Puntos teológicos comunes entre Pablo y Juan

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Ecclesia, XXIII, n. 2, 2009 - pp. 223-242

De Éfeso a los idolotitos. Puntos teológicos comunes entre Pablo y Juan José Antonio Caballero Profesor de Nuevo Testamento en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum, Roma

Introducción

A CONMEMORACIÓN DEL AÑO PAULINO HA TRAÍDO CONSIGO no sólo el estudio de la vigorosa personalidad del evangelizador de los gentiles desde diversos aspectos, como el arqueológico (sobre todo

a raíz del hallazgo de sus restos mortales debajo del altar papal de la basílica ostiense) y el ecuménico (por el patrimonio común de sus escritos que compartimos católicos, ortodoxos y demás comunidades nacidas de la reforma), entre otros. Aunque el acercamiento a su teología podría hacerse desde diversos ángulos, con este ensayo me propongo una comparación de algunos temas donde pudiera haber contacto entre las epístolas atribuidas a Pablo (o que hablan de su ministerio, como los Hechos de los apóstoles) y las obras atribuidas a Juan (me refiero al cuarto Evangelio, a las tres epístolas y al Apocalipsis). En esta tarea no pretendo entrar en cuestiones anejas como la autoría de las dos tradiciones de escritos, ni las fechas de composición de los mismos. Dichos contenidos, de suyo, requerirían un estudio aparte. Más bien, he optado por elegir cuatro motivos teológico-literarios, que, pienso, pudieran resultar enriquecedores por la luz que arrojan sobre ambas figuras en un momento en que la Iglesia naciente proclama el mensaje evangélico, lo enseña, lo protege y lo contempla en su liturgia. De ahí que me haya parecido oportuno partir de Éfeso por constituir un centro misionero del todo privilegiado para Pablo y Juan. De la geografía pasamos a la figura de los patriarcas, concretamente me interesa la de Abraham, que aparece citada en las epístolas a los Romanos, a los Gálatas y en el cuarto Evangelio. En cuanto a la figura de Cristo, acaso la relación entre el perdón de los pecados y su muerte en la cruz sea el punto central de la enseñanza del protocristianismo; de ahí la necesidad de centrarnos en la presentación de Cristo como propiciatorio tanto en la carta a los Romanos como en la primera epístola de san Juan. Nuestro análisis concluirá con el tema de la carne inmolada a los ídolos, que aparece en la primera epístola a los Corintios y en el segundo capítulo del Apocalipsis de Juan como punto concreto ya no de la fe creída, sino de la enseñanza moral

LL

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que la autoridad de la Iglesia quiso consignar en un momento en que eran comunes los festejos públicos en honor de los dioses paganos y las persecuciones más o menos sistemáticas contra los cristianos.

1. Éfeso, una patria común

La ciudad de Éfeso estaba situada en la costa occidental de la Jonia, en la desembocadura del río Caistro en el mar Egeo. Dicho río era navegable hasta Éfeso mismo. Los expertos refieren que era una gran ciudad, metrópoli de la provincia de Asia y posteriormente sede del gobernador romano. Debía su prosperidad comercial y productiva a su gran puerto, en el que convergían el comercio marítimo de occidente y las rutas de caravanas del oriente; gran parte de las ganancias se concentraban en torno al período de primavera, mes del Artemisión. El rey de la Lidia, Creso, logró alcanzar gran popularidad por la construcción de un recinto sacro en honor de Artemisa (la Diana de los efesios) hacia el S. VI a.C., ya que se dijo de él que era el templo más grande del mundo griego, una de las siete maravillas. Hecho todo él de mármol, sus cien columnas se elevaban a una altura media de 16 metros. Según los cálculos de J. T. Wood, medía 102 metros de largo por 55 metros de ancho (fue reconstruido en el S. III a.C. con aproximadamente las mismas dimensiones, después de que un tal Heróstrato quisiera hacerse famoso, destruyendo con fuego el erigido por Creso el año 356 a.C.). Éfeso constituyó también un centro cultural, por contar con la famosa biblioteca de Celso y por ser sede de una especie de academia de medicina. La ciudad se convirtió en una satrapía persa hasta tiempos de Alejandro Magno. Fue objeto de largas contiendas entre los diadocos, para quedar luego en poder de los atálidas de Pérgamo. A este período parece remontarse el establecimiento de una comunidad judía y probablemente también la erección de una sinagoga en la que Pablo predicara según He 19,8. El año 133 a.C., Átalo III decidió entregar la ciudad al dominio y jurisdicción romanos. Sin embargo, sólo al cabo de la tercera guerra contra Mitrídates (hacia el año 69 a.C.), Éfeso se puso total y definitivamente bajo el dominio romano como capital de la provincia de Asia. Además de la magia, los hallazgos arqueológicos han revelado que en el templo de Diana se practicaban los ritos mistéricos y conjuros, que los griegos tildaban familiarmente como “escritos efesinos” (también se ha hallado el nombre de Tirano en una columna del lugar y el de Demetrio en otra inscripción), además del culto propio de Artemisa que acaso se relacionara con los ritos de fecundidad que practicaban las religiosidades cananeas, aunque este dato se pone cada vez más en duda. G. E. Wright

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habla también de la presencia ahí de los fautores del culto al emperador divinizado, conocidos como “asiarcas”.

Nuestro análisis de la ciudad de Éfeso no puede prescindir del testimonio de los Hechos de los apóstoles. De cuanto Lucas refiere en su segunda obra, se deduce que Pablo transcurrió en Éfeso un total aproximado de tres años (el lapso estaría confirmado por He 20,31). A este respecto es instructiva una frase que Lucas recoge en He 19,10: “esto duró dos años (se refiere a la segunda visita de Pablo a la ciudad), de suerte que todos los habitantes del Asia, judíos y griegos, oyeron la palabra del Señor”. Seguidamente, se fueron fundando Iglesias en Colosas (Col 1,7), en Hypaipa, Diashierón, Neícaya y Cóloe, más las otras comunidades de que habla el Apocalipsis en los capítulos 2-3, o algunas otras que luego fueran destinatarias de las epístolas de san Ignacio de Antioquía (Esmirna, Magnesia, Tralli). La labor misionera de Pablo se vio bien acogida en un primer momento (cf. He 18,18-21), de suerte que pidió a Áquila y Priscila que le dieran continuidad. Fueron ellos los que expusieron la tradición cristiana a Apolo, judío alejandrino (cf. He 18,26). Más tarde, Pablo recaló de nuevo en Éfeso, y logró instruir a un grupo de discípulos del Bautista y luego bautizarlos (cf. He 19,1-7). Esta segunda estancia de Pablo se vio pronto teñida por la hostilidad de la sinagoga, hasta el punto de tener que hacer sus prédicas en la escuela de Tirano (cf. He 19,8-9). Ante el éxito de la predicación de Pablo, un tal Demetrio, artesano de templetes de plata en honor de Artemisa, constató que su industria comenzaba a menguar (cf. He 19,23-41); convocó a sus congéneres en el teatro de Éfeso, ubicado en la ladera occidental del monte Pión, y les persuadió de que la causa de la decadencia de su empresa se debería a que Pablo predicaba que no eran dioses los hechos con las propias manos. Este tumulto, que duró dos horas, causó la partida de Pablo. Un último hecho se refiere al testamento espiritual de Pablo, cuando éste hizo llamar a los presbíteros de Éfeso mientras se encontraba en Mileto (cf. He 20,17). En él se recogen elementos personales como el servicio humilde a la causa del Señor a pesar de las tribulaciones padecidas, el trabajo que él mismo ha tenido que realizar para ganarse su sustento diario. El Espíritu Santo hace ver a Pablo el aproximarse de sus últimos momentos de vida –”sé bien que no volveréis a ver mi rostro”–. Pablo aprovecha, entonces, para instarles a la vigilancia sobre sí mismos y sobre la grey que se les ha confiado, ya que tras su partida surgirán “lobos rapaces” y aun de entre ellos saldrán algunos enseñando doctrinas perversas.

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Hasta aquí Lucas. Ahora pasemos al testimonio del epistolario paulino. Una primera nota de interés se refiere al hecho de que Pablo pudiera haber sido puesto en prisión en la ciudad de Éfeso no sólo una, sino dos veces o más, ya que, tras abandonar la ciudad, él dirá a los corintios que estuvo en prisión (cf. 2Cor 11,23): Pablo habla explícitamente de que hubo de lidiar con fieras en Éfeso (cf. 1Cor 15,32), así como san Ignacio de Antioquía dirá más tarde que desde Siria hasta Roma está en pugna con bestias día y noche, por tierra y por mar, habiendo sido encadenado por diez “leopardos” (cf. Ro 5,1). La prisión de Pablo probablemente fuera una construcción de origen militar, ubicada en la parte occidental de la colina de Astiages. Se cree, asimismo, que la primera epístola a los corintios se compuso en Éfeso, y que desde allí el apóstol se dirigió a Corinto. Una delegación de cristianos corintios se presentó en Éfeso con un pro memoria sobre la Iglesia y una lista de interrogantes que sus miembros le deseaban plantear (cf. 1Cor 16,17). Los expertos opinan que desde Éfeso Pablo pudiera haber redactado sus misivas a los Filipenses y a Filemón, en caso de que la suposición de la prisión en Éfeso sea cierta, ya que habla en un caso de que engendró a Filemón estando él en cadenas o de que entre las cadenas el siervo le ha sido de servicio para el Evangelio (vv. 10.13). Pablo insiste más en este motivo de las cadenas en la epístola a los Filipenses, hasta el punto de asociar a estos miembros de la Iglesia a ellas (1,7.13.14.17).

¿Qué podemos decir de la epístola a los Efesios? No hay acuerdo en que esta carta fuera destinada a la sola Iglesia de la ciudad, sino que bien puede referirse a todas las comunidades eclesiales de la provincia de Asia. Como quiera que sea, es probable que haya habido ciertas tensiones entre judíos y gentiles en ellas, por un lado (cf. Ef 2,11-22); por otro, sobre todo estos últimos aparecen muy necesitados de formación doctrinal y ética. La epístola suele dividirse en dos partes (1,3-3,21 y 4,1-6,20): en la primera resalta el himno de alabanza a Cristo, una reflexión acerca de la salvación y de modo especial, el tema de la unidad entre judíos y gentiles, así como la alusión al fundamento de la Iglesia en la persona de los apóstoles y profetas, al tiempo que Cristo constituye la piedra angular. En la segunda parte, Pablo exhorta a sus destinatarios a la construcción del cuerpo de Cristo en la unidad, a lo que sigue el contraste entre la vida antigua y la nueva, el vivir en la luz, la reciprocidad en la pertenencia a la Iglesia y la lucha de la fe. En esta segunda parte, Pablo recurre al binomio contrastante de la luz y las tinieblas como concreción del cambio realizado de la conducta pagana a la cristiana. De particular interés, son los elencos de las

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virtudes domésticas entre las cuales el apóstol desarrolla la que mira al misterio esponsal entre Cristo y la Iglesia (5,22-6,9).

A instancias de ciertos miembros de la comunidad de Listra, Pablo decidió tomar consigo a un joven originario de esa ciudad para que le acompañara en sus correrías apostólicas en sustitución de Juan Marcos (cf. He 16,3; 1Tim 1,18; 4,14). Además de encargarle diversas misiones, Timoteo gozó del privilegio de compartir la prisión de Pablo (Flp 1,1). La tarea de Timoteo consistirá en la organización de las comunidades de Éfeso (1Tim 1,3). Ante la presencia de los falsos doctores, en sus dos epístolas Pablo dio instrucciones a Timoteo con relación al culto y a los falsos doctores, para llevar a cabo su ministerio del modo más eficaz posible: se ha de proclamar la palabra de la verdad, predicando en todo momento y siendo afable con todos.

Ahora intentaremos ver los datos sobre Éfeso desde la perspectiva joánica. Cabe suponer que una vez que Pablo ya no estaba al frente de las Iglesias de la Jonia para gobernarlas y animarlas, tras su arresto en Jerusalén y muerte en Roma, Juan ocupara su lugar al frente de las mismas. Este hecho pudo tener lugar hacia el año 66-70 como refiere Teodoro de Mopsuestia. Lo mismo puede deducirse del testimonio de Eusebio (cf. HE III, 23,1-4), quien a su vez dice remontarse a Ireneo y Clemente de Alejandría. San Ireneo, por su parte, se haría eco del testimonio de san Policarpo, discípulo de Juan (cf. Adv. Haer. II,22,5; III,1,1; 3,4). Tras la destrucción del templo de Jerusalén el año 70 d.C., Juan se podría haber trasladado a la Transjordania o a Siria, para luego llegar finalmente al Asia Menor. La actividad de Juan, una vez establecido en Éfeso, habría consistido en atender pastoralmente a las comunidades de las regiones circunvecinas para establecer obispos, erigir Iglesias enteras, ordenar a los designados por el Espíritu (HE III, 23,7). En tiempos de Domiciano (81-96 d.C.), Juan habría sido desterrado a la isla de Patmos. Hacia el año 95, podría haber escrito el Apocalipsis. Al año siguiente habría vuelto a Éfeso, ya bajo Nerva (96-98 d.C.). Para algunos expertos la composición del Evangelio habría tenido lugar antes del Apocalipsis; para otros, lo habría redactado en este momento así como su primera epístola. Las otras dos cartas serían del puño y letra de un discípulo suyo con el mismo nombre. Fue este segundo Juan el tributario de la enseñanza del hijo de Zebedeo y de su doctrina teológica y quien diera la forma definitiva al cuarto Evangelio más la añadidura del capítulo 21. El mismo Eusebio es quien habla de los dos “Juanes” en Éfeso: Juan de Zebedeo y el Presbítero que llevaba el “pétalon” (HE III, 31,4). Juan de Zebedeo habría pasado,

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pues, el resto de sus años en la capital del Asia Menor y muerto allí. El que se eligiera el modelo epistolar con destinatarios concretos en los capítulos 2-3 del Apocalipsis, de algún modo evocaría también la autoridad paulina1, sin que ello anulara la continuidad doctrinal entre un apóstol y otro, como son las notorias expresiones que evocan la relación esponsal entre Cristo y su Iglesia. De hecho, la carta de Cristo al ángel de la Iglesia de Éfeso contiene algunos elementos interesantes. Cristo se presenta al “ángel de la Iglesia” para que por su medio llegue su palabra a tocar la situación de la comunidad y la transforme. Es Cristo sacerdote el que se pasea en medio de los siete candelabros de oro y el que la invita a la conversión. Cristo reconoce que los cristianos se mueven en un ambiente hostil. Sus obras son fruto del esfuerzo, de la constancia y, gracias a ello, han logrado conservar la integridad de la fe; es decir, han mostrado celo en la custodia del nombre de Cristo. El problema de los falsos apóstoles ya estaba presente en el discurso de Pablo a los ancianos de Éfeso (He 20,29-30) y lo constatará seguidamente san Ignacio de Antioquía (Ef 9,1). Cristo reconoce la pérdida del primer amor. Una vez más, aflora la dimensión nupcial de la comunidad en su relación con Cristo. La metáfora es la propia del noviazgo que Oseas aplica al paso del pueblo por el desierto (Os 2,16-25). La Iglesia, para renovarse, ha de ser como Cristo que es el “primero” (y el último [Ap 2,19]). Sin embargo, la evocación del amor inicial aparece en un contexto de conversión. A pesar de ello, la Iglesia de Éfeso comparte con Cristo el odio a las obras de los nicolaítas, que puede interpretarse como desviación moral y religiosa en la persona de Balaam; este nombre es el equivalente hebreo del griego “Nikólaos” (Nm 25,1-3; 31,16). Cristo ofrece como recompensa al que permanezca fiel hasta el final el poder comer del árbol de la vida al que el hombre no tuvo más acceso en el Génesis, porque se le cerraron las puertas del paraíso, pero que se abrirán con la llegada de la nueva Jerusalén (Ap 22,2.19). Es la plenitud de vida que el hombre perdió, pecando y que puede verse reflejada en el árbol de la cruz, signo de victoria de Cristo sobre el mal.

–––––––– 1 Los destinatarios de las epístolas del Nuevo Testamento pueden dividirse en concretos y genéricos. Serían genéricos los de la carta de Santiago, en que el remitente envía su men-saje a las “doce tribus de la dispersión” (Sant 1,1), expresión que designa la universalidad restaurada del pueblo de Dios en Cristo, o los de la carta de Judas, en donde se habla a los “llamados, amados de Dios Padre y guardados para Jesucristo” (Jds 1). Destinatarios con-cretos serían los cristianos de las Iglesias de Roma, Éfeso, Tesalónica, Filemón, Timoteo, Tito... Según el destinatario sea concreto o genérico, se denominarán cartas católicas (la segunda y tercera cartas de Juan tienen un destinatario concreto, pero por comodidad se las elenca dentro de las “católicas”) o paulinas.

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2. Abraham

La persona de Abraham es objeto de reflexión por parte de san Pablo en la epístola a los Romanos y a los Gálatas (y muy brevemente, también en la carta a los Corintios), pero está igualmente presente en el cuarto Evangelio. ¿Cómo se acercan ambos apóstoles a dicha figura? En Pablo el nombre de Abraham aparece un total de 19 veces, mientras que en el cuarto Evangelio se usa en once ocasiones, bien que todas ellas están presentes en 8,31-59 (es lo que se denomina una concentración del término en clave cristológica). Las semejanzas de los dos escritos pudieran ser éstas: uno y otro emplean la expresión “descendencia de Abraham” (más literalmente “semilla de Abraham”); Pablo en Ro 4,13; 9,7; 11,1; Gal 3,16.29; 2Cor 11,22 y Juan en Jn 8,33.37. En un sentido similar a la expresión precedente, figuran las designaciones de Abraham como “padre” (Ro 4,1.12; Jn 8,39.53.56), y de sus “descendientes, como hijos”, trátese tanto de judíos como de cristianos. Da la impresión también de que para los dos autores sagrados lo que importa, por encima de una descendencia física del patriarca, es la relación espiritual con él (como modelo de fe de quien acoge con sencillez la palabra de Dios). El uso común a Pablo y a Juan de la figura de Abraham (también a los sinópticos, al autor de la carta a los Hebreos, a la epístola de Santiago, y a la primera de Pedro) hace pensar que ambos desean remontarse sobre todo al Génesis: la figura de Abraham allí cae bajo diversas categorías, de las cuales las principales son: el ser objeto de la promesa de Dios de ser padre de una gran descendencia (cf. Gn 12,2; 13,16; 15,5; 17,2.4; 22,17), el ser modelo de obediencia a la voluntad divina (cf. Gn 12,1-4.17; 22,16-18), Dios le promete que a su descendencia otorgará la tierra de Canaán (cf. Gn 12,7; 13,14-15; 15,7), y que en él serán benditas todas las naciones de la tierra (cf. Gn 12,3; 22,18). Como centro del mensaje de ambos está la persona de Cristo, a cuya luz se comprende que la verdadera filiación es la divina. En Juan sólo los fariseos que discuten con Cristo aparecen apropiándose del apelativo “hijos de Abraham” (Jn 8,39.56), mientras que en Pablo la designación se aplica a judíos y cristianos en virtud de la fe (Ro 9,7; Ga 3,7). En ambos casos se recurre a la figura de Abraham en contextos polémicos y se emplea el binomio de la libertad y de la esclavitud, para cuya distinción desempeñan un papel importante el pecado y su rechazo.

Las diferencias entre ambos pueden ser varias, sin duda; la principal acaso consista en el hecho de que se trata de géneros literarios diversos: en un caso, el de Juan, la diatriba de Jesús con los judíos se enmarca dentro de una narración de contornos históricos (característica de los Evangelios),

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después del pasaje sobre la mujer sorprendida en adulterio en el contexto de la fiesta de los Tabernáculos (cf. Jn 7,2), y más precisamente, en las inmediaciones del templo (cf. Jn 8,20.59). En dicho contexto Jesús dice a los judíos que le oyen que, quien observe sus palabras, no morirá jamás. Ellos se indignan porque comprenden que insinúa que su palabra es la que da la vida y la muerte y que es superior a Abraham. Jesús les contestará, sin embargo, que Él no busca su propia gloria, sino la del Padre, que es quien lo glorifica a Él, pues ambos comparten la común eternidad. Por otro lado, lo decisivo en relación con Abraham debiera consistir en la realización de sus obras, la justicia por la fe. En el caso de Pablo, el género literario es epistolar, con unos destinatarios caracterizados por problemas particulares, aunque de algún modo parejos entre sí: al parecer, Pablo recibió noticias de que los Gálatas habrían dejado el camino cristiano para ir en pos de las prácticas de la ley judía. Lo paradójico es que seguirían un camino inverso del de Pablo que de ser judío, se hizo cristiano. Se comprende por qué les llama “insensatos gálatas” (Gal 3,1), recurra a la ironía al indicar el rechazo de la ley del amor (Gal 5,15) y aun al sarcasmo con relación a la circuncisión (Gal 5,11-12). Asimismo, muestra su preocupación paternal (Gal 4,19) y la identificación con el Evangelio que predica como misión recibida de Cristo por revelación (Gal 1,6-11). De manera similar, la comunidad o comunidades de Roma se veían influidas por las prácticas legalistas judías, de suerte que era necesario aclarar en qué consistía la verdadera pertenencia al pueblo de la promesa: la fe recibida en el bautismo es la que hace al hombre justo ante Dios y no las obras de la ley. En la epístola, se parte del tema del hombre y de su existencia individual hasta abarcar a toda la historia de la salvación. Todos los hombres, tanto judíos como paganos, son justificados por la fe en Cristo (1,18-4,25).

En la epístola a los Gálatas, pues, Pablo pregunta a sus destinatarios (cf. Gal 3,5): “el que os otorga el Espíritu y obra milagros entre vosotros, ¿lo hace porque observáis la ley o porque tenéis fe en la predicación?”. La respuesta es evidente: Dios otorga el Espíritu y realiza los milagros entre los gálatas en virtud de su fe en la predicación del Evangelio que Pablo les dirigió. Pablo recurre a la figura de Abraham para justificar sus razonamientos: Abraham creyó en Dios y le fue acreditado como justicia (Gal 3,6; cf. Gn 15,6). Así, concluye que los hijos de Abraham son los que viven por la fe (Gal 3,7). En Gal 3,8-9, Pablo enfatiza que todas las gentes serán benditas en Abraham, ya que los paganos reciben la justificación por la fe en Dios (cf. Gn 12,3). Al parecer, Pablo ve en la expresión de la Escritura una predicación anticipada del Evangelio; la buena nueva sería, entonces, la justificación por la fe. Si Cristo se hace maldición, es para que

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la bendición de Abraham pase a los gentiles por un lado; por otro, para que “recibamos” la promesa del Espíritu mediante la fe (Gal 3,14). Si en el Génesis tuvo lugar la promesa de la tierra, por la fe la promesa se refiere al Espíritu, como prenda del mundo futuro. Si los cristianos de Galacia son poseedores del Espíritu, que en Cristo constituiría la bendición que Dios había prometido a Abraham, entonces los gálatas son parte de su descendencia. Seguidamente, Pablo pasa a hablar de las promesas de Abraham que se cumplen en Cristo (cf. Gal 3,16; Gn 12,7; 22,17-18). Así, Cristo aparece como cabeza espiritual del género humano, lo que constituiría la solidaridad de los creyentes; los paganos, que antes no eran parte de la descendencia de Abraham, ahora están incluidos entre sus descendientes en virtud de la fe. Los que son hijos de Abraham en Cristo se benefician de la promesa y de la herencia que Él ha recibido antes de que apareciese la ley, pues Abraham la obedeció antes de Moisés (Gal 3,16). De ello se deduce que no es el cumplimiento de la ley lo que justifica, ya que Abraham no la conocía. Si la ley existe, es porque era necesaria a causa de las transgresiones, hasta que llegó Cristo, en quien se habían hecho las promesas de la herencia (Gal 3,19). Luego, las promesas no se hicieron en virtud de la ley y la ley es, por lo tanto, inferior a las promesas (Gal 3,16-17). Dios, de hecho, hizo directamente las promesas a Abraham, mientras que la ley fue promulgada por medio de diversos ángeles a través de un mediador (Gal 3,19-20). Sin embargo, si hubo ley, se debió a que ésta hizo de pedagogo que “nos ha conducido a Cristo para que fuéramos justificados por la ley” (Gal 3,24); llegada la fe, el pedagogo ya no es necesario, pues por esta fe en Cristo nos hacemos hijos de Dios (Gal 3,25-26). De ahí que los cristianos sean descendientes de Abraham y herederos de su promesa (Gal 3,29). En la plenitud de los tiempos, tanto judíos como cristianos de origen pagano se han hecho herederos de la promesa, sin que éstos últimos sean ya esclavos (Gal 4,4.6-7). Anteriormente, los paganos no conocían a Dios, habiéndose hecho siervos de cosas que no eran dioses (Gal 4,8). El hecho de tornarse a la observancia de los preceptos de la ley judía implica para ellos el esclavizarse de nuevo (Gal 4,9). Es decir, la obediencia a la ley ante la llegada de la plenitud de los tiempos equivale a la idolatría. Así como Abraham era creyente en el único Dios, los herederos de su promesa han de servirle sólo a Él, ya que poseen la nueva identidad en Cristo, gracias al cual clamamos a Dios “Padre” (Gal 9,6). Las reflexiones de Pablo concluyen con la así llamada alegoría (de tintes más bien fuertes) de los descendientes de Sara y de Agar (Gal 4,21-5,1), esposa y concubina de Abraham, respectivamente. A Agar e Ismael Pablo atribuye la alianza de la esclavitud de la ley (Gal 4,24-25), mientras que Sara lo es de la alianza

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de la libertad (Gal 4,24.26). Los hijos de la promesa son los descendientes de Isaac, a su vez miembros de la Jerusalén celeste (Gal 4,27-28). Los cristianos son, así, semejantes a Isaac en cuanto hijos de la promesa. Si padecen persecución por este motivo, se debe a que sus adversarios no obedecen a la ley –lo mismo ocurrió entre Isaac e Ismael– y han de despedir a sus perseguidores, a la manera como Sara despidió a Agar (Gal 4,28-29).

Las reflexiones que Pablo hace a los romanos acerca de la figura de Abraham, han de comprenderse a la luz del enunciado de que “el Evangelio se revela como poder de Dios para la salvación de todo el que cree” (Ro 1,16-17). Tanto los paganos por sus idolatrías e inmoralidades, como los judíos, que se jactan de su relación con Dios y de la ley, aparecen como pecadores ante Dios (Ro 3,9-20). Al igual que con la epístola a los Gálatas, también en la carta a los Romanos Pablo recurre al ejemplo de fe de Abraham a fin de mostrar que, tanto judíos como paganos, por la fe tienen acceso a la salvación (cf. Ro 3,29; 4,3). De ahí que Abraham no pudiera gloriarse de cumplir ninguna obra de la ley ante Dios (cf. Gn 15,6), sino que se hace paradigma de la justificación que Dios realiza en un ser humano. Con su fe, Abraham halla gracia ante Dios, así como el trabajador merece su salario más como deuda que como don: “en cambio, al que, sin trabajar, cree en aquel que justifica al impío, su fe se le reputa como justicia” (Ro 4,4). Es verdad que Abraham fue el primero en verse vinculado por la alianza que se basaba en la circuncisión (Gn 17,9-14). Sin embargo, los beatos reciben el perdón de sus pecados no en virtud de la circuncisión, sino que, como en el caso de Abraham, la fe en Dios es la causa del perdón divino. Lo que le justificó fue su fe antes de ser circunciso (cf. Gn 15,6; Ro 4,9-10). De este modo, por la fe en Cristo tanto paganos como judíos tienen a Abraham como padre (cf. Ro 4,23-24). La promesa que Dios hizo a Abraham y a su descendencia tampoco se tuvo en virtud de la ley, sino en virtud de la justicia por la fe (Ro 4,13), sólo que en lugar de hablarse de la promesa de la tierra de Canaán, Pablo habla de que la promesa era el mundo; así es que los herederos no son los que provienen de la ley: de ser así, la fe sería vana, porque no hace de fundamento para su heredad (Ro 14,14-15). Más bien, la promesa ha de ser por la gracia y se reserva no sólo a los que se consideran pueblo de Dios por la obediencia a la ley, sino también a los que se hacen partícipes de la fe de Abraham (Ro 14,16-17). La fe será acreditada como justicia a cuantos creen en el que ha resucitado a Jesucristo tras morir para el perdón de nuestros pecados y resucitar para nuestra justificación (Ro 4,25). También aquí Pablo se remonta a la figura de Abraham, en cuanto que le fue acreditado por

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justicia la fe en Dios (Gn 15,5-16), que da la vida a los muertos: la muerte en este caso se refiere a la incapacidad de engendrar de Abraham y Sara (Ro 4,19). Además, el descender étnicamente de Abraham no significa necesariamente ser un verdadero descendiente suyo, como es el caso de Ismael y de los hijos de Queturá (Gn 25,2-4). El verdadero descendiente, según la promesa de Dios, fue sólo Isaac (cf. Gn 18,10). De este modo, los hijos de Abraham según la promesa son los hijos de Dios, pues más que serlo por la carne, lo son por la promesa (Ro 9,8).

Ahora pasemos al cuarto Evangelio. Se suelen distinguir tres partes en la discusión de Jesús con sus interlocutores, tomándose a Abraham como punto de referencia: la promesa de la liberación (Jn 8,31-36), la disputa sobre el verdadero “padre” (vv. 37-47), Jesús y la alegría de Abraham (vv. 48-59). En la primera parte, Jesús promete a los que permanecen en su palabra el conocimiento de la verdad y de la libertad, ante la cual los fariseos responden que, como hijos de Abraham, son libres. Jesús les hace ver que lo que hace esclavos es el pecado y no la no filiación de Abraham. De este modo, para Cristo la auténtica filiación es la divina, y el hombre puede obtenerla con la aceptación de su palabra con fe. En relación con la segunda parte, ha de observarse que Jesús pone en duda la filiación de Abraham por parte de los fariseos. Ellos, a su vez, no aceptan su palabra, sino que intentan darle muerte (v. 37). En Jn 8,44, Jesús dice a sus interlocutores que el verdadero padre de ellos es el diablo, ello aclara por qué previamente les haya dicho que hablan de lo que han oído de él, mientras que Cristo habla de lo que ha visto a su Padre. Aquí se vislumbra el motivo de las dos descendencias, que la primera epístola de Juan desarrollará más ampliamente. Sólo que la epístola en la sección correspondiente no alude a Abraham, sino que parte del diablo que es homicida, mentiroso (Jn 8,44) y pecador desde el principio (1Jn 3,8), pues la manifestación de Cristo ha sido para deshacer sus obras malvadas; ulteriormente en 1Jn tiene lugar la contraposición entre las obras malas de Caín y las de Abel (1Jn 3,11-12)2. Si fueran hijos de Abraham, repone Jesús a sus interlocutores, deberían realizar sus obras; Abraham, ciertamente, no era un homicida (Jn 8,39-40). Las palabras de Jesús a los judíos de que son hijos del diablo equivalen para ellos a ser acusados de haber sido

–––––––– 2 Recientemente se ha sugerido que la verdadera contraposición no es entre Abel y Caín en 1Jn 3,11, sino entre Abel y Cristo. El primero odia a su hermano y le da muerte, mientras que Cristo aparece como el que da “la vida por nosotros” y constituye el ejemplo del amor que los cristianos han de tener unos con otros, cf. J. BYRON “Slaughter, Fratricide and Sa-crilege. Cain and Abel Traditions in 1 John 3”, Biblica 88 (2007) 526-535.

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engendrados por una unión ilícita, ante lo cual profieren que adoran al Dios único (cf. Dt 6,4). La idea de la unión ilícita no parece ser un malentendido, pues Cristo no la desmiente (Jn 8,41-42). Es probable que el sentido de la expresión sea, en efecto, el de la adoración del único Dios, del que Abraham fue primer adorador. Sabido es que para la mentalidad bíblica el abandono del culto a Dios en pos de otras divinidades se percibía como prostitución (cf. Os 1,2; 2,6). Cristo está profundizando aquí en dos realidades que Él ha unido intencionalmente: las obras de Abraham consistieron en la adoración del verdadero Dios, por un lado; por otro, si los judíos no tienen fe en la palabra de Cristo, se debe a que no son verdaderos hijos de Abraham. En la tercera parte son ahora los judíos los que pretenden acusar a Jesús de estar endemoniado. Le llaman “samaritano”. Es probable que aquí se refleje el modo como los judíos de tiempos de Cristo consideraban el culto samaritano: blasfemo, lo que equivale a endemoniado. Por otro lado, las relaciones cordiales que Cristo había establecido con ellos (cf. Jn 4,42) se deberían a la obra del demonio, ya que Cristo promete la vida eterna al que observe su palabra, mientras que es mortal (Jn 8,52). Como la mujer de Samaria que alude a Jacob (Jn 4,12), ahora los fariseos preguntan a Cristo si es más grande que Abraham (Jn 8,53). En su diálogo con la samaritana, la palabra de Cristo fue transformando el alma de esta mujer hasta convertirla en anunciadora del mesianismo de Jesús: “venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?” (4,29). (Obsérvese la dimensión climática de los títulos cristológicos en labios de ella durante el diálogo con Cristo: “¿cómo tú, siendo judío...?” [4,9], “¿eres tú más que nuestro padre Jacob?” [4,12], “Señor, veo que eres un profeta?” [4,20], “sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo”[4,25]). La última palabra que Cristo le dirige es: “Yo soy, el que te está hablando” (4,26). También Jesús en su discusión con los fariseos recurrirá a revelar lo más íntimo de su ser partiendo del “Yo soy” que, entre otros textos, evoca el pasaje de la zarza ardiendo de Ex 3,14-16. Mas la respuesta que hallan estas últimas palabras de Cristo en sus interlocutores son el intento de lapidarlo (Jn 8,59). El proceso de los fariseos ha seguido, pues, un derrotero invertido del proceso de la samaritana, o mejor un “anticlímax”: “¿cómo dices tú ‘os haréis libres’” (Jn 8,33), “con razón eres samaritano y tienes un demonio” (Jn 8,48), “ahora estamos seguros de que tienes un demonio. Abraham murió y también los patriarcas...” (Jn 8,52), “¿eres acaso más grande que nuestro padre Abraham, que murió? ¿Por qué te tienes a ti mismo?” (Jn 8,53). Aunque la diatriba concluirá en un verdadero intento de lapidación, sin embargo la última parte del pasaje es de lo más notorio, no sólo porque

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Jesús recurra a la expresión inicial “Yo soy”, característica del discurso de revelación, sino porque antes añade: “vuestro Padre Abraham se regocijó pensando ver mi día, lo vio y se alegró” (Jn 8,56). Es claro que la expresión es acorde con el prólogo del mismo Evangelio: se trasluce la preexistencia del Verbo, como ocurre en otros pasajes neotestamentarios (cf. Heb 11,26; 1Cor 10,11). Por otro lado, es probable que aquí el cuarto Evangelio se haga eco de las discusiones de la sinagoga que ulteriormente recogerá el Talmud sobre si entre las bendiciones de Abraham se encontraba el haber visto el día del mesías o no (cf. Gn 15,1.17-21; 24,1; cf. Gen Rab. 44.28a; San 38b; Taan B 6 [60a]). Cristo ha ofrecido una respuesta “ante litteram”. En lugar de aceptar su palabra, sus interlocutores toman piedras para arrojárselas, ya que lo tienen por blasfemo.

3. El propiciatorio y la expiación

No hay duda que puede haber muchos más temas comunes entre el cuarto Evangelio y las epístolas de san Pablo. Quisiera, sin embargo, tocar uno que en lugar de ser peculiar del cuarto Evangelio, lo es, más bien, de la primera carta a los Corintios y de la primera carta de Juan. De hecho, la muerte expiatoria de Cristo por medio del derramamiento de su sangre constituye una de las diferencias temáticas entre el Evangelio de Juan y su primera carta, aunque dado el contexto de la epístola, se la podría concebir como un desarrollo aplicativo de la muerte redentora de Cristo a la situación concreta de la vida de la comunidad o destinatarios de la epístola. Cabe suponer que determinados pasajes del Evangelio de Juan pudieran contener en ciernes estos contenidos: Jn 10,1-18 (donde se habla de que el buen pastor da la vida por las ovejas, de que Él es la puerta y de que los que venían antes que Él eran ladrones y salteadores) y de Jn 19,18-42 (donde se describe la muerte de Cristo en la cruz como cordero, que constituye lo predicho por las Escrituras, al tiempo que Juan, testigo de lo sucedido, da testimonio verídico y fehaciente de la sangre y del agua que brotan del costado perforado de Jesús). San Pablo emplea un término de la misma raíz que la primera carta. Ésta usa hilasmós, mientras que aquel recurre al vocablo hilastérion. En los escritos paulinos hilastérion se usa en Ro 3,25 (y en Heb 9,5); hilasmós aparece en 1Jn 2,2; 4,10. Los dos términos aparecen también en los LXX. La expresión paulina se emplea más frecuentemente en diversos pasajes del Pentateuco (cf. Ex 25,17.18.19.20.21; Lv 16,2.13.14.15; 38,7; Ez 43,14.20), mientras que la joánica en textos más bien tardíos (cf. Sal 129,4; 2Mac 3,33; TDn 9,9; Ez

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44,27), aunque tampoco está del todo ausente del Pentateuco (Lv 25,9; Nm 5,8).

El vocablo hilastérion es una forma sustantivada del adjetivo hilastérios. Designa lo referente a la propiciación o expiación. Los expertos concuerdan en que hilastérion suele traducir el hebreo kappóret o propiciatorio. Éste era la cubierta del arca de la alianza, colocada dentro del Santo de los santos, donde dos imágenes de querubines, colocados a ambos extremos, cubrían el lugar de la presencia visible de Dios. Allí se manifestaba la misericordia divina al perdonar los pecados cometidos. Es decir, ante él se hacía la expiación por los pecados de la comunidad israelita y del sumo sacerdote el día del gran perdón o “Yom ha-kippurim”. Según cuanto estipula el Pentateuco (cf. Ex 16,1-34; Lv 23,23-43), era competencia del sumo sacerdote presidir la liturgia en día tan solemne. Esta festividad tenía lugar el día 10 del mes de “Tishrí” o “Étanim”, que caía entre septiembre y octubre. Sólo en esta ocasión el sumo sacerdote entraba en el “Santo de los santos”. El pueblo entero debía abstenerse de realizar todo tipo de trabajo, y ayunar. El Levítico sugería primero la purificación del santuario (Lv 16,2-5) y ulteriormente la purificación del pecado de la comunidad (Lv 16,21-34). El santuario se purificaba con una aspersión sobre el lado oriental del propiciatorio con la sangre de un novillo sacrificado, a lo que seguían otras siete aspersiones en la parte frontal del mismo, realizadas sobre los cuernos del altar con la misma sangre. Después, el príncipe de los sacerdotes inmolaba un macho cabrío como sacrificio por el pecado del pueblo y llevaba la sangre del animal a la parte trasera del velo, haciendo con ella lo mismo que había hecho con la sangre del novillo (cf. Lv 16,13-15). Había otro macho cabrío que debía enviarse al desierto; se destinaba a Azazel. Antes de despedirlo, el sumo sacerdote colocaba las manos sobre la cabeza del animal y hacía la confesión de sus propios pecados y de los israelitas. Luego pronunciaba tres veces el nombre de Dios. El pueblo, hincado de hinojos, decía: “Bendito sea el nombre de la gloria de su reino por siempre”.

Pues bien, lo que Pablo hace en Ro 3,25 consiste en reconocer cómo Cristo con su muerte lleva a cumplimiento y da pleno sentido a esta antigua práctica judía. Pablo ve, pues, en el día de la Expiación una prefiguración de la muerte de Cristo en la cruz. Diversos comentaristas optan, sin embargo, por traducir hilastérion por “expiación” o “sacrificio expiatorio” en vez del solo vocablo de “propiciatorio”. En línea de principio, las diversas sugerencias pueden valer con tal que se salvaguarde, por un lado, la continuidad del perdón que Dios dispensa y de la sangre de la víctima

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que se derrama sobre el lugar de la presencia de Dios, y por otro, la novedad que el sacrificio de Cristo lleva consigo en cuanto definitivo y auténtico perdón de los pecados de todos los hombres, novedad que hace emerger toda la fuerza de la imagen veterotestamentaria. Ya no hay un santuario al que los hombres no pueden acceder, sino que Cristo es a la vez santuario público, visible, sacerdote y víctima que, con su sangre derramada, lleva a cabo el verdadero perdón de los pecados de los hombres. Mas Él es también el altar donde se realiza dicho sacrificio3. Conque, la interpretación de Cristo crucificado como propiciatorio auténtico o verdadero, sugiere la visión de su muerte como expiación cultual del pecado de la humanidad. El capítulo 16 del Levítico nos daría la clave para ello. A este respecto, recuérdese que bien se aplican a la muerte de Cristo ciertos contenidos, como el sacrificio perfecto, la reconciliación, la sustitución y el acceso público e ilimitado a Dios.

Tanto el vocablo paulino hilastérion como el joánico hilasmós derivan de una misma raíz verbal: hiláskomai que significa “expiar”. Cabe preguntarse por qué motivo Juan emplea en su epístola esta terminología, tan cercana a la paulina. Al igual que la epístola a los Romanos, la primera carta de Juan no se limita a los solos aspectos doctrinales, sino que se hacen continuas exhortaciones de cara a la conducta ética que el cristiano ha llevar a cabo. El tema dogmático principal de la carta es la encarnación del Hijo de Dios, del que hay testigos auténticos y autorizados ante el error que han difundido los falsos maestros. La negación de esta verdad de fe lleva consigo el rechazo del amor fraterno: “Jesús es el Hijo de Dios” (1Jn 4,3.15; 5,1.5); “quien no ama no ha conocido a Dios” (1Jn 4,8; cf. 1Jn 2,5; 4,7.12.16). Como efectos de estas dos negaciones, los falsos maestros rechazan, por un lado, la unidad entre Jesús y Cristo (1Jn 2,22a), la unidad entre el Padre y el Hijo (1Jn 2,22b). Niegan que Jesucristo haya venido con el agua y la sangre (1Jn 5,6). Por lo tanto, parece que desean salvar la absoluta trascendencia divina, sólo que terminan por negar el realismo de la encarnación, separando así a Jesús del Hijo de Dios. Por otro lado, terminan por odiar a los que no comparten sus puntos de vista y no reconocen que tienen pecado. Ante esta actitud, Juan insiste en que la sangre que Jesús ha derramado es la que nos purifica de todo pecado (1Jn 1,7), cuando lo confesamos: Él, que es fiel y justo, nos perdonará y

–––––––– 3 Es claro que el arca de la alianza, tras su desaparición (cf. 2Mac 2,1-5), no se encontraba más dentro del Santo de los santos. De ahí que se haga énfasis en el aspecto simbólico de tales acciones realizadas en el templo, como si el sumo sacerdote realizara los actos esti-pulados sobre un propiciatorio más imaginario que literal.

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purificará (1Jn 1,8-9). Es como si dijera: “si Cristo ha muerto en la cruz y ha derramado su sangre, es porque todos somos pecadores y desea librarnos de ellos”. Acto seguido, Juan invita a sus destinatarios a esforzarse por no pecar; mas aun así, Cristo es nuestro abogado ante el Padre. En cuanto abogado, Cristo el justo, ha sido víctima de propiciación por nuestros pecados y por los del mundo entero (1Jn 2,1-2). La enseñanza de Juan es que la función de expiar que Cristo realiza, queda plasmada, como en el caso del santuario, en la sangre que derrama y que se pone a disposición de Dios, esa sangre que, bíblicamente hablando es sede de la vida (Lv 17,11.14). Al mismo tiempo, esta sangre tiene un alcance universal. En 1Jn 4,10, se enfatiza el amor que el Padre nos ha tenido con dicho acto de perdón: “en esto consiste el amor”. En el versículo parecen haberse aunado algunos temas importantes de la encarnación y de la redención que caracterizan el cuarto Evangelio. En efecto, se habla del Hijo unigénito del Padre. Unigénito se aplica a Isaac, el hijo amado de Abraham (Gn 22,2.12.16). Las expresiones “unigénito” y “amado” sugerirían que la imagen veterotestamentaria se ha incorporado a la figura de Jesús, sobre el amor de Dios y sobre el sacrificio que el Padre hace de lo que Él más ama. Recuérdese que con esta palabra terminaba el prólogo del cuarto Evangelio (Jn 1,18). Otro tema anejo es la manifestación personal del Hijo (cf. Jn 1,14), interpretada bajo la clave del amor de Dios que se revela en la encarnación. También se encuentra el tema del envío del Hijo al mundo cuya finalidad consiste en dar la verdadera vida al cristiano (cf. Jn 5,36). Es ésta la única referencia de las tres cartas de Juan en que se utiliza el verbo “zao”, que designa una vida según el Espíritu, distinta o superior a la simplemente biológica. El cuarto Evangelio lo emplea con cierta asiduidad. Su uso sugiere la idea de que, a pesar de que el hombre está abocado a la muerte, al mismo tiempo puede tener acceso a una vida superior. Cristo es vencedor de la muerte al resucitar. Así, gracias, pues, a la muerte redentora de Cristo, podemos pasar de la muerte a la vida (Jn 3,14; 6,57). A fin de persuadir a los destinatarios de su epístola de que han de tener amor de caridad unos con otros, en estos versículos Juan indica a Dios como fuente y origen de esta virtud. Pero no basta con señalar el origen del amor, sino que es necesario indicar su fin: Dios ha amado al hombre, ya que el amor es lo que define a la persona; de ahí que el que ama con ese amor de benevolencia puede decirse que se ha originado en el amor de Dios. Los hombres precisaban el amor misericordioso de Dios, pero eran incapaces de alcanzarlo por sí solos por ser pecadores. Este don de amor es, pues, Cristo mismo muerto en la cruz. En suma, la imagen que emplea la carta no se reduce al solo propiciatorio; en ella parece haberse aunado al

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sacrificio de Isaac; cuanto menos, este motivo parece quedar aludido o bosquejado y por lo tanto iría un tanto más allá de la imagen paulina.

4. Los idolotitos

Un tema muy interesante, que se encuentra tanto en el epistolario paulino (primera carta a los Corintios) como en el Apocalipsis es el de la carne inmolada a los ídolos. El vocablo en griego para designarla es “eidolóthyta” (designa, de hecho, el sustantivo plural: “carnes” sacrificadas). A pesar de que el término es el mismo en ambas tradiciones teológicas, a simple vista se presentarían un tanto difíciles de armonizar; más aún, por un lado iría la carta a los Corintios y, por otro, los Hechos y el Apocalipsis. Es decir, daría la impresión de que Pablo no condena la práctica de comer carne sacrificada a los ídolos paganos, mientras que para el autor del Apocalipsis resultaría ser una práctica del todo insufrible, ya que se muestra siempre intransigente ante todo resabio de paganismo. Los pasajes en que el vocablo figura son los siguientes: He 15,29; 21,25; 1Cor 8,1.4.7.10; 10,19; Ap 2,14.20. Nos preguntamos, por lo tanto, si habría un modo de hacer que coincidan Pablo y Juan no sólo en el empleo del término, sino también en el juicio correcto de la conciencia ante esta práctica.

El término griego se compone de “ídolo” (eídolon) y de “sacrificar” (thýein). Se trata de una palabra de ámbito cristiano, puesto que no parece hallarse en obras no bíblicas, excepción hecha del apócrifo cuarto libro de los Macabeos. En segundo término, nótese que en He 15,29; 21,25 y en Ap 2,20, el vocablo sobre la carne inmolada a los ídolos figura al lado de la inmoralidad sexual, la así llamada “porneia” o fornicación. Con toda probabilidad, la conexión de la carne inmolada a los ídolos con los actos de fornicación halla su explicación en el hecho de que el nexo entre idolatría e inmoralidad sexual sería tradicional en Israel a partir de Ex 34,15-16, como si ambos fueran sinónimos, ya que entre los profetas es común la imagen del desorden sexual como abandono de la alianza (cf. Jr 3,2; 13,27; Ez 16,25-29; 23,27; Os 1,2; 2,4; 4,11-12.18; 5,4; 6,10). Pero no parece ser ese el modo de pensar de Pablo, ya que no alude a la alianza en su explicación.

La enseñanza de Pablo ha de comprenderse, más bien, como la respuesta que él desea dar a determinadas cuestiones que le han planteado los miembros de la comunidad de Corinto. De hecho, una delegación ha ido expresamente a visitarlo: la componían Esteban, Fortunato y Acaico (1Cor 16,17). Las enseñanzas de Pablo como respuesta a estos

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planteamientos, inician a partir del capítulo 7, según parece. Allí él habla del matrimonio y de la virginidad. En el capítulo siguiente, Pablo contesta a la pregunta sobre si es lícito comer la carne que se ha inmolado a los ídolos paganos o no. Sobre dicho tema volverá hacia el final del capítulo 10. En su respuesta, Pablo parece distinguir entre la carne que se podía adquirir en el mercado (1Cor 10,25; cf. 8,1.4.7), y la carne que se consumía directamente mientras se participaba en los banquetes paganos, tras ofrecerse a los ídolos (cf. 1Cor 8,10; 10,19-20)4. Recordemos que en Pompeya, por ejemplo, la carnicería estaba cerca del recinto en honor del “divino César”, y que en Corinto la carne bovina procedía casi toda ella de los sacrificios asociados a los banquetes públicos. Con toda probabilidad, cuando se habla de cometer actos de fornicación en 1Cor 10,8, debiera inferirse que se trata de las orgías en que solían degenerar los banquetes públicos. Luego, cuando a los “idolotitos” se incorpora la inmoralidad sexual o prostitución sagrada, seguramente se trate de la degeneración de determinados banquetes que tenían lugar dentro de los recintos paganos, y por lo tanto, todo cristiano ha de apartarse de tales lugares (cf. 1Cor 8,10). En caso contrario, es lícito comer esta carne sin atender a su procedencia, ya que “el ídolo no es nada y no hay más que un solo Dios” (1Cor 8,4). Mas si esta conducta escandaliza al prójimo, apostilla Pablo, no ha de comerse carne para no hacer que el prójimo se pierda (cf. 1Cor 8,11.13); es decir, o para no darle mal ejemplo y él se confunda, o para no escandalizarlo.

Pasando ahora al Apocalipsis, tómese en cuenta que el tema de los “idolotitos” se encuentra como parte de la reprensión que Cristo resucitado dirige a los miembros de dos Iglesias distintas. Una es la de Pérgamo y la otra es la de Tiatira. En el primer caso, Cristo recrimina que haya cristianos que sigan la doctrina de Balaam, que enseñó a Balaq a poner tropiezos a los hijos de Israel para que consumieran carnes inmoladas a los ídolos y fornicaran (cf. Ap 2,14). En el segundo caso, la reprensión de Cristo se refiere a que se tolera en medio de la comunidad de Tiatira la presencia de la profetisa Jezabel, cuya enseñanza ha consistido en inducir a los cristianos a la fornicación y a la consumación de la carne inmolada a los ídolos (cf. Ap 2,18). Como puede observarse, no se habla de la sola carne

–––––––– 4 Esta distinción está sugerida en H. HÜBNER, “εἴδωλον”, DENT I, 1175-1179. El mismo autor ofrece una lectura teológica más amplia de estos textos en Biblische Theologie des Neuen Testaments. Band 2. Die Theologie des Paulus und ihre neutestamentliche Wir-kungsgeschichte (Göttingen: Vandenhoeck & Ruprecht, 1993); ed. It., Teologia biblica del Nuovo Testamento. Volume 2. La teologia di Paolo (Supplementi al Commentario teolo-gico del Nuovo Testamento, 7; Brescia: Paideia, 1999) 178-199.

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inmolada a los ídolos (no parece ser ese el problema en cuestión), sino de que este condumio va unido a los actos de degeneración a que hubieran dado pie los banquetes organizados por el estado. Cabría pensarse que, si se tratara de los solos idolotitos, Cristo no dirigiría ninguna reprensión. Es el banquete en sí el que degenera en orgía y luego en actos de fornicación. Como testimonio de esta degeneración aparece “el consejo de Balaam”. Es curiosa esta figura de Balaam, pues en el libro de los Números, donde aparece por vez primera, no pretende seducir a ningún israelita a tales prácticas. Todo lo contrario, Balaq le pide que maldiga a los israelitas, y en su lugar, los bendice. Más adelante, sin embargo, en Nm 31,16, se habla del consejo de Balaam” sin apostillarse detalle ninguno. Sin embargo, a pesar de que no se describa, dicho consejo puede referirse a Nm 25,1-3 (los israelitas se establecen en Sittim, fornican con las hijas de Moab, sacrifican a sus dioses, comen de lo sacrificado y se postran ante los ídolos moabitas). El hecho es que otras obras neotestamentarias comparten la presentación negativa de esta figura (Jds 11; 2Pt 2,15-16). Obsérvese, sin embargo, una diferencia notoria: el consejo de Balaam consistiría en que primero se tiene la fornicación y sólo en un segundo momento, se sacrifica a los ídolos y se come de lo sacrificado a ellos. Es decir, el orden se ha invertido, pero aun en este caso van de la mano lo sacrificado a los ídolos y los actos de fornicación. Jezabel de Tiatira, como Balaam en Números y en la carta a la Iglesia de Pérgamo, ha inducido a algunos cristianos a las mismas prácticas. Los comentaristas sugieren que, detrás de la figura de la Jezabel de Tiatira, con toda probabilidad se halla escondida una imagen de una mujer que con sus oráculos intentara seducir a algunos miembros de la comunidad cristiana, aunque tampoco faltan opiniones según las cuales detrás de ella se concretaría el estado romano que pretende hacerse adorar en la persona del emperador divinizado. Como quiera que sea, a este símbolo femenino se le llama Jezabel por querérsele aplicar el pasaje de 2Re 23,7. Recuérdese, además, que en Tiatira se rendía culto a Apolo como divinidad solar y que en esta región estuvo muy activa la sibila Sambate.

Así, en Hechos, Apocalipsis y 1Corintios hay unanimidad y coherencia de enseñanza más que una oposición o diversidad de doctrina. No parece haber motivos suficientes para suponer que el autor del Apocalipsis contradice o ignora la enseñanza paulina. Por lo tanto, no convencería la consideración, como si se argumentase “desde el silencio”, de que Pablo ignora la doctrina del concilio de Jerusalén decretada unos diez años atrás, por el hecho de que no aluda al mismo, pues valdría como argumento contrario: la prueba de que la conoce es que la respeta. En tal contexto, la manducación de la carne inmolada a los ídolos, aunada a la fornicación,

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sugiere que se trata de actividades religiosas dentro de recintos o terrenos paganos. Dicho contexto aclara la importancia del llamamiento de Cristo a que los miembros de la Iglesia se aparten de estas prácticas, aun cuando deban arrostrar las vejaciones y expulsiones de las corporaciones artesanales favorables a tales cultos.

Conclusión

A lo largo de este recorrido se han querido comparar diversos aspectos del epistolario paulino con las obras atribuidas a Juan. No nos hemos querido centrar en el solo cuarto Evangelio. Ha parecido más interesante y oportuno el estudio de los puntos de contacto con las cartas y aun con el Apocalipsis. Cualquiera que hubiera sido el autor de los tres tipos de escritos atribuidos a Juan, bien puede deducirse que sus relaciones con las cartas a los Romanos, a los Gálatas y a los Corintios no apuntan a meras coincidencias verbales o temáticas, sino que los contactos teológicos suponen una tradición común en torno a una misma enseñanza: la del Evangelio predicado primeramente por Cristo, luego por los apóstoles, quienes a su vez se esmeraron por conservarlo y defenderlo contra los peligros de dentro y de fuera de la comunidad, nombrando a otros jefes de las Iglesias y éstos a su vez supieron nombrar a otros sucesores para que realizara los mismos gestos, las mismas tareas: predicar, enseñar, instruir, defender contra el error, santificar.