¿verdad? —le pregunté. No podíaparar de morderme el labio inferior porque nosabía cómo iba a reaccionar Annie. Volvió aasentir—. ¿Podría ayudarte?

Me lanzó una mirada de desconcierto.—¿Por qué?—Tengo una sorpresita para Kaspar —dije

de inmediato, ansiosa por soltarlo cuanto antes.La sonrisilla escéptica de Annie creció

hasta convertirse en una enorme sonrisa deemoción.

—¿Qué tienes en mente?

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No había pegado ojo durante tres noches.Cada una de ellas se había visto interrumpidapor una nueva variedad de gemidos y gruñidos.Cada mañana se marchaba una chica diferente.De hecho, estaba bastante convencida de que lamañana anterior habían sido dos chicas las quehabían salido de su habitación. Al final decidíhacer algo. No esperaba que Annie accediese,pero odiaba al príncipe: trataba a los criadoscomo si fueran el polvo de sus zapatos oincluso peor. Pero cuando llegamos a supuerta, mi determinación empezó a flaquear.

Annie llamó y dijo con voz tímida a travésde la puerta:

—¿Alteza?No hubo respuesta. Volvió a llamar, esta

vez con más fuerza. Esperamos un minuto y

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siguió sin haber respuesta. Asomó la cabeza alinterior.

—Despejado —murmuró y, tras entrar,comenzó a barrer.

—¿Dónde dijiste que los guardaba? —pregunté en voz baja, temerosa de que pudieraregresar en cualquier instante.

—Prueba en los cajones de la mesilla,debajo de la cama, detrás del reloj de pared yen el armario del baño.

En algún recoveco de mi mente mepregunté qué demonios estaba haciendo, puessabía que llevar las cosas demasiado lejos conKaspar podía hacer que terminase herida omuerta. Sin embargo, vengarme de él porhaberme llevado allí, aunque fuera con unanimiedad, resultaba demasiado tentador.

«Además, a estas alturas ya te habríanhecho daño si hubieran querido, ¿no es así?»,

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dijo mi voz expresando con palabras elpensamiento del que me había idoconvenciendo cada vez más a lo largo de losúltimos días.

Comencé a moverme a toda prisa, abriendocajones y mirando debajo de las alfombras. Porsupuesto, en el armario del baño había una caja,tres detrás del reloj de pared y dos más en loscajones.

Me tumbé boca abajo en el suelo y me metídebajo de la cama. Reprimí el impulso de gritarcuando algo se escabulló entre las sombras ydesapareció entre el rodapié y el suelo. Peroencontré un tesoro: allí había cajas y más cajas,todas sin abrir. Las recogí y las apilé sobre lacama recién hecha, junto con las demás. Hiceun último barrido por la habitación para ver sise me había escapado alguna. Pues no.

Volví junto a la cama y comencé a vaciar las

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cajas de su contenido. Las ponía del revés yluego tiraba los cartones vacíos a la bolsa de labasura de Annie. A continuación me metía enlos bolsillos lo que había caído de su interior.

—Vuelvo en seguida —susurré. Salí ahurtadillas después de haber comprobado si lacosta estaba despejada. Intenté caminar hasta lacocina con naturalidad, consciente de que mimirada saltaba de una sombra a otra, segura deque en cualquier momento iba a apareceralguien. Cuando llegué a la cocina, me dirigídirectamente al frigorífico y saqué de uno delos estantes una botella de sangre casi vacía. Acontinuación vertí la espesa «bebida» en elfregadero. Tenía un olor dulzón, no cabía duda,aunque quedaba eclipsado por el pestazo acrede la sangre coagulada. «Y se bebieron esto.Repugnante.»

Dejé unas cuantas gotas de sangre en el

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fondo y luego me saqué los paquetes delbolsillo y los abrí a medias. Los metí uno a unoen la botella, la cerré con el tapón y la agitépara que todos los paquetitos quedarancubiertos por aquel líquido pegajoso. Volví aguardarla en el frigorífico y me encaminé denuevo hacia el piso de arriba.

«Me parece que hay alguien que esta nocheno va a echar un polvo», dijo mi voz rezumandoalegría e interrumpiendo mis pensamientos.Resonaba en mi cabeza y no tenía tono nitimbre, pero no se correspondía con misreflexiones, así que, para conservar la cordura,iba a asumir que se trataba de misubconsciente.

Subí la escalera de dos en dos escalones yme apresuré a entrar de nuevo en la habitaciónde Kaspar. Encontré a Annie dando los últimosretoques y haciéndole un nudo a la bolsa que

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llevaba las cajas vacías.—¿Estás segura de que no seguirá adelante

sin más? —le pregunté.—No, porque si algo sale mal se meterá en

un buen lío.Asentí y garabateé una nota en un trozo de

papel que había encontrado sobre la repisa de lachimenea. «¡Utiliza siempre protección,imbécil!»

La metí en la única caja de condones vacíaque quedaba y volví a guardarla en el cajón desu mesilla antes de salir a la carrera hacia mihabitación y disponerme a esperar.

Ya era cerca de medianoche cuando oí lasprimeras risitas. Eché un vistazo a escondidasdesde la puerta de mi habitación y vi que setrataba de la misma rubia de piernas largas que

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ya se había quedado unas cuantas veces más.Charity, creo que se llamaba... pero no hacíajusticia a su nombre.

Pasaron unos quince minutos antes de queoyera movimiento y exclamaciones defrustración, seguidas de un tremendo rugidocuando mi puerta se abrió de par en par. Kasparentró furioso en mi habitación. Me agarró porlas muñecas y tiró de mí. Me miró a los ojos yvi que los suyos eran de un negro insondable.

—¿Reconoces esto? —dijo entre jadeosmientras me mostraba la caja de condones.Tenía la nota en la mano, hecha una bola.

Sacudí la cabeza e intenté concentrarme enaquella acción en lugar de en sus ojos o, aúnpeor, en Annie, por si trataba de entrar en micabeza y leerme los pensamientos.

Charity entró detrás de él, un tantodesaliñada, como si hubiese tenido que vestirse

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a toda prisa. Las puntas de su cabello rubioplatino apuntaban en mil direcciones y supintalabios de color rosa brillante estabaemborronado a la altura de las comisuras. Melanzó una mirada furibunda con los ojosentornados.

—¿Qué jodido problema tienes? —gimoteócomo un niño que hubiese perdido su juguetefavorito.

—Ninguno. ¿Por qué, tienes tú alguno? —Le dediqué mi sonrisa más inocente,consciente de que Kaspar parecía estar un pocomás que enfadado.

En un instante el príncipe se abalanzó sobremí. Impactó contra mi costado y me arrastrócon él. Caí dando vueltas sobre la cama y medetuve cuando me golpeé la cabeza con lamesilla de noche. Se me escapó un gritocuando Kaspar aterrizó sobre mí y me

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inmovilizó contra la cama. Apreté los dientespara controlar el dolor cuando la mesilla se meclavó en la espalda.

—¡Apártate de mí, rata pervertida! —grité.Daba patadas y me revolvía, su proximidad merepugnaba.

—¿Por qué, te hago sentir incómoda?¡Puede que te utilice a ti en su lugar! —gruñócon una fastidiosa expresión de superioridaddesencajándole el rostro. Sus ojos noreflejaban ningún tipo de emoción... Hablaba enserio. Se puso a horcajadas sobre mí con unapierna a cada lado de mi vientre y me presionócon más fuerza contra el colchón. Después mesujetó las manos por encima de la cabeza.Comenzó a quitarme la camisa y oí expresionesde protesta procedentes de Charity, que semezclaron con los quejidos del colchón pormis intentos de liberarme.

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Pero entonces desapareció. Levanté unpoco la cabeza y vi a Fabian y a Charlieapartándolo por la fuerza, cosa que les costóunos cuantos rasguños. Con un suspiro dealivio, me incorporé con dificultad y volví acubrirme el estómago con la camisa. Estabasonrojada y más llena de rabia que nunca.

—¡¿Qué demonios está pasando?! —vociferó Fabian. Miró a Kaspar y a Charity alos ojos, como desafiándolos a mentirle—.¿Estás bien? —añadió tras volverse hacia mí.Asentí y me rodeé la cintura con los brazosinstintivamente.

—¡Qué más da si está bien! ¡Le ha robadolos condones a Kaspar! —me acusó Charityapuntándome con el dedo.

En aquel momento entró Lyla, muerta derisa.

—¡Qué tragedia! —murmuró, pero todos la

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oímos.Kaspar le dedicó una mirada de odio y se

liberó de las manos de Charlie, que seguíaagarrándolo.

—Violet, ¿es verdad eso? —me preguntóFabian, que había sumido el papel dediplomático. Mi expresión de culpabilidaddebió de contestar su pregunta, porqueprosiguió—: ¿Dónde están?

Sacudí la cabeza, me negaba a contestar. Unsegundo después, varias mentes muy poderosasy muy entrometidas entraron en la mía, y mispensamientos se tornaron extraños y caóticos.Luché por esconderlo todo pero, de algúnmodo, los detalles de mi plan se filtraron. Nopodía hacer nada sino albergar la esperanza deque no se hubiesen dado cuenta de que unadoncella me había ayudado.

—En la cocina —refunfuñó Fabian, y

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Kaspar salió disparado de la habitación,seguido de Charity.

Yo no pensaba ir tras ellos, pero la miradade indignación de Fabian me corrigió.

—¡Eres idiota! —me reprendió—. ¿Es queno podías limitarte a mantener la cabezaagachada? Vas a convertir tu vida aquí en uninfierno.

Pasé a su lado sin mirarlo cuando me abrióla puerta para que saliera.

—No quiero tener una vida aquí —murmuré.

No esperé a que me contestara y me dirigíhacia la escalera y luego a la cocina. «Peropuede que tenga razón. Tal vez haya idodemasiado lejos.»

Cuando llegué a la cocina, estaban sacandola botella del fondo del frigorífico. Fabian lapuso del revés sobre el fregadero y cayeron

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unas cuantas gotas de sangre. Los condones seamontonaron en torno al cuello de la botella,estropeados.

Charity se volvió hacia mí. Su expresiónfacial pasó de asombrada a decepcionada ydespués a homicida. Y fue en aquel instantecuando me di cuenta de que no teníaescapatoria. Me di la vuelta para echar a correr,pero ella ya volaba hacia mí con sus uñasafiladas como cuchillas y pintadas de rosadispuestas para el ataque. Me agarró por lacamisa, tiró de mí hacia atrás y me las clavó enla cara. Sentí que sus zarpas me desgarraban lapiel y solté un aullido cuando vi que iba arepetir la acción, pero recuperé el control losuficiente como para lanzar todo el peso de micuerpo contra ella. No conseguí mucho, perobastó para que Lyla y Charlie la sujetaran.

—No eres más que una vaca gorda y celosa

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—escupió. Se secó los ojos y se le corrió elmaquillaje. Pasó a tener un círculo grisalrededor de cada uno de ellos.

—¿Perdona? —siseé.—¡Que eres una vaca gorda y celosa!—Ya te he oído —me burlé.Se liberó de Lyla y se estiró la falda, que se

le había subido.—Me da igual. No te metas en los asuntos

de los demás, ¿vale? Vamos, Kaspar.—Vaya, no sabía que una vampira además

podía ser bruja y puta —murmuré cuandoestaba a punto de atravesar la puerta con Kasparsiguiéndola como un perrito faldero. Se quedópetrificada.

—Retira eso —gruñó. Sus ojos pasaron delazul al negro.

—No —repliqué con tranquilidad. Dejóescapar un grito y se lanzó contra mí sin apartar

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la mirada de mi cuello.Yo también chillé, para tratar de

confundirla. Me arañó otra vez, pero antes deque pudiera hacer nada más ya nos estabanseparando. Fabian me rodeó la cintura con susfuertes brazos y Kaspar tiró de Charity endirección contraria. La rubia no opusoresistencia, pero no dejó de lanzarme insultotras insulto. Yo la ignoré hasta que metió eldedo en la llaga.

—Deberías haberla matado cuando tuvisteoportunidad, Kaspar. Sé cómo son estas chicashumanas. Intentan tirarse a cualquier cosa conpiernas.

Traté de abalanzarme sobre ella, peroFabian me sujetó con firmeza.

—No te preocupes. No tocaría a los de tuespecie ni con un palo.

—Ya, sí... —contestó. Se acurrucó entre

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los brazos de Kaspar y le acarició el rostro. Élno respondió con el mismo afecto, sino que laatrajo hacia sí de manera mecánica. Charity nopareció darse cuenta—. Vamos, cariño,salgamos a cazar humanos. Estoy harta desangre de animales.

No dejó de mirarme mientras pronunciabaaquellas palabras, pues sabía qué efectotendrían sobre mí.

—Sois unos enfermos —dije con vozáspera—. Unos parásitos enfermos.

Charity no me oyó. Estaba demasiadoocupada observando la puerta por la que entróel rey. Con la cabeza baja, los vampiros seagacharon y le hicieron una reverencia. Fabianse mantuvo recto con dificultad, con los brazosaún cerrados en torno a los míos.

Yo no hice nada. «¿Por qué voy a hacerleuna reverencia?»

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El rey se volvió hacia Charity en primerlugar, y ella se apartó de entre los brazos deKaspar y bajó la cabeza, aunque se las arreglópara continuar lanzándome miradas furibundascada pocos segundos.

—Le recordaré, señorita Faunder, que laposición de su padre en el consejo y en la cortedepende tanto de sus propias acciones como delas de su familia. —Su voz era profunda y no letemblaba de rabia, pero contenía una evidenteamenaza—. Váyase —ordenó, y Charitydesapareció. No quería que tuvieran querepetírselo.

Entonces el monarca se volvió hacia mí yme encogí. Aquellos ojos grises, tan fríos quehicieron que me estremeciese, me taladraron.Fabian soltó su presa, pues se dio cuenta de queyo no iba a intentar nada ante el rey.

—Está jugando a un juego peligroso,

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señorita Lee. Terminará herida, o incluso peor,si no ceja en su empeño.

—Mejor muerta que una de vosotros —repliqué. Hice ademán de marcharme, peroFabian me cogió del brazo. Al parecer elsoberano no había terminado.

—Sus sentimientos cambiarán cuando sehaya acostumbrado a nuestro modo de vida,cosa que ocurrirá con el tiempo. Y eso esprecisamente lo que le sobrará, señorita Lee,pues su padre no es tonto. Conoce nuestropoder y no intentará liberarla durante unperíodo de tiempo considerable, y entoncesserá demasiado tarde.

Abrí los ojos como platos. «¿Quiere decirlo que creo que quiere decir?»

—Mi padre no sabe nada de los vampiros.Detrás del rey, Kaspar se echó a reír. Fue

una carcajada fría, hueca, llena de escarnio.

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—Tu padre está a cargo de la seguridad deeste país. Por supuesto que sabe que existimos.Y sabe que fuimos nosotros quienes matamos alos asesinos de Trafalgar Square, y sabe quetambién somos nosotros los que te retenemos.

Kaspar se calló cuando el monarca levantóuna mano. Cuando lo hizo, se le subió la mangade la camisa y atisbé un brazo salpicado devenas abultadas y oscuras.

—No se presentará ningún cargo contranosotros, señorita Lee. La PolicíaMetropolitana cerrará el caso sin hacer muchoruido en cuanto disminuya el interés de losmedios de comunicación. Su padre negaráinsistentemente la idea de que su desapariciónesté vinculada con el hecho de que presenciaralos asesinatos, tal y como mis embajadores lehan ordenado que haga, y si intenta hacer algoimpulsivo, como revelarle nuestra existencia al

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público general, usted sufrirá lasconsecuencias. Excepto que quiera convertirseen vampira, se quedará aquí para que no puedadar a conocer nuestra existencia a los humanos,y sufrirá como lo hacemos nosotros.

Abrí la boca y el corazón se me cayó a lospies. «Lo tienen todo pensado», me di cuenta.

—¡No podéis hacer eso! ¿Cómo ibais apoder hacer algo así?

—Estamos por encima de la ley y, comoestoy seguro de que puede comprender,señorita Lee, su situación es bastantedesesperada —dijo el rey. A continuación, sevolvió hacia Kaspar—. La señorita Faunderpuede quedarse tanto tiempo como quiera.Mientras esté aquí, no obstante, la señorita Leedeberá estar confinada en su habitación.

Comencé a protestar, pero el monarca meignoró y salió de la habitación. Atrás dejó a

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Kaspar, quien, con una sonrisa arrogantedibujada en la cara, se dispuso a regodearse:

—¿Es dulce la venganza, Nena?Fruncí el entrecejo y él, riéndose, se fue de

la cocina. Fabian me miró con simpatía y mellevó de vuelta a mi habitación.

Aquella noche, los gemidos de la habitaciónde al lado fueron incluso más sonoros.

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11VIOLET

La mañana del 7 de agosto Fabian entró en mihabitación. Se había desvanecido ya unasemana, así como mis esperanzas de salir deallí. El lado bueno era que la puta de Charity sehabía marchado.

—Tu familia está saliendo en las noticias.¿Quieres venir a verlo? —me preguntó despuésde explicarme que ya podía volver a salir de lahabitación. Lo seguí. Una diminuta chispa deesperanza volvió a encenderse en mi interiorcuando entramos en el salón y vi una foto mía—una del colegio... ya podrían haber elegidootra— llenando casi toda la pantalla. Sobre ella

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podía leerse la palabra DESAPARECIDA. Losdemás estaban reunidos en torno a los sofás,mirando la pantalla. La sintonía del informativoretumbaba y las imágenes de varias historiascentelleaban en la televisión a toda velocidad.

La música terminó y la presentadorasentada a la izquierda levantó la vista de suportátil.

—Violet Lee, hija del ministro de Defensa,Michael Lee, ha sido declarada hoyoficialmente desaparecida. —Mi cara volvió aaparecer en la pantalla—. La señorita Lee fuevista por última vez el 31 de julio alrededor dela una de la madrugada en la zona de TrafalgarSquare. Se teme que podría haber presenciadola matanza de treinta hombres, conocida comoEl Baño de Sangre de Londres, y haber sidosecuestrada por los asesinos. La PolicíaMetropolitana, que está ampliando la búsqueda

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al área del Gran Londres, no ha confirmadoesta hipótesis.

La imagen dio paso a un vídeo de variosagentes de policía con perros sabuesosinvestigando a las afueras de Londres. Meaferré al respaldo del sofá cuando sentí que meflaqueaban las piernas.

—Se ha confirmado que un zapato de tacónencontrado en la escena del crimen pertenece ala señorita Lee, aunque la policía ha descartadola posibilidad de que ella pueda ser consideradasospechosa. —Detrás de la cabeza delpresentador de la derecha apareció una imagende mi zapato en una bolsa de plásticotransparente—. Han surgido preguntas respectoa por qué no se ha denunciado antes ladesaparición de la señorita Lee, y hoy elministro de Defensa ha cedido a la presiónpública y ha ofrecido una declaración.

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Apareció mi padre, aferrado a la mano demi madre. Estaban sentados detrás de una mesay un montón de periodistas les sacaba fotos ylos asediaba con grabadoras. Tras ellos, en unapantalla azul, podía verse una foto mía de grantamaño y el número de teléfono deinformación que se había habilitado apropósito. Me faltó el aire cuando los vi,especialmente cuando me percaté de que a mimadre le caían lágrimas por las mejillas. Laexpresión de mi padre era serena, controlada.

—Estamos trabajando con la policía paraintentar encontrar a nuestra hija, y nos gustaríaagradecerles su apoyo —dijo mi padre con lavoz firme frente a un micrófono.

Otro periodista se puso en pie y elevó lavoz por encima del alboroto:

—¿Cree que esto podría estar relacionadocon los detractores de su decisión de enviar

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más tropas a Oriente Medio?Mi padre hizo un gesto de negación con la

cabeza.—No voy a hacer comentarios sobre

política. Éste no es ni el momento ni el lugaradecuado. Sólo queremos recuperar a nuestrahija. La echamos de menos.

En ese instante mi madre se derrumbó ycomenzó a sollozar. A pesar de eso, pude oírsus súplicas: quería que su hija volviera a casa.

Me escocían los ojos, yo también estaba apunto de llorar. Quería estirar la mano ytocarla. Quería consolarla, decirle que estababien a pesar de que no era cierto, a pesar de queno saldría de aquélla si continuaba siendohumana. Las lágrimas me rodaban por lasmejillas. Estaba paralizada: quería dejar deverlo, pero era incapaz de apartar la mirada dela pantalla. Fabian me puso una mano en la parte

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baja de la espalda. Lo rechacé.—Desde que Michael Lee ocupó el puesto

de ministro de Defensa en la sombra estandoen la oposición y luego obtuvo el cargo con laelección de su partido hace tres años, la familiaha sufrido una serie de aflicciones sinparangón. Hace cuatro años, a la temprana edadde diecisiete años, el hijo mayor de los Lee,Greg Lee, murió a causa de una sobredosis deheroína. En octubre del año pasado, a LillianLee se le diagnosticó leucemia y actualmenteestá en tratamiento. —La reportera guardósilencio y sentí que me quedaba sin sangre en lacabeza. El aire dejó de llegar a mis pulmonesporque me olvidé de respirar—. Ahora tenemosun mensaje de Lillian.

Lily, mi preciosa hermana Lily, apareció enla pantalla. Estaba tumbada en una cama dehospital con un montón de cables colgándole

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de las muñecas. Estaba más pálida que losparásitos que me rodeaban, pero sus brazosdaban la sensación de tener un ligero tonoverdoso. Tenía los ojos hundidos e inyectadosen sangre, y su aspecto era frágil y débil, aexcepción de sus mejillas, que estabanhinchadas a causa de los esteroides. Estabacalva, pero no importaba. Era mi preciosahermana pequeña, con cáncer o sin él. Parecíamuy enferma, pero yo sabía que se debía altratamiento.

Le colocaron un micrófono debajo de laboca, y comenzó a pronunciar palabras con lavoz un poco ronca. Era evidente que le costabatrabajo hablar.

—Vi... Violet, sé que estás ahí. Te... tedejarán marchar y volver a casa. —Cerró losojos y una expresión de paz le inundó el rostro.

La imagen regresó al plató de los

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informativos, y los presentadores, con aspectode sentirse incómodos, empezaron a explicarcómo ponerse en contacto con la policía parafacilitar información.

Horas después, continuaba aturdida.Aturdida y fría. No sentía nada: ni dolor niesperanza, ni felicidad ni miedo. Nada.

Fabian me estaba abrazando, y dejé caer lacabeza sobre su hombro. Bajó un brazo hastacolocármelo en la cintura y me atrajo hacia sí.Me había quedado sin lágrimas, cosa que supeque lo alegraría... Fabian tenía la camisetamojada. Mil y un pañuelos descansaban en unapapelera cercana, y tenía la nariz irritada y losojos rojos e hinchados.

—No llores más, ¿vale? No permitiré quellores más. Tu familia querría que fueras

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fuerte, ¿no?La preocupación se reflejaba en su rostro

anguloso y confería cierta belleza a susfacciones.

Asentí y me froté la nariz. Su cara se relajóun poco. Parpadeé y me di cuenta de que losdemás me estaban rodeando. El rey, Lyla,Kaspar, Cain, Thyme, Charlie, Felix, Declan ydos hombres a los que no reconocí. Al lado decada uno de ellos había dos bellas mujeres, unacon un bebé en un brazo y un niño agarrado dela mano. Tanto los hombres como los niñoscompartían los mismos cautivadores ojos decolor esmeralda.

«Sky y Jag —pensé—. Tienen que serlo,con esos ojos.»

El que tenía familia parecía mayor, así quesupuse que sería Sky; Thyme me había dichoque era el mayor. Supuse que las mujeres

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hermosas eran sus compañeras. Ninguna deellas parecía pasar de los veinticinco años. Unavez que hube observado a los recién llegados,bajé la cabeza y clavé la mirada en mi regazo.Me sentía como un león enjaulado.

Kaspar carraspeó y levanté la vista paraencontrármelo con un teléfono en la mano. Melo ofreció.

—Dos minutos, nada más.Me quedé mirando el aparato llena de

incredulidad.—Vamos, haz un esfuerzo —murmuró

Fabian con una ligera sonrisa en los labios—.Lo necesitas.

Contemplé el teléfono con inseguridad, notenía claro si quería hacerlo. «¿Y si me hacesufrir más?»

«Pero quieres hacerlo, ¿verdad?», se mofómi voz. Y supe que tenía razón. Le arrebaté el

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aparato de las manos y salí a toda prisa de lahabitación. Tenía las manos agarrotadas ysujetaba el teléfono como si fuera una reciénnacida.

—¡Recuerda que podemos oír todo lo quedecís! —gritó Kaspar cuando cerré la puertadel salón a mis espaldas y me senté en laescalera.

No le presté atención y marqué el númerode mi casa. Oí la señal y contuve el aliento. Seme aceleró el corazón cuando el segundo tonodio paso al tercero, y el tercero al cuarto.Estaba nerviosa. No sabía por qué.

—¿Hola?Se me cayó el corazón a los pies y se me

escapó un gemido. Las palabras se me ahogabanen la garganta.

—¿Papá?—¿Violet? —contestó llena de asombro

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aquella voz tan familiar.—Sí —murmuré con debilidad. Me fallaban

las palabras.Oí una especie de crujido, como si mi

padre tapara el micrófono, y me pareciódistinguir voces que hablaban acaloradamenteal otro lado de la línea. Entonces hubo otrochasquido y regresó. Me habló con unaurgencia inquietante.

—Voy a suponer que te están escuchando,así que no puedo decirte mucho. Sé que son losVarn quienes te están reteniendo, y sé lo queson. Debe de haberte producido un granimpacto descubrir todo esto, nunca fue miintención que lo supieras. Sé que, por lo queme han contado los embajadores de esoschupasangres, tu situación debe de parecerteimposible. —Pronunció la última frase con talveneno que incluso a mí me sorprendió... Y lo

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había visto bastante enfadado en otrasocasiones—. Pero es muy importante que no terindas. No te conviertas, da igual lo que tedigan o hagan. ¿Lo entiendes, Vi? —Nocontesté porque estaba intentando asimilar susapresuradas palabras, así que insistió—: ¿Loentiendes? Prométeme que no te convertirás.

Me quedé mirando el suelo de mármol.«¿Lo entiendo?»

—Te lo prometo —murmuré. Oí que lapuerta se abría frente a mí y, cuando levanté lamirada, vi a Kaspar atravesarla. Se apoyó contrala pared, cruzó los brazos y me miró. Mis dosminutos se estaban acabando. Entretanto, mipadre continuó:

—Te sacaremos de ahí, Violet, pero va allevarnos un tiempo y necesito saber variascosas. ¿Te han mordido o bebido algo de tusangre?

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Kaspar buscó mis ojos con la mirada.Titubeé y me quedé observándolo con fijeza. Élhizo lo mismo.

—No —mentí.En la frente de Kaspar apareció una

minúscula arruga de sorpresa. «¿Por qué hementido?»

—Bien —dijo mi padre—. Asegúrate deque no lo intentan y de que no te den a beber desu sangre mientras ellos beben de la tuya. Esote convertiría.

Sacudí la cabeza. Las lágrimas volvían aacechar mis ojos y me las enjugué, conscientedel hecho de que Kaspar seguía con elentrecejo fruncido.

—No puedes dejarme aquí, papá. Nopuedes —susurré. Se me escapó un pequeñosollozo—. ¡Matan a la gente!

Lo oí suspirar. No era mucho, pero me

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aferré a ello y saboreé aquel sonido.—Tengo que hacerlo, Vi. De momento.

Pero no nos rendiremos. Tengo contactos y...Lo interrumpí cuando Kaspar echó a andar

hacia mí. Agarré el teléfono con las dos manos,como si aquello pudiera impedir que me loquitara, y le hice la pregunta más acuciante quetenía, pues me di cuenta de que era la últimaque podría formular:

—¿Cómo está Lily? ¡Rápido! —añadíintentando transmitirle mi urgencia.

Percibió mi pánico y no dudó:—Débil, pero los médicos dicen que va

bien y que debería estar recuperada para...Kaspar me arrancó el teléfono de la oreja y

se lo llevó a la suya. Como si tuviera las manosclavadas al aparato, seguí su movimiento. Menegué a soltarlo hasta que me di cuenta de queme estaba aferrando al aire: Kaspar había vuelto

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a entrar en el salón para reunirse con el restode su familia.

Me dio con la puerta en las narices antes deque pudiera ir tras él, y cuando traté de girar elpomo me di cuenta de que estaba cerrada conllave. Me apoyé en ella e intenté escuchar, perono oí nada.

«Ni siquiera he tenido oportunidad dedespedirme.»

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12KASPAR

—Me parece que ya habéis hablado bastante.¿No estás de acuerdo, Lee? —le espeté altiempo que cerraba la puerta del salón y dejabaa Violet fuera.

—Vuelve a pasármela, Varn.Me eché a reír, consciente de que mi padre

me observaba desde lejos y escrutaba mispalabras.

—No. Tenemos que hablar de negocios.El sonido de la respiración de Michael Lee

cesó al otro lado de la línea. Se había apartadoel teléfono de la boca. Al fondo, le oí debatiracerca de qué debía decir, presumiblemente

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con uno de sus venenosos consejeros, queestaban decididos a hacernos la vida imposible.

—Me niego a hablar directamente concualquier persona que no sea uno de vuestrosembajadores o el rey —contestó al fin MichaelLee con frialdad.

—Vaya, pues has tenido mala suerte, Lee.Soy el heredero, y cualquiera de los asuntos demi padre es también asunto mío. Si eso tesupone un problema, háblalo con losconsejeros del rey. Ah, espera, yo también soyuno de los consejeros.

Oí que los engranajes de su cabeza semovían. La esposa de Sky, Arabella, cogió a susdos hijas, la mayor de las cuales tan sólo teníados años, y las sacó de la habitación mientrasmurmuraba algo sobre que no le gustaba lapolítica. Había dejado muy clara su posiciónrespecto a Violet: desaprobaba todo aquello.

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Tanto era así, que al principio se había negado aacompañar a Sky en su visita desde Rumanía.

—Entonces tú me valdrás —se mofó. «Esigual que su hija»—. Supongo que conoces aJohn Pierre.

«¿John Pierre? Sí, lo conozco bien.»—Por supuesto.—Y deduzco que eres consciente de que

fue a su hijo a quien matasteis en TrafalgarSquare.

—Claro.—Entonces estoy seguro de que no te

pillará por sorpresa oír que no está muycontento.

«No me digas, Sherlock.»—No me sorprende en absoluto.—Los hombres que se mueven por

venganza son los más peligrosos. Ten cuidado,Varn —gruñó Michael Lee.

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Todos los presentes en la habitación teníanla mirada clavada en mí. La de mi padre era lamás destacada, a la escucha, esperando mireacción.

—Eso apenas es una amenaza, Lee. Te dascuenta de que nuestro reino podría reducir a lamitad la población de este país en un día,¿verdad?

Tic, tic, sonaba la mente humana.—Puede que seas una sanguijuela, Varn,

pero no creo que estés hecho para elgenocidio.

—Tal vez no, pero no me importaría enabsoluto empezar por tu hija.

Las palabras apenas habían salido de miboca cuando Sky estiró la mano para coger elteléfono. Era evidente que mi hermano habíadecidido que yo ya había provocado suficientedaño. Se lo cedí alegremente, y él continuó la

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conversación. Mi padre desvió la atenciónhacia él. Jag se acercó a mí y me dio un codazodebajo de las costillas.

—Mírate, hermanito, tratando de política.Si no te conociera, pensaría que te hassometido a un cambio de personalidad. —Entonces bajó la voz y se dio la vuelta paradarle la espalda a Mary, su novia—. Buenejemplar para ser humana. —Me guiñó un ojo yse fue a cubrir a Mary de halagos. «No hacambiado en el tiempo que ha estado fuera»,me dije.

Salí con sigilo de la habitación, cansado dela charla. La chica estaba sentada en el últimoescalón, encogida sobre sí misma, con lacabeza sepultada entre los brazos. No oísollozos, aunque cuando levantó la cabezaseguía teniendo los ojos rojos e hinchados,pero le brillaban con una chispa de esperanza

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que se convirtió en una mirada acusadora encuanto se dio cuenta de que no llevaba elteléfono en la mano. Se encogió aún más y sepegó a la barandilla cuando pasé ante ella. Mesiguió con la mirada y creí oírla murmurar queera un capullo.

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13VIOLET

Las horas se convertían en días, cada uno deellos tan insignificante como el siguiente. Eltiempo transcurría en una nebulosa, sin nadadestacable.

Pasaba la mayor parte del tiempoenclaustrada en mi habitación, entreteniéndomecomo mejor podía. Había pasado exactamenteuna semana desde aquella llamada telefónica,pero seguía perturbando mis pensamientos.Durante un tiempo había albergado la esperanzade poder volver a llamar a mi familia, pero ya lahabía abandonado. Nadie me hablaba, aexcepción de los obligados intercambios de

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frases.Mi cumpleaños sería dentro de trece días.

Cumpliría dieciocho como rehén. Cerré lospuños cuando sentí una incomodidad familiaren el estómago y se me obstruyó la garganta.

Alguien llamó a la puerta e interrumpió misreflexiones. Me sequé los ojos a toda prisa,para que no se vieran llorosos. Sin esperar aque contestara, la persona entró justo cuandome estaba poniendo de pie. Para mi sorpresa,no era Fabian, que parecía ser el único que seinteresaba por mí, sino Sky.

Carraspeó y la habitación se llenó de unaobvia sensación de incomodidad. Cambié mipeso de un pie al otro.

—Se te requiere en el piso de abajo. Ahora.—¿Por qué?Antes de marcharse, me recorrió con la

mirada de arriba abajo fijándose en mi atuendo,

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un viejo y destrozado pijama de Lyla.—Tienes dos minutos.El hecho de que ignorara mi pregunta me

sacó de mis casillas, pero para cuando oí que secerraba la puerta de la habitación, ya estaba enel vestidor. Cogí algo un poco menosinapropiado y me cambié.

Salí de mi dormitorio preguntándome cuálsería la gran urgencia. Nunca se había requeridomi presencia en los quince días que llevaba allíy, además, Sky nunca me había dirigido lapalabra.

El hijo mayor de los Varn era mucho másviejo que los otros cinco —mil años, decíaFabian—, pero no era el heredero al trono. No,el heredero era Kaspar. Sky estaba casado conArabella, unos cuantos años más joven que él, ytenían dos hijas. La mayor parte del tiempovivían en Rumanía, como Jag y Mary. Yo

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sospechaba que lo que había provocado suvisita era mi llegada.

Cuando llegué a lo alto de la escalera vi queel vestíbulo de la entrada era un hervidero deactividad. Era como si la mayor parte de loshabitantes de la casa se hubieran reunido allí.Todos llevaban capas largas y negras, incluso ladiminuta Thyme. Los criados no paraban demoverse de un lado a otro, les entregaban cosasy después hacían una reverencia apresurada ypasaban a su siguiente tarea. Localicé a Annie,que me dedicó una leve sonrisa.

—Es como intentar poner un ejército enmarcha —dijo Fabian, quien se acercó asaludarme. Hizo una mueca al oír cómodiscutían los hermanos Varn en el piso inferior.Al contrario que los demás, él llevaba ropanormal.

—¿Qué ocurre? —le pregunté tras

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inclinarme sobre la barandilla para tener unavista mejor.

Volvió a hacer un mohín.—Es una caza.Fruncí los labios y contuve una arcada.

Acababa de darme cuenta de por qué Sky habíaevitado contestar mi pregunta hacía unmomento.

—¿Una caza de qué?Me lanzó una mirada que quería decir:

«Como si no lo supieras.»Cerré los ojos.—Pero ¿qué tengo yo que ver con eso?—Van a pasar fuera el fin de semana, así

que yo me quedaré aquí para hacerme cargo deti.

Abajo, Kaspar y Cain se metían el uno conel otro, sin preocuparse lo más mínimo por loque estaban a punto de hacer.

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—No necesito niñera. ¿Qué demonios iba ahacer? Tampoco es que pueda irme a ningúnsitio.

Se encogió de hombros y comenzó a bajarla escalera.

—Ya lo sé. Pero podría ser peor. Podríaquedarse Kaspar.

Me lanzó una mirada cómplice.«Eso es verdad.» Sería idiota si confiara en

Fabian, pero era el mejor de los dos males si selo comparaba con Kaspar.

El rey echó a andar y, en cuanto lo hizo, losmayordomos se apresuraron a abrir las dosenormes puertas de la entrada. Desapareció porel umbral y, uno a uno, los demás lo siguieron.Kaspar, por el contrario, se quedó rezagadoesperando a Fabian al pie de la escalera. Losdos descendimos.

—No la pierdas de vista. —Me señaló con

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el pulgar, y yo bajé la mirada al suelo.—Soy perfectamente capaz de cuidar de

una humana, Kaspar —replicó Fabian.—Quizá.Iba a marcharse, pero me abalancé sobre él

y lo agarré por la muñeca. El corazón me dioun vuelco a causa de aquel repentino ataque deenergía. El suelo rechinó bajo sus botas cuandose dio la vuelta. La capa se le separó de laamplia camisa de lino que llevaba debajo yreveló el escudo de armas que tenía estampadoen el pecho: una rosa negra de la que caía unagota de sangre que se convertía, más abajo, enuna «V».

—Por favor, no mates a nadie —susurré.Creí ver que sus ojos se suavizaban durante

un instante. Pero liberó la muñeca que le habíaasido como si yo no fuera más que una cría. Yme di cuenta de que eso debía de ser para él.

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«Una cría.» Bajó los escalones de la entrada enpos de los otros, que ya estaban a mediocamino de los inmensos jardines, pero sedetuvo cuando llegó al césped y se volvió haciamí, que lo observaba de pie desde la puertaabierta. Era la primera vez que respiraba airefresco desde hacía semanas.

Levantó la mirada del suelo para buscar lamía. Me la mantuvo durante un momento antesde ponerse la capucha de la capa sobre lacabeza y cubrirla toda de sombra a excepciónde sus brillantes ojos de color esmeralda. Sufigura oscura permaneció allí un poquito más,hasta que se dio la vuelta hacia la puesta de soly se convirtió en un borrón oscuro en mediodel paisaje. Echó a correr hacia la partida decaza, al igual que la primera vez que les habíapuesto la vista encima a los seres de aquellaespecie.

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La luna pronto sustituyó al sol, y lasestrellas salpicaron el cielo despejado de lanoche, libre del resplandor naranja de las zonasconstruidas. En algún lugar, un reloj dio la horay me indicó que se acercaba la medianoche.

—Hay mucho más en este mundo de lo quelos humanos creen, ¿verdad? —pregunté alvolverme hacia Fabian desde mi asiento de laventana.

Tenía el rostro enmarcado por las llamasdanzarinas del fuego que ardía en el hogar. Eraescalofriante contemplar cómo las lenguasanaranjadas le iluminaban la piel pálida. Se lalamían como si anhelaran convertir en cenizasu presencia antinatural.

—Mucho más. Ésta es sólo una de lasmuchas familias reales —continuó—. Pero es

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mejor que no sepas nada más. La ignorancia esuna bendición. Atesórala.

Asentí con la cabeza. «Tiene razón.»Desdoblé las piernas, me levanté del

asiento y me encaminé hacia uno de lossillones. Fabian levantó la vista previendo quele iba a hacer preguntas. Ya se habíaacostumbrado a mis interrogatorios.

—¿Qué le pasó a la reina?En seguida me arrepentí de haberlo

preguntado porque, fuera lo que fuese, habíaremovido en su interior algún sentimientoprofundo y olvidado. Se recostó en su sillón ysus ojos azules destellaron al volverse negros yluego grises, tono en el que se estancaron. Erandespiadados, habían perdido toda la vida quesolían encerrar. Si Fabian hubiera podidoperder el color de la cara, habría sucedido.

—Lo... Lo siento, no debería haber

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preguntado —tartamudeé. Se le pusieron losojos vidriosos y no se movió—. ¿Fabian?

Dio un respingo y el gris de sus iris pareciófundirse cuando recuperaron su habitual colorazul cielo. Relajó la tensión de sus músculos yse pasó una mano por la parte de atrás de lacabeza.

—Lo siento, pero cuando conoces a alguiendurante tanto tiempo... te... —Se quedó callado—. Te lo contaré con la condición de que no ledigas nunca ni una palabra a nadie.

No lo dudé:—No abriré la boca.—Empezaré desde el principio. Es una

historia muy larga.Cambié de postura, intentando ponerme lo

más cómoda posible, pero sin apartar la miradani un segundo de su rostro entristecido.

—Los vampiros existen desde hace

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millones de años. Vivíamos en armonía con lanaturaleza, sin ningún tipo de conflicto, ybebíamos la sangre de cualquier animal al quepudiésemos ponerle las manos encima. Si lateoría de la evolución está en lo cierto, cuandoaparecieron los humanos los vampiros seencontraron por primera vez con una especieque podía plantarles cara. Pero los tratamoscomo si fueran cualquier otro animal:empezamos a cazarlos y pronto desarrollamoscierto gusto por su sangre.

—¿Cómo puedes saberlo si sucedió hacetanto tiempo? —le pregunté.

—Ya te dije que el vampiro más viejo es...bueno, muy viejo —contestó—. Como te ibadiciendo, los primeros humanos aprendieron adefenderse, y los vampiros se dieron cuenta desu error. La familia de vampiros más poderosa,la de los Varn, ordenó a todos los de su especie

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que se escondieran. Debían intentar no matar ahumanos cuando se alimentasen y cazar por lanoche. Fue un intento drástico de evitar ladestrucción de ambas especies.

Asentí.—Pero no entiendo qué tiene que ver esto

con la reina.—Todo cobrará sentido dentro de un

instante. La humanidad iba creciendo, y muyrápido. Obligados por los ataques implacablesde los humanos, los Varn y varios cientos devampiros más huyeron a Rumanía. Seaprovecharon de los confiados lugareños de laEuropa del Este, que no eran conscientes de laamenaza que vivía en sus tierras. Más o menosen aquella época, se descubrió que los humanospodían ser convertidos, así que los antepasadosde Kaspar ordenaron una conversión en masa.Miles de personas se volvieron vampiros en

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una sola noche. Más fuertes y más seguros, losvampiros se extendieron.

Paró para coger aire, y me di cuenta de quehabía estado conteniendo el aliento.

—Pero las viejas normas aún estabanvigentes y, al no verlos, los humanos fueronolvidándose de los vampiros. Las historias quelos padres contaban a sus hijos pasaron a sermitos y leyendas. Pero hubo algunos que jamásolvidaron. Esos humanos se convirtieron encazadores y asesinos, y juraron proteger a lahumanidad. En cierto sentido lo consiguieronexpulsando a los Varn de Transilvania haceunos trescientos años.

»El rey Vladimir, el monarca actual, llevamilenios gobernándonos. Pero cuando no eramás que un príncipe conoció a una vampira quevivía en lo que ahora es España. Se llamabaCarmen Eztli. Con el tiempo, se enamoraron y

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se casaron un siglo después. Hacían una parejaperfecta y juntos reinaron durante casi diez milaños y tuvieron seis hijos.

Apoyó la barbilla sobre las manos.—Ella era el antídoto perfecto contra el

pesimismo y el mal carácter del rey, y él, porsu parte, controlaba la afilada lengua de lareina. Un amor como ése no se encuentra todoslos días.

No pude dejar de advertir que Fabian noparaba de referirse al pasado, pero daba lasensación de que estaba a punto de explicarmelo que le había preguntado.

—Hace sólo algo más de tres años, unnuevo gobierno humano alcanzó el poder.Externamente, parecían simpatizar más connuestra causa, así que la reina, viendo unaoportunidad, se apresuró a buscar un nuevotratado. El gobierno accedió con la condición

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de que sus aliados asesinos, el clan Pierre,también lo firmaran.

No pareció darse cuenta de que me habíatrasladado a la mesita de café para tratar decaptar sus palabras susurradas, que se ibantornando cada vez más inaudibles.

—La reina realizó una visita a Rumanía paraabrir las discusiones. Acudió a la casa solariegade los Pierre en aquel país, y antes de quepudiera siquiera... saltaron sobre ella... —Seahogaba, le brotaban sollozos de los labiospero no derramaba lágrimas—. ¡Saltaron sobreella y le clavaron una estaca en el corazón!

Me llevé las manos a la boca y ahogué unaexclamación.

—¿La mataron? —No sé qué me esperaba,pero desde luego no era aquello. Noté que algohúmedo me caía sobre el regazo y, asombrada,descubrí que yo sí estaba llorando. Me acerqué

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a Fabian y me coloqué de pie junto al brazo dela silla. Apenas era consciente de lo que estabahaciendo—. Lo siento mucho —susurré—. Nodebería haber sacado el tema.

Me rodeó la cintura con los brazos ydescansó la cabeza sobre mi vientre. Me tenséante aquel repentino contacto, pero él nopareció percatarse de lo incómoda que mehacía sentir.

—No pasa nada —contestó también en unsusurro—. Era imposible que lo supieras. Fuehace dos años y medio, pero para nosotros esoes como ayer... Nos destrozó... Era muyquerida... A su funeral asistieron miles depersonas. —Sus frases eran inconexas yentrecortadas; su dolor al revivir lo que habíapasado, evidente—. Fue el peor día de mi vida.Lloró muchísima gente y..., Violet, losvampiros no lloran con facilidad. Pero lo

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hicieron. Fue horrible. Estoy acostumbrado aque la gente muera, pero aquello... Aquello fuediferente. Fue como si hubiera perdido unaparte de mí, como si la mitad de mi corazónhubiese muerto.

Asentí, comprendía aquel sentimiento a laperfección.

—Después todo cambió. Nadie volvió a serel mismo. El rey abandonó la habitaciónprincipal y Kaspar la ocupó en su lugar. El reyVladimir murió junto con su esposa.

Los ojos se le llenaron de másremordimiento, más dolor, másarrepentimiento.

—Hubo muchos asesinatos en aquellaépoca. ¿Te diste cuenta?

Abrí mucho los ojos. El artículo delperiódico comparaba Trafalgar Square con elincidente de El Chupasangres de Kent, que

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había ocurrido más o menos por aquellos días.—¿Y Kaspar? —continué presionando.—Se lo tomó mal. Peor que cualquiera de

los demás. Estaba muy unido a su madre. Perono fue sólo eso. Únicamente el cuarto y elséptimo hijo pueden heredar el trono, y lamuerte de la reina significaba que nunca habríaun séptimo vástago y que él es el heredero.

Sus ojos volvieron a cobrar una tonalidadgris oscura, y su abrazo se tornóinsoportablemente fuerte. Solté un gemido dedolor cuando comencé a sentir que miscostillas estaban a punto de ceder. Redujo lapresión, pero mantuvo los puños apretados.

—El dolor lo cambió. Ya no es el Kasparque yo solía considerar un hermano. —Dejóescapar una risa hueca—. Bueno, tambiénentonces era un mujeriego, pero no era nada encomparación con lo de ahora. Ahora usa y

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abusa de su poder acostándose con cualquiercriatura que camine, y no le importa enabsoluto quitar una vida... —Se quedó callado,demasiado traumatizado para continuar.

Sí, conocía a aquel Kaspar. Pero de algúnmodo, a pesar de todo mi odio, a pesar de todolo que me había hecho, sentí pena. Yo sabíacómo se sentía. Yo sabía que el dolor podíaesculpir y remodelar tu vida. Sabía cómo podíallevarte a detestar a tus seres queridos. Sabíaque uno haría cualquier cosa con tal de calmarel dolor durante un solo instante.

—Ojalá, Violet, pudieras habernos vistoantes de que ocurriera. Entonces te habríasformado una opinión diferente de nosotros.

No dije nada. No podía darle la razón. Elodio hacia los vampiros estaba profundamenteanclado en mi interior, transmitido degeneración en generación hasta remontarnos a

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los primeros humanos que habían aprendido atemer a aquellas poderosas criaturas.

—Y con ella murió toda esperanza de pazcon los humanos y los asesinos. Ahora laguerra no está haciendo más que empeorar. —Me apretó, como si yo no estuviera en el bandocontrario del conflicto—. Nos destruirá,excepto si es cierta la Profecía.

Lo empujé con delicadeza para liberarmede su abrazo y me senté en el brazo de susillón.

—¿La Profecía?—La Profecía de las Heroínas. Algún

chalado del siglo VIII predijo que si nueve«heroínas elegidas» se encontraban las unas alas otras y aprendían a trabajar juntas, podríancrear una paz duradera entre la humanidad ynosotros. Pero ¿por qué dejar algo tanimportante en manos del destino? Todo el

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mundo creía que la reina podía lograrlo... peroahora tenemos que esperar lo imposible —concluyó con un dejo amargo en la voz.

»Pero ¿sabes qué es lo peor, Violet? —mepreguntó después de una larga pausa durante laque volvió a cerrar los puños—. Que estabaplaneado. Nos dieron un soplo anónimo queaseguraba que alguien de vuestro gobiernohabía ordenado su asesinato. No sabemosquién. Pero juro que si alguna vez lo descubro,le chuparé toda la sangre a alguien que quierapara que sepa lo que es perder a un ser amado.Para que él también sufra ese dolor.

Dejó de hablar con un gruñido y los labiossobre las encías. Tenía los ojos de color rojosangre, pero cada poco tiempo cambiaban alnegro.

Me aparté, asustada de aquella faceta deFabian que intuía pero que no había visto nunca.

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Bajó la mirada hacia mí, y unos mechonesrubios le cubrieron los ojos lívidos. Suexpresión se relajó de inmediato y sus ojosrecuperaron su azul etéreo.

—Lo lamento, Violet. Es mejor que no losepas —murmuró. Volvió a atraerme hacia él yme dejé caer sobre el brazo de su sillón. Tratéde asumir aquella avalancha de información yde hacer que encajase con lo que ya sabía. Todocobraba sentido.

—Tienes que irte a la cama —tintineó lavoz musical de Fabian junto a mi oído.

Hice un gesto de asentimiento, se mecerraban los ojos. Me di cuenta de queempezaba a levantarme en brazos y, al cabo deunos segundos, ya me estaba depositando sobrelas sábanas cálidas. Estaba a punto de cerrar losojos cuando vi que se inclinaba sobre mí.Durante un instante, me invadió el pánico, pero

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se desvaneció cuando sus labios, tan fríoscomo un día de invierno, me rozaron la mejilla.

—Dulces sueños, Violet.Oí un clic y las luces se apagaron. Los

pensamientos, perezosos, entraban y salían demi mente formando el comienzo de los sueños.

Mi padre había entrado en el gobierno hacíajusto tres años. No le gustaban los vampiros.Abrí los ojos de golpe y me incorporé en lacama sobresaltada.

«No fue él, ¿verdad?»«Es una coincidencia —me dije con

firmeza—. Una coincidencia.» Cualquierahabría podido ordenar la muerte de la reina.Desesperada, metí todos mis pensamientos alrespecto en una caja dentro de mi mente, lacerré y tiré la llave. No volvería a pensar enello.

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14VIOLET

Allí el tiempo pasaba sin que me diera cuenta,como si los granos de arena del reloj sedivirtieran cayendo cuando les daba la espalda.Antes de que me diera cuenta, el sol se habíapuesto sobre la finca de los Varn, Varnley, y laluna ascendía si no estaba cubierta por lasamenazadoras nubes de tormenta que llegabanpor encima de las colinas boscosas. Habíacomenzado a llover hacía un rato, justo comohabía ocurrido la primera noche que pasé allí.Reconocí el mérito de la constancia del clima:la lluvia persistió durante toda la tarde ycontinuaba cayendo en cuanto entró la noche.

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Cuando me estaba poniendo el pijama, losprimeros resplandores iluminaron mihabitación en penumbra. Sobre las paredes seproyectaron grandes sombras y contemplé, casisobrecogida, las formas de los relámpagos quebajaban a toda velocidad para impactar contra elsuelo. Segundos después, los restallidos de lostruenos retumbaron sobre el valle. Loscortinajes que cubrían las puertas acristaladasse agitaban ligeramente cuando los ferocesvientos hallaban la forma de entrar a través delas minúsculas grietas del marco. Me metí enla cama y dejé a un lado mi miedo infantil a lastormentas. Me envolví bien en las sábanas paraalejar el frío. Cerré los ojos con fuerza yesperé hasta sumirme en un sueño intranquilo.

Una figura cubierta con una capa avanzaba

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por el bosque, en las profundidades en las quemandaban los hombres apartados de lasociedad, los canallas. Los canallas como él.

No hacía ni un solo ruido al caminar, susmovimientos eran fluidos, elegantes como losde una alondra, pero sigilosos como los de unáguila y rápidos como los de un halcón. Ya lohabían comparado con esos animales, y legustaba.

La figura conocía bien el camino, así queno necesitaba bajar la mirada, la tenía clavadaen el edificio que cada vez tenía más cerca: sudestino. Era una construcción recargada, perobastante insignificante teniendo en cuenta loque escondía. No era grande y estabatotalmente hecha de una piedra gris... tal vezgranito. La figura no lo sabía, y tampoco leimportaba.

La brisa se coló por la puerta abierta y,

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ansiosa por completar su misión, la figura quese ocultaba tras la capa bajó los escalones delinterior de tres en tres, impaciente. Cuandollegó al final, si hubiera sido humano habríasentido el considerable descenso de latemperatura y la frialdad del aire estancado.

Agachó la cabeza, pero no por respeto, sinopara no golpeársela contra el techo bajo, yavanzó a toda prisa por el largo corredor,pasando ante el lugar de descanso de loscadáveres de vampiros muertos hacía muchotiempo. Sus pasos eran lo único que se oía enla oscuridad, e incluso él mismo admitía quetenía que esforzarse para captarlos. Sonrió parasí. Ni siquiera las ratas osaban aventurarse allíabajo. Se le hinchó el ego, pues sabía que era elúnico que tenía el valor necesario para explorarlas tenebrosas profundidades de esascatacumbas.

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Llegó a una habitación y dejó que su miradala recorriera hasta posarse sobre una chicaatada a los pies del trono de piedra que protegíalas tumbas. Tenía la cabeza agachada y susmejillas carecían de color. Los enormes cortesde su cuello rezumaban sangre y tenía la ropadesgarrada. Estaba casi desnuda. La figura vioque los pechos de la joven, antes tersos,estaban cubiertos de pequeños arañazos, y suvientre estaba rojo e hinchado, como si lehubieran asestado varios puñetazos. La cuerdadeshilachada que le rodeaba las muñecas lehabía arrancado trozos de piel, y el hueso se leveía a través de la carne de su tobillo.

Continuó mirándola, asqueado. Al menosaquella pandilla de marginados podría haberlellevado algo un poco más apetecible. La daríapor muerta si no distinguiera cómo se movía supecho al respirar.

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Dio un paso al frente. Su pisada retumbó enel silencio y la chica, sobresaltada, levantó lacabeza y, esforzándose por enfocar la mirada,escudriñó la oscuridad.

—¿Qui... Quién eres? —preguntó con vozronca.

—Quién soy no debe preocuparte, pero síqué soy —se burló, y a continuación separó loslabios para descubrir sus dos afiladoscolmillos.

El miedo la hizo abrir los ojos como platose intentó echarse hacia atrás, pero las cuerdasque la sujetaban se lo impidieron.

—Por favor...La interrumpió:—¿Cómo te llamas?—Sa... Sarah.Él volvió a sonreír y sus dientes

resplandecieron.

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—Bien, Sarah. Tengo una propuesta para ti.—Se agachó hasta quedar a su altura—. Tú y yopodemos divertirnos un poco y puedes volvertecomo yo... cuando haya terminado contigo,claro está. O puedes convertirte en mi cena yno te daré la opción de sobrevivir. Tú eliges.

Las lágrimas comenzaron a rodar por lasmejillas de la chica.

—Mátame. Por favor —lloriqueó. O almenos eso le pareció a él, un lloriqueo. Enrealidad se asemejaba más al quejido de unperro.

La sonrisa desapareció de su rostro.Aquello no era lo que quería. La lujuria y la sedle palpitaban por todo el cuerpo, propulsadaspor su corazón muerto. Y quería salirse con lasuya. Le secó las lágrimas a la chica con elpulgar e hizo un mohín cuando la suciedad lecubrió los dedos. Le acarició la mejilla

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trazando pequeños círculos con el pulgarmientras se esforzaba por conservar su actitudtranquila.

—¿Estás segura, Sarah? Podríamospasárnoslo muy bien —la provocó, jadeante.

—¡Duele demasiado! Termina con esto —contestó sollozando. Volvió a dejar caer lacabeza.

La figura sabía que la joven pronto perderíala conciencia para protegerse del dolor. Pero élno permitiría que se escapase con tantafacilidad. La agarró por el cuello con ambasmanos y tiró de ella para liberarla de lascuerdas.

—Tienes suerte de que sea un vampirocompasivo.

Con aquellas palabras, le rompió el frágilcuello. El chasquido reverberó en la quietud.Muerto de sed, se acercó el cuello a los

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colmillos expectantes y empezó a beber.La sangre de la joven estaba amarga y

distaba mucho de resultar agradable, pero demomento tendría que bastarle. Levantó entrelos brazos el cuerpo magullado y salió alexterior para arrojar el cadáver al bosqueoscuro.

Un pequeño hilillo de sangre brotó de suslabios y se deslizó hasta su barbilla. Se lo secósonriendo para sí. Ya deseaba más.

Me incorporé de golpe en la cama y grité;el estridente sonido rebotó contra las paredes.Gotas de sudor frío me perlaban la frente yestaba temblando, jadeando por tomar aireentre mis alaridos.

—¡Violet! —La puerta se abrió y vi aFabian con una expresión de terror en el rostro

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—. Violet, ¿estás bien? —Se apresuró a llegara mi lado y desenredarme de la masa de sábanasen las que me había enrollado mientras dormía.Los sollozos secos me escocían en la gargantay tomé varias bocanadas de aire cortas ysuperficiales, desesperada por respirar.Intentaba asentir con la cabeza, pero no lolograba—. ¿Qué te pasa? ¿Qué ha ocurrido? —continuó preguntando. Después, me pasó unbrazo por los hombros.

—Estaba dormida... —comencé confusa.Mi mirada saltaba de un lugar a otro de lahabitación buscando respuestas inexistentes.

—¿Era un sueño, Violet? —trató decalmarme Fabian tras apartarse de mi sudorosapiel y mirándome con sus reconfortantes ojosazules. Asentí—. ¿Qué estabas soñando? ¿Porqué era tan horrible? —quiso saber.

Yo intentaba respirar hondo, no muy segura

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de si debía contárselo. No lo entendería.¿Cómo iba a entenderlo? Él nunca dormía,nunca soñaba, nunca tenía pesadillas.

—Había un hombre. Y una chica. Él... él lamataba. —Sollocé y la sensación de escozorregresó. La bilis me subió por la gargantacuando pensé en la joven suplicándole que lamatara y sentí un par de arcadas—. Parecía muyreal.

—Sólo ha sido una pesadilla, Violet —murmuró Fabian con tono serio y pococonvincente—. Pero dímelo si tienes más, ¿deacuerdo?

—Sólo si prometes no contarle a nadie quelas tengo.

Era una petición extraña, pero no quería quenadie lo supiera, sobre todo Kaspar.

—Tienes mi palabra —me aseguró Fabian yse puso en pie para marcharse—. ¿Ya estás

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bien?Sonreí y asentí, y él se marchó no muy

convencido.Pero yo no estaba bien. En cuanto cerré los

ojos e intenté volver a dormirme, se me pasópor la cabeza un pensamiento mucho másperturbador. Si la pesadilla era real, una joveninocente acababa de morir y, en algún lugar enmedio de la oscuridad, un verdadero monstruomerodeaba por el bosque cercano.

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15VIOLET

A la mañana siguiente me desperté temprano,todavía inquieta a causa del sueño que habíatenido. Estaba aturdida y cansada, pero deseosade levantarme antes de que regresaran los Varn.El sol se abría paso entre las nubes blancas yesponjosas, y el día parecía tener un toqueveraniego... Por fin. Me preparé y salí de lahabitación, sólo para frenar en seco cuandollegué a lo alto de la escalera. Me quedéboquiabierta. Los Varn habían vuelto. Pero noestaban solos. Retrocedí hacia las sombras y,con los ojos como platos, fijé la mirada en lapared de enfrente. «Tengo que volver a mi

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habitación y cambiarme.»—Te he visto, Nena —se mofó una voz

desde la parte baja de la escalera... Kaspar.Toda la compasión que pudiera haber sentidohacia él tras conocer el destino de su madre seevaporó con su tono arrogante. Gruñí—. Noseas maleducada, baja.

De mala gana, me acerqué de nuevo alborde de la escalera. Vacilé al llegar al primerescalón y me rodeé la cintura con los brazos.El primero en levantar la vista fue Fabian, quesonrió. Al cabo de un segundo, otros veintevampiros tenían la mirada clavada en mí.

La mayor parte eran hombres, pero tambiénhabía unas cuantas mujeres, entre ellas Charity,que no dejaba de lanzarme miradas asesinas.Había vampiros de varias edades: algunosparecían tan jóvenes como Kaspar, otrosparecían recién salidos de un ataúd.

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Desde el piso de abajo me llegó un silbidode aprobación, y bajé la mirada para buscar suorigen. Apoyado junto al último peldaño, habíaun hombre con el cabello rubio, enmarañado ybastante corto, la barbilla cubierta de una ligerabarba de varios días y la piel de un extraño tononaranja pálido. Me mirabadespreocupadamente, sin molestarse en ocultarel hecho de que se estaba fijando en mispechos.

—Vaya, Kaspar, ¿quién es ésta? —Teníaacento norteamericano... un gran contraste conla pronunciación de los Varn, la característicade la clase alta británica.

—¿Quién es esa sanguijuela? —murmurésin pretender que lo oyeran, aunque porsupuesto que lo oyeron.

—¿La humana? —La voz del hombre sellenó de regocijo cuando se lo preguntó a

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Kaspar, que asintió—. Bueno, pues baja,entonces. Estoy seguro de que a Kaspar no leimportará compartirte.

No iba a moverme, pero la mirada furibundade Kaspar me hizo pensar lo contrario. No tuveque esperar mucho, pues su expresión seconvirtió en un arma cuando leyó las letras demi camiseta... Bueno de la camiseta de Lyla:LO SIENTO, NO BRILLO CUANDO ME DA EL SOL.PERO ¡ME FOLLARÍA A VAN HELSING AHORA

MISMO!—A la cocina. Ahora mismo —rugió.

Señaló la puerta del salón y me siguió a travésde ella. Se situó frente a mí en cuanto llegamosante la encimera.

—¿Qué coño es eso? —Señaló la camiseta.—¡Es de Lyla! —protesté.Se apoyó contra la encimera y se pasó una

mano por un lado de la cara.

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—Ahí fuera está la mitad del consejo. ¡Y tútenías que ponértela precisamente hoy! Dios,causas demasiados problemas.

—¿Los vampiros tienen consejeros...?—Está claro. Acabas de tenerlos justo

delante —replicó Kaspar—. Vete, vete ya. Perotendrás que bajar a cenar más tarde. Ponte algomás agradable que eso. —Señaló mi ropa y mehizo un gesto para que me marchara.

Di un bufido y me marché. Volví a subir laescalera, pero a medio camino se me erizó elvello de la nuca y me sentí obligada a mirarhacia atrás. Alguien me estaba observando. Enefecto, un joven situado en la esquina másapartada de la habitación estudiaba mi espaldacon concentración. Tenía el cabello, largo yplateado, recogido en una coleta y un rostroextremadamente anguloso con los pómulosmuy prominentes. No era feo, de hecho era

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bastante atractivo, pero tenía algo que lo hacíarepulsivo. Tal vez fuera su pose: me miraba conlos ojos entrecerrados y una expresión gélida.O quizá fuese su capa carmesí, del mismocolor que la sangre. Me di la vuelta y meapresuré a llegar al piso de arriba subiendo losescalones de dos en dos.

Me dejé caer en la cama y golpeé elcolchón para liberar mi frustración. Una cenacon un vampiro. «Qué felicidad.»

El reloj iba acercándose a las seis y, aregañadientes, salí de la cama, soñolienta trasla siesta. No había tenido intención de dormir,pero estaba sufriendo las consecuencias de losmadrugones. Lyla ya me había preparado unvestido corto y marrón oscuro. Me lo puse,contrariada por lo pronunciado que era el

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escote de encaje.No pasó mucho tiempo antes de que alguien

llamara a la puerta. Pensando que sería Fabian,me levanté para ir a abrir. Pero cuando lo hice,tardé en reaccionar al ver quién estaba en elpasillo.

Era el vampiro de la esquina apartada delvestíbulo. Ahora tenía los ojos azules oscurosmás grandes, más cálidos, y una sonrisaadornaba su rostro. Llevaba un traje negro conuna corbata roja y el cabello suelto le caíasobre los hombros.

—Perdóneme, señorita Lee, pero me hanenviado para acompañarla a la cena —dijo convoz suave.

Me sonrojé.—De acuerdo. —Hice un gesto de

asentimiento mientras trataba de pensar en algoque decir—. Eh... Deme sólo dos minutos, casi

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estoy lista —dije, y retrocedí y me dirigí a todaprisa hacia el vestidor.

—No hay problema —dijo a mi espalda.Una vez en el armario, me dispuse a buscar

un par de zapatos.—¡¿Y quién es usted?! —grité desde el

vestidor.—Soy el honorable Ilta Crimson, segundo

hijo de lord Valerian Crimson, conde deValaquia. —Me sobresalté al oír su voz justodetrás de mí—. No se asuste, señorita Lee. Novoy a hacerle daño. —Estiró los brazos y merodeó las manos con las suyas—. Sólo tengocuriosidad por su más que intrigante futuro. —Sonrió de un modo demasiado encantador y levi los colmillos afilados. Podría haber juradoque eran mucho más largos y puntiagudos quelos de cualquiera de los Varn o de sus amigos.

En ese momento, Fabian apareció en la

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entrada y primero la sorpresa y después la rabiale cubrieron el rostro.

—¿Qué estás haciendo aquí? —exigiósaber con la mirada clavada en Ilta.

Yo me fijé en nuestras manos, todavíaunidas, y aparté las mías de inmediato.

—Estoy aquí porque el rey me ha enviadopara acompañarla a la cena —contestó Ilta.

Fabian arqueó una ceja.—Bien, pues Kaspar me ha enviado a mí.

¿Estás bien? —me preguntó. Me miró como sien realidad debiera estar temblando.

Asentí.—Bueno, pues guíanos.

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16VIOLET

Entré en el comedor con Ilta delante de mí yFabian justo detrás. Las velas titilaban en lossoportes de las paredes y bañaban la habitaciónde una luz suave. Las ventanas estabanguarnecidas con cortinas rojas y en el centro dela sala había una mesa extremadamente largacubierta con un mantel rojo oscuro sobre elque se extendía una cubertería muy elaborada.Cada uno de aquellos platos de porcelana debíade haber costado una fortuna.

Ilta me condujo hasta el centro de la mesa,donde apartó una silla para que me sentara.Tomé asiento y, en un instante, lo tuve en la

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silla que había justo enfrente de mí. Detrás denosotros comenzaron a entrar otros vampiros,que fueron ocupando sus asientos. A mi lado, ala izquierda, se sentó el norteamericano. A laderecha, Fabian.

Al cabo de unos cuantos minutos, todosestaban ya sentados y un rumor continuollenaba la habitación. Me volví hacia Fabian.

—¿Qué es esto? —murmuré tratando dehablar tan bajo como pude.

—Bueno, dado que los miembros delconsejo van a debatir qué hacer contigo mañanapor la mañana, querían conocerte en persona.

—¿Por qué van a debatir sobre mí? —lepregunté alarmada.

—Se han producido... novedades. —Se pusoa juguetear con uno de los muchos cuchillosque había en la mesa y, al capturar el reflejo demi horrorizada expresión en la hoja

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resplandeciente, volvió a dejarlo en su sitio—.Vaya, no pongas esa cara. No te librarás de mimaravillosa compañía con tanta facilidad.

No era aquello lo que me preocupaba, sino«las novedades».

—¿Qué tipo de novedades?—Decirte eso me costaría más que mi

herencia. De todas formas... —Miró hacia lapuerta antes de pasarme un brazo por debajo delcodo y empujarme para que me pusiera en pie—. Comienza el espectáculo.

Se abrió la puerta y entró el rey. Todo elmundo se calló, se puso en pie y esperó a queapartaran mínimamente la silla que había a lacabecera de la mesa y después volvieran aempujarla hacia adelante, una vez que elmonarca hubo tomado asiento. Sólo cuando élestuvo sentado lo imitaron el resto de lostreinta invitados, entre ellos todos los Varn.

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Lo miré, abrumada por su presencia, y medi cuenta de que tanto el soberano comoKaspar llevaban el mismo bordado con suescudo de armas. La única diferenciaperceptible entre el padre y el hijo era lasonrisa de arrogancia que Kaspar llevabadibujada en la cara. Le guiñó un ojo a Charity,que soltó una risita, se ahuecó el pelo y ledevolvió el gesto. Mientras lo observaba,desvió la mirada en mi dirección. Su sonrisa sehizo más amplia, pero se distrajo cuando uncamarero comenzó a servirle un vaso de sangre.

También a mi lado apareció un camareroque me ofreció vino. Acepté, y el hombrevolvió al cabo de unos segundos. Después detan sólo uno o dos minutos, los sirvienteshabían terminado de llenar todos los vasos, asíque se dirigieron hacia un extremo de lahabitación, de donde cogieron enormes

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bandejas de comida. No parecía ser muysustanciosa: había canapés y pequeños cuencosde sopa. Cogí uno de los cuencos y me quedémirando el surtido de cuchillos, tenedores ycucharas que se extendía ante mí, no muysegura de cuál debía usar. Miré hacia la derechaen busca de ayuda, pero Fabian e Ilta estabanconversando con los comensales que teníansentados al otro lado.

—Ve de fuera hacia dentro —me llegódesde la izquierda una voz suave con acentonorteamericano. Levanté la mirada,sobresaltada al ver que un vampiro al que noconocía me dirigía la palabra.

—Gracias —contesté en un susurro, ydespués cogí la cuchara que tenía más lejos.

El vampiro metió la cuchara en su sopa yvolvió a extraerla. Imité sus acciones sin dejarde observar cómo comía. Hice una mueca de

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desagrado cuando probé el primer sorbo.«Crema de espárragos. Qué asco.»

Sonrió un poco, divertido.—Soy Alex —dijo.—Violet —contesté devolviéndole la

sonrisa.—Ya, ya lo sé —rió.Enarqué las cejas, no me gustaba que todo

el mundo supiera mi nombre. Pero él se limitóa reírse otra vez.

—Bueno, dime, Violet, ¿qué piensas de lafamilia real? —me preguntó—. Sinceramente—añadió.

Agaché la cabeza.—No están mal. No me han hecho nada,

pero Kaspar es... —Me quedé callada. Daba lasensación de que mis palabras lo habían cogidodesprevenido—. ¿Qué ocurre? —le pregunté.

—Kaspar y yo somos amigos.

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Vaya...—Ah... —exhalé, incómoda—. Bueno,

supongo que es un poco...—No pasa nada, tienes derecho a tener tu

propia opinión. —Esbozó una sonrisa, peroparecía forzada.

Nos mantuvimos en silencio durante unrato, y luego Alex comenzó a charlaranimadamente con Fabian por delante de mí.«Supongo que también son amigos. El mundoes un pañuelo.»

La llegada del plato principal me salvó demi vigilia solitaria. Todos los vampirostomaron unos solomillos tan poco hechos querezumaban sangre. Depositaron un plato en lamesa ante mí, y me sorprendió ver algo verde.Le di unos golpecitos con el tenedor, no muysegura de qué era. Se hizo el silencio en lahabitación mientras todo el mundo comía.

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Observé a los demás. Había que reconocerlo,era muy extraño ver a los vampirosconsumiendo comida humana con cuchillo ytenedor. «Muy civilizado.»

—He oído, Violet, que te habían admitidoen la universidad. Cuéntanos qué tenías pensadoestudiar —empezó Ilta, ya tuteándome. Su vozuntuosa rompió la quietud.

—Eh... Bu... bueno... —tartamudeé,consciente de que la mayor parte de losvampiros me estaban mirando con interés—.Iba a estudiar políticas, filosofía y económicas—solté de golpe. Sabía que aquello no iba asentarles muy bien... era obvio que significabaque iba a seguir los pasos de mi padre.

Una caja negra se agitó en el fondo de mimente y fruncí el entrecejo para tratar deocultar lo que sospechaba sobre mi padre.

—Ah, entiendo —contestó Ilta.

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Bajé la mirada al suelo, avergonzada.—Debes de ser una estudiante inteligente

—intervino Fabian.—Supongo...—¿A quién quieres engañar? ¡Cualquiera

puede entrar en la universidad hoy en día! —interrumpió Charity con tono de desdén.

Kaspar levantó su copa y estoy segura deque lo oí murmurar «Tú no, Charity» con laboca pegada al cristal.

—En efecto. La educación ya no es sólopara las élites —dijo un hombre mayor. Teníalos ralos y blancos cabellos recogidos en unalarga coleta y una larga barba. Hablaba conCharity, pero me observaba a mí con unamirada cada vez más meditabunda.

Fabian se percató del gesto del hombre eintervino:

—Violet, es Eaglen, el vampiro sobre el

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que te hablé la otra noche. El viejo —añadiómoviendo solamente los labios.

El hombre, Eaglen, sonrió.—Sí, el viejo —repitió. A continuación

vació su vaso y se lo rellenaron de inmediato.Se rió y miró hacia otro lado, satisfecho, alparecer.

Enarqué una ceja al mirar a Fabian, quetenía la misma expresión de asombro que yo.

—A veces es así —murmuró.Continuaron llenándose los vasos como

respuesta a las órdenes del rey, pero cuando loscamareros comenzaron a retirarse, con lasbotellas ya vacías, los invitados se quedaroninmóviles con la mirada clavada en mí: lafuente de sangre más cercana en aquellosmomentos. Vi que Alex y Kasparintercambiaban miradas de preocupación yFabian hizo lo propio al tiempo que,

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discretamente, acercaba más su silla a la mía.La conversación se apagó y la habitación quedósumida en el silencio.

—Violet, vete —dijo Ilta cuando Fabian selevantó para apartarme la silla—. Rápido.

No hizo falta que me lo dijeran dos veces.Me levanté de la silla a trompicones y pegué laespalda a la pared. La seguí a tientas endirección a la salida, demasiado asustada comopara darle la espalda a ninguno de ellos. Todas ycada una de aquellas miradas sedientas desangre me siguieron hasta que alcancé la puertay salí cerrándola de golpe a mi espalda.

Me recosté contra la pared del pasillo,respirando con dificultad. Se me cayeron un parde lágrimas y los ojos me escocieron. Loúnico que anhelaba era estar en mi cama, encasa, a salvo. Una vez más se me formó unnudo de añoranza en el pecho. En aquel

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momento, la puerta se abrió y Kaspar salió delcomedor. Me sequé las lágrimas antes de quepudiera darse cuenta de que estaba llorando.

—¿Estás bien? —me preguntó con frialdad.Me encogí de hombros, intentando actuar connaturalidad—. No iban a atacarte, ya lo sabes.—Lo miré con incredulidad—. Si te matan,podría producirse una guerra global. Lo creas ono, no es eso lo que queremos —continuó conaire sombrío.

—Este encuentro es por mi causa, por esose ha reunido el consejo —contesté con elmismo tono taciturno. Él asintió en silencio—.¿Por qué ahora?

Con un suspiro, se apoyó contra la pared, ami lado.

—Porque se nos ha informado de que losasesinos han firmado una tregua con loscanallas. Planean atacarnos, llevarte con ellos y

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sólo Dios sabe qué más.—Yo...—No te preocupes; ningún asesino pondrá

un solo pie aquí —me interrumpió.Se quedó mirando con expresión

impenetrable a la pared de enfrente, sumido ensus pensamientos.

—La vida a veces es una mierda —farfullé.—Dímelo a mí —lo oí decir con suavidad.Me volví hacia él, sorprendida. Se percató

de mi mirada y también se volvió.—Ya no estaré a salvo aquí, ¿no es así?En un instante, se colocó justo delante de

mí y comenzó a respirar junto a mi cuello conel pecho subiendo y bajando al mismo ritmoque el mío. Se me aceleró el corazón.

—Nunca has estado a salvo aquí, VioletLee.

Bajó la cabeza hasta mi hombro y me puso

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las manos en las caderas. Me aplasté contra lapared tanto como me fue posible, pero él selimitó a apretarse más contra mi cuerpo. Yotemblaba y había cerrado los puños; tenía todoslos músculos en tensión, a la espera de laembestida de dolor. Intenté empujarlo, pero nose movió... dudo de que se diera cuenta siquierade que intentaba escaparme. Sus colmillosencontraron mi cuello y me rozaron la piel.Gemí y volví la cara. Respiró hondo parainhalar mi aroma. Abrió más la boca y mepreparé para el mordisco.

—No, por favor. —Una única lágrima meresbaló por la mejilla cuando recurrí a lassúplicas—. Kaspar... —susurré.

Para mi sorpresa, se apartó y abrió los ojos.Otra lágrima se deslizó por mi rostro y él lainterceptó con la yema del pulgar y me la secó.

—No comprendo por qué no lo entiendes.

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—Bajó la mano por mi cuello y mi costadohasta que la descansó en mi cadera una vez más—. Te deseamos a ti, y tu sangre, y tu cuerpo. Ytú también lo ansías. Puedo verlo en tus ojos ylo siento en los latidos de tu corazón. —Tratéde mirar al suelo, pero sólo podía verlo a él—.No entiendes que podría partirte por la mitad ychuparte la sangre hasta dejarte seca. Noentiendes que eres comida y que tenemos queesforzarnos para verte como una criaturaviviente. Como una igual. Porque no lo eres.

—Y tú no entiendes que soy una personacon sentimientos —jadeé.

Se apartó un poco y me quitó las manos deencima mientras me escrutaba el rostro con lamirada.

—No, no lo entiendo —murmuró—. Nuncaestarás a salvo aquí, Violet Lee. Recuérdalo.Nunca.

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Me dio la espalda y oí su respiraciónjadeante. Apretó las manos en un puño, en unintento de contener el impulso de morderme.Se dio la vuelta y colocó una mano a cada ladode mi cabeza, contra la pared.

—Mantente alejada de Ilta Crimson —dijocon los ojos en llamas y la amenaza empapandosus palabras.

—¿Por qué? —le pregunté sorprendida antesu radical cambio de tono.

—Porque no conf ío en él —rugió.—¿No confías en él? —articulé sin dar

crédito a lo que oía—. Por si no lo has notado,él no estaba intentando arrancarme la cabeza deun mordisco ahí dentro. Es la última de mispreocupaciones.

—¡Joder, Nena! ¿Por qué no eres capaz deescucharme? ¡Confía en mí! —gritó. Cualquierrastro de delicadeza que hubiera podido

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apreciar en su naturaleza había desaparecido atal velocidad que me estremecí y me golpeé lacabeza contra la pared.

—¡¿Confiar en ti?! —chillé—. ¿Por qué ibaa hacerlo? ¡Me has secuestrado! ¡Intentaschuparme la sangre constantemente! ¡Confiaríamucho antes en Ilta que en ti!

—Pero ¡si no lo conoces! ¡No sabes de loque es capaz! —bramó Kaspar. Me agarró porlos hombros y me sacudió como a una muñecade trapo.

—No. Tienes razón. No lo conozco —contesté con un tono más calmado y respirandohondo. Me quitó las manos de los hombros derepente, como si mi piel estuviera hecha depiedras de carbón candente. Di un paso a unlado para apartarme de él—. Pero correré elriesgo, gracias —le espeté.

El rostro se le encendió de rabia y sus ojos

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se tornaron completamente negros. Me di lavuelta y me marché enfurecida.

—¡¿Adónde coño vas?! —gritó a mi espaldaen el pasillo.

—¡A mi habitación! —le respondí gritandoyo también, tras volverme para mirarlo a lacara.

Nuestras miradas se cruzaron y se lamantuve, rabiosa, durante todo un minuto.

—Bajo tu responsabilidad queda, Nena. Nodigas que no te lo advertí —dijo con desdén.

Me di la vuelta y salí disparada por elpasillo hacia la escalera. Pero cuando llegué alfinal, no pude evitar la tentación de tener laúltima palabra. Me volví para ver a Kaspar, queseguía mirándome con la rabia todavía dibujadaen el rostro.

—¿Sabes qué, Kaspar? ¡Ojalá me hubierasmatado en Londres! ¡Ojalá le hubieras puesto

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fin a esto allí! Así no habría tenido que sufrir.¿Por qué no lo hiciste? ¡¿Por qué?! —vociferé,y después eché a correr, pero no antes de haberatisbado su expresión, que valió por milpalabras.

No sabía por qué.

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17KASPAR

«Las reuniones del consejo son la mejordiversión que puede disfrutar aquí», pensé conamargura mientras contemplaba la libertad quese extendía al otro lado de la ventana. Estabasentado en el extremo opuesto de la mesa sinapenas escuchar a mi padre mientras debatíacon Ilta Crimson. Todos los miembros de sufamilia eran unos embaucadores y creían que elsol giraba a su alrededor. Pero Ilta era el peor.Silencioso, tranquilo y contenido, siempre semostraba encantador. No me costó darmecuenta de que Nena se había dejado engañar porél. Era una víbora. Reptaba y siseaba hasta que

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te adormecías, y entonces se enderezaba y temordía. Sobre todo si eras mucho más jovenque él y mujer.

Acallé mis pensamientos cuando la reuniónavanzó. Mi único consuelo era la mano que mesujetaba la rodilla con firmeza. Era de Charity,que estaba sentada a mi lado. Me miraba conojos llenos de adoración, agitando las pestañas,y, de vez en cuando, me dedicaba un guiñoseductor.

Comenzó a acariciarme la parte interna delmuslo y me estremecí. Los primeros síntomasde la lujuria empezaron a circular en oleadaspor mi cuerpo y me concentré en disfrutar deellos. Volví a estremecerme cuando su manollegó a la altura de la bragueta de mi pantalón.

—¿Has visto un fantasma, Kaspar? —preguntó Ilta desde el otro extremo de la salacon un tono de falsa preocupación en la voz. En

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sus ojos azules oscuros bailaba la diversión.Salí de mi trance de golpe.—No, estoy bien, Ilta —contesté.Mi padre se volvió y me dedicó una mirada

furibunda. Hizo un leve gesto de negación conla cabeza, y supe que era perfectamenteconsciente del paradero de la mano de Charity.Con discreción, metí una mano por debajo de lamesa y llevé la suya de vuelta a mi rodilla.Charity levantó entonces la mirada hacia mídurante un segundo y simuló estar dolida. Peroyo sabía que lo estaba fingiendo. Siempre lofingía.

—¿Y cómo podemos saber que el ministroLee tomará represalias con la ayuda de losasesinos? Hasta entonces, me niego incluso aconsiderar un plan de acción —declaró Lamair,y después puso las manos sobre la mesa comosi allí acabase todo.

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Suspiré. Ya habíamos tratado de aquello dosveces.

—Mi querido Lamair, como ya he dichoantes, disponemos de fuentes fiables —dijo mipadre.

Los susurros estallaron por toda lahabitación, y yo decidí ponerme a mirar lasestanterías del estudio de mi padre,desesperado por entretenerme de algún modo.«¿Cuánto se tardaría en leer todos estoslibros?»

«Una buena temporada», contestó mi voz.Apreté los dientes.«Nadie te ha preguntado.»«Pero aun así sigues hablándome», dijo con

una risilla tonta. Aquello siempre me dejabafuera de juego. Se supone que las voces nodeben soltar esas risitas.

«Bueno, uno se acostumbra a todo después

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de dieciocho años», concluí. Se quedó callada,nunca tenía respuesta para aquello.

—Vale, pues entonces propongo que lamatemos. Así se terminarán todos nuestrosproblemas.

—No, Lamair. Eso nos traería problemascon el gobierno humano. Tenemos que serdiplomáticos.

—Por supuesto...Un vampiro, cuyo nombre probablemente

yo debería conocer, lo interrumpió:—Perdone, su majestad, pero no

comprendo por qué estamos poniendo el reinoen peligro por culpa de una humana. No mereceque nos enfrentemos a una batalla con losasesinos y a una posible pérdida de las buenasrelaciones con el gobierno humano, ¿no es así?

Oí varias voces de aprobación. Me di cuentade que Eaglen estaba inusualmente callado.

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Tenía la cabeza apoyada sobre las manos conaire pensativo, pero tan pronto como me fijé enél, levantó la mirada hacia mí y yo la desvié.

—Se trata de la hija de uno de los másimportantes antagonistas a los que la especiede los vampiros haya tenido que enfrentarsejamás. No podemos permitirnos serimprudentes, pues me temo que podríamosempezar algo de lo que nos arrepentiríamosdurante mucho tiempo —explicó mi padre.Aquel dato tan fundamental (quién era la chicao, mejor dicho, quién era el padre de la chica)parecía no habérseles metido todavía en susespesas cabezotas. Mi padre se volvió haciaEaglen—. Has desempeñado el papel deembajador nuestro ante el gobierno humanohace muy poco. ¿Qué opinas?

Eaglen suspiró.—La posición del gobierno y, aún más

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importante, la del primer ministro, respecto anosotros es la política de no intervención... Enotras palabras, se lavan las manos. El primerministro se negó a vernos a Ashton y a mímientras estuvimos en Westminster, aunque seencargó de que nos transmitieran su promesade que la investigación sobre El Baño deSangre de Londres se cerraría sin mayorescándalo, pero también de que no volvería amostrarse tan discreto en el caso de que seprodujese otro incidente así. —Me miródeliberadamente—. Pero él no es nuestroproblema, es Michael Lee. —Se inclinó haciaadelante y apoyó los brazos en la mesa trasecharse el pelo hacia atrás—. El ministro deDefensa no puede hacer ningún movimientoaún. Tiene órdenes directas del primer ministrode no hacer nada que amenace la seguridadnacional... Tiene miedo de que cualquier

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intento de acabar con nosotros conlleverepresalias y la consiguiente pérdida de vidasinocentes.

Cain, que hasta entonces había dado laimpresión de estar tan aburrido como yo, seirguió en su silla de repente y le imprimió a suvoz una nota de alarma:

—Pero no sería así, ¿verdad?Mi padre sacudió la cabeza.Eaglen continuó, señalando a Cain:—Sí, pero nos conviene dejarles creer lo

contrario, porque mientras sea así, MichaelLee no hará nada. Desobedecer esa ordenterminaría con su carrera.

—Y sin su trabajo, no tendría poder —interrumpí yo para continuar con su línea depensamiento.

—¡Exacto, joven príncipe! —exclamóEaglen desviando su torcido dedo índice en mi

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dirección—. Debemos recordar que MichaelLee no quiere tan sólo recuperar a su hija;quiere provocar nuestra caída. —Aquello noera ningún secreto. Desde que aquel gobiernohabía ascendido al poder hacía poco más detres años, Lee había dejado bastante clarascuáles eran sus intenciones hacia nosotros—.Pero es perfectamente consciente de que lasbalas y las pistolas no lo conseguirán. Así quenecesita a los cazadores y a los canallas. Y loscazadores no se aliarán con él si no tienepoder, influencia y dinero.

«O acceso al dinero de los contribuyentes»,pensé.

—Las órdenes del primer ministro son nointervenir excepto que los amenacemos dealgún modo o hagamos alguna demostración deviolencia. Si caemos en eso, Michael Leeestará preparado. —Un manto de silencio

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descendió sobre la habitación y cubrió la mesa—. Tenemos que evitar la confrontación a todacosta. No podemos matar a la chica ni obligarlaa convertirse, y no podemos amenazar a Lee o asu gobierno, y presumiblemente tampoco a loscazadores.

—Y entonces ¿qué hacemos? —fue laintranquila pregunta de Lamair. Tuve laseguridad de que casi todas las personassentadas a aquella mesa compartían suinquietud.

—No haremos nada hasta que la muchachaquiera convertirse por su propia voluntad —contestó mi padre.

Se produjo un mal disimulado resuello deasombro. La idea de no hacer nada no se lehabía pasado por la cabeza a ninguno de lospresentes en la sala, estaba claro. Pero yo mirécon sorpresa a mi padre por otro motivo: si

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creía que Nena iba a convertirse más prontoque tarde, estaba totalmente equivocado.

—Estoy de acuerdo —agregó Eaglen—.Seguiremos adelante como si no ocurriera naday no les daremos ninguna razón para atacar.Entretanto, sugiero que mantengamos a laseñorita Lee tan protegida como nos seaposible... No hay necesidad de que tenganoticia alguna acerca de las otras dimensiones,con todos esos rumores sobre la Profecíacirculando entre los sabios. Una humana queconozca la fuerza de nuestros vates y laProfecía de las Heroínas es lo que menosnecesitamos. Estoy seguro de que el consejointerdimensional estará de acuerdo con esto.—Hizo un gesto con la mano para dar porzanjado el asunto—. También propongo, sumajestad, que para asegurarnos de que su vida ysu sangre no están amenazadas, la pongáis bajo

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la Protección del Rey y de la Corona.Mi padre asintió.—Se hará con efecto inmediato.—Creo que sería inteligente no dejar que

ella lo supiera, ni eso ni nada relacionado consu padre —añadió Sky—. Me da la sensaciónde que es de las que actuaría imprudentementesi lo supiese. Y tampoco deberíamos ofrecerleninguna esperanza de salir de Varnley. Nunca seconvertiría si ése fuera el caso.

«¡Por fin, un poco de sentido común!»Mi padre se aclaró la garganta.—De acuerdo. Nada de lo hablado hoy

saldrá de esta habitación. Pero, por ahora, estareunión queda aplazada hasta que recibamosmás noticias.

Volví a suspirar, exasperado. Los reunidoscomenzaron a levantarse de las sillasarrastrándolas contra el suelo y a salir de la

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sala haciendo venias y reverencias. Charity sefue tras ellos, exclamando entusiasmada que seiba de compras para el Equinoccio de Otoño.

—Procura mantenerte centrado la próximavez, Kaspar —me reprendió mi padre desde elotro extremo de la habitación, dondepermanecía de pie, a la espera de que me unieraa él. A regañadientes, me acerqué a él. No mecabía duda de que iba a recibir un sermón.

—¡Cinco horas, padre! ¡Cinco horas y loúnico en lo que han podido ponerse de acuerdoes en que Violet debería elegir convertirse.Sabes que eso no va a ocurrir, ¿verdad?

—Ahí es donde entras tú, joven príncipe —dijo Eaglen entre risas y cojeando en torno a lamesa en nuestra dirección. Fruncí el entrecejo.Por lo general Eaglen no cojeaba. Puede quefuera viejo, pero no era frágil. Aun así, habíaenvejecido durante el verano. Tenía el cabello

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más blanco, y las delgadas líneas alrededor desus ojos no se desvanecían cuando dejaba desonreír—. Y tú también, joven conde —añadióinterpelando a Fabian, que se había quedadopara esperarme. Fabian dio un paso al frente.

—Los dos habláis con ella a diario, ¿no? —preguntó mi padre.

Ambos hicimos un gesto de asentimiento.—Entonces sois lo que ella ve de nuestra

especie. Dadle un motivo para creer que nosomos asesinos, que es innegable que es lo quepiensa ahora. Convencedla de que podríagustarle llevar esta vida —ordenó Eaglen.

Fabian asintió, casi entusiasmado, pero yofruncí el entrecejo con escepticismo.

—Hará falta algo más que eso paraconvencerla de que se convierta.

Eaglen sonrió.—Cuando haya perdido la esperanza de

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regresar a casa, hará falta mucho menos.—No lo haré.Vi que los ojos de mi padre se tornaban

negros.—Lo harás. Ya es hora de que asumas la

responsabilidad de tus actos...—Y acepte las consecuencias de mis

imprudentes escapadas. Sí, ya lo he oído antes.Conozco la canción —repliqué. Después me dila vuelta y salí de la habitación. La cerré degolpe a mis espaldas con un más quesatisfactorio portazo. Pero volvió a abrirse caside inmediato, y entonces Eaglen apareciócojeando en el umbral.

—Inténtalo —dijo al tiempo que me dabaunas palmaditas en la espalda—. Ambospodríais tener más cosas en común de las quete imaginas.

Arqueé una ceja, pero no dije nada y me

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alejé antes de enfadarme de verdad. Aun así nopude resistir la tentación de mirar atrás para vera aquel hombre de edad avanzada pero para nadaestúpido que me observaba con una sonrisillaastuta mientras me alejaba.

«¿Qué estás tramando, Eaglen? —pensé—.¿Qué sabes esta vez?»

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18VIOLET

El 28 de agosto llegó mi cumpleaños, y con élpocos motivos de alegría. Había mantenido lamente bien protegida desde el momento en queestablecí la conexión entre la muerte de lareina y mi padre, así que nadie se dio cuenta deque era un año mayor.

Debería haber estado por ahí celebrándolo,disfrutando de mi primera bebida alcohólicalegal. Sin embargo, estaba atrapada en un salónlleno de vampiros, porque permanecerdespierta me parecía una opción mejor quecorrer el riesgo de sufrir otra pesadilla. Eraninfinitas, y no me creía lo que me decía Fabian

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ni por asomo: eran reales. El frío que sentíatodas las mañanas me lo confirmaba.

El fuego titilaba perezosamente en el hogary su calor casi me abrasaba las piernas. Lascortinas largas, rojas y negras estaban echadassobre las ventanas y fuera se oían los aullidosdel viento. La luna estaba medio llena eiluminaba débilmente el estanque de losjardines.

Me aparté de la ventana a través de cuyascortinas había estado observando la llegada demás nubes. Nunca había visto un agosto así, contan mal tiempo. Una tormenta tras otra seobstinaban en arruinar el verano, así que hacíamucho tiempo que había abandonado cualquieresperanza de que llegaran los días cálidos.Tampoco era que a los vampiros les importara.Me dejé caer sobre el mullido sillón que habíajunto al fuego. Yo era la única persona de la

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habitación que se daba cuenta de cuánto calordesprendía.

Escuché a Cain, Charlie, Felix y Declanmientras jugaban al póquer. De vez en cuando,alguna exclamación de «¡Trampa!» rompía laquietud del salón. Lyla estaba tumbada con suteléfono en el sofá, moviendo los dedos a todavelocidad sobre la pantalla, sonriendo para sí.Kaspar estaba sentado en el rincón más oscurorasgando al tuntún las cuerdas de su guitarra.Apartaba la mirada cada vez que oía su nombre.

Volví a mirar al fuego buscando consueloen las llamas que lamían la rejilla. Fascinada, locontemplé durante un minuto antes de darmecuenta de que alguien me estaba observando.Fabian, sentado en la silla que había frente a mí,me miraba con curiosidad, como si estuvieratratando de descifrar algo.

—No has tenido un cumpleaños muy

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agradable, ¿no? —me preguntó en voz baja.—¿Cómo lo sabes? —«Yo tenía la mente

cerrada...»Sonrió y la malicia centelleó en sus ojos.—Te he buscado en internet.Volví a recostarme en el sillón, que se

amoldó a mi espalda.—Ya que lo preguntas, no, no ha sido

agradable.Su sonrisa no desapareció.—Creo que tal vez sepa lo que podría

animarte.Enarqué una ceja.—No hablarás de la cena, ¿verdad?Se echó a reír.—No, nada de eso. Dentro de un par de

semanas habrá un baile real. Los humanospueden asistir si se los invita —explicó comosi tal cosa. Entorné los ojos, tenía la

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inquietante sensación de saber hacia dónde sedirigía aquello—. Es divertido, y hay bailes ytodo tipo de música. Te animará. Puede queincluso veas otra faceta nuestra y del reino. Encualquier caso, me preguntaba si tal vez tegustaría ir —terminó.

Volví a enarcar la ceja.—¿Quieres decir que si me gustaría ir

contigo? —le pregunté.—Bueno... sí.Hice una mueca.—Verás, tengo una agenda muy apretada,

me paso el día evitando que me chupen lasangre, así que tendré que comprobar si estoylibre. Pero puedo tomar nota de elloprovisionalmente, si quieres.

Una enorme sonrisa de oreja a oreja leiluminó el rostro y volvió a reírse. Después sepuso en pie y me arrastró con él. Los cuatro

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chicos habían dejado de jugar al póquer paraobservarnos, y Lyla miraba con disimulo porencima de su teléfono con la boca abierta acausa de la sorpresa. Incluso Kaspar levantó lavista desde su oscuro rincón y me escudriñabacon su mirada penetrante.

—Eso estaría muy bien... Me gustaría... —Se agachó para hacerme una reverencia y mecogió la mano para darme un beso en losnudillos. La vergüenza me hizo abrir los ojoscomo platos—. Me gustaría que usted, señoritaViolet Lee, me concediera a mí, lord FabianMarl Ariani, conde de Ariani, el honor deacompañarme al baile. Con zapatitos de cristaly todo.

Se produjo una pausa mientras intentabadigerir su numerito.

—Si no me queda más remedio... —contesté, mirando al techo.

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Su sonrisa se hizo más amplia y se irguióde un salto. Miré a los demás. Todos estabansonriendo, a excepción de Kaspar y Lyla, cuyosrostros eran totalmente impenetrables.

El corazón se me aceleró un poco, debidoal miedo, la incredulidad, y cierto entusiasmo.

—Sólo hay un pequeño problema —dije.—¿Cuál es? —quiso saber Fabian.—Que no sé bailar.Adoptó una expresión de satisfacción y la

malicia volvió a revolotear en sus ojos una vezmás.

—Bueno, eso se puede arreglar.

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19VIOLET

—¡¿Qué queréis decir con que vais a darmeclases de baile?! —grité sin dejar de volver lacabeza de un vampiro a otro.

—Queremos decir exactamente eso. Clasesde baile. ¿Quieres que te lo deletreemos? —dijo Kaspar con una mirada pícara.

—Soy perfectamente capaz de deletrearlo,muchas gracias. Estoy segura de que soymucho más inteligente que tú —repliqué.

—Seguro, Nena —repuso. La risa quetrataba de contener le hacía esbozar una sonrisatorcida—. Te llevo años de ventaja. Ahora,venga, que no tengo todo el día.

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Me agarró por el hombro y echamos a andarpor el pasillo. Eché un vistazo hacia atrás,tratando de encontrar algo de misericordia enFabian y Declan, pero ambos se encogieron dehombros y nos siguieron.

Llegamos a la puerta de la habitación demúsica y, cuando entramos, vi a Sky, a Jag y aLyla de pie junto a un enorme piano negrosituado en una esquina.

—Toma, ponte esto —dijo Lyla, que melanzó un par de zapatos de tacón muy altos y deun rojo muy vivo. Temiendo que las agujas delos tacones me atravesaran los talones, los dejécaer al suelo. Miré a los vampiros y luego amis zapatos planos. No obstante, me percaté dela mirada de enfado de Lyla y decidí que lomejor sería hacer lo que me decía. Me los pusey me di cuenta de que las tiras de los zapatos seme clavaban en la piel. Me erguí y le eché un

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vistazo al suelo... estaba mucho más abajo quede costumbre.

Sky se acercó a toda prisa al piano y Fabianme cogió de la mano y tiró de mí en direccióna la pista de baile. Me balanceé y me agarré a élpara no perder el equilibrio. Me sonrojémuchísimo y traté de disculparme con lamirada.

—Violet, ¿has bailado alguna vez en tu vida,aparte de batuchatas y cosas de esas? —dijoSky desde el piano, en el que no paraba dehacer escalas arriba y abajo sin prestarles ni lamás mínima atención a sus dedos pero sinfallar ni una sola nota.

—Bachatas —lo corregimos Kaspar, Fabiany yo al unísono.

—Bueno, como se llame, no es más queuna excusa barata para procrear obscenamenteen público. Los jóvenes de hoy... —Se quedó

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callado, su voz cargada de desaprobación.Ahogué una risita y vi que a Fabian le temblabanlos labios—. Me lo tomaré como un no, no hasbailado nunca antes. Bien, Violet, escuchaatentamente. Soy un profesor impaciente. Noesperaré a que te caigas. —Me puse seria y lasonrisa se desvaneció de mi rostro—.Comenzaremos con los pasos básicos del vals.Ahora, ponte erguida e imagina que hay uncuadrado en el suelo. Comienzas en la esquinade atrás a la izquierda. Con el primer tiempo,paso adelante... sí, así —dijo cuando di un pasoadelante—. Con el segundo tiempo, paso haciaadelante a la derecha con el pie derecho y altercer tiempo lo sigue el izquierdo. —Hice loque decía—. ¡Y sí, júntalos! ¡Bien! Ahora da unpaso atrás con el pie derecho y lleva el pieizquierdo a la posición original. El pie derecholo sigue, y de ese modo has completado el

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cuadrado. Bien, ahora inténtalo otra vez...Lo repetí una y otra vez. Sky ladraba

órdenes mientras los demás observaban desdelos lados corrigiendo algún que otro paso devez en cuando. Al cabo de un rato, me dijo quecomenzara a dar vueltas. Me hice un lío pero,una vez que me gritaron unas cuantas veces lode «¡Cuadrado, recuerda el cuadrado!», mispies parecieron aprenderse el camino ycomencé a deslizarme por la pista de baile sinningún problema.

Sky se detuvo repentinamente.—Creo que estás lista para intentarlo con

una pareja de baile, ¿no estás de acuerdo?Fabian, si no te importa...

Me quedé petrificada. Aquél era elmomento que me daba miedo. Fabian dio unpaso al frente y con la mano izquierda mecogió la derecha. Colocó mi otra mano justo

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debajo del hombro y me rodeó la cintura con elbrazo que le quedaba libre. Me tensé en cuantome tocó, temerosa de aquel contacto.

—Relájate —me dijo con los ojos llenosde calidez.

Cuando respiraba, notaba que su aliento fríome agitaba el pelo. Era consciente de queestábamos cerca, muy cerca... tanto que volví asonrojarme.

—Ahora limítate a hacer lo que estabaspracticando antes pero permite que Fabian teguíe —pidió Sky volviéndose una vez más haciael piano.

La música comenzó a sonar y nosquedamos paralizados durante un momento,pero en seguida noté que Fabian me empujabacon delicadeza para que diera un paso atrás yque sus pies empezaban a seguir a los míosmientras me guiaba alrededor de la habitación.

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—No sé de qué te preocupabas tanto —comentó Fabian con una sonrisa—. Es como site hubieran enseñado de muy pequeña, como atodos nosotros.

Hice un gesto de incredulidad.—Lo dices por decir.—Lo digo de verdad —repuso con una

sonrisa resplandeciente.—Creo que podemos dejar el vals de

momento, pero hay muchos otros bailes quedebes aprender. ¿Estás familiarizada con losbailes de finales del siglo XVIII? —me preguntóSky.

Nos detuvimos de golpe y me tambaleé denuevo. Confié en que la mano firme de Fabianme mantuviera en pie. Miré a Sky perpleja ymuda. Desde una esquina me llegó un suspiromelancólico.

—Ah, el minué, mi especialidad —dijo Jag,

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y a continuación dio un paso al frente.

Tres horas después, sabía más bailes quecenas calientes había tomado en mi vida, y detantas épocas distintas que me sentía como siestuviera asistiendo a una clase de historia másque de baile.

—Recuerda que éste se llama la sateuse.Ahora debemos pasar a la etiqueta —dijo Skycuando me separé de mi pareja de baile,aliviada ante la posibilidad de descansar. Lasarticulaciones de los codos se me habíanatascado en aquella postura y las tenía rígidas ydoloridas.

—¿Etiqueta?—Sí. La etiqueta es tan importante como

los pasos de baile. Y deja de poner esa cara dedesconcierto. En realidad es bastante fácil —

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protestó Sky, claramente disgustado por miexpresión de cansancio—. Primera regla: unadama nunca debe pedirle a un caballero quebaile con ella. Debe esperar a que se lo pidan.Sin excepciones.

—Qué sexista —murmuré, irritada ydesesperada por arrancarme las tiras de loszapatos de la piel de los tobillos.

—Sí, es sexista —contestó Sky—. Segundaregla: si deseas declinar un baile, hazlo educaday tímidamente. Sí, tímidamente, señorita Lee,algo que resulta obvio que no se encuentradentro de tu repertorio.

Había abierto la boca para cuestionar sucomentario, pero se me adelantó y recibí comorecompensa una carcajada burlona procedentede la esquina en la que estaba Kaspar.

—Y ahora viene la parte más importante:las reverencias. Para ti será muy sencillo.

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Teniendo en cuenta que eres humana, deberáshacerles una reverencia a todos tuscompañeros de baile, tanto antes como despuésde la pieza. La aristocracia te la devolverá, larealeza no.

Fruncí el ceño. Tanta reverencia y etiquetano parecía ser más que un ejercicio humillantepensado para recordarme el hecho de que erahumana. Pero cuando estaba a punto de decirloen voz alta la sonrisa de Fabian me detuvo y meselló los labios. «Vampiro o no, no puedoestropearle esto», pensé.

—También es fundamental que si cualquiermiembro de la familia real se te acerca, lehagas una reverencia. ¿Entendido?

Asentí. «A este paso, estaré medio agachadatoda la noche.»

—¿Cómo sabré que alguien es miembro dela realeza? ¿Y qué pasa si bailo con un humano?

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¿Tengo que hacerle también la reverencia?—Busca el escudo de armas. Pero dudo

mucho de que te encuentres con ningúnhumano. Tienden a quedarse junto a los queconocen.

Me desanimé un poco. Una de las razonespor las que había accedido a ir era para hablarcon otros humanos, o al menos verlos. El merohecho de contemplar una dentadura normal meparecía un sueño.

—En último lugar, asegúrate de que nuncaestás sola. La situación ya es lo bastantearriesgada, y ese tipo de acciones no haríanmás que aumentar el peligro.

Clavé la mirada en mis pies y me puse arozar la suela de los zapatos de Lyla contra elsuelo. Sabía que no estaría segura. Pero aun asíestaría más protegida en el baile que sola en mihabitación.

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En apariencia satisfecho, Sky regresó alpiano.

—Nos queda el tiempo justo para volver arepasar estos bailes una vez más. Fabian, si note importa...

Repasamos todos y cada uno de los bailesotra vez. Los vampiros examinaron cadaminúsculo movimiento y corrigieron inclusolos más mínimos fallos hasta que finalmentequedaron contentos.

—Y ahora el vals. Kaspar, tú eres elexperto. ¿La guiarías?

Kaspar dio un paso al frente, pero yo meaparté, recelosa.

—¿Por qué tengo que bailar con él? —pregunté sin apartar la mirada de Kasparmientras avanzaba hacia mí.

—Porque tengo que asegurarme de queeres lo bastante buena como para bailar en una

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corte real, Nena. Real, Nena, real —enfatizóKaspar con tono condescendiente.

—Kaspar, ahí donde lo ves, es un granbailarín, casi tan consumado como nuestropadre —explicó Sky, orgulloso.

Kaspar dio otro paso al frente y, de malagana, me acerqué a él sin apartar nunca lamirada de la suya. La sonrisa diabólica de suslabios iba haciéndose cada vez más evidente.Pero se detuvo y esperó. Cuando llegué a sualtura dio un paso atrás.

—Hazlo bien. Haz la reverencia —dijo.Me agaché, sin ninguna intención de

hacerlo «bien», pero en el momento en quedejé de mirarlo, se adelantó a toda prisa y meatrajo hacia sí. Entrelazó su mano con la mía yme colocó la otra en la cintura con un pocomás de fuerza de la necesaria.

—¿O sea que eres un «bailarín

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consumado»? —Repetí las palabras de Sky envoz baja para que sólo Kaspar pudiera oírme—.Entonces ¿por qué no me has enseñado tú abailar?

—Observar ofrece unas vistas muchomejores. —Bajó la mirada deliberadamentehacia mi pecho y sonrió burlón—. Bonitacamiseta.

Gruñí asqueada. La música habíacomenzado a sonar y un escalofrío me recorrióla espalda. Kaspar empezó a dar vueltas, pero amí me costaba encontrar el ritmo, porque lapieza era más lenta y difícil que cualquiera delos valses con los que había practicado antes.

De repente, nos habíamos separado yKaspar me sujetaba desde lejos. Me entró elpánico y lo miré alarmada.

—¡Gira! —ordenó.Giré por debajo de su brazo y, cuando lo

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hice, volvió a tirar de mí hacia él hasta quequedamos pecho con pecho. Tenía una manoposada en su espalda y la otra, atrapada entresus dedos, flotaba en el aire.

—¡Esto no es un vals! —siseé.—No, no lo es —admitió, mirándome con

los ojos oscurecidos—. Pero me gusta lavariedad. Acostúmbrate.

Volvió a hacerme girar y regresamos a laposición de salida sin dejar de deslizarnos porla pista de baile.

—Esto no es muy caballeroso por tu parte.Para mi sorpresa, esbozó una sonrisa, pero

una de verdad.—Muy cierto. Pero no estamos en un baile,

así que mala suerte.En ese momento la música comenzó a

atenuarse y nos separamos el uno del otro. Yohice una reverencia y Kaspar se dio la vuelta.

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—¿Y bien? —preguntó una voz grave yáspera. Se me paró el corazón. El rey habíaaparecido de la nada y estaba de pie en el salónde baile con la cara oculta entre las sombras.Hice una reverencia y Fabian y Declan unavenia.

—Nos servirá —contestó Kaspar.El rey asintió, pensativo, sin apartar la

mirada de mí ni un instante. Me di la vuelta,incómoda, y continué sintiendo su mirada enmi espalda durante un momento más, mientrastodos los demás iban saliendo. Lyla se detuvo yyo me quité sus zapatos y se los devolví.Cuando se hubo marchado, me acerquécojeando al taburete del piano para volver aponerme mis zapatos planos. No pude contenerun gesto de dolor al meter los pies en ellos.

«¿Y por qué se supone que estoy haciendoesto? ¿Por qué me estoy acercando a ellos?»

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Con cada día que pasaba la imagen de loscazadores masacrados se iba desvaneciendomás y me descubría haciendo esfuerzos porrecordar que aquéllos eran los mismosvampiros que los habían matado. Aquellosvampiros con los que acababa de bailar.

Temblé, helada hasta los huesos. El brillofrío del magnífico piano parecía burlarse de mídevolviéndome mi reflejo, pálido y asustado.Mis ojos tenían un aspecto aún más cansadoaquel día. Suspiré. No era sólo el recuerdo deEl Baño de Sangre de Londres lo que se estabadesvaneciendo. También la esperanza de saliralgún día de Varnley.

«Te sacaremos de ahí, Violet, pero va allevarnos un tiempo...»

Las palabras de despedida de mi padre meobsesionaban. Seguía esperando. Pero ¿cuántomás podría aguantar?

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20VIOLET

—¿Puedo mirar ya? —pregunté con los ojostodavía cerrados mientras Lyla me guiaba haciael espejo.

—No, todavía no.Sentí un pequeño tirón cuando me cogió un

mechón de pelo y se lo enredó en el dedo antesde fijarlo con una horquilla.

—Vale, ya puedes mirar —dijo conentusiasmo.

Abrí los ojos y vi a una extraña que medevolvía la mirada con unos ojos de colorvioleta iluminados por la sorpresa.

—¿Ésa soy yo?

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Lyla asintió sin dejar de examinar sucreación. Hizo gestos a dos de las doncellaspara que abandonaran la habitación mientras yome miraba de arriba abajo en el espejo, sinapenas creerme que la persona que se reflejabaallí fuera yo.

Tenía el cabello oscuro, negro, ligeramenteondulado y me caía justo por debajo de loshombros. Mi flequillo y algunos de los rizosmás obstinados estaban recogidos con unminúsculo pasador en forma de rosa a un ladode mi cabeza. Toda mi piel lucía un mismotono, un blanco pálido y apagado, y apenasllevaba maquillaje, tan sólo un poco de rímel,perfilador de ojos y un ligero toque de sombrade ojos. En torno a mi cuello descansaba unagargantilla de encaje negro adornada con otrarosa. Sentía la presión sobre mi tráquea cuandomi pulso palpitaba contra la delicada tela.

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Pero era el vestido lo que había provocadola verdadera transformación. Era un vestido debaile sin tirantes y de color violeta. No era unamera coincidencia, por supuesto. El escote eraen forma de corazón y un corsé me moldeaba lasilueta hasta la cintura. Miles de diminutascuentas de cristal se extendían por el pecho ypor uno de los costados del corsé. La faldatenía mucho vuelo y también estaba cubierta decuentas de cristal hasta casi rozar el suelo.Mataría por un vestido como aquél. Mataría.

Volví a echarle un vistazo a mi piel deaspecto cetrino. El colorete era un tabú en elmundo de los vampiros, así que no me lo habíanpuesto. Tenía un aspecto enfermizo, pero¡estaba muy atractiva!

—Toma, necesitarás esto —me dijo Lyla altiempo que me pasaba unos guantes de colorblanco cristalino. Me los puse y vi que me

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llegaban justo por encima de los codos—. Note los quites en ningún momento —me ordenó,y yo asentí y me volví para mirarla con atenciónpor primera vez.

El habitual tinte rosa de su pelo habíadesaparecido y en su lugar lucía un tonoavellana oscuro. Lo llevaba recogido, aunqueunos cuantos mechones sueltos le enmarcabanel rostro. Su vestido era de color esmeralda ydejaba desnuda la espalda. El resto del tejidofluía hasta el suelo, donde formaba una pequeñacola. Llevaba muy poco maquillaje... Aunquetampoco lo necesitaba.

Sobre el vestido, se puso una bandaesmeralda que llevaba estampado el escudo dearmas de los Varn en color plata. La únicadoncella que se había quedado en la habitaciónse adelantó y le colocó a Lyla una exquisita,por no decir carísima, tiara de diamantes en la

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cabeza. También le entregó un par de guantesblancos casi idénticos a los míos.

—Bueno, creo que estoy lista, y no cabeduda de que tú también lo estás. Debo decirque eres mi más impresionante logro —fanfarroneó.

—Gracias —farfullé sarcásticamente.—Casi podrías hacerte pasar por vampira

—prosiguió mientras la doncella la ayudaba aponerse una cadena de plata alrededor delcuello. Me volví hacia el espejo. «¿De verdadestoy tan cambiada? ¿Puedo pasar porvampira?»

La respuesta era «no». Aún veía una venapalpitante en mi cuello, apreciaba el rubornatural que me coloreaba las mejillas, sentía ellatido estable de mi corazón. No poseía ni lagracia ni la elegancia de los vampiros ydespreciaba totalmente todo lo que ellos

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representaban. Y, por supuesto, sabía que miolor los atraería.

Sentía mariposas en el estómago, y unminúsculo temor me envenenó el cerebro. Oíalos sonidos amortiguados de la orquesta quetocaba en el piso de abajo y el golpeteo demuchos pies moviéndose sobre el duro suelode mármol. El exterior de la mansión era unhervidero de actividad, pues no paraban dellegar coches y los mayordomos yaparcacoches se afanaban por atender a losinvitados. Cada vez que oía la incoherente vozde alguien que hablaba en el piso de abajo, elestómago se me retorcía y me hacía tambalear.Incluso el reloj parecía burlarse de mí mientraslas manecillas se arrastraban hacia la medianoche.

—¿Con quién me has dicho que ibas? —pregunté para mantenerme entretenida y no

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pensar.—Mi primo segundo. Ha sido concertado,

claro. Un favor a mi tía —explicó Lyla contono de desagrado, claramente molesta por nohaber podido opinar sobre el asunto.

—¿Es feo?Enarcó una ceja perfectamente esculpida.—¿Has conocido a algún vampiro que sea

feo? —Negué con la cabeza—. Exacto, porqueno existen. Pero mi primo tiene un egoexasperantemente desmesurado. Bailará las dosprimeras piezas y luego desaparecerá.Tendremos suerte si lo encuentran esta noche.

Frunció el entrecejo y luego murmuró algoincomprensible.

—Entonces desearías haber podido ir conotra persona, ¿no? —pregunté con tonodespreocupado.

—Sí. Y sé exactamente con quién habría

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ido —suspiró. Se le nublaron los ojos, peropuede que no fuera más que un efecto de la luz,porque en seguida se irguió y sonrió—. ¿Lista?

Justo en aquel momento alguien llamó a lapuerta y la doncella se apresuró a ir a abrir.

Fabian entró en la habitación vestido con unfrac oscuro y una camisa blanca que le quedabacomo un guante y se le ajustaba al torso hastadesaparecer bajo una faja azul marino. Llevabael pelo rubio más brillante y arreglado que decostumbre. Un triángulo de tela blancasobresalía del bolsillo de su chaqueta y tambiénlucía un par de guantes blancos.

—¡Vaya! —exclamó recorriéndome con lamirada—. ¡Lyla, has obrado maravillas!

Me sonrojé. No estaba muy segura si debíatomarme aquello como un halago o como uninsulto.

Los ojos de Lyla adquirieron un matiz

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ligeramente rosáceo y la vampira bajó lamirada.

—Oh, no ha sido nada.Me di cuenta de que ni ella ni Fabian

reconocían el mérito de las doncellas, quehabían hecho la mayor parte del trabajo.

Lyla se acercó a mí y me dio un ligero besoen la mejilla, pero no antes de susurrarme aloído:

—Cuida de él.La vi alejarse en dirección a su enorme

vestidor. Se mordía con uno de sus colmillos ellabio inferior, que le temblaba. Se me formó unnudo en la garganta. ¿Cómo había podido sertan tonta? Era Fabian con quien quería ir.Aquello explicaba la expresión de la cara deLyla cuando él me había invitado a ir al baile.«Pero ¿lo sabe Fabian?»

—Es hora de irse.

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Me sonrió y entrelazó su brazo con el mío,así que no me dio tiempo a reflexionar sobremi pregunta. Me condujo hasta el piso de abajo,donde nos unimos al gentío que se dirigía haciael salón de baile. Unas cuantas cabezas sevolvieron hacia mí y me fui sonrojando cadavez más y más. Fabian recibió unos cuantosgestos de saludo de hombres con pinta dearistócratas —«¡Vampiros!»— y me tensé,aterrorizada.

—Relájate —murmuró Fabian en voz baja—. Estás a salvo, te lo prometo.

Asentí, insegura, sin tener el valor dedecirle que en verdad era su contacto lo quehacía que me estuviese poniendo rígida.

Poco a poco, avanzamos hacia las puertasdobles que daban al salón de baile. Oívagamente a Fabian quejarse de que la gente nodebería quedarse merodeando por la entrada,

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pero en realidad no lo estaba escuchando. Unacabeza de largos rizos rubios entretejidos conuna guirnalda de flores rojas me bloqueaba lavista.

De nuevo, avanzamos unos cuantoscentímetros más. Tenía miedo de que si Fabianse detenía mis pies se agarrotaran y se negarana moverse o, peor aún, que se me doblaran lasrodillas. Estaba convencida de que si me caíano volvería a levantarme... Me habían apretadotanto el corpiño del vestido que tenía quemantener la espalda completamente recta si noquería correr el riesgo de que una de lasballenas me atravesara.

Descubrí que si me ponía de puntillas podíaatisbar la luz centelleante de un millar de velasnegras en la lámpara de araña. El rumor de lasvoces en el vestíbulo de entrada se habíamezclado con el tenue sonido de los violines y

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del coro, y con el eco de lo que parecían sermil voces más.

En una oleada, la muchedumbre avanzó, ylos que estaban delante de nosotros entraron entropel a través de las puertas dobles hastadesembocar en el pasillo en el que un díaKaspar se había enfrentado a mí por el asuntode Thyme. Fabian, tal vez confundiendo mitensión con miedo, me atrajo hacia sí.

Atravesamos el umbral y la mujer de losrizos rubios y su pareja viraron hacia laizquierda para bajar por una de las dos escalerasque llevaban a la pista de baile. Entonces pudedistinguir por fin la habitación.

Ahogué un grito de asombro.Había cientos de parejas reunidas, las

damas con elegantes vestidos de baile y loscaballeros con frac. La única fuente de luz erala lámpara de araña, que proyectaba un remanso

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de luminosidad sobre el centro del salón debaile. Los camareros, vestidos de blanco, semovían entre los invitados llevando copas altasllenas de un líquido que, con toda seguridad, noera vino.

Cuando entramos varias cabezas sevolvieron. Miradas de todos los colores nosobservaban con curiosidad.

—¿Es ésa? ¿Es la humana?—No parece humana...Algunas voces destacaron sobre el

murmullo constante, y cada vez más y másgente se dio la vuelta para escrutarnos. Pero nome importó. Mirara a donde mirase, habíavestidos oscuros y vaporosos, casi todos decolores carmesíes intensos, como la sangre, ymarrones y negros, y diferentes tonos de azulnoche. Me agarré a la barandilla de la especiede platea en la que estábamos con un

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entusiasmo febril, sin aliento ante lademostración de que mis sueños infantilessobre los bailes de cuento de hadas eran verdad.

Todas las personas de la sala parecíanoscuras, intimidantes, cuando aquella suave luziluminaba sus rostros acechantes, macilentos.No eran perfectas, como siempre decían lashistorias: eran demasiado inmorales como paraserlo. Pero estaban lo más jodidamente cercade la perfección que podía llegar a estar lanaturaleza.

—¿Violet?Me volví y vi a Fabian dedicándome una

enorme sonrisa, con una mano posada en la míapara tranquilizar mi ánimo.

—Es precioso —susurré.—Como tú —contestó también en un

susurro.Titubeé al sonreír y mi mirada no paró de

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danzar arriba y abajo mientras me esforzaba porbuscar la suya.

—Yo...—Vamos —dijo, y tiró de mí hacia la

escalera de la izquierda.Bajamos y comenzamos a serpentear entre

la multitud. Algunos se apartaban con unrespetuoso silencio cuando nos cruzábamos ensu camino; otros se daban la vuelta,contrariados. Fabian me guiaba y echabavistazos a nuestro alrededor. De repente vi queun ceño adornaba su rostro. Farfulló algo queno pude oír, pero en seguida su expresiónvolvió a relajarse. Me agarró de la mano yempezó a hacerme retroceder entre aquelenjambre de personas que zumbaban comomoscas.

—Fabian, ¿adónde vamos exactamente? —le pregunté al darme cuenta de que me

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conducía hacia algún sitio concreto.—A ver a mis padres.—¡Qué! —exclamé. Debí de poner cara de

pánico, porque me lanzó una mirada de «sérazonable».

De todas formas, me negué a seguiravanzando y protesté hasta que desistió.

—Más tarde, entonces —me advirtió porencima del sonido de la orquesta, que, en elextremo opuesto de la sala, afinaba losinstrumentos con el inmenso piano. La músicasuave y tranquilizadora había desaparecido. Ensu lugar, los violines dieron tres notas largas,estrepitosas y escalofriantes, y se lanzaron a lafanfarria más agobiante que había oído jamás.

Comenzó a sonar el ritmo militar de unenorme timbal y los violines lo siguieron conunas notas nítidas e implacables. Los cuernos,profundos y atronadores, empezaron a retumbar

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por toda la sala.La multitud se dividió en dos y formó un

camino serpenteante que llevaba desde lasenormes puertas hasta el trono, situado en elotro lado de la estancia. El vello de la nuca seme erizó cuando el espeluznante sonido de uncoro se sumó a la música.

Se me heló la sangre.—¿Qué está pasando? —le pregunté en voz

muy baja a Fabian.Era extremadamente consciente de que los

vampiros que había frente a nosotros nodejaban de mirarnos. Daba igual lo queestuviera sucediendo, no me gustaba: unespíritu inoportuno comenzó a hacerse con elcontrol de mi cuerpo y me hacía temblar, merevolvía el estómago y me debilitaba laspiernas.

—Llegan los Varn —fue la única respuesta

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que obtuve.El entusiasmo se extendió entre la multitud

mientras esperaba. Su exaltación era tal que losinvitados parecían arremolinarse como sifueran una corriente de agua multicolor,moviéndose todos a una. Me di cuenta de que lamayoría de aquella gente probablemente viera asus gobernantes en contadas ocasiones, y quedebía de llevar mucho tiempo esperandoaquella aparición. «Y yo tengo la posibilidad delanzarle un nuevo insulto al príncipe cada día.Qué suerte la mía.»

Una corriente de aire ascendió desde elsuelo y agitó mi vestido y mi cabello. Sobrenuestras cabezas, las velas crepitaron en susrecipientes. La habitación pasó de la luz a laoscuridad y de nuevo a la luz cuando el suaveresplandor otoñal de las velas regresó.

«¡Corre!», gritó de repente mi voz.

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Se me estaba cerrando la garganta, la pielme ardía a causa de la anticipación absorbente yatenazadora que me dominaba. No me quedabavoluntad, no me quedaban fuerzas para deteneraquel deseo irracional, aquella necesidadirracional de posar la mirada sobre ellos...Ellos, aquellos depredadores tan aptos paradestruir mi especie.

«¡Huye de la rosa!»Se me aceleró la respiración, no me llegaba

suficiente oxígeno al cerebro. Noté unasensación extraña en la mano y, a través de losguantes, sentí algo frío. Una presión delicada.Bajé la mirada y vi la mano enguantada deFabian aferrada a la mía, agarrándome como sicreyera que iba a salir volando en cualquierinstante.

—No dejes de respirar, pasará en unsegundo —dijo en un murmullo.

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Yo asentí, temblorosa y con la miradanublada.

«¡Corre antes de que sea demasiado tarde!¡Huye ahora!»

La música no paraba de crecer y crecer, mesaturaba los oídos y, mientras iba in crescendo,me descontroló por completo los latidos delcorazón.

«¡Huye o arriésgate a ascender al trono!»Las velas se apagaron cuando un viento

feroz se propagó por el salón de baile al abrirlas enormes y grandiosas puertas. «Los Varn.»El rey descendió la escalera en medio deaquella oscuridad absoluta... pero las tinieblasse convirtieron en un resplandor titilantecuando él chasqueó los dedos. Sobre su cabellooscuro descansaba una asombrosa coronahecha de algún metal que parecía ser líquido,que se adaptaba a sus movimientos cuando las

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oscuras esmeraldas destellaban en sus engastesde plata. Sobre ellas, dentro de cuatro cristales,había un líquido rojo y fluido.

«¡Huye o conviértete en una de ellos!»Dejé de respirar y tuve náuseas. Se me

cerró la garganta. Mi visión se tornó borrosa, yla habitación comenzó a dar vueltas a mialrededor. Me llevé una mano al pecho; mesentía como si mis costillas estuvieran a puntode partirse, cerrándose en torno a mi corazón,que ya no latía a ningún ritmo concreto.

El resto de la familia apareció tras él y pudeapreciar todo el empaque de la realezavampírica. Eran treinta, tal vez más, todosvestidos de negro o esmeralda, con bandassobre los hombros. Sus parejas se agarraban asus brazos y miraban al suelo. Kaspar iba justodetrás de su padre, con Charity asida a su brazo.

Una ola recorrió la multitud, todos hicieron

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venias y reverencias. Yo también lo hice unavez que el rey llegó a nuestra altura. Hice unareverencia muy pronunciada, sin soltar la manode Fabian. Pero comenzaron a flaquearme laspiernas cuando fui a erguirme de nuevo y algosiniestro, algo que no era mi propia mente,estalló en mi cabeza con un gran estruendo.

«Échate a tierra, criatura mortal. No eresdigna. Muere antes de que el destino te atrape.Muere, criatura. Muere antes de que seademasiado tarde.»

Mis párpados languidecieron, mis rodillascedieron y empecé a caer al suelo, preparadapara sucumbir.

«¡Huye de su pecado!»Abrí los párpados de golpe y alguien me

estaba levantando. Una mano consoladorasostenía la mía y un par de ojos azules meobservaban con preocupación.

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—¿Violet?Me llevé la mano que tenía libre al pecho y

me arañé, desesperada por librarme de aquellaoscuridad que me atenazaba, por sentirme librede su estranguladora presencia. Kaspar pasó anuestro lado y desvió la mirada para buscar lamía. Una sombra de inquietud le atravesó elrostro durante un instante, justo antes de quevolviera a mirar hacia el frente. La cabeza mepalpitaba. La familia llegó al estrado y formóuna fila frente a sus súbditos. El rey continuóhasta su trono y se volvió para mirarnos atodos.

Un reloj dio las doce en las profundidadesde la mansión. Doce estallidos reverberantes, ytodos y cada uno de ellos me helaron la sangre.

«El tiempo no será infinito para siempre,Violet Lee. Se está acabando.»

—Bienvenidos, damas y caballeros, al

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Equinoccio de Otoño.»«¡Huye!»

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21VIOLET

La mirada del rey se entrelazó con la mía y undestello de duda le bañó el rostro antes de querecuperara su aire pensativo y contemplasedesde lo alto a sus súbditos como si fueranpeones en un tablero de ajedrez. Cuando sesintió satisfecho, se sentó en su trono y leshizo un gesto con la mano a los camareros, quedesaparecieron por los laterales.

—¡Violet! ¡Respira!Aterrorizada, me di cuenta de que no tenía

aire en los pulmones. Mi pánico aumentó, elpecho me ardía implorando oxígeno.

—No puedo... —grazné.

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—Claro que puedes —insistió Fabian, queme sujetaba por los hombros—. Concéntrate.

Cerré los ojos con fuerza y me centré en elsubir y bajar de mi pecho. Al cabo de unminuto, el torniquete que tenía en el cuellodesapareció y cogí aire de golpe. La oscuridadse desvaneció y recuperé la coherencia de mispensamientos. Recobré la vista y la habitaciónvolvió a tener sus colores normales, libres delos tintes de mi visión borrosa. Permanecí allíde pie durante más o menos un minuto antes derecuperarme del todo.

—¿Qué coño acaba de ocurrir? —jadeé.—No te preocupes. No ha sido nada —

murmuró, evitando mirarme a los ojos.—¡Y una mierda!—Baja la voz —siseó.Enfadada, hice lo que me pedía.—¡Dímelo, Fabian! ¡Tengo derecho a

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saberlo! Y está claro que tú sabías que esto ibaa ocurrir, así que ¿por qué me invitaste? —leespeté en voz baja y acercándome más a él.

Suspiró.—Te invité porque quería que me

acompañaras, y quería que te lo pasaras bien. Sino te conté esto es porque pensé que podríahaberte asustado.

—¿Y qué es «esto»? —En esta ocasión mitono no fue tan exigente. «Quería que me lopasara bien.»

—La corona del rey. —Señaló con elpulgar en dirección al trono—. Contiene sangremaldita. Si un humano la ve, sufre los mismosefectos que has experimentado tú. Se utilizabaen los tiempos en los que había sacrificioshumanos. Que ahora ya son sólo simbólicos —añadió al ver que mi cara se debió de congelarante la mención de «sacrificios humanos».

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Puede que las voces y la oscuridad hubierandesaparecido, pero el mensaje no. «Esa coroname ha hecho desear la muerte.»

—¿Volverá a afectarme esta noche?—No, sólo ocurre una vez.La muchedumbre se había separado para

formar un enorme círculo. La corona ya noestaba, y el rey caminaba hacia el centro delcírculo. El encanto del baile regresó deinmediato cuando las velas brillaron con másfuerza.

Los violines volvieron a sonar y, en un abriry cerrar de ojos, los Varn, en toda su supremagloria, estaban allí de pie, listos para bailar.Hicieron una profunda venia antes de tomarentre los brazos a sus parejas.

—Espera hasta que te lleve hacia la pista debaile para moverte —me ordenó Fabian en vozmuy baja.

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Los Varn comenzaron a bailar deslizándosepor la pista como si fueran uno con la música.Sus pasos eran precisos, perfeccionados a lolargo de miles de años de práctica. Contempléasombrada cómo Kaspar y Charity se volvíanuno. El sorprendentemente elegante vestido dela vampira flotaba en torno a sus tobillos y sefusionaba con su figura mientras ella giraba ygiraba. La única pista que ofrecía el tejidomalva acerca de la verdadera naturaleza deCharity era el largo corte que lucía a un lado yque se detenía a mitad de su muslo.

Casi se me escapa una sonrisa cuandoKaspar pasó a nuestro lado con aire deaburrimiento. Se había ataviado con el atuendoreal, y llevaba la entallada chaqueta negraajustada con un recargado cinturón plateado.Del pecho le colgaban unas cuantas medallas,debajo del pañuelo de color esmeralda que

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asomaba de su bolsillo. También lucía unabanda esmeralda, muy parecida a la de Lyla,estampada con el blasón real, lo cualdemostraba la pureza de su sangre.

La música alcanzó otro crescendo y ahoguéuna exclamación de sorpresa cuando, como unosolo, los Varn se dieron la vuelta y cambiaronla dirección de sus pasos. El coro cantó y susnotas reverberaron por toda la sala. Las velasvolvieron a crepitar e iluminaron con suavidad alos danzantes. Ya hacía tiempo que habíadesaparecido todo miedo de mi interior. Loolvidé cuando aquella escena majestuosa tomóel relevo.

Una enorme sonrisa se dibujó en mi cara.Aquello era lo que toda chica soñaba peronunca viviría.

—Ha llegado el momento.La música cesó y Fabian imitó mi

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expresión sonriente. Le puse una mano en elbrazo y él me acompañó hasta la pista. Nosabrimos camino entre otras parejas, ya quecientos de vampiros se agrupaban y esquivabana las parejas, ahora inmóviles, de los Varn.Conseguimos llegar al centro de la pista y, almirar alrededor, vi muchas caras conocidas:Cain en una postura perfectamente hieráticajunto a su joven acompañante, Alex y una chicadesconocida, Eaglen de pie al lado de unamujer mayor.

—Haz la reverencia —me dijo Fabian, ytoda la habitación lo hizo a una.

Nos agarramos, la música se elevó...Y ya estábamos bailando, girando, dando

vueltas junto con otras parejas. Los vestidos debaile se agitaban, la música ascendía. Cerré losojos tratando de recordar todos los detalles dela escena. Mi sonrisa flaqueó al recordar las

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palabras que el rey había pronunciado hacíamuchas semanas: «Sus sentimientos cambiaráncuando se haya acostumbrado a nuestro modode vida, cosa que ocurrirá con el tiempo. Y esoes precisamente lo que le sobrará, señoritaLee.»

Lentamente, abrí los ojos y vi que Fabianme estaba observando con una sonrisa decuriosidad. Sus ojos eran del más claro de losazules, tan claros que ponían al cielo enevidencia, tan claros que las olas del océanoparecían cansadas al admitir la derrota anteaquel color tan perfecto.

«Qué cursi», murmuró mi voz.—¿En qué estás pensando?—Estoy pensando en lo maravilloso que es

esto —mentí—. Todo este baile. Es increíble.Toda esta gente... Me siento como Cenicienta.—Me eché a reír, sin saber qué más decir.

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Para alivio mío, él también rió.—Esto no es nada. Deberías ver alguno de

los bailes que se celebran más avanzado el año—dijo en un arrullo.

Dejamos de dar vueltas cuando la músicacambió a algo más melancólico. Al cabo deunos segundos, volvimos a bailar, máslentamente, y me vi obligada a concentrarme enlos pasos durante unos cuantos minutos.

Mi mirada comenzó a fijarse en elespectáculo que se estaba desarrollando a mialrededor. Lyla pasó deslizándose a nuestrolado. Su pareja era un vampiro extremadamenteatractivo con aspecto de adolescente que estabaclaramente fascinado por los pechos de Lyla.Parecía gustarle lo que veía. Me sonrojécuando la mirada de Lyla y la mía se cruzaron.Me gustaba Fabian —pese a ser un vampiro eraagradable—, pero a ella le gustaba de una forma

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muy diferente. Y Lyla se había portado bienconmigo durante el tiempo que llevaba allí...No quería estropearlo.

El rey bailaba en el centro con una vampiraincreíblemente hermosa. Tenía el cabellocastaño claro y le llegaba hasta la cintura pese allevarlo recogido. La posición de su mandíbulaangular marcaba las distancias con todo lo quela rodeaba, incluido el rey. Él compartía aquelmismo aire de indiferencia y apenas miraba a lamujer que tenía entre los brazos.

Continué investigando. Me fijé en Sky yArabella, que pasaron a nuestro lado en esemomento. Se miraban a los ojos como sifueran las únicas personas de la habitación.Aparté la mirada, incómoda. Sentí que no debíaentrometerme en su momento. Noté unpinchazo en mi interior.

Eso es lo que deberían tener Lyla y Fabian.

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Rechacé bailar una tercera pieza con Fabianalegando que tenía sed y me marché a buscaragua.

Avancé a trompicones hasta la mesa de lasbebidas y cogí un vaso de agua. Me lo bebí deun trago y cerré los ojos cuando el frescolíquido se abrió camino por mi garganta reseca.En vez de bailar, preferí sentarme cerca de lapared con mi bebida, ignorando las miradas dedeseo que me lanzaban desde todas partes.Siempre que tenía oportunidad hablaba conalgún vampiro que conociera y me aferraba aellos hasta que alguien los arrastraba a la pistade baile. Fabian había desaparecido hacía rato ybailaba con casi todas las vampiras jóvenes queestaban disponibles. Pero pese a mis intentosatraje una considerable atención, sobre todo

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porque cada pocos minutos Fabian me buscabacon la mirada desde cualquier punto de lahabitación para asegurarse de que estaba bien.

También descubría a menudo a Kaspar o aSky mirando en mi dirección. Eran miradasbreves, querían comprobar que seguía allí, queseguía viva. Siempre que me daba la vuelta,Eaglen y Arabella estaban de espaldas a mí, enapariencia sumidos en una animadaconversación, pero sabía que en realidad todasu atención era para mí. Cada vez que se meacercaba un vampiro desconocido, uno de losVarn aparecía como por arte de magia einiciaba una conversación con él y se lo llevabalejos de mí en cuestión de segundos. Distinguía unos cuantos humanos en medio de aquel marde piel muerta, pero ellos también se movíandentro de sus propios círculos de protección yrehuían a los desconocidos.

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Un grupo de niños cantores apareció ycomenzó a cantar, y sus voces retumbaron porla habitación. Los observé durante un rato. Eranmuy pequeños, la mayor parte de ellos no debíade llegar a los diez años. Sus rostros dulces yaniñados no reflejaban el horror de la vida y susbocas se abrían para dejar escapar vocesangelicales. Aprecié unos colmillosminúsculos y se me entristeció el rostro.«¿Cómo puede algo tan angelical ser tanpeligroso?» Aquellos niños se convertirían enmonstruos y matarían cuando fueran mayores.

—Es hermoso, ¿verdad, señorita Lee?Me sobresalté y me di la vuelta a toda prisa.

Vi a un joven vampiro con los ojos del azul másoscuro que pudiese haber imaginado y unasonrisa realmente deslumbrante.

—Ilta, me has asustado —dije alterada.Sentí que una oleada de adrenalina me recorría

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el pecho.—Lo siento mucho, no pretendía

inquietarte.Tras su disculpa, hice un gesto para restarle

importancia.—No pasa nada. Debería haber estado más

atenta.Sacudí la cabeza y lo miré. Su sonrisa se

tornó vacilante.—No deberías haber venido, Violet. Nunca

estarás a salvo entre vampiros. Eres lo bastanteinteligente como para saberlo, ¿no es así? Perome temo que subestimas el peligro de estanoche. —Las voces de los niños del coro sevolvieron estridentes y antinaturalmente agudashasta llenar todos y cada uno de los rinconesdel techo. Hice un gesto de asentimiento con lacabeza, indecisa—. Estar aquí, Violet, entretantos vampiros sedientos, muchos de los

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cuales llevan varios días sin comer a causa desus largos y arduos viajes... Bueno... Pensé queel rey tendría más sentido común. Pero daigual, estás segura entre algunos, y me gustaconsiderarme uno de ellos. —Volvió adedicarme una de sus encantadoras sonrisas yno pude evitar que el corazón me diera unvuelco. «Kaspar debería tomar apuntes.»—.¿Puedo pedirte que me concedas este baile? ¿Ytal vez el de después? —prosiguió mientrashacía una profunda reverencia y alargaba unamano para coger la mía.

—Por supuesto.Me guió hacia el enorme espacio del centro

de la sala, donde las parejas estaban bailandouna danza extremadamente lenta y elaborada. Lareconocí vagamente de mis clases y comencé agirar sobre el sitio al ver que las demásmujeres hacían lo mismo.

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Cuando volví a la posición inicial, me pusouna mano fría en la mejilla y me levantó lacabeza hasta que la tuve frente a la suya. Desviéla mirada, incómoda por la forma en que meobservaba. Me fijé en su pecho y me di cuentade que llevaba una camisa de color rojo oscuroy que alrededor del cuello lucía una cadenamuy barroca de la que colgaba algohorriblemente similar a un vial de sangre.

—No seas tímida, Violet. Sé que nuestroencanto te resulta irresistible, ese encanto quetanto desprecias. Pero no es algo que debaodiarse, sino aceptarse como un designiotaimado y terrible de la naturaleza. —Asentícon abatimiento y llena de vergüenza cuandome di cuenta de que probablemente lo queacababa de decir era la verdad—. Da igual. Nopermitas que te disguste. Cambiemos de tema.He oído muchas cosas sobre ti, querida Violet,

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pero tú nunca preguntas mucho sobre nosotros.¿No deseas hacerme una única pregunta?

Reflexioné durante un momento.—¿De dónde viene? Tu familia, me refiero.—Mi familia —repitió entre risas—. Has

ido a dar con un tema muy extenso. Procedo deRumanía, aunque mi familia posee residenciaspor todo el mundo, como la mayor parte de lasfamilias poderosas. —Una sonrisa burlona lerondó los labios—. Fuimos uno de los pocosclanes que no huyó cuando los asesinos sehicieron con Rumanía hace muchos siglos. —No cabía duda de que su voz destilaba orgullo,pero yo no creía que aquella hazaña fuera tanimpresionante. Sky y Jag también vivían enaquella parte del mundo.

De repente, Ilta se dio la vuelta con ungruñido.

—Oh, perdóname, pensé que eras otra

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persona —dijo tras hacer una profundareverencia.

Se notaba que el tono educado de su voz eraforzado.

—Deseo bailar esta pieza con Violet.Kaspar le dedicó una mirada furiosa e Ilta

me soltó a regañadientes.—Por supuesto, alteza.Volvió a inclinarse ante él, envarado, y se

marchó para perderse entre la multituddanzante.

—¿A qué ha venido eso? —siseé,lanzándole dagas con la mirada al príncipe.

Él no apartaba la mirada del punto por elque Ilta se había desvanecido entre la multitud.Di un paso al frente, pero él lo dio atrás.

—La reverencia —rugió.Me incliné tan imperceptiblemente como

pude sin apartar la mirada de él. No me molesté

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en cogerle la mano cuando volví a girar sobremí misma en el sitio.

—¡Te dije que te mantuvieras alejada de él!—me reprendió.

—Ya lo sé. Pero no soy ni una niña ni unavampira, así que no tienes control sobre mí niderecho a decirme lo que puedo o no puedohacer. Me formaré mis propios juicios sobrelas personas, gracias.

Me dispuse a marcharme, pero me sujetópor la muñeca. Me clavó las uñas en la piel,como la noche en que nos conocimos.

—No me des la espalda. Nadie rechaza alheredero de este reino.

Me miró con intensidad, el poder que tanclaramente sabía que poseía emanaba de susojos en oleadas. Las mujeres que pasaban juntoa nosotros lo contemplaban con admiración.

—Yo sí —susurré. Y me marché, dejándolo

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solo.

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22KASPAR

—Yo sí —susurró, y se marchó sin más.Entorné los ojos y observé el destello de

color violeta que desaparecía entre la multitud.—Maldita sea —farfullé al tiempo que me

metía las manos en los bolsillos de lospantalones.

Nunca había conocido a una mujer tanirritante, y mucho menos aún una humana. Perotenía la suficiente experiencia con mujeresfastidiosas como para saber que de momentodebería dejar que creyera que se habíaescapado.

Así pues, me abrí camino entre la

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muchedumbre disfrutando de la atención queatraían mi título y mi aspecto hasta que el olora laca comenzó a acumularse en mi garganta ypercibí un fogonazo de rubio platino.Acostarme con Charity era una cosa, y bailarcon ella era soportable si llevaba zapatos depunta de acero. Pero pasar tiempo con ellacuando no era necesario era simplementetraumático.

Me dirigí en línea recta hacia el punto en elque estaban charlando Fabian y los demás, y mesentí más que satisfecho cuando vi una cabezallena de rizos oscuros entre ellos. Aquelsentimiento se transformó rápidamente ensorpresa cuando me di cuenta de que Violetdirigía cómodamente la conversación.

—Tengo curiosidad. ¿Cómo animan losvampiros sus bailes? —preguntó dirigiéndose aFabian.

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Vi mi oportunidad y la aproveché.—¿Puedo solicitarle el siguiente baile,

señorita curiosa? Te demostraré cómo lohacemos.

Me agaché y le besé los nudillos. Se pusonerviosa, y me encantó ver que suestremecimiento se transmitía por mi brazo,que reaccionaba como lo habría hechocualquier otra chica en aquella situación.

Se recuperó rápidamente.—Vale —replicó con un ligero movimiento

de cabeza—. Pero si te atreves a sermonearmete pisaré.

Me sostuvo la mirada con tanta firmezacomo lo habría hecho si su amenaza fuera enserio.

Yo no iba a cambiar de opinión sobre IltaCrimson. No era amigo de la familia y no mecabía la menor duda de que mantenía contactos

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con varios clanes de asesinos. Por nomencionar el hecho de que era un reputadosátiro.

No obstante, con tal de hacer que Violetcediera y dejase de ser tan cabezota le diría queel cielo era verde.

—De acuerdo —acepté, igual de lacónico.Apartó su mano de la mía y vi que Fabian

me dedicaba una mirada ceñuda. Puse los ojosen blanco y sacudí ligeramente la cabeza, gestoque no le pasó desapercibido a Violet.

—Lyla —le cogió la mano a mi hermana,que estaba a su lado, con firmeza—, baila conFabian.

Juntó las manos de ambos y se marchóantes de que pudieran protestar.

Me apresuré para llegar a su altura.—¡Nena, eres una celestina!—¿Tú también lo sabes?

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—Es mi hermana.Pareció sentirse algo decepcionada por no

ser la única en saber del obsesivoencaprichamiento —aunque muy reciente— demi hermana por Fabian. Sin mediar palabra, mehizo una reverencia sin que tuviera quepedírsela, y atisbó por encima de mi hombro.Esbozó una sonrisa y, cuando miré hacia atrás,se hizo evidente que el origen de su felicidadera la pareja de baile que habían formado Lyla yFabian. Pero Fabian era mi mejor y más antiguoamigo, y lo conocía lo bastante como paradarme cuenta de que guiaba a mi hermana demanera mecánica y rígida.

—Esto es demasiado arriesgado para losmayores —le expliqué cuando comencé amoverme y la rodeé. Ya me había perdido elvals más tradicional del principio. Por más quepensara que el amor de mi hermana por la ropa

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era casi tan obsesivo como sus sentimientospor Fabian, no podía negar que había hecho unbuen trabajo con aquella muchacha desaliñada.

Me observaba con indiferencia, estirando elcuello tanto como le resultaba posible.

—Lamento...La interrumpí antes de que pudiera

terminar:—Lamento haberte sermoneado y todo lo

demás.Entornó los ojos y vi en su rostro la misma

expresión que reflejaba el mío. «¿Disculpas?»Desvié la mirada antes de que pudiera apreciarcualquier rastro de sorpresa en mi cara.

Mirara a donde mirase, había sonrisasgozosas, carcajadas escandalosas y parejas devampiros jóvenes mucho más abrazadas de loconsiderado «apropiado». Manos que rozabancuellos y hombros. En apariencia, era inocente,

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pero sus miradas me decían que no era así. Yestaba a punto de mostrarle a Violet a qué sedebía aquello.

—¿Estás lista?Sonreí y le rodeé la cintura con las manos

firmemente. Palpé con los dedos las ballenasdel corsé.

—¿Para qué?Se había puesto nerviosa.—Para esto.La música paró y, en ésas, la elevé en el

aire. Soltó un chillido y, de manera automática,buscó mis hombros con las manos. Aquello mehizo inhalar en primer lugar el perfume que sehabía aplicado en las muñecas, que reconocícomo el de mi hermana, y después un aromaque hizo que me ardiera la garganta. Puede quepareciera una vampira en aquel baile, peroseguía oliendo como mi cena.

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La bajé como un segundo antes de lodebido y, en cuanto sus zapatos abiertosrozaron el suelo, comenzó a reñirme.

—¡No estaría mal que la próxima vez meavisaras, joder!

Y tras aquellas palabras, dio un paso alfrente en lugar de hacia atrás y, resueltamente,me clavó un tacón en los dedos de los pies.

Cerré ligeramente los ojos.—¿Te das cuenta de que no me has hecho ni

el más mínimo daño?—¿Te das cuenta de que eres insoportable?—El sentimiento es mutuo, entonces.La levanté dos veces más y lo habría hecho

una cuarta si no hubiera montado tantoescándalo maldiciendo a los vampiros entredientes.

—Nunca aprenderás, ¿verdad? Tienes queser educada conmigo. Soy el príncipe. El

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príncipe. ¿Te suena de algo?Se cruzó de brazos mientras hacía la

reverencia.—No. Y el príncipe recibirá algo de

cortesía cuando sea tan amable de mostrar unpoco de educación.

Sonreí con arrogancia.—En tus sueños, Nena, en tus sueños. —

Cuando comenzó a alejarse, su sonrisa se hizomás abierta y la agarré por la muñeca—. No, novas a librarte tan fácilmente. Vas a bailarconmigo otra pieza.

Durante el segundo que me distraje con larubia platino que había a mi derecha, la morenase me escapó. No distinguí su vestido de colorvioleta en ningún punto entre la multitud.

Volví a encontrarme con las manos en losbolsillos. Era la segunda vez en una noche quese zafaba de mí. «Al final voy a tener que hacer

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algo al respecto.»

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23VIOLET

La verdad era que aquel baile me habíaresultado demasiado cómodo. Demasiadoagradable. No debería haberlo disfrutado. Sobretodo teniendo en cuenta que había bailado conél.

«Él te trajo aquí. No te olvides de eso», medije.

«Más bien obligada», añadió mi voz, y nopude evitar estar de acuerdo.

Me quedé allí de pie durante un rato, felizde poder estar a solas con mis pensamientos.Pero Fabian apareció y me interrumpió:

—¿Dónde está Kaspar?

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—¿Dónde está Lyla? —pregunté yo casi alunísono. Y nos echamos a reír.

—Kaspar está bailando —le expliqué.—Lyla me ha dicho que iba a buscar algo de

beber —contestó él.«A buscar algo de beber. Eso me suena.»—¿Así que entonces sólo habéis bailado

una pieza?—Sí. Parecía inquieta —respondió,

desconcertado.Su ignorancia casi me provocó una sonrisa.

«De verdad, hombres...»—No tienes ni idea, ¿no?Se encogió de hombros.No podía soportarlo. Tenía que decírselo.

Tenía que saberlo.—A Lyla le gustas.Esperaba que se le iluminara el rostro, o

que sonriese, o al menos que hiciera un gesto

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que dejase entrever que entendía lo que acababade decirle. Pero no fue así. Se limitó aquedarse allí, inmóvil, mientras los minutospasaban.

—¿Fabian?—Eso complica las cosas —dijo al fin con

un suspiro. Después, se desplazó hacia una zonamás apartada.

—¿En qué sentido?Volvió a suspirar y me percaté de que sus

ojos se tornaban ligeramente negros.—No siento lo mismo por Lyla, si es lo

que estás pensando. —Dirigió la mirada haciael salón de baile antes de volverse en direccióna mí. Sus ojos habían recuperado su colorhabitual, pero brillaban más, estaban más vivos.Eran más imponentes—. Eres muy joven eignorante. No te culpo por no haberte dadocuenta antes. Pero sé que no sientes lo mismo

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que yo, así que no permitamos que esto cambielas cosas. Nada en absoluto, ¿de acuerdo?

Me quedé boquiabierta cuando recibí elimpacto de lo que Fabian acababa de decir. «AFabian no le gusta Lyla. Le gusto yo.» Asentísin pensar.

—Pero puede que algún día tussentimientos cambien. Tal vez cuando teconviertas en uno de nosotros...

—No —susurré—. No, no, no.—¡Violet, por favor! ¡Escúchame!—No —repetí. No lo haría. No podría—.

E... Estoy cansada, creo que voy a irme a la ca...cama —tartamudeé. Giré sobre mis endeblestalones y huí del salón de baile.

—¡Violet! —le oí gritar, pero ya erademasiado tarde. Yo ya había rebasado laspuertas y había salido al vestíbulo.

Caminé hacia la puerta de la entrada, que

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estaba abierta, y tomé una gran bocanada de airefresco. Contemplé los inmensos jardines, asabiendas de que sería muy sencillo echar acorrer justo en aquel instante.

Pero no iba a hacerlo.Volví a respirar hondo. «¿Cómo puedo

haber sido tan estúpida? ¡Era obvio!¡Descaradamente obvio! ¿Por qué otra razónpodría haberme invitado al baile? Y hacesemanas se ofreció voluntario para quedarseconmigo mientras los demás se iban de caza.¿Fue por el mismo motivo? ¿Y qué hay de losdemás? ¿Lo sabían? Seguro que Kaspar sí. Pero¿lo sabe Lyla? Aunque no le gusto. No puedogustarle. Sólo cree que le gusto. No meconoce, no me conoce bien», intentétranquilizarme. Y era verdad. Fabian sóloconocía la máscara protectora que estabausando para sobrevivir y mantenerme cuerda en

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aquel lugar.Noté que los párpados me pesaban y

comencé a subir fatigosamente la escalera paraencaminarme hacia mi habitación. Sentí variasmiradas clavadas en mi espalda cuando algunosde los vampiros atravesaron el vestíbulo, perono tenía fuerzas para que me importara.

Llegué al piso de arriba y recordé laprimera vez que había traspasado aquellasenormes puertas de la entrada. Me pregunté sien algún momento conseguiría hacer el caminode vuelta aún como humana.

«Ignorante.»Durante un instante me planteé cómo sería

ser vampiro. Cómo sería dejar atrás parasiempre mi naturaleza humana. Cómo seríatodo si aquéllos fueran mis últimos minutos devida humana. ¿Podría dejarlo todo atrás?

Parpadeé y un rincón se oscureció cuando

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una de las lámparas de gas se apagó.Soñolienta, me di la vuelta y no le prestéatención. Recorrí los últimos pasos que meseparaban de mi dormitorio mientras unalágrima solitaria resbalaba por mi mejilla.

«¿Dónde está la máscara ahora?»Me apoyé contra la pared, junto a mi puerta,

tratando de respirar hondo para no llorar. Debíahacerme más fuerte. Tenía que conseguirlo.Recliné la frente sobre la pared fría y mirespiración se tornó más regular. Algo gélidome rozó el cuello, y el vello se me erizó deinmediato. Fue como una corriente de aireglacial.

Aunque las corrientes de aire frío nogruñen.

Me di la vuelta con el corazón latiéndome auna velocidad imposible. Me aferré a la pared ycomencé a buscar el pomo de mi puerta.

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Una figura salió de entre las sombras y vi susilueta recortada contra la escasa luz que sefiltraba desde el piso de abajo. Era un hombrealto, y un chorro de plata líquida parecíagotearle por un lateral de la cara. Un vial rojoresplandeció a la altura de su cuello. Solté unsuspiro de alivio.

—Ah, eres tú, Ilta.

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24KASPAR

La busqué con la mirada por todo el salón, perono sirvió de nada. Algunos rostros medevolvían el examen, otros fruncían elentrecejo, pero ninguno de ellos era el de unamuchachita con un vestido de color violeta.

«No está aquí. Joder.»Localicé a Fabian y a Alex muy

concentrados en su conversación en un rincónjunto a la puerta. Me encaminé hacia ellos atoda prisa, cada vez más angustiado. Sentí quela tensión de los miembros de mi familiatambién aumentaba, que compartían mipreocupación.

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—Fabian. —Los dos se volvieron paramirarme—. ¿Dónde está Violet? —preguntécon urgencia.

—Se ha ido a la cama, hace más o menosdiez minutos —contestó sin mirarme a losojos.

«Así que se lo ha dicho.»—¿Qué? ¿No la has acompañado? ¿Por qué

no estás con ella? —exigí saber. La angustia sehabía convertido en pánico.

«Podría no ser nada. Podría no ser más queuna coincidencia.»

—Kaspar, ¿qué...?—Ilta Crimson también se ha ido.Se miraron el uno al otro y luego, con los

ojos abiertos como platos, volvieron acentrarse en mí.

—Oh, Dios... —gimió Fabian.E inmediatamente después ambos salieron

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disparados en direcciones opuestas. Me toméun momento para volver a examinar el salón debaile y luego me uní a toda prisa a la búsqueda.Todos y cada uno de los Varn y de nuestrosamigos estaban buscándola. El miedo les habíaarrebatado el color a sus iris.

La culpa hacía que las palabras que le habíadicho aquel día me retumbaran en el cerebro.«Bajo tu responsabilidad queda, Nena.»

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25VIOLET

—Ilta, ¿qué estás haciendo aquí? —Me acerquépara intentar distinguirlo mejor, puesto que élpermanecía inmóvil a dos pasos de distancia demí—. ¿Ilta? —lo llamé en voz baja una vez más.

Continuó sin moverse, y agité una manodelante de su cara. Parecía estar sumido en unaespecie de trance, con los ojos vidriosos yciegos.

—¡Ilta! —repetí con más energía.De repente él torció la cabeza, y yo

retrocedí ante aquella contorsión antinatural.Su cuerpo despertó y estiró un brazo a todaprisa, un borrón en la oscuridad, para agarrarme

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por la muñeca. Ahogué un grito. Un escalofríome recorrió la piel del brazo, superó el hombroy alcanzó el corazón, que se negaba a reducir elalterado ritmo de sus palpitaciones. Su pielgélida abrasó la mía. Intenté liberarme de sufirme presa, pero no tenía fuerzas.

—¡Ilta!Intenté liberarme de nuevo, pero sólo

conseguí que me constriñera aún más lamuñeca. Sentí que la sangre dejaba decircularme por la mano y la vi marchitarse yperder la fuerza.

—Lo siento, querida Violet, no estabacentrado. Sumido en mis sentidos, podríadecirse —ronroneó tras humedecerse loslabios de saliva.

Oí un débil olfateo y recé para que mivolátil corazón se calmara. Se detuvo paraobservarme, y me vi forzada a mirarle a los

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ojos. Había desaparecido el azul oscuro. Lostenía rojos.

Cogí aire con dificultad, con los ojos comoplatos, y di un paso atrás para alejarme de surostro rugiente y siseante. Volvió aaproximarme a él tirándome de la muñeca.

—No, cariño. No te irás a ninguna parte. —Me apretó contra su pecho antes de agacharse ycolocarme una mano detrás de las rodillas paradoblármelas. Caí sobre sus brazos. Un segundodespués, sentí que un aire helado me golpeabalas mejillas, y supe que estaba escapando deVarnley... Hacia dónde, no lo sabía. Cerré losojos para evitar que las lágrimas brotaran demis ojos. Sólo entonces se me pasó por lacabeza gritar. Y lo hice. Proferí un horrendo,terrible, escalofriante grito que atravesó lanoche.

Pero no valió de nada. Nadie lo oyó y nadie

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acudió.

Algo afilado me rozó la piel de la mejilla yla separó de las capas más profundas a las queestaba sujeta. Abrí los ojos de golpe y vi queuna zarza me arañaba la piel. Hice un gesto dedolor cuando la sangre comenzó a manar de laherida. Intenté levantar la mano para secármela,pero descubrí que la tenía inmovilizada. Bajé lamirada y vi que la tenía atrapada entre mi propiacadera y el pecho de Ilta. Intenté doblar losdedos pero no sentí nada.

—¿No deseas resistirte, dulce niña? ¿Nodeseas alejarte? —preguntó Ilta inclinándosesobre mi rostro.

Abrió un poco la boca y vi sus colmillosafilados, curvados, letales cuando los posósobre su labio inferior. Cuando la abrió aún

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más percibí su fétido aliento y el olor saladode la sangre seca. Arrugué la nariz y me aparté.

—Eres más fuerte que yo, así que ¿quésentido tendría? Y utiliza un poco de enjuaguebucal —le solté, decidida a luchar al menoscon las palabras.

—Veremos si dentro de un rato piensasigual —replicó.

Se acercó más a mi cara y, sacando lalengua, me lamió la sangre del corte. Extrajohasta la última gota. No pude evitar cerrar losojos cuando sus labios siguieron la línea de mimandíbula hasta detenerse sobre mi cuello.Respiró hondo y sentí que se estremecía. Unade sus manos fue al encuentro de sus labios ycon los dedos trazó un lento camino hasta mispechos. Los introdujo en el pliegue que losseparaba y apreté los dientes.

Volvió a inspirar profundamente una vez

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más antes de, tembloroso, soltar el alientocontra mi piel.

—¡Joder! Ya no puedo esperar más —siseó.

Sin más aviso que aquél, me dejó caersobre el suelo duro. Se produjo un chasquidohorroroso cuando mi brazo dormido amortiguómi caída debajo de mi espalda. Grité de dolor,pues recuperé la sensibilidad de inmediato.Apenas tuve tiempo de darme cuenta de quereconocía vagamente aquella densa área delbosque, sobre todo el cercano edificio depiedra cubierto de hiedra, antes de que Ilta seacuclillara para ponerse a mi altura.

—Ha llegado la hora de divertirse un poco,¿no crees?

Me agarró por el corpiño con brusquedad yme lanzó contra un árbol próximo. La cortezame magulló la espalda desnuda al rasgarse el

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satén de mi vestido.—¡No me toques, monstruo! —grité, tras

reunir hasta el último gramo de valor del quedisponía para pronunciar aquellas palabras.

—Vaya, ¿y por qué no iba a tocarte? Es mideber asegurarme de que mueres antes de quellegues a consumar tu destino. —Se echó a reíry levantó los brazos para señalar la inmensidaddel bosque—. Mira a tu alrededor, Violet. ¿Quéves? ¿Qué más hay, aparte de árboles? He ahí larazón, amor mío. Puedes gritar todo lo quequieras, pero estás a kilómetros de distancia decualquier persona. Nadie te oirá. Puedescorrer, pero te cogería en seguida. Osimplemente podrías rendirte a mi poder yaceptar que esta triste vida tuya está llegando asu fin. —Se acercó aún más—. ¿Es eso tandifícil? Piénsalo, Violet. ¿Qué podría hacertevolver? Nunca recuperarás tu vida mortal y tu

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futuro no ofrece más que sacrificio y traición.No tendrás otra opción, Violet Lee. ¿Qué tequeda? ¿Qué? ¡Contesta!

Las lágrimas rodaban por mis mejillas yfruncí los labios en busca de una respuesta.Miré el suelo musgoso y observé que mislágrimas plateadas caían sobre las hojas secas,cubiertas por una gruesa capa de agujas de pino.Cerré los ojos y a continuación los abrílentamente y levanté la cabeza hasta ponerla asu nivel.

—Lo que me queda es la esperanza.Entornó sus finos ojos sedientos de sangre

hasta que quedaron convertidos en una rendija yrugió:

—¡No, no es así! Debes morir antes de quellegue tu momento, criatura, y me saldré con lamía a la vez que le hago a esta dimensión ungran servicio.

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Me agarró del pelo con una mano y tiró demí. Su cuerpo se estrelló contra el mío y mepresionó contra el árbol.

—¡No! ¡Quítame las manos de encima! —vociferé mientras trataba de apartarlo de mícon el brazo sano.

Con la mano que le quedaba libre me agarróaquel brazo y lo quitó de en medio, utilizandosus uñas largas y afiladas para sujetarme. Meatravesaron la piel de debajo de las muñecas yla sangre comenzó a brotar. Con el rabillo delojo, vi el color carmesí y sufrí una convulsióndebida a las náuseas. Ilta abrió la boca y mostrósus colmillos.

—¡No! ¡Por... Por favor, no! ¡No! —supliqué.

—Ya he esperado demasiado —susurró, yme mordió con fuerza en el cuello.

Grité, el pánico escapó de mi boca en

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forma de chillido cuando el dolor, un dolorintensísimo, irradió de mi cuello, me paró elcorazón, me congeló la sangre y nubló micerebro.

Sin prisa y saboreando cada sorbo, extrajogota tras gota de sangre de mi cuerpo casiexánime. La vista me fallaba, se oscurecíacomo la penumbra del bosque. Mi voz senegaba a funcionar y me ardían los pulmonescomo si estuvieran quedándose sin oxígeno. Micorazón luchaba por bombear la menguantecantidad de sangre hacia mis órganos vitales.

Con la misma rapidez con la que habíacomenzado, se detuvo. Suspiré aliviada, fue elsuspiro más leve, más diminuto, que pudieraimaginarse, pero aun así Ilta lo captó.

—No, cariño. No creas que he acabadocontigo. Queda mucho para llegar a eso. Sóloquiero que estés consciente y viva para esto.

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Me rodeó un pecho con una mano.Recorrió el escote del vestido con las uñasantes de deslizar los dedos por debajo de latela. Sus intenciones estaban claras.

—No —rogué mientras sacudía la cabeza yel cuerpo, intentando liberarme de su peso—.¡No, por favor!

—Cuando estás viva para sentir lavergüenza, Violet Lee, para sentir que te estánviolando, es mucho más divertido, ¿sabes? —Me acercó la cabeza a la oreja y me mordió ellóbulo. Después, tiró un poco de él—. Pero note preocupes, continuaré cuando estés muerta.

—Estás enfermo... —dije en un susurro.—Lo sé —replicó, y con una uña rasgó mi

vestido y mi sujetador. Volví a gritar cuandome clavó las uñas en la carne, y él se rió comosi alguien le hubiera contado algo muydivertido—. Te doy las gracias por decírmelo,

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Violet. Me aburre bastante que me repitan loamable que soy.

Levantó ambas manos y me pasó sus uñaspor todo el torso, desgarrándome el vestido yla piel. Diez largas laceraciones se hundieronen mis pechos, y cada una de ellas dejó unirregular reguero de sangre. Apreté los dientes,me negaba a expresar mi dolor.

Acercó el pulgar y el índice a uno de mispechos y comenzó a toquetearlo, a apretarlopara que saliera más sangre, y luego me lamió.Traté de retroceder, pero me puso una mano enla espalda.

—Tu sangre sabe muy dulce. ¿Te lo habíadicho alguien alguna vez? —se burló con unasonrisa.

No pude contestar.De pronto, se apartó. Contuve la

respiración contra mi voluntad, a la espera de

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su siguiente movimiento. Estiró una mano,agarró la falda del vestido y la alzó. Oí undesgarrón y me di cuenta de que también lahabía arrancado. Volvió a apretarse contra mí ynoté algo duro contra mi abdomen. Trasobligarme a ponerme en pie, me miródirectamente a los ojos. Lo único que vi fuelujuria. Una lujuria ardiente, llameante. Bajóuna mano y me la pasó por la parte interior delmuslo, recorriéndolo, hasta alcanzar elcontorno de mis bragas. Las apartó a un lado yme di cuenta de que se llevaba la otra mano a labragueta de los pantalones.

—¡Suéltala!Alguien arrancó su cuerpo del mío, y yo me

derrumbé contra el suelo.—¡Pagarás por esto, Ilta Crimson! ¡Arderás

en la hoguera, maldito cabrón!—¿Y por qué razón, Kaspar? —La voz de

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Ilta estaba cargada de sorna—. Lamentocorregirte, pero ¡es humana! Estoy en miperfecto derecho de hacer con ella lo que mevenga en gana.

«¿Kaspar?»—Te olvidas de algo. Está bajo la

Protección del Rey y de la Corona. Y por esarazón beber de su sangre sin consentimiento espunible con la ejecución. Deberías leer tuslibros de derecho, Crimson.

—Mientes... —replicó con un siseo.Tenía los párpados pegados, pero me forcé

a abrirlos para atisbar durante un segundo dossiluetas. Pero aquel esfuerzo hizo que elcorazón me flaqueara y se olvidase de latirdurante un instante.

—¿Quieres comprobarlo? —oí contestar aKaspar. Ya no oí más sonidos, pero sentí sualiento sobre mis mejillas y unos dedos

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presionando las venas de mis muñecas. Debajode ellos, percibí mi débil pulso—. Has perdidomucha sangre —susurró y, una vez más, meforcé a abrir los ojos.

Distinguí sus iris, que pasaban del verde aun tono claro, incoloro. Me recorría el cuerpo,casi desnudo, con la mirada, para examinar misheridas. Se quitó la chaqueta y me cubrió conella antes de levantarme delicadamente delsuelo. Sólo entonces sentí todo el dolor queme embargaba. Una áspera bocanada de aire mearañó la garganta y cerré los ojos. Meestremecí tanto a causa de la agonía de mibrazo como del aire helado.

Sentí un suave apretón en la mano herida.—Aguanta, Violet. No te rindas.Oía su pánico. Se sumó al mío.Cuando se lanzó a correr, el aire frío me

embistió la piel, pero al cabo de unos minutos

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volvió a detenerse. Incluso con los ojoscompletamente cerrados pude adivinar dóndeestábamos. La oscuridad resplandecíaanaranjada, sentí que la calidez me sepultaba yoí pasos en la gravilla. La luz se tornó másintensa.

«Muere, criatura. Muere antes de que seademasiado tarde.»

El eco de las palabras que mi voz habíapronunciado antes resonó en mi pecho y micorazón flaqueó. Pensé en respirar, pero era unesfuerzo excesivo.

—No cedas, Nena. Hemos llegadodemasiado lejos. Quédate conmigo, Violet...

Con el golpe de las puertas, mi corazónvolvió a constreñirse, era doloroso, y forzar amis pulmones a respirar era demasiado.

—¡Abre los ojos, Nena! ¡Soy el jodidopríncipe y te estoy diciendo que no puedes

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abandonar!Separé los párpados y vi un millar de ojos

vampíricos clavados en mí, que continuaba enlos brazos de Kaspar. Al fin, la oscuridad meenvolvió.

Pero no antes de que oyera un rugidocolosal cuando una única palabra salida de loslabios del vampiro que me sujetaba reverberópor toda la mansión:

—¡Padre!

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26KASPAR

Miles de vampiros contemplaban a Violet, quecontinuaba inerte entre mis brazos. Deinmediato, la figura alta y oscura de mi padresurgió de entre centenares de callados einmóviles espectadores, todos incapaces deapartar la mirada de la figura profanada de lahumana.

—Llévala adentro —ordenó en cuanto sumirada recayó sobre ella.

Di un paso al frente y la muchedumbre seabrió para dejar paso a Galen, el médico de lafamilia. Hizo un gesto con la cabeza paraindicarme que la depositara sobre el suelo. Él

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se quitó la chaqueta y la arrugó para ponérsela aViolet a modo de almohada. Al verla,desgarrada y cubierta de sangre, los rostros delos miembros de mi familia se llenaron dehorror. A Lyla se le escapó un sollozo.

La mirada ambarina de Galen se clavó enmis ojos, como si pensara que yo le habíahecho aquello.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó con tonobrusco.

—La han atacado —gruñí.Un rugido colectivo se extendió por la

habitación y todos los ojos, uno por uno,pasaron a ser de un negro insondable.

—¿Quién? —exigió saber Ashton. Se aflojóla faja y se quitó la chaqueta del frac.

—Ilta Crimson. Iba a violarla.La habitación se llenó de siseos de asco y

varios vampiros salieron de la sala de

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inmediato. También se produjo una ligeraconmoción cuando una pequeña partida derastreadores se reunió y salió a toda prisa delsalón de baile. Ashton, un vampiro eficiente,despiadado, célebre por su habilidad pararastrear, me hizo un breve gesto con la cabezacuando se puso a la cabeza del grupo que iba arastrear los bosques.

—Por el amor de Dios, despejad la sala,por favor. ¿No creéis que su dignidad ya hasufrido bastante? —Galen pronunció aquellaspalabras en voz baja, mientras le tomaba elpulso y metía los dedos en las punciones quetenía en el cuello.

Al oírlo, Jag y Sky dieron instrucciones alos criados para que despejaran el salón debaile. Entretanto, mi familia cerró filas yformó un círculo protector a su alrededor.

—Fractura de la muñeca derecha y una

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considerable pérdida de sangre,presumiblemente extraída a través del cuello.

—¿Cuánta sangre?—Demasiada. Va a entrar en estado de

shock. Si no recibe una transfusión, susórganos vitales fallarán.

No hizo falta que continuara.—Hazle una transfusión.—No es tan sencillo. La sangre que tenéis

almacenada aquí está sin analizar, no es válidapara hacer transfusiones, y tardaríamosdemasiado en conseguir más de los bancos desangre humana.

—¡Entonces conviértela!Galen sacudió la cabeza y volvió a dejar el

brazo de Violet en el suelo. Se sentó sobre susrodillas.

—Es demasiado tarde para eso. Su cuerpono sería capaz de soportar el cambio. Lo

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siento.Abrí la boca. La volví a cerrar. Cogí el

brazo sano de Violet y se lo acaricié. Measombró que estuviera más fría que yo. Oí quealguien sugería que fuéramos a ver los sabios,pero otro descartó la posibilidad de inmediato.

—¿No podríamos darle una pequeñacantidad de nuestra sangre? —propuse. Unaidea comenzaba a tomar forma en mi cabeza—.Lo bastante como para mantenerla viva ypermitir que su cuerpo sane, pero no paraconvertirla.

Galen me lanzó una mirada escéptica.—Eso la transformaría en una dampira.—¿Y qué? ¡Le salvaría la vida! ¿Padre? —A

la desesperada, recurrí a la clemencia de mipadre.

No dijo nada, pero les hizo un gesto a Galeny a Eaglen para que se reunieran con él fuera

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del círculo. Capté fragmentos de suconversación, pero me distraje cuando Fabianapareció junto a las puertas y se unió a mí.Seguía llorando y, cuando me miró, sus ojosme lo dijeron todo.

—Se está apagando —murmuré, ycontemplé cómo mi mejor y más antiguoamigo se derrumbaba y caía al suelosollozando.

Seguí mirándolo sin saber cómo actuar,incapaz de llorar mientras me repetía a mímismo que no lo haría, que no podía llorar poruna humana.

La respiración de Violet iba tornándosemás rápida, pero su pulso estabadesvaneciéndose. Las gotas de sudor frío leresbalaban por el cuello hasta los arañazos queIlta le había hecho en el pecho. Tenía la pielcada vez más fría.

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—Vamos... —murmuré con la miradaclavada en los hombres que conversaban junto ala puerta. En ese instante mi padre se volvióhacia mí.

«¿No tienes nada que decir, Kaspar?»«Su vida está en tus manos, padre, así que

¿qué sentido tendría?»Vi que suspiraba y se volvía hacia Eaglen.

Habló con la voz un poco más alta:—Esta decisión afectará seriamente el

destino del reino, ¿no es así?—De más formas de las que imaginas —

contestó Eaglen con una sonrisa.«Sabe cosas que nosotros sólo podemos

imaginar.»—¿Arabella? —dijo mi padre volviéndose

hacia ella.Ella asintió para confirmar lo que había

dicho su padre de sangre, Eaglen, y para

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reforzar el argumento de su suegro.«Si la dejo morir, nos arriesgamos a

enfadar a Michael Lee y al gobierno, y a darlela excusa que necesita para iniciar la violencia.Si permito que viva y se convierta en dampira,corremos los mismos riesgos. También debopensar en ella. Aunque consumiera una pequeñacantidad de sangre vampírica, no hay garantíasde que funcione. Y, por supuesto, debesrecordar que nos odia con todas sus fuerzas.¿De verdad querría estar conectada con losseres oscuros aunque fuera de la forma másleve?»

Sus últimas palabras me sobrecogieron. Élsabía la respuesta. Violet no querría. Perotampoco querría rendirse tan fácilmente. Erauna luchadora.

«Michael Lee ni siquiera llegará a saberque su hija es una dampira. Y esto no es culpa

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de ella. No lo eligió. Ni siquiera debería serparte de este mundo, para empezar. Le daré misangre. Se lo debo.»

No sabía si mis palabras estaban teniendoefecto, pero entonces los ojos de mi padrehicieron algo inaudito: se tornaron azules.

—Hazlo.Galen se puso en marcha de inmediato. La

levantó en brazos y ordenó a los criados queencendieran un fuego en su habitación. Lasorpresa me dejó inmóvil durante un segundo,pero después agarré a Fabian y guié a Galenescaleras arriba.

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27VIOLET

—Violet, es hora de despertarse —dijo una vozmusical al lado de mis rodillas. Una manominúscula me apretó con suavidad una pierna yme vi arrastrada de vuelta a la conciencia.Cuando comencé a abrir los ojos, vi a una niñarisueña con unos enormes ojos de coloresmeralda enmarcados por varios tirabuzonesrubios. Thyme—. ¡Llevas dormida como loshumanos mucho tiempo, Violet!

Seguí abriendo los ojos y la confusióndesapareció. Deslumbrada, logré distinguir queestaba incorporada sobre la cama con unmontón de almohadas blandas bajo la espalda

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dolorida. Tenía la muñeca envuelta en unavenda, pero no escayolada. Kaspar, Fabian yLyla estaban cerca, de espaldas a mí.

—¡Violet está despierta!La niña se abalanzó sobre mí y me rodeó el

cuello con sus bracitos. Me clavó las rodillasen el estómago, y yo hice un gesto de dolor.Gruñí cuando todo mi cuerpo se vio invadidopor un sufrimiento tan intenso que creí queiban a estallarme las articulaciones. Thyme mebesó en el cuello una y otra vez, apretándomecada vez con más fuerza. La sentí pasar sobrelas heridas recientes de mi cuerpo y traté degritar de dolor, pero sólo oí un gemido. Lostres vampiros se volvieron de inmediato y Lylase apresuró a quitarme a Thyme de encima.

—¡Thyme! ¿Es que no ves que le estáshaciendo daño?

Respiré pesadamente mientras el dolor

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remitía. A Thyme le temblaba el labio inferiory comenzó a hacer pucheros. Huyó de lahabitación sollozando pero sin derramar ni unalágrima. La observé antes de empezar aincorporarme del todo muy lentamente. Eldolor regresó cuando apoyé el peso sobre lamuñeca vendada. Kaspar se mantenía a ciertadistancia, parecía dudar si debía acercarse.Detuvo su fría mirada en mí durante un instanteantes de apartarla y dirigirla hacia la ventana.Fabian ahuecó las almohadas que tenía detrásde la espalda y, al recordar mis últimosminutos en el baile, me aparté un poco. Nopareció darse cuenta.

—Toma, bébete esto —me dijo mientrassujetaba un gran vaso de agua. Tenía la gargantatan seca que me lo bebí de un trago, y Fabianme sirvió otro de la jarra que había en mimesilla—. Violet, siento mucho lo que te ha

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pasado.Hice un sonido extraño y gutural. Quise

sacudir la cabeza, pero me di cuenta de quetenía el cuello demasiado rígido. Se produjo unsilencio incómodo.

—Iré a buscar a Galen —murmuró Lyla, yabandonó la habitación.

Nadie habló durante el siguiente minuto.Con la ayuda de Fabian, me las ingenié parasentarme con la espalda totalmente recta.Finalmente, el rey entró en la habitaciónseguido de un hombre alto y de aspectoimponente que deduje que era Galen. Tras éliba Eaglen.

—No debería estar viva —fue lo único queconseguí decir.

Fabian y Kaspar intercambiaron una mirada.Galen, por su parte, me cogió el brazo sano ycolocó dos dedos sobre mis venas para

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tomarme el pulso. Traté de apartarlo, pero él nolo permitió y me lanzó una miradarecriminatoria. Fabian sonriótranquilizadoramente y dejé que el hombrecontinuara examinándome. Me pidió queabriera y cerrara el puño del brazo sano, y measombré cuando no me dolió.

—¿Cómo se siente? —me preguntó.«Avergonzada. Desesperada. Enferma.»—Agarrotada —contesté.—Es normal. Lleva tres días inconsciente.

—Lo miré embobada. «¿Tres días? ¿Tanto?»—.Estará dolorida durante un tiempo —continuótras volverse hacia el rey y Eaglen—. Y tendráque llevar la muñeca vendada durante dossemanas. Puede que a las heridas les cueste unpoco más sanar pero, aparte de eso, ya casi seha recuperado. —Se levantó de la cama y lesusurró algo al rey. Obviamente creyó que no

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podría oírles, pero capté todas y cada una desus palabras—. El impacto mental a largo plazoes un asunto muy diferente. Y yo tendría encuenta, su majestad, que esto podría influirmuchísimo en su decisión acerca deconvertirse.

Me aclaré la garganta.—¿Cómo es posible que esté viva?Una vez más, todos intercambiaron miradas

y se mostraron reacios a hablar.—Le extrajeron un tercio de la sangre y

entró en shock hipovolémico —contestófinalmente Galen con una distancia clínica queme indicó que no estaba a punto de recibirbuenas noticias. Era la misma voz que losmédicos habían utilizado cuando nos dijeronque Greg no lo había logrado, que Lily teníacáncer...—. Requería una transfusióninmediata. Por desgracia, no había tiempo para

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conseguir sangre humana.Los ojos estuvieron a punto de salírseme de

las órbitas y la habitación se sumió en elsilencio, a la espera de mi reacción. Los únicossonidos que se oían eran el crepitar del fuegoen la chimenea y el de mi respiración, que sehabía vuelto más rápida y superficial.

—Convertir a un humano implica que lamitad de su sangre se sustituya por la de unvampiro, y ésta se encarga de consumir el restode la sangre humana. A usted se le reemplazóun cuarto de la sangre con sangre vampírica, locual significa que es mestiza, o lo que nosotrosllamamos «un dampiro».

No le presté mucha atención. Me examinéla palma de la mano apresuradamente, tratandode ver si estaba más pálida de lo que larecordaba. No era así. Además, sentía que elcorazón me latía en el pecho.

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—Estáis mintiendo —bramé.—No estamos mintiendo, señorita Lee —

me corrigió Galen.—Pero ¡me late el corazón! ¡Tenéis que

estar engañándome! —les grité a todos. Menegaba a creérmelo. Fabian me acarició elbrazo, pero lo aparté con tantas ganas que laarticulación dio un chasquido y me estremecíde dolor—. No quiero tener nada que ver convosotros. ¡Soy humana!

Rabia, una rabia tan extraordinaria tomóforma dentro de mí que incluso quería vomitar.

De repente Kaspar estaba a escasoscentímetros de mi cara. Me agarró por loshombros para que dejara de revolverme y mesujetó contra el cabecero de la cama. Apoyóuna rodilla en el colchón. Su rostro eraimpenetrable. Estaba enfadado, porque sus ojososcilaban entre el esmeralda y el negro, pero

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había algo más. «¿Lástima?»—¡Violet!Intenté apartarme de él, de escabullirme de

sus brazos.—¡Quítame las manos de encima! —le

espeté.—¡Mírame, Violet! —Aparté la cara, me

negaba a hacer lo que me pedía—. ¡Te he dichoque me mires! —gritó. Seguí mirando haciaotro lado. Me agarró por la barbilla y me obligóa enfrentarme a él. Me picaba el cuello allídonde sabía que habría marcas de colmillos.Me fijé en las sábanas, no quería mirarle a losojos—. Por el amor del cielo, ¡mírame! ¿Cuáles la diferencia?

Perpleja, cedí y levanté la mirada paraencarar la suya. A regañadientes, analicé surostro durante un instante. Había algo diferente.«Los colores.» El verde de sus ojos era más

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brillante y destacaba más sobre el blanco.—Yo...—Escucha. Huele... Todo es mejor, ¿no es

así?«Sí.»—No —jadeé—. ¡No!Comencé a revolverme de nuevo,

necesitaba escapar. Grité y grité, incapaz depensar racionalmente.

Sin embargo, tras mi tercer «no» sentí elimpacto de una mano en mi mejilla húmeda y,sobresaltada, me quedé callada, sumida en unsilencio total por la sorpresa. Abrí los ojoscomo platos y noté el aliento de Kaspar en mirostro. Parecía no creerse que me hubieragolpeado. Lentamente, me soltó y se dirigióhacia un rincón de la habitación. Me llevé unamano hacia la mejilla que me ardía. Dolía. Perohabía funcionado.

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—Fabian me dijo que a los vampiros lescuesta llorar. ¿Se... Será ésta la última vez quepueda llorar?

—No —contestó Eaglen—. Si nos dejaraexplicárselo, podría no resultarle tan horriblecomo ha pensado.

Galen volvió a dar un paso al frente desde lachimenea, donde había estado avivando elfuego.

—No tuvimos mucha elección. El shockhabría causado que sus órganos principalesdejaran de funcionar, así que sus probabilidadesde sobrevivir sin una transfusión eran nulas. Lasreservas de sangre humana almacenadas aquísólo están analizadas para su consumo, así quela sangre vampírica era nuestra única opción. Y,por supuesto, ese tipo de sangre tiene elbeneficio añadido de ser capaz de curar lasheridas a una velocidad extraordinaria. Tiene

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mucha suerte de que su alteza se ofreciera adonarle parte de su propia sangre.

Miré a Kaspar con los ojos como platosdebido a la sorpresa, pero cuando nuestrasmiradas se cruzaron él desvió la suya como sihubiera algo muy interesante al otro lado de laventana. «Le debo la vida otra vez...»

—Entonces, si soy dampira, ¿por qué siguelatiéndome el corazón?

—Porque un dampiro es más humano queun vampiro. Vivirá como antes y no ansiará lasangre de ninguna manera. Legalmente, siguebajo el gobierno de los humanos y no del reino.La única diferencia, tal y como le ha señaladoel príncipe, es que sus capacidades habránmejorado ligeramente. La vista y la fuerza, porejemplo. También es posible que viva mástiempo que un humano medio.

El rey asintió.

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—Gracias, Galen. Puedes retirarte.—En caso de que surjan complicaciones,

no dude en mandarme llamar —susurró Galen.Y entonces comprendí por qué había podidooírles cuando se situaron en el extremoopuesto de la habitación. A continuación, elmédico inclinó la cabeza y se marchó conEaglen.

—Fabian, Lyla, concedednos un minuto. Túquédate, Kaspar —agregó el rey cuando su hijohizo ademán de seguir a los otros dos. Una vezque la puerta se hubo cerrado a sus espaldas,me dijo—: Señorita Lee, está bajo lo queconocemos como la Protección del Rey y de laCorona, lo cual quiere decir que dañarla decualquier modo es un crimen punible con lamuerte. Ilta Crimson ha huido, peroprocuraremos encontrarle. Cuando lo hagamos,será sometido a juicio. Fue Kaspar quien la

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encontró, y por lo tanto ha sido convocadocomo testigo. ¿Tiene alguna objeción alrespecto?

—No —contesté, y me di cuenta de que metemblaban los labios. Bajo las sábanas, meclavé las uñas en la palma de la mano, pueshabía descubierto que aquello impedía que mesaltaran las lágrimas.

—Entonces nos marchamos ya. Le sugieroque descanse. Siempre habrá alguien cerca porsi necesita algo.

Se encaminaron hacia la puerta, aunqueKaspar se entretuvo durante un segundo. Lahabitación se quedó en silencio y, deinmediato, algo me cerró la garganta. «Miedo.»Miré al frente con los ojos muy abiertos. Nopodía estar sola. Él regresaría para terminar loque no había acabado.

—Kaspar —susurré. Él se dio la vuelta—.

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Por favor, quédate.—¿Qué? —contestó. Se había puesto

rígido.—Por favor, quédate. No... No quiero estar

sola.Se produjo una pausa durante la que nada

alteró el silencio. Pero entonces oí la puerta ycerré los ojos, convencida de que se habíamarchado. El miedo volvió a aumentar y medejó paralizada. No podía estar sola. El suelocrujió. Se me detuvo el corazón. Oí el ruido deunas pisadas amortiguadas por la mullidaalfombra. Y luego el silencio. Despacio, abríligeramente un ojo.

Estaba allí, de pie, apoyado contra uno delos postes de mi cama. Su cabello oscuro, casinegro, le caía perezosamente sobre los ojos,sus mechones aclarados por el sol estabandesapareciendo, pues el verano se estaba

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convirtiendo en otoño. La falta de luz tambiénle hacía la piel más cadavérica, másfantasmagórica. Aunque tal vez tuviera que vercon que yo hubiese comenzado a ver con másclaridad.

—Te has quedado.Levanté la mirada hacia él y asintió.—No soy tan despiadado como crees.Silencio.—Me has salvado la vida. —Fruncí el

entrecejo—. Dos veces.Él se puso a contemplar la alfombra. Yo me

puse a mirar las sábanas.—Sí, supongo que sí. Pero si mueres... Tu

padre..., así que...Hice un rápido gesto de asentimiento. Con

los labios fruncidos, desvié la mirada hacia laventana. Le oí moverse ligeramente.

—Gracias de todas formas. Si no hubieras

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llegado, no sé lo que me habría hecho.Agitó una mano en el aire para que me

callara.—¿Lo recuerdas todo?Parecía estar horrorizado. Yo asentí

apesadumbrada.—Todo, hasta que me desmayé.Se me pusieron los ojos vidriosos y un

escalofrío de asco me recorrió el cuerpocuando recordé las palabras de Ilta: «Cuandoestás viva para sentir la vergüenza, Violet Lee,para sentir que te están violando, es mucho másdivertido, ¿sabes?»

Pero Kaspar me había salvado de aqueldestino... por muy poco. Él ya me habíaadvertido que me mantuviese alejada de Ilta.

«Fui una estúpida, tremendamente estúpidapor confiar en él, por dejar que se acercase amí. Kaspar tenía razón. Debería haberme

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mantenido lejos de él. Pero le permití bailarconmigo. Me marché sola del baile. Esto esculpa mía. —Me oculté la cara con las manos,avergonzada de que Kaspar me vieraderrumbarme así—. Debería ser fuerte.Debería aceptarlo sin más.»

—No llores —dijo con voz grave.Levanté la vista, extrañada. Tenía los ojos

completamente negros y los puños apretados.Abrazaba el poste de la cama con un brazo ycasi temblaba. Puede que tuviera la miradaclavada en mí, pero no me veía.

—Morirá por lo que te hizo. Lo torturarán,desgarrarán y quemarán hasta que supliqueclemencia, pero no la obtendrá.

—Por favor, no digas eso —rogué cuandounas imágenes horribles comenzaron ainvadirme la mente. La bilis me subió por lagarganta y tuve una arcada. Sus ojos

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recuperaron el color esmeralda.—¿Por qué? ¿No deseas venganza?Me encogí de hombros. Sus palabras me

provocaron una nueva oleada de lágrimas y,para tratar de evitar los sollozos, me concentréen mis puños apretados y me moví bajo lassábanas. Me percaté de que en la habitaciónhacía mucho calor y de que una capa de sudorme cubría la piel. Puede que el barro y lasangre hubieran desaparecido, pero me sentíasucia, y no de una forma que creyese que elagua pudiera limpiar. Pero en cualquier casoquería intentarlo.

—¿Hay alguna posibilidad de que puedadarme una ducha?

—Sí, por supuesto. Puedes darte un baño, silo prefieres. —Sus ojos adquirieron un ligeromatiz rosado. Yo asentí—. Le pediré a una delas doncellas que te lo prepare.

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—¡No te vayas! —insistí.Esbozó una sonrisa ladeada.—No lo haré.Cerró los ojos durante un instante y me vi

obligada a mirarle a los párpados. Aquellasonrisa ladeada, un gesto que apenas le habíavisto hasta entonces, permaneció en su rostro.Estaba a medio camino entre una sonrisa y unamueca de suficiencia.

—Ya te lo están preparando, en el baño deenfrente.

Señaló la puerta con la cabeza.—Gracias.Me destapé y, al hacerlo, pude echarle un

vistazo a lo que llevaba puesto: sólo unacamiseta larga y holgada.

—Te traeré algo de ropa —dijo, ydesapareció en el vestidor.

Un instante después, regresó a la habitación

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y me dio un par de leggings, un jersey largo delana fina y ropa interior limpia.

—Tienes que conservar el calor —meexplicó, y se dio la vuelta. De espaldas a mí, sededicó a mirar a través de las puertasacristaladas.

Cogí la ropa, me la puse debajo del brazo yme alejé un poco de la cama. Me agarré alposte para sentirme más segura. Sintiéndomecomo una niña que intenta dar sus primerospasos, llegué hasta el baño y me ruboricé antela preocupación de Kaspar.

—¿Estarás bien sola? Estaré en mihabitación, si, bueno...

Asentí. En cuanto abrí la puerta, meenvolvió el vapor perfumado y el olor de lalavanda invadió el pasillo. El espejo estabacubierto de vaho y todos los accesorios delbaño goteaban agua —al igual que mi piel

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cuando colgué la ropa limpia en el toallero másalejado de la bañera. Cuando me acerqué acerrar la puerta, me di cuenta de que habíanquitado la llave de la cerradura.

Cogí una toalla, me desnudé tan rápidocomo pude y me envolví con ella. No me atrevía mirarme el cuerpo. Traté de quitarme la vendade la muñeca, pero parecía pegada con cola.

Cuando me las arreglé para librarme de ella,limpié un trozo del espejo y contuve el aliento.No quería hacerlo. Pero debía.

Dejé caer la toalla y ahogué un grito. Lamayor parte de los arañazos y cortes máspequeños habían sanado; también las heridasmás grandes de mi costado derecho, pero en elizquierdo vi cinco tiras de piel brillante que merecorrían los pechos y el abdomen. Toqué laparte de arriba de una de ellas e hice una muecade dolor. Escocía. Asimismo, me di cuenta de

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que las cicatrices de mi cuello, que habían sidocomo dos alfilerazos, eran tan grandes comomi pulgar. Me hundí en la bañera y volví acubrirme el cuerpo.

Su cara, su risa, su voz untuosa, meinvadieron la cabeza y sentí que me tocaba otravez, oí su respiración jadeante, olí el hedor dela sangre.

«Es mi deber asegurarme de que mueresantes de que llegues a consumar tu destino.»

«Y regresará para terminar conmigo. Lo sé.¿Cómo puedo seguir adelante sabiendo eso?»

Mientras pensaba esto, mi mirada recayósobre algo brillante que había junto a la bañera.Una cuchilla.

«Piénsalo, Violet. ¿Qué podría hacertevolver? ¿Qué te queda?»

Ya lo había hecho una vez. Pero recordabala sangre, cuánta sangre había; y en aquel

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momento me parecía un líquido demasiadoprecioso para desperdiciarlo. Tampoco queríaque me la extrajeran hasta dejarme seca.

De repente, la puerta se abrió de golpe yKaspar irrumpió en el baño. Pasó a mi lado yme levanté tan rápido como el dolor de mivientre y la rigidez de mis piernas me lopermitieron para envolverme de nuevo en latoalla.

—No —cogió la cuchilla— Se Te Ocurra—se dio la vuelta y cogió otra cuchilla de unaestantería cercana— Volver A Pensar —abrióel armario del baño y sacó varios objetospunzantes— Hacer Eso —cerró el armario—Nunca Más.

Se dio la vuelta para mirarme y vi que losojos le ardían con mil emociones diferentes.Nos contemplamos con furia el uno al otro.

—No iba a hacerlo —repliqué.

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Me senté en el borde de la bañera, a ladefensiva y tratando de revisar las barreras quehabía construido en torno a mi mente.

Kaspar arqueó una ceja.—Date prisa y lávate. No voy a volver a

quitarte los ojos de encima.Se marchó dando un portazo.—¡Vale! —grité a su espalda.Dejé caer la toalla con un gruñido de dolor

y me sumergí de nuevo en el agua. Sentí unescalofrío e, involuntariamente, cerré los ojos.

«Si cree que iba a permitir que ese estúpidomonstruo llamado Ilta Crimson me perturbara,está totalmente equivocado. Al menos, eso eslo que me voy a obligar a pensar.»

Me eché el pelo hacia atrás. Me lo habíalavado dos veces y me había frotado la piel

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otras tres. Cuando puse los pies sobre el suelodel baño me los vi completamente arrugados,pero no me sentía limpia.

Abrí la puerta de mi habitación y oí quealguien estaba rasgando las cuerdas de unaguitarra. Kaspar dejó de tocar cuando entré yme siguió con la mirada sentado en el borde demi cama. Me encaminé hacia el vestidor con laintención de buscar unos calcetines calentitos.

—Lo de no quitarte los ojos de encima vaen serio —dijo a mis espaldas.

Me dejé caer en la cama al tiempo quedesenrollaba los calcetines.

—Puedes sentarte —comenté cuando sepuso en pie de un salto y retrocedió un poco—.No muerdo —proseguí.

Se echó a reír y volvió a sentarse al otrolado de la cama.

—Tú no, pero yo sí. Bonitos calcetines, por

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cierto. —Señaló la tela gruesa y de coloramarillo chillón. Después volvió a jugueteardistraídamente con las cuerdas de la guitarra—.Pareces más animada que antes. La mayoría dela gente se habría derrumbado en tu situación.

—Yo no soy la mayoría de la gente. ¿Porqué debería permitir que me afectara? Ocurrió,y ya no puedo hacer nada al respecto... —Mequedé callada, preguntándome por quédemonios le estaba contando aquello.

Continuó tocando.—Ocultar las cosas no es siempre la mejor

opción.—No estoy ocultando nada. —Me miró con

gesto inexpresivo—. ¿Qué hay que esconder?Debería haberte hecho caso y haberme dadocuenta de que Ilta no era trigo limpio, pero nolo hice. Es culpa mía.

Dejó la guitarra a un lado y me miró a los

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ojos... Era difícil apartarse de aquellos ojos.—No digas eso. No es verdad y lo sabes.—Sí lo es. En cualquier caso, ¿por qué iba a

importarte?—¿Así que no quieres que me importe?

Bueno, en ese caso, me voy.Se levantó y se encaminó hacia la puerta.—No me refería a eso. ¡Por favor, no te

vayas!Se detuvo y se dio la vuelta.—No me iré si me dices por qué tienes

tanto miedo de quedarte sola. —Suspiré y mepuse a juguetear con los hilillos sueltos de miscalcetines. Deseé que Kaspar apagara el fuego,porque estaba empezando a sudar otra vez—.¿Y bien?

—Porque va a volver —murmuré, y sentíque las mejillas se me sonrojaban a causa delfuego.

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—Sería idiota si lo hiciera —dijo con unacarcajada—. No tienes que preocuparte poreso. Nunca conseguiría atravesar los límites.De verdad —añadió al ver la expresión de micara, que yo sabía que era de incredulidad.

«Tú no oíste lo que dijo —pensé—. Tú nosabes cómo lo dijo. Iba en serio. Me quieremuerta.»

—Deja de reírte.Cogí mi almohada y se la lancé. Él, por

supuesto, la agarró y me la devolvió con másfuerza. Me dio justo en el pecho, y ahogué ungrito de dolor cuando me golpeó las heridasaún sin curar. Las estudié con la mirada, yKaspar hizo lo mismo.

—Sanarán.—Ojalá desaparecieran sin más.Frunció el entrecejo y volvió a coger la

guitarra.

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—No tienen tan mal aspecto, ¿sabes?Arqueé una ceja.—En realidad sí.—No.—¡Sí!—¡No!—¡Quita los zapatos de mi cama!

Y así seguimos durante horas, hasta que elsol comenzó a ponerse. Intercambiamosbromas implacables, tontas, ingeniosas, en unoy otro sentido hasta que entre los dos agotamoscasi todas las acepciones que da el diccionariode sarcasmo. Aquello enmascaró lo que seestaba gestando por debajo.

Hasta que Kaspar estiró un brazo yencendió la lámpara de mi mesilla de noche nome di cuenta de lo tarde que era.

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—¿Crees que podrás dormir? —preguntóKaspar.

Bostecé.—Ahí tienes la respuesta.Hizo un lento gesto de asentimiento con la

cabeza. Un zumbido rompió el silencio. Kasparse incorporó a toda velocidad, como si lehubiera picado una avispa, y se sacó el teléfonode un bolsillo de los vaqueros. Estudió lapantalla durante un instante y luego soltó untaco.

—¿Qué?—Mira, voy a tener que marcharme. Tengo

que encargarme de una cosa.Se levantó de la cama y volvió a guardarse

el móvil en el bolsillo.—¡No te vayas! No creo que pueda

dormirme si te marchas —le rogué, tratando decontener las lágrimas.

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La oscuridad iba extendiendo su manto ytodos y cada uno de los rincones de lahabitación me resultaban amenazadores. Fuera,el viento rugía entre los árboles y aquel sonidome resultaba terrorífico, puesto que ya sabía loque aquellos árboles podían esconder.

Abrió mucho los ojos.—Tengo que resolver esto. Regresaré en

cuanto pueda, ¿de acuerdo?Salió a toda prisa de la habitación y yo,

sintiéndome desprotegida, corrí hacia el aseodel vestidor, cogí la pastilla de jabón ycomencé a lavarme las manos y la cara conagua helada.

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28KASPAR

—¡Kaspar!—Charity... —suspiré al verla apoyada

contra el marco de la puerta de mi habitacióncon un vestido de cóctel, negro y corto. Teníaun aspecto demasiado elegante, estaba fuera delugar.

—¿Dónde has estado, cariño? ¡Tienes lamente completamente bloqueada! —gimoteó.

Se acercó a mí y me rodeó la cintura con unbrazo. Sentí que los ojos se me ponían rojoscuando la lujuria comenzó a circular por micuerpo. «Compórtate, joder.»

Me puso las manos alrededor del cuello y

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me rozó la oreja con los labios.—Tengo planeado algo especial. —Me

recorrió el pecho con las manos y se detuvo ala altura de mis abdominales—. Algo muyespecial...

—¿Qué quieres decir con «especial»? —refunfuñé, intentando que mi voz parecierafirme.

Me estaba recorriendo la cinturilla de losvaqueros con los dedos, provocándomemientras yo me excitaba. «Al menos trata decomportarte.» Pasó un dedo por una trabilla delpantalón y tiró de mí hacia mi habitación.

—Te lo diré cuando me cuentes dóndeestabas —insistió.

La cogí por la cintura y la atraje hacia mí.Bajé la mirada hacia sus pechos, tan generososque le sobresalían bastante del vestido.

—¿Y si me las enseñas? —dije entre risas.

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«¿Y Violet?», preguntó mi voz. Pero laignoré, como hacía muy a menudo.

La empujé hacia la cama y, con una hábilmaniobra, se las arregló para quitarme lacamisa. Me recorrió los abdominales con losdedos. Agarré la tela de su vestido e intentéquitárselo también, pero se echó hacia atrás.

—No hasta que me digas dónde estabas.Salvé la distancia que había interpuesto

entre nosotros, le mordisqueé la oreja ysuspiré, derrotado y exasperado.

—Estaba con Violet.Descendí hacia su cuello, ignorando el

hedor de su sangre, agrio y nauseabundo...Aunque puede que en realidad no fuera más queel olor de su actitud.

Se apartó de mí con brusquedad.—¿Qué? ¿Estabas con ese pedazo de basura

humana?

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Me encogí de hombros.—No es humana, es dampira.Volví a atraerla hacia mí, pero se resistió

una vez más.—¿Por qué coño estabas con ella? ¿Cómo

has podido hacerme algo así? —berreó.Se alejó de mí con una mirada asesina en

los ojos y supe que me había metido en un buenlío.

—¡Acaban de atacarla, Charity! ¿Quéesperabas que hiciera? ¿Mandarla a la mierda?—contesté, confuso ante su reacción.

—¿Así que te has quedado con ella en vezde estar conmigo, con tu novia?

—¿Novia? —repetí, asombrado. Entoncesfui yo el que dio un paso atrás.

—¡Así es como suele llamarse a la chicacon la que compartes una relación!

—¿Relación? —exclamé. Miré a mi

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alrededor, desconcertado, como si las paredespudieran encontrarle más sentido que yo aaquella situación—. No recuerdo que estemosmanteniendo una relación.

Soltó un chillido de frustración mientras setiraba del pelo.

—Kaspar, ¿es que ni siquiera te hasmolestado en mirar tu Facebook? Solicitéiniciar una relación contigo.

—¿Tienes Facebook?Se le volvieron los ojos negros, parecían

estar a punto de salírsele de las órbitas. Creíque iba a abalanzarse sobre mí. «Eso seríadivertido.»

—Sí, soy una de tus amigos. ¡Y lo sabrías site molestaras alguna vez en comprobar tuperfil! No estás más que intentando negar elhecho de que me has puesto los cuernos conesa puta humana mentirosa a la que

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supuestamente han atacado. Pues, si es verdad,se lo merecía. ¡Te odio!

Me quedé allí de pie durante todo unminuto. Me sentía muy desconcertado. Enprimer lugar, porque se suponía que nodebíamos utilizar las redes sociales —demasiado personales— y en segundo lugarporque no podía creerme lo que acababa dedecir. Pero cuando lo hice, la rabia me invadió.

—Retira eso —gruñí tras dar un paso haciaella.

—¿Qué parte? ¿La de «la puta se lomerecía» o la de «te odio»?

—La primera. ¡No podría importarmemenos que me odies o no!

Se apartó el pelo de la cara.—Hemos terminado, Kaspar. ¡Hemos

terminado!Se alisó el vestido y salió de la habitación

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con gran escándalo.—¡No había nada que terminar! —grité a su

espalda. Pero no me contestó.Yo era incapaz de moverme, la incredulidad

me tenía bloqueado. «Acabo de romper con unachica que ni siquiera era mi novia. Tendrían quedarme un premio. —Sacudí la cabeza y levantémi camisa del suelo—. Qué inoportuno. Tendréque buscarme otro entretenimiento.»

Regresé a la habitación de Violet y mealegré de ver que se había quedado dormida.Me acomodé en el sillón que había a su lado yfruncí el entrecejo al ver que tenía la ropahúmeda. En el colegio había aprendido lobastante sobre los humanos como para saberque se quedaría fría. Fui a taparla con una de lasmantas, pero justo en aquel momento hizo ungesto de dolor entre sueños. Supe que estabapensando en él.

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«Que le den, ya me odiará por ello mástarde.»

Me metí en la cama con ella, con cuidadode no alterar su postura. Al cabo de un segundo,relajó la cara y entrelazó los pies con los míos.Su respiración se tornó más regular y suexpresión más serena.

Me acerqué y le di un beso en la nuca.—Dulces sueños, Violet.

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29VIOLET

—Tienes tres segundos para quitarme el brazode encima y apartarte dos metros —gruñícuando el sol comenzó a entrar a través deaquellas gasas más bien patéticas.

—Buenos días para ti también —rióKaspar, tomándose su tiempo para retirarse.

Tenía el cuerpo rígido y, tal y como Galenhabía predicho, dolorido. Volví a gruñir cuandoKaspar me hizo volverme para tumbarme bocaarriba.

—Vamos, tienes que comer algo. Órdenesdel médico.

—No quiero comer.

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Volví a darme la vuelta y enterré la cara enla almohada. «No quiero moverme de aquíjamás», pensé.

—Tienes que comer —replicó, palmeandola almohada.

—Eso lo dirás tú. ¿Y desde cuándo te hedado permiso para dormir en mi cama?

En esta ocasión los golpecitos me los dio amí.

—No tienes buen despertar, ¿eh? Bueno, siquieres estar sola, me parece bien. Yo me voy ala cocina porque necesito beber algourgentemente.

—No quiero comer —repetí.—Eso ya me lo has dicho —le oí decir

antes de que la puerta se cerrara de golpe.Pretendía quedarme donde estaba, pero

cada susurro del viento fuera resonaba contra laventana, y la soledad de la habitación comenzó

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a cernerse sobre mí. Así que me levanté de unsalto y me dirigí hacia el vestidor y el aseo. Melavé la cara y me cepillé los dientes. Estabavertiendo un poco de enjuague bucal en eltapón cuando se me resbaló de las manos ycomenzó a caer hacia el suelo enmoquetado.Viéndolo casi a cámara lenta, me agaché y locogí... con la abertura hacia arriba. No sederramó ni una gota. Arqueé una ceja. «Estáclaro que antes no podría haber hecho algoasí.»

Cuando llegué al piso de abajo, meencontré el vestíbulo de la entrada desierto yambas puertas abiertas de par en par. Me quedéparada y después eché a correr, como una niñacon miedo a que algo la persiga.

Al llegar a la cocina descubrí que Kaspartenía un compañero: Fabian. Estaban charlandocuando entré, pero se callaron de inmediato en

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cuanto me vieron.—Buenos días —dijo Fabian.No le devolví el saludo y rodeé la encimera

evitando el contacto visual. Una manzana llegórodando a mi lado, y Kaspar sirvió agua calienteen una taza para prepararme un té. Al poco,sorbí la bebida caliente con cuidado yexperimenté un déjà vu: era como el día de miprimer desayuno con la preciosa cocina deVarnley. Lo que me hizo sentir incómoda fueque en aquel momento era Kaspar quien seestaba haciendo cargo de mis necesidadeshumanas, mientras que entonces yo habíatratado de evitar a aquel vampiro con todas misfuerzas. Y ahora era Fabian la piedra en mizapato.

Fabian me observaba mientras me comía lamanzana. Yo tenía la mirada clavada en lasbaldosas del suelo. Kaspar abrió el frigorífico,

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se metió en la boca medio paquete de jamón ybebió sangre directamente de la botella paraayudarse a tragarlo.

—¿Estás bien? —me preguntó Fabian.Asentí con los labios fruncidos y una expresiónsombría en la cara que decía que no lo estaba—. ¿Lo bastante bien como para hablar?

—¿Sobre qué? Hay muchas cosas de las quepodríamos hablar. De quesos. De tizas. Dechocolate. Del hecho de que me atacaron. Delhecho de que soy vuestra rehén. Del hecho deque toda esta situación es una mierda. Tú eliges—contesté con la voz sorprendentementeacerada.

—Sobre cómo me siento.—Muy bien, ¿y cómo te sientes hoy?

¿Estás feliz? ¿Triste? Seguro que mejor que yo,en cualquier caso.

—Hablo en serio, Violet.

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Junto al frigorífico, Kaspar nos escrutabacon las cejas enarcadas pero sin decir una solapalabra.

Respiré hondo.—Mira, Fabian, no siento lo mismo por ti.

No puedo. Y menos cuando Lyla siente lo quesiente. Y lo lamento, porque eres un granchico, sobre todo para ser vampiro. Pero laverdad es que no deberías perder el tiempoconmigo. Búscate a una buena vampira que nosea exactamente lo opuesto a ti. Como Lyla.Éste no es mi mundo. No funcionaría.

Intenté ser lo más diplomática posiblehaciendo hincapié en los sentimientos de Lyla,pero por dentro no paraba de gritarpreguntándome por qué había tenido que sacarel tema en aquel momento. «¿No podía esperarunos días?»

—Pero afróntalo, Vi, no vas a salir de ésta

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siendo humana. ¿De verdad piensas que tu padrepuede sacarte de aquí? ¿En serio crees quepuedes largarte sin más? ¿Es que acaso quieresmarcharte? —terminó fulminándome con lamirada.

Me quedé boquiabierta.—Puede que no sea un buen momento para

hablar de esto —intervino Kaspar tras apoyarseen la encimera.

—Que te jodan, Kaspar —le espetó Fabian.Su amigo se irguió y levantó las manos

dando un silbido.—No mates al mensajero.—Tú vas a ser esa buena vampira, Vi. Mejor

que Lyla. Puede que no ocurra pronto. Pero loserás, porque sé que no puedes vivir así durantetoda la vida. ¿No lo entiendes? Todo esto esuna estrategia de distracción. Estamosesperando a que cedas. ¡Y yo también esperaré

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hasta que cedas, te guste o no!Me sentí como si me hubieran dado una

bofetada. Kaspar apretó los dientes y se pasóuna mano por la cara. Fabian tenía larespiración agitada.

—Me llamo Violet, no Vi.Dejando el té prácticamente intacto, me fui

de la cocina. «No necesito esto. No tengo queaguantar esto.» Sin embargo, Fabian saliódetrás de mí y, justo cuando ponía un pie sobrela alfombra del salón, me agarró por un brazo yme obligó a volverme.

—Si me niegas tu afecto, al menos dimeuna cosa —exigió en un tono de voz que jamásle había oído. «Odio.»—. No se lo negarías aKaspar, ¿no es así?

Mi rostro se contrajo en una mueca deenfado.

—¡Lo haría y lo he hecho!

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—No puedo creerte —susurró Fabian—. Teesperaré. Lo haré.

No me quedé a escucharlo. Subí la escaleraa toda velocidad, y dudé antes de encerrarme enmi habitación. Me di cuenta de que me estabacomportando como una estúpida. Las ventanasde mi habitación estaban cerradas a cal y canto.No había forma de que pudiera entrar.

Cogí un par de calcetines limpios y me lospuse para sustituir los que llevaba puestos. Melancé sobre la cama y metí la cara entre lassábanas recién cambiadas. Disfruté de lacompleta oscuridad que reinaba tras mispárpados cerrados, aunque sabía que era sólocuestión de tiempo que las lágrimascomenzaran a brotar.

«Podría haber esperado. No tenía por quésacar el tema ahora. ¿Se cree que no tengo yabastante en qué pensar? ¿Es que no bastó con

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Ilta?»Su nombre me hacía sentir sucia,

contaminada. Era como si hubiera quemado laszonas de mi piel por las que habían pasado susmanos y sus colmillos y me hubiera dejadopara que me abrasara y me derrumbase.

«No puedes hundirte —me dijo mi voz—.Tú eres más fuerte que eso.»

—Muévete, Nena. Estás ocupando toda lacama.

Estuve a punto de dar un bote al oír la voz,pero me relajé de nuevo sobre el colchóncuando me di cuenta de que era Kaspar. No memoví. Al cabo de un momento, oí que losmuelles del final de la cama se quejaban cuandose apoyó sobre ellos.

—Se está comportando como un capulloporque no está acostumbrado a que las chicashumanas lo rechacen, ya sabes.

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—Soy una dampira, ¿recuerdas? —contesté. Las mantas amortiguaron mispalabras.

—No hay tanta diferencia.Me tumbé boca arriba y me incorporé para

recostarme sobre las almohadas. «No cederé.Pueden esperar cuanto gusten.» Pero no pudemirar a Kaspar mientras lo pensaba. Tal veztuviese miedo de que mi cara traicionara mideterminación. Quizá me asustara perder sufavor... y en aquel momento, lo necesitaba.

Suspiré.—¿Hay muchos dampiros?Asintió.—Alrededor de mil. Una pequeña parte de

la proporción total de vampiros. La mayor partede ellos son cazadores o asesinos.

—¿Cuál es la diferencia?—El rango. Los asesinos son más hábiles

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que los cazadores pero, para ser sinceros, sontodos unos cabrones corruptos. Tiendo a nodiscriminar...

No me sorprendió que los ojos se lepusieran negros. Apoyé la cabeza sobre lasrodillas y me sumí en mis propiospensamientos. Intenté hacer desaparecer de mimente la imagen de Trafalgar Square. «Ya séque no discriminas.»

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30VIOLET

Kaspar no regresó durante el resto del día y, alfinal, me imaginé que debía de haber salido acazar. Fabian no se acercó a mí y todos losdemás me dejaron en paz. Aquello eraexactamente lo que no quería: perder al únicovampiro que estaba cerca de poder llamar«amigo».

Con la luz del día entrando a raudales porlas ventanas, la habitación no me resultaba tanamenazadora y puede que hasta agradecierapasar un rato a solas. Pero al minuto siguienteme encaramé al antepecho de la ventana yobservé el límite del bosque, medio esperando

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que una figura emergiera de su escondrijo.«¿Por qué se ha puesto mi vida patas arriba?

Debería estar empezando la universidad, noencerrada con unas criaturas que ni siquieradeberían existir.»

E Ilta. ¿Qué había dicho? «¿Que deberíamorir? ¿Que él me estaba salvando?»

Y para coronar el pastel, las palabras queFabian me había escupido antes se negaban asalir de mi cerebro abarrotado y frenético.«¿En serio crees que puedes largarte sin más?¿Es que acaso quieres marcharte?»

Debería saber la respuesta a esa pregunta deinmediato, pero no era así, y aquello era lo queme molestaba. «No lo sé —pensé mientras meobligaba a cerrar los ojos para intentar dormir—. De verdad no lo sé.»

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Seguía dormida. Pero aun así eraconsciente de lo que me rodeaba, aunque nocompletamente.

Sentía el viento frío rozándome la piel, looía silbando contra el cristal, percibía losligeros crujidos del suelo. Oía un sonido demetal chirriando. Esto último incluso en miestado de duermevela, me hizo apretar losdientes. Las gasas se movían ligeramente comoagitadas por una brisa suave... como la quepodría entrar por una puerta abierta. Lasmanecillas del reloj continuaban avanzando ydistinguía el ruido del polvo que se asentabasobre los muebles. Durante un instante, mepareció que todo se volvía más oscuro, como sihubieran echado unas cortinas muy tupidas entorno a mi figura durmiente.

Sentí y oí que el colchón se hundía, peroseguí sin abrir los ojos. Noté que una piel fría

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acariciaba la mía, pero no me moví, ni siquierapensé en gritar.

Sentí su peso perfectamente encajado sobremí, oí su aliento helado y percibí el ardor de sumirada. Sentí cada centímetro de su magníficocuerpo esculpido arquearse contra mi cuerpomuerto. Sentí la lujuria y el deseo, lanecesidad, no, la sed que palpitaba por susvenas.

Cuando al fin abrí los ojos, lo primero quevi fue que la ventana más apartada, casi tan altacomo yo y normalmente cerrada, estaba abiertade par en par y dejaba pasar una corrienteheladora. Sólo entonces se me pasó por lacabeza que algo no iba bien. Entonces abrí laboca para gritar.

Él gruñó, y apresuradamente me tapó laboca con la mano. Traté de morderle los dedos,pero me vi sometida de inmediato.

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—Sé buena —se mofó apretándose máscontra mí. Atisbé el centelleo trastornado,lujurioso, de sus iris de color carmesí. Abrí losojos como platos y guardé silencio,aterrorizada—. Vamos, Nena, sólo una gotitade sangre. Tengo mucha hambre. Lodisfrutarás.

Fruncí el entrecejo y me revolví. Estabatendido sobre mí y me apretaba el vientre consu entrepierna.

—¡Kaspar, apártate de mí! —estallé encuanto me quitó la mano de la boca.

Me contempló desde arriba, con los ojosconsumidos por el ansia de sangre. Yo casipodía oler su garganta ardiente, desesperadapor apagar su sed.

—Si gritas, te juro que te mataré, así que tesugiero que te estés calladita —murmurómirándome a los ojos y pronunciando

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cuidadosamente cada palabra.Volví a poner gesto de enfado.—Pero ¿qué hay de la Protección?Titubeó durante un instante y sus ojos se

calmaron un poco.—Dame tu consentimiento.Parpadeé. Dijo aquellas palabras casi con

pesadumbre.—¿Qué hay de malo en la sangre de los

donantes habituales?Fue su turno de parpadear.—No sabe tan bien como la tuya —afirmó

con lentitud, como si fuera algo obvio.Sus ojos estaban cambiando de color

rápidamente, dejando el carmesí atrás yrecuperando el esmeralda a toda prisa. Peroaún captaba el hedor de su deseo. Seguíateniendo sed.

—Por favor... —jadeó.

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Su voz era suplicante, desesperada, como elruego lastimero de un niño famélico. Cerré losojos y susurré una palabra en la que ni siquieradebería haber pensado.

—Vale.Inmediatamente, sus ojos volvieron a

refulgir con el color de la sangre y yo me tensébajo su peso. Se echó a reír, pero no fue unacarcajada cruel como a las que me teníaacostumbrada, sino de pura y sincera diversión.Su mirada recorrió la camiseta de tirantes y lospantalones cortos con los que me había vestidoantes de meterme en la cama y esbozó unasonrisa pícara.

—Déjame ayudarte a disfrutar de esto.Lenta, muy lentamente, permitió que todo

su peso descansara sobre mí. Gemí al sentirque se me comprimía el pecho. Volvió a reír,pero se apartó un par de centímetros. Buscó mi

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mano con la suya y la encontró pegada a micostado. Me la acarició durante unos instantes,después de recorrerme el brazo con un solodedo. Me estremecí ante su contacto y se mepuso la piel de gallina.

«No debería estar disfrutando con esto.Casi me dejan seca hace unos días. Deberíaescapar de sus caricias, debería tener miedo. —Pero no lo hice y no lo tuve—. Y él me salvó.»Tal vez pudiera salvarlo yo a él.

Me pasó la mano por las clavículas, rozandola parte de arriba de mis cicatrices. Entoncesme retorcí, pero Kaspar me había puesto unamano detrás de la espalda y me apretó contrasí. Me la clavó en la columna e hice una muecade dolor, pero él lo ignoró. Estaba ocupadorecorriéndome la vena del cuello con la mano yobservando su cadencia atentamente.

Bajó la cabeza y yo me puse rígida, a la

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espera de que estallara el dolor. Pero no fueasí. Sus labios suaves comenzaron a besarme elcuello.

—¿Qué... qué estás haciendo? —titubeé.—Relájate y disfruta —murmuró sin

apenas separar la boca de mi cuello. Su alientohizo que un hormigueo me recorriera la piel ytuve que contener un jadeo.

«No se lo negarías a Kaspar, ¿no es así?»En vez de jadear, suspiré, casi internamente,

y me relajé poco a poco. Kaspar, sin prisa,siguió depositando besos tiernos por migarganta y mi escote hasta llegar a miscicatrices plateadas, donde se detuvo yabsorbió el olor de mi piel antes de comenzar alamerlas. Di un respingo a causa del cosquilleo.Él rió y volvió a colocar los labios a la altura demi mandíbula. Su cabello oscuro me rozó laboca y soplé con suavidad para apartarlo.

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De repente, volvió a colocar la cabeza enmi cuello y me tensé, segura de que en aquellaocasión sí me mordería. Pero una vez más mebesó el cuello, rozándome la piel con losdientes. Pero aquellos besos eran másprofundos, más urgentes, y me estremecí bajosu cuerpo.

—Sé que quieres gemir, Nena —ronroneójunto a mi cuello. Deduje, a partir de su tonoarrogante y el contorno de sus labios, queestaba sonriendo con suficiencia—. Adelante...

«Ya llegaré a ti, Violet Lee.»Sus manos comenzaron a masajearme el

costado. Fruncí los labios mientras los suyosahondaban en mi cuello con frenesí. Gimoteé.Lo había intentado y había fracasado.

—Ríndete —susurró al tiempo que merozaba la oreja con la boca. Y lo hice. Unpequeño gemido se escapó de mis labios y me

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encontré arqueándome contra élcompulsivamente, obligando a cada centímetrode mi cuerpo a chocar contra el suyo. Meapretó más contra la cama y otro gemidoabandonó mi boca. Volvía a esbozar su sonrisitajunto a mi cuello y noté que su mano ascendíapor mi costado.

De pronto, me cogió y me apretó contra lapared, lo bastante fuerte como para que el panelde madera se me clavara en la espalda, comoaquella primera mañana.

—Sangrarás menos si estás de pie —meexplicó—. Limítate a relajarte —susurró, peroyo había vuelto a ponerme rígida, asustada antela mera visión de sus colmillos. Soltó unsuspiro de anticipación—. Te dolerá menos site relajas.

Me rodeó la cintura con una mano y posócon firmeza la palma sobre la parte baja de mi

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espalda para atraerme hacia él. Con la otramano me apartó el cabello de los hombros yexpuso mi cuello desnudo. Di un pasotambaleante hacia él.

Me apartó la cabeza hacia un lado sin dejarde acercarse cada vez más a mí y bajó hacia lavena palpitante de mi cuello. Me encogí cuandoseparó los labios y vi sus colmillos.

Su boca llegó a mi cuello y le oí aspirar miaroma. Sacó la lengua y me lamió en el puntoen el que pretendía morderme, justo sobre lavena. Separó un poco más los labios y me besócon suavidad. Un escalofrío de placer merecorrió de arriba abajo: mi cerebro comenzó aconvulsionarse, mi cuerpo se desplomó entresus brazos y mi determinación se evaporó.

En cuanto me sintió languidecer, me clavólos colmillos con fuerza. La sangre comenzó amanar de las heridas y a gotear sobre mi piel.

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Abrí la boca para gritar, pero lo único queconseguí emitir fue un quejido amortiguado.Tenía una mano sobre la boca que me obligabaa mantenerla cerrada. Lo sentí beber,respirando rápida y superficialmente,resollando, visualicé los ojos destellantes derojo y con un hilillo de sangre cayendo por subarbilla. Retrocedí y me apreté contra la pared,pero él volvió a tirar de mí hacia adelante.

—No grites —me advirtió, y volvió aagachar la cabeza. Me encogí.

—Duele... —gimoteé a través de sus dedos,trémula.

Para mi sorpresa, sus ojos se suavizaron,pero no cedió, pues me hundió los colmillos enel cuello una vez más. Mientras Kasparcontinuaba bebiendo, mi mandíbula se ibatensando cada vez más en un intento porignorar la horrible sensación de drenaje. Era

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como un análisis de sangre que hubiera salidomal, muy mal.

Pensar en lo que realmente estabaocurriendo hizo que se me nublara la vista y,cómo no, segundos después me desmayé y caícontra su hombro. Kaspar se apartó deinmediato, y yo entorné los ojos cuando mecogió.

—¡Vaya! —jadeó mientras me sujetaba. Yosentí que me enderezaba, comprimida entre lapared y su cuerpo helado—. ¿Estás bien? —mepreguntó con la voz llena de verdaderapreocupación. Asentí temblorosa—. Creo queestoy saciado.

Rió para tratar de relajar el ambiente. Yovolví a asentir y respiré hondo unas cuantasveces a pesar del esfuerzo que me suponía.Estaba recuperando la visión y las palpitacionesde mi cabeza iban remitiendo. Sentí un

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cosquilleo extraño en el cuello, justo dondeestaban las heridas, y levanté una mano paratocarlas.

Lo que deberían haber sido dos horriblesheridas no eran más que dos pequeñasincisiones que se estaban suturando solas.

—¿Có... cómo es posible es... esto? —dije,pero él se inclinó hacia adelante y me susurróal oído:

—Los vampiros son una fantasía, Nena.Todo es posible.

—Pero...—Pasa siempre que tomamos sangre. Si no,

te desangrarías hasta morir. ¿No te habías dadocuenta antes?

Sacudí la cabeza en un gesto de negación.—Pero entonces, cuando él me mordió,

¿por qué perdí tanta sangre?—Se la bebió toda —contestó Kaspar sin

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rodeos.Apartó la mirada, yo clavé la mía en el

suelo. La sangre se estaba secando,coagulándose sobre mi piel y dejando reguerosde color carmesí por todo mi pecho y micuello. Fui a secármela, pero Kaspar me cogióla mano.

—Permíteme.Puso la cabeza a la altura de mi pecho y

recorrió con la lengua el escote de micamiseta. Poco a poco fue ascendiendo haciami cuello, lamiendo la sangre, y, a juzgar por lalentitud de su avance, estaba saboreando hastala última gota. Comenzó a acariciarme denuevo un costado con la mano.

—Joder, qué bueno eres... —exhalé sinpretender que me oyera.

—Lo sé.Soltó una risita grave y continuó bajando

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los labios cada vez más y más, hasta que me dicuenta de que me había apartado la camiseta yse me veía el sujetador. Me quedé de piedra.

—Kaspar. —Me ignoró—. ¡Kaspar!Lo empujé utilizando la mano que no tenía

vendada mientras trataba de contener laslágrimas. Levantó la mirada hacia mí y vi quetenía el entrecejo fruncido.

—¿Qué?—No hagas eso —dije titubeando, aún

reprimiendo el llanto.—¿Por qué?Su ignorancia liberó algo y mis lágrimas

comenzaron a brotar. Me señalé las cicatrices,dividida entre la rabia y el dolor, aunque elmiedo lo ensombrecía todo.

—Estuve a punto de ser violada hace menosde una semana. ¡¿Por qué crees que es?! —chillé.

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—Antes estabas bien —dijo, aún ceñudo.Sacudí la cabeza con incredulidad.—¡Casi me muero! Y sé que todo fue por

mi estúpida culpa y que debería haberteescuchado, y que fui una idiota, pero todoesto... ¡es demasiado! Y ahora Fabian estáenfadado y yo estoy tan jodidamente asustada...Temo por mí, por mi familia, por la humanidad,¡por vosotros! ¡Por tu familia! No quiero quemi padre le haga daño a nadie. ¡No quiero unaguerra! —Rompí a llorar, incapaz de continuar.Él se quedó allí, estupefacto, observándomecomo si fuera una criatura peligrosa a la quehubiese que tratar con extrema precaución—. Ytú ni siquiera puedes abrir la boca —proseguíentre sollozos—. ¡Tú, estúpido, arrogante,creído y despiadado príncipe vampiro!

Le golpeé el pecho con los puñosintentando hacerle daño, pero fracasando

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estrepitosamente. Traté de apartarlo de mí,pero Kaspar me atrajo hacia sí y me dio unenorme abrazo.

—Lo siento mucho —murmuró—.Muchísimo.

Tenía uno de los brazos firmemente sobremi espalda y con la otra mano me acariciaba elcabello con delicadeza. Yo llorabadescontroladamente sobre su pecho.

Después de lo que pareció una eternidad,conseguí calmarme. Mis lágrimas se secaron,mis sollozos comenzaron a desvanecerse.

—Perdona —dije entre dientes, mirando alsuelo.

Estaba avergonzada. Derrumbarme delantede Kaspar se estaba convirtiendo en una rutina,y no me apetecía mantenerla. Él se encogió dehombros a modo de respuesta, como si todaslas noches tuviera a chicas llorando entre los

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brazos.—Ashton atrapará a Ilta, no te preocupes. Y

entonces no volverás a tener miedo de él.Jamás. El resto tendrás que resolverlo por timisma.

—Gracias por tu ayuda —farfullé consarcasmo.

Se echó a reír y se acercó más a mí.—Pero tendrás que admitir que hace un

rato estabas excitada.Apoyó la frente contra la mía, y vi que

aquella sonrisita arrogante y tan propia de él leadornaba un rostro casi demasiado perfecto.

—No, no lo estaba —repliqué a ladefensiva. Luego, le di un puñetazo en elestómago. Ni se inmutó.

«Mentirosa», susurró mi voz, y detecté undejo casi siniestro, como si, en efecto,estuviera mintiendo.

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Kaspar se apartó de repente de mí y sufrente fría se apartó de la mía. Sus labios securvaron en una media sonrisa presuntuosa ydistinguí las puntas de sus resplandecientescolmillos.

—Algún día te seduciré, Violet Lee —dijo,dejando escapar un débil suspiro.

Cerré los ojos, muerta de risa.—En tus sueños, principito.—La fantasía son los sueños...Abrí los ojos poco a poco y me lo encontré

mirándome fijamente, con los labios a escasoscentímetros de los míos. Estaba pegado a mí, ynuestros pechos se hinchaban y deshinchaban almismo ritmo. Había apoyado las manos contrala pared, una a cada lado de mi cabeza.

De pronto se apartó de mí y volvió lacabeza en dirección a la puerta.

—Viene alguien.

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Se dio la vuelta para mirarme. Se me habíaacelerado el corazón. Su expresión estaba amedio camino entre la alarma y la decepción.Fue una mirada efímera, no pudo durar más deun segundo, pero me bastó para verla.

Me rodeó la cintura con las manos y melanzó hacia la cama. Sorprendentemente, noaterricé despatarrada sobre las suaves mantas.Se detuvo y me lanzó otra mirada. Lo conocíalo suficientemente bien como para saber lo quequería decir: «No se lo digas nunca a nadie».

Parpadeé, y ya se había marchado.Oí unos pasos que se acercaban a mi puerta,

crujidos, y me entró el pánico. Miré hacia laventana abierta y las gasas que ondeaban alviento. La puerta se abrió y vi a Fabian. Volví amirar a la ventana. Estaba cerrada.

Fruncí el entrecejo, pero en seguida relajéla expresión cuando Fabian se sentó a los pies

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de mi cama.—¿Estás bien? He oído un ruido.—Estoy bien. ¿Un ruido?—Sí, alguien que hablaba, que suplicaba en

realidad. No habrán sido otra vez esaspesadillas, ¿verdad? ¿Y por qué no estás en lacama?

—¿En la cama? Sí, bueno. Supongo quedebo de haber tenido una pesadilla —contestésin mucha convicción y con la esperanza de quese tragara la excusa.

—¿Volvía a ser sobre un vampiro? —Sacudíla cabeza—. No estás bien, ¿verdad? Estás todaacalorada.

—¿Ah... sí? —tartamudeé.Me llevé una mano a la cara para

comprobarlo. Tenía las mejillas calientes y laspalmas de las manos un tanto sudorosas.

—¿Quieres hablar? —me preguntó con

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ternura.Una oleada de culpa por mentirle me

recorrió de arriba abajo.—Estoy bien, de verdad —contesté en un

tono más desafiante de lo que pretendía.Entornó un poco los ojos, pero lo dejó

pasar. Durante un rato reinó el silencio, y mepasé todo aquel tiempo deseando que semarchara, temiendo que se diese cuenta dequién había sido la causa de aquellas «súplicas»de antes.

Al cabo de unos cuantos minutos, habló:—Oye, Violet, quiero disculparme por lo

que te he dicho antes. Ha sido cruel. Sé quedebes de estar pasando un infierno, y no quierodisgustarte más. Ha sido muy egoísta por miparte. —Agitó la cabeza y mi corazón sederritió un poquito cuando vi verdaderoarrepentimiento en su mirada—. Y sé que

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rechazarías a Kaspar si alguna vez él intentaraalgo contigo, sexo o sangre. Sé que eres lobastante fuerte para no dejar que te seduzca.Así que también quiero pedirte perdón por eso.

Se me abrió la boca y retrocedí levemente.Fijé la mirada en la ventana y la dejé allídurante unos instantes.

—¿Violet?Me volví hacia Fabian y me di cuenta de que

me estaba observando con gran atención. Mirélas sábanas con culpabilidad. «No puedopermitir que se disculpe por algo que no esverdad. Algo que acaba de demostrarse falsohace apenas unos instantes.»

«¿Y tú qué eres, una jodida mártir?», siseómi voz. El tono siniestro no habíadesaparecido.

—Fabian, no tienes que pedir perdón.Estabas enfadado, y a veces todos decimos y

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hacemos cosas estúpidas.«Al menos yo, está claro.»—Eso es justo lo que quería decir. Estaba

enfadado contigo porque no sientes nada pormí. Eso está mal. Pero, por favor, dime quepodemos seguir siendo amigos.

Se me volvió a abrir la boca, no sabía quédecir. Asentí y tartamudeé:

—Sí... sí po... por supuesto.Se abalanzó sobre mí y me rodeó con sus

brazos musculosos para darme un fuerteabrazo.

«¿Por qué no puede gustarle Lyla? —pensécon desesperación—. ¿Por qué permitió quepasara esto?»

«Porque ningún hombre puede controlarsus pasiones», contestó mi voz con frialdad.

«Cállate —pensé—. De hecho, ¡sal de micabeza! ¡Déjame en paz! —grité mentalmente,

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y cerré los ojos con fuerza para no echarme allorar una vez más.

«Nunca te dejaré, Violet, estaremos juntaspara toda la eternidad. Soy una parte de ti.»

Fabian se apartó y buscó mi rostro con lamirada, pero yo desvié la mía al tiempo que mivoz se desvanecía en la nada.

—Yo también lo siento, Fabian —musité.—¿Por qué? —me preguntó sorprendido.—No podías saberlo.Sacudí la cabeza y él estiró una mano y me

acarició la mejilla. Seguía examinándome congran atención y, cohibida, me coloqué unoscuantos mechones de pelo sobre las heridasaún abiertas que me había hecho Kaspar.

—Violet...Contuve la respiración al mirarlo a los ojos.

Cambiaban de tono a toda velocidad, todos loscolores del espectro brillaban en ellos con

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intensidad.—Violet, lo siento, no puedo controlarlo

durante más tiempo. Me está matando. Puedeque algún día lo entiendas si te conviertes enuno de nosotros, pero, por favor, perdóname.

—¿Perdonarte por qué?Se inclinó hacia mí con la mano aún en mi

mejilla.—Por esto.Sus labios chocaron contra los míos y se

me paró el corazón. Se me paró literalmente.Me quedé petrificada por completo durante unmomento, sin saber qué hacer. Sus labiosinsistían tiernamente sobre los míos,suplicando algún tipo de reacción.

Y vaya si reaccioné cuando unossentimientos desconcertantes y fantásticosestallaron en mi interior y se apoderaron de micorazón y de mi mente. La sangre comenzó a

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circular a toda prisa por mis venas y arrastró ami cuerpo hacia el frenesí.

Había besado a muchos chicos, hombres.Pero no había nada que pudiera compararse conaquello. Amor... la palabra «amor» no cubría loque sentía en aquel momento.

El Atlántico no era lo bastante profundopara contener la sensación de naufragio de miestómago. Mi felicidad era demasiadodesbordante para comprender siquiera lo quesentía en aquel instante. La culpa que crecía enmi pecho eclipsó mi consternación.

Y lo más aterrador de todo era que queríamás.

Me recorrió los labios con la lenguabuscando una entrada que le facilité de buengrado. Me invadió la boca, los dientes, y seretiró cuando yo hice lo mismo. Supliqué queme dejara entrar en él, pasé la lengua por

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aquellos colmillos afilados que me arañabanlos labios. Fabian se acercó y me empujócontra el cabecero de la cama. Se sentó ahorcajadas sobre mis piernas estiradas, meapartó el pelo de los hombros y enredó lasmanos entre mis mechones alborotados.

Nos separamos minutos después, los dosjadeantes. Mi pecho subía y bajaba como siacabara de hacer una carrera campo a travésmientras esperaba a que mi mente seacompasara con mi corazón... y a que micorazón se acompasara con mis sentidos.

Sólo cuando lo consiguieron, me di cuentade verdad de lo que acababa de hacer.

Fabian apartó la mano de mi mejilla y buscóla mía. Trató de cogérmela con cuidado, pero larechacé de inmediato y levanté la vista paramirarlo con los ojos abiertos como platos.

—¿Violet?

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—Deberías marcharte ya —contesté confrialdad, extirpando de mis palabras todas lasemociones a excepción de la hostilidad. Surostro, lleno de esperanza, de esperanza cruel,se hundió, y los ojos se le tornaron de un colorgris acerado.

—Vi, yo...—Vete.Asintió, sin decir una palabra, y se apartó de

mí. Antes de marcharse, echó una mirada atrás.Una mirada lastimera, desesperada ydesgraciada antes de cerrar la puertasilenciosamente. Sentí una presión en el pechoy los ojos comenzaron a escocerme. Mirespiración era cada vez más superficial y larabia iba en aumento, junto con la vergüenza yuna creciente sensación de desesperanzacuando el peso de lo que acababa de pasar seposó sobre mis hombros.

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«Pero nada de desesperanza. Todo esto esculpa mía.»

Quería gritarles tanto a Kaspar como aFabian por aprovecharse de mí, por utilizarme,o mejor aún, rebobinarlo todo y pararme lospies a mí misma. Con ese pensamiento, melancé hacia el aseo del vestidor y con agua fríame refresqué las manos, que aún me ardían.

«Sólo que no me han utilizado. Yo estabadispuesta. Yo lo quería. Aún lo quiero. Lodeseaba a pesar de todo lo que me ha ocurrido.

»Pero ¿qué —o a quién— deseaba más?»

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31KASPAR

La brisa me revolvió el cabello cuando meapoyé contra la barandilla de piedra del balcón.«No debería haberlo hecho. Ha sido estúpido...tonto... irracional.»

Casi sonreí al darme cuenta de que hablabaigual que mi padre. Tal vez sus sermoneshubieran dado resultado. Pero el hecho de queadmitiese que era un idiota de primera nosignificaba que pudiera hacer desaparecer losucedido.

Las comisuras de mis labios descendierony suspiré. Las cosas habrían sido más sencillassi la hubiera matado en Trafalgar Square...

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mucho más sencillas. Pero por algún motivono podía arrepentirme de mi decisión.

Seguía sin saber por qué había actuado deaquel modo aquella noche. Lo adecuado habríasido matarla, beberme toda su sangre ydepositar sus restos en algún lugar discreto. Aligual que hicimos con los cazadores aquellanoche. No deberíamos haber dejado huellas,pero lo hicimos. Yo lo hice.

Volví a suspirar, frustrado conmigo mismo.Mi padre se había puesto furioso, más quefurioso, cuando lo descubrió. Tan furioso quenos había confinado a los seis en Varnleydurante dos meses. Por supuesto, yo ya habíadesobedecido aquella orden un millar de veces,pero él no tenía por qué saberlo.

«¿Por qué la dejé vivir aquel día?» Tal vezfuera por su piel pálida, resplandeciente bajo elbrillo de las farolas, tan parecida a la nuestra

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mientras permanecía allí sentada, perplejacuando me volví hacia ella al captar su seductoraroma en el momento en que cambió el viento.O quizá fueran sus ojos de color violeta, uncolor muy raro para una humana, aquellos ojosque se abrieron como platos cuando su miradarecayó sobre la carnicería que habíamos hecho.Puede que fuera su actitud. Incluso ante laamenaza de la muerte, había conservado elsarcasmo. O tal vez fuera sólo la idea de tener auna humana por aquí... un juguete y una fuenteconstante de alimento.

Hasta yo podía admirar la fuerza de Violet.Había mantenido la compostura pese a todo;incluso después del criminal acto de Ilta, habíasido capaz de conservar su lengua afilada, deenfrentarse a Fabian y de seguir adelante. Perolo que acababa de experimentar me poníanervioso. Había sido un atisbo de otra cosa, de

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algo no tan fuerte.Golpeé la palma de la mano contra la piedra

y gruñí. Unas nubes oscuras ocultaron la luna ycomenzó a llover, lentamente al principio, peromás fuerte a cada momento.

Suspiré y volví adentro, pero no antes demirar por las ventanas en penumbra de Violet.Sabía que Fabian estaba allí.

Cerré las puertas silenciosamente a miespalda, ajusté el cierre y eché las cortinas. Medirigí hacia la cama y cogí un papel del cajón demi mesilla de noche.

No solía darles demasiado valorsentimental a las cosas, pero el fragmento depapel manchado por las lágrimas que sujetabaentre los dedos significaba más para mí que lainmortalidad.

Me senté en la cama y bajo la miradavigilante de los ojos esmeralda de mi madre y

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los grises acerados de mi padre, leí en silenciola primera línea. Su retrato se cernía sobre mí,dominando la repisa, un recordatorio constantede tiempos más felices.

«Mi querido y amado hijo Kaspar...»No volví la hoja. No pude volver la hoja.

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32VIOLET

Los vampiros no son criaturas amables y cariñosas. Noestá en su naturaleza cambiar o adaptarse para aceptar aotros. Su amor no es lo que los humanos llamarían amor,y la lujuria los consume a un nivel que nuncacomprenderemos. No se hacen viejos como nosotros,sino que envejecen como lo hace la piedra: se marchitangradualmente, perecen lentamente, tan despacio que esimperceptible. Pero al final, la piedra es un elementoeterno, como lo son ellos.

Había encontrado ese fragmento en un libro

de la biblioteca. Era una guía para humanosatrapados en el mundo de los vampiros... y suexistencia me había dado la primera razón parareír de verdad desde lo de Ilta.

No podía convertirme en aquello. Era una

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dampira, una sombra de aquello de lo que elloseran capaces, y así era como esperaba quesiempre fuera...

«¿Qué eres, una jodida poeta?», mepreguntó mi voz, y en mi cabeza resonó unarisilla burlona. La ignoré.

Cincuenta y cuatro días llevaba en Varnley.Casi dos meses. Atravesé el salón de caminohacia la cocina. Me estremecí cuando una brisafría me rozó. «Se acerca el invierno», pensé.

Me detuve cuando oí un movimiento.—Deberías guardar mucho mejor tu mente,

Violet, en serio.Era una voz suave y amable, pero aun así

amenazadora. «¿Una mujer?»Miré nerviosa a mi alrededor, buscando el

origen de aquellas palabras. También levantéunas barreras enormes en torno a mi mente yme concentré en el frío, y sólo en el frío, de la

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estancia.—Detrás de ti, Violet.Me di la vuelta a toda prisa. Nada.—¡¿Quién coño eres?! —grité. Mi

respiración se estaba volviendo entrecortada yáspera.

—Sé lo que pasó entre Fabian y tú, zorrillahumana.

Me golpearon la cabeza contra la pared ychillé. Parpadeé, aturdida. Cuando recuperé lavista, me las arreglé para concentrarme en lacara que había delante de la mía.

—Pero ¿qué coño pasa? —protesté—.¿Lyla?

Me sujetó contra la pared. Sus iris brillabancon un tono verde jade mezclado con aquelhorrible carmesí. Las pupilas se le contraíancuando sus ojos abandonaban el negro.

—¡Lo besaste, puta asquerosa! Sabes que

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me gusta y aun así seguiste adelante. ¿Quécojones pasa contigo?

Me quedé allí estupefacta durante unmomento hasta que la rabia me inundó.

—¡No soy una puta! ¡Y en cuanto a quécojones pasa conmigo, lo que yo quiero saberes qué cojones pasa contigo!

Hizo más presión sobre mis brazos y meclavó las uñas.

—¡Ni siquiera lo niegas! ¿Por quédemonios lo hiciste? —Frunció el entrecejo yarrugó la nariz—. ¡No puedo creerme que unahumana entre aquí sin más, llore un poquito yconsiga lo que le salga de las narices!

—¿Eso es lo que crees? Bueno, permítemeque te explique una cosita. —Imité suexpresión ceñuda—. Nunca tocaría a uno de tuespecie. Así que tal vez deberías ir ypreguntarle a Fabian en persona qué ocurrió,

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¡porque está claro que yo no lo empecé!Le dediqué una sonrisa e hice ademán de

marcharme. No se me pasó por la cabeza queLyla podría estar realmente enfadada y que larabia podría despertarle la sed de sangre. Nisiquiera podría haber pensado que Lyla meharía daño.

—¡Mentirosa! Tus recuerdos lo dicen todo.Te gustó, ¿no es así? Probablemente el mejorbeso que te hayan dado jamás. Pero ¡no vas aconseguir más! Mantente alejada de Fabian ode lo contrario...

Enarqué una ceja.—¿O de lo contrario, qué?Me puso un dedo en la mejilla. Sus uñas,

pintadas de morado, estaban afiladas, aptas paralacerar la carne. Así que cuando me recorrió elcuello lentamente con una de ellas, penetró enmi piel, dejando tras de sí un arañazo

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sanguinolento. Se llevó el dedo a la boca ysaboreó mi sangre.

—Dulce. Y no sé, tal vez le diga a todo elmundo que cierto hermano mío pasó un buenrato contigo anoche. Estoy segura de que lesencantaría saber que la pobrecita Violet ya estárecuperada del ataque.

Me quedé boquiabierta.—¡No serás capaz!Se encogió de hombros.—No lo haré si te mantienes alejada de

Fabian. Que tengas un buen día, Violet, zorra.Sonrió, se dio la vuelta y desapareció

dejándome patidifusa.«¡Me está chantajeando!»Había visto lo que los celos pueden hacerle

a la gente, pero jamás me habría imaginado queLyla fuera de ésas.

«No tengo opción.»

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Me limpié la sangre del cuello y respiréhondo varias veces para calmarme. Laserenidad era fundamental. Despacio, me dirigíde nuevo hacia la cocina, aún tratando derespirar hondo. Esperaba y rogaba que elarañazo no fuera muy obvio e, incómoda, mepuse el pelo sobre la cara. En la cocina nadiehizo ningún comentario, pero la mirada deKaspar no se apartó de mí durante todo eltiempo que estuve comiendo.

—¡Por favor, juega conmigo! —suplicóThyme al tiempo que se me agarraba a lasrodillas. Traté de librarme de ella sin apartar lamirada de la puerta—. Violet —continuólloriqueando—, ¡por favor, preciosa, juegaconmigo!

—Thyme —le contesté exasperada cuando

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me cogió la mano. Yo estaba sentada en elúltimo peldaño de la escalera del vestíbulo dela entrada y me negaba a moverme—. Te hedicho mil veces que no me apetece, ¿deacuerdo?

Liberé mi mano de la suya,sorprendentemente fuerte, y comenzaron atemblarle los labios. Por alguna razón, nosentía pena por ella como solía ocurrirme.Tenía demasiadas cosas en la cabeza.

Thyme me había reclutado para que laayudara a buscar a sus desaparecidas niñeras —no habíamos encontrado a ninguna— y,resignada, había accedido a cuidar de ellamientras los demás asistían a una reunión delconsejo. El vestíbulo de la entrada estaba vacío,sin mayordomos, pues la mayor parte de ellosse encontraban en la reunión. Pero aquélla erala menor de mis inquietudes.

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Estaba más preocupada por Lyla. Si sabía lode Fabian, ¿por qué no iba a saber lo de mipadre?

—Gritaré si no juegas conmigo, Violet.—Mira, Thyme, si te doy una vuelta a

caballito, ¿dejarás de pedírmelo?Asintió con entusiasmo y dio un gritito

como respuesta. Con un suspiro, la cogí enbrazos y me la cargué sobre la espalda. Chillóemocionada cuando me puse a dar vueltas; susminúsculos brazos me asfixiaban cuando seagarraba a mi cuello. Al cabo de un rato, medetuve, mareada. El aire se había tornadomucho más frío y me pregunté si la reunión delconsejo habría concluido.

La sala se estabilizó. Y una risa calladapareció invadirme los oídos. Una risa quereconocí: una risa condescendiente y áspera.

Me di la vuelta lentamente mientras dejaba

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que Thyme se deslizara desde mis brazos hastael suelo. Las dobles puertas de la entradaestaban abiertas y habría tres figuras recortadascontra el crepúsculo. Una de ellas llevaba uncuerpo sangriento en las manos; la infortunadavíctima yacía inerte, con los brazos retorcidosen posiciones que tenían que ser muydolorosas.

Mi mirada se quedó atrapada en la delhombre del medio, cuya capa de color carmesíoscuro ondeaba al viento. Su risa frenéticaretumbó por toda la habitación y Thyme seescabulló detrás de mí.

—Te niegas a morirte, ¿no es así, VioletLee?

Abrí la boca y grité.

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33KASPAR

—Pero, su majestad, ¿qué pretende hacer conel resto de la familia Crimson? Ciertamente nopueden continuar asistiendo a la corte despuésde que su hijo los haya deshonrado así.

—Valerian Crimson ha repudiado a su hijoy por lo tanto le será permitido volver a lacorte a su debido tiempo.

Apreté el puño debajo de la mesa.—No creo que sea una buena idea. Violet

no deja de repetir que Ilta Crimson regresará apor ella. Está aterrorizada. Apenas se la puededejar sola.

Los murmullos estallaron por la habitación

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ante aquella noticia, y mi otro puño también secerró cuando los comentarioscondescendientes comenzaron a circular,aparentemente negando que Ilta pudiera haceruna cosa así. «Pero no han visto a Violet. Ledijera lo que le dijese Ilta, iba en serio.»

Ashton se aclaró la garganta y se puso enpie para dirigirse al consejo. Faltaban muchosmiembros en aquella reunión, pues lospreparativos para Ad Infinítum, la celebraciónanual de los seres oscuros, habían comenzado.Charity era una de los que no estaban presentes,y yo agradecía que así fuera.

—La chica no tiene por qué temer. Herastreado personalmente todo el condado deKent. Y no soy más que uno de los muchos queestán peinando las zonas limítrofes. Tenemoscontactos patrullando en las fronteras deTransilvania por si decide regresar a Rumanía.

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Ilta Crimson ha salido del país, estoy bastanteconvencido.

Hizo una venia y volvió a tomar asiento.Alcé la voz:—No discrepo de ti, Ashton, pero pensad

en el mensaje que le enviamos a Violet sipermitimos que el padre de su violador asista ala corte. Decís que queréis que se convierta porsu propia voluntad, pero no nos estáis poniendoprecisamente fácil la tarea de convencerla.

Una vez más, se oyeron murmullos deacuerdo, sobre todo por parte de los vampirosmás jóvenes, que entendían la mentalidad deViolet mejor que el resto del consejo.

Padre me lanzó una mirada mordaz que yoconocía demasiado bien. «Es mejor mantenercerca a nuestros enemigos —dijo en el interiorde mi mente—. Y comparto las sospechas de laseñorita Lee. Creo que detrás de las acciones

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de Ilta se escondía un motivo más profundo.»—La decisión ya ha sido tomada. No hay

razón para que la chica entre en contacto conél, en cualquier caso —anunció en voz alta. Suvoz resonante nos dijo a todos que no habíamás que decir sobre el asunto—. Además, niuna sola palabra de lo que ocurrió la noche delEquinoccio de Otoño puede llegar a oídos deMichael Lee. No me cabe ninguna duda de queel primer ministro permitiría que Lee siguieraadelante con sus planes si lo descubrieran. Lanoticia ya se ha extendido, a pesar de la ordende silenciamiento en los medios decomunicación, así que tan sólo puedo instarlesa vigilar sus palabras, especialmente entreaquellos que simpatizan con los asesinos.

—¿Y qué hay de la señorita Lee? ¿Muestraalgún síntoma de rendición? —quiso saberLamair con sus bruscos modales.

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Sellé los labios y me recosté sobre elrespaldo de mi silla para ocultarme tanto comome fuese posible. Me alegré de haber decididosentarme en una de las esquinas. «Anoche mepermitió beber su sangre. Está comenzando aflaquear. Pero ¿fue su propia decisión o lo queIlta le hizo actuó por ella?»

—Kaspar, estás bastante callado. ¿Tienesalguna idea al respecto? —me preguntó Eaglenvolviendo su mirada hacia mí.

Su sonrisa exageradamente educada meindicó que volvía a tramar algo. «Sólo Diossabe qué. Pero ¿por qué siempre tiene queinvolucrarme a mí?»

—No tengo nada que decir.—¿Estás totalmente seguro de ello? Estás

mucho más cerca de la señorita Lee quecualquiera de nosotros.

Hizo un gesto que abarcó toda la sala, y yo

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seguí el movimiento de su mano. Divisé aFabian, que estaba sentado en el extremoopuesto de la habitación. Tenía los puñosapretados, claramente molesto ante la falsaafirmación de Eaglen.

Suspiré, pues sabía que Eaglen no cejaría ensu empeño hasta que me oyera hablar.

—No, no creo que nos odie. Creo quecomienza a confiar vagamente en nosotros.

Crucé una pierna sobre la otra y apoyé eltobillo sobre la rodilla. Después, volví arecostarme.

—Pero ¿crees que en algún momentopodría querer unirse a nosotros?

Entorné los ojos.—No podría decírtelo, Eaglen. No tengo el

don de ver lo que está por llegar —gruñí, ypermití que mis labios se curvaran en unapequeña sonrisa.

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Hasta que un grito escalofriante atravesó mirabia. «Su grito.»

Permanecí inmóvil durante un instanteantes de levantarme de un salto, derribando lasilla, y salir a toda prisa de la sala. Fabian mepisaba los talones. A nuestra espalda, dejamoslos rostros horrorizados de los consejeros.

Por mi cabeza volaban los pensamientosmás atroces. Violet estaba prácticamente sola.¿Era posible...?

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34VIOLET

Mi mirada quedó atrapada en la suya durante uninstante y el grito dejó de brotar de mis labios,cada vez más secos. Luego la bajé hacia elcadáver de la mujer que descansaba en losbrazos de uno de sus cómplices, que observabaa Thyme con una sonrisa enajenada que dejaba ala vista sus colmillos teñidos de rojo. La niñano paraba de mirar a la mujer, y entre la sangrepude distinguir con vaguedad un uniformeblanco y negro, completado con un delantal yunos puños de encaje.

—¡Tata Eve! —vociferó Thyme con losojos de color esmeralda a punto de salírsele de

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las órbitas y las lágrimas rodando sin controlpor sus mejillas.

—¡Oh, Dios mío! —exclamé al atisbar porprimera vez la cara de la mujer. Tenía el cuelloagujereado y la sangre manchaba su piel deporcelana y su ropa blanca. De vez en cuando,una gota le resbalaba por la mano, que colgabainerte en dirección al suelo. Sentí que la bilisascendía por mi garganta y me la tragué.

Sin volverme, empujé a Thyme para que secolocara justo detrás de mí; quería ocultarla dela atrocidad que se mostraba ante nosotras.

—Caníbales —le escupí a la figuraenmarcada por el sol poniente.

Aquello sólo le hizo reír con más fuerza.—Eso díselo a tu pequeño salvador de ahí

detrás.Hizo un gesto con la cabeza hacia el otro

lado de la habitación, y eché un vistazo por

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encima del hombro, aunque tratando de noapartar del todo la mirada de Ilta. Allí, en laesquina de la habitación, estaba Kaspar, y losmiembros del consejo comenzaron a entrar a lacarrera en el vestíbulo. El príncipe temblabavisiblemente, sus puños apretados se estabantornando morados, y la rabia circuló por susvenas hasta ponerle los ojos negros. Alguien lepuso una mano con firmeza sobre el hombro,era Ashton, conteniéndolo. Otro vampiro queno reconocí se acercó para ayudarlo.

—Ilta Zech Valerian Crimson, segundo hijode lord Valerian Crimson, conde de Valaquia,por la presente se le acusa del ataque e intentode violación de una humana bajo la Proteccióndel Rey y de la Corona y deberá aguardar eljuicio bajo pena de muerte. Desde estemomento, queda privado de cualquier derechoque le corresponda a un vampiro bajo las leyes

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y los tratados de los seres oscuros. Además,me reservo el derecho de desterrar a su familiade la corte real —declaró el rey en toda suamenazadora gloria mientras, lentamente, seacercaba hacia donde estábamos Thyme y yo.

Otros seis vampiros se adelantaron,recelosos de los tres que permanecían anteellos.

Ilta también dio un paso al frente.—Vladimir... ¿Puedo llamarte así ahora que

ya no tengo ningún derecho? Yo lo veo justo.—Sonrió con arrogancia—. ¿De verdad esperasque me quede callado? No guardaría silencioaunque éste fuera mi último aliento. —Merecorrió el cuerpo con la miradadescaradamente, deteniéndose en las cicatricesque con tanto placer me había provocado.Suspiró—. Es una pena que destrozaran unacosita tan bonita, que tal vez algún día sea una

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cosa bella, ¿no creéis?«Destrozada...»—Morirás por lo que le has hecho —gruñó

Kaspar a mis espaldas.—Sé que así será, Kaspar. Ésa es la razón

por la que he llegado a la conclusión de que, sidebo morir por una criatura tan patética, bienpodría lograr lo que pretendía hacer en unprincipio.

Apenas tuve tiempo de gritar antes de quese abalanzara sobre mí, con la boca abierta depar en par y la mirada clavada en mi cuello.Sentí que alguien arrancaba a Thyme de mispiernas.

Pero el dolor no llegó.Sobre el suelo polvoriento del camino de

entrada, rodaban dos borrones, Ilta y Kaspar,ambos tratando de alcanzar el cuello del otro,intentando frenéticamente vencer a su

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adversario. Los dos vampiros que acompañabana Ilta acabaron en el suelo con Fabian y Cainencima, luchando por respirar, pues suenvergadura no servía de nada ante la velocidadde los vampiros más jóvenes. El cuerpo de laniñera quedó tirado en el suelo, olvidado, aúnrezumando sangre.

Aparté la mirada cuando la sangre comenzóa salir a borbotones de los corazones de loscómplices de Ilta, el miedo grabado parasiempre en sus rostros, y me encontréobservando a unas veinte criaturas sedientas desangre, todas con los ojos rojos, todasrelamiéndose los labios, todas intensamenteconcentradas en el baño de sangre que sedesplegaba ante nosotros. Unos cuantosinhalaron el nauseabundo olor que flotaba en elaire y rugieron y escupieron cuando el hedorles abrasó la garganta. Aun así se contuvieron.

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Es decir, hasta que Kaspar bajó loscolmillos hacia la garganta de Ilta y le abrió elcuello en dos de un desgarrón. Grité mientrasle arrancaban a Ilta los tendones y los músculosdel esqueleto, un monstruo tras otrolanzándose sobre su cadáver desfigurado. Unasola uña bastó para abrirle el estómago, y losvampiros se agacharon para beber la sangre desus órganos como si fueran despojos. Cerré laboca con fuerza, pero no dejé de tener náuseas.

Thyme echó a correr, pero no antes de queyo le agarrara la mano e hiciera un gesto denegación con la cabeza. Pero cuando se volvióhacia mí, abrió su diminuta boca y me mostrósus colmillos de alfiler. Husmeó el aire y tiróde mi mano tratando de liberarse para ir hacialos cadáveres. De pronto, se dio la vuelta y meclavó los colmillos en la palma de la mano. Diun grito y aparté la mano para frotarme las dos

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incisiones. Thyme se fue a toda prisa, con suvestido agitándose tras ella contra sus tobillos.Se detuvo delante del cuerpo de su niñera.

Lo contempló durante un instante antes decogerle una mano entre las suyas y llevársela alos labios como si quisiera darle un últimobeso de despedida. En lugar de eso, le agujereóla carne y comenzó a libarle la sangre a lamujer a través de la muñeca, sorbiéndola comomamaría un bebé.

En aquella ocasión ya no fui capaz decontrolarme y me doblé sobre mí mismacuando la bilis manó de mi boca haciendo queme ardiera la garganta y que me escocieran losojos. Mis lágrimas seguían cayendo.

«Quería a Ilta muerto, pero no de estaforma.»

El estómago se me contrajo una última vezy me sequé la boca con cuidado. Aún sentía

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arcadas, pero tenía el estómago vacío.Levanté la mirada para ver a Kaspar

deshaciéndose de lo que había sido Ilta, ahoraya sólo trozos de carne adheridos a los huesos.Los órganos yacían sobre un charco de sangreque iba oscureciéndose poco a poco. Habíandesgajado los pechos de los hombres y estabanhurgando en el cadáver de la niñera en busca deórganos que tal vez todavía contuviesen algo dela preciosa sangre.

—Nunca mereciste el nombre de vampiro,Ilta Crimson.

Los huesos de Ilta repiquetearon al caersobre la gravilla del camino manchado desangre. No podía apartar la mirada de lo quehabía al otro lado de las puertas de aquellamansión llamada Varnley, paralizada,horrorizada. Entonces Kaspar se fijó en mí.Tenía la camisa manchada de sangre y

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desgarrada, contaminada por los vampiros queacababan de afirmar que no se merecían aquelnombre.

Continuamos mirándonos mientras seapartaba de la frente el pelo apelmazado por lasangre. Tenía la respiración agitada, pero ni unasola gota de sudor perlaba su rostro. Estrechasvolutas de humo negro comenzaron a invadir elaire apestoso cuando los vampiros empezaron aquemar los restos de los cuatro cadáveres.

Una única gota de sangre resbalaba por unode sus colmillos, y yo me tambaleé. Metemblaron los párpados y tan sólo alcancé a verla cara preocupada de Kaspar antes de que secerraran. Me desplomé en el suelo paraaterrizar en un charco de mi propio vómitomientras mi conciencia se alejaba en espiral dela escena. Acababan de recordarle la barbariede la que eran capaces aquellas criaturas

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llamadas vampiros.—¡Parad! ¡Parad!

Los vampiros no son criaturas amables y cariñosas. Noestá en su naturaleza cambiar o adaptarse para aceptar aotros. Su amor no es lo que los humanos llamarían amor,y la lujuria los consume a un nivel que nuncacomprenderemos. No se hacen viejos como nosotros,sino que envejecen como lo hace la piedra: se marchitangradualmente, perecen lentamente, tan despacio que esimperceptible. Pero al final, la piedra es un elementoeterno, como lo son ellos.

—No os acerquéis a mí.Mis palabras taladraron el silencio mientras

varios pares de ojos me seguían. Me hice unovillo sobre el antepecho de la ventana. Mesentía como si me estuvieran sometiendo a uninterrogatorio... Dicho sea de paso, no era yo laque había cometido el crimen.

—¿Por qué te estás comportando así?

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Resoplé, algo a medio camino entre unacarcajada y un suspiro.

—Me ha impactado verlo. No me entendáismal, me acuerdo de lo de Trafalgar Square...Simplemente es que no me esperaba quefueseis capaces de hacerles eso a los de vuestrapropia especie. Y ahora que todos parezcáis tanpoco afectados por ello... es antinatural.

—Bebemos la sangre de nuestra especie,Violet. Ilta se merecía todo lo que le hemoshecho. Pero admito que hemos perdido unpoco el control. La verdad es que no sé por quéha pasado...

Fabian se volvió y miró a los dos hermanosVarn, que tenía a su espalda, ambos con losbrazos cruzados y lanzándome miradasescépticas. Echó a andar hacia mí, pero sentíque Lyla me estaba observando con frialdad yme quedé sin respiración.

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Pero justo al lado de Lyla estaba Kaspar,cuya mirada saltaba de uno a otro cargada debendita ignorancia.

Fabian dio otro paso hacia mí y cerré losojos, mientras volvía la cabeza tratando deevitar las inminentes lágrimas.

—Te he dicho que no te acerques a mí,Fabian.

Debió de detenerse, porque el aire que merodeaba continuó estando caliente. Respiréhondo.

—Mantente alejado. Mantente lejos de mí.—¿Qué?—Hazlo.Enterré la cabeza entre los brazos,

negándome a mirar. Se produjo un movimientorápido y después el silencio. Con cautela,levanté un poco la cabeza y atisbé a través de lacortina de mi pelo. Lyla le había pasado un

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brazo consolador por los hombros a Fabian y leestaba susurrando algo al oído. Su rostro estabamagistralmente cubierto de falsa preocupacióny hacía gestos de desaprobación, señalándomecon la cabeza. Después, se lo llevó de lahabitación. Cuando pasó por delante de micama lanzó una mirada hacia atrás. En suslabios apareció un minúsculo rastro de sonrisapetulante. Volví a bajar la cabeza a toda prisa,pues no quería que me sorprendiera mirando.Cerraron la habitación de un portazo y laindiferencia que había tratado de aparentardesde que había recuperado la conciencia nohacía siquiera una hora desapareció. Me encogíaún más sobre el frío antepecho.

—¿Por qué? —suspiré en el silencio que sehizo.

—¿Por qué? Dímelo tú.Di un respingo, sobresaltada. Kaspar estaba

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apoyado contra la pared, con los brazoscruzados sobre el pecho y ocultando la parte desu torso que dejaba ver su camisadesabrochada. La rabia que irradiaban sus ojosle ensombrecía el rostro.

—Lo que le hemos hecho a Ilta no te haasustado lo más mínimo, ¿verdad? —Hice unmohín y agité la cabeza—. Sólo te ha dado asco—continuó. Asentí—. Y ese asco es sólo partedel motivo por el que no dejas que Fabian se teacerque, ¿verdad?

Se me heló la sangre. Sentí que aquél era unterritorio peligroso.

—No.Kaspar suspiró.—¿Por qué disfrutas mintiéndome, Violet?Seguía con los brazos cruzados, y echó la

cabeza a un lado para apartarse el pelo de losojos.

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Me tomé un minuto para reflexionar larespuesta y, no tan desafiantemente como mehabría gustado, repliqué:

—No estoy mintiendo.Parpadeé, y ya estaba delante de mí. Me

echó el cabello hacia atrás hasta que mi mejillaizquierda apareció ante su vista. Intenté darmela vuelta, pero me puso una mano en la nuca ylo impidió. Despacio, trazó el contorno delarañazo ya medio curado que la adornaba.

—Y entonces ¿cómo explicas esto?—No es más que un arañazo, nada

importante.Frunció el entrecejo y la frente se le cubrió

de arrugas. Apartó un poco la cabeza y tiró de lamía hacia atrás. Sentí que mi cuello se tensabahasta que oí un clic.

—Bien, ¿vas a decirme cómo te hiciste esoo tendré que utilizar otros medios para

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conseguir la información que deseo?Fruncí los labios y bajé la mirada al suelo

sin decir una sola palabra. No me gustaba cómohabía sonado lo de «otros medios», perotampoco podía contarle lo del beso de Fabian ola amenaza de Lyla.

Me acarició los labios con un dedo. Deinmediato me alejé de su roce, frío einusualmente suave.

—Entonces ¿será por otros medios?—¿Por qué es tan importante para ti? —le

espeté, pegándome contra la ventana húmeda,lo más lejos posible de él.

Levantó la mirada al techo.—Tal vez tan sólo me pregunte por qué mi

hermana, mi mejor amigo desde la cuna y mirehén actúan de una forma tan extraña.

Se acercó un poco y me puso dos dedos enla sien, al principio con ternura, después con

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firmeza. Cerró los ojos. Los míos se abrieroncomo platos cuando me di cuenta de lo quepretendía hacer.

De manera apresurada, levanté unasgigantescas barreras en torno a mi mente paraesconder cuanto pude. Me concentré en el fríode la ventana, en la condensación de lahabitación, en el sonido del viento quezarandeaba los cristales. En la respiraciónestable de Kaspar mientras luchaba contra misdefensas y en su expresión dolorida, en sufrente arrugada a causa de la concentración. Ensu camisa oscura, sólo abrochada a medias, quedejaba entrever el pecho lampiño que seescondía debajo.

«Ciérrate, ciérrate», le dije a mi mente.Mis pensamientos se vieron interrumpidos

cuando un dolor punzante palpitó en mi cabeza,mil veces peor que la más dolorosa migraña.

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Se me debilitaron las piernas y me llevé lasmanos a la cabeza, desesperada. El dolor sediluyó en la nada. Kaspar me quitó los dedos dela sien y me miró con desdén.

—La privacidad es un privilegio que yo teconcedo, Nena, no algo que tengas por timisma. Y ya sé que estoy bueno, no tienes porqué mirarme así.

Le dediqué una mueca de enfado.—Pero no eres capaz de entrar en mi

mente, ¿verdad?Se agachó para ponerse a mi nivel.—Oh, claro que sí.En aquella ocasión no se molestó en

mirarme a los ojos o en cerrar los suyossiquiera. El dolor volvió a taladrarme la cabeza,aunque remitió rápidamente, y me quedéparalizada, incapaz de moverme mientras meconcentraba en ocultar en sus respectivas cajas

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lo que sabía que mi padre había hecho y missueños.

Sacrifiqué el resto, y las imágenescomenzaron a destellar ante mis ojos, sobretodo las de las últimas semanas: aprender abailar, el baile, Ilta, Kaspar bebiendo mi sangre,Fabian...

—Os besasteis.Clavé la mirada en la alfombra, me negaba a

enfrentarme a la suya. Me colocó una manobajo la barbilla y me levantó la cabeza hasta queno tuve más remedio que contemplar sus ojos.

—Os besasteis —repitió. Mi rostro debióde revelarle mi culpa, porque apartó la mano ehizo una mueca de asco con los labios—. Críaestúpida.

A aquellas alturas ya ni siquiera me quedabadignidad para intentar defenderme, así que melimité a permanecer allí sentada, mirando sin

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ver.—¿Y Lyla está celosa y amenaza con

descubrirte? —Como respuesta, hice un mohín—. Si mi padre lo supiera... —murmuró para símientras comenzaba a pasear inquieto por lahabitación.

Al final, se volvió hacia la puerta.—¿Adónde vas?Se detuvo y se dio la vuelta con brusquedad

y una mirada acusadora en los ojos.—¡A arreglar esto! Hablaré con Lyla, pero

Fabian es cosa tuya.Sin más, salió de la habitación y me dejó

allí sentada, sin tener muy claro qué acababa deocurrir.

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35KASPAR

La puerta dio un golpe desafiante a mi espalda einterpuso una barrera entre aquella cría tontasentada en el antepecho y yo. Me apoyé contrala pared y respiré hondo varias veces.

«Besó a Fabian.»Sentí que los ojos se me ponían negros, y

me pregunté por qué. Aparte de que complicabaaún más las cosas, ¿qué tenía de malo? «¿Porqué estoy enfadado?»

Sacudí la cabeza y relegué aquellospensamientos a un rincón de mi mente. Habíamuchas cuestiones importantes que tratar. Alcaminar por el pasillo, oí voces amortiguadas

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que procedían de la habitación de Lyla yreconocí a una de las amigas de mi hermana.Estaba a punto de llamar cuando Lyla comenzóa hablar. Me detuve, a medio camino, intrigado.

—¡Sólo quiero saber qué tiene ella que notenga yo! —La voz alterada de mi hermana mellegó a través de la puerta, la frustración y larabia eran evidentes en ella—. Es decir, ¡tengobelleza, dinero y estatus! ¿Y cómo puedecambiar alguien de opinión tan rápido? Estuvocolado por mí durante ¿cuánto? ¿Veinte años?Y entonces, de pronto, aparece la pequeñaseñorita Estoy Viva, con su corazoncitolatiente y toda ella tan tremendamente frágil, yya no hay más que «Oh, Violet, ¿puedoacostarme contigo? ¡Déjame echarte un polvo,besarte, llevarte al baile!» —se burló con granresentimiento.

Su amiga suspiró.

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—Estoy segura de que si no hubieras estadoya comprometida para ir al baile, te lo habríapedido.

—Venga ya, Cathy. Se lo iba a pedir a ellade todas formas. Incluso le oí hablar de ellocon Declan.

Silencio. Podía imaginarme los engranajesgirando en la cabeza de su amiga y sentí penapor ella. Cuando Lyla tomaba unadeterminación, hacerla cambiar de opiniónresultaba imposible.

—No puedes saberlo. Yo estoy segura deque le gustas de verdad. ¡Vamos, ella no tienenada que no tengas tú!

—¿Y qué me dices de las mejillassonrosadas? ¿Y de la sangre irresistible?¿Vulnerabilidad? ¿Humanidad?

Su voz se tornó aguda y oí un suspiroexagerado, seguido de lo que me pareció el

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ruido de algo estampándose contra una mesa.—¿De qué color crees que debería

pintarme las uñas para Ad Infinítum, negro orojo? —continuó Cathy, ajena a la crecientedesesperación de mi hermana.

—O sea, ¿qué coño ven en ella? Yo soymucho más guapa, ¡y sé comportarme ensociedad!

—O tal vez deba decidirme por unamanicura francesa clásica. ¿Qué opinas?

El parloteo cesó durante un instante.—Uñas negras. Y Kaspar es una mierda de

hermano. Escapa a mi comprensión por quédemonios es él el heredero. Yo lo haría muchomejor.

«Me encantaría verte intentarlo», pensé.—Porque la tradición dice que el heredero

de la familia es el cuarto o el séptimo hijo —leexplicó Cathy—. Tú eres la tercera. Hasta yo lo

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sé, y cateé en Vampiros.Lyla suspiró.—No hablaba en serio, Cath, claro que sé

por qué. Pero ¿no aprobaste al final?—Papá chantajeó al director. Como si yo

pudiera aprobar... —rió; era obvio que su propiaestupidez le resultaba hilarante.

—Vale, lo que tú digas. Pero ¿no crees queKaspar se está comportando como unverdadero cabrón?

Su amiga se quedó callada.—Pues yo creo que está muy bueno.Enarqué una ceja y traté de no reírme

cuando varias exclamaciones de asco inundaronel pasillo.

—¡Oye! ¡Que estás hablando de mihermano pequeño!

—Pues vale. En cualquier caso, estabapensando en un pequeño vestido negro para el

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baile. ¿Qué te parece?—¡Cathy! No hago más que repetírtelo:

mantente alejada de los vestidos cortos. Leshacen un flaco favor a tus muslos. Apuesta porel corte imperio. La última vez que te pusisteun vestido así, ¡Felix no dejó de babear!

—Lyla, Felix no dejó de babear porqueestaba borracho. Probablemente tambiénestuviera colocado.

—Yo creo que le gustas.«Yo creo que tengo que hablar con Felix.»No pude resistirlo más y, sin molestarme

siquiera en llamar, giré el pomo y entré en lahabitación. Las dos chicas se dieron la vueltade inmediato y Cathy me hizo una reverencia.

—Hola, Kaspar —saludó con un dejo quesospeché que, supuestamente, tenía queinterpretar como seductor.

Contesté con un gesto de la cabeza.

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—Catherine.—¿Qué ha pasado con la norma de llamar a

las puertas que establecimos, Kaspar? ¿Cómosabes que no estaba desnuda o algo así? —preguntó Lyla enfadada y con las manos en lascaderas.

—Lyla, eres mi hermana. Fuiste corriendopor ahí, desnuda, hasta que tuviste doscientosaños —contesté.

La vergüenza hizo que se le pusieran losojos de color rosa y casi me entra la risa.

—¡No, no es cierto! ¿Por qué diablos hasvenido, de todas formas? Tengo cosas quehacer, no como tú.

—¿Aparte de poner verde a todo el mundo?—repliqué con una ceja arqueada.

—Es una forma muy entretenida de pasar elrato.

No había ido allí para hablar de su carácter

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criticón, así que corté el hilo.—Lyla, quiero hablar contigo. En privado.Deliberadamente, me volví hacia Cathy,

que, aturullada, recogió sus cosas y se marchó,pero sólo después de pasar a mi lado y rozarmea propósito.

—Adiós, Kaspar.Me puse rígido.—Catherine.Portazo al salir.—Bueno, ¡pues suéltalo! ¡No tengo todo el

día!—Deja de ser una hermana tan celosa y

posesiva. Supera lo de Fabian, deja de ponermeen peligro y no metas a Violet en esto.

Se dio la vuelta, con la mirada llena deveneno.

—¿Qué coño acabas de decir?—Permite que te lo diga con otras palabras:

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deja de ser tan zorra.—Ya sé lo que has dicho, idiota. ¡Sólo

quiero saber por qué demonios lo has dicho! —gritó furiosa.

Arqueé una ceja. «¿Así que vas a hacerte lainocente?»

—Amenazaste a Violet. Si se acerca aFabian, sacarás a la luz el hecho de que bebí desu sangre, y nos humillarás a los dos...

—Bebiste de su sangre con suconsentimiento...

—¿De manera que lo admites? ¿Que noshas amenazado?

—No.—Pero entonces ¿cómo podrías saber que

bebí de su sangre con su consentimiento?Nadie lo sabía, excepto Violet y yo. Ella no locontaría, y yo tampoco. Así que dime, sabiahermana mayor, ¿cómo puedes saberlo?

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No contestó y se encaminó a su vestidor.Sacó ropa de los estantes y, en silencio,comenzó a sujetarla frente a ella para creardistintas combinaciones.

—Le leíste la mente —dije,interrumpiendo su búsqueda—. Muyprobablemente cuando estaba nerviosa y susbarreras eran débiles. Descubriste lo del beso,tropezaste con lo que yo había hecho ydecidiste que te ibas a quedar con Fabian apesar de que está claro que él no siente por tilo mismo que tú por él. Y eso por nomencionar el hecho de que arañaste a Violet.

Tenía la boca abierta, pero en cuanto parépara coger aire, comenzó a hablar.

—Vale, sí. ¿Y qué? ¿Qué vas a hacer alrespecto? Hasta tú sabes que es por el bien deFabian. No puede intimar con ella. Sondemasiado diferentes. Un vampiro y una

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humana no pueden estar juntos.—Son diferentes. Pero eso no quiere decir

que una relación entre un vampiro y una humanano pueda funcionar. Mira a Marie-Claire y aJohn —le espeté.

Me apoyé contra un poste de su cama y,para mantenerse ocupada, ella comenzó aordenar su escritorio, cosa que no haríanormalmente.

—John va a convertirse dentro de unascuantas semanas.

Se volvió hacia mí y me dedicó una de susmiradas más desdeñosas. Me encogí dehombros.

—Pero ha sido humano durante los...¿cuatro años que ha durado su relación? Esotiene que querer decir algo.

—Kaspar, cállate, lo de Violet y Fabian nofuncionaría, y todo el mundo lo sabe. Y cuando

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él abra los ojos y se dé cuenta de que ha estadoperdiendo el tiempo con...

La interrumpí.—Pretendes ser el hombro en el que Fabian

llore.—Exactamente. Si Violet lo ignora, se dará

cuenta antes. Y entonces yo lo conseguiréantes.

«Y pensar que estoy emparentado con ella.»—¿Y vas a hacerlo a costa de la salud

mental de Violet? —le pregunté con elentrecejo fruncido.

Soltó un bufido mientras ordenaba susperfumes por tamaños.

—Deja de ser tan melodramático. No lepasará nada.

—Lyla, ella necesita a Fabian como elrespirar. Él es quien impide que pierda lacabeza aquí encerrada. Consigue a Fabian de

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cualquier forma. Pero si lo arrancas de su lado,¿quién la convencerá para que se convierta?Estás poniendo en peligro todo el reino.Recuérdalo.

Se quedó paralizada durante un instante.Después se puso muy erguida y se volvió haciamí.

—¿Y me lo dices tú, Kaspar JamesVladimir Eztli Varn? —Puse cara de fastidio aloír mi nombre completo—. ¿Y qué estáshaciendo tú? ¿Qué hay de cómo lo arriesgas tútodo? Eres el heredero, pero fuiste tú quien latrajo aquí. Eres el que intenta propasarse conella. Y Fabian acabará con ella con su malditaamabilidad. Si no la hubiera invitado al baile nola habrían atacado. Vosotros dos sois quienes laestáis poniendo en peligro. Y si le pasa algo, yasabes lo que hará Michael Lee.

Se llevó una mano al cuello e imitó el

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movimiento de un cuchillo cortándole elcuello.

Puse los ojos en blanco ante aquelmelodrama.

—Venga ya, como si tuviera hombressuficientes como para llegar a nosotros.

Lyla había regresado a su escritorio y sehabía terminado su habitual vodka con sangre.

—¿Con los asesinos? ¿Los canallas?Hice un gesto para restarle importancia.—Ésa no es la cuestión. La cuestión es que

no vas a humillarnos a Violet o a mí contándolea alguien que bebí de su sangre. Y tampoco vasa impedir que Fabian se acerque a ella.

—¿Ah, no? —me desafió.Crucé los brazos sobre el pecho.—Podrías, si quisieras, pero si lo haces, le

contaré a padre que perdiste la virginidad conun canalla cuando tenías catorce años. ¿Te

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parece justo?Ahogó un grito y se quedó boquiabierta. Sus

iris volvieron a teñirse de rosa.—¿Cómo sabes eso?—Conozco a ese tipo. Entonces ¿tenemos

un trato, querida hermana mayor?A regañadientes, estiró una mano y

estrechó la mía. La fuerza de su apretón dejóclaro que estaba enfadada.

Me marché sin poder dejar de sentirme unhipócrita. Ya que, en realidad, no me cabía dudade que estaba tan enfadado como Lyla porqueaquellos dos se hubieran besado. «Al menos mihermana sabe por qué está enfadada.»

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36VIOLET

La temperatura había descendidoconsiderablemente durante el mes que siguió ala muerte de Ilta. Las cosas, dentro de lo queera estar secuestrada por unos vampiros,transcurrían con normalidad. Lyla se disculpó(no sé qué le diría Kaspar, pero debió de serconvincente) y retiró su amenaza. Fabian setranquilizó y no volvió a intentar nada, aunqueseguía siendo incómodo estar cerca de élmientras trataba de averiguar qué demonioshabía sentido al besarlo. ¿Y Kaspar? Kasparmantuvo las distancias.

Me puse unos pantalones y un jersey, pues

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sabía, después de la experiencia de las nochesanteriores, que sepultarme bajo las muchascapas de mantas de la cama no proporcionabamucho calor.

Con un gruñido, eché las cortinas de lasventanas para no dejar pasar aquel clima cadavez más inestable. Toda la mansión olía ahumedad, yo estaba convencida de que iba allover. «Otra vez. Nunca había visto un año así—pensé—. No hemos tenido ni un solointervalo de calor y ahora ya es prácticamenteinvierno.»

Me hice un ovillo bajo las sábanas ypermanecí tan quieta como pude para que elaire formara una capa cálida a mi alrededor.«¿Por qué no pueden encender las chimeneas?¿O poner la puñetera calefacción central?»Pero ni el calor ni el frío podían evitar que mesumiera en el sueño.

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El hedor de la muerte flotaba en el aire, nolo disimulaba ni la humedad que inundaba elvalle aquella noche. Los pies del hombre sehundieron en el suelo con un chapoteo que lemojó el bajo de la capa. Tampoco le importaba.Tenía asuntos más urgentes de los queencargarse. «¿Por qué no podían escoger loscazadores una noche seca?»

Aquella noche, era un verdadero canallaapartado de la sociedad. Cuando se aferró aaquella línea de pensamiento esbozó unasonrisa salvaje. Era tan liberador... Libre de lasataduras de las leyes, la moral y las promesas;libre para cazar cuando quisiera; libre pararelacionarse con quien le apeteciese; libre paraentrar en Varnley y en Rumanía... Renunciar ala civilidad ofrecía muchas, muchas ventajas.

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Pero siempre había algo que lo lastraba.Perder la civilidad era perder la dignidad.Muchos de los canallas que aún quedaban en elpaís le habían cogido el gusto al bosque deVarnley, pues buscaban el retiro y elaislamiento que ofrecía, así como el obviobeneficio de que el atestado terreno de caza deLondres estuviera a menos de una hora decarrera. Pero vivir entre los animales como unanimal era, bueno, drástico.

Se detuvo cuando algo atrapó su mirada enaquella noche tan afilada como la hoja de uncuchillo gracias al capricho de sangre frescaque acababa de concederse. A unos cientos demetros por delante de él había una sombraoscura, tres en realidad, merodeando por ellímite de la finca. Se puso la capucha de su capaempapada sobre la cabeza y continuó concautela.

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Cuando se acercó, percibió susurros, tanbajos que sólo podía distinguir frases sueltas.

—Giles, recuerda que necesitamos a loscanallas... Si quieres tener alguna oportunidadde follarte a esa puta de Violet Lee, ¡cállate laboca!

Aquellas groserías hicieron que, bajo suscolmillos, sus labios adoptaran una mueca dedisgusto. Pero no perdió la concentración y seajustó mejor la capucha para asegurarse de quesu rostro quedaba oculto. Luego metió la manoen un bolsillo interior y sacó una carta selladacon el lacre de los canallas.

—Buenas noches, amigos. —Sobresaltados, los tres cazadores metieron lasmanos bajo los abrigos, y él atisbó algoplateado y brillante. Puso los ojos en blanco—.Soltad vuestras estacas, no soy un enemigo.

—Entonces dinos tu nombre y el asunto

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que te trae por aquí, vampiro —exigió saber elhombre que estaba en el centro. Dio un paso alfrente. No apartó la mano del interior delabrigo.

—Mi nombre no tiene importancia. Miasunto es la razón de que estéis aquí; me hanenviado en lugar de Finnian y Aleix, dado queestán indispuestos.

Sí, él los había dejado indispuestos el díaanterior, en cuanto descubrió la reunión quetenían planeada.

Se acercó con cuidado de mantener lamirada ligeramente baja para que no se leresbalara la capucha y le entregó al asesino lacarta. Éste la miró brevemente antes de volver afijarse en su figura. En apariencia satisfecho, semetió el sobre en el bolsillo y apartó la manodel interior de su largo abrigo.

—¿Por qué se ha solicitado esta reunión,

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canalla? No tenemos nada significativo quecompartir.

Dio unos cuantos pasos atrás y apoyó elcodo contra un árbol. No le preocupaba muchoque pudieran vencerle, pero tampoco queríaque estallara una pelea prematura.

—¿Estás totalmente seguro de eso,asesino?

—¡Pues claro que lo estamos!El segundo hombre dio un paso al frente y

habló con un acento bastante más marcado queel del primero.

—Rumanía está muy lejos de Varnley, ¿no?Y aun así hemos hecho el viaje para que nospidas una información que no tenemos.

No contestó de inmediato, esperó y lesobservó sufrir mientras escogía sus palabrascon gran cuidado.

—No es un viaje desperdiciado, ¿no es así,

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amigos míos? Estoy seguro de que podréisdisfrutar del clima inglés.

Asegurándose de que la capuchapermanecería en su sitio, levantó la cabezahacia un cielo en el que las nubes ocultaban lasestrellas. Sólo tenía que esperar. Los humanoseran tan impacientes... dejaban escapar sussecretos con tanta facilidad...

—Sabes tan bien como yo que Michael Leeestá esperando a que los Varn comentan unerror. Necesita una excusa para conseguir elapoyo de su gobierno.

La figura de la capa hizo un gesto dedesinterés con la mano.

—Los Varn no cometen errores.—Puede que no sea necesario que lo hagan.Cerró la mano en un puño.—¿Eso es una adivinanza, asesino? Acabas

de decir que Lee tiene que esperar un fallo, ¿y

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ahora dices que los Varn no tienen quecometerlo? ¿Qué quieres decir con eso?

Los asesinos comenzaron a retroceder, y lafigura de la capa sintió que lanzaban miradashacia atrás.

—Eso es todo lo que vamos a decirte estanoche, canalla. Enviaremos instruccionescuando se acerque el momento.

—Por supuesto —contestó mientrasprocuraba que no le temblara la voz. Se estabapreparando para saltar.

Con un gesto de la cabeza del primerhombre, los tres se dieron la vuelta y echaron aandar.

La figura de la capa respiró hondo en variasocasiones. «Son tres», se recordó. No podíapermitirse meter la pata. Rodeó el árbol paraesconderse y contó hasta treinta en silencioantes de comenzar su persecución.

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El elemento sorpresa lo era todo. Dudó deque al primer asesino, el más alto de los tres,le hubiese dado tiempo a darse cuenta de lo queestaba sucediendo cuando apareció como unasombra detrás de él y le colocó las manos, contanta suavidad como lo haría una amante, aambos lados del cuello. Se lo fracturó sin queel hombre emitiera ni un solo gemido antes dederrumbarse boca abajo contra el suelo. Susdos compañeros avanzaron tres o cuatro pasosantes de percatarse de lo que había pasado.Cuando lo hicieron, una estaca corta y afiladase materializó en la mano del que se dio lavuelta. Lanzó una estocada en dirección alpecho de su atacante. Pero la figura de la capafue más rápida, ya se había anticipado almovimiento del hombre —«Los asesinos sontan predecibles...»— y se hizo a un lado. Elasesino se tambaleó y, cuando la figura le

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arrancó la estaca de las manos, se cayó yaterrizó a los pies del primer asesino muerto.

El tercer hombre no fue tan tonto.Retrocedió manteniendo la estaca cerca delpecho y sin dejar de mirar alternativamente asus dos camaradas caídos y al vampiro quetenía ante sí. En sus iris de color avellana, lafigura de la capa veía el reflejo del asesino quese movía penosamente a sus pies, enyuxtaposición al hombre que se debatía entrepelear y escapar.

La figura encapuchada no tenía ni tiempo nipaciencia para esperar a que se decidiera. Sinapenas esfuerzo, lanzó la estaca hacia el pechodel hombre y se dio la vuelta para ocuparse delsegundo asesino. Supo que no había errado suobjetivo cuando el olor de la sangre emanó delcadáver y quedó suspendido en el aire como unpesado almizcle.

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Se detuvo justo al lado del asesino quequedaba y lo observó mientras se ponía en pie.Le sangraba la nariz. Era una visión penosa.Pero en cuanto el hombre se enderezó, lo lanzócontra el árbol y le atenazó la garganta con lamano.

—¿Qué quieres decir con lo de que notienen que cometer un fallo? —siseó en laoreja temblorosa del hombre.

El asesino no contestó, sino que lanzó unescupitajo al suelo. La figura sintió vergüenzaajena. «Qué costumbre más asquerosa.» Ledaba asco incluso morder a aquel hombre tansucio, así que fantaseó con la idea de utilizaruna de sus estacas. Sin embargo, la desechó...necesitaba respuestas. Le clavó los colmillosen el cuello y los hundió hasta que su boca lesujetó la garganta como un cepo. Cuando hubosaciado su creciente sed, se apartó y le metió

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un dedo en cada herida para evitar que lecicatrizaran. Giró el dedo como si fuera unsacacorchos y se abrió camino entre las venas ylos tendones mientras le arrancaba gritos dedolor.

—Vas a morir, pero todavía hay tiempo parahacerte sufrir —gruñó la figura de la capamientras le clavaba aún más los dedos.

—¿Quién eres? ¿A quién sirves? No apestaslo bastante como para ser un canalla —rugió elhombre con un tono considerablementedesafiante teniendo en cuenta que las piernasestaban empezando a fallarle.

—No sirvo a nadie. Y ahora, ¿por qué no esnecesario que cometan un error?

La figura levantó una rodilla y la estampóen la entrepierna del hombre, que abrió losojos como platos. Como no obtuvo respuesta,tomó impulso y lo golpeó. Su movimiento tuvo

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el efecto deseado.—Ru... rumores —jadeó el asesino, al

tiempo que intentaba llevarse la mano a laentrepierna. Las lágrimas le caían por lasmejillas.

Al de la capa le dio un vuelco el corazón.«¿Rumores sobre el ataque a Violet Lee? ¿Esposible que los asesinos lo sepan?»

—¿Rumores sobre qué?Sólo le dio un segundo para contestar antes

de asestarle otro rodillazo en la entrepierna.—Los sa... sabios.La figura de la capa se dio cuenta de que el

asesino iba a perder la conciencia y lo sacudiócon brusquedad.

—¿Qué dicen los sabios?El hombre apenas podía hablar y tan sólo

logró articular una palabra antes dederrumbarse, inconsciente, sobre el hombro de

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la figura:—... Profecía.Frustrado, el de la capa estiró una mano y le

sacó la estaca del pecho al otro. Acontinuación, clavó al hombre inconsciente alárbol, atravesándole el pecho, de tal forma quequedó como una banderola fijada a una farola.No tenía sentido intentar despertarle, y noquería dejar testigos.

Dejó atrás los cadáveres —otros canallasdisfrutarían del banquete— y echó a andar haciael oeste con la sensación de que no habíaconseguido mucho. «¿La Profecía? ¿Qué queríadecir con eso?» Athenea contaba con cientosde profecías, archivos enteros dedicados aellas. Siempre circulaban rumores respecto aalguna. «¿Y cómo podría ser una excusa?¿Cómo podría utilizarla Michael Lee comoexcusa?»

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En cualquier caso, sabía que él no era lapersona adecuada para entenderlo y empezó acorrer en dirección a Varnley.

Abrí los párpados y volví a cerrarlosrepetidamente para adaptarme a la brillante luzde la mañana. Tenía la columna como si me lahubieran cortado con un serrucho y losmúsculos del cuello tremendamente rígidos.Tras parpadear unas cuantas veces, me di cuentade que estaba en el suelo, medio recostadacontra la cama.

Con un gruñido, me levanté apoyándome enel grueso colchón. Después me dejé caer sobreél y percibí un olor desagradable, como el delas prendas del gimnasio si no las lavas durantesemanas.

Asqueada, me di cuenta de que yo era el

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origen del hedor... Estaba empapada en sudor.Entonces me di cuenta. «El sueño.» En un

segundo, todos los recuerdos volvieron entropel a mi mente, varios de ellos rivalizandopor mi atención. El más destacado de todos erael pensamiento: «Viene hacia aquí.» Lo seguíala obscena referencia del asesino a lo quequerían hacerme. Con un escalofrío, decidí nolanzarme a los brazos de nadie que no fuera mipadre cuando saliera de allí. Puede que fueranaliados del gobierno, pero buenos desde luegono eran.

Me puse en pie con dificultad y me dirigí alvestidor.

«Alguien, los sabios, quienesquiera quesean, han cometido un error, y eso es lo quenecesita mi padre.»

Tomé aire, me quedé parada y contemplé elsuelo de madera durante un instante. Permití

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que la pequeña chispa de esperanza que habíaenterrado en lo más profundo de mi pecho sehiciera cada vez más grande. Mi esperanzabrilló cuando tuve la idea de que tal vez prontosaliera de allí.

«Y viene hacia aquí, a Varnley, a decirle alrey lo que yo ya sé.»

La casa estaba en calma cuando llegué a laescalera, y me entretuve en el peldañosuperior, inquieta por el tictac del reloj... Era elúnico sonido que percibía, aparte de mirespiración acelerada.

«La figura de la capa mata a gente —merecordé a mí misma con un estremecimiento—. Y no se lo piensa dos veces.» Había perdidola cuenta de la cantidad de personas que habíamatado en mis sueños.

Tenía que encontrar a alguien pero noestaba segura de qué iba a decirles. No podía

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contarles mis sueños... En cierto sentido,quería guardármelos: a pesar de los horroresque me mostraban, me ofrecían informaciónque no iba a obtener de los Varn. Informacióncomo el hecho de que mi padre seguíabuscando una forma de llegar hasta mí.

El clic de una puerta que se cerraba mesacó de mis pensamientos. Kaspar había salidodel estudio de su padre y esbozó una sonrisaburlona en cuanto me vio. La burbuja deesperanza de mi pecho se desinfló. Kaspar medejó atrás pero se volvió y me apuntó con eldedo:

—Nena, casi me olvido. Mi padre quiereverte. Ha dicho que lo esperes en su estudio,irá dentro de un momento.

Casi se me salen los ojos de las órbitas.—¿Verme? ¿Para qué?Se encogió de hombros.

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—Tú sabrás.Con eso, se metió las manos en los

bolsillos y continuó su camino hacia elvestíbulo de la entrada.

Le observé alejarse. De repente, meencontraba muy mal. A mis espaldas, laspuertas paneladas y blancas del estudio del reyparecían siniestras. «¿Verme?» El rey nuncahabía solicitado hablar conmigo... más bien nosencontrábamos el uno con el otro,normalmente menos me apetecía verle.

Se me formó un nudo en el estómago. Nopude evitar sentir que aquello quizá tuviera algoque ver con la figura de la capa, y tuve latentación de esconderme en las cocinas delsótano.

«No.» No era una cobarde y, además, meintrigaba saber qué tenía que decirme el rey.Respiré hondo y crucé la puerta.

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Me saludó un ayuda de cámara, que me hizouna venia.

—Por favor, señorita Lee, tome asiento.Me señaló una silla de madera de respaldo

alto situada delante del gran escritorio del rey,que aquel día estaba hasta arriba de papeles.Había oído a los demás mencionar que disponíade una legión de asistentes y secretarios paraayudarlo con el papeleo, pero aun así parecíadescorazonador.

—Su majestad está ocupándose de ciertoasunto en estos momentos, pero lo informaréde que está esperándolo. Por favor, sírvase.

Hizo un gesto en dirección a una pequeñamesa auxiliar sobre la que había dos jarrasdistintas de agua y sangre, varios vasos y unplato de galletitas. Me hizo otra venia ydesapareció por una puerta encajada entre dosde las enormes estanterías que dominaban las

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paredes.Eché un vistazo a mi alrededor y me puse

de pie para probar una de aquellas galletas deaspecto tentador cuyo olor inundaba lahabitación. El estudio era bastante agradable.Tenía las cortinas abiertas y la luz del día labañaba. De vez en cuando, incluso entraba enella algún rayo de sol que conseguía escapar deentre las nubes.

«Cierto asunto.» Con una extrañaexcitación, se me ocurrió que justo en aquelmismo instante la figura de la capa podría estarhablando con el rey. Pero eso significaría quesabrían que mi padre llegaría pronto (no queríautilizar el verbo «atacar»). Y si estaban listospara ello... No podía soportar siquiera pensarlo.

Le di un mordisco a la galleta y casi laescupí, era muy amarga. Era como comer pande jengibre demasiado especiado y bañado en

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pomelo y limón. De mala gana, la mastiquémientras buscaba al otro lado de la mesa unapapelera donde lanzar el resto.

Sin embargo, mis ojos toparon con unacarta a medio doblar que descansaba sobre elescritorio, bajo el periódico del día. Pero loque de verdad me llamó la atención fue la firmaque había al final:

S. M. REINA CARMEN

Se me paró el corazón. Dejé el resto de la

galleta de nuevo en el plato e ignoré mi voz,que se quejaba de que era de mala educacióndejar la comida a medias. Llena de curiosidad,miré hacia la puerta y después agarré unaesquina del papel y lo saqué de debajo deldiario. Me sorprendió lo grueso que era. Sabíaque no debía leerlo y que el rey podría aparecer

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en cualquier momento, pero aun así fui incapazde impedir que mis ojos comenzaran a moversede izquierda a derecha.

Queridísima Beryl:En primer lugar, debo preguntarte cómo

estáis Joseph y tú. Ciertamente ha pasadodemasiado tiempo desde la última vez quenos vimos; creo que no he disfrutado delplacer de vuestra compañía desde elcomienzo del nuevo año, y de eso hace meses.Por lo tanto, ¡tenéis que venir a cenarpronto! Estoy segura de que a los niños lesgustaría ver de nuevo a Marie-Claire y aRose, y sé que la última vez que nos vimos aJag le resultó agradable la compañía deJohn.

Y ya sabes, mi querida amiga, que soyuna criatura entrometida, así que tengo que

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preguntarte cómo están John y Marie. Por loque me dicen Kaspar y Jag, llevan un año ymedio de noviazgo. He de felicitaros, tanto aellos como a vosotros, por esa unión. No esmuy frecuente que los humanos se integrencon tanta facilidad en el reino.

Pero basta de preguntas; tal vez tesentirías aliviada si te contara un poco sobreVarnley. Aparte de los acontecimientosacostumbrados, no puedo decir que tengamuchos cotilleos con los que animarte el día.Quizá la única noticia que merezca la penaseñalar sean las cada vez más habitualesapariciones de Charity Faunder a las horasmás inadecuadas. A pesar de que me alegraque Kaspar haya entrado en razón y se hayaalejado de las horribles chicas de VonHefner, no puedo evitar creer que Charity noes una compañía femenina adecuada para él.

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Sé que no puedo detenerlo, porque ya no esun niño, pero sus inclinaciones superficialescuando se trata del sexo opuesto no dicennada a favor de la madurez que sé que posee.Sé que tuviste problemas parecidos con Rose.A veces pienso que el modo en que noscriaron a nosotros fue mucho más apropiado.Pero ¿qué podemos hacer con este mundo enperpetuo cambio?

¿Qué más? Estaba pensando en volverpronto a España para enseñarles a los niñosdónde crecí. También estoy planteándomeencargarle a Flohr otro retrato de la familia.No nos hemos hecho ninguno desde queKaspar era pequeño, y me encantaría incluira Cain y a Thyme... Ahora ella ya tiene dosaños, y creo que podríamos convencerla paraque se estuviera quieta el tiempo necesario.

Pero eso tendrá que esperar hasta que

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vuelva de Rumanía. Ya sólo me queda un díapara marcharme, y los preparativos noparecen acabar nunca. Vladimir me hasugerido que me lleve a Kaspar, pero meniego a considerar hasta la mera idea. Elséquito ya es lo bastante grande y el malgenio de Kaspar se parece demasiado al desu padre, cosa que a Pierre no le gustaría.Por otro lado, la verdad es que no quieroque mi hijo y heredero se ponga en peligro, yno cabe duda de que lo habrá. Pero heevitado mencionarle este motivo a mi marido.

Contéstame y yo te escribiré en cuantovuelva. (Quizá acepte el consejo de Lyla ycomience a utilizar el correo electrónico.)Debo dejarte, pues aún tengo que darleestrictas instrucciones a Kaspar para eltiempo que yo esté fuera (puedesimaginártelas, estoy segura). Todo mi amor y

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recuerdos para tu familia.Tu amiga,

S. M. REINA CARMEN

Me quedé mirando boquiabierta la carta que

sujetaba entre mis manos temblorosas. Nopodía asimilar del todo que había leído unacarta —una carta jamás enviada— escrita ydoblada por la reina de la que tanto había oídohablar, la reina cuya muerte había destrozado alos Varn.

En algún lugar lejano, el reloj de pared quesiempre oía pero que nunca encontraba dio lasnueve, y volví en mí para darme cuenta de queel rey podría regresar en cualquier momento.Volví a doblar la carta por las marcas, la metídebajo del periódico y esperé que el rey no sediera cuenta de que se había movido.

Volví a sentarme, aún alterada. Tuve que

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aferrarme a los brazos de la silla para quedejaran de temblarme las manos.

—Buenos días, señorita Lee.Al oír la voz del monarca a mi espalda, me

levanté de un salto e hice una torpe reverencia.Tenía la sensación de que me ardían lasmejillas, sobre todo a causa de la culpa por loque acababa de hacer.

—Su majestad.Rodeó su escritorio y tomó asiento en su

silla al tiempo que me indicaba que me sentaseyo también. Obedecí, con la mirada centrada encualquier cosa menos el rey.

—Señorita Lee, dentro de pocos días harátres meses que está confinada en Varnley.Durante este tiempo, ha estado al tanto demuchas intimidades de la casa y de la familia y,espero, ha adquirido cierto conocimientoacerca de lo que implica vivir como miembro

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de este reino. ¿Estaría usted de acuerdo conestas afirmaciones?

Asentí. Revolvió sus papeles y guardó elperiódico, y con él la carta, en uno de loscajones.

—Soy consciente de que el tiempo que hapasado aquí ha sido complicado y, enocasiones, amargo, y que la elección que sepresenta ante usted no es la ideal, pero deboinstarla a tomar una decisión.

Me aferré con más fuerza todavía a losbrazos de la silla, tanto que noté que mis dedostocaban las palmas de mis manos. El rey dejóde colocar papeles y miró mis manos.

—No se inquiete, señorita Lee. No quierodecir «ahora mismo». Pero siento que es miresponsabilidad informarla de que se encuentraen el centro de un debate político de cada vezmayor calado dentro del reino, del Reino

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Unido, y a nivel internacional. Y la única formade calmar la situación es que usted se conviertapor voluntad propia en uno de nosotros. —«Sinpresionar...»—. Creo que también es de justiciaasegurarme de que no contempla la falsaposibilidad de que su padre o el gobiernobritánico negocien o luchen por su libertad. Asus ojos, su humanidad no es compensaciónsuficiente por la pérdida de vidas que sufriríancomo contrapartida.

Me puse en pie tan rápido que mi cerebrose quedó sin sangre y se me nubló la vista. Mecostó una inmensa cantidad de fuerza devoluntad y morderme la lengua no gritar queestaba mintiendo. «Mi padre vendrá. Nonecesita más que una excusa. Y por lo que sé,la tiene.»

—¿Señorita Lee?—Le agradezco, su majestad, sus palabras.

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Tomaré en consideración lo que me ha dicho—contesté con los dientes apretados. Luego lehice una reverencia y me marché del estudiodel monarca. Iba a dar un portazo a mi espalda,pero el ayuda de cámara interceptó la puertacon un gesto de desagrado y la cerrósuavemente.

Fuera, me derrumbé contra la pared,respirando con dificultad. «¡Qué mentiroso! Ysi cree que voy a convertirme por razonespolíticas, ya puede meterse la elección porel...»

«¡Ese vocabulario!», me riñó mi voz antesde que pudiera concluir la frase.

Me quedé allí hasta que recuperé el ritmonormal de mi respiración y pude pensar conmayor claridad. Agradecí que los sueños mehubieran dado ventaja. Ahora sólo deberíaseguir una estrategia de distracción.

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37VIOLET

Cogí la toalla y me la enrollé sobre el cabellohúmedo. Iba cambiando el peso de mi cuerpode un pie a otro, medio bailando, mientrastarareaba una canción de Elvis. Ya me habíaolvidado de la charla del día anterior con el rey,y me había despertado de un humorextrañamente bueno, en parte porque habíadormido de un tirón y sin pesadillas y en parteporque la esperanza que había conservadodurante mis primeras semanas como rehénhabía resurgido.

—Nena, ¿qué coño estás haciendo?Como un gato asustado, di un salto y solté

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un grito. Me lancé a coger cualquier cosa conla que pudiera taparme, pues estaba en ropainterior.

«¿Por qué no me habré vestido?», refunfuñémentalmente.

Él se echó a reír y paseó la mirada por micuerpo casi desnudo.

—Nena, las gasas con las que estásintentando cubrirte son traslúcidas.

Bajé la mirada, avergonzada. El hecho deque mi sujetador y mis bragas no combinaran yque estas últimas fueran más de abuela quesexis no hacía más que empeorar las cosas.

—Deberías hacer cabriolas en ropa interiormás a menudo. —Se dio la vuelta y echó aandar hacia la puerta, pero, volviendo la cabeza,comentó—: Pero si vas a salir con nosotros tesugiero que te pongas algo de ropa. Fuera harámucho frío para ti.

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Solté las gasas.—¿Fuera?—Sí, fuera, Nena. ¿Quieres que te lo

deletree?—Fuera —repetí. Parecía una palabra

extranjera, después de tanto tiempo sinpronunciarla—. Fuera, fuera, fuera —susurré.Me gustaba cómo se movía mi lengua aldecirla.

—Fuera, ya sabes, en el exterior.Asentí aturdida.—¿Fuera, dónde?—A Londres. Ahora, date prisa, porque la

verdad es que me gustaría salir hoy mismo.Se dio la vuelta y se marchó dando un

portazo.Me quedé allí parada, perpleja y en silencio

durante todo un minuto. ¿A Londres? ¿Por quédemonios iban a llevarme a Londres? ¿No era

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un poco arriesgado?«Por lo que parece, no», contestó mi voz.«Pero podría escaparme», repliqué.En mi cabeza, mi voz se rió de tal forma

que me dejó claro que si pudiera habría puestolos ojos en blanco.

«¿De verdad crees que puedes escapar devarios vampiros? ¡Yo creo que no!»

—Pero no hay duda de que podría intentarlo—murmuré mientras me planchaba el pelodespués de vestirme—. Pero ¿y si alguien mereconoce? ¡Hasta salí en la BBC! —Meestremecí al recordar aquel día cruel en el quehabía visto a mi familia sufrir en las noticias.

«Dudo que alguien lo haga. Es Londres.Además, nadie pensará de verdad que eresViolet Lee. Y tú no harás nada.»

—¿Qué te hace pensar eso?«Ahora ya es demasiado tarde para volver,

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¿no, Violet? No te marcharías aunquepudieras.»

La voz se desvaneció y me dejó allí,sorprendida y asustada por lo que acababa dedecir. «¿Es demasiado tarde? ¿Me marcharía?»

Sólo de pensar en aquellas palabras, se mecayó el alma a los pies. Una cosa era que mipadre, bueno, me rescatara, pero otra muydistinta tomar yo la decisión de marcharme.

Apagué la plancha del pelo, me pasé losdedos por mis mechones y pensé que estabanmás lisos de lo que lo habían estado en meses.Sumado al hecho de que me había molestado enaplicarme rímel y delineador de ojos, tenía unaspecto incluso presentable.

Al bajar la escalera, vi al mismo grupo queme había encontrado en Londres la primeranoche, más Lyla y otra chica que llevaba elcabello, castaño claro, recogido en un moño.

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Al lado de Lyla, alta y delgada, parecía bajita ycorpulenta, aunque en seguida pensé queseguramente la princesa estaría celosa delescote de infarto que tenía la otra.

Fabian me pasó un abrigo corto que meresultaba familiar. Lo cogí y la mano metembló un poco cuando el áspero terciopelome devolvió de inmediato miles de recuerdos,los más recientes relativos a cierta noche enLondres.

Me lo puse alrededor de los hombros, yagradecí su calidez. Mi chaqueta fina no mehabría protegido mucho contra la fuerte brisa.Todo el mundo comenzó a coger varias cosasdel salón, llaves de coches, monederos ycarteras, tarjetas de crédito y bolsos.

Kaspar se acercó a mí mientras se metíauna cartera en el bolsillo trasero del pantalón.

—Te lo advierto, Nena, no voy a apartarme

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de tu lado en todo el día. Así que nada de cosasraras, ¿vale?

Asentí, poniendo los ojos en blanco. «Ya hetenido esta discusión con mi voz.» Me rodeó yme dio unos golpecitos en la espalda paraobligarme a andar, pero me quedé paralizada.Me puse pálida y di un paso atrás.

Por el pasillo avanzaba alguien envuelto enuna capa negra, con la capucha puesta demanera que ocultaba su rostro.

Kaspar, a mi espalda, también se habíaquedado helado, con un dedo presionándomesuavemente la espalda. Todas las cabezas sevolvieron hacia él, y luego hacia mí. Justo enese momento, el rey surgió también del fondodel pasillo, con aspecto tenso e inquieto.

Todo, incluido el hombre de la capa,pareció inmovilizarse. Era alto y de posturaerguida y, con su aparición, la temperatura de la

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habitación bajó. Kaspar me agarró por lacintura, me atrajo hacia sí y comenzó a caminarhacia la puerta con el rostro contraído. Meresistí un poco, pero no mucho, dividida entreel miedo y el deseo de saber quién era aquelmisterioso individuo.

Estaba de espaldas a nosotros, pero enaquel momento inclinó un poco la cabeza antesde que se diera la vuelta a una velocidad quedebería ser imposible. La capucha ocultabatodo su rostro, excepto los ojos, que eran decolor añil, pero que pronto se tiñeron de unrojo llameante.

—¡Sacadla de aquí! —bramó el rey altiempo que los mayordomos daban un paso alfrente y se colocaban entre nosotros y la figurarugiente que teníamos delante.

Kaspar no necesitó que se lo repitieran. Mesujetó la cintura con más fuerza, me agarró por

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la muñeca con la otra mano y tiró de mí haciael otro lado de las puertas. Llegué a atisbar aFabian agachándose a nuestra espalda enposición de atacar.

—¡No volváis antes de la medianoche! —gritó el rey por encima de la confusión, lasvoces y el crujido de la gravilla bajo nuestrospies.

Me faltó la respiración cuando descubríunas figuras humanas en el extremo más lejanode los terrenos. Estaban demasiado lejos paradistinguirlas con precisión, y antes de quepudieran acercarse, Kaspar me arrastró por unlateral de la mansión hacia los garajes. Vi quela mano comenzaba a enrojecérsele a causa delsol.

Intenté darme la vuelta, pero Kaspar me loimpidió.

—¿Qué está pasando? —pregunté mientras

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trataba de mirar volviendo la cabeza. Pero élme soltó la muñeca y me puso una mano bajo labarbilla, de manera que no tenía más elecciónque mirarlo a él—. ¡Kaspar, explícamelo!

Hizo un gesto de desagrado.—Nena, tienes que confiar en mí. Pase lo

que pase, no mires a tu alrededor, ¿de acuerdo?No apartes la vista de los garajes.

—¿Por qué?—No discutas, sólo hazlo. Prométemelo.

Por favor.Había una desesperación tan repentina en su

voz que no pude rechazar aquella faceta suyaque raramente aparecía. Asentí.

—Te lo prometo.—Gracias —susurró—. Te explicaré lo que

pueda cuando salgamos de aquí. —No paraba delanzar miradas a mi espalda, observaba algo quehabía justo a nuestra derecha—. Vamos.

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Me agarró de la mano y volvió a echar acorrer. Cuando nos acercamos a los garajes, seabrieron las puertas y revelaron varias filas decoches caros. Frenamos en seco y Kaspar sacóun juego de llaves de un bolsillo.

Los demás llegaron detrás y se produjo unpequeño alboroto mientras decidían quién iríacon quién y en qué coche.

—¿Con quién voy yo? —pregunté.—Conmigo, por supuesto. Al Aston. Ahora.Lucía su media sonrisa presuntuosa, y sentí

que mis ánimos se desinflaban. De pronto, todala arrogancia de su cara desapareció y el sonidode unos pasos llegó a mis oídos.

—No te des la vuelta —masculló con lamirada clavada en algo que había detrás de mí.

Fabian dio unos cuantos pasos cautelosos alfrente.

—¿Qué estás haciendo aquí, Fallon?

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—Príncipe Fallon de Athenea para ti. Tengocuriosidad. —Me sorprendió oír un acentoestadounidense, o tal vez canadiense, inclusomás que su título. Tuve que esforzarme porcontener el impulso de volverme—. ¿Así queésta es la joven dama que ha provocado todoeste lío?

Lo oí dar un paso al frente y yo imité suacción.

—La joven dama tiene nombre.—Sé que lo tiene, señorita Violet Lee.El crujido de la gravilla me dijo que había

dado otro paso, y vi que Kaspar se tensaba. Losdemás estaban completamente inmóviles,observando la escena con preocupación.

—Déjala en paz, Fallon.Estaba tan cerca que pude sentir su aliento

en la nuca cuando suspiró. Aun así, por encimade aquello sentí una abrumadora sensación de

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calidez que no procedía de ningún aliento. Eracomo si el sol me estuviera dando con fuerzaen la espalda, pero aquello no era posible:estábamos en octubre y hacía un fríohorroroso. Quienquiera que fuese aquelmiembro de la realeza, no era un vampiro.

Incluso yo me sorprendí de la facilidad conla que aceptaba algo así. Pero, claro, si existíanlos vampiros, ¿por qué no podían existir otrascriaturas?

—¿Cuánto tiempo vas a protegerla, Kaspar?—Durante el tiempo que el consejo

interdimensional diga que debemos hacerlo. Unconsejo que, te recuerdo, encabeza tu padre.

—Yo no soy mi padre. Tendrá que saber denuestra existencia en algún momento si seconvierte, que es lo que desea mucha gente.

Reuní el valor necesario para hablar:—No me importa si hay muchos que

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quieren que me convierta. Es mi decisión.Sentí que algo me apretaba el hombro, una

mano. Pero no miré. No podía mirar.—Ojalá pudiera decir que estoy de acuerdo

con usted.Sentí que la mano, sorprendentemente

caliente, me apartaba los mechones de pelo delcuello. Me pasó un dedo por las minúsculasheridas punzantes que nunca habíandesaparecido por completo desde que consentíque Kaspar bebiera de mi sangre hacía semanas.Fallon cogió aire y dijo:

—Se está acabando el tiempo, Kaspar.Con aquellas palabras, retiró la mano de mi

cuello y oí el crujido de la gravilla queprovocaron sus pasos al alejarse. Me relajépero Kaspar continuó tenso.

—¡¿Para qué se está acabando el tiempo?!—le gritó al hombre.

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—La Profecía no esperará para siempre, yasabes.

Ahogué un grito y me di la vuelta. Habíadesaparecido. Me volví de nuevo. La cara deKaspar adoptó una expresión de profundoenfado y los ojos se le volvieron de un colornegro brillante. Me di cuenta de que estabaapretando los puños con muchísima fuerza,tanto que las venas de los brazos comenzaban ahinchársele.

No me gustó aquella expresión ni susgestos y me aparté un poco. «Primero Fabian yluego la figura de mis sueños mencionaron laProfecía, y ahora esto.» Yo no era SherlockHolmes, pero tampoco hacía falta ser un geniopara darse cuenta de que todo eso estabarelacionado.

Un brazo me rodeó los hombros y meobligó a volverme.

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—Hora de irse —ordenó Kaspar.Levanté la mirada hacia él y me encontré

con unos ojos fríos, indiferentes y negros.—Quiero respuestas.Me agarró por un codo y empezó a tirar de

mí.—Querer no es tener, Nena.Me quedé boquiabierta. Me arrastró hacia

su coche con facilidad a pesar de miresistencia.

—¡Tengo derecho a saber! Toda esta mierdatiene que ver conmigo, así que no memantengas en la ignorancia.

Kaspar me abrió la portezuela y me empujóhasta que me metí en el interior del coche.Cerró con brusquedad, dio la vuelta al vehículoa toda velocidad y, tras ocupar el asiento delconductor, se puso el cinturón de seguridad.Los demás ya estaban saliendo de los garajes y,

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detrás de ellos, aceleró por el camino deentrada para alejarse del lugar que se habíaconvertido en mi prisión.

Me negaba a mirarle. Era evidente queestaba cabreado. Muy cabreado. Y yo también.

En cuanto perdimos Varnley de vista,Kaspar habló.

—Dispara —dijo con un suspiro.—¿Qué está ocurriendo? Has mencionado

la existencia de un consejo. Se está celebrandoahora mismo, ¿verdad? ¿Sobre qué estántratando?

Me quedé callada y observé su expresión.Era casi lúgubre.

Volvió a suspirar, apesadumbrado.—Sobre ti.Me cogió por sorpresa lo exhausto que

parecía, aquél no era el joven ingenioso yarrogante que yo conocía.

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—Pero ¿por qué ahora?Podía imaginarme la respuesta a aquella

pregunta, sabía que estaba relacionada con lafigura de la capa, pero no podía explicárselo aKaspar, y quería saber más.

Suspiró por tercera vez.—La gente está empezando a preocuparse.

No creen que tu padre permita que esto siga asídurante mucho más tiempo. Si hiciera algo ynosotros tomáramos represalias, podríamosencontrarnos con una guerra. Y si nosotros nosvemos envueltos en una guerra, también loestarán las otras dimensiones.

—¿Dimensiones?—Existe un motivo por el que te he dicho

que no te volvieras. —Enarcó una ceja y memiró. Yo continué callada, muy interesada en elsalpicadero. Prosiguió—: No podemosobligarte a convertirte en vampira porque eres

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una prisionera política. Si lo hacemos,incumplimos tratados que tenemos tanto conlos humanos como con las otras dimensiones.Pero no podemos seguir esperando sin más,porque tenemos razones para pensar que tupadre podría hacer un movimiento.

—¿Qué razones? —pregunté, incapaz dedisimular la urgencia de mi voz y lo intrigadaque estaba. «La Profecía. ¿Qué quieren decircon eso?» Pero no me contestó y cambié detáctica, pues sabía que tenía que aprovecharmede su repentina franqueza—. ¿Qué impide queme limite a esperar a que llegue mi padre?Entonces no tendría que convertirme.

De su pecho brotó un sonido sordo quesonó como el inicio de una risa desganada.

—No te molestes ni en contemplar esaidea, Nena. Dudo muchísimo que tu padrepudiera reunir una fuerza lo suficientemente

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grande y tonta como para enfrentarse anosotros y si, gracias a algún milagro, lolograse, simplemente nos mudaríamos aAthenea y te llevaríamos con nosotros.

Mi burbuja de esperanza estalló como si mehubiera clavado un alfiler. Entonces fui yo laque suspiré y guardé silencio durante un rato,mientras contemplaba los árboles que pasabana nuestro lado. Cada vez eran menos abundantesy la vía única iba ensanchándose. Una líneablanca comenzó a marcar la división entre doscarriles.

—¿Qué es Athenea? —pregunté al cabo deunos minutos. Kaspar no contestó—. Ese talFallon es de allí, ¿verdad? —Asintió, mudo. Medi cuenta de que estaba volviendo a cerrarse yle formulé otra pregunta—: ¿Quién era esapersona de la capa?

Frunció los labios.

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—Un hombre muy desagradable. —Mepegué a la ventanilla, alarmada por la fuerza queempleó para mover la palanca de cambios.

Me recosté con brusquedad contra elrespaldo del asiento, decepcionada ydescorazonada. Era una situación desesperada.En algún momento se desataría una guerra y lopeor de todo era que sería todo por mi culpa.Pero aun siendo consciente de ello, sabía queno podía afrontar mi conversión. «Aún no, sólonecesito tiempo —pensé con impotencia—.¿Por qué es eso precisamente lo que notengo?» Miré a Kaspar con los ojos a punto dellenárseme de lágrimas. Parecía distraído,sumido en sus propios pensamientos.

—Debe haber una forma de salir de ésta.¡Tiene que haberla!

Tenía que decirlo en voz alta paracreérmelo. Observé que Kaspar se apartaba de

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mí ligeramente, como si fuera culpable de algo.—Sí, la hay. Si te conviertes en vampira por

tu propia voluntad, tu padre olvidaría el asunto.No podría hacer nada. Habría sido decisióntuya. Problema resuelto —dijo con una chispade esperanza, aunque su tono me decía queapenas se atrevía a pensar que aquello pudierallegar a pasar.

Resoplé.—Entonces estamos condenados. No

conoces a mi padre. Siente tanta compasióncomo una nuez. Le daría igual que fueradecisión mía, encontraría algún modo deculparos de todas formas.

—No digas eso —murmuró Kaspar—.Todos los padres quieren que sus hijos seanfelices, y si convertirte en vampira fuese lo quetú deseas, él lo respetaría.

Sacudí la cabeza.

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—Incluso en el caso de que fuera así,¿cómo podría ser feliz siendo vampira? No hayposibilidad alguna de que me guste la idea devivir para siempre. ¡Es inútil!

Kaspar siguió circulando y mirando por elretrovisor. Habló con suavidad, con algoparecido al cariño en la voz:

—Eso no lo sabes, Nena. Puede que algúndía encuentres algo por lo que merezca la penavivir una eternidad.

Cogí aire lenta y prolongadamente.—Tú no lo has encontrado. Estás tan

destrozado como yo. ¿Por qué aguantar eldolor para siempre? —susurré.

Disminuyó un poco la velocidad del cochecuando los árboles se desvanecieron y nosacercamos a la costa.

—No. Todavía no lo he encontrado. Peroeso no quiere decir que no vaya a ocurrir. O

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que no vaya a sucederte a ti. Hasta dondesabemos, podríamos tener ese algo delante delas narices ahora mismo...

Apoyé la cabeza contra la ventanilla fría ycontemplé cómo mi aliento cálido cubría elcristal de una capa neblinosa.

—No puedes prometerme que todo va a irbien, ¿verdad?

—No —dijo casi sin voz—. No puedo.

Pasó algo de tiempo antes de quereiniciáramos la conversación, y fue él quienme obligó a hacerlo.

—¿¡Acabas de saltarte un puñeterosemáforo en rojo a ciento cincuenta!? —exclamé sin apartar la vista del indicador de lavelocidad.

—Sí —contestó sin más.

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Me volví hacia él con la boca abiertacuando la aguja comenzó a aproximarse a losciento sesenta.

—La has cagado. Ahí había un radar —lesolté cuando pasamos ante un destello brillantey amarillo—. Despídete de tres puntos delcarnet.

Me pareció ver que ponía los ojos enblanco.

—¿Quieres relajarte, Nena? Lo tengo todocontrolado. Llevo conduciendo desde que seinventaron los coches. Además, tenemosmatrículas protegidas, así que no perderé lostres puntos.

—¿Qué?—¿Es que no sabes nada? Puedo conducir a

la velocidad que me dé la gana porque mimatrícula en realidad no existe, así que si lapolicía me pilla, su base de datos les dirá que

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se jodan. Un pequeño favor que te hacencuando perteneces a la realeza —explicó consuficiencia.

Sacudí un poco la cabeza mientras mirabapor la ventanilla.

—Bueno, lo siento, no todos podemos sertan kasparianos —dije volviendo a recostarmeen mi asiento con los brazos cruzados.

—¿Cómo has dicho? —preguntó medioriéndose, medio gruñendo.

—Me invento palabras. ¿Tú no?Me miró de refilón, pero al final apartó los

ojos de la carretera durante un instante paradedicarme una media sonrisa de preocupación.

—¿Y qué quiere decir esa palabra enconcreto?

—Kaspariano: dícese del sujeto tanestupendo que deja a todo el mundo a la alturadel betún, sin aliento y apabullado.

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Se echó a reír, un rumor grave procedentede lo más profundo de su pecho.

—Te dejo sin aliento y apabullada, ¿verdad,Nena?

—No te eches flores.Soltó un gruñido de incredulidad y volvió a

concentrarse en la carretera. Lo miré con elrabillo del ojo tratando de calibrar su reacción.Estaba sonriendo, pero me sentí desfallecer alver que aquel gesto desaparecía de su rostro.Aquello quería decir que el Kaspar que mehacía reír, que se metía conmigo, que se lopasaba bien con mis tonterías —y el Kasparque me había salvado la vida en incontablesocasiones y que, de vez en cuando, parecíaalbergar una chispa de cariño en su interior—estaba desvaneciéndose a toda prisa.

Agité la cabeza para librarme de aquelpensamiento cuando su ceño habitual contrajo

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sus imponentes facciones. No estaba muysegura de por qué la segunda burbuja que sehabía ido hinchando dentro de mí hacía unossegundos había estallado de una forma aún másdolorosa que la anterior.

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38KASPAR

«Le has contado demasiado, Kaspar», meadvirtió Fabian en mi cabeza, claramentedisgustado.

«Te pareces a mi padre», le repliqué.«Cuanto más le cuentes, más daño le haces.

Y estoy bastante seguro de que ninguno de losdos queremos eso.»

«No sé lo que quiero, Fabian. Pero me hahecho una pregunta y le he dado una respuesta.Tampoco es que le haya contado lo de lossabios, ¿no? Sólo he mencionado Athenea.»

Fabian suspiró mentalmente.«No le hagas daño, ¿vale? Es frágil. Y no

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me refiero sólo a los daños físicos.»La sangre me hirvió en las venas.«¿Te piensas que no lo sé? ¿Crees que le

haría daño?»A través de nuestra conexión, pude sentir

que meditaba cuidadosamente su respuesta.Cuando al fin habló, lo hizo con tristeza.

«Hubo un tiempo en el que ni siquiera melo habría planteado pero, tras estos dos últimosaños, no puedo estar tan seguro.»

El dolor me invadió de inmediato. Laimagen de mi madre irrumpió en mi mente y surisa gozosa retumbó en mis oídos.

«No metas la muerte de mi madre en esto.Y además, tampoco es que tú puedas hablarmucho. ¡Tú le haces daño a Violet sólo con irtras ella!»

«Lo dices como si tú no fueras igual deculpable», se mofó.

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«Es que no lo soy», contesté perplejo.«Entonces tal vez deberías analizar tus

propios sentimientos —me espetó Fabian—.No te pienses que no me he fijado en cómo tecomportas con ella. Flirteas, la seduces y pasasmás tiempo con ella que con cualquiera denosotros», soltó enfurecido.

«¡No es así! —protesté—. No sé de quéestás hablando. ¡Así que sal de una puñetera vezde mi cabeza!»

Su cuerpo frágil se volvió hacia mí. Imitabami expresión ceñuda, pero no apartaba lamirada de mis manos, que se aferraban cada vezcon más fuerza al volante. No sabía de quéestaba hablando Fabian. Yo no sentía por Violetlo mismo que él. Pero sí estaba seguro de unacosa: no la veía del mismo modo que hacía tresmeses.

«Le has contado demasiado, Kaspar.»

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Una expresión de sutil preocupación que yame resultaba familiar le cubrió el rostrocuando se dio cuenta de que mi gesto de malhumor sólo podía significar que estaba ocupadocon otra cosa. Y así era, pues una nueva oleadade falta de confianza en mí mismo me asedió,un sentimiento que sólo las palabras de mipadre podían provocarme.

«Sólo he contestado a sus preguntas, nadamás.»

Suspiré al decirlo, no me cabía duda de queél no era el único que estaba escuchando mispalabras.

«Ha hecho algo más que contestar a suspreguntas, jovencito», dijo una tercera voz quereconocí como nada más y nada menos que lade Ll’iriad Alya Athenea, rey de Athenea.

«Genial. Simplemente genial.» Así seconfirmó la sospecha de que mi padre permitía

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espías, y sólo por un respeto que conseguíreunir a regañadientes, contesté con un «sumajestad».

«Príncipe Kaspar —contestó con el mismotono condescendiente—. ¿Puedo preguntarle siconoce las consecuencias de sus actos?»

Suspiré mentalmente, exasperado,preguntándome cómo era posible que Fallontuviera un punto de vista tan diferente del de supadre respecto a mantener a Violet en laignorancia.

«Por supuesto.»Otra voz que no reconocí nos interrumpió,

y aquello me obligó a pensar que todos losasistentes a la reunión podían oírme. Casiinstintivamente, mi cabeza comenzó a cerrarsey a esconder en el fondo de mi subconscientetodos mis secretos.

«Entonces dígame, alteza, si era consciente

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de las consecuencias, ¿por qué le ha reveladotodo eso?»

La rabia volvió a hacer que me hirviera lasangre.

«No le he revelado nada de lasdimensiones. Pero se lo contaría si pudiera.Merece saberlo.»

Un hilo distinto y poderoso se abriócamino en mi mente. Reconocí la presencia demi padre.

«¡Kaspar!», bramó.Con una sonrisa de arrogancia, continué.

No tenía paciencia para con ellos y sumezquina política.

«No podéis escondérselo todo parasiempre. Es curiosa por naturaleza, y esotampoco lo podéis cambiar. Si le ocultáis laverdad, nos odiará, y la necesitamos a nuestrolado, sobre todo si la Profecía se hace realidad

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y Michael Lee consigue su excusa.»Sentí que mi padre echaba humo, y que su

rabia iba a desbordarse.«Kaspar, ¿cómo te atreves? Discúlpate.»«No, no voy a disculparme por decir la

verdad.»No me disculparía simplemente por ir en

contra del cómodo statu quo que habíaacordado el consejo interdimensional.

«Retíralo, o de lo contrario...», siseó.Sabía que estaba tirando de una cuerda que

ya estaba bastante tensa, pero no parecía sercapaz de ponerme freno a mí mismo.

«¿O de lo contrario, qué? Sabes que lo queestoy diciendo es de sentido común. Pero eresincapaz de aceptarlo. Mi madre estaríaavergonzada de ti.»

Mi padre rugió, un rugido que no quedaríaconfinado a nuestras dos mentes, sino que se

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oiría en cualquier mente que estuviera enVarnley o a tres kilómetros a la redonda de lafinca. Finalmente me habló sólo a mí:

«Desde mañana al mediodía no volverás atocar a esa chica, Kaspar. Ni un mordisco, ni undedo, nada.»

Abrí mi mente y me aseguré de que todoslos presentes en la reunión me oyeran.

«¡Que os jodan!»Sentí que la sorpresa se extendía por la

reunión. Incluso Violet, humana y desvalida, seenderezó en su asiento, con los ojos muyabiertos y alerta.

Tras recorrer el camino de entrada de lacasa de Charlie, donde habíamos quedado enreunirnos, apagué el motor. Me volví hacia ella,que estaba mirando por la ventanilla, y alarguélos brazos para estrecharla entre ellos.

—Bienvenida de nuevo a Londres, Violet.

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39VIOLET

Unos brazos fríos se cerraron en torno a mivientre y, antes de que pudiera quejarme, estabasentada en el regazo de Kaspar, con el volanteclavándoseme en un costado. Me abrazódurante un segundo, apretándome contra supecho. Sentí que una vena le latía en el cuello,pero no un corazón palpitante que indicarahumanidad, un corazón como el que, justo enaquel instante, se me había acelerado en elpecho.

Mis palabras surgieron amortiguadascuando protesté:

—¿Qué coño estás haciendo?

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Me apartó un poco y me puso un dedo enlos labios.

—Por una vez, quédate callada, Nena.Sacudí la cabeza con la intención de decir

que no, pero no lo conseguí. Sus ojoscautivadores me habían atrapado. Con la frentefruncida y expresión dolorida, cogió mi manoentre las suyas y comenzó a acariciármela conel pulgar, recorriéndome las venas.

—No puedo prometerte que todo irá bien,porque sé que no será así. No puedoprometerte que vayas a salir de ésta siendo aúnhumana, porque lo más probable es que no loconsigas. El tiempo se está agotando, y tendrásque tomar una decisión pronto. Tienes queelegir.

—¿Es que acaso tengo elección? —murmuré, aún perdida en su penetrante mirada.

Se encogió ligeramente de hombros.

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—Tal vez.Cerré los ojos y asentí con solemnidad. Su

aliento frío me rozó la oreja y sus manosheladas me acariciaron mis mejillas ardientes yde color escarlata. Me colocó la cara frente ala suya y apoyó su frente en la mía. Fuera, elviento soplaba y las nubes permanentementegrises de Inglaterra volaban sobre nuestrascabezas. Dentro, el silencio era sepulcral y lassombras rozaban nuestros cuerpos.

—Nena... Violet —susurró Kaspar—.Debería haberte matado en Trafalgar Square.No lo hice. Y ahora te enfrentas a lasconsecuencias y yo... lo siento. Lo sientomucho —dijo con un colmillo mordiéndole ellabio inferior.

Cogí aire e, instintivamente, me recostésobre la mano que me acariciaba la mejilla.

—¿Desearías que estuviera muerta? Porque

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yo no.—No.Exhalé con fuerza y le quité la mano de mi

cara. Tratando de contener las lágrimas, hablé:—¿Por qué eres así? ¿Por qué me odias un

instante y al siguiente parece que te importo?¡Por el amor de Dios!, ¿por qué?

El colmillo le atravesó la piel del labio y lasangre brotó de la herida y se le extendió por laboca. Le cubrió la piel de una capa brillante, yel olor salado me hizo ensanchar la nariz, enparte asqueada, en parte intrigada.

Me eché hacia adelante y le acerqué lasmanos al cuello. Se lo acaricié con los dedoshasta enredárselos en el cabello oscuro. Melamí los labios de anticipación al tiempo quelas emociones prohibidas manaban aborbotones de mi interior y mi voz gritaba:«¡No lo hagas! ¡Todavía no eres una jodida

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vampira!»Pero no me detuve. Lo único que me

quedaba era el deseo de ser deseada, de sercuidada, y aquello era lo que había encontradoen Kaspar durante un segundo.

No estábamos siquiera a un centímetro dedistancia cuando me detuve. El corazón medaba saltos en el pecho cuando lo miré a losojos, que durante un instante, un único y breveinstante, pensé que se le habían puesto rojos;pero seguían teniendo su habitual coloresmeralda cuando me puso las manos en lacintura.

Cubrió la distancia que nos separaba, ycuando sus labios se encontraron con los míossusurró:

—Soy así porque estoy tan destrozadocomo tú.

Y a continuación desapareció, con su

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sangre goteando de mis labios.Sentí una corriente de aire frío en la cara y,

al abrir los ojos, descubrí que ya no estabadentro del coche. El viento me golpeaba elrostro y me agitaba el pelo como el viento agitalas nubes de tormenta. Me apoyé contra lapuerta y respiré hondo.

Me pasé los dedos por la barbilla y sentíque la sangre me manchaba la piel. Tuve unaarcada y me fallaron las piernas cuando unosterribles sentimientos me invadieron elcorazón. «¿Qué demonios acaba de pasar?» Nopodía creerme que acabara de intentar besarle.¡Besarle!

Además, estaba sola, perdida en mitad de lanada. El coche estaba aparcado junto a uncamino inmaculadamente cuidado y rodeado deun seto largo y bajo.

No tuve tiempo de fijarme en mucho más

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antes de que varios coches se detuvieran a miespalda. Me di la vuelta cuando oí el sonido delos motores que se apagaban y reconocí loscoches de los demás, que Kaspar había dejadoatrás en la autopista. Fabian salió de su Audi yse acercó a mí a toda prisa para darme unenorme abrazo. Me desmoroné entre susbrazos, agradeciendo el consuelo que meofrecían. Me estrechó con más fuerza aún,hasta que mi rostro quedó sepultado en suchaqueta y pudo susurrarme al oído:

—No pasa nada. No debería habertedejado...

Asentí, y decidí que sería mejor nocomentar que aquélla no era la causa de miaflicción.

—¿Adónde ha ido Kaspar? —murmurémirándolo.

Los ojos se le pusieron rojos.

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—¡Estás sangrando! —exclamó.Abrí mucho los ojos al recordar el líquido

rojo y pegajoso que me cubría los labios yrápidamente levanté la mano para limpiármelo.Pero Fabian me cogió la muñeca y me detuvo amedio camino. Le rocé los labios con losdedos involuntariamente cuando husmeó elaire.

—No... No es tu sangre, ¿verdad?Miré al suelo para ocultar mi culpabilidad.

Si no era capaz de esconder la verdad, muchomenos de mirarlo a los ojos.

—¿Violet?Sacudí la cabeza.—Lo siento.Oí el movimiento de sus pies, los susurros

del viento y tres palabras desgarradoras.—No lo sientas.Levanté la cabeza. Su expresión era de

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inmensa tristeza, y tenía los ojos grises. Hizoun gesto de asentimiento con la cabeza. Asintióporque supo incluso antes que yo misma que yahabía tomado una de mis muchas decisionespendientes.

«He elegido a Kaspar.» Ni siquiera lamirada de traicionado de Fabian podríacambiarlo. Ni siquiera sabía qué significabaescoger a uno o a otro, pero tenía que hacerse.

Mientras pensaba todo aquello, Fabian sedio la vuelta y se alejó en dirección a Lyla.

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40VIOLET

—¿Los vampiros cogen el metro? ¿En serio?—Baja la voz —siseó Cain al tiempo que

me empujaba hacia la ventanilla. Intentéseñalarle que podíamos utilizar las máquinas,pero no quiso hacerme caso. Cuando nosacercamos, nos enfrentamos a la miradaacusadora de una mujer, que, por experiencia,sabía que se estaba preguntando por qué nosacábamos los billetes de una máquina.

—Hola. —Cain se dio la vuelta y, ensilencio, empezó a contarnos a todos paraluego darle vueltas al tipo de billete que nosconvenía—. ¿Podría darnos tarjetas para todo

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el día para la zona uno? Siete adultos y unmenor.

La mujer le lanzó una mirada cínica a travésdel cristal.

—¿Quién es el menor?Cain se quedó perplejo durante un instante.—Yo.Miré a Cain de soslayo. Tenía dieciséis

años y debería pagar la tarifa de adulto. «¿Es unpríncipe vampiro millonario y de verdad va aintentar ahorrarse un par de libras en elmetro?»

—El carnet, por favor —pidió la mujer através del micrófono.

Fruncí el entrecejo. No conocía a muchosmuchachos de dieciséis años que fueran por ahícon el carnet de identidad, pero, claro está,Cain se sacó la cartera de un bolsillo de losvaqueros, la abrió, y sacó un carnet con una

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fecha de nacimiento falsa en la esquinasuperior. La mujer no perdió el tiempo, cogióel dinero de Cain e imprimió los billetes.

—Idiota —rió Cain entre dientes mientrasel torno se tragaba su billete.

Tras cederle el paso a una ejecutiva conprisas, lo seguí.

—¿Tienes un carnet falso que te quita años?—le pregunté un tanto sorprendida mientrasbajábamos por la escalera mecánica. Nosquedamos pegados a la derecha para permitirque los pasajeros con prisa pasaran por laizquierda.

Esbozó una sonrisa arrogante.—No sólo me quita años.Le dio la vuelta al carnet y allí, en la parte

trasera, había otra identificación queproclamaba que tenía dieciocho años.

Sacudí la cabeza, maravillada por lo que

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podía comprar el dinero. En seguida sentí unaráfaga de aire frío. Un segundo después unconvoy emergió del túnel oscuro. Tiré de Cainy, casi forcejeando a codazos con un hombre,atravesamos las puertas abiertas confiando enque los demás se las apañaran por sí mismos.

El vagón se fue llenando y ambos acabamosempotrados contra una papelera. En cuestión desegundos, no quedó ni un solo hueco y eltraqueteo de las ruedas lo silenció todo,excepto los graves de algún desconsideradoque se negaba a bajar el volumen de su música.

—Tía, es como estar en una cena de cienplatos.

Cain tenía el rostro ligeramente contraído yse mordía el labio inferior, justo como hacíaKaspar cuando trataba de resistir la tentación.Puse cara de desaprobación y me acerqué mása él. Para entonces el metro ya estaba

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acelerando y, al haber perdido la práctica decogerlo, perdí el equilibrio y casi me estampocontra Cathy, la amiga de Lyla.

—No pasa nada —susurré—. OxfordCircus está a solo tres paradas.

—Supongo —contestó Cain.Era evidente que estaba intentando

controlarse. No dijo ni una sola palabra máshasta dos paradas después, justo cuandosalimos al andén de la parada de la calleWarren.

Un minuto o dos más tarde, nos detuvimosy, agarrando a Cain por la muñeca, tiré de élhasta el andén de Oxford Circus. Zarandeadospor cientos de trabajadores y turistasacelerados, nos encaminamos hacia la escaleramecánica. En aquella ocasión subimos por laizquierda. Lo hice pasar por el torno detrás demí, antes de que pudiera sacar su propio billete

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del bolsillo, cosa que me costó una mirada dedesaprobación del vigilante. Divisé un hueco enla pared y me dirigí hacia él.

—Necesitas cazar, ¿no es así?A lo lejos, distinguí a Fabian y a los demás

avanzando hacia nosotros mientras trataban deesquivar a la gente que se movía en direccióncontraria y, de repente, tuve una idea.

Cain asintió débilmente.—Nunca había estado en una aglomeración

así.Cuando Fabian llegó a nuestra altura, lo

agarré.—¿Hay algún lugar discreto por aquí al que

podáis ir a... ir a... ya sabes? —Señalé a Caincon la cabeza—. A cazar —terminé en voz muybaja.

Fabian asintió, negándose a mirarme a losojos. Tuve la sensación de que el alma no se me

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caía a los pies, sino mucho más abajo: ahora nisiquiera podía mirarme a la cara.

—Entonces id vosotros, chicos, y nosotras,las chicas, vamos a arrasar las tiendas. —Hiceuna mueca. «Hablando de sacrificios...»

Fabian estuvo de acuerdo y comenzó aandar, pero Cain se rezagó y sacó algo de sucartera.

—Toma, necesitarás esto.Observé el pequeño rectángulo de plástico

que sujetaba en la mano. Arqueé una ceja.—¿Eso es tuyo?Intentó esbozar una sonrisa.—No. Se la cogí prestada a cierta persona

hace un tiempo.Y de repente lo entendí.—¿Puedo pasarme del límite? —le

pregunté con una sonrisa cómplice en loslabios.

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—Puedes intentarlo. Pero su cuenta es casiinfinita —respondió Cain. Dando un paso alfrente, me susurró el número PIN al oído—.Vuélvete loca. —Me guiñó un ojo y echó aandar en pos de los otros.

Yo seguí a Lyla y a Cathy hacia el exteriorde la estación. Me enfrentaba a un día «libre deKaspar», libre de sus trucos mentales einevitable atracción. Era tan liberador que, encuanto me di cuenta de que se había marchado,se me levantaron los ánimos. Fuera lo quefuese lo que me estaba haciendo, fuera cualfuese el sentimiento que me estabaprovocando... no me gustaba y erafrustrantemente difícil plantarle cara.

Al salir a las calles atestadas de Londres,inhalé el familiar hedor de los tubos de escapey las comidas exóticas de todos los paísesimaginables. A mi alrededor la gente hablaba

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con distintos acentos y en lenguas diferentes, yaquello era como música para mis oídos.Llevaba demasiado tiempo rodeada de gentecon acento pijo.

Me puse eufórica, me sentía como en unanube. «Estoy en casa.»

Cain y Declan se unieron a nosotras a lasalida de Harrods, donde Lyla y Cathy habíanpasado horas. Yo había matado el tiempohaciendo donaciones a todas y cada una de lasorganizaciones benéficas a las que apoyabanaquellos grandes almacenes, siempre usando latarjeta de Kaspar. Al principio me llenó desatisfacción, pero la excitación de la venganzase desvaneció rápidamente y comencé asentirme mal... aunque me hubiese besado.

Un rugido de mi estómago les ahorró a los

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dos chicos tener que ver todas y cada una de lascompras de Lyla.

—¿Qué coño ha sido eso?Me sonrojé.—Eso ha sido mi estómago. Tengo hambre.Cain adoptó una expresión extraña.—¿Los estómagos de los humanos rugen

cuando tienen hambre? ¡Vaya! Eso no nos lohan enseñado nunca en Vampiros. ¿Y quéquieres comer? Porque nosotros estamos unpoco llenos, no sé si sabes lo que te quierodecir... —Me guiñó un ojo y esbozó una gransonrisa.

Reflexioné durante un instante y en seguidalo supe:

—Me muero por unas patatas fritas.Unos minutos después estaba abriendo un

cucurucho de papel de periódico grasiento. Eldelicioso olor de la sal y el vinagre me inundó

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la nariz. Cuando salí del establecimiento decomida para llevar, seguía percibiendo el tufode la grasa que se quemaba en las freidoras ydel pescado rebozado. Mientras esperaba a losdemás, le di un mordisco a una patata gorda,crujiente y extremadamente caliente.

«Vaya, esto es mejor que los sándwiches dequeso.»

Tratando de no quemarme la boca, mastiquéla patata, pero no lo conseguí e hice una muecade dolor cuando, al tragármela, me abrasó lagarganta. Cain salió a la calle seguido de cercapor Fabian. Ambos llevaban raciones enormes.

—Estabais llenos, ¿eh? —Sonreí cuando visalir al resto de los chicos también concantidades exageradas de comida. Parecía, sinembargo, que Lyla y Cathy habían decididoboicotear las grasas, cada una con una botellade una coca-cola light en la mano y nada de

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comida—. ¿Adónde queréis ir? Porque yo nopuedo comer de pie.

Cain se encogió de hombros.—¿Al Embankment?Asentí. Eché a andar tras Cain, un tanto

distraída, y no me percaté de que Fabiancomenzaba a caminar a mi altura.

—¿Puedo hablar contigo? ¿En privado? —me dijo. Cain se dio la vuelta y nos miróprimero al uno y luego al otro.

—Eh... claro —contesté dubitativa mientrasle rogaba a Cain con la mirada que se opusiera.

Pero el joven me lanzó una última miradade disculpa antes de alejarse, seguido de cercapor los otros cinco. Cuando Lyla pasó antenosotros, me miró furibunda, con los brazoscruzados sobre el pecho, a la defensiva.

De repente, el suelo empezó a resultarmemuy interesante, así que me escondí bajo mi

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pelo, rezando para que Fabian no viera elintenso rubor que me teñía las mejillas.Mientras esquivaba una grieta del suelo, Fabianme preguntó:

—¿Qué ha pasado antes?Su voz sonaba extrañamente calmada y

controlada, como si apenas pudiera contener elmal genio... Un estado en el que sospechabaque nunca lo había visto de verdad.

—¿Antes?—Con Kaspar.Suspiré. Debería haberlo sabido. Claro que

Fabian querría saber por qué tenía sangre deKaspar en los labios y por qué habíadesaparecido, aunque ni siquiera yo mismatenía la respuesta. «Porque odia el metro, no tejode...»

—Nada —contesté, pero sabía que miestratagema no duraría mucho.

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Dio un paso al frente y se acercó a mí, enactitud dominante. Y en aquella calle estrecha,rodeada de edificios altos, con el gravezumbido del tráfico a sólo unas manzanas dedistancia, y con los insulsos cielos grisescerniéndose sobre mí, me sentíextremadamente pequeña. Extremadamenteinsignificante.

—Cuéntamelo, Violet.—Hemos parado en ese sitio y Kaspar

parecía distraído, y de repente me ha arrastradohacia él, y... y hemos hablado, y entonces... —Me quedé callada.

—Sigue.—Se ha cortado el labio y yo como que,

bueno, nos... nos hemos besado —proseguí,sorprendida de lo ansiosa que estaba porcontárselo a alguien, a cualquiera. Bajé lamirada, porque sabía que no podría soportar ver

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su expresión en ese momento—. Pero sólo hadurado un segundo, y después ha desaparecido.

Un susurro tenso cortó el silencio que sehizo.

—¿Por qué?—No lo sé... es que su sangre... me volvía

loca, y no podía pararlo. —Le eché un vistazo yme di cuenta de que él también tenía la miradaclavada en el suelo—. ¿Qué me ha pasado,Fabian? ¡Yo no quería eso!

«Mentiras», susurró mi voz.—No lo sé. Pero... dime la verdad, ¿sientes

algo cuando hago esto?—¿Cuando haces qué?Dio un paso en dirección a mí y me levantó

la barbilla.—Esto.Cuando posó sus labios sobre los míos,

todo lo prohibido, lo malo y lo inmoral volvió a

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desbordarse en mi interior. Y no era más queyo deseando que no fuesen los labios de Fabianlos que estaban sobre los míos, sino los deKaspar.

Cuando mi boca se movió al ritmo de lasuya por decisión propia, sentí una oleadadesbordante de amor, anhelo y necesidad, ysobre todo felicidad. Sin embargo... no fueexactamente lo mismo.

Sabía que cuando nos separáramos, todohabría acabado y que volvería a pensar en élcomo en nada más que un amigo. Y sabía que leestaba haciendo daño al permitir que mebesara. Aun así, le rodeé el cuello con lasmanos, sin soltar la bolsa de patatas, y leobligué a bajar la cabeza para estar más cercade mí. De pronto, se apartó y vi que en sus ojosbrillaba la esperanza.

—¿Has sentido algo?

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—Sí. Pero... —Oí que se le aceleraba larespiración—. Lo siento, pero sólo sucedecuando te beso. Yo no... No es... Lo siento,Fabian, pero nunca he pensado en ti, y nunca loharé, como en algo más que un amigo, y no sépor qué, porque eres genial y me tratas muybien...

«Al contrario que Kaspar», aportó mi voz.—Es sólo que no te amo. Lo siento... No sé

qué pasa cuando te beso.Cerró los ojos.—Experimentas lo mismo que cualquier

humano cuando besa a un vampiro. Es el modoen que seducimos a nuestra presa... a veces. Yno, no es amor —me explicó. Impasiblemente.Desapasionadamente. Pero por debajo apreciéel tono tenso de su voz, la verdadera magnitudde su dolor.

—Y no es en lo que debería basarse una

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relación.Al instante, me arrepentí de lo que había

dicho. La expresión de Fabian pasó deimpenetrable a rabiosa en cuestión desegundos.

—¿Y lo que Kaspar y tú tenéis es...?¿Debería basarse una relación en la lujuria, lasangre y el deseo? ¡¿Es eso lo que quieres,Violet?! —vociferó, acercándose aún más amí.

—¿Quién ha dicho algo de una relación?—Nadie. Nada. ¡Nada excepto tu forma de

actuar!—Yo no quiero una relación. ¡Ni con un

vampiro ni con nadie! Ya estoy harta dehombres. Mi último novio me puso loscuernos, ¿te acuerdas? —grité con larespiración agitada, gesticulando con las manoscerradas en un puño, zarandeando la bolsa de

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patatas.—¡No me mientas! Lo deseas y lo sabes. —

Entornó los ojos—. Pero escúchame, Violet:cuando te rompa el corazón, no acudascorriendo a mí, porque no tendré un corazón derepuesto. Recuérdalo.

A continuación, se dio la vuelta y se fue, sindejar atrás más que el viento estremecido.

—No dejaré que me rompan el corazón,imbécil —murmuré a sus espaldas.

Me apoyé contra la verja de una casacercana que estaba dividida en pisos, y traté decalmarme. Al cabo de unas cuantasrespiraciones profundas, me invadió el pánico.

«¿Por qué coño prefiero a Kaspar si es ungilipollas, hablando claramente? Vale, ungilipollas que tiene sus momentos, pero ungilipollas cruel en cualquier caso.»

«Lo prefieres porque, como acabas de

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decir, no lo has besado sólo porque te haseducido, ¿no es así, Violet? —indagó mi vozcon su habitual tono burlón—. Escucha a tucorazón. ¿Cuál es el primer nombre que teviene a la cabeza?»

Suspiré.—Kaspar.Mi voz se echó a reír.«Entonces has tomado la decisión

correcta.»Cerré los ojos. Me sentía estúpida por

buscar consuelo en una voz que tenía en lacabeza. Aun así, sabía que esa voz tenía razón.Porque sabía que sentía algo por él, a pesar delo que era, y a pesar de los abusos que habíatenido que soportar de todos ellos.

Era un resumen superficial, pero mepregunté cómo había podido terminarrechazando al chico bueno y sintiéndome cada

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vez más atraída por un príncipe gilipollas. Queme había secuestrado. «Mi vida es el cliché deuna historia de mierda.»

Me aparté de la verja y seguí los pasos deFabian.

Me recosté contra el respaldo del banco yme metí las manos grasientas en los bolsillos.Me había terminado las patatas y estabaimpaciente porque los demás hicieran lomismo. Cain, sentado a mi lado, hacía muchorato que se había callado, así que me dediqué amirar a los artistas callejeros que había por elparque.

Algo que había a lo lejos me llamó laatención. Tres chicos que llevaban sudaderasabiertas con capucha y vaqueros holgados —sujetos por unos cinturones que saltaba a la

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vista que no servían de nada— caminaban sinprisa por la acera vociferando palabrotas yriéndose a carcajadas del mimo que tenían máscerca. Con sus capuchas sobre los flequillosirregulares y sus camisetas ajustadas y cuellosalzados, fueron acercándose con sus andaresarrogantes. Sólo cuando uno de ellos levantó lacabeza y miró en nuestra dirección (bueno, enla de Lyla), los reconocí.

«Joel y sus amigos.»—¡Mierda! —exclamé, dominada por el

pánico.Cain se volvió hacia mí con una expresión

inquisitiva antes de seguir mi mirada y fijarseen los tres chicos, que cada vez estaban máscerca. No apartaban la vista de mí, pero con lotontos que eran, no creía que me hubieranreconocido.

—¿Qué? —se alteró Cain, que volvió la

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cabeza primero hacia ellos y luego hacia mí.Con los ojos como platos, me volví y le

dije:—¡Los conozco!Él también abrió los ojos como platos y

palideció.—¡Joder!Asentí frenéticamente. Cuando el trío pasó

por detrás de un grupo de turistas, me levantéde un salto con la intención de echar a corrercomo una loca. Pero antes de que pudiera dar niun solo paso, tiraron de mí hasta hacermesentar sobre la madera fría.

—¿Adónde te crees que vas? —siseó Caincon una voz que se pareció asombrosamente ala de su hermano.

—¡Me largo de aquí! ¡Me reconocerán!—¡No puedes!—¡Claro que sí!

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—Entonces voy contigo —decidió, y sepuso en pie cuando hice ademán de moverme.

Lo empujé para que volviera a sentarse enel banco y le respondí demasiado de prisa:

—¡No! Es decir, no pasará nada, no meescaparé.

Apresuradamente, miré hacia los treschicos y vi que seguían observándome. Poco apoco, iban abriéndose camino entre la multitud.Sabía que si me veían de cerca mereconocerían de inmediato.

Cain escrutó la muchedumbre que se ibaabriendo como un halcón evaluando sus presas,antes de ceder:

—Vale, vale, pero, por favor, no te escapes.Kaspar me matará. Solucionaremos esto, ¡vete!

No hizo falta que me lo repitiera. Meinterné en una calle lateral y me mezclé entrela multitud mientras sentía que las lágrimas me

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humedecían las mejillas. No sabía hacia dóndeiba, ni siquiera dónde estaba. Sólo sabía quetenía que seguir corriendo.

Choqué contra alguien que se interponía enmi camino y oí gruñidos contrariados a miespalda, seguidos de unas cuantas palabrotasvociferadas. Miré atrás y vi a un hombre quellevaba un traje caro agitando el puño en midirección. Su maletín estaba en el suelo y unmontón de papeles desparramados por la acera.

Nuevos sollozos me obstruyeron lagarganta y las lágrimas volvieron a desbordarsede mis ojos. «¿Joel? ¿Por qué ahora? No esprecisamente lo que necesito.»

Sin dejar de correr, me dirigí hacia el únicolugar en el que podía buscar cobijo por allí:Hamleys. La famosa juguetería de seis pisos yun sótano. «Cutre pero cierto.» Las estanteríasy más estanterías de juguetes me traerían

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recuerdos felices de la infancia... y recuerdosfelices era justo lo que necesitaba.

Escaleras mecánicas arriba, pasé a todaprisa ante niños chillones y padres con aspectode fastidio a los que arrastraban hacia juguetescon aspecto de caros. Di un traspié al final dela que me pareció ser la enésima escaleramecánica y me encontré contemplando unahabitación llena de trenes de juguete.

Me escondí detrás de una estantería y meapoyé en un montón de cajas de camiones queparecía estable. Respiré hondo varias veces.

La aparición de Joel me había pilladodesprevenida. Eso estaba claro. Y ése tenía queser el motivo por el que tenía la sensación deque un cepo me había atrapado el corazón, ¿no?Porque había superado lo de Joel. «Lo hesuperado.» Ésa tenía que ser la razón por la que,con cada débil latido, tenía la impresión de que

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el cepo que me rodeaba el corazón seconstreñía cada vez más y restringía el paso deun fluido esencial... la sangre.

De repente, algo frío se apretó contra miespalda.

—Voy a chuparte la sangre —murmuró unavoz junto a mi cuello, y me estremecí.

—¡No hagas eso! —exclamé cuando unoscolmillos de plástico me presionaron el cuelloy unos brazos vestidos con una tela oscura merodearon los hombros—. ¡Kaspar! ¡Apártate!

—No —contestó arrimando más el pecho ami espalda—. Me gusta bastante estar aquí.

Me revolví un poco para intentar quitarmesus brazos de encima.

—Al menos deja de babearme todo elcuello, y sácate esos estúpidos colmillosfalsos. ¡Los tuyos son de verdad, por el amorde Dios!

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—Baja la voz, van a oírte —masculló contono de alarma. Pero aun así se los quitó y selos colocó en la palma de la mano. Los estudióy dio unos golpecitos a los redondeados yexageradamente grandes incisivos con la otramano..., la que tenía sobre mi pecho—.Estúpidos humanos. No podríamos comer conunos colmillos de este tamaño.

—Estás celoso porque los tuyos sonpequeñitos y enclenques.

Se guardó la dentadura falsa en el bolsillo yme clavó los dedos en los costados. Di un bote,sobresaltada, y me acerqué todavía más a él.

—No es necesario que muestres tantoentusiasmo, Nena —dijo entre risas al tiempoque me apartaba unos cuantos centímetros.

Me puse como un tomate.—Pero...—Y tenemos los colmillos pequeños para

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que no los vea nadie.Su tono cambió cuando volvió a atraerme

hacia sí. Bajó la cabeza y su pelo me hizocosquillas en las mejillas; sus labios merozaron la oreja. Un escalofrío involuntario merecorrió la columna vertebral y le di gracias alcielo porque estuviéramos ocultos tras unmontón de estanterías... El movimiento deKaspar sería considerado pornográfico en unatienda de juguetes.

—¿Vas a decirme qué te pasa, Nena, otengo que sacártelo por la fuerza, como decostumbre?

Suspiré.—No me pasa nada.—No me mientas, Violet.—No te...Se separó de mí, apartando de mi pecho los

brazos fríos, y me agarró de la mano. Me guió

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hacia un lugar más retirado de la tienda, y mesonrojé cuando unas madres de labiosfruncidos nos lanzaron miradas amenazadoras,pues obviamente pensaban que estábamossiendo demasiado «íntimos» para sus hijos.

«Te encanta», se burló mi voz.«Por supuesto», murmuré en mi mente.Se detuvo en un rincón sombrío protegido

por filas de cajas de «Fabrica tu propio avión».Se dio la vuelta y puso una mano junto a micabeza mientras con la otra me acariciaba lamejilla.

—Has estado llorando, Nena. Ahoracuéntamelo. ¿Qué te pasa?

El cepo se endureció, pero por algúnmotivo no me sentí como si me estuvieraextrayendo del corazón hasta el último hálitode vida. Las caricias de Kaspar mientras mesecaba una lágrima de la mejilla resultaban

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tranquilizadoras. Aun así, bajé la mirada alsuelo.

—He visto a Jo... Joel —dije con la vozahogada. Contuve las lágrimas y levantélentamente la cabeza, sólo para ver que los ojosse le tornaban negros.

—Ah.Hice un gesto de afirmación con la cabeza,

callada, mordiéndome el labio.—Estaba en el parque del Embankment, y

los demás están allí, y yo creía que lo habíasuperado, Kaspar. Creía que había pasadopágina, pero no es así, ni de lejos.

Me escocían los ojos. Lo observé mientrassus iris recuperaban su color verde esmeraldahabitual, quizá un poco más luminoso, menosintenso.

De pronto me agarró por los brazos.—¿Te ha visto? Violet, ¿te ha visto? —

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exigió saber sin dejar de mirar alternativamentehacia la escalera mecánica y hacia mí.

—No... no lo sé.—¿Qué aspecto tiene?Fruncí el entrecejo, ligeramente indignada.

«¿Es en lo único que puede pensar?» Pero noestaba acostumbrada a esa nota de pánico en suvoz, así que contesté:

—Pelo rubio oscuro, ojos castaños,alrededor de un metro ochenta.

—Entonces agáchate.Antes de que me diera cuenta, los dos

estábamos en el suelo, yo cuan larga era sobrela moqueta.

—¿Qué demonios haces? —siseé.Pero él se acercó a mí de rodillas y me tapó

la boca con una de sus manos. Se llevó la otra ala boca y se colocó un dedo delante de loslabios.

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—Está aquí —dijo con voz muy baja.Abrí los ojos como platos. Iba a abrir la

boca, pero Kaspar sacudió la cabeza paraseñalar en dirección a la escalera mecánica.Me cogió de la mano y me arrastró tras él.Tratando de pasar desapercibidos y caminandoa toda prisa entre las estanterías, consiguió quenos acercáramos a la escalera y, en últimainstancia, a nuestra huida. Pero por mucho quedespreciara a Joel por lo que me había hecho,por cómo me había herido, no pude evitarestirar el cuello tratando desesperadamente devislumbrar, aunque fuera de lejos, al chico alque había amado durante dos años. Sólo paraconfirmar que era real... que estaba allí.

Pero aun así, en el fondo sabía que si él meveía, sería el fin. Mi antigua vida y la nuevachocarían violentamente la una contra la otra.

Kaspar se detuvo y escuchó con atención.

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¿Cómo podía oír algo con el ruido de aquelloscascabeles tan cursis que atronaban a través delos altavoces y con los gritos de los niños? Notenía ni idea. Apuntó detrás de mí, a través de laestantería, y masculló algo.

—¿Qué? —le pregunté en voz baja.—¡Está justo ahí! —repitió un poco más

alto.—¿Cómo que justo ahí?—¡Justo, justo ahí!—¿Qué vamos a...?Antes de que pudiera terminar la frase, se

había lanzado hacia mí, me había tapado la bocacon la mano y me había tirado al suelo. Sinembargo, debió de calcular mal las distancias,porque aterrizó justo encima de mí. Gruñíruidosamente al sentir que todos y cada uno delos huesos de mi cuerpo parecían quedarreducidos a una masa informe. Luchó conmigo

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durante un instante, mientras yo intentabaquitármelo de encima y él silenciarme.

—Chis... ¡Chis!Entonces se quedó paralizado.—¡Kaspar! ¿Qué estás...?—¿Violet!Yo también me quedé paralizada. Mirando

por encima del hombro de Kaspar vi a la únicapersona que realmente no quería que me vieramientras tenía a un vampiro a horcajadas sobremí en medio de una juguetería.

—¿Joel?Joel estaba allí parado, con la boca abierta y

la mirada clavada en mí... O, mejor dicho, enKaspar, que estaba encima de mí.

—Esto... eh... ¡No es lo que parece!—¡Son ellos, justo aquí! ¡Esos dos! ¡En el

suelo!—Bien, ¿y qué le parece que es entonces,

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señorita? —preguntó una voz extraña.Kaspar me miró desde arriba con una cara

que quería decir «estamos de mierda hasta elcuello», una expresión que yo tambiéncompartía. Atisbando tímidamente por encimade su hombro, vi a un hombre uniformado conuna camisa que decía HAMLEYS y una placabrillante sobre el bolsillo del pecho que decíaENCARGADO. A su lado estaba una de las madresde los labios fruncidos, la de la narizrespingona.

—¡No doy crédito ante estecomportamiento! ¡Delante de los niños! ¡Esescandaloso! ¡Deberían echarles!

Me moría de vergüenza. Joel estaba allí, yahora además nos habíamos metido en un líocon el encargado. «Maravilloso, simplementemaravilloso.»

—Sí, sí, tiene razón, ¿señora...? —comenzó

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el encargado.—Charles-Pomphrey.—Sí. ¡Fuera! ¡Los dos! ¡Y no volváis! Y tú

también, jovencito —dijo volviéndose haciaJoel—. Los jóvenes de hoy en día, de verdad,señora..., no he visto cosa igual en todo eltiempo que llevo aquí.

Kaspar cerró los ojos y se relajóligeramente sobre mí. Murmuró algo inaudibleantes de levantarse muy lentamente, como si lecostara un gran esfuerzo, y ofrecerme unamano. La acepté agradecida y me levanté conrapidez gracias a su fuerte presión. Abrí la bocapara quejarme al encargado, pero Kaspar mecogió por el codo y me condujo hacia elexterior. Joel iba pegado a nuestros talones,aún perplejo.

Cuando pasamos ante el encargado, creí oírque Kaspar mascullaba una disculpa al pasarle

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un papel que se parecía sospechosamente a unbillete de cincuenta libras.

Llegamos a la entrada y el aire gélido mepuso la piel de los brazos de gallina. Las nubespor fin se habían disipado para dejar paso a unsol brillante, ya bajo en el cielo a primera horade la tarde. Deslumbrada por la luz, no vi queJoel se ponía delante de nosotros, pero Kasparsí.

Me rodeó la cintura con un brazo y meatrajo hacia él mientras gruñía en voz baja:

—¿Qué cojones quieres?—¿Y quién eres tú? ¿Y qué estás haciendo

con mi chica?Fruncí el entrecejo.—¡Yo no soy tu chica!Joel desvió la mirada hacia mí antes de

volver a encararse con Kaspar, que me empujóligeramente para que me pusiera detrás de él.

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—Venga, nena... sabes que lo siento. Y séque no te secuestraron aquella noche, Vi. Séque huiste porque te puse los cuernos. Peroeso ya se ha acabado.

Estiró una mano para que yo se la cogiera y,percibiendo el riesgo, Kaspar me agarró elbrazo y apretó con tanta fuerza que se me cortóla circulación.

No tendría que haberse preocupado.«¿Pensó que me había escapado porque mehabía puesto los cuernos?» Aquellapresuposición tan egoísta hizo que medominara la ira. Lo odiaba, pero aun así mirarloresultaba agridulce: sus ojos todavía hacían quese me encogiera el corazón. Necesité muchoautocontrol para no sacarlo de su error y gritarsin más la verdad sobre los vampiros.

—¡No! ¡No voy a ningún lado contigo! Ypor última vez, ¡no soy tu chica!

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Se produjo un silencio, e incluso la callepareció detenerse. Los transeúntes no semolestaron en ocultar la sorpresa ante miestallido.

—¿Que... qué? ¿Qué quieres decir... no vasa ningún lado? ¿Quieres decir que prefieresquedarte con él? —Apuntó con el pulgar aKaspar y bajó la mirada hacia el brazo con elque el vampiro me rodeaba la cintura paraintentar alejarme de allí. Su rostro reflejó quepor fin lo había entendido—. ¿Estáis... juntos?

Me quedé boquiabierta y, horrorizada, meliberé con brusquedad de Kaspar.

—¡No! No somos nada. O sea..., ¿él y yo?No. —Solté una risita de niña tonta y me pusetan roja como un tomate. Kaspar me pasó unbrazo por los hombros y me miróinquisitivamente.

—¡Sí, claro que sí!

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De nuevo, me quedé boquiabierta. Resoplé,medio riendo medio asfixiándome.

—¡No, está muy claro que no estamosjuntos!

Me libré de su brazo y le lancé una miradaenfurecida. Volvió a achucharme.

—¡Sí, claro que sí!Me lo quité de encima.—No, no lo estamos. Y se acabó.Me pareció oír a Kaspar decir en voz baja la

palabra «idiota» cuando me volví hacia Joel,cuya mirada nos seguía como si estuvierapresenciando un partido de tenis, con una cejaarqueada.

—Bueno, pues si no estás con él, entoncesven y vuelve conmigo.

Estiró la mano, me agarró del brazo y tiróde mí para situarme a su lado. Como no me loesperaba, me tropecé con mis propios pies y,

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tambaleándome, cerré los ojos a la espera degolpearme la nariz contra el suelo en cualquiermomento. Sin embargo, el impacto no llegó aproducirse.

En vez de eso, un brazo gélido se habíaenredado en torno a mi estómago y memantenía, prácticamente en el aire,balanceándome. Al darme la vuelta, me dicuenta de que Kaspar era mi salvador. Volvió adejarme en el suelo sobre mis pies y despuésse volvió hacia Joel, que estaba palideciendo aun ritmo vertiginoso. Sin siquiera mirarlo, supeque los ojos de Kaspar se habían oscurecido.Rugió, un sonido que reservaba para lasocasiones en que estaba enfadado de verdad:

—Deberías aprender a tratar a tus «chicas»,Joel. Especialmente a una chica tan decentecomo Violet. O mejor aún, ya te enseñaré yo.

Joel, obviamente asustado, intentó

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conservar algo de su bravuconería.—¿Ah, sí? ¿Y si me enseñas ahora mismo?Levantó los puños, preparado para pelear.

Kaspar dio un paso al frente, aceptando eldesafío.

—¡Tú primero!Me di cuenta de que la gente caminaba más

despacio, de que se paraba para ver el comienzode la pelea cuando Joel se dispuso a lanzar unpuñetazo. Consciente de que no tendría ni unasola oportunidad contra Kaspar, intervine y meinterpuse entre ellos. En seguida me encontrécon que un puño volaba a toda prisa hacia mí,pero levanté una mano y lo bloqueé,apartándole el brazo a Joel. Lo agarré por lamuñeca y se la retorcí hasta inmovilizársela.Hizo una mueca de dolor y comenzó aagacharse.

—¡Esto es por ponerme los cuernos la

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primera vez!Levanté la otra mano y le di un puñetazo en

la nariz. No se la rompí, pero aun así le hicesangrar.

—¡Esto es por ponerme los cuernos lasegunda vez!

Echó la cabeza hacia atrás y gruñó, demodo que, muy convenientemente, dejóexpuesta cierta área muy sensible.

—¡Y esto —dije al tiempo que levantaba larodilla— es por meterte con Kaspar!

Rápidamente, y sin sentir ni siquiera el másmínimo remordimiento, le di un rodillazo enlos huevos.

El efecto fue inmediato. Se dobló sobre símismo y se agarró la entrepierna, cayó derodillas gritando de dolor mientras la sangre lesalía a chorros de la nariz enrojecida. Lostranseúntes seguían mirándonos con distintos

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grados de desaprobación y asco, unos cuantossonriendo... Algunos incluso aplaudiendo.

Con una sonrisita de complacencia en lacara, agarré a Kaspar de la mano y, sacudiendola melena muy teatralmente, eché a andar condecisión, pero no antes de decir una últimacosa.

Observé al patético muchacho que gemía amis pies y me sentí invadida por unaabrumadora sensación de satisfacción. Meagaché para ponerme a su nivel y sonreítriunfalmente.

—¿Sabes qué, Joel? Lo he superado porcompleto.

Y, sin más, nos marchamos.Guié a Kaspar por un laberinto de calles

secundarias, ansiosa por alejarme de lasprincipales por si acaso Joel llamaba a lapolicía... Tampoco era muy probable que la

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policía fuera a atrapar a una panda de vampiros,ni que fuese a tragarse la historia de Joel.

—¡No puedo creerme lo que acabamos dehacer! —exclamé cuando estuvimos bien lejos.

Kaspar esbozó aquella media sonrisaarrogante que tanto me gustaba y me permitióarrastrarlo por las calles mientras yo soltabarisitas de niña pequeña.

—Recuérdame que no te cabree nunca.Quiero tener hijos.

Mis carcajadas se convirtieron en unasonrisa diabólica.

—Entonces será mejor que tengas cuidado—le advertí con un guiño.

—De todas formas, ¿dónde has aprendidotodo eso? No pareces de ese tipo de chicas.

Me recorrió con la mirada de arriba abajo yme sonrojé.

—Mi padre me enseñó unos cuantos

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movimientos... inútiles contra los vampiros,claro está, pero bastante buenos para loshumanos.

Su expresión se ensombreció un pococuando mencioné a mi padre, los ojos se leapagaron.

—Ah.Nos quedamos callados durante un segundo,

y deseosa de evitar los silencios incómodos,retomé la palabra.

—¡Qué bien me ha sentado! ¡Nunca habíahecho algo así! ¡Y nos han echado de Hamleys!

Se echó a reír y farfulló algo que sonócomo «¡Ay, diablilla!».

—¡Eh! —Le di un pellizco en el brazo, peroél se limitó a encogerse de hombros—. Nuncame habían echado de ningún sitio hasta hoy.Excepto de una pizzería una vez por hablardemasiado alto.

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Sonreí ante aquel recuerdo; a la edad demás o menos trece años, un grupo de amigos yyo nos habíamos zampado cuatro pizzas yhabíamos acabado con todas las existencias debebidas gaseosas del local... Aquello provocóque nos pusiéramos ridículamente hiperactivos.

Kaspar me apretó un poco la mano con laque lo arrastraba para reducir un poco miansiedad.

—Bueno, será mejor que te acostumbres sipretendes quedarte con nosotros. No tenemosprecisamente reputación de buenos.

Arqueé una ceja.—¿Y quién ha dicho que yo sea buena? Y

además, nunca he dicho que vaya a quedarmecon vosotros.

Le eché una ojeada y vi que estabacabeceando, pensativo. Me sentí culpable y lesolté la mano para apartarme un poco.

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—Kaspar, ¿por qué has dicho que teníamos,ya sabes, un «asunto»?

Se encogió de hombros.—Para ponerlo nervioso. Ha funcionado,

¿no?—Supongo —murmuré—. No crees que

vaya a decirle a la policía que estoy en Londres,¿verdad?

Entornó los ojos.—Casi parece que te preocupa que pueda

hacerlo. Pero si se lo dice, lo tendrán difícilpara pillarnos. No me inquieta.

«Bueno, eso ha sido un engorro. No estoypreocupada... sólo era una pregunta que habíaque hacer.»

—¿Y por qué no te has abalanzado sobreJoel cuando ha comenzado a sangrar así?

Soltó un bufido.—No me bebería la sangre de ese perro ni

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aunque fuera el último humano sobre la faz dela Tierra. Es repugnante.

No pude evitar soltar una carcajada. Mihumor mejoró al instante. Su medio sonrisa,medio gesto de suficiencia, volvió y Kaspar dioun paso hacia mí.

Aproveché su cercanía para darle un golpejuguetón en el pecho.

—Has estado a punto de pegarle una palizaa un tío por mí. Algunas chicas lo consideraríantierno. Y también has dicho que yo era unachica decente.

—Sí, ¿verdad? —reflexionó. Levantó lacabeza para poder mostrarme su ceño. Al cabode unos instantes, rió, sacudió la cabeza comosi estuviera perplejo y me pasó un brazo por loshombros—. Vamos —dijo—, estabasdisfrutando de un día normal para variar. —Noprotesté cuando me llevó con Cain, Declan y

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los demás—. Tengo que irme a hacer una cosa.—¿Es siempre así? —pregunté.Cain se encogió de hombros.—Hay algo que tienes que saber sobre

Kaspar: cuando no lo quieres cerca, tefastidiará hasta que te rindas a él, y cuando loquieres a tu lado, te abandonará. Y eso es algoque no puedes cambiar.

—Cambio de planes —dijo Charles—. Laschicas quieren ir a la feria.

Estábamos a punto de volver a coger elmetro hacia Islington cuando cambiamos delínea para dirigirnos hacia Hyde Park. Allí, unaferia de Halloween funcionaba a plenorendimiento y el pringoso olor del algodón deazúcar impregnaba el aire.

Cain me agarró por la muñeca y comenzó a

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arrastrarme tras él. Su excitación eracontagiosa. Las luces de neón daban vueltas, lassirenas ululaban, los hombres repetían laspalabras «¡Pasen y vean! ¡Coches de choque auna libra la vuelta! ¡Vamos, damas ycaballeros!».

Unos chicos no mayores que yo recogían eldinero y acomodaban en sus coches a los pocosclientes que tenían; sus caras de aburrimientoeran permanentes a pesar de las chicas guapasque, de vez en cuando, aparecían en grupos deentre las sombras. El aire era gélido y meescocían las mejillas, pero el calor de milbombillas impedía que me echara a temblar.

—¡Oh, Dios mío, un túnel de la bruja!Tenemos que entrar, vamos —exclamó Lyla.Cogió a Cathy con una mano y a Fabian con laotra (él no se resistió) y los arrastró a amboshacia la ventanilla de los tickets. Cain puso los

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ojos en blanco pero los siguió, y los otros treschicos no tardaron en hacer lo mismo.

Nos detuvimos junto al mostrador, sobre elque Lyla depositó un montón de monedas.

Pronto desaparecieron entre los plieguesde la entrada de lona. Declan farfulló algoacerca de que no quería permanecer allí paraver aquello, pero Charlie ya le pisaba lostalones a Felix. Me obligué a mantener unaexpresión impasible en el rostro y entré tras él.Di unos cuantos pasos y mentalmente meencogí ante la figura de sesenta centímetros dealto y metro ochenta de ancho que meobservaba desde un espejo divergente cercano.Cain no aparecía. Eché un vistazo a través de laentrada y vi que no estaba fuera, así que supuseque debía de haber adoptado la misma actitudque Declan.

No veía la imagen de ninguno de los otros

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cuatro y, casi había llegado a una escalera,serpenteando a un lado y a otro, cuando divisé aLyla. Me quedé petrificada cuando me dicuenta de que tenía la lengua metida en la bocade Felix. Fabian estaba de rodillas, besándole ymordiéndole el vientre desnudo. A su ladoestaba Charlie, con los colmillos bien clavadosen el cuello de Cathy, y las manos de ella,enredadas en el pelo de él, estaban cubiertas desangre. Dejó escapar unos gemidos suavescuando un hilillo de sangre le bajó por elhombro y llegó a la altura de su camisa. La telaclara lo absorbió y quedó manchada.

Asqueada y avergonzada, retrocedí tratandode marcharme sin que se percatasen de mipresencia.

Pero Felix volvió la cabeza repentinamente,con los ojos de color rojo intenso. Esbozó unapequeña sonrisa que dejó entrever unos

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colmillos ensangrentados.—¿Quieres unirte?Sacudí la cabeza con fuerza.—No, gracias.Al caminar hacia atrás, golpeé algo duro.

Creyendo que era uno de los espejos, volví adar un paso al frente sólo para quedarmeinmóvil y dibujar en mis labios una sonrisa desuficiencia cuando la voz arrogante y segura decierto vampiro retumbó a mi espalda.

—Claro que no quiere sumarse a vuestrapequeña orgía, idiota.

—Relájate, tío, sólo era una pregunta —replicó Felix tras rodearle el cuello a Lyla conun brazo. Fruncí el entrecejo cuando ella soltóuna risita. Fabian ni siquiera se dio porenterado de mi presencia—. Y, joder, aprende acompartir —murmuró Felix justo antes deenterrar su boca en el cuello de Lyla.

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Con un gruñido de asco, Kaspar se dio lavuelta y tiró de mí mientras Lyla gimoteabadebajo de los dos hombres.

Kaspar no dijo nada a pesar de mis miradasde curiosidad mientras caminábamos el unojunto al otro hacia la salida. Apartó los plieguesde la lona y salió al frío del exterior sinsiquiera estremecerse, con los primerosbotones de la camisa oscura desabrochados ylas mangas recogidas.

—Sé que te mueres por decir algo, así quesuéltalo, Nena.

Puse cara de mal humor.—¿Dónde has estado?Me miró de soslayo, con la boca medio

abierta, con el entrecejo fruncido, exasperado.—Por ahí, Nena, pero no voy a contártelo

porque tengo mi propia vida y no tengo quecontestar a las preguntas de una cría a la que

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retengo como rehén.Me detuve y me puse frente a él. Las luces

resplandecían sobre su piel de alabastro, susojos brillaban en la atmósfera de neón. Estudiéla curva de sus hombros, me fijé en que el pelole caía sobre un ojo y vi que tenía las manosmetidas en los bolsillos.

—¿Qué demonios te pasa? Hace un ratocasi eras amable.

Hizo un gesto de desdén y dudé de que meestuviese prestando atención. Solté un suspirode desesperación, le di unos golpecitos en elhombro y volví a preguntarle.

Clavó la mirada en la mía.—Deja de hacer preguntas o me enfadaré y

te morderé.Sus labios parecían una sola línea, pero no

pude evitar echarme a reír.—¡Qué miedo! ¡Las amenazas estúpidas

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son tan intimidantes...!—Lo digo en serio.—Claro, Kaspar. —Le di un puñetazo en el

hombro y eché a correr lanzando miradas haciaatrás y gritando—: ¡Vamos, quiero montarmeen el pulpo!

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41KASPAR

Se lanzó hacia el asiento libre más cercano delpulpo y se recostó sobre el falso cuero. Aregañadientes, me uní a ella y me acerqué a lacalidez de su piel, escondida bajo su abrigo. Elcoche se giró un poco en cuanto me senté. Mepicaban los ojos por el constante resplandor deaquellas luces destellantes que tanto parecíangustarles a los humanos.

Sí, algo iba mal. En concreto, el hecho deque sabía que sólo me quedaban unas horas parapoder tocarla, para sentir su piel radiante contrala mía, una sensación que me descubríaansiando con mayor intensidad a cada hora que

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pasaba...Cuando me senté a su lado, comenzó a

tratar de desabrocharse el botón de arriba delabrigo, y el esfuerzo hizo que se pusiera roja yque una gota de sudor le resbalara por el cuello.No era capaz, así que me di la vuelta y con unamano le desabroché los dos primeros botones.Le rocé el pecho, ahora un tanto descubierto,no precisamente por casualidad. Noté que seestremecía, a pesar del hecho de queacariciarle la piel era como poner la manosobre una estufa caliente. Sentí que la cara leardía, que se le acumulaba la sangre en lasmejillas antes de que murmurara un «gracias».

Las sirenas ulularon, el suelo traqueteó ycomenzó a moverse, y nuestro coche empezó agirar sobre sí mismo. La barra que nos protegíaretembló bajo mis manos y, por instinto, lerodeé firmemente los delgados hombros con

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un brazo. Medio esperaba que se resistiera,pero no lo hizo. En lugar de eso, se acercó a míy me permitió que la empujara hacia mi pecho.Se soltó de la barra sin dudarlo.

Con su cuerpo pegado al mío, sentí el calorde su piel sobre mis brazos desnudos... Aquelcalor se estaba convirtiendo en algo casifamiliar para mí. Era diferente al de loshumanos que se convertían en mis víctimas,cuyo calor se iba desvaneciendo a medida quelos dejaba secos. Pero cuando acercaba aViolet a mí, su calidez no hacía más queaumentar; cuando la tocaba no se ponía azul,sino roja, pues el rubor le teñía las mejillas.

Hacía meses que había decidido que laposeería, la satisfaría y la utilizaría a mivoluntad. «Soy un hombre de palabra. Y susangre... ¡Ah, su sangre!» Era dulce, aunque notanto como la que se servía en los bailes. Pero

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no la bebí por su sabor. Bebí de ella porqueanhelaba su reacción. Quería oírla gimoteandosuavemente bajo mi peso cuando le agujerearael cuello y las venas; quería ver su sangreserpenteando por sus hombros menudos,avanzando sobre sus pechos, tiñendo lascicatrices que Ilta le había dejado, que aúnpugnaban por curarse. Bebí de su sangreporque, al contrario que cualquier otra criaturaa la que hubiera hecho daño en mi vida, ella nogritaba nunca, ni siquiera cuando,maliciosamente, yo me proponía provocarledolor.

Aquella terquedad siempre me habíaintrigado, su inquebrantable y perseverante feen lo que pensaba que era moral y recto...

«Él no impedirá que la toque. ¿Cómopodría hacerlo? ¿Separándonos?»

La sonrisa de sus labios estaba comenzando

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a convertirse en una risita. Me rodeó la cinturacon los brazos y me apretó con fuerza cuandoel vértigo la invadió. Sus carcajadas histéricaseran contagiosas. Yo también sonreí, a pesar delo mucho que odiaba la música alta y las lucesdestellantes.

No podría haber previsto lo que sucedió acontinuación. En un intento por atraerla haciamí un poquito más, debí de rozarle un costadocon la mano, porque dio un respingo y elmovimiento giratorio de la atracción hizo queapoyara la cabeza sobre mi hombro y dejara a lavista su garganta carnosa y una única venamorada y palpitante.

Se me pusieron los ojos rojos y abrí la bocacon un gruñido suave para liberar mis colmillosafilados. Su olor me inundó las cavidadesnasales y mi mente comenzó a girar como laatracción. «Lo que daría sólo por probar una

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única e inocente gota de su sangre...»Acerqué la boca a su cuello desnudo y tan

sólo pensar en su sangre calmó el ardor de migarganta. No estaba a más de dos centímetrosde su cuello cuando mi voz, callada desde hacíamuchos días, me interrumpió con brusquedad.

«No.»Su corazón latió, y yo desaparecí.

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42VIOLET

¡Desaparecido! ¡Otra vez!Apoyándome sobre los codos, me

incorporé de donde había caído sobre elasiento, a la espera de que la atracción frenara.Tenía el cuello rígido y me dolía, y estaba claroque estaba muy, muy mareada. Tuve unapequeña arcada, me moría por beber algo.Cerré los ojos y enterré la cabeza entre lasmanos. Estaba deseando que aquello acabara,me arrepentía de haberme montado en el pulpo.

Al final, el mundo se detuvo y, tras cogeraire, me puse de pie y salí del coche con lacabeza palpitante y la visión borrosa durante

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unos segundos. El escote de mi camisarevelaba demasiado y me volví a abrochar elabrigo apresuradamente.

Escudriñé la oscuridad. Las únicaspersonas que había cerca eran los encargadosde la atracción y las espaldas de las personasque acababan de bajar del pulpo. Me convencí amí misma de que Kaspar no podía haber idomuy lejos y comencé a buscarle detrás de lascaravanas.

Al final me pareció oír un quejidoamortiguado y rodeé un tráiler para ir ainvestigar. Unos gemidos débiles flotaban en elaire, y un sonido como de succión llegó a misoídos. Reduje la velocidad y avancé con sigilo.Distinguí una silueta en una esquina formadapor dos caravanas, protegida por montones decajas vacías. Mis ojos se acostumbraron a laoscuridad y, al apartar una caja a un lado con

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una mano temblorosa, sentí que la bilisascendía por mi garganta.

Allí, atrapada entre los brazos de Kaspar,había una chica con la ropa desgarrada y la piellacerada. Estaba bronceada, pero se estabaponiendo gris y sus ojos iban perdiendo elbrillo. La única parte de su cuerpo que aúnconservaba algo de color era su cuello, queestaba teñido de rojo brillante y rezumabasangre.

«Muerta.»Kaspar se puso en pie y dejó que el cuerpo

inerte de la chica cayera rodando de la cuna desus brazos hacia el suelo, sucio y embarrado.Poco a poco, se volvió para mirarme. Legoteaba sangre de la barbilla, y su cuello y susmejillas estaban manchados de pintalabios...unas marcas que demostraban cómo la habíaatrapado.

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Me tragué la bilis y me obligué a respirar...«Adentro, afuera. Adentro, afuera.»

—¿P... Por qué? —conseguí decir con lavoz ahogada.

No quería marcharme, pero tampoco queríaacercarme a él. Sus ojos abandonaron elcarmesí, se tornaron de color escarlata yfinalmente de un gris turbio y nebuloso queencajaba con la piel de la joven. Se mordió ellabio inferior, manchado de sangre, con uncolmillo.

Bajó la mirada durante un instante.—Se llamaba Joanne.—¿Sabías su nombre? —susurré, incapaz de

apartar la mirada del cuerpo exánime que yacíaboca abajo. Kaspar asintió, aún con loscolmillos ensangrentados al descubierto. Lasangre de la chica empezaba a coagularse en lascomisuras de sus labios—. ¿Y eso en qué lo

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mejora?—No lo sé, pero lo hace. —Se agachó y le

dio la vuelta al cadáver como si fuera un trozode carne con los brazos retorcidos a la espalda.Le bajó el vestido para taparle los muslos y lecolocó un dedo en cada uno de los párpadospara bajárselos y tapar sus pupilas ciegas, quelo observaban permanentemente horrorizadas—. ¿Lo mejora esto en algo?

Me estremecí y aparté la mirada de lasangre que continuaba secándose alrededor desus labios y que iba adquiriendo un horribletono marrón sobre su piel cenicienta.

—No puedes ir por ahí matando gente sinmás.

Oí un rugido a mi espalda.—Soy un vampiro, Nena. Tengo que matar

para alimentarme, y he preferido que no fuesestú la que muriese.

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Inspiré hondo y me volví hacia él deinmediato.

—¿Qué?No contestó durante unos instantes; el

movimiento de su pecho delataba la agitaciónde su respiración.

—En la atracción he estado a punto deatacarte. Y si lo hubiera hecho, no me cabeduda de que estarías muerta. Eras tú o ella.

Me quedé boquiabierta.—¡Deberías haberme matado sin más!Kaspar dio un paso hacia mí y yo di otro

hacia atrás. Mi corazón flaqueaba y missentidos me decían que debería echar a correr.Él gruñó débilmente, con los ojos negros porcompleto.

—¡Despierta de una vez, Nena! ¡Tu vida eslo único que impide que nos sumamos en unaguerra! La primera y la última oportunidad que

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tuve de matarte fue en Trafalgar Square.Pasó a mi lado a toda prisa, dándome un

empujón, pero me volví y lo agarré del brazo.Le clavé las uñas y utilicé todas mis fuerzaspara hacerle retroceder.

—Entonces ¿por qué no lo hiciste?No me miró a los ojos y, con el brazo que

le quedaba libre, se secó la boca.—Tenemos que marcharnos antes de que

alguien se dé cuenta de que la chica hadesaparecido. Vamos.

Tiré de él con más fuerza y repetí lapregunta:

—¿Por qué no lo hiciste?En lugar de contestar, se libró de mi mano y

echó a andar hacia la oscuridad. Con una últimamirada a la chica que yacía inerte y desangradasobre el suelo, me apresuré a seguirle. Estabaasqueada, pero me ponía aún más enferma no

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ser capaz de sentirme verdaderamentehorrorizada.

—Yo no lo contaré si tú tampoco lo haces.—Pero no puedes, ¡es tremendamente

cruel!—Venga, tampoco es que os sigáis llevando

bien. ¿Por qué debería importarte?—Pero no le fastidiará el coche, ¿no?—No —contestó Kaspar entre risas—.

Sólo lo retrasará.Extrajo los cables y cerró el capó de golpe.

Rodeó el R8 de Fabian y se encaminó hacia elde Charlie. Yo sentí vergüenza al pensar queera un delito.

—No vas a hacerles lo mismo a todos,¿verdad?

Sonrió perversamente.

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—Claro. De hecho, me gustaría hacer loque me diera la gana en Varnley por una vez. Ycon mi padre fuera y esta pandilla tirada en lacarretera, todo será calma y tranquilidad al fin.Además, terminarán por volver corriendo...mañana por la mañana estarán allí, supongo.

Fruncí el entrecejo.—Déjame decirlo con otras palabras.

Quieres decir que yo voy a quedarme tiradacontigo.

—Sí. —Arrancó otro grupo de cables ycerró el capó de golpe—. ¡Qué suerte la tuya!

—«¡Qué suerte la tuya!» —lo imité en vozbaja.

»¿No serán capaces de arreglarlo?Cerró el capó del coche de su hermana con

tanta fuerza que pensé que le haría unaabolladura. Cuando se inclinó hacia mí, en surostro apareció la media sonrisa arrogante

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marca de la casa.—Los niños ricos no saben arreglar

coches.Enarqué una ceja.—Entonces ¿admites que eres un gilipollas

arrogante y pijo?—Nunca lo he negado.Lo miré con escepticismo y luego rodeé el

coche para hacerme con las llaves que acababade sacarse del bolsillo.

—Yo conduzco.Hizo ademán de abalanzarse sobre mí con

la mano estirada para recuperar las llaves, perome aparté. Apreté los dedos en torno al metal,las oculté a mi espalda y caminé de lado haciasu coche.

—¿Tienes carnet de conducir? —bramómientras me perseguía alrededor del coche.

—Sí.

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Entonces fue él el que adoptó unaexpresión escéptica. Me siguió el juegopersiguiéndome hasta el lado del conductor...Al fin y al cabo, podía cogerme con facilidaden cuanto quisiera. Después de que afirmaracon vehemencia que era perfectamente capazde conducir (le preocupaba que le hiciera dañoa su «chica»), cedió a regañadientes y sedirigió hacia el asiento del pasajero.

—Sigo sin perdonarte —le dije.Se quedó parado, con una expresión

vagamente divertida en la cara.—No esperaría que lo hicieras, eres

demasiado terca.Abrió la portezuela y se metió en el coche.

Yo no tardé en hacer lo mismo.—¿Y qué se supone que quiere decir eso?

—exigí saber.—¿De verdad quieres saberlo?

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—Sí —contesté inflexible.—Te importa una mierda que haya matado a

esa chica. No te importaría una mierda sihubiese matado a un centenar de chicas. Sólo temolesta porque no soportas el hecho de quedestruye tu imagen perfecta de que no somos...no soy... un depredador por naturaleza.

Se quedó mirándome para calibrar mireacción.

—Sé que eres un asesino, no soy imbécil—dije con un suspiro al tiempo que metía lallave en el contacto—. ¡Tienes colmillos, porel amor de Dios!

«Sé que es un depredador. No puedoolvidarlo en ningún momento a pesar de lo queél cree. —Tenía el cuerpo lleno de cicatrices ymarcas, recordatorios sin fin de lo que él y losdemás eran capaces de hacer, y de lo que unvampiro llegaría a hacer para salirse con la suya

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—. Pero tiene razón en una cosa. No memolesta de verdad que haya matado a la chica.»Claro que me sentía mal: había muerto en milugar, y sabía que tendría que vivir con la culpade saber que otros eran sacrificados por micausa. Pero los había visto matar y devorar atantos humanos y a vampiros por igual que yacasi no me afectaba.

—Pero ¿sabes que lo soy? —preguntó, ehizo una mueca de dolor cuando metí la marchadel coche.

—¡Sí! ¡Tengo unas puñeteras marcas que lodemuestran! —Me las señalé bajándome elcuello de la camisa.

Con el rabillo del ojo, vi cómo me miraba.—No estoy convencido. Todavía piensas

que puedes cambiar lo que somos, y no es así.No puedes... —Se quedó callado y miró por laventanilla.

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—No estoy intentando cambiarte.Simplemente no estoy de acuerdo con matarpara comer. Soy vegetariana, a fin de cuentas.

—Lo que tú digas. Gira a la izquierda —murmuró cuando salí hacia la carreteraprincipal.

Percibí que la conversación se habíaacabado y los dos guardamos silencio. Con lamirada clavada en la carretera, sentí el calmadoronroneo del motor bajo mis manos. Hacíabastante que no conducía, y sólo había cogidoel coche de mi madre en el congestionadocentro de Chelsea. Nunca había conducido nadacon tanta potencia ni tan caro, y menos porcarreteras costeras llenas de curvas. Unasacudida de ansiedad me subió por los brazos,como un calambrazo, cuando pensé en lo queKaspar me haría si le hacía el más mínimoarañazo a su querida chica. Puede que ya me

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hubiera mordido varias veces, pero seguíaaterrorizándome, y se me agitó la respiraciónal recordar el dolor y la sensación de sersuccionada.

Salí de mis propios pensamientos cuandoentramos en un pueblo, vacío al anochecer.Seguí la carretera hasta que volvimos a circularjunto al mar. Pasamos junto a un embarcaderoque se extendía sobre una marisma y al finalllegamos a las aguas turbias del estuario delTámesis.

—¿Dónde...?—Sigue hacia la isla de Grain, pero sal en la

indicación para ir hacia All Hallows. Despuéssigue hacia Low Marshes.

—Vale —murmuré sorprendida ante surepentina aspereza.

Me arriesgué a echar un vistazo en sudirección y vi que tenía la mirada clavada en la

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ventanilla, con la frente arrugada y los labiostransformados en una fina línea. Fruncí elentrecejo.

Kaspar se dio la vuelta de golpe.—¿Qué?Me volví de nuevo hacia la carretera,

sonrojada.La noche parecía estar tornándose más

oscura a medida que el cielo perdía elresplandeciente halo de luz anaranjada quetanto me gustaba de Londres. Allí estaba másclaro y las estrellas salpicaban la cúpulaceleste como si un niño hubiera esparcidobrillantina sobre una sábana negra. Sólo perdíaesos brillos cuando una nube ocasional loatravesaba. Las carreteras estaban desiertas yhacía mucho que habíamos abandonado laprincipal cuando el asfalto comenzó aestrecharse. Vislumbré el cartel de Low

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Marches y seguí la flecha. Nos fuimos alejandopoco a poco del mar en dirección hacia lascolinas de Varnley.

Era extraño pensarlo, pero ansiaba volver aencontrarme entre los gruesos muros de lamansión, metida entre las sábanas frías yrespirando su aire estancado. Meproporcionaba una rara sensación de seguridad,a pesar de distar mucho de serlo, y comencé apreguntarme si no estaría identificando miencarcelamiento con estar protegida. EnVarnley no tomaba decisiones. En Varnley erauna actriz secundaria.

Pero cuando regresara, por más quedesease que terminara el día, sabía que existíauna posibilidad muy real de que aquel «consejointerdimensional» hubiese tomado una decisiónrespecto a mi humanidad. Y aquélla era unadecisión que debía tomar yo.

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Y luego estaba el asunto de que habíabesado a Kaspar.

Un resplandor en los retrovisores me llamóla atención. Pisándonos los talones había uncoche que llevaba las luces largas. Sininquietarme por lo mucho que se estabaacercando, aceleré.

El coche que nos seguía se quedó atrás.Obviamente había cogido la indirecta de queme gustaba tener mi espacio. Kaspar volvió adescansar la cabeza contra la ventanilla ycomenzó a frotarse las sienes.

De repente, se irguió, sobresaltado.—Asesinos... —siseó. A continuación,

explotó—: ¡Para en la cuneta! ¡Sal del coche!—gritó, pero apenas lo entendí—. ¡Fuera!¡Violet, muévete! —Hice lo que me ordenó.«Asesinos.»—. Yo conduzco, ¡sube!—«Asesinos.»—. ¡Violet!

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—Asesinos —susurré—. Aquí... «Losasesinos de mi sueño. Tenían que ser ellos.»

Kaspar, al otro lado del coche, estampó lasmanos contra el techo de metal.

—Sí, asesinos, aquí, y vienen a por ti.¡Métete en el coche!

Creo que estaba mirando a Kaspar, pero loúnico que veía era el cielo oscuro, gris,ondulante y peligroso. Creía que lo oía, pero loúnico que percibía era el aullar del viento quelevantaba las hojas y las hacía crujir. Kaspar meestaba hablando, pero yo tan sólo escuchaba mipropia voz, callada y tímida en comparacióncon el trueno que acababa de estallar.

—Aquí..., a por mí. Podría irme a casa...Un gruñido brotó de sus labios:—No.—Podría irme a casa y ver a mis amigos...

Podría ir a la universidad...

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—No.—Ver a mi familia...—No...—Ver a Lily...Su aliento frío me acarició las mejillas y se

me humedecieron las palmas de las manoscuando apoyó la frente contra la mía. Entrelazólos dedos con los míos y sentí la humedadrevoloteando entre ellos.

—No puedo negártelo. —Levantó la miradabuscando la mía; tenía los ojos grises, delmismo tono apagado que el cielo. Los cerrólentamente al tiempo que tomaba una larga,sorda y áspera bocanada de aire—. Mearrepentiré de esto. Violet... Nena. Vete a casa.

Me aparté de él.—¿Q... Qué?—Vete a casa. Escapa de esta vida que no

quieres...

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Sus palabras apenas eran un susurro, tensase inseguras.

—Pero...—Sé humana. —Se aferró

desesperadamente a mi mano mientras se lallevaba a los labios, tembloroso. Me dio unbeso tierno en los nudillos y, con un últimoapretón, la dejó de nuevo junto a mi cadera yme soltó. Después, dio un paso atrás—. Cuidamucho de Lily. Ocúpate de ella. No la dejesmarchar.

Tenía los ojos vidriosos, como el reflejo dela luz sobre un estanque, y durante el más brevede los instantes me pregunté si sería a causa delas lágrimas... pero aquél era Kaspar. Él nodesperdiciaría sus lágrimas.

—¡Antes de que cambie de opinión! ¡Vete!—gritó, con los ojos primero cenizas y luegofuego.

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Su rostro tenso y adusto se iluminó cuandoel primer relámpago atravesó la bruma queflotaba baja sobre el mar. El trueno retumbóapenas un segundo después. Como una baladisparada con precisión, el segundo rayoincendió un árbol a más o menos un kilómetroy medio de distancia, y los cielosrepiquetearon y estallaron al ritmo de latormenta.

Caminando hacia atrás, tropezándome conmis propios pies, comencé a retroceder sinapartar la mirada de sus ojos. Kaspar empezó abuscar a tientas la manilla de la portezuela delcoche.

Sabía que ninguno de los dos teníamosmucho tiempo, y el miedo me estranguló elcorazón, pues me aterrorizaba lo que losasesinos podrían hacerle. Pero, consciente deque iban a por mí, sopesé mis opciones: podía

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irme con los asesinos o podía irme sola a casadesde dondequiera que estuviésemos.

Las palabras del asesino que queríafollarme me llenaron el cerebro y supe lo quepreferiría. Preferiría un bosque lleno devampiros a quedarme con los asesinos.

Frenética, mi voz susurraba en mi cabezauna y otra vez: «Date prisa, date prisa» con unaurgencia que no podía ignorar. Observé lostroncos de los árboles y decidí ocultarme entreellos, pero le lancé una última mirada a Kaspar,que estaba inmóvil, contemplándome con unaexpresión que nunca había visto antes en surostro.

Cuando nuestras miradas se cruzaron, sedio la vuelta y comenzó a meterse en el coche.El viento silbó, aulló lo que creí que eran laspalabras «Adiós, Violet».

Resonó un trueno y las lágrimas cayeron en

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abundancia por mis mejillas para volver adestrozarme el maquillaje. Me dolían los ojosde frotármelos para poder ver. Oí el chirrido deunos neumáticos cuando dos pares de focostomaron la curva y me atraparon como a unciervo asustado. El corazón se me salía delpecho mientras veía que los dos vehículos seacercaban.

«No es el momento adecuado.»Me di la vuelta y me lancé hacia el coche de

Kaspar. Abrí la puerta del pasajero justo en elmomento en que él estaba encendiendo elmotor. Me dejé caer sobre el asiento y cerré lapuerta detrás de mí para oír a Kaspar soltar:

—¿Qué cojones haces?—No puedo marcharme, ¡no puedo! —dije

con la voz ahogada, y me di la vuelta para verlos dos coches, que estaban a escasoscincuenta metros de nosotros—. Ay, Dios, ¡ay,

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Dios mío! ¡Están justo detrás de nosotros!—Vale, cálmate, ponte el cinturón de

seguridad —me ordenó, y metió la primeramarcha.

No necesité que me lo repitiera y meabroché el cinturón al tiempo que mi espalda sepegaba al respaldo, pues el coche aceleró a unavelocidad que debía de ser muy ilegal. Megolpeé la nuca contra el reposacabezas y meaferré con las manos al borde del asiento comosi el mañana no existiese. Mi mente me gritabaque, en efecto, no lo habría si nosestampábamos contra un árbol a aquellavelocidad.

«¡Deja de quejarte! ¡Si no quisieras morir,habrías vuelto a casa con papá!», graznó mi vozcon un tono tan agudo que me dejó claro queella estaba tan asustada como yo.

La mirada de Kaspar alternaba constante y

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rápidamente entre los retrovisores, la carreteray yo, y pasaba de la rabia a la concentración ydespués a la preocupación. Cohibida, levantéuna mano para secarme las lágrimas, peropensé que sería mejor olvidarme de ellocuando tomamos otra curva y tuve que volver aaferrarme al asiento a toda velocidad.

—Sólo tenemos que llegar a los límites deVarnley. Son sólo unos tres kilómetros —murmuró más para sí mismo que para mí, peroyo asentí de todas formas, incapaz de hablar.

Doblamos otro recodo de la carretera y losneumáticos gritaron y protestaron cuando laaguja del indicador de la velocidad empezó aacercarse a los ciento setenta... una velocidadcon la que a un humano le cuesta ya lidiar enuna carretera normal y agradable, y mucho másen un camino estrecho y lleno de curvas conárboles como columnas de hormigón a ambos

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lados.—¿Qué coches llevan? —me preguntó

secamente Kaspar cuando nos acercábamos auna curva terrible, enrevesada como unsacacorchos.

Giró el volante a la derecha y estuvimos apunto de salirnos de la carretera. Solté unchillido enorme cuando mi puerta pasó aapenas unos milímetros de un árbol.

—¿Qué coches? —repitió al tiempo queenderezaba el volante y hacía que me empotraracontra la portezuela.

—¡No lo sé! —grité sin apenas mirar por elespejo—. ¡Está jodidamente oscuro! ¿Quéimporta, en cualquier caso? ¿No deberías estarconcentrado en la carretera?

—Quiero saber si podemos dejarlos atrás—explicó con casi demasiada tranquilidad,dada la situación—. No quiero abandonar a mi

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chica en la cuneta si no es estrictamentenecesario.

—Vale, bien... —Me di la vuelta en miasiento, peleándome con el cinturón—. ¿Esoscoches son negros?

—Da igual —refunfuñó—. Simplemente note dejes arrastrar por el pánico.

Apenas tuve tiempo de asimilar sus palabrasantes de que él se diera la vuelta en su asiento yse pusiera a mirar por la luna trasera endirección contraria a la que nos dirigíamos atoda velocidad. Sus manos parecían conducirpor su propia voluntad.

—Oh, mierda de...El resto de mi frase quedó ahogada cuando

el motor rugió y el coche giró fuera de controlpor la curva, directo contra el tronco de unárbol enorme.

Chillé al volver a golpearme contra la

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puerta lateral después de que Kaspar enderezarael volante, cambiase de marcha y el motorsoltara un quejido. La cabeza me latía a causadel impacto, pero no me atrevía a separar lasmanos del asiento. Volví a tragarme mis tripas.

—Alfa Romeo... Los dos —gruñó Kasparmientras agitaba la cabeza para quitarse el pelode los ojos.

—¿Eso es malo?—Es malo.—¿Cómo de malo?—Muy malo. No podemos dejarlos atrás.

Aunque supongo que podríamos seguirconduciendo hasta que se averiaran —bromeófríamente.

Justo cuando acabó de hablar, a nuestrasespaldas surgió un rugido todopoderoso. Mirépor el retrovisor y me di cuenta de que uno delos coches se acercaba a toda prisa. Kaspar

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pisó el acelerador y aumentamos todavía más lavelocidad, pero el coche que nos seguía hizo lomismo y continuó recortando distancias.

—Sólo tenemos que llegar a los límites...—repitió. Redujo mínimamente la velocidadcuando tomamos una curva muy cerrada y luegoproseguimos.

Pero aquella mínima reducción bastó. En unabrir y cerrar de ojos, el coche de detrásaceleró y se puso a nuestra altura. No me atrevía mirar en su dirección, pues el instinto medecía que me encontraría con la cruel sonrisade Giles, el asesino.

—¡Ni se te ocurra! —bramó Kaspar cuandoel coche de los asesinos intentó impactarcontra nosotros—. ¡Nadie le hace un arañazo ami chica!

Si hasta entonces había creído que íbamosrápido, aquello no era nada en comparación con

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la velocidad que adquirimos cuando el rugidode los motores me llenó los oídos. Cerré losojos y comencé a suplicar por mi vida a todaslas deidades que conocía. Sentí que el cochesaltaba sobre la cima de una colina y que salíadisparado cuesta abajo.

—Ya no estamos muy lejos... ya noestamos muy lejos —murmuró Kaspar confuriosa determinación. A continuación, frenóen seco y giró con brusquedad a la izquierda.

—Voy a morir, voy a morir... —gimoteécon los ojos aún cerrados a cal y canto.

—¡No, no vas a morir! —protestó Kaspar, yoí que reducía una marcha.

—¡Voy a morir, y no quiero morir!—Ya estamos...—Voy a morir, soy demasiado joven para

morir, no puedo morir. ¡Aún no he estado enDisneylandia! —grité, histérica, sin apenas

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darme cuenta de que la velocidad del coche sehabía reducido considerablemente.

—Vi...—¡Voy a morir!—¡Nena! ¡Por última vez, no vas a morir!

¡Hemos llegado! ¡Se han ido! ¡No puedenatravesar los límites! —gritó por encima demis sollozos. Detuvo el motor y golpeó elvolante con ambas manos.

—¿Eh?Abrí los ojos con precaución y comencé a

aflojar la presión sobre el cuero de losasientos. En efecto, habíamos llegado: losfocos del garaje resplandecían sobre la pinturade los coches y el consolador aullido delviento al pasar entre las colinas de Varnleyretumbaba a lo lejos.

—Se han ido. Ya está —dijo Kaspar con loque debió de pensar que era un tono de voz

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reconfortante.—Oh, Dios —murmuré enterrando el

rostro entre las manos, respirando hondo eintentando no hiperventilar—. Oh, Dios, creoque necesito una taza de té.

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43VIOLET

La tetera silbó justo cuando me estabasubiendo a un taburete alto. Dejé que la cabezame descansara entre las manos. Estabadestrozada, abrumada, y el estridente silbidoretumbó dolorosamente en mi interior y su ecohizo tintinear las sartenes que colgaban de lapared.

Con un estremecimiento, no provocado porel frío, percibí que alguien apagaba el gas ysentí que el vapor ascendía desde el aguahirviendo y me hacía cosquillas en la nariz.

Me apoyé sobre los codos y observé aKaspar, que estaba agachado debajo de la

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encimera buscando algo en un armario. Soltóuna palabrota y a continuación masculló quevolvería en seguida.

Volví a apoyar la cabeza en las manos yescuché el ruido suave de mi respiración enmedio de aquel silencio antinatural y lasvolutas de humo que de vez en cuandoescapaban de la tetera: los únicos sonidos quemi oído no ignoraba.

El compás de otra respiración se sumó a lamía y atisbé a través de mi cortina de pelo paraver a Kaspar, que había regresado acunando unapolvorienta botella de licor entre los brazos,como si se tratase de un bebé.

—El mejor whisky escocés, 1993, y laúltima botella de la bodega, así que no se lodigas a mi padre. Les tiene bastante cariño asus licores.

«Y yo pensando que en la bodega guardaban

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ataúdes.»Casi con un único y fluido movimiento,

desenroscó el tapón y se llevó la botella a laboca. El trago que bebió habría tirado al suelo aun humano en cuestión de segundos... Para unvampiro tenía más o menos tanto efecto comoun vaso de limonada.

—¡Te dije que quería un té! No whisky —refunfuñé, pero mi protesta sonó más débil delo que esperaba.

Dejó la botella con un ruido seco, sinapartar la mirada de mí ni un segundo. Sinpreocuparse de añadirle leche o azúcar, mepasó la taza humeante.

—Confía en mí, después del día que hastenido necesitas un trago de esto —dijo, ysirvió una copiosa cantidad de whisky en mi tébajo mi dubitativa mirada—. Parece que hayasvisto un fantasma. Y sabe bien, deja de poner

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esa cara de asco.Cogí la taza, titubeante, y di un buen sorbo.

Casi lo escupo. Tenía un sabor ahumado y, encombinación con el gusto herboso del té, erasimplemente repugnante. Me forcé a tragar, yme dejó la boca seca. Al cabo de un instantesentí que la garganta me ardía, y estabaconvencida de que no tenía nada que ver con elté. La habitación dio un salto mortal y, paraevitar caerme, me concentré en Kaspar, que seestaba bebiendo el resto de la botella, sentadoen un taburete y mirándome con una vagainquietud.

Dejé el té casi entero. Todavía me sentíacomo si estuviera dando vueltas sin parar.

—Creo que voy a dejar el resto. —Cuandome di la vuelta sobre el taburete y nuestrasrodillas se rozaron, no me dio la impresión deque aquel líquido tan fuerte hubiera logrado el

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efecto que Kaspar pretendía. Apoyé la barbillasobre las manos, bajé los párpados y deseé quemis lágrimas no comenzaran a caer, pues losojos me escocían y amenazaban condesbordarse sin que pudiera controlarlo—.Dios...

Había tomado la decisión y me sentía fatal.Acababa de abandonar a mi hermana, enferma yvulnerable, así como a mi familia y amigos, esopor no hablar de mi educación y de la promesade una vida normal y libre de grandes cargas.

¿Y qué había elegido en su lugar? Un reinolleno de criaturas enfermas, retorcidas ymanipuladoras que se daban banquetes conhumanos, y al apuesto pero egoísta cuarto hijode los Varn, el mismísimo pináculo en torno alque algún día giraría aquel mundo secreto.«Debo de haber perdido la cabeza.»

Sin embargo, la idea de que podría haberlo

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dejado todo atrás hacía que se me encogiera elcorazón, aunque no tenía nada claro si dealegría por haberme quedado o de pesar por nohaberme marchado.

Gruñí interiormente y me derrumbé sobrela encimera, perfectamente consciente de lafigura que, a mi lado, trataba de sofocar unarisita; perfectamente consciente de la miradade sus sorprendentes ojos y del movimientosuperficial, casi innecesario, de su pecho alrespirar, pues podía atisbarlo entre losmechones de mi pelo.

«¿Qué demonios me está pasando?»«Creo que el término que se aplica en estos

casos es Síndrome de Estocolmo —aportó mivoz con petulancia, como mejor sabía hacerlo—. Te han lavado el cerebro, enhorabuena.»

«Todavía no soy una idiota sin cerebro», leespeté. Y me di cuenta de que si mi voz hubiera

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tenido un par de hombros, los estaríaencogiendo.

«Todavía no.»—¿Qué he hecho? —pregunté. En realidad

no era una pregunta dirigida a Kaspar, más bienhabía expresado mis pensamientos en voz alta—. He abandonado a Lily. La he abandonado ytodo a cambio de...

—¿A cambio de qué? —me cortó conaspereza. Levanté la cabeza y vi que tenía losojos grises otra vez—. ¿Por qué no te has ido?Tenías la oportunidad de ser libre, pero ¡hasregresado corriendo!

Con su cambio de tono, todos missentimientos confusos desaparecieron y dieronpaso a algo más siniestro que fue ascendiendo,trepando y arrastrándose por mi pecho.

—Estás enfadado —dije con un tonoperfectamente neutro. Me bajé del taburete y

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me acerqué a él. Se levantó y cruzó los brazossobre el pecho para mantener cierto espacioentre nosotros cuando cubrí la distancia quenos separaba—. ¿Por qué estás enfadado,Kaspar? Has conseguido lo que querías, ¿no?Una mascota humana durante algo más detiempo. Alguien a quien atormentar y con quienjugar, a quien echar a perder y romper comohaces con todos los demás, porquesimplemente no puedes enfrentarte al hecho deque sufres por dentro. Igual que tu padre.

Incluso cuando aún estaba pronunciandoaquellas palabras, no me podía creer que lasestuviese diciendo, pero sabía que ya no podíaparar. «¿Cómo se atreve a estar enfadado? ¿Quémotivos tiene para estarlo?»

Nada delataba sus sentimientos excepto elcolor esmeralda de sus ojos, frustrantementefrío. Me siguió con la mirada hasta que me

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detuve, con la cara al nivel de su pecho. Suexpresión podría haberse utilizado para regañara un crío travieso. Su voz surgió lenta y medida,como si yo necesitara que me explicase surabia, igual que si fuera ese crío desobediente.

—Estoy enfadado porque te he ofrecido esaoportunidad, Violet. Te he dado lo que ansiabas.Pero no lo has aceptado. Ahora estás aquíencerrada y llegarás a lamentarlo...

—No.—Sí. Pero ahora la has perdido. Lo sabes,

¿verdad? Tu propósito era continuar siendohumana. Pero ahora esa oportunidad la hasperdido, así que se trata de «cuándo» no de«si». —Sacudió la cabeza—. Y ahora no sé quépensar de ti.

Me puse de puntillas para ser lo más altaposible y me negué a dejarme intimidar poraquellos ojos que se estaban tornando rojos.

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—¡Eso no es cierto! Al menos yo no soytan cruel como tú. Yo nunca he sabido quépensar de ti. Tan pronto te importo como meodias. ¡Decídete de una puñetera vez, como hehecho yo!

Me di la vuelta, pero me agarró por loshombros y me obligó a volverme.

—Al menos yo tengo una buena razón paraser como soy. Tú no. ¿Por qué has elegidoquedarte?

Entorné los ojos.—¿Por qué te importa?—¿Por qué no debería importarme?—Muy bien, no sé por qué me he quedado.

Sólo tenía un segundo para tomar la decisión yno me fiaba de esos asesinos —repliqué con lamirada clavada en el suelo, aún intentandoignorar las quemaduras que me provocaba sumirada, maldiciendo a mi corazón por flaquear

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cuando Kaspar daba a entender que mi bienestarle preocupaba de algún modo.

—No me estás diciendo toda la verdad,¿eh? —Yo cerré los ojos, pues sabía que nopodía mentirle en eso. Suspiró y me atrajohacia sí para rodearme con los brazos. Me dicuenta de que los ojos recuperaban el tonoesmeralda—. ¿De qué estás huyendo, Nena?

—Es más bien hacia qué estoy yendo —murmuré pegada a su pecho.

Notaba el frío de sus brazos en mi espalda,pues llevaba las mangas subidas. Sentí que sequedaba petrificado.

—¿Qué?—Este sitio no está tan mal. Supongo que

me he encariñado con él.Consciente de que podía leer mi mente y

descubrir la verdad, fortifiqué mi concienciapara esconder todo lo que no debía saber. Se

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rió un poco ante mi tono alterado y ligeramenteindignado, y yo solté un sigiloso suspiro dealivio.

—Te diré la verdad. —Me apretó confuerza contra él, y me pareció estúpido quehubiéramos estado discutiendo hacía sólo unossegundos..., pero con Kaspar todo era unadiscusión enorme—. Me alegra mucho que tehayas quedado, Violet. Necesitaba a alguien aquien atormentar.

—Gracias. Se agradece tu sadismo.Se rió quedamente y apoyó la cabeza con

cuidado sobre la mía para que pudiera sentir sualiento. Con una mano, comenzó a jugar con mipelo y casi perdí la cuenta de los minutos queme tuvo así, abrazada. Parecía que los dosestábamos simplemente felices de que hubieseterminado la pesadilla del viaje a Londres.

Al cabo de un rato, no pude resistirlo más y

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me aparté. Me senté en un taburete y sentí quese me calentaban las mejillas. «Amigo íntimo»no era algo que pudiera aplicársele a Kaspar.

—¿Se enfadarán los demás contigo por lode los coches?

—No, encontrarán algo con lo queentretenerse. —Me estremecí y sentí que elvello de la nuca se me ponía de punta—.Mañana por la mañana estarán de vuelta conunas sonrisas tontas en la cara.

Rió con ironía y su cambio de humor mepilló desprevenida, aunque en el fondo no mesorprendió.

—Y tú estás aquí encerrado conmigo. —Esperaba que contestara, al menos con algúncomentario ingenioso o una réplica sarcástica,pero se limitó a seguir con la mirada perdida—.¿Kaspar? —No contestó. Me resigné a esperary me quedé allí sentada mientras los minutos

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pasaban, dándole sorbitos a lo que quedaba demi letal té.

—Violet, tengo que decirte algo.Se me paró el corazón. Conocía el tono de

voz que acababa de utilizar; era el mismo queempleó la doctora cuando llevó a Lily y a mispadres a una sala aparte, o el que usó el policíacuando abrí la puerta y, con la gorra en la mano,me dijo que quería hablar con mis padres sobreGreg.

«Lo siento muchísimo», decían, como sisentirlo, sentirlo muchísimo, y sentarse ytomar tazas de té fuera a deshacer lo que yaestaba hecho.

Lo miré a los ojos. El miedo y el terror meconstreñían la mente, el corazón y el hígado, ylas lágrimas se amontonaron en mis ojosporque sabía que aquello no iba a ser nadabueno.

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Sus iris recorrieron el espectro de coloreshasta quedarse en el gris.

—He hecho algo realmente estúpido. —Fijó la mirada en el suelo y lenta, muylentamente, comenzó a retroceder—. Elconsejo interdimensional oyó todo lo que teconté sobre este mundo de camino a Londres.Dijeron que te había dado demasiadainformación y me enfadé, y les dije que sejodieran. —Abrí los ojos como platos y no memolesté en ahogar una exclamación desorpresa. Kaspar continuó, incapaz de mirarmea los ojos cuando me bajé del taburete yempecé a acercarme a él—. Humillé al reino yahora tú pagarás las consecuencias de misacciones.

Me quedé sin respiración, tenía lasensación de que el pecho iba a estallarme.

—¿Qué quieres decir?

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Seguía sin mirarme a los ojos.—A partir de mañana al mediodía no podré

tocarte.Me cayó un enorme peso sobre los

hombros y mi corazón se rindió: explotó,estalló como un globo; perdí la vista y meaferré a la encimera para sujetarme, pues mefallaron las rodillas.

—Mi padre sabe cuánto te deseo. Así que,como castigo, no me permitirá tocarte deninguna forma física. Somos las únicaspersonas cuerdas que quedan aquí, y él acaba deasegurarse de que nos perdamos el uno al otro.Lo siento muchísimo, Violet, de verdad, porqueahora mi padre convertirá tu vida en un infiernoy no es culpa tuya. Lo siento muchísimo...

—¿Ma... Mañana al mediodía? —conseguípreguntar con la voz ahogada.

Ya tenía la mente llena de imágenes de lo

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que podría hacerme el rey, y aquello meprovocaba escalofríos.

—Nunca permitiré que te haga daño, jamáspienses eso —gruñó Kaspar, y sentí una ráfagade aire frío a mis espaldas cuando doblé elcuerpo sobre la encimera. Respiré hondotratando de darle sentido a lo que acababa dedecirme.

«Estaba dentro de mi cabeza...»—¿Al mediodía?Miré el reloj que había en la pared y vi que

era mucho más tarde de lo que creía, lasmanecillas estaban a punto de llegar a las doce.Unos brazos me rodearon la cintura y el frío desu pecho contra mi espalda me provocóescalofríos de una clase muy diferente.

—Nunca permitiré que nadie te haga daño.Tomé una bocanada de aire; apenas osaba

creer mis propios pensamientos, pero sabía que

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lo que hacía que mi piel se estremeciera estababien y, cuando hablé, me esforcé para que mirespiración no se tornara irregular.

—Pero quien me hace daño eres tú.Se apartó un poco y aflojó los brazos. Sentí

su dolor. Aprovechando la ocasión, me di lavuelta, consciente de que aquélla era mi últimaoportunidad antes de que todo cambiara.

«Jamás pensé que vería este momento...»,dijo mi voz con el mismo asombro queexperimenté yo al mirarlo a los ojos.

«Ni yo», contesté.—¿Nena?—Me rindo.—¿Qué?Respiré hondo.—Me rindo a ti.

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44VIOLET

No dijo nada. Durante todo un agónico minuto,permanecimos paralizados, petrificados. Elúnico movimiento era el de su pecho alrespirar. Durante todo un agónico minuto, tansólo pude oír el tictac del reloj, que seacercaba a las doce. Tictac. Durante todo unagónico minuto, pensé que diría que no. Peroveía su deseo contenido en la manera en queintentaba controlar la respiración, y en el modoen que sus ojos batallaban entre el esmeralda yel rojo.

—Kaspar, te deseo. Aquí mismo. Ahoramismo. Y no te lo pediré civilizadamente más

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de una vez.No contestó, pero sus labios impactaron

contra los míos, feroces, ansiosos, con unaurgencia incomparable. Me lanzó contra laencimera y la parte baja de mi espalda chocódolorosamente contra el borde. De formainstintiva, traté de estabilizarme con las manos,pero oí un chasquido horrible. Kaspar se movíacon una fuerza implacable, apretándome cadavez con más fuerza contra la encimera, peroaun así yo le devolvía todos los gestos quehacía, atrayendo sus labios hacia los míos hastaque dejé escapar un suave siseo contra su piel.

—Me estás aplastando... —Hice una muecade dolor al tiempo que trataba de liberar mibrazo.

Se apartó de mí musitando una disculpaincómoda y me dio espacio para respirarmientras me masajeaba la muñeca lentamente.

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Solté una risita, y aquella pausa permitió que eldeseo se desvaneciera y la incertidumbreocupara su lugar. Pero en seguida pasó cuandolevantó la mano, me apartó un mechón de pelode la cara y me lo puso detrás de la oreja.Aquella inusual ternura hizo que meestremeciera hasta la mismísima yema de losdedos y acabó con cualquier duda.

«Esto es lo que quiero. Y ésta es mi últimaoportunidad de conseguirlo. Después delmediodía... se acabó.»

—Lo siento, me he olvidado de que noestás... hecha para... esto.

Me reí con nerviosismo.—Nadie está hecho para que lo estrellen

contra un objeto sólido.Esbozó una media sonrisa.—Entonces me aseguraré —me colocó las

manos en los muslos— de que no te hagas

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daño.Me levantó y me depositó con delicadeza

sobre la encimera, y a continuación reclamómis labios una vez más. En algún rincón de micerebro me di cuenta de que aún permanecía enellos el sabor metálico de la sangre.

Me recorrió el labio inferior con la lengua,rogando que le permitiera entrar en mi boca, yyo cedí gustosamente. Le pasé la lengua por lapunta de los colmillos, puntiagudos, afilados,ligeramente curvos como las espinas de unarosa; y él gruñó con anhelo, apenasconteniendo sus deseos carnales. Empezó amorder y me aparté. Pero él se limitó a sonreírcon arrogancia y me acosó hasta que quedétumbada sobre la encimera. Kaspar seencaramó de un salto y se colocó a horcajadassobre mí. Podía ver ondularse sus músculosincluso a través de su camisa, tuve que

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esforzarme mucho por no levantar la tela yacariciárselos con las manos.

Pareció detenerse a medio camino de mislabios, y el corazón me dio un vuelco. El deseo,la lujuria, la necesidad, habían estadoreprimidos durante demasiado tiempo; perotodo aquello quedaba eclipsado por mi corazón,aturdido y embriagado, como una niña que seembebe de los ojos de su primer amor.También sentía una gran satisfacción: estababesando a Kaspar, pero aun así no había nada deaquel falso flotar, de aquellos elevadísimossentimientos que experimentaba cada vez queFabian me besaba... «No, esto... es mucho másque eso.» Aquel sentimiento estaba diseñadopara atraer a la presa y hacerse con el controlde su pensamiento racional. Pero lo que estabasucediendo con Kaspar era racional. «Esto eslo que quiero.»

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Contemplé sus ojos, de color esmeraldamoteado de rojo, que luchaban contra su deseoa muchísimos niveles. Él contempló los míos,violeta, violeta como siempre.

Se echó hacia adelante y pensé que iba abesarme de nuevo, pero en lugar de eso meacercó los labios a la oreja y me susurró:

—¿Confías en mí?Sonreí con suficiencia.—Ni lo más mínimo.—Pues eso... —Sentí que se apretaba más

contra mí. Todo su cuerpo descansaba ya sobreel mío, y aunque yo no era pequeña ni frágil,me hacía daño. Pero no borré la sonrisa de mislabios. Ya no me cabía duda de que notaba unbulto en la entrepierna de sus pantalones, y surespiración se iba volviendo cada vez másjadeante—... podría ser un problema —terminóronroneando, literalmente, como un gato

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mimado por su nuevo dueño.Con tal rapidez que no pude verlo, sólo

sentirlo, me sujetó los dos brazos por encimade la cabeza, y me agarró ambas muñecas conuna sola mano. Sonrió como un niño al queacaban de regalarle un juguete nuevo (de hecho,me preocupaba bastante que fuera esoprecisamente lo que estuviese pensando) ycomenzó a acariciarme un costado con la otramano, hasta llegar justo al hueco que seformaba debajo de mis costillas. Las comisurasde mis labios se curvaron y me aparté.

—Podría ser un problema porque, ¿sabes?,te has resistido a mí con tanta firmeza y durantetanto tiempo que me gustaría salirme con lamía. Y doce horas no es mucho tiempo paraconseguir salirme con la mía... Y desde luegono basta para enseñarte lo que te has estadoperdiendo.

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Volvió a acariciarme el costado, y yo memordí el labio.

—¿No eres un poco chulo?Enarcó una ceja. Cuando, con cuidado, hizo

más fuerza para aplastarme contra la encimera,el bajo de mi camiseta se levantó y la fríaencimera me heló la piel. Me pasó las manospor esa zona y la sonrisa se desvaneció de surostro. Trazó círculos lentos, cada vez másarriba, acariciándome de manera provocativa.Comencé a jadear. Ni siquiera estaba segura desi seguía respirando. Él no lo hacía.

Levantó aún más la tela gris con sus manosfrías, hasta que se deslizaron por debajo de ella,tan cerca de mi sujetador que sentí que se meenrojecían las mejillas. De repente, metió undedo por debajo de la copa. Se me aceleró larespiración, expectante.

Una expresión diabólica que me inspiraba

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aún menos confianza que sus colmillos leinundó el rostro, y me inquieté.Temporalmente, me olvidé de mis pulmones.Sus manos volvieron a descender y, de pronto,empezó a hacerme cosquillas.

Solté una carcajada y comencé arevolverme hasta que me hice unos cuantosmoratones. Intentaba esquivar sus manos, queme hacían cosquillas en cada punto de la pielque podían alcanzar mientras procuraban a lavez que me estuviera quieta. Me retorcí y mesacudí bajo su cuerpo hasta que, con ungolpetazo, caí en el suelo, desmadejada yjadeante. Tomé grandes bocanadas de aire y melevanté de un salto para dirigirme atrompicones hacia la puerta, donde me detuve yme di la vuelta.

Él estaba apoyado contra la encimera,estudiándome, tal y como lo había hecho la

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primera vez que nuestras miradas se cruzaronen Trafalgar Square. Debería haber sentidomiedo entonces, pero sentí deseo. Entonces micorazón había latido por dos, justo como loestaba haciendo en aquel momento. Queríamoverme, pero mis músculos se negaban,ansiosos, pero paralizados. Estaba atrapada bajosu hechizo, presa de sus ojos, agarrada al marcode la puerta con desesperación mientras mispiernas se iban convirtiendo en gelatina.

No había cambiado nada. Tal vez hubiesepensado que lo conocía mejor, que conocíatodas y cada una de las heridas bajo su orejaizquierda, que conocía todas sus emocionespor el simple color de sus ojos, pero no era así.No sabía más sobre él de lo que sabía aquellaprimera noche. Ahora sabía la verdad —sabía loque era—, pero no lo conocía a él. Cientos demiradas robadas de las que ni siquiera había

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sido consciente me habían enseñado cosassobre su especie, no sobre él. Pero ahora loanhelaba. Anhelaba conocerle... y ése era elmotivo por el que me había quedado. Aqueldepredador me había atrapado desde el primermomento.

«Ahora soy suya. Me estoy rindiendo a él.»Una carcajada escapó de mis labios cuando

me di cuenta de lo que estaba pensando. «¿Quédemonios pensaría mi feminista profesora deciudadanía sobre esto?»

Kaspar sacudió la cabeza y sonrió divertidoante mi inoportuno ataque de risa.

—¿Qué pasa?—Nada, es que... cuando te he dicho que me

rendía a ti, quería decir que me rendía a mispropios deseos.

Asintió pensativo, como si estuvieraanalizando minuciosamente la frase.

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«Rendirte a tus deseos está prohibido, ya losabes. ¿Sigues creyendo que has tomado ladecisión correcta?», siseó la voz en mi cabezacon ese tono siniestro que reservaba para lasocasiones en las que sabía que podía sembrar laduda en mi mente.

De pronto, las luces parpadearon y mitraicionera voz se sumió en las sombras.Cuando perdí el contacto visual con Kaspar yme di cuenta de que lo único que podíadistinguir en la oscuridad eran dos esferas rojasy brillantes, recuperé la sensibilidad en laspiernas y me di la vuelta para huir por elpasillo. Las luces que iluminaban aquella partede la mansión se iban apagando, y oí lafrenética persecución de Kaspar a misespaldas. Irrumpí en el salón, atravesé laalfombra y esquivé los sofás nacarados.Cuando llegué al vestíbulo de la entrada,

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titubeé, asombrada por lo silencioso queestaba, más que de costumbre, y eso era muchodecir, teniendo en cuenta que normalmente seoían relojes que daban la hora en el otroextremo de la mansión. No había ningún Varn,y el único mayordomo que se habíasobresaltado a mi entrada me dedicó unareverencia antes de desaparecer por un pasillolateral.

Debían ignorar todos los asuntos privadosde la familia real.

Me di la vuelta, retrocediendo, con los pieschirriando sobre el suelo de mármol. Losjarrones, de aspecto caro y delicado, conteníanflores de cristal; un pequeño Cupido deporcelana estaba apoyado sobre una sola piernajunto a un jarrón blanco como la nieve; a sulado se veía una bandeja de plata con unainscripción en latín. Todos aquellos objetos ya

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me resultaban familiares, pero en aquel instantetenía mucha mayor conciencia de ellos... Todoera nuevo y original, y aquello hacía que unaexcitación aturdida me diera pinchazos en elestómago. Sin embargo, lo que hizo quedesapareciera aquella sensación fue lo que nodebería haber estado allí: sobre una de lasmesas de mármol había una revista cuyaspáginas abiertas dejaban ver los pétalos decolor naranja de un cuadro de GeorgiaO’Keeffe. Teniendo en cuenta que estaba en unlugar poco apropiado, lo normal habría sido quecualquier doncella lo recogiese. «Esta nocheno.»

No me permití seguir mirando la revista,sino que me centré en el reflejo que medevolvía la vajilla de plata. Tenía las mejillascubiertas por un rubor rosáceo, y me percatéde que mi pecho subía y bajaba a toda

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velocidad, al ritmo de mi respiración jadeante.Los ojos me brillaban aún más que decostumbre, resplandecían, estaban húmedos yvivos, pero la gruesa línea negra que loscontorneaba estaba comenzando a desdibujarsey a mancharme las cuencas, lo cual me conferíael aspecto ojeroso de... Me la borré en seguida.La camiseta larga y ancha que llevaba se mehabía resbalado por los hombros y dejaba a lavista los tirantes de mi sujetador casitransparente. Levanté un brazo para taparme,pero su voz afilada me interrumpió. Fue unaorden, en un tono brutal, pero una voz queconocía lo suficientemente bien como paradiscernir que no era una exigencia, sino unainvitación, un galanteo áspero.

—No. Déjalo así.Levanté la cabeza y lo vi apoyado contra la

puerta, que no le había oído cerrar,

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observándome en silencio con aquella miradaque me hacía enrojecer. Tenía los brazoscruzados sobre el pecho, e incluso desdeaquella distancia podía ver que tenía lascavidades nasales ensanchadas... como leocurría siempre que estaba enfadado. Oexcitado.

—¿Cómo lo haces? —me preguntó sinrodeos.

Me di la vuelta y caminé despacio hacia laescalera mientras admiraba distraídamente elmármol de las paredes. El taconeo de misbotines retumbaba en el silencio de esemomento, junto con mi respiración.

—¿El qué?Tardó unos instantes en contestar, pero yo

notaba que tenía la mirada clavada en miespalda.

—Hechizarnos. Todos y cada uno de los

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vampiros... Todos nos morimos de deseo por ti.Yo, Fabian...

—Ilta —añadí. Volví la cabeza paraobservar su reacción.

Asintió, serio.—Eres humana, dampira. El deseo no

debería ser tan poderoso. Fabian no deberíahaberse enamorado de ti, e Ilta... —Se quedócallado y no acabó la frase, cosa que leagradecí. Pero entonces, en voz baja, tan bajaque imaginé que supuestamente yo no deberíahaberla oído, añadió—: No debería dejarmearrastrar a esto...

Me ruboricé todavía más. Seguí adelante,fingiendo que no lo había oído. Pasé los dedospor encima de la mesa del jarrón, buscandounas motas de polvo que no existían.

—Tal... Tal vez sea porque no soy comoninguna vampira que hayas conocido. Tu

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riqueza y tu estatus no significan nada para mí.—Recorrí las paredes de mármol veteado denegro con un dedo—. Yo no os miro a Fabian ya ti como a un lord y un príncipe. No os tratode forma diferente, y no me esfuerzo porgustaros como esas putas que tenéis. —Lasimágenes de Charity me inundaron la mente y,claro está, la de Kaspar también, porque cuandolo miré hizo la cabeza a un lado—. Al contrarioque el resto de las chicas de este reino, loúnico que quiero de vosotros es respeto. —Medi la vuelta para mirarlo cara a cara—. Y sé queno soy como ninguna otra humana que hayasconocido. No pierdo la cabeza por tus juegosde seducción, al menos hasta que yo lodecido... y puedo, y lo he hecho, decirte que no.—Me obligué a mantener la mirada fija a pesarde mi descarada mentira. No me habíaresistido. Ni cuando Ilta me había cautivado, ni

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cuando Fabian me había besado, y tampocoantes, en el coche con Kaspar—. Y cualquierhombre, humano o vampiro o lo que sea,siempre deseará lo que no puede tener.

En un abrir y cerrar de ojos, quizá inclusomás rápido, estaba a mi lado. Puso un brazo acada lado de mi cabeza, con las palmas de lasmanos apoyadas sobre la pared. Sus manos eranlo bastante grandes como para rodearme elcuello, lo bastante fuertes como parapartírmelo en un instante. Se me aceleró larespiración, pero no intenté ocultarlo. El merohecho de ver a una criatura así... «de conocer auna criatura así... Dios, qué sexy es. Oscuro,perverso...».

En algún recóndito lugar de mi mente me dicuenta de que aquello no estaba bien. No eraaquello lo que debería pensar sobre él. Sinembargo, Kaspar entornó los ojos como si

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supiera lo que estaba pasando por mi cabeza yme retara a cambiar de opinión. Volví a cogerotra bocanada de aire para mantenerme en pie,y habría suspirado de deseo si me hubiesequedado oxígeno para ello. Pero no, aquellotambién me lo había arrebatado, junto con micorazón y mi determinación.

Se inclinó hacia mí apoyándose en losbrazos y vi que sus músculos apenas acusabanla tensión. Cerré los ojos cuando sus labios seacercaron. El frío de su torso era lo opuesto ami pecho agitado y acalorado, que se movía deprisa, inquieto por la serenidad de su aliento,que ya no era superficial ni irregular.Repentinamente, con un único y rápidomovimiento, me sujetó las dos muñecas conuna de sus manos y me las retorciódolorosamente por encima de la cabeza,pegadas a la pared. Dejé escapar un quejido,

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pero quedó amortiguado cuando sus labios,breve, tentadoramente, rozaron los míos. Podíasentir cómo me derretía y moldeaba bajo sucuerpo.

Continuó besándome por las mejillas y lamandíbula hasta que sus colmillos encontraronmi oreja y la mordisquearon con delicadeza.

—Pero ya te tengo —murmuró.Me planteé hacer un gesto de asentimiento,

pero no me pareció bien. Agarró la cintura demis vaqueros y me atrajo hacia sí conbrusquedad. Abrí los ojos a causa de lasorpresa, pero se limitó a tirar aún más de mí.Su brazo estaba tan cerca de mi cabeza que mehabría acurrucado en él si hubiera tenido elvalor necesario, pero sus ojos me abrasabancon una mirada de «si te mueves se acabó». Sincesar de mirarme, bajó una mano para coger micamiseta y levantarla.

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Sabía que estaba a punto de perder elcontrol, pero no había clemencia en aquellosojos cuando levantó la tela hasta dejar a la vistami sujetador, bajo cuyo tejido desaparecían lascicatrices. Sin soltarme, acercó la mano a mispechos, y cogió uno de ellos entre los dedos.

Una palabrota ascendió a mis labios, yrecordé que tenía que respirar, pero era inútil,no tenía sentido, y dejé de preocuparme porello al tiempo que intentaba decirle que fueramás delicado. Pero lo único que conseguíarticular fue un gemido de dolor. Con la yemade un dedo comenzó a apartarme el sujetador,arañándome un pezón.

Yo luchaba por mantener los ojos abiertos,y él no apartó la mirada de ellos en ningúnmomento. Su sonrisa sádica me decía queestaba disfrutando del conflicto que sabía quese estaba pintando en mi rostro: duda mezclada

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con deseo.—Oh, Dios mío, qué... Yo... ¡Por favor,

perdone la intromisión, alteza!Abrí los ojos como platos. Allí,

boquiabierta junto a la minúscula entrada a unpasillo de servicio que había bajo la escalera,estaba Annie, la doncella. Tenía la miradaclavada en mí, en mis muñecas pegadas a lapared, en la mano que Kaspar no apartó de mipecho. Me ruboricé muchísimo y traté delibrarme de su brazo, pero él me agarró confuerza. Sin volverse hacia ella, medio leescupió que se largara, ante lo que Annie hizouna rápida reverencia, aunque sin apartar lavista de nosotros.

—Alteza. Señorita Lee.—¡Por el amor de Dios, lárgate! —le

espetó. Tenía los dientes apretados en un gestode impaciencia. Vi que la doncella retrocedía y

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traté de disculparme con la mirada. Suexpresión de profundo asco no cambió—. Esridículo, ¿es que no puedo tener un poco deintimidad? —gruñó Kaspar, y con unmovimiento de su muñeca, mi mano estaba enla suya y ya me estaba guiando hacia laescalera.

Me pareció que había pasado una eternidaddesde la última vez que había estado en lahabitación de Kaspar. Aun así, las mismassensaciones de entonces me recorrieron lapiel; mi creciente ansiedad y mi cada vez mayordeseo no las eclipsaron. Pero el ímpetu y elentusiasmo de antes se habían marchado, y muylejos.

Me dejó entrar en la habitación por delantede él y observarlo todo. La cama, oscura e

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imponente, se alzaba amenazadora en el centrode la habitación, y sentí el impulso repentinode evitarla... La rodeé, consciente del silencioamortiguado de mis pasos sobre aquellaalfombra desgastada que una vez había sidomullida y del contraste cuando pasé al suelo demadera. Tenía frío, mucho frío, y la diferenciafue brutal, como cuando sales de una bañeracaliente y pisas un suelo de baldosas. Megolpeó como una enorme ola, ascendiendodesde los dedos de los pies, y de repente measaltó el demencial pensamiento de que podríavolverme azul. Quise reírme de aquel momentode enajenación, pero aún estaba hechizada porKaspar. Así que agité la cabeza paradeshacerme de aquella idea y me rodeé lacintura con los brazos medio por el frío, perotambién por el miedo.

La tenue luz que alumbraba la habitación

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procedía de la luna, a uno o dos días de estarllena, y se filtraba por las puertas acristaladasdel balcón, que estaban abiertas. Me sentíatraída hacia ella como una polilla por unabombilla, y observé cómo crecía mi sombra enel pequeño rectángulo de luz. Una brisa agitólas cortinas y yo la inhalé, agradecida. Un oloracre impregnaba la habitación y me abrasaba lagarganta; procedía de varios perfumes densos ydulzones y de la madera antigua.

Me estremecí. La vista sobre los pradosligeramente ondulados y los árboles eramagnífica, pero yo tenía pocas razones paraadmirarla, sobre todo cuando me sobresalté porel clic de una cerradura. «Ha cerrado la puerta.»Les di la espalda a los prados.

Estaba apoyado contra la puerta y sujetabaen la mano una pequeña llave de plata. Lalevantó y desapareció bajo sus dedos cuando

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los cerró en un puño.—Esta vez no te voy a dejar decir que no,

Nena.Y con esas palabras, la lanzó al exterior.La llave pasó justo a mi lado, silbando, y

logró que un pinchazo de pánico y excitaciónme atravesara el pecho. Cuando la oí caer sobrela gravilla, me pregunté qué tipo de monstruohabía desatado y con qué tipo de monstruoestaba encerrada en aquella habitación. Y,hablando claro, con qué tipo de monstruoestaba a punto de follar.

Lo mire a los ojos. Los míos estaban llenosde sorpresa y una emoción desconocida.Kaspar se echó a reír y vi que sus ojosresplandecían en la oscuridad, batallando entreel esmeralda y el rojo, atrayéndome haciaellos. No podía moverme, así que fue él quiense acercó a mí y me separó los brazos al

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tiempo que yo intentaba humedecerme loslabios. Pero no me dio la oportunidad dehacerlo. Agarró mi camiseta y la desgarró; suslabios chocaron contra los míos y me besaronlarga y profundamente. Cuando se apartó, medejó ávida de más. Bajó la mirada por mispechos, el sujetador casi transparente y mivientre ahora desnudo, que eran su siguienterecompensa.

Llevó las manos a mis vaqueros a toda prisa—gruñó algo acerca de lo incómodo de la ropade las mujeres— y yo me quitéautomáticamente los botines, pues sabía que nopodía hacer mucho más, sobre todo en elmomento en que me apartó las manos de ungolpe al intentar desabrocharle la camisa. Mequedé allí parada, como una muñeca de trapo,mientras él me desnudaba con un deseo y unased incontrolables, como un niño que arranca

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el envoltorio de un regalo en Navidad.—Joder, eres preciosa, Nena.Dio un paso atrás y yo me encogí,

sorprendida ante aquel halago inesperado eimpulsivo. Bajé la mirada al suelo, avergonzadade estar allí de pie sin nada más que mi ropainterior —«Mierda, ¿por qué no me habrépuesto un conjunto?»— mientras que él seguíacompletamente vestido. Temblé y me puse unamano alrededor del cuello para ocultar lasespantosas cicatrices que me había provocadoIlta no hacía tanto tiempo.

«Si el rey no hubiera prohibido que ostocarais no querrías esto; lo sabes, ¿verdad? —intervino mi voz—. Pero tienes curiosidad pordescubrir cómo toca de verdad, ¿no es así,Violet?»

La ignoré.Kaspar volvió a dar un paso al frente, me

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apartó la mano y comenzó a succionarme elcuello con suavidad, sin atravesarme la piel. Lerodeé el cuello con los brazos y traté deacercarlo cada vez más a mí, a medida que meiba sintiendo más y más ansiosa, necesitada desus caricias. Él obedeció, y una de sus manosse coló bajo una copa de mi sujetador mientrassus colmillos me presionaban la piel. Se aferróa mi pecho, y su mano fría no hizo más queintensificar las sensaciones. Apreté mi pechocontra su mano, arqueé la espalda, expuse micuello...

Mordió el anzuelo y sus colmillos meagujerearon la piel de una forma tan dolorosaque habría gritado si no hubiera estadojadeando por cómo jugueteaba con mi pezón.Pero no bebió sangre. En lugar de eso, hundiólos incisivos más arriba en el cuello y volvió apresionarme el pezón una y otra vez... y otra... y

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otra..., hasta que me convertí en una masajadeante, sofocada entre sus brazos. Lamió lapoca sangre que manaba de las heridas, que yase estaban curando, y, con una sonrisa detriunfo, tiró de mí para que me irguiera.

—Hay más en el mismo sitio del que hasalido eso... —murmuró.

Levanté las manos para intentar deshacerleel nudo de la corbata, pero me temblabandemasiado a causa del frío y no lo conseguí. Élno me ayudó. Más bien al contrario: me cogióy me lanzó contra la cama, donde quedétumbada de cualquier manera. El tictac del relojera el único sonido que se oía, aparte de mirespiración frenética y la suya, que ibaaumentando de velocidad a toda prisa.

Se desató la corbata tirando de ella con unsolo dedo. Se llevó las manos al pecho y sedesabrochó también los botones de la camisa,

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de uno en uno, hasta descubrir su pálido torso.Se sentó en la cama a mi lado, me pasó lasmanos por detrás de la espalda y, con pericia,me desabrochó el sujetador. La prenda cayó yél la tiró lejos. Aquello hizo que me ruborizaraintensamente... Tampoco es que pareciera quele importase, porque esbozó su típica mediosonrisa de suficiencia. Me acarició una mejillacon una mano y con la otra el pecho. Meincorporé y lo besé mientras le recorría con lasmanos los brazos musculosos, admirando sufuerza, sabiendo que no debería, sabiendo quecon ellos atrapaba a sus presas, partía cuellos.A su ego le gustaron mis caricias y sonrióarteramente sin separarse de mis labios. Mepuso una mano en el vientre, más plano de loque había estado hacía unos meses —demasiado plano— y, resbalándola hacia abajo,apartó la goma de mis bragas.

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De pronto, se sentó a horcajadas sobre mispiernas y comenzó a analizar cada centímetrode mi piel como si estuviese buscandodefectos. Volví a sonrojarme bajo la intensidadde su mirada... distinguí la lujuria roja quedominaba sus ojos. Me revolví intentandoocultar mis horrorosas cicatrices, pero, a lavelocidad del rayo, me sujetó los brazos contralas sábanas por encima de la cabeza. Otra vez.

—No lo hagas.Me regañó con la mirada como si estuviese

enfadado conmigo por estar avergonzada. Lavergüenza no entraba en su repertorio deemociones.

Sin embargo, ocupaba un lugar destacado enel mío. Tenía el cuerpo rígido: los muslos muyjuntos, la respiración tan superficial que mipecho ni siquiera se movía cuando una de susmanos comenzó a moverse sobre mi vientre en

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un círculo tortuoso, acercándose cada vez mása la sensación abrasadora que se propagabadesde mis muslos hacia mis pechos y de nuevohacia abajo.

—Relájate —masculló, contrariado.Aquellas palabras sí que eran una orden, no

una invitación, y su tono casi me hizo apartarle,herida por su insensibilidad.

«¿Relájate? ¿Es que no entiende lo difícilque es esto?»

Volvió a besarme intentando introducir lalengua en mi boca, sospeché que porque sabíaque aquello me distraería. «¿Cómo puedehacerme esto?»

Subí los brazos por su espalda y volví acerrarlos en torno a su cuello. Le agarré el peloenmarañado antes de cambiar de opinión yacariciarle el pecho, el estómago, hasta lacinturilla de sus vaqueros. Le desabroché el

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cinturón y se quedó inmóvil. Luego me apartóla mano y me lanzó por segunda vez aquellamirada de «no te muevas o verás». Le supliquéen silencio con los ojos, pero él volvió abesarme el cuello y luego los pechos, losbesaba y los mordisqueaba.

Ahogué un grito cuando me pasó la lenguapor un pezón, pero ya no fue tan suave cuandose movió hacia el otro y continuó allí con suarremetida casi dolorosa. Avanzó por el vallede mis pechos y me besó las cicatrices —deseé que no lo hiciera— antes de seguiradelante sin darme tiempo a pensar, o abloquearme. Bajó por las costillas y por elvientre, obligándome a contener una risita.

Y entonces lo sentí respirar quedamenteentre mis muslos y me estremecí, con losnervios más que alerta. Me besó el interior deuno de ellos y sentí que mis músculos

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retrocedían bajo sus labios, pero no lograbanescapar. Me apretó el otro muslo con una manoy lo apartó. Me moría de ganas de gemir, perome negaba a hacerlo... tampoco pude, pues gritécuando un latigazo de dolor me atravesó elmuslo, el increíble dolor de unos colmillosrasgándome la piel.

Gruñí y se me llenaron los ojos delágrimas, pero jadeé cuando noté que su lengualamía la sangre mezclada con mi propiaexcitación. Pero entonces me soltó los muslos,y ya estaba sobre mí, con los ojos rojosresplandecientes de victoria y los labiosbrillantes. Se agachó y me besó. Le lamí loslabios y sentí que en su pecho retumbaba unacarcajada.

—Serías una buena vampira. Parece queestás bastante dispuesta a probar todo tipo delíquidos.

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Esbocé una sonrisa culpable comorespuesta. No podía añadir nada. Tenía lasensación de que las palabras estaban perdiendosu significado. Volví a llevar las manos a susvaqueros y le bajé la cremallera, pues elcinturón ya estaba desabrochado. Él no hizonada que no fuera apretarse contra mi cuerpo.

«Es mi decisión...»De repente, sentí que su peso desaparecía y

levanté la mirada para sonrojarme deinmediato. Kaspar estaba todavía más buenodesnudo —si es que aquello era posible— y meestaba dedicando una sonrisa arrogantemientras agitaba una caja de condones con untrocito de papel pegado.

—Esto es tuyo, creo —rugió, pero con lavoz cargada de humor.

Levanté las manos y se la quité para leer lanota garabateada en el papel doblado. «¡Utiliza

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siempre protección, imbécil!»Me eché a reír al recordar que le había

robado todos los condones y se los habíaestropeado al poco de llegar a la mansión. Enretrospectiva, era difícil de creer que hubieratenido las agallas de haberlo hecho tan alprincipio.

Enarcó las cejas y abrió un paquete.—¿Estás segura de que no eres tú la

imbécil en esta relación?Fingí sentirme ofendida y fruncí el

entrecejo.—¿Te ha dicho alguien alguna vez que tus

modales en la cama son atroces?Se echó a reír, y se agachó para darme un

beso en los labios.—No puedes culpar a un tío por intentarlo...Sorprendida por aquel gesto íntimo y

repentino, me tropecé con mis propias

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palabras.—Yo... vale... puede que luego, entonces.El resplandor rojo de sus ojos, que había

comenzado a apagarse mientras se ponía elcondón, volvió a recuperar el brillo.

—Te tomo la palabra.Sentí su peso ya familiar sobre mí y él se

dedicó a contemplarme durante un rato. Latensión no paraba de aumentar. Sonreí conarrogancia, pero no era más que una fachada...por dentro estaba hecha un manojo de nervios.

Atacó mis labios con los suyos y me besócon brusquedad mientras se introducía en mí.

Noté las gotas de sudor que se deslizabanpor mi nuca, sentí que las sábanas sehumedecían, oí mis jadeos y gemidos, que semezclaban con sus gruñidos. Era una extrañamezcla de placer y dolor, y no estuve segura dequé sensación llevaba la delantera hasta que un

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quejido que se convirtió en grito escapó de mislabios y la angustia emergió desde detrás deldeseo que reflejaban sus ojos. Me puso unamano detrás de la espalda y se dio la vuelta paracolocarme sobre él, sin que perdiéramos elcontacto ni siquiera un segundo.

No se movió mientras yo permanecí quietaa horcajadas sobre él, recuperando el valor yconsciente de que Kaspar al fin habíarenunciado al control que tanto le gustabatener. Durante un segundo, una fracción desegundo, me pregunté si alguna vez le habríapermitido algo así a Charity, y sentí que elcorazón me daba un vuelco, porque deseabadesesperadamente no ser para él lo que habíasido ella: un simple lío más, una puta.

Pero no seguí pensando mucho tiempo enello, porque metió una mano entre mis muslosy alzó la otra hacia mis pechos, y el placer

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irrumpió de nuevo en mi interior. Me agaché yle recorrí la garganta con los labios. Le mordívarias veces el cuello, pues sabía lo diferentesque serían las cosas si yo pudiera beber sangre.Sus jadeos se tornaron gemidos cuando volví aincorporarme y vi con satisfacción que cerrabalos ojos, excitado. Mi vientre se agitó, a laespera de lo que sabía que se acercaba, cuandosu otra mano se unió a la primera, que ya estabaentre mis muslos. Oyendo sus gruñidos, apretélos dientes para amortiguar un último gemido.Me derrumbé sobre su pecho cuando un dolorlacerante me atravesó la garganta y las estrellascomenzaron a titilar ante mis ojos. Sentí queme desplomaba entre unas manos que medevoraban el cuello antes de que la oscuridadse adueñara de mis pensamientos.

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Debían de haber pasado minutos, o tal vezhoras, cuando recuperé la conciencia. Lahabitación estaba borrosa, y yo sentía que larigidez se iba apoderando de mis miembros.Dejé escapar un suspiro tembloroso, sin apenasatreverme a sonreír, cuando me di la vuelta paraencontrarlo de costado, observándome yjugueteando con un mechón de mi pelo.

—Sabía que era bueno, pero nadie se habíadesmayado sobre mí hasta ahora —dijo conarrogancia mientras se pasaba la punta de lalengua por uno de los colmillos.

—Para ser justos, tampoco creo que jamásme habían mordido mientras tenía un orgasmo—repliqué al tiempo que me frotaba la frente.La cabeza me palpitaba, mis ojos intentabanadaptarse a la luz de la luna. No tenía energíapara discutir que era bastante más probable quefuese el mordisco lo que había hecho que me

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desmayara.Se echó a reír y su sonrisa de suficiencia se

ensanchó victoriosa.—Ya te dije que te haría pasar un buen rato.Sonreí y me tumbé sobre la espalda para

contemplar el techo oscuro. Me sumí en eseestado de relax, casi de aturdimiento, que tantohabía deseado hacía meses, antes de El Baño deSangre de Londres, cuando las discotecas eranmi terreno de caza.

«Pero nada... es decir, nada en absoluto...puede compararse con Kaspar.» Y nuncavolvería a sentirlo, teniendo en cuenta que enapenas unas horas el rey volvería e impondríasu prohibición. Se me encogió el corazón ysentí que se me llenaban los ojos de lágrimas.Parpadeé para tragármelas, con la esperanza deque no me estuviese mirando.

—Le habrías gustado.

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Me volví hacia él, confundida. Tenía lamirada clavada en el cuadro que había sobre lachimenea, y sus ojos eran una mezcla deesmeralda y gris neblinoso.

—Son tus padres, ¿no?Asintió.—Ésta era su habitación, hasta que ella

murió.En la última palabra se le rompió la voz e,

instintivamente, le cogí la mano, me amoldé asu pecho y me acurruqué a su lado tratando deignorar la frialdad de su piel. Estabaestupefacta, e intenté ocultarlo. Nunca le habíaoído mencionar a su madre de ese modo.

—Estaría orgullosa de ti.Se volvió hacia mí, con una expresión que

pretendía aparentar sorna, pero sus ojos lotraicionaban. Estaban grises.

—¿Orgullosa de mí por qué? Soy el

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heredero al trono, pero no lo quiero; odio lasresponsabilidades y soy un completo desastreen todo lo que debería ser un príncipe, exceptoen lo de ser guapo. ¿De qué coño podría estarorgullosa?

Me clavó las uñas en la piel, pero no creoque lo notara siquiera. Hice un gesto de dolor.

—Eres un buen hombre. Mira cuántas vecesme has salvado... ¿cuántas son, cuatro ya? Yestabas dispuesto a enfrentarte a la ira delconsejo y de tu padre por dejarme marchar acasa. ¡Eso es un buen motivo!

—No lo es. De todas formas, ¿qué te hahecho convertirte en una santa del perdón?Estoy bastante seguro de que hace pocopensabas que era una criatura enferma ymaligna.

Aparté la mirada del cuadro.—Las situaciones cambian —murmuré.

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Me miró con interés y me percaté de suexpresión de perplejidad. Pensé que iba ainsistir en el asunto, pero no lo hizo, para aliviomío, así que volvimos a sumirnos en elsilencio. Empezó a jugar de nuevodistraídamente con uno de mis mechones. Aninguno de los dos parecía molestarnos laquietud, ambos nos sentíamos contentos deestar entre los brazos del otro.

«¿Es eso lo que de verdad esconde tras sumáscara? ¿La preocupación de no ser losuficientemente bueno?»

—¿Por qué se marchó tu padre de estahabitación? O sea, sé que habría sido...

Me interrumpió.—Se estaba volviendo loco aquí. No podía

soportarlo. Sé que piensas que mi padre notiene corazón y es cruel, pero no fue siempreasí. Ella lo completaba. Ella lo hacía bueno.

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Eso pasa, ya sabes. Se puede hacer buenos a loshombres malos. Cuando ella... nos dejódevastados... aquella noche en Trafalgar Squareni siquiera hacía falta que los atacáramos, ¿loentiendes, Nena? Pero era su hijo... el hijo dePierre, Claude, eso es... Y tenía que matarlo.Tenía que arrebatárselo a su padre como él hizocon mi madre. ¡Cabrón! —Cerré los ojos paraevitar el escozor de las lágrimas, consciente deque había sobrepasado el límite con creces,odiándome por haber sacado el tema y hacerloestallar así, odiándolo a él por recordarmeaquella noche. Le rodeé el pecho con losbrazos y lo abracé con fuerza mientrasproseguía—: Mi padre bien podría habermuerto aquel día con ella. Y John Pierresimplemente nos envió un mensajediciéndonos que le habían ordenado hacerlo,que le habían pagado por ello. Y nunca

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sabremos quién le dio aquella orden... Pero lodescubriré. Lo perseguiré y primero mataré asu amor, luego me beberé toda la sangre de sushijos y violaré a sus hijas. Haré que esedemonio sin corazón sufra. Porque sientomucho más que odio hacia él, Violet. Él mequitó a mi madre.

Entonces cayó en el silencio, y yo mequedé con los labios secos y aflojé la presiónde mis brazos. Yo era una de aquellas hijas.

«Ciérrate, ciérrate.»Levanté unas barreras enormes en torno a

mi mente mientras asumía el horror de suspalabras. Deseaba desesperadamente decirleque no dijera aquellas cosas —que las retirara,porque no las sentía de verdad, no podíasentirlas—, pero sabía que insistir en aqueltema sería demasiado arriesgado.

—Nada de eso importa. Serás tan

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maravilloso como lo era tu padre antes de todoesto, a pesar de lo que dices. Sé que será así —susurré en la oscuridad.

Kaspar no contestó, sólo colocó una de mismanos sobre su pecho, en el lugar dondedebería haber estado su corazón, y pronto mequedé dormida.

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45VIOLET

Tictac.—Lo saben.—¿Qué?—Saben que nos hemos acostado. Se lo han

dicho los criados.—Pero...—Mi padre lo sabe.Me quedé sin respiración y el miedo

ascendió junto a la bilis por mi garganta.—Nos ha delatado... Annie nos ha delatado.

—Kaspar asintió con gesto serio y me dio unabrazo—. Pero ¿qué va a hacer?

—No lo sé.

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«No lo quieres saber», añadió mi voz. Le dila razón en silencio. El reloj de muñeca deKaspar destelló a la luz de las enormesventanas del vestíbulo de entrada, dondeesperábamos.

«11.59...»El aire era frío. Los sirvientes y miembros

de la casa estaban reunidos a nuestras espaldas,formando una larga fila, esperando para darlesla bienvenida a los Varn y a todo el consejo.Todos y cada uno de los miembros de la familialo sabían. Fabian lo sabía. Cain lo sabía. El reylo sabía. Sentía las miradas encendidas de lossirvientes sobre mi espalda, su odio y sudesdén. Había perdido hasta el último ápice desu respeto. Ahora a sus ojos era una de ésas.«Una puta.» Era su rehén. Se suponía que nuncadebía llegar a «conocer» al príncipe. Y menosahora.

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Tictac.—Vuelven de ese sitio, de Athenea, ¿no?

¿No... no deberías soltarme?Me dejó marchar de entre sus brazos, pero

continuó agarrándome una mano.—Escucha, Violet. Nena. Lo siento por lo

de anoche. Nunca debería haber...—Yo también.Pareció quedarse sorprendido, pero asentí

con ímpetu evitando mirarle a los ojos. Apartéla mano de la suya y sentí que el corazón se meencogía dolorosamente.

—Yo... —De repente levantó la cabeza, conlos ojos rojos y brillantes, y las aletas de lanariz hinchadas—. Están aquí.

Volvió a agarrarme de la mano, me levantóla barbilla con la otra y me dio un beso muydulce en los labios. Sentí que me flaqueaban lasrodillas, estaba muy dolorida y rígida. Y

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entonces, Kaspar me arrastró con él, y yaestaba en el otro extremo de la habitación, sinaliento, sin una gota de oxígeno en lospulmones.

Tictac.En algún lugar oculto de la mansión se oyó

un retumbo... el primer repicar de un enormereloj, y los conté todos, incapaz de bloquear elsonido.

«Doce...»Me estremecí cuando aquel ruido me

recorrió de arriba abajo. Se me retorció elestómago a causa de los nervios. Quería llorar,pero me negaba a hacerlo delante de loscriados.

«Once...»Los mayordomos estaban junto a las

puertas, con sus guantes inmaculadamentelimpios sobre los pomos, preparados para

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girarlos.«Diez...»El miedo y el horror aumentaban mientras

mi cabeza daba vueltas a toda velocidadpensando en lo que podría hacer el rey paracastigar tal desobediencia. Las cosas nuncahabrían salido bien si nos hubiéramos acostadoen otras circunstancias, pero encima tras aquelenfado, cuando Kaspar ya había avergonzadotanto a su padre... Yo no descartaba nada.

«Nueve...»¿Qué puede hacerme que sea peor que no

permitir que nos toquemos?»Ocho...»No puede obligarme a convertirme en

vampira sin darle a mi padre una excusa pararecurrir a los asesinos y a los canallas. Encualquier caso, convertirme ya no me parecetan horrible.

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»Siete...»¿Por qué he malgastado todo ese tiempo

odiándolo?»Seis, cinco y cuatro...»—Kaspar, ¿qué es Athenea?«Tres...»No respondió.«Dos...»—Kaspar, ¿qué vive en Athenea?«Uno.»Las puertas se abrieron de par en par. El sol

alto del mediodía estaba cubierto de grandesnubes. Un grupo de unas treinta figuras concapas subió los escalones. Se echaron lascapuchas hacia atrás y casi inmediatamente lapiel se les enrojeció a la luz del día, la piel seles quemaba.

El rey iba a la cabeza, furioso, y le lancéuna mirada a Kaspar con el corazón en un puño.

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Él continuó mirando al frente, más allá de lapequeña multitud que nos observaba a amboscon enfado. La expresión de Kaspar eraimperturbable.

Sentí que una lágrima rodaba por mi mejillay me di la vuelta. Las figuras desaparecieron.Registré el vestíbulo con la mirada, pero mibúsqueda se vio interrumpida cuando el rey seacercó a mí con los ojos llameantes y furiosos.Se me escapó un quejido manso cuando sedetuvo. Quería echar a correr. Pero aun así hiceuna reverencia.

Volvió la cabeza hacia Kaspar, cuyos ojosseguían mirando al frente, pero comenzaba aacobardarse.

—¡Kaspar! —No pronunciaba las palabras.Las siseaba—. Vete a Varn’s Point. Hablarécontigo allí. —Entonces se volvió hacia mí—.No toque a mi hijo de nuevo, señorita Lee, o

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me aseguraré de que no vuelva a oír los latidosde su corazón. ¿Está claro? —Cuando norespondí, gritó—: ¡Contésteme! —Asentítratando de reprimir las lágrimas—. No es unaestúpida. Sabía que no debía implicarse conninguno de mis hijos. Lo sabía. —Sus labios seconvirtieron en una única línea fina—. Éste esel fin de su libertad, señorita Lee. El fin. Ycomo símbolo de ese final, creo que hemosencontrado el perfecto sacrificio para AdInfinítum. ¿No cree?

Kaspar hizo un sonido de desaprobación ylevanté la cabeza. Él se quedó callado deinmediato y me sostuvo la mirada con talintensidad que me dejó sin respiración. Yentonces desapareció. Una vez más.

—Puta —susurró una voz.Lyla, agarrada de la mano de Fabian, estaba

de pie frente a mí con una sonrisa petulante

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ensuciándole el rostro. Se aferró a él, que senegaba a mirarme... Pero cuando Lyla le dio uncodazo le oí murmurar una sola palabra:

—Zorra.Todos me odiaban.

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46VIOLET

Me di una patada mentalmente cuando me dicuenta de que estaba pensando otra vez en aqueldía cuyos acontecimientos se repetían una yotra vez en mi cabeza. Aún podía sentir la brisahelada en los tobillos, el dolor en las piernas.Analizaba cada palabra, le daba vueltas a casapensamiento, recordaba cada detalle.

«Fue hace casi dos semanas, déjalo ya —me aconsejó mi voz, y me sentí inclinada adarle la razón. Pero por mucho que quisierahacerlo, no podía—. Kaspar lleva fuera dossemanas. Intenta olvidarlo.»

Me volví a agarrar a las sábanas de mi cama

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y me quedé mirando el techo mientras recitabaunas palabras que se me habían quedadograbadas en la mente:

Los vampiros no son criaturas amables y cariñosas. Noestá en su naturaleza cambiar o adaptarse para aceptar aotros. Su amor no es lo que los humanos llamarían amor,y la lujuria los consume a un nivel que nuncacomprenderemos. No se hacen viejos como nosotros,sino que envejecen como lo hace la piedra: se marchitangradualmente, perecen lentamente, tan despacio que esimperceptible. Pero al final, la piedra es un elementoeterno, como lo son ellos.

Kaspar se había convertido en algo muy

cercano a mi corazón. Creía que el rey nopodría castigarnos más que impidiendo que nostocáramos, pero me había equivocado.

Octubre había dado paso a noviembre y losárboles ya estaban desnudos. Pero el bosqueseguía tan oscuro como siempre, y el díasiguiente llevaba adjunta la promesa de una

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tortura aún mayor: al día siguiente era 12 denoviembre, Ad Infinítum.

Yo era el sacrificio. Había aprendido lospasos y me habían confeccionado un vestido amedida. Había conocido a John, el otrosacrificado. Era un chico callado que pensabaconvertirse en Navidad para estar con su amada,Marie-Claire. Aquello era lo raro delsacrificio. Que podía hacerse por amor... o porodio.

Les seguí la corriente con lo del sacrificioy me aprendí mi papel como una humana buena,pero sólo por una razón: era la única forma deque se me permitiera asistir al baile, y Kaspartendría que regresar para asistir a la fiesta.«Regresar de dondequiera que esté.»

Me enjugué los ojos secos y bajé laspiernas de la cama, llevándome conmigo laesquina de la sábana. Cogí un cepillo de mi

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mesita de noche y me lo pasé por el cabello,enmarañado y lleno de nudos por los días casiinfinitos que llevaba encerrada en aquellahabitación, evitando el resto de la casa. Parecíaque aquello ya les iba bien. Nadie me hablabanunca, excepto Cain, que últimamente habíaadoptado la molesta costumbre de preguntarmepor mi familia... especialmente por Lily.Siempre Lily. No podía soportarlo.

Así que estábamos solas mi voz y yo.Durante un momento, me pregunté si

merecía realmente la pena bajar al pisoinferior, pero tenía hambre y oía voces. Cogíun par de calcetines del vestidor y después salícon sigilo hacia el pasillo. A sólo unos metrosde mi habitación, tragué con dificultad. «Lahabitación de Kaspar.»

No me había acercado a ella, ni muchomenos entrado, desde aquella noche. Hacía

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sólo dos semanas, pero aun así teníacuriosidad... Tenía la sensación de que algodebía de haber cambiado allí dentro, como si lahabitación no pudiera continuar igual sin sudueño.

Era una idea estúpida, pero cada vezalbergaba aquel tipo de pensamientos conmayor frecuencia.

Por el contrario, en la superficie de mimente flotaba una idea de una naturalezatotalmente distinta. Por más empeño quepusiese, era incapaz de dejar de pensar en elcuerpo desnudo de Kaspar apretado contra elmío, ni en su forma de agarrarme con firmeza,ni en su carácter exigente, controlador que,secretamente, me gustaba... aunque nunca loadmitiría ante él. Todavía podía prender denuevo el fuego de la excitación que me azotó elcuerpo cuando tiró la llave por las puertas

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abiertas del balcón, dejándome allí encerradacon él.

Ya estaba abriendo la puerta de suhabitación cuando recuperé la cabeza. Poralguna razón pensaba que no tocar a Kasparincluía no entrar en su habitación. Yprobablemente era así, pero tenía que mirar.Tenía que saber.

La puerta se cerró en silencio a mi espalda,y respiré hondo antes de levantar la vista. Lahabitación estaba inusualmente iluminada, puesel sol invernal entraba a raudales a través de laspuertas acristaladas. Las cortinas oscurasestaban recogidas y atadas, las sábanasremetidas bajo el colchón y las almohadasahuecadas. Había desaparecido el olor aperfume, y tampoco el aroma de la sangreimpregnaba el ambiente. La mayor parte de losmuebles estaban tapados con sábanas para que

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no cogiesen polvo, y éstas cubrían la habitaciónde un manto blanco. Cuando las pisé con lospies desnudos noté su suavidad y también sufrialdad, eran como nieve de algodón.

Sentí un pinchazo en lo más profundo delestómago.

Me di cuenta de que las lágrimas se meacumulaban en los ojos y retrocedí, puesanhelaba el consuelo y la seguridad de mihabitación. Pero me detuve cuando, de soslayo,distinguí un resplandor. Me sequé los ojos y vique sobre la repisa de la chimenea, debajo delcuadro de los padres de Kaspar, había uncolgante.

Miré hacia la puerta, temerosa de quealguien pudiera irrumpir en la habitación. Perotodo estaba en silencio y los gritos de antes sehabían desvanecido. Así que, con cautela, di unpaso adelante, y luego otro, y después otro. Me

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negaba a mirar el cuadro: la intensidad de losojos de las figuras de óleo resultaba inquietanteincluso en un buen día, y aquél no era nisiquiera uno de ellos.

Me atreví a pisar la losa fría que había a lospies de la chimenea y me puse de puntillas paraquedar a la altura de la repisa. El colganteestaba cubierto de una ligera capa de polvo; lasmotas se aferraban a la hermosa cadena de laque pendía el colgante. Estaba colocado sobreun trozo de papel grueso que ignoré.

La levanté con gran cautela y la contempléasombrada cuando reflejó la luz: líneasminúsculas de esmeralda, realmenteminúsculas, engastadas en la plata. Era una rosaque goteaba sangre y con una pequeña «V»debajo: el escudo de armas real. En el centrohabía una diminuta esmeralda. Lo dejé caer enla palma de mi mano sin dejar de admirar su

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belleza. No era ninguna experta, pero algo tanextraordinario y delicado debía de valer milesde libras.

Volví a levantarlo y ahogué un grito. Sehabía abierto y dentro había ocho miniaturas,cada una rodeada por un marco igualmentepequeño. «Un medallón.»

Reconocí al instante las figuras del interior.Eran el rey y la reina con todos sus hijos, delmayor al menor. Les eché un vistazo a lospequeños marcos, ensartados entre sí por unasbisagras como telas de araña.

Volví a levantarlo hacia la luz, fascinadamientras giraba en la cadena. Detrás de él veíael enorme cuadro que tan nerviosa me ponía,las figuras tenebrosamente realistas del padre yla madre de Kaspar, el rey y la reina, que meobservaban desde su pedestal. Pero algo mellamó la atención. En torno al cuello de la reina

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había un colgante idéntico a aquél.Miré de nuevo el medallón que tenía en la

mano y me di cuenta de que había pertenecido ala reina fallecida.

Lo bajé y cogí el papel sobre el que antesreposaba en la repisa de la chimenea. Lodesdoblé y me tomé un instante para estudiar ellacre real, ya roto. Era una carta escrita con unacaligrafía elegante. Les eché un vistazo a lasprimeras líneas:

Queridísima Beryl:

En primer lugar, debo preguntarte cómo

estáis Joseph y tú. Ciertamente ha pasadodemasiado tiempo desde la última vez quenos vimos...

No necesité seguir leyendo para saber lo

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que decía el resto. Era la misma carta que la delestudio del rey. Y aun así, allí estaba, la últimacarta de la reina sujeta bajo el peso de sumedallón en la habitación de Kaspar. Loadmiré, aún abierto, dando vueltas sin parar...

El sueño comenzó de una forma diferenteaquella noche. Normalmente empezaba deforma casi pacífica, como si unirme almisterioso hombre de la capa fuera un modo deescapar. Y probablemente lo era, pues suspensamientos parecían girar en torno a lalibertad y huir de cualesquiera que fuesen lasrestricciones que tanto odiaba.

Pero aquella noche, primero tuve quesoportar imágenes muy desasosegantes. Kaspary el medallón que había dejado en su habitacióndaban vueltas en mi cabeza, eran más voces y

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sonidos que verdaderas imágenes. Por encimade todo ello, oía un reloj que daba las doce, yluego las nueve, y después las seis, como sifuncionara al revés. Pero pronto —aunque nolo bastante— el escenario cambió y fuesustituido por los pensamientos del solitariovisitante del rey y el bosque ya conocido.

Incluso pensar le suponía un esfuerzo, y lafigura de la capa ansiaba entrar en aquel estadode trance que era lo más cerca del sueño quepodía estar un vampiro, pero no se lopermitiría. Tenía que volver a tiempo para elbaile de Ad Infinítum. No se lo perdería pornada del mundo.

La capa ondeaba a su espalda a pesar de quesu bajo rozaba el suelo húmedo. Noviembre ysu denso frío habían avanzado rápidamente, y él

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sabía que los humanos notaban el repentinodescenso de la temperatura. «Se acerca elinvierno.»

De pronto, captó el inconfundible olor deun asesino entre la humedad, y en un abrir ycerrar de ojos se ocultó en las copas de losárboles. Moviéndose de rama en rama, avanzóhacia el olor y, a medida que se acercaba, lasvoces.

—No queremos más excusas, asesino.Puedes decirle a tu queridísimo Lee que, a noser que decida atacar pronto, no querremostener nada más que ver con él. Ya hemosesperado bastante.

«Vaya, qué reunión tan interesante.»—Lee necesita una razón para atacar y

asegurarse el respaldo del primer ministro.Hasta ahora no la ha tenido.

—Tal vez cambies de opinión cuando nos

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hayas escuchado, asesino.El asesino, que tenía un rango alto a juzgar

por su ropa y por las armas que colgaban de sucinturón, se echó hacia adelante para que la luzde la luna lo iluminara.

—Lo dudo mucho.Los canallas, seis en total, se agitaron. Uno

de ellos estaba sentado por delante de losdemás y parecía ser el portavoz. Prosiguió:

—¿Has oído hablar de la Profecía de lasHeroínas?

El asesino volvió a echarse hacia atrás.—Por supuesto.—¿Y estás familiarizado con su primera

estrofa?En aquella ocasión el asesino se limitó a

hacer un gesto de asentimiento con la cabeza.La figura de la capa, entre las hojas de losárboles, se tensó.

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—¿Y te lo crees?El asesino casi gruñó su respuesta:—Es un montón de mierda sobre el destino

inventada por Athenea. No es digna ni de mitiempo ni del vuestro.

El vampiro sonrió.—Entonces puede que también debieras

replantearte esa opinión.El asesinó soltó una carcajada.—¿Y por qué debería hacerlo? No me creo

lo del destino, y además, ¿qué tiene que ver esocon Lee?

El canalla se puso en pie.—Todo, porque los Varn todavía no lo

saben.Se dio la vuelta y rozó la corteza de un

árbol con una uña larga y marchita. Losvampiros que lo rodeaban se agitaron inquietosy se pusieron también de pie, casi como si se

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estuviesen preparando para huir.—¿No saben el qué?—Creía que esto no era digno de tu tiempo,

asesino.La curiosidad le desfiguraba el gesto al

asesino, que medio se levantó de su tronco.—¡Suéltalo, vampiro, o me aseguraré de

que mi estaca te atraviesa el pecho!El canalla rió oscuramente, tiró de un gran

trozo de corteza y lo lanzó al suelo.—Han encontrado a la chica sabiana de la

primera estrofa. La Profecía es cierta.Los vampiros comenzaron a alejarse. En

unos instantes la oscuridad ya se los habíatragado a todos excepto a su líder.

—¿Qué?El canalla se detuvo y se volvió lentamente.

La media luna iluminó su piel inerte.—Han encontrado a la primera Heroína

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Oscura. Pero, al fin y al cabo, tú no te lo crees,así que no te molestes. Se lo haremos saber aLee antes de que termine Ad Infinítum.

Sonrió, como si aquella idea lo divirtiera, ydespués se dio la vuelta y echó a correr.

Durante todo un minuto el silencio fue totalentre los árboles, pues todo se quedóparalizado. Incluso los pájaros dejaron de piaren sus nidos tras aquella afirmación.

«Así que es verdad. Athenea siempre hatenido razón.»

La figura de la capa saltó del árbol y cayó alsuelo como un borrón negro. Tenía que llegar aVarnley. Pero primero iba a comer.

El asesino no tuvo tiempo para volverse osacar la estaca antes de que el vampiro seabalanzara sobre su espalda y lo tirara al suelo.Le clavó los colmillos con fuerza en la carnedel cuello y el rostro del hombre reflejó la

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agonía antes de quedarse flácido.Cuando la figura de la capa desechó el

cadáver y empezó a correr, la sangre le goteabade los labios hasta el suelo.

Sabía que si era rápido, podría alcanzar ellímite antes de que saliera el sol, quizá inclusoun poco antes.

«El rey tiene que saberlo. La Profecía delas Heroínas es verdad.» La segunda estrofaresonó en su cabeza, pues estaba grabada afuego en las cabezas de todos los seres,excepto de los humanos de su dimensión.Habían encontrado a la primera. La de losvampiros era la siguiente.

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47VIOLET

Aquella noche era Ad Infinítum. Aquella nocheyo era el sacrificio.

Me abracé con fuerza a mí misma. Ya noquedaba mucho tiempo. John estaba de pie a milado, con las manos entrelazadas a la espalda.Ambos nos habíamos apoyado contra la pared, ala espera. Las puertas del vestíbulo de laentrada estaban abiertas de par en par y losmayordomos guardaban silencio junto a varioslacayos vestidos con sus más elegantesuniformes en negro y plata, completados conpelucas empolvadas.

Yo tenía las piernas desnudas, al igual que

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los brazos y los hombros. El vestido blancoharapiento y deshilachado apenas me dabacalor; estaba hecho con capas de una telarasposa y áspera y de encaje basto, y tan sólo losujetaban unos tirantes finos. Me llegaba justopor encima de las rodillas, y llevaba unas cintasblancas enrolladas en torno a las pantorrillas yunas bailarinas también blancas que hacían quemis enormes pies parecieran más pequeños.

El cabello me caía sobre los hombros, y yohabía dejado que se me secara al aire, tal ycomo me ordenaba la tarjeta que me habíandejado en la habitación aquella mañana. Estabaondulado y encrespado. Poco a poco se meiban formando tirabuzones. No llevaba joyas, niperfume, ni maquillaje.

—Odio esperar —dijo John.Era una frase bastante simple, pero cortó el

aire como un cuchillo.

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—Odio esto. —Aquellas palabras apenasfueron un susurro, pero me oyó.

—Yo también, y eso que a mí no van amorderme, como a ti.

Aquel hombre, casi veinte años mayor queyo, estaba claramente asustado de la familiaque yo apostaría que su novia le había enseñadoa temer. Su amplia camisa de lino ya estabapegajosa a causa del sudor y tenía la caracolorada. Se secó la frente y volvió a apoyarsecontra la pared de mármol.

—Al menos yo tengo un motivo para estaraquí. Tú...

—¿A mí me están castigando? Ya, ya lo sé.—Me reí incómoda—. Pero significa quetendré la oportunidad de ver a aquellos que aúnno opinan que soy basura.

Me encogí de hombros y clavé la mirada enla puerta que pronto se abriría.

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—Lo siento.Eso sí que no me lo esperaba. Me enderecé.—¿Por qué lo sientes?No contestó de inmediato, pues oímos el

retumbar de unos pasos en un pasillo. Sedesvanecieron.

—Porque te estén tratando así.Apreté los puños.—Estoy acostumbrada.—No deberías estarlo.No tenía respuesta para aquello, y menos

cuando las puertas del salón de bailecomenzaron a abrirse y me provocaron unaexplosión de nervios en la boca del estómago.Parpadeé unas cuantas veces. Un millar de velastitilantes iluminaban la inmensa sala, algunascon llamas azules, otras naranja. Losventanales, tan parecidos a los de una catedral,estaban enmarcados por cortinas negras, tan

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oscuras como la vista que se apreciaba a travésde cada uno de sus cristales. El mármol blancode las paredes, moteado de oro, estabasumergido en la penumbra, y los pilaresparecían extenderse hasta el infinito porencima de los cientos de vampiros de laestancia..., todos inmóviles. Perfecta yescalofriantemente inmóviles. Algunos estabanpetrificados en un paso de baile, otros conbebidas en la mano, otros en equilibrio parabajar la escalera de la platea que nosotrosestábamos a punto de recorrer.

Todos lucían los colores y las libreas desus familias, tonos oscuros, en su mayoría.Llevaban maquillajes inmaculados y los ojosahumados; en los recogidos de las mujereshabía plumas, joyas y lirios que se marchitaban;los hombres llevaban espadas ceñidas a lascaderas.

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Los camareros, también petrificados,sujetaban bandejas de copas altas con unlíquido rojo que no podía ser más que sangre ypequeños cuadrados de jugosa carne cruda. Aligual que los mayordomos, llevaban pelucasempolvadas que destacaban sobre los tonososcuros de la sala.

Pero lo más impresionante eran las floresque caían desde el techo en cadenas: rosas,rosas negras con hojas blancas, unidas entre sí,muy por encima del espectáculo congelado dela sala. Bajaban por las columnas y las paredes;incluso había algunas enredadas en torno altrono negro del rey. Filas de aquellas mismasflores decoraban las mesas sobre las quedescansaban cuencos de ponche y botellas devino, y había pétalos diseminados entre lasbandejas de comida. Algunas descendían desdela lámpara de araña, y habían atado otras a la

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tarima de la orquesta, tan grande que ocupaba lamayor parte del extremo opuesto del salón.Eran los únicos en el salón que no permanecíaninmóviles, pues la música aún brotaba de susinstrumentos. Una mujer vestida de rojo,hermosa hasta más allá de donde alcanzaba mientendimiento, estaba de pie a la cabeza de laorquesta, también petrificada.

—Violet —dijo John sin apartar la miradaun instante de la escena que se desplegaba antenosotros—, conviértete en vampira sólo por lasrazones correctas. No te dejes persuadir.

La música subió de volumen y ahogócualquier otra cosa que tuviera que decir.Decliné contestar una afirmación que sonabatan extrañamente franca.

Avancé, concentrándome en todos y cadauno de mis pasos, intentando no temblar, puesno quería traicionar el miedo y la presión que

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sentía. Tanteé con las manos delante de mí yagarré, aferré la barandilla de aquella especiede platea que dominaba el salón de bailemientras escrutaba con la mirada a susocupantes con lo que debería haber sido miedofingido.

Estaban todos tan quietos como estatuas,inmaculada y elegantemente inmóviles. Perotenían los torsos tensos, los brazos rígidos,como cazadores dispuestos a abalanzarse sobrela presa. Mi mirada volaba por la habitación enbusca de un vislumbre de color esmeralda, deuna sonrisa de suficiencia. Tenía el corazón tanparalizado como lo estaban las parejas de baile,pero también listo para saltar.

«No está aquí.» En mi cabeza algo me dijoque preparara mi corazón para la decepción, yel alma se me cayó a los pies.

De pronto, la pareja que había debajo de

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nosotros comenzó a moverse, girando en unvals exquisito, sin perder la apostura en ningúnmomento. Rodearon a la que tenían más cerca,que, a su vez, empezó a moverse también, yrodeó a la siguiente pareja. El vestido de lamujer rozó el pie de la escalera que yo prontodescendería. Una y otra vez las parejas girabandando vueltas y más vueltas, cada vez menospetrificadas. Observé, perpleja, que la sala sedespertaba en una gran oleada, que aceleraba yse alejaba de nosotros girando y girando sinparar. Era como una máquina que hubiesecobrado vida y cuyos engranajes dieran vueltascada vez más rápido al ritmo de la música. Noparó, se extendió cada vez más y se diseminóen todas direcciones.

Distraída, vi algo de color de soslayo y mevolví hacia la orquesta. La mujer, alta, elegante,voluptuosa —perfecta— dio un paso al frente.

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Su vestido rojo era brillante en comparacióncon el resto del salón. Cuando se movió,también lo hicieron el resto de los vampiros.Los que no estaban bailando y habíanpermanecido quietos, se desplazaron al unísonocon un movimiento fluido y formaron un óvalogrande, inexpugnable.

Sólo los que estaban en el extremo opuestodel salón, cerca del trono, permanecieron ensus posiciones. Pero la ola se iba acercando, yel baile se iba tornando poco a poco máselegante, más complicado, más recargado.

Sentí que una gota de sudor me resbalabapor el cuello mientras observaba a los vampirosde aquella zona. Todos llevaban bandas negras yesmeralda. Los Varn. Cerré la mano con másfuerza aún en torno a la barandilla. Habíacincuenta, tal vez sesenta, una mínima parte delos vampiros asistentes a la fiesta. Distinguí a

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Lyla en ese mar de negro y esmeralda, junto alacompañante del que tan amargamente se habíaquejado en el baile anterior.

Un sentimiento de rabia repentina eirracional hizo estremecerme. Si había atrapadoa Fabian, entonces al menos debería estarbailando con él. También lo divisé a él, no muylejos, vestido de azul oscuro. Sabía que lascosas no funcionaban así, pero me sentó fatal.

Más oculto entre la multitud estaba el rey,con la misma pareja que le había visto en elEquinoccio de Otoño. La expresión de ella eratan impasible como la del monarca. Estabanmuy quietos. El resto de la familia los rodeaba,y busqué desesperadamente a Kaspar con lamirada. La sala continuó girando y atisbé undestello de cabello amarillo que daba laimpresión de pertenecer a Charity, y otra figuraque podría haber jurado que era la ex de Kaspar,

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Charlotte. Jag estaba paralizado, con una chicaque no era Mary entre los brazos, y Sky tenía aArabella abrazada a su lado. Cain tambiénestaba allí. Su pareja era una chica que penséque tal vez fuera una prima: había bromeadocon que el baile era un rollo de «todo queda encasa». Incluso Thyme estaba allí; no bailaba,sino que esperaba al borde del círculo con susminúsculos colmillos apoyados sobre el labioinferior, ligeramente curvado en una sonrisa.Pero a él no lo veía.

La música bajó de volumen; la habitación sequedó en silencio. Las cabezas se volvieronhacia nosotros, que seguíamos de pie en platea.Las velas de la lámpara de araña flaquearon enlas alturas cuando una corriente de aire heladoentró por las puertas a nuestras espaldas,agitándome el vestido y despeinando a John.Quise volverme para ver de dónde procedía,

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sabía que la entrada principal estaba abierta,pero ninguna corriente de aire podía ser tanfría. No tuve oportunidad de hacerlo.

Un brazo me rodeó por la cintura y la fuerzade un cuerpo me empotró contra la barandilla yme sujetó contra el mármol. Sentí que el airese me escapaba de los pulmones y cerré losojos, sin aliento. Y empecé a tomar bocanadasde aire involuntarias. El dolor me oprimía lascostillas, pero tenía problemas másimportantes... un segundo brazo me habíaagarrado por la muñeca y sentí que mis piesabandonaban el suelo. Instintivamente, volví aabrir los ojos y me revolví, dando patadas yarañazos, sólo para volver a detenerme.

La música ascendía de volumen otra vez y,como uno solo, los Varn se despertaron. Lahabitación resplandeció como un mar de negroy verde que se elevaba y caía, interminable,

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tornándose cada vez más feroz. No aparté lamirada de la escena en ningún momentomientras medio me arrastraban medio mecargaban escaleras abajo, tropezando ycayendo, puede que gritando; era imposibledecirlo con aquella música. Llegamos al finaly, cuando continué hacia adelante, incapaz defrenar, el mismo brazo me detuvo. Cuando tiróde mí hacia atrás, vi de reojo una manga. Erauno de los mayordomos.

John apareció a mi lado, sujeto por otro delos mayordomos. En sus ojos se apreciaban elesfuerzo y el miedo, miedo de verdad. Los dossabíamos lo que iba a ocurrir, pero nada podríahaberme preparado para la sacudidanauseabunda que experimenté cuando la parejamás cercana se separó y vi las pequeñassonrisas de sus labios. El hombre, bastantejoven según los estándares vampíricos, separó

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los labios y dejó a la vista dos incisivosperfectamente cincelados que lo señalabancomo el cazador. Y nosotros éramos su presa.

A un gesto de su cabeza, nos lanzaron aaquel mar negro y esmeralda.

La habitación se llenó de ruido, no demúsica, y un alarido espeluznante que me helóla sangre surgió de la boca de la mujer que tanbella me había parecido. Volé por los aires,pues me lanzaron hacia el vampiro joven, queme recogió entre sus brazos. Le golpeé elpecho, y el pelo se me cayó sobre los ojos yuna de las cintas de mis zapatos se deslizó porel tobillo. Pero apenas tuve tiempo de gritarantes de que me echara de espaldas sobre subrazo y me acercase la boca abierta al cuello.Me echó el pelo hacia atrás y percibí sualiento, que apestaba a sangre y vino. Metemblaron los párpados cuando vi un destello

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blanco: John, que pasaba delante de mí envueltoen los brazos de la mujer. Cerré los ojos ysentí que las manos del vampiro vagaban haciael bajo de mi vestido...

La música volvió a alcanzar un crescendo yvolvieron a ponerme en pie. Aquel movimientorápido y mareante hizo que la cabeza se mequedara sin sangre. Sentí que me empujabanhacia los brazos de otro hombre que me lanzóhacia atrás, y los ojos enrojecidos de aquelnuevo vampiro se acercaron de nuevo a micuello aún descubierto. Cogí aire, queríataparme los oídos, bloquear aquel chillido,pero no podía. Tenía los brazos pegados a loscostados y la sensación de mareo y las náuseasiban en aumento.

Al cabo de un instante volví a estar en pie ysentí que el rubor abandonaba mis mejillas. Mepusieron una mano en la parte baja de la espalda

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y me empujaron hacia el siguiente. Johndesapareció, engullido por una masa de seda ysatén ondulantes. Volví a tomar una bocanadade aire cuando me propulsaron hacia atrás paraterminar atrapada por otro brazo distinto...

Cerré los ojos: no quería ver cómo mepasaban de un vampiro a otro. Sentí que elencaje y la muselina me arañaban la pieldesnuda, que tropezaba con mis propios pies ycaía, que me tambaleaba pasando de uno a otro,que nuevos brazos me cogían mientras loscolmillos no paraban de acercarse a mi cuello,mi garganta, mis hombros...

Pero no me mordían. Sabían que no memorderían. Aun así, aquello no disminuía lasensación de que era una presa entre tiburones,de que me estaban desgarrando lenta ycruelmente.

Entonces la habitación volvió a quedarse

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paralizada y la música se detuvo. Las parejasque nos rodeaban —aunque dio la sensación deque en realidad era yo, porque sólo el alientogélido que me rozaba el cuello delataba elhecho de que no me estaba sujetando unaestatua— se pararon en seco, petrificadas unavez más. Tenía la espalda arqueada y las puntasde mi pelo rozaban el suelo. Sentía los jadeosde mi pecho y cerré los ojos a cal y canto.Quería gritar, todo aquello me parecía injusto.

Sonó un tambor y la música resurgió, conun ritmo más rápido. El estruendo hacía queme retumbaran las costillas, como si milcaballos desbocados quisieran trasladarse deuno de mis pulmones al otro. Con el tambor,volvieron a enderezarme y me tragué la bilis. Elvampiro que me sujetaba soltó un hondosuspiro y comencé a darme la vuelta hacia él;de inmediato, me puso ambas manos en los

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hombros y me obligó a darle la espalda. Con laboca abierta, me vi arrastrada en otra dirección,pero traté de verlo cuando desapareció entrelas figuras que giraban.

Otros brazos me rodearon y sentí que se medisparaba la temperatura; tenía la piel roja y meardía. Tal vez fuera porque reconocí el color dela manga que tenía en torno a la cintura,carmesí, y porque identifiqué el emblemagrabado en los gemelos, o quizá porque notabaun pequeño vial clavado en la espalda.

—Al fin nos conocemos, Violet Lee.Tragué con dificultad, pues sabía

exactamente quién era aquel hombre.—Eres el padre de Ilta.—Para ti, el conde de Valaquia, escoria

humana —me siseó al oído. Entonces me lanzóhacia atrás sobre su brazo, tal y como habíanhecho todos los demás, pero con tanta fuerza

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que oí que me crujían las articulaciones. Micabeza colgaba a escasos centímetros delsuelo. Sentí el frío del mármol mientrascontemplaba sus ojos azules. Tenía los labiosfruncidos en una mueca de asco y pensé quedebía de estar planteándose dejarme caer alsuelo. No me importaría: que me tocara erarepulsivo, sucio, y me dejaba quemaduras enlos hombros y en las palmas de las manos.

—Tu hijo era la escoria, Crimson.Gruñó ante mis palabras y me acercó la

boca al oído.—Mi hijo le estaba haciendo un favor a este

reino cuando intentó librarlo de ti y de tuimpureza. Tu principito debería haberlorecompensado aquel día, no matado.

Abrió un poco más la boca y presionó unúnico colmillo contra mi cuello.

Me estremecí. Su aliento dejó un rastro

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sucio tras él, una huella que no podíaeliminarse con agua.

—¿Qué estás haciendo aquí? Estásdesterrado.

Se echó a reír. Era la risa de alguien quesabía que estaba en condiciones desuperioridad.

—El rey revocó su decisión casi deinmediato. Parece que yo, como mi hijo, sédemasiado como para que me olviden. Les soymuy útil, ya sabes.

—¿Cómo?—Para decirlo sin rodeos, pequeña niña, sé

demasiado sobre las Heroínas Oscuras y sédemasiado sobre tu futuro.

Con brusquedad, me puso en pie, pero antesde que pudiera empujarme, lo agarré por elbrazo.

—¿Qué sabes?

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Entornó los ojos.—Que no te mereces la senda que el

destino ha creado para ti.—¿Senda? ¿Y qué son las Heroínas...?Antes de que pudiera terminar, se había

librado de mi brazo sobre el suyo y me habíaalejado de él con fuerza. Me sentí asqueada yconfusa, pero, sobre todo, intrigada. Aquello yaera, por sí mismo, repugnante. Debería desearestar lejos de aquel hombre, pero sin embargo,quería volver y obtener respuestas.

Vampiro tras vampiro, fueron atrapándomey, a medida que me acercaba al trono, ibareconociendo cada vez más rostros. Charlie,Declan, y Felix, a todos ellos les llegó el turnode maltratarme. Declan estaba deprimido, conla mirada clavada en una chica coqueta que noestaba muy lejos. Alex me había dedicado unguiño con una sonrisa amistosa en los labios.

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Su hermano pequeño, Lance, fue demasiadocariñoso.

Padres, hijos y hermanos de los vampiros alos que había llegado a conocer disfrutaron desu turno para fingir un mordisco y acercarse amí. Izaak Logan había sido el más delicado delejos, mientras que Fabian, con una expresiónfría y distante, había desviado la mirada eincluso me había clavado las uñas en loscostados hasta el punto de hacerme pensar quetal vez me hubiera hecho sangre.

«Fue culpa tuya, Fabian —pensé—. Tú mehiciste elegir entre Kaspar y tú. Tú meapartaste.»

Ya estaba increíblemente cerca de los Varny me había imaginado que aquello funcionabapor rango ascendente; la única persona que seinterponía entre la realeza y yo era Eaglen, queme agarró con la fuerza de un hombre mucho

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más joven.Una vez más, nos detuvimos a medio baile.

Mi cabeza colgaba precariamente cerca delsuelo y las parejas que hacía tan sólo unsegundo nos habían rodeado parecierondesaparecer. Veía estrellas ante mis ojos, perolos mantuve abiertos, inmóviles. Un ventanalalto, similar al de una catedral, reflejaba elescalofriante espectáculo que se desarrollabamás abajo, en el que yo era la víctima. Segúnlos cristales del ventanal, la habitación estabacompletamente desierta excepto por dosfiguras macilentas, vestidas de blanco y con losojos como platos. Una de ellas tenía los brazossujetos detrás de la espalda, totalmente rígidaexcepto por la cabeza, que se inclinaba en unángulo incómodo, doloroso. La otra estabasuspendida en el aire, con la espalda arqueada ylos pies sólo rozando el suelo.

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Cerré los ojos durante un segundo,asombrada ante lo que estaba viendo. Cuandovolví a mirar al cristal, reflejaba la realidad: unahabitación atestada de gente.

«Yo no me inquietaría, criatura mortal, puespronto tomarán la decisión por usted.» La pielse me enfrió, más de lo que ya lo estaba. Era lavoz de Eaglen en mi cabeza, en mi mente, quese suponía que yo podía proteger y que habíamantenido con éxito fuera del alcance de todoslos demás.

«Lárguese...», comencé a decir, pero fuiincapaz de terminar la frase porque las estrellastitilaban tras mis párpados cerrados.Necesitaba de verdad que me pusieran de pie osentarme; cualquiera de las dos cosas seríamejor que continuar atrapada a medio camino.

La música estalló. Grité y no tuve opcióncuando me empujaron para enderezarme de

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nuevo, tambaleándome, y la sangre se deslizóhacia mis pies e hizo que me hormiguearan. Nohabía más colores que el esmeralda y el negro.Quería cerrar los ojos, pero tenía miedo de loque no podría ver: ojos hundidos y manosásperas sobre mi espalda, nada de compasión,nada de misericordia, sólo odio hacia una chicaque se había acostado con su príncipe yheredero.

Los rostros, viejos y jóvenes, pasabangirando a mi lado cada vez a más velocidad. Lamúsica se iba acelerando y los alaridos de lamujer y del coro igualaban el timbre de mischillidos. La cabeza me daba vueltas a todaprisa, casi al mismo ritmo que mi cuerpo, quepasaba de un vampiro a otro. Ansiaba elmordisco, pero sólo para que aquello seacabara.

Vi a Cain, y luego un atisbo de Arabella, que

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agarraba a John, al que se llevaron de inmediatoporque a él no lo morderían. Jag parecía estarpreocupado, pero su mirada no estabaconcentrada en mí. Sky luchaba por sujetarmemientras yo me resistía, sin dejar de mirar alsuelo, negándome a mirar arriba. Sabía que yaestaba muy cerca, pero al mismo tiempoconocía la jerarquía y quién debería ser elsiguiente.

Finalmente levanté la mirada. Se estabaformando un círculo, un círculo de parejasdanzantes que no paraban de girar sobre símismas. En el centro estaba el rey, que habíaabandonado a su pareja en mi favor. Ella estabade pie bastante cerca, con su habitual expresiónde serenidad deformada por el ansia de sangrecuando clavó la mirada en mí.

Dos personas se separaron del círculo, deespaldas a mí. Ambas iban vestidas de negro,

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con bandas de color esmeralda sobre loshombros. Una llevaba un vestido largo, concola, sin espalda, con encaje alrededor delruedo de la falda. Tenía el cabello recogido enun moño, y una flor idéntica a las que colgabande las columnas destacaba entre sus mechonesmedio sueltos. La otra era un hombre quellevaba el traje de corte, con una espadacolgando de la cadera y el cabello oscuroalborotado.

Ya sabía quiénes eran antes de encontrarmemirando dos pares de ojos de color esmeralda.

Uno de esos pares de ojos me devolvía lamirada.

Una pequeña sonrisa me curvó lascomisuras de los labios e, inconscientemente,mis miembros se quedaron paralizados. Elcorazón me dio un brinco, recuperó latemperatura y se ensanchó. Pero mi mente ya

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iba por delante de él. Kaspar era el siguiente.Sin embargo, sabía que no podía tocarlo yaparté la mirada de él para fijarme en la figuraque tenía justo detrás, cuyos ojos grisessaltaban a toda velocidad de su hijo a mí.Kaspar vio mi expresión y se volvió para mirara su padre a la cara.

El rey no me quitaba los ojos de encima y,mientras yo lo contemplaba, sus iris cambiaronal negro teñido de rojo —un rojo profundo,lascivo, lujurioso—. Las palmas de mis manoscomenzaron a arder.

Kaspar cambió de postura y siseó. Nadieexcepto nosotros podría haberlo oído porencima de la música, pero aquel sonido fueaumentando de intensidad a medida quecontinuaba avanzando de espaldas hacia mí, queestaba de puntillas, a punto de ser lanzada alcentro del anillo.

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De pronto, Sky me soltó y caí dandotrompicones hacia Kaspar, que se dio la vueltay se lanzó en dirección a mí al tiempo que supadre hacía lo mismo, siseando y gruñendo.Abrí la boca para gritar mientras luchaba porrecuperar el equilibrio y retroceder, medio derodillas, una huida inútil de aquellos dosdepredadores que poseían un centenar de vecesmi fuerza y mi velocidad. Las lágrimas meempapaban la parte delantera del vestido ytrataba de no mirarlos, aún alejándome atrompicones. Los dos estaban ya muy cerca,ambos un borrón a sólo unos centímetros dedistancia, cuando el rey estiró un brazo y agarrólas solapas de la chaqueta de su hijo y lo apartócon una sola mano.

El rey habló cuando, con la otra mano, mecogió por el brazo y tiró de mí para ponerme enpie. Su voz atravesó la confusión, un susurro

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grave dirigido a su otro hijo, Sky:—No la puede tocar, ¡ni siquiera para esto!Todas las miradas estaban clavadas en

nosotros, y dejé de revolverme, pues sentí quela sangre volvía a colorear mis mejillas. No mealegré, pues sabía que aquello tan sóloaumentaba mi atractivo para ellos. De piedetrás de mí, el monarca aprovechó laoportunidad para agarrarme las dos muñecascon una sola mano y levantármelas por encimade la cabeza. Con la otra mano, me apartó elpelo del hombro derecho, y entonces oí que desus labios brotaba un gruñido.

Sentí su aliento, tan frío que parecía que ibaa quemarme la piel. Cuando se acercó, noté lamisma quemazón que en las palmas de lasmanos. La vena de mi cuello palpitabadescontroladamente, latía contra mi piel comosi estuviera desesperada por escapar, pero yo

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sabía que era porque mi corazón palpitaba pordos. Unas cuantas lágrimas me resbalaron porlas comisuras de los ojos, y cerré los párpadoscon fuerza, porque no quería que me viesenllorar.

—Abra los ojos —siseó junto a mi oído y,a regañadientes, obedecí.

Quise exigir que me explicaran por quétenía que mirarlos mientras me veían sufrir,pero no tuve oportunidad, pues las personas quehabía a un lado se sobresaltaron y se movieronpara separarse un poco. Sky se dirigió a todaprisa hacia aquella pequeña conmoción, dondeya estaba Cain, luchando con Kaspar, cuyaexpresión era la de un hombre que sabía queestaba luchando en vano: labios separados,puños apretados, entrecejo fruncido...desesperado. Sin una sola palabra, Sky cogió asu hermano de un brazo, tal y como había hecho

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Cain con el otro, ambos preocupados por quepudiese abalanzarse sobre nosotros.

Yo sabía que no lo haría. Era demasiadotarde. Su mirada se cruzó con la mía y me lasarreglé para esbozar la más leve de las sonrisascuando el rey me apretó las muñecas con másfuerza, preparándose para echarme hacia atrás ymorderme. Cerré los ojos. Comencé a caerhacia el suelo, me clavó los colmillos en elcuello y la habitación, tan amplia, alta y largacomo una catedral, se llenó con el eco de ungrito no fingido, no simulado, como me habíanordenado, sino real. Muy real.

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48VIOLET

—¿Estás bien? —me preguntó Cain tras sacarun pañuelo del bolsillo de su chaqueta ycolocarlo sobre la herida, que ya sentía que seme estaba cerrando. Estábamos fuera, y unabrisa suave refrescaba el sudor que me cubríael cuerpo.

—Eso creo.Fue una respuesta jadeante y no dio la

sensación de que estuviera bien, pero fue loúnico que me permitieron susurrar mis fuerzas.Los minutos anteriores (aunque según el relojque había en la pared había sido media hora) mehabían afectado más de lo que esperaba y me

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habían hecho recuperar el miedo hacia aquellascriaturas... Pero «recuperar» no parecía ser lapalabra adecuada, porque era un miedo que enrealidad no había existido antes.

—Bien —dijo él, y volvió a guardarse elpañuelo en el bolsillo del pantalón.

Daba la sensación de que tenía algo másque decir, pero lo interrumpí:

—¿Dónde está Kaspar?Cain me lanzó una mirada de aburrimiento.—Hablando con el rey. Cualquiera habría

dicho que dos semanas en Rumanía le habríanhecho aprender la lección. —Agucé el oído.«¿Rumanía?»—. Que no te dé tanta lástima —continuó Cain—, se las ha pasado ahogando laspenas en alcohol en el castillo de verano de Skycon sus antiguos compañeros de Vampiros.

O sea, que allí era adonde habían desterradoa Kaspar durante las dos semanas anteriores; y

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había algo en aquel «compañeros» que meponía nerviosa... algo me decía que erancompañeros de ambos géneros. Se me cayó elalma a los pies. Kaspar no había malgastado eltiempo. «Y sin embargo aquí estoy yo,paseando mi tristeza a la espera de que regresemi príncipe. —Era patético—. ¿Qué esperaba?No soy más que otra muesca en el poste. Al finy al cabo, soy una escoria humana con un futuroque al parecer no me merezco.»

No obstante, no podía evitar recordar elmodo en que me prometió que no permitiríaque nadie me hiciera daño... el modo en que mehabía sentado sobre su regazo de camino aLondres. En aquellos momentos parecía que leimportaba, pero de inmediato cambiaba y elcapullo reaparecía. «Y luego dicen de Jekyll yHyde.»

—¿Quieres volver adentro?

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—No, ve tú. Sólo quiero tomar un poco elaire.

—Tú verás. Grita si pasa algo.Rodeé el pilar y me oculté junto a las

puertas, en una réplica en pequeño de labalconada de arriba, aquella noche iluminadacon faroles.

Sabía que estar sola me inquietaría más,pero necesitaba tiempo para pensar sin que mebombardearan con más información.

Apenas había podido reflexionar sobre misueño de la noche anterior. Y sabía que deberíahacerlo, pues fuera lo que fuese aquellaProfecía, le estaba proporcionando a mi padrela excusa que necesitaba para poner en marchasu plan para sacarme de allí. Y ValerianCrimson había dicho lo mismo. HeroínaOscura...

También era consciente de cómo debería

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sentirme al respecto. «Aliviada. Esperanzada.Eufórica.» Pero no era capaz de conciliar esasemociones —que experimentaba conmoderación— con el creciente apego quesentía hacia Varnley y que había reconocidoabiertamente ante Kaspar al rechazar laoportunidad de marcharme.

«Y aun así, ¿qué justifica que continúeaquí?» La mayor parte de aquella gente medespreciaba por haberme acostado con Kaspar,a quien no podía tocar bajo ningunacircunstancia y al que, según Cain y Jag, lasituación no había parecido afectarle muchodurante su estancia en Rumanía. Y como guindadel pastel, tenía una voz en la cabeza ypesadillas sobre acontecimientos muy reales.«Este lugar me está volviendo loca.»

Dejé mi mente en blanco y me concentréen la fuente cuando algo comenzó a presionar

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contra mis barreras y a intentar fisgar en micabeza. Insistió durante un minuto, y luego suroce desapareció.

—Un penique por tus pensamientos, Nena.Exhalé con fuerza, y con el aire que expulsé

se marcharon mis preocupaciones.—Mis pensamientos son míos, alteza, y

valen mucho más que un penique.Se echó a reír.—Ya has vuelto a hacerlo, rechazar al

príncipe del reino. En serio, deberías aprendera no hacerlo.

—Lo hice. —Me volví y vi a Kaspar cara acara, por fin, después de catorce largos yarduos días—. Pero la cosa terminó con elpríncipe en Rumanía durante dos semanas, cosaque he oído que no le hizo mucha gracia.

—No. —Me rodeó y se apoyó contra labarandilla de piedra—. No le hizo mucha

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gracia. Rumanía le parece un lugar bastantebonito, pero resulta que hay algo mucho máshermoso aquí, aunque un tanto incordio y sinpelos en la lengua.

Me puse muy colorada y sentí mariposas enel estómago ante aquel halago.

—Yo también me alegro de verte, Kaspar.Me apoyé contra la barandilla a su lado, con

mucho cuidado de mantener la distancianecesaria para no correr el riesgo de tocarlopor accidente.

—¿Te he dicho en algún momento que mealegrara de verte, por muy impresionante queestés vestida de blanco?

Lo preguntó con un tono bastante sincero,pero en sus ojos había un brillo travieso y mefingí ofendida.

—¡Qué grosero! Y el blanco me hacepálida, a duras penas puedo estar

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impresionante.—Precisamente por eso. Te hace parecer

una vampira. —Se dio la vuelta antes determinar de hablar, pero me dio tiempo decaptar el matiz rosado de sus ojos. Una vezmás, supe que la emoción apropiada en aquelmomento era el enfado, pero no pude evitarsentirme halagada—. Pero, en serio, me alegrode verte. Resulta que tú eres lo que hace la vidadivertida —dijo riendo en voz baja.

—Gracias. Supongo que yo también te heechado de menos —susurré con la esperanza deque la luz de los faroles fuese lo bastante tenuecomo para que no viera mi sonrojo, que parecíaestar tornándose permanente.

—¿Qué?Me dio un vuelco el corazón.—Yo también te he echado de menos —

repetí.

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Soltó una carcajada.—Ya te había oído, Nena. Simplemente me

preguntaba si podrías ponerlo por escrito.Fruncí el entrecejo.—¿Qué quieres decir?—Quiero decir que jamás pensé que viviría

para ver el día en que dijeras eso.Se dio la vuelta para mirarme de frente y yo

sonreí sin mucho entusiasmo ante sucomentario. Entretanto, me di cuenta de que mimirada vagaba sin mi permiso por su torso yque se detenía debajo de su faja.

«Dios, lo he visto desnudo.»—¿Violet?Sacudí la cabeza y noté que una sonrisa

abochornada me curvaba los labios. Me puse amirar los jardines.

—¿Qué tal en Rumanía?De soslayo, vi que su sonrisa arrogante se

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desvanecía y que se ponía serio de nuevo.—Bonita, como ya te he dicho. Ojalá

pudiera llevarte allí, enseñarte el hogar de misantepasados. Habría estado bien tener allí aalguien que compartiera mi pasión por elalcohol, además.

Enarqué una ceja.—¿Has bebido mucho?Suspiró y sus ojos perdieron el brillo y se

pusieron de un tono mentolado.—Es difícil saber cuánto has bebido cuando

lo haces solo.Mis ánimos y mis esperanzas se

recuperaron un poco. «¿Así que no seemborrachó con otras chicas?»

—¿Solo?Él también se puso a mirar el paisaje,

aunque cada pocos segundos se volvía hacia mí,como si estuviera dividido en cuanto a qué

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debía contemplar.—Pareces sorprendida.—Es que he pensado...No me presionó para que acabara la frase y

nos sumimos en el silencio. Aun así, laausencia de palabras no era una barreraincómoda entre nosotros. Al contrario,resultaba reconfortante saber que estábamos agusto en esa situación. Cerré los ojos duranteun rato y escuché el gorjeo de un pájaro y elcontinuo tamborileo del agua de la fuente.Incluso a través de los párpados cerradosdistinguía puntos rojos y dorados en el aire: lasdiminutas luciérnagas que flotaban sobre elestanque y las lenguas de fuego de los faroles.

—Tienes frío —susurró.Abrí los ojos y me aparté un mechón de

pelo de los ojos.—Sólo un poco.

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Enarcó una ceja y se apartó el pelo de lafrente.

—Tienes la piel de gallina en los brazos.Se quitó la banda, se desabrochó la

chaqueta, y a continuación me la pasó. Aceptéla chaqueta agradecida, procurando no tocarlela mano. Cuando me la puse, sentí una calidezinmediata sobre los hombros, que llevabancongelados la mayor parte de la velada.

Estiré los brazos.—Me queda un poco grande. —Las mangas

superaban en varios centímetros las yemas demis dedos y los faldones me llegaban casi a lasrodillas—. Gracias.

Asintió.—¿Quieres dar un paseo conmigo?Me rodeó y bajó la escalera por delante de

mí. Las pocas personas con las que noscruzamos nos miraron con sorpresa. Podía

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leerse la misma expresión en cada rostro. Elhecho de que yo llevara su chaqueta tampocoayudaba a disminuir su asombro.

—Mierda, tengo una piedra en el zapato —dije cuando pasamos de la gravilla al césped.Me detuve, me agaché y tiré de las cintas quellevaba atadas a la pantorrilla para desatarlas.Me quité el zapato y me quedé a la pata cojapara librarme de aquel pequeño guijarro.Kaspar ladeó la cabeza y me observó con unaperplejidad divertida.

—Nena, de verdad que eres la viva imagende la elegancia. —Fingí una risa antes de casicaerme de espaldas mientras intentaba volver aatarme las cintas en torno a la pierna—. Teayudaría —prosiguió—, pero no puedo tocarte,y además estoy disfrutando bastante delespectáculo.

Tuve la sensación de que no me estaba

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mirando los pies, sino más bien el escote,pronunciado y no precisamente muy discreto,cuando me inclinaba hacia adelante. Al fin mevolví a poner el zapato y desistí del intento deque las cintas quedaran bien. Volví aenderezarme y eché a andar por delante de él,en dirección al estanque.

«Para ser justos, tú te has puesto a mirarlela entrepierna hace un momento», me recordómi voz.

«Sí, bien visto, voz.»Kaspar en seguida llegó a mi altura y adoptó

mi ritmo, pero me dejó seguir rumiando ensilencio, con su media sonrisa presuntuosa enlos labios. Llegué al estanque, extasiada con lasluciérnagas que revoloteaban por allí y quecubrían la superficie del agua de una nubebrillante que zumbaba quedamente.

—Son bonitas, ¿verdad? —comentó Kaspar

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haciendo un gesto con la cabeza en dirección alas luciérnagas—. Sólo vienen una vez al año,para Ad Infinítum. Es estúpido, pero la gentedice que se alimentan de la alegría.

—Vaya —murmuré, aunque en realidad noestaba admirando los insectos.

—Mi madre las adoraba.Volvió a caer el silencio y, al cabo de unos

momentos, eché a andar por el borde delestanque hacia el lugar del que, de los árboles,colgaban aún más guirnaldas de flores, unidascomo cadenetas de papel. Eran idénticas a lasde dentro: los pétalos del negro más oscuro,las hojas absolutamente blancas. Estiré unamano, porque quería tocar los pétalos...parecían estar hechos de terciopelo.

—Yo no lo haría, si fuera tú.Aparté la mano a toda prisa cuando Kaspar

apareció justo delante de mí.

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—¿Por qué?La expresión de su rostro se tornó

increíblemente sincera.—Estas rosas se llaman Caricia de la

Muerte. Son letales para cualquier humano ovampiro que toque sus pétalos.

Me aparté a trompicones.—¡Estás de coña!Sacudió la cabeza.—Hablo completamente en serio. Si

hubieses tocado una, ya estarías en el suelo,muerta. —Abrí los ojos como platos y di unoscuantos pasos más atrás. Kaspar se echó a reír,se dio la vuelta y arrancó una del tallo. Laadmiró durante un instante y luego estiró lospétalos exteriores para que se ajustaran alcírculo que creaba el resto de la flor—. Toma,huele una.

Me la ofreció en la palma de la mano y yo

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sacudí la cabeza.—¡Ni de coña!—Confía en mí, Violet —rogó con un

suspiro.Fruncí el entrecejo, pero me eché hacia

adelante. Ni siquiera tuve que acercarmemucho para captar su fragancia.

—¿A qué te huele? —me preguntó.Arrugué la nariz.—A verduras podridas.Hizo un gesto de asentimiento.—Pues a mí me huelen —se llevó la flor a

la nariz— casi tan dulces como tú.Resoplé.—¿Ésa es una frase cursi que utilizan los

vampiros para ligar?Fingió sorprenderse.—¡Mierda! ¿Tan obvio resulta?Lanzó la flor al estanque, sobre cuya

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superficie flotó como si hubiera caído en unnenúfar. Después, se limpió la mano en lacamisa blanca que llevaba debajo del chaleco yse la manchó de negro.

Comenzamos a andar.—Entonces, si son tan mortíferas para los

humanos y los vampiros, ¿por qué está toda lacasa decorada con ellas?

Soltó el aire lentamente, como si larespuesta fuera obvia.

—Siempre hay dos únicos humanos en AdInfinítum, y están bajo vigilancia constante, asíque, ¿por qué no? Además, son la flor delreino. Mira. —Señaló la rosa del escudo dearmas de su chaqueta—. Representan todo loque somos. Son letales para los humanos, peropara nosotros son algo bello y valioso. Inclusofabrican perfumes que contienen su aroma, elcual no gusta mucho a los humanos.

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—¿Así que son simbólicas para losvampiros?

—No. Son simbólicas para los seresoscuros.

Cerré los ojos y me recordé que no debíaexasperarme ante aquella respuesta. Teniendoen cuenta que yo no sabía nada sobre los seresoscuros, a duras penas podía aclararme algo.

Habíamos llegado a la fuente. Kaspar sesentó en el borde y dio unas palmaditas sobre lapiedra, a su lado. Me senté al tiempo queintentaba convencerme de tener el suficientevalor para obtener respuestas.

—¿Qué son las Heroínas Oscuras?Se volvió hacia mí con la espalda recta

como un palo, los ojos como platos y la bocaabierta. Se le pusieron los ojos negros duranteun segundo.

—¿Quién te ha hablado de eso? —quiso

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saber.Mi pensamiento se aceleró, tratando de

buscar una excusa plausible. No podía contarlelo de los sueños, pues su padre podríaaveriguarlo.

—Nadie. Dentro he oído hablar a variaspersonas de que Athenea había encontrado laprimera chica sa... bea... na o algo así. —Apenas recordaba cómo había pronunciadoaquellas palabras el canalla durante mi sueño.

Kaspar se relajó un poco, pero la curiosidady la alerta continuaban ardiendo en sus ojos.

—Sabiana. Se escribe con «i», sa... bia... na—repitió silabeando.

—Sabi... ana. —Intenté imitarlo, pero meresultaba difícil pronunciar aquella palabra, nosabía muy bien por qué.

Las comisuras de sus labios se levantaronligeramente.

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—¿Sabes quiénes eran los que hablaban deeso? Porque se supone que no lo sabe nadiemás que el consejo, y por supuesto que no sedebe hablar de ello.

Sacudí la cabeza y mentí entre dientes:—No lo sé. No los reconocí.—Ah.Suspiré, y aquella vez sí dejé entrever mi

exasperación.—No vas a contarme qué son las Heroínas

Oscuras, ¿verdad? Ni qué es la Profecía de lasHeroínas. Ni por qué los vampiros están tansorprendidos. Ni por qué los vampiros son lossiguientes...

Se estremeció.—¿Has oído todo eso?—Por favor, explícamelo. ¿Qué mal puede

hacer? Tampoco es que vaya a decirle a nadieque sé lo que es.

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Hizo un gesto de negación con la cabeza.—Ya sabes que tanto el consejo vampírico

como el interdimensional han acordado que nodebes tener conocimiento alguno respecto aninguna dimensión que no sea ésta hasta que teconviertas...

—Sobre eso trataba la reunión cuando nosfuimos a Londres, ¿no? Y ese tal Fallon. ¿Erasabiano? Él sabía lo de la Profecía, ¿verdad?¿Hace cuánto descubristeis que habíanencontrado a esa chica? ¿Hace poco? No heoído a nadie hablar de esto antes.

Lancé las dos últimas preguntas paraponerlo a prueba; ya conocía las respuestasgracias a mi sueño de la noche anterior, peroquería saber hasta qué punto sería sincero.

—¡Frena! Te lo contaré, ¿vale? —Levantóla mirada sólo para volver a bajarla y se pasó lamano por el pelo. Se me detuvo el corazón, por

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fin iba a obtener respuestas—. Bien, ¿pordónde empezar? —Respiró hondo, bajó lamano, y entonces comenzó su discurso—: Haynueve dimensiones, paralelas en casi todos lossentidos; todas ellas están pobladas porhumanos, así como por un número muchomenor de seres oscuros de los que no voy ahablarte. —Estaba a punto de empezar aprotestar, pero me cortó—: Es unainformación más valiosa que mi vida, así queno te la daré. —Y prosiguió—: Los humanosno se han llevado nunca bien con los seresoscuros en ninguna de las dimensiones,excepto en ésta, donde, aparte de los miembrosmás destacados del gobierno, todos ignoráisnuestra existencia, por lo general. Pero haceunos cinco mil años, un erudito y profetasabiano, sí, «sabiano» —asintió con la cabezamientras yo lo silabeaba de nuevo—, un erudito

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sabiano aseguró que conocía el futuro. Segurode sus propias habilidades, escribió lo quehabía previsto. —Levantó la mirada paracruzarla con la mía. Tenía los ojos moteados degris—. Predijo las guerras mundiales, y elcambio climático, incluso la invención de labomba atómica. Sabía que los tratados a los quehabían llegado los seres oscuros y los humanosfracasarían, y que la guerra se convertiría enuna posibilidad cada vez más inminente.Conocía nuestro mundo, Violet. Sabía dóndenos equivocaríamos.

Embelesada, permanecí en silencio, y él selo tomó como una señal para que parase.

—¿Estás segura de que quieres que siga? —Asentí y él soltó una risa seca—. Pero no nosdejó totalmente desesperanzados. Al mismotiempo, elaboró la Profecía de las Heroínas, yen ella predijo que durante esa época oscura

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nueve mujeres ascenderían para convertirse enuna especie de... deidades, supongo. Porencima de todos los reyes, se supone que esasnueve mujeres restaurarán el equilibrio perdidocon la humanidad.

Me lo podía imaginar. Era un cuento dehadas, un cuento de héroes, pero real. «Esto esreal.» Mi voz se quedó en silencio, envuelta enla historia que tanta intriga me producía. «Lahistoria de mi mundo.»

—Pero tú no te la crees. Al menos antes note la creías.

Sacudió la cabeza.—No muchos se la creían, aparte de los

Athenea, que es el nombre tanto de la familiareal sabiana como de un lugar real, y del pueblosabiano. También en aquella época seconsideró que la Profecía era una tontería,porque situaba a las mujeres en el poder.

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Me acerqué a él con los ojos cargados decuriosidad. La voz me salió en un susurro conuna nota de incredulidad:

—Pero ¿ahora se está haciendo realidad?—Sí. No quiero creérmelo, pero ¿cómo

puedo no hacerlo?Su pregunta iba más dirigida a él mismo que

a mí, así que no contesté. Los recuerdos de misueño de la noche anterior aún estabanrecientes. «Es verdad. Es real.»

—Los sabios de Athenea han encontrado asu chica. —Respiré y me quedé callada,sobrecogida. Mi padre me había educado paraque fuera una persona racional, pero miexperiencia allí me había cambiado. Estabadispuesta a creerme aquello, por muy loco ycomplicado que pareciese—. ¿Sabes quién es?

Sacudió la cabeza.—¿La primera Heroína? Ni idea. Nadie lo

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sabe. Los sabios han cerrado sus fronteras, asíque no hay forma de entrar ni de salir de ladimensión. No podemos enviar mensajes y estábastante claro que ellos no van a decirnos nada.Tenemos que esperar a que nos lo cuenten.Como de costumbre.

Fruncí el entrecejo.—Pero ¿cuánto podría tardar eso?—¿Quién sabe? —contestó—. Días,

semanas, meses tal vez. Se tomarán su tiempo,y cuando estén listos, ella vendrá. Tendrá quehacerlo en algún momento, porque ha nacidopara despertar a las otras Heroínas.

Me aferré al borde de la fuente. El rocíosalpicaba la chaqueta de Kaspar y volvió aprovocarme frío.

—¿Qué quieres decir?Cerró los ojos con un suspiro.—La primera estrofa tiene que ver con los

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sabios, la segunda con nosotros, la tercera conlos malditos, y así. La primera explica que laprimera Heroína debe buscar a todas las demás.Como supuestamente la segunda es vampira,vendrá aquí en primer lugar, encontrará a lasegunda chica, y entonces... bueno... —Sequedó callado e hizo un gesto de negación conla cabeza.

—¿Cuál es la primera estrofa? ¿Te lasabes? —le pregunté, aunque dudaba que fuesea decírmelo.

—Por supuesto. Todo el mundo se la sabe,excepto vosotros, pobres humanos de estadimensión. —Puse cara de mal humor anteaquel comentario—. Es muchísimo más bonitaen su lengua original, el sabiano, porque en lanuestra se ha alterado para que rime, peroentenderás la esencia.

Se echó hacia atrás apoyándose sobre los

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codos y miró hacia el cielo estrellado. Laspalabras salieron de sus labios como si lashubiera repetido un millón de veces:

En piedra están grabados susdestinos,sentenciada a sentarse en el primerode los tronos.La última de su línea y un símbolopara los buenos,es la última de los caídos, una deidadentre todos.Su maestro, su amor, su mentira lamueve,sola la primera inocente muere,para la chica nacida para despertar alas nueve.

Terminó, juntó los labios y apartó la mirada

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de las estrellas.—¿«Sola la primera inocente muere»? —

cité, y sentí que se me erizaban los vellos de lanuca.

—Inquietante, ¿no? Cuarenta y cincopersonas morirán si la Profecía es cierta.

Me estremecí, pues la intriga por aqueltema de pronto me provocó un fríodesconcertante.

—No me gustaría estar en la piel de esaHeroína.

Kaspar sacudió la cabeza.—A mí tampoco. No se lo desearía a nadie.—¿Y si fuese alguien a quien conocieras?Se puso de pie de repente. Se volvió hacia

mí y su cuerpo bloqueó la luz de la casa y de laluna, que proyectó su larga sombra sobre elsuelo.

—Pues entonces que el destino se apiade

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de su corazón.Cuando volvió a mirarme, un segundo

escalofrío me recorrió la espalda. Su diversióny su sonrisa arrogante ya no estaban. Más bienparecía que sólo mirarme le provocaba dolor.

—Quizá deberíamos volver adentro —murmuré mientras me ponía también de pie.«Ya he tenido bastantes respuestas por estanoche.»

—Tienes razón. Vamos. —Juntos, nosencaminamos de nuevo hacia la mansión,ignorando las muchas miradas que nos seguían.Estábamos justo debajo del balcón cuando sedetuvo—. Violet, espera.

Me quedé paralizada ante él y me di lavuelta para ver que se estaba ocultando en unhueco de la pared. Me cogió por sorpresa, peroen seguida recordé que todavía llevaba suchaqueta.

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—La chaqueta, toma —dije. Me la quité atoda prisa y se la pasé.

—No, no era eso, pero sí que la necesito —rió entre dientes. Se la puso y metió la mano enel bolsillo del pecho—. Tengo algo para ti.

Supe que mis mejillas estaban pasando atoda velocidad del blanco al rojo.

—¿Qué? ¡No tenías por qué!Sonrió con arrogancia.—Sí tenía por qué. Me parece que es un

regalo por haberte jodido la vida.—No creía que mostrases arrepentimiento.—Y no lo hago. Si me arrepintiera de lo

que pasó en Trafalgar Square, no te daría esto—aclaró, y del bolsillo se sacó una largacadena con un colgante, «No, un medallón»,sujeto a ella.

—Dios mío... —dije sin apenas aliento, sinpoder creerme lo que estaba viendo.

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No era capaz de apartar la mirada; laesmeralda aparecía y desaparecía mientrasgiraba bajo la cadena.

—Era el medallón de mi madre. Y dentrotiene pequeñas fotos de mi familia. Me lo diola semana antes de morir y me dijo que se loentregase a la mujer que yo sintiera que iba amantener unida a esta familia. Y... y hesupuesto que ésa eras tú.

La voz se me ahogó en la garganta:—Yo... yo... ¡No puedes!—Sí puedo —contestó ya poniéndose a mi

espalda para abrir el cierre.—Pero...—Sin peros.Me lo pasó por la cabeza y llevó la cadena

hacia mi nuca. Me quedé paralizada por elmiedo a que me tocara accidentalmente. Lamanipuló durante unos instantes y sentí el roce

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del medallón contra mi piel. El metal estabaextrañamente frío y no se calentó cuando saquémi pelo de debajo de la cadena.

—Ya está —suspiró. Me rodeó y entoncesme dijo—: Cuídalo. —Lenta, muy lentamente,pasó las yemas de los dedos por la esmeralda yterminó agarrando el medallón. Me quedé sinrespiración cuando lo apartó de mi piel y se lollevó a los labios. Lo besó—. Cuídalo —repitió, y entonces volvió a dejarlo sobre mipecho, justo en el instante en que tomé unaúnica y lenta bocanada de aire.

Sus dedos, tan fríos como el medallón, merozaron la piel durante un momento, un solosegundo. Pero bastó. Kaspar me miró a losojos y vi que el miedo repentino que hacía quese me hinchara el pecho se reflejaba en lossuyos. Cuando se dio la vuelta y miró hacia laspuertas, seguí su mirada. Sabía lo que iba a ver.

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De pie junto a las puertas, con los ojos másoscuros que la noche alejada del farol, estaba elrey.

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49VIOLET

Di un paso para alejarme de Kaspar y me aferréal medallón en actitud protectora, más asustadade que el rey pudiera quitármelo que de supropio enfado.

—Simplemente no lo entiendes, ¿no es así,hijo mío?

Sus palabras eran calmadas. Controladas.«Una amenaza», pensé.

—¿Entender qué, padre? —contestó Kasparen el mismo tono.

El monarca dio unos pasos hacia adelante yse ocultó también entre las sombras. Cruzó losbrazos sobre el pecho y observó a su hijo a

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través de sus iris negros, lo único que delatabasu enojo.

—La filosofía de «se mira pero no setoca».

Una brisa atravesó la veranda y me alborotóel pelo. Los faroles se bambolearon,ahuyentaron las sombras y derramaron luz tantosobre el rey como sobre Kaspar. Durante uninstante, me quedé perpleja ante lo mucho quese parecían: desde su postura erguida hasta lasonrisa arrogante que ambos compartían.Incluso su forma de fruncir el entrecejo eraidéntica.

Kaspar soltó una risa hueca.—La entiendo a la perfección. Ya me has

soltado ese sermón antes. Pero esto es poralgo más, ¿verdad?

—Por mucho más —respondió el rey—.Tengo muchas razones, y una de ellas es que

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tienes que aceptar tus responsabilidades yaprender que tus acciones tienenconsecuencias.

—Eso ya lo sé —le espetó Kaspar—. Lo sédemasiado bien.

Un nutrido grupo había comenzado areunirse en los escalones y contemplaba laescena con interés.

—No, no lo sabes. Si fuera así, admitiríasque debes mantenerte alejado de ella.

Las palabras se me escaparon de la bocaantes de que pudiera retenerlas:

—Ella tiene un nombre.La mirada del rey se clavó en mí como si

acabara de notar por primera vez que estaba allí.Se fijó en el medallón, y yo volví a rodearlocon mis dedos, insegura de cómo iba areaccionar. La cadena me mordió el cuello,estaba tan tensa que amenazaba con partirse. El

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medallón continuaba estando frío, a pesar deque ya llevaba unos cuantos minutosdescansando sobre mi pecho. Cuando loreconoció, el rey abrió los ojos como platos, yyo me puse rígida, lista para escapar, pero enlugar de sisear o gruñir como me esperaba,habló con una ternura calmada de la que nosabía que era capaz.

—Señorita Lee, ¿podría hacerme el honorde concederme el siguiente baile?

—No —contestó Kaspar.Yo le lancé una mirada furiosa, consciente

de que estaba montando una escena aún másmorbosa ante el creciente número deespectadores.

—No tengo más remedio —dijearticulando las palabras con claridad, y despuésrendí una reverencia al rey.

Con un gesto de disgusto, Kaspar se hizo a

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un lado. El rey ya estaba a medio camino de lapuerta y yo lo seguí tratando de ignorar lasmiradas de la multitud.

El monarca se encaminó hacia el centro delsalón de baile. Al instante, la música cesó desonar y los que estaban bailando se detuvieron.La gente se apartó para formar un círculo.

«O sea, que sólo bailaremos nosotros.Estupendo.»

La orquesta miró al rey, que pidió una danzasencilla que yo conocía de las clases de bailede Sky; aún mejor, ni siquiera requería que noscogiéramos. Se me relajaron los hombros,únicamente para volver a tensarse cuando mimirada revoloteó hasta Kaspar, que se habíaabierto camino hasta la primera fila. Parecíapreocupado.

El círculo se cerró a nuestro alrededor yme dejó enclaustrada en el centro. Los violines

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comenzaron a tocar, los murmullosdesaparecieron e hice una larga reverenciamientras que el rey, frente a mí, permanecíaerguido.

Cuando los demás instrumentos se unierona la melodía, di unos cuantos pasos al frente, aligual que el monarca, hasta que nosencontramos en el centro, a unos centímetrosel uno del otro.

—Señorita Lee.—Su majestad.Retrocedimos y nos rodeamos el uno al

otro para regresar a nuestras posicionesoriginales antes de volver a acercarnos.

—¿Pretende bailar en silencio, señoritaLee?

Me cogió la mano izquierda con su derechay, una vez más, giramos manteniendo una buenadistancia entre ambos.

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—Perdóneme, su majestad, pero no tengola costumbre de entablar conversación con laspersonas que me aborrecen.

Me cogió de la otra mano y dio un pasoatrás, a la vez que yo, hasta que volvimos aunirnos.

—Pero, señorita Lee, ¿qué le hace creercon tanta firmeza que la aborrezco?

Nos separamos y volvimos a girar,serpenteando entre las parejas imaginarias quenos rodeaban.

Casi me echo a reír al oír su pregunta, perome lo pensé mejor. Me di la vuelta y esperé aque volviéramos a estar juntos para contestar:

—Que no me deja acercarme a su hijo.Una vez más, tomó mis manos entre las

suyas, las soltó, y luego me rodeó.—Tengo mis razones para ello. Pero no se

debe en ningún caso a que la odie. Usted lo da

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por hecho cuando, en realidad, no es así.Fruncí el entrecejo, estaba perdida.—Pero me acosté con el heredero al trono.

Su heredero.Ambos dimos un paso al frente en

dirección al otro y luego nos alejamosmientras él reía.

—No se pavonee, señorita Lee. Mi hijo seha acostado con muchas chicas... muchaschicas humanas. Su caso no es distinto. Pero, alignorar mi orden explícita de no tocarla,empeoró su situación. Como acaba de volver aocurrir esta noche. Es una norma básica,señorita Lee; sígala y no le haré ningún daño.—Pasó a mi lado mientras giraba en un círculoa mi alrededor. Su mirada no dejaba deabrasarme la espalda—. Es por su propio bien.

Regresó a su posición original y entoncesfui yo la que pasó a su lado.

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—¿Le importaría explicarme eso?Sus ojos grises, más apagados que una

mañana londinense, me siguieron produciendoquemaduras en la piel a pesar del hecho de queles faltaba brillo. «Les falta vida.»

—Mi hijo le ha hecho un regalo muyvalioso.

Mi mano siguió la dirección de su mirada ydio con el medallón. Me di cuenta de que nome iba a dar ninguna explicación, pues estabacambiando de tema.

—Sí, es cierto.Volví a dejar que el medallón descansara

sobre mi piel, tan frío como siempre, mientrascontinuábamos bailando.

—Pertenecía a mi difunta esposa.—Lo sé.En la siguiente figura, me cogió las dos

manos, en aquella ocasión con demasiada

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fuerza, mientras girábamos en el sitio.—Ya lo sabe. ¿Así que conoce cómo lo

obtuvo Kaspar?«Ella se lo dio la semana antes de morir.»—Porque sabía que se dirigía hacia su...Se separó de mí. Su firme presión en mis

manos se estaba tornando aún más fuerte,como la de alguien que intentara noderrumbarse.

—Lo siento —susurré, y le di un ligeroapretón en la mano, sin saber qué más podíahacer.

—No lo entendería —replicó. Su rostrohabía recuperado la expresión habitual.

Me soltó las manos con brusquedad y merodeó como si fuera su presa. No le quité lavista de encima, y sentí un reguero húmedo enlas mejillas cuando se me escaparon unaslágrimas.

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Cuando volvió a mi lado y me cogió lasmanos, le contesté:

—Mi hermano murió. Lo entiendo.Movió la cabeza de golpe para mirarme y

sus ojos volvieron a tornarse negros.—No, no lo comprende. No lo entiende ni

por asomo. ¡No tiene ni idea de lo que es tenerque contener las lágrimas para nodesperdiciarlas, como hace usted!

Ambos nos quedamos paralizados y yo tiréde mi mano para liberarla de la suya. Tuve queesforzarme, pues me la sujetaba con unafirmeza increíble. Cada uno de sus dedosenguantados me dejó una huella blanca en eldorso de la mano.

—¿Qué? —susurré mientras me apresurabaa secarme las lágrimas y aumentaba la distanciaentre ambos.

—Usted, criatura, permite que broten con

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mucha libertad esas lágrimas. Pero mire a sualrededor. Mire mi reino. Aquí hay hombres ymujeres que pueden derramar muy pocaslágrimas. Debería atesorar las suyas, señoritaLee, antes de que sea demasiado tarde.

Entorné los ojos e ignoré a Kaspar, queobservó con la boca entreabierta cómo ambosdejábamos de bailar.

—¡Nunca será demasiado tarde! ¡Nunca meuniré a su enfermizo reino! —le espeté.

Escupí aquellas palabras antes de que mediera tiempo a pensar en lo que estabadiciendo. La muchedumbre se removióincómoda, y vi que Kaspar, en primera línea, seencogía.

El rey dio varios pasos en dirección a mí yeliminó casi por completo la distancia que nosseparaba. A su lado, yo me sentíempequeñecer.

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—No me insulte, señorita Lee, o lolamentará.

Di un paso al frente, el último que quedabaentre nosotros. A sólo unos centímetros de él,me puse de puntillas para mirarlo a los ojos.

—Usted no me da miedo.Un grito ahogado recorrió la habitación.

Perplejos, los vampiros montaron en cólera yla sala recobró la vida de inmediato.

Sin embargo, el rey soltó una risa oscura.Se agachó y me murmuró al oído:

—No. Pero sí tiene miedo de sussentimientos hacia mi hijo.

Apoyé los talones en el suelo, dejando todolo demás inmóvil. «Lo sabe. —Lo sabía e iba ahacer cuanto estuviera en su mano paraasegurarse de que su hijo, príncipe y herederono correspondiera aquellos sentimientos—. Losabe.»

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—Todo tiene sus consecuencias, señoritaLee.

Di unos cuantos pasos temblorosos haciaatrás con la mirada clavada en el suelo. La piezase acercaba al final y los violines entonaron laúltima nota. «Tengo que salir de aquí.»

Así que hice una reverencia y escapé. De lasala. Del baile. Del rey. De Kaspar.

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50KASPAR

Se marchó sin ni siquiera levantar la miradacuando pasó a mi lado a toda prisa, tan cercaque podría haber estirado la mano y tocarla. Nolo hice. Salió del salón dando grandes zancadas,con la cabeza alta pero evitando la mirada detodo aquel con el que se cruzaba. Cuandodesapareció entre la tupida red de susurrosapagados, sólo la vislumbré a lo lejos subiendola escalera apresuradamente con las manossobre la cara, llorando.

—Puede que pienses que no tengo corazón,hijo mío. —El sonido de su voz a mi lado mesobresaltó. Me había hablado al oído mientras

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la muchedumbre volvía a dispersarse en un vals—. Pero, sinceramente, tan sólo estoyintentando protegerte a ti y, aún másimportante, protegerla a ella. —Asentí, sinpalabras, y reconocí en sus ojos una mirada quereservaba para los momentos en los quedeseaba causar impacto—. Sus sentimientospor ti sólo le causarán dolor.

Con aquellas palabras, se fue.

«Gilipolleces. Eso es lo que son.Gilipolleces. Todo esto. El deber, y laresponsabilidad, y las consecuencias. ¿Adóndeha ido a parar el libre albedrío?»

«Sentimientos...» Sabía lo que implicabaeso. Y, joder, qué sensación me produjo.

No fue totalmente una sorpresa: hacíatiempo que sospechaba que se sentía atraída

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por mí; le habría resultado difícil no sentirseasí. También sabía que había sacrificado suamistad con Fabian por mí. Sumar dos y dos norequería una gran cantidad de esfuerzo.

Pero eso... «Sentimientos. Que mecorresponda cuando he sido un capullo todoeste tiempo...»

Y no era que, secretamente, no estuviesesatisfecho. Sólo que no me sorprendía. «No...halagado... y satisfecho. Más que satisfecho.Incluso exultante.»

—Tengo que decírselo —dije en voz altacomo si aquello zanjara el asunto. No era tanfácil.

«No quieres romperle el corazón, ¿verdad?Porque llevas meses negándolo, ¿no es así,Kaspar? Te gusta. Siempre te ha gustado. ConProfecía o sin Profecía, la deseas.»

Mi voz tenía razón. «Claro que tiene razón.»

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Pero mi deber no era para con ella. Nunca habíasido para con ella. Era para con otra. Y siemprehabía sido para otra. Sólo que yo no lo sabía.

Sentí que comenzaba a aferrarme condemasiada fuerza al lavabo de porcelana y meaparté.

—Pero que me parta un rayo si no laconsigo —les dije a mi voz y al baño vacío.

Sólo tenía que esperar que la primeraHeroína no apareciese demasiado pronto.

Abrí la puerta silenciosamente y la cerré amis espaldas con tanto sigilo como pude parano despertarla. Estaba tumbada encima de lasmantas revueltas y aún llevaba el vestidoblanco. Se le había subido y dejaba entrever susmuslos. Pero, por extraño que resultase, no fueaquello lo que me llamó la atención. Miré elmedallón que descansaba sobre su pecho, quesubía y bajaba al ritmo de su pausada

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respiración.

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51VIOLET

Oí el rumor de unas cortinas que se abrían, tanmolesto como el de las ruedas de un tren en unpaso a nivel. La luz amarillenta del amanecerentró en la habitación y la oscuridad de detrásde mis párpados se tornó de un naranja brillantey con manchas. Mi reacción inmediata fueponerme el brazo sobre los ojos paraprotegerme de esa luz. Gruñí, sin fuerzas paraintentar comunicarme coherentemente. Mehabían despertado de formas bastante másbruscas, la verdad.

—Buenos días para ti también, Nena.Gemí como respuesta. No era una manera

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agradable de empezar el día, se me estabaformando un nudo en el estómago.

—¿Qué estás haciendo aquí? Si apenas hayluz...

Sonrió y se encaminó hacia el vestidor. Yocogí la almohada y me la puse contra los oídos.Habría preferido que se lo hubiera tomadocomo una pregunta retórica y me hubiesedejado seguir durmiendo.

—Despertarte. Y sí, apenas hay luz. Razónpor la que tienes que sacar el culo de la cama.

Levanté un poco la almohada al sentir queel colchón se hundía levemente cuando unmontón de ropa cayó a mis pies. Giré la cabezapara mirar el minúsculo reloj que había sobrela mesilla de noche. Ni siquiera habíaconseguido dormir seis horas.

—No, no. Eso no va a pasar.Me di la vuelta y hundí la cabeza en el

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colchón.—¡Vamos, Nena!Me quitó el edredón y casi se lleva el

vestido con él. Me di la vuelta y me incorporéde golpe.

—¿Qué pasa?Lanzó la ropa contra mí.—Tienes mal despertar, ¿verdad? Pero te lo

estoy pidiendo con educación. Por favor,levántate y arréglate. Sólo tenemos quinceminutos.

Entrecerré los ojos, recelosa.—¿Que me arregle para qué?Kaspar dio un par de pasos calculados y

cautelosos hacia atrás. Yo me crucé de brazosy de piernas, me daba igual que me viera enbragas.

—Puede que esto no te guste... —comenzóa decir, y yo me eché a reír.

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—Ve al grano, Kaspar.Adoptó una expresión sombría.—Como quieras. Nos vamos de caza. Tú te

vienes.Mi risa retumbó en el silencio que vino a

continuación de sus palabras.—¿Y qué te hace pensar, Kaspar, que una

vegetariana os acompañará en una excursión decaza?

Tuve el tiempo justo para lanzarme deespaldas contra el colchón cuando lo vimoverse. Al cabo de un segundo, estabacolocado sobre mí, con una pierna a cada ladode mi cuerpo, sin tocarme, con las manos asólo un par de centímetros de los mechones demi pelo esparcidos sobre la almohada. Estabacerca, tan cerca que sentía su aliento heladoabrasándome la piel, que se me estabacalentando a toda velocidad. Su mirada penetró

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en la mía de una forma que no me permitíadesviarla. Mi corazón se aceleróinvoluntariamente y recé para que Kaspar nopudiera oírlo en aquellos momentos.

—¡Despierta, Violet Lee! Antes de quetermine este año, tu corazón dejará de latir y tusangre se enfriará. Vas a convertirte en unavampira. Vas a tener que cazar humanos yanimales. Tendrás que alimentarte de ellos. Notienes elección. ¡Nunca la tuviste! Nadie eligesu destino cuando se mezcla con los seresoscuros. ¡Nadie! —Se detuvo, tratando decoger aire. Cerró los ojos brevemente antes deque regresara aquella mirada ardiente—.¡Despierta o muere soñando, Nena! Sólo lepido a Dios que te despiertes, porque no puedoperder...

Se quedó callado.Tenía la boca ligeramente entreabierta, y yo

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estaba convencida de que la mía lo imitaba. Nose movió. Yo tampoco. Permanecimosabsolutamente inmóviles durante todo unminuto. El reloj contaba los segundos ypasaron sesenta y tres antes de que por fin seinmutara. Se apartó de un salto cuando meincorporé. Se colocó junto a la ventana, con lasmanos apoyadas sobre el alféizar, la mirada fijaen el cristal. No se volvió para hablarme.

—Ve a darte una ducha. Les diré a losdemás que esperen.

No discutí. Me levanté de la cama y salí dela habitación. No miré atrás. Al cabo de unossegundos, estaba en la ducha y miles de gotasde agua fría caían sobre mi cuerpo y a mialrededor. No sabía si mi corazón debía darsaltos de alegría porque Kaspar hubieracomenzado a decir aquella frase o caérseme alos pies porque no la hubiese terminado.

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Apenas diez minutos después, salí del baño.Y allí estaba mi ropa: una camiseta negra ygruesa, un jersey con cuello de polo y unosvaqueros muy ajustados, así como un par decalcetines de lana y unas Converse muy usadas.Junto a todo aquello había un pañuelo y unabrigo largo y negro. Este último era mío, el dela noche de El Baño de Sangre de Londres.

Cuando estuve vestida, me reuní con Kasparal pie de la escalera.

—¿Cómo voy a mantener vuestro ritmo?No soy tan rápida ni de lejos.

—Iremos caminando. Es una oportunidadpara mostrarte lo que somos en realidad.

Solté un bufido.—Puede que no quiera verlo.—Y —prosiguió mientras salíamos afuera

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— es una oportunidad para que te enseñe queno hay que matar cada vez que te alimentas.

Me detuve un momento.—¿Es eso posible? —pregunté más para mí

misma que para él.Disminuyó la velocidad para que pudiera

alcanzarle. Me miró como si quisiera soltarmeuna reprimenda, pero sus ojos centellearon ysentí que se me relajaban los hombros, pues medi cuenta de que no estaba tan enfadadoconmigo.

—Claro que sí. ¿Te has muerto cada vez quehe bebido de tu sangre?

—Bueno, no...—¿Sientes un dolor insoportable,

paralizante, vertiginoso, cuando te muerdo?—Bueno, es un poco doloroso...—¿No terminas sólo con una minúscula

cicatriz y una molestia en el cuello?

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—Bueno, sí...—Exacto —concluyó—. Pues ahí está la

demostración de que es perfectamente posible.Me metí las manos en los bolsillos e hice

un mohín. Miraba al suelo, pero una pequeñaburbuja de esperanza iba formándose en algúnlugar de mi pecho.

—¿Por qué no me lo habías dicho antes?Con el rabillo del ojo, vi que me observaba,

que intentaba calibrar mi reacción.—Porque no quería que pensaras que nunca

tendrías que matar un animal, o que nuncatendrías que cazar humanos. Tendrás quehacerlo, en algún momento.

«Ni de coña», pensé, pero no insistí en elasunto, consciente de que sólo conseguiría queél insistiera en lo contrario.

Kaspar tenía razón en cuanto al frío quehacía: incluso corriendo a toda prisa sentía el

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helor del aire de primera hora de la mañanagolpeándome las mejillas en oleadas y oía elruido del hielo que crujía bajo mis pies. Percibíel sonido de unos pasos que aceleraban a miespalda y eché un vistazo. Los demásrecortaban distancias a medida que nos íbamosacercando al bosque, pero mantuvieron supalabra. No corrían más rápido de lo que podríahacerlo un humano que estuviese en forma.

No tardamos nada en llegar al bosque.Cuando nos internamos en él, tras saltar sobrevarios troncos y dejar que las zarzas megolpearan la cara al soltarlas, Kaspar frenó enseco. Yo no me lo esperaba... así que me agarréa un árbol cercano para evitar precipitarmesobre él y tocarlo, inevitablemente. Grité alagarrar un montón de musgo, corteza y, porsuerte y por último, el tronco.

—Qué elegancia... —dijo con fingida

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desaprobación cuando se volvió hacia mí.Estaba a punto de contestarle cuando los

demás se detuvieron de la misma maneraabrupta a mi espalda.

—Entonces ¿dónde acampamos esta noche?—preguntó Cain haciendo un gesto vago hacialos árboles—. ¿En el claro que hay cerca de lascatacumbas?

Kaspar cogió aire.—No creo que las catacumbas sean una

buena idea.El círculo que se había formado se sumió

en el silencio cuando Kaspar me señaló con lacabeza. Fingí que no lo había visto.

Volvió a haber murmullos, más gestos decabeza y, al final, un acuerdo. En ese momento,se volvieron y oí el tintineo de las botellas quellevaban en las mochilas que cargaban a laespalda. Me quedé un poco rezagada y los seguí

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por el sendero serpenteante que se internabacada vez más entre los árboles. El suelo estabahúmedo y alfombrado de hojas. Los desechosnaturales del otoño se habían convertido en unbarro ligeramente rojo y tenía que vigilar dóndeponía los pies, pues me había resbalado variasveces al pisar donde ya lo habían hecho otros.Por detrás, las paredes pálidas de la mansióneran cada vez menos visibles, pues los troncosde los árboles lo invadían todo y, a medida quedescendíamos —el terreno era un pocoondulado—, se hacía difícil incluso divisar loschapiteles más altos entre los pinos. Allí, sinlos cuidados de los jardineros, las zarzas meherían la piel y el jugo de las moras podridasme manchaba las manos cuando apartaba lasramas.

Kaspar se rezagó y me esperó en elsendero. Comenzó a caminar a mi ritmo. Alex

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no iba muy por delante, con una funda deguitarra sujeta a la espalda.

Nos adentramos más y más en el bosque.Yo no tenía ni idea del tamaño que podían tenerla finca o el bosque, pero no me sorprenderíaque se extendieran durante kilómetros. Sinembargo, los árboles que nos rodeaban no erantan densos; los troncos no tenían ni una solarama hasta más o menos la mitad de su altura,es decir, hasta dos o tres veces mi altura. Lostroncos larguiruchos y el follaje dispersopermitían que todavía se filtrara mucha luz...Aquél no parecía el bosque con el que me habíaencontrado cuando intenté escapar nada másllegar, ni tampoco el bosque de mis sueños.

De pronto, entramos en un claro. El sol sereflejaba sobre una superficie vidriosa y enseguida me retracté de mi primer pensamiento.

—¿Lo reconoces? —me preguntó Kaspar

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con una sonrisa arrogante.«Claro, lo reconozco muy bien.» Ya había

visto la superficie vítrea y aceitosa del lago conanterioridad, había visto la paleta del arcoírisjunto a sus orillas y había sentido la neblinaenredándose entre mis dedos. Además, tambiénreconocí el tentáculo viscoso y resbaladizo quese extendía sobre un margen del lago.

Me puse pálida pero reí.—¿Sabes? Nunca me habéis dicho por qué

tenéis un calamar gigante en vuestro lago.Alex se volvió hacia mí, desconcertado.—¿Ya conocías a Inky?—¿Tiene nombre?Asintió con la cabeza, bastante serio.

Kaspar esbozó una enorme sonrisa.—Violet decidió que sería una buena idea

huir y caerse al lago durante su primera mañanaaquí. Destrocé un par de pantalones para

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salvarla.Chasqueó la lengua, hizo un gesto de

desaprobación y puso los ojos en blanco.—No tuviste por qué hacerlo —refunfuñé.—¿Salvarte? Sí tenía por qué. No sabes

nadar, ¿no?Cogí aire con fuerza y le lancé una mirada

furibunda, y me puse muy roja cuando Alex serió con disimulo.

—¿Cómo sabes eso?—Una hipótesis razonable. E Inky fue un

regalo, ya que lo preguntas.—¿De quién?De repente, fijó la mirada en algo que había

por encima de mi hombro y, distraídamente,murmuró:

—De un líder particularmente tonto de unadimensión sobre la que no puedo hablarte.

En cuanto terminó de decir aquello, Alex

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carraspeó mientras le lanzaba a Kaspar unamirada expresiva.

—Iré a reunir a los demás. Creo quedeberíamos marcharnos pronto.

Ambos se quedaron paralizados. Kasparfrunció el entrecejo cuando, presumiblemente,Alex le dijo algo en la mente. El primero semetió las manos en los bolsillos de la chaquetay, despacio, comenzó a seguir al otro, queestaba rodeando el lago.

Lo alcancé y empecé a caminar a su lado.—¿Vas a explicármelo?No contestó. Me di cuenta de que estaba

poniendo en orden sus pensamientos, así queno lo agobié. Al otro lado del claro, los demáshabían vuelto a reagruparse y se estabaninternando de nuevo en el bosque. Me fijé enque Lyla llevaba firmemente agarrado de lamano a Fabian.

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Kaspar suspiró de pronto. Fue un suspirolargo y grave.

—El destino es algo cruel, Nena. Separa ala gente y rompe corazones; hace daño a losinocentes. El tiempo hace lo mismo: hacepedazos a las personas, miembro a miembro,hasta que están demasiado débiles paramantenerse erguidas, para mantenerse en pie yvivir. Tú debes de apreciarlo mejor que yo.

Lo miré con sorpresa.—¿Ah, sí?Se echó a reír, pero fue una risa sin vida,

plana. Con las manos en los bolsillos, agarré elforro de mi abrigo. El tono serio que estabaempleando era más que inquietante... meinfundía miedo.

—Antes de que tuvieran que hacerte latransfusión de sangre eras completamentemortal. Con suerte, habrías llegado hasta los

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noventa. Ahora que eres una dampira, vivirásmás tiempo que tus homólogos humanos.Antes de todo esto, la muerte seguía siendoalgo muy real para ti. Pero ahora sabes quetienes que convertirte en vampira y losmilenios se extienden ante ti.

Me encogí de hombros sin tener muy clarohacia dónde iba aquello.

—Para ser sincera, nunca pensé en elsignificado profundo de la muerte. Inclusocuando Greg murió y Lily se puso enferma, enel fondo seguí pensando que viviría parasiempre, pese a todo. Es algo muy propio de laadolescencia, supongo. —Guardé silencio,pensativa—. La primera vez que pensé deverdad en lo que significaba la muerte y susúltimas consecuencias fue cuando llegué aquí,cuando tuve que tomar la decisión entre pasartoda la vida prisionera o convertirme en una

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vampira. Ambas conllevan la muerte.Se paró de inmediato.—¿Crees que convertirse en vampiro es lo

mismo que la muerte?Me di la vuelta y continué caminando de

espaldas para poder mirarlo a la cara. Distinguíel dolor en sus ojos, tan claro como el día...aunque un día nublado, porque los tenía grises.

—Lo pensaba. Ya no.Sus ojos no se aclararon, pero se las

ingenió para devolverme una sonrisa débil.—Es un cambio de opinión un poco

repentino. No tendrá algo que ver con miarranque de antes, ¿verdad?

Me encogí de hombros.—Tenías razón. Tengo que aceptar lo

inevitable. Nunca tuve elección, porquecontinuar formando parte de la humanidad es loque me matará, no detener mi corazón para

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convertirme en vampira... —A su espalda, vique un tentáculo volvía a introducirse en elagua silenciosamente, arrastrando con él unafranja de hierba de la orilla. Sobre nosotros, enlos árboles, divisé una ardilla que se acercabacon cuidado al final de una rama, a punto desaltar a la siguiente—. Y antes me has aclaradouna cosa.

—¿El qué...?Respiré hondo, consciente de que a lo largo

de los años venideros recordaría las palabrasque iba a pronunciar bien con amargoarrepentimiento, bien con una sonrisa cálida ysatisfecha. No obstante, toda la confusión y eldebate interno que se habían desarrollado en miinterior desde aquel primer día de agosto noparecían tener efecto alguno en lo que merodeaba. Los pájaros seguían piando sus trinosa primera hora de la mañana, los árboles

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continuaban dejándose mecer por el viento y laardilla seguía sin saltar. El tictac del reloj deKaspar avanzaba, ininterrumpidamente.

—Ahora sé que no tengo que matar paraalimentarme, que era mi principal objeciónpara convertirme.

Tardó unos cuantos segundos en asumir mispalabras. Cuando lo hizo, traté de grabarme afuego en la memoria la expresión de su rostro:una mezcla de sorpresa, confusión eincredulidad. Decidí olvidarla, conindependencia de si en el futuro me sentíaamargada o feliz.

—Espera... ¿estás diciendo... que quieres...convertirte en una vampira?

Se apoyó en un árbol cercano, daba lasensación de que iba a desmayarse a causa delimpacto de mis palabras.

—Sí.

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—Mierda... —susurró.Asentí. «Puede que nunca tuviera elección,

pero la verdad es que lo voy a hacer por él.» Nopodía evitar conservar un atisbo de esperanzade que, si me convertía en vampira, tal vez elrey permitiría que nos tocáramos. No sabía sialguna vez conseguiríamos entablar unarelación; ni siquiera sabía si estaría permitido.Pero tenía que creer que todo funcionaríacomo en un cuento de hadas si —cuando— meconvirtiera. Tenía que hacerlo. Me hacía sentircomo si tuviera el control sobre mi humanidad.

—Mierda —repitió mientras se apartaba elpelo de la frente—. Nunca... nunca pensé que teoiría decir eso. Violet Lee, vampira. ¿Estássegura de verdad? Te has decidido muy pronto.

Firme, eché a andar de nuevo.—Sí. Lo he pensado mucho durante los

últimos días —mentí. En realidad no me lo

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había planteado en serio hasta aquella mañana,cuando Kaspar había pronunciado, condesesperación, a escasos centímetros de mísobre mi cama, aquella frase inacabada. Era unadecisión basada en la esperanza de que fuera aterminarla con un «te». La posibilidad dealimentarme sin matar no era más que unaventaja añadida que agradecía muchísimo.Continué—: Pero me estaba preguntando,¿existen reglas? Respecto a convertir a alguien,quiero decir.

Uno al lado del otro, nos separamosbastante de los demás. Vi sus figuras vestidasde colores oscuros, envueltas en abrigos,serpenteando entre los árboles, donde ya nopodían oírnos hablar.

—No, estrictamente hablando no. Bueno,no para los vampiros. Pero se espera que elvampiro que convierte al humano someta... al

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vampiro convertido —explicó al ver miexpresión— al rito de iniciación y que leenseñe las leyes del reino, ese tipo de cosas.

Me sentí como si me hubiera tragado unhueso de cereza. Su tono de voz eratremendamente distante; no había diversión, niplacer, ni siquiera sorpresa en él, como yoesperaba, así que sentí que el amargoarrepentimiento ya comenzaba a apoderarse demí.

—¿Un rito de iniciación? —logrépreguntar.

—¡Dios, tienes tanto que aprender! —gruñó—. No existen los vampiros pobres,Nena. El reino está formado por familias ricasy sus siervos. Una familia respetable tratarábien a sus siervos, les facilitará riquezas y losintroducirá en la sociedad. Aunque algunossiervos no tienen tanta suerte y terminan como

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canallas o sirvientes. ¿Lo entiendes? Perotodavía no me creo que estés segura. ¿Y porqué te estás sonrojando?

Su pregunta fue muy directa, y aquello nohizo más que intensificar el rojo de mismejillas. Respiré hondo.

—¿Me convertirás tú? No me apetece queninguna otra persona se lleve un pedazo de mí,y tú ya me has mordido otras veces, y bueno, essólo que... bueno... no lo sé —balbucí. Esperéun par de segundos antes de mirarlo.

Al principio pareció sorprendido, peroluego sus ojos lo traicionaron y su expresiónse tornó más oscura.

—No te sientas obligado —flaqueé. «Pero,oh, Dios, por favor, di que lo harás. Di que loharás y me quitarás el nudo que siento bajo lascostillas ahora mismo.»

—Tendré que hablar con mi padre al

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respecto, teniendo en cuenta su norma sobretocarnos. Y él lo llevará ante el consejo, quedecidirá si es... apropiado que tú seas mi siervao no. No depende de mí, lo siento. —Me miródurante un instante y supe que mi rostro debíade reflejar una expresión derrotada—. Como tehe dicho, aquí no hay espacio para el librealbedrío.

El nudo pareció acomodarse en algún lugarcercano a mi corazón, pero lo aceptésolemnemente, pues sabía que decía la verdad.

—Kaspar, ¿estás bien? No pareces muycontento con todo esto.

Casi tropezó.—¿No parezco contento? Claro que lo

estoy. A veces eres realmente divertida, Nena.Miró a nuestras espaldas, inquieto, antes de

subirse el cuello del abrigo. Seguí su mirada yme fijé en el claro, apenas visible. Los árboles

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que hacía sólo unos momentos se agitabancomo si estuvieran atrapados en una tormentafuriosa se habían quedado totalmenteinmóviles, pero el sol —un agradable sol deinvierno— había desaparecido, oculto detrás deuna masa de nubes grises. Llegaban en grandescantidades y robaban los cielos azules.Atisbando entre el follaje, veía que cada bancode nubes ascendía más y más, como peldañosque llevaran a algún lugar endemoniado. Loshaces blancos quedaban atrapados en susextensas garras, y los retorcían hasta quetambién ellos pasaban a formar parte de aquellamezcla monocroma. No era normal, y tampocolo era la decisión que yo había tomado en elclaro. Estaba sucediendo algo extraño, y no megustaba.

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52KASPAR

«Tenías que decirle...»«¿No se lo has dicho?»Dos voces resonaron en mi cabeza a la vez.

Una, la mía. La otra, la de Alex.«¿Lo has oído?»Alex lo sabía. Era en Alex en quien había

confiado en cuanto regresé de Rumanía. EraAlex quien me había aconsejado en aquelasunto. Hablarlo con él era mejor quediscutirlo con padre, Eaglen y Arabella, losúnicos que lo sabían aparte de él.

Una sombra de culpabilidad me atravesó lacabeza: Alex se había rezagado, permitiendo

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que mi hermana y Fabian se adelantaran, hastaestar lo suficientemente lejos como paraoírnos.

«Lo siento.»«No he podido hacerlo, Alex. No puedo

hacerle daño. Quiere convertirse en vampira ysé que es por mí. ¡Quiere que la convierta yo,por el amor de Dios!»

Apreté los puños y me los metí en losbolsillos para que Violet no los viera.

«Cuanto más lo dejes, Kaspar, más daño leharás. Más daño te harás a ti mismo.»

«Lo sé», gruñí en mi mente, frustrado ysintiéndome más desesperado que en toda mivida.

«¿Cómo han podido cambiar las cosas tanrápidamente?» Hacía unas semanas, Violet noera más que un juego. Y ahora, sin que nisiquiera me hubiese dado cuenta, estaba más

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cerca de mi corazón de lo que parecía quejamás lo hubiera estado nadie.

«Piensa en ello de esta forma: si no se lodices pronto, se convertirá en vampira y notendrá adónde ir, excepto a Varnley. No soy unexperto en sentimientos, pero ¿realmentepiensas que Violet podría vivir bajo tu techodespués de que la traiciones así? Nunca teperdonaría. Querría saber por qué permitisteque se enamorara de ti, por qué te acostastecon ella, por qué la salvaste y por qué muestrastanto afecto por ella cuando sabías de sobra queno podríais estar juntos. ¿Tienes las respuestasa esas preguntas?»

Mi silencio contestó a Alex. La ignoranciaera mi único pretexto, y sólo había sido válidoantes de que me enviasen a Rumanía. Ya noservía.

Si hubiera sabido que era posible

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enamorarse de alguien tan rápidamente —nadamenos que de una humana adolescente yobstinada— me habría protegido mejor. Perono lo hice, y ahora ambos teníamos que pagarel precio.

«Se merece algo mejor que una traición,Kaspar», dijo Alex.

«Lo sé», volví a gemir. La desesperación seestaba volviendo abrumadora. Se lo dijera o no,iba a terminar herida, pero sabía qué era locorrecto. Violet no tenía que soportar unsufrimiento prolongado. Sin embargo, mipropio egoísmo me decía que podía esperar unpoquito más, sólo hasta el final de la excursiónde caza. Sólo quería estar cerca de ella una vezmás, como había hecho en su habitación. Habíaestado muy cerca de revelarle que no podíasoportar perderla, ante la muerte o ante supadre.

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«Esta noche... cuando montemos elcampamento. No la tocaré. Sólo necesitoacercarme. Sólo una vez más.»

«Sólo una vez más no le hará daño», añadiómi voz, envenenada de valor.

«Sólo hasta mañana», me reafirmé.Alex soltó un suspiro de derrota.«Te conozco desde que íbamos al colegio,

Kaspar, y he sabido durante todo ese tiempoque eres un gran hombre. Pero si no solucionasesto, nunca serás un buen hombre.»

Sin más, cortó nuestra conexión mental ydesapareció entre las demás conciencias quenos rodeaban. Dejó un sofocante rastro de rabiay decepción, e hice cuanto estaba en mi manopor ignorarle. Ya tenía bastantes cosas en lacabeza como para sumarles la molestia de sudesaprobación. Cerré los ojos durante uninstante y dejé que mis sentidos me guiaran

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mientras bajábamos hacia el estuario.«El destino es nuestro enemigo, pero el

tiempo es el peligro.»

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53VIOLET

Si antes pensaba que los vampiros erandepredadores, mi experiencia al sumarme a sujornada de caza sólo logró convencerme de queeran máquinas de matar perfectamenteadaptadas.

—¿Ves? Mira, aquí hay huellas —susurróKaspar mientras señalaba al suelo, donde habíavarias marcas de pezuña—. ¿Qué crees que lasha hecho?

Arrugué la cara durante un minuto fingiendopensar.

—¿Unos pies?Gruñó desalentado. Mis tonterías lo

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exasperaban. Los vampiros llevaban una horapersiguiendo a su presa. Kaspar había intentadoenseñarme unas cuantas cosas, pero yo ya notenía ningún interés, pues me había explicadoque era posible alimentarse sin matar y él iba aseguir adelante y a matar de todas formas.

—¿Qué animal, Nena, qué animal?Puse los ojos en blanco e hice una

suposición:—¿Un ciervo?—Por fin —murmuró—. ¿Y qué edad crees

que tiene el ciervo que dejó esta huella?—Acaba de cumplir los veintiuno. Lo

celebró con champán.Enterró la cara entre las manos y gruñó aún

con más fuerza:—¡Señores de la Tierra, dadme fuerza!Ladeé la cabeza.—Lo siento, pero soy vegetariana, y la idea

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de ver a un ciervo muerto no me llena deentusiasmo, precisamente. ¿No puedesenseñarme cómo no matas a los ciervos?

Se apartó las manos de la cara despacio,pasándoselas por las mejillas enjutas de unamanera bastante teatral.

—De acuerdo, pero si lo hago, ¿fingirás almenos algún interés?

Puse mi mejor cara de interés y Kaspar riósecamente.

—Mejor deja la expresión de aburrimiento.Vale, es un ciervo adulto... una hembra, apropósito —añadió.

—¿Cómo sabes que es adulta?Volvió a señalar la huella, marcada en la

tierra blanda y las agujas de pino.—Por el tamaño de la huella. Es demasiado

grande para ser cervatillo, y no cabe duda deque es una hembra por estas otras huellas.

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Di un paso adelante y observé lasminúsculas marcas de una pezuña a pesar de lassombras que se extendían a toda prisa a medidaque se iba acercando el anochecer.

—¿Éstas sí son de un cervatillo?Asintió.—Son bastante recientes. Percibo el olor

de la manada. No están muy lejos. —Su voz seconvirtió en poco más que un susurro—. Nena,yo no voy a matar porque me has pedido que nolo haga, pero los otros sí lo harán, ¿vale? Asíque no te asustes. —Bajó aún más la voz—. Ysi de verdad te estás planteando convertirte,tendrás que aceptar que, en algún momento,tendrás que matar a tus presas. En algunoscasos es más compasivo —se justificó antes deque pudiera abrir la boca para decir que aquellonunca pasaría.

Sin esperar una respuesta, echó a andar. Di

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un traspié. Cada vez que pisaba una ramita,Kaspar se estremecía o me hacía gestos con lamano para que no hiciese ruido.

—¡Cállate! —siseó, y me quedé paralizadaa su espalda.

—¡No he abierto la boca! —protesté, perola frase perdió su sentido por el mero hecho depronunciarla.

—Estabas pensando, ¡me distrae!Comprobé mis barreras mentales y puse

cara de indignación, pero él hizo un gesto dedesdén con la mano y luego señaló una pequeñaextensión de hierba a unos cinco metros dedistancia. Unos nueve o diez ciervos estabanalimentándose, ajenos a nuestra presencia.Frente a nosotros, Cain, Alex, Declan, Lyla yFabian iban acercándose y, para mi diversión,Felix y Charlie se habían encaramado a losárboles.

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Me sobresalté cuando una voz me habló aloído:

—Vamos a saltar sobre ellos. Cogeré a lahembra adulta y te enseñaré cómo nosalimentamos. Acércate cuando estés lista.

Y con eso desapareció. Al cabo de uninstante, ocho figuras habían salido de entre lassombras y provocado el pánico entre losciervos. Los animales se dieron la vuelta parahuir, pero sólo para verse bloqueados por unode los vampiros. En pocos segundos, la mitadde los ciervos estaban tumbados en el suelocon el cuello roto y la sangre manando de lasheridas punzantes que acababan de infligirles.

Era peor de lo que me había imaginado.Había visto a la figura de la capa alimentarse enmis sueños, pero era imposible que un sueñopudiese prepararme para aquel olor: metálico,como el cobre, como el de la carnicería a la

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que me llevaron cuando tenía cinco años.Fueron aquella carnicería y una excursiónescolar a una granja de ovejas lo que meconvirtió en vegetariana. «¿Y voy a elegir estavida?»

Me dejé caer contra un árbol y respiréhondo varias veces. Sabía que cuanto másrápido terminara con aquello, menos tendríaque sufrir la cierva. Titubeante, comencé aacercarme a donde yacía, revolviéndose condificultad, sacudiendo las patas, emitiendo unaespecie de berrido de absoluto terror. Sucervatillo le devolvía los balidos desde el bordedel claro. Los vampiros lo habían dejado enpaz. Kaspar la sujetaba con una mano en elcostado y con la otra le acariciaba el cuellolentamente hasta que, poco a poco, el animalfue calmándose.

—Son bastante dóciles —murmuró sin

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levantar la mirada— cuando los tratas concariño.

Apartó la mano del lomo del animal paradar unas palmaditas en el suelo. Me dejé caerde rodillas a su lado, sin mirar a mi alrededorpor miedo a ver a los demás alimentándose.Kaspar me pidió que continuara acariciándola yyo comencé a imitar sus tiernas caricias. Sentíel lento subir y bajar de las costillas de lacierva bajo mi mano, pese a que percibía unoslatidos muy fuertes y rápidos.

—Cuidado con las patas, podría darte unacoz —me avisó, y a continuación comenzó abajar la boca. Con un rápido mordisco, le hizodos heridas punzantes. Incapaz de apartar lamirada, lo contemplé, con los ojos comoplatos, mientras bebía de una cierva viva quepermanecía tumbada, tan tranquila, debajo de él.Al cabo de más o menos un minuto, se apartó

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—. Suficiente. No quiero debilitarla.En cuanto separó los dientes del cuello del

animal, las heridas comenzaron a cerrarse a unavelocidad increíble. Kaspar dio un paso atrás yvi que no se había derramado ni una sola gota.

—¿Y por qué cuando me muerdes a mí noeres tan limpio? —pregunté con una pequeñasonrisa de asombro.

La cierva se puso en pie, alterada pero viva,y echó a correr en busca de su cría.

—Me gusta ensuciarme contigo. Y ya tedije que era posible alimentarse...

—¡Kaspar!Levantó la mirada de inmediato. La noche

había caído muy de prisa; mientras que unosinstantes antes podía ver a los otros, en aquelmomento ya no eran más que siluetas bajo losárboles.

Alex apareció al lado de Kaspar con los

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ojos tan blancos y pálidos como un fantasma.Tartamudeó al hablar y, por primera vez desdeque llegué a Varnley, oí miedo en la voz de unvampiro.

—Sabios...Cain me agarró, con las manos aún

manchadas de sangre, y me colocó detrás de ély de Kaspar, que dio dos cautelosos pasos alfrente. Alex, tambaleante, se colocó a laderecha, y los otros cinco se pusieron anuestro alrededor formando un círculoclaramente defensivo, con Kaspar al frente.

Sobre nuestras cabezas, los árboles crujíany se bamboleaban, y gruñían como gigantes quese divirtieran bajo la luz de la luna. El viento,que apenas se había movido a lo largo del día,comenzó a soplar con fuerza y se convirtió enun vendaval que se propagó por el diminutoclaro. El aire estaba helado, pero aun así el

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calor comenzó a invadirme desde los piescuando una chispa me recorrió la pierna y seinternó en mis venas; manó por mi sangre y sedetuvo en mi corazón, que latía al doble de suvelocidad normal. Se me paró y luego volvió afuncionar cuando aquella ascua desapareciósólo para ser sustituida por otra, y luego otra, yotra...

—¿Có... cómo pueden estar aquí? —tartamudeó Kaspar. La confusión y el terroreran evidentes en su voz—. ¡Tienen lasfronteras cerradas!

Tensé los músculos. Aquella sensación seestaba convirtiendo en algo desagradable,doloroso incluso, mientras seguía abriéndosepaso por las capas de mi piel, como unaespecie de escarabajo pelotero diseñado paraprovocar repulsión. Y me sentía como si en mimente, siempre tan fuertemente protegida, se

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hubieran derrumbado todas y cada una de lasmurallas. Llave tras llave, todas las cerradurasiban abriéndose...

—¡¿Qué son los sabios en realidad?! —grité mientras me tropezaba con mis propiospies en un intento por alejarme—. ¿Qué puedenhacer?

Parecía como si estuvieran arrancando de latierra las mismísimas raíces de los árbolescuando el ruido, el calor y el viento cesaron derepente.

—Muchas cosas, señorita Violet Lee —dijo una voz.

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54VIOLET

Una voz canadiense. Una voz que conocía.—¿Fallon? —preguntó Kaspar con la voz

ahogada y llena de incredulidad, aunquetambién con un ligero deje de alivio—. Y ladySabia —añadió rápidamente, como si lohubiera pensado unos segundos después.

Dos figuras emergieron de la noche. Unaera un hombre; la otra, una chica, de tal vezdieciséis años.

Se hizo el silencio. Kaspar fue el primeroen romperlo.

—Violet, ésta es su alteza real de Athenea,el príncipe Fallon —me presentó, vacilante—.

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Y perdóname, lady Sabia, pero no sé tu nombre.La chica dio un paso al frente para hacer

una reverencia y pude verle la cara.—Rosa de Otoño, de la casa de Todos los

Veranos, su alteza.La quietud volvió a adueñarse del claro. La

chica, si es que era una chica, quedó iluminadapor la luz de la luna. Llevaba una capa sobre loshombros y la capucha bajada para revelar unastrenzas largas y doradas, muy apretadas yentreveradas con mechones cobrizos y de colormiel. Tenía la piel cenicienta, aunque unascuantas pecas descoloridas le adornabanúnicamente la mejilla izquierda, pues laderecha... No, todo su lado derecho estabacubierto por un patrón intrincado, ondulante yturbulento de cicatrices. Trazos de color,abultados como cintas de bramante, tejían unared sobre su piel. Se retorcían y curvaban como

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venas voluminosas de color amarillo, naranja,ocre y rojo, más oscuras en torno al cuello,más claras cuando le rodeaban la cara, doradasal llegar a la frente, hasta que se desvanecían ala izquierda.

Su acompañante, Fallon, dio un paso alfrente, y los ojos de la joven, del color delámbar, se deslizaron hacia él durante el másbreve de los instantes, como si buscaranreafirmación. Pronto volvieron a mirar alfrente y escrutaron el claro con cautela.

—¿Rosa de Otoño? —preguntó Kaspar,sorprendido—. ¡Vaya, no te he reconocido!Has crecido. Y eres du...

—Perdona, alteza —lo interrumpió casicantando. Su voz era dulce al oído como lamúsica, hechizante. Pero noté que hablaba conun acento británico muy marcado, un acento declase alta—. No he disfrutado del placer de tu

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compañía durante los últimos tres años. Hecrecido mucho durante ese tiempo. Y te estaríamuy agradecida si no utilizaras ese título.

Percibí una ligerísima nota de sarcasmo,tan sutil que puede que me lo imaginara. Abríay cerraba el puño mientras pronunciabaaquellas palabras, y sus labios, carnosos yrosados, se crisparon como si estuviera irritadapero no quisiese mostrarlo. Tampoco se sentíamuy cómoda hablando de su cuerpo: un tenuerubor le tiñó las mejillas y se cerró un poco lacapa en torno a la cintura, donde se le habíaabierto. Bajo sus pliegues aprecié que tenía lascaderas redondeadas, el talle minúsculo y lospechos... muy llenos, por decirlo condelicadeza. Tenía las piernas cubiertas por unpar de pantis oscuros, desgarrados y rotos, bajoun par de pantalones cortos y anchos, y unacamiseta de tirantes oscura. Sus botas, con

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cordones y hasta la rodilla, estaban llenas debarro.

Observé sin ningún disimulo las curiosasmarcas de su piel y sentí un pequeño pinchazode celos cuando me di cuenta de que Kaspar lacontemplaba embobado. De repente, lamuchacha me miró durante un momento,interrogante, antes de volver a desviar susenormes ojos almendrados, ligeramenterasgados, para mirar con timidez hacia el suelo.Pero sentí que durante aquellos segundos mehabía observado con la misma curiosidad queyo a ella.

—Bueno, nunca se te dieron muy bien laspresentaciones, Kaspar —dijo Fallon, que seacercó a él y le estrechó la mano con uncordial apretón.

Kaspar se lo devolvió, mansamente, aúnsorprendido y perplejo ante su aparición, si es

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que mis propias emociones podían servir deguía. Por primera vez, me dispuse a mirar aFallon. Kaspar lo había presentado como «sualteza», y estaba claro que estaba en posiciónde igualdad respecto al vampiro, pues no lehabía dedicado una venia. Era indudablementeatractivo, a pesar de las extrañas marcas que éltambién lucía. Tenía la piel bronceada, enmarcado contraste con todos los demásocupantes del claro. Sus cicatrices eran decolor rojo oscuro, entre borgoña y teja,mientras que sus ojos... sus ojos eran del tonomás eléctrico de azul cobalto que jamáshubiera visto, más brillantes incluso que los deFabian. El cabello, rubio claro y oscuro, le caíarevuelto sobre la frente, desaliñado. Alrededorde la garganta llevaba un diente de tiburón en uncordón de cuero, que quedaba enmarcado por elcuello abierto de una camisa gris oscuro, y

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sobre ella lucía un jersey negro de cuello depico. También llevaba capa.

Ninguno de ellos se parecía a nada quehubiera visto antes. Eran etéreos. Y de ambosemanaba una calidez hormigueante: un calordanzarín y titilante rodeaba sus figuras de unaenergía intensa, tan irresistible que en seguidaentendí por qué los vampiros temían a aquellasextrañas criaturas.

«Los sabios.»Fallon clavó la mirada en mí y no la apartó

mientras se acercaba lentamente. Cain se hizo aun lado para dejarle pasar, observándolo concautela. El círculo que me rodeaba se rompió yFallon se detuvo delante de mí.

—Creo que ya nos habíamos conocido,señorita Lee.

Se inclinó para cogerme la mano, pero yo laaparté, pues no quería tocar la suya, sobre todo

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la zona marcada. Recordaba bien cuándo habíaescuchado su voz con anterioridad, hacía sólodos semanas. Parecía que hubiera pasadomucho más tiempo. Había sido antes de quenos marcháramos a Londres, justo cuando elconsejo se estaba reuniendo para celebrar unencuentro sobre mi futuro... entre otras cosas.

Mi reacción pareció cogerle desprevenidoy se volvió hacia Kaspar con algo similar a lasorpresa dibujado en sus marcadas facciones.

—Entonces ¿has obedecido las órdenes delconsejo?

Kaspar asintió con expresión seria.—No le hemos dicho nada.Su mirada buscó la mía y todas mis dudas y

celos se evaporaron. Sus ojos, blancos a causadel miedo hacía sólo un minuto, habíanrecuperado su color esmeralda habitual, y aquelcolor me dio valor.

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Lentamente, le ofrecí mi mano a Fallon ehice una reverencia. Para mi sorpresa, en lugarde estrechármela, me cogió la mano y me besólos nudillos. De inmediato, en el punto en elque me rozaron sus labios se encendió unachispa que palpitó antes de precipitarse por misvenas y provocarme un escalofrío en la espalda.Distraída, todas las murallas, todas las barrerasde mi mente parecieron caerse y unaconciencia extraña invadió la mía. Intentévolver a levantar las barricadas a toda prisa paradefenderme, pero no servía de nada, así quecentré todos mis esfuerzos en proteger la cajamental de mi padre. La mente musical deaquella criatura estaba en la mía y hojeabadescuidadamente las imágenes de mi vidacomo si fueran un álbum, pero tan sólo sedetenía en las que tenían que ver con losvampiros.

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Entonces, con la misma rapidez que habíallegado, se marchó. Volví al presente, a tiempopara ver que los ojos de Fallon brillaban concuriosidad.

—Sin embargo le has contado lo de laProfecía de las Heroínas —dijo al tiempo quese volvía para mirar a Kaspar, sin soltarme lamano.

Era una afirmación, no una pregunta, yKaspar, confuso, comenzó a miraralternativamente mi expresión de sorpresa y lasonrisilla de Fallon.

—¿Has entrado en su mente? —farfullóKaspar con el rostro dominado por laindignación.

Fallon se echó a reír.—Curiosidad, Kaspar, sólo ha sido por

curiosidad.El vampiro, horrorizado, dio un paso hacia

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Fallon y la chica, Rosa de Otoño. Incluso apesar de la oscuridad vi que los ojos se leponían peligrosamente negros.

—No puedes presentarte aquí sin más yentrar en nuestras mentes a tu antojo, Fallon.En un momento como éste tendría que hacerque te encerraran y te llevaran ante nuestroconsejo por invadir la mente de Violet. Si nofuera por tu título, me aseguraría de ello.

Fallon sacudió la cabeza.—Ser príncipe te permite tomarte esas

libertades, Kaspar, tú lo sabes. Y en unmomento como éste, como tú mismo dices,deberíamos estar unidos, ¿no crees?

—¿Y cómo —preguntó Kaspar con sorna—se supone que vamos a estar unidos cuando tureino no nos dice quién es la Heroína o cómopretendéis encontrar a la segunda? Además,cerrar las fronteras de Athenea favorece

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bastante las disensiones, ¿no crees, Fallon?El sabio rió secamente durante unos

segundos, antes de convertir sus labios en unafina línea.

—Pregunta y se te contestará, amigo mío.La mirada de Rosa de Otoño revoloteaba

del uno al otro. Su rostro había adoptado unasutil expresión de desagrado, pero de prontome miró a mí y volvió a mostrarseimpenetrable.

—Entonces ¿quién es la Heroína? ¿Es desangre noble o no?

—No lo sé.Kaspar soltó un enorme taco casi para sí y a

continuación se volvió y le asestó un puñetazoa un inocente árbol cercano. Un enorme trozode corteza se hizo pedazos y cayó al suelomusgoso hecho astillas.

—¿No lo sabes? ¿Ni siquiera tienes un

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nombre? —intervino Cain sin dejar de mirar asu hermano.

—No. Mi padre no me lo ha dicho. Loúnico que sé es que no está ni por asomo bajoel control de la corte. Escapa a nuestrainfluencia. La corte cerró las fronteras en unintento por evitar que saliera de la dimensión,para obligarla a hacerles una pequeña visita.

—Pero ¿las habéis vuelto a abrir? —pregunté.

Fallon tomó una prolongada bocanada deaire y miró a Rosa de Otoño mientras lo hacía.

—No.La comprensión, rápidamente seguida de la

sorpresa, pareció extenderse por el claro. Rosade Otoño había vuelto a bajar la vista ymantenía la mirada firmemente clavada en elsuelo. Pero cada pocos segundos, tal vezcuando pensaba que nadie la miraba, la

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levantaba de prisa, aún cautelosa, hasta quellegaba a posarse en mí. Fruncí el entrecejo yesperé para pillarla, pero no volvió a mirarme,como si supiera que yo la estaba observando.

—¿Quieres decir...? —comenzó Cain.Fallon asintió con gesto solemne.Lyla soltó una risita nerviosa y avanzó hasta

situarse bajo la claridad de la luna.—Pero... eso no es posible. Simplemente

no es posible.Yo miraba a unos y a otros, incapaz de

seguir aquella conversación.—¿Qué no es posible?Kaspar, apoyado contra el árbol sobre el

que había descargado su rabia, abrió los ojospor primera vez y se revolvió de nuevo.

Fallon suspiró y centró su atención en míuna vez más.

—La chica, la Heroína, ha abierto las

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fronteras. Por sí misma.Hice un gesto de negación con la cabeza.—¿Y?Prosiguió:—Las fronteras son lo que separa las

dimensiones. Los seres oscuros puedenatravesarlas con libertad siempre y cuandoestén abiertas. Pero no son divisiones físicas.Están hechas de energía, así que abrirlas ycerrarlas requiere un inmenso poder: cientosde seres oscuros, como mínimo. Toda unacorte. —Se detuvo durante un instante—. Asíque esa chica, aunque contara con ayuda, debede ser muy fuerte, tan poderosa que pudoblandir energía suficiente para abrir lasfronteras.

Fruncí el entrecejo.—Pero ¿qué quiere decir con «blandir»?

¿Blandir qué?

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Rosa de Otoño levantó la mirada.—Vaya... —exclamó Fallon—. De verdad

no sabe nada.Crucé los brazos sobre el pecho.—Entonces cuéntemelo.Estiró la mano que tenía cicatrices.—Haría mejor en mostrárselo. —Kaspar

siseó de inmediato, pero Fallon lo interrumpiócon un gesto de la mano—. Ya sabe lo que es,señorita Lee. Es lo que hace que la sangre sigafluyendo por las venas de un vampiro a pesar desu corazón muerto. Es lo que permite que losseres oscuros utilicen sus mentes paracomunicarse. Es lo que hizo que la Caricia dela Muerte floreciera. Está por todas partes.Ahora lo siente.

La sensación hormigueante y abrasadoraregresó, saltando de dedo en dedo. Los árbolesse agitaron una vez más y los rayos de luz de

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luna que se filtraban entre el follajedesaparecieron, como la luz de un candil que seapaga al levantarse una brisa.

Fallon sonrió.—Todos los seres oscuros nacen con ello

—dijo haciendo un gesto hacia el grupo, yvarios de sus componentes asintieron. Kaspartenía la mirada clavada en el suelo, los brazoscruzados, derrotado—. Y los sabios tenemos elpoder necesario para manipularlo. —Guardósilencio. Luego, estiró la mano y sonrió—.Incendia —susurró.

Apenas movió los labios, pero del alientoque acababa de exhalar brotaron diminutaschispas bailarinas, de color champán yefervescentes, que parecían ser más ligeras queel aire. Dieron vueltas y más vueltas sobre sumano, formando un minúsculo remolino, hastaque al final desaparecieron. En su lugar

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apareció una bola de fuego titilante que adoptóla forma perfecta de una llama a unoscentímetros por encima de la palma de sumano.

—Energía en su forma más pura, o lo quepuede que usted, señorita Lee, llame «magia».

Abrí los ojos como platos. Él agitó la manoy el fuego lo siguió hasta convertirse en unalengua llameante que se entretejía con susdedos mientras los iba cerrando para formar unpuño. Cuando las yemas tocaron la palma, elfuego desapareció.

«Magia.» Me lo creí a pies juntillas, total yabsolutamente. Mi razonamiento fue muysimple: si los vampiros podían existir,entonces aquello que acababa de salir de la nadatambién podía existir.

Fallon se quedó observándose la manodurante un instante, con la mirada vidriosa y

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desenfocada hasta que pareció recordarse a símismo. Entonces miró hacia arriba y continuó:

—Las fronteras están hechas de una magiacompleja y peligrosa. No es algo que un sabionormal y joven pueda dominar. Pero ella lo hahecho. Nos enfrentamos a algo nuevo. Algopoderoso y arriesgado en el interior de unajoven. Ha abierto las fronteras, y sólo el cielosabe dónde estará o qué planea hacer.

Kaspar se revolvió. La expresión inquietade su rostro, la mirada baja, los brazoscruzados... eran rasgos de su carácter quereconocía y que ya me resultaban tan familiaresque supe que algo lo preocupaba.

—¿Encontrar a la segunda Heroína, tal vez?Fallon se encogió de hombros.—Tal vez. Pero eso no nos ayuda. La

segunda Heroína podría ser cualquier mujer, encualquier lugar. Podría estar en cualquier punto

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de vuestra dimensión. Además, ¿qué hay quenos indique que esa chica acepta su destino? Esjoven, al fin y al cabo. Puede que decida ignorarsu deber.

Alex dejó la funda de su guitarra sobre elsuelo y abrió la cremallera de la parte de arriba.Comenzó a juguetear con las cuerdas y yocambié de postura, deseando que parase.

—No. No puedo creérmelo. A dondequieraque vaya la segunda Heroína, allá irá la primera.Ninguna persona en su sano juicio quierequedarse sola durante mucho tiempo con undestino así.

Kaspar miró a Alex, obviamente pensandolo mismo que yo. Alex captó la indirecta ymasculló una disculpa. Observé la mano deFallon. Unas cuantas chispas, en aquellaocasión rojas, le rodeaban todavía las yemas delos dedos.

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—Entonces ¿por qué estáis aquí? Es unmomento extraño para hacer una visita decortesía, ¿no? —preguntó Kaspar. Ladesconfianza y la curiosidad de su vozresultaron evidentes.

—Deseamos visitar a Eaglen y, con vuestropermiso, viajaremos y acamparemos convosotros esta noche —dijo Fallon con un pocomás de tacto que antes.

Kaspar entrecerró los ojos.—¿A Eaglen? ¿En un momento así?—¿No es Ad Infinítum la mejor época para

visitar a familiares y a amigos?Los ojos de Kaspar se ennegrecieron de

inmediato y yo gruñí por dentro ante lodesconsiderado de su siguiente afirmación:

—Eagle no es ni vuestro pariente ni vuestroamigo.

El silencio se apoderó del claro y, por

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primera vez, Rosa de Otoño se introdujo en elcírculo. No levantó la mirada del suelo enningún momento mientras hablaba tímida yquedamente, pero aun así su voz resonó conclaridad, musical, tan rica y variada en tonosque casi parecía una canción.

—Puedo explicarlo, alteza. —Guardósilencio, como si estuviera reuniendo el valornecesario—. Eaglen fue amigo íntimo de miabuela hace muchos años. Yo deseaba pasareste momento con alguien que la conoció bien.No tengo a nadie más.

Levantó ligeramente la vista para evaluar lareacción de Kaspar con timidez. Éste pareciósentirse sorprendido y su expresión se suavizó.

—Perdóname, lady Sabia, no lo sabía. —Hizo una venia rígida y ella asintió con lacabeza como respuesta. Dio la sensación deque ganaba algo de confianza—. Y permite que

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te presente mis disculpas por no haber asistidoal funeral de tu difunta abuela. El momento fuedesafortunado.

Rosa de Otoño hizo una reverencia.—Un funeral es amargo para un corazón

doliente. No tiene importancia, su alteza.Observé ese intercambio de frases con

interés. Sentí una punzada de simpatía haciaella. Por lo que había dicho, no le quedabafamilia. No obstante, la cortesía y el respetoque le profesaba Kaspar hicieron que otro tipode punzada me atravesara el corazón.

«El verde no te sienta nada bien, Nena», seburló mi voz.

—Entonces ¿no tienes objeción, Kaspar?El vampiro negó con la cabeza.—Ninguna.—¿Puedo sugerir, entonces, que nos

pongamos en marcha? Como estoy seguro de

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que Violet confirmará, hace un poco de fríoestando aquí parados.

Asentí enérgicamente, con las manos yametidas en los bolsillos. Alex volvió a colgarsela guitarra sobre los hombros y, con eso, Fallonse puso a la cabeza del grupo y nos internamosentre los árboles, dejando atrás los cadáveresde los desafortunados ciervos.

Cuando el atardecer dio paso a la noche, lasnubes se dispersaron, empujadas por el vientofrío que se había ido haciendo cada vez másfuerte a medida que nos adentrábamos en elcorazón del bosque de Varnley. Las estrellastitilaban muy por encima de nuestras cabezas y,de vez en cuando, cuando ascendíamos aterrenos más altos, podía distinguir el brilloanaranjado de Londres.

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Los grillos chirriaban entre la malezamientras me abría camino con dificultad por eltraicionero laberinto de raíces, cansada yavergonzada de mis estúpidos traspiés. Pordelante de mí, los dos sabios saltabanelegantemente sin apenas tocar el suelo y sin nisiquiera rozar jamás una espina u hoja. Era casicomo si el bosque se moviera con ellos, fluidoy flexible como sus propios pasos.

Los vampiros iban agrupados en el centro, yla resistencia y la fuerza los hacían seguiradelante y guiaban sus pies. Kaspar se habíarezagado y se había quedado detrás, a mi lado;pero casi no hablaba y, cuando lo hacía, era paraadvertirme de que no me tropezara o mepusiese tan cerca.

—¿Adónde has dicho que íbamos? —lepregunté por enésima vez con la esperanza deque me diera una respuesta más precisa que la

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última vez.—Al arroyo —contestó monótonamente.Suspiré y me resigné a aceptar que Kaspar

no quería despertar de su estupor meditabundo.Aunque su respuesta no ayudó, tuve la

impresión de que aquélla era una zona por laque no solían aventurarse mucho. Espesascortinas de hiedra colgaban como telas dearaña entre los inmensos robles que dominabanaquella parte del bosque. El suelo era terroso,la hierba escasa y sólo se veía algún que otroarbusto. Las plantas trepadoras serpenteabanpor el amplio sendero, perfectamenteposicionadas como obstáculos para que mispies desgarbados tropezaran.

Mientras caminábamos, observaba a Rosade Otoño. Era verdaderamente distinta a todolo que hubiera visto antes. Su piel pálida, susintrincadas cicatrices leonadas y su hermoso

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cabello del color de la paja me resultabanexóticos, extraños y ajenos; sus ojosambarinos eran tan grandes, inocentes eignorantes... Y luego estaba el poder que poseíaen su interior. La magia que podía blandir,moldear y conjurar a voluntad. Lasposibilidades parecían infinitas, inclusoaterradoras.

—¿Es huérfana? —pregunté con indecisión,pues no sabía si estaría presionándolodemasiado.

Kaspar suspiró.—Como si lo fuera. —Suspiró una vez más,

casi con arrepentimiento—. Su abuela murióhace unos dieciocho meses, poco después quemi madre. Sus padres no son sabianos, ytampoco ninguno de sus parientes cercanos.Desde entonces se ha mantenido lejos deAthenea... lejos de la sociedad sabiana.

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Kaspar se detuvo y se volvió hacia mí paralanzarme una mirada de reproche.

—Violet, fue un asesinato... —En seguidame sentí fatal por haber preguntado. Miré haciaRosa de Otoño y luego agaché la cabeza—. Yharías bien en no mencionárselo a nadie —añadió después de echar a andar de nuevo—.Algunas cosas están mejor si las dejasenterradas.

Cerré los ojos y exhalé poco a poco. Losseres oscuros lo enterraban todo, pero nuncacon la suficiente profundidad. Me tragué miorgullo herido y seguí tras él saltando sobreotra raíz particularmente grande en el bosqueoscuro.

Debimos de caminar otra hora más omenos antes de que el paisaje comenzara a

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cambiar de nuevo. Los árboles fuerontornándose cada vez más escasos y los roblesse vieron sustituidos por grandes campanillasde invierno, rojas y anaranjadas, que florecíansobre la tierra dura, diseminadas entre brotesde césped. Percibía a lo lejos el sonido delagua gorgoteando.

De repente, Felix dio una palmada.—Bien, necesitamos leña. ¿Algún

voluntario?Nos habíamos detenido en un claro. En el

centro había un pequeño círculo de piedras quecercaban un montón de cenizas mojadas. Elgrupo se había reunido en torno a él y todoshabían dejado sus mochilas y habían tomadoasiento. Se produjo un murmullo generalizadode disgusto y nadie levantó la mano.

Miré con escepticismo el círculo de lahoguera.

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—¿Y no sería más fácil utilizar un poco deesa magia suya?

Miré a Fallon, que sonreía divertido. Cainse echó a reír y masculló: «Una chica deciudad.»

—No daría tanta luz ni tanto calor.—Razón por la que necesitamos leña —

insistió Felix—. Yo voy si alguien es tanamable de ayudarme. —Rosa de Otoño mediosonrió y levantó la mano—. ¿Alguien más? —continuó.

—Yo voy —dije, dando un paso al frente.A Rosa de Otoño pareció pillarla por

sorpresa, y Kaspar tenía aspecto de estar apunto de protestar. Pero Felix ya se estabaalejando. Rosa de Otoño recobró la expresióninsondable y fue tras él. Yo me apresuré aseguirlos.

No sabía muy bien por qué me había

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ofrecido voluntaria, pero había algo en aquellamuchacha, Rosa de Otoño, que me fascinaba.Los sabios me fascinaban. La magia mefascinaba.

Nos acercamos al arroyo, un torrente quefluía sobre rocas musgosas y guijarrosperfectamente lisos y destellantes. Las orillasestaban cubiertas de campanillas de invierno ydeliciosa hierba, y el agua se dirigía hacia elestuario del Támesis.

Felix cruzó la corriente de un salto ydesapareció entre los árboles mientras nosgritaba que nos diésemos prisa. Rosa de Otoñolo siguió, cruzando con un único y grácil paso.Yo descendí un poco y, estratégicamente,escogí para cruzar un punto con un camino depiedras. Estaba claro que por allí no había leña.Las ramas se encontraban muy arriba, y la pocamadera que había por el suelo estaba cubierta

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de musgo y hojas podridas. Sin embargo, nopasó mucho tiempo antes de que volviéramos ahallarnos dentro de los confines de los grandesrobles. La noche se oscureció, y allí habíamucha madera seca y muerta. Comencé acogerla a puñados.

—Hace frío —le dije a Rosa de Otoño conla esperanza de entablar conversación. Norecibí respuesta, pero perseveré—: ¿Y cuántosaños tienes?

Me agaché y cogí unas cuantas ramitas.Estaba de espaldas a mí cuando me contestó.

—Dieciséis.—Pareces mayor —mentí.Se volvió, me estudió durante un instante y

después asintió con brusquedad, supuse que amodo de agradecimiento. Continuó en silencio,con los brazos ya llenos de palos.

—¿Y de dónde vienes? Todos los sitios son

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iguales en las distintas dimensiones, ¿no?Hizo un gesto de asentimiento con la

cabeza.—Crecí en Londres, pero soy de Devon.Envalentonada por aquella respuesta más

larga, proseguí:—Yo también crecí en Londres.En aquella ocasión tardó más en contestar,

y apartó la mirada de nuevo hasta que, al final,se dio la vuelta y se internó más en el bosque.

—Ya lo sé, naciste en Chelsea.Me quedé parada, un tanto desconcertada.—¿Cómo lo sabes?Se detuvo y se dio la vuelta para mirarme.—Todo el mundo lo sabe.Se colocó la pila de madera que llevaba

debajo de un brazo y con la otra rebuscó en sucapa y sacó una revista de moda. Me la pasó.

Miré la portada. Se llamaba Quaintrelle y

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tenía fecha de la primera semana de noviembre.Había varios titulares en la página: ¿QUÉ VAS AHACER EN AD INFINÍTUM?, LAS CELEBRIDADES

MÁS DESTACADAS DE OCTUBRE Y QUÉ ES SEXY,QUÉ ES NUEVO Y QUÉ ESTÁ A LA ÚLTIMA; todosellos aparecían a pie de página. Encima, habíaun fotomontaje desde el que me miraban lascaras sonrientes de jóvenes sabios, vampiros yotras criaturas irreconocibles, todas con trajesy vestidos de fiesta.

Pero lo que de verdad me llamó la atenciónfue el último titular, escrito en letras rojas.

LO ÚLTIMO SOBRE VIOLET LEE. VE A LA

PÁGINA 5.Abrí la revista de golpe y casi rasgo las

páginas mientras buscaba la indicada. Laencontré y me puse a leer.

Violet Lee: secuestrada y retenida como rehén durante

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meses. Su historia ha llegado a millones de seres oscurosy humanos por igual y ha conmovido muchos corazones.Debatimos lo que significa para la segunda dimensión ysi este cuento terminará con un «felices para siempre»...concretamente bajo la forma de S. A. R. Kaspar Varn.

Apenas pude convencerme de seguir

leyendo, pues sentí que las mejillas se meponían coloradas. Debajo del texto había unafoto mía en el baile del Equinoccio de Otoño,rodeada de vampiros. Me sentí muyavergonzada. Cerré la revista y se la devolví.

—No, quédatela. Puede que te resulteinteresante —dijo con su expresión aúnperfectamente impenetrable.

Sin más, echó a andar de nuevo,agachándose de vez en cuando para coger unpuñado de ramitas. La seguí, sin tener nadaclaro cómo debía sentirme. Una pequeña partede mí se sentía halagada. Una revista —y otrasque circulaban por las demás dimensiones—

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me seguía, y con ella, por lo que parecía,muchos lectores. Pero otra parte mucho másgrande de mí se sentía humillada. No tenía queseguir leyendo para saber de qué hablaba acontinuación.

Aquello era privado. Era entre Kaspar y yo.Ya era bastante malo que lo supiese toda lacorte.

Suspiré. Otra parte distinta de mí, másracional, me decía que debería habérmeloesperado. Tampoco los vampiros secuestrabanhumanos a diario.

Continuamos en silencio y empecé apreguntarme cuándo íbamos a regresar. Losbrazos me pesaban como si fueran de plomo yempezaban a dolerme los pies. El sendero nosguiaba hacia una espesura espinosa y el sueloque pisábamos estaba cubierto de musgo yhúmedo. Me di la vuelta y tuve un escalofrío,

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pero no a causa del clima. Experimenté unarepentina sensación de déjà vu y, con un latidonauseabundo, me di cuenta de dóndeestábamos. De hacia dónde nos dirigíamos.

Salimos de entre los espinos y, claro está,más adelante había un edificio de piedra con lasparedes cubiertas de una hiedra que tambiéninvadía sus enormes grietas. Unos escalones,rotos en el centro, llevaban hacia dos pilares depiedra que guardaban el acceso a una puertainmensa y abierta. De su interior surgía elrepugnante olor de la carne endescomposición, y en el ambiente flotabangrandes nubes de polvo que me cubrieron losbrazos en cuestión de segundos.

Me detuve. Era allí donde la figura de lacapa se había dado un festín con una chica.Donde la había matado. «Sarah. Se llamabaSarah.» Era allí donde estaba segura de que

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estaba enterrada la reina, debajo de mis pies.«Carmen.» No fue lejos de allí donde él mehabía atacado. «Ilta.»

Me balanceé un poco, tenía náuseas y mesentía bastante mareada.

—¿Po... podemos volver? —tartamudeé,haciendo un esfuerzo por mantener la miradaenfocada—. Tengo un poco de frío —mentí.

Felix ignoró mi súplica y continuó.—Pero si ya queda muy poco, y aquí hay un

montón de árboles muertos.Me tambaleé y se me resbalaron unos

cuantos palos. Mientras caían, Rosa de Otoñose volvió y los siguió con la mirada hasta quegolpearon el suelo. Luego me miró a los ojos.Algo cálido y extraño me rozó la mente antesde que percibiera vagamente otra voz.

—Yo también tengo frío.Oí que Felix soltaba un suspiro de

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exasperación.—Vale, vale... Ya lo pillo... Vámonos.Cerré los ojos durante unos instantes y

respiré hondo unas cuantas veces. Cuando losabrí, mis dos acompañantes ya estabanrecorriendo el sendero en dirección opuesta ylos palos que se me habían caído a los pieshabían desaparecido.

En cuanto volví a poner un pie en el claro,Kaspar levantó la mirada del trozo de maderaque estaba tallando silenciosamente con unanavaja para fijarla en mí. Me examinó conexpresión interrogante y regresó a su talla.

Solté la madera junto al fuego y me dejécaer a su lado, apoyándome contra el tronco deun árbol enorme.

—¿Qué hora es?

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—La de ayer a estas horas. —Su chistemalo le hizo sonreír, pero su tono apagado medecía que no lo hacía con ganas. Aquel asuntode la Heroína Oscura le había borrado porcompleto la sonrisa de la cara—. Casimedianoche —añadió sin abandonar su trabajo.

Yo lo observaba con atención mientrasminúsculos rizos de madera caían al suelo. Alfinal, lo único que quedó fue una astilla inútil.La dejó caer y cerró la navaja. Comenzó a mirara Felix y a Cain, que estaban disponiendo lospalos en una especie de pirámide dentro delcírculo de piedras. Fallon estaba de rodillasjunto a ellos, susurrándole palabras a la camade cenizas.

Rosa de Otoño gravitaba en torno a Fallon;parecía reacia a acercarse demasiado acualquier otra persona. Finalmente se acomodócontra un árbol cercano, un tanto alejada del

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círculo. Se recreaba en los preparativos delfuego, sin apartar la vista de ellos en ningúnmomento, ni siquiera cuando la cara de Fallonse iluminó con la alegría de un niño en elmomento en que las llamas brotaron de la leñahúmeda, ni cuando los demás soltaron vítoresde satisfacción.

Una vez más, me di cuenta de que eraincapaz de apartar la mirada de ella, y laobservé con mayor fascinación todavía tras surepentino acto de perspicacia y amabilidadhacia mí, aun siendo prácticamente una extraña.Las llamas se reflejaban en sus ojos ambarinos,que adquirieron mayor profundidad aún...demasiada para una muchacha de dieciséisaños. Eran los ojos de un adulto que ha sufridodolor y tormentos, que entendía el mundo y loque tenía que hacer.

Había visto esos ojos antes. Eran los ojos

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del rey, de mi padre, de Eaglen, y sin embargoaquéllos estaban encerrados en el cuerpo deuna joven sabiana.

Las voces se calmaron a medida que elfuego fue haciéndose cada vez más grande ycomenzó a desprender un calor que avanzólentamente hasta alcanzar los dedos de mispies, luego mis piernas y, cuando me echéhacia adelante, mi rostro, que centelleó ycomenzó a arder.

Fallon, satisfecho con su obra, acercó lasmanos al fuego para calentárselas. Rosa deOtoño se aproximó y se unió a él. Deinmediato, el fuego se inclinó, literalmente,hacia ambos, y adquirió un tono naranjabrillante. Ella frunció los labios como si fueraa silbar y sopló para que el fuego regresara aregañadientes a su sitio, como si de un niñocastigado se tratara. Fallon rió cuando probó

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suerte y el fuego volvió a inclinarse. En aquellaocasión, su compañera no hizo nada, se limitó acontinuar contemplando las profundidades delfuego, incluso cuando las hojas caídasaterrizaban en un pequeño círculo a sualrededor.

Los vampiros, por otro lado, se apartaronde las llamas. Kaspar dudó durante unosminutos a lo largo de los cuales permaneció ami lado, pero no pasó mucho tiempo antes deque él también sucumbiera al calor abrasador yse retirara hacia las sombras.

Durante un rato reinó un silencio casiabsoluto; de vez en cuando, las risitas de Lylasurgían de entre las sombras... no hacía faltamucha imaginación para adivinar a qué seestaban dedicando Fabian y ella. Felix y Charlieintercambiaban palabras susurradas cada ciertotiempo, pero sus frases eran cortas. Alex

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terminó por coger su guitarra y alejarse aúnmás del fuego para empezar a rasgar lascuerdas sin mucho entusiasmo. Su sonidocompetía con el crepitar del fuego, y Cain losinterrumpía de manera esporádica.

Me di cuenta de que todo el mundo estabaperdido en sus propias reflexiones, al igual queyo: era raro pensar que la gente que me rodeabaestaba en el centro de todo lo que ocurría enlas dimensiones justo cuando mayores peligrosse cernían sobre ellas.

«Tú también estás en el medio», dijo mivoz.

Resoplé en mi cabeza.«Difícilmente. Ni siquiera entiendo la

Profecía.»«Entonces tal vez debas preguntar.»Consideré su sugerencia durante un

momento, pero decidí que no tenía el valor

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necesario para preguntar... Me sentía unaestúpida con los sabios allí. Me di la vuelta,preguntándome si podría interrogar a Kaspar envoz baja, pero en cuanto me vio se puso en pie.

Rodeó el fuego, cogió una de las mochilasy metió la mano en ella para sacar un puñado dechocolatinas. Lanzó un par de ellas en midirección y les dio el resto a los dos sabios.Otoño abrió la suya y la devoró; aquello la hizoparecer más humana que sus homólogosvampiros. Al verla, Fallon le dio el resto de laschocolatinas y, con un gesto de la mano, hizoaparecer una manzana de la nada.

Kaspar repartió las cervezas que habíanllevado los vampiros —Rosa de Otoño rechazóla suya educadamente—, y se sentó otra vezdetrás de mí. Me eché un poco hacia atrás,cansada del calor abrasador, y le di unoscuantos sorbos a mi cerveza.

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—¿Cómo hace eso?—¿Hacer el qué? —preguntó Fallon antes

de darle el segundo mordisco a su manzana.—Sacar comida de la nada.La mordió por tercera vez.—Magia.—Pero ¿cómo es posible?—Simplemente lo es —dijo al tiempo que

se encogía de hombros.Hubo una pausa.—Entonces nadie pasa hambre.Fallon frunció el entrecejo con pesar.—Alimentamos a los nuestros.—¿Qué quiere decir? —quise saber a pesar

de que era plenamente consciente de lo queinsinuaba.

—Sólo podemos hacer aparecer lo queproporciona la naturaleza, y la naturaleza nopuede producir bastante para alimentar a la

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creciente población del mundo en cadadimensión.

Mi cara reflejó comprensión, pero se meabrió ligeramente la boca. Estaba horrorizada.

—¿Así que millones de humanos, de niñosinocentes, mueren mientras los seres oscurosviven rodeados de riquezas?

—Yo no diría «riquezas» —arguyó Fallon,pero yo me volví hacia Kaspar en busca deapoyo.

—Tú mismo dijiste que no existe lapobreza entre los seres oscuros.

Asintió con solemnidad.—Pero es algo más que eso. Hay

demasiadas inquinas políticas entre los seresoscuros y los humanos.

Me envaré.—Eso está claro —repliqué, consciente de

que mi situación lo reflejaba perfectamente.

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—Kaspar tiene razón —intervino Cain—.Cooperar es básicamente imposible. Mi madrees prueba de ello. No hay confianza.

Bajé la mirada al suelo sintiéndomeculpable, y la caja mental de mi padre se agitóruidosamente en mi cerebro.

—Bueno, pues puede que eso sea lo quedebe cambiarse —concluí, derrotada.

—Yo estoy de acuerdo con Violet —dijode pronto una voz suave. Todas las miradas sevolvieron hacia Rosa de Otoño, que a su vez memiró a mí durante un instante. En seguida, seapresuró a explicarse—: La riqueza podríaestar distribuida de una manera más igualitaria.

—Pero, señorita Lee —comenzó Fallon—,¿quién sugeriría que llevara a cabo tal cambio?

Me sonrojé.—¿Las Heroínas Oscuras? ¿No es eso lo

que la Profecía dice que harán?

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El claro se sumió en el silencio, y Fallon seaclaró la garganta mientras miraba de soslayo aRosa de Otoño.

—Le diremos la primera y la segundaestrofa de la Profecía, pero nada más. No sabebastante sobre el resto de las dimensionescomo para entenderla toda.

Aquello me escoció, pero la boca de Fallonera una línea fina y supe que era mejor nodiscutir.

—Ya he oído la primera estrofa —comenté. El inquietante penúltimo versotodavía me retumbaba en la cabeza.

—Supongo que a través de Kaspar.El aludido asintió y apoyó la cabeza contra

el tronco del árbol con aspecto resignado. Susmanos descansaban en el suelo, con las uñasclavadas en la tierra y los brazos tensos. Se mecayó el alma a los pies, ansiaba saber por qué

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se había replegado tanto de repente y, casi porinstinto, acerqué tanto como osé mi mano a lasuya. Nuestros meñiques casi se rozaban.Puede que sintiera mi calor, porque se le relajóel brazo.

—Entonces sólo la segunda estrofa.Fallon se encogió de hombros y le dio un

largo trago a su lata de cerveza. Cuando se laterminó, la aplastó con la mano y el metaldesapareció bajo sus dedos. Cuando volvió aabrirlos, lo único que quedaba era un polvo queesparció en la hoguera.

Rosa de Otoño lo miró y comenzó a hablaren su lengua nativa. Fallon ofrecía la traducciónentre verso y verso.

En piedra está grabado su destino,nacida para sentarse en el segundo de los

tronos.

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Sentenciada a traicionar a los suyos, vivede sus pecados pasados,

en la sangre de la rosa negra bañados.Ni nacimiento, ni tiempo, ni elección

tiene,así que como mártires dos inocentes

mueren,para la chica nacida para apasionar a las

nueve.

Otoño pronunció sus últimas palabras conuna severidad y una pasión que antes no estabanallí, y después ahogó un pequeño grito, como sise hubiera sorprendido a sí misma. Fallon nocuestionó el comportamiento de la chica, sinoque permaneció a su lado pacientemente, con lamirada vagando por el cielo oscuro igual que siestuviera contando las estrellas. Con el gritoahogado de Rosa de Otoño llegó el silencio; el

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fuego era el único que hablaba cuando el vientosoplaba y suspiraba entre sus labios fruncidospara continuar volando apresuradamente entrelos árboles y dejar a su espalda tan sólo unsilbido.

Me recliné más contra el árbol y mirétambién hacia arriba. Me pregunté si, quizá, conaquella lengua extraña, etérea y terrosa, lasestrellas no me resultarían más cercanas que laprimera dimensión y sus aún más extrañoshabitantes, los sabios.

Fallon suspiró y se incorporó apoyándosesobre los codos.

—Esa estrofa es una verdadera declaraciónde guerra.

—Pero estamos en tiempos de paz, ¿no? —pregunté, confundida.

—No, señorita Lee —susurró Fallon—. Siestuviéramos en tiempos de paz, usted no

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estaría aquí sentada, convertida en unaprisionera política que se enfrenta a unadecisión que apenas se ha atrevido a considerarhasta hace poco.

Bajé la mirada al suelo.—Si estuviéramos en tiempos de paz,

ningún niño pasaría hambre, ya fueradescendiente de la magia o no.

Cerré los puños.—Hace milenios que no estamos en

tiempos de paz. Dudo mucho que lo hayamosestado jamás, y ahora las cosas están llegando aun punto crítico. Es sólo que usted aún nopuede verlo, señorita Lee.

Rosa de Otoño bajó la mirada al suelo.—¿Y tenéis la esperanza de que las

Heroínas solucionen todo esto? —dije con unbufido—. ¡Pues buena suerte!

Entre risas, me recosté contra el tronco del

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árbol. Kaspar soltó una carcajada y la sofocórápidamente. Se puso serio cuando Fallon lomiró con desaprobación.

—¿Eso ha sido una especie de insultoambiguo, señorita Lee?

Sacudí la cabeza inocentemente, pero leguiñé un ojo a Kaspar de una forma bastantedescarada. Él tuvo que morderse el labio conlos colmillos para contener las risotadas.

—Yo no lo considero un asunto de risa.—No... no lo es —contesté, tratando de

controlar la hilaridad. Y la verdad era que notenía gracia, sólo que me alegraba de ver aKaspar sonriendo y riéndose de nuevo—. Pero,en serio, si sé algo de la gente que tiene poder,es que preferirían morir antes que aceptar uncambio.

De repente, Rosa de Otoño se puso en pie yle dijo a Fallon en un murmullo algo que sonó

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como «cansada». Él le contestó en su lenguanativa. Ella sacudió la cabeza y comenzó aalejarse, pero, con un solo movimiento fluido,Fallon se puso en pie.

Dejé de reírme de inmediato.Fallon la llamó y ella se detuvo, de espaldas

a nosotros.—Estás descuidando tus modales, Rosa de

Otoño. Recuerda que estás en presencia de larealeza.

Sus hombros ascendieron poco a poco yluego cayeron como si estuviese suspirando.Después se dio la vuelta con lentitud y, en unamuestra de buena educación o de burlaabsoluta, no estoy muy segura de cuál, seagachó en una reverencia.

—Sus altezas. Lores, señores. —Paseó lamirada por todos y cada uno de los presenteshasta que llegó a mí—. Señora.

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Volvió a lanzarle a Fallon una mirada dereproche que prolongó durante unos instantes,como si buscase su aprobación. Pero no esperóa obtenerla, porque se dio la vuelta deinmediato y, con un salto, desapareció entre elespeso follaje.

Se produjo un silencio atónito ante supartida. Se me formó una sensación ácida yrepugnante en la garganta. Sólo hacía unashoras que conocía a aquella chica, pero mesentía como si hubiera ofendido a una amigaíntima. Los celos que había sentido cuandoKaspar se había mostrado amable con ella antesme parecían una trivialidad, y midesconsideración, infantil.

Fallon se quedó mirando el bosque y,lentamente, se dio la vuelta para mirar a Kaspar.Tenía el rostro contrito e intercambió sutilescumplidos con el vampiro mientras se

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disculpaba por el comportamiento de Rosa deOtoño —«muy inapropiado»—. A continuaciónse internó tras ella en la oscuridad con latranquilidad de que los vampiros harían guardiadurante la noche.

Lo último que vi antes de que el sueño meenvolviera poco después fueron las cicatricesarremolinadas de Fallon a través de las muchaslenguas de fuego cuando regresó, y una mano,la de Kaspar, acercándose a la mía con la palmahacia las estrellas.

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55KASPAR

Las manecillas de mi reloj se movían demanera dolorosamente lenta a medida queavanzaba la noche, tediosa y agitada. Junto a mí,la suave respiración de Violet era todo locontrario: calmada y regular, pero aun asíinquietante.

Había mantenido una mano próxima a lasuya durante más o menos la primera mediahora, pero me vi obligado a apartarla cuando sedio la vuelta y se colocó peligrosamente cerca.Estábamos a muchos kilómetros de mi padre,pero él lo sabría. Y, aunque no se enterase, nopodía tocarla. El rey tenía razón.

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Mi responsabilidad no era para con Violet.Era para con otra. Siempre había sido para conotra. Puede que no lo hubiera sabido, pero erami deber. Era la Profecía.

Allí estaba Violet, dispuesta a sacrificar suhumanidad por mí, ¿y qué podía darle yo acambio?

Fui un estúpido al dejar que se acercaratanto a mí. Un estúpido por no parar y darmecuenta de lo que estaba ocurriendo. Unestúpido por no percatarme de lo que sentíapor ella hasta que nos separaron durante dossemanas. «Es una locura, está mal y va ahacerle daño.»

«Y sin embargo ha sido ella quien te hatraído de vuelta, Kaspar. Ella trajo de vuelta alKaspar que tu madre conocía», razonó mi voz.

«¿Y qué Kaspar era ése?»No me contestó.

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Contemplé el frágil cuerpo de Violet ysentí una punzada de culpabilidad. La habíaperjudicado, y lo peor de todo era que no eracapaz de obligarme a decirle por qué. Sabía quenunca conseguiría reunir el valor necesariopara hacerlo y que lo descubriría de la formamás dura: cuando lo marcara el destino.

Ya estaba muy cerca. «Es tan real...»Athenea tenía su Heroína, quienquiera quefuese, dondequiera que estuviese, y la segundavendría a continuación.

Con un suspiro, me saqué del bolsillo untrozo de papel arrugado y doblado de cualquiermanera y lo abrí. Puse los dedos en las partesmás oscuras de la página, sobre las que habíancaído lágrimas. «La carta de mi madre. Una delas dos.»

Queridísima Beryl:

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No tenía que seguir leyendo para saber lo

que decía. La había estudiado ya tantas vecesque había grietas minúsculas allí donde la habíadoblado y desdoblado una y otra vez. Era la otracarta la que me interesaba; la desarrugué y laestiré sobre mi rodilla doblada.

Mi querido y amado hijo Kaspar:

Un aviso, dulce niño: me voy a Rumanía

dentro de una semana, y no me marcharé sinconfiarte lo que sé. Pero te aconsejaría queno lo leas hasta que debas hacerlo: si estásen paz, hijo mío, no vuelvas la página. Sé queeres lo bastante sensato y recto para hacercaso de mis palabras.

Había estado en posesión de aquella carta

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desde el día en que mi madre murió; la primeravez que había vuelto la página había sido cuandomi padre me dio su carta a Beryl, una misivaque todos apreciábamos.

«Esa carta es una de dos —me había dichomientras se apoyaba contra la piedra quecoronaba Varn’s Point, la noche después de queme acostara con Violet—. Ha llegado elmomento de que leas la otra.» Y entonces melo había contado. «Todo.» Por qué no podíamostocarnos. Por qué iba a mandarme a Rumanía.

Hice corriendo todo el camino de regreso,subí los escalones de dos en dos, irrumpí en mihabitación y las doncellas hicieron reverenciasy mascullaron excusas atropelladas mientrasdejaban caer las sábanas de entre sus manos ysalían huyendo ante mis gruñidos. Arranqué lastelas blancas con las que habían cubierto elmobiliario y abrí cajones y puertas hasta que

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encontré la segunda carta. «Tiré la carta de mimadre sobre la cama sin hacer, intacta desdeque Violet se había acostado en ella. La leí.Mientras oía los latidos de Violet, que dormíaen la habitación de al lado, destrozada yperpleja, no pacíficamente como lo estáhaciendo ahora.»

Aquella carta lo cambió todo. Aun cuandoya me daba cuenta de que Violet no era unpremio conseguido y desechado, sino ungalardón que debía ser valorado y venerado...No era otra simple marca en el poste. Aquellacarta lo cambió todo.

Me llevé esa carta a Rumanía conmigo,junto con la última misiva de mi madre a Beryl.«Y bebí hasta el delirio. Ahogué mis penas enalcohol.» Con la esperanza egoísta de queViolet correspondiera mis sentimientos, peroconsciente de que sería mucho mejor para ella

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no hacerlo.A la vuelta, estaba desesperado por verla

antes del baile, pero la política me distrajo yabsorbió, pues la noticia que sellaba tantosdestinos llegó cuando apenas estábamospreparados.

«La han encontrado. A la primera chica. LaHeroína sabiana.»

Athenea cerró sus fronteras y se negó a darmás información. Pero el baile siguió adelante.Nunca olvidaré su cara cuando mi padre leclavó los colmillos en el cuello. Nunca.

El medallón debería haber sido un adiós.Debería haberla dejado marchar, pero no podía.No cuando padre me informó de sussentimientos por mí.

«No puedo dejarla marchar y no puedoromperle el corazón.»

Al cabo de un rato, me percaté de que no

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podía quedarme allí sentado oyéndola dormir.Así que me levanté, me metí las dos cartashechas una bola en el bolsillo y me alejédejando sin atender a las voces de los demás,que me llamaban mientras me iba.

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56VIOLET

«El bosque rebosa vida esta noche —pensó—.Aunque “vida” no es exactamente la palabramás adecuada.»

Los canallas y los asesinos habíandesaparecido, ahuyentados por los guardias deVarnley debido a la celebración de AdInfinítum. El consejo también había olvidado, almenos durante unos días, el plan de MichaelLee para rescatar a su hija. La sabiduría populary las leyendas habían llegado parareemplazarlo: la Profecía.

Suspiró. Llevar una doble vida lo habíadejado agotado. Era un alivio pasear entre los

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árboles con su verdadera personalidad, y nocomo la figura de la capa que el bosque habíaaprendido a temer.

El personaje que había adoptado en susaños jóvenes había desaparecido. Se había dadoa aquella vida para ser lo más canalla quepudiera —una rebelión, quizá, contra laautoridad—, pero le había salido el tiro por laculata y la máxima ironía era que se habíaconvertido precisamente en aquello de lo queintentaba escapar: un hombre, no un joven,dispuesto a apoyar a aquella autoridad.

Un conejo correteó a sus pies, pero loignoró, pues no tenía sed después de haberbebido antes de la cierva.

Se prometió en silencio a sí mismo que losdías en los que merodeaba por las catacumbas ylas ciénagas ya no serían más que recuerdos.Ya se había cobrado bastante venganza sobre

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los asesinos y los cazadores del bosque.No paraba de darle vueltas a la cabeza.

Estaba seguro de que no pasaría mucho tiempoantes de que Michael Lee fuera a por su hija.Habían pasado meses, y él era un granestratega: aquélla era la oportunidad perfectapara atacar, cuando todo el reino le había dadola espalda para mirar hacia las Heroínas. VioletLee no sería olvidada, como sí los habíaolvidado ella.

«Su casa era el mejor lugar para ella...»Pero ella se negaba a avanzar, no seguía

adelante. ¿Cómo podría? Tenía a su alcancetodo un mundo dentro de otro mundo: uno alque casi se une.

«Pero Varnley sería un lugar peor paraella.»

La parte vieja del bosque se fue tornandogradualmente nueva cuando la figura de la capa

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—que ya no llevaba capa— comenzó adisminuir la velocidad y a aproximarse al claro.Y sabiendo que lo oiría, habló en su mente conuna voz que a Violet le resultaría más quefamiliar.

«Perdóname, Nena, por favor.»

«Perdóname, Nena, por favor.»Me incorporé sobresaltada. Todo el aire de

mis pulmones se vació en una sola respiracióny de repente sentí el pecho dolorosamentevacío. Abrí los ojos de golpe, y la luz lo invadiótodo y me reveló la escena que se desarrollabaante mí.

«Kaspar. Es Kaspar.»Diez pares de ojos preocupados se

volvieron hacia mí e, inmediatamente, toméconciencia de uno de ellos: de color esmeralda

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y perteneciente a una figura que regresaba alcírculo.

«No puede ser. ¿Cómo puede ser él?»Kaspar, sin capa, con las manos metidas en

los bolsillos de su chaqueta negra, con elcuello levantado, pasó por delante del fuego sinque apenas nadie lo notara excepto yo. Losdemás habían vuelto a centrarse en apagar elfuego y recoger las latas de cerveza vacías...Todos salvo una: la mirada de Rosa de Otoñoseguía abrasándome la espalda.

«Kaspar no puede ser la figura de la capa.Simplemente no es posible.»

Mi mente estaba acelerada. Pero micorazón se había encogido. Conocía la voz queacababa de resonar en mi cabeza hacía sólounos segundos. Me había llamado «Nena».

«Nadie más me llama así.»Pero mi parte racional se impuso. Creía en

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mis ojos, y mis ojos habían visto a Kaspar y alcanalla de la capa en la misma habitación justoantes de que saliéramos hacia Londres hacía unpar de semanas. No tenía sentido.

Lo escudriñé mientras él rodeaba los restosdel fuego. Después, me puse en pie condificultad.

—No me mires así, Nena, no es de muybuena educación.

Sabía que mi mirada era acusadora, peroalbergaba la esperanza de ver confusión en surostro, o al menos algún tipo de comprensiónhacia mi enfado, incluso los ojos suplicantesde un hombre que acababa de rogarme que loperdonara. Pero no hubo nada. Su sonrisa dearrogancia se desvaneció, se encogió dehombros y echó a andar tras Alex y Charlie, queya se abrían paso por un sendero que se alejabadel arroyo.

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Lo observé mientras se marchaba, y lasilueta de una figura envuelta en una capa negralo perseguía mientras se dirigía hacia la colina.En los brazos de la figura yacía la forma inertede una muchacha medio desnuda, con el cuelloagujereado y rezumando sangre.

Vislumbré un borrón dorado, y aparté laimagen de mí centrando la mirada en Rosa deOtoño, que se echaba una capa sobre loshombros y se apresuraba para alcanzar a losdemás. Respiré hondo, aparté de mi mente elnombre de la chica muerta y los seguí.

«Por favor, Dios mío, no permitas que seaKaspar.»

Con un último y doloroso paso, salí de losárboles y llegué al claro conocido como Varn’sPoint, que acababa convirtiéndose en un

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montículo de tierra coronado por una rocaenorme. El suelo estaba cubierto de matorralesy húmedo a causa de la escarcha, que crujíabajo mis pies y se iba iluminando a medida queel sol ascendía. La luz se deslizaba por la roca,que era el doble de alta que de ancha, yproyectaba una sombra larguísima. Había unasmuescas cinceladas en uno de sus lados, con eltamaño justo para servir de apoyo a pies ymanos.

Kaspar dio unos cuantos pasos atrás paracoger carrerilla y se lanzó hacia ella con unaexpresión inmutable. De un salto, se encaramóa lo alto de la roca y nos lanzó una miradaengreída desde arriba, casi retando a los demása que hicieran lo mismo.

Con una carcajada, Alex lo siguió y saltócuatro veces su altura para unirse a Kasparencima de la roca. No pasó mucho tiempo

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antes de que los demás hicieran lo mismo. Noobstante, Cain parecía estar dudoso y al finaloptó por trepar. Me hizo un gesto para que meuniera a él.

Titubeante, me acerqué. No solían darmemiedo las alturas o caerme; pero sí ponerme enridículo. Me desabroché el abrigo y lo dejécaer en el suelo junto a las mochilas. No habríasido más que una molestia a la hora de trepar.Sabía que debía de tener una pinta horrible yque probablemente me congelaría sólo con unacamiseta y unos vaqueros, pero el abrigoabultaba demasiado para escalar con él puesto.

Metí el pie en una hendidura. Cain mededicó una sonrisa de ánimo y comenzó a subira mi lado para indicarme los mejores huecos deapoyo. Cuando llegamos a la cima, me ofrecióuna mano que acepté agradecida. Con un solotirón, me ayudó a sobrepasar el borde y a

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ponerme en pie.La vista era increíble. El sol salía a lo lejos

por el este, una bola de fuego que flotaba justopor encima de los comienzos del mar del Nortey el final del estuario del Támesis. El agua noestaba azul, sino negra; no había ni una solanube en el cielo, que se cernía sobre una franjaanaranjada. Un poco más cerca, el río Támesisserpenteaba tierra adentro y las ciénagas que seextendían por sus bordes terminaban por darpaso a pinos que ascendían colina arriba hastadesembocar repentinamente en robledalesimponentes que, a su vez, daban paso a una largay difuminada extensión de verde más claro: losjardines de la mansión de los Varn, muy pordebajo de nosotros. Sobre las copas de losárboles no podía distinguir más que unascuantas torres pálidas.

—Bonito, ¿no? —dijo una voz a mi espalda.

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No tuve que darme la vuelta para saber queera Kaspar, que estaba extrañamente cerca... tancerca que no me atreví a moverme por miedo atocarlo.

—Algo va mal, ¿verdad, Kaspar? —murmuré, sin apartar la mirada del resplandorque el sol proyectaba sobre el agua.

Sentí que su frialdad se alejaba un poco.—No.—No me mientas. —Reí sin ganas—. Se te

da fatal.Se produjo una pausa. Entonces, sentí de

nuevo un aliento gélido en la espalda cuando seinclinó hacia mi oreja.

—Has oído a mi padre hablar de laresponsabilidad. —No era una pregunta, los dossabíamos que así era—. Y sabes que miresponsabilidad es para con el reino. —Traguésaliva—. No quiero gobernar ese reino solo,

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Violet. —Mi corazón se saltó un latido y yo lomaldije por miedo a que Kaspar oyese elefecto que tenía sobre aquel órgano enparticular—. Quiero a alguien a mi lado quesepa cuándo estoy mintiendo, que me hagafrente y que conozca lo peor de mí. Pero lo quequiero y mi deber no siempre coinciden y...

Volví la cabeza hacia la derecha.—¿Qué es lo peor de ti?—Tú sabes qué es lo peor de mí, Nena. Lo

has visto.—No —exhalé.«No podía ser él. Simplemente no podía.»—Sabía desde hacía tiempo que alguien

estaba entrando en mi mente y cuando Fabianme contó lo de tus sueños, todo encajó —continuó. Su voz parecía un zumbido. Nosonaba como si estuviera hablando de algoextraordinario—. No puede ser una

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coincidencia, teniendo en cuenta que llevas misangre. Es poco habitual, pero no inaudito, quelos dampiros sean capaces de entrar en lamente de otro.

Su explicación cayó en oídos sordos. Nisiquiera pude obligarme a corregirlo respecto acuándo habían comenzado los sueños: antes deque me convirtiera en una dampira.

«Este hombre... este hombre en el que heaprendido a confiar y por el que siento algo, elhombre por el que estoy dispuesta a renunciar ami humanidad, no es el mismo animal quemerodea por el bosque como un canalla.»Aquel monstruo no era el príncipe del reino, elheredero al trono. Pero incluso mientrasaquellos pensamientos me atravesaban lamente, seguía viendo el cadáver grisáceo de lajoven que había matado en la feria, no tandistinto al de la muchacha de las catacumbas.

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—No —repetí.—No quieres creerme, ¿verdad, Nena?Sacudí la cabeza y di un paso atrás.Kaspar bajó la vista.—Ojalá me aceptaras como vampiro y

abandonaras esa ilusión de que soy algo que nosoy.

Di otro paso atrás.—No juegues con mi mente, Kaspar. «No

juegues con mi corazón.»—No lo hago.Aquello fue lo último que oí antes de que el

suelo desapareciera de debajo de mis pies ygritara, gritara mientras una mano, moteada yllena de cicatrices, cogía la mía y una miradaambarina se clavaba brevemente en mis ojos,hasta que empecé a dar tumbos, arrastrando aRosa de Otoño conmigo.

Pero el suelo no se precipitó hacia

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nosotras; y tampoco aterricé estrepitosamente.Más bien posé la espalda con delicadeza sobrelos matorrales húmedos, ni siquieradesmadejada. Rosa de Otoño ya estaba de pie,completamente ilesa. Con cautela, meincorporé sobre los codos y sentí que unintenso dolor me recorría el antebrazo, comosi alguien me hubiera clavado un cuchillo en lamuñeca. Apoyándome sobre el otro brazo, meobligué a mirar.

Tenía un corte profundo e irregular desde lamano hasta el codo, estaba cubierto de tierra yme escocía como si alguien me hubiese echadovinagre por todo el brazo.

Me puse en pie como pude y Rosa deOtoño me agarró de inmediato del codo sano yme alejó a tal velocidad que tropecé. Me habríacaído sin remedio si ella no me hubiese estadosujetando, al parecer sin darse cuenta de que

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casi la estaba tirando al suelo. Se volvió y legritó algo a Fallon en su lengua y, cuandorodeamos la roca, eché un vistazo atrás.

Los vampiros no parecían estar afectados.Se habían agrupado junto al límite del bosque,sin ni siquiera mirar hacia nosotras. «Entonces¿a qué viene tanta urgencia?» Siguió tirando demí y no dijo ni una sola palabra hasta que nosdetuvimos cerca de la pila de abrigos.

—Haz presión en la parte interna del codo—me aconsejó, señalándome el brazo.

Lo hice y Rosa de Otoño comenzó apasarme un dedo por todo el corte. Aquellohizo que me escociera aún más. Mientrasmurmuraba algo en voz bajísima, el cuenco quehabía formado con su mano se llenó de agua yme la derramó sobre el brazo. Hice un gesto dedolor cuando el agua fría fluyó por la herida, yaparté la mirada mientras abría y cerraba el

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puño en un intento por combatir el escozor.—¿Has sido tú la que ha impedido que nos

cayéramos? —pregunté, tratando de ignorar elhormigueo que me recorría los dedos.

—Sí —contestó cuando una punzadaparticularmente dolorosa me atravesó el brazo.

Mascullé un «gracias» con los dientesapretados y me pregunté en silencio cómopodía haber actuado con tanta rapidez... debíade estar cerca. «¿Habrá oído lo que ha dichoKaspar?»

Por alguna razón, me preocupaba quesupiera que Kaspar y yo éramos... bueno, nisiquiera estaba segura de lo que éramos... ydesde luego que no estaba segura de lo queéramos si él era la figura de la capa. Pero¿cómo podía serlo? Estuvo en la mismahabitación que aquella figura antes de que nosmarcháramos a Londres. Pero la duda

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comenzaba a invadir mi mente. «¿Por qué iba adecir que él es la figura si no lo fuese? A fin decuentas, el del vestíbulo de la entrada podríahaber sido cualquiera.»

Pasó un minuto y el cosquilleo aumentó.Era como si me estuvieran lanzando contra elbrazo una aguja tras otra... Pero no me importó,porque a medida que aumentaba aquellasensación sangraba menos.

«Más importante aún, ¿puedo perdonarlo?»Había matado a mucha gente durante susmerodeos nocturnos. A los canallas y a losasesinos los mataba en el nombre del reino,pero la imagen de la chica de las catacumbas,Sarah, se negaba a salir de mi cabeza. Y, sinembargo, conocía la respuesta a mi pregunta.No resultaba menos repugnante por ello, peromi corazón ya lo había perdonado sin nisiquiera consultarle a mi parte racional.

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«¿En qué me convierte eso? Lo que él lehizo a aquella chica fue mucho peor que lo queIlta me hizo a mí. La mató.»

—Tienes sueños sobre un hombre con unacapa, ¿verdad, Violet Lee? Y también una voz.

El sonido de sus palabras me sorprendiótanto que tiré de mi brazo para liberarlo.Cuando asumí lo que había dicho, di dos pasosatrás, hasta que me golpeé contra la roca.

—¿Cómo lo sabes?Sonrió. No fue una sonrisa tranquilizadora,

sino algo más siniestro, una sonrisa cómplice,pero sus ojos la delataban: los tenía tanabiertos como los míos y llenos del mismomiedo.

De pronto, avanzó, me rodeó y cogió lamano del brazo herido entre las suyas. Bajé lamirada, asombrada ante aquel contacto. Alhacerlo, atisbé mi brazo. No quedaba ni rastro

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de la herida. Tenía la piel impoluta, como sijamás me hubiera caído. De mala gana, volví amirar a Rosa de Otoño.

—Por favor, dime que tienes una vaga idea.Su rostro sosegado e impenetrable había

desaparecido y, en su lugar, había una mezclade emociones —miedo, desesperación yurgencia— que tomaba forma en sus ojoscomo platos y sus labios separados.

—¿De qué? —pregunté despacio.Me soltó la mano y dio un paso atrás.—Hace dieciocho años, nació la segunda

hija de un prometedor parlamentario y suesposa en Chelsea, Londres. Aquella mismanoche, un grupo de vampiros jóvenes habíasalido a cazar en Westminster. Entre ellosestaba Kaspar Varn, que oyó por primera vezaquella noche una voz en su mente que lofastidiaría durante los siguientes dieciocho

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años. —Se quedó callada y retrocedió otropaso. Yo no dije nada. No podía decir nada—.Casi desde el primer momento en que lo viste,comenzaste a oír una voz en tu mente. Tambiénempezaste a tener vívidas pesadillas.

—Para —supliqué. Apreté la espalda contrala roca como si albergara la esperanza de queme tragase.

—Tú eras aquella niña, Violet Lee, yKaspar es tanto la figura de tus sueños como tuvoz, del mismo modo que tú eres la suya.

Con la mirada baja, calibró mi reacción, aligual que había hecho con Kaspar el díaanterior. Tras ella, veía que la luz avanzabahacia nosotras a medida que el sol ganaba alturaen el cielo y emergía por detrás de la roca.

—Estás mintiendo.—No miento, Violet Lee.Me agarré a las hendiduras de la roca. Lo de

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la figura de la capa podía creérmelo. «Pero ¿seruna voz en su mente sin saberlo? ¿Durantedieciocho años? ¿Toda mi vida?»

—Estás mintiendo porque yo lo sabría sifuera su voz.

Suspiró.—Tu voz es subconsciente. No tienes

conciencia de que tu mente está vinculada a lasuya, del mismo modo en que él no esconsciente de que la suya está vinculada a latuya. Pero ojalá fuera mentira, Violet.

Su voz fue apagándose hasta convertirse ensilencio, pero noté el pesar que la teñía al final.Sin embargo, aquella lástima tan sólo empapómis emociones, que ya estaban hechas jirones yen vilo. Oculté la cabeza entre las manos,derrotada.

—¿Por qué me estás contando esto?—Porque no queda tiempo.

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—¿No queda tiempo para qué?Levanté la cabeza poco a poco para mirarla

a los ojos, dorados y llenos de simpatía.—Para elegir.—¿Qué quieres decir? —resoplé. «Otra vez

esa palabra: Elegir.»Bajó la mirada al suelo y no la movió de allí

ni un solo momento mientras hablaba, casi conculpabilidad:

—La primera Heroína es, en efecto, desangre noble, Violet. Y tampoco está fuera delcontrol de la corte de Athenea, aunque comoHeroína prevalece incluso sobre el más grandede los reyes.

«Anoche no tenía por qué hacer lareverencia...»

«Estás descuidando tus modales, Rosa deOtoño. Recuerda que estás en presencia de larealeza.»

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—Su abuela murió sola para que ellapudiera despertar a las nueve, pues aquello laconvertía en la última sabia de su familia.

«Sola la primera inocente muere...»—En resumen, Violet, es la última de los

caídos.Frente a mí no había una muchacha bañada

por la luz del sol, sino una chica a la queacababa de conocer, cubierta con una capa yhaciendo una reverencia con la más pequeña delas sonrisas en la oscuridad de la noche.

«Rosa de Otoño, de la casa de Todos losVeranos, su alteza.»

—Tú —susurré—. Tú eres la primeraHeroína Oscura.

Asintió mirando al suelo. Durante unminuto no pude apartar la mirada de ella, antesde cerrar los ojos al darme cuenta de miestupidez. Era tan obvio... Lo habíamos tenido

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delante de las narices todo aquel tiempo.—Yo... ¿Por qué no has dicho nada antes?

¿Por qué has mentido?—Porque... porque... —Comenzó a

retorcerse las manos—. Porque tengo quecondenar a otra al mismo camino que yo.Ahora. Aquí.

«Es mi deber asegurarme de que mueresantes de que llegues a consumar tu destino...No tendrás elección, Violet Lee. Así que nosolloces, criatura, porque esta noche voy asalvarte.»

Cuando las palabras de Ilta retumbaron ydespués murieron, me invadió una especie deserena aceptación. Recosté la cabezalentamente contra la roca y me pasé los dedospor el pelo.

—Sabes por qué estoy aquí —dijo consuavidad.

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«A dondequiera que vaya la segundaHeroína, allá irá la primera. Ninguna personaen su sano juicio quiere quedarse sola durantemucho tiempo con un destino así.»

—Pero la única persona que conozco queha muerto es Greg; eso no son dos inocentes—razoné en voz baja tratando de buscar erroresen lo que sabía que estaba a punto de decirme.

—Tu hermano fue el primero. La reinaCarmen fue la segunda.

—Pero yo no soy vampira —le murmuré ala oscuridad que reinaba detrás de mis párpadoscerrados.

—«Ni nacimiento, ni tiempo, ni eleccióntiene», Violet. La segunda Heroína nuncaestuvo predestinada a nacer vampira. Perodebes convertirte para cumplir la Profecía y serla segunda Heroína. Y pronto.

La escarcha se estaba derritiendo a toda

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prisa, y el sol comenzaba a ser una manchadébil tras unas nubes oscuras y amenazantesque sin duda traían lluvia. Las contemplémientras me obligaba a mantener la calma.

—No quiero esto. No puedo ser parte deesto. No sé nada en absoluto sobre los seresoscuros, Rosa de Otoño. —Mi voz sonabaextrañamente serena en comparación con mitempestad interna—. Hace cuatro meses nisiquiera sabía que todo este mundo existía. Nome dejaré arrastrar hacia algo así.

—No tienes elección.«No tienes elección. ¡Nunca la tuviste!

Nadie elige su destino cuando se mezcla conlos seres oscuros. ¡Nadie! ¡Despierta o mueresoñando, Nena!»

Se apartó unos cuantos rizos de la frente yse volvió hasta darme la espalda.

—Si eliges ignorar la Profecía, Violet, tus

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dos mundos se destruirán mutuamente y sellevarán la mayor parte de esta dimensión conellos. —Sacudió la cabeza como para aclararselas ideas—. El pecado de tu padre está saliendoa la luz, y si tú no lo traicionas, tal y como dicela Profecía, y juras lealtad a los vampiros, tufamilia morirá a manos del hombre quequieres.

«Lo perseguiré y primero mataré a suamor... me beberé toda la sangre de sus hijos...violaré a sus hijas. Haré que ese demonio sincorazón sufra.»

La caja negra de mi mente se agitó y sulacre comenzó a agrietarse por los lados.

—No tengo elección... —susurré, y notéque las piernas empezaban a fallarme.

—Si... si pudiera darte tiempo, Violet, loharía. Pero no puedo, y lo siento...

Cuando habló, miró hacia más allá de mí,

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de la roca y de los árboles de Varnley. Miró alo lejos, hacia un punto naranja y temblorosoen una ladera muy distante. Apareció otro a suizquierda, más grande, más cerca.

—Están encendiendo las almenaras —murmuró, y dio unos cuantos pasos insegurosalrededor de la roca. Seguía con la miradaclavada en aquellos puntos de fuego, como siestuviese completamente fascinada—. Tengoque irme. Saben que estoy aquí.

Retrocedió unos cuantos pasos antes de quesu expresión se suavizara y volviese de nuevo ami lado para cogerme de la mano con unafuerza antinatural.

—No les digas lo que eres hasta que yo teavise. Pero sólo puedo conseguirte unascuantas horas de normalidad, nada más que eso.

—¿Unas cuantas horas de normalidad parahacer qué?

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Echó un vistazo hacia atrás sobre suhombro, inquieta, y luego se dio la vuelta denuevo y me cogió ambas manos.

—Para seguir a tu corazón.«—¿Y si fuese alguien a quien conocieras?»—Pues entonces que el destino se apiade

de su corazón.»Sin más, Rosa de Otoño se volvió y

comenzó a caminar en dirección a los árbolescon la mirada clavada en Fallon. Kaspar lasiguió de cerca, observando primero a uno delos sabios y luego al otro, hasta que se dio lavuelta y miró por encima de las copas de losárboles hacia donde una tercera almenara habíaempezado a arder.

«¿Y Rosa de Otoño me va a dejar sola conesto?»

Cuando llegó cerca del grupo, la joven seechó la capa sobre los hombros y yo fui a

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coger mi abrigo. Algo se cayó del bolsillointerior y, al mirarlo, me di cuenta de que era larevista que ella me había dado la nocheanterior. La contemplé durante un instante, lacogí del suelo y volví a meterla en el bolsillo.

Fallon salió al encuentro de Rosa de Otoñoy ambos intercambiaron unas palabras antes deque el príncipe sabiano se volviera hacia lamirada de protesta de Kaspar y le hiciese ungesto de despedida con la mano. Antes de quenadie pudiera decir nada más, Rosa de Otoñohizo una reverencia —su última reverencia— y,tras ponerse las capuchas, ambosdesaparecieron entre un remolino de telasnegras.

Nadie habló. Todas las caras expresaban lomismo mientras se miraban entre sí. Unaincredulidad total... Yo también compartíaaquel sentimiento, pero por una razón

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totalmente distinta.«¿Heroína Oscura?» Pero no tuve tiempo

de regodearme en la duda. La adrenalina yaestaba haciendo efecto y sentí una extrañaespecie de determinación. «No voy a permitirque el destino destruya a nadie que meimporte.»

Kaspar observaba alternativamente lasalmenaras y el punto en el que acababan dedesaparecer los dos sabianos. Tras sus iris, quese estaban tornando blancos a marchasforzadas, podía ver su mente tratando de aclararlas cosas. Sus labios no paraban de articular lapalabra «almenaras» una y otra vez; parecíabuscar respuestas entre los escasos matorrales.Al cabo de un minuto, su expresión se tornóperfectamente plácida. Estaba alcanzando lacomprensión, y casi me dolió ver que se pasabala mano por el pelo y se aferraba a unos

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cuantos mechones antes de darse la vuelta yarticular la palabra «almenaras» una última vez.

—Estaba justo aquí —dijo Kaspar con lavoz ahogada y cargada de incredulidad—. Noshan engañado. Y el consejo ya lo sabrá a estasalturas. Pero ¿por qué iba a venir ahora?

—Por la segunda Heroína —contestó Alex.Las palabras le salieron entrecortadas eimpacientes. Le lanzó una mirada furibunda alotro y frunció el entrecejo cuando, para misorpresa, la desvió hacia mí—. Tiene un deber,Kaspar, al igual que tú.

Kaspar no pareció prestarle atención,porque le hizo un gesto a Alex para que losiguiera y les ordenó a los demás queregresaran a la mansión. Luego me miró a mí.

—Cain, ve con Violet. A ti no te retrasarátanto. Y cuida de ella.

Estaba a punto de protestar y decir que no

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necesitaba que me cuidaran, pero Cain se meadelantó.

—¿Ya volvemos? Pero ¡si el sol apenas hasalido! ¿Qué prisa hay? Tampoco es quepodamos hacer nada. Nuestro padre seencargará de todo.

Kaspar suspiró, con los ojos de un blancoturbio, un tono peor que el rojo o el negro,pues les arrebataba toda su humanidad.

—No eres lo bastante mayor para recordarla última vez que se encendieron las almenaras,Cain. Y eso es porque sólo se enciendencuando las cosas se ponen muy mal. Son unallamada a la corte. Dentro de sólo unas horas,todo el reino acudirá en masa a Varnley yesperará obtener respuestas sobre la Profecía.Respuestas que no tenemos.

Cain se fijó en las llamas de color naranjaque titilaban en el horizonte, cerró la boca y

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asintió sumisamente.Kaspar, por su lado, la abrió como si fuera a

decirme algo y el corazón se me encogió, enparte a causa del miedo y en parte a causa de laanticipación. Pero volvió a cerrarla y centró suatención de nuevo en Cain.

—Cuídala —repitió.Y con aquellas palabras, Alex y él se

internaron a toda prisa en el bosque.Se me cayó el alma a los pies. Podría

haberme quedado allí durante horas con lamirada clavada en el punto por el que se habíanmarchado, intentando encajar a la desesperadalas piezas del rompecabezas de todo lo quehabía ocurrido en los últimos quince minutos,pero aquello no era una opción. Los demás seestaban dispersando y Cain me miró mientrasse ajustaba al hombro la correa de la funda de laguitarra de Alex.

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—¿Te importa si corremos? Está a sólo unkilómetro y medio colina abajo, y tengo lasensación de que no queremos perdernos esto.

Me encogí de hombros y me abroché elabrigo. Sentí que la revista, en el bolsillointerior, se me clavaba en el costado. Cain diounos cuantos pasos y empezó a trotar para iracelerando a medida que zigzagueábamos entrelos árboles. De repente se me ocurrió que eramuy probable que me arrepintiera de aquello amedio camino, pero no tenía ni tiempo nicapacidad para preocuparme por ello.

Mi cerebro funcionaba a toda máquina. Erauna Heroína Oscura y, por mucho que quisierano creérmelo, sabía que había demasiado enjuego para ignorarlo sin más.

«Horas.» Tenía horas. Ni siquiera sabía loque tenía que hacer con ellas. Estabacompletamente a merced del sabio y de Rosa

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de Otoño. No sabía nada de aquel mundo, desus dimensiones, de la política vampírica. «Loúnico que sé es que no puedo permitir que mismundos se destruyan mutuamente.»

Además, en cuestión de horas todos losvampiros llegarían a Varnley, a medida quefueran ardiendo las almenaras, se propagaranlas noticias sobre la primera Heroína y todoscomenzasen a pensar en la segunda.

«En mí.»

Las gotas de sudor me surcaban el rostrocuando salimos de entre los árboles,despojados de la vibrante cubierta que los habíaenvuelto unos meses antes. Aquellas hojas queuna vez habían sido exuberantes, que habíantenido vida, estaban ahora tan privadas de ellacomo los habitantes a los que rodeaban. Las

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habían barrido y estaban amontonadas decualquier manera, fuera de la vista de la entrada,como si nunca hubieran proporcionado color yplacer.

Pero más allá de ellos podía verse unaescena más curiosa. A lo largo del camino deentrada había docenas de sirvientes. Suscuidados uniformes parecían estar fuera delugar entre la hojarasca de los jardines. Inclusolos disciplinados mayordomos se encontrabanentre ellos, y sus impolutos guantes blancoscontrastaban sobremanera con su piel, que bajoel sol de la mañana se había puesto roja.

Cain serpenteó entre ellos intentando hacerque volvieran a entrar, pero como mucho seganó unas cuantas venias. Todos miraban porencima de las copas de los árboles, y varioshablaban animadamente en pequeños grupos.Cuando me acerqué, capté unas cuantas

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palabras del grupo más cercano:—Encontraron a la primera Heroína...

Varnley... de vuelta a Athenea.De pronto, uno de ellos me sorprendió

mirándolos y les hizo un gesto a sus dosamigos, que se callaron inmediatamente. Me dicuenta de que uno de ellos era Annie. Se pusorecta, cuadró los hombros y me miródesafiante. Incapaz de sostenerle la mirada,continué avanzando para unirme a Cain.

—Están observando las almenaras —meexplicó—. No quieren entrar en razón, vamos.—Dejó a los sirvientes atrás y entró por laspuertas dobles, que estaban abiertas. Dejó laguitarra de Alex junto a la escalera y se volvióhacia mí—. Voy a intentar encontrar a alguienque sepa qué demonios está pasando. Serámejor que te quedes en tu habitación.

Asentí, sin ninguna intención de seguir su

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consejo: en cuanto desapareció por el pasillo,me lancé hacia la escalera y subí los escalonesde dos en dos para llegar cuanto antes a lahabitación de Kaspar. Estaba vacía. Se meencogió el corazón.

Di unos cuantos pasos titubeantes hacia elinterior. La puerta se cerró de golpe a miespalda y di un respingo, siempre me poníanerviosa en aquella habitación bajo la mirada delos ojos realistas y penetrantes del rey y lareina, inmortalizados en aquel óleo sobre larepisa de la chimenea. Me estremecí. No erauna habitación acogedora: si la madera pudieraestar maldita, los paneles que adornabanaquellas paredes estarían condenados.

La mayor parte de los muebles, salvo lacama, seguían cubiertos con sábanas, y aquellotan sólo incrementaba el ambiente tenebroso ydesangelado de la habitación. También había

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corriente: las puertas acristaladas del balcónestaban abiertas de par en par, así que las gasasoscuras se movían agitadas por la brisa y el solde media mañana se filtraba a través de ellas.Unos cuantos rayos destemplados cayeronsobre el suelo como si fueran hendiduras de luzcuando estiré la mano y agarré la tela. Abrí lascortinas y me asomé al umbral. Y se meencogió el corazón por segunda vez en unminuto. Kaspar tampoco estaba allí.

Volví a entrar. Una tras otra, las preguntasdescendían dando tumbos desde mi cabezahasta mi pecho, donde el miedo no paraba deaumentar. «No soy más que una humana, ¿quédemonios puedo hacer?» De aquel miedobrotaba el resentimiento. «¿Por qué me haabandonado Rosa de Otoño? ¿No lo entiende?No tengo a nadie. A nadie excepto a Kaspar; ¿ydónde coño está cuando lo necesito?»

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«Justo aquí», dijo una voz.Me di la vuelta con tanta rapidez que me

tropecé y tuve que agarrarme a las gasas paraevitar caerme.

«Eso suena exactamente igual que...»«Qué equilibrio, Nena», dijo la misma voz...

¡Mi voz!—Oh, Dios —murmuré.«Has preguntado dónde estaba», contestó la

voz..., o él.«¿Así que ahora te llamas Kaspar?»,

pregunté con cautela en mi mente.Se echó a reír.«Nena, soy Kaspar. Siempre lo he sido y

siempre lo seré. —Se quedó callado y secorrigió a sí mismo—: En realidad, soy unaversión diluida de su personalidad encarnada entu subconsciente desde tu nacimiento, pero nocompliquemos las cosas.»

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—¿Lo has sabido durante todo este tiempo?—le espeté cuando me di cuenta de que estabamanteniendo una conversación con mi propiamente... una mente que contenía toda laimpertinencia de Kaspar. «Fantástico.»

«En realidad no —respondió—. Sigosiendo tu mente y sólo puedo descubrir lascosas cuando lo haces tú.»

—Vale, Kaspar diluido, ¿te importaríacallarte? —le pregunté a la habitación vacíamientras me desplomaba sobre la cama vacía ycaía de espaldas encima de las sábanas.

Los pies me colgaban por el borde ycomencé a balancearlos, de manera quegolpeaba el colchón con los talones una y otravez. Recordé la última vez que había estado allítumbada, completamente desnuda entre losbrazos de Kaspar. Una pequeña sonrisa sedibujó en mis labios.

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Recuperé la seriedad de inmediato. Nopodía olvidarme con tanta facilidad de lo queme habían revelado, y si no se lo contaba aalguien pronto estaba segura de que el pánicocomenzaría a dominarme.

«Pero ¿de qué vale dejarse arrastrar por elpánico?»

Me quité las zapatillas y los calcetines, yagradecí la brisa fresca que entraba por laspuertas abiertas del balcón. Ladeé la cabeza yempecé a plantearme ir a buscar a Kaspar, perode repente me llamó la atención un triángulo dealgo blanco que había debajo de la almohada yque destacaba sobre el negro de las mantas.

Me estiré sobre la cama y lo cogí entre elíndice y el pulgar. Tiré y aparté la almohada.

Se trataba de una bola de papel casiamarillo. En las partes más arrugadas podíanleerse palabras al revés, escritas con una

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caligrafía elegante. Atónita, la extendí sobre lacama.

Entonces, se hizo evidente que en realidaderan dos hojas de papel y que ambas estabanescritas con una caligrafía idéntica, quellevaban una firma y un escudo de armasidénticos en la parte baja. Cogí la más cercana;la letra era difícil de descifrar porque el papelestaba muy deteriorado, pero cuando conseguíleer las primeras palabras, casi se me cae de lasorpresa.

Queridísima Beryl:

Claro está, además de llevar el escudo de

armas de la familia real, estaba firmada como«Reina Carmen». Me tragué un incómodo nudoque se me había formado en la garganta y dejéla última carta de la reina sobre la cama. Allí

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estaba. Por tercera vez.Cogí la otra hoja de papel. También la

habían doblado y desdoblado, pero no estabatan desgastada: el papel era más grueso y teníaun ligero aroma almizclado, como si hubieraestado guardada durante mucho tiempo. De unextremo del papel colgaba un lacre de cerarasgado, y la página mostraba dos plieguesdefinidos por donde la habían doblado conbastante precisión.

Le di la vuelta y vi que estaba escrita porlos dos lados, aunque mucho más en elsegundo. La caligrafía era indudablemente lamisma que la de la otra carta. Comencé por lacara con menos letras y me fijé en la fecha:había sido escrita justo el mismo día que la otracarta.

Un escalofrío me recorrió la espaldacuando me di cuenta de a quién iba dirigida: a

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Kaspar. Me senté recta y cogí el papel conambas manos.

Mi querido y amado hijo Kaspar:Un aviso, dulce niño: me voy a Rumanía

dentro de una semana, y no me marcharé sinconfiarte lo que sé. Pero te aconsejaría queno lo leas hasta que debas hacerlo: si estásen paz, hijo mío, no vuelvas la página. Sé queeres lo bastante sensato y recto para hacercaso de mis palabras.

Tuve otro escalofrío y me pregunté si debía

darle la vuelta a la página. Pero Kaspar lo habíahecho, era evidente, y no pude desembarazarmedel anhelo de saber qué lo había llevado a norespetar el deseo de su madre.

«Venga, hazlo», me espoleó mi voz conimpaciencia, así que le di la vuelta a la página y

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comencé a leer de nuevo:

Asumiré, Kaspar, que si estás en posesiónde esta carta es porque he desaparecido deeste mundo y ya no puedo transmitirte misconocimientos con un abrazo de madre...algo que lamento profundamente. Son mispropios errores los que me han llevado aescribirte esta carta, pues debería haber sidosincera contigo desde el principio. Pero nopodía destrozar tu felicidad, hijo mío, yprimero te pido perdón por mi debilidad.

En segundo lugar, te pido que no teenfades con tu padre, como sin duda loharás. Sé que lo que te dirá no tendrásentido y que podría parecer otro de suscaprichos, pero debes entender que lo quehace es por tu propio bien. Debescomprender que yo lo aleccioné para que

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actuara de ese modo, así como para que teempujara a leer esta carta cuando se hicieraevidente que tenías que hacerlo. Cómo lohaga será su elección, pero no te enfades conél. Es tu padre y lo hace todo por amor.

Antes de explicarte lo que podríajustificar esas palabras, te diré que puedesconfiar en Eaglen y en Arabella comoconfidentes para lo que te contaré acontinuación. Por supuesto, tu padre tambiénlo sabe. A petición mía mantienen unavigilancia callada, pero los tres escucharántus preguntas de buen grado.

Para apreciar de verdad lo que tengo quedecirte, debo retrotraerte a muchos mileniosantes de que tú o cualquiera de tus hermanoshubieseis nacido. Durante un veranoparticularmente caluroso en Rumanía, tupadre y yo viajamos en visita de Estado a

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Athenea, donde nos recibieron el por aquelentonces joven rey Ll’iriad Alya Athenea y suesposa, embarazada de su primer hijo.

La corte de Athenea era un lugarvibrante, lleno de los más celebradosfilósofos, académicos y astrólogos; era elcentro de todo lo que se considerabarevolucionario dentro de las nuevedimensiones. Uno de aquellos afamadospensadores era un tal Nab’ial Contanal,cuyo prestigio iba en aumento tras hacersemerecedor del mecenazgo real por laProfecía de las Heroínas que tan conocida teresultará. Cuando nos presentaron, me sentíinmediatamente asombrada por su fervor enla creencia de que se les debería otorgar elmismo estatus al hombre y a la mujer —algoque muy pocos habíamos contemplado enaquella época— y me descubrí escuchando

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con gran atención sus charlas durante lasmuchas cenas y bailes que compartimos.

Como ya te he comentado antes, el veranoestaba siendo extrañamente caluroso y unatarde, mientras paseaba sola, confieso que lahumedad me debilitó. Contanal, que pasabapor allí y descubrió mis apuros, se ofreciópara dejarme descansar en su cercanamorada, que estaba a la sombra y deespaldas al sol del mediodía. Aunque erainapropiado, acepté su oferta... aún hoy, sigosin saber por qué.

Fue allí, medio mareada, donde presenciéun discurso de lo más extraordinario.Contanal, sin dejar de caminar de un lado aotro entre sus atestadas estanterías, comenzóa contarme muy agitadamente que susvisiones sobre las Heroínas no habíanterminado con sus doce estrofas anteriores.

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Había comenzado un segundo trabajo apartir de la segunda Heroína, cuyo corazónera el que más lo fascinaba.

Por primera vez desde que Rosa de Otoño y

yo habíamos hablado en Varn’s Point, unsentimiento de verdadera intranquilidad seapoderó de mí. Aquello era real. Yo era una delas Heroínas sobre las que aquel profeta,Contanal, había escrito hacía miles de años.

Comenzó a detallarme, con lo que años

después descubriría que era una exactitudsorprendente, acontecimientos que yo nopodría haber previsto o imaginado enaquella época. Me contó que tendría seishijos —cuatro niños, dos niñas— antes depasar a decirme los nombres que tu abueloos pondría y vuestras fechas de nacimiento

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exactas. Pero en seguida se hizo obvio quesólo estaba preocupado por el cuarto hijo,un niño... tú.

No soy ajena al poder del destino, pero loque me explicó a continuación era casiinimaginable. Tampoco pretendo comprenderlas costumbres de los sabios, ni cómoemplean la magia que corre por sus venas,pero su percepción era antinatural. Enrealidad, pensé que sus ideas eranretorcidas, pero en el fondo sabía que eranverdad.

Describió que durante la existencia de micuarto hijo, una chica entraría en su vida,una chica distinguida, o quizá maldita, con eltítulo de segunda Heroína. La vida de esachica quedaría irreversiblemente ligada a ladel reino y a la del cuarto hijo, heredero altrono. A ti, Kaspar. Me explicó que la

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resistencia resultaría inútil, pues el estatusde la joven os haría estar en continuocontacto. En pocas palabras, la segundaHeroína y tú estáis unidos por el destino.

Se me cayó el papel al suelo. Me agaché

para recogerlo y lo agarré con fuerza. «Es poreso.» Aquello lo explicaba todo: por qué el reyno permitía que Kaspar y yo nos tocáramos;por qué le hablaba de responsabilidad: Kaspartenía un deber para con la Heroína de su reino;por qué Kaspar se había retraído tanto desdeque había vuelto de Rumanía: el rey debía dehaberle pedido que leyese aquella carta. Ytambién mi voz y mis sueños... Kaspar denuevo.

«Está unido a mí por el destino.» Pero élaún no sabía que la segunda Heroína era yo.

Una extraña mezcla de emociones se

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apoderó de mí, y no supe si sentirme exultanteo asqueada. No tenía elección, «una vez más», yla idea de estar ligada a alguien que apenasconocía y al que había odiado hasta hacía unascuantas semanas era inquietante.

«Aun así...»De manera compulsiva, continué leyendo:

No te parecerá justo. Parecerá una gran

injusticia. Puede que no ames a esa chica oque ni siquiera la conozcas, pero debesaceptar tu destino, por el bien del reino y desu corazón, te ame o no. Te necesitará.Convertirse en Heroína será un trancesolitario, y necesitará alguien en quienconfiar. Es tu deber, tu responsabilidad.

Lo necesitaría. Ya lo necesitaba.

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Pero no todo está completamenteperdido, dulce niño. Dos personas que se venobligadas a estar juntas suelen aprender aamarse, con el tiempo, y ella poseerá muchasde las cualidades que tú admiras —si no lastuviera, no sería una Heroína—. En ciertosentido, podría ser una bendición para ti: sieliges casarte con ella y convertirla en tureina, poseerás una posición políticaextraordinariamente fuerte. Elijas lo queelijas, esa chica permanecerá en tu vida.Pero debes sacarle partido a la situación.Recuerda tu deber para con ella y todo irábien.

Contanal murió antes de llegar a hacerpública su segunda Profecía sobre lasHeroínas y en Athenea quemaron suspapeles, o los escondieron muy bien. Muchosdicen que lo mató Extermino para

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asegurarse de que la Profecía nunca secompletaba del todo; un rumor que yo meinclino a creer: Contanal no era un ancianoy los sabios rara vez enferman. Por lo tanto,lo que percibió sobre las Heroínas (aparte dela Profecía principal) hace tiempo que seolvidó, salvo por lo que ha pasado de bocaen boca. Por ese motivo, no sé si estás sóloen este trance; ni siquiera los profetas mássabios saben nada que se acerque a lo quepodría llamarse la verdad completa sobre laProfecía de Contanal. Así que nunca losabremos, hasta que llegue el tiempo de laHeroína.

He llegado a la conclusión de que noviviré para ver ese tiempo. Si fuera a vivirmás, la lógica diría que sería bendecida conun séptimo hijo, y como se acerca el peligroen forma de visita al clan de los Pierre, he

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tomado la decisión de escribir esta carta.Pero tú sí verás esa época, Kaspar. Así queno sufras por mí o por el pasado, por lasamistades perdidas y los tiempos cambiados,porque todo eso debe ser sacrificado paracrear un futuro mejor.

El destino se mueve de maneras extrañas,pero debes saber que el final es sólorealmente el final cuando todo está bien.Eres un buen hijo, Kaspar, un gran hombre, yserás el más grande de los reyes. No temas elfuturo.

Te quiero, dulce niño. En la vida y en lamuerte.

Tu madre,S. A. REINA CARMEN

Dejé caer la carta sobre mi regazo. La reina

sabía que se dirigía a la muerte. Lo supo

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siempre. Cuando le escribió aquella carta aBeryl, sabía que nunca leería la respuesta de suamiga. Sabía que nunca descubriría cómoestaba John, y que nunca encargaría un retratode toda la familia. «¿Cómo era posible que sehubiera sentado a escribirle aquella carta aKaspar? ¿Cómo podía haberle dicho adiós?»Era impensable.

Me invadió una nueva oleada de respetohacia el valor de aquella mujer, y estudié elcuadro de encima de la chimenea. La reinaestaba sentada, serena, con su marido a suespalda. Una sonrisa pequeña, digna, le curvabalas comisuras de los labios. Tenía una miradaperturbadora clavada en el punto en el que debíade estar el pintor, donde ahora estaba la cama.Tenía las manos entrelazadas sobre el regazo,entre los pliegues de su vestido verde jade, y entorno a su cuello descansaba el medallón que

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ahora era mío.Me pasé las manos por el cuello hasta que

di con la cadena. Con cuidado, me lo saqué dedebajo de la camiseta y lo dejé reposar sobre lapalma de mi mano.

—Sabías que ibas a morir en Rumanía,¿verdad? —susurré. Desvié la mirada delmedallón real al inmortalizado en el cuadro—.Por eso le diste a Kaspar el medallón la semanaantes de marcharte a Rumanía. Sabías que me lodaría a mí, a la segunda Heroína.

Cogí la otra carta, la dirigida a Beryl, y medispuse a buscar una frase concreta. Laencontré cerca del final:

no quiero que mi hijo y heredero se

ponga en peligro...

—Y por eso no permitiste que Kaspar te

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acompañara. Nunca tuviste intención de queesta carta se enviara. La escribiste para quenadie pudiese sospechar que algo iba mal, ¿noes así? Para que nadie pensara que sabías queno volverías de Rumanía.

Aquella revelación hizo que mi mente seacelerara y volví a fijarme en la figura inmóvilde la reina, como si esperase que me dijera quetenía razón. Pero, por supuesto, no lo hizo. Noera más que un óleo.

Otro pensamiento me impactó mientrasapretaba el medallón contra mi pecho: habíanabierto y leído la carta, pero ¿hacía cuántotiempo? Parecía bastante leída. «¿Cuántotiempo hace que Kaspar sabe que está unido aalguien y cuándo planeaba decírmelo?» Missentimientos no habían sido precisamente unsecreto para él durante los últimos días. «¿Iba adejar que yo lo descubriese sin más, que

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sufriera de esa forma?» Una llamarada de irame recorrió de arriba abajo. «¿Cuánto tiempohabría permitido que continuara así?»

«¿De qué te quejas? Lo quieres y estáisunidos por el destino. ¿No es algo bueno?»,preguntó mi voz.

«Tú no lo entenderías.»«Os llevará un tiempo acostumbraros a

estar unidos, eso es todo», pretendiótranquilizarme mi voz, como si fuera tansencillo.

De pronto, oí un ruido procedente delbalcón y, sobresaltada, me levanté. Vi que unasombra se movía detrás de las gasas y volví ameter las dos cartas a toda prisa debajo de laalmohada. Miré de nuevo el cuadro.

«Puede que algún día encuentres algo porlo que merezca la pena vivir una eternidad.»

Me fijé en el medallón que descansaba

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sobre el cuello de mi camiseta. Me gustara ono, Kaspar iba a tener que merecerlo. Apartélas gasas. Me puse en equilibrio sobre elumbral y me agarré con ambas manos al marcode la puerta.

—¿Quién era la figura de la capa que habíaen el vestíbulo de la entrada antes de que nosmarcháramos a Londres?

Allí, apoyado contra la barandilla de piedradel balcón, estaba Kaspar. Debajo de él, un grannúmero de figuras continuaban avanzando porlos terrenos en dirección a la casa, con lascabezas agachadas para ocultarlas del sol.

Suspiró:—Valerian Crimson...Me apoyé contra la pared, con las manos

entrelazadas a la espalda. Tenía sentido quefuera Valerian Crimson con quien noshabíamos cruzado aquel día. No creía que

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ninguna otra familia de vampiros pudieraposeer unos ojos tan demoníacos cuandodeseaban sangre. Había sido una idiota alsuponer que la figura del vestíbulo de la entradaera la misma que la de mis sueños.

Recosté la cabeza contra la pared y me dejéempapar por la calidez del sol, que debía deestar quemando la piel desnuda de las manos yla cara de Kaspar.

«Hay mucho que decir, pero ninguna formade hacerlo.»

—Los sueños desaparecerán cuando teconviertas en vampira —dijo Kaspar en vozbaja y sin desviar su atención de los jardines—.Nunca dormirás tan profundamente como paratenerlos.

No podía decir que estuviera decepcionada.No quería ver más de aquel lado oscuro deKaspar que los sueños situaban en la primera

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línea de mi mente.Me uní a él junto a la barandilla. A nuestros

pies, las figuras, sobre todo hombres, subíanlos escalones hacia las enormes puertas demármol. Llegaban por parejas y en grupospequeños, vestidos con los colores de susfamilias. De vez en cuando, un coche conaspecto de ser caro y los cristales tintadosavanzaba por el camino de entrada, y losmayordomos y aparcacoches se apresuraban aabrir las portezuelas.

Desde allí podía ver hacia dónde se dirigíala mirada de Kaspar. Hacia el oeste sedistinguían dos de las almenaras, temblorosasen el horizonte como estrellas en el cielonocturno. Pero mucho más siniestras. «Unallamada a la corte.» En pocos días todo elconsejo y toda la corte estarían allí, en Varnley.

Pero yo no tenía días. Tenía horas.

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«Dile que eres una Heroína —me instó mivoz—. Díselo ahora.»

—Entonces ¿me perdonas? —preguntóKaspar con una ligera sonrisa.

Sacudí un poco la cabeza y volví a larealidad. Apoyé los codos sobre la barandillade piedra y luego descansé la barbilla sobre lasmanos.

—La verdad es que no.Del fondo de su pecho brotó un murmullo

que no sonó a sorpresa. Por primera vez mefijé en que se había cambiado y llevaba unacamisa formal y unos pantalones de vestir. Alfin y al cabo, llegaba la corte.

«¡Díselo, Nena!»«No, antes tengo que arreglar todo lo

demás.»«Pues bajo tu responsabilidad queda.»—Esa chica de las catacumbas, Sarah... No

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la mataste para alimentarte, la mataste pordiversión. Eso está mal, Kaspar.

Me miró y me di cuenta de que tenía losojos tan esmeralda y penetrantes como laprimera vez que lo había visto.

—Lo sé —contestó.—Y entonces ¿por qué lo hiciste?—No lo sé... Estaba cabreado.Se aferró con más fuerza a la barandilla,

pero luego levantó la mano y se la llevó a lacabeza para pasársela por el pelo. No queríaofrecer más explicaciones.

—No puedes matar a la gente porque estéscabreado.

Se derrumbó y golpeó la piedra con lapalma de la mano. Tuve la sensación de queestaba a punto de ponerse a gritar, pero se diocuenta de que por debajo pasaba otra figura ybajó la voz:

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—¡Ya lo pillo! ¿Vale, Nena? No tienes quesermonearme.

Me erguí y me crucé de brazos.—No creo que lo pilles, Kaspar.Me escudriñó con los ojos entornados, con

la boca entreabierta sólo lo justo para quepudiese distinguir los dos dientes afilados queeran sus colmillos. Suspiró y se volvió hacia labarandilla. Apoyó la cabeza entre las manos.

—¿Qué quieres que haga, Nena? No puedoconvertirme en humano por ti. No puedo dejarde desear la sangre. No puedo dejar de matar.Así que, ¿qué quieres que haga? ¡Dímelo!

Me examinó el rostro en busca derespuestas, con una expresión a medio caminoentre la desesperación y la exasperación.Aparté la mirada, incapaz de sostener la suya.

—Podrías empezar por ser sincero.«Tú tampoco lo estás siendo. Así que, ¿y

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qué, si no iba a decirte que ya estaba unido aalguien? Díselo. Díselo ya, Nena.»

—¿Sabes qué, Kaspar? Eres un egoísta y unegocéntrico, y te crees que nadie puede sufrircomo tú. Pero, en serio, ¡mira todo lo quetienes a tu alrededor! ¡Es increíble!

Hice un gesto en torno a los jardines, peroél no miró.

Más bien me miró con una expresiónpeculiar, casi idéntica a la que tenía cuandoestaba atrapada entre los brazos del rey en elbaile de Ad Infinítum: el rostro de un hombreque luchaba y perdía. Permaneció así duranteun instante, de modo que cerré la boca y meolvidé de mi siguiente sarta de insultos. Eché lacabeza hacia atrás y contemplé los jardines conlos ojos muy abiertos, y me descubrí cayendode nuevo en las burlas que brotabanregularmente de mis labios durante las

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primeras semanas.—Eres un príncipe arrogante y estúpido, y

un gilipollas engreído con un problema seriode egocentrismo, y deberías ir y meterte...

Mi frase terminó con un grito agudo cuandome puso una mano helada en el hombro y meobligó a darme la vuelta.

—Que le den al destino —gruñó.Y sus labios ya estaban sobre los míos.Que me tocara me sorprendió tanto que

durante un instante me quedé paralizadamientras él me succionaba con delicadeza ellabio inferior. Pero después me encontrérodeándole el cuello con los brazos ydevolviéndole el beso con fervor. Sentí queesbozaba su típica sonrisa bajo mis labios antesde apartarse. Me puse de puntillas tratando dealcanzar sus labios, pero él me detuvo.

—Entonces ¿has echado de menos que te

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tocara, Nena?Me recorrió la mandíbula con el pulgar y

bajó por el cuello hasta encontrar mi venapalpitante, que latía a una velocidad muchomayor que hacía un minuto.

—Tienes problemas de egocentrismo... —murmuré.

Le oí reír antes de que volviera a atraermehacia sí, me levantara la barbilla y me diera unbeso breve en la comisura de los labios. Loseguí. Al fin me permitió devorarle los labioscon ansia mientras su lengua suplicabaintroducirse en mi boca. No dudé en darle paso.Yo también le recorrí la boca con mi lengua yla deslicé por las puntas de sus colmillos.

Noté el sabor de la sangre y mi corazón seaceleró. Kaspar debió de percatarse, porque seechó a reír y me presionó con delicadeza ellabio con los incisivos mientras sus manos

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descendían por mi espalda. Sin ningúnesfuerzo, me cogió y me colocó sobre labarandilla como si fuera una muñeca deporcelana..., una muñeca que admiró cuandodio un paso atrás. Me recorrió el cuerpo conuna mirada tan intensa que casi sentí cómo seme caía la piel a tiras a causa del calorabrasador. Era vagamente consciente de quedetrás de mí había una caída de unos cuatrometros y medio.

Volvió a aproximarse y entrelazó mismanos con las suyas a su espalda. Apoyé lacabeza sobre su hombro, apenas rozándole elcuello con los labios. El medallón de la reina—mi medallón— quedó atrapado entre supecho y el mío.

—Tu padre va a matarnos —dije entre risas.Pero él se encogió de hombros.—Tendrá que asumirlo. —Suspiró y enredó

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los dedos en mi ya más que enmarañadocabello—. Violet, no me dejes jamás. Pase loque pase, por muy mal que se pongan las cosas,no te marches nunca. Por favor.

Me aparté para analizar su rostro. Ya sabía aqué se refería.

—Kaspar, tengo que decirte algo.Frunció el entrecejo un momento, pero

luego sacudió la cabeza.—No, eso puede esperar. Ahora disfruta. —

Abrí la boca para protestar, pero me puso undedo en los labios—. Ponme las piernasalrededor de la cintura... —me susurró al oído.

Lo hizo y, con un grito amortiguado por miparte, me cogió en brazos. Entró en lassombras de su habitación y me dio un beso enla mejilla antes de regresar a mi boca con unaurgencia que antes no había estado allí.

Yo también la sentía, pero cuando su lengua

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se abrió camino entre mis labios, me escabullíde su ataque. Aunque en seguida me agarró dela mano e intentó tirar de mí hacia la cama, memantuve inmóvil, con la mirada clavada en lapuerta abierta.

Allí estaba el rey, con los iris e incluso elblanco de los ojos completamente consumidospor la ira. Me miraba con una voluntadinquebrantable, y un gruñido grave escapaba desu boca. A su lado había un vampiro queidentifiqué como Ashton y otro al que noconocía. Los ojos de ambos vacilaban entre elnegro y el rojo.

Kaspar me colocó a su lado y me abrazócon fuerza, pero yo apenas lo noté. No podíaapartar la mirada de los ojos del rey y laslágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas.

—Otra vez no —gruñó Kaspar—. ¡Olvídatede mi deber! ¡Es mi elección tocarla o no!

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Pero el rey no lo oyó, o tal vez no leimportase, porque no le contestó. Le hizo ungesto al vampiro que yo no conocía, que dio unpaso al frente.

—Llévatela afuera —ordenó con vozmonótona.

Kaspar se puso de inmediato delante de míy yo comencé a retroceder.

—Pero ¿qué cojones haces?Sin embargo, rápido como un rayo, Ashton

lo agarró y le retorció los brazos a la espaldade una forma que parecía bastante dolorosa.Kaspar era más fuerte y en seguida se liberódándole un codazo en el pecho.

Yo seguí caminando hacia atrás, con losbrazos tanteando el aire que había a mi espaldahasta que di con algo sólido. El otro vampiroesbozó una sonrisa de suficiencia y comenzó arecorrer la distancia que nos separaba. Pero se

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oyó un quejido repentino y el vampiro miró aAshton, que estaba empotrado contra la pared,con la mano de Kaspar alrededor del cuello.

Vi la oportunidad y comencé a deslizarmepor la pared en dirección a las puertasacristaladas, que seguían abiertas. Lasrugosidades de los paneles de la pared se meenganchaban a la camiseta como si fuerangarras y, pese a que sabía que estaba corriendo,mis pies no parecían moverse. Incluso cuandoel vampiro se lanzó hacia mí, tuve tiempo devislumbrar el cuadro de la reina y su marido.Los ojos de Carmen estaban tan muertos yapagados como los del rey vivo que teníadelante. Atisbé el medallón que le colgaba delcuello y me llevé la mano al que descansabasobre mi pecho. Cerré los ojos y me preparé.

«Horas.»El peso del vampiro me golpeó y solté un

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alarido, pero no percibí sonido alguno. Lointenté, pero no conseguí moverme mientrastodo su cuerpo me empujaba contra la pared yel aliento se me quedaba atrapado en lagarganta. Cuando abrí los ojos, no veía nadamás que manchas, pero poco a poco fuienfocando la mirada de nuevo y distinguí quelos labios del rey se movían sin omitir ningúnsonido mientras miraba en dirección a su hijo,que se apartó de Ashton para contemplarmecon una expresión de derrota absoluta en elrostro.

El monarca se movió y a mí me arrastraronhacia fuera bajo la mirada silenciosa de Kaspar.Justo debajo de la mandíbula tenía clavado en lapiel algo tan frío como un cuchillo. Dejé que lasensación de aquel roce me inundara, yagradecí la avalancha; el pesado olor queimpregnaba el aire, cargado de perfume; la luz,

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la oscuridad...Cuando pasé ante el rey, lo miré al rostro

impasible, impertérrito, indiferente. Laslágrimas rodaban por mis mejillas y se abrieronlas puertas; las súplicas y los gritos llenaron elpasillo mientras veía que sus ojos vacíos meseguían.

«Pero, señorita Lee, ¿qué le hace creer contanta firmeza que la aborrezco?»

Intenté liberar mis muñecas de la presa delvampiro mientras tiraba de mí escaleras abajo,pero otras manos se cerraron en torno a micintura y el cuchillo me apretó el cuello conmás fuerza. En la confusión, distinguí algunascaras —Cain, Fabian, Alex, Kaspar, Jag, inclusoLyla—, pero el único sonido más alto que el demis propios latidos era el tictac de un reloj ylas risitas de una niña pequeña... el único rostroque pude diferenciar entre el mar de capas y

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ojos negros que abarrotaban el vestíbulo de laentrada: Thyme.

Serpenteó entre las piernas de los curiososcon su vestido negro de volantes blancos ylazos plateados. Se detuvo a los pies de laescalera y se aferró al último balaustre. En susojos abiertos brillaba el asombro y estababoquiabierta, pero pronto esbozó una enormesonrisa.

—¡No mires a la princesa a los ojos,escoria! —me dijo al oído una voz fría, y elcuchillo, que cuando miré hacia abajo mepareció más bien una daga, me presionó elcuello con más fuerza.

Aparté la mirada con premura en cuanto elruido volvió a llenarme los oídos. Percibí lasfrenéticas protestas de Cain y de Kaspar —suplicantes y desesperadas— entre losrazonamientos de Jag y de Sky, mientras

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alguien me empujaba para que bajara losescalones y me agarraba del pelo. Chillé, sólopara que la daga volviese a acallarme cuando seapoyó sobre mi tráquea.

Cuando me dieron la vuelta para quequedara de cara a la escalera, vi que Lyla letiraba a su padre de la manga y que Fabian sedetenía en los escalones, paralizado de terror,mientras todos los miembros de la casa salíantras él en tropel y rodeaban su figura. Mary sedio la vuelta para esconderse entre los brazosde Jag, que movía la boca sin decir palabra, yThyme se abrió paso entre el corro deespectadores: la familia y sus amigos; lossirvientes; el consejo...

Fuera, apenas había más luz. El sol teñía lasnubes de color naranja mientras los cánticos,ardientes y libertinos, llenaban el aire delotoño, y las imprecaciones contra mí ascendían

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a la vez que el humo de las almenaras.Me pusieron dos manos sobre los hombros

y otras dos en los brazos y empujaron paraobligarme a ponerme de rodillas. Me dejé caer,pero no dejaron de presionar, sino que meagarraron cada uno por una muñeca y me lasretorcieron por detrás de la espalda hasta quechillé y les rogué que pararan. No lo hicieron.

Con los dientes apretados, levanté la miraday vi a Kaspar, que redujo su paso y me miró conun millar de emociones ilegibles plasmadas enel rostro... Pero la dominante era el horror,evidente y distinguible.

—¡Te he dicho que no mires! —dijo lamisma voz fría al tiempo que una mano meabofeteaba.

Hice un gesto de dolor, pero permanecícallada mientras la sangre se mezclaba con mislágrimas en mi rostro. Noté su sabor en los

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labios e hice un gesto de disgusto.Cuando la mano volvió a levantarse, Kaspar

consiguió separarse de la multitud y avanzóhacia mí, pero sus hermanos mayores y Ashtonlo agarraron y le obligaron a retroceder entrelos gritos y los gruñidos del forcejeo.

—Es algo asombroso saber que morirás amanos de un hombre que ahora parece tandispuesto a luchar por ti, ¿no, lady Heroína? —siseó una voz junto a mi oído.

Me estremecí. Giré la cabeza y meencontré cara a cara con Valerian Crimson, derodillas, con una mano desgarrándome lamuñeca y con la otra sujetando un cuchillocontra mi cuello. El brazo derecho me loconstreñía el otro vampiro.

—Lo sabías... —escupí, y unas pequeñasgotas de sangre salpicaron la grava.

Se echó a reír.

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—Claro, he sabido que eras una Heroínatodo este tiempo. ¿Sabes? Mi querido hijo Iltatenía el don de la premonición, como Eaglen.Pero en lugar de comportarse como un idiotaincompetente, tomó cartas en el asunto. —Meapretó la muñeca con más fuerza mientrasKaspar continuaba luchando—. ¿Sabes? Unahumana no debería tener el honor de recibir untítulo como el de Heroína. No tienes derecho aél. Por desgracia, sin embargo, su plan se viotruncado por su propio deseo por ti y por laintervención salvadora de tu hermoso príncipe.Pero creo que es bastante acertado que éltermine lo que Ilta empezó, ¿no te parece?

—Estás enfermo —murmuré con elentrecejo fruncido.

—Oye, oye —me amonestó con fingidaeducación—, estaba a punto de felicitarte porlo bien protegida que está tu mente: que no

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hayamos descubierto el pequeño secreto de tupadre durante todo este tiempo es muy astutopor tu parte. —Bajó la voz y, de soslayo, vi quesonreía—. Pero te han traicionado. Alguien hamandado una nota.

Señaló al rey, que levantó la mano. Elsilencio fue adueñándose de todo poco a pocoy, entre los dedos del monarca, distinguí unminúsculo fragmento de papel.

Valerian soltó una carcajada.—Di algo respecto a que eres una Heroína

y te rajo la garganta. ¿Lo entiendes, milady?Como para demostrar que lo haría, apretó el

filo del cuchillo contra mi carne y yo di unrespingo. Me lo creí.

Cuando el silencio fue absoluto, clavé lamirada en el suelo, sin atreverme a cruzarla conla de Kaspar, pues sabía lo que el rey diría acontinuación.

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El monarca abrió la boca, su voz era unsusurro áspero:

—Nos ha engañado. Fue ella. Su padreordenó el asesinato de mi esposa. Y ella losabía. Lo ha sabido todo este tiempo.

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57VIOLET

Todavía aparecían manchas de sangre sobre lagravilla.

Cerré los ojos y dejé que la cabeza se mevolcara hacia adelante. El dolor de los brazoscomenzaba a apagarse a mis espaldas, pero sóloporque se me estaban durmiendo. El cuchilloque tenía debajo de la barbilla parecía estar máscaliente, y vi una solitaria gota de sudor —demi sudor— recorriendo el filo. Se detuvodurante un instante en la punta, como si fuerauna lágrima perfecta, como si fuese lluviasobre una hoja a la espera de su caída. Pero nopodía pender tan precariamente de un filo

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durante mucho tiempo, así que, al cabo de unsegundo, cayó y se mezcló con el estanque desangre.

Estaba demasiado asustada para levantar lamirada. No quería verle la cara a Kaspar.

—¿Lo niegas? —ladró el rey sobre un corode palabras asesinas murmuradas por elconsejo y los sirvientes, pero no por losmiembros de su familia. Ellos estaban calladoscomo tumbas.

El filo del cuchillo me apretó el cuello y,entonces, con una culpabilidad imposible deocultar en el rostro, levanté la cabeza y luegolos ojos e hice un gesto de negación.

—¿No? —graznó el rey—. ¿No? ¿Nosmientes a mi reino y a mí durante tanto tiempoy ni siquiera lo niegas?

Le presté poca atención. Mi mirada se habíaquedado clavada en una persona: Kaspar. En sus

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ojos. Negros. Pero no sólo negros.Destellantes. Las lágrimas que se deslizabanpor mis mejillas encontraban reflejo en lassuyas.

«Está llorando.»Abrí los labios y volví a cerrarlos para

coger una bocanada de aire.—Lo siento —dije en voz baja—. Lo

siento.El viento le agitó el pelo a Kaspar y el

orgullo le hizo levantar la barbilla ligeramente.La piel de su cuello, ahora visible, se tensó. Sequedó mirando al cielo y yo hice lo mismo paraver a dos cuervos que daban vueltas, subiendo ybajando uno en torno al otro, mientras abríanlos picos y graznaban.

Volví a bajar la mirada hacia él y, en unabrir y cerrar de ojos, él apartó la suya. No hizoningún esfuerzo por secarse las lágrimas y las

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vi caer en picado y desintegrarse en mil gotasminúsculas contra los escalones de piedra.Lentamente, fueron secándose en sus mejillaspálidas hasta desaparecer.

No volvió a mirarme, y con aquello mislágrimas comenzaron a caerdescontroladamente; no las reprimí, no lascontuve, sino que las dejé caer en libertad: nopor el pecado de mi padre, no por mí, sino porél.

—No mires a mi hijo —murmuró el rey.Pero incluso los susurros eran audibles en laquietud del aire. Los cánticos se habíanreducido a un rumor con las palabras del rey—.No lo mires.

Escupí sangre cuando Valerian me dio ungolpe en la nuca y me obligó a mirar la gravillaque se me clavaba en las rodillas. El miedo, unmiedo muy real, comenzó a crecer dentro de

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mí cuando el rumor de los cánticos seconvirtió en un murmullo y el murmullo en uncoro. Pero aquello no era nada en comparacióncon el ruido que hacía mi corazón destrozado.

Con el poco valor que fui capaz de reunir,hablé:

—Y, entonces, ¿a quién quiere que mire?No hubo respuesta, y Crimson me cogió un

buen mechón de pelo y me tiró de la cabezahacia atrás. La piel de mi garganta desnuda seestiró, pero no con orgullo, sino conhumillación. Me revolví entre sus manos,forcejeé cuando con una de ellas cogió elmedallón de la reina que colgaba sobre mipecho y me mantuvo inmóvil el tiemponecesario para abrir el cierre. Tiró de la cadenay sacó el colgante de debajo de mi camiseta. Elmedallón se cayó. Sentí que la piel sobre la quehabía descansado estaba como desnuda sin el

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frío del metal contra ella. Volví a revolverme,pero me sujetó con más fuerza y, poco a poco,fui calmándome, pues reconocí lo desesperadode mi lucha: Valerian era mil veces más fuerteque yo, y la mitad de una corte sedienta desangre estaba de pie ante mí. Si intentabahablar, me atravesaría el cuello con el cuchillo.

«¿Cómo puedes prepararte para morir enuna mañana de otoño perfecta?»

Sin embargo, sobrevivir tampoco meresultaba muy atrayente. Estaba unida a unhombre que ni siquiera podía verme morir. «Unhombre que me dejará morir.»

Descansé la mirada durante un instante en laespalda de Kaspar antes de levantarla hacia elcielo. Justo antes de cerrar los ojos, vi lassombras de los dos cuervos que no paraban degirar una y otra vez.

«No vamos a hacerte daño, ¿sabes?»

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El baño de sangre no terminaría allí.Matarían a mi padre, a sus secretarios y a todoel que estuviera relacionado con él. No queríapensar en lo que le harían a mi madre y a Lily.

No podía ayudarles. No podía advertirles.En mi mente, comencé a rezarle a cualquierpersona o cosa que quisiera escucharme.

—No es necesario que hagas esto,Vladimir. La chica no ha hecho nada malo.

Abrí los ojos de golpe e identifiqué aEaglen. La muchedumbre retrocedió, y yo hicelo mismo sin dejar de mirar su cabello blanco ysus manos arrugadas, sin apenas atreverme acreer que había oído bien sus palabras.

El rey siseó.Debió de ser algo coherente a oídos de

Eaglen, porque el anciano vampiro se echó areír con tranquilidad.

—No, no es así. Estás cegado por la ira, y

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eso te está impidiendo comprender lairracionalidad de tus actos.

El rey se abrió camino entre la multitud.Una expresión amenazadora le contrajo elrostro y mostró los colmillos al ordenar condesdén:

—Mantente al margen, Eaglen.Contemplé la escena con miedo por el

anciano, sabio pero frágil. No necesitaba quenadie más muriera a consecuencia de lasacciones de mi padre, y menos alguien que —aunque no sabía por qué— estabadefendiéndome.

—No.Aquello pareció coger desprevenido al rey,

y también a la multitud, pues de los escalonesbrotó una corriente de murmullos continuos.

—No tienes por qué morir por una escoriahumana —le espetó el monarca.

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Eaglen volvió a reírse y se ajustó la capa entorno a los hombros, inmune a la miradaominosa del rey.

—Soy un hombre viejo, Vladimir. Lamuerte no me asusta; moriré como mártir, siinsistes en ello.

El tono burlón de su voz era evidente, y nohizo más que aumentar el enfado del rey. Elmonarca hizo un gesto a su espalda y,titubeantes, Ashton y otro vampiro seadelantaron. Se quedaron detrás del soberano,al parecer reacios a acercarse demasiado aEaglen.

—Te ordeno como tu rey y te ruego comotu amigo que te mantengas al margen.

La expresión del rey se suavizó, pero volvióa contraerse cuando Eaglen cerró los ojos,suspiró y agachó la cabeza.

—Me gusta pensar que he sido un súbdito y

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mentor leal durante todos y cada uno de losmuchos, muchos años que llevas en estemundo, pero, desafortunadamente, hoy nopuedo serlo.

El rey levantó la mano y, con dos dedos,señaló primero a Eaglen y luego a mí, e hizo ungesto con la cabeza a Valerian. Abrí los ojoscomo platos y, al darme cuenta de que aquél erael final, comencé a pelear y conseguí ponermeen pie a pesar de que Valerian no me soltó. Conuna palabrota, me liberó los brazos, pero mepasó uno de los suyos por la cintura. Levantó elotro, con el cuchillo entre los dedos, e intentóalcanzarme el cuello, pero yo le arañaba lamuñeca, el cuchillo, cualquier cosa queencontrara, a pesar de los dolorosos cortes queel filo me iba haciendo en la piel. Pero el otrovampiro se adelantó y, junto con Ashton, mesujetaron los brazos contra el costado. Valerian

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me apoyó de espaldas contra su pecho y mepuso el cuchillo debajo de la mandíbula.Desesperada, bajé la cabeza y le mordí losdedos con todas mis fuerzas.

—¡Puta! —gritó, y dejó caer el cuchillo alsuelo.

Pero en lugar de agacharse para recogerlo,me pasó el brazo que le quedaba libre tambiénpor la cintura y Ashton me apartó el pelo delcuello. Sangre, sudor y lágrimas se arrastrabanpor mi piel siguiendo la curva de mis hombros.Asqueada, intenté apartarme de Valerian cuandosacó la lengua y lamió cada una de aquellasgotas, hambriento por el caudal de sangre queencontraría bajo mi piel.

Vagamente, oí el sonido de la voz deEaglen. Su conducta sosegada habíadesaparecido y dejado paso a una súplicaurgente:

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—¡Carmen murió por ella, Vladimir! Tuesposa murió para que un día tu hijo conocieraa Violet Lee. Si matas a la chica, tu mujer habrámuerto en vano. ¡Entra en razón!

Pero el rey ni siquiera escuchó los ruegosde Eaglen mientras se llevaban al anciano de laescalera. La multitud se movió para ayudar acontenerle. El monarca hizo un gesto deaprobación y después volvió a mirarme.

—¿Tus últimas palabras, Violet Lee?Apenas podía ver a través de las lágrimas y

estaba demasiado asustada incluso para tragar, ymás aún para hablar, bajo los ansiososcolmillos de Valerian. Pero clavé la mirada enKaspar hasta que se dio la vuelta y pude verlelos ojos.

—¡Maldigo el día en que te conocí! ¡Que tejodan a ti y a todo lo que me has hecho! Odio...

No pude terminar porque se me rompió la

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voz y quedé reducida a sollozos, forcejeos ysúplicas de clemencia susurradas. Habíaalbergado la esperanza de que mi terror seapaciguase con mis palabras, o de que micorazón dejase de partirse una y otra vez, perono fue así. Sólo empeoró. La culpabilidad meinvadió y en lo único que podía pensar era enque moriría con Kaspar pensando que yo mearrepentía de los últimos cuatro meses.«Porque no me arrepiento. Dios, claro que no.»

«Ni yo tampoco», murmuró mi voz.Levanté la vista y traté de gritar la verdad

entre mis llantos, pero tan sólo pude ver aKaspar avanzando entre la multitud hacia laspuertas dobles, con la espalda resueltamentevuelta hacia mí. Me quedé callada y me calmécuando Eaglen inició una nueva oleada deprotestas.

—¡Por el bien de tu reino, Vladimir,

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escucha! Es la Hero...Guardó silencio y miró hacia algo que había

detrás de mí. Pude enfocar la mirada en éldurante el tiempo suficiente como parapercibir una ligera expresión de alivio justoantes de que, de repente, mis pies abandonaranel suelo y alguien me liberara de las garras deValerian, de Ashton y del otro vampiro. Merodearon con otros brazos y grité cuandocomenzaron a tirar de mí para alejarme del rey.Caminaba medio por mis propios pies, medioarrastrada.

Súbitamente, me soltaron cuando llegamosal césped. Quienquiera que me estuviesesujetando me ayudó a sostenerme por mímisma y me di la vuelta, preparada para pelear ocorrer si era necesario. Pero, para mi sorpresa,era Arabella quien estaba detrás de mí. Teníalos ojos tan abiertos y atónitos como los míos,

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y su mirada saltaba de Sky a su padre y luego alrey. Cuando se centró en mí, impactada, notéque observaba los cortes diseminados por micuello y manos.

—¿Estás herida de gravedad? —fueron lasprimeras palabras que salieron de su bocamientras me examinaba el cuerpo con lamirada.

Sacudí la cabeza, pero aunque me hubieranhecho daño de verdad no me habría dadocuenta, pues no podía apartar la vista delmonarca: apuntándole directamente a lagarganta, había una espada.

—Rey Vladimir Varn, se me ha exigido quelo informe de que, según la Ley de los TratadosTerra de 1812, causarle daño a la señoritaViolet Lee, de aquí en adelante conocida comolady Heroína, es un delito punible con laejecución inmediata, sin juicio.

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Un grito ahogado, tan ruidoso como elaullido del viento, se extendió entre lamultitud, y muchos se pusieron de rodillascuando los sabios surgieron de la nada, con suscostados derechos recubiertos de cicatricesbrillantes, algunos con espadas en las manos,otros blandiendo magia. Cogieron a losguardias y liberaron a Eaglen, que corrió areunirse con Arabella. Aparecieron dagas juntoa las gargantas de los Varn, y condujeron aKaspar de nuevo al lado de su familia.

A Valerian lo tumbaron sobre la gravilla yle sujetaron las muñecas con magia paracontenerlo. Además, una joven le apuntaba alpecho con una espada. Parecía unos cuantosaños mayor que yo; sus cicatrices eran de unrojo borgoña y sorprendentemente parecidas alas de Fallon. Levantó la mirada al ver que laobservaba e hizo un gesto de reconocimiento

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con la cabeza en dirección a mí.El portavoz —canadiense a juzgar por su

acento— mantuvo la espada contra el cuellodel rey mientras esperaba, en silencio, unarespuesta. El monarca, sin embargo, no parecíaser capaz de hablar, y nos mirabaalternativamente al hombre que tenía delante ya mí, tan perplejo como todos los demás.

—¿Ella? —fue lo único que consiguióarticular.

El hombre asintió. Agitó la mano y en ellaapareció un pergamino enrollado. Estabalacrado con cera y llevaba una cinta roja oscuraalrededor.

—La confirmación de que lady Heroínaqueda fuera de la Protección del Rey y de laCorona de la segunda dimensión para pasar aestar bajo la Protección del Rey Ll’iriad AlyaAthenea.

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Se la acercó al soberano, que se la arrancóde entre las manos y rasgó el sello para abrirla.A continuación, escudriñó el pergamino.

—¿Es que tu padre ya no tiene ningúnrespeto por el poder que ostento dentro de mipropio reino, Henry?

El hombre volvió a coger el rollo depergamino y bajó la espada.

—Creo que hablo en nombre de todo elpueblo sabiano cuando digo que no tenemosrespeto alguno hacia un hombre que asesinaríaa una inocente por los delitos de su padre. —Elrey no dijo nada y el hombre, Henry, envainó laespada—. ¿Acepta las condiciones?

El monarca levantó la cabeza con aire deorgullo, pero el gesto pareció hueco tras sussiguientes palabras:

—No tengo elección.Henry asintió y, a un gesto de su mano, la

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chica sabiana apartó la espada del cuerpo deValerian y las esposas brillantes que lerodeaban las manos desaparecieron. Él le lanzóuna mirada despreciativa a la joven, pero no ledijo nada y corrió a mezclarse entre lamultitud.

—Le sugiero que espere a que llegue elresto de su corte y que celebre una reunión delconsejo esta tarde. Hay mucho de lo que hablar—dijo Henry y, con eso, se dio la vuelta y echóa andar hacia nosotras. La chica se sumó a él y,poco a poco, los demás sabios se alejaron delos vampiros, aunque no mucho. Los vampiros,por su parte, no se movieron.

Yo continuaba de pie, clavada en el sitio,sin estar muy segura de lo que acababa de pasar.Cuando se acercaron, Henry y la chica mededicaron sendas reverencias.

«Milady», dijeron, y yo me ruboricé cuando

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ambos se irguieron y dieron unos cuantospasos al frente. Desde donde estaba, pudedistinguir que las cicatrices del hombre eran deun color similar al de las de la chica —borgoña— y que los ojos de ambos eran del mismotono azul brillante.

—E... Es sólo Violet —dije con la vozahogada, pues no sabía cómo reaccionar,mientras echaba breves vistazos a la zona en laque estaban los Varn.

El hombre asintió.—Me llamo Henry —dijo—. Soy el

hermano mayor de Fallon. Y mi hermana,Joanna.

Señaló a la chica, y entonces me di cuentade que debían de ser un príncipe y una princesade Athenea. No les presté más atención, porquemi mirada se cruzó con la de Kaspar. No ladesvié. Y él tampoco lo hizo hasta que se dio la

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vuelta y desapareció en el interior de lamansión.

Cuando se me comenzó a nublar la vista,sólo alcancé a vislumbrar a Henry, que sevolvió para seguir la dirección de mi miradaantes de precipitarse hacia adelante paracogerme cuando me fallaron las rodillas. Sentíque me derrumbaba y noté la fría humedad de lahierba que me empapaba la camiseta.

Sabía que estaba perdiendo la conciencia, ylo último que percibí antes de refugiarme enmi mente fue una voz:

—No, Henry, déjala. Han pasadodemasiadas cosas para que su mente puedaasimilarlas todas. Déjala...

Dondequiera que estuviese, me resultabafamiliar. Conocía el tacto de la moqueta bajo

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mis pies, esponjosa pero gastada junto a lapuerta y bajo los postes de la cama. Conocía lamadera de las paredes. El olor. El modo en quela luz entraba perezosa por las puertasacristaladas.

Me dejé caer sobre la cama de Kaspar y metumbé de espaldas, totalmente convencida deque estaba soñando: me sentía demasiadotranquila para estar despierta.

En aquel momento todo estaba muy claro.El curso de mi vida, antes un rompecabezas,había encajado y formaba una línea recta queme había llevado hasta allí, hasta aquel instante,el comienzo de mi vida como Heroína.

Greg, un inocente, había muerto, y yo mehabía refugiado en Joel. Joel me había puestolos cuernos, y yo me había refugiado en salirtodos los fines de semana. Y aquello habíahecho que mi línea se cruzara de lleno con la

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de Kaspar. La reina había muerto para que suhijo matara a Claude Pierre y perpetrara ElBaño de Sangre. Y en aquel momento, los dospedazos de cuerda por los que caminábamos seenredaron y ambos quedamos unidos.

—Pero ahora me odia —susurré.—Mi hijo no la odia. Dudo que sea capaz de

hacerlo —dijo una voz elocuente eindudablemente perteneciente a una mujer.

Me incorporé sobresaltada, salí atrompicones de la cama y caminé de espaldashasta la pared. Choqué contra un panel demadera y miré al frente. La brisa agitaba lasgasas negras que cubrían las puertasacristaladas, abiertas para mostrar el balcón defuera.

De pie ante la repisa de la chimenea habíauna mujer ataviada con un vestido largo decolor esmeralda que se le ajustaba a la cintura,

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ceñida por las ballenas del corpiño. Su cabelloondulado y castaño, tan largo que le llegaba alas caderas, se adaptaba a las curvas de sucuello y sus pechos. Me sonreía, y distinguíentre sus labios las puntas de dos pequeñoscolmillos. Aunque hacía tiempo que aquellamujer había superado los años de la juventud,era hermosa..., y lo más increíble de todo eransus ojos, de un tono brillante y vívido de verdeesmeralda.

—Su majestad —farfullé mientras le hacíauna reverencia.

Cerró los labios y las comisuras se lecurvaron hacia arriba. Sus ojos parecieronresplandecer con aquella media sonrisa desuficiencia que había visto utilizar a Kaspar entantas ocasiones. Agachó la cabeza y se agarrólos laterales de la falda antes de rendir unareverencia.

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—No es necesario que me salude así, ladyHeroína.

No pude más que tartamudear cuando seenderezó, aún sonriendo, una sonrisa a la queninguno de los retratos de ella que había visto,incluido el que tenía a su espalda, había hechojusticia.

«Este sueño sí que es raro.»—Yo... ¿Cómo...? ¿Qué quiere decir con

que Kaspar no me odia? Mi padre ordenó que lamataran.

Aquellas palabras me parecieronsurrealistas y estúpidas incluso mientras lasestaba pronunciando. Volvió a agachar la cabezay, con gran elegancia, se sentó en el borde de lacama de Kaspar —de su cama— y estiró unamano para invitarme a hacer lo mismo.

—Kaspar, aunque a menudo cruel y falto deurbanidad, es un buen hombre. Su corazón es

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sincero y no me cabe ninguna duda de que lepertenece a usted. Está enfadado, eso no loniego, pero su dolor amainará, con el tiempo.

Entrelacé las manos, inquieta.—¿Quiere decir que me perdonará?Sacudió la cabeza en un gesto de negación.—No tiene nada por lo que perdonarla.—Pero...—Chis —musitó mientras me cogía las

manos entre las suyas. Su piel también estabacálida, como si hubiera sumergido las manosen agua caliente—. Tome —añadió al tiempoque depositaba algo frío en mis palmas. Bajé lamirada. Sobre mi mano descansaba el medallónde la reina, su medallón, y la cadena sebamboleaba entre mis dedos—. Mi hijo eligióbien cuando le otorgó este regalo. ValerianCrimson no tenía derecho a quitárselo.

Cerré los dedos en torno al colgante y sentí

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que aquel metal siempre frío me abrasaba lapiel.

—¿Es esto sólo un sueño? —pregunté,pues ya no creía que existiese lo imposible.«Hasta los muertos caminan y hablan.»

La reina no contestó de inmediato, sino quepareció pensárselo durante unos momentos.

—Debe decidirlo por sí misma. Pero notenemos mucho tiempo.

—No quiero despertarme —imploré.La reina negó con la cabeza.—Debe hacerlo, Violet, si desea proteger a

su familia del dolor.Apreté el medallón con fuerza y me quedé

mirando aquel suelo que ya me resultaba tanfamiliar.

—¿Y cómo demonios lo hago? Tengo quetraicionarlos para cumplir la Profecía, y meconvertiré si es lo que tengo que hacer, pero no

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creo que eso baste.La reina no me contestó. Se puso en pie,

rodeó el poste de la cama y se apresuró hacialas puertas acristaladas. Me levanté de un saltoy la seguí. El sol había vuelto a salir de detrásde la capa de nubes grises y la mañana estaballegando a su culmen a toda prisa. Salió afueray corrió a asomarse por encima de la barandilladel balcón. Yo hice lo mismo justo a tiempopara ver que uno de los sabios cargaba con micuerpo inerte hacia el interior de la casa.

«Eso aclara lo de si esto es un sueño o no.»Retrocedí, pero la reina se asomó aún más.

Lentamente, volví a colocar mi peso sobre lapiedra y escuché mientras, debajo del balcón,Eaglen y el príncipe sabiano, Henry, hablabanen susurros.

—Lo entiendo, Henry, pero el padre de lachica vendrá mañana en compañía del clan

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Pierre y puede que incluso también conExtermino. Necesitamos que tus hombres y túprotejáis a los Varn más que nada en el mundo—suplicó Eaglen, que se quedó callado cuandodos de los sabianos de los que estaba hablandopasaron a su lado. La muchedumbre devampiros que se había reunido antes ya habíadesaparecido—. Que protejáis a la chica.

El príncipe sacudió la cabeza.—¿No pueden los vampiros librar sus

propias batallas? Tengo órdenes, Eaglen, y esasórdenes son que me lleve a la lady Heroína dela segunda dimensión a la nuestra. La familiahumana será traicionada y la Profecía secumplirá.

Eagle le dio un golpe a la columna de piedrajunto a la que estaba.

—¿Y crees que ésa es la manera deintroducir a la criatura mortal en su nueva vida?

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¿La muerte y la separación del hombre al queestá unida?

La discusión continuó, pero la reina seapartó de la piedra de un salto y me miró conlos ojos muy abiertos antes de volver adentro atoda velocidad. La seguí hasta las puertas paraverla garabatear algo en un trozo de papel quese parecía mucho a una de sus propias cartas.Dejó caer el papel sobre la cama y,apresuradamente, colocó de nuevo el lápiz enla mesilla de noche antes de volver junto a mí.Me agarró y me apartó de las puertas de unempujón para que me colocara en un punto enel que no se nos pudiera ver desde lahabitación. Me tapó la boca con la mano justoen el momento en que oí que se abría la puertade la habitación, y unos pasos, y a Kasparsoltando tacos a voz en grito. Entonces lospasos retrocedieron y se oyó un portazo que

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hizo temblar los cristales de las puertas junto alas que estábamos.

La reina soltó un suspiro de alivio.—A mí no me pueden ver, pero a usted sí

—me susurró al oído, y después me obligó aagacharme tras la barandilla mientras ella volvíaa asomarse por encima. Asentí, sin comprendermuy bien lo que acababa de ocurrir.

—Eaglen, la Heroína irá a Athenea y eso noes negociable...

De pronto, el príncipe sabiano dejó dehablar y una tercera voz se unió a laconversación.

—Violet no va a ir a ningún sitio al que yono vaya y, como heredero al trono, mi lugarestá aquí.

No pude evitar que se me escapara unasonrisa cuando reconocí la voz de Kaspar. Meacerqué un poco más para poder atisbar a través

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de los balaustres de piedra, y lo vi junto aEaglen, que se estaba riendo.

—Bueno, eso lo resuelve todo, entonces.¿Henry?

Seguí observando mientras el príncipesabiano apareció en mi campo de visión parabajar los escalones y dirigirse a un joven sabioque se había mantenido al margen de laconversación.

—¿Eres mensajero? —El chico, que nopodía tener mucho más de doce años, casi gritadel susto cuando el príncipe se dirigió a él. Letransmitió un mensaje con aspereza—: Vas a irdirecto al rey Ll’iriad y vas a informarlo de quetenemos intención de permanecer en Varnleyhasta nuevo aviso. —Henry se dio la vuelta paraobservar a Eaglen y a Kaspar—. Y de que ladyViolet Lee también se quedará aquí. ¿Entiendeslo que quiero que hagas? Date prisa, y no le

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transmitas el mensaje a nadie excepto al rey o alady Rosa de Otoño.

El muchacho echó a correr y Henry volvió adesaparecer bajo la balconada. Kaspar y Eaglenlo siguieron; el último, mientras subía losescalones, levantó la mirada hacia donde estabala reina. La más huidiza de las sonrisas sedibujó en su rostro antes de que también éldesapareciera.

La reina se volvió hacia mí, al parecer sinque aquello la hubiera afectado.

—Hay maneras, joven heroína, de consumarla Profecía y a la vez asegurarse de queaquellos a los que una ama están a salvo. —Estiró una mano y me ayudó a ponerme en piepara guiarme después hacia la habitación—.Esto es lo que debe hacer...

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Recuperé rápidamente la concienciacuando me di cuenta de que me estabanpresionando la frente con algo frío y de que mehormigueaban las mejillas. Me habían puestouna almohada debajo de la cabeza y estabatumbada sobre algo suave. Me hallaba rodeadade voces por todas partes. Intenté no movermey me dispuse a escuchar, aún con los ojoscerrados.

—¿De verdad eres tan tonto, Vladimir?¿Eres tan ingenuo como para pensar que el queesta chica llegara hasta nosotros fue una meracoincidencia?

Una voz, sin duda la del rey, contestó en unmurmullo:

—No cuestiono el destino, Eaglen, sino laelección del destino. Una chica, una chicahumana que no ha sido educada en la corte, nisiquiera en nuestro reino, debe actuar en

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nombre de un pueblo al que hasta hace unassemanas despreciaba. Y eso por no mencionar asu traicionero padre. ¿Cómo es posible queesté a la altura de lo que se espera de ella?

Alguien, que supuse que era Eaglen,contestó:

—Es joven y será de sangre nueva cuandose convierta, pues debe hacerlo, pero veo enella el espíritu juvenil de tu difunta esposa, ycon él llegará la fe del reino. Puede aprendernuestras costumbres, y en cuanto a su padre...cuando venga lo traicionará, tal y como dice laProfecía.

Se produjo una larga pausa. El hormigueocesó y sentí un aliento que me rozaba el rostrojusto antes de que me susurraran unas cuantaspalabras en lo que debía de ser sabiano.

—No puedo admitir a ese hombre en mireino. No puedo.

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—Debes hacerlo.—Entonces lo haré de mala gana y sin

cortesía.Eaglen se echó a reír.—Hazlo como quieras, Vladimir. Dudo que

a él le importe un pimiento.Se oyó un suspiro.—¿Y Kaspar?—Recapacitará. Pero necesita tiempo.—No tiene tiempo. Nadie lo tiene.Mi corazón se detuvo durante un instante y

decidí que no quería oír más. Comencé amoverme, inquieta, y oí a quienquiera queestuviera inclinado sobre mí susurrar para quelos demás se acercaran. Abrí los ojos conlentitud, parpadeé ante la luz repentina y miré ami alrededor intentando parecer aturdida.

Estaba tumbada en un diván, apoyada sobreun montón de cojines. La persona inclinada

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sobre mí era Joanna, la princesa sabiana, queme sonrió en cuanto separé los párpados. Alechar un vistazo en torno a mí, reconocívagamente el lugar en el que estaba: el estudiodel rey. Las paredes estaban forradas deestanterías y había un enorme escritorio decaoba enmarcado por una ventana en la pared deatrás. Las cortinas, parcialmente echadas. Juntoal escritorio estaba el rey, con la mano apoyadasobre el respaldo alto de su silla de trabajo, y asu lado Eaglen. Henry estaba un poco másapartado, estudiando un libro que había cogido.

Miré al rey a los ojos y traté de fingirsorpresa ante su presencia... Aunque no eratotalmente simulada. Cuando echó a andar haciamí, una sacudida de adrenalina me recorrió elpecho y traté de incorporarme, pero Joanna melo impidió.

—Tranquila, lady Heroína. No le hará daño.

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Le lancé una mirada de incredulidad, peroel rey continuó rodeando el escritorio.Recelosa, me incorporé y me aferré al bordedel diván. Cuando lo hice, noté que se meclavaba algo en la mano, algo frío y redondo.Eché un vistazo y, entre el hueco que formabanmi índice y mi pulgar, vi el medallón de lareina. Se me pusieron los ojos como platos.

«Así que el sueño era real.»Muerta de miedo, cerré más la mano para

ocultar el medallón de la vista. El monarca seaproximaba lentamente. A cada uno de suspasos, mi corazón parecía querer escapar através de mi boca. Pero permanecí inmóvil.Henry cerró el libro y nos observó, tenso.Joanna se puso en pie cuando el rey agachó lacabeza y cerró los ojos.

—No puedo perdonar a su padre —comenzó con la voz entrecortada—, porque el

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dolor que provocó en este y otros reinos esdemasiado grande. Pero lo toleraré, porque esmi obligación, y me aseguraré, por usted, deque su familia no sufre ningún daño.

Sacudió la cabeza y Eaglen se acercó a él yle puso una mano sobre el hombro. Yo melimité a contemplar la escena mientras tratabade asimilar la enormidad de sus palabras. Elmedallón se tornó aún más frío entre misdedos, tanto que me costó mantenerloagarrado.

Yo también agaché la cabeza, incapaz deencontrar las palabras adecuadas y decentrarme en la emoción correcta. Parte de míquería odiar a aquel hombre que tan dispuestose había mostrado a asesinarme, pero la otramitad buscaba compadecer a la persona quearrastraba tal pesar.

—Entonces tenemos un acuerdo, joven

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Heroína —dijo Eaglen con una sonrisa—. Haymucho de lo que hablar en la reunión delconsejo de esta tarde. —Henry se mostró deacuerdo con un murmullo—. Pero por ahora,usted...

Se vio interrumpido cuando se abrió lapuerta. Uno de los ayudas de cámara del reyentró e hizo una venia.

—El príncipe Kaspar, su majestad.El monarca se levantó a toda prisa ante las

palabras de su criado y mi corazón se acelerófuriosamente. Imploré que se calmara, pues nome cabía duda alguna de que los vampirosoirían sus latidos. Eaglen me miró.

—Les dejaremos solos, milady.Me hizo una venia y los dos sabianos lo

siguieron de inmediato. El rey vaciló duranteun momento, pero al final también hizo unavenia y desapareció de la habitación. Oí que la

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puerta se cerraba y respiré hondo. Poco a poco,me volví hacia el centro de la sala, dondeKaspar permanecía de pie, con el respaldo deldiván separándonos. Cuando mi mirada loalcanzó, se llevó un brazo a la espalda.

—No... —comencé a decir, pero él sehundió en una profunda reverencia.

—Milady.Me di la vuelta, avergonzada y herida por

aquel saludo formal. Me puse a juguetear con lacadena del medallón entre los dedos y esperé aque dijera algo. Pero continuó en silencio y,cuando lo miré de nuevo, vi que no se habíamovido.

—Di algo —le espeté en un tono másáspero de lo que pretendía.

Bajó la cabeza.—¿Qué le gustaría que dijera, milady?—Cualquier cosa menos «milady» —

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musité, y me di cuenta, por el ligero temblor desu labio inferior, de que me había oído.

—Entonces ¿cómo quiere que me dirija austed, lady Heroína?

Fruncí el entrecejo ante su uso de aqueltratamiento, que era incluso peor, y continuéjugando con el medallón, dejando que la cadenaresbalara por las yemas de mis dedos como sifuera líquida.

—Como siempre lo haces: Violet o Nena.Emitió un gruñido grave y cambió

ligeramente de postura.—Entonces ¿qué quieres que diga, Nena?Suspiré y recosté la cabeza contra el

respaldo del diván.—Que no me odias.—No te odio. —Me incorporé y fruncí el

entrecejo. Él prosiguió tras unir ambas manosdetrás de la espalda—. Dudo que pudiera

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odiarte, incluso aunque lo intentara. No puedomirarte como lo hacía antes, pero no te odio ynunca lo haré.

Bajé una pierna del diván, y luego la otra, yme agarré a uno de los brazos del mueble paraestabilizarme cuando unas cuantas estrellastitilaron ante mis ojos.

—Pero ¿y con el tiempo?—Siéntate. Deberías descansar —dijo, y

dio un paso al frente al ver que me tambaleabaun poco.

—Pero ¿con el tiempo podrás mirarmecomo lo hacías antes? —repetí—. Sé queestamos unidos por el destino. Así que, porfavor, di que sí, por el bien de los dos.

Asintió.—Si alguna vez existió un momento para la

verdad, es éste. Estamos atados por el destino,pero eso no importa porque, en lo que a mí

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concierne, te elijo a ti. —Cerró los ojos y enseguida los abrió de nuevo—. Violet, no puedoreprimir lo que siento por ti, pero al mismotiempo no puedo negar que me sientoengañado.

Cuando pisé fuera de la alfombra y rodeécon cuidado el diván, noté el frío del suelo demadera bajo los pies.

—Lo siento —me disculpé. Odiaba su tonoformal y cómo elegía las palabras, deseaba quese burlara de mí y que le quitara importancia alo que había ocurrido, tal y como había hechocon tantas otras cosas.

—¿Desde cuándo lo sabes? —murmuró.Sabía a qué se refería.—Desde que tu familia y tú os fuisteis de

caza y me quedé con Fabian. Me contó cómomurió tu madre, y las fechas encajaban. Noestaba segura, y tenía miedo, Kaspar. Después

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de lo que decía todo el mundo... de lo quedecías tú... pensé...

Me quedé callada, puesto que realmente noquería expresar con palabras lo que habíapensado, sobre todo cuando lo que se me habíapasado por la cabeza en aquel momento habíaestado tan cerca de ocurrir.

Me dejé caer contra el respaldo del divánpara equilibrarme. No me atreví a acercarmemás mientras los retazos de la inconsciencia senegaran a abandonarme. Kaspar comenzó aavanzar hacia mí tan lenta y pausadamentecomo su padre hacía unos minutos.

—Sólo dame tiempo para aclarar todo estoen mi cabeza —susurró.

Sacudí la cabeza y unas cuantas lágrimas seme escaparon por las comisuras de los ojos.

—No creo que tengamos tiempo.—Eh, no llores —me exhortó mientras me

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pasaba un pulgar por la mejilla para secarme laslágrimas.

Sonreí casi sin ganas.—Tú has llorado, así que yo también tengo

permiso para hacerlo.Contrajo la boca en aquella media sonrisa

arrogante que había visto reflejada en el rostrode su madre, y sus ojos de color esmeraldaresplandecieron con lágrimas secas que ya nopodían caer.

—Que le den al destino, ¿te acuerdas? Puesque le den al tiempo también.

Me eché a reír y él me rodeó el puño conuna mano. Le dio la vuelta y yo abrí los dedospara mostrar el medallón. No me preguntócómo lo había recuperado de las garras deValerian, sino que lo cogió y dejó que quedaraen suspenso entre nosotros. Con delicadeza,me puso la otra mano en el hombro y me dio la

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vuelta. Me pasó la cadena por encima de lacabeza y la hizo descender hasta mi cuello.Sentí la frialdad del colgante, incluso a travésde la tela de la camiseta. La manipuló duranteunos instantes y al final descansó las manossobre mi nuca. Me estremecí ante su caricia, yél me recorrió los hombros y los brazos conlos dedos, y tiró de mí hasta que mi espaldareposó sobre su pecho.

«Esto no es el destino. Te elijo. He tomadomi decisión.»

Lentamente, me di la vuelta entre susbrazos y apoyé la cabeza contra su pecho. Élcontinuó estando rígido, pero, poco a poco, sele fue relajando el cuerpo. Pronto sentí sualiento gélido sobre mi pelo cuando descansóla cabeza sobre la mía. Entre nosotros, yacía elmedallón, frío.

Al cabo de un minuto, rompí nuestro abrazo

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y le cogí las dos manos entre las mías paraentrelazar nuestros dedos. En aquel momentonada más parecía importar. Se me estabahinchando el corazón y estaba haciendo unenorme esfuerzo de autocontrol para noponerme a dar saltos y gritos, o a besarlo, perosabía que él aún no estaba listo para aquello. Seme dibujó una enorme sonrisa en el rostromientras me embebía de sus ojos de coloresmeralda y de su increíblemente hermosaapariencia.

«Que le den un poco a la Heroína, porque,joder, ¡estoy unida a este tío! ¡Atada a él!»

—Deja de poner esa cara de chula —murmuró, y una pequeña sonrisa afloró a suslabios. Sus palabras no hicieron más queensanchar todavía más mi sonrisa, y comencé amecerme sobre mis talones—. No, en serio —continuó, y me agarró las manos con más

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fuerza—. Esto no es más que el principio.Asentí y recuperé la seriedad. «Ya lo sé.»

Pero también sabía lo que tenía que hacer y,aún más importante, cómo hacerlo.

Sin embargo, había algo que necesitabasaber.

—¿Puedo hacerte una pregunta?—Acabas de hacerlo —respondió él.Le lancé una mirada de desaprobación.—Hablo en serio. —Me detuve un

momento para pensar en el mejor modo deexpresar mi siguiente frase—. Hace un rato, ahífuera. Estabas... Es decir, te quedaste ahí paradosin más. ¿Ibas a limitarte a mirar mientras... memataban?

Gruñó con suavidad.—No...—No ibas a hacerlo, ¿verdad?Apartó la mirada de mí y la clavó en una de

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las estanterías. Su silencio valió más que milpalabras.

Le solté las manos.—¿Cómo has podido? —le pregunté

mientras me alejaba, asqueada.—Te he dicho que necesito tiempo —

exhaló, aún sin mirarme a la cara.Reí con sorna para intentar reprimir la

repentina ola de rabia que sentí recorriéndomelas venas.

—¿Tiempo? Eso era justo lo que yo notenía ahí fuera. —Señalé hacia la ventanaparcialmente cubierta—. Si los sabios nohubieran llegado en ese momento, ¡habría sidotu cena, por el amor de Dios! —Elevé la vozhacia el final de la frase, que casi se convirtióen un grito—. ¿Comprendes siquiera lo que seme estaba pasando por la cabeza cuando creíque iba a morir?

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Dio un paso atrás.—¿Y entiendes tú lo que es que arranquen

de tu lado a un miembro de tu familia?Incliné la cabeza, pasmada ante su

insensibilidad y el tono falto de emoción quehabía empleado.

—Sí, lo cierto es que sí. Greg, ¿teacuerdas?

—Bueno, ¿y qué se supone que debíahacer? No me permitían acercarme a ti, y nadade lo que hubiese dicho habría hecho cambiarde opinión a nadie.

—¡Eaglen hizo algo! —siseé.—Eaglen sabía lo que eres —farfulló.Sentí que se me encogía el corazón.—No debería importar quién o qué soy.Con eso, Kaspar salió del estudio y yo lo

seguí hasta su habitación y la balconada. Anuestro paso, oíamos cómo decían en susurros

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su título y el mío.—Puede que seas una Heroína, pero sigues

sin tener mucha elección en ciertas cosas. Tecomerán viva —dijo cuando me apoyé contra labarandilla a su lado. Sacudí la cabeza, sin estarmuy segura de qué quería decir ni de quiéneseran aquellos que «iban a comerme viva».Kaspar tomó una bocanada de aire larga y mirópor encima de los jardines hacia dondecomenzaba a descender el sol—. Las órdenesde los sabios eran que te trasladaran a Atheneapor tu propia seguridad.

Por supuesto, yo ya lo sabía —habíaescuchado a hurtadillas la conversación deEaglen y Henry mientras estaba inconsciente—. Pero me esforcé por fingir sorpresa.

—¿Cuándo?—Inmediatamente. Athenea sería el mejor

lugar para ti en estos momentos.

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Me reí con nerviosismo. «Está claro queAthenea no es el mejor lugar para mí en estosmomentos», pensé.

—Y entonces ¿por qué estoy aquí?Una vez más, ya conocía la respuesta, pero

me interesaba ver qué respondía.—Sería poco práctico. No eres vampira, y

cruzar la frontera es difícil para los humanos. Ynecesitas el apoyo del consejo. Y...

—¿Y...?Vi que un ligero matiz rojo aparecía en

torno a los bordes de sus iris cuando me miróde soslayo.

—Mientras estabas inconsciente fui y ledije a Henry que no te dejaría marchar.

Se le levantaron un poco las comisuras delos labios.

—Creía que estabas enfadado...Dijo que sí con la cabeza.

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—Lo estaba. Todavía lo estoy.—Entonces ¿por qué decirle...?Me interrumpió dirigiéndose hacia su cama

y cogiendo un trozo de papel de debajo de sualmohada. Deduje que debía de ser una de lascartas de la reina, pero Kaspar le dio la vuelta yseñaló la cara de la página que antes estabaprácticamente en blanco. Sin embargo, entre ellacre de cera y varias manchas de tinta, había unmensaje garabateado, escrito con idénticacaligrafía a la de la carta.

No te des por vencido con ella.

Abrí los ojos como platos. Aquello era lo

que había escrito la reina.Kaspar lo señaló y movió los labios para

pronunciar las palabras, pero de ellos no salióningún sonido. Le dio la vuelta a la página para

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que viera la parte principal de la misiva.—Es una carta que mi madre me dejó para

explicarme que estaba unido a la Heroína. —Volvió a darle la vuelta—. Pero esas palabrasno estaban antes ahí.

Su voz era tierna, y se le rompió un poco alpronunciar la palabra «madre». Estiré una manoy la puse sobre la suya para doblar el papel porla mitad.

—Lo sé —murmuré.Levantó la cabeza, sorprendido.—¿Cómo?—Cuando regresamos de Varn’s Point, vine

aquí a buscarte y encontré la carta. Rosa deOtoño acababa de contarme toda la historia dela Heroína y no pude evitar leerla. ¿De qué otramanera crees que había descubierto queestamos unidos?

Sacudió la cabeza.

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—Pensaba que te lo había dicho Eaglen.Pero ¿por qué no me lo dijiste? Nada de estohabría ocurrido.

—Lo intenté, pero no quisiste escucharme.Arrugó la frente mientras intentaba

recordar. Luego se estremeció.—Bueno, ¿y por qué no lo gritaste cuando

estábamos ahí abajo? —Hizo un gesto endirección a la gravilla del camino de entrada—.No tenías que esperar a que lo hiciera Eaglen.

Cerré los ojos.—Valerian Crimson ha sabido durante todo

este tiempo que era una Heroína. Me habríaclavado un cuchillo en el cuello con que sólohubiera abierto la boca.

Me froté la garganta al decir aquellaspalabras, capaz de sentir todavía el metal fríopresionándome la piel. Volví a salir al balcón yKaspar me siguió. Me agarró de la muñeca y

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me atrajo contra su pecho. Sentí que meflojeaban las rodillas cuando me levantó labarbilla y me estudió la cara. Sus ojos habíanrecuperado su habitual tono esmeralda.

—¿Por qué no estás más enfadadaconmigo? Yo estoy enfadado contigo, y es tupadre quien tiene la culpa, no tú.

—Lo estoy intentando —contestésecamente—. ¿Por qué quieres que estéenfadada?

Hizo un mohín perfecto con los labios y lapicardía centelleó en sus ojos.

—Pues la verdad es que estás muy buenacuando te enfadas. —Le lancé una miradafuribunda y me revolví entre sus brazos hastaque me dejó marchar—. ¿Ha sido inapropiado?—me preguntó, esbozando una sonrisaavergonzada.

—Sólo un poquito —reí, y me pasé una

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mano por el pelo para apartarme el flequillo dela cara—. Dios, tenemos muchos problemas —añadí.

—Problemas enormes —remachó.Y en aquel momento oímos unos crujidos

seguidos de un rugido. Ambos nos dispusimosa averiguar qué ocurría. Me asomé por labarandilla y luego me volví para mirar detrás dela mansión. Sobre la colina que había tras eledificio ascendía una gran columna de humo, ydebajo de ella no pude distinguir más que unascuantas lenguas de fuego lamiendo el aire porencima de las copas de los árboles, cerca deVarn’s Point.

—La almenara —susurró Kaspar, y lacomprensión le inundó el rostro.

Una sensación ominosa me invadió elestómago. Había una razón por la que se estabaconvocando al reino a la corte: el consejo al

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completo iba a reunirse, y yo estaría allí. Sabíalo que tenía que hacer en aquella reunión, puesla reina me lo había explicado, pero llevarlo acabo podría no resultar tan sencillo.

—Lo siento —dijo Kaspar—. Por todo.Estaba apoyado contra la barandilla, con las

manos descansando sobre la piedra, ycontemplaba el fuego que se hacía cada vezmás alto y el humo que se volvía más espeso ynegro. Yo distinguía el sabor del hollín en mislabios y el olor a quemado que impregnaba elaire y mi ropa.

—Yo también —susurré también sin apartarla mirada del fuego.

Le puse la mano derecha sobre su izquierday él le dio la vuelta y entrelazó nuestros dedos.Ninguno dijimos nada y en aquel momento seabrió la puerta de su habitación. Una doncella—Annie— entró en el dormitorio con su

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vestido oscuro. Pero aquel día llevaba undelantal negro, no blanco, ribeteado deesmeralda y bordado con el blasón de los Varn.Salió a la balconada y se hundió en unareverencia.

—Lady Heroína, su alteza. Su presencia esrequerida de inmediato en la reunión delconsejo.

Me dio un vuelco el corazón y Kaspar meagarró la mano con más fuerza.

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58KASPAR

Entré solo en la reunión del consejo. Eaglen sehabía llevado a Violet aparte para hablar conella..., con un poco de suerte, para trazar algunaespecie de plan, porque aquella pandilla se lacomería viva. «Literalmente.» Eché un vistazoen derredor de los treinta hombres y mujeressentados en torno a la mesa y procuré cruzar lamirada con las de los miembros másdestacados del consejo. Pero había dosausencias notables: Ashton y Valerian Crimson.Sus sillas las ocupaban, en su lugar, Henry yJoanna, y la que en su día había pertenecido aIlta, frente a la mía, estaba vacía, esperando a

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Violet. A cada lado de ella había un asientovacío, uno para Eaglen y otro para Arabella.

«Más vale que lo que Eaglen haya planeadosea bueno», pensé. Tenía la sensación de quesabía lo que tal vez fuese a proponer el anciano,pero que lo aceptaran o no ya era un asuntototalmente distinto.

—Contamos con suficientes hombres,junto con los sabios, para proteger la frontera.Ningún canalla o asesino la cruzará —aseguróLamair con su habitual tono agresivo—. Ya nospreocuparemos después del gobierno humano.¡Éste es un momento para la defensa, no para ladiplomacia!

Se oyeron varias voces de aprobación, y nome resultó difícil darme cuenta de que mipadre estaba medio de acuerdo con ellos.

—Lamair, la defensa de Varnley es miprincipal prioridad, pero le ruego que recuerde

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que el padre de la chica es uno de losmiembros de ese gobierno humano. No se tratatan sólo de enfrentarnos a un hombretemerario, sino que tampoco podemos correrel riesgo de disgustarla a ella. Es la Heroína, alfin y al cabo.

Aquello cogió a Lamair desprevenido.—Perdóneme, majestad, pero ¿está

insinuando que deberíamos dejar que el hombreque ordenó el asesinato de su difunta esposaescape sin castigo?

Toda la sala contuvo la respiración. Nadiemencionaba a mi madre. Nadie. Mi padre sepasó una mano por la nuca y se puso acontemplar el techo con una expresión llena dedolor en la cara.

—No... —dijo al final con un suspiro.—Violet no querrá oír eso —murmuré, y

me recosté en mi silla.

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Faunder, el padre de Charity, resopló, y suhija frunció el entrecejo. Ya no era ningúnsecreto que su plan maestro era casar a sushijas con tantos miembros de la familia realcomo pudiera. «Ojalá lo hubiera visto en aquelmomento.»

—Perdóneme usted también, príncipe, perocreo que no está capacitado para ofrecer unjuicio imparcial en tales asuntos. De todos essabido que está... ¿Cómo lo diría? —Se quedócallado y se dio la vuelta para sonreír a Lamair,con el que formaba facción—.Emocionalmente comprometido con la chica.

Volví a echarme hacia adelante y apoyé losbrazos en la mesa. Agarré mi vaso de sangrepara evitar que me vieran los puños apretados.

—Deberías investigar mejor, Faunder.Estoy unido a la chica.

—Sí, Eaglen nos lo ha mencionado. ¿Es ésa

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la razón por la que se acostó con ella? En esecaso, le encomiendo a su poder premonitorio,alteza, porque sabía mucho antes que cualquierade los demás que era una Heroína.

Hice ademán de levantarme, pero mi padreme agarró por la manga y tiró de mí haciaabajo. «No respondas a sus provocaciones»,rugió en mi mente. Moví el brazo para que mesoltara y volví a dejarme caer en mi silla paraobservar con asco las sonrisas de satisfacciónde la familia Faunder.

Sentado a mi izquierda, Henry, hastaentonces un mero observador, habló:

—Contáis con la promesa de nuestrosmejores guardias, que serán más que capacesde lidiar con los cazadores y los canallas. Encuanto a Michael Lee, creo que la mejor formade actuar sería interrogarlo trayéndolo aquí...

—¿Traerlo aquí? —casi gritó Lamair—. ¿Al

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mismísimo corazón del reino? ¡Qué estupidez!Mi padre dio un manotazo en la madera

desnuda de la mesa y, cuando se volvió haciaLamair con los ojos en llamas, dio la sensaciónde que el consejero estaba a punto de caerse dela silla.

—Debe respetar a sus superiores, Lamair.«Menos mal que no había que morder el

anzuelo», pensé.En aquel momento se abrió la puerta y

apareció Eaglen, seguido de Arabella y, enúltimo lugar, Violet. Se oyeron los chirridos delas sillas contra el suelo de madera cuandotodo el mundo se apresuró a echarlas haciaatrás y ponerse en pie. Las mujeres sehundieron en profundas reverencias y loshombres hicieron venias, y todos conservaronla postura mientras el trío rodeaba la mesa. Unavez que estuvieron cerca, levanté la cabeza un

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milímetro para observarla. Tenía la cara comoun tomate y su mirada iba saltando de uno aotro mientras trataba de asimilar la escena. Noiba vestida apropiadamente para la ocasión,pues llevaba los mismos vaqueros y la mismacamiseta que antes, pero, la verdad, nadie locuestionaría. Nadie se atrevería a cuestionarlo.

«Nena, una Heroína.» Aún no lo habíaasumido. La batalladora chica humana que mehabía llevado de Londres, la mujer por la quehabía aprendido a preocuparme, una dampiraque se había enfrentado a tantas cosas... y ahorauna Heroína a punto de enfrentarse a muchasmás. Las probabilidades parecían ridículas.Pero con el destino no había casualidades.

Me miró a los ojos y esbocé una sonrisa.Se le curvaron un poco las comisuras de loslabios, pero parecía estar demasiadoaterrorizada para sonreír: tenía los ojos muy

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abiertos y las pupilas dilatadas, tan agrandadasque apenas se veía algo de sus peculiares iris decolor violeta. Cuando se sentó, el resto de lahabitación la siguió. Todos los rostros sevolvieron hacia ella, y Violet clavó la mirada ensu regazo.

Eaglen hizo un gesto con la cabeza y mipadre prosiguió:

—Henry, continúe.El príncipe sabio asintió y comenzó a

juguetear con un lápiz.—Como iba diciendo —miró con

mordacidad a Lamair—, nos resultaría bastantesencillo contener a los cazadores y a loscanallas, sin mucho esfuerzo, si no nos loponen realmente difícil. Los canallas puedenesperar su juicio bien en vuestra corte, bien enla nuestra; con los cazadores, por supuesto,nosotros no podemos hacer mucho. Lee, como

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civil humano, es diferente. —Violet levantó lacabeza, llena de miedo y esperanza—. Exceptoen el caso de que use directamente la fuerza otransgreda nuestras fronteras, no podemostocarle, porque eso violaría los Tratados Terray no podemos consentir algo así.

A Nena se le iluminó la cara al tiempo quela habitación estallaba en susurros. Porsupuesto, no querría que le hicieran daño a supadre. Pero aún tenía que traicionarlo, y élseguía mereciéndose un castigo.

—Puede que vosotros no podáis tocarlo,pero los Tratados Terra sí nos lo permiten anosotros —comenzó Eaglen, y a continuacióntomó un largo sorbo del vaso que tenía delante.Le hizo un gesto a uno de los ayudas de cámarapara que se lo rellenara: una parte de whisky,dos de sangre—. Tengo una propuesta. —Mipadre le hizo una señal para que continuara—.

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Siempre y cuando los sabios mantenganalejados a todos los cómplices de Lee, no seríacomplicado traerlo aquí. Mi sugerencia es que,una vez que lo tengamos entre nosotros, lospongamos a él y a su familia bajo la Proteccióndel Rey y de la Corona.

Se oyeron rumores de objeción y yo fruncíel entrecejo, no muy seguro de hacia dóndequería ir Eaglen. El rostro de Violet seentristeció y volvió a contemplarse el regazomientras jugueteaba con un hilo suelto de lacamiseta. Acerqué mi silla a la mesa tantocomo pude y estiré un pie —la mesa no eraancha— hasta que di con su pierna. Le asestéunos ligeros golpecitos y Violet levantó lamirada.

«¿Estás bien?», articulé sin voz. Ella asintióy sonrió, pero de un modo poco convincente.«¿De verdad?»

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Puso una mueca extraña. «No.»Le pasé el pie por detrás de la pierna y tiré

de ella hacia mí. Violet me dio una patada, noprecisamente con delicadeza, cuando empezó adeslizarse por la silla. «Lo siento», añadí, conla esperanza de que entendiera que me estabadisculpando por muchas cosas más.

«¿Cómo he podido estar a punto de dejarlamarchar? ¿Qué habría hecho si la hubieran...»,pensé.

—Permitid que me explique —hablóEaglen por encima de las demás voces. Le diootro trago al vaso, al parecer sin inmutarse porel rechazo de los demás—. La familia Leenecesita protección. En cuanto la noticia delacto de Lee se difunda, sus vidas estarán enpeligro. Si los ponemos bajo la Protección delRey y de la Corona, eso actuará comoelemento disuasorio para cualquiera que planee

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una venganza, llamémoslo así.El hijo de Faunder, Adam, tomó la palabra:—¿Y qué más da si mueren? Son traidores,

y además eso consuma la Profecía, ¿no es así?Violet cerró los puños y sus ojos

comenzaron a arder de rabia. Se echó haciaadelante y lo miró furibunda por encima de lamesa.

—Estás hablando de mi familia —gruñóViolet con un tono de voz tan amenazante quepodría haber pasado por vampira.

Se enarcaron unas cuantas cejas, pero Adamno dijo nada.

—No es necesario que mueran inocentes.Violet cumplirá con esa parte de la Profecíaconvirtiéndose en vampira y, por lo tanto,renunciando a la sangre de su familia —continuó Eaglen.

—Todo eso está muy bien —comentó

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Henry—, pero sigue sin gustarme la idea deque Michael Lee esté en el gobierno. Espeligroso para todos nosotros.

—Permíteme llegar a la parte buena, joven—dijo Eaglen entre risas—. Le ordenaremos aLee que dimita de su puesto como ministro deDefensa. Si no lo hace, le quitamos laProtección del Rey y de la Corona y la familiaLee... ¿Cómo podría explicarlo? Se convierteen la cena.

Me eché a reír, más sorprendido quedivertido.

—Pero eso es chantaje. ¿Has dado tuconsentimiento a esto? —preguntédirigiéndome a Violet.

Antes de que ella pudiera abrir la boca,Eaglen contestó por ella:

—Ha sido idea de Violet.Me quedé boquiabierto, como todos los

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demás.—¿Es eso cierto?Había algo ilegible en sus ojos y en su

expresión cuando asintió.—Accederá —dijo Violet, desafiante. Me

llevé una mano a la nuca. Había quereconocérselo. Tenía agallas—. Puede que seami padre, pero es un riesgo que hay que correr.No puede continuar en el gobierno, eso lo sé.

Sus palabras no iban dirigidas a todo elmundo, sino a mí, sólo a mí.

Mi padre se recostó en su silla y suspiró,como hacía en las raras ocasiones en las queestaba perplejo.

—El plan tiene fallos, pero no tenemosmuchas más opciones.

La discusión se centró en la logística: elconsenso general era que Lee lo habíapreparado todo para que los canallas estuvieran

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en la frontera a la una de la tarde del díasiguiente. Nadie sabía si era consciente dequién era su hija en realidad.

Pasó otra hora antes de que se llegara aalgún acuerdo concreto. Violet permaneceríadentro de las paredes de la mansión, a pesar desus protestas. Y también la mayor parte de mifamilia, a excepción de Arabella, que se uniría ala princesa sabiana, Joanna, a Eaglen, y aalgunos de los miembros del consejo en losque más confiábamos en la tarea de traernos aLee a Varnley. En teoría, funcionaría. En lapráctica, muchas cosas podían salir mal. Nosabíamos cuáles eran los planes de Lee. Nosabíamos cómo reaccionaría. No sabíamoscómo reaccionaría Violet: podría ablandarse alver a su padre. Yo tenía una sensación decreciente inquietud en la boca del estómago.Aquello había sido demasiado fácil. No me

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gustaba.—Hay una cosa más —dijo Joanna,

poniéndose en pie cuando la reunión parecíaestar llegando a su fin—. Como la Heroína harechazado la protección de mi majestad, ladyRosa de Otoño ha reclamado la presencia delady Violet y el consejo en la corte de Athenealo antes posible. Comprendo que esinconveniente, pero tenemos capacidad paraacoger a tantos...

Mi padre la interrumpió con un gesto ytambién se levantó.

—La corte pasará la estación invernal enAthenea. —Una oleada de sorpresa recorrió lahabitación. Yo contemplé a mi padretotalmente horrorizado. La corte no se habíamovido de Varnley desde 1940, e inclusoentonces había sido sólo durante unas cuantassemanas—. Les sugiero que se pongan en

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contacto con sus familias para indicarles que sepreparen. Nos vamos dentro de dos semanas.Pueden marcharse.

La mayoría de los consejeros parecían estardemasiado asombrados como para hablar, asíque fueron abandonando la sala en silencio. Yome quedé pegado a mi sitio hasta que uno desus secretarios apareció al lado de mi padre yrecibió instrucciones de informar del traslado ala corte en general. Distraído por aquello y porHenry, que empezó a formular planes másdetallados para el día siguiente, no me di cuentade que Violet se deslizaba hacia la puerta. Peromi padre sí.

—Violet —la llamó sin molestarse enlevantar la vista de las notas que estabatomando. Ella se quedó paralizada, con unamano en el pomo de la puerta—. No puede salirde esta dimensión y entrar en Athenea como

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humana.Abrió los ojos como platos. El significado

que aquello llevaba implícito estaba claro.Tenía que convertirse, y tenía que hacerlopronto.

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Kaspar debió de ver el miedo reflejado en misojos cuando me dijo que iba a salir a cazar.Creo que sabía que me sentaría en la cama conlos brazos alrededor de las rodillas, hecha unovillo, en la postura más incómoda posible,para no quedarme dormida. No quería seguirleen mis sueños, lo cual era irracional. Sabía quepronto yo también tendría que cazar. Tenía queconvertirme. Ya no tenía elección. Que loquisiera o no —y, Dios, sí que quería— erairrelevante. Pero era algo más que eso. Noquería conocer sus pensamientos. No queríasaber lo que Kaspar deseaba hacerle a mi padre.

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Y, desde luego, no quería saber lo que habíaestado pensando cuando me abandonó a lamuerte.

Tal vez por eso me cogió de la mano y dijoque lo sentía antes de echarse la capa porencima de los hombros.

Tenía mucho que pensar y sin embargoestaba pensando en ella. Tampoco era que memolestara. Era mejor que regodearse en la ideade que al cabo de doce horas Lee estaría a tirode piedra de las fronteras de Varnley. No eraalgo que hubiese podido imaginarse antes delpasado mes de julio, y sintió que una rabia yafamiliar emergía hacia la superficie. Y nointentó aplacarla. No tenía sentido intentarocultársela a ella. Lee era el hombre que habíaenviado a su madre a la muerte; tenía derecho a

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estar indignado. Ya era bastante malo tener quecontrolarse en público. No podía hacerlotambién en privado.

Tenía sed, pero la mayor parte de losciervos habían huido hacia donde acampabanlos sabios, atraídos por aquellas risas agudasque se posaban sobre las copas de los árboles.Aquello le provocó un escalofrío a la figura.Puede que los sabios se movieran en armoníacon la naturaleza, pero no eran de aquelmundo..., ninguna criatura que pudiese matar aun hombre con una palabra pertenecía a aquelmundo. La figura de la capa suspiró. No eradifícil ver por qué Athenea era el reino máspoderoso. Nadie osaba cuestionar su autoridad.En cualquier caso, él se alegraba de no ser unasesino de los que tendrían que enfrentarse aellos más tarde.

Pero lo que en realidad necesitaba era

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sangre humana. De hecho, necesitaba ir a laciudad.

Esbozó una sonrisa. Allí la llevaría, cuandotodo aquello hubiera acabado. A Victoria, en lacosta sur de la isla Vancouver, o al Vancouvermás grande. No quedaba muy lejos de Athenea.En realidad, valdría cualquier ciudad de laprimera dimensión, porque allí los humanossabían que los vampiros existían. Algunos semostraban más que dispuestos a que losmordieran. La mayor parte, por el contrario, semorían de miedo cuando sabían que losvampiros andaban por allí. No había nada comola histeria en una caza.

Se detuvo, pues se dio cuenta de que suspensamientos estaban derivando hacia donde nodeberían. Ella lo estaría siguiendo, si se habíadormido. Pero no pudo evitar pasarse la lenguapor los labios a causa de la expectación, sobre

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todo cuando vio el destello blanco de una colaentre los árboles, a su derecha. No era más queun conejo, pero bastaría. Sin hacer un soloruido, se acercó a la criatura, que permaneciócompletamente ajena al depredador hasta queuna gran sombra bloqueó la luz de la luna, quese filtraba entre los pinos. Sobresaltado, elconejo golpeó el suelo con las patas traseraspara echar a correr. Pero la figura de la capa seagachó y lo cogió por el pellejo del cuelloantes de que pudiera alejarse.

Se oyó un crujido. «Más vale sercompasivo.»

Me desperté empapada en sudor frío, mediodesnuda sobre las sábanas, y di golpecitos con

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la mano sobre la mesilla hasta que encontré lalámpara.

«¿Me acostumbraré alguna vez a lasmuertes?», pensé mientras me esforzaba porapartar el sueño de mi cabeza. Lo dudaba. Sabíaque era posible no matar para beber, pero aunasí me sentía como si estuviera traicionando miforma de vida vegetariana. Y en cuanto a lo debeber de un humano... Bueno, aquello eracanibalismo puro y duro. Kaspar podríallevarme a cualquier ciudad del mundo y nomataría a un humano.

«Sin embargo te preocupa controlarte a timisma —añadió mi voz—. Y no tienesescrúpulos en cuanto a beber sangre dedonantes. Entonces ¿qué diferencia hayrespecto a beber de un humano?»

No le contesté. ¿Qué se suponía que iba adecirle? Tenía cierta razón, y yo era consciente

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de ello. Todas aquellas preguntas tendrían surespuesta cuando me convirtiera, en cualquiercaso.

Me levanté de un salto de la cama y crucé lahabitación para ir a buscar un par de calcetines.Los suelos siempre estaban helados en aquellacasa. Muy, muy, fríos. «Me resultarán cálidoscuando me convierta. Y también Kaspar. ¿Loecharé de menos?»

Sabía que ya no habría forma de que pudieravolver a quedarme dormida, así que me di lavuelta y comencé a caminar en la oscuridad,pues la lámpara sólo iluminaba una parte de lahabitación. Pero cuando me estaba acercando ala pared contraria, los pies se me enredaron enalgo y tropecé.

Era mi abrigo. Lo había dejado tirado en elsuelo la mañana anterior, cuando había entradoa toda prisa en la habitación. Sacudí la cabeza,

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lo cogí junto con la camiseta sudada y tiréambas prendas sobre la cama. Al hacerlo, larevista que me había regalado Rosa de Otoñose cayó. Fruncí el entrecejo ante los rostrosque me miraban con una sonrisa, todos vestidosde negro. «A algunos no les va nada mal...»Pero me picaba la curiosidad, así que la cogí yempecé a estudiar las fotos. Identificaba a losvampiros, macilentos y ojerosos, y a lossabios, con sus cicatrices brillantes y evidentesen el lado derecho de sus cuerpos. Pero luegoestaban los demás. A primera vista, todospodían pasar por humanos, pero tenían algodistinto. Tenían los ojos demasiado coloridos ograndes; los pómulos demasiado marcados o elpelo demasiado rubio. Había algo ominoso enel lazo negro que una chica llevaba atado en elbrazo, y algo salvaje en los ojos de otra. En elpelo de casi todas las chicas había una rosa

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negra con hojas blancas... La Caricia de laMuerte.

Me estremecí y enrollé la revista trasdecidir que la leería en el piso de abajo. Apaguéla lámpara y avancé a tientas hacia la puerta. Melas arreglé para salir sin tropezar contra nadamás. En el vestíbulo de la entrada, me sentéunos cuantos peldaños antes de llegar al finalde la escalera y me apoyé contra la barandilla.Allí me puse a estudiar la revista página apágina.

Sabios, vampiros, los malditos, lobos,mutantes... otras criaturas con nombres en latínque no era capaz de pronunciar... Todos congrandes títulos como lady, o duquesa, conde, uhonorable... Todos ataviados con vestidos concola, y con fracs, fajas y corbatas. Los pies defoto que había debajo de todas y cada una de lasimágenes daban cuenta de quiénes eran, en qué

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evento, cuándo... Todos allí, desplegados comoun cuento de hadas oculto entre columnas decotilleos y de consejos, y en artículos queexplicaban las últimas tendencias en modaformal. Me habría reído si no hubiese estadotan nerviosa por lo que estaba por venir.

Comencé a pensar en los humanos de lasotras dimensiones. Por lo que podía deducir demi sueño, conocían la existencia de todoaquello. «¿Qué piensan de los vampiros? ¿Losaceptan? ¿Qué pasaría si los humanos de estadimensión lo descubrieran?» Al fin y al cabo,los vampiros eran depredadores, así que loshumanos de esta dimensión nunca podríansaber que existían... ya provocaban bastantemiedo en otras dimensiones y ni siquiera vivíanen ellas.

El peso que cargaba sobre los hombros setornó más pesado. Era una Heroína, pero

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apenas sabía lo que aquello implicaba y,además, tampoco sabía mucho sobre lasdimensiones, a pesar de que aquél era el mundodel que estaba a punto de pasar a formar parte.

«El lado bueno —gorjeó mi voz en un tonotan alegre que le habría dado una bofetada sihubiese podido— es que vas a ver pronto a tupadre.» Aquello no me pareció el lado bueno denada. Sólo me suscitaba miedo y una crecientesensación de ansiedad. No lo veía desde hacía—me detuve para contar las semanas— tresmeses y medio. Yo había cambiado.«¿Aprobará lo que soy?» Me di un tortazomental. Pues claro que no lo aprobaría.

El ruido que hizo al abrir las puertas uno delos mayordomos me arrancó de mispensamientos. Kaspar entró, con la capa hechaun ovillo entre las manos, y le hizo al sirvienteun gesto de agradecimiento con la cabeza. Éste

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miró hacia donde me encontraba yo ydesapareció a toda prisa por un pasillo deservicio.

La mirada de Kaspar siguió a la delmayordomo y, de inmediato, frunció elentrecejo.

—¿Qué haces despierta tan tarde?—Dormir no me estaba sentando nada bien

—confesé.Se mordió el labio inferior.—He intentado no pensar en tu padre y todo

eso, pero no puedo evitarlo.Sacudí la cabeza y luego medio levanté los

hombros para volver a bajarlos.—No te preocupes por eso. —Le di unas

palmaditas al escalón que tenía al lado y él seacercó y se sentó tras colgar la capa en labarandilla—. ¿Ser un vampiro es así? ¿Estántodo el tiempo los unos en las cabezas de los

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otros?Sonrió.—En realidad no. Nos reservamos para

nosotros mismos. —Cogió la revista que teníaabierta sobre el regazo y la hojeó—. Nodeberías leer estas cosas. No son más que unmontón de cotilleos y de mierda.

Volví a quitársela, un poco molesta.—Sólo tenía curiosidad sobre las otras

dimensiones. Rosa de Otoño me la dio.Suspiró y apoyó los antebrazos sobre las

rodillas.—Podrás ver por ti misma cómo son las

demás dimensiones cuando lleguemos aAthenea.

—Me gustaría tener algún tipo de idea decómo es el mundo al que voy a sumarme, yasabes —murmuré, y él se echó a reír cuandohice un mohín.

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Cogió de nuevo la revista y le dio la vueltapara ver la columna de consejos. Arqueó unaceja y me la mostró.

—Y esa idea te la va a dar la Tía Agatha,¿verdad?

Me encogí de hombros como para decir«¿Y por qué no?».

—Además, he estado pensando —susurré.Me pasó un brazo por la cintura y me atrajo

hacia sí, hasta que mi costado estuvototalmente apoyado sobre el suyo.

—¿Pensando en qué? —me preguntó conlas comisuras de los labios curvadas en unasonrisa engreída, como si la idea de que yopensara fuese divertida.

Respiré hondo.—En lo que tu padre ha dicho antes. En

convertirme.Se quedó paralizado.

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—Ah.—Me convertirás tú, ¿verdad? No creo que

pueda hacerlo si no eres tú. —Entrelacé losdedos con los suyos y lo miré con los ojosmuy abiertos e implorantes. Sentí que unascuantas lágrimas me los ponían vidriosos.Cuando no contestó, volví a bajar la miradahacia el mármol de la escalera—. Todo esto esuna locura. Me siento como si lo estuvieratraicionando todo. Mi vegetarianismo, mihumanidad, a mi familia...

«Eso es porque lo estás haciendo», dijo mivoz con sorna, con tanta crueldad que al fin unalágrima humedeció mi cara.

Kaspar estiró la mano y me pasó el pulgarpor la mejilla para secármela.

—Elige tu noche, Nena —murmuró.Aparté la mano de la suya y saqué el

medallón de la reina de debajo de mi camisa.

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Lo dejé descansar sobre mi palma y sentí elpeso de su legado con sólo sujetarlo. Ella habíamuerto para que yo estuviera allí sentada, entrelos brazos de su hijo. Al igual que Greg. Todami vida no había sido más que el camino hastaaquel momento. Cerré los ojos y dejé que elcolgante volviera a caer sobre mis pechos.

Le había prometido a mi padre que no meconvertiría. Pero no tenía elección. Nuncahabía tenido elección.

—Dentro de dos noches —susurré con unescalofrío.

Fijar una fecha lo afianzaba. Iba a ocurrir.—No tiene por qué ser tan pronto —me

devolvió el susurro mientras trazaba círculoscon el pulgar en mi mano, que había vuelto acoger entre las suyas—. Tienes dos semanasantes de que nos vayamos a Athenea, ¿lorecuerdas?

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Me llevé el dorso de la otra mano a la bocapara ocultar que me temblaban los labios.Luché por contener una riada de lágrimas.

—Lo sé. Pero me entrará miedo si no lohago pronto, y quiero tener controlada la sed enAthenea.

—La controlarás —me aseguró, y volvió arodearme la cintura con el brazo—. No es tandifícil, te lo prometo. Pero ¿crees que es unabuena idea convertirte tan de inmediatodespués de que tu padre sea capt... —Se detuvoa media frase—. Es decir, ¿justo después deque llegue?

Incliné la cabeza para apoyarla sobre suhombro, agradecida por el hecho de que sehubiera corregido.

—No lo sé. Él no puede hacer nada, ¿no esasí? Simplemente tendrá que asumirlo,supongo. —Solté un suspiro y formulé una

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pregunta que llevaba importunándome toda latarde—: ¿Está mal que esté nerviosa por tenerque ver a mi propio padre?

—¿Lo estás?Con el rabillo del ojo vi que ladeaba la

cabeza con expresión de perplejidad.—Pareces sorprendido.—Es sólo que creía que estarías feliz. ¿No

es esto lo que has querido durante todo estetiempo?

Fruncí el entrecejo.—Al principio sí. Estaba asustada y echaba

de menos mi casa, y además os odiaba a todos.No te ofendas —añadí al percatarme de su carade agravio—. Acababa de verte matar a treintahombres, a fin de cuentas. Pero en algúnmomento eso cambió. No sé cuándo. Pero dejéde echar de menos a mi familia, y dejé depensar en lo de Trafalgar Square como en un

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asesinato, y dejé de... —Me quedé calladacuando Kaspar se acercó, inclinó la cabeza a unlado y se situó a escasos centímetros de mislabios.

—¿Dejaste de qué? —preguntó en voz tanbaja que apenas lo oí.

Me quedé sin respiración.—Dejé de odiarte —contesté.Y, sin dudarlo, apretó los labios contra los

míos. Fue muy breve, pero me sentí como sihubiera besado un metal frío. Noté el sabor dela sangre del conejo en sus labios y me aparté,impactada por el hecho de que... me habíagustado. Kaspar bajó la mirada, pero yo lelevanté la barbilla con un solo dedo y lo miré alos ojos, tan brillantes y vivos, dignos de laspiedras más preciosas.

—El 28 de agosto de hace dieciocho añosoíste tu voz por primera vez, ¿no es así?

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Cogió una fuerte bocanada de aire y abriómucho los ojos.

—¿Cómo demonios sabes eso?Intenté sonreír, pero no conseguí más que

hacer una mueca.—Rosa de Otoño me lo dijo, porque yo

también tengo una voz. Y la oí por primera vezen Trafalgar Square.

—Dios mío —susurró. Se pasó una manopor la nuca y se alborotó aún más el pelo, queya llevaba despeinado.

Asentí.—La noche en que yo nací, tú empezaste a

oír tu voz. La noche en que te conocí, yoempecé a oír la mía. Cuando llegué aquí,empecé a seguirte en mis sueños. Si tu madreno hubiera muerto, tú no habrías matado a loscazadores de Trafalgar Square y yo nunca habríaterminado aquí. Deberías haberme matado

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aquella noche. Pero no lo hiciste. Y después deaquello me has salvado sólo Dios sabe cuántasveces. ¿Es eso por lo que estamos unidos?¿Qué demonios significa que lo estemos? Esque no lo entiendo. No entiendo nada de todoesto.

Me derrumbé sobre él, frustrada por elhecho de decir en voz alta lo que sabía, y queyo entendía que no estaba resolviendo nada.«¿Por qué yo? ¿Qué tengo que hacer?»

Él me escuchó con una expresión educadapero distante en el rostro, mirando más allá demí hacia las puertas cerradas del salón de baile.Seguí su mirada hasta dar con las vetas negrasque recorrían el mármol blanco, más gruesasallí que en ningún otro sitio.

—Estamos en una partida de ajedrez —dijoentre dientes—. Pero no la controlamos. Tansólo somos las piezas.

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Le tembló la voz y un escalofrío merecorrió la columna vertebral, como si mehubiera atravesado un fantasma.

—Entonces ¿quién la controla?—El destino. El tiempo. Cosas sobre las

que no sabemos nada —susurró—. No sepretende que entendamos nada. Así que nointentes encontrarle sentido. Limítate a seguirjugando.

—Haces que parezca que son personas deverdad, o algo así.

Se encogió de hombros y me estrechóentre sus brazos al tiempo que estiraba laspiernas sobre la escalera. Luego tiró de una demis piernas hasta que quedé sentada ahorcajadas sobre sus muslos, de cara a él, conlas rodillas apoyadas sobre el mármol frío delos escalones. Bajó las manos hasta la partebaja de mi espalda y metió los dedos por el

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interior de la cinturilla de mis vaqueros.Entonces empezó a acariciar el elástico de misbragas y sentí que me ponía colorada y que seme aceleraba el corazón.

—Yo también he estado pensando —dijo, ycuando separó los labios vislumbré que sepasaba la lengua por la punta de los colmillos—. La corte de Athenea es mucho más estrictaque ésta. Mortalmente más estricta.

Sacudí la cabeza, no entendía lo que queríadecir.

—¿Y? Puedo portarme bien.Entonces fue su turno de sacudir la cabeza.—Ellos entienden el bien de una forma

diferente. Muchas de las cosas que nosotrosconsideramos normales son escandalosas paraellos.

—¿Por ejemplo?—Por ejemplo..., que dos personas no

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pueden mostrarse afecto en público niacostarse juntas si no comparten oficialmenteun noviazgo. Así que, teniendo eso en cuenta,he pensado que tal vez, obviamente cuando lascosas se hayan calmado, porque atraerá unmontón de atención por parte de la prensa queestemos juntos, bueno, quizá... sólo si túquieres, claro... —Lo interrumpí con un gestode la mano cuando los iris de sus ojos setiñeron de un rojo pálido. Yo esbocé una mediasonrisa arrogante y él hizo un mohín—. Nohagas eso, te convertirás en mí.

—¡Esto es demasiado bueno como para noponer esa cara! —exclamé, y mi sonrisa se hizoaún más amplia—. Kaspar Varn, ¿me estáspidiendo que seamos novios?

Hizo una mueca y el rojo de sus ojos setornó más oscuro.

—Creo que nos hemos saltado la etapa de

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las citas, así que estaba pensando en que fuerasalgo más que mi novia. Pero no tenemos quehacerlo público de inmediato, puede que porNavidad...

Volví a interrumpirlo, en aquella ocasiónponiéndole una mano en la boca y utilizando laotra para obligarlo a tumbarse de espaldas. Loseguí y me quedé a escasos centímetros de suboca.

—Una relación con la hija del hombre queordenó la muerte de tu madre. Quécontrovertido...

—Una relación con una chica a la que estoyunido. Qué sensato. De hecho, qué responsable—contestó entre risas.

Me sumé a él, pero mis carcajadas seconvirtieron en un graznido amortiguadocuando me puso la mano sobre la boca ycomenzó a darse la vuelta. La mano que tenía a

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mi espalda me sirvió de protección cuandollegué a los escalones. Kaspar apareció sobremí y me apartó unos cuantos mechones de pelode los ojos.

—Una relación con una chica a la quehabría sido un idiota de dejar marchar ayer. Unachica que insufló vida a este lugar. Una chicaque me hizo sentir de nuevo. Qué natural.

Se me encogió el corazón y me escocieronlos ojos. Un millar de emociones diferentesme inundaron a la vez y superaron al miedo, laincertidumbre y la rabia que había sentido haciaél aquella mañana. Era una mezcla deemociones que reconocía, pero que hacíamucho tiempo que no sentía. Y era más fuerte.Era real. Podía saborearla: tuvo un sabormetálico cuando volvió a besarme por segundavez. También estaba fría cuando le rodeé elcuello con los brazos y él intentó apretar todo

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su cuerpo contra el mío. Cuando me metió lamano por debajo de la camiseta, fue uncalambrazo de deseo.

Se apartó de mí y su sonrisa se desvaneciócuando me acarició la mejilla.

—Nena, yo...—Lo siento, ¿interrumpo algo?Me senté erguida en el escalón en cuanto

Kaspar se apartó de mí, y me puse tan rojacomo las puertas cerradas a la espalda deHenry, que estaba allí de pie, paralizado, sindejar de mirarnos, y también sonrojado.

—No, en absoluto —dijo Kaspar con suhabitual tono de voz calmado al tiempo queintentaba volver a colocarme la camiseta sobrela cadera desnuda.

Henry asintió, pero con expresiónescéptica.

—Probablemente debería descansar —dijo

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mirándome a mí—. Mañana no será fácil.Asentí y comencé a ponerme de pie. Me

sentí como si la realidad volviera a caer sobremí y me aplastase los hombros una vez más.Kaspar también se puso en pie, me cogió de lamano y me acercó a él para darme un beso en lamejilla.

—Intenta no preocuparte —murmuró antesde darme un pequeño empujón escaleras arriba.

Cuando estaba a punto de llegar al primerpiso, Kaspar se reunió al pie de la escalera conHenry y ambos comenzaron a hablar en voz bajade camino hacia el pasillo principal de aquellaplanta.

«¿Descansar? ¿Cómo demonios voy adescansar?», pensé. Pero, para mi sorpresa, encuanto toqué la almohada con la cabeza, sentíuna gran pesadez en los ojos y me quedédormida al cabo de pocos minutos. Tenía la

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mente llena de imágenes de Kaspar y de sueñosretorcidos sobre todo lo que podría salir mal aldía siguiente.

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60VIOLET

La mañana siguiente amaneció gris pero seca.Se había levantado bastante aire y, cuando mesenté al pie de la escalera, sobresaltándomeante el menor de los ruidos, el viento fríoentraba a raudales por las puertas abiertas, mealborotaba el pelo y me ponía el vello de losbrazos de punta.

Me había lavado la cabeza y había intentadoaplicarme algo de maquillaje, pero metemblaban tanto las manos que delinearme losojos se había convertido en una tarea ingente,así que había renunciado. Me había puesto unacamisa limpia, negra y con botones, y un par de

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vaqueros de pernera ancha que me habían dadoen cuanto me levanté. «Hacía años que no meponía unos vaqueros de pernera ancha —pensé—. Si es que me los he puesto alguna vez.»También me había puesto unos zapatos, peroEaglen me había dicho que me los quitaraporque no quería que a nadie se le pasara por lacabeza la idea de que iba a marcharme a algúnlado. A nadie. Todos supimos a quién serefería. Pero, en conjunto, tenía un aspectomás presentable del que había tenido desdehacía semanas. Estaba bastante segura de que sedebía al hecho de que no quería que «a nadie»se le pasara por la cabeza la idea de que mehabían maltratado.

Pero podría haber tenido el aspecto de laprincesa más guapa del mundo —qué ironía—y aun así no me habría sentido mejor. Teníanáuseas. Esperar, sólo esperar, era una tortura

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mayor para mis nervios de lo que pudierahaberlo sido Ad Infinítum en el peor de losmomentos. De hecho, era peor que ir a recogerlas notas de mis exámenes, y aquel día habíavomitado.

Miré la esfera del reloj de Kaspar. Las12.40 del mediodía. Los sabios, unos treinta entotal, ya habrían eliminado a los canallas yasesinos de la parte sur a aquella hora. Habíaoído a Henry cuando se marchaba aquellamañana susurrarle a Eaglen, que iba hacia laparte norte, que no albergaba muchasesperanzas de «sólo inmovilizarlos». «Sederramará sangre», dijo.

—¿Estás bien? —me preguntó Kaspar alsentarse junto a mí en el mismo escalón que lanoche anterior. Llevaba una camisa negra,como siempre, pero aquel día se la habíametido por dentro y abrochado hasta arriba.

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Hasta se había cepillado el pelo. Muda comodesde hacía varias horas, sólo asentí—. Ya noqueda mucho —añadió, y estiró las piernas. Yotambién me sentía rígida, pero era incapaz demoverme.

El resto de los Varn se había refugiado enel estudio del rey para esperar. Nos dejaronsólo a Kaspar, a los dos mayordomos, a losaproximadamente diez guardias de Varnley y amí en el vestíbulo de la entrada. De vez encuando, los guardias se ponían en tensión, sehablaban con urgencia unos a otros en rumano,y luego volvían a relajarse. Una o dos veces sedirigieron directamente a Kaspar, que tambiénse puso tenso; un destello rojo resplandeció ensus iris. Al cabo de un rato, supuse que aquellodebía de ocurrir cuando un asesino se lasingeniaba para escabullirse de los sabios ycruzaba la frontera. Pero estaba claro que no

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llegaban muy lejos. En algún lugar recóndito demi cabeza, sabía que las muertes iban enaumento.

12.50 del mediodía. Los sabios debían deestar ya desempeñando su labor en la zonanorte para encontrarse luego con Eaglen cercadel pueblo de Low Marshes, que era dondeestaba esperando mi padre. «¿Y si no está,dónde se supone que debe estar? ¿Le habránllegado rumores de lo que tenemos planeado?»Aquello era improbable, puesto que el plan sehabía concretado el día anterior, pero aun asíme preocupaba. No obstante, habíaeventualidades peores: los vampirosimplicados podrían no respetar la Proteccióndel Rey y de la Corona. Podrían matarlo.Aquello era mucho más probable. Tendría quelimitarme a confiar en Eaglen. Él no lo mataría.No era de aquel tipo.

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«¿Quién lo acompañará? ¿Guardaespaldas?¿Consejeros? ¿Secretarios?» En mi mente seacumulaban innumerables preguntas. Las 12.55del mediodía. Una ráfaga de viento muy fuerteatravesó las puertas e hizo que las capas negrasde los guardianes se agitaran. El paisaje verde ygris del exterior quedó cubierto de telas negrashasta que el golpe de viento remitió. Las capasvolvieron a adaptarse a las formas de quieneslas llevaban y les cubrieron la piel pálida,traslúcida, una vez más. Me mordí el labio.«¿Cuánto sabrá sobre las Heroínas?» Suponíaque bastante, puesto que por eso debía de haberelegido aquel momento en el que los seresoscuros estaban temerosos. «O eso debe depensar él.»

Las 12.58 del mediodía. El segundero delreloj de Kaspar continuaba su camino, peroparecía hacerlo con tal lentitud que mi corazón

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tenía tiempo de latir dos veces por cada uno desus movimientos. Las 12.59 del mediodía. Derepente, los guardias se irguieron y sus miradassiempre rojas se volvieron no hacia Kaspar,sino hacia mí. Me quedé sin respiración y mepuse en pie con dificultad. Me di cuenta de quese me había formado un nudo en el estómago.

—Lo tienen —dijo una voz.Entonces vi al rey entrar en el vestíbulo en

compañía de toda su familia, así como deFabian, Declan y los demás. También iban conellos algunos miembros del consejo, entreellos, me percaté con otra náusea, ValerianCrimson. «Nunca me libraré de él.»

Sentí que una mano envolvía la mía.—Concéntrate únicamente en lo que tienes

que hacer —murmuró Kaspar.Me quitó un mechón de pelo de detrás de la

oreja y lo dejó caer junto a mi cara. En seguida

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se encogió en un bucle, por eso precisamenteme lo había quitado yo de la cara. Asentí y nodije nada. «Debería habérmelo alisado —pensé—. Siempre lo llevo liso en casa.»

Me forcé a coger aire para volver allenarme los pulmones. El reloj dio la una; losminutos seguían pasando como si fueran horas.Nadie hacía ni un ruido. El aire podría habersecortado con un cuchillo romo, pues estaba aúnmás tenso que los guardias alineados en losescalones de la entrada o que los dedos de losmayordomos que mantenían agarrados lospomos de las puertas, preparados para cerrarlasy confinar dentro a mi padre.

La gravilla crujió. No había gritos, no habíaseñales de forcejeo, tan sólo el sonido regularde los pasos. Contuve el impulso de salirdisparada hacia el camino. En vez de eso, mepuse a mirar a los Varn. Sus rostros no

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delataban ninguna emoción, parecían serenos.Cuando el rey vio que lo miraba, se adelantó yse colocó a mi lado, de manera que quedéaprisionada entre Kaspar y él. No supe sipensaba que iba a intentar algo o si fue unaespecie de acto de solidaridad.

Los crujidos cesaron y fueronreemplazados por el repiqueteo de variaspersonas subiendo los escalones. Le solté lamano a Kaspar. En cuanto lo hice, Eaglenatravesó la entrada, seguido de Henry y deJoanna. Unos cuantos pasos más atrás llegó mipadre, con cada uno de los brazos agarrado porun vampiro, aunque no tendrían ni que habersemolestado. Caminaba tranquilamente, como siestuviese entrando en su propia casa, y paseó lamirada por todos los ocupantes del vestíbulo dela entrada con una mueca de asco dibujada enlos labios.

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Algo estalló en mi interior cuando la detuvosobre mí; me escapé de entre Kaspar y el rey,mi deber ya olvidado, y me precipité hacia él.Mi padre se liberó de los dos vampiros que losujetaban y me rodeó con los brazos, me apretócontra su pecho aun cuando tuvo que dar unoscuantos pasos tambaleantes atrás debido a lafuerza con la que me abalancé sobre él.

—Violet... —murmuró, y lo repitió una yotra vez contra mi pelo mientras me daba besosrasposos en la frente. La barba acababa deempezar a crecerle de nuevo, más canosa de loque yo la recordaba.

Enterré la cabeza en su pecho mientrasambos nos esforzábamos por mantener elequilibrio. Con el rabillo del ojo, vi que el reyle ponía una mano en el pecho a Kaspar cuandoéste dio un paso al frente. También atisbé quemovía los labios para decirle algo. Cerré los

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párpados para ignorar la escena e inhalé elaroma de la camisa azul celeste de mi padre.Olía a casa: a ropa recién lavada y tostadasquemadas, al perfume de lavanda que siempreusaba mi madre.

—Vale, puedo andar. Pero ¡eso no quieredecir que tengas que dejarme caer, sanguijuela!

Me aparté de mi padre como si quemara.Conocía aquella voz: era casi idéntica a la mía,sólo que un poco más aguda. Rodeé a mi padre.

—¡¿Qué demonios está haciendo ella aquí?!—grité. Clavé la mirada en el suelo, donde unamuchacha con los ojos de color violetaintentaba ponerse en pie. Tenía la piel pálida ymacilenta, muy parecida a la de un vampiro, yunos enormes círculos morados y oscurosalrededor de los ojos. Llevaba un pañuelonaranja y amarillo, muy vivo, cubriéndole lacabeza, y sus cejas eran muy claras, como si se

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las hubieran decolorado—. ¿Lily? ¿Eres tú?Se puso derecha, ayudada por el vampiro

que había cargado con ella hasta allí, y puso losojos en blanco con gran dramatismo.

—No, Violet, soy la reina de Inglaterra.Pues claro que soy yo, idiota.

Di unos cuantos pasos titubeantes hacia ellay luego la abracé con fuerza, apretándole lacabeza contra mi hombro.

—Idiota tú —gruñí—. Pequeña estúpida.No deberías haber venido. ¡Estás enferma!

Se separó de mí en el mismo momento enque arrastraron a otros dos hombres, que noparaban de revolverse y patalear, a través de laspuertas. En seguida se cerraron tras ellosruidosamente.

—Ya no. Me dieron el alta hace dos meses.—Comencé a tartamudear intentando expresarmi alivio, pero Lily me interrumpió—: Por

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supuesto, era imposible que lo supieras.Se dio la vuelta y le lanzó una mirada

furibunda al rey, sin una sola pizca de miedo ensu expresión.

—Escoria —murmuró mi padredirigiéndose a los Varn.

Dejaron a su lado a los dos hombres, a unode los cuales identifiqué como el segundosecretario permanente.

Me quedé helada.—¡No digas eso! —exclamé.Sacudió la cabeza, impávido, y me di cuenta

de que había hablado demasiado bajo para queme oyera. «Supongo que es lo que pasa cuandoestás rodeada de vampiros.»

—No digas eso —repetí cuando mi voz meinundó la mente.

«Recuerda lo que tienes que hacer, Nena —me dijo—. Recuerda que eres una Heroína.»

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Levanté una mano y cogí el medallón quedescansaba sobre mi pecho y me enfriaba lapiel.

Mi padre me miró a los ojos antes defijarse en el colgante que tenía en la palma dela mano. Las arrugas que le surcaban la frentese hicieron más pronunciadas y abrió la bocapara hablar, pero yo me adelanté.

—No te atrevas a decir eso.Dejé que el medallón resbalara de mi mano

y se posara sobre la tela de mi camisa.Comencé a retroceder de espaldas y, acontinuación, me di la vuelta y me alejé de mipadre y de mi hermana para acercarme aKaspar, cuyo rostro se llenó de alivio al tiempoque una media sonrisa triunfante, inclusoorgullosa, se dibujaba en sus labios. Puede quetal vez me lo imaginara, pero me dio lasensación de que los labios del rey también se

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curvaban un poquito.Me coloqué entre ambos y permití que

Kaspar me rodeara la cintura con un brazo. Dehecho, yo hice lo mismo y me pegué a sucostado.

Mi hermana se llevó una mano a la boca yahogó un grito. Mi padre nos mirabaalternativamente a Kaspar y a mí sin dejar detartamudear, como si no pudiera comprender loque estaba viendo. Pero entonces, con unrugido atronador, se lanzó hacia adelante, y tresde los vampiros tuvieron dificultades paracontenerlo.

—¡Me lo prometiste! —gritó.Jadeaba y la cara se le puso muy roja, casi

morada. Los vampiros consiguieron reducirlo yle sujetaron los brazos a la espalda hasta quesus aullidos se convirtieron en preguntas ydespués en súplicas. Kaspar bajó la mano hacia

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la mía y me la agarró como si intentara resistirmientras nos despedazaban. No pude evitarsentir que estaba preocupado por si volvía asalir corriendo en dirección a mi padre. Perono tenía intención de hacerlo. Al otro lado de lahabitación, vi que Eaglen y Henryintercambiaban una mirada. Henry enarcó lascejas. Yo me sonrojé.

—Me lo prometiste, ¿no es así, Violet?¿Qué coño te han hecho?

No contesté. «¿Qué puedo decir?» Pero notuve que pensarlo más cuando el rey echó aandar y se detuvo a sólo unos metros de mipadre, que levantó la cabeza cuando le vioaproximarse.

—¿Qué le ha hecho a mi hija? —preguntó—. ¿Qué le ha hecho su puñetero reino?¡Dígamelo!

El monarca suspiró y una corriente de aire

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frío recorrió el vestíbulo. Me estremecí. YLily también.

—Más de lo que jamás podrá imaginarse,Michael Lee —murmuró, pero aun así pudeoírle con la misma claridad que una campana enmedio de la quietud de la noche. Se volvió paramirarme y vi que tenía el rostro contraído poruna emoción que parecía estar intentandoocultar. Pero tenía los ojos desprovistos devida y sentimientos, como siempre—. Sabe loque hizo —continuó mirando de nuevo a mipadre y haciendo un gesto en torno a losvampiros reunidos en el vestíbulo—. Todos losabemos.

Mi padre abrió mucho los ojos y, porprimera vez, Lily pareció sentir miedo.

—Entonces ¿ésta es su venganza, majestad?¿Envenenar a mi hija?

—Sinceramente, ése no era nuestro método

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de venganza preferido —intervino Eaglen conun ligerísimo dejo de desagrado, aunquemantuvo la cara impertérrita. Se acercó a él—.Supongo que está familiarizado con lo quellamamos la Protección del Rey y de laCorona.

—Por supuesto.—Su familia y usted quedan bajo ella. —

Desestimó la sorprendida respuesta de mipadre con un gesto de la mano—. Puedeesperar. Sugiero que continuemos estaconversación en algún lugar un poco máscómodo, y tal vez de una manera un tanto másracional, espero, por el bien de los hijos deambos.

Ninguno de los dos se opuso y, a un gestode la mano del rey, se llevaron a mi padre delvestíbulo de la entrada. Él se esforzó por miraral frente, desafiante, para no tener que verme a

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mí. Los otros dos hombres lo siguieron. Elvampiro que había llevado a Lily hasta allí fue aagarrarla del brazo, pero mi hermana lo pusofuera de su alcance y se apartó de él con unrespingo. Lily echó a andar antes de que elvampiro pudiera volver a intentar cogerla y sedetuvo a sólo unos centímetros de mí, con elentrecejo bien fruncido. Un ligero rubor cubríalas manzanas de sus mejillas, como si se lashubieran pellizcado. Con los ojos enormes ybrillantes, paseó la mirada primero por Kaspary después por el resto de los Varn, que seestaban yendo tras mi padre y el rey.

—¿Por qué? —quiso saber una vez quevolvió a centrar su atención en mí. Su rostrodelataba su confusión, y me di cuenta, con unnuevo vuelco del estómago, de que estabafuriosa.

—Es complicado de explicar—murmuré.

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Me desenredé de los brazos de Kaspar ytambién me puse roja.

—¿De verdad? —dijo con sequedad.—Sí, lo es —contestó Kaspar con el

mismo tono de voz frío que utilizaba cuando yollegué a la mansión.

Junto a mí, sentí que se metía las manos enlos bolsillos para ocultar que las había cerradoen un puño. Que uno de los vampiros sedirigiera directamente a ella pilló desprevenidaa Lily, que se puso nerviosa.

—No estaba hablando contigo, sanguijuela.—¡Dios mío, si hay dos iguales! —dijo

Cain entre risas. Se acercó a nosotras con unaenorme sonrisa en la cara, como si aquellofuera un feliz reencuentro familiar—. Hastatenéis los mismos ojos —añadió trasinclinarse hacia adelante y escrutarle el rostroa Lily.

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Mi hermana no se acobardó, pero se pusode un color tan brillante como el del pañueloque le cubría la cabeza y al que Cain seesforzaba por no mirar. Si Lily notó que Caindesviaba la mirada hacia los mechones de pelocorto, casi gris, que asomaban por debajo de latela alrededor de sus orejas, decidió ignorarlo.

—La testarudez debe de ser genética —dijoKaspar.

Lily abrió la boca para contestar, al igualque yo, pero nos vimos interrumpidas cuandoValerian Crimson se unió a nosotros.

—Creo que se la requiere, señorita Lee.Agarró a Lily del brazo y se lo apretó

mientras ella intentaba soltarse. Cain, que erael que estaba más cerca, no necesitó que nadiele dijera nada para liberarla de la presa deCrimson. Yo intenté ocultar mi rabia.

—No toques a mi hermana, Crimson. No la

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mires —siseé con los dientes apretados.Pero él ni siquiera se inmutó. Inclinó

ligeramente la espalda para saludar y habló contoda la falsa cortesía que se le daba tan bien:

—Por supuesto, milady.Lily, dividida entre mirar la mano de Cain,

que seguía agarrándola, y a Crimson, que sealejaba, no hizo ningún comentario respecto altítulo que había utilizado para referirse a mí,pero su expresión confundida me decía que lohabía oído. Me alegré. No sabía por dóndecomenzar a explicárselo y, consciente de ello,estaba ansiosa por unirme al rey y a Eaglen. Mevolví hacia Kaspar, que se percató de miangustia.

—Están en el estudio. Nos uniremos dentrode un instante.

Cain soltó el brazo de Lily de repente, casicomo si hubiera olvidado que aún la tenía

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agarrada, y yo conduje a mi hermana hacia elpasillo principal. Me siguió en silencio, conlos labios fruncidos. No parecía que tuvieraintención alguna de hablar, así que me metí lasmanos en los bolsillos al sentir el frío que meprovocaba su distancia.

—Tienes mucho mejor aspecto —apunté.Había ganado algo de peso en las piernas,

que desaparecían debajo de un vestido de lanade color naranja que insinuaba unas curvasincipientes. También tenía las mejillas rosadas,como las de un bebé. Pero las cicatrices de laquimio aún estaban allí. No tenía las cejasdecoloradas, sino desaparecidas. Se las habíapintado y rellenado con un lápiz de ojos marrónclarito. Y todavía conservaba los ojoshinchados de las personas que estáncompletamente agotadas.

Se encogió de hombros y me di cuenta de

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que estaba luchando por no ponerse a admirarel esplendor de la casa de los Varn, donde loscuadros, y el mármol, y las lámparas antiguasatestaban las paredes, y el suelo estaba tanpulido que había que tener cuidado para noresbalar sobre él.

—Terminé la quimio en septiembre.Volveré al colegio a finales de mes.

—Eso es realmente fantástico. Estabapreocupada por ti —admití.

Volvió a encogerse de hombros.—Tú tienes peor aspecto. Pareces estar

más cansada que yo, pero yo tengo la excusa dela quimio.

—He estado...—¿Follándote a vampiros continuamente?

—me interrumpió con la voz llena de desdén.Me quedé paralizada, primero por oír a mi

hermana pequeña utilizar aquella palabra, y

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segundo por lo que estaba insinuando.—¡No!Se detuvo y se cruzó de brazos,

interponiéndose en mi camino cuando traté deseguir adelante.

—Papá dijo que esto podría pasar. Lo llamóSíndrome de Estocolmo. No lo creí, porquejamás pensé que pudieras meterte en la camade un asesino, pero ahora veo que meequivocaba.

Resopló y se dio la vuelta para continuarcaminando por el pasillo con los brazos aúncruzados. Eché a correr tras ella, la cogí delbrazo y la obligué a mirarme a la cara.

—No tienes ni idea de lo que ha estadosucediendo, ¿verdad? Ni idea.

—Ponme a prueba —me desafió.Respiré hondo.—Papá ordenó que mataran a la reina. A su

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madre —le expliqué mientras señalaba a miespalda, hacia el vestíbulo de la entrada. Intentémantener la calma y hacérselo entender.

—Lo sé. Papá me lo contó todo cuandoacabé la quimio.

—¿Y eso no te preocupa? ¿Ni siquiera unpoquito?

Sacudió la cabeza.—¿Por qué debería preocuparme? No la

conocía de nada, ¿no? Además, son vampiros.Asesinos. Y no sé qué es lo que te han hecho,pero es como si estuvieras defendiendo lo quehacen.

—No estoy diciendo que matar esté bien,pero cuando llegas a conocerles...

—Yo no voy a llegar a conocerles, Violet.Echó a andar de nuevo y se pasó la puerta

del estudio. Las bailarinas que llevaba lequedaban demasiado grandes y se le salían cada

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vez que daba un paso. Su repiqueteo retumbabapor las paredes. Me quedé esperando junto a lapuerta hasta que se dio cuenta de que mis pasosno la seguían. Al cabo de un rato, dudó y se diola vuelta, se puso roja y retrocedió a toda prisa.

Llamé y la puerta se abrió para revelar alrey de pie junto a su escritorio, con las pesadascortinas ocultando la luz de las ventanas. Mipadre estaba sentado en la silla de madera derespaldo alto que había enfrente, y los otrosdos hombres estaban acomodados en el diván,un poco más lejos. Los vampiros que loshabían acompañado se habían repartido por lahabitación, junto a las estanterías que cubríanlas paredes desde el suelo hasta el techo.Eaglen se acercó a una de ellas y sacó un libromuy grande, forrado de cuero rojo. Levantó lamirada y reconoció nuestra presencia cuandouno de los ayudas de cámara acercó una

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segunda silla para Lily y me ofreció a mí otraque rechacé, pues prefería estar de pie mientrassiguiera teniendo el estómago encogido.Eaglen colocó el libro en el escritorio frente ami padre, lo abrió y fue pasando páginas hastallevar más o menos un tercio del volumen.

—¿Debo suponer que está familiarizadocon la Profecía de las Heroínas? —Señaló lapágina a la que había llegado.

Mi padre no hizo caso al libro y continuómirando decididamente al frente, hacia laspesadas cortinas de terciopelo que tapaban lasventanas.

—Por supuesto.—Y, una vez más, supongo que está

informado de que han encontrado a la primeraHeroína. De hecho, es eso lo que ha provocadosu intento de recuperar hoy a su hija. Pero mepregunto si el primer ministro lo sabrá... —Mi

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padre no dijo nada—. Bueno, da igual. Lo quele concierne es que también se ha encontrado ala segunda Heroína.

«Tienes tres oportunidades para adivinarquién es», pensé con ironía. Pero mi padre nonecesitó tres intentos. Se dio la vuelta deinmediato y me miró.

—Pero es humana.—Dampira, para ser más exactos. Pero la

Profecía asegura que la segunda Heroína notiene «nacimiento», lo cual quiere decir...

—¿Dampira? ¿Qué quiere decir eso?Se hizo el silencio. Eaglen, inquieto, cerró

el libro, que hizo un ruido seco. El secretariopermanente miró al hombre que tenía al lado.

—Mestiza —dijo Eaglen con lentitud,como si alargar cada sílaba fuera a reducir elimpacto.

—Ya sé lo que es —gruñó mi padre, que se

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levantó de golpe de la silla y se volvió contramí—. Pero ¿quieres decir que tú tienes yasangre de vampiro?

No contesté. Él no sabía por qué era unadampira. No quería que lo supiera, y así se loimploré a Eaglen con la mirada, pero fue el reyquien rompió el silencio.

—La lady Heroína tuvo pocas opciones enaquel momento, pues la situación era...problemática e imprevista. Pero podemoshablar de esos asuntos cuando no nos apremietanto el tiempo.

La puerta volvió a abrirse, y Kaspar y Cainentraron en el estudio. Kaspar frenó en secocuando su mirada recayó sobre mí, luego sobremi padre, y después sobre la expresiónpreocupada de Eaglen.

—¿Qué co...?—¿Fue él? ¿Él te obligó a beberla? ¿Es él el

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motivo por el que eres una dampira? —exigiósaber mi padre mientras miraba a Kaspar conodio.

Sacudí la cabeza, un tanto desesperada, puesdeseaba con todas mis fuerzas que alguiencambiara de tema. Intenté que mi padre bajarala mano con la que apuntaba a Kaspar. Habíavuelto a sonrojarme.

—No, no es nada de eso. Mira, en realidadno es tan importante, olvídalo.

—¿Que lo olvide? ¿Cómo puedo olvidarque mi propia hija tiene en las venas la sangrede estos asesinos? —Se dio la vuelta y enterróla cara entre sus manos—. ¡Ninguna hija míaharía eso! Así que ¿quién eres tú? ¿Quién erestú?

Cain se lanzó hacia él y Kaspar tuvo queesforzarse por detenerlo.

—¡Cállese! ¡No fue culpa suya! La atacaron

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y aquella sangre le salvó la vida. Acaba dedescubrir que es una Heroína, y lo único quehace usted es acosarla por haberse dejadoenvenenar por unos asesinos o comoquiera quenos llame. ¿Qué tipo de padre se supone quees?

Toda la habitación se sumió en el silencio,perplejos ante el repentino ataque de Cain.Esperé la reacción de mi padre, y la piel se mecomenzó a erizar de una forma que pensé quehabía olvidado.

—¿Atacada? —preguntó mi padre—.¿Cuándo? ¿Quién?

No contesté. Nadie lo hizo.—No importa. No pasa nada. Ya ha pasado

mucho tiempo.No podía decirle quién. Intentaría matar a

Valerian Crimson por lo que había hecho suhijo, y no sería Crimson el que saldría peor

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parado.—¿Que no importa? ¡Claro que sí importa!—Todo está bien. No es necesario hablar

de ello, ¿de acuerdo? —comencé para intentarsalvar la situación.

—No, vamos a hablar de esto ahora...—No, no vamos a hablarlo —lo corregí tras

ver que Eaglen me hacía gestos para que memarchase.

No necesité que me convenciera más, asíque me di la vuelta y eché a andar dejando a losocupantes de la habitación sumidos en unsilencio incómodo. Kaspar estiró la mano haciamí, pero yo me aparté, al igual que mi hermanalo había hecho antes.

—¡Estoy bien! —le espeté, y abandoné lasala entre susurros de «milady».

Subí al piso de arriba a toda velocidad y meencerré en el baño. Me froté las manos y me

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lavé la cara con agua fría hasta que las mejillasse me pusieron rojas y la piel empezó aescocerme.

Cuando terminé, fui al balcón de lahabitación de Kaspar y me senté en el sueloapoyada contra la barandilla para oír las voces ylas pisadas de la gente que pasaba por debajo.

Los jardines estaban desnudos y desiertosen aquel momento. Las hojas de colorescálidos que habían rodeado la mansión duranteel otoño temprano habían caído sobre elcésped y lo moteaban con manchas marrones.Aún soplaba el viento, y me hice un ovillo en labalconada, envuelta en una manta de lahabitación de Kaspar. Tiré de las mangas cortasde mi camisa todo lo que pude y crucé losbrazos sobre el pecho. El vello se me puso depunta cuando una brisa helada hizo crujir lashojas desperdigadas por los jardines como si

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fuera un niño arrugando envoltorios dechocolatinas.

—¿Estás intentando morir porcongelación?

Me desenvolví de la manta y me la eché porlos hombros.

—No.—Tu padre está siendo difícil —dijo

Kaspar tras sentarse a mi lado—. En realidadme recuerda a alguien.

Me dedicó una sonrisa cómplice, pero no ledi la satisfacción de devolvérsela. Me limité aseguir mirando la manta que me rodeaba lasrodillas y temblando debajo.

—¿Se ha enterado de verdad de que soy unaHeroína?

—Sí, pero, con total sinceridad, creo queestaba más preocupado por, bueno... —Dejó lafrase a medias.

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Junté más las rodillas contra el pecho yapoyé la cabeza sobre la manta, que ya se estabahumedeciendo a causa de las gotitas de lluviaque empezaban a caer. «Sólo está siendoprotector», me dije a mí misma. Pero el tonoque había utilizado, las palabras que habíaescogido, el modo en que había preguntado«¿quién?» aún me dolían.

«Pero ¿qué te esperabas?», preguntó mivoz. Me esperaba que se enfadara por lo deKaspar y también por lo de convertirme, perono que saliese el tema de lo que me habíahecho Ilta. No me había preparado para algo así.

—¿Vendrá a Athenea con nosotros? —murmuré.

—¿Quién? ¿Tu padre? Probablemente —contestó Kaspar—. Así podremos mantenerlevigilado.

Sacudí la cabeza. Eso ya lo sabía: era de

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sentido común.—Me refería a Valerian Crimson.Su silencio contestó mi pregunta mejor que

cualquier palabra. Resignada, hice un gesto deasentimiento contra la manta.

—Pero Athenea es enorme. Ni siquiera tedarás cuenta de que está allí —prosiguióKaspar con tono esperanzado—. Y no seatreverá a tocarte, ahora que estás bajo laprotección de los sabios.

No lo dudaba. Pero su mera presencia yaera demasiado. Lo único que quería eraolvidarme de aquello, pero cada vez que élaparecía, me sentía como si fuera el polvo de lasuela de sus zapatos, cada vez más aplastadacontra la gravilla, tal y como había estado hacíatan sólo un día.

Sentí que las lágrimas me hormigueaban enlos ojos y los cerré. A continuación escondí la

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cara entre los pliegues de la áspera tela.—Ilta intentó matarme. —Algo me ardió en

la palma de la mano—. Sabía que era unaHeroína y quiso acabar conmigo. Tengo suertede que no lo consiguiera.

—No digas eso —bramó Kaspar—. Notenía derecho a hacerte aquello, Heroína o no.

—Pero habrá más como él —murmuré.—No, no los habrá. Todo saldrá bien, ya lo

verás, Nena. El final no llega hasta que todoestá bien.

No contesté, pues había perdido la cuentade cuántas veces había oído aquello. Al cabo deun rato, la lluvia comenzó a bajarme por la nucay a colarse por el cuello de mi camisa, así queme levanté, le pasé la manta a Kaspar y decidívolver a entrar. Dentro, la habitación estabaoscura, ya que las lámparas no estabanencendidas y el sol tampoco penetraba en su

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interior.—Tu padre quiere verte, ¿sabes? Dice que

escuchará —dijo Kaspar surgiendo de entre lasgasas que cubrían las puertas—. No te harádaño intentar hacérselo entender. Y eres laúnica que puede conseguirlo.

—No tiene que comprenderlo, sóloacceder a dimitir —señalé, y salí de lahabitación de camino a la mía para ir a ponermeropa seca.

Cuando llegué al vestidor y cogí una camisalimpia, oí un ruido a mis espaldas. Me volvípara ver a Kaspar apoyado contra el marco de lapuerta con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Pero no quiere dimitir, por eso tenecesitamos.

En aquel momento, dieron unos golpes enla puerta y yo di un respingo, sobresaltada.Kaspar fue a abrir.

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—Ah, es usted.—¿Qué estás haciendo aquí? —oí que decía

una segunda voz: la voz de mi padre. Unapequeña parte de mí gruñó, y me tapé la caracon el pelo. Kaspar no dijo nada y mi padrecontinuó, más irritado a medida quepronunciaba cada palabra—: ¿Dónde estáViolet?

Respiré hondo y salí del vestidor. Deinmediato me fijé en la distancia que separaba aKaspar y a mi padre, así como en las miradasfuribundas que se dedicaban el uno al otro.Kaspar echó a andar en dirección a la puerta,pero levanté la mano y le dije que se quedara.El ceño de mi padre se hizo más profundo.

—¿Por qué te niegas a dimitir? —exigísaber con los brazos cruzados sobre el pecho.Kaspar se sentó en el antepecho de la ventana yse dispuso a estudiar primero mi cara y luego la

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de mi padre—. También estás poniendo amamá y a Lily en peligro. No es justo.

—No veo por qué habría de dimitir —contestó, imitando la postura de mis brazos.

Cerré los ojos y traté de conservar lapaciencia. Al final tendría que acceder, lo sabía,pero preferiría que fuese más pronto que tarde.

—Porque lo que hiciste estuvo mal y eresun riesgo demasiado grande...

—¿Porque pongo el bienestar de la gentede este país por delante de la vida de unamujer? ¿Es eso lo que estuvo mal?

Abrí la boca para contestar, pero no fue elsonido de mi voz lo que llenó la habitación.Más bien oí el ruido de los muelles de la camay luego un grito ahogado de mi padre cuandouna mano le agarró el cuello.

—¡Kaspar, suéltalo! —grité.Rodeé la cama a toda prisa y comencé a

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tirar de la mano de Kaspar, pero él ni siquieraparecía oírme. Los ojos se le pusieroncompletamente negros, como un fuego oscuroque arrasara un bosque y desprendiera humo.Sacudió a mi padre, cuyo rostro comenzaba aenrojecer mientras luchaba por coger algo deaire. Su mirada vagaba por la habitación comosi no fuera capaz de enfocarla, hasta que la fijójusto a mi izquierda, lastimera e inyectada ensangre.

—¡Kaspar! ¡Suéltalo!Para mi sorpresa, lo hizo, y dejó a mi padre

en el suelo para que volviera a tambalearsesobre los talones y farfullara. Le pasé un brazopor los hombros y lo ayudé a erguirse denuevo.

—Si ella hubiera firmado aquel tratado, tuespecie habría circulado por ahí sin control —dijo con los dientes apretados—. Habría

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muerto gente. Yo lo detuve.Kaspar volvió a abalanzarse sobre él y me

las ingenié por los pelos para ponerme ante mipadre y bloquearle el camino.

—¡Basta! ¡Papá, cállate! Y Kaspar, ¡sal dela habitación!

Sin decir una palabra, se marchó y me dejóa solas con mi padre. Me alejé de él y me dirigía la ventana para mirar hacia los terrenos.

—Lily debería irse a casa si tú vienes aAthenea con nosotros. Necesita descansar. —Suspiré y me obligué a respirar hondo—. Dehecho, ¿por qué ha venido siquiera? Aquí noestá a salvo.

—No nos esperábamos esto.—Pues ha sido muy ingenuo por vuestra

parte —le espeté. No dijo nada. Lo observé desoslayo. Estaba inmóvil, aún impactado, y conla cara todavía ligeramente morada. Tenía la

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camisa descolocada y el cabello canosoenmarañado. Era tan poco propio de él...siempre tan arreglado—. Dimite. No amenazancon matarte tan sólo a ti si te quitan laProtección. También a mamá y a Lily. Te odian.Ni siquiera puedo creerme lo educados que sehan mostrado hasta ahora, porque no te lomereces.

Oí un siseo cuando soltó el aliento a travésde los dientes apretados.

—Escucha lo que estás diciendo. ¿En quéte has convertido? ¿No recuerdas lo que visteen Trafalgar Square? —Me volví de golpe haciala ventana. Claro que lo recordaba. «Nunca loolvidaré.»—. Hombres despedazados como sifueran animales en un matadero. Familiasdestrozadas. Violan a las mujeres... a mujerescomo tú... y matan a niños. Los humanos noson sólo su comida. Son sus juguetes. ¿Y me

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estás diciendo que quieres unirte a ellos,Violet?

—Es irrelevante si quiero o no. Soy unaHeroína y no tengo elección. Pero, ya que lopreguntas, no, no me importa convertirme.

—¿Dirías lo mismo si ese príncipe noestuviera por aquí?

No le contesté y seguí contemplando lasparcelas verdes y llenas de manchas a través delcristal de la ventana. La lluvia caía cada vez conmás fuerza y los colores del bosque se unieronen un solo tono esmeralda, el de los ojos deKaspar. Mi silencio contestó la pregunta.

—¿Y qué harás cuando te deje? ¿Cuandodiscutáis? ¿Cuando las cosas vayan mal? ¿Aquién tendrás?

Cada una de aquellas preguntas me rompióuna costilla que me agujereó los pulmones ehizo que el aire los abandonara entre

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estertores. Ya me había hecho aquellaspreguntas, por supuesto que sí. Pero oírlas enboca de otro, oír que las formulaban con undesdén tan frío, triunfante pero aun asídesesperado, sacó a la superficie todas y cadauna de las dudas y todas y cada una de lasincertidumbres con una fuerza tal que medescubrí volviéndome y gritándole a mi padre:

—¡Estamos unidos! ¡No podemos dejarnos!El destino no funciona así. —Mi voz sonódecidida.

—¿Te crees todo eso?Retrocedí.—¿Tú no?—Ya no estoy seguro de lo que creo. Pero

sí sé que lo que quiero es lo mejor para ti, y noes esto. —Me dejé caer sobre el antepecho yme fijé en que la lluvia golpeaba los cristalescada vez con más fuerza, las gotas se estaban

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transformando en cristales de granizo y seprecipitaban contra el suelo una y otra vez—.Eres mi hija y te quiero. Lo único que deseo esque volvamos a ser una familia de nuevo. ¿Esmucho pedir? —No contesté—. Vuelve a casa,Violet. Estaba pensando que Lily podríatomarse otros meses de descanso y que túpodrías aplazar tu ingreso en la universidadhasta el próximo septiembre, así pasaríamos laprimavera viajando. Iríamos a algún lugarcaluroso, junto al mar, a Australia, tal vez. Sólodime qué países quieres ver e iremos, te loprometo...

—Para.—Y... y podríamos buscarte a alguien con

quien hablar sobre... sobre lo que te han hecho.No tienes que decirme quién fue si no quieres,pero...

—Para. —Miles de gotas rebotaban en la

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superficie del agua de la fuente y lamían lasparedes de piedra. La hierba estaba salpicada deblanco, como en una mañana helada, y el cielose partió con un feroz crujido que iluminó losterrenos de Varnley con un destello—. No, yote diré lo que va a pasar. Mañana por la nochevoy a convertirme en vampira. Después, dentrode dos semanas, voy a marcharme a Athenea, ytú también irás. Pero antes de eso, Lily, tú yesos otros dos hombres os vais a ir a casa y túvas a presentar la dimisión de tu puesto deministro y del partido. Eaglen te acompañarápara asegurarse. Os iréis mañana temprano.

Dejé la ventana y pasé ante su rostroestupefacto, que en seguida se partió con rabia,como el cielo.

—¿Y eso es todo? Perdí a mi hijo, casipierdo también a mi hija pequeña, ¿y ahoraperderé a mi otra hija?

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Me detuve en la puerta y agarré cada uno delos marcos con una mano.

—¿No conoces la Profecía? «Sentenciada atraicionar a los suyos.» Así son las cosas. —Incluso yo me sorprendí ante el tono hueco demis palabras—. Y ahora, ¿no tienes que escribiruna carta de dimisión?

No me quedé allí para escuchar su reacción.Era cruel, era despiadado, pero necesitaba quedimitiera. No podía preocuparme por laseguridad de mi familia a la vez que por todo lodemás. Y, más importante aún, quería que Lilyy él estuvieran lejos cuando me convirtiera.Muy lejos.

—El destino elige realmente bien.Levanté la mirada, que tenía clavada en el

suelo, para ver a Eaglen, cuyo cuerpominúsculo y frágil estaba apoyado contra lapared del pasillo. En sus labios se dibujaba una

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sonrisa traviesa, propia de un hombre muchomás joven. Entorné los ojos y volví a mirarhacia la puerta de mi habitación. La cerré y dejéa mi padre dentro.

—¿Lo ha oído todo? —Él asintió con ungesto de la cabeza—. ¿Y lo hará? ¿Irá con él yse asegurará de que dimita?

Contuvo una carcajada.—Tengo la obligación de hacer cualquier

cosa que me pida que haga, joven Heroína. Sime ordenara que me lanzase desde unprecipicio, lo haría.

Me mordí el labio. «Vale.»—Bueno, eso está bien. Pero no la parte

del precipicio. Eso no está bien. No lo haga.Volvió a aguantarse la risa. Cambió el peso

de un pie al otro y se acarició la barba con laexpresión divertida de alguien que comparteuna broma privada.

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—Sospecho que en Athenea van aencontrarla bastante... interesante. Pero measeguraré de que todo lo que le ha dicho a supadre se haga. Buenas tardes, milady.

Hizo una venia y, todavía pocoacostumbrada a aquel tratamiento, me quedéallí durante unos cuantos segundos más hastaque me di cuenta de que aquél era el momentode marcharme cortésmente. Pero apenas habíallegado a la escalera cuando me detuve y ladeéla cabeza.

—Eaglen, sólo una pregunta. ¿Lo supodesde el principio? Que era una Heroína,quiero decir.

—Sí, milady. —«Definitivamente, preferíalo de señorita Lee a lo de milady.»— Tuve missospechas desde el momento en que supe queel joven príncipe la había traído a Varnley.Cuando la vi por primera vez en la cena con los

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miembros del consejo, se confirmaron aquellassospechas.

Retrotraje la mente hasta aquella cena y meesforcé por recordar el momento en que mepresentaron a Eaglen. «Se me quedó mirandocon fijeza. ¿Fue entonces cuando...?»

—¿Cómo lo supo? —Silencio. Esperé,pero no habló. Sentí que la mano se me cerrabaen un puño, frustrada porque, una vez más, seme negaban las respuestas—. Bueno, ¿por quéno dijo nada? Nada de esto habría ocurrido si lohubiera dicho.

—En una partida de ajedrez, milady, unotiene que hacer ciertos movimientos en elmomento adecuado para poder ganar.

«¿Qué tipo de respuesta es ésa?» A lo largode los últimos meses había estado encarcelada,casi me violan, me habían mordido y casi mematan. Por alguna razón, tenía la impresión de

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que allí me jugaba algo más que en una merapartida de ajedrez.

—Entonces, al menos contésteme a esto:¿qué va a pasar después de estas dos semanas?

—Pues, milady, que toda la corte irá aAthenea con usted y allí se tomarán másdecisiones —contestó con un tono monótono ydesprovisto de toda emoción.

Me di la vuelta para mirarlo, el enfadoevidente en mi rostro y en mi voz.

—Ya sabe a qué me refiero. Lo único quequiero son respuestas directas. ¿Por qué seniega a dármelas?

Se irguió por completo... siempre lo habíavisto encorvado, así que nunca me había dadocuenta de su verdadera envergadura, que hizoque me sintiera bastante pequeña.

—Y uno tampoco sabe, milady, cuál será susiguiente movimiento en una partida de ajedrez.

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Y ahora disculpe, debo ocuparme de su padre, ycreo que su majestad desea hablar con usted.

Señaló la escalera con uno de sus dedosretorcidos, hizo una venia y desapareció en elinterior de mi habitación. Fruncí el ceño yclavé la mirada durante unos cuantos segundosen el lugar donde había estado el anciano, perode repente alguien se aclaró la garganta a miespalda.

—¡Su majestad!Le rendí una reverencia en cuanto lo vi,

olvidándome de que no tenía por qué hacerlo, yal mismo tiempo él se llevó una mano a laespalda y agachó la cabeza.

—Lady Heroína, ¿podemos hablar?Asentí y él me hizo un gesto en dirección a

la habitación de Kaspar, que era la más cercana.Un tanto dubitativa, lo seguí. Cerró la puertadetrás de mí y lo observé mientras paseaba la

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mirada por los objetos de la habitación.Primero la cama de hierro forjado, que estabaintacta, pues nadie la había usado desde hacíasemanas... desde que yo durmiera en ella.Luego las puertas acristaladas, las cortinas ydespués el granizo que caía tras ellas ygolpeaba el balcón con un tamborileoconstante. Desde allí pasó a la reja de lachimenea y la atestada repisa, llena de papelesy desodorantes. Y al fin la fijó justo encima, enel enorme cuadro de él mismo en sus añosjóvenes y su bella y bondadosa mujer, cuyosojos miraban hacia la cama en la que nunca másvolvería a yacer.

«¿Cuánto tiempo ha pasado desde la últimavez que lo observó?», me pregunté. No apartóla mirada del cuadro y su nuez dejaba entreverque le costaba tragar saliva. No había quitado lamano del pomo.

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—¿Su majestad? —empecé tancautelosamente como pude, y pensé que quizáaquél no fuera el mejor lugar para hablar.

Se volvió hacia mí como si acabara de darsecuenta de que estaba allí.

—Perdone. Sugeriría que fuéramos a miestudio, pero ahora mismo lo están utilizandolos sabios.

Soltó el pomo de la puerta y recobró suactitud habitual. Se desplazó hasta el centro dela habitación con un único y rápidomovimiento y, según noté, dándole la espaldaal cuadro.

—He pensado que ya es hora de que leofrezca una explicación sobre micomportamiento de los últimos meses.—«¡Joder que si es hora!»—. Pero primero,Kaspar me ha dicho que su deseo esconvertirse mañana por la noche. —Asentí—.

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Y me ha pedido permiso para ser él quien laconvierta. Ése es su deseo, ¿correcto? —Volvía asentir. Él también asintió—. Creo que esmejor que no informemos al resto de la casa dela fecha elegida. Y tal vez, también paraasegurar su privacidad, sea mejor que los dosse refugien aquí mañana por la noche. —Asintió para sí mismo y, casi como si se leacabara de ocurrir, añadió—: ¿Está de acuerdo,milady?

Una vez más, me limité a asentir. No podíahacer otra cosa. No confiaba en mi lengua, puesnotaba que se me estaba formando una bola denervios en el estómago.

—Entonces está confirmado. —Dio unpaso al frente—. También me ha pedidopermiso para cortejarla.

Me quedé petrificada. Paralizada. Como unaliebre ante los faros de un coche. Contuve la

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respiración, a la espera de su siguiente frase.Sabía que si el rey decía que no, sería que no,por más Heroína que fuera.

—Mi hijo está bastante enamorado deusted, milady, bastante enamorado, y hace yavarias semanas que lo sé. No me avergüenzaadmitir que, por lo tanto, fue una gran crueldadpor mi parte tratar de evitar que se formase talvínculo.

Me relajé mínimamente pero, por dentro,estaba deseando que diera una respuesta rápida,sí o no... el resto ya vendría después. Él, por elcontrario, parecía empeñado en explicarseantes.

Se agarró las manos a la espalda y comenzóa pasear de la puerta a la cama y viceversa.

—Hace meses que comenzaron a circularlos rumores sobre las Heroínas, mucho antesde que usted llegara a nuestra casa. Los que

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creían en la Profecía, yo entre ellos, sabíamosque se acercaba la hora y que la primeraHeroína aparecería en algún momento a lolargo de la siguiente década. Aunque nuncaesperé que sucediese tan pronto —añadió envoz baja, hablando más para sí mismo que paramí—. Hace mucho, en la época en la que seescribió la Profecía, mi esposa vivió unaexperiencia de lo más extraordinaria...

—Lo sé —lo interrumpí—. Conoció aContanal. —El rey se quedó quieto de repente,atónito—. Leí la carta que su esposa le escribióa Kaspar. Fue un accidente. Fue como descubrílo de que estábamos unidos —confesé. Mesentía avergonzada e intenté que mi voz sonaraarrepentida.

—¿Lo sabe?—Lo sé todo. Sé que sabía que la Profecía

se estaba haciendo realidad y que actuó por

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amor a su familia, y para protegernos al reino ya mí. Ahora lo comprendo.

Mientras trataba de asimilar aquellainformación, no parecía encontrar un lugar enel que fijar la mirada. Con el asombro másabsoluto, observé que ocurría algoinconcebible: alargó la mano para que se laestrechara.

—Perdí los estribos, milady, castigué aKaspar y la castigué a usted poracontecimientos que escapaban a su control. Ylo lamento mucho.

No dejó caer la mano a lo largo de todoslos minutos que permití que pasaran, y supe quesu determinación era su manera de expresarsinceridad, porque Kaspar hacía lo mismo:nunca se rendía. Así que yo también alargué lamano y lo perdoné.

Sopló una fuerte ráfaga de aire a través de

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las ventanas, y las agitó de un modo tanviolento que noté que los marcos vibraban. Unade las puertas acristaladas se abrió de golpe,giró sobre los goznes y restalló contra elmarco. Di un respingo y me llevé la mano alpecho a causa de la sorpresa. Al rey se lerelajaron los hombros, que había mantenidoencorvados, y a continuación fue a cerrarambas puertas y a colocar de nuevo lascortinas.

Suspiró y regresó a su explicación:—Y entonces, durante las primeras horas

de la mañana de ayer, nos alertaron de que lasfronteras entre esta dimensión y la primera sehabían reabierto, algo bastante inesperado.Athenea negaba con insistencia su implicacióny aseguraba que había sido la primera Heroínaquien las había abierto. Sólo unas horasdespués, los guardias nos notificaban que dos

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sabios habían atravesado la frontera que hay acinco kilómetros a la redonda de Varnley y quese dirigían hacia Varn’s Point. Ordené deinmediato que se encendieran las almenaraspara convocar el consejo, pero tuvo el efectocontrario. Sólo minutos después de que seprendieran las almenaras, recibí una nota. —Desvié la mirada hacia el bolsillo interior de suchaqueta, de donde sacó algo: un papelarrugado que me pasó en seguida. Lo cogí ytraté de alisarlo—. ¿Reconoce la caligrafía conque está escrito?

Lo observé mientras se alejaba paraapoyarse en un poste de la cama; casi parecíauna fotografía de su hijo. Me sonrojé al darmecuenta de lo que estaba pensando y redirigí atoda prisa mi atención hacia la nota. El papelestaba muy deteriorado, pero garabateado máso menos en el medio de la página había un

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mensaje, breve y al grano:

Michael Lee llegó a un acuerdo con loscazadores para que mataran a Carmen. Lachica Lee lo sabe. Pierre lo confirmará.

No estaba firmada, y no reconocí la

caligrafía: era poco clara y todas las letrasestaban medio juntas, como si la hubieranescrito con prisas. Era perturbador saber quetenía en las manos el mismo papel que habíasujetado quienquiera que me hubiese delatado.Era todavía más inquietante que hubieranmencionado específicamente que yo lo sabía.Debían de haber previsto lo que sucedería unavez que el monarca descubriera la implicaciónde mi padre, y aquello quería decir que habíaalguien que no me quería por allí. Tragué salivacon dificultad.

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—No reconozco la letra —contesté, y ledevolví la nota.

—Por desgracia, no es la única —suspiró—. Cuando la leí por primera vez se me ocurrióque podría ser un fraude, pero las fechas decuando el partido de su padre salió elegido parael gobierno y la época en que mi esposa visitóRumanía encajaban. Pierre lo confirmó deinmediato y estoy seguro de que ninguno de losdos necesitamos recordar lo que pasó después.—Incluso en la relativa penumbra de lahabitación, vi que se le habían teñido los ojosde un rojo pálido y, cuando me sorprendiómirándolo, me di la vuelta y fingí que no mehabía dado cuenta—. Pero es una Heroína, y notiene sentido continuar viviendo en lo que ya hasido. Le he dicho a Kaspar que no tengoninguna objeción en que la corteje, aunque lesrecomiendo que lo mantengan en secreto al

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menos hasta diciembre. Veo que le ha dadoórdenes a Eaglen respecto a su padre, y leagradezco mucho su intención de apartarlo denosotros hasta que nos marchemos a Athenea.—Hizo una reverencia, pero se detuvo cuandollegó a la puerta y se dio la vuelta con laprimera sonrisa sincera que había visto en suslabios desde que lo conocía—. Bienvenida a mireino, lady Heroína.

«Sólo me quedan veinticuatro horas máscomo humana.»

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61VIOLET

El frío se me adhería a la piel y me acariciabalos costados y los hombros como si tuviesemanos. Las gotas de lluvia rebotaban en labarandilla de piedra que tenía delante cuandome refugié en el hueco de la pared junto a laentrada principal. Como diminutas esquirlas demetralla, disparaban en todas direcciones yalgunas me salpicaban la camisa, que empezabaa humedecerse. Cogí unas cuantas estirandouna mano, con la palma hacia arriba, y observé,fascinada, cómo fluían entre los pliegues demis dedos antes de, al final, precipitarse haciael suelo. En la hierba comenzaban a formarse

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charcos, en algunos sitios muy embarrados,mientras la lluvia seguía cayendo con la mismafuerza con que lo había hecho cuando empezó acaer, seis o siete horas antes.

«Una relación con una chica a la que habríasido un idiota de dejar marchar ayer. Una chicaque insufló vida a este lugar. Una chica que mehizo sentir de nuevo. Qué natural.»

Me rodeé la cintura con los brazos y meimaginé que eran sus brazos los que metocaban, sus caricias, su aliento...

Sentí un escalofrío, más por la temperaturaque por otra cosa, pero saboreé la sensación.Quería recordar el frío del aire nocturno, ycómo se me encogían los dedos de los piespara no tocar la piedra helada, y la sensaciónardiente que dejaban en mi piel cada una de lasgotas de lluvia que la rozaban.

—Mía —susurró una voz junto a mi oído—.

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Toda mía —repitió, y unos brazos vestidos denegro se situaron justo por encima de mispropios brazos, en torno a mi talle. Su pelo mehizo cosquillas en el cuello cuando agachó lacabeza, sus labios encontraron una de mis venasy la recorrieron a besos. Sus manos no dudaronen cubrir mis pechos y me apretaron máscontra él cuando yo coloqué mis dedos sobrelos suyos y di un paso involuntario hacia supecho—. ¿Te gusta, Nena? —ronroneócerrando un poco los puños.

Le contesté con un suspiro cuando todo elaire que contenían mis pulmones escapó en unasola exhalación. Rió con suavidad y deslizó lasmanos hacia abajo para encontrar el bajo de micamisa y levantarlo. No tuve tiempo dereaccionar y, al cabo de un segundo, ya me lahabía quitado y me había dejado en sujetador yvaqueros.

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—¿Qué estás haciendo? —Crucé los brazossobre el pecho, muy consciente de que laspuertas dobles que había a nuestra izquierdaestaban abiertas de par en par hacia la noche.Kaspar no contestó, sino que me agarró de lamano y me guió hacia la franja de luz que laslámparas del vestíbulo de la entradaproyectaban sobre los escalones. No tuvetiempo más que para ponerme el par de zapatosplanos que había dejado a mi lado—. ¿Estásloco? ¡Nos va a ver alguien!

—Pues que nos vean —contestó mientrasme conducía hacia la gravilla. Era demasiadofuerte como para intentar resistirme y misesfuerzos demostraron ser inútiles, sobre todocuando enredó los dedos en mi pelo paraquitarme de los ojos el flequillo, ya empapado—. Que vean lo hermosa que eres.

Estiré la mano que me quedaba libre y le

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retiré a él de la cara el pelo mojado al tiempoque reprimía una risita tonta.

—Sabes que está lloviendo, ¿no? ¿Y quehace un frío horrible?

Sentía que los vaqueros se iban pegando ami piel a medida que se calaban y que por elpecho me corrían regueros de aguaprocedentes de mi pelo.

Levantó la mirada hacia el cielo y loestudió con expresión desconcertada.

—¿Lloviendo? Nunca me lo habríaimaginado... —Las gotas de agua le golpeabanel rostro y se deslizaban por su mandíbula hastasu cuello. Se las secó con la otra mano—. Perono hace frío. Está templado.

—¿De verdad? —Me estremecí al decirlo,para poner aún más énfasis en el frío querealmente hacía—. Entonces yo debo deparecerte un atizador caliente.

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—Tan difícil de manejar como un atizadorcaliente —murmuró.

—¡Eh! —Le puse una mano en el pecho ylo empujé.

Kaspar se movió, pero supe que no teníanada que ver con mi fuerza. Di unos cuantospasos atrás y me agaché. Formé un cuenco conlas manos, cogí un poco de agua de la fuente yse la lancé. Ya tenía la mayor parte de la camisaempapada, pero le di en la manga, que se lequedó pegada a la piel. Con una lentitud queresultó graciosa, bajó la mirada hacia su brazoal tiempo que iba arqueando una ceja.

—¿En serio, Nena?En un abrir y cerrar de ojos, se había

acercado a toda prisa y me había salpicado. Elagua me dejó sin respiración al rociarme, y mepuse los brazos alrededor del cuerpo a todaprisa mientras pensaba que la luz titilante y la

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relativa calidez del vestíbulo de la entradaresultaban muy atractivas. Kaspar se agachópara volver a salpicarme, y me aparté de latrayectoria del agua, hacia el otro extremo de lafuente. Él se acercó por un lado y yo me lancéhacia el otro, pero en seguida me atrapó y meagarró por la cintura.

—¡Kaspar, no! ¡Voy a pillar un catarro oalgo peor!

«Deberías haberlo pensado antes de tirarleagua», comentó mi voz.

—No, no lo harás. Convertirte acabará contodas esas cosas.

Solté un gruñido y me relajé entre susbrazos cuando comenzó a alejarnos de lafuente.

—¿Y si algo sale mal mañana por la noche?¿Qué demonios ocurre cuando un humano seconvierte?

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—Yo bebo un poco de tu sangre y tú bebesun poco de la mía. Es fácil. Nada saldrá mal.

—Sí, pero y si...Me puso un dedo sobre los labios.—Si fueras muy vieja, o muy joven, o

estuvieras gravemente enferma, entonces sí,sería probable que algo fuera mal. Pero no esasí. De hecho, eres una dampira, así que hayincluso menos probabilidades de que esosuceda. De modo que deja de preocuparte.

Proferí un quejido de disgusto con loslabios fruncidos.

—¿Y cómo va eso de la sangre? ¿Cuánto setarda?

—Tus dientes tardarán unos días en afilarsedel todo y te llevará un tiempo desarrollar tusdestrezas para la caza, pero casi todo setransforma en unas cuantas horas. Esasombroso ver a alguien palidecer así.

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—¿Ya has convertido a alguien antes? —Asintió. Era tranquilizador saber que sabía loque estaba haciendo, pero también sentí algomás. Celos, tal vez—. ¿A quién?

Sacudió la cabeza como si estuvieraintentando recordar.

—A una de las doncellas de la casa, nomucho después de la guerra. Anne, creo que sellamaba.

Algo se me retorció en la boca delestómago.

—¿Te refieres a Annie?Volvió a asentir. Un matiz rojo apareció en

sus ojos y no tuve que preguntar nada más parasaber lo que había ocurrido. «Bueno, esoexplica muchas cosas.» Sentí otro alfilerazo decelos, mezclado también con algo de culpa.

—En cualquier caso, si algo fuera mal,¿te...?

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—Mi padre no estará lejos, y él sabe todolo que hay que saber respecto a convertirhumanos. —Una vez más, no supe si sentirmemás segura o preocuparme—. ¿Quieres saberalgo? —dijo, claramente deseoso de cambiarde tema. Entrelazó los dedos con los míos y noesperó una respuesta. Colocó mi propia manosobre el punto de mi pecho en el que micorazón latía con más fuerza y contestó por mí—: No puedo esperar a que este corazón dejede latir.

Me puse de puntillas y le di un beso en loslabios. «Yo sí podría esperar, pero si alguna vezva a existir una razón para convertirse, es paratener más momentos como éste.» Apoyé lacabeza en su hombro. Kaspar estaba de espaldasa la mansión y yo levanté la mirada hacia ellugar que había sido mi hogar durante losúltimos meses. Lo contemplé y me pregunté

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cómo una casa tan grande, vacía y fría podíahacerme sentir tan bien incluso después detodo lo que había ocurrido.

Y desde el piso de arriba, una cara medevolvía la mirada: la del rey. Su expresión noera ni de amabilidad ni de enfado, estabasimplemente vacía, justo como pensaba quedebía de estar su corazón desde hacía muchotiempo. Pero en aquel momento me di cuentade que sufría, más que cualquiera de nosotros.Y un piso por debajo de él, un segundo hombrenos observaba: mi propio padre. No necesitéescudriñar su expresión para saber que estaballena de dolor.

Apreté el vientre desnudo contra el deKaspar con la esperanza de que no lo vieran yme alegré de que la oscuridad escondiera mismejillas sonrojadas.

«No permitiré que sus disputas se

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interpongan entre Kaspar y yo. No puedopermitirlo.»

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62VIOLET

Cualquier posible rastro de la tormenta habíadesaparecido a la mañana siguiente. El solentró a raudales por mis ventanas cuandoKaspar abrió las cortinas para despertarmeantes de marcharse. Había salido a cazar,porque quería asegurarse de no tener sed antesde convertirme.

«Hoy es el día. Hoy me convierto envampira. Hoy lo decido todo.»

El vello de los brazos se me puso de punta.Las piernas se me fueron calentando poco apoco cuando unas franjas de luz se dibujaron enlas mantas bajo las que estaba cobijada;

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momentos antes se habían quedado heladas conlas caricias de Kaspar.

«Ya ha llegado.»El reloj de la mesilla de noche decía que

eran las nueve pasadas. Cuando las manecillasmarcaran las nueve y media mi padre y Lily semarcharían, acompañados de Eaglen.

«No hay vuelta atrás.»Podrían pasar meses antes de que volviera a

ver a Lily. Ni siquiera había visto a mi madre.«Esta noche es la noche.»Saqué los pies de entre las sábanas y

protesté por lo frío que estaba el suelo. Mellevé una de las sábanas conmigo para cubrirmeel cuerpo desnudo. Cuando me di cuenta de quenadie me vería, la dejé caer a mis pies mientrasme abría camino entre las prendas de ropa quehabía desperdigadas por el suelo.

«Ya no hay que preocuparse por no ser

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capaz de olvidar.»Los espejos del vestidor reflejaron cada

centímetro de mi cuerpo: demacrado, ojeroso,rosado a causa del frío... aunque no durantemucho más tiempo. Tenía la piel pegada a lascostillas, casi nunca había estado así. Miscaderas sobresalían más de lo que me gustaba ymis rodillas parecían esmirriadas. Estabadelgada: demasiado delgada para un cuerpo queuna vez había sido voluptuoso y curvilíneo.Tenía la piel rasgada y magullada de lassemanas de tormento y caricias bajo las manosde Kaspar. Tenía los ojos abiertos, muyabiertos, siempre temiendo lo que vendríadespués.

—¿Es esto lo que quieres, Violet? —lesusurré a mi reflejo, y estiré la mano y metoqué el hombro, que estaba frío como elcristal—. ¿De verdad?

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Mi reflejo no contestó, sino que continuómirándome en silencio, y sólo separó loslabios para suspirar cuando yo hice lo mismo.

«En realidad, “querer” es un lujo del quenunca se te ha permitido disfrutar», dijo mi vozcon tanta claridad en mi mente que podría habersurgido de una persona real que tuviera al lado.

—Lo sé —contesté.Entonces me di la vuelta y saqué una camisa

limpia de un armario. Cuando me hube vestido,intenté pasarme un cepillo por el pelo húmedoy ensortijado, pero sólo conseguí que seencrespara aún más, así que desistí.

El vestíbulo de la entrada aún estabatranquilo cuando llegué al final de la escalera.Los mayordomos variaron su pose de estatuapara hacerme una reverencia cuando pasé anteellos. Una doncella estaba sustituyendo lasrosas negras de los jarrones con lilas frescas, y

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metía los pétalos marchitos de las flores entrelas páginas de un enorme libro que había sobreuna mesa.

Por lo demás, no había nada fuera de locomún. No había cambiado nada. Nadacambiaría excepto yo.

En la cocina, Cain me saludó con unaenorme sonrisa, riendo y bromeando desdedetrás de un gran vaso de líquido rojo que seagitaba de un lado a otro y manchaba el cristalde rojo. Le brillaron los ojos cuando mepreguntó por mi hermana, y se le apagaroncuando contesté que se marcharía pronto.

La manzana que cogí del frutero estaba tanroja como la sangre que él bebía. Le clavé losdientes y me pregunté si aquella sensaciónsería la misma que la de hundir los colmillosen la carne... Pero no, la piel sería más suave.Me tragué un trozo de la manzana, húmeda y

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dulce, olvidándome casi de masticarla.El reloj digital de la pared decía que eran

las 9.26. Sopesé la idea de volver al vestíbulode entrada. «Debería despedirme. Pero ¿cómoles digo adiós cuando los recibí hace tan sóloun día?»

El rostro radiante de Lyla apareció en elumbral, seguido de un animadísimo Fabian, quese rió y la agarró por la cintura para darle unbeso en los labios. Los vi tan sólo como dosfiguras recortadas sobre un fondo borroso.Felix y Charlie entraron tras ellos, no muchodespués, e hicieron una venia. La idea de que lahicieran por mí se filtró lentamente a través demi mente. Declan, después, abrió un periódicosobre la encimera y pasó las páginas; lostitulares, las fotos y las columnas seconvirtieron en un único remolino en blanco ynegro. Me sorprendí alejándome, pues recordé

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mi primera mañana en Varnley:«Pero preferís matar a gente.»Un olor metálico impregnaba el pasillo y

daba la sensación de pegarse a las alfombrasdel salón como si fuera humo. Me invadió lagarganta, me secó la saliva y me obligó aapoyarme contra el respaldo del sofá, con lasmanos en el cuello y jadeando.

«Unas cuantas horas y ansiaré ese líquidode olor metálico...»

Cuando al fin mi respiración se calmó,empecé a caminar a pesar del aturdimiento, sinni siquiera estar segura de si estaba despierta.Puse la mano en la puerta que conducía alvestíbulo y me quedé paralizada. Me queríaquedar, quería dejar que se marcharan sin más,olvidarme de la despedida porque decirlesadiós era demasiado duro y sabía que aquellanoche los traicionaría, especialmente a mi

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padre, de manera definitiva.Pero no era un adiós definitivo. Era un

adiós a la Violet que conocían, que comía,bebía y se ponía enferma; a la Violet quemoriría antes de haber visto pasar un siglo; a laViolet a la que habían querido, y cuidado, yalimentado, y enseñado a lo largo de losúltimos dieciocho años. «Eso es todo.»

Respiré hondo y giré la muñeca para moverel pomo. La puerta se abrió hacia dentro y salíal vestíbulo. Primero vi a Eaglen, luego a mipadre y después a los otros dos hombres delgobierno, con los brazos asidos por losguardias. Lily estaba también cerca de ellos.Ella me vio primero, y su cara se convirtió enun cuadro de tristeza y decepción, sóloeclipsada por el rostro de mi padre cuando loapartó y se negó a mirarme.

—¿Papá? —exhalé.

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Sentía que las lágrimas me mojaban laspestañas inferiores cada vez que parpadeaba. Élno reaccionó. Pero Lily sí. Se separó del grupoesquivando a uno de los guardias, que intentódetenerla.

—Quiero hablar contigo antes de que nosmarchemos —dijo una vez que estuvo a mi lado—. En privado —añadió, mirando a Eaglen.

Les hice un gesto con la cabeza a él y a losguardias.

—Serán sólo dos minutos.Lily salió afuera y se cobijó justo en el

mismo hueco bajo el que me había refugiadoyo la noche anterior. Con un ligero rubor, medi cuenta de que mi camisa empapada seguíasobre la barandilla, donde Kaspar la habíadejado. La recogí, la escurrí y la puse al solpara que se secara.

—¿Esa camisa es tuya? —me preguntó mi

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hermana. Asentí—. ¿Y cómo ha llegado aquí?Me quedé mirando al suelo, me negaba a

explicárselo con palabras.«Jamás pensé que pudieras meterte en la

cama de un asesino, pero ahora veo que meequivocaba.»

—Supongo que esto es un adiós, entonces—murmuré para llenar el silencio.

—Sí.—Siento no haber podido pasar algo más de

tiempo contigo.—Yo también.—Pero no sería seguro para ti viajar a

Athenea. Mamá y tú estaréis a salvo en casa. Loentiendes, ¿verdad?

—Sí.De nuevo, nos quedamos calladas. Quería

mirarme los pies, que no paraba de arrastrarcontra la piedra del suelo, pero en lugar de eso

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observé a mi hermana para grabarme su imagena fuego en la memoria, al igual que había hechocon el frío la noche anterior. Quería recordarel brillo saludable de sus mejillas, que habíaestado desaparecido durante más de un año, yel resplandor de sus ojos de color violeta, y elhecho de que ya no parecía tan bajita.

—¿Violet?—¿Sí?—¿Te acuerdas de cuando estabas haciendo

los exámenes y me dijiste que me leerías algode Shakespeare cuando terminaras de estudiar?

Me temblaron los labios. Se lo habíaprometido durante una de sus sesiones dequimio el pasado mayo.

—¿Te refieres a aquella vez que te cabreéde verdad hablándote todo el día a la manera deShakespeare?

—Sí, a ésa. Pero nunca llegaste a leérmelo

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y un día que estaba muy aburrida en el hospitaldecidí leer Romeo y Julieta por mi cuenta,porque quería impresionarte cuando volvieras acasa y porque así podría ir adelantando para laclase de literatura del próximo curso.

Intenté sonreír.—¿Te gustó?Frunció el ceño.—No. Romeo y Julieta eran unos ingenuos

cegados por la lujuria.—Ah.—Odié ese libro, y lo olvidé por completo

hasta ayer por la noche, cuando ese tal Cain mellevó a la biblioteca y vi un ejemplar muy bienencuadernado. Y me recordó algo que dijoJulieta y que he pensado que debería decirte.

—¿En serio? ¿Y de qué se trata? —lepregunté mientras miraba por encima de suhombro hacia el vestíbulo de entrada, donde

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sabía que Eaglen esperaba ansioso pormarcharse. «Puede que yo esté incluso aún másdeseosa de que se vayan.»

—Es una cita bastante conocida,probablemente la conozcas. —Levantó lamirada hacia mí y esperó hasta que volví acentrarme en ella antes de continuar—: «¡Siotro fuese tu nombre! ¡Reniega de él! ¡Reniegade tu padre! O jura al menos que me amas, ydejaré de ser yo Capuleto.»

Sus palabras me llegaron como un puñetazoen el estómago. Ahogué un grito y di un pasoatrás; las lágrimas mal escondidas detrás demis párpados comenzaron a resbalar.

—¡Lily!—Siento lo que te ha pasado. Sé que gran

parte de ello no es culpa tuya, pero sí teníaselección. No puedes haber ido cayendo haciatodo esto sin ser capaz de retroceder. —

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Comenzó a alejarse, también con lágrimas enlos ojos—. Vas a dejar de ser humana por esepríncipe, así que afrontémoslo, Violet. Ahoraya eres más una Varn que una Lee.

Tras ella, apareció Eaglen, con mi padrepisándole los talones, cuando dos coches sinmatrícula y con los cristales tintados llegaronpor el camino de entrada.

—Milady —me saludó Eaglen, y acontinuación hizo una reverencia y se metió enel asiento delantero del coche más alejado.

Lily se encaminó hacia la portezuelatrasera. Se detuvo y me miró con el rostrobañado en lágrimas antes de entrar. Sin nisiquiera un gesto de despedida, mi padre seintrodujo por la otra portezuela mientras susdos hombres eran conducidos hacia el segundocoche. Se oyó un portazo tras mi última miradaa mi padre como hija humana y, sin titubeos,

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los coches arrancaron.Nadie los vio marchar excepto yo. Me

quedé contemplando los coches mientrasserpenteaban sobre la gravilla del camino.Pasaron ante uno de los jardineros que barría yamontonaba las hojas otoñales caídas. Después,llegaron a los límites del bosque y, finalmente,avanzaron bajo la protección de los árboles ylos perdí de vista.

Me dejé caer contra la barandilla y meapoyé sobre el charco que había formado micamisa mojada. Desde lo alto de la colina, mellegaron los crujidos de un fuego, pues laalmenara de Varn’s Point estaba de nuevoencendida e impregnaba el aire de olor a leñaquemada.

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63VIOLET

El sol acababa de comenzar a ponerse cuandoregresó Kaspar. El estuario del Támesisdestellaba bajo los rayos atenuados y adquiríaun matiz anaranjado. A poca distancia del aguaplaneaba una estrecha franja de esponjosasnubes de color violeta que marcaban el límiteentre el mar y el cielo.

Sabía que regodearme en el pasado hacíaque el futuro pareciera más sombrío, pero nopodía evitar pensar en la época en la que jamáshabría aceptado la idea de estar allí viendocómo se consumía el tiempo, con el solponiente marcando los minutos que me

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quedaban como humana.Me ponía enferma sólo de pensarlo. Ya

había tenido que ir corriendo al baño en dosocasiones aquella tarde y, a pesar de no habercomido nada desde la manzana del desayuno, elestómago se me retorcía y amenazaba conexpulsar lo poco que me quedara dentro.

—Me gustas más bajo la lluvia —susurróKaspar junto a mi oído mientras me frotaba loshombros. El movimiento repetitivo me ayudabaa relajar la tensión de los músculos, pues lostenía tan rígidos que no podía dejar deaferrarme a la barandilla de piedra del balcónde Kaspar—. No te preocupes —continuó—.Todo habrá acabado antes de que te des cuenta.—Hice un gesto de asentimiento con la cabeza,incapaz de hablar, pues no me atrevía a abrir laboca por si mi estómago me traicionaba—.Violet, pronto oscurecerá.

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Asentí y no me moví. Kaspar intentó queme acercara a él tirándome un poquito delbrazo, pero las piernas no me respondían y nopodía siquiera dar un paso hacia él. Sinembargo, su esfuerzo sí valió para arrancarmelos dedos de la barandilla y medio cargarconmigo hasta la puerta que llevaba a suhabitación.

Se acercó hasta la mesilla de noche, cogióun paño muy rígido de terciopelo rojo y volvióa mi lado con él. Cuando desdobló las esquinas,descubrió una pequeña daga muy ornamentada,con incrustaciones de esmeraldas en laempuñadura. La hoja era tan fina como unaoblea y parecía estar espeluznantementeafilada.

Debí de poner cara de alarma, porqueKaspar esbozó una sonrisa tranquilizadora.

—La hoja es de diamante. Es para que yo

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me haga un corte en la muñeca. —Frunció elentrecejo—. Me hará un corte limpio, y esohará que te resulte más sencillo beber.

—De acuerdo —contesté, sintiéndomemareada de repente.

Se mordió el labio con un colmillo y merecorrió con la mirada de arriba abajo.

—No tienes que hacerlo, ¿sabes? Sólo diloy nos olvidaremos de ello.

—No, no diré eso.Intenté que mis palabras sonaran

desafiantes, pero más bien parecieron ungraznido. Kaspar arrugó la frente y dejó la dagaa un lado. Luego, tomó una de mis manos entrelas suyas.

—Violet, quiero que sepas algo. Puede quemi sangre te ofrezca la eternidad, pero nopuedo salvarte del dolor de vivir para siempre.En lo que a mí respecta, vivir todos esos

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milenios merece la pena por ti, pero cuando lagente sigue caminos distintos o cuando fallece,seguir adelante es tan horrible como morir.¿Comprendes lo que quiero decir? —Asentí,aunque el miedo que me iba llenando cada vezmás el pecho amenazaba con dejarme lospulmones vacíos. Él bajó la mirada y cogió denuevo la daga. La limpió con la tela—.Entonces no te inquietes por ello. Tardarámucho tiempo en convertirse en unapreocupación para ti.

Cerró la mano que le quedaba libre en unpuño y se acercó la daga a la muñeca. Sin nisiquiera un gesto de dolor, arrastró el filo poruna de sus venas y se hizo una herida larga yprofunda.

Sabía que teníamos que actuar de prisa: élcicatrizaría de prisa si no lo hacíamos rápido, yyo me acobardaría. Así que levanté un brazo

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para que me lo agarrara y él se lo llevó a loslabios e inhaló el olor de mi sangre bajo la piel.Me besó el puño, y sus labios se curvaron enuna sonrisa mientras fue estirándome los dedosuno a uno.

Incapaz de mirar, giré la cara y observé elretrato de la reina, que nos estaba observando,no me cabía duda, tanto desde el óleo como enespíritu, cuando me mordió. No me resultó tandoloroso como cuando me había mordido en elcuello, pero aun así hizo que un escalofrío merecorriera todo el cuerpo. Kaspar lo notó y sedetuvo. Se lamió la sangre que le manchaba ellabio inferior.

—Violet, ¿estás verdaderamente segura?Asentí.—No tengo elección.Volvió a llevarse mi muñeca a los labios y

yo cogí su mano en la mía y me acerqué su

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sangre a los labios temblorosos. Ahogué ungemido. Pero justo antes de empezar a beber,Kaspar se quedó quieto y esbozó sucaracterística media sonrisa arrogante.

—Te quiero, Nena —dijo.—Yo también te quiero, sanguijuela —

contesté.

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AGRADECIMIENTOS

Desearía de verdad poder darles las gracias atodos y cada uno de los seguidores de Quenunca amanezca en Wattpad, pero dieciséismillones son muchas personas, así que tendréque conformarme con deciros que sois total yabsolutamente kasparianos. Vosotroscatapultasteis esta historia al centro del granmundo de internet, me ayudasteis con lagramática, me hicisteis reír con vuestroscomentarios locos y, después de un año deausencia, volvisteis a estar ahí y demostrasteisser los seguidores más leales que una chicapodría pedir.

Mucho amor y gratitud, Cansel12.

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Un agradecimiento especial para Joanna(blazing_dreams4) por muchas cosas: poractuar como agente de prensa informal, porleer con espíritu crítico miles de palabras, porcrear un precioso material gráfico para darlevida a mi mundo y, por supuesto, por darme aconocer nuevos y fantásticos grupos demúsica. Edmund es eternamente tuyo.

Ninguna página de agradecimientos estaríacompleta sin darles las gracias a mis sufridosfamiliares y amigos: a mis padres, por haberreconocido (al fin) que quedarse despierta todala noche para escribir y estar insoportable aldía siguiente es aceptable porque soy unaartista; a mis amigos, Stefan y Becky, porescuchar mis interminables charlas de autorapero, de algún modo, resistirse aladoctrinamiento vampírico; y a Chris, portranquilizarme en las ocasiones en las que me

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sentí frustrada, estresada y preocupada.Gracias a mi editora, Amy, que vino hasta

Devon para ayudarme a reducir un manuscritoingente y convertirlo en un manuscrito ingentemás corto y, en última instancia, a crear unanovela mejor. Y también gracias porintroducirme en el mundo del vanilla latte yayudarme a no volver a ver jamás de la mismaforma las pegatinas en los libros.

En último lugar, un agradecimiento enormea mi agente, Scott, por estar lo suficientementeloco como para hacerse cargo de un libro devampiros y ser un negociador increíble. Dale,dale.

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SOBRE LA AUTORA

Abigail Gibbs nació y creció en lo másprofundo y oscuro de Devon. Actualmente estácursando la licenciatura de Literatura Inglesaen la Universidad de Oxford y se considera unaestudiante profesional, pues el mundo real aúnno le ha dado alcance. Lo que más miedo le daes la sangre, y además es una gran defensoradel estilo de vida vegetariano, cosas que,lógicamente, la llevaron a escribir su primeranovela: Que nunca amanezca. A la edad dequince años comenzó a publicar en serie eninternet bajo el seudónimo Cansel12, y trastres años en el candelero cibernético, fijó susmiras en la dominación absoluta del mundo.

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Divide su tiempo entre sus estudios, sushistorias y su familia, y utiliza el café parasobrevivir a los tres.

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Nota

[1] Se refiere al acento típico de las clases populares de unazona de Londres, el East End. (N. de la t.)

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Que nunca amanezcaAbigail Gibbs No se permite la reproducción total o parcial de este libro,ni su incorporación a un sistema informático, ni sutransmisiónen cualquier forma o por cualquier medio, sea ésteelectrónico,mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos,sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracciónde los derechos mencionados puede ser constitutiva dedelitocontra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientesdel Código Penal) Diríjase a CEDRO (Centro Español de DerechosReprográficos)si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.Puede contactar con CEDRO a través de la webwww.conlicencia.como por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Título original: The Dark Heroine. Dinner with a Vampire Diseño de la portada, Departamento de Arte y Diseño, ÁreaEditorial Grupo Planeta,

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2013© de la imagen de la portada, Dmitry Ageev © Abigail Gibbs, 2013Publicado de acuerdo con The Mendel Media Group LLC ofNew York © de la traducción, Ana Isabel Sánchez, 2013© Editorial Planeta, S. A., 2013Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)www.editorial.planeta.eswww.planetadelibros.com Primera edición en libro electrónico (epub): junio de 2013 ISBN: 978-84-08-11718-6 (epub) Conversión a libro electrónico: Víctor Igual, S. L.www.victorigual.com