Puerto Apache Juan Martini
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Juan Martini
P U E R T O A P A C H E
Editorial Sudamericana N A R R A T I V A S
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A863 Martini, Juan
MA R Puerto apache.- 1a. ed. - Buenos Aires : Sudame ricana,2002.
192 p. ; 21x14 cm.- (Sudamericana internacional-narrativas)
ISBN 950-07-2264-X
I. Título - 1. Narrativa Argentina
A Lía MartiniDiseño de colección
Compañía de diseño / Jordi Lascorz
Todos los derechos reservados.
Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,
ni reg is trada en , o transmitida por , un s is tema de recuperación
de in f o r mac ió n , en n in g u n a fo rma ni por n ingún medio , sea mecánico ,
fo toquímico , electrónico , magnético , electroóptico , po r fo tocopia
o cualquier otro, sin permiso previo por escrito de la editorial.
IMPRESO EN LA A RG EN TIN A
Queda hecho el depósitoqu e previene la ley 11. 723.
© 2002, Editorial Sudamericana S.A®
Humberto I 531, Bue nos Aires.
www.edsudamer icana.com.ar
ISBN 950-07-2264-X
© 2002, Ju an Mar t in i .
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I. CÚPER
—Yo soy la Rata — le digo.
El tipo no me cree. Me tira una pina, trato de zafar , y me
emboca en la frente: me rompe la ceja y con el ojo izquierdo no
ve o nada. Sangre veo. Tengo las manos sobre las rodillas, senta-
do como puedo en la sillita, y tengo la navaja en el bolsillo deatrás.
—Vos sos un boludo. Decime la verdad. Y te salvas.
Se lame los nudillos, el tipo. Le duelen.
—Posta —le digo—. Yo soy la Rata.
Es un tarado. ¿Para qué le voy a mentir? Estoy muerto. Así
qu e no le miento. De cualquier manera, me tira otra pina. No
me muevo. Quiero que se rompa la mano. Me calza en el ojo. En
el mismo. Ahora ni sangre veo. Pero se hizo mierda la mano.
Los huesos cuando se rompen hacen ruido. Es así. Los huesitos
de la mano cuando se rompen hacen ¡Crack!, y se rompen.
El odio lo vuelve loco. Me agarra del pelo, me sacude la ca-beza y m e escupe en la cara. Después me suelta y da un paso
atrás, resopla y m e dice:
—Negro comegatos.
Yo me río:
—Huesitos de manteca... ¿Qué tenes, osteoporosis?
Lo s tipos qu e están con él también se ríen. Yo me jacto de
ser instruido. Una mina que tuve me enseñó a escribir. Es gran-
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de escribir. Lo de negro me lo dice por Rosario. No acuso reci-
bo . No le doy el gusto. Un día voy a escribir lo que pienso de
todo esto. Ya van a ver. Se me acerca otra vez, el tipo, y m e cruza
la cara con un revés de zurda. M e rompe la jeta.
Máquina, le diría, mira: yo soy una rata de cuarta. Yo vivo
en las cloacas, morfo basura, salgo a la calle a buscar roña, ¿en-
tendés, Máquina? Las ratas nos salvamos con la roña. Es así. No
ha y secretos. La vida siempre es dura. La vida de los ricos, de los
fulanos llenos de mosca, de palacios, de choferes, de rubias y d e
merca, la vida de los pitucos es dura. La vida de las ratas tam-
bién. ¿Vas a llorar po r eso? No , Máquina. Lo único qu e tiene
sentido es saltar, ¿entendés? La soga se rompe, la maderita se
hunde, e l andamio se viene en banda... y perdiste. Si no saltas
perdiste. Eso es lo único. El único acto que tiene sentido en la
v ida . Mi viejo era fiólo. Reventaba cuatro minas, cuatro
pendejas estúpidas de 15 años, en Pompeya. Les bajaba los hu-
mos, les enseñaba lo s trucos y las ponía en la calle. Cien pesos
por noche, cada una, tenían que hacer, todas las noches. Como
fuera. Si no, perdían. La que no volvía con la guita perdía. Lafajaban. M i viejo, uno de sus amigos, cualquiera. La piba decía
"N o llegué" y entonces ellos dejaban de merquear y d e timbear y
alguno la fajaba. A la semana los golpes se empezaban a borrar.
A los diez días estaba de vuelta en la calle. Entonces no volvía
co n cien, Máquina. Co n ciento cincuenta, a veces co n doscien-
to s volvía la s primeras noches la mina esa, después de la biaba.
Entregaba el botín, a veces tenía qu e comerse algo más, poner el
upite, por ejemplo, y lo hacía con esa soltura que dan las cuentas
claras, el cansancio de l alba y la eficacia de la profesión. Al final
se iba a dormir contenta, justo antes de la salida de l sol, la escar-
mentada. Contenta, Máquina, créeme. El deber cumplido esalgo insuperable. Y las minas eso lo entienden. Una de las cuatro
minas de mi viejo era mi vieja. No sé, 17 años habrá tenido
cuando quedó preñada. Increíble. Preñada, a esa edad. Creo qu e
ahí fue cuando hubo qu e internarla. Casi la mata, m i viejo.
—La atropello un a chata —dijo en la guardia de l hospital—.
Un cartonero se la llevó po r delante con el caballo, el carro y no
sé qu é más. Mire cómo me la dejó —dicen qu e dijo mi viejo.
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El pibe del hospital la miró primero a ella, y después a él, y
por fin no dijo nada. La internó, el doctorcito, y la curaron. A las
dos semanas volvió a casa. Seguía preñada. Por eso nací yo. Di-
ce n que era una boluda mi vieja, que tenía el cuento flojo, cual-
quier verdura. Dicen que por eso me quería. Yo no sé qué pen-
sar. Estas cosas no son fáciles. Se hace mucha filosofía, Máqui-
na . Pero nadie entiende nada.
—Decime la verdad, imbécil, y te salvas.
Como si fuera ta n fácil, pienso, decirle la verdad. Hay gente
que no sabe lo que hace.
Le cae un hilo de baba de los labios. Sigue lamiéndose los
dedos rotos. Alcanzo a vislumbrar que si no les digo algo que les
interese, cualquier cosa, m e masacran, como a una cucaracha.
No sé qué pensar.
De repente, en el balero, se me aparece Cúper. Me acuerdo
de Cúper como quien se acuerda de un hermano muerto, de al-
guien en otro lado, o en otra vida, no sé cómo explicarlo.
Cúper es mi amigo. A veces vamos por la calle juntos. A
Cúper le gusta que le cuente cosas así: cómo empezó todo esto.
—En Pompeya —le digo—, Cúper: todo esto empezó en
Pompeya. Llegó un día en que el business no funcionaba. Las
putas no rendían, la merca escaseaba, era un garrón, y la bofia se
llevaba tocos cada vez más importantes. No había manera. Mi
vieja era de Rosario. Y ahora está en Rosario. La fui a ver, hace
un tiempo, le llevé plata. Una prima, creo, la cuidaba un poco.
Está enferma, no me quiso decir qué tiene. La prima tampoco.
Digo la prima porque creo que es hija de una prima de la vieja.
Nunca entiendo yo los parentescos. Así que curtí con la prima,
qu e es maestra en una villa, y la prima, de puro aburrida, me
imagino, me enseñó a escribir. La vida es así. No hay quién laentienda. Yo no soy rosarino. Yo soy la Rata.
Y Cúper me dice:
—Claro, Rata.
Cúper hace bien las cuentas.
Yo trago sangre, la sangre de mi boca. Tengo un ojo cerra-
do. Me duele el alma. Y el que se me planta enfrente, ahora, es el
peor. El otro se va para el fondo, se apoya en uno de los postes
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qu e aguantan las paredes de lata, prende un cigarrillo y miracómo se le hincha la mano.
—Osteoporosis tiene aquél... —digo, a pesar de todo.
Este qu e ahora tengo enfren te se frota lo s muslos, o se secael sudor de las manos en los lienzos, y se ríe, le causo gracia. Yole causo gracia. M is chistes estúpidos, desesperados, le arrancanrisitas. Pero yo sé que si no le digo algo, si no le vendo cualquie-ra, si no le coloco un par de gramos en los agujeros de la nariz
me arruina, estoy seguro. Si hay algo que pone los pelos de puntaes cuando se descubre que no hay salida.
— B u e n o , pichón — m e dice éste—. Se terminó la joda.
Pichón, me dice.
A Cúper le cambia la cara cuando yo le explico historias. Aveces, sin que se dé cuenta, le miro es a cara que se le depositasobre la cara cuando escucha historias. Se vuelve otro, Cúper. Ysu cara parece otra, no hay palabras para describirlo. Cúper esmás feo que un mandril, pero en esos momentos parece no sé
qué, un príncipe... Un príncipe un poco imbécil, a lo mejor,pero un príncipe. Lo digo muy en serio. Esto no tiene nada que
ve r con que Cúper sea mi amigo. Lo diría, si fuese cierto, encualquier caso. El problema es que yo casi nunca miento, pero
casi nunca nadie me cree. O sea, el quid de la cuestión. Por eso
estos tres tipos, si no m e invento algo, rápido, me van a arruinar.Me van a destrozar por la simple razón de que no tengo nadapara decirles. Éste es el punto. No a ellos, en todo caso. Si acá
estuviese parado el Pájaro la cosa sería diferente. Es así. Yo alPájaro tengo dos o tres cosas para decirle. Bien claritas. Pero no.
El Pájaro no está: estos tres están. Ya estos tres no hay palabrasqu e le s sirvan. Existe gente, en el mundo, que entiende la s pala-bras. Y gente que no las entiende. Ése es en el fondo el únicosecreto de la política.
—Cerra la boca — le digo.
Y Cúper cierra la boca.
Un a cosa es que escuche co n atención y otra que de prontole cuelguen lo s mocos como si yo fuese un ídolo, no sé cómo
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decir lo, o un semidiós. Yo estoy ac á desde la primera noche, lecuento a Cúper. Éramos 15, 20, con toda la furia no pasábamosde 25 los que entramos primero. Mi viejo era el que mandaba.Reventamos lo s cerrojos y los candados de las puertas y entra-mos. Llovía. Una de esas lluvias fuer tes y finitas de Buenos Airesqu e se te meten en los huesos. No se veía un carajo. Nos traga-
mos yuyos, pozos, espinas. Al Toti lo picó una víbora. Te juro.Metió la pata en un agujero, una cueva, no sé qué, y lo picó una
víbora. Después tenía f iebre y decía boludeces. Pero ya estába-mos adentro. El viejo y la Primera Junta controlaron la entradatoda la noche. Revisaron chata por chata, camión por camión,carro por carro. Fijaron los límites, asignaron los terrenos, pu-
sieron orden.—Acá mandamos nosotros —dijo el viejo.Y marcó a los que mandaban junto con él. Tres en total.Empezaba a clarear, más allá de l horizonte de la Reserva,
contra la s nubes bajas y l a lluvia esa de mayo que no para nunca.—La Primera Junta manda —dijo Garmendia. (Ya le falta-
ban un par de dientes a Garmendia. Hoy le faltan varios más. Esla enfermedad que tiene.) Por eso les quedó el nombre. La Pri-mera Junta, les decían. Les siguen diciendo.
—Sí — m e dice Cúper.—Ahora la gente a la Primera Junta también le dice el Go-
bierno. Eso no importa. Acá nos inventamos nombres todo el
tiempo. Lo que importa es que ellos son los que mandan desdela primera noche. A mí me gusta más cuando se habla de la Pri-mera Junta. Es más lógico, ¿no? Es diferente.
—Así que vos estabas es a noche, Rata.Me lo quedo mirando, a Cúper.
—Sí —le digo—, Cúper. Yo estaba.
El tipo apoya el zapato contra el borde de la sillita, entrem is piernas. Veo las inmundicias qu e tiene pegadas en la suelade goma del zapato. Hay que saber mirar, en este mundo, paraqu e nadie te haga creer que lo único qu e hace en la vida es cami-na r sobre alfombras de seda.
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—Canta, pichón —me dice el tipo. Empuja la silla y me voy
de espaldas, caigo contra un cajón lleno de bulones oxidados, y
mastico un poco de tierra. Está húmeda, la tierra. Entonces el
tipo me aplasta el zapato en la cara, me frota la cara con la suela
de goma de l zapato, con la suela embadurnada de inmundicias y
confieso que me da asco. Tengo el estómago un poco flojo, yo.
Por eso hago lo único que no tengo que hacer: cometo un error.—Canta, pichón.
Me dice.Y me refriega el taco de l zapato en la boca rota.
Por eso busco la navaja. A ciegas. Sin pensar. Es un reflejo.
Me manoteo los bolsillos. Cometo un error. Quiero vaciarle los
ojos con la navaja. Cortarle la nariz. Como el matón aquel de
un a película que vi en la video de la prima de mi vieja, en Rosa-
rio. Ese gorila que le metía una navaja en la nariz a Jack
Nicholson y se la cortaba. Cuando uno no piensa todas las
chances se multiplican. Se gana o se pierde, si n pensar. Casis iempre se pierde.
El tipo m e saca la navaja, m e calza un a patada en un riñon,
abre y cierra la sevillana, dos o tres veces, se la guarda, enciendeun cigarrillo, y tranquilo, sin nervios, como si no pasara nada,repite:
—Dale, pichón. Habla.
Me acerca la brasa del cigarrillo al ojo abierto. Me imagino
qu e el ojo no parece entonces el ojo de una rata. Parece, me ima-
gino, el ojo de un caballo aterrorizado. Es petiso, el fulano. Y un
poco gordo. Uno de esos arquetipos con las piernas juntas que
hacen un a equis en las rodillas. Yo me doy cuenta de su proble-
ma: le da vergüenza ser gordo. Petiso, no. Eso no le importa. O
no le importaría tanto si fuera flaco. A lo mejor se imagina qu e
hubiera podido ser jockey, o boxeador, quién sabe. Peso mosca,
gallo, algo por el estilo. Los petisos a veces tienen ideas raras en
la cabeza. Ser otra cosa, quieren, a veces. Ser otra cosa, y no un
buchón, por ejemplo, como es éste. Problemas de la altura y del
vo lu men de las cosas, pienso. Yo tengo ideas así. No sé de dónde
la s saco ni por qué se me ocurren. A veces creo que me quedaron
del cine. Tengo la cabeza llena de fórmulas. De fórmulas que no
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entiendo. Como en las películas esas co n profesores o científicos
o niños prodigio que llenan pizarrones y pizarrones. Yo no soy
un niño prodigio. Yo no sé nada de nada. Pero voy a escribir
algo. Primero voy a escribir graffitis . Pancartas. Leyendas en las
paredes. Eso voy a escribir. Después voy a escribir lo que pienso
de todo esto.
Me incorporo. Me apoyo en los codos con las manos hundi-
das en el barro. Después en las rodillas. Levanto una pierna.
Pongo un pie en el suelo. De la boca me caen hilos de sangre y
baba. Empiezo a levantarme. Todavía estoy con las rodillas
flexionadas: no logro pararme del todo. Pasa un tiempo. Tengo
miedo de volver a caerme. Se me viene a la cabeza qu e afuera es
el amanecer y que un poco más allá, en el cielo nublado, el sol se
estrella como un a mancha fría, un cachito amarillenta, un cachi-
to rojiza, un cachito violeta, la mancha del sol.
Sin decir m ás nada, el petiso fuma, m e mira f i jo: está ta n
cerca que la baranda de su aliento a caries y a cebollas me revuel-
ve las tripas. Sin decir nada, el petiso me acomoda un rodillazo.
Me desplomo en el dolor que estalla como una bomba de fuego.Se oye un silencio, y en el silencio se oyen gotas que caen
desde el alero de lata de l galponcito a un charco, afuera . Un a
gota, otra, una pausa, una espera en el silencio y después otra
gota, dos o tres gotas más, una tras otra, y así.
De a poco me entra un poco de aire en los pulmones, las
astillas que me perforan lo s sesos se apagan y puedo decir, si n
fuerza para levantar la cabeza:
—Es inútil.
No veo al petiso, no veo al otro pibe, el de los dedos rotos,
ni al otro, el tercero, el que no mostró los dientes, el que todavía
no me tocó: el que está sentado en la mesa del fondo, con lospies cruzados en el aire y las manos afer radas al borde de la
mesa. No veo nada. Digo:
—Es inútil, Capo.
Se oyen tres o cuatro gotas más, gotas que caen en el
charqui to , afuera , y se me ocurre que a lo mejor paró de llover.
—Me van a matar, Capo. Me están matando. Y es inútil.
Digo.
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—No tengo nada que decir, Capo. Yo soy la Rata. Es laverdad. Pero no hice nada. No le debo nada a nadie. No sé quéquieren que cante. Decime qué buscan y te invento una. Te fa-brico cualquier historia. Tengo que saltar, ¿entendés? Tengo quesalvarme, Capo. Pero no sé de qué se trata.
Digo.
El gordo me mira.
No lo conmuevo, no se le mueve un pelo, cree que le tiro
cualquiera para zafar, obvio. Y no la pifia mucho. Pero él tam-bién está perdido. No sabe qué hacer. En este momento no sabequé hacer. Por eso pienso que a lo mejor no le dijeron que meboleteara. Pero es apenas una idea, una ilusión. Por mucho me-
nos a veces te hacen bolsa porque se van de mambo. Ha y cosas
qu e no tienen sentido. Eso es lo increíble. Lo increíble es que de
golpe te hacen puré sin motivo. O sin saber el motivo. O porque
se van de mambo, los muchachos. Empiezan a fajarte. Se engo-losinan. Te surten con saña. Y a veces ya no pueden parar, y seva n de mambo. No tiene sentido.
Por eso es una ley de la vida.
Puerto Apache no es una villa, no es un montón de latas yde mugre. Hay cuestiones que tienen que quedar claras. Acá no
somos villeros, negros, chorros, malandras, asesinos... Puerto
Apache es un emplazamiento. Y hay mucha gente de bien en
Puerto Apache. Si uno está acá es porque está pero no porque nomerezca estar en otro lado. Los giles, los diarios, la TV, incluso
la Pe Efe y los pibes de Prefectura, todos la entienden cambiada.
La realidad se presta para entenderla cambiada. Eso es verdad.
Puerto Apache es un asentamiento que va por la Costanera
desde el Yacht Club hasta la altura de la calle Corrientes, y quellega, para el lado del río, más o menos hasta la baliza que hay en
la punta de la Escollera Exterior. O sea, frente a los viejos diques
de l puerto de Buenos Aires. Yo escribo bien Yacbt Club porque
algo aprendí en estos años y porque me gusta escribir bien algu-
nas palabras en el idioma que sea. En alemán, no. En alemán,por ejemplo, no entiendo.
Llegamos una noche en el otoño del año 2000. Reventamos
los candados, las puertas, y tomamos posesión. Eramos pocos,
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un puñado, apenas 20, creo. Eramos los que habíamos armado elplan . Alguien tuvo la idea y armamos un plan. No fue difícil. La
Única idea que los presidentes y los empresarios y los capos te-nían para la Reserva era quemarla. Todos querían quemarla, de-clararla inútil, yerma, se dice, evacuada por la fauna, y hacer ne-gocios. Mover guita. Toneladas de guita. Poner bancos, res-
taurantes, casinos clandestinos, hoteles, quilombos, emprendi-
mientos así. Esta ciudad no puede imaginar otra cosa. La formade transformar el plomo en oro es quemando arbolitos y
jodiéndole la vida a los patos. Reventar reservas, parques nacio-
nales, tierras fiscales... Nada legal. Entonces se nos ocurrió que
no era un mal lugar para vivir. Nosotros no quemamos nada, niechamos a los animales, ni a los bichos. Nos gustan los mosqui-
tos a nosotros. Casi nos gusta que nos piquen, que nos saquen
ronchas en los brazos y en los tobillos. Lo único que hacemos,
contra los mosquitos, es encenderles fuegos para que bailen en elhumo y nos dejen un rato en paz. No hay nada poético en lo que
digo. Es una realidad. Acá pasa un poco de todo, pero nadie
mata un mosquito.Tenemos, en Puerto Apache, no sé, 20, 30 manzanas. Mar-
camos las calles, loteamos, le dimos a cada cual lo suyo, y noquemamos nada. Si hubo que mover arbolitos, plantas, los mo-
vimos. No entramos acá para reventar nada. Entramos acá por-
qu e la gente necesita un lugar donde vivir. Somos legales, noso-
tros. Tenemos fulerías, como todo el mundo, y por necesidad.
Pero somos legales.
A Garmendia le gusta decir que llegamos acá el siglo pasa-
do. Tiene onda el viejo. Se está muriendo, por esa enfermedad,
pero le sobra onda. Y el chiste esconde una idea. Obvio. Él dice
qu e hay que exhibir derechos adquiridos. Así, lo dice. Con estaspalabras. No sé de dónde las saca, las ideas, porque es más bruto
qu e un cascote. Pero dice que no se pueden desconocer los dere-
chos adquiridos. No somos intrusos, no somos okupas. Esto esnuestro. Gente, somos. Y sería bueno que de verdad tuviéramos
derechos adquiridos. Pero creo que no tenemos. Que nadie nosva a reconocer nada cuando llegue el momento. Entonces se va aarmar. Porque de acá no nos mueve nadie. O sea, nadie nos saca
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vivos de acá. A lo mejor nos morimos de hambre. Pero no nos
vamos a morir a la intemperie. Ahora no. Y esto los tipos ya lo
saben. Los ministros, los secretarios, la Pe Efe, todos ya lo sa-
ben, se la ven venir. "A esos piojosos no los sacamos vivos", de-
ben batirles a los bancos, a las inmobiliarias, a todos los que es-
tán haciendo cuentas antes de tiempo.
Cúper lo dijo mejor, una noche, mientras merodeábamos
por Corrientes, él y yo. A veces había que volver con algo a casa
y en los bares de Corrientes siempre hay dos o tres minas en una
mesa recopadas hablando de cualquier cosa, con los bolsos o las
carteras o las mochilas colgadas en los respaldos de las sillas.
Arriba de las mesas ellas tienen, en este orden, el celular, los ci-
garrillos y pañuelitos de papel por si lloran un cachito hablando
con las chicas. De las carteras se olvidan. Por eso era fácil levan-
tar alguna al descuido y salvar el día, o a veces, con mucha suer-
te, la semana. Sin maldad. Los documentos y las tarjetas, Cúper
y yo, no los tocábamos. Si encontrábamos una agenda o algo la
llamábamos, a la mina, el día siguiente, y algún tachero amigo se
acercaba, le devolvía la cartera y encima la chica le daba unos
pesos más por el favor. Son chicas agradecidas las que pierden
las carteras por Corrientes. A Cúper le gustaría, por ejemplo,
casarse con una de ellas. El me lo confesó. Estaba tronado,
Cúper, ese día. El vino le salía por las orejas. Pero yo pienso que
era sincero. Y otras veces dice cosas así:
—Nosotros somos un problema del siglo XXI.
Fue esa noche, en el fondo no hace tanto, mientras sem-
blanteábamos los bares de Corrientes, esos boliches llenos de ar-
tistas sin público y de minas en busca de una real oportunidad en
la vida.
Yo me quedé con la boca abierta. Miralo a Cúper. La clari-videncia encarnada. La realidad en siete palabras. Un slogan.
Algo como eso me gustaría que se me ocurra para escribir en las
paredes.
Ahora, en la entrada oeste de Puerto Apache hay un cartel
con la frase de Cúper. La Primera Junta tiene olfato y vio que el
intelectual había dado en el clavo. Chau. Hace un tiempo arma-
mos un cartel enorme, lo montamos sobre pilotes, y los bacanes
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y los giles que se mandan por la Costanera en las Kawasaki, en
los Be Eme, en las 4x4, no pueden dejar de verlo, de leer la defi-
nición de Puerto Apache que inventó Cúper:
Somos un problema de l siglo XX I
Nosotros tomamos posesión en el otoño del año 2000. Yo
todavía no entiendo si era el final del siglo pasado o el principio
del nuevo. Pero hoy, sea como sea, ya estamos en el siglo que
venía. A otra cosa, mariposa. Cúper y yo tenemos que vivir,
como todo el mundo. Yugamos, como casi todo el mundo. Pero
a veces se corta. Yo zafé cuando empecé a laburar con el Pájaro.
Cúper ahora está esperando que el Pájaro le dé algo. Vamos a
ver. Capaz que podemos trabajar juntos. Sería mejor. Yo a
Jenifer no la puedo deja r en la vía. Ella me quiere, me cuida, y a
los pibes los adora. Julieta y Ramiro no van a pasar hambre. Lo
juro por ésta. Son chiquitos. Son mis hijos. Ellos van a tener una
vida mejor. YJenifer es una buena mina. Vivo con ella desde que
quedó preñada de Ramiro, hace cuatro años, me parece. Des-
pués llegó la nena. Un día se me ocurrió que la quería. En serio.
Y a lo mejor la quiero. No sé. Yo creo que sí. A veces vuelvo a
casa, a la tardecita, y ella le está dando de comer a la chiquita y a
mí el corazón se me hace esponja. Las miro, a las dos, y no me
entra en la cabeza que eso es algo mío, no sé cómo decirlo. A
Jenifer le encanta Gilda. Tiene todos los discos. Se sabe de me-
moria todo lo de Gilda. El tema "No me arrepiento de este
amor" le perfora la cabeza: Amar es un milagro y yo te amé como
jamás lo imaginé, repite, tararea Jenifer, siguiendo la voz de
Gilda mientras le da la papilla a Julieta, y yo sé que nunca la voy
a dejar en banda. Eso está claro.Pero yo estoy loco por Maru.
Es más fuerte que yo.
Maru me saca, me pone en órbita, no sé quién soy cuando
Maru me mira, cuando me pregunta: "Vos, ¿quién sos?"
Por eso estos tipos me están rompiendo el alma, se me ocu-
rre de golpe, por eso no voy a salvar el pellejo esta vez, por eso
me van a descuartizar como a una rata. Los que estamos en el
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borde no podemos andar con ilusiones.
¿Hará algo, Cúper, por mí, por mi memoria, por mi honor,
si yo me muero? Mi viejo, por ejemplo, ¿qué haría para empare-
jar las cuentas? ¿Alguien hará algo si yo no cuento el cuento?
¿Qué quedará de nosotros?
Es toda una cuestión.
Hace diez, once años, Cúper jugaba en las inferiores del
Deportivo Ranglán. Volante carrilero, era, como le dicen ahora
a los números 8. "Carrilero", se reía mi viejo, "Decíme, ¿qué
quiere decir volante carrilero? El fútbol de hoyes puro chamuyo,
verso, impostura. Nadie juega ya por amor al fútbol", decía. Le
habían puesto ese nombre, al equipo, porque alguien había di-
cho que una palabra en inglés les quedaba bien a los clubes, me
contó Cúper. "Miren River, Núbel, Vélez Sarsfield...", habían
dicho. Por eso le pusieron Deportivo Ranglán. Nadie sabía, es
claro, qué quería decir ranglán. Pero les pareció que sonaba lin-
do. Cúper era bueno. Se mandaba bien, no rifaba una bola y te-
nía recuperación. Cuando salieron subcampeonesen Primera D
un intermediario se lo llevó a España y lo probaron en el Valen-
cia. Listo. Firmaba contrato por tres años y agarraba un pedazo
de verdes. Entonces le tocó la revisación. Y el buchón del médi-
co le cantó a los capos del Valencia que Cúper tenía un soplo.
No me pregunten qué es un soplo. Pero Cúper tuvo que volver-
se . Con el soplo. Sigue jugando, por supuesto. Juega de libero,
corre menos, se cuida , no se hace el bocho ya con el fútbol. Pero
le gusta, la toca, y juega. Como estuvo en el Valencia la gente
ahora le dice Cúper. Como a Cúper. Es así.
La Mona Lisa, que es la novia de Cúper, era de la villa In-
dependencia. El padre es ciruja. Se las rebusca. Cúper la visita-
ba, de vez en cuando, a la Mona Lisa. Allá, en José León Suárez.
Una vez lo acompañé. No teníamos un mango y andábamos de a
pie. Tomamos el tren de los cartoneros de las 11 y pico de la
noche en la estación Carranza y viajamos en un furgón repleto
de los carritos gigantes de estos pibes. Llenos de latas, de bote-
llas, de diarios, o revistas. Olían un poco a mierda, los carritos,
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todos juntos en el furgón. Y es que siempre se queda un poco de
basura, algo pegado en las cosas que juntan. Esa noche fuimos a
un barcito, los tres, y Cúper se animó y le preguntó a la Mona
Lisa por qué no se iba a vivir con él. Qué tipo, Cúper... Ella por
fin se vino, y creo que está todo bien. Pero yo sé que a él le gus-
taría casarse con una de esas chicas que pierden las carteras en
los bares de Corrientes... Cosas de la vida.
Lo primero que pensé fue: Son tiras, estos tipos son tiras.
Eran tres y llegaron en un Ford azul, con las luces bajas, despaci-
to, sin hacer aspaviento. Dieron una vuelta, entraron desde el
lado del río a la avenida que cruza Puerto Apache, llegaron a la
otra punta, y entonces se fueron derechito al humo. Yo estaba
mirando los goles del fútbol italiano. El Bati no había jugado
porque la rodilla lo tiene todavía a maltraer. Crespo, gracias a
Dios, no había hecho nada. No me lo banco a Crespo. Se cree
mil, ese pibe, y es de madera. Pero la Brujita Verón había hecho
un gol de antología. Lo estaban repitiendo cuando golpearon lapuerta. No me agarraron de sorpresa. El Toti me los había can-
tado un rato antes. El Toti vive enfren te . Se cruzó y me dijo eso,
que había un Ford azul dando vueltas. Así que prendí la TV y
me quedé esperando como quien no quiere la cosa. Se portaron
bien. No rompieron nada. Me levantaron sin tocarme un pelo.
—Enseguida vuelve, señora —le dijo el Capo a Jenifer—.
Charlamos un ratito y se lo mando a casa —le dijo.
Jenifer dijo que bueno.
Ella está acostumbrada a ver gente rara. No me hace pre-
guntas. Sabe que los business son los business. Enseguida me di
cuenta de que los tipos no tenían idea. No sabían quién era yo.No sabían qué buscaban. Les habían tirado mis coordenadas en
Puerto Apache y ahí estaban. En mi casa.
¿Quién va a arrancarme de tu piel,
de tu recuerdo, de tu ayer?
Presiento que la vida se nos va
y que el día de hoy no vuelve más.
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Eso cantaba Gilda. Eso cantaba Jenifer mientras lavaba los
platos. Yo miraba la repetición del gol de la Brujita. En ese mo-
mento golpearon la puerta .
—¿Tenes un minuto, pichón? —me había preguntado elCapo.
Yo miré otra vez cómo la Brujita tomaba carrera, le pegaba
con efecto, la bola pasaba por la derecha de la barrera, el arquero
se tiraba desesperado, capaz que la arañaba, con la punta de losdedos, pero no le alcanzaba. La miraba sin consuelo, despu és el
pibe, en el fondo del arco, quieta sobre el pastito alto, a la bola.
La Brujita Verón volvía caminand o para su campo, tranq ui, son-
riendo, levantando los brazos. El Lazio ganaba 3 a 0.
—Sí —le dije al Capo—. Cómo no.
Me paré.
En estos casos, por la familia, es mejor no levantar la per-diz.
Así que no le dije nada a Jenifer. Ni la saludé. Salí de la casa
como cuando salgo a comprar fasos. Y me llevaron con ellos, los
tipos.
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2 . M A R U
Ella vive enfrente. Desde acá veo las luces de los docks fren-
te al Dique 4. Ella vive en un dúplex. Un bulo de tres ambientes
puesto con toda la mosca. En la cocina, por ejemplo, hay frascos
llenos de pistacho, café de Jamaica , bombones con almendras...
La cama de Maru, arriba, es una King, o sea una especie de sue-ño interminable con sábanas de lino que se arrug an un mon tón,
pero ésa es la gracia, dice Maru, que se arruguen. Hay luces con
pantallas de tela y cuadros por todos lados, hasta en el baño. Vas
a mear, por ejemplo, y tenes enfrente una de esas minas que son
modistas o costureras, qué sé yo, mirándote fijo, un cuadro de
un tal Derqui, o Termi, o Berni. Yo s iempre me pregunto por
qu é en el baño hay un cuadro así, una escena popular, tristona,
no sé cómo decirlo, y en el living todos los cuadros están llenos
de frutas, cielos abierto s y luces de Nueva York. Maru dice que
ella no sabe, qu e le gusta que sea así, pero que no sab e. Si yo
insisto y sigo preguntándole qué es lo que le gusta Maru se po-ne de mal hu mor y por fin me dice que no sabe lo que le gusta,
qu e me deje de joder o que le pregunte a los decoradores. M a-
ru es una diosa, pero cuando le da la viaraza pónete a salvo,
gorrión.¡Los decoradores! Los vi una vez, una semana antes de que
le entregaran el derpa . Dos trolos imposibles. "Gays", me dijo
Maru, "No son trolos, pibe, son gays". La miré, a Maru, y no dije
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nada. Está lleno de mundos este mundo. Algo difícil de explicar.
Los balcones del dúplex de Maru parecen una selva. Dos
selvas. Una arr iba y una abajo. Eso también es complicado. No
se acuerda el nombre de las plantas, ella, ni el de las flores. Se las
puso un jardín cónchelo, a las selvas, uno de esos invernaderos, o
viveros, o como se llamen que te llenan la s casas de yuyos y te
cobran como si te hubiesen acomodado los arbolitos y las plantas
en macetas rellenas con cocaína.
De todas maneras, no hay nada peor que la realidad. Nunca
me siento más raro, m ás lejos del mundo y más caliente qu e
cuando me meto en la cama de Maru, y m e estiro, y doy vueltas,
y miro las lucecitas amarillas y parpadeantes de Puerto Apache,
allá abajo, del otro lado del Dique y de la Costanera, y cuando le
paso una mano por el vientre, a Maru, por las piernas, y por el
pelo negro abierto en su cama infinita.
Un lujo, el bulo de Maru. No se puede creer.
A veces pienso que soy un ladrón.
Y a veces pienso que la chorra es ella.
No tengo clara esta cuestión.
Me acuerdo de mi vieja, por ejemplo. Así de simple. Me
acuerdo de la vieja de mi vieja. Una mina que se pasó toda la vida
yugando para los otros. Planchadora, era.Y se mataba planchan-
do camisas, manteles y sábanas. Ahora ve o para qué hay que
planchar tanto las sábanas. Para que una chica como Maru meta
en su bulín a u n loquito de Puerto Apache que se seca lo s mocos
en las fundas de las almohadas.
La carrera de Maru empezó a los 17 años, cuando terminó
la nocturna. Largó los books y empezó con las promos: ella dice
que las mejores fueron la de unos alfajores en Gesell, la de
Marlboro con la lancha de Scioli en Pinamar, las de tarjetas de
crédito en San Isidro y las de celulares en la Recoleta. A los 20
añitos sirvió mesas en un par de bares y pizzerías de Retiro, esos
híbridos co n nombres raros, como en francés o en ruso, que se
llenan de pendejos, drogones y pajeros. Qué palabra híbrido,
¿no? Mezcla, quiere decir. Una cosa híbrida es una cosa qu e
mezcla cosas. Yo, por ejemplo, según cómo se mire, soy un hí-
brido. Maru también. El Pájaro es el más híbrido de todos los
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híbridos que conozco. Por fin llegó a Las Cañitas, Maru. Y Las
Cañitas le cambió la vida. A los 22 ya era recepcionista en un
boliche asiático. De ahí pasó a maitre de otro emprendimiento
qu e fue el más famoso del barrio. Y así. Tenía 24 pirulos recién
cumplidos cuando el Pájaro la vio por primera vez.
Yo veo, de vez en cuando, desde Puerto Apache, las luces de
los docks enfrente del Dique 4. No hago nada, una noche, por-
qu e no hay nada que hacer, así que voy y le golpeo la puerta al
Toti.
—Vamos a la laguna, Toti —le digo.
El Toti se pone contento.
—¿Querés que lleve algo? — m e pregunta.
—Lleva —le digo.
Entonces caminamos, una noche cualquiera, en el otoño
suave, en medio de ese olor a pasto y a río, y un rato después
llegamos a la orilla de la laguna. Los funcios, los ecologistas, los
viejitos que hacen turismo de aventura los fines de semana en la
Reserva la llaman Laguna de las Gaviotas a la laguna. Me hacen
reír, todos, con esas ganas de ponerle nombres a las cosas. ¿De
qu é sirve ho y ponerle nombre a las cosas? Ha y cuestiones que se
me escapan, no me entran en la cabeza. Me gusta mucho más, te
juro, cuando uno de esos pibes que se quedan ciegos mirando el
cielo con telescopios descubre un cascote nuevo a la deriva, en el
espacio, y lo bautiza ZKY-78954-p.
El Toti arma un porro y fumamos, despatarrados en elsue-
lo. Me hago una almohadita con la campera y el tiempo pasa con
esa libertad para pasar que no tiene casi nunca.
En la calle al Toti a veces le gusta hacerse el guaso. Por esole dice a los mirones que se llama Tota, "Yo soy la Tota, lindo",
les dice. Anda por Godoy Cruz con los tacos altos y las medias
negras y una tanguita invisible que le deja el culo al aire. Es in-
creíble. Revolea el pelo y de lejos parece una potra fantástica. "A
mí me gustan los tipos, es cierto", me dice el Toti, "pero te juro
que si alguno se me hace el vivo lo fajo".
—No te creo, Toti —le digo porque estoy aburrido, ypor-
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qu e extraño mucho a Maru y porque tengo una bronca y unoscelos que vuelo.
—Sí —me dice el Toti—. Vos me crees. Vos estabas el día
en que nos peleamos con Sosa.
Yo fumo. El humo de la chala me da vueltas suaves, felices yestúpidas por el balero.
—¿Te acordás, no ?
—Sí — le digo—. Me acuerdo.
Fue cerca de la casa del Turquito, para el sur, después de laavenida. El negro Sosa le dijo un a barbaridad y se le fue encima.
—Vos sos un puto y un cagón —le dijo Sosa. Arremetió, lo
enganchó y le hizo una pinza con los brazos. Parecía que le iba a
romper todos los huesos. Los brazos de Sosa son gruesos como
troncos. Pero no sé cómo hizo el Toti y consiguió zafar, reapare-
ció parado, furioso, y cuando Sosa amagó de nuevo el Toti le
acertó un cabezazo: le rompió la nariz, le voló tres dientes, y el
negro quedó revolcándose en el suelo.
—Buen o —me dice el Toti—. Entonces vos sabes que si
alguno se me hace el machito lo surto. A mí los machitos me
gustan para que me hagan otra cosa. Me gusta que sean dulces y
enérgicos, que la tengan dura, me gusta que sepan lo que tienen
qu e hacer... Si son así les banco todo. Pero a los guarangos, a los
turros y a los nazis me los saco de encima, como sea.
—¿Vos extrañas? —le pregunto.
Tiro la colilla ya insignificante de un porro y la oigo chispo-rrotear en el agua quieta de la laguna.
— ¿A los tipos que me gustan?—Sí.
—Claro que extraño.
—Yo no sabía que se extrañaba —le digo.
—Sos tan tonto, vos—me dice el Toti.
—Maru m e preguntó si la iba a extrañar.— ¿Y qué le dijiste?
—Primero le dije que no. Después le confesé qu e creía qu esí, que la iba a extrañar... Y se fue.
—¿Se fue?
—Sí, una semana, a Miami, con el Pájaro.
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El Toti no dice nada. Se arremanga el pantalón y se mira la
pierna izquierda. Le gustan sus piernas, al Toti. Tiene piernas
de mina, pienso. Se toca las cicatrices que le dejaron los colmi-
llos de la víbora que lo picó la noche que entramos en Puerto
Apache.
—Yo la mato —dice el Toti.
El Pájaro, por su parte, empezó afanando a turistas en la
Boca. Estaba en una pandilla semipesada. Después de una pelea
• cadenazos con otra banda para ver quién se quedaba con Del
Valle Iberlucea desde Caminito hasta la cancha de Boca lo lla-
maron de un Club de la provincia y se hizo barrabrava. La pan-
dilla de l Pájaro había ganado la parada. Pero el Pájaro se fue. Le
pareció que tenía más destino en el otro laburo. Con el tiempo
fue ascendiendo, en el tablón, y un día se hizo guardaespaldas de
un gremialista. Después de otro. Y así. En esa época entró a de-
cir qu e laburaba en seguridad. "Y o estoy en la Seguridad de fula-
no", decía. Yeso le parecía que le daba chapa. Está llena de tipos
aií esta ciudad. Matones que se creen mil. Pero la guita grande
U hizo con los políticos, el Pájaro. Después de los gremialistas letocaron los políticos. Y con esa gente la cosa va en serio.
Socotrocos de guita mueven esos tipos. "Mengano me tiene po-
drido", dice un día el funcio, "Hace algo con Mengano", y en-
tonces un o tiene qu e adivinar qu é quiere el funcio qu e hagas co n
Mengano. Dicen que el Pájaro nunca se equivocaba. Por eso
trmó una diferencia grande. No tiene dudas, el Pájaro, ni
reparos.
Algo de modales parece que le enseñaron: un poco lo inten-
tó un secretario de juzgado de Comodoro Py que dicen que el
Pájaro se trincaba hace varios años en un pisito que el secretario
le había puesto en Barrio Norte. Y también, más adelante, lopulió un cacho más la mujer del agregado cultural de la embaja-
da de uno de esos países que flotan en el Pacífico pero que nadie
te acuerda bien por dónde, tipo Samoa o las islas Fiji. No es bru-
to, el Pájaro, pero es básico. La cuestión, por otro lado, es que
entre una cosa y otra se le fue ocurriendo un plan y un día empe-
zó su propio business. Abrió un bar en Palermo, al principio in-
vitaba a todo el mundo con Chandon, lo llenó de pibitas, dejó
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qu e circulara un poco de porro y un par de papeles, dejó que
algún punto se transara un a pibita, todo sin exagerar, y empezó a
ve r otra guita, otros negocios, proyectos grandes... Nunca, na-
die, es del todo independiente, y el Pájaro no es la excepción. Le
habían quedado compromisos, es claro, y los cumplió. Y los si-
gu e cumpliendo. Porque un compromiso bien llevado es tam-
bién la fuente de otras ventajas: protección, seguridad, nuevos
business. El Pájaro, en ese sentido, no se equivoca. Hace la de él,
pero paga los peajes que tiene que pagar.A Maru le echó el ojo en Las Cañitas hace unos tres años.
Flaca, alta, impresionante, Maru siempre tuvo impacto. El Pája-
ro le hizo una oferta y se la llevó a Palermo. Dos o tres meses
después la puso al frente de un boliche. Se dice que empezaron a
curtir a fines del '98. El fiesteaba todavía con la agregada cultu-
ral, pero la historia carecía de futuro. Las minas de los diplomá-
ticos tienen muchos kioscos. No se casan con nadie. Y en cual-
quier momento hacen la s valijas y se van. Dicen que a esta
señora, sin embargo, le pasaba algo con el Pájaro. Pero no pros-
peró. En enero del '99 la agregada tuvo que irse con el dorima un
me s o dos, no sé si a su país o adonde, pero tuvo que irse. Y el
Pájaro se levantó a Maru. Se la llevó al Caribe, primero, después
a Nueva York, la llenó de promesas, y le compró de todo. Y
Maru, es lógico, también compró. Después, ese año, ella se hizo
las tetas. Y se puso ortodoncia. Fue lo único. Lo demás es de
ella. Pocas pibas vienen tan a full de fábrica. Maru es un avión.
A mí todavía me da un poco de cosa lo de las tetas. Está bueno.
Pero..., no sé. A veces pienso cómo será apretar con una de esas
minas cirujeadas de arriba abajo. Cómo será, por ejemplo, con
Graciela Alfano, con perdón. ¿Se pueden tocar, esas minas, o serompen?
De repente me acuerdo de Maru en el '97. Fue la primera
vez que la vi vestida como una reina. Me trepanó los sesos,
Maru. Hacía de maítre en el restaurante de un pibe que se había
hecho famoso con esa dichosa moda de la fusión. Nunca supe de
qu é se trataba, la fusión, pero me explico: se corta todo chiquito,
la carne, o lo que sea, se le pone ese arroz marroncito, que parece
sucio, un poco de soja y un poco de tofu, se frita en un wok, y se
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dice que no es frito, que es wok. Algo así. Capaz que te llenas de
plata, Toti. Pero no lo veo, al emprendimiento, para Puerto
Apache. Habría que buscar otro lugar.
—Yo no pienso laburar —me dice el Toti—. Nunca.
Me hace reír, el Toti.
Es mi amigo.
Por eso, anoche, se cruzó y me batió a los tiras dando vuel-
tas con el Ford azul y encendí la TV y le dije a Jenifer "Vos seguí
lavando, como si nada". Y ella siguió.
Si estos tipos son tiras, hay que decir para que quede claro
qu e a mí la bofia me busca por ocupación ilegal, descuidista y
proxeneta. El primer cargo me honra, el segundo lo desconozco,
el tercero lo heredé de mi viejo. Yo nunca viví de las minas. Ellas
tenían que seguir ganándose la vida, es una necesidad que tiene
la gente, y yo las protegí un poco. Pero más allá de algún favor
nunca me dieron un mango.
Por eso les digo quién soy.
No sé qué quieren, qué buscan, qué tengo que decirles.
Están desorientados.
Meten miedo. Cuando no saben qué carajo hacer, meten
miedo.
Por eso, lo primero que se me ocurre, es decirles la verdad.
Y antes de que el boludo ese, el de los huesitos de manteca,
me emboque la primera pina, les digo que soy la Rata.
—Yo soy la Rata —le digo al tipo que tengo enfrente.
Y el tipo no me cree.
El pibe de Segundad que está los domingos a la noche en el
dock donde vive Marues
amigo. Estuvodos o
tres semanascon
nosotros. En un entrevero en la U31 le abrieron el vientre y apa-
reció desangrándose. No podía ir a un hospital, es lógico. Lo
curamos. Hay que desinfectar y coser. Rosa era enfermera. De
tanto ayudar a los cirujanos aprendió a coser. Ni cicatriz te deja,
Rosa, después de un tiempo. El pibe se llama Crespo, a secas. Y
hace la Seguridad los domingos a la noche en el dock. En Puerto
Madero lo que no brilla es oro. Me miro en los espejos, siempre,
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y m e pregunto si soy yo. Está llena de espejos la recepción. Y los
ascensores. Y los pasillos. Necesita verse, esta gente. A lo mejor
para asegurarse de que no son invisibles.
Por eso no me cuesta nada, el domingo, meterme en el
derpa de Maru. Ella sigue en Miami. Hoy la llamé. Para confir-
mar. Estaba sola, en el hotel. El Pájaro se había ido no sé dónde.
A un businessse habrá ido, pensé. El Pájaro hace business hasta
cuando duerme. Crespo mira para otro lado y Cúper y yo entra-
mos en el dock.—¿Y vos qué haces? —le pregunté a Maru.
—Te extraño —me dijo.
Conozco bastante bien el departamento. Pero nunca lo ha-
bí a revisado. Así que ahora lo doy vuelta. Cúper se despatarra en
un sillón, f rente al balcón selvático del living y hojea una revista
de ropa para mujeres. Yo busco debajo de los colchones, en los
cajones de los placares, adentro de los frasquitos de pastillas, en
los potes y kits de maquillaje. No sé qué busco. Pero no encuen-
tro nada. Ni una carta, ni una agenda. No hay nada en la casa de
Maru. Nada personal. Esta piba no tiene secretos. La caja fuerte
que hay en el dormitorio está abierta. La reviso. Encuentro algu-no s anillos, cadenitas, un reloj, nada importante, pura biyuta. Y
55 dólares en billetes chicos, sueltos y arrugados. Nada. Pienso
que biyuta, como se dice, viene de bijouterie. Un día me paré en
uno de esos bolichitos finolis de Alvear, o de Quintana, no me
acuerdo bien, y m e puse a mirar. No me interesaba lo que había
en la vidriera. Me interesaba ver cómo se escribía la palabra
bijouterie. Porque es una de esas palabras qu e nadie escribe bien.
Será porque es una fantasía, o una mentira, pienso. Igual que
c o i f f e u r . Todas la s peluquerías de minas escriben diferente la pa-
labra coiffeur. Suerte qu e desde hace un tiempo dejan de ser
coiffeun y se hacen estilistas. Es más moderno, y más fácil. A mí
me gusta saber cómo se escriben la s palabras que se usan. Es una
manía que tengo, una obsesión, decía mi vieja. Pobre, mi vieja.
Ni el diario puede leer. Suerte que tiene la TV y así se entera de
las cosas que pasan. "Vos tenes una obsesión, Pablito, con las
palabras", me decía la vieja cuando er a chico. Ahora también me
lo dice. Las viejas siempre te dicen lo mismo. Cuando sos chico
y cuando sos grande. Para ellas vos vas a ser eternamente igual.
Sería una suerte. Ser igual. Pero ¿igual a qué? Me hago un
mamb o con esta cuestión. Mi vieja es una santa. Se morfó un
montón de garrones por mí. Eso lo tengo bien presente. Por
mu y rompebolas que se ponga, a veces, yo reconozco que a mí
me banco. Eso no lo puede decir cualquiera.
Busco, busco, y lo único que encuentro es una foto de
Maru. 10x15. En colores. Maru está en el balcón con un vestidi-
to blanco de verano, dos breteles mínimos, morochita, el peloluelto. Se ríe. Hay un poco de viento y con una mano se ha saca-
do el pelo de la cara. Tiene la mano en la nuca y el pelo, de ese
lado, recogido. Atrás de Maru se ve Puerto Madero hacia el sur,
se ve la esclusa que comunica los diques, el agua del Dique 3
apenas encrespada por el viento. Me llevo la foto. En el fondo
confieso que me decepciona bastante no haber encontrado un
loto en la casa de Maru. Qué sé yo. Una remera del Pájaro, por
ejemplo. Una de esas chotas remeras de Banana Republic que
usa. O un bóxer. Le gustan los estampados búlgaros a este hom-
br e que no tiene gustos, a este tipo que lo único que supo elegir
es una mujer que le queda bien, o que hace pensar de él que es
Otro tipo. Cualquier cosa hubiese preferido encontrar. Aunque
me hubiese reventado el hígado. Pero algo. Un detalle que me
mostrase un detalle de Maru. Encontrar algo mío, por ejemplo.
Eso hubiera sido lo mejor, es claro. Pero no. Me da tanta bronca
que me afano la foto. La recorto, en el baño, con una tijerita de
morondanga que encuentro en el botiquín, y me la guardo en la
billetera detrás de la foto de mi pibe, Ramiro, cuando cumplió
dos, creo.Por eso salgo del dúplex de Maru con las ideas atravesadas,
hecho una especie de furia. Damos una vuelta por los pasillos del
mismo piso, me paro frente a otra puerta, se me ocurre que no
hay nadie en esa casa. La forma más fácil de averiguarlo es to-
cando el timbre. Lo toco. No hay nadie. Entonces nos manda-
mos, Cúper y yo. Es fácil abrir una de estas puertas que parecen
blindadas. Los giles pagan fortunas en blindajes que no tienen
nada de blindados. Pero no hay por qué avivarlos. Me mando y
descubro algo más importante. Esta casa no es un pisito de dos
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ambientes y medio puesto para un gato más o menos caro. No,
mi viejo. Éste es otro nivel. Doscientos cincuenta metros, o
más. Cuatro dormitorios, baños por todas partes, dependenciaspara dos empleadas. Así les dicen a las chicas que limpian, coci-nan, les bancan a los pibes: empleadas. No tienen perdón. Al-
fombras , hay, no moquetas. Cuadros, veo, no reproducciones.Sé que son cuadros porque me acerco a uno, ficho las pinceladasgruesas, los relieves de óleo, hurgueteo con una uña y salta un
cachito de pintura. O sea, son de verdad. Y eso me da más
bronca. Damos un par de vueltas, por el inmueble, Cúper y yo.
Abrimos todo, revolvemos, tiramos vestidos, zapatos, smo-kings, corpinos, forros, anticonceptivos, somníferos, papeles,frascos, escarpines, pañales, fideos, café, cereales, todo al suelo:dejamos el palace hecho un revoltijo, una porquería, no un
enchastre. Eso lo hacen los resentidos, los tipos con mala onda:rompen huevos en las camisas o en las corbatas de los bacanes,cagan en los sillones, arriba de las mesas, hacen bolsa la cristale-
ría. Nosotros no. No tenemos motivo. Un poco de bronca, de
furia dando vueltas en el balero como viento encerrado. Eso
es todo.
—Nos vamos —le digo por fin a Cúper.El se para, en medio del living.El living de esta casa es enorme. No se puede explicar la
dimensión de este ambiente casi vacío. Hay grupos de muebles.Sillones por este lado, frente a las ventanas, mirando a los diquesy de espaldas a los diques. Varios kilómetros más allá, una mesalarga y una docena de sillas, para que coman ahí, los puntos, al-
gunas noches. Mucho más lejos, una biblioteca y un escritorio. Y
en el medio nada, desiertos, espacios vacíos, alfombras de esasque se ve que no son nuevas, que son, como se dice, antigüeda-des o exquisiteces tejidas durante siglos por tribus persas o flacos
por el estilo. No se puede explicar la naturalidad con que te entraen la sabiola la incontable cantidad de guita que tienen los due-ños del palace.
Así que antes de irnos Cúper elige un conjunto de
maceteros en el que conviven cañas, bambúes y altas pal-
meritas. La pela, Cúper. Y les mea la tierra, a las plantitas.
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No rompemos nada.Es una excursión. Como ir al zoológico o a un museo.O una visita de cortesía.No se puede cultivar la ignorancia.Hay que hacerse una idea de las cosas.Se la sacude, Cúper, y se cierra la bragueta. Sale una vez
más al balcón qu e parece un patio colgante. La s cortinas que vande un a punta a otra de los ventanales bailan suavemente en el
tire de Puerto Madero.Cerramos la puerta co n cuidado. Bajamos. Crespo mira un
partido de la NBA en un aparatito de TV que tienen embutidoen el mueble de la recepción. No mueve la cabeza. Levanta la
mirada. Y nos guiña un ojo.En la calle hay olor a carne asada. Un escape, seguro, de
ilguna parrilla de la zona. No es justo que esta gente tenga que
oler a cocina cuando llega a su casa.Más tarde, más tranquilo, no me puedo dormir. Salgo afue-
ra. Las luces del Toti están apagadas. Apoliya o no está. Seguroqu e no está. Enciendo un cigarrillo. Me siento en un silloncito
de paja que hay en la vereda. Fumo. No me puedo sacar de lacabeza el billete de un dólar, nuevo y enrollado como un tubitopara aspirar merca, que vi en la caja de seguridad que hay en eldormitorio de Maní. No me puedo sacar de la cabeza la risa esa
qu e tiene en la foto, y los ojos negros, fijos, duros como destellosde un metal oscuro.
El tipo jadea. Ahora estoy atado a la sillita, y otra vez en el
suelo. Me da dos, tres patadas más. Y jadea. Es petiso. Gordo.
La camisa se le salió de l pantalón. Es una camisa grasa, floreada,
que se compra en cualquier Todo por dos pesos, esos tugurios re-pletos de porquerías fabricadas en Taiwán. Todo, ahora, se fa-
brica en China. Las pilchas recaras que usan los bacanes a vecestambién. Ésa es una de las fallas de l sistema. Nadie es bacán siusa ropa que se hace en China igual que la ropa que se hace enChina y que usan los que comen gatos.
El gusto amargo y fresco de la tierra húmeda me llena la
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boca y m e saca un poco el gusto a sangre. Sin despegar la cabezadel suelo le digo al tipo que jadea:
—Estás fue ra de punto, Capo.
Se me corta un cachito la continuidad, el hilo de las ideas,
pienso qu e podríamos estar en un reality-show, qu é diferencia
real hay entre lo que no pasa en la TV y lo que no pasa hoy acá.Digo:
—Te quedas sin aire. Sin ganas.
—Cerra la boca, pichón — m e aconseja el tipo.Pichón, me dice.
—No sabes qué hacer, Capo —le digo.
Es una provocación. Pero como le hace vibrar algo en el ce-rebro, algo que no entiende, no lo toma como una provocación.
Los jeans no son para él. Tiene la cintura debajo del vientre,
los bolsillos deformados. Cuando se los compró le quedaban lar-
gos y le hicieron un dobladillo de quince centímetros. El jean,abajo, tiene qu e tener costura, hilo amarillo.
Él cree que yo soy Pablo Pérez. Está equivocado. Como
siempre. Estos tipos van equivocados por el mundo. Yo soy la
Rata.Me parece qu e empieza a avivarse de que la historia no le
cierra.
Se va caminando para la mesa donde están lo s otros.
El que todavía no me puso una mano encima se ríe todo eltiempo como un lobo. Es un lobo, pienso.
El alto, el de la mano de manteca, sigue mirándose los de-dos hinchados y no tiene consuelo.
El petiso les habla en voz baja.
Hacen una pausa. Me miran, de lejos, y siguen hablando.Po r último el de la mano rota se va.
Sale del galponcito y me parece que se afana algo, unamoto, la Harley-Davidson de Sosa, creo, el negro que un día sepeleó con el Toti. Creo, por el ruido del motor, que es la moto
de Sosa. Se muere, el negro, cuando se entere.
Después el tipo que está sentado en la mesa, con las manos
aferradas al borde, vuelve a bambolear lentamente la s piernas y
m e muestra un poco más abierta su boca de lobo.
34
El petiso se me acerca.
Ya estoy un poco loco y la verdad es que tengo miedo de
qu e vuelva a surtirme.
Pero no me toca.Se pasa un a mano por el pelo enrulado, se sube lo s jeans y
t ra ta de meterse la camisa adentro. Lo consigue a medias. Nohace calor. Pero suda el petiso. Tiene en los pliegues del cuello
hilos de sudor.
—Ya vuelvo, pichón —dice.Me dice pichón.
Tiene la cara llena de cicatrices de la viruela.
No le falta nada.
Sale del galponcito y apenas durante algunos segundos es-
cucho sus pasos cortos y pesados en la calle de tierra.
Entonces, de a poco, me incorporo. Quedo sentado en el•uelo, atado al respaldo de la sillita. Pero los nudos no están bien
hechos y la sillita se mueve y ahora está pegada a mí, en el suelo,
pero yo no sigo sentado en la sillita. No sé cómo explicarlo
mejor.
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3 . P A L A C I O A P A C H E
El comienzo de la vida es el comienzo de las diferencias.
Hace poco vi una película en la que un tipo pedía perdón por
haber nacido rico. No era una película argentina. Hay gente que
tiene tiempo para darle f o r m a a sus sueños. Nosotros, no. Ni
tiempo ni sueños. En el momento menos pensado te toca pasar
al otro mundo. La muerte nos pisa los talones, nos muerde el
culo, a nosotros. Por eso hay que correr, saltar, vivir sin aliento.
En Puerto Apache hay algunos albañiles, plomeros, gasistas, ti-
pos que aprendieron carpintería en la cárcel, por ejemplo. Así
qu e la Primera Junta los llamó un día y les dijo:
—Muchachos, hay que hacer un palacio.
Se quedaron con la boca abierta lo s muchachos.
Garmendia se movió con un índice el colmillo flojo y escu-pió.
El Chueco se rascó un hombro.
Al Chueco le decimos el Chueco porque es chueco y porque
hace unos años corrió dos o tres premios de Fórmula 2. No era
Fangio, y nunca llegó ni entre los diez primeros. Pero era pareci-
do, físicamente, a Fangio. Habla poco, por ejemplo. Dicen que
Fangio hablaba poco porque no sabía hablar. Yo no sé si es ver-
dad. Me parece que no.
Mi viejo dijo:
—Sí, un palacio. Un edificio. Algo diferente.
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— ¿ P a r a qué? —preguntó un negrito qu e t ra ba ja ba en u n a
torre inventada por un argentino que vive en Nueva York y que
htce edificios gigantes en todo el mundo. Una torre para un
banco, creo, cerca de acá, er a donde trabajaba este pibe.
—Porque necesitamos un hotel —d i jo mi viejo, y antes de
qu e nadie se le riera remató—: Y porque además tenemos qu e
tener un lugar... — se quedó pensando; agregó—: Dependen-
cias, eso, dependencias, para reunimos, nosotros, y tratar las co-
las del Puerto con calma.Quedó claro que el viejo, cuando decía nosotros, en este
caso, se refería a Garmendia, al Chueco y a él. O sea, a la Prime-
ra Junta.—Un palacio... —repitió el negrito como con sorna.
Mi viejo se le acercó.
—Llámalo como quieras — d i j o — . Pero hacelo.
El negrito desvió la mirada.En el sur, a la altura de la laguna, el cielo estaba lleno de
patos que volaban en formación. Son geniales los patos cuando
vuelan. No parecen patos. Igual que los aviones. Vos estás en un
avión, a diez mil metros de altura, tomándote uno de esos vinosde marcas raras que te sirven, y la idea que te da es que no estás
en uno de esos aviones que vemos pasar por acá arriba a diez mil
metros de altura. Cosas distintas, son, las cosas, arriba y abajo,
adentro y afuera.
—¿Me entendiste? —preguntó mi viejo.
El pibe le devolvió la mirada.
—Sí —dijo.
De esa manera empezó la construcción del Palacio Apache.
U n edificio de planta baja y tres pisos ubicado en un cuarto d e
manzana que había quedado libre f re nte a la Laguna de las Ga-
viotas. El nombre es una joda. Tiene que ver con un edificio que
había sido de los milicos y que un día compraron los bacanes y
los políticos para hacerse refugios de lujo.
En Palacio Apache, hoy, se reúne la Primera Junta. Tam-
bién los delegados del barrio. Y los jefes de los mendigos rusos,
húngaros y kosovares que hablan castellano. Se reúnen para ha-
blar con los capos de las organizaciones que los contratan y que
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entran a Puerto Apache nada más que para eso, para negociar
con los mendigos: "Hay que poner más chicos en la calle, los
pibes tienen que ser más rubios, la s minas tienen qu e estar bien
vestidas, los tipos también, hay que ser respetuosos, pedir con
dignidad, ésta es una nueva generación de mangueros", le s ense-
ñan los capos a los jefes de toda esta gente qu e nadie sabe de qué
barcos se bajan pero que se nos fueron amontonando acá sin que
nadie se diera cuenta.
O sea, hay reuniones de gobierno, de organización y delaburo en Palacio Apache. También, la verdad, vive mi viejo. El
se hizo hacer un departamentito en el segundo piso, en la esqui-
na qu e mira a l a laguna y a l este. Do s habitaciones, un a cocinita
y un baño. Ya estaba retirado de los business pero fu e siempre un
poco bacán mi viejo. Así que se garpó de su bolsillo la residencia.
Y nadie abrió la boca. Un jefe es un jefe.
En el tercer piso es donde funciona el hotel.
La idea fue de Juana la Loca.
Se la propuso a la Primera Junta.
—O hacemos algo —dijo Juana la Loca—, o acá nos mori-
mo s todos de sida.Nadie se animó a decirle qu e estaba loca.
—¿Qué hacemos? —le preguntó el Chueco.
—Un hotel —dijo Juana la Loca.
El Chueco chupó el filtro del cigarrillo. Siempre lo hace. Y
miró a Garmendia y a mi viejo. Garmendia se paró y s e pasó un a
mano por el pelo gris y negro que le quedaba.
Mi viejo la miraba, a Juana la Loca.
No la quería nada, mi viejo, a Juana.
Un poco de bronca, en realidad, me parece que le tenía.En el fondo.
Pero lo disimulaba.Es más. A veces, dicen, mi viejo tenía relaciones con Juana.
El Chueco y Garmendia volvieron a la mesa.
Parecía una de esas películas en que los actores no saben
qu é hacer. Por las dudas, el Chueco prendió otro cigarrillo y
chupó el filtro. Garmendia se sirvió una copita de Fernet.
—Yo lo manejo —dijo Juana la Loca.
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Mi viejo, dicen, le clavó la mirada. Mi viejo tenía ojos grises
debajo de las cejas grises. Ojos qu e daban miedo, escuché, algu-
nt vez.—Con una docena de tipos organizo y controlo todo —dijo
Juana la Loca—. Yo pongo las pibas y los pibes.
Mi viejo la miraba.
—Vo s sos una turra —le dijo.
—Hay qu e poner el sexo en su lugar —dijo Juana la Loca.
La frase se hizo famosa.A mí me parece un a mierda, la frase. Pero se hizo famosa.
Así que llegaron a un acuerdo. Por eso Juana la Loca abrió
IU hotel "Laguna Roja" en el Palacio Apache y garpa todos los
Rieses la guita que le pidió la Primera Junta. Con esa guita se
hacen algunas cosas para los que no tienen nada.
—Somos un poco socialistas, nosotros —dicen que dijo una
Vez el Chueco, y que chupó el filtro del cigarrillo como si él fuera
Fidel y el cigarrillo un habano.—Socialistas las pelotas —le dijo un gordo que trabaja de
no se sabe qué con un intendente peronista en la provincia.
El tema, entonces, no se discutió más.Y desde entonces, acá, el sexo tiene su lugar.
—Fue una decisión sanitaria —dice ahora, alguna noche,
Juana la Loca.Y fuma con una boquilla. Y se ríe.
El día que empecé a trabajar, el Pájaro tenía el pelo recogi-
do y atado con una gomita. Por eso una cola de caballo enrulada
le caía sobre la espalda. Una musculosa, tenía, color verde, y un
pantalón de esos estampados que ya no se usan más. Y ojotas. Le
miré los pies anchos, los dedos deformados, la mugre en las
Uñas, y me dio asco. No me gustan las ojotas. Tiene un poco de
panza, el Pájaro. Hace fierros. Y se pasa de merca, y come poco.
Pero tiene panza. Era el mediodía de un domingo de verano.
Hacía 35 grados y el restaurante de Las Cañitas estaba cerrado.
Me hizo pasar a un patio. Comía un asado, el Pájaro, con dos
tipos. Me dieron un plato de carne y un vaso de vino. Había en-
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salada, también, en la mesa. Y pan. No les fal taba nada. El Pája-
ro comía y f u m a b a , sin parar. Los tipos también le pegaban, a las
costillas. Yo me puse a masticar un cacho de carne como masti-
ca n lo s perros: con la boca abierta y el pedazo yendo y viniendo
entre las muelas. Hice ruido. Quería llamarles la atención.
Revolverles el estómago. No me dijeron ni mus. Yo estaba en la
lona y Mam me había dicho que hablara con el Pájaro. Al prin-
cipio no quise saber nada. Lo tenía montado acá. Y me parecía
u n grasa. Todos somos grasas. Pero no hay nada peor que ungrasa con pretensiones, que una bestia como el Pájaro cuando no
sabe que es una bestia y se cree mil.
Se terminó el asado y prendimos cigarrillos y los dos tipos
qu e estaban en la misma mesa no dijeron nada. El Pájaro sí. El
Pájaro, entonces, me dijo que así que yo era Pablo Pérez y que
Maru le había hablado de mí y que también le había dicho,
Maru, que nos habíamos conocido en Villa Gesell cuando ella
era una pendeja y también m e dijo qu e Maru ya no era unapendeja , me dijo que era su mina, m e preguntó incluso si yo losabía o si me quedaba claro, no me acuerdo bien qué me dijo en
ese punto, y m e preguntó si era verdad que yo quería laburar.Es cierto. Yo a Maru la conocí cuando era una pendeja. Te-
nía 17 años y hacía una promo de alfajores en Gesell. Me acuer-
do del vestidito que usaban todas las pendejas de la promo y del
vestidito de Maru, que era igual, pero que a ella le quedaba me-
jor porque Maru tiene un lomo espectacular. Y yo me la transaba
a la noche, en la playa. Ella no quería, o decía que no quería,pero quería, y era una diosa...
—Sí —le dije al Pájaro—. Necesito laburar.
Entonces m e dijo qu e íbamos a hacer una prueba, una sola
pr u e ba , ese mismo día, y que si todo salía bien yo empezaba a
trabajar para él. Y me tiró una avalancha de números: hace me-
moria, me dijo, grábatelos en la memoria, no los escribas ni
muerto, pura cabeza, pura memoria, m e dijo, y que fuera a taldirección y que preguntara po r fulano y que cuando estuviera
delante de fulano, y sólo de fulano, le recitara los números. Eso
era todo. Nunca se manejó con papeles ni teléfonos, el Pájaro.
El no deja huellas.
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Y yo digo: sigue siendo una diosa, Maru. Después de tanto
tiempo.
Así se llega al presente.
Yo tengo trabajo. Vivo al día. No me quejo. A veces se cor-
tt. Yo cobro por entrega. Cuando no hay entregas no cobro. Es
M Í. Pero no me quejo. De vez en cuando Cúper tiene que hacer
Unos pesos de cualquier manera. Entonces le hago pata y salimos
1 dar una vuelta por Corrientes, por los bares de Corrientes.
Eios días Cúper me dice que le da miedo.
—A ver si justo ho y —me dice— encuentro a la muj er dem i vida.
—No, Cúper —le digo—. No va a ser hoy.
—¿Por qué?
—Yo sé.
—¿Cómo sabes, vos?
—Porque si la encontrás ya está.
—No entiendo.
—Tendrías que casarte. Y ya está. Cuando uno no tiene
nada para buscar en la vida, ya está. Fuiste. Te convertís en un
iilame, un flan, un gordo fofo. Te convertís en uno de esos tipos
qu e odian a medio mundo y que les pegan a los hijos.
—¿Por qué les voy a pegar a mis hijos?
—Porque los tenes con la ex muj er de tu vida.
Cúper me mira. Se para en la esquina de Corrientes y Mon-
tevideo, enciende un cigarrillo y me mira.
—¿Quién sos, vos? —me pregunta—. ¿U n filósofo te crees
que sos?
> —No —le digo—. Yo soy la Rata.
—Sí, vos sos la Rata.
—Bueno, quédate tranquilo. Ficha...Le marco unas minas, en La Paz. Son cuatro. Hablan todas
|1mismo tiempo. Se ríen. Una levanta la cabeza, para reírse, y
Itcude el pelo, los rulos del pelo castaño. Otra, de la risa, llora.
Los celulares, los Kleenex, los cigarrillos están arriba de la mesa,
Junto a los pocilios de café. La s carteras están colgadas en losrespaldos de las sillas.
Será fácil.
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Tiene que entrar uno solo, por la puerta de Corrientes,mandarse al baño por el pasillo, pasar al lado de la mesa de las
chicas. La cartera qu e está más a mano es la de la mina de l peloco n rulos. Que siga riéndose. Un poquito más.
—Anda — le digo a Cúper.Y Cúper va. Si se arma quilombo m e mando yo y armo m ás
quilombo. Hay que entrar con el fierro en alto y gritar "¡Nadie se
mueva! ¡Policía!", correr, gritar, empujar a Cúper hasta la puerta,rajar po r Montevideo hacia Lavalle. Antes de que nadie reaccio-ne te hiciste humo. Pero si sale bien, si nadie se aviva, Cúper se
mete en el baño, manotea la billetera, deja todo lo demás y vuel-ve campaneando, tranqui, silbando bajito. En la calle camina-mos juntos. No corremos. Somos c iudadanos sin las manos en la
masa . Como todos.Pero en estos días tengo laburo. Bastante. Se ve que el Pája-
ro levantó la puntería. O Barragán. A lo mejor la levantó Barra-gán. O los dos. Hicieron un pacto. Dijeron: "Vamos a picar más
alto". Y fueron. Porque sobra laburo. Con un poco de suerte ca-
paz que puedo juntar algo por si vuelven las vacas flacas... En
real idad, yo sueño co n ju n ta r un montón de guita y rajarme co n
Maru. No sé adonde. A otro país. Eso seguro. Creo que a ella le
gustaría Brasil. El problema con Brasil es que está muy cerca y
lleno de argentinos. Te pescan enseguida, en Brasil.El año pasado tuve que ir a San Pablo. Un business un poco
m ás complicado. Sin abusar. Había que hacerlo, y lo hice. Es
un a ciudad sin límites, San Pablo. Cuando uno es un gil que no
se movió de acá te parece qu e Buenos Aires es lo más grande qu e
hay. Sa n Pablo es más grande. Y m ás fea. El año pasado m e subípor primera vez a un avión y volé. Fui al Brasil. Desde arriba, al
salir y al llegar, vi Buenos Aires. No se puede contar. Mirada de
m uy arriba te cuesta pensar en una ciudad. Sabes que es una ciu-dad, sabes que es Buenos Aires, pero no te la imaginas. La estásviendo desde tan arriba que no te la podes imaginar. Todo es
chiquito. No hay perspectiva. Te parece que el río le puede pasarpor encima, se la puede tragar, algo así. A mí me da un poco de
cosa pensar que una ciudad no es nada. Y pensé, además, en ese
viaje, que yo no era nada. Pensé que me había complicado la
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vida y que ya no era n i sería nada. De vez en cuando m e tengo un
poco más de fe y pienso que voy a zafar. Pero allá, en el avión, vi
todo negro. A los 25 años yo no tenía problemas. Ahora estoyagarrado de las bolas. Cuando la conocí a Jenifer me gustó. Estábuena. Tiene carácter. Es natural. Cariñosa. Coje bien. Un día
pensé que la quería. Otro día pensé que con ella me olvidaría de
Maru. Porque Maru andaba de promo en promo, de boliche en
boliche. Yo no me chupo el dedo, yo la vi irse a Maru, poco a
poco, pero sin remordimientos. Ella tiene sus ideas. Quiere vivirbien. Otro día Jenifer me dijo que estaba embarazada. Es raroenterarse de una cosa así. Yo no supe qu é sentir. Pero vi claritoqu e no la iba a dejar en banda. Ni a ella ni al bebé. Por eso nacióRamiro . Un año después, más o menos, el Pájaro se levantó a
Maru. Y chau. Empezó otra historia.Mi laburo consiste en grabarme en la memoria un montón
de números. Muchos. Un quinielero es un gil al lado mío. Yo
vo y a un local del Pájaro, por ejemplo en Palermo, a eso de la
un a de la mañana. El Pájaro me canta números. Una vez. Máxi-
mo dos. Yo los grabo. Me voy. Mejor no me hago el boludo y me
vo y directo a lo de Barragán. Le canto los números, al gordo.
Sólo a él. Únicamente a Barragán. Lo s números so n mensa jes ,
códigos, quieren decir otra cosa. Un 4 no es un 4. Es un busi-ness. Yo no sé lo que quiere decir un 4. Ni 7539. Pero sé que son
business. Guita. Sé que con esos números Barragán recibe pedi-dos, organiza las entregas y las cobranzas. Lo mío es tirarle los
números a Barragán. Punto. La guita que me da jamás es la mis-ma. Las cifras cambian siempre. A veces espero un toco y m e
llevo plata chica. Y otras veces salgo de la cueva del gordo con un
locotroco de billetes. No lo entiendo, por supuesto, pero lo ten-go
claro desdeel
primer día:no
tengo nadaque
entender.Las cosas van cambiando.Ahora el Pájaro se cortó el pelo. Ya no se tiñe. Se viste con
ropa cara. Es dueño además de tres bares y una disco. Se hizoun a casa en Las Cañitas. Tiene dos autos, una moto y un yate.Los tipos que comían asado con él, ese domingo que empecé a
trabajar, siguen comiendo asado con él.
No dicen nada, esos tipos.
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El Pájaro tiene un poco de panza, como siempre.Barragán no. Barragán es un gordo de mierda.
El que manda le dice algo más al que está sentado en la
mesa y sale de l galponcito. Veo la luz, afuera , de uno de esosamaneceres opacos, turbios en la lluvia finita, liviana, y veo la
calle, la tierra mojada, u n charquito, u n perro hambriento que da
vueltas por ahí. El petiso se va caminando sin apuro por la calle,pasa cerca de l Ford azul y sigue.
Es imposible que se te ocurra adonde va. No hay kioscospara comprar cigarrillos ni diarios, no hay bares, no hay cajeros
automáticos, no hay nada. Por eso una idea simple se depositasobre mis ideas y m e conforma: el petiso sale a caminar un poco,a despejarse, sale a mear, po r ejemplo, a mirar el cielo qu e segúndesde dónde se mire, en Puerto Apache, parece el cielo de la
llanura, un cielo aislado bajo el que uno no siempre logra imagi-narse el río, o la ciudad. Capaz que sale a mirar el cielo y a pre-guntarse qu é carajo está haciendo acá, bajo es e cielo, con un par
de imbéciles que no saben ni cómo se llaman y surtiendo a un
tipo como si supieran por qué le están pegando. Si es así, pienso,no va a encontrar las respuestas en el cielo. Pero mientras tanto,sin moverme demasiado, apenas como si quisiera acomodarmeen el suelo y contra la sillita que quedó al costado, consigo aflo-
jar más los nudos de la soga con la que me ataron a la sillita y en
poco tiempo tengo las manos libres. Las manos dormidas, entu-mecidas, no sé cómo, pero libres. Supongo que el petiso vuelveenseguida. Por eso tengo que hacer las cosas rápido.
Así que me paro como si siguiera atado a la sillita, la sosten-go contra mi culo, doy un par de pasos tambaleándome, lo sufi-
ciente para que el flaco con boca de lobo dé señales de una ciertaagudeza mental.
—¿Qué te pasa a vos? —me pregunta, el Lobo.No le contesto, quiero que se crea qu e estoy grogui, fuera de
juego, medio estúpido, y doy un pasito más.—¿Qué querés? —insiste el Lobo.
No es la pregunta correcta.
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No puedo contestar es a pregunta.Así que dejo escapar un gruñido, como si ni siquiera me
acordase de hablar.Me mira, el flaco con dientes de lobo, pero ya no se ríe.
Sigue agarrado a la mesa como si fuera u na tabla en medio de l
mar. Y me mira. Tiene una mirada rara. Una mirada de trampo-10. Esos fulanos que te escrutan porque aprendieron a ver qué
pensás detrás de tus ojos. Entonces se distrae, creo, o calcula
mal, y no se da cuenta de que la distancia se achica, está conven-cido a lo mejor de que soy un zombie y no ve que no estoy tan
lejos, se le mezclan los tantos. Dice:
—Volvé a tu rincón, nene. Anda, sentate.Éste me dice nene.Me gusta más pichón.Y sin más le tiro la silla, salto, me le voy al humo, caigo
Contra él, con la silla, contra la mesa, rodamos por el suelo, él
trata de sentarse en mi pecho pero corcoveo, me lo saco de enci-ma y con las manos juntas le estrello un golpe en plena cara, y
Otro, y después le sacudo u n rodillazo y por último le rompo la
lilla en la cabeza.El tipo queda en el suelo. Casi no se mueve. Tiene espas-
mos. Le tiembla una pierna y se le sacude un poco una mano.Gime y me acuerdo del llanto de un bebé. Es ese llanto de los
bebés cuando ya están agotados, aburridos de llorar, pero siguenllorando.
Lo palpo, al Lobo, y le encuentro una pistola. Un fierro de
calidad.Me quedo con la pistola.Y salgo a buscar al enano.
Es un milagro, pienso, que no haya aparecido antes.Camino primero por una calle de pocas casas y arbolitos es-
cuálidos. Todo el mundo duerme como en el paraíso. El perrohambriento m e sigue. Tiene la lengua afuera . Se para, toma aguaen los charcos, y después corre y me alcanza. Cree, a lo mejor,qu e ya somos amigos.
Arrastro un poco una pierna.Miro con un solo ojo.
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No sé por qué me meto por un caminito lateral, a la izquier-da, una de esas huellas qu e hace la gente de tanto ir por ahí de un
lugar a otro para cortar camino. Y de pronto se me aparece un
yuyal. Alto, enmarañado. Ideal. Eso pienso. Entro, me abropaso como puedo en la maleza.. La prima de mi vieja, me acuer-do, en Rosario, me explicó una noche qué es una intuición. Bue-no. Yo ahora tengo una intuición. Y me parece que voy derechi-to hacia mi intuición. Si se entra por el norte, a este yuyal,después de 40 o 50 metros se desemboca en un claro chiquito, de
pasto bajo, donde a veces se juntan algunos pibes y se hacen la
paja. Hoy, en esta triste mañana de lluvia finita, desde el otro
lado, desde el sur, busco ese claro. Y lo encuentro. Y en mediodel claro está mi intuición: de espaldas, leyendo páginas sueltas y
húmedas de una revista que habrá encontrado por ahí, está el
tipo que manda. Está en cuclillas, con los pantalones bajos. Lee,o mira las fotos de la revista.
Le digo que no se mueva, que no parpadee, que se quede en
el molde mientras llego a su lado. Le paso el fierro por delantede los ojos y después le pongo el caño de la pistola en la nuca.
Espero que se haga un a idea clara de la situación.—Sos un hombre de suerte — le digo—. Te vas a ir sin que
te toque un pelo. Pero vos sí que vas a cantar.De pronto descubro que tengo un aliado. No sé si ya somos
amigos. Pero me da una mano. El perro hambriento mete la ca-
beza entre las cachas de l enano. El tipo se sobresalta.—Quieto —le digo—. Quietito, pichón.El perro, atorrante, oscuro, sin escuela, lo lengüetea al petiso.
Entre la s piernas. Lo hace con esa insistencia de los perros cuandose ponen a lengüetear algo. No se sabe qué función cumplen con
esto ni cuánto tiempo le dedicarán. Así que el tipo se estremece,tiembla un poco, gime o solloza, no me interesa enterarme de qué
convulsiones se trata. Estos tipos no tienen alma y el miedo en
ellos no es más que miedo. Por eso, de una, le pregunto:—¿Quién te mandó?Hace más ruidos con la garganta.Le doy golpecitos con el cañón de la pistola en la nuca.Y de pronto siento el olor.
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No puedo creerlo.Se me dan vuelta la s tripas.Pero la evidencia está a la vista.El enano pierde la dignidad, el coraje, la fanfarronería. Y no
puede contenerse.El perro se aleja, ladra, da vueltas.—¿Quién te mandó? —repito. Y l e empujo la cabeza con la
punta de la pistola hasta qu e hunde la nariz entre su s piernas.
—El Ombú —me dice.No me hace falta darle muchas vueltas al nombre para supo-
ner que me está diciendo la verdad.—Levántate los pantalones — le digo.
Se incorpora, sin limpiarse, y se levanta los pantalones.—Dame mi navaja —le digo.No me mira. Se queda de espaldas. Imagino que en los ojos
no puede tener otra cosa que humillación. Lágrimas. Y furia. Me
devuelve la sevillana estirando un brazo hacia atrás.—Llévate a tu amigo —le digo entonces—. Ándate. Desa-
parece.
El enano se va por el caminito entre los yuyos.—Y hacete lavar el culo —le grito.Después oigo el motor del auto cuando lo pone en marcha y
enseguida los oigo irse. Por eso pienso que los problemas reciénempiezan.
Tengo la remera a la miseria, sucia de sangre y barro. Tengo
It cara hinchada, los labios partidos, estoy hecho una birria. No se
me ocurriría pensar que doy lástima. Es raro que alguien dé lásti-
ma en Puerto Apache. Pienso que si volviese así a casa y Jeniferme viera no me tendría lástima. Me haría preguntas: ¿Qué te
pasó?, ¿qué te hicieron? Preguntas que se contestan solas pero que
tampoco quieren decir que yo a Jenifer le importe un carajo. Es
que la sensibilidad se nos va escondiendo, acá, porque no es cues-tión de andar mostrando los agujeros de uno a cada rato.
Miro la hora.Es muy temprano.Los únicos que deben andar en pie son los que tienen que ir
a repartir diarios y los que todavía no se acostaron.
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Voy para la laguna. Me saco la ropa y me meto en el agua.
Si alguien cree que porq ue le dicen ecológica a la Reserva el agua
de acá es pura no sabe lo que cree. El agua de la laguna parece
agua podrida. Es gelatinosa, está llena de bichos y mosquitos, y
•algunos dicen que está contaminad a. Yo no sé. Pero agua limpia
no es, aun que sirva para lavarse un poco. Hago un bollo con la
camiseta y la tiro lo más adentro que puedo. Trato de lavar la
sangre que se me resecó en la cara y en las manos. Me duelen las
costillas, la cabeza, las piernas. Salgo del agua y me seco comopuedo. Me pongo el pantalón y las zapatillas. No me olvido ni
de la pistola del lobito, un fierro caro, ni de mi navaja.
Vuelvo a casa.
En el camino paso cerca del Palacio. Hay luces prendidas
en el tercer piso. Se oyen los ruidos de una fiesta. Un poco de
música. Dos o tres voces altas. La risa pasada de una chica. Y
alguien que llora. Un hom bre que habla , cuenta algo, y llora. Lo's
disturbios de una noche sin tregua hacen estragos en el corazón.
El Toti no volvió. El apoliya con una luz prendida. Y hoy
no hay luz en la casa.
Jenifer duerme el mejor de sus sueños.Los chicos apoliyan como angelitos.
Es un alivio.
Saco lo indispensable y me voy. Otra vez en la calle la lluvia
finita vuelve a darme en la cara, en las heridas, en los labios hin-
chados. Me puse una camiseta limpia y una campera. Guardé el
fierro del Lobo junto con la guita. En el bolsillo, atrás, llevo la
sevillana. Es, más que nada, un amuleto. Le dejé unos pesos a .
Jenifer, por las dudas. S eguro que a la noche estoy de vuelta por
acá. Pero ellos no tienen por qué pasar hambre. Tengo bastante
guita. Metí la mano en la lata que escondo en un hueco de l rope-
ro y encontré billetes importan tes. N o sabía que estaba gastandotan poco últ imamente.
No llevo las cuentas.
Vivo al día.
No tengo vicios ni pago lujos.
Pienso que soy un pobre diablo.
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4. EL O M B Ú
Un día vienen de la televisión. Chamuyan en la puerta con
lo s pibes que vigilan la entrada. Son tres: dos tipos y una mina.
Llegan en una camioneta blanca con el logo del canal por todas
partes. Se bajan y hablan con los pibes. Quieren hacer una nota,
dicen, un reportaje, grabar un testimonio. Los pibes les dicen
que no, que no se dan reportajes. Los tipos insisten. Hay quetener cuidado co n estas cosas. Te levantan o te hunden. Todo
depende. Pero nunca se termina de entender de qué o de quién
depende. Por fin los pibes les dicen a los periodistas que van a
consultar y que les contestan al día siguiente. Los periodistas di-
cen que bueno y se van. "La mina es junada", dice uno de los
pibes cuando le llevan el tema a la Primera Junta. "Está bastante
buena", dice otro, "Antes hacía un programa de no sé qué. Una
vez ganó un Martín Fierro".
—Mira vos —dice m i viejo.—Para qué sirve la televisión — pregunta el Chueco.
— P a r a tener más amigos —dice Garmendia—. Por un
rato...Pero la cuestión es que se llega a una reunión entre perio-
distas, abogados y otros tipos del canal y la Primera Junta, dos
días después, y s e habla un ra to , se discute un poco, se toma café,
se fuma, se dan vueltas a la mesa, los tipos de la TV piden un
cuarto interm edio, vuelven del cuarto intermedio, se negocia un
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- m
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rato más, y a las dos horas, más o menos, se hacen declaraciones,
pactos , promesas, se firman acuerdos, condiciones y contratos.
Estas cosas, dicen todos, mejor ponerlas por escrito.
Por eso Garmendia dice después que hubo pactos preexis-
tentes. No sé de dónde saca estas ideas. A veces m e parece qu e
son ciertas, que no son otro chiste de Garmendia.
La s cámaras llegan el jueves de esa semana a las ocho y me-
di a de la mañana. En la Costanera se planta un camión del canal
y a Puerto Apache entra una camioneta. El Chueco y variospibes en un Renault destartalado guían a la camioneta por las
calles que hicimos, por la avenida, por los caminos viejos. La
gente de la TV busca un lugar que les parezca bueno. Nosotros
les mostramos los lugares que nosotros queremos. El Chueco sesabe la s instrucciones de memoria. Ha y lugares que no van a en-
contrar nunca estos pibes. A ver si los vamos a dejar hacer exte-
riores, como dicen ellos, donde se les cante. ¿Qué somos?
¿Giles, galanes, cholulos somos? No, señores. Acá no se come
vidrio. Una cosa es llegar a la conclusión de que un documental
pued e ser un buen businessy otra es abrirles la s puertas qu e ellos
quieren encontrar.No nos van a joder.
No van a conseguir poner al público en contra nuestra.
No van a encontrar trapos sucios.
Más roña hay en otros rincones de la Capital que nadie ven-tila. Dicho sin ofender, se entiende.
A eso de las nueve y media se llega a una decisión. La parte
fija de los exteriores se graba frente a l a casa de Garmendia. La s
Betacam podrán ir y venir por calles y caminos elegidos entre
todos. La gente puede salir en la TV si quiere. Nadie tiene obli-gación de contestar preguntas. Habla el que se le dé por hablar y
se calla el que se le dé la gana. Los que dirigen la batuta, en estemomento, ya son los técnicos y los periodistas. Con ellos es más
fácil charlar que con los bogas, los funcios, los otros tipos, galli-tos de peluche con poderes absolutos.
—Estos tipos hacen tráfico —dice Garmendia.
Mi viejo, el Chueco, Juana la Loca, Sosa, el Toti, Cúper,
Anchorena y otros notables se lo quedan mirando.
—Tráfico de influencias, muchachos —aclara Gar-
m e n d i a — . Ustedes oyen la palabra tráfico y ya ven desfilar
ftvioles como soldaditos. Estos gerentes hacen tráfico de in-fluencias. Arrimáles un favor y te consiguen un contrato basura.
Cosas así.—Ah —dice Anchorena.
A Anchorena le decimos Anchorena porque él dice que te-
nía campo, cerca de Chascomús, y vacas. Anchorena dice gana-
do. "Teníamos campo", dicen que dijo, una vez, "Y no sé cuántascabezas de ganado". ¿Cómo lo íbamos a llamar, Hormiga Ne-
gra? Le quedó Anchorena. Él está contento. Le gusta su nom-
bre. El truco y el vino son hoy las aficiones de Anchorena. Se
gana el morf i de cada día jugando al truco en el barcito de
López. Ya hablaremos del barcito de López.
Así que una vez elegido el exterior los tipos de la TV bajan
el equipo de la camioneta: tres cámaras fijas, luces, paraguas de
Una tela plateada para que la luz rebote o algo así. Cámaras m ó-
viles. Micrófonos. Cables. Herramientas. Aparatos. Una mesita,
Un espejo, un par de valijasque al rato no s enteramos que son los
instrumentos de la maquilladora.Cuando se oye la palabra maquilladora más de una mina
propone producirse y salir en el programa.
—No, Susana —le dice m i viejo a la gorda Susana—. Vos
no apareces en cámara ni maquillada ni en bolas.
—¿Por qué, che? —se ofende Susana.
Mi viejo no le contesta. Con la cabeza le indica que retro-
ceda.Queda claro que mi viejo ya parla lenguaje técnico: aparecer
en cámara. Garmendia dice después: "Entonces capaz que se
puede desaparecer en cámara". "Se puede", dice el negro Sosa. Y
no agrega una palabra más. El negro Sosa era piquetero, enJujuy. Se oye por ahí que un día el Perro Santillán le dio el pasa-
porte.Una hora después, más o menos, uno de los utileros dice
qu e ya está. El director de cámaras levanta la cabeza. Tiene un a
gorra de béisbol y anteojos chiquitos de vidrios negros.
—Listo —repite el utilero—. Ya está.
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"Hl!
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El director le echa un vistazo al equipo. Se toma su tiempo,
el flaco. Camina entre las cámaras, los cables, los focos. Mira
para un lado, para el otro. Le da órdenes a un ayud ante. El ayu-
dante va y mueve tres centímetros la silla donde se va a sentar
Garmendia . El director sacude la gorrita. Parece qu e quiere de -cir okay.
Entonces la mina qu e conduce el programa les pide a m i
viejo, al Chueco y a Garm endia que se sienten. Al principio van
a salir los tres sentados. Después van a salir parados, cam inandoun poco, haciendo algo, no se sabe qué. "Yo no pienso hacer
nada", dice mi viejo, "No soy payaso, yo". Anchorena está de
acuerdo. Le dice a m i viejo: "Tiene razón".
Otro tema es el maquillaje. En eso tampoco transa el viejo.Orgulloso, es. Terco.
—Yo no necesito —le dice a la mina que maquilla.
— U n poquito de polvo, nada más — le dice la mina y le
muestra un pote color crema—. Para matar lo s brillos.
No todos se hacen una idea de lo que significa matar losbrillos.
Pero cuando la gente escucha "polvo" las risitas se dejan oír.M i viejo se pasa una mano, apenas, por el pelo engo minado.
Está convencido de que le sobra pinta y de que a él no hace faltamatarle nada.
Garmendia y el Chueco se dejan como si fuera un juego,
una fiesta. Se sientan en la silla de la mina, frente al espejo, cie-
rran los ojos: los plumeritos, algodones, bases, luces y sombras
les acomodan las caripelas. A las minas y a los tipos que van a
grabar después con las Betacam no los maquillan.
—Los quiero al natural —dice el director.
— Al natural te va a quedar el ojete —mu rmu ra Sosa, desde
la segunda fila de curiosos. El director se hace el sordo. Y con la
camp era de cuero arremangada hasta lo s codos, la gorra de
béisbol calada hasta las cejas, las piernas abiertas, los borcegos
hundidos en la tierra floja da la orden. Y empiezan a grabar.
La mina qu e conduce el programa dice entonces algo as í
como que se encuentra n acá frente a los tres hombres que repre-
sentan a las no sé cuántas familias que han ocupado unas veinte
hectáreas de la Reserva, hecho que no fue advertido de inmedia-
to sino un tiempo después ante denuncias de particulares y em-
presas radicadas o a punto de radicarse junto a los diques del
viejo puerto de la ciudad de Buenos Aires, y pregunta, la mina,
entonces, o parece que pregunta —porque nadie le contesta—
desde cuándo está tomado el lugar.El Chueco, Garmendia y mi viejo no abren la boca. Se que-
dan mirando a la mina, no sé si abatatados o incólumes. A lo
mejor no arreglaron quién contestaba la primera pregunta. A lomejor no entienden ahora, en el fondo, de qué se trata. Quién
labe. Lo cierto es que se produce un silencio en el que se oye el
lilencio y más allá de l silencio risas lejanas de pibes, ladridos, un
motor...
M e pregunto de golpe de dónde saqué la palabra incólume,
porque se me representa que no viene al caso, que no sé bien qué
quiere decir, y yo no tengo ganas de anda r por la vida diciendo
pavadas. De todas maneras los miro, a los tres, a esos tres tipos
que llamamos la Primera Junta, uno de los cuales, dicho de otro
modo, viene a ser mi pa dre, y pienso que sea como sea la palabra
incólume no les queda mal.Por eso el director de cámaras dice qu e corten, se aleja de su
puesto, prende un faso, se saca la gorrita de béisbol y se sacude
los cuatro pelos locos que le quedan, el sol hace reflejos en los
vidrios de sus lentecitos negros. Va y viene, el tipo, malhumora-
do, y pienso qu e parece un poco marica o algo así, un a manera
que hace pensar no en una mujer enojada sino en un hombre
afeminado que se enoja. No podría jurarlo. Y lo que supe más
adelante es otra historia.
En la pausa la mina habla con el Chueco, co n Garmendia y
con mi viejo. Desde acá no se escucha un pomo así que uno ima-
gina que están aclarando cuándo habla ella y cuándo hablan
ellos, detalles por el estilo. Porque después la mina vuelve a la
silla que le prestó Garmendia para qu e todos estuvieran sentados
en sillas p a r e c i d a s y no ella por e jemp lo en uno de esos
silloncitos de dirigir a la gente qu e tienen en el cine, y en la tele-
visión también, me imagino. Y le hace una seña al director, la
mina, y el director tira el faso, se cala la gorrita, vuelve a s u lugar
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y da la orden: nuevamente empiezan a grabar. La mina dice más
o menos lo mismo que antes y cuando termina e l espiche se
vuelve a prod ucir un silencio.
La min a, al final del espiche, dice:
—¿Cuá nto hace , entonces , que us te de s oc upa ron la Re-
serva?
Y se produ ce un n uevo silencio.
El director corta.
La mina habla otra vez con e l Chueco, con Garmendia ycon mi viejo. Mi viejo en realidad no habla. Escucha. Los que
hablan son los otros. El director, más allá, hace las mismas cosas
qu e antes. Es decir, se saca la gorra de béisbol, fuma, putea . Y
vuelve a su lugar y da, por tercera vez, la orde n y el equipo de la
TV empieza, por tercera vez, a grabar.
La mina repite el espiche con algunas variaciones y cuando
llega al final hace otra variación y ahora pregu nta:
—¿C uánto hace que us tedes viven acá?
La verdad es que se produce otro silencio. Pero esta vez se
ve que alguno de esos tres tipos va a decir algo. Hay un silencio.
Atrás se oyen risas de chicos, ladridos, un motor, y por últimoGarm endia c arraspea, con las man os apoyadas en las rodillas, le-
vanta los ojos, y dice:
—Nosotros vivimos acá desde el siglo pasado.
El auto de Cúper está frente a l a casa de Cúper. Le hago un
puente y me lo llevo. El se da cuenta enseguida cuando yo me
llevo el auto. No le importa. La que se pone de los nervios es la
Mona Lisa. Qué mina piantada , la Mona. Unos líos impresionan-
tes le arma a Cúper por cualqu ier pavada. Que yo m e lleve el auto
es una de esas pavadas. Ella paga las cuotas. El anticipo lo gatilloCúper. Pero la Mona Lisa dice que el anticipo eran dos mang os y
que la cuota, que es lo que im porta, se la banca ella. A lo mejor
tiene razón . Pero no es para ponerse así. "Yo trabajo , con el auto",
le subraya a Cúper. El no, él no trabaja. Cuando la Mona Lisa se
pone así Cúper la deja patalear un rato largo. Después se la sienta
encima, le mete mano debajo de la pollera, le pasa los dedos por la
54
. La Mona Lisa no pue de co n Cúper. Es más fuerte qu e ella,
queja un poco más , le dice que es un idiota y un no sé qué, pero
ya la. voz, los nervios se le aflojan, y al final se deja. Diga lo que
oiga a ella le gustan lo s modales de Cúper.Una noche de verano yo los vi discutir bajo el alero de la
Casita. Por eso sé lo que sé.Es un cero kilómetros el auto de Cúper, o de la Mona Lisa,
meda igual. Un Fiat de esos chicos, que hay ahora, pero se m ue -
ve • Huele a nuevo, todavía. Salgo de Puerto Apache, en dos mi-nutos engancho Córdoba y me mando. El tráfico que sube es
poco. Todo el mundo viene para abajo, al centro, o a la City, a
yugar, pedalear, hacer business, o a cagar a la gente. Son mane-
ra s de vivir.
A l O m b ú le dicen el Om bú porqu e es un poco cabezón y se
deja el pelo mota largo y se le arma ahí arriba, en la sabiola, una
frondosidad, un nido de caranchos, diría mi vieja, nunca supepo r q u¿^ que quier e decir eso de nido de caranchos , pero me
imagino que deben ser aves con malas costumbres o muy desor-
denadas.
De tanto ir al local de l Pájaro, de comer asados de tanto entanto con el Pájaro y con los dos tipos que comen asado con el
"ajaro, de tanto escuchar con el tiempo a unos y a otros, pero
sobre todo a Maru , uno se va enterando. El Ombú es el que se
sienta siempre a la izquierda del Pájaro. No le gusta el tomate.
e la ensalada sólo come la lechuga y la cebolla. No dice nada, el
^ttibú. Com e , fuma, mira fútbol en la tele que está siempre
prendid a. Por eso yo sé que el Ombú vive en un hotel o una pen -
sión de Plaza Italia. Hay datos que a mí me van cayendo en la
memoria como en una agenda invisible y olvidada. Pero cuando
necesito el dato pienso y aparece. El otro tipo no vive en la mis-
ma pensión. Vive en Almagro. El otro tipo es menos folklórico.^e llama Tony. Po r ahora no me interesa. El tipo qu e está en la
recepción de l hotelito de la calle Thames es desagradable. Todos
estos tipos que trabajan en las pensiones, albergues y mueb les de
mala muerte de Plaza Italia so n así. Grandotes, pesados, un
P°co tarados. Pero te pued en tr i turar lo s huesos de l cráneo co n
uria sola mano. Dejo el auto po r Gurruchaga , a veinte metros de
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y da la orden: nuevamente empiezan a grabar. La mina dice más
o menos lo mismo que antes y cuando termina el espiche se
vuelve a producir un silencio.
La mina, al final del espiche, dice:
—¿Cuánto hace, entonces, que ustedes ocuparon la Re-
serva?
Y se produce un nuevo silencio.
El director corta.
La mina habla otra vez con el Chueco, con Garmendia ycon mi viejo. Mi viejo en realidad no habla. Escucha. Los que
hablan son los otros. El director, más allá, hace las mismas cosas
qu e antes. Es decir, se saca la gorra de béisbol, fuma, putea. Y
vuelve a su lugar y da, por tercera vez, la orden y e l equipo de la
TV empieza, por tercera vez, a grabar.
La mina repite el espiche con algunas variaciones y cuando
llega al final hace otra variación y ahora pregunta:
—¿Cuán to hace qu e ustedes viven acá?
La verdad es que se produce otro silencio. Pero esta vez se
ve qu e alguno de esos tres tipos va a decir algo. Hay un silencio.
Atrás se oyen risas de chicos, ladridos, un motor, y por últimoGarmendia carraspea, con las manos apoyadas en las rodillas, le-
vanta los ojos, y dice:
—Nosotros vivimos ac á desde el siglo pasado.
El auto de Cúper está frente a la casa de Cúper. Le hago un
puente y me lo llevo. El se da cuenta enseguida cuando yo me
llevo el auto. No le importa. La que se pone de los nervios es la
Mona Lisa. Qué mina piantada, la Mona. Unos líos impresionan-
tes le arma a Cúper por cualquier pavada. Que yo me lleve el auto
es una de esas pavadas. Ella paga las cuotas. El anticipo lo gatillo
Cúper. Pero la Mona Lisa dice que el anticipo eran dos mangos y
que la cuota, que es lo que importa, se la banca ella. A lo mejor
tiene razón. Pero no es para ponerse así. "Y o trabajo, con el auto",
le subraya a Cúper. El no, él no trabaja. Cuando la Mona Lisa se
pone así Cúper la deja patalear un rato largo. Después se la sienta
encima, le mete mano debajo de la pollera, le pasa lo s dedos por la
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rayita. La Mona Lisa no puede con Cúper. Es más fuerte que ella.
Se queja un poco más, le dice que es un idiota y un no sé qué, pero
ya la voz, los nervios se le aflojan, y al final se deja. Diga lo que
diga a ella le gustan los modales de Cúper.Una noche de verano yo los vi discutir bajo el alero de la
casita. Por eso sé lo que sé.Es un cero kilómetros el auto de Cúper, o de la Mona Lisa,
me da igual. Un Fiat de esos chicos, que hay ahora, pero se mue-
ve . Huele a nuevo, todavía. Salgo de Puerto Apache, en dos mi-nutos engancho Córdoba y me mando. El tráfico que sube es
poco. Todo el mundo viene para abajo, al centro, o a la City, a
yugar, pedalear, hacer business, o a cagar a la gente. Son mane-
ras de vivir.Al Ombú le dicen el Ombú porque es un poco cabezón y se
deja el pelo mota largo y se le arma ahí arriba, en la sabiola, una
frondosidad, un nido de caranchos, diría mi vieja, nunca supe
por qué, qué quiere decir eso de nido de caranchos, pero me
imagino qu e deben se r aves co n malas costumbres o muy desor-
denadas.
De tanto ir al local del Pájaro, de comer asados de tanto en
tanto con el Pájaro y con los dos tipos que comen asado con el
Pájaro, de tanto escuchar con el tiempo a unos y a otros, pero
sobre todo a Maru, uno se va enterando. El Ombú es el que se
sienta siempre a la izquierda del Pájaro. No le gusta el tomate.
De la ensalada sólo come la lechuga y la cebolla. No dice nada, el
Ombú. Come, fuma, mira fútbol en la tele que está siempre
prendida. Por eso yo sé que el Ombú vive en un hotel o una pen-
sión de Plaza Italia. Hay datos que a mí me van cayendo en la
memoria como en una agenda invisible y olvidada. Pero cuando
necesito el dato pienso y aparece. El otro tipo no vive en la mis-
m a pensión. Vive en Almagro. El otro tipo es menos folklórico.
Se llama Tony. Por ahora no me interesa. El tipo que está en la
recepción del hotelito de la calle Thames es desagradable. Todos
estos tipos que trabajan en las pensiones, albergues y muebles de
mala muerte de Plaza Italia son así. Grandotes, pesados, un
poco tarados. Pero te pueden triturar los huesos del cráneo con
un a sola mano. Dejo el auto por Gurruchaga, a veinte metros de
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Santa Fe. O sea, casi enfren te de la 23. No sé por qué me parece
mejor que dejarlo en cualquier lado. Camino un par de cuadras,
llego al hotel, subo la escalera hasta el primer piso, me encuentro
co n el encargado, conserje, portero o lo que sea, y le pregunto si
está el Ombú.
—No — m e dice el encargado—. No está el Ombú.Y me mira el ojo-cerrado.
Le muestro un billete de veinte pesos.
—No me suena, el Ombú —dice—. No entiendo.Miro la hora en un relojito que hay colgado en la pared,
atrás del gordo. Es una buena hora para que el Ombú ya esté
atorrando. Ni él ni Tony pueden merquear. Es una prohibición
qu e tienen. Un poco de alcohol, no mucho, y un porro cada
muerte de obispo. Es todo lo que les permite el Pájaro. Por el
laburo que hacen lo s quiere siempre despejados, bien dormidos,
sin tentaciones. Agrego dos billetes de diez. El gordo mira la
plata y sigue leyendo el diario. Yo sé que no puede leer. Hace
como que lee. Este tipo no ve todos los días cuarenta pesos gra-tis. Pero no afloja.
—Uno alto — le digo haciéndome el boludo—, con el peloasí.
Le hago con las manos el pelo del Ombú.—Ah —dice.
Sumo un billete más, otro de diez.
—Cincuenta dólares — le digo.
El lenguaje de las películas siempre abre puertas en las pelí-
culas. El gordo estira una mano. Tiene pelos negros en las fa-
langes.
— N u n c a te vi — me dice—. Acordate bien de eso. Te colas-
te, no sé cómo. A lo mejor yo estaba en la cocina. O en el baño.
No se sabe.Se le ocurren muchas coartadas para ser tan bruto como es.
—De acuerdo —le digo.
—La 18 — m e dice, y señala otra escalera—. En el piso de
arr iba . Y si te veo salir me vas a tener qu e explicar cómo entrastey para qué.
Prefiero no seguir pensando en las películas. No siempre sa-
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len bien estas escenas en el cine. Dejo los billetes bajo los dedos
del gordo y subo la segunda escalera.
El pasillo del segundo piso es un basural.
Llego a la puerta con el número 18. No se ve nada pero veo
U na plaquita de metal con esmalte blanco y el 18 pintado en ne-
gro. Una antigüedad. No tengo que patear la puerta ni nada de
eso. Pruebo y se abre. Se ve que el Ombú no recibe muchas visi-
tas. Por las persianasque dan a la calle entran un poco de luz y el
ruido de la calle. El Ombú está tirado en la cama, casi desnudo,y duerme. Duerme p ro fu nd a me nte . Hay olor a digestiones len-
tas en la pieza número 18 del hotel de la calle Thames.
Echo un vistazo. Me hago una idea. Necesito algo. El in-
ventario no es alentador. Hay pilchas tiradas en un sillón, y hay
un ropero, un a mesita, una de esas lámparas que mi vieja llama
todavía "un velador". Es un caso, mi vieja, pienso, una pendeja
—en el fondo— hecha estopa, pobre, y que habla de caranchos y
de veladores. Hay también en la pieza del Ombú una botella va-
cía y un florero. En el florero se muere un clavelito blanco. La
botella, créase o no, es una botella de gaseosa. Una de esas bote-
llas de litro y medio con marca de supermercado. Está sobre lamesa de luz, al lado de la cama. La mesa de luz tiene una tapa de
mármol viejo y rajado.
Acerco la mano izquierda a la cabeza del Ombú.
Respiro hondo.
Cuando la punta de los dedos casi lo rozan le agarro el cue-
llo. Con fuerza. Le clavo los dedos.
Así que el Ombú se despierta de golpe pero con esa cautela
en los movimientos que sólo tienen los que están adiestrados en
el arte de oler el peligro incluso cuando se encuentran en el fon-
do del más canalla o imbécil de sus sueños. Parpadea. Se pasa la
lengua por los labios. Se pregunta a lo mejor por qué la vida estan ingrata o tan miserable o por qué está plagada de sorpresaso
de miedo. Un hombre como él, que hace del miedo una merca-
dería para los otros. No se mueve más. Se queda quieto como
una masa de gelatina.
Siento en la palma de la mano el latido de una vena de su
cuello.
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Le miro un brillo opaco en la piel engrasada de la nariz y la
f ren te . El pelo espeso, motudo, se dibuja en la almohada como
u n matorral.
¿E l Pájaro le dijo a este tipo que me apretara y este tipo me
mandó esos tres matones de morondanga que me saqué de enci-
ma como si yo fuese Bruce Willis? Yo no soy Bruce Willis. Yo
so y casi un a l feñ ique . Lo s negocios va n quedando en manos de
gente que no sabe hacerlos. Patanes, nabos, productos de gim-
nasios, guardaespaldas descafeinados. Todo mal. Pero no en-tiendo por qué el Pájaro quiere que me aprieten.
Entonces le hago una pregunta fácil al Ombú:
—Por qué. Decime.
No puede creer lo que oye.
Le muestro tres billetes de cien pesos:
—Por qué me mandaste a esos giles.
No dice nada.
Saco el clavelito del florero, tiro el agua a un costado y rom-
po el florero de vidrio contra el mármol de la mesita de luz. Le
pongo sobre el ojo izquierdo la base del florero, el borde de vi-
drio roto. Hago presión y una punta se hunde en la parte alta delpómulo. V eo brotar suavemente sangre que se desliza por un
moflete, pasa po r debajo de la oreja, hace una mancha en la al-
mohada.
—Te saco el ojo, si querés. O me decís por qué. Te quedas
con la guita. Y no abrís más la boca. Nadie se entera de esto. Es
un secreto entre vos y yo.
Si yo creyese qu e tengo aunque sea una remota posibilidad
de llegar a un acuerdo semejante con el Ombú yo sería otronabo.
Pero la lógica de esta historia gira alrededor de un error, o
alrededor de una duda.Si no fuese así yo ya estaría muerto. Porque entonces al -
guien estaría convencido de que yo cagué a alguien.
Es la única carta que me parece que puedo jugar.
El riesgo es el mismo. A lo mejor me matan. Por las dudas.O porque estas cosas no se hacen.
Por eso cuando el Ombú, sin dar más vueltas, se decide a
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hablar, yo sé que me va a buchonear. Al fin y al cabo, para algo
parecid o a eso le pagan.
—Garparon merca de menos — m e suelta.
—¿Quién?
El Ombú resopla. Le parece demasiado, a lo mejor, por
trescientos pesos. A mí no. Hago girar los picos de vidrio. Quie-
ro que le rayen la piel. Como las uñas de un gato cuando te araña
apenas, sin querer. Repito:
—¿Quién?
El Ombú, lastimado, se queja y dice:
—No sé. Un funcio . Un diputado, creo, un concejal, no sé.
Me cuido hasta de mi sombra y aclaro este balurdo, o soy
boleta, pienso. Es lo único que se me ocurre.
Le dejo doscientos pesos. No se queja. Me voy. Vuelvo al
auto. Lo estacioné junto a la valla que separa el espacio reserva-
do para los patrulleros de la comisaría. Lo estacioné de cola, con
la trompa apuntando al medio de la calle y un poco en diagonal
hacia Güemes.Prendo un cigarrillo. Apoyo el brazo en la ventanilla abier-
ta. Me arden los labios partidos. Y si los muevo mucho laslast imaduras se me abren y sangran. U na mina está de guardia
en la puerta de la 23. No es muy alta. El chaleco antibalas, ne-
gro, no consigue aplastar le el pecho. Tiene el pelo oscuro y atado
en una trenza. Todas las Pe Efe usan el pelo corto o recogido.
Debe ser reglamentario. Llega un oficial en una moto y la sube a
la vereda. Después habla con la mina de guardia. Se ríen un
poco. El tipo tiene uniforme negro de esa tela que ahora llevan
los motoqueros y usa unos Ray-Ban que le tapan la mirada. Se
da golpecitos con los guantes en un muslo. La mina no es gran
cosa. Pero hace visible algo, la oscura idea o promesa de algo.
Me imagino que a muchos tipos les debe gustar.No sé qué hacer.Enf r en te de la 23, en la otra esquina de Gurruchaga, hay un
bar. Muevo el espejo exterior y veo un ventanal. Está lleno el
bar. La gente desayuna, toma café, lee los diarios, fuma, habla
por teléfono. Del otro lado de Santa Fe se ven los árboles del
Botánico. Es un lindo día.
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Lo único que puedo hacer, deduzco, es llamar a Maru.
Miro la hora.
Me va a matar.
Pero no encuentro otra.
Pelo el celular y llamo.
Veo a un tipo, a través del espejo, en el bar, masticando una
medialuna con la boca abierta. Hunde la medialuna en el pocilio
qu e tiene enfrente y se la come. No puedo jurarlo, pero creo qu e
un hilo de café con leche le cae por un costado de la boca.
Cuando ya imagino que la llamada está por saltar al contes-
tador automático Maru atiende. Tiene la voz dormida y el mal-
humor de las mañanas. Le digo que estoy en un lío y que necesi-
to que me ayude. No me pregunta nada. Me dice qu e vaya a su
departamento. No se queda pensando. No me tira la bronca.
—Vení a m i casa —me dice.
No hay vuelta que darle.
•Maru es Maru.
Tiro el cigarrillo. Arranco el auto. Doy la vuelta por Güe-
m es y por Thames, juno el hotel del Ombú y salgo a Santa Fe.
Todo tranquilo. Cuando cruzo Gurruchaga la mina que está deguardia en la 23 me mira pasar de la misma manera qu e mira
pasar , pienso, a centenares de idiotas inofensivos aferrados al
volante de sus autitos chocadores. Como si algo de todo esto
fuera un juego de parque de diversiones.
60
, T E L E V I S I Ó N
El Chueco dice que a él en la vida le fue bien y le fue mal,
que no se queja, y que ahora tiene su casa en un lugar como la
gente.
—Todo el mundo necesita un lugar para vivir —dice.
—Escuché qu e usted es un hombre de ideas progresistas
—dice la mina de la televisión.El Chueco asiente en silencio.
—Un hombre de izquierda —insiste la mina.
El Chueco niega primero con la cabeza:
—No somos zurdos acá —dice después—. A mí me gusta
Fidel Castro, por ejemplo. A Maradona también le gusta. Y na-
die dice que el Diego sea comunista. ¿O me equivoco?
—No, nadie dice —dice la periodista.
El Chueco mueve la cabeza, lo mira a Garmendia, lo mira a
mi viejo, Garmendia se frota la s manos. Siempre lo hace. Tiene
manos de piel seca y áspera, como si trabajara en la cosecha de
algo. Ahora, con la enfermedad, Garmendia no trabaja en nada.Manda en Puerto Apache y nada más. Mi viejo prende otro ci-
garrillo. Una vez dijo un a frase que me quedó grabada. No sé
quién hablaba en la TV sobre el faso, el cáncer y esas cosas. Ter-
minó el programa y mi vieja, que todavía estaba con nosotros, le
preguntó cuándo pensaba dejar de fumar . Y m i viejo dijo: "A mí
no me va a matar el cigarrillo". Quedo flotando, la frase, me
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I
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acuerdo, como una promesa o como un presagio. En este mo-mento una de las cámaras se le acerca y en la pantallita qu e tie-
nen del lado de l cameraman yo alcanzo a ver, de lejos, la cara en
primer plano de mi viejo, lo s labios sosteniendo el filtro, el faso:
veo los ojos grises de l viejo mientras escucha la s palabras de l
Chueco y mira a lo lejos, como si él tuviera lo s pensamientos
allá, a lo lejos, no tan enchastrados con las enfermedades, lostrapos sucios o la política.
Por eso el Chueco dice que se dice de nosotros cualquier
cosa, se dice qu e esto es una cueva de delincuentes, un nido de
malandras, borrachos y drogados, se dice que somos zurdos, va-
gos y pendencieros. Y no es así, repite. Puede ser que acá haya
cirujas, volqueteros, mendigos húngaros... No sabe, puede ser,
aunque a él no le consta, dice el Chueco y encoge los hombros,
pero la verdad es que Puerto Apache también está lleno de peo-
nes, albañiles, obreros del riel, empleados municipales, tacheros,
mozos, vendedores...
—Somos —dice—, no sé, mil, dos mil, no sé cuántos so-
mos. Crecimos bastante, pero no estamos amontonados. Somos
legales.En el
edificioque
levantamos cercade la
Lagunade las
Gaviotas ha y lugar y comida por un tiempo para los que se que-
dan sin laburo, o para los que llegan de afuera porque perdieron
la casa y los dejaron en la calle... No hay cosa más rara, mire, nim ás injusta que la realidad.
Queda un silencio en el aire.
Por ahí se escuchan gritos de pibes, ladridos, el ruido de unmotor.
¿Quién dijo que habla mal el Chueco?
—¿De dónde eran ustedes? —preg u n ta la mina que condu-
ce el programa. Las Betacam van y vienen. Los tipos cargan el
cuerpo de la cámara en un hombro, se mueven mirando porvisores o cosas por el estilo y graban. Graban de todo. Casas,
ventanitas, bicicletas viejas, caras de pibes, de mujeres. Canillas
públicas, charcos, un Peugeot 403 blanco, descascarado, con unarueda pinchada frente al barcito de López. En una de las dosmesas que hay en la puerta del barcito de López están sentados
Anchorena y tres viejos más. Juegan al truco. Se enjuagan la
62
boca con tragos de vino aislados. Es muy temprano para empe-fa r a chupar. Lo s viejos miran el alboroto que hay alrededor de
U televisión, para el lado de acá, y siguen jugando con cartas so-badas, cartas con el lomo punteado de color negro, rojo y blanco.
—No somos villeros, señorita, insisto. A nosotros nos inte-
f tesa qu e quede bien claro que no somos villeros. Éste es un asen-
tamiento organizado. Tenemos normas de convivencia y vecin-
dad —dice el Chueco—. Aunque usted no lo crea acá hay una
manera de hacer y de organizar las cosas, y hay responsables dequ e las cosas se organicen y se hagan bien. Nosotros somos los
responsables —dice, y señala a m i viejo, a Garmendia, y s e seña-
la él mismo—. No nos gusta decir que acá se gobiernan los asun-
tos que son de interés de todos. Pero acá se gobierna. Y venimos
de todos lados. No mentimos nosotros. Hay gente que llegó de
algunas villas. Es verdad. Son buena gente. Un pibe, Cúper, queera repartidor de fruta en la Zona Oeste y que ahora está porempezar en una distribuidora de verduras para restaurantes, vi-
vía en uno de los monoblocks que tiraron abajo en Fuerte Apa-
che. Susana, un a chica qu e trabaja en la intendencia de l Borda,
vivía en Ciudad Oculta. Se casó hace tres meses con un chicoque vive acá y se vino. Garmendia —dice el Chueco, y vuelve a
leñalarlo—, que es el que escribe los reglamentos, vivía con su
familia en Castelar. Se quedaron en la vía y se fueron a San
Petersburgo, en el suroeste, ¿vio? Después se vinieron a la Capi-tal. Pasaron un tiempo en la calle, a la intemperie. Un día aterri-
zaron en la U31. Fue un tiempito. Después llegaron acá.
En este momento el Chueco no se queda en silencio: hace
un a pausa. Mira fijo a la mina de la TV, y enseguida repite:
—Somos legales, nosotros, señorita.
Dos semanas después, más o menos, dan el programa y en-
tonces más de uno entiende un poco más sobre la televisión: na-die habla corrido más de dos o tres minutos, cosas que pasan o se
dicen antes aparecen después, las escenas se mezclan, se ve la
cara de un pibe rubio que mira la cámara enseguida que
Garmendia cuenta que él hacía changas en Castelar, o se oye la
voz del Chueco y en la pantalla sale- un caballo tomando agua en
la Laguna de las Gaviotas...
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—¿Cómo hacen esto? —pregunta alguien en el barcito de
López mirando el programa.
Y alguien dice:
—No sé. Pero se llama editar. Esto que vemos es una edi-ción.
—¿Y vos cómo sabes?
—Lo escuché una vez en Fútbol de Primera, chabón. ¿Viste
cómo arman los partidos? Es algo así como cortar y pegar.
—Ah —dice el que preguntó primero, le pide otra cervecita
a López, y sigue mirando el televisor—. Así que somos una edi-ción.
Dejó de llover. Las nubes se abrieron. El sol no tiene fuer -
zas para levantarse y se queda sobre el río, antes de l mediodía, y
entonces entra en la casa de Maru como si fuese aire incandes-cente y tibio. Da gusto.
—Mira cómo estás —rne dice Maru cuando llego y me ve la
cara, la pierna que renguea—. Vení, Ratita.
Me ayuda a tirarme en un sillón ancho y largo de tela gris,me pone almohadones, me da un cigarrillo, me pasa los dedos
por el pelo, me toca con suavidad los cortes, los moretones, la
nariz... La miro con el único ojo que me queda y me parece un
sueño, como siempre, algo imposible, una mujer grabada en el
cerebro como un relámpago. Un relámpago que quema, es claro,
pero que toca y se deja tocar. Eso es Maru, pienso. Y me duelen
las costillas y la espalda, cuando m e aflojo en el sillón, y fumo, y
el sol se me acomoda en el cuerpo.
Ella m e hace café, m e limpia y m e desinfecta la s heridas, m e
besa los labios lastimados, pone la cabeza sobre mi pecho, senta-
da junto a mí, con el pelo libre, la bata de seda leve, las piernasdesnudas, los pies de arcos incomparables —que yo siempre re-
cuerdo sobre tacos altos— metidos esta mañana en unas zapati-
llas de gamuza, uno de esos regalos lujosos que le hace el Pájaro.
—Mira cómo te dejaron —repite en voz baja. Como si lo
estuviese diciendo para ella, para no olvidarse, algo así.
—¿Dónde está? —le pregunto.
64
—Afuera.
—¿Dónde?
—No sé bien.No quiere hablar del Pájaro. Siempre es así. Lo único que
ro e importa, o que me tiene qu e importar, parece, es que no esté.
—Decime —insisto. Le toco el pelo. El cuello. Mi mano
«ntra sin tropiezos por la espalda de la bata color verde. Verde
Oscuro. Su piel, en los dedos, m e hace temblar. Maru se ríe.
—En Salta. O en Jujuy. No sé. Me llama él, dos, tres vecespor día. Hay una reunión. Vos sabes.
No sé si sé. Pero entiendo que no está. El Pájaro no está.
Maru se me viene arriba. Se sienta sobre mí. Se inclina. M e
besa el cuello, el ojo sano, los labios hinchados. Se suelta la bata
y le veo, le toco los pechos. Me abre el jean. Se alza. Vuelve a
tentarse. Se deja caer despacio y le entra bien. Lógico. Es para
ella.De esta manera pasamos un tiempo. Después nos queda-
mos dormidos. Más tarde suena el teléfono. Ella habla con el
Pájaro. O él habla. Me imagino que también le hace preguntas.
Ella dice: Sí, sí, No, Sí, No, Bueno. Y se despide. Corta. PrendeU n cigarrillo. Se queda mirando por la ventana, a través de l bal-
cón y de su selva florida. Piensa algo. Es evidente. O no quiere
pensar en nada. El sol ya no se ve. Está bien alto. Entre un par
de edificios en construcción, del otro lado del Dique 4, más allá
de Puerto Madero, se ven los árboles de la Reserva. El sol da en
la copa de los árboles. Es un buen día, pienso, a pesar de todo, y
Itie pregunto si yo tengo qu e estar acá o tengo qu e estar allá.
No puedo impedir que me aparezca en la cabeza la imagen
de Jenifer y de los chicos. Pero no quiero que se me queden dan-
do vueltas como un remolino.
Maru se mete en la ducha y después m e manda a mí a l aguacaliente, al jabón, a los desodorantes y a los perfumes caros de l
Pájaro. Se ríe, Maru, cuando me ve volver del baño, desnudo,
con el pelo mojado, limpio, lleno de costras de sangre y de tu-
mores violetas. Me seca el pelo con un secador de metal como
U n espejo, m e peina con los dedos, siento el olor de su cuerpo
recién bañado. Ella pide comida china por teléfono. Me tomo
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titos. Las piernas de Maru , co n tacos altos, son de c ampe ona to .
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un a cerveza. Maru pone música. Cosas melódicas, canciones de
amor, discos que le gustan. Ella no lo parece, pero tiene un to-
qu e sent imental . O sea, nunca fue , de l todo, una mala chica.
Por eso le cuento lo q ue pasa y lo que hice.
Le toco la bata de seda suave, mientras le cuento, y le toco
la piel bajo la seda. Ella se deja. Tambié n le gusta. Yo sé que le
gusta. Hay m inas que son así. No están hechas p ara un solo tipo.
Y de todos quieren nada más que a uno . . .
Yo no sé a quién quiere M aru.
Pero todavía no m e borró de su vida.
Por eso come mos juntos, a las tres de la tarde. Yo no m e le
animo al chop-suey, se me dan v uelta las tripas, pienso en eso de
las ratitas en las he laderas de los res taurantes chinos y chau .
Mastico como puedo un par de rollitos primavera y termino la
botella de cerveza. Me duelen las raíces de los dientes.
Le digo a Maru que quiero ver al tipo que no pagó lo que
tenía que pagar y ella me dice para qué, Ratita, olvidate, no te
metas en camisa de once varas . Son cosas que pasan, vos no
tenes nad a que ver, capaz que el Pájaro se volvió loco. Pero segu-
ro que él sabe que vos no tenes nada que ver. Créeme. Yo no lecreo. Maru es Maru. Pero en este punto me parece que no en-
t iende . Terminan de cagarme a patadas por encargo de un ma-
tón del Pájaro y a ella se le ocurre que el Pájaro sabe que yo no
tengo nada que ver. No cierra. Hablo un rato de cualquier cosa.
Le cuento que a veces sueño que un día nos vamos juntos a otro
país, muy lejos de acá. Se ríe, Maru, m e olvidaba, dice, se va y
vuelve con una bolsa. Es un regalo que me trajo de Miami , un a
remera negra qu e dice Versace en el pecho y que a mí me parece
qu e me queda grande pero Maru me arregla los hombros, se ale-
ja un poco, m e mira desde allá y concluye:
—Te queda bárbara, Rat i ta .Y o me miro en un espejo.
¿Quién soy?
M e tiro en el sillón, ve o pasar la tarde , m e quedo dormido,
sueño estupideces, y y a está casi oscuro, afuera, cuando Maru m e
despierta. Se vistió, se puso un a pollerita de lana, un a camisa, un
saco de cuero negro. Medias oscuras y un par de zapatos de tacos
66
M e dice qu e tiene qu e irse, qu e tiene qu e darse una vuelta po r
lo s locales del Pájaro, que salga yo primero, y me pregunta qué
Voy a hacer. Es el momento, deduzco, de que me tire una pista.
Entonces remoloneo, le toco una pierna, le digo que salga ella,
qu e yo estoy m uy cansado, que me quedo un rato más, que me
voy más tarde. Ella no quiere. Yo le digo qu e salga tranqu ila, yo
descanso un poco más, m e tomo un whisky, hago dos o tres lla-
mados y desaparezco.Discutimos un poco. N o, Rati ta , ándate ahora, sé bueno,
l lámame mañana. Y yo me río, le toco el pelo, m e pongo un poco
cargoso, a propósito, no seas tonta, le digo, no pasa nada, está
todo bien, en una hora me rajo, quiero averiguar quién es ese
tipo, el que no pagó, necesito saberlo para cortarla, quedarme
tranquilo, qu e todos se queden tranquilos, por lo menos conmi-
go, Ma ru, estas cosas hay que aclararlas, vos sabes.
Es evidente que ella se tiene que ir ya. Se saca un poco. Pero
no pierde la línea. Y a lo mejor para cortarla, o no sé para qué,
resuelve tirarme la pista que le pido.—El tipo es Monti —me dice—. Un ex diputado de la pro-
vincia.
— ¿ Mont i?: Hace un movimiento con un brazo, un a mano, y m e señala
el puerto, la Costanera Sur, algo en esa dirección. Y agrega:
—Walter Monti. Está siempre en el Casino.
M e pongo m i campera sobre la camiseta negra, nueva, y m e
voy.
— ¿Y usted? —pregunta la mina que conduce e l programa
de televisión.—Yo. . . —dice G armendia— . Yo vengo de mil cosas . Pero
sobre todo vengo de la m alaria, del rigor, de la injusticia. Usted
no lo va a creer. . . Yo en 1971 era due ño de un taller mecánico
en Avellaneda. Por eso soy hincha de Racing. Viví no sé cuántos
años en Avellaneda. Y ahora Racing anda como yo, anda como
el país, quebrado. Racing era un grande . . .
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El resul tado, cuando se da el programa, es que se hace m ás todo ib a bien en el taller, con los temas de siempre, sus más y sus
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difícil para lo s funcios, para la s empresas , para lo s bacanes en
general seguir tirándose en público contra Puerto Apache.
—El resultado es positivo —dice una noche, en el barcito
de López, poco antes de la batalla que se nos viene encima, miviejo.
Y el negro Sosa se va de boca:
—Posi t ivo la s pelotas.
O sea, se arma quilombo, esa noche.
Mi vie jo nunca tuvo demasiadas pulgas . Por eso cuandoSosa busca roña no le saca el cuerpo.
—¿Por qué , che?
— N o sé por qu é. Pero a mí me gustaría saber, por ejemplo,
cuánto se cobró.
—Se cobró de qué .
— A mí me gustaría saber sin tanta vuelta, sin tanto bardo,
cuánta guita se cobró para da r este reportaje de mierda y dónde
fue a parar es a guita.
El Chueco se a traganta con una em panada .
Anchorena tose y escupe vino.
M i viejo prende un cigarrillo. Dice:
— N o sabes lo que decís, Negro.
—Sosa , me l lamo —repone el negro Sosa.
En efecto, pienso, se arma quilombo. Esto es lo que esperan
los de afuera. Esto, seguro, no nos conviene.
— L a t e l e v i s i ón fue nue s t ro c a ba l lo de Troya — d i c e
Garmendia .
Y m i viejo, Cúper, el Toti, el Chueco, Anchorena y yo nos
lo quedamos mirando a Garmendia .
El no tiene más nada que decir.
Pero antes, cuandola
mi nade la
televisiónle
pideque le
cuente mejor su historia, la historia de l taller, Castelar, y esas
cosas, Garmendia se mira la s manos, pr imero, y después ve pasar
a un pibe m orochi to que se cruza frente a las cámaras hac iendo
jueguito con una pelota de goma, una de esas coloradas con ra-
yas blancas. Entonces Garm endia se toca el colmillo flojo, se pa-
sa la lengua por los labios y le dice a la mina que allá por 1971, 72,
68
menos, pero bien, hasta que llegaron los militares, por un lado, y
el ministro de economía d e los militares, por el otro:
— A m í Martínez de Hoz me arruinó —dice Garmen dia .
Y dice que en 1979 ya no podía arreglar ni una goma pin-
chada, que no podía comprar ni arandelas, que los créditos que
había sacado para renovar la tecnología y ser competitivo le co-
mieron el hígado, qu é palabra, ¿no?, dice Garmendia, com-pe-
ti-ti-vi-dad:
— Le suena , ¿no?
— Sí —dice la conductora .
Así que tuvo que vender todo por dos pesos, dice Garmen-
dia, incluso la casa, y terminó viviendo en un departamento de
IU hijo mayor en Castelar. Ya era viudo, Garmendia, se había
Comido hasta el último peso, y nun ca volvió a conseguir laburo,
laburo en serio. Apenas, a veces, dice, le salía alguna changa, co-
las chicas, pavadas, monedas para los vicios, nunca pudo dejar
de fumar, dice Garmendia , y se ríe, y se le ven, cuando se ríe, lo s
cuatro dientes locos que le quedan, por la e nfe rme da d .
Después se pasa un a ma no por el pelo gris y negro, m al cor-
tado, y mira de reojo. Mi viejo mueve la cabeza. De lejos parece
qu e lo alienta. Garmendia sigue y resulta que el que también
perdió todo, en la década del 80, fue el hijo mayor, y entonces el
garrón se hizo más jodido, vertiginoso, prim ero enco ntraro n lu-
gar en San Petersburgo, pero eso no era fácil, y un día te rmina-
ron en la Capital y en la calle. Cuando no aguantaron más la
calle entra ron en la U31. Después, dice Garmendia, m ás adelan-
te, llegaron a Puerto Ap ache.
—Hoy nadie tiene trabajo —dice— . Ni yo, ni mi hijo, ni mi
hija men or que es maestra y vive en Santa R osa con el marido, ni
liquiera mi nu era, que es arquitecta.—Us te d fue un homeless —dice la conductora .
—Si dormir en los bancos de las plazas es eso —dice
G a rme ndi a —, yo fui eso. Y casi toda mi familia.
La mina le pregunta enseguida cuántos años tiene y él dice
73 y a continuación ella quiere que él cuente algo sobre su enfer-
medad.
69
Garm endia se encoge de hombros: Me acuerdo del Toti.
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— Yo no hablo de enfermedad es —dice .
Cua ndo se ve el programa, después de esta respuesta la s
Betacam se detienen en detalles y en panorámicas , pa jar itos en
los árboles, pato s en la laguna, una mujer que lava ropa, el hori-
zonte, la ciudad que se alza en el oeste, los edificios de Puerto
Made ro y de Retiro, ese perfil que dibuja Bueno s Aires como si
fuese otra c iudad.
Falta mi viejo.
El avisó qu e estaría junt o al Chueco y a Garmendia pero qu e
no hablaría. Por eso en realidad no falta. Sin embargo una cámara
lo busca, muestra las cejas grises cayendo sobre lo s ojos, la nariz
firme, el pelo blanco y tupido de galán antiguo que curte.
— ¿Y usted? —le pregunta la conductora .
Mi viejo m ueve la mirada y le devuelve la pregun ta:
— Yo ¿qué?
— ¿ Q u é hace?
Fuma, el viejo. A mí se me hace un nudo en el estómago.
M e preparo p ara escuchar cómo la m a n d a al diablo. Y s in em-
bargo escucho que le contesta:—Yo estoy jubi lado.
El programa, dice todo el mundo, es un éxito. Pero las co-
sas, acá, quedan mal paradas. Desde que vemos el reportaje en el
barcito de López y el negro Sosa se pasa con eso de una guita
que se cobró para dejar entrar al periodismo — u n a guita, para
colmo, dice, qu e sería bueno saber adonde fue a parar—, es evi-
dente que ya no es como antes . H ay bronca, desconfianza, y se
habla incluso de dos bandos. Ahora se habla de dos bandos. No
se pued e creer. El negro Sosa, piensa alguna gente, quiere pon er
un par de cosas en claro, quiere que no haya tejes y manejes en el
Palacio Apache, que la Primera Junta cum pla con la voluntad dela mayoría. El negro Sosa, creen otros, es un infiltrado : el Perro
Santillán lo echó de Jujuy y hoy no se sabe para qu ién trabaja, es
un misterio, capaz que transó con algún político, y entonces le
pagan para qu e arme quilombo en Puerto Apache , para que sepudr a todo.
De pronto se me congela la sangre.
70
Me acuerdo de la pelea del negro Sosa con el Toti.
Me acuerdo de la cara hecha bolsa del negro Sosa en el
lucio.— No d igas pavadas —le dice el Chueco a Sosa en el barcito
de López.
—Larga la botella, Negro — le dice mi viejo.
Sosa se va del barcito. Pero antes de salir, desde la puerta,
echa un vistazo que tiene toda la pinta de un recuento.
—Sosa, me llamo —dice el negro Sosa.
Y se va.
Por fin son las once de la noche. Pero antes doy vueltas por
ahí, primero por Retiro, después me mando por Florida, llego a
Lavalle. Compro un diario, me tomo un gintonic en cualquier
boliche, leo el fútbol, los burros, un poco de política, y voy al
baño. Tiro el diario a la basura, meo, m e miro la cara. Mejor, lo
qu e se dice mejor, no estoy. Pero disimulo. Maru me tapó el ojo
con venditas blancas y me puso un poco de maquillaje para sua-
vizar los moretones. Me veo la remera negra que me trajo de
Miami , la s letras blancas qu e dicen Versace, y m e pregunto si
aunque sea un poco ella todavía me quiere. El problema es que
pienso que sí. El problema es que estoy convencido de que de
alguna man era ella no va a dejar de quererme.Cam ino p or Laval le . La ca l le es tá l lena de coreanos y
kosovares, de putas, tramposos, dílers y pibes fisurados. La calle
está llena de bolsas de basura, de restos de com ida, latas, mugre.
Un valle de lágrimas, Lavalle. Cruzo la 9 de Julio, enfilo para
Corrientes, en una parrilla m e como un bife de lomo co n puré ,
para masticar suavecito. Un fulano y una señora, a cuatro mesasde distancia, se pelean. Más acá hay tres tipos que están arm an-
do no sé qué business. M e interesa más la pelea. El fulano se fue
con otra mina. La señora no se lo va a perdonar nunca:— Lo que nunca te voy a perdonar es que me hagas esto
ahora.— ¿ Q u é quiere decir "ahora"?
71
—Cuando a mí me arrastraba el ala Osvaldo vos te pusiste 6. LA BATALLA
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como una fiera, me pegaste, m e prohibiste salir a l a calle, qué séyo cuántas cosas más te soporté.
—Eso fue hace veinte años, Mecha.
La señora —es una señora, con el pelo rubio de peluquería,gordita, pulseras y anillos, una blusa estampada y lágrimas en los
ojos azules— busca un pañuelo en la cartera de cuero.—Por eso —dice la señora.
— ¿Por qué?—Porque ahora yo tengo 60, José.
Es una porquer ía la vida.El bife está crudo.En las ventanas hay una imagen de la calle, Corrientes de
noche, hoy, en el otoño del 2001. Otra tristeza.Por eso abandono el bife por la mitad, pago la cuenta sin
decir una palabra, le dejo dos pesos de propina al viejo que meatendió, camino dos o t res cuadras más , tomo un par de cafés deparado, aspirinas, un traguito, a pena s un traguito de whisky de lPájaro que le afané en una petaca qu e había en la cocina de la
casa de Maru. Para e nton arme . Para que el cuerpo se electrice unpoco con un traguito de alcohol.Después vuelvo a la calle, miro el cielo negro, un puña do de
estrellas sin luz, respiro el aire casi fresco. Huele a gasoil.Tengo un par de mocas ines nuevos . Nor teamericanos . Im -
pecables.Eran de l Pájaro.Él no se da cuenta . Tiene mil.Calzamos el mis mo númer o .Reves t imiento. Fachada . Camuflaje.A ver si no me van a dejar entrar po rque voy en zapatillas.
A hí nomás es tá el Obelisco. Iluminado y protegido con unareja. No se me ocurre nada. Me parece que ya no sé qué decir.Ahora son las once de la noche.Paro un auto y le pido al tachero que me lleve al Casino.
72
El barco flota en un rincón de l puer to. Es uno de esos bar-C O S que se ven en las películas de cowboys cuando lo s cowboysllegan a San Luis para jugar al poker con Maverick, po r ejem plo,y suben al casino flotante sobre las aguas de l Mississippi, uno deeios barcos que tienen atrás una inmensa rueda de palas que gira
y que lo mu eve. No sé si este barco tiene u na rueda p arecida y nole a quién se le ocurrió traer uno de es tos mas todontes para po -ner el casino de Buenos Aires. Pero está decorado con un lujo deplástico y lleno de luces que salpican el agua del río, en la Dárse-
na Sur, como las bengalitas de los chicos en Navidad. Yo vi la\. Por eso sé. Antes Maverick era una serie de televisión.En la época de mi viejo. Esa no la vi. En algunas películas casi
: todo es un poco má s fácil que en la vida. Se gana má s fácil. Y semuere más rápido. La palabra Mississippi es inolvidable. Si tefijas bien nunca más te equivocas. Después de la eme todas lasConsonantes se duplican. Me gusta cómo se escribe: Mississippi.
Yo no soy Maverick, es claro, ni el tipo con el que Maverick tie-ne que definir el campeonato de poker al final de la película. Yoloy un gil que tengo qu e mostrar 30 0 pesos para entrar al barco.Es algo as í como un a garantía. N o ent iendo de qué. Pero es eso.La cuestión de las películas me sigue dando vueltas. A mi viejole gustaban la s películas de cowboys. Él decía qu e John Wayne
era el cowboy más popular. La hinch ada de Boca, si tuviera que
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elegir su cowboy preferido , decía, votaría po r John Wayne. Otro queda algo que le sale del cuerpo, de la respiración, del sudor o
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qu e tenía mucha fama era Gary Cooper. John Wayne, le parecía
a mi viejo, era un gordo que se hacía el simpático. Gary Cooper
era flaco, alto, y serio. Un tipo con problemas. Gary Cooper no
podía ser optim ista. Henry Fonda tampoco . Glenn Ford se olvi-
daba a veces de su personaje. Estaba muy preocupado por su
sombrero, Glenn Ford, eso era evidente, decía mi viejo cuando
le agarró por ver películas viejas en el cable. Y Kirk Douglas er a
invencible. Le veías la cara, los ojos rabiosos, los labios apreta-dos y ese hoyuelo que le llegaba hasta la nuca y te dabas cuenta
de que en sus películas capaz que morían todos, menos él. Era
un titán, Kirk Douglas. Po r eso a mi viejo de todos esos le gusta-
ba Burt Lancaster, que curtía una onda más común sin olvidarse
de su papel. Y también se quedaba un poco con un tipo del que
nadie se acuerda, un actor de l montón, seguro, ni bueno ni malo,
pero que p arecía que a veces lo ponían en las películas para que
la s películas dejaran ver, de alguna man era, que las cosas se mos-
traban como se mostraban pero que no eran ta l cual se mostra-
ban . Yo y mi viejo lo vimos una vez en la tele, a ese tipo. Yo era
un pibe. Se l lamaba Randolph Scott, y trabajaba en Co/t.45, un apelícula que deber tener más o menos mil años. En el cine de
esos tiempo s los cowboys eran petisos y tenían m ás o menos cin-
cuenta años. Vos te dabas cuenta de que eran petisos porque se
les veían los brazos cortos, las camisas chicas, y el cin turón y los
pantalones les quedaban muy arriba. Acordate de Alan Ladd y
vas a ver, me decía mi viejo. Yo no me podía acordar de Alan
Ladd.
Cosas así, pienso, mientras doy los primeros pasos por las
alfombras de acrílico. Parecen mullidas de verdad , las alfombras,
pero so n truchas. E n todos lo s casinos que conozco hay un olor
parecido. Nuevos o viejos, lujosos o tristes, siempre se sientealgo de ese olor. En Mar del Plata, en Mendoza, en Paraná , en
Villa Gesell, en el Tigre. Es una mezcla de olor a cigarrillos, de
olor a guita y de olor a miedo. El perfume de las mujeres n o se
confunde con este olor. Otros olores tampoco. Este olor sale de
las cosas y de los cuerpos y se mezcla en el aire como el olor de
los velorios. Cuando un hombre se está jugando todo lo que le
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de las tripas es un olor que se mezcla con el olor de la guita, co n
el olor de los cigarrillos y con el olor de todos los jugadores que
en ese mismo m omento t ienen miedo. No se puede de jar de ju-
gar porque el juego es como el vacío que llama al vértigo, pero
quien está a punto de perder lo que no tiene sabe que perderá y
el miedo es como una gangrena que le corre por las venas y que
lo deja ciego. S iemp re hay gente así en los casinos. Es cuestión
de oler bien.En e l bar hay una mina que fuma y toma cham pán. En rea-
lidad no tom a, hace dar vueltas la copa entre los dedos mie ntras
la s burbujitas suben desde el fondo y ella hace como que las mira
pero lo que hace de verdad es marca r a un pun to que toma cerve-
za en la otra punta de la barra y deja caer de una mano a otra
todo el t iempo un montón de fichas. Vuelvo a pensar en el cine,
en las películas llenas de min as y tipos así: todo lo que hace esta
gente que da vueltas por los casinos como quien da vueltas por
los vericuetos de su alma parece una copia del cine. Mi viejo un
día se retiró. Dejó la s minas, dejó lo s negocios, y se dedicó a
jugar al billar y a ver películas. Y yo ahora me pregunto dóndequedó m i viejo, dónde quedó aq uel tipo que vivía de las pe nde ja s
como si fuese una de las leyes naturales de la vida, uno de esos
derechos que no tienen discusión, dónde quedó aquel tipo que
de un saque una noche la levantó en el aire a mi vieja y la vio
golpearse la cabeza contra una pu erta, caer al suelo con los ojos
en blanco, y s in dar le más bola volvió a la mesa y s iguió
timbeando con los amigos. Hay preguntas que sacuden el cora-
zón. Mejor no hacerlas. ¿Quién era ese tipo que desde que se
retiró nunca más le puso un a ma no e nc ima a nadie, que fumaba
y se reía apenas y e l humo se le iba por la nariz cuando alguien lo
hacía reír, ese tipo que me hizo ve r películas con él, que me dijoun a madrugada que yo podía dedicarme a atorrantear todo lo
que se me diera la gana pero el día que me pescara en alguna
fulería pesada me iba a olvidar hasta de cómo m e llamaba, quién
era ese tipo que con el correr de los años se hizo otro tipo, un
tipo al que le tuvieron consideración, un tipo que fue un miste-
rio, un tipo que era uno de los jefes de Puerto Apache, un tipo
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parecía nada tipo cojió vieja
seguía siendo m i padre?
En todos los casinos hay minas que se levantan puntos p ara
qu e le s t i ren algunas fichas y hay minas que gatean, como si la
t imba y el sexo se cruzaran en un lugar de mierda donde no hay
placeres. Llego hasta esta cuestión y me doy cuenta de que me
fui de mambo. Por eso me alegro de que Cúper no esté acá con-
migo porque si no le hubiera dicho todo esto a Cúper y el boludo
se estaría riendo de mí.E l gordo Monti no es gordo como Barragán. Monti es un
gordo de grasa fofa. Barragán es un gordo de grasa dura. Los dos
son repugnantes, pero Monti es uno de esos personajes que nun-
ca se van a confundir con e l paisaje . Aunqu e baje un montón de
kilos, se haga cirugías y toda la ingeniería de reciclaje que se ha-
ce n algunos tipos para pasar desapercibidos, para que no se los
reconozca, el gordo Monti no va a engrupir a nadie. Tiene in -
crustado en todos los gestos, en lo más evidente de la mirada y
en cada m il ímetro de la piel, es e borde canalla que no se borra
con nada. Es un turro, Monti, un cagador, un fascista. Pero aho-
ra parece que la pifió. Hay cosas con las que no se juega. Pormuc ho que seas o te creas, hay cosas con las que no hay que ha-cerse el vivo.
Es evidente, el gordo Walter Monti.
Por eso no me cuesta mucho encontrar lo . Doy algunas
vuel tas por el barco y sin ningún esfuerzo lo veo de pronto entre
la gente qu e apuesta y espera o va y viene entre la s mesas. Lo veo
en el fondo de un salón, juega a punto y banca, y tiene toda la
pinta de una car icatura. Toma whisky, fuma , se r íe , amontona
fichas sobre el tapete, habla con u n flaco que está a la izquierda y
toquetea a una mina que está a su derecha. La mina se deja to-
car, mue stra los dientes, los labios rojos como una réplica berreta
de cualquiera de esas fotos de Mari lyn Monroe en las que
Marilyn Monroe demostraba que tenía la mejor boca de la his-
toria del cine. Suda, Monti, se ve de lejos, y su ropa cara es guita
t i rada a la basura porque nada puede quedar le bien a un tipo así.Entonces espero.
N o m e acerco. Muev o mis f ichas entre la s manos. M e due-
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Ic n la boca, la nariz, la nuca, el estómago, una pierna. Pero el
Ctnsancio se borró. Lo único que me queda es el recelo y la de-
te rminación de esos animales heridos que buscan una salida. Yo
Itlí a cazar puma s, en el norte, dos o tres veces. Nunca cacé nin-
guno, pero vi mata r a unos cuantos, y vi escaparse a dos o tres
Cuando estaban malher idos. Ojito con un gato malher ido. Con
todos lo s gatos malheridos.
Así que hay que esperar una oportunidad.
Es un clásico.No hay un solo motivo por el cual no tenga chances de en-
contrar la ocasión de saltar sobre el gordo Monti.
Yo no existo.
Y é l c ree que no pasa nada.
Pero es justamente por lo que é l no sabe y por lo que yo
no sé que mi teoría se va a cumplir . Y yo voy a tener m i oportu-
nidad.A veces es rara la forma en que se dan las cosas.
Hay fac i lidades.
Y hay problemas.
No siem pre van juntos. No siempre se presentan cuandoU no los espera. No siempre se t iene buena o m ala suer te . Pero no
es un a timba.
Nunca voy a saber bien cómo fue.
Si uno no está presente, si uno no ve lo que pasa, si uno no
hace nada y no siente nada en el mom ento en que se producen
los acontecimientos nunca se podrá saber bien cómo fue por
mucho que te lo cuenten.
Es así, Cúper hace esfuerzos, me contesta todas las pregun-
tas, vuelve una y otra vez al principio y me repite p unto por pun -
to lo que pasó pero a mí no me entra en la cabeza.
Y no es que sea duro de entendederas, como decía mi vieja.
La palabra entendederas —igual que velador , caranchos o
creolina— le quedó pegada de no sé dónde. Y ella habla así. Los
porteños a la creolina le dicen acaroína. Pobre, mi vieja. Voy a
tener que ir a verla, uno de estos días, y contarle.
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Cúper llega a eso de las once de la m a ñ a n a al bar de la Juana la Loca. El Chueco le avisó a Garmendia. Y Garmendia a
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pla c i t a Dorrego. Tiene lo s ojos e nro je c idos , lo s nudi l los
despellejados y la respiración a la miseria. Pienso que le da un
ataque de asma en cualquier mom ento. Pero Cúper se sacude de
vez en cuando con un broncodila tador y v a zafando. Recuperó su
auto , y me trae todo lo que le pedí. Se sienta a la mesa y me
pregunta dó nde es tuve . Le digo que por ahí. Quiero que él me
cuente primero. Pide un café y una grapa . Se soba lo s nudillos de
una mano en la pa lma de la otra . Mira por las ventanas deHu mb erto I y despué s por las ventan as que dan a la calle D efen -
sa y a la plaza. Es un día cu alquiera y no hay nadie. No hay arte-
sanos, tenderetes, turistas, mimos, crotos, bailarines de tango.
Nada . Es m ejor así. Algunos rayos de sol blanco salen de las nu-
be s bajas y blancas. Dan por ahí, en los arbolitos, lo s bancos de
piedra, el suelo tapizado con bolsas de plástico, cartones, bote-
llas rotas, jeringas, filtros de porros, condones y mugre, y todo
parece un poco m ás pintoresco. Sobre la mugre se mue ve un a
nube muy baja, muy flaca de neblina como si fuera el humo débil
de rescoldos que se apagan. Si la realidad no me cortara lo s pe n-
samientos como lo está haciendo pienso que me sentiría casi fe-liz y que algún día voy a escribir algo sobre esa plaza.. Es un
e j em plo . Nunc a s e me oc ur re na da d igno de me nc ión , un
graffiti, un verso. Al lado mío, Cúper es. . . qué sé yo quién.. .
Ca d íc a mo. Pero en es te momento pienso que podría escr ibir
algo en serio: una historia, por ejemplo. L a historia de un m on-
tón de t ipos desesperados . Empezando por mí.
Entonces Cúper me cuenta que la banda llegó a eso de las
cinco de la mañana. Cae de sorpresa, musa, sin chistar, sombras
en medio d e las sombras . Pero son un mon tón. Y vienen en ca-
miones, chatas, mo tos, cualquier cosa. Salen de la nada y de to-
do s lados. Caen como un ejército del Diablo. Hacen mierda lo sportones nuevos qu e pus imos , fajan a los pibes qu e apoliyan en
la guardia como santos boludos , y cuando queremos acordar ,
c u a n d o quieren acordar , perdón, en Puer to Apache , se dan
cuenta de que están casi copados y de que esa ba nda de hijos de
puta lo s está cagando a patadas .
Anchorena lo encontró al Chueco chupando co n Sosa y con
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m i viejo. Mi viejo atorraba en su bulín con una pen deja.
— Q u é mierda pasa —dice Cúper qu e dijo m i viejo, y que
manoteó lo s panta lones , se peinó y salió de l Palacio Apache po -
niéndose una camiseta.En ese mom ento, antes de que pudiera enterarse de mucho
más, recibió el primer golpe. Los tipos venían calle arriba, en
tromba, im parables, y cuando lo vieron salir al boleo lo surtieron
con un caño.La piba que estaba con él también me lo cuenta, después,
cuando la busco, y la encuentro, y le digo qu e necesito que me
cuente. Por eso la piba m e dice que es verdad, que a ellos lo s
despertó Garmendia, que mi viejo, sorprendido, preguntó qué
pasaba y que enseguida saltó de la cama, se miró en el espejo
antes de salir, fíjate, m e dice, tu viejo es un coqueto bárbaro, y
apenas pisó la calle le dieron con un caño en la espalda, un caño
de plomo , ¿viste los moretones?, dice ella. Y yo la m iro.
Guadalu pe, se llama, y le dicen Guad a.
Tiene, no sé, 22, 23 años.
Nadie diría que es linda.Pero todos lo s tipos dicen que es un camión.
Llegó hace tres meses.
No tiene padre.La madre es correntina. Se llama Isabel, creo, y es fanática
de Tránsito Cocomarola. Se hicieron una casita un poco más
allá del bar de López. La m adre es sirvienta por horas.
Lo s bacanes y los que se hacen lo s bacanes a las sirvientas
las llaman empleadas. No sé de dónde lo sacaron. Pero debe ser
de "empleadas domésticas". Así, entre comillas. ¿Cómo lo va-
mos a escribir?
Guada no es empleada.Hace strip-tease en un boliche para extranjeros y gremia-
listas que queda por Retiro. Gatea. También aparece en Inter-
net. Yo la vi. Hay fotos de ella. La ves, ahí, y la veo, ahora, acá, y
no se puede creer. En Internet dice:
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Guada —Hoy el Chueco dice qu e ganamos —sigue Guada—. Pero
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Altura: 1.75
Medidas: 93-60-93
Edad: 21 años
Infierno azabache
Cumple tus fantasías
Nivel Ejecutivo
Atención a parejas
Horarios: Full Time
Y aparece un teléfono. Vos llamas y haces la transa. Fácil.
Directo. Impecable.
Es más alta qu e Maru.
Obvio: tiene el pelo renegro. Los ojos también.
Es simpática.
—Tu viejo es un genio — m e dice, Guada.
No parece un gato.
—Te vi en Internet —le digo.
— ¿ E n serio?
—Sí. En la escuela hay una com putadora. A veces vamos a
la noche con los muchachos. Buscamos pornografía. O la página
de Batistuta. Cosas así. Para pasar el rato.
—¿Te gustaron las fotos?
—Sí. Me gustaron.
Me quedo cortado. ¿Qué más le voy a decir, que me encan -
tan los desnu dos artísticos?
En el barcito de López no quedó nada. Al televisor le die-
ron con un hacha. En unos vasos de papel tomamos mate coci-
do. Hace frío. Guada tiene uno de esos sacos de corderoy con
cuello de piel, vaqueros negros y borcegos. Es la pinta de una
mina de otro lado. M e dice que por m ás que ella pueda ayudarla
la madr e todavía no quiere dejar de laburar. Nun ca se sabe, dice
la madre de Guada, vamos a esperar un poco más. Y sigue de
sirvienta po r horas en Palermo y Barrio Norte. Cinco pesos la
hora, le pagan, más el transpo rte. Hay meses que llega a 600 pe-
sos. Trabaja como una burra, dice Guada, no hay derecho. Le
digo que no. Y le pido que siga, que me cuente.
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yo no sé. A lo mejor el que tiene razón es el negro Sosa.
—¿Qué dice el negro Sosa?—Que ganamos un a batalla, pero qu e esto es una guerra. El
negro Sosa dice qu e empezó la guerra.
—El negro Sosa no sabe nada.—Y o tampoco, pero vo s tendrías qu e haberlos visto, Ratita.
Te juro qu e daban miedo. Veías el fuego, po r todos lados, y a los
tipos que se mandaban con las motos, revoleando cadenazos, y
te daban palpitaciones.Hay dos cosas qu e dice Guada que a mí me dan palpitacio-
nes: que yo no estaba acá para verlos es la primera. La segunda es
que me llama Ratita. Había un a sola mina, hasta ahora, que me
llamaba Ratita.
—Contame —le digo a Guada.Me dice que sí y empieza de nuevo. Ella había vuelto tem-
prano porque el tipo de la noche anterior terminó enseguida. En
realidad, no terminó, dice Guada, ni siquiera se le paró demasia-
do. Así que le dio vergüenza y se fue. Lo que nunca, llegué a las
tres, más o menos, y me encon tré con tu viejo. A eso de las cua-
tro y media, creo, me quedé dormida. Pero al rato nomás se
armó. Parecían indios.
Nos quedamos callados.López arregla como puede una mesa. Le falta una pata .
Trabaja, López, con un cigarrito apagado en un costado de la
boca. Es un tipo normal y raro, López. No habla. No se queja.
López piensa que el estrago es la forma de la realidad.
—Tiene onda, tu viejo —me dice G uada.
Antes de pararse el gordo Monti hace todos lo s gestos qu e
hace un obeso, gestos que avisan sin ninguna duda que el tipo se
está po r parar. Incluso la respiración le cambia . No respiran
igual, cuando se sientan, se acuestan o están parad os estos tipos.
La mujer se queda en su lugar y el flaco en el suyo. Le cuidan la
silla mientras el diputado o ex diputado Monti se encamina ha -
cia el baño balanceándose sobre sus piernas gruesas y cortas. Yo
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me tiro por un corredor paralelo al salón y llego apenas después Ahora sé que no le puedo creer.
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qu e el gordo. En el baño se oye el ruido del agua que corre en los
mingitorio s y hay un per fume falso típico de los desodo rantes de
inodoros . Monti, el evidente, está solo. De espaldas, en un min-
gitorio, fuma con el cigarrillo en la boca y no me registra o no se
inmuta . ¿D e dónde saca un tipo como éste tanta tranquilidad de
espíritu? El poder les hace creer a lo mejor no sólo que la impu-
nidad existe sino también que los políticos y los tramposos son
invulnerables. Pero cuando se da vuelta el evidente Monti se en-
cuentra frente a una navaja. Parpad ea, me m ira, se cierra la bra-
gueta y se saca el cigarrillo de los labios, lo tira lejos. Me pregun-
ta qué me pasa, qué quiero, quién soy. Todavía no se le ocurre
pensar en su sangre. El que ve su sangre, el que puede imaginar
cómo correrá su sangre si le abren un tajo, pierde ínfulas, no se
hace el gallito. Le digo que quiero la blanca o la guita que no
pagó en la última transa. Vuelve a parpadear, Monti. Ahora se
da cuenta de que no estoy ahí para afanarle la billetera. Levanto
el brazo y la pu nta de la navaja le queda a quince centímetros de
la yugular. No quiero tocarlo. Quiero que el pánico se le conv ier-
ta en bilis y que le suba a la boca. Monti dice que a él le entrega-
ron la blanca qu e pidió y que pagó la blanca que le entregaron.
Un rayo de lucidez le cruza el cerebro y la mirada empapados de
alcohol. Tiene una reacción. Un trazo de conciencia.
—Me entregaron lo que pedí y yo pagué lo que me entrega-
ron —m e dice Monti—. Es la verdad, pibe.
Me dice pibe.
Me gustaba más pichón.
Tengo 29 años. Una mujer . Dos hijos.
Tengo una vida irregular. Casi honrada. No digo inocente.
Nadie es inocente.
Creo que nunca voy a poder explicar por qué pensé que elposible Monti no me mentía. Creo que nunc a voy a entender de
dónde sale eso que es una comprensión al vuelo de que algo no
es mentira . Por eso le pregunto al gordo quién le entregó la mer-
ca y a quién le pagó.
—No tengo idea —me dice—, no los conozco, cambian
todo el t iempo. Vos sabes cómo es este negocio.
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Le acerco la navaja a la garganta.
Muevo las piernas. Me hago el nervioso. Le repito, palabra
por palabra, en voz baja y pausada, la pregunta .
Monti te rmina de sacar otro cigarrillo del paquete . Me dice
qu e quiere fuego y me hace entender que tiene fuego en el bolsi-
llo. Le hago entender que pre nda el cigarrillo. Mete una ma no
en un bolsillo del saco y prende el cigarrillo con un encendedor
descartable. No deja de sorprenderme. Yo esperaba algo de oro.
—Esta vez me entregaron los paquetes dos tipos que no había
visto nunca —me dice Monti—. No abrieron la boca. Me los die-
ron y se hicieron humo. Lo único que me acuerdo es que eran jóve-
nes, un par de chicos de 20 años iguales a todos los chicos de 20
años. Después pasaron a cobrar un grandote y una mina. No los vi.
Les pagó mi secretario en el bar del hotel. Yovivo en un hotel.
Le miro el poco pelo que le queda. Se tiñe el pelo.
En la mirada reaparece el reflejo turbio del alcohol. Enton-
ces me doy cuenta de que Monti ya no tiene miedo. Tampoco
fanfarronea. A lo mejor se siente mejor parado —me imagino—
sobre los pies que se le hinchan y le duelen .
—Está bien —le digo.
Bajo el brazo y le señalo la puerta con la cabeza.
El gordo Monti se va.
Cuando salgo de l baño vuelvo a verlo en la mesa de punto y
banca. Le toca el cuello y los hombros a la mina sentada a su
derecha y habla con el flaco de la izquierda, un hombre seco,
solemne y bien vestido, de modales lentos, que se inclina hacia
Monti para escucharlo mejor.
Me bajo del barco.
Antes d e llegar a la parada de taxis se me cruzan tres m onos.
La playa de estac ionamiento al aire libre es un e normemontón de corralitos con música funcional y carteles luminosos
donde se ven los palos de las cartas: diamantes, corazones, pi-
ques y tréboles; donde se ven los colores, el rojo y el negro; y
donde se ven núm eros y letras. De m anera que vos podes dejar el
auto en el siete de corazones o en la da ma de tréboles. Es un
ejemplo.
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No lo pienso. Lo s rayos de sol frío que se filtran entre la s nubes no se
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M e rajo por un costado de los tipos y cruzo la playa cor rien-
do como un desaforado. Hago zigzags entre los corralitos, los
autos, los micros que traen o llevan a la gente del casino al cen-
tro y viceversa. M e ma n d o po r Brasil para el río y no pa ro de
correr hasta qu e llego a la avenida. Tomo aire. Pienso que no
zafé. Y no zafé. De pronto las luces de un auto me encandilan
como a una liebre. Cierro los ojos y vuelvo a correr. Tengo qu e
salir de esta tramp a y creo que la salida es ma nda rm e por B elgra-no hasta llegar a las calles oscuras, a la recova, a los rincones, a
los aguje ros donde desaparecen las ra tas .
No hay otra .
Así que lo hago.
Sigo corriendo.
U na hora después , por f in, me encierro en una habitac ión
de un hotel de mala muer te en el Paseo Colón. Lo s tres monos
eran Tony, el Enano y e l Lobo. Tony es el que está siempre co n
el Ombú. El también come asados con el Pájaro. Come asados,
mira e l fútbol, y no dice nada. Pero Tony no es como el Ombú:
él come el tomate de las ensaladas. Es un tipo diferente.¿En qué t rampa caí?
No doy más.
En la pieza de hotel ha y olor a h ume d a d y a gatos.
El olor a gato es una peste inconfundible.
Dejo de pensar y m e quedo dormido.
Cúper sigue dando vueltas, pide otra grapa, lo más impor-
tante, piensa, es entender que esa gente no tiene escrúpulos:
quie ren entrar a Puerto Apache, ocupar terreno para el lado del
río, y van a volver. Son muchos, están organizados, la próximano los vamos a sorprender quemándoles un camión y con un par
de balazos en la oscuridad, la próxima vez nos van a caer en ple-
no día y quiero ver cómo aguantamos, porque no los vamos a
echar co n aceite hirviendo.. . Ni terrazas tenemos para tirarles
ace i te hirviendo, y esto no son las invasiones inglesas, dice
Cúper , y sigue.
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mueven, están allí, rectos, dándole a la placita una luz blanca,
paralizada, como si fueran rayos de hielo.
Yo me había desper tado a las nueve y media. Esa ma ñ a n a
en la pieza del hotel, podía jurarlo, había olor a gatos. Se me
revolvió el estómago. Tenía todo el cuerpo dolorido. Llamé por
teléfono a Cúper . Le dije dónde había dejado su auto y le pedí
qu e m e t ra je ra la pistola que le había sacado al Lobo la ma ñ a n a
anterior y un poco más de plata. Le dije que buscara la la ta en miropero, que Jenifer no se avivara, y que yo lo esperaba en el bar
qu e es tá en la esquina de Humberto I y Defensa.
Ahora le digo:
—Córta l a , Cúper .
Levanta las cejas y le aparece un brillo en los ojos.
Le pregunto:
—¿Qué pasa, boludo?
Y él me dice:
—Te voy a decir la verdad.
—Decime la verdad.
—Lo dejaron medio muer to.—¿A quién?
—A tu viejo.
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7- UN PARAÍSO ARGENTINO No t iene pinta de sufrir. Por eso tampoco t iene pinta de an-
dar pensando quién sabe en qué. En mi vieja, po r e jemplo. Mira
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Mi viejo tiene la mirada fija en la ventana. Pienso que ve,afuera, las nubes que se abren de a poco en las primeras horas de
la tarde. Oigo graznidos de gaviotas, vo ces lejanas, el silencio delrío, que es apenas un r um or , y como algo concreto, inexplicable,
los ruidos de esta pieza. Parece menti ra que entre la plac i ta
Dorrego y Puerto A pache haya apenas ve inte cuadras de distan-
cia. El sol apagado llega en esta hora desde la espalda de la ciu-
dad y toca la laguna a cielo abierto como si estuviéramos en el
campo o en una isla. Miro los ojos claros de mi viejo, las cejas
grises que le caen sobre los ojos, y pienso que esa mirada inacce-
sible a lo mejor ya no ve nada, no ve las nubes abiertas, los pája-
ro s que c ruz a n el cielo, los rayos de un sol digno de un invierno
más crudo y no de es te otoño inesperado. Pienso que no me ve ,
que mi viejo ya no me ve, y me pregu nto si siente bajo los dedos
el roce de las sábanas, si le duelen los golpes, o si el placer del
sexo queda en la memo ria de un cu erpo cuand o ya e l cuerpo notiene ideas ni sent imientos .
El está vivo. Respira. Mueve, o se le m ue ve , una m a no.
Abre apenas los labios y vuelve a cerrarlos. Me llama la atención
qu e respi re su avemente , s in el ruido cavernar io en los pulmone s
que cualquiera puede imaginarse frente a un cuerpo así.
¿Piensa , mi vie jo, en es te mo mento ? ¿En qu é piensa?No creo que piense.
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si va a pensar en mi vieja. Justo ahora . O en mí. A quién se le
ocurriría.Yo, si es tuviera en su lugar , y pudiera pensar , pensar ía en
algo que me aliviase de l ruido de la vida. Pensaría en algo qu e
me hiciese feliz.
Todo lo demás no sirve para nada.
Una habitación de hospital parece la pieza de mi viejo.
Alguien le pus o a l a cama incluso una de esas mantas blan-
cas de piqué y una a lmohada más.
Susana, que trabaja en la intendencia del Borda, consiguió
el aparato ese del que cuelga un a bolsita transparente y contem-
plo el brazo, la vena por la que le inyectan suero a mi padre .
No puedo creer que este cuerpo golpeado sea el cuerpo de
es e hombre invencible qu e cuando yo era chico me parecía el
due ño de la maldad.
A lo mejor ya no tiene conciencia.
No sabe nada.
No ent iende lo que le pasa.
Capaz que entró en estado de coma.
Quién sabe.
Nadie, acá, puede hacer un diagnóstico.
La única qu e tiene alguna idea es Rosa. Ella trabajó en la
guardia del hospital Fernández . Ella dijo que había que darle
suero y esperar. Rosa se jubiló hace doce años.
No podemos l lamar la atención.
Si la Pe Efe se entera de que acá hubo muertos y heridos se
acabó. Están esperando cualquier cosa para convertirnos en pa-
pel picado.
Se me empieza a acomodar en la cabeza la idea de que novo y a escuchar más la voz de mi viejo.
Me parece una idea rara.
Pensar en la voz.
Soy un boludo.
Se me llenan los ojos de lágrimas.
No pue de ser para tanto, pienso.
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Cuando aparecen Anchorena, Garmendia y el Chueco
aprovecho y me hago humo. Salgo del Palacio Apache y caminoEl okupa estaba herido y a ellos se les fue un poco la mano. Ya lo
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un rato, estiro las piernas, fumo un cigarrillo. Tengo la sensa-
ción de que es el primer cigarrillo de mi vida. O el mejor. No sé.Hago un alto en el barcito de López. Tomo una ginebra. López
no habla. Arregla sillas. No para. Le tengo un poco de envidia.
Tiene algo que hacer, López. No hay casualidades, pero de ca-sualidad llega Cúper. Me da una palmada en un hombro. Dospalmadas .
—Qué te pasa — le digo.—N ad a .
—No necesito mimos.
Mira para otro lado, Cúper.
Él también se toma una ginebra.
Después salimos juntos y seguimos caminando.
— Se llevaron los heridos —dice Cúper.
El viento que viene del este le sacude el pelo desteñido, ata-
do atrás, pelo de grasa, o de rasta. Hay minas que dicen queCúper tiene su onda.
—¿Quiénes? — le pregunto.
—Los okupas —dice Cúper—. Los heridos y dos muertos.
—Lo único qu e falta, co n este viento, es que se nos vengaencima un a sudestada —digo.
Cúper mira el cielo.
Todavía hay un poco de sol. Pero es esa luz amarilla, pálida,que no presagia nada bueno.
—Se olvidaron uno, no lo encontraron, algo así —diceCúper.
— ¿ U n herido?
—Primero estaba herido. Ahora está muerto.
No digo nada. Cúper sigue:
—Había qu e averiguar quiénes eran, de dónde venían, esas
cosas... Bueno, se les fue la mano en las preguntas.
— ¿A quiénes se les fue la mano?
—Al negro Sosa y a tres más.
— ¿ E l negro Sosa mató a un tipo?
—No lo mató él. Fueron los cuatro. Y tampoco lo mataron.
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enterraron. Desapareció. No haypruebas.
Llegamos a la casa de l changador de Constitución. Antes
de golpear le digo a Cúper:
—El negro Sosa nos va a cagar.
—Hay gente que está de acuerdo con lo que hizo. Es una
especie de revancha. No pueden entrar un montón de locos una
madrugada y molernos a palos como si tal cosa, Rata. ¿Qué so -
mos? ¿Monjas? ¿Haré Krishna?A veces le da por las religiones a Cúper.
Mejor me callo.
Entramos en la casa de Morales, un pibe que trabaja de
changador en la estación de trenes de Constitución. Morales
mide un metro ochenta y cinco y pesa ciento diez kilos. Es un
rinoceronte el pibe Morales. No sé si me explico. Le pegaron
todo lo que quisieron. Tiene la cabeza vendada, la nariz rota y lefalta un diente. Se ríe, cuando aparezco, "Qué haces, Rata", m e
saluda, abre la boca, sonríe y se le ve el diente que le falta. "Vos
también cobraste", m e dice. Y o m e acuerdo de m i cara machuca-
da pero m e da vergüenza decirle que yo cobré po r otra cosa."Y...", le digo, y le regalo un chocolate, un Milka grande de cho-
colate con leche y almendras, y un paquete de Winston, uno deesos que me llevo siempre del departamento de Maru. A Mora-les le gustan lo s importados. Un poco fanfa es. Se emociona
como un chico. "Sos un hermano", m e dice.
Le toco la cabeza. Le revuelvo el pelo.
Nos vamos, Cúper y yo.
La parada siguiente es para verlo al Toti.Le rompieron la mano derecha.
Está sentado en un sillón de madera y mimbre. Se hamaca.
Hierve de bronca el Toti.Rosa, la enfe r mer a jubilada del Fernández, le entablilló la
mano.
Mecedoras le s dice m i vieja a los sillones como éste donde
se hamaca m i amigo, el travestí Edmundo Botti, un tipazo.
A veces m e pregunto si en Rosario se habla diferente o m e -
jor que acá. Quiero decir: con las palabras adecuadas. O si se
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hablaba as í antes, porque ahora me parece que en todos lados se
habla para la mierda. No hay palabras. Se nos terminan. Nos ol-
que al mismo tiempo no sabe que es, y eso se hace patente cuan-
do alguien de pronto le emboca un sobrenombre al otro?
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vidamos. Las perdemos. No sé qué pasa. Un pibe que trabaja en
Vialidad, un ju jeño, dice que en el noroeste se habla mejor que
en Bue nos Aires. Otro, Julián, un chico que lava parabrisas en
lo s semáforos de Sarmiento y Figueroa Alcorta, discute siempre
con el jujeño por ese tema y le dice que en el noroeste todos
parecen collas gallegos.
Yo no sé.
Pienso que a mí este metejón con decir las cosas bien, conescribir algo, me viene de mi vieja. Ella sabe lo que dice, lo que
las palabras significan. Creo que fue a la Secundaria hasta ter-
ce r año y que leía libros. Hasta los 14, 15 años mi vieja soñaba
con otra vida. Después se vino a Buenos Aires. Pasó lo que
pasó. Y yo le salí medio compadrito con el vocabulario, preten-
cioso y sobrador . No q uiero ni pensar lo, pero me pa rece que a
mí este mambo me viene de ella. Lo peor es que no me viene de
lo que ella es ahora, o de lo que era todos esos años cuando
hacía la calle y yo no hacía la escuela. Lo peor es que creo que
me viene de antes, cuando ella era otra, una chiquilina que se
cr ió en otro mund o y que pintaba pa ra otra cosa. Una chica que
sabía poco y nada sobre lo que pasa en la real idad. Capaz que de
ahí me vienen a mí estas ínfulas de sabihondo . Como si yo su-
piera algo.
El villero ilustrado.
Eso me dice el Toti cuando lo que digo le suena un poco
postizo.
Lo dijo la pr imera vez una tardeci ta que estábamos al pedo
—él, Cúp er y yo— y le empez amos a dar vueltas al sentido de la
vida. Nada menos.
Yo dije algo así como que la vida era un horizonte que nun-
ca se veía y que por eso es tan difícil en tenderla.
Entonces el Toti dijo:
—Habló el villero ilustrado.
Y me escrachó.
¿Viste que los sobrenombres quedan cuando resu men algo,
cuando pescan en dos palabras algo del otro que el otro es pero
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El Toti ahora levanta el brazo, me hace ve r otra vez la mano
entablillada y me dice que no hay derecho.
Le digo que no.
Me dice que se lo hicieron a propósito.
Le digo que sí.
Me dice que eran una barra de imbéci les y de impotentes.
—Clavado —le digo.
¿Qué le voy a decir?—Haceme un porro —me dice.
En una mesita, cerca de la mecedora, hay una bolsa con
hierba, pape l, cigarrillos. Le armo un par de porros al Toti.
Fumamos un poco.
— N o fu e al boleo —me d ice—. Vinieron a buscarme.
Le creo. Yo ya sé que tiene razón. Me lo imaginé hace quin-
ce o veinte días, cuando escuché po r pr imera vez que una noche
cualquiera nos morfábam os un garrón histórico.
Le pido a C úper que le prepare un café o algo por el estilo al
Toti y que me espere. El Toti dice qu e prefiere un té. Yo cruzo
la calle y entro en mi casa. Jenifer me echa un vistazo. Plancha
ropa de los chicos.
—Volviste —dice.
Me le acerco po r atrás y l e beso el cuello.
Gilda canta:
¿Quién te dijo que mi puerta
tiene qu e estar siempre abierta?
Va s y vienes cuando quieres
y yo sólita despierta...
Es una cumbia.
Lo s chicos no están.
La casa no es la misma sin Ramiro y sin Julieta.
M e acuerdo cuando no teníamos hijos.
Jenifer huele bien. Huele a mujer. Huele a rencor. Le toco
las nalgas, duras y altas.
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Se aleja un poco, Jenifer, lo que puede . Está parada frente a
la tabla de planchar y me tiene atrás a mí.
dar on chicos, y un saco de cuero, uno de esos regalos de Maru
cuando m e dice "Vas a ver qué lindo te qued a, Ratita", y me viste
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—E nseguida l legan los chicos —me dice .
Le levanto la pollera. Le bajo el slip. Ella no quiere. Por eso
se me endurece más. Me gusta tocarla sin sacarle el vestido. Le
abro las piernas desde atrás. ¿E s verdad que no quiere , Jenifer?
Le hu ndo el dedo, y se lo saco, y vuelvo a hacerlo. Entonces ella
baja la cabeza, la inclina hacia un costado: si hubiera un espejo
yo le vería en este momento los ojos cerrados, los labios entre-
abier tos . . . Ahora quiere, ella.Me la cojo.
Bien.
Termina dos o tres veces.
N unc a se sabe.
Pero yo estoy al palo y es lo mejor que hago con Jenifer en
varios meses.
Después me doy una ducha, me cambio la ropa, y le digo
qu e vuelvo más bien tarde. Le p ido que les dé un be so a los chi-cos de parte mía.
Gilda, m ás adelante en e l CD, sigue:
¡Cuántas noches vacías,
cuántas horas perdidas!
¡Un amor naufragando,
y tú sólo mirando...!
Cruzo la calle. Se hace de noche. El Toti mira una película.
"Es de amor", m e cuen ta, "Ella es muy pobre y se e na m ora de un
cretino lleno de guita que ni la mira". Le digo a Cúper que nos
vamos. Y nos vamos.
—Vestido para matar —dice Cúper que hoy no me deja pa -
sa r una .Es verdad.
Me puse una camisa limpia, un jean nuevo que parece viejo,
un par de zapatos co n suelas de goma que le compré el año pasa-
do por veinte pesos a un pibe que se los había afanado para el
viejo en una zapatería pituca del Alto Palermo y al viejo le que -
92
como a ella le gusta.
Por eso es verdad.
Para caer en cua lquiera de los locales del Pájaro hay que es-
ta r presentable. Si se le ocurre qu e pareces un villero se pone
nervioso y te raja.
Hoy se va a poner nervioso, el Pájaro.
Pero no voy a grabarme números en e l ba lero.
No v oy a laburar ni a comer ni a tomar copas.Voy a poner dos o tres puntos sobre las íes.
Y voy calzado.
Llevo en el costado izquierdo la pistola que le saqué ayer a
la mañana al matón de cuarta que tenía boca de lobo. Y en la
cintura, atrás, mi 38, un fierro como la gente.
Me acuerdo cuando el Pájaro se levantó a Maru y ella por
un tiempito no me dio más ni la hora. Seguía queriéndome, creía
yo, pero no transaba. Se había propuesto otros horizontes y ha-
cer buena letra para alcanzarlos. Me hizo el entre para que el
Pájaro me diera laburo pero ap enas m e dejaba que la mirara de
lejos. Ella er a maitre en un res taurante del Pájaro. En esa épocaél tenía do s locales. Esto ya lo conté pero lo vuelvo a contar por-
que m e parece que es necesario. O porque m e parece qu e para
mí es necesar io acordarme de esas noches cuando empecé a
laburar con el Pájaro y pasab a por uno de los locales a buscar los
n úmer os que me cantaba. Entonces la veía a Maru. La veía de
lejos. Vestida como un a diosa. M ás linda qu e nunca. Maru no
me daba bola. O me miraba cuando creía que yo no la veía. El
qu e me relojeaba todo el tiempo era el Pájaro. A él siempre lo
mataron lo s celos. N o alcanza el poder , no alcanza la guita, no
alcanza la fama para no tener celos. Cuando alguien es celoso
está muerto.Pasó el tiempo y todo se fue aflojando. Había menos ten-
sión. El Pájaro se sentía más seguro y tenía que confiar en M aru
sí o sí. Los negocios crecían y ella empezaba a cumplir otro pa-
pel. Dejó el laburo de m aitre, reclutó pen dejas divinas para cada
un o de los boliches qu e abrió el Pájaro, le s enseñó el laburo y las
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reglas, controló las puestas en marcha, fletó a las pizpiretas y alo s putos malhumorados. Éste es uno de los secretos de estos
ñana o pasado, después le damos para el sur y por fin llegamos
otra vez al Palacio A pache. La idea del cine es de un pibe fanáti-
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lugares. Tiene que haber siempre un par de chicas que parecequ e le dan un m ontón de bola a los giles y un par d e trolos sim -páticos. Simpáticos y correctos co n todo el mundo. No solamen-te con los clientes trolos. Es así como funcionan las cosas. Lasminas pueden alzarse un punto que las banque y los trolos pue-den tener sus novios o lo que quieran. Pero en los localeslaburan. Y nada más. Es así. Cuando Maní pesca a alguno de
estos pibes y pibas tirándose un lance alevoso con algún clientelos fleta.
Ella tenía 25 años, y ya controlaba todos los boliches de lPájaro. Entonces él se dedicó a crecer po r otro lado.
No pasó mucho t iempo.Apenas un par de años.
Pero algo ya huele a podr ido en esta historia.D e todas maneras m e acuerdo de la pinta de Maru, esas no -
ches, cuando me ignoraba, y a mí se me licuaba el cerebro. Leveía las polleritas satinadas o transparentes , mínim as, y las pier-na s largas, e l pelo suel to, la sonr i sa med ida en los labios
atorrantes, y me quería matar.Ella me decía que yo era un fetichista. Y creo que tenía ra-
zón. En un viaje que hicimos en 1997 a Bariloche yo me habíaquedado con una bombachita de Maru. Un slip blanco. Me loguardé tal cual se lo sacó una noche después de usarlo todo eldía. Cuando me cortó el rostro, lo busqué, lo encontré, y lo olí.Tenía olor a Maru. Ese olor que junta una muje r entre las pier-nas: los olores que le pertenecen, incluidos el sexo y los perfu-mes. Es raro. Ese olor me vuelve loco.
De vez en cuando la huelo a Maru.Por eso, digo, es verdad. M e vestí para la ocasión. No creo
qu e mate a nadie. Pero si no hay más reme dio se me van a esca-par dos o tres tiros. No es cuestión, como dice Cúper, que unamadrugada cualquiera me caiga una banda de matones y mer o m p a n el alma porque el Pájaro anda un cachito atravesado.
Caminamos por las calles anch as de Puer to Apache, desem-bocamos en la avenida, pasam os frente al cine qu e inaugura m a-
co del cine que t rabaja en un Blockbuster de Barracas. No estámal, la idea . Tenemos u na escuela, una c o m p u t a d o r a y uncine.. . ¿Hace falta algo m ás para edu car al soberano ?
Una biblioteca, van a decir los giles.Los libros juntan mugre, se ponen amarillos, se rompen.A los libros no hay que guardarlos. Hay que leerlos y pres-
tarlos, regalarlos, o tirarlos. No tiene sentido guardar lo s libros.
Pero ha y gente qu e guarda todo, qu e colecciona cualquier cosa.¿Te acordás de los técnicos en radiofonía, no sé cómo se llama-ban, esos tipos como mi abuelo, que armaban aparatos de radio?Ésos guardaban cablecitos, alambres oxidados, clavitos de mo-rondanga, tuercas, lámparas, las lámparas que usaban antes lasradios, botones para los diales, diales, qué sé yo. Un día se mo-rían, lo s coleccionistas, y todo es e montón de porquer ías termi-naba de la noche a la ma ñan a en la basu ra. Y ahora, ¿q uién tieneuna de esas radios? Nadie. Ni de recuerdo las guardamos. Bue -no, con los libros va a pasar lo mismo. ¿O para qué te crees queinventaron Internet? Internet es la biblioteca del mundo. Estátodo, en Internet . No sólo Guada. No sólo porno grafía. No sólolugares para guachos qu e violan pibitos como la organizaciónqu e ayer descubrieron en Italia, fascistas qu e hablan de cacerías yde presas. . .
En el pasillo, frente al depar tamento , hay un montón degente: amigos, vecinos, curiosos. D e repente pienso en un ve-lorio. Esto es el velorio, pienso. Pero no. Me abren paso, cuan-do me acerco, y entramos, Cúpe r y yo, al bulo de mi pad re. Yotengo alucinaciones: ha y olor a hospital acá, o es el olor de lamuer t e .
Rosa le ajusta un nuevo vendaje en el pecho al viejo. Le veolas manos deformadas por la artritis a los restos en pie de unamujer qu e seguro tuvo su época de fuste.
— A d e m á s — m e dice cuando me ve, y da la impresión deretomar un diálogo que nunca tuvimos—, t iene dos cost i l lasrotas.
Frente a la ventana, de espaldas, con los brazos cruzad os, la
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mirada que se refleja en el vidrio clavada en la oscuridad y en las
luces que construyen abismos y reflejos sobre la s aguas invisiblesviejo, la caída del Chueco y de Garmendia es cuestión de días, y
la Primera Junta será muy pronto un recuerdo, el nombre de una
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de la laguna, está Juana la Loca. ¿Quién podría negar que es una
visita de relieve? Como si la Thatcher fuese un día a verlo a
Reag an perdido en el corralito de su Alzheimer. Cuando le
cuento a Cúper un poco m ás tarde la idea que se me representó
sacude la cabeza.
—Vos sos el rey del mambo , Rata —me dice—. Si tu viejo
fuese Reagan yo sería Rockefeller.
—¿Se salva? —le pregunto a Rosa.
La enfermera antigua m e mira. Tiene, inevitablemente, lo s
ojos perdidos detrás de nubecitas o de cortinas finitas, transparen-
tes y turbias. Es así. Lleva el pelo atado en un rodete y si hubiera
encontrado su vieja cofia seguro que se la hubiera puesto.
—A lo mejor —me dice—. Yo creo en Dios.
Se va, Rosa.
La agonía de mi viejo le ha devuelto a esta mujer es a digni-
dad que se pierde cuando uno ya no tiene nada qu e hacer y se
vuelve un trasto, una incomodidad para todo el mundo.
Entonces Juana la Loca se acerca a l a cama.
Ella no me mira.
Tiene el pelo como la paja seca: sin brillo y descolorido. Pa-
rece rubio, blanco, gris, todo junto.
—No — m e dice Juana la Loca—. No se salva tu viejo.
Me quedo callado. Cúper también.
Ella le agarra una mano al hombre que en la cama, con los
ojos abiertos, no ve, no piensa, no tiene sentimientos.
Me pregunto qué habrá unido a esos dos personajes que no
se tenían confianza, que no eran amigos, qu e ocultaban renco-
res, y que más de una vez, si n duda, durmieron juntos.
—Gracias por venir —le digo a Juana la Loca.Es una formalidad. No sé qué decirle. Y quiero decirle algo.
Ella no me mira, pero el fantasma de una sonrisa fugaz le cambia
por un segundo la boca. Yo sé que si mi viejo se muere esta m u-
jer gana espacio, influencia, poder. Ella tiene un par de negocios
m ás en la cabeza. Y quiere las riendas de Puerto Apache o ser
dueña de las manos del que se quede con las riendas. Muerto mi
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placita nueva, o algo por el estilo. Historia antigua.
Salimos de Puerto Apache en el auto de Cúper.
La llamo a Maru por el móvil.
Me dice que está sola pero que no puede verme ahora.
Le digo que no me importa, que voy para su casa.
Transa.
Me dice que hoy no, pero que vaya mañana al mediodía. La
vida con Maru se ha vuelto una vida irregular a pleno sol.
Así que dejamos el auto en el estacionamiento de un restau-
rante de Puerto Madero. El encargadoes amigo de Cúper. No hace
falta que vayamos a comer al restaurante. Es un boliche lleno de
caretas, ex funcionarios, algunos productores de la TV, tipos enri-
quecidos a costillas de todos nosotros, merqueros y vividores de ca-
lañas diversas y estirpes múltiples. O sea, un paraíso argentino.
Cúper tiene ganas de comer pizza.
Por eso caminamos un rato a lo largo de los diques.
Veo las luces de la fragata Libertad anclada un poco más
tila, en la Dársena Norte.Nos sentamos por fin en una terraza con suelo de madera,
columnas de hierro, luces bajas, mesas con manteles blancos,
velitas y flores. Una pizza, acá, nos va a salir m ás cara que un
plato de ostras en el boliche del Pájaro.
Pero a mí no me gustan las ostras. A Cúper tampoco. Y yo
no voy a comer nada esta noche en el boliche de l Pájaro.
Nos atiende una chica montada sobre unos zapatos con pla-
taformas dignos de un buzo o de un astronauta. Nadie puede
caminar con suerte o distinción sobre un a porquería semejante.
Tiene las piernas que tiene que tener, la chica, las gomas opera-
das y los labios llenos de colágeno. Se dibuja una sonrisa inútilcuando nos pregunta qué nos vamos a servir. Nos llama caballe-
ros. Le pedimos una pizza de muzarela, jamón y tomates y dos
! balones. Algo parecido a u n clásico. Pero por la pinta de la chica
te m e mete en la cabeza qu e vamos a comer chatarra. Veremos.
Hay viento del sudeste. No hace frío. Los manteles se agi-
tan de vez en cuando. Las llamas de las velitas tiemblan.
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Brindamos, con Cúper. Chocamos los balones y brindamos.
Al rato aparece una band a de pibitos, mendigos, harapien-
8. EL ALMACÉN
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tos, dos o tres va n descalzos, otros moquean. Lo s ponen en la
calle cada día mejor producidos a los pibes. Hay una nena que
no sabe ni una palabra en castellano. Es rubiecita. Si uno fuese
un tarado pensaría que hay países que están peor que éste. Una
de las man eras del triste consuelo. De n o entender nada. O d e
se r un nabo.
Vienen por la calle de piedra que hay junto a los muelles, lo s
pibes. Nos ven y se suben a la terraza. De cualquier lado salen
tipos de seguridad y los obligan a volver a la calle. No los tocan.
Los rodean. Y los hacen retroceder, bajar de la terraza sin poner-
les un d edo encima. Pero siempre alguno se filtra y vuelve.
Un pendejo me pide guita.
Le digo que no le voy a dar guita.
Entonces me pide queso del que nos trajeron en un platito
junto con los balones. Cachitos de pan trajo también la moza de
zapatos duros.
Le digo que me g usta el queso y que me lo voy a comer yo.
Cúper no abre la boca. Tiene las piernas estiradas, los dedoscruzados sobre el vientre, y mira lo s barquitos deport ivos qu e
flotan en el dique.
Por f in me pide un cigarrillo, el pibe.
Le doy un cigarrillo.
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Dejamos el auto de Cúper en una calle co n árboles, a una
cuadra del boliche preferido del P ájaro que no es el prime ro sino
el último que abrió, una mezcla de restaurante y bar que hizo
construir en una vieja imprenta de anarquis tas qu e antes había
íido una fundición. No sé si será verdad porque estos tipos te
tiran cualquiera a l a hora de inventarles algún pasado artesanal o
progre a sus locales reciclados, a los techos altos, la s vigas demadera, las column as de hierro.
Nos detenemos en la esquina de enfrente de l boliche, fu ma -
mos, echamos un vistazo. Son las once de la noche, la hora pre-
ferida por el público de la zona para llegar, dar vueltas en busca
de un agujero don de dejar los autos o las 4x4, y atiborrar m edia
docena de lugares. Siempre me pregunto por qué algunos no dan
abasto y otros son desiertos que languidecen durante meses has-
ta que alguien les cierra definitiva y piadosamen te las puertas. Y
siempre me digo que no se entiende porque capaz que detrás de
los negocios hay negocios que explican lo inexplicable. Capaz
que no se trata sólo de poner f rente a las hornallas al mejor coci-
nero de la zona, de llenar el sitio de pendejas que no entienden
la diferencia entre un filet de merluza y una brotóla a l a plancha
pero que te atienden como si vos fueras Brad Pitt, no se trata de
conseguir el mejor Relaciones Públicas del sector ni de que el
lugar sea una copia de otro de Nueva York, de París o de
99
A m s t e r d a m . No. Capaz que a veces el secreto está en otro lado.
En el negocio que hay detrás del negocio, pienso, y por eso no
muchos saben de qué se trata. A veces ni siquiera los dueños de
notar lo menos posible. No sé por qué me p arece que aunque las
chicas hechizantes salgan con estos fulanos en el fondo les gus-
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los bares fo rm an par te del otro negocio. Son business que se ar-
man en paralelo , qu e mueven o tras cosas, qu e tocan fibras dife-
rentes . Pero cuando esos negocios se arman los boliches se lle-
nan de modelos top, de fu nciona r ios fashion, de burgueses
fundidos en busca de algún estribo para no quedar descolgados,
de h i jos y entenados de los que mandan, de los dueños de la gui-
ta, de los videntes qu e saben cuándo quieren o necesitan mez-clarse el agua y el aceite. Y entonces a veces estos emprendi-
mien t os son prósperos gracias a la prosperidad de un puñado de
fulanos que le han robado a este país hasta el alma.
No hay a la vista tipos de seguridad ni choferes o alcahuetes
de los que salen todas las semanas en las revistas. Apenas se
mueven agitando su s t rapos de color naranja lo s pibes qu e aco-
modan autos o te los abollan si no les das bola. Pendejos que se
ganan el morfi como pueden. El faro de cualquier Mercedes,
Porsche o BMW cuesta más que toda la guita qu e pueden juntar
en noches y noches ocupándose com o siervos de las máquinas de
los bacanes.Esta noche será otra noche de sorpresas.
Cúper se q u eda en la esquina de enfrente y yo me man do .
Cruzo la calle y entro en el local de l Pájaro.
D e inmediato huelo la combinación de per fu m es caros y d e
olores que se filtran desde la cocina. Oigo risas cristalinas de
chicas glamorosas y voces intensas de tipos bien forrados. La
palabra glamorosa la leí el otro día en una revista. S é que viene
de glamour pero todavía no sé si glamour viene del inglés o del
francés. M e falta averiguar eso. Glamour creo que quiere decir
algo así como hechizo. El lenguaje y la moda son así. No es lo
mism o dec ir chicas hechizantes que chicas glam orosas. E ncuanto a los tipos for rados hay que reconocer que no todos lo s
tipos co n guita levantan la voz en los bares. Hay una clase con-
creta de sujetos llenos de guita que hacen saber todo el t iempo
qu e son tipos llenos de guita. Lo hacen saber llamando la aten-
ción. Es curioso. Yo no soy nadie, pero si tuviera guita me haría
100
tan más los tipos que hacen menos ruido. A lo mejor no. A lo
mejor es una idea mía. A lo mejor no hay que hacer band era para
qu e estas nenas no te esquilmen. Nunca se sabe. No hay nada
m ás secreto que el gusto de una m ujer.
Mastico estas elucubraciones y me las saco de la cabeza. D e
ninguna man era se las voy a contar a Cúpe r , po r ejemplo, y mu-
cho menos al Toti, con el humor de perros que le dejaron los
villeros que lo fa jaron la otra noche. . . Lo único que me falta esotro sobrenombre.
Corre el champán, el pescado crudo, la s mezclas de cordero
patagónico co n yuyitos de Indonesia. H ay olor a cigarrillos,
también, y vestiditos ligeros, piernas largas, bocas pintadas de
rojos brillantes, pieles bronceadas en soles de otro lado, remeras
negras, camisas blancas, relojes macizos, homb res de pelo en pe-
cho con las mechas teñidas o pintadas, ruido a celulares.
Si algo puede defin i r mejor que otra cosa esta época son los
teléfonos celulares. El timbre de los móviles en todas sus versio-
nes son la banda sonora de una película sin pies ni cabeza que
cuenta la historia de siete millones de argentinos que hablan to-
dos al mismo tiempo por sus teléfonos celulares. Me pregunto
m ás de una vez qué haríam os si no existiesen los teléfonos m óvi-
les. ¿Caminaríamos más? ¿Dinamos menos boludeces? ¿Estar ía-
mos de acuerdo con algo? ¿Pagaríamos la deuda exte rna? ¿Nos
moriríamos en silencio?
El Pájaro me ve enseguida y sale a m i encuentro .
Trago saliva.
En este momento m e duelen lo s oídos. Creo que es miedo.
Yo no arrugo. En general, no arrugo. Pero el Pájaro me da
un poco de miedo. Siempre fue así. Me gustaría saber por qué.
Lo único qu e puedo pensar es que sé que él está decidido a hacer
cosas que yo no haría.
M e agarra co n cierta suavidad de un brazo.
—V en í —me dice.
Hay algo inesperadamente cordial , casi humano —dir ía
yo—, esta noche en el Pájaro.
101
Nos sentamos a una mesa en un rincón, lejos de la barra
donde una legión de chicos y chicas se emborrachan como si
fuera necesario, franelean, se drogan un poco. No llega mucha
Me mira y me muest ra los dientes.
Eso, para él, es una sonrisa.
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luz a esta mesa. El Pájaro apaga la vela que aletea en un globito
de vidrio transparente. M e siento m ás tranquilo. No m e gustaría
que nadie piense que somos trolos.
El Pájaro pide whisky con hielo p ara mí y una cerveza negra
par a él. Nos atiende una piba que es un prim or.
El Pájaro dice:
—Supe que te la dieron.Pela cigarrillos, un paquete de Winston. Prendo u no .
Espero que la piba primorosa se aleje, tomo un trago de mi
copa y le p regunto:
—¿Q uién te contó?
El Pájaro m e dice con la cabeza que no importa .
—Yo estuve afuera. Llegué hace un rato —d ic e —. Y m e
contaron que te comiste un garrón.
¿Y o sé que estuvo afuera porque anoche no vine a buscar los
números o porque alguien le dijo que yo sé que él anoche no
estaba en Buenos Aires? En cualquier caso a mí m e fajaron hace
dos noches. Para una cosa así no hace falta que el Pájaro esté acáo allá. Con dar un a orden desde cualquier parte le alcanza y le
sobra. Así que éste no es el punto .
¿Cuál es el punto?
El Pájaro estira una mano, me toca el mentón y me hace
girar la cara. Me ve las costuras, los moretones de ese lado, y el
oj o hecho percha .
—De pánico, loco — m e dice.
No entiendo nada.
Así que voy al grano:
—Me cayeron tres tipos en un Ford azul. No sé cómo en -
traron. Y ellos no sabían qué buscaban. Era evidente. A uno le
saqué este fierro —deslizo sobre la mesa la máquina qu e llevo en
la cintura. El contacto con mi 38, en la espalda, es una delicada
incomodidad.
El Pájaro le echa un vistazo a l a pistola y con un movimien-
to invisible la cubre de inmedia to con una servilleta.
102
Incluso, podría pensarse, una sonrisa amistosa.
—Y vos pensás que te los mandé yo — dice.
—Sí.
Toma cerveza, mira las mesas de alrededor, mira la calle, lo
ve a Cúper, enfrente, pero no se inmuta .
El Pájaro conoce bien a Cúper . Lo tiene en lista de espera
para darle trabajo. Pero nunca le encuentra trab ajo. Yo creo que
no le va a dar nada p ara que yo no tenga un socio adentro.—Sos un tarado —me dice.
Yo también miro para otro lado. Me la banco. No abro la
boca.
—Sos un minusválido cerebral —me dice.
Trago un poco más de whisky y le devuelvo la mirada .
Lo miro mal.
Quiero que se entere.
—Escúchame, boludo. ¿Por qué te voy a mandar yo tres
idiotas para que te m uelan a palos?
—Porque te afanaron y pensás que fui yo. O que yo estoy
metido en el asunto.
—Vos comes vidrio, Rata.
—A veces sí.
—Si yo creyese que vos me afanas no estarías sentado ahí.
Te digo más. Si yo creyese que vos me afanas y te hubiera man-
dado una p atota v os ya no estarías vivo, ratón .
Me dice ratón.
No me gusta .
Ratón.
De pronto pienso en Maru.
A lo mejor ella no me min tió, pienso.
Pero no quiero ser iluso.
—Mira, Rata — dice el Pájaro como si yo de golpe fuera un
conf idente, su mano derecha o su mejor amigo—. La mano vie-
ne cambiada.
¿Para qué voy a andar con vueltas?
Le digo:
103
—No entiendo.
Es lo más fácil.
Me dice ratón.
Mejor que a Cúper no se le ocurra pensar nada.
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El Pájaro muerde el filtro del cigarrillo. Me acuerdo de al-guna película. No sé de cuál.
Tira el cuerpo sobre la mesa, se acerca, habla en voz muy
baja:
—Las cosas claras, ratón. El único motivo por el cual yo temandaría un par de imbéciles para que te rompan nada más que
tres o cuatro huesos es para que te dejes de joder con Maru de
una vez por todas. Y te aseguro que no te los hubieras sacado deencima tan fácil. Pero no tengo tiempo para boludeces. No me
están afanando, Rata. Me están mexicaneando.
Termino el whisky.
No era una medida muy generosa.
—El Ombú me mandó a esos tipos —le digo.Él levanta apenas una punta de la servilleta y mira lo que
alcanza a ver de la pistola del tipo con boca de lobo. Yo no veonada. Me duelen los oídos.
Me acomodo el saco.
Noquiero
que setrabe nada
si tengo quemanotear
el 38.
No es el lugar. Sé que no es el lugar. Ni la hora. Ni la forma
de hacer las cosas del Pájaro. Pero ya estoy harto de que me cai-
gan encima desde los árboles...
—Anda tranquilo, Rata. La cosa no es con vos. Pórtate
bien. Bórrate. Dejala en paz a Maru. No me hinches las pelotas.
Y va a estar todo bien. Hacete humo. Chau.
Me levanto.
No puedo creerlo.
Alguien podría imaginarse que este tipo y yo somos socios.
O algo por el estilo. Que pateamos para el mismo lado. Que es-
tamos en el mismo bando. Que la única diferencia entre noso-tros es una pelotudísima cuestión de polleras... Cúper... ¿Qué
pensará Cúper?
Antes de dar el primer paso hacia la calle oigo por última
vez su voz en un murmullo inconfundible. Llevo años escuchan-
do sus órdenes y sus consejos en ese murmullo:
—Ojo, ratón — m e dice—. Cuidate el culo.
104
Entro en el ruido de la noche.
Sopla viento del sudeste.
Es muy tarde cuando volvemos a Puerto Apache. La gente
duerme. Un perro solitario trota por una calle lateral. Se para.
Levanta las orejas. Mira pasar el auto. Sigue su camino. Es unperro marrón, cansado, a l a deriva. Cúper deja el auto frente a su
casa y ruega al cielo que la Mona Lisa no esté despierta. Y que
no se despierte.
—Yo la quiero — m e dice—. Pero a veces me pone loco.
—No te pongas loco —le digo.
Y me voy.
A medida que te acercas a la laguna se oyen los trajines ha-
bituales del hotel: un poco de música, algunas voces, la risa falsa
de una chica probablemente dedicada a un chiste malo que no
hay más remedio que festejar. Gajes del oficio. Es un trajín ruti-nario que se confunde con el silencio, con la noche, co n esos
ruidos que la noche arma en los alrededores de la laguna.
Llego. Subo. Entro.Parece que duerme, mi viejo. Sigue tal como lo vi la última
vez que lo vi. La única diferencia es que tiene los ojos cerrados.
En un silloncito, junto a la cama, hojeando una revista y al
mismo tiempo mirando una película en la televisión, está
Guada.
Tiene puesto un tapado de paño negro, no sé si porque ella
también acaba de llegar y se va enseguida o porque hace frío.
Donde el tapado se abre quedan a la vista las piernas cruzadas. Me
mira. Mueve la cabeza. Es un gesto de pena, o de resignación.
Tiene onda, esta piba.
Le doy una mano. Ella pone una mano en la palma de la
mía. Le digo que nos vamos a tomar algo antes de dormir. Medice que sí con la cabeza. Se para. Tiene olor a tabaco y a nightclub.
105
No es lo mismo el olor a discoteca que el olor a night club.
¿Cómo se llaman ahora los night clubs?
La única posibilidad para to mar algo a esta hora es el bar del
no es demasiado chico y el slip podría ser una tanga. Ella está de
rodillas sobre un sillón con las manos apoyadas en el respaldo.
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hotel de Juan a la Loca. Así que subimos. E n la escalera los zapa-
tos de Guada casi no hacen ruido. Por los pasillos el taconeo es
un repiqueteo armónico y sensual: pasos de mujer . Tacos altos.
Tacos cercanos. Tacos p ara la noche.
N os sentamos frente a u n ventanal en el que de día la laguna
parece puesta ahí como en un cuadro. Ahora no se ve nada .
Guad a pide un té y un cognac. Yo quiero un gintonic. Fum a-mos. Parece que fuese difícil hablar. Por fin ella dice:
— N o probaba una gota de alcohol desde ayer.
No le pregunto por qué. Me imagino la respuesta. "En este
trabajo si se te sube el trago a la cabeza estás muerta." No quiero
escuchar algo así. Y entonces m e z umba n lo s oídos con los z um-
bidos de un sent imenta l ismo s in sent ido. Soy un t ipo con pro-
blemas. Ando calzado con un 38. Estoy seguro de que en cual-
quier momento la s cosas van a pasar a mayores. Adentro y afuera
de Puerto Apache. Y se me hace puré el corazón por una piba
qu e gatea y que curte con mi viejo.
¿Qué m e pasa?
La mina que atiende la ba rra y sirve las mesas nos mira d es-
de su butaca frente a la caja. U n matón, en una mesa, de l otro
lado, due rme co n sueño pesado.
H a y poco movimiento, es ta noche , en e l hote l Laguna
Roja.
Entonces m e acuerdo de una foto.
Ella está parada al lado de una columnita . Tiene la s pier-
nas un poco abier tas , un top quizá pla teado con bre te les muy
finos que te rmina antes de l ombligo. C on las dos manos se le -
vanta hacia el vientre una pollera diminuta, blanca, o celes-
te, quién sabe, y entonces se le ve el slip. La cabeza de perfil,
hacia su hombro derecho. El pelo le esconde un poco la cara.
Pero es ella.
En la misma página hay otra foto.
Ella ya no tiene ni el top ni la pollera. Sólo un corpino y un
slip blancos con puntitos rojos. No se ve del todo bien. El corpi-
En los pies creo que se le ven unos zapatos de tacos muy altos.
Las piernas están separad as y ella mira a la pared. O sea, uno la
ve de atrás.En la primera foto, sobre la columnita que le llega más o
menos a la cintura, hay flores amarillas. En la otra f oto, a la iz-
quierda de ella, hay una planta, casi seguro un ficus.
Se podrían decir muchas cosas de estas fotos. Voy a elegir
una. No h ay grupo: Guad a tiene las piernas más largas de Puerto
Apache .
A los 16 años yo ya me colaba en los night clubs. Amaba el
olor de los night clubs, ese olor a fungicidas, a pe r fume s artifi-
ciales, a calor, a humo, a sudores, y a mujeres. Era un pendejo.
No tenía plata. No me daban bola. Pero yo hacía un favor acá,
otro allá, le s contaba chistes a todos y m e hacía amigo de las
chicas.
Antes, mucho antes, cuando era pibe, más de una noche me
despertaba el ruido de los tacos. Las minas volvían de laburar , en
Pompeya, y el ruido de los tacos me desp ertaba. Yo escuchab a
desde mi pieza el ruido de las minas. En esa época, me parece,
m i vieja ya no laburaba.. .
Guada m e dice que tiene sueño.
Le toco el pelo.
¿Qué quiero, yo?
¿N o tengo bastante con Jenifer, con Maru, con alguna cana
al aire?Mi viejo decía hace poco que él estaba retirado, que no que-
ría saber más nada con las minas, pero que bueno, que de vez en
cuando él se echaba una cana al aire.
Es un t ramposo, m i viejo.Mira la cana al aire que se echaba.
¿Qué quiero?
¿Quiero cojerme a l a mina de mi viejo?
M e acuerdo de otra foto, en la misma página . . .
Salimos de l bar , de l hotel de Juana la Loca, de l Palacio
Apache. La acompaño a Guada hasta su casa, un poco m ás allá
106 107
de l barcito de López. Pasamos cerca del Peugeot 403 blanco,
descascarado, y con una rueda pinchada. Un día me voy a com-la categoría. Pero está en el límite. Como los boxeadores: un
gramo más y pasan de welter a mediopesados.
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prar este auto. Lo voy a arreglar, lo voy a pintar, y voy a salir a
da r vueltas por ahí. Siempre me gustaron los Peugeot 403. Son
de otra época.
¿Estoy loco, yo ?
El cuartel general de Barragán no es una oficina en el mi-
crocentro, no es un derpa en Libertador, no es una casona en
Belgrano. El cuartel general de Barragán es un almacén en Cole-
giales.
No sé cuántas veces fu i desde hace un año al cuartel general
de Barragán. Más de cien. No voy todas las noches. Voy cada
dos o tres días. No sé por qué. Por muy avispado que me crea
nunca he conseguido entender del todo la organización de este
business del Pájaro. Supongo que las cuestiones de seguridad, la
información escondida, lo que por mucho que se mire no se ve,
es lo que hace que no se entienda. De eso se trata. Me imagino.
De que nadie termine de saber cómo funcionan las cosas. En
todo caso yo a este almacén vine un montón de veces. La prime-
ra noche no lo podía creer. Después, con el tiempo, me pareció
primero genial, después un boliche de pijoteros, y ahora vuelve a
parecerme la idea de un cráneo.
¿Es un cráneo, Barragán?
Me cuesta reconocerlo, pero estoy casi seguro que sí.
De tanto verme por ahí el gordo me fue tomando confianza.
Es esa clase de confianza que da la estabilidad. Si vos sos socio
de un tipo y ese tipo tiene un forro como yo que viene a tu cuar-
tel dos o tres veces por semana, en pocos meses el forro se te
convierte en un lorito embalsamado, un pendejo inofensivo, lealo de confianza. Entonces empecé a ver cosas. La venta al menu-
deo, por ejemplo. Los clientes directos que Barragán recibe en el
almacén y el modo concreto en que se realizan la s transas chicas.
Una transa chica, en el almacén, puede ser de 10, 20, 30 gramos.
A veces más. 50, 100 gramos, pongamos. 100 gramos, hablando
en plata, ya deja de ser una transa chica. Para Barragán entra en
108
Una transa chica se hace más o menos así: lo s puntos llaman
al cuartel, llaman a u n teléfono limpio, un teléfono de tierra, un
número que no existe; cuesta un par de miles un número así,
pero los pibes de las telefónicas te pueden conseguir lo que quie-
ras: un satélite propio, si se te ocurre. Las llamadas jamás pue-
den entrar por celulares. No hay nada más buchón, inseguro y
peligroso que un móvil. O sea, el que llama es porque tiene el
tubo correcto. Casi siempre son tipos. De vez en cuando llaman
minas. Los tipos por lo general vienen solos. O entran solos al
cuartel. Si traen comparsa, amigos, segundad, lo que sea, espe-
ran afuera, en los alrededores. Las minas suelen entrar de a dos.
No sé por qué Barragán les permite esto. Supongo que porque
son minas. O sea, indecisas. ¿Viste cuando se van a comprar una
cartera? Dan vueltas y más vueltas, de boliche en boliche, de co-
lor en color, de precio en precio, y se preguntan todo el tiempo:
¿Vos cuál te comprarías? Con la merca es igual. En el cuartel hay
mucha variedad, muchos precios, muchos cortes. Por eso es un
almacén. Y las minas, en las transas chicas, para consumo perso-nal, como le dicen, dan mil vueltas. Las minas casi nunca com-
pran para revender. Hay excepciones. Siempre hay excepciones.
Pero la mayoría compra para uso propio. A las que laburan con
la diferencia, las que ratonean, las que compran 10 gramos y en
media hora te los convierten en 20 mezclándolos con sales de
anfetas, aspirina rallada o maicena, Barragán las saca cortitas.
Apenas la s descubre, las fleta. Esas ventas no sirven para nada.
Son peligrosas. Los ratones buchonean tubos, direcciones, nom-
bres, son una peste. Hay pibes también que ratonean, por su-
puesto. Drogones, colgados, infelices. Lo mismo para ellos. Su
ruta.Barragán es gordo. Esto ya lo dije. Monti también es gordo.
Pero son gorduras diferentes. Monti es un gordo fofo, un obeso
si n aliento, un tipo que suda. Barragán en cambio es un cerdo.
Los cerdos no son necesariamente blandos. Barragán es un gor-
do consistente con la cara colorada. Es como si se le rompiese
algo en la piel y le quedaran hilos o puntitos de sangre violeta,
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ma nc ha s , digamos, que si se mir an co n atención o de cerca seconvier ten en una pie l last imada por adentro o en un m apa tur -bio de sangre perdida.
oficina. Él está hundido en el sillón, los dedos cruzados en lom ás alto de su enorme panza de obeso, de alcohólico, de esa cla-se de sujeto qu e entre un a rubia y una banana co n crema elige la
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El cuartel de Barragán es un almacén en Colegiales, cercade la plaza Noruega, ese barrio con las calles llenas de virreyes,generales y poetas. El ex almacén está en una esquina con laspers ianas bajas para s iempre . Se entra por un por tón de fierroqu e hay en una de las calles laterales. La oficina de B arragán esuna piecita en el fondo de un pasillo, diez metros cuadrados re-
llenos con un escritorio, el sillón de Barra gán, m uebles m etálicosde ofic ina a t iborrados de c arpetas , ta lonar ios y porquerías quefueron quizá la contabilidad o algo así del ex negocio, y mediadocena de sillas de madera . Hay un ventilador viejo, de pie, unSiam que sigue dando vueltas los días de verano como si el tiem-po no lo hubiera tocado. Y u n televisor descompuesto en un rin-cón. Eso es casi todo. Desde ah í B ar r agán man e j a su s cosascomo un rey de morondang a en la pieci ta de servic io de un pala-cio invisible. Existen reyes poderosos en la sombra.
Acá yo me acordé una vez de cuando era pibe y mi vieja m eman daba a comprar dulce de leche a un almacén de Pompeya,arvejas par t idas, har ina , queso, f ideos para la sopa. . . Era un a l -ma c én lleno de cajones cuadrados con e l f rente de vidrio paraqu e uno pud iera ver qué había adentro y que se abr ían no sacán-dolos para afuera sino tirando para abajo el f rente de vidrio. Elalmacenero ponía en bolsas de papel las len te jas o la polenta , pore jemplo, con grandes cucharas pla teadas y después volvía a lmostrador y a la balanza de dos platos. En uno de los platos ibanlas pesas de bronce y en el otro se ponían las galletitas, o laricota, o la sémola , o el dulce de leche. Había pesas de mediokilo, de uno, de dos kilos, y pesas de 50, 100, 25 0 gramos. . . Sepodía saber casi exactamente cuánto pesaban las cosas en lasbolsas o en aquel los paquetes de papel blanco que c uando envol-vían quesos, o dulces, o acei tunas l levaban otro papel adentro,un papel de seda.
El almacén de Barragán es igual.La única di fe rencia es que acá no se vende dulce de leche .Uno de los secuaces del gordo me hace pasar directo a la
110
ba na na . Los punt i tos colorados y v iole tas de la cara parecen m ásbr i l lan tes que nu nca.
—Hoy no tenemos t rabajo — m e dice si n prólogos Barra-gán.
— N o —le digo.— E n t o n c e s ¿de qué hablamos?
Barragán no f u ma .Eso m e parece raro.Uno se imagina que un t ipo como Barragán f u ma . Y no só-
lo cigarrillos. U n t ipo como Barragán f um a también cigarros.Él no.
Le digo que no sé:— N o sé de qué tenem os que hablar .—Eso pasa porque no s vimos mucho pero nunca hablamos.
Nunca nos h ic imos amigos.—Es verdad.— Si vos no t raes tus núm eros no tenes nada que decir.
— N o .— Y hoy no hay números.Se me empieza a f o rmar en las ideas una especie de pregun-
ta estúpida, pegajosa, repugnante, una babosa ciega que mecome el cerebro. La pregunta es : ¿Qué pasa? O mejor dicho, lapregunta es: ¿Qué es lo que no sé?
— N o — le digo a Ba rra g án— . Hoy no hay n úmer os .—De acuerdo. ¿Qué haces acá?Los guardaespaldas del gordo se mueven en sus sillas. Son
movim ientos obvios para que yo me acuerde que están sentadosahí.
Empiezo a ver todo mal .Es una furia q u e me baja del balero como una nube de ba-
rro, baba de babosa, rencor, odio, ganas de romperle los dientesa alguien a culatazos. Gana s de ver escup ir dientes rotos y de oírque a lguien pide perdón.
—Mire —le digo a Barragán.
111
Le muestro lo inocultable: los golpes que tengo en la cara,
las cicatrices, el ojo morado, las costras de sangre en la boca.
—Veo — m e dice.
En Puerto Apache, cuando la noche termina, más allá delbarcito de López, antes de entrar a la casa donde vive con su
madre, apoyada en la puerta, Guada me mira como si yo fuese
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—Alguien me dijo que me rompieron la cara porque faltó
guita en una cobranza. Yo los números no los invento ni sé cómo
funcionan. Así que no puedo cambiarlos para joder a nadie. Ousted no entregó lo que tenía que entregar o el que cobró noentregó toda la guita que cobró.
—Vos no podes joder a nadie con los números, yo lo sé. Y
yo entregué lo que tenía que entregar. Tendrías que hablar conel comprador o con el que cobró la guita de la transa.
—El comprador pagó lo que recibió.
Barragán me mira. Me mira largamente. Tiene un par deojos sin color, llenos de líquido, perdidos en la cara. Suspira. Me
hace acordar al personaje de una película que es un mafioso yqu e quiere comprar un bar. No me acuerdo qué película. Suelta
los dedos trenzados sobre la panza y me señala con un índice
inesperadamente flaco y largo. Es un gordo raro, Barragán. Memira un rato y por fin me dice señalándome algo con el dedo:
—Entonces vas a tener que hablar con Maru.
—¿Con Maru?—Ella fue la que cobró esa transa.
Yo trago aire.
Cuando cruzo el pasillo hacia la calle veo que hay un tipo
probando merca. El encargado del almacén dirige la degusta-
ción...
En los infinitos cajones del local hay merca, yerba, hasch,
ácidos, éxtasis, caballo... Lo que quieras. Excelente, muy buena,
o buena. La calidad de Barragán no baja de buena. Los precios
tampoco.
Salgo del almacén, camino un par de cuadras, me subo al
auto de Cúper, prendo un cigarrillo y dejo pasar el tiempo.Cúper, que me juna, espera un rato. Después, sin apuro, pone en
marcha el motor y arranca despacito. Salimos de Colegiales porun a avenida con rumbo a Libertador.
112
un pendejo al que nadie lo avivó. A lo mejor por eso me dice porfin que Juana la Loca quiere el acuerdo de mi viejo, la bendición
de mi viejo para organizar cuando él se muera las cosas de Puer-
to Apache. Y Guada me dice que mi viejo no le va a dar ese
acuerdo. Ni a Juana ni al negro Sosa. Ni en privado ni en públi-
co. Mucho menos en público. Él no le va a decir a nadie que
después de la Primera Junta los que van a mandar en el Puertoso n Juana y el negro Sosa. Y yo pienso por segunda o tercera vez
en la noche que soy un boludo que tiene la cabeza llena de paja-
ritos y que no entiende un carajo de la realidad. Y por otro lado
me pregunto si es posible que el quilombo que hay con el Pájaro
y con sus negocios no tenga nada que ver con el quilombo que se
está armando en el Puerto.
Ya es muy tarde.
Estoy apaleado.
No me da la cabeza.
Pero me hago una pregunta más. La otra noche tres fulanos
me encerraron en un galpón. Al final no sabían si tenían queseguir triturándome los huesos o liquidarme. Por eso me gusta-
rí a saber: ¿a quién fue a pedirle instrucciones el tarado que se
rompió la mano pegándome en la cara?
El Ombú no es la respuesta.
O hay otra pregunta.
¿Quién le dio esa orden al Ombú?
Me parece que a veces se llega a la puerta del inf ierno.
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9.GlLDANo sé.
Capaz que hago como mi viejo.
A mí tampoco me va a matar el cigarrillo.
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Me despierto a las dos y media de la tarde. Abro un ojo y
ve o las sábanas, el ropero, un cuad rito con una foto de la madre
de Jenifer colgado en la pared, un poco de sol que en tra por los
postigos entornados de la pieza. ¿Cuánto hace que no dormía
así? Me despierto desp ués de nueve o diez horas en las que no
fui nadie. No tuve sue ños, no escuché nada, no estaba en ningún
lado. Cu ando salís de un sueño así te da miedo porq ue a lo mejorquerés mover un a ma no y la ma no se mue ve y entonces te das
cuenta de que estás vivo.
Por eso me quedo un rato quieto, después me levanto sin
apuro, doy una vuelta por la casa, no hay nadie. El equipo de
música está apagado. En la cocina me hago café y como galleti-
ta s de chocolate de los chicos. Fumo. Veo las fotos de Gilda en
la tapa de sus discos. Era una piba de pelo castaño, de ojos ma-
rrones, claros, y labios llenos. N o esas boqu itas sin carne o llenas
de colágeno. Tiene los dientes un poco desparejos, Gilda, y el
pelo o el flequillo mal cortados. Tiene la mirada y la sonrisa un
poco frías. A lo mejor es porque no había aprendido a mirar lascámaras de fotos. A lo mejor es porque los ojos y la boca eran
tristes, y no fríos, quién sabe.
Me sirvo otro pocilio de café.
¿Qué voy a hacer el día en que alguna eminencia me expli-
que que tengo qu e dejar de fumar?
114
Pongo un disco. M e miro en un espejo. Tengo la cara a la
miseria. Todavía no puedo afe i ta rme. Escucho a Gilda:
¿Cómo es eso que te vas
y me dejas sola?
¿Cómo es eso que te vas
y me dejas triste?
Lo siento, mi amor,
pero yo no voy a dejarte solo.
Di/e a esa mujer con la que te vas
que nos vamos todos.
Por eso me doy una ducha, me visto, salgo a la calle y me
siento en el sillón de paja que tengo jun to a la puerta. E l sol está
bueno. A lo mejor se me acomodan la s ideas. Tampoco tengo
tantas . Pelo el celular y la llamo a Maru. Le dejo un m ensaje: no
puedo ir ahora, se me hizo tarde, pero voy a llegar a s u casa a eso
de las cinco.
Mien tras elegía una remer a encon tré en el ropero, entre mis
cosas, un slip. Un slip blanco, de Maru. Es más fuerte que yo.
Me lo llevé a la nariz. Creo que mientras dure ese olor voy a
seguir pensando que todavía no todo está perdido. Pasa gente
frente a mi casa. Me saluda, la gente. "Hola, Rata". "¿Qué tal,
padre?" "¡Te quedó linda la estética!"
Padre.
Un chofer qu e trabaja en la línea 39 pasa y me dice padre.
Lo escuchas diez veces por día. Pero hay una vez que te
pega diferente, y te quedas enganchado. ¿Cómo aparecen estas
cosas en la forma de hablar de la gente? Igual que hijo de puta .
"¿Qué haces, hijo de puta?", te dicen. Y te están diciendo qu eri-
do, herm ano, am igo del alma. No te están diciendo hijo de puta.
Es así. Bueno, ¿qué te están diciendo cuan do te dicen padre?
¿Máquina , macho, genio? ¿Es una muestra de algo? ¿D e qué?
115
El tema no es la duración del olor de Maru en un slip. El
tema es el sentimiento que me produce. A lo mejor un día el olor
—aunque sea un poco de ese olor— sigue en el slip... pero yo no
—Lastre —le digo—. Para no volarme. Hay mucho viento,
¿viste?
—Pero también me dijo que no entiende para qué andas
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siento nada.
No, no es posible.
Cuando yo me acuerde de Maru me va a pasar algo. Siem-
pre. Aunque ya no nos demos bola. No puede ser que huela su
olor, po r ejemplo, y no se me mueva un pelo. Pase el tiempo qu e
pase.
Maru es Maru.
Po r este camino las ideas no se me van a ordenar, se me van
a ir más al carajo, la vida no es Maru... La vida, ¿no es Maru?
Pienso que un poco de sol a lo mejor me hace bien para las
cicatrices, m e seca la s costras de sangre qu e tengo en la cara.
No sé qué hacer.
Así que por suerte aparece el Toti. Se asoma a la puerta de
su casa. Tiene el pelo recogido con una vincha, una vincha grue-
sa que le agarra toda la frente, la s orejas, la nuca. Tiene un jean,
zapatillas chinas y una bata negra de rayón.
—¿Qué haces, gorrión? —me dice.
Le digo la verdad:
—Nada.
Entonces el Toti se mete en la casa y reaparece con una si-
lla. Viene y se me sienta al lado.
—Está bueno el sol —dice.
Le digo que sí.
Me contempla la cara.
—Se te ve mejor — me dice.
—Vos sos un amigo.
—En serio, boludo. Estás mejor.
—Bueno, Toti.—Me contó Cúper que andas calzado.
—Cúper ve una gomera y cree que es una catapulta.
—¿Qué es una catapulta?
—No me jodas.
—Me contó que vas con una pistola, un revólver y una na-
vaja.
116
lleno de fierros si nunca los usas.
—¿Cuándo lo viste a Cúper?
—Hace un rato. Salió con la Mona Lisa. Se fueron en el
auto, no sé adonde. ¿Viste qu e cuando la Mona Lisa no quiere
que Cúper te cuente algo Cúper no te lo cuenta?
—Sí.
—Bueno . Así pasaron..., a eso de las 12.
—Ando calzado —le digo al Toti— porque la próxima vez
qu e alguien me levante una mano le meto cinco balazos en el
balero.
El Toti saca para afuera el labio inferior. Se pasa la mano
sana por el pelo que se le sale atrás por debajo de la vincha.
—Tengo que ir a la peluquería —me dice.
—Y vos, ¿qué hacías levantado a las 12?
—Anoche me acosté temprano.
—¿Por?
—Por nada. Mira, yo creo que la Mona Lisa se lo llevó a
Cúper para hablar con el sobrino.
—¿Qué sobrino?
—El sobrino de la Mona, que es también el socio. Tienen
un business juntos, en Belgrano, y parece que el pibe la está pe-
daleando, a la Mona, y además se está abriendo, crece, hace co-
sas nuevas, y no las reporta.
—Ah —le digo.
No me importan nada los negocios de la Mona Lisa ni los
problemas qu e tiene con su socio.
—El asunto es que el pibe se está financiando el despegue
conguita
quesale
delbusiness
quetiene
con laMona
y por eso
ella quiere que Cúper intervenga y que...
—Toti —le digo—. Cerra los ojos.
Me mira, el Toti.
—Cerra los ojos y toma un poco de sol —le digo.
—Cómo sos — m e dice.
117
El encuentro con Maru me cayó mal.
circuito de alta competición. Esto es futbolín, burako, canasta
uruguaya o chinchón. Juegos de mesa. Nada que se parezca a las
Olimpíadas, a la noche, al sexo secreto, a la eficacia o a los trucos
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No nos vemos en su casa. M e llama un rato antes, me dice
qu e anda por el centro y me pide que nos encontremos en un bar
de la calle Alsina. Voy a manguearle el auto a Cúper pero todavía
no volvieron de la reunión con el sobrino de la Mona Lisa. En el
camino me lo cruzo al Chueco y me presta el Renault
descuajeringado que usa de vez en cuando. Peor es nada. Por eso
llego al bar a las cinco y cuarto. Si hay algo qu e Maru no se bancaes llegar primera a u n lugar y tener que esperar. Esta tarde tampo-
co se lo banca. No entiendo bien qué le pasa a esta mina pero
tiene una mala onda que te deja mudo. Está tomando un té con
limón y soportando el tumulto de miradas que le caen encima.
Lo s tipos no pueden dejar de mirarla. Siempre es así. Cuando
aparezco yo disimulan un poco, pero siguen fichando. De reojo,
barriendo el local como si buscaranla puerta de l baño, llamando al
mozo para pedirle el diario, o lisa y llanamente junándola un po-
quito, de frente, como si yo estuviera pintado. Cualquier cosa.
Pero hoy no me siento inmortal. Estoy sentado, frente a ella, y yo
tampoco puedo dejar de mirarla —quién lo niega— porque cuan-
do se le abre el saco se le ve el pulovercito verde, el escote en V, la
piel, parte de la piel en ese triángulo entre la s clavículasy e l punto
entre las costillas donde le nacen los pechos.
Pido un café.
Le saco un Winston de un paquete que dejó sobre la mesa y
vuelvo a fumar. Sacudo la ceniza antes de tiempo en un cenicero
de lata que dice Ganda. No cae nada. Un cigarrillo recién pren-
dido no tiene ceniza. Estoy nervioso. Ella me pone nervioso.
¿Qué le pasa? No lo sé y no me lo va a decir. La conozco. Pienso
qu e la conozco demasiado. Pero todos los tipos a veces pensa-
mos eso de las minas que andan co n nosotros y un día nos aviva-
mos que no las conocíamos ni de casualidad.
El mozo me sirve el café y se va.
Estamos en un bar donde es casi imposible que Maru se
cruce con nadie que le interese y donde si alguien me reconoce a
ella le importa exactamente un rábano. O sea, estamos fuera del
118
de jugadores de talla. Una pavada.
Por eso la odio.
Porque me quiere, hoy, afuera.
Out, dicen los pibes en las películas norteamericanas.
No tengo, no puedo, no debo cruzarme en su camino, en el
camino del Pájaro, o en el camino de Dios sabrá quién.
Eso es casi lo primero que pienso.Un poco después, antes de que se vaya, pienso que no todo
lo que me dijo es verdura, boludeces, cotillón para distraerme.
Hay varias cosas que todavía no sé. Pero no estoy equivoca-
do. Maru tiene miedo. Es algo que yo no había visto nunca. Ella,
con miedo. Un animal nuevo.
Maru me dice que tiene miedo.
De acuerdo.Pero yo voy a tardar un tiempito en darme cuenta de que no
tiene miedo de lo que me dice que tiene miedo sino que tiene
miedo de otra cosa.
El segundo punto que no puedo saber, cuando ella se levan-ta y se va, cuando sale del bar llevándose la mirada de todos los
tipos, cuando yo mismo la miro irse, cuando miro abandonado
ese cuerpo que bascula en el aire como si no fuera de este mun-
do..., lo que no puedo saber es que ésta es la última vez que veo
a Maru.
No sé todo esto. Así que termino el café , prendo otro
Winston del paquete que ella dejó sobre la mesa como un olvi-
do, un regalo, o una limosna, y mastico lo que me dijo, todo lo
que me dijo.Después salgo del bar, me subo al Renault que dejé estacio-
nado por Defensa, y manejo sin saber adonde ir.
Mastico una vez más, por última vez, lo que me dijo Maru.
Maru me dice que yo estoy haciendo mucha bandera. Que
me olvide del Pájaro, de Monti, de Barragán. Que me olvide del
Ombú, de Tony, de los tipos que me fajaron y de todos los per-
sonajes de esta historia. Maru me dice que la cosa no es conmi-
119
go. Que el problema no soy yo. Que mandarme a esos matones
de cuarta fue un error de cálculo porque es o tendría qu e haber
dado un resultado que no dio,o que dio otro resultado. Algo así,dijo.
za, o no estar. Es una manera de pensar que hay una vida mejor.
Otra manera es creer que todavía se puede hacer algo como la
gente con esta vida de mierda que nos tocó.
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—No es con vos, Ratita.
Oigo su voz. Me dice Ratita. Es un flash. Sólo eso. Fue la
última vez que me sentí inmortal. Y duró menos que un suspiro.
Maru me dice que el Pájaro sabe que yo no tengo nada que
ve r con la guita que falta. Que a veces se pone un poco celoso, un
poco estúpido, pero nada más.Ella me dice que yo era un anzue-lo. Me dice que me abra porque si no estoy perdido. Y ella me
dice que tiene miedo.
—Tengo miedo. Me van a cagar. Si lo convencen al Pájaro
de que yo me quedé con la guita estoy muerta. Esta es la pura
verdad. La mano viene pesada. Sálvate, Rata. Salta.
—¿Y vos?
—Yo no sé. Tiene que aparecer la guita.
—¿Cuánto es ?
—Diezmil.
— ¿Y yo? —le pregunto como un boludo.
Ella se para, se cuelga la cartera de un hombro. Quiero creerque se acuerda de algo que le gusta. Sonríe, apenas, sin tiempo.O en otro tiempo. Me dice:
—Vos sos un anzuelo.
Y sale del bar con ese paso falso pero perfecto que hacepen-
sa r en potrancas de pura sangre.
—El sobrino de la Mona Lisa empezó a los 13 años —me
dice el Toti.
Repito: no me importa nada el sobrino de la Mona Lisa.
Pero el Toti está dispuesto a contarme la historia como si a él le
importara un montón o como si fuese la clave de algo.
El sol me calienta los párpados, los labios, la nariz.
Quiero ser otro.
Es una revelación.
Pienso: quiero ser otro. Estar en otro cuerpo, en otra cabe-
120
pibe —dice el Toti— empezó mangueando. Abría y
cerraba las puertas de los taxis, limosneaba en las mesas de La
Biela, no le fue mal. Entonces armó un a banda de pendejos qu e
cubrían la zona, desde Guido hasta Quintana, desde la iglesia y
el cementerio hasta Callao. Chicos, nenas, de 9, 10, 11 años...
El sobrino de la Mona Lisa les enseñaba el abe, los organizaba,
los marcaba de cerca. No les pedía porcentaje. Les cobraba unfijo. Tanto por día. El resto se lo quedaban. Se fue haciendo
duro, el pibe. De vez en cuando había que castigar a un miembro
de la orga, darle un par de pinas, las nenas incluidas, es claro, a
veces había qu e romperle la cara a u n intruso que se quería colar
o quedarse con la parada. La mano se puso brava. Entonces tuvo
que transar con los botones del lugar, conseguir protección, ha-
cer arreglos con otras orgas. La calle no es fácil. Tiene sus leyes.
No sobrevive cualquiera en la calle. Pero este pibe creció, hizo
guita, los pendejos que laburan para él no lo adoran pero lores-
petan, le tienen miedo, le hacen caso. Funciona todo okay. Son
más o menos 30 ahora... ¿Querés un porro?—No. M e tengo que ir. La calle está dura. •
—No te hagas el irónico.
El Toti se arma un cigarrito y fu m a solo.
Es impresionante cómo maneja ya la mano entablillada.
—No sabes lo que te perdés —me dice.
—No, pero me imagino. ¿Qué te pasa, Toti? Déjame en
paz.Ya no me banco el sol,la historia del socio de la Mona Lisa,
el hormigueo que empieza a darme vuelta por las venas cuando
m e acuerdo que dentro de un rato me voy a encontrar con Maru.
—¿Vos pensás qu e Puerto Madero va a terminar como la
Recoleta? —le pregunto al Toti.
—¿Cómo terminó la Recoleta?
—Llena de mendigos, chorros y putas.
Me mira, el Toti.
Le da una pitada a su cigarrillo.
121
— S í — m e dice—. Va a termin ar igual. Todo en este país vaa terminar igual. O peor.
—¿Y qué van a hacer lo s bacanes?
chorro. . . Es muy fácil, te juro. En Belgrano se hacen buenos ne-
gocios.— Yo conocí una mina — le digo—, un a psicoanalista q ue
vivía en Belgrano y que ahora se fue a vivir a Madr id .
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— Lo qu e hacen s iempre . Se van a ir . Los que ya es tén he -
chos se van a ir a Miami . Y los que todavía tengan cuentas para
cobrar , laburos negros, estafas pendientes , se van a ir a barrios
privados, a ciudades privadas, a palacios co n murallas, ejércitos
de seguridad rodeando las murallas, cuidándoles las casas, lo s
autos, los colegios, las canchas de golf... Cuando te rminen de
afanar, cuando ya no quede nada , nada de nada, entonces ellostambién se van a i r . Y en los barr ios pr ivados , las ciudades
inviolables, los palacios amurallados lo s únicos que van a quedar
so n los peluqueros, los personal trainers y los dílers. Entonces
todo se va a llenar de mendigos, de ladrones, de putas, y deputos .
Fuma el Toti.
Ahora tiene un poco de bronca .
— ¿ Q u é te pasa, che? —me pregunta .
Le digo que nada con la cabeza.
Suelta el humo q ue retuvo en el estómago. Y sigue:
—L a cuestió n es que ese negocio el pendejo lo montó sóli-to. Y entonces empezó con otro. Siempre hay que expandirse,
¿viste? Y o tenía un novio que decía que es una ley de la econo-
mía moderna. Así que se largó con un grupo de pibitos que se
especializaron en cines de Belgrano. Para es e e mpre nd imie nto
se asoció con la Mona Lisa, Primero porque la Mona controla
mejor a los trolitos y segundo porque Belgrano queda en la otra
punta de la ciudad. No se puede estar en dos lugares al mismo
tiempo. Así que los trolitos del pibe y de la Mona se dedican a
levantarse bufar rones en los cines de Cabildo. Cojer en los cines,
a la s tres, cuatro de la tarde, cuando no hay nadie, es más fácil de
lo que parece . Lo s trolitos le s sacan la guita a los bufas, se dejan
toquetear, les chup an el pito, a veces tienen que cojer. Entonc es
se les sientan encim a o se los llevan al baño. Es fácil. Hay excep-
ciones, pero un bufarrón q ue paga en un cine suelta la mosca
rápido y termin a enseguida. A veces incluso se le van las ganas. . .
No sé, les da miedo, se persiguen, te pre gunta n si sos cana , o
122
— A h —m e dice e l Toti. Sigue un poco ofendido—. ¿Y eso
qué tiene que ver?—Na da —le digo—. Pero esta mina decía que Belgrano
apunaba. Me acordé de eso.No se puede vivir en un lugar que te
apuna .
— N o , seguro. ¿Y los collas qué hacen allá arriba?— Se apunan.—Hoy estás insoportable —me dice el Toti.
-¿Yo?Se saca la vincha, se pasa los dedos por el pelo, se ajusta un a
gomita, en la nuca, y se pone o tra vez la vincha.
—Sí, vos —me dice .
Por fin dejo el Renault descuajeringado en una playa, llamo
a Cúper y lo encuen tro en su casa, le digo dónde está el auto del
Chueco y le aviso que no nos vemos hasta mañana a la noche.No le contesto ninguna de las preguntas que me hace, le digo
qu e pase por mi casa y se fije que todo esté bien, m e dice que se
corre la bola de que se está preparando otra invasión de Puerto
Apache , le digo que hay que aguantar, m e contesta qu e ahora lo s
qu e no tienen techo son los otros. No quiero pensar que todo es
pura bosta. Por eso corto, me tomo un taxi hasta la Terminal de
Retiro, m e subo a un micro y me voy a Rosario.
Son cuatro horas clavadas de viaje.
Voy sentado en un asiento de pasillo de la fila dos.
Durante cuatro horas no puedo sacar los ojos del camino, al
frente, un cacho de asfalto qu e primero se pone violeta con la caídadel sol y después negro a la luz de los faros del micro. De a ratos
trato de contar las rayas entrecortadas de pintura b lanca que divi-
den los carriles de la autopista. Es imposible. Además, en cualquier
momento, la raya se hace continua, o doble, pero amarilla.
No se puede f u mar en el micro pero el chofer que no maneja
123
f u m a . Se sirve caf é en la m á q u i n a que hay atrás, vuelve, le hablaa l otro, al que m a n e j a , y f u m a . Estos pibes s iempre hablan deviajes que h ic ieron , de compañeros de laburo, de pueblos perd i-dos en la concha de la lora . "¿Te acordás de Mar ino, e l que hac ía
Ella me pe l a un a naranja . Es jugosa , dulce . Le doy las grac ias .Ángela no dice nada , se sienta f rente a mí, se sirve un vaso devino. H u n d e la s ma n os en t r e lo s mu s los . Inc l ina u n poco la ca -beza . Le gustaría l lorar, pienso.
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Buenos Aires -Bahía Blanc a? No labura m ás . Se quedó a vivir enBahía Blanca." "No me digas", le dice el chofer. "Sí. Se levantóu na m i n a qu e tiene u n autoservic io y se quedó allá." "¿Está bue-na , l a mina?", pregunta e l chofer . El otro t o m a u n trago de ca f é :"¿Qué im por tanc ia t iene eso?", le contes ta .
Llego a Rosar io a l as once de la noche . La Estación está enC a f f e r a t a y Sa n t a Fe . M i vieja vive en Barr io Echesor tu . Metomo u n taxi. N o hace fr ío . Tengo h a m b r e .
No pienso en nada .En la casa me e ncu entro con la pr im a de la vie ja, l a maes tra
qu e m e enseñó a leer. Tiene unos años m ás que yo. Es tá despier -ta . Toma vino. Mira te levis ión en la coc ina . Nu nca se casó. N osé por qué . Se pone en puntas de pie para a lcanzar un ta r ro conpan rallado que hay en un estante alto y le veo las piernas, losmu s los pegados a l a te la de u n ves t ido azul con luna res blancos .E s un a l i n d a min a .
Hoy me acuerdo de que se l l ama Angela .Mi vie ja duerme.— Está c a n s a d a , ¿sabes?Le digo que sí.M e hace algo de c omer .—¿La vas a desper ta r?Le digo que no, que voy a hablar con e l la m añan a .— N o l a despiertes —m e dice Angela .Me pone una bote l la de vino en la mesa , un s i fón , pan , un
poco de sa lame y queso.— C o m e —me d i c e .
Le pregunto cómo es tá e l la .—Vos —le digo—, ¿cóm o es tás?Deja de controla r l a sa r tén y da vuel ta un poco l a cabeza .— B i e n — m e dice—. Yo es toy bien .M e c o m o dos mi l a n es a s c on ensa lada . H ay naranjas . A m í
no me gus ta e l olor que te dejan las naranjas cuando las pelas .
124
M e apoyo en e l respaldo de la silla, estiro la s piernas , m eparece ra ro es ta r en esa mesa , en esa coc ina , en la casa de mivieja, en Rosario. Hay olor a milanesas, olor a c a f é , olor a mu je -
res solas.M i vieja tiene 46 años . La en fe r med a d la es tá matando.Ángela ya no quiere enseñarm e a leer.Yo no quiero pregun tar le por m i vie ja .N o t en emos de qué hablar .Supongo que por eso me pide u n cigarrillo. Prendo u n fós -
foro y e l la acerca l a cabeza a mi mano. Fuma. Mira de vez encuando la te levis ión . Despu és d ice :
— M e voy a ir — y se para .Yo t a mbi é n m e pa r o . Me le acerco. La toco. N o sabe qu é
quiere hacer, o no se lo esperaba, y dice cosas inútiles.— ¿ Qu é te pasa? —dice— . ¿Quién te pensás que sos?Trato de besar la , zafa , quiere separarse , m e pega un poco en
el pecho, c reo que no se a n i m a a pega r me más , a pega r me fuer te ,a lo me jo r c ua n d o me ve la cara l as t imada le da pena , quién sabe,so n ra ras , la s minas . Aho ra se ablanda , se res is te menos , la fu iencerrando e ntre l a pared , l a heladera , l a mesada de plás tico queparece mármol , y a l f ina l no se da por venc ida pero deja que laabrace, que le huela el cuello, y me dice que no:
— Así no, por favor — m e dice.N os qued a m os a b r a za d os.Ella se afloja.Yo ta mbi é n .Des pué s n os a c os t a mos en un sofá que hay en una piec i ta
que se usa más que nada para guardar cosas , la mayor ía so n esascosas que se guardan en todas las casas y que cuando las buscasno aparecen .
Nos quedamos dormidos , jun tos , abrazados , y en la nocheno pasa nada que nos saque de ese sueño en e l que uno c ree quees libre porque zafa de dos o tres c allejones si n salida.
125
Cuando me despierto, a las siete y media de la mañan a, ella
no está, ya se fue al colegio, en la villa, pienso, a dar clases, a
enseñarles a leer a un montón de pendejos atorrantes que le de-ben decir "Señorita".
10. LA M O N A L I S A
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Lo pr imero que hago, entonces, es abrir un arm ario que hay
en un r incón donde mi vieja guarda sus cosas impo rtantes y do n-
de guarda la guita. En el armario hay una caja de madera que vi
po r pr imera vez a los seis o siete años, en Pompeya. Siempre
puso en esa caja, mi vieja, la guita. Siempre, yo, le mando guita.
Por eso no se me remuerde n ada. Saco diez mil dólares. Le que-dan siete mil trescientos.
Voy a l baño. M e lavo lo s dientes. Tengo la cara un poco
mejor . N o mucho, pero mejor . D e todas maneras , nada que
tranquilice a una madre. Vuelvo a l a cocina, preparo café , espero
que se despierte, mi vieja.
Entonces le voy a preguntar cómo está y ella me va a decir
qu e más o menos, o mejor dicho que está bien, estabilizada, que
la enfermedad no avanza, lo cual es bueno, me va a decir, y ella
también me va a preguntar qué me pasó.
— A vo s ¿qué te pasó, nene?
Me va a decir nene.Nad a serio, pienso decirle, y pienso decirle enseg uida y sin
muchas vueltas que el viejo está mal, que el viejo está muy mal, y
ella va a e nte nde r que el viejo está mal, de verdad, y a lo mejor
me va a preguntar —con miedo de que yo le diga qu e sí— si lo
qu e quiero decirle es que capaz que se m ue re . Yo le voy a decir
que sí, que capaz que se muere , y le voy a preguntar a ella si
quiere venir a Buenos Aires, si quiere venir conmigo, por ejem-
plo. Le voy a preguntar si quiere venir para verlo por últimavez...
Yo quiero que me diga que sí.
Pero sé que no."Ya no, nene. Perdóname. No quiero volver a verlo. Ni si-
quiera por última vez."
Eso, estoy seguro, es lo que mi vieja me va a decir.
126
El Toti le da la úl t ima pi tada al cigarrito y lo tira lejos.
Aguanta el humo, después lo sopla, y se mira las suelas de las
zapatillas chinas.— E s t á reloca, la Mona Lisa —me dice—. Cúper se la ban-
ca , pero Cúper se banca cualqu ier cosa.No pienso abrir la boca . Que diga lo que quiera . Un mal día,
al fin y al cabo, le toca a cualquiera. Y el Toti también es miamigo. Tiene su derecho, pienso, y yo me puedo callar.
El sigue:—¿Sabes lo que le pasa a Cúper con la rayada ésa? Yo te lo
voy a decir. Le gusta cojérsela de apuro en la calle y que la gente
los espíe. ¿Viste cuando ella se pone de los n ervios y empieza a
retarlo y a mandonearlo? ¿Viste cuando le zapatea malambos en
la cabeza y él no dice ni pío, la agarra de un bracito, se la sienta
encima, la toqu etea un p oco y entonces la piantada se calma? Yo
creo que a los dos les gusta hacerse un poco lo s loquitos y que
después lo s miren. Es una perversión como cualquier otra. En
mi laburo se ve mucho eso.Está hablando de Cúper, o sea, de mi mejor amigo.
Yo, muza. Ni tu mejo r amigo es causa suficiente para salirle
al cruce al Toti cuando le agarra la viaraza.
127
Tú comprenderás
que estamos viviendo
tiempos modernos.
viene acostarte temprano, seguro. El fumo te pega mal. A lomejor tenes arterieesclerosis, o se te reventó un eneurisma en las
bolas. ¿De qué carajo estás hablando?—Aneurisma — m e corrige el Toti, y es una humillación
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Canta Gilda. ¿Me gusta Gilda? Éste es el disco favorito deJenifer. Me pregunto: ¿cuánto hace que no veo a los chicos?
Dile a esa mujer
co n la que te vas
que nos vamos todos.
—Yo sé lo que quiere ahora la Mona Lisa —sigue el Toti, y a
mí me da un ataque, quiero meterle la vincha en la boca, quieroque se calle, o que hable de otra cosa. ¿Qué le pasa hoy a este pibe?
Y no s iremos lo s tres,
y viviremos los tres.
Canta Gilda.¿S e la cree, Gilda?
¿O se hace la feminista bailantera?—Quiere que Cúper se haga cargo del business del cemen-
terio. Te lo digo yo. Ponele la firma. Ella quiere que el sobrinoregistre qu e ella está con un macho y que el macho no le saca el
oj o de encima a ese negocio. Cuando hay minas de por medio lasriendas las tiene que llevar un tipo. A las putas no las engrupíscon otra mina, cuatro gritos y un par de sopapos. Y al socio de la
Mona Lisa tampoco. A nadie le haces creer que así vas a manejara las minas. Por eso,como ella está harta de parar la olla y de que
Cúper vaya por ahí haciéndose el lindo, ahora le encontró la
vuelta: qu e yugue en el cementerio. Al fin y al cabo va a estar
rodeado de bacanes...Entonces se ríe, mi amigo, el travestí Edmundo Botti,
como si hubiese hecho un chiste, y yo entiendo menos que antes.Juana la Loca puede con las minas, pienso, pero no se lo
digo al Toti.
—Toti —le digo—, me tenes repodrido. A vos no te con-
128
qu e el Toti me corrija—. No se dice eneurisma. Se dice aneu-risma.
Justo a mí, que tengo una obsesión con las palabras.Me quiero morir.—Si uno quiere ser ilustrado —fustiga el Toti— tiene que
ilustrarse. No hay vuelta de hoja. Para hacer papelones está lagilada. Un villero ilustrado no puede darse semejante lujo.Me quedo callado. Dejo que el gaste me gaste. No hay re-
medio. Pero justo hoy,con el día que viene sobrellevando acos-tillas mías, se la vengo a dejar picando al Toti.
—Estoy hablando de la orga del sobrino de la Mona Lisaque opera en el cementerio —sigue—. Una docena de minitasque se llevan puntos, extranjeros, giles, viejos verdes al mausoleode Sarmiento, a la tumba de Rosas, o al panteón de los Duarte,donde descansa Evita. Imaginate. Sexo en la necrópolis más
concheta del país.
—Toti —le digo—, capaz que es un milagro y te vino laregla.Parpadea sin sacar la vista de sus zapatillas chinas, el Toti.
Sacude un poco la cabeza. Está furioso, indignado, ofendido. Lo
juno un rato a este pibe, y sé que el precio es alto pero que conse-gu í frenarlo. Ahora, co n suerte, capaz que me larga qué le pasa.
Entonces dejo pasar un ratito y le pregunto:—¿Qué te pasa?Él se muerde los labios y los ojos se le llenan de lágrimas.—Sos un a basura —me dice.—Dale, contame.
En ese momento es cuando suena el celular y Maru meavi-sa qu e ella está en la calle y que no llega a s u casa a las cinco paraencontrarse conmigo. Más tarde no puede. Así que me tira el
bar de Alsina entre Bolívar y Defensa. No alcanzo a decir ni quesí ni que no. Un besito, me dice, Maru, y me corta. Me corta el
teléfono, la tarde, el rostro.
129
—Necrópol is —me dice el Toti—. Justo, me salió. Vos latenías, ¿no?
Me doy cuenta de que ya no sopla viento de l sudeste. Ni deningún lado. La s hojas de los arbolitos no se mueven . El cielo es
cejas en el problema. Por eso, casual, sin inquietud, le digo alToti:
—Andará con otro desde la Primaria, pero ahora está ca -liente con vos.
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t ransparente. El Toti se seca un par de lágr imas con la manoentablillada. Yo le pregunto:
— ¿ Q u é fue lo que te descompensó?Él mira para otro lado.— A veces me dan ganas de rompe r te la cara —m e dice.—Dale , con tame .—Sos tan boludo, vos.—¿Qué te pasa, hermano?N o está mal que alguien a veces te diga hermano. Por eso se
lo digo al Toti. A ver si le cae com o un consuelo en e l dolor. Y élda vuelta la cabeza de a poco, tiene la mira da débil, la piel pálida,me dice:
— E s t o y enamor ado .Me doy cuenta de que no hay chiste posible.—¿De qu ié n?— D e J uampi .
—¿ Y o lo conozco?— V o s vivís en la luna. Claro que lo conoces.—¿Juampi? Te juro que no.— E s e l director de televisión.. .— ¿ E l qu e hizo el documental acá?—Sí.— M i r a vos.. .—Pe ro ¿sabes un a cosa?— N o .—El anda co n otro.— Al pr incipio todo el mundo anda co n otro.
—Él anda co n otro desde hace nueve años.Cierro los ojos y pongo la cara para que me dé un poco másde so l en las cicatrices.
Además, para decir algo como si uno supiera que es así, ha yque decirlo como que es así. No hay que preguntar cuál es elproblema porque aunque no lo haya el otro está met ido hasta la s
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El Toti abre la boca . No lo veo. Me lo imagino. No sé si sequeda m ás tranquilo. M e dice:
—Ojalá .
Caminamos al rededor de l lago de l Parque Independencia,en Rosar io. Hay dos o t res parej i tas de estudiantes dando vuel tasen los botes. L os p ibes r eman . Las pibas sueñan. O hacen qu esueñan. Veo el agua verde, la isla, en medio del lago, y patos.Hay patos blancos qu e nadan en el lago. Como siempre.
—Pabli to —dice mi vieja cuando por fin se levanta, esa ma-ñana, y me encu entra en la cocina—, ¿qué haces acá?
— N a d a — le digo.¿Qué le voy a decir?Está un poc o más f laca, un poco más débi l, pero cuando m e
ve le aparece un a sonr isa y pienso que es una mujer joven, pienso
que a pesar de todo es una mujer atractiva. Se me par te el cora-zón. Esto no es un melodrama. ¿Cómo ser ía m i vieja si no sehubiera enfermado? ¿Una mina malhumor ada , un a mina que letendría b ronca a los tipos, una p uta tram pos a, sin sexo, sin alma ?No lo sé. Supongo que nadie puede saberlo.
Por eso esa mañan a le hago el desayuno y un poco m ás tar -de, con el sol, le digo que se abrigue bien y me la llevo a pasear .Vamos al río, primero, a la Estación Fluvial. El otoño se pusosuave. Después caminam os, hacemos una pa rada en un bar queestá frente a la Aduana, ella no lo conoce, le gusta, pide una li-monada . Y le sirven un a autént ica l imonada. Es así. ¿De dónde
saca esta mina lo s nidos de caranchos, la creolina, lo s veladores,l a l imonada? Quie ro cr ee r qu e es t á con ten ta . Todos somossiempre un poco raros. Pero se me ocurre que no hay nadie másraro para uno que la madre. Yo no sé nada de mi viejo, pero miviejo no es incomprensible. En cambio de mi vieja sé un mon-tón, y mi vieja es un poco incom prensible. N o sé qué piensa, qué
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quiere , qué espera de la vida. Creo que a lo mejor espera que la
vida termine pronto . Y creo que no, que capaz que ya no le im-
porta . Que capaz que lo único que le importa es que la enferme-
dad no la haga sufrir. Quién sabe.
La inaugurac ión de l cine Avenida es una fiesta. El pibe qu e
labura en un Blockbuster de Barracas tiene dos socios. No sé
cómo consiguen las películas. Creo que las alquilan. Hacen una
fiesta y está todo el mun do. En el hall pusieron tablones y caballe-
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—Es lindo este bar —me dice—. No lo conocía. Yo casi no
salgo. Suerte que m e regalaste el televisor n uevo, nene. N o sabes
qu é bien se ve. Me gustan la s películas. Ya no me gustan las no-
velas tanto como antes. Ahora me gustan las películas. Son más
de verdad, ¿no?
Después tomam os un taxi y la l levo a l Parque Indepe nden-cia. Voy, en realidad, a los lugares adonde yo tengo ganas de ir.
A ella le da igual. Parece contenta. No me animo a decir feliz.
Hay columnas y una pérgola de piedra junto al lago.
Siempre estuvo allí.
N os sentamos en un as sillas de la tón. Es un kiosco qu e puso
algunas mesas. Mi vieja quiere un té. Yo tomo una cerveza y
como maníes. Vienen con cascara. Me gusta romper la cascara.
Me gusta cuando rompes la cascara y te enc ent ra s con tres o
cuat ro maníes.
—Son semil las —dice m i vieja—. ¿Sabías?
— N o .—Sí. Son semillas lo s maníes . Te lo digo para qu e sepas,
porque vos tenes una obsesión con las palabras, Pablito, y con lo
qu e las palabras quieren decir. Desde chico fuiste así. Qué qu iere
decir esto, qué quiere decir lo otro, cómo se escribe tal cosa.. .
Nunca aprendis te a escribir.
—A ho ra sé .
Ella me mira. Tiene los ojos negros.
—Sí, ahora s í—me dice.
Entonces le digo que el viejo está mal y le pregunto si quiere
venir conmigo a Bue nos Aires, le pregu nto si quiere venir a verlo.. .
Ella vuelve a contemplar los patos que dan vueltas por ellago.
Toma un trago de té .
— N o — m e dice—. Perdóname. Ya no puedo.
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tes cubiertos con manteles de papel. Hay canapés, masas, Coca-
Cola y sidra. Yo voy al Palacio Apache y el cine me queda de paso.
¿Sabes qué masas m e gustan? Los cañoncitos de dulce de leche.
En la función de la tarde, dicen, el cine estaba lleno. Ahora es la
fiesta. Después van a pasar de nuevo la película. Trabaja Bruce
Willis. El último boy-scout me par ece que se llama. Están por allí,tomando sidra, el Chueco, Garmendia, Juana la Loca, el negro
Sosa, Anchorena, la gorda Susana, Rosa, el pibe Morales. Tam-
bién, pegados a la mesa, mien tras arrasan con los canapés, la Tur-
ca , Romina , e l Manso, Jul ián, Per iqu i ta , Lomo Angos to y
Ricardito hacen chistes y se ríen. Está Isabel, la madre de G uada,
que tiene onda y es fanática de Tránsito Cocomarola. La gente la
quiere y le dice Isa. Guada no está. Tampoco está Cúper. Ni la
Mona Lisa. Ni el Toti. Están los chicos qu e hacen malabarismo
en los semáforos de Figueroa Alcorta. Hay gente de l barrio en
genera l , inc luso gente que ya no conozco. E l Puerto c rece.
Garm edia me cu enta que el cine tiene noventa butacas. Las buta-ca s son de una sala qu e cerró y que los pibes consiguieron po r
chirolas en un depósito de la avenida Castañares, cerca del ce-
menterio de San José de Flores. El local del cine Avenida era un
galpón que se iba a usar para la escuela pero de spués la escuela se
hizo en otro lado. Pagan un alquiler, estos tres pibes, en el Palacio
Apache y dan películas. Es barato. D os pesos la entrada, cobran.
Sigo viaje.
Si es tán todos acá el bar del Lagun a Roja está vacío, pienso.
Si casi todo el mundo está acá, ¿con quién estará mi viejo?
Capaz que con Guada, pienso.
O capaz que no. Capaz que no hay nadie y que se está mu-riendo solo como un perro.
Llegué de Rosario hace un rato. Lo primero que hice fue
pasar por lo de Maru. Si n avisar. En la portería estaba el pibe
Crespo, que me guiñó un ojo y siguió con la vista clavada en la
tele chiquita que tiene disimulada en el mostrador.
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Subí. Entré. Maru no estaba, pero siempre deja luces en -
cendidas, un disco repitiéndose eternam ente, algo de ropa tirada
por ahí, alguna ventana un poco abierta por donde se filtra el
aire frío de la noche. Subo al dormitorio. La cama está deshecha,
cosas. Necesita emociones fuertes, vicios nuevos. Llega un m o-
mento en que uno empieza a sobrarle a Maní. A veces le sobras
un poco y a veces le sobras del todo. Por eso yo sigo creyendo
qu e a mí me quiso más. Por eso yo no me lavo la s manos. A lo
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las almohadas en el suelo. Tiro de una pu nta de la m anta y veo
manchas en las sábanas blancas. Son manchas inconfundibles.
Cubro la cama. Encuentro abierta la caja de seguridad, como
siempre. No hay nada nuevo: anillos, un reloj, cad enitas, biyuta,
un puñado de billetes de diez dólares, nada importante. V eo
también un billete de un dólar hecho un rollito. El folleto de unhotel de cinco estrellas en Punta de l Este donde a veces se va
cuando el Pájaro no está en Bu enos Aires. S é que no le preg unté,
en el bar de la calle Alsina, si es verdad que fue ella la que le
cobró a Monti la última transa. Eso es lo que cuenta el Gordo
Barragán. Bueno, supongamos que es cierto, que el Gordo Ba-
rragán no miente . ¿Q ué aclara eso? M e acuerdo qu e ella m e dice
en el bar que tiene miedo y que yo veo que es cierto qu e tiene
miedo, que el miedo la convierte en un animal nuevo. Ella m e
dice que si lo convencen al Pájaro de que ella se quedó con la
gui ta , el Pájaro la mata. Cu ando ella me lo cuenta, en el bar, no
m e llama la atención, pero ahora me avivo de que Maru no ten-dría por qué tener m iedo de una cosa así. Si Maru tiene miedo,
en prim er lugar, y si el miedo que tiene, en segundo lug ar, se lo
tiene al Pájaro, no es por la guita que se hizo humo en una co-
branza. El Pájaro le cree a Maru lo que sea. Lo único que no le
cree es que no curta de vez en cua ndo con otro tipo. Pero si ella
le dice que la luna no existe el Pájaro se muere creyendo que
la luna no existe. Maru es convincente. Te hace tragar lo que se
le da la gana. Por eso lo que me dice en el bar no cierra. O cierra
de otra manera. Si Maru ahora le tiene miedo al Pájaro es por
otra cosa.
Yo dejo los diez mil dólares en la caja de seg uridad y cierrola caja. Me sé de me mo r ia el código de cuatro números que hay
qu e marcar antes de apretar la tecla "Lock". Al principio ella
usaba la caja y m e enseñó el código. "Abrime la caja, Ratita, y
pone esto", me decía, por ejemp lo. Despu és se cansó. No sólo de
mí. También de la caja. Maru siempre se cansa. De casi todas las
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mejor ya no tiene sentido, pero ac á estoy.
M e como un par de bombones co n almendras en la cocina,
tomo un trago de whisky sin hielo, salgo de la casa de Maru y
camino un rato a l o largo de los diques . Trato de ver a lo lejos la s
lucecitas de Puerto Apache entre la s grúas, lo s árboles, la s obras
en construcción. No se ven. Esta noche no las encuentro .Miro
la hilera de docks de ladrillo, las ventana s opacas, las luces en los
boliches, los pibes que pasan mendigando.
Una n ena, entre el Dique 3 y el Dique 4, hace puntería. Es-
tira una gomera. Tiene unos 12 años la nena. Es oscurita, linda,
jugada. La rodean tres o cuatro pibes un poco más grandes que
ella. La nena tira y hace añicos con un buló n un vidrio en el p ri-
mer piso del Dique 3, una oficina, parece, que mira hacia los
barquitos . Se van caminan do, los pibes . La nena a justa la
gomera. Le dice algo a un chico. El chico se ríe. Y se hun den en
un a bruma liviana que empieza un poco más allá.
Ya lo dije. Yo tengo intuiciones.No hace falta que nadie me diga lo que soy, lo que parezco,
ni el papel que me toca en esta historia.
En el bar del hotel de Juana la Loca primero no hay nadie.
Un m atón, com o siempre, duerm e con la cabeza sobre los brazos
en una mesa del fondo. La mina que atiende m e mira com o si yo
hubiese llegado p ara arruinarle el programa. E s una flaca neuras-
ténica de pelo y uñas azules. En una época se dijo qu e andaba
con el negro Sosa, pero desde que el negro Sosa es el tipo de
Juana no anda con nadie más. Se supone por otro lado que escierto, que el negro Sosa no m ira ni de lejos a otras m inas porque
sabe que si a Juana le da un ataque es capaz de cortarlo en roda-
jas. Todos tenemos un pun to de arrugue . E l negro Sosa tam-
bién. Quien lo niegue no conoce la vida o no dice las cosas co-
m o son.
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Le pido un gintonic a la flaca de pelo azul.
Prendo un Winston.
Hay momentos en que no se piensa en nada. So n pocos,
esos momentos, porque casi siempre uno tiene el balero lleno de
cosas. En este momento yo no pienso en nada. M e estiro en la
rigor. Es un capo cuando quiere. Te gasta con cariño, Cúper.
Sigue—: Lo plantó al Pájaro. Se fue. Tiene otro business.
— N o te puedo creer...
—Me lo batió en el cementerio una minita de la Mona que
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silla, tomo un par de tragos y fumo. Está bueno que detrás de los
vidrios se vea la oscuridad. Eso ayuda a no pensar. . .
Un rato más tarde cae Cúper.
Me pone de un saque en el mundo:
—¿Lo viste al Toti? —quiere saber.
—Ayer.— Si lo viste hoy, te pregunto.
Este es otro qu e debe estar tomando antioxidantes.
—Tranquilo, macho — le digo—. No. Hoy no lo vi. Llegué
de Rosario hace un par de horas. Estuve en la fiesta del cine..., y
chau. Eso es todo.
—La mano viene pesada —me dice Cúper—. En cualquier
momento no s caen lo s morenos esos, los de la otra noche, y pa-
rece que van a ser más, un montón, no sé cuántos.
Le digo a Cúper que hay que prepararse y él me dice que sí,
qu e la Primera Junta está organizando las cosas, les dan instruc-
ciones a la gente, se multiplican las guardias, se refuerzan los
accesos, se vigila la laguna: a ver si nos meten un desembarco,
me dice Cúper, como en Norman día. El que se aviva de que hay
qu e custodiar la laguna es el negro Sosa. No lo para nadie a Sosa.
Y Cúper no se anima ni a pensarlo: el negro Sosa como jefe de
Puerto Apache.
— Se terminó... — le digo.
—Y... — m e dice Cúper—. Volvamos al principio, que es
más de lo mismo: lo están buscando al Toti. Quieren fajarlo de
nuevo.
—¿Por qué?
—Qué sé yo por qué. Pero m e enteré de algo más.
Se toma tiempo, Cúper, hace suspenso. Esta noche está lle-
no de información, de noticias, de rumores.
—Contame — le digo.
—Tu amigo, el Ombú —dice. Otro silencio. Administra el
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ensalada.
—Tony — le digo.
—Tony —repite Cúper—. Tony y el Ombú ahuecaron el
ala.
Ahora el silencio es esa baba qu e pegotea las ideas.—Yo leo los diarios —digo.
Cúper me juna.
— ¿Y eso qué tiene que ver?
—Mira si no voy a saber qué es una necrópolis.
Cúper se calla la boca.
Entonces se oyen las motos, el ruido de las motos. Me le-
vanto y voy hasta un a ventana. So n tres. El negro Sosa con su
Honda y dos más. Paran los motores y se quedan un rato ha-
blando, sentados en las motos, con las piernas abiertas, lo s guan-
tes puestos, los dedos de los guantes cortados, las manoplas cal-
zadas, las cadenas en la cintura. El negro Sosa tiene una remeray un chaleco de cuero sin mangas. Parece salido de una película
de motoqueros. Botas con tachas, el pelo atado, los bigotes
como si fuera Zapata. La luz colorada del cartel del estableci-
miento de Juana la Loca cae sobre Sosa y sus amigos como la luz
que hay en los cuartos oscuros donde los fotógrafos revelan sus
rollos. Así que se los ve sin colores a los tres: apenas tonos m ás
claros o más oscuros de ese color qu e parece un a pecera de san-
gre aguada.
Vuelvo a la mesa, termino el gintonic, m e llevo los cigarri-
llos. No quiero saber m ás nada. ¿Cuánto tiempo pasó desde qu e
los tres tipos que me mandó el Ombú me encerraron en elgalponcito? Parece un siglo. Dos siglos. En realidad fue hace
unos días, la misma cantidad de días qu e llevo sin ver a mis
hijos.
—¿Sabes algo de mi viejo? —le pregunto a Cúper.
—Pasé a la mañana. Estaba igual.
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Con eso creo que me alcanza.— Yo invito —digo. Dejo un billete sobre la mesa. Le doy
un a palmada y Cúper mueve la cabeza. Me voy. Mi amigo sequeda en el bar . Toma su grapa. No sabe qué hacer. El tipo de
do a Tony y a los otros dos a la salida del casino, la otra noche,cuando lo fui a ver al evidente Monti.
Doblo en una esquina.Ya enfilo para casa.
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segur idad s igue durmiendo en el fondo del local . No hay unalma. No hay trabajo. Es un día raro. La mina de pelo azulsentada en un taburete detrás de la barra tampoco sabe quéhacer.
Quiero volver a m i casa. So n esos impulsos que a veces m eagarran . Como intuiciones , me había enseña do Angela, la pr imade la vieja, como presagios, como pájaros de mal agüero. An da asaber por qué mie ntras camin o por una calle desierta en la que seme cruzan un par de perros que pasan t rotando con la lenguaafuera me acuerdo de Monti, del gordo Monti, del ex diputadode la provincia Walter Monti. U n tipo sudoroso, de saliva e spesay manos húmedas . Tiene el pelo teñido, Monti. Poco pelo, en -grasado y teñido. Me acuerdo de las manos de Monti, las mano sl lenas de f ichas , en el cas ino, las man os toqueteando a la mina
qu e está sentada a su derecha en la mesa de punto y banca , ungato m ás bien caro. A la izquierda de l gordo Walter Monti ha yun tipo flaco, de traje gris oscuro y cam isa blanca. Usa una cor-bata de color verde agua el flaco. Usa el pelo mu y peina do, tiran-te, y tiene las uñas arregladas por una manicura, esas uñas impe-cables, con esmalte, uñas de compadr i to que piensa que as í esmás elegante. Un p resumid o, el flaco. Y tiene la mirada de h ielo.An da a saber por qué mientras vuelvo a mi casa, esa noche, poruna cal le des ier ta de Puer to Apache, me acuerdo, uno por u no,de los tipos que vienen a fajarme. Me acuerdo de Huesos deManteca, me acuerdo del Enano, me acuerdo del Lobo. Yo séqu e a esos tipos le s cambié la película. Por eso el Enano lo man-dó a Huesos a preg unta r si seguían o la cortaban. O sea, vinieroncon una orden clara: me tenían que romper el alma. Y de prontoles entró una duda: ¿cuánto me tenían qu e romper el alma? ¿Unpoco, mucho, un montón? Por eso yo no tengo dudas . Yo séquién me los mand ó. Lo que no ent iendo todavía es quién ma n-
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También me acuerdo ahora que cuando el t ipo que se rom-pió la mano se fue a buscar instrucciones se llevó un a moto. Yque yo pensé que era la moto de l negro Sosa.. . Es decir, si eltipo que se fue se llevó la moto de Sosa, ¿cómo hizo Sosa pararecuperar su moto?
Tú comprenderás
qu e estamos viviendo
t iempos modernos.
Canta Gilda.
Ése es el disco favorito de Jenifer.¿Habr á ido a ver a mi viejo?Jenifer, digo.
Di/e a esa mujer
con la que te vasque nos vamos todos.
En la puer ta de mi casa está m i silloncito de paja y está to -davía la silla que el Toti se trajo ayer al mediodía para charlarconmigo. Ya es tarde. Jenifer no es tá. Los chicos tampoco.Vuelvo a la calle. No hay mucha luz. M e siento en la silla de lToti. Prendo un cigarrillo. En el sillón, con la cabeza un pocoincl inada y los brazos f lo jos , como dur miendo , hay un t ipomuer to.
Tiene tres balazos. Uno en la frente y dos en el pecho.
Es e l O m b ú .
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u. EL 403 Petrosian es armenio. Casi nadie lo entiende. Habla bas-
tante bien. Lo que no se entiende es lo que piensa, la manera de
considerar las cosas. "Son gente rara, los asiáticos", dice siempre
Garmendia. Pero a veces se me ocurre qu e Garmendia tiene un
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Petrosian hojea un a revista. De vez en cuando se para en
un a página, en una foto, y la contempla largamente. Se olvida de
todo, Petrosian, en ese momento, se va del mundo, y lo único
qu e hace, lo único que le ocupa la cabeza es la foto qu e mira.
Estamos en el barcito de López. Hace rato que pasó la mediano-
che y creo que ya no falta mucho para qu e empecemos a ver la
pr imera luz pálida del alba.Petrosian es armenio. Nadie sabe cuántos años tiene. La
gorda Susana dice que más de 90. Nadie le cree. Petrosian está
viejito, pero no es para tanto. En 1991 era un líder separatista
qu e luchaba para que el Soviet Supremo le s diera la independen-
cia. Y Armenia consiguió la independencia. Así que tan, tan vie-
jo no debe ser. Yo no sé nada de Armenia, del Soviet Supremo,
de la Unión Soviética, de la cortina de hierro. Cuando era chico
me preguntaba todo el tiempo cómo sería la cortina de hierro.
N u n ca me la pude imaginar. Hoy lo único que sé es que todo eso
terminó. Chau. El comunismo c'est fini. Armenia, dice
Petrosian, está en el Asia, más o menos por arriba de Irán y de
Turquía, cerca del Mar Negro y del Mar Caspio, pero Armenia
no da al mar por ningún lado.
Hablo de todo esto porque de algo hay que hablar.
—Una cosa era la independencia —dice Petrosian—. Y otra
cosa era el comunismo. Yo contra el comunismo nunca tuve nada.
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tornillo un poco flojo, un cote medio racista, o algo por el estilo.
Y encima está enfermo. "Se le terminó el entendimiento", mur-
mu ra un día Rosa, la enfermera jubilada del hospital Fernández,
cuando Garmendia no quiere ponerse un a inyección.
Petrosian está solo.
¿Qué le habrá pasado al vivir en un país que no daba al mar?En otra mesa juegan al truco Anchorena, Lomo Angosto y
otros dos que conozco de vista. Trabajaban en un frigorífico,
creo, los otros dos: después anduvieron tironeando carteras des-
de una moto, después los molieron a palos en una villa porque le
afanaron a la mujer de uno de los capos de la villa, y después se
reformaron. Hacen yeso, pintura, cosas así. No les sobra el tra-
bajo, eso está claro. No sé cómo se llaman. A la pareja que ar-
man Anchorena y Lomo Angosto es difícil ganarle. Siempre
juegan por la consumisión. Los que pierden garpan. Dicen que
hay semanas enteras que comen y chupan gratis los dos
gerentes. Yo no podría jugar con Lomo Angosto. Me volveríaloco con las señas. Está lleno de tics. Parece un cómico, uno de
esos cómicos malos qu e hacen muecas para que la gente se ría.
Pero Anchorena puede, juega con él, y gana. En este momento
los cuatro toman un poco más de vino. Le pidieron otra botella,
a López, se sirven y toman de a poquito, no sólo para no
mamarse sino también para que les dure.
Petrosian pasa hojas y hojas de la revista sin detenerse. De
pronto se para y mira un a foto. La mira intensamente. Casi
siempre son mujeres jóvenes, hombres elásticos, casi desnudos.
Petrosian contempla los cuerpos impecables de las chicas y los
pibes en la publicidad. Los avisos que más le llaman la atenciónson los de medias de mujer, los de gimnasia, los de productos
dietéticos, los de jabones, perfumes y desodorantes, todas esas
imágenes donde la juventud es como un depósito a plazo fijo de
la felicidad. Todo ese verso. Pero Petrosian mira detenidamente
la s fotos y después vuelve a una foto de Maradona, a una foto de
141
Reagan y a una foto de Anita Ekberg que marcó en diferentespáginas de la misma revista. Maradona está lleno de grasa y tie-ne la mirada vidr iosa perdida en cualquier lado. Reagan juegacon las piezas de madera de un juego para chicos y mues tra ungesto extraviado de los enfermos de Alzheimer. Anita Ekberg
Si pasa eso no se puede estar en Babia. Hay que seguirle eltren de vida a la vida. No es lo mismo que una mujer . Pero escasi lo mismo. La vida de vez en cuando t iene un tren de vidacaro. A veces no alcanza la plata ni para los peajes. Pero es así.So n leyes. Puntos a los que se llega. Encrucijadas, diría Ángela,
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no quiere festejar sus 70 años: inmensa como una ballena en-vuelta en una túnica se le nota en la boca entreabierta que estáborracha.
Por suer te l lega Cúper . Se da un par de t oques con un
broncodilatador, pide una grapa y echa un vistazo. Está lleno elbarci to de López. Como si haciéndose lo s boludos todos quis ie-ran estar cerca.
Ayer se mur ió mi viejo.En un r incón de l bar , con los brazos cruzados y la cabeza
sobre el pecho, duerme la gorda Susana. No daba más . Ella or -ganizó el ent ier ro. Ya tenemos un cementer io en Puer to Apa-che. Todavía es chico. Petrosian sale de la página con las fotosde Anita Ekberg. Junto a la de ahora, la que está con la túnica,hay una de hace más de cuarenta años en la fuente de La do lc e
vita. Petrosian sale de esas fotos y vuelve a la de una piba semi
en bolas qu e hace fierros no sé dónde. Tiene la piel larga, tensa ybien puesta la chica de esta foto. Petrosian se abisma. Inclina lacabeza. Recorre milímetro a milímetro la imagen de ese cuerpo.
—¿Hay algo que no ent iende Petros ian? —le pregunto aCúper .
— N o —me d ice—. Hay algo que no puede creer .Lo s brazos largos , la piel floja, los dedos escuál idos del
armenio separatista hacen pasar otra vez las páginas de la revista.Y o es t aba dor mido , a la m a ñ a n a , c u a n d o a p a r e c i ó el
Chueco. Él me avisó. Se había sentado al lado de la cama y mesacudió despaci to. Abrí un ojo. N o hizo falta qu e di jera nada. Lo
adiviné.Hay varias cosas que tengo que aclarar.Po r ejemplo: el t ema de Cúper , el t ema de l Toti y el t ema
de M a m .La vida se organiza a veces, sin que uno se dé cuenta , por un
camino diferente del que llevaba.
la pr ima de mi vieja, una mina t r is te, una buena m ina, una mujersi n futuro. No todos los días se conoce a alguien sin futuro. H aygente para la que ni s iquiera la muer te es un futuro. Esto loaprendí hace poco. U no cree por ejemplo que un croto no tiene
futuro. Cuidado. Por ahí tiene más futuro que vos. No tener fu-turo es otra cosa. Hay ricos que no tienen futuro. La guita no esel remedio para eso. Lo único qu e hace, la guita, es disimular elproblema. Un punto con gui ta puede hacer te creer que t iene fu-turo. A veces parece que el futuro se puede comprar , como unacara nueva, una 4x4, o un viaje a las antípodas.
—¿ D ó n de quedan las ant ípodas? —me pregunta Cúper .Por qué le habrán descubierto el soplo en el bobo, por qué
no se quedó jugando al fútbol en el Valencia, capaz que hubieras ido compañero de l Piojo López, campeón de España, de Euro-
pa o del m un do , algo, cualquier cosa que lo hubiera mantenido
lejos , d is t raído, s in la ocas ión d e hacer la s p r e g u n t a s m ásboludas de l universo.
—¿Las ant ípodas?El estira los labios como una sonrisita tarada y dice que sí
do s veces moviendo la cabeza:—Sí.
Por eso le digo:
—En el culo de l mundo .—Ah — m e dice Cúper.De Jenifer voy a hablar un poco más adelante.E mpecemos po r Cúper .
— ¿Y la necrópolis? — le digo—. ¿Qué tal?No contesta. Me agarra al vuelo. Seguro que se le ocurre
m a n d a r m e un rato al carajo per o des pués se imagina que no es elmejor mo mento y se va al mazo.
—Me llamó Puente Roto —dice, en cambio—. Parece quesale lo de la granja esa. Lo tengo que pensar.
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—¿Qué gran ja?
—Puente Roto compra cosas de gran ja por el lado de Mer-
cedes y vende en boliches de Capital. Hay una granja nueva qu e
produce de todo, y si la agarra, Puente Roto, va a necesitaruna o
dos personas más.
Yo lo miré.
No digo nada.
Me hago dos preguntas. La primera: ¿quién mató al Ombú?
La segunda: ¿por qué lo dejaron en la puerta de mi casa?
Hay una respuesta: lo mató el Pájaro. Si vos lo traicionas
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—¿Repart idores?
—Eso.
— ¿Y vo s querés agarrar de repartidor?
López me trae otro imperial. Ya casi no se ve, el imperial.
Los bares nuevos no saben qué es. Te tiran balones, chops, ja-rras, tanques. El imperial es un vaso chico de cerveza. Un vaso
así, m ir a . Yo tomo cerveza. De a poco. Imperiales. El día fue
largo. La noche es larga. No sé cuándo voy a volver a dormir. No
está m al comer aceitunas y maníes, tomar imperiales, y f u m ar un
cigarrillo de vez en cuando. Ya no me quedan Winston. Esta
noche rumo Jockey Club. Es lo que vende López. No hay otra
cosa.
—No, no quiero agarrar de repartidor.
—¿Ponemos un tanguito? — m e pregunta Garmendia.
Se va para el fondo del bar, saca de un estante un long-play
de Julio Sosa y lo pone en un tocadiscos de otra época. A mí megusta volver a escuchar el ruido de la púa contra el disco.
Le pregunto a Cúper si es verdad que Tony y el Ombú le
hicieron un a fulería al Pájaro, si es cierto que lo traicionaron o
algo así. Cúper me dice que no lo traicionaron: eso no es lo que
le cuenta Betina, la novia de Tony. Ella le cuenta a Cúper que
ya n o trabajaban para el Pájaro. Y para quién trabajan ahora, le
pregunto a Cúper, y me parece que no hace falta que le diga que
el único que todavía trabaja es Tony. El me dice que Betina no
le cuenta para quién trabajan, lo máximo que le suelta es que
ah o r a se fueron con un político. "Lo que pasa", parece que le
dice Tony a la novia, "es que hoy la política está en todas par-
tes, así que para no quedarse afuera hay que entrar en la polí-
tica".
—Un genio, ese muchacho —le digo a Cúper.
—S í:—m e dice Cúper—. A lo mejor por eso come el toma-
te de la ensalada. Mira el Ombú...
144
capaz que el Pájaro te mata. Pero el Pájaro no haría personal-
mente un trabajo así. Ponele que haya dicho "Bueno, se terminó,
ese tipo es boleta". Pero él no lo hizo. Alguien lo puso al Ombú
y después me lo plantaron en la puerta de mi casa.
Hablo de todo esto porque de algo hay que hablar.También está el tema del Toti.
Al Ombú lo mataron hace un par de días.
Anoche, a eso de las tres, cuando iba para Godoy Cruz des-
de un bar en la plaza Campaña del Desierto, lo atropello una
pickup al Toti.
—Tenía pintura de guerra —me dice Cúper—, ropa de
fiesta, imaginate.
Me imagino.
Yo lo vi un par de veces al Toti en su parada, y no me da
vergüenza decirlo: mata.
"Hola, lindo", dice el Toti cuando se acerca a los autos delos puntos que paran infartados cuando lo ven entre los árboles,
"Yo me llamo Toti, tengo 25 años, ¿yvos?"
Los tacos altos, las piernas largas, las lolas que se puso el
año pasado cuando terminó de juntar la guita de la operación, el
pelo rubio... una mina imposible, te lo juro.
Me acuerdo del Toti en Godoy Cruz y pienso que capaz
qu e estoy equivocado: capaz que las piernas más largas de Puerto
Apache las tiene el Toti, no Guada...
—No estaba en bolas —me dice Cúper—. Se había vestido
como una diosa elegante. Quería cobrar una guita que le debía
un a amiga, otro... Bueno, qué sé yo. Otra mina ¿no? La cuestiónes que tenía que pasar un minuto por Godoy Cruz y después se
iba a la casa de... ¿cómo se llama?
—¿De Juampi?
—Sí.
—No te puedo creer.
145
—Sí. El coso ese lo había invitado a comer.
—Ju amp i lo había invitado.
—Sí.
— N o digas entonces "e l coso ese". ¿Qué te da, decime,
asco? ¿Tenes prejuicios? Mira Holand a. Se casan en Holanda.
—Lo cuida...
-Y...,sí.
—Es feliz, el Toti...
—Me avisó ayer a la tarde —me dice Cúper—. Te había
llamado a vos primero. Te dejó un mensaje. Lo fui a ver. Vive en
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— La gorda esa se casa, M áxima.
— No es gorda. Es argentina. Y no se casa ella sola. Los ho-
mosexuales también se casan en Holanda.
Cúper encoge los hombros y mira una foto de Cúper en la
tapa del suplem ento deportivo de un d iario. Cúper se va del Va-lencia al fútbol italiano. Cúper ya es el técnico del ínter de
Milán. Qué tal. Tiene pinta, Cúper. Traje gris, remera negra,
mocasines. Está apoyado en una pared, con las manos en los
bolsillos, una pierna recogida y el mocasín también apoyado en
la pared. Así se paraban los muchachos de antes. Cúper mira la
foto de Cú per y se pasa una man o por la cabeza. No se acostum-
bra, todavía, o le parece raro, el pelo como lo tiene ahora.
¿Qué piensa Cúper cuando lee que Cúper se va de España a
Italia, del Valencia al Internazionale, de un fútbol a otro fútbol?
¿Piensa que él no se va a ningún lado, que se queda acá, qu e
el fútbol, para él, es una cosa anclada, sin futu ro, o sin otro des-tino que las canchitas porteñas para equipos de amigos y cam-
peonatos de veteranos?
—Es un poco chico el coso es e —dice Cúper—. El Toti le
queda grande, como un traje, ¿viste?
—Capaz que no lo quiere para vestirse.
—Capaz que no. Se lo llevó a la casa. Le da los remedios.
Hay una emplea da que le cocina sopitas, al Toti, una vieja que lo
trata al coso ese como si fuera el príncipe d e algo. Y va una en-
fermera a ponerle las inyecciones. Le duele todo el cuerpo. Está
lleno de moretones . No se le rompió nada, pero no se puede
mover. Y vo s lo ves y hace u n esfuerzo y se ríe... Quiero decir,como si fuese feliz.
—Se lo llevó a la casa, Juampi...
—Sí.
—Y lo atiende...
—Sí.
146
Núñez... el otro. Tiene una casa.. . Q ué sé yo, Rata. No se pue-
de creer.
Saco el celular. Escucho los mensajes. Sí. Hay uno del Toti.
Y uno de M aru. Los dos me piden que los l lame.
— N o —digo yo—. No se puede creer.
López me trae otro imperial.
Retengo un poco de cerveza en la boca. Ya no me duelen
tanto los labios. El ojo izquierdo se abre bastante bien. En pocos
días más lo único que me va a queda r de todo esto es una cicatriz
en la ceja.
El tiempo pasa.
Las cosas cambian.
Una vez, apenas llegó a Puerto Ap ache, el negro Sosa quiso
prepearlo al Toti y e l Toti le rompió la cara de un cabezazo. Fue
cerca de la casa del Turquito, el marido de la Turca, me acuerdo
bien. El Turquito vende choripanes en la cancha de Vélez.Hoy se me ocurre que lo mejor para el Toti es cambiar de
aire, no dejarse ver por acá, borrarse. Un tiemp ito, po r lo m enos.
A lo mejor le va bien con su amigo y se pasa una temporada en
Núñez. Quién sabe.
Yo estaba dormido, ayer a la mañana, y el Chueco me des-
pertó. M e sacudió un poco, suave, y abrí lo s ojos. El Chueco
estaba sentado al lado de la cama como si llevara un rato ahí. No
hizo falta que dijera nada. Lo adiviné. Me vestí, me lavé la cara,
y tomamos café con leche.
El Chueco chupaba el filtro de un cigarrillo.
Quedaban pocas cosas en la cocina.No miré mucho.
No revisé nada.
Pensé que Jenifer se había ido.
Creo que no me importa mucho que Jenifer me deje. No me
lo esperaba. Uno nunca se espera estas cosas, y a lo mejor es jus-
147
to. Pero con los chicos es distinto. Yo quiero hablar con Julieta y
con Ramiro.
Tengo 29 años y una vida casi legal.
Tengo dos hijos.
Tengo apenas un par de cosas más. No mucho. En estos
raro pensar que a veces a uno las cosas de la vida se le escapan
entre lo s dedos como un puñado de arena. Es raro saber que la
muerte termina con todas las preguntas y abre un montón de
misterios. Es raro entender, frente a un muerto, que uno sigue
vivo.
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días a nadie le sobra nada.
Entonces fui con el Chueco al Palacio Apache.
M i viejo se murió ayer a las siete y cuarto de la mañana.
Nadie puede jurarlo pero parece que después de los golpes nunca
recuperó del todo la conciencia. Nunca m ás dijo un a palabra. No
se sabe incluso si reconocía a la gente, si le dolía el cuerpo, si
pensaba algo. Rosa dice qu e ella no es nadie pero que a falta de
otra opinión le parece que la causa de la muerte fue una hemo-rragia interna.
Cuando vamos para la casa de mi viejo me acuerdo de
Monti. El gordo Monti se tiñe el pelo y a veces tiene miedo. En
un baño, con los ojos hundidos en alcohol, f u mando como un
condenado, m e dijo que en la última transa qu e había hecho co n
Barragán su secretario le había pagado lo que correspondía a una
m ina y a un grandote. No se me había ocurrido pensar hasta este
momento en ese punto. Ahora ya no hace falta qu e piense.El cuerpo de mi viejo está boca arriba, en la cama. Se le ven
el cuello y los hombros porque la sábana y la manta de piqué lo
cubren como si estuviera dormido. Tiene la cara blanca, los pár-
pados cerrados, el pelo gris, los labios morados. A un muerto
un o le mira los agujeros de la nariz. No sé por qué. Mi viejo
tiene algodón en los agujeros de la nariz. Me pregunto si le ha-
br á puesto algodón, Rosa, para que la hemorragia interna no le
salga por la nariz. Mejor, creo, sería no pensar boludeces.
¿De quién es ese cuerpo que ya no vive?
Mi viejo, cuando se retiró, se convirtió en otro hombre.
Años después costaba juntar la imagen de aquel hombre furiosoy violento que me llenaba de miedo cuando yo era chico con la
de ese tipo que ya no le levantaba ni la mano ni la voz a nadie,
qu e jugaba al billar y que se había ganado de última la considera-ción de la gente.
Hoy es raro ver salir el sol sobre la laguna en la Reserva. Es
148
Si alguna ve z odié a alguien co n todas mi s fuerzas fue a este
hombre. Pero la muerte de mi viejo deja intacto el odio de otro
tiempo, la ignorancia de hoy, la falta de sentido de las cosas, y e l
dolor que a pesar de todo me revuelve el alma.
En el horizonte desparejo, contra un penacho de yuyos y
arbolitos, sobre el río que desde acá no se ve, ahora también em-
pieza el amanecer.Anchorena y Lomo Angosto ganan otro partido con un
retruco y los ladrones de carteras convertidos en pintores se los
quedan mirando como se mira lo inconcebible. Aguantan los
chistes, el gaste, le pagan a López y se van. No quieren seguir
jugando, no quieren intentarlo de nuevo, volver a perder, o lo
qu e sea, y s e toman el olivo. No es de día, pero le falta poco. La s
casas qu e están m ás cerca de l barcito de López aparecen en esa
pr im e r a lu z colorada y oscura que se ve antes de la salida de l sol.
Son casas de material, o de ladrillo, o de madera y latas. Según.Tienen terreno, las calles son anchas, no estamos amontonados
en Puerto Apache. Por eso se nos están viniendo encima, quie-
re n entrar de cualquier manera, gente de todos lados.
Ya no doy más de tanta cerveza. Salgo del bar, doy una
vuelta, en la parte de atrás, después del alambrado, hay un
bosquecito. Meo entre esos árboles de ramas finitas que parecen
de juguete. Vuelvo a escuchar el mensaje que me grabó Maru
ayer. En realidad son dos mensajes. Cuando se le terminó el
tiempo del primero volvió a llamar. Una vez más. Y me quedó
casi todo claro.
El mensaje de Maru es una despedida.La voz de Maru dice:
"Ratita..., me voy."
Así empieza.Vuelvo al barcito, me siento a la mesa donde Cúper sigue
dándole vueltas a su vaso de grapa, y veo que López trae de l fon-
149
do un par de bidones. Carga uno en cada mano. Parece un hom-
br e fuer te . Lo s deja cerca de la puerta.
Hace tres horas, más o menos, Guada se fue a dormir. Se la
llevó a la madre, qu e estaba charlando co n Garmendia y que no
quería irse.
de, nos despeina un poco. Como si estuviéramos muy peinados,
todos nosotros. Me miro los zapatos. Son unos borcegos viejos
que están un poco sucios, pero sanos. Pensé, mientras me vestía,
si me ponía los mocasines norteamericanos que le afané al Pája-
ro. No. Me puse estos borcegos. Son más cómodos. Se puede
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—Vamos, mamá. Es tarde —le dijo—. Vos mañana tra-bajas.
Así que Isa se levantó, de mala gana, saludó a todos y se fue
co n Guada. La casita de ellas queda ahí nomás.
Guada se metió la s manos en los bolsillos de la campera yapretó los labios. A pesar de todo era una sonrisa. Otra manerade decir adiós.
Antes me había dicho:
—Qué tipo, tu viejo.
Llegó a eso de la una, ella, cuando López vendía las últimas
empanadas , no quedaba nada más, el fuego de la cocinita estaba
apagado. Hay bebidas: vino, ginebra, grapa, Coca-Cola. Nada
más. La madre de Guada m e había dicho que la hija se había
tirado un ratito y se había quedado dormida. "Está cansada, po-bre, triste, vo s sabes", me dijo Is a como si tuviera qu e explicarme
algo. Yo no sé, pero le dije que sí: "Sí, yo sé". Isa enfiló para lamesa de Garmendia, el Chueco, Rosa y otros notables. Al rato
les estaba hablando de Tránsito Cocomarola. "Yo lo conocí", lescontaba Isa, "No me voy a olvidar nunca".
Por eso Guada llega más tarde. Se sienta con nosotros, conCúper y conmigo, y le pide a López una Coca-Cola.
Yo m e pongo u na camisa blanca, u na corbata qu e tengo, y
u n saco azul. M e miro en el espejo para hacerme el nudo. Quiero
qu e m e quede bien. "Vos sos un compadrito", m e decía m i vieja,
"como tu padre".
Vamos al cementerio.
El cura Cisneros, acusado de progre, tercermundista, lacayodel comunismo y otras imbecilidades por el estilo, lee una ora-
ción. Como en las películas, pienso. A mi padre le gustaba verpelículas. A mi madre, ahora, también. El cementerio chiquito
de Puerto Apache está al lado de la laguna. Por eso se ve una
formación de patos que pasa volando. Por eso el viento, esta tar-
150
pisar la tierra húmeda, un poco de barro, el lugar donde unovive. El lugar donde uno muere. Parece mentira, pero oigo la
oración que lee el cura, le veo el pelo rubio sacudido por el vien-
to , miro a los hombres, a las mujeres qu e lloran, a todos los que
m e dijeron o me dirán palabras inolvidables, y no siento nada.No me conmuevo.
—Ánimo, pibe.
—Fuerza, Ratita.
—Aguante, varón.
—Me da tanta pena, querido.
Cosas así.
Pésames.
Voces de aliento.
Palabras de los amigos.Y a mí no me dicen nada. Yo no siento nada. No estoy
emocionado. No me mata el dolor. Parado junto al cura, defrente a la laguna, muevo lentamente la cabeza y contemplo a la
gente. Parece que lo querían, a m i viejo. Se me ocurre, también,
qu e lo s primeros muertos de un lugar nuevo tienen que ser como
u n vendaval que te deja a la intemperie. La s cosas, quiero decir,
terminan.Y yo ahí, consciente de la corbata que me ajusta el cuello, de
que no sé qué hacer con las manos, de la suela de goma de los
borcegos que imperceptiblemente se hunden bajo m i peso en la
tierra mojada, miro la cruz de piedra blanca que le vamos a po-
ner a la tumba de mi padre y m e parece que no sé quiénes somos
ni qué hacemos. Por eso pienso que es como ver una película.Pero uno está adentro de la película. Ya te pasó todo lo que tenía
qu e pasarte. Ahora estás adentro de la película. Y n o sentís nada.
Es como ser el protagonista de una historia de otro. Lo único
qu e sabes es que a pesar de todo no te vas a olvidar de este mo-
mento. Y lo único que querés es que haya algo mejor.
151
Las botamangas de los jeans también están salpicadas de
barro.
Guada prende un cigarrillo, me apoya la cabeza en un hom-
bro, se mira la punta de las botas y me dice:
—Era loco tu viejo...
pared del fondo parece de ladrillos y el piso de madera. En la
pared se alcanza a ver el borde inferior de un marco. No se puede
saber qué hay en ese cuadro. La oferta que se hace de Guada es
visiblemente trasera. Reconozco que algo se me movía entre las
piernas cuando miraba las fotos con Cúper y con Morales, el
pibe qu e labura en Constitución. Nunca más volvimos a ver esas
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Cúper se para y da una vuelta. Se cortó el pelo. Ahora lo
tiene cortito, como Cúper. Se queda mirando el segundo chico
de otro partido de truco. Anchorena y Lomo Angosto van per-
diendo. O se están dejando ganar. Hay que tener cuidado con
los gerontes. Los ex ladrones de carteras se agrandan. Van por eldes f i lade ro rumbo a la emboscada que le prepararon los
apaches...
—Con esa facha —sigue Guada—, durito, al principio. Ni
un a sonrisa. Pero se miraba en el espejo, se daba palmaditas en
la cara, y m e guiñaba un ojo. Yo nunca había visto un tipo así.
No sé si Guada habla para ella o para mí.
Tampoco tiene importancia.
Guada dice:
—Era algo. Daba la impresión de estar en otra cosa. Pero
yo te puedo asegurar que tu viejo sabía un montón de las mu-
jeres.Guada fuma. Veo el rouge qu e marca el filtro de su cigarri-
llo. Veo sus dedos largos, las uñas bien cortadas, la ropa cara que
tiene puesta, casual, sport, como si no tuviera nada del otro
mundo. Ella también es rara, poco común, algo inesperado. Una
negrita correntina sin mucho lustre, pedigré cero, neuronas du-
dosas, podría pensarse, y que de pronto te dejar ver que sos un
boludo porque de pronto ves que esa mina tiene tablero, cancha,
horas de vuelo, estilo. Es un gato. Pero en este momento descu-
bro que está lastimada. Y esto ya lo dije: ojo con los gatos
malheridos.
Me acuerdo de las fotos.En la última foto de Guada que se ve en Internet ella se bajó
las tiritas de la tanga. Se apoya con las manos y con la rodilla
izquierda en un sofá blanco. El pie derecho en el suelo, la rodilla
flexionada, y el pelo le cae por delante de los hombros. Está de
espaldas, por así decirlo, y no se le ve la cara. Pero es ella. La
152
fotos. Ya ni siquiera hablamos de eso. Como si nos hubiésemos
arrepentido o como si se tratara de una cuestión de respeto. Pero
entonces, ¿quién imponía el respeto? ¿Ella? ¿M i viejo? ¿Los dos?
No se sabe.
— ¿ S a b e s ? —me dice Guada—. Ya no estoy más en
Internet.
Es inevitable.
Yo me acuerdo de las fotos.
—¿Por? —le pregunto.
—No es un negocio para mí.
—Me imagino.
—¿Qué te imaginas? —me pregunta y se ríe.
Tiene onda, Guada.
—No sé —le digo—. Nada. Qué sé yo...
Ella me apoya otra vez la cabeza en el hombro y me dice:
—Era un campeón, tu viejo.
Después se va. La despega a su madre de la mesa de
Garmendia, el Chueco, Rosa y otros notables, y se la lleva. Isa
no se quiere ir. "Podría pasarme toda la noche", dijo, "hablando
de esto". Pero Guada se la llevó.
Con la primera luz del día el bar de López se va despoblan-
do. Ahora, a eso de las ocho —no quiero ni mirar la hora—,
apenas quedamos un puñado. El pibe Morales bosteza. Lomo
Angosto se quedó dormido sobre la mesa que lo vio terminar
invicto. La gorda Susana también apoliya: en un rincón, con los
brazos cruzados, parece que no quisiera despertarse nunca más.
Los pibes del cine se despidieron hace un rato. Juana la Loca y el
negro Sosa no hicieron acto de presencia.
Yo me acuerdo de l mensaje de Maru.
Por eso busco la billetera y saco su Toto de atrás de la foto de
Ramiro. Es la foto que me llevé de su casa. Ella está en el balcón
153
con un vestido blanco de breteles finitos. Sopla un poco de vien-to y con una m a n o en la nuca se sostiene el pelo.
Yo miro la boca de Maní.
Entonces López vuelve a los bidones que trajo hace un ratodesde el fondo. Los levanta del suelo, uno en cada mano, sale,camina por el descampado que hay delante del bar y llega al
12. EL PÁJARO
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Peugeot 403 blanco, descascarado, y con una rueda pinchada.Deja un bidón en el suelo y con el otro empieza a rociar el auto.Hace un buen t rabajo, López. Sigue después con el segundo bi-dón. Desde acá siento el olor a nafta. Lo veo y no lo creo.
—Fisuró, López —me dice Cúper .Yo no sé qué decir .Así que pr endo el úl t imo Jockey y soplo el h u m o que se
queda f lotando en el ai re húmedo de la maña na.C uando t e r mina de em papar con naf ta el 403 López se da
vuelta y m e pregunta si tengo fósforos.Por eso me levanto, vo y has ta el 403, y le doy a López un a
cajita de fósforos de mader a .— M i r a — me d ice .Yo miro.El fuego empieza con l lamas bajas que avanzan como el
viento devorándose la nafta. Después las l lamas crecen.Las tres ruedas que todavía tienen un poco de aire explotan.E l tapizado crepita.Lo s vidrios primero se quiebran y después se r ompen .En cinco minutos el 403 es tá envuel to en una bola de fuego.No se puede sacar los ojos de una cosa así. Es un imán, un
lenguaje secreto, un espejo de la nada. López ret rocede.—Algo hay que hacer —dice.Yo tiro al fuego la foto de Maru. Las cuatro puntas se do-
blan hacia el centro. El papel se carboniza. Se desintegra. Losrestos vuelan entre las llamas como cachitos de hollín. Se te rmi-nó. Yo también vuelvo atrás.
— Sí —le digo a López—. Algo para recordar .
154
De Jenifer voy a hablar un poco más ad elante.Cuando tenga t iempo.A lo mejor le escribo algo.Hoy es domingo. Llueve a cántaros . A duras penas cons igo
qu e el Renaul t del Chueco no se quede en el barro y salgo dePuer to Ap ach e . Sin apuro pero con esa obs t inación que me aga-rr a cuando no ent iendo qué busco subo po r Liber tador , entro enla ciudad des de su borde pe gado al río, y dejo que el tráfico des-nutrido me lleve como uno más en una tropilla de caballos can-sados. Ya sé dos cosas del auto del Chueco: el tanque está casivacío y el limpiaparabrisas de la derecha no funciona . En un se-máforo descubro la tercera: tiene los frenos a la miseria.
Por eso paro en ia pr imera es tación de servicio qu e encuen-tro. C on veinte pesos m e alcanza para diez litros de nafta co -mún, un café con leche con medialunas en el bar y dos paquetesde Marlboro.
"Ratita..., m e voy", dice su voz.
E l mens a je de despedida de Maru es un montón de palabrasinútiles a veces salpicadas de silencios o de dudas. No me intere-san los silencios ni las dudas. E l me nsaje, sacándole lo que sobra,t iene algunos puntos fuertes. Uno está al principio, otro al final,otro por el medio, y otro... no sé dónde .
La voz de Maru, antes de cortar, dice "Llámame". N o hace
155
fal ta ser un genio pa r a darse cuenta de que no hay por qué lla-
mar la . Pero antes de eso dice: "Vos no me vas a creer. Perdóna-m e. Yo te quiero, nene."
Conmovedor, ¿no?
Bueno. Escuchen. Antes, más o menos por el medio de lagrabación, también dice: "Ahora que ya no importa te voy a de-
Diez minutos después estaciono el auto a cuarenta metros
del restaurante del Pájaro en Las Cañitas. Es una casa en una
esquina. La entrada al boliche, cerrado los domingos al medio-
día, está en la ochava. La entrada a la vieja casa reciclada donde
el Pájaro se ha hecho su nido y su guarida sigue en su lugar, un
poco más allá de la última ventana del restaurante. Me cierro la
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cir una cosa. Siempre tuviste razón: fue el Pájaro el que le dijo al
Ombú que te mandara dos o tres tipos. Estaba loco de celos.
Ahora no importa, Ratita. Podes olvidarlo. Yo sé lo que te digo."
Meto la medialuna en el café co n leche.
Siempre lo hice.Desde que era chico.
Repito el mensa je. Quiero escucharlo una vez más. Lo juro:
un a ve z más. Después lo borro. Y a la mierda.
Por eso escucho una vez más:
"Ratita..., me voy."
Lo que viene ahora no estaba en ningún lado. Quiero decir,
vo s podías escuchar m il veces el mensaje y no estaba en ningún
lado. Y a pesar de todo, juntando todo, a mí me queda ba claro.
Para saber qu é pasó con la guita qu e faltó, con la guita que no le
llegó al Pájaro en la última transa de Monti, había que pregun-
tarle a ella. Sí, a ella.
Eso no estaba en el mensa je. Pero se podía escuchar. Se po-dí a deducir. Hay cosas que no hace falta decirlas para qu e que-de n claras.
"Perdóname."
Cuando vuelvo al auto y pongo nuevamente el motor en
marcha no me siento como nuevo pero a lo mejor me parezco
más a lo que soy: un a especie de galán sin platea co n ínfulas de
guap o o de matón. Cosas de la vida. Retomo Libertador y llueve
m ás fuer te . Poco después el cielo se hace de noche y en seguida
caen piedras. Oigo el granizo repiqueteando en el techo del
Renault. Lo hace bolsa, pienso. Y pienso: ya está hecho bolsa.
Así que sigo. No se ve nada. La tropilla se pierde en la tormenta.
Llego a Dorrego y doblo a la izquierda. Un resplandor electriza
la s nubes, retumba un trueno, y un rayo cae en el Hipódromocomo la furia de Dios.
156
campera de cuero, bajo de l auto, cruzo la calle, la lluvia cae a
baldazos, la vereda está llena de charcos y baldosas flojas. Me
paro frente a la puerta de la casa, contemplo el portero eléctrico
co n varios botones, miro para todos lados, en la calle no hay un
alma, saco el revólver, sé que un timbre de l portero suena en la
cocina de la casa, otro en el local, otro en un pasillo del primer
piso, a cuatro pasos de l dormitorio de l Pájaro. Apoyo la mano
izquierda en el antiguo picaport e de bronce, un chiche de esos
qu e Maru buscó durante más de dos semanas, hace tres años,
para regalarle al patrón algo original. La escena tiene algo de
r idículo po rque parece una de esas escenas ridiculas de las pelí-
culas policiales: un tipo hecho sopa y sin vocación descubre qu e
no todas las guaridas están cerradas con siete llaves. O sea: mue-
vo el picaporte, llego a l tope, empujo co n toda la suavidad posi-
ble la puerta y l a puerta se abre...
El corazón me late a rail.La respiración se me corta.Me acuerdo de mi hijo. Un día le regalé una pelota. Nos
pusimos a jugar. Él pateaba mal como todos los chicos quepatean por primera vez una pelota. Yo le decía: "Derechito,
papá", y Ramiro se reía. Era un pibito. Sigue siendo un pibito.
Yo no me voy a morir.M e pongo a un costado de la puerta, casi de espaldas a la
p a re d . Veo el agua estrellarse en globitos contra los charcos de la
vereda.
Levanto el 38 corto.Emp uj o la puerta con la mano izquierda.
La puerta se abre.
Asomo apenas el ojo sano, el ojo derecho.
No se ve nada.
Mejor dicho: no se ve a nadie.
157
Está la f u en te , en e l patio, sobre la med i anera de l sureste ,
con una boca de mármol que escupe agua. Yo sé que parece
ment i ra pero me puse a pensar a quién se le habría ocu rrido que
u n angelo te medio maricón y l leno de ru los de mármo l t i ene qu e
escupi r u n chorri to de agua que ca e en una bandeja s iempre
rebalsada de mo d o que e l agua sigue cayendo en la f u en te , qu e
viento . Por eso nad a se m u e v e . El mo vi mi en t o es e l agua. La
lluvia qu e cae. El chorrito qu e escup e e l m u ñ e q u i t o de m á r m o l
en lo alto de la f u e n t e . El agua que me cae por la cara desde la
cabeza como una catarata . La l luvia que me pone f ren te a los
ojos una cortina de agua. Veo las cosas a través de esa cortina y a
veces pa rece que las cosas se mueven . Pero no son las cosas. Es el
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no se rebalsa, y en la que flotan plantas y flores amarillas. No se
m e ocurre n inguna respuesta , quizá porque no me pongo a p e n -sarlo a fondo , el t em a.
En t o nces me v oy aso mand o , poco a poco, al patio de la
casa.Veo la pérgola, la m e s a de granito , lo s bancos de mad era .
En esa mesa comí no sé cuántos asados con el Pájaro , con el
O m b ú , co n Tony. E l O m b ú n o comía e l tomate de las ensaladas.Eran otros t i empos.
La lluvia cae en e l patio con la mú s i ca en fe rma de una tor-me n t a s i n f in .
D os p u e r t a s que dan a l patio, a la izquierda de la pérgola,
es tán ab iertas . Yo sé que un a de esas pue rtas ent ra e n una sala y
qu e la otra es la p uer t a de una habi tación de servicio.
Ya estoy en med i o de l patio.
Con e l brazo derecho en alto, ex t end i d o , ap un t o al f r en t e ,
siempre al f ren te o a ese f ren te que cambia todo el t i empo por-
que el f ren te es el pun to que m iro . Yo miro el pat io , las pue rtas ,
las ventanas , lo s can t e ro s de t ierra y césped , lo s camini tos de
pedregul lo , e l suelo de mosaicos, acá y al lá , pun to po r p un t o . Y
creo que s in d arme cuen t a vo y d and o u n a vuel ta completa al re-
d ed o r de mí mi smo , en e l cen t ro de l pat io , contemplando punto
po r p u n t o todos los r incones como si estuviese parado en med i o
de un c í rculo y yo fuese un compás. Algo así. Una figura que se
m e aparece en med i o de l agua, de la i n co mp rens i ó n y del miedo.
Algo clavado a la t i erra , como se clavaba una de las p u n t a s de l
compás en el tab lero de d ibujo para que la o t ra pudiese t razar
u na circunferencia p er f ec t a . E so soy. O sea , nada.
Así que doy un paso hacia e l costado izquierdo pero s iem-
pre de f ren te a las puertas ab iertas que veo de este lado de la
pérgola. Y d esp ués doy un paso más. Llueve a cántaros y no hay
158
agua. El agua qu e cae. La l luvia. El ru ido de la lluvia qu e r e s u e n a
en este pat io como si estuviésemos en la Garganta de l Diablo .
Y ahora sí .Ah o ra veo la p uer t a . La p uer t a de mad era y vidrio qu e esta-
ba abierta y que da , cuand o u n o en t ra en la casa po r ahí, a unasala, primero, y d esp ués a u n corredor qu e circula por e l in terior
de toda la casa. La p uer t a p ro p i amen t e d i cha . No es la sombra
que vi antes , el hueco de la puerta que estaba abierta , porque
ahora veo la p uer t a p ro p i amen t e d i ch a y veo que t i ene lo s vidrios
hechos añicos y que la m a d e r a de la puerta está acribillada. En -
tonces qu edan a la vis ta , m ás al lá del barniz oscuro de la superf i-
cie, el corazón b lancuzco de la madera , rac imos de mad eras y de
astillas qu e es t án en e l suelo mojado de baldosas de cerámica o
qu e todavía cuelgan de la puerta dest rozada. . .
M e muevo u n met ro más , y otro , y ahora también veo , de l
otro lado de la f u en te , las p iernas de un hombre que salen del
agua de la f u en te , la flexión de las rodillas en e l borde de p i ed ra ,
lo s pies desnudos que no l legan al suelo, y el agua roja de la
f u en te , ent re las p lantas y las f lores amari l las , una superficie qu e
no es verde, que no es t ransparente , como es a veces el agua de
la s f u en te s , u na superf icie de agua roja donde la lluvia cae tam-
bién si n aclarar n i u n a g o ta e l color de l agua mezclada con
sangre.
El cuerpo está hundido en la f u en te desde la cintura . U n a
mano sale del agua ensangrentada. N i siquiera flota. Está sobre
el agua, a pocos cent ímet ros de la superf ic ie , como si el codo de
es e brazo hubiese quedado apoyado en e l fo nd o de la f u en te y l a
mano sobresaliese de l agua. E s u n a mano ab i e r t a . N o está cris-
p ad a . E s u n a mano izquierda. Es la m a n o de un muer t o .
Ah o ra veo del otro lado e l rosetón de piedra en cuyo cent ro
se asoma la cabeza de mármo l y veo que también e stá acrib i llado
159
a balazos. Veo que la cara de l ángel recibió, de ese lado, un par
de impactos y que en el mármol quedaron pozos, huecos, peque-
ño s orificios si n salida: apenas lo suficiente para mostrar tam-
bién qué hay adentro de l mármol: qu é cosa blancuzca, indiferen-
te y concreta es el mármol adentro del mármol.
La boca del pibe, también desde el otro lado, escupe agua
de muerte, o ya muerto, dio dos o tres pasos más, por inercia, y
cayó de espaldas.
Alguien tendría que encontrar ahora el fierro del Pájaro en
el fondo de la fuente.
La s cosas fueron así. ¿Para qu é aprendí a leer?
Antes de irme le saco el anillo que tiene en la mano iz-
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como si nada hubiese pasado, como si no tuviera la cara ni los
cañitos internos de hidrobronce lastimados.
No hay nada qu e adivinar.
Fue una ametralladora. O dos. Casi seguro dos. Reventaron
la puerta, y cuando la puerta se abrió o saltó de sus bisagras ba-
rrieron el hueco de la puerta, el patio, la medianera, con descar-
gas de fuego cruzado.
El hombre muer to, con medio cuerpo adentro de la fuente,
con la cabeza hundida en el agua y en su propia sangre —no hace
falta verlo—, el hombre cocido a balazos, liquidado probable-
mente antes de que cayese de espaldas en la fuente, fue mi pa-
trón y fue el novio de mi novia.
El hombre muerto es el Pájaro.
De repente se me ocurre que si el Ombú y Tony lo habían
traicionado lo más probable es que el Pájaro haya mandado a
matar al Ombú. Y se me ocurre entonces qu e también es proba-
ble, si fue así, que ahora hayan matado al Pájaro para demostrar-
le que hay cosas que no se hacen. Que hay cosas que ni siquiera
él podía hacer.
Por eso me pregunto quién mató o mandó a matar al Pá-
jaro.
Y creo que ya lo sé.
Vuelvo a mirar las dos puertas abiertas, el ángel baleado, el
cuerpo semihundido en la fuente y corrijo. La s cosas fueron así:
el Pájaro no salió desde la sala al patio. Cuando descubrió que
había unos tipos en el patio, el Pájaro apareció por la puerta de
servicio. Apareció, me imagino, como una tromba, descalzo y
calzado, corrió para el lado de la fuente, capaz que tiró al mon-
tón, dos, tres, cuatro veces. Y que cuando llegó a la altura de la
otra puerta lo cruzaron, lo barrieron: dos ráfagas de ametrallado-
ra se encontraron y lo hicieron bolsa. Entonces el Pájaro, herido
160
quierda.
En la calle no hay un alma, ya lo dije.
Seguro que acá nadie vio nada, nadie escuchó nada, nadie
encontrará nada. Nadie tiene nada que decir.
Acá no pasó nada.
En el semáforo de Santa Fe y Pueyrredón consigo parar el
auto al lado de la alcantarilla. Un torrente que baja desde Ecua-
dor se zambulle entre las rejas en busca de un destino que siga
fluyendo. Hace borbotones, el agua mugrienta, y en los borboto-
nes flotan latas de cerveza, bolsas de plástico y basura en general.
Pero el agua corre, se zambulle, cae por la garganta profunda de
la alcantarilla.
Miro el anillo que saqué de la mano que se asomaba en la
fuente.
Maru tenía uno igual.Tiro el anillo en la alcantarilla.
Chau, Pájaro.
El puente para cruzar a la Costanera entre Dársena Norte y
el Dique 4 está cortado por la policía. Hacen controles. Unos
pasan y otros no. Prendo un Marlboro. El motor del cacharro
del Chueco ratea. Este auto es una calamidad. Tengo que pensar
algo. Hay un charquito de agua en la alfombra de goma hecha
percha. Los pedales del Renault están lisos. Yo estoy empapado.
Afuera sigue el diluvio. Los muchachos de la Pe Efe tienen ca-potes, armas, patrulleros... En la espalda de los capotes, con le-
tras amarillas, dice Pe Efe A. Yo fumo. Le echo un vistazo, a la
izquierda, al edificio de Telecom. No se me ocurre nada. Pero la
fila, de a poco, avanza. Unos siguen y otros se vuelven. Es un
quilombo de autos atravesados bajo la lluvia y canas de mal hu-
161
mor. Me miro en el espejo retrovisor. Ya casi no se nota la biaba
qu e me dieron. O se nota poco. Me acuerdo del enano, ese hijo
de puta con una camisa que le quedaba chica y unos jeans que le
quedaban grandes, u n turro que quiere se r otra cosa en la vida,
olvidarse de que es un enano, un gordo de mierda, un lameculos
de otro lameculos, y agarrar un cacho de poder, a lo mejor ni
con Puerto Apache puede ser por dos cosas: o porque los tráns-
fugas ya entraron o porque cualquiera sea la situación lo que es-
tán controlando es la seguridad de Puerto Madero. Ellos tam-
bién tienen que mantener limpios los inodoros de los ricos.
Los pibes que vigilan la entrada tienen palos, fierros, pa-
samontañas , camperas impermeables y fuego. Señalo la s cubier-
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siquiera mucho: un poco, nada más, para escrachar con saña a
los pobres diablos que se le crucen por el camino. Como si eso
fuera soñar con un destino mejor... Yo vi el mundo desde la al-
tura de las suelas de goma de sus borcegos, yo sentí el olor a
mierda del mundo cuando el cretino me refregaba la s suelas de
su s zapatos inmundos por la boca...
El oficial que me toca cuando me llega el turno parece can-
sado. Desde la visera de la gorra le cae agua en la cara. Hoy no se
afeitó. Tiene m al aliento. Y s i pudiera me aplastaría con un dedo
como a una pulga. A mí y a todos los boludos que un domingo a
es a hora queremos cruzar es e puto puente. Hace quince segun-
dos tiré el cigarrillo. No hay que f u ma r cuando tenes que hablar
co n uno de estos muchachos. No les cae bien. Me pregunta
adonde voy. Le digo que al Yacht Club. Lo pronuncio así: "lót
Club". El tipo me mira. Ni se me ocurre hacerle creer que soy
socio. Le digo que trabajo ahí. Me pide la credencial. Le digo
qu e so y ayudante de limpieza y que a los ayudantes de limpieza
no nos dan credenciales. Me pregunta si limpio los baños. Le
digo que sí: los baños, la cocina, los salones, todo. Me pregunta
si limpio los inodoros, si tengo qu e rasquetear la mierda seca de
los ricos. Le digo que sí. Entonces me pide el DNI. Se lo doy.
Me lo devuelve sin mirarlo. "Pasa", me dice. Y paso. Me olvido
enseguida de él porque del otro lado del puente hay otro control
para los que quieren salir. Yo sigo de largo. Pero me gustaría
saber qu é está haciendo esta gente acá, en medio de la lluvia, un
domingotan
choto como éste.Nos están cuidando, pienso. No van a permitir que los
tránsfugas que quieren entrar a Puerto Apache hagan lo que se
le s dé la gana. A continuación, lógico, pienso que soy un boludo.
Mira si la Pe Efe va a estar cuidándonos el culo jus tamente a
nosotros. Si los muchachos están acá por algo que tiene que ver
162
tas que se queman y les pregunto de qué se trata. M e dicen qu e
se trata de aguantar el frío. Entro en el Puerto dando tumbos por
las calles de tierra enchastradas y cuando dejo el auto vuelvo a
mirar la columna de humo que se levanta desde el fuego de la
entrada. El país está lleno de columnas de humo.
Jenifer no volvió. El Toti tampoco. De Guada no se sabe
nada. La Primera Junta está reunida en el Palacio Apache con el
negro Sosa. El negro Sosa les ofreció a Garmendia y al Chueco
organizar la defensa de Puerto Apache. Le pido a la gorda Susa-
na que me averigüe dónde están Jenifer y los chicos. Alguien tie-
ne que saberlo. La Mona Lisa, por ejemplo. Pero la Mona Lisa
no me lo va a decir a mí. Busco la lata de mis ahorros en el rope-
ro. No queda un peso. La chica se llevó todo lo que quiso. No sé
por qué dejó los discos de Gilda. Es un misterio. Hay muchas
cosas en la vida que no se entienden. Todavía tengo un a reserva
en una caja de herramientas que hay en e l armario de la piecita
de atrás. Me saco la ropa mojada. Me doy una ducha. En mi casa
todavía hay agua caliente. Está un poco turbia, el agua. Como
siempre. Los ingenieros no consiguen limpiarla más. Pero hay
agua. Es un milagro. La ropa seca me parece tibia. Todavía que-
da un poco de café. Me siento en la cocina mientras hierve el
agua. Fumo un Marlboro. Miro, sobre la mesa, el 38 corto y la
caja de balas. Cuento la plata que me queda. 411 pesos. No es
mucho. Pero tampoco se me ocurre en qué me los voy a gastar
entre hoy y mañana. Por eso me quedo tranquilo. Vuelvo a lla-
mar a Cúper. No contesta nadie. Sé perfectamente lo que quierohacer. Me acuerdo del Ombú sentado en mi sillón de paja,
muerto. Me acuerdo de mi vieja, en Rosario. Está enferma, sale
poco, mira películas en televisión. Me acuerdo de Angela, en
Rosario, la prima que la cuida y que enseña a leer. Me acuerdo
de mi hija. Julieta es medio rubia, como la madre. Tiene tres
163
años. Sigo pensando cosas así. La tarde va pasando. De vez en
cuando me f u m o un cigarrillo. Después suena el celular. Es
Cúper. Recién llegó a su casa. La Mona Lisa se quedó en la
Recoleta. Tenía una reunión con el sobrino. Cuestiones del bu-
siness de Belgrano. Le pregunto a Cúper si él está con el auto.
Me dice que sí. Le pregunto qué tiene que hacer. Me dice que
dato es de la mina de Tony. Ella dice que cada dos por tres él
tiene qu e salir zumbando para al hotel donde vive su jefe. "U n
hotel bacán", le dice Betina a Cúper, "que no está muy lejos de
acá". Pero no sabe, ella, exactamente dónde está. Ni cómo se
llama. Entonces, ya que al salir de Puerto Apache aparecemos en
Retiro, pasamos primero por el Plaza.
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nada. Le cuento que yo sí tengo que hacer un par de cosas y que
necesito que me acompañe. Por eso media hora más tarde Cúper
me pasa a buscar. Nos vamos. Cruzar el puente para salir no es
m ás fácil qu e para entrar. Ya no llueve. Sopla viento frío de l oes-
te. Hay una larga cola de autos. El control de la Pe Efe no afloja.
En la Dársena Norte no está la fragata Libertad.
No es un palpito. Es información confusa o incompleta.
Subimos por Córdoba, llegamos hasta Esmeralda y volvemos
por Santa Fe. Cúper está de buen humor. No sé por qué. Pero
así todo va un poco mejor. No hay dónde estacionar y arregla-
mos que él da unas vueltas y que nos encontramos en la esquina
de Florida y el pasaje Rojas. Por eso yo me bajo y Cúper sigue.
Los árboles de la plaza San Martín son buenos para sentarse a la
sombra, en verano, y fichar a las minas. Está llena de turistas, en
verano, esa zona.
El dato es de Betina. Ella trabaja con la Mona Lisa en la
Recoleta y es la novia de Tony. A él le gusta el tomate de la
ensalada. No se olviden de esto porque tiene su importancia:
Tony y el Ombú eran los guardaespaldas del Pájaro. Después lo
traicionaron, levantaron la carpa y la armaron en otro lado.
Betina dijo que los había contratado un político. Nunca se sabe
qu é quiere decir eso. Pero algo quiere decir. El Ombú apareció
muerto frente a mi casa, en Puerto Apache. Ahora el que apare-
ce muerto es el Pájaro. No hay que ser un genio para darse cuen-ta de que es un intercambio de facturas. Son las leyes de estos
negocios. Le que todavía no se entiende fo r m a parte de lo mis-
mo. Hay que poner los pensamientos un poco más adelante. Si
te quedas en lo que se ve casi nunca descubrís el secreto de las
cosas. Así que me olvido de todo y entro en el hotel Plaza. El
164
En pocos minutos me doy cuenta de que no es ahí.
Estoy otra vez en la calle. Camino un poco. Espero en la
esquina. Enseguida aparece el Fiat de Cúper. Seguimos. El si-
guiente queda enfrente.
Miro la Torre de los Ingleses. Tiene algo esa Torre. Los
porteños no saben si la odian o la quieren. En general, nadie
sabe bien esas cosas.
En el Sheraton es más fácil. Cúper puede aguantar con el
auto sin yirar. El Sheraton es un hotel más grande. Tiene un
edificio viejo y uno nuevo. Hay convenciones, salas de espec-
táculos, varios restaurantes y bares, demasiado movimiento. Se-
ría un buen lugar. Pero no. No está acá. Me iría casi sin pregun-
tar. Obvio: voy y pregunto.
Me subo al auto.
—No es acá —le digo a Cúper. Prendo un cigarrillo. Apagola radio. Me estrujo el balero. Cúper no abre la boca. Sigue de
buen humor. Creo que él también ya tiene un par de cosas claras.
Capaz que no sabe qué hacer de ahora en adelante con su vida.
Pero se está sacando o se va a sacar lastre de encima. Es una
intuición que tengo.
—¿Entonces? —me pregunta, y lo que yo le diga le da igual.
Está dispuesto a llevarme adonde se me ocurra. Lo único que
quiere, me parece, es que no le pregunte nada. Como si él no
tuviera ideas sobre este asunto. O como si sus ideas estuviesen
trabajando en otro tema. Un poco así.
—Vamos al Alvear —le digo.Así que embocamos Libertador, entramos a Figueroa Al-
corta, y en la rotonda de Pueyrredón enganchamos la avenida
que nace ahí abajo, frente a la feria de artesanos, y que 200 me-
tros más arriba nos va a dejar en la puer ta del tercer intento.
El tercer intento parece una fiesta de disfraces sin disfraces.
165
El Sheraton es un hotel para ejecutivos de empresas de otromundo.
El Plaza cambió los dandys y las chicas glamorosas por tu-ristas ricos.
El Alvear es otra cosa. Tiene la pinta de un palacio con ba-randas de oro, arañas de cristal y escaleras de mármol. Tiene la
fianza de los muchachos qu e vinieron a sacudirme. Fui a ver al
Pájaro, a Barragán y a Monti pensando qu e estaban llenos de se-
cretos y me contaron su vida antes de que les hiciera la primera
pregunta. Siempre con mi 38, yo. Un fierro como la gente. Pero sitengo que ser sincero es necesario aclarar que las dos o tres veces
qu e empuñé un a pistola o una navaja lo s puntos se fueron al mazo.
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pinta de un banquete o de una fiesta de disfraces. Pero no hayantifaces, acá.
Uno de los pibes qu e atiende en la recepción me dice que el
"doctor" no se encuentraen el hotel en estos días. Yo le acabo de
preguntar por Monti. Por el señor Monti. Es una manera de de-
cir. El pibe, apenas despectivo, sin mirar la pantalla de su com-
piladora, me dice que el "doctor" está ausente. Le pregunto has-
ta cuándo. El pibe parpadea. Parpadea como una secretaria
ofendida. Me dice que "eso" no lo sabe. Yo insisto. Entonces elpibe me dice que pregunte dentro de una semana. Me da la es-palda y revisa papeles que hay en otro lado. Da golpecitos con un
lápiz. Mueve la cabeza, me mira por arriba del hombro —lógi-co—, y remata: Mejor en dos.
Así me dice, mira:
—Mejor pregunta en dos semanas.Tengo otras cosas que hacer, no sé cómo explicárselo. Ten-
go objetivos superiores. Causas más urgentes en mi vida. Gra-
cias a dios. Porque si no le retorcería el cuello y le pediría que me
lo repita. "No te escuché bien, cosita. Repetímelo". No hay nada
que le haga mejor al espíritu que ver cómo se pone violeta la cara
de un ortiva que te quiere gastar.
Pero ha y otra evidencia qu e ahora se me viene encima.
El Toti me lo dijo la semana pasada.
No le di bola.
En este momento se me hace palpable como si de pronto
uno pudiera ver las tripas de la humillación, la entraña del ene-migo, la forma oscura de la derrota. Es un momento en el queun o está dispuesto a rendirse.
Llevo no sé cuántos días atrás de una historia que no entien-do o a la que llego siempre tarde. Por poco me matan a palos una
noche y después resulta que fue una confusión o u n exceso de con-
166
Todos. Lo cual no quiere decir que no me haya encontrado con
algunas sorpresas. La cosa es así. Yo voy por los bordes o u n poco
por atrás de la historia y de pronto me llevo por delante un fiam-
bre. Es la regla de este juego. Ahora lo veo con absoluta claridad.
Y para confirmarlo me vuelve a pasar lo mismo.
Es fácil llegar a l a conclusión de que el pibe de la recepción
de l hotel Alvear es un cero a la izquierda. Por eso me bajo de la
bronca, do y media vuelta y enfilo para la s puertas. Hay puertas
normales, que se abren y s e cierran como todas la s puertas, y hay
puertas giratorias. Todas de vidrio. De madera y de vidrio. Asíse ve la calle desde adentro. Y viceversa. Es lo que puede espe-
rarse de un lugar como éste. No se me ocurre cuál debería ser el
cuarto intento en la búsqueda inútil del evidente Walter Monti.Yo hubiera jurado que al gordo lo iba a encontrar acá. Bueno. A
lo mejor ya lo encontré. Y lo único que pasa es que no está.Es más: ¿encontré o no encontré una noche al Ombú y un
mediodía al Pájaro? Muertos, pero los encontré.
Por eso no me sorprende toparme, antes de salir, con elLobito. Ya ni siquiera me parece un tipo con boca de lobo. No.Un cachorro inofensivo, me parece. Si fuese hembra, dentro de
un par de años podría darle de mamar a un par de hermanitoshuérfanos. Sería una buena loba. U na madre fuera de serie.
El Lobito hace ir de un lado al otro de la boca un escarba-
dientes como si hubiese terminado de masticar un poco de ca-
rroña y se estuviese hurgando los restos. Es uno de los lugares
más inesperados del mundo para que un tarado como éste se pa-vonee con un escarbadientes entre los labios. Pero mejor encon-
trármelo acá y no en un callejón sin salida. Le veo las marcas que
a él también le quedaron en la cara. No le digo nada. Él sí.—El secretario quiere hablar con vos —me dice. Y me hace
un a seña con la cabeza—. En el roof-garden.
167
Es inevitable: me pregunto cómo hace el flaco para acordar-
se de una expresión así. Po r ahora se me ocurre un a sola respues-
ta: nunca la vio escrita. La escuchó nomás: ruf-garden. Y capaz
qu e no sabe ni siquiera lo que significa. Es el problema de colar-se en las fiestas ajenas.
Entonces lo sigo al Lobito por un corredor ancho cubierto
13. C'EST F I N Í
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de alfombras azules. Pasamos en medio de legiones de recepcio-
nistas y de mozos: chicas primorosas con trajes negros y pibes
enfundados en chaquetillas rojas. En el roof-garden se ve el cie-
lo, entra un poco de sol, o un reflejo del sol del atardecer, las
mesas tienen manteles blancos y en el aire flotan grandes helé-
chos impecables.
Un hombre se para cuando me ve entrar. Tiene un saco
azul, un pantalón gris, una camisa celeste y una corbata verde
oscuro que salieron de la tintorería hace media hora. No le miro
los zapatos. Tengo miedo de que el brillo me deje ciego. Me da
la mano, el hombre.
Hoy me gustaría saber su nombre.
Pero él se presenta así:
—Soy el secretario del doctor Monti.
El Lobo desaparece.
Nos sentamos. No tengo dudas. Es el tipo que estaba con el
gordo en el casino. Un poco más adelante voy a preguntarme sin
que me interese qu é habrá sido de la mujer que se dejaba tocar
por el evidente Monti en la mesa de punto y banca. Con ella,
seguro, no se casó.
Pido nada más que un café.
En el roof-garden no se fuma.
No hace falta que nadie me lo diga. Es evidente. Me gusta-
ría encender un cigarrillo y cuando alguien me lea mis derechos
apagarlo en el mantel. Me encantaría sentir el olor a quemado
del mantel de esa mesa del roof-garden del Alvear.Pero eso es influencia del cine.
Yo no quiero que parezca que soy un resentido.
168
El secretario termina una taza de té y desde ese momento
sólo toma un poco de agua mineral. Tiene frente a él una copa y
de vez en cuando se la lleva lentamente a los labios. Se trata, en
realidad, casi sólo de un gesto. Algo que hacer. Una forma de
llamar mi atención hacia otra cosa mientras él arma su discurso
con una maestría un poco de hojalata.El secretario es un hombre alto, flaco, de piel oscura y pelo
negro co n algunas canas. Si no fuese secretario podría se r pique-
tero trucho, violador o el amante sádico de un homosexual ena-
morado.Merquea, el secretario. Me juego el alma.
En los puños de la camisa tiene un par de esos gemelos de
seda que hacen juego con el color de la corbata. A veces uno se
da cuenta de que hay un detalle de más en algo y que ese detalle
es el que deschava lo que aparentemente no se ve. En el caso del
secretario, el detalle son los gemelos.Habla bastante bien el tipo. La voz lenta, baja, me va expli-
cando condiciones de la realidad que hacen que las cosas sean
como son. Como si hablara de política, el secretario. Supongo
que por eso de pronto me encuentro escuchando un discurso que
primero no entiendo y que después entiendo demasiado bien.
Al principio da la impresión de que el tipo habla de política,
de economía, de concentraciones de capitales, de pérdidas o ga-
169
nancias , de l as med i d a s a d ec ua d a s pa r a en f ren t a r un a situación
concreta . Da la impresión, a l pr inc ipio —para entendernos—,
qu e el secretario habla de los problemas del país. Dice cosas, por
ejemplo, como que la d i s tribución minor i s ta es tá comprom etida
hoy más que nunc a por la hegemonía monopól ica , q ue la renta-
bil idad de los negocios tiene fórmulas muy complejas, que la se-
Poco. Apenas. Pero hay. Le miro el perfil. Cúper se ríe.
—Tardé un montón —le d igo.—Mudo —m e d ic e—. M e qued o mud o.
— N o seas boludo.
—S oy muy boludo.Entonc es le c uen to . Le digo que lo que e l secre tar io de
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guridad no d ebe ser un problema s ino la condic ión indispensable
para las operac iones del mercado. Y una larga sar ta de cuest ionesm ás o menos por e l estilo.
Quiero f u ma r un cigarrillo.
No se pued e .Pido otro café.
Lo que más me gusta es la min a que lo s i rve.
Una pu ra sonr i sa .
M e pregunto hasta cuándo le d ura la sonrisa, detrás d e qué
puer ta , a qué hora , en qué momento exac to su turno termina y se
saca lo s zapatos, el saco de l traje negro, la boca se le c ierra , los
dientes desaparecen y en un espejo cualquiera la chica se mira la
cara, las ojeras, el m a l h u m o r que le cruza la piel como una finísi-
ma red de cansancio o de har tazgo. Hay t rabajos inhumanos. Ser
lo que no se es viene a ser uno. Ser lo que los otros creen qu e
alguien es viene a ser otro. E s más o m enos lo mism o.
Después , cuando termino el café ya frío, estoy sacudido po r
las últimas palabras, por el último acto del secretario. Me levan-
to de la mesa y me voy. Cerca de las puertas, antes de salir a la
calle, veo al Lobito apoltronado en un sillón. El rencor, en sus
ojos, es lo más parec ido a un sentimiento que consigo imaginar-
me en ese cuerpo s in sentimientos .
Tengo que camin ar una cuadra y media . En Quintana entre
Cal lao y Ayacucho encue ntro a Cúper. Ya oscureció. Tiro un c i -
garrillo y enciendo otro. Me puso nervioso el coso ese. No sólo
un o tiene la sensación de que un tipo así te lee el cerebro: quedas
convencido, además, de que descubr ió en e l fondo de tus ideas e l
m ás secreto de todos tus secretos, eso que da tanta vergüenza
qu e n u n c a se pued e confesar , eso que es lo más parec ido a vivira tado a un fracaso.
En el auto de Cúper hay todavía un poco de olor a nuevo.
170
Monti me quiso decir e s que el gordo Monti y el gordo Barragán
decid ieron quedarse con e l negocio de l Pájaro. Monti tiene m ás
guita, o la consigue, y está seguro de que puede multiplicar las
ventas . Mul t ipl icar las m ucho. Por eso se l levó a l O m b ú y a
Tony, por eso le mexicanearon no sé cuántas entregas de m ercaen el norte, por eso lo empezaron a dejar sin provisiones, sin
guita, sin negocio. El Pájaro, al final, tenía que quedarse con una
cascara vacía que le iba a alcanzar apenas para el chiqui ta je .
Mien t ras deja la copa sobre la mesa después de un tragui to de
agua, el tipo me dice que al principio la idea no era deshacerse
del Pájaro sino asociarlo con un porcenta je a su medida , con una
parte que tuviera que ver con la parte del negocio que él podía
seguir apor tando. Pero las cosas se complicaron. El Pájaro, me
dijo el tipo, la s complicó. Tenía t res problemas. Era un hombre
muerto de celos , era un hombre desconf iado, y era un hombre
peligroso. No se puede hace r negocios en serio con gente s in
equilibrio.Habla del Pá jaro como s i lo hubieran l iquidado un mes
antes .— M i r a — le digo a Cúpe r—. S e tocaba lo s gemelos así.
Le digo y le muestro.
Cúper ent iende.El secre tar io me dijo que después de que mandó a matar a l
Ombú el Pájaro quedó a fuera de todas las posibilidades. Un su-
jeto inestable, me dijo el secretario, prisionero de sus emociones,
no puede ver claro ni actuar con sangre fría. Las grandes empre-
sa s la s dirigen muchas veces hombres invisibles. No era e l caso
de ese muchacho. Ya me había hecho fajar a mí, desliza el tipo,
cuando no tenía ningún sentido meterse con usted . Al contrar io,
era un objetivo equivocado. Porque hay algo que yo no sabía: el
negro Sosa es taba trabajando para e l Pá jaro. Quería armar una
171
red baja , el Pájaro, una red para los alrededores, y Sosa la estaba
armando en Puerto Apache. Por eso le encarga a Sosa que liqui-
de al Ombú. Y Sosa lo liquida y lo deja en la puerta de mi casa.
El mensa je era doble: para el nuevo patrón del Ombú, de parte
del Pájaro, y para mí, de parte de Sosa. El nuevo patrón del
Ombú, a esta altura del partido, ya era también el nuevo patrón
que la transición de una instancia a otra ya era un hecho, que
Barragán había viajado con el objetivo de blindar en una reunión
internacional los precios y el abastecimiento para los próximos
meses. Además, me dijo, tengo algo para usted:
—La señora me pidió que le devolviera esto.
No sé, pero creo que sin darme cuenta yo había cerrado los
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de Sosa, o sea el gordo Monti. Así que Sosa seguía armando la
red baja para Monti, un objetivo correcto. Entonces Monti no se
sorprendió. Sacrificó al Ombú y consiguió el motivo que le falta-
ba para borrar del mapa al Pájaro. Otra cosa que usted no sabe,
me dijo el secretario, es que el Pájaro no sólo se estaba quedando
sin negocio: también se estaba quedando sin su novia. Maru —él
no dijo Maru— había transado con Monti y estaba a punto de
largar al Pájaro, pero no quería que lo mataran. Por eso el doctor
necesitaba un motivo. Y ese pobre idiota se lo sirvió en bandeja.
La muerte del Ombú demostró una vez más que era imprevisi-
ble, violento, apresurado. Un pibe peligroso. Entonces ... —el
secretario se rozó suavemente los dedos como si se estuviese sa-
cudiendo partículas inexistentes de azúcar impalpable—. Bueno,
entonces se terminó el Pájaro.
Yo tengo el estómago revuelto.
Hay cosas que no me caen bien.
Y sabía que no había escuchado lo peor.
Por eso hice un movimiento, un ademán que era el primer
paso para hacerle saber al secretario de Walter Monti que okay,
ya estaba, suficiente por hoy, macho, muchas gracias, nos ve-
mos. O no. Es igual. Yo me voy.
Fue ahí cuando el tipo me paró.
Y yo me di cuenta de que tenía que prepararme para que me
cayera encima, como un balde de agua fría, la otra cara de la ver-
dad. Si la verdad existe. Y si no existe uno tiene que darse cuenta
de que el secreto de la historia es lo que en el fondo nadie quiere
descubrir.
Fue ahí cuando el secretario me dijo que estaba claro que el
doctor no veía en mí un obstáculo, supongo que me entiende,
dijo, y agregó que no estaba en el país, el doctor, ni la señora,
por supuesto. A continuación, como hablando de política, dijo
172
ojos. El secretario sacó un sobre del saco azul y me lo dio.
El sobre quedó en el aire.
Pensé que no tenía que dejarlo ahí.
Era el atardecer de un domingo raro y sin estruendo en el
roof-garden del Alvear. Afue ra estaban los muertos, Puerto
Apache, las putas en la calle. Una de las chicas que atendía las
mesas me miraba desde su puesto de guardia en un lateral del
salón. Tenía un traje negro, como todas, pero no era una recep-
cionista. Era otra idea equivocada, como todas.
—¿La señora? —pregunté.
Sí, claro. La señora y el doctor se habían casado en México.
—Hace dos días —me dijo el secretario del evidente
Monti—. El viernes, para ser exactos.
Me levanto de la mesa y me voy.
Salgo del hotel.Prendo un cigarrillo. Camino una cuadra y media. Encuen-
tro el auto de Cúper en Quintana entre Callao y Ayacucho. En-
tonces le cuento todo a Cúper. Todo menos lo del sobre.
Cruzar los cordones de seguridad de la policía es como pa-
sa r de un sistema a otro con la idea de que ninguno de los dos
te arregla las cuentas pendientes. En Puerto Apache la guardia
está reforzada. Hay más hombres, más palos, más piedras, más
pasamontañas, más bronca, más fuego , más humo. No muy le-
jos, un poco más allá, gris de hollín y medio desmantelado por
el viento, se lee todavía el cartel que pusimos a principios de
año:
Somos un problema de l siglo XX I
173
C úper no quiere ni pensar en la Mona Lisa. El desapareció
con el auto toda la tarde y encima ahora tiene que decirle que no
va a trabajar con ella ni con el sobrino de ella en el cementerio.
Un autént ico garrón. La M o n a se saca ensegu ida, se pone de los
nervios, a veces me dan ganas de surtirla. . . A veces me da lásti-
ma, dice Cúper: está un poco loquita, ¿sabes?Sí, sé.
do con una nenita en brazos dice que se llama Jaime, que tiene
35 años, que es casado, con dos hijos, y vecino de Lugano. Dice
el gordo que hay que rec upe rar pa ra toda la gente la Reserva, que
él venía siempre a pasear por acá con la familia, que es una ver-
güenza, que los okupas hoy tomaron t reinta manzanas pero qu e
v amos a terminar quedándonos co n todo... La nenita, en los
brazos del gordo, llora y patalea, se limpia los mocos como pue-
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M e bajo del auto en la puer ta de mí casa. Obvio: las luces
están apag adas. Antes de e ntrar pelo el celular y lo llamo al Toti.
Cam ino p or la calle hasta la esquina y vuelvo. Tarda en atender .
Pero at iende. Me dice "Ah, sos vos . Por f in. No encontrab a es teteléfono de m ierda en la car tera. ¿ C ó m o estás?"
M e río. M e hace reír el Toti. El sigue bien, allá, en Núñez,
con su amigo. "Estoy chocho", me dice. Y eso me parece unabu ena noticia.
V eo la s luces también apagadas en la casa del Toti, dos
pibes que fuman, en la otra esquina, y me dan ganas de me terme
en el cuerpo un trago fuerte, una dosis de algo que me afloje la s
ideas, los pensamientos que parecen músculos contracturados .
Así que enfilo para el barcito de López antes de hacer lo quevengo a hacer .
A n c h o r e n a y L o m o Angosto e n g r u p e n a l j u j e ñ o q u e
laburaba en Vialidad y a Julián, el mago de los limpiaparab risas,
a quienes acaban de baut izar : Jota-Jota, dos pendejos despreve-
nidos que creen que al truco gana el que más liga.
Le pido a López un gintonic mitad y mitad.
Después m e s iento con el pibe Morales y otros muchachos
qu e s iguen al ternat ivamente los pormenores del pr ime r chico del
segundo par t ido de los gerentes con Jota-Jota; lo s detalles de l
suceso del día, que se produjo, me cuentan, sorpresivamente; y
un programa de noticias en la televisión po r cable.
Por eso veo en la pantalla un acto de gente que reclama la
erradicación de Puer to Apache. No son muchos . Capaz que no
llegan a 150. Pero se jun tan con bom bos y platillos frente al cor-
dón policial que controla el ingreso a la Costanera por avenida
Belgrano y arman qui lomb o, es tá el per iodismo, hacen su bus i-
ness diez docenas d e linyeras disfrazad os de ecologistas. U n gor-
174
de, el gordo está en otra: roba cámara, obvio.El programa de noticias va a un cor te pero s igue. Gar-
men dia se toca los dientes enfe rmo s, los ojos enferm os, y escribe
en un libro de actas que la gorda Susana t rajo del Borda los re-glamentos de las nuevas medidas de seguridad, las cosas que
arreglaron el Chueco y él con el negro Sosa y con Juana la Loca:
la política de resistencia y abastecimiento, la defensa , la segun-
dad, la representación de Puer to Apache ante la s autor idades y
la prensa. C on estas palabras, dice Garmendia, tengo que escri-
bi r lo s acuerdos adop tados . Habla c o m o un l i b ro an t iguo ,
Garmendia . Te dan ganas de decirle que no sea tan pelotudo.
Enseguida entendés que la culpa no es de él. Que la gente no
sabe qué hacer. Que el Chueco tiene un par de ideas simpáticas
en el balero pero que de condu cción no sabe un carajo. Por eso la
gente se acuerda de mi viejo: él sabía, se oye, cómo tratar estosasuntos. Tarde, pienso. Ya es tarde. ¿Para qué sirve llorar sobre
la leche derramada ?Con un real envido ganado más dos puntos de l r abón Jota-
Jota entran encabezando el tanteador al segundo chico. Estos
triunfos pasaje ros son los que ma rean a los giles. Con Anc hore-
na y Lomo Angosto nadie se lleva cinco puntos de arriba en una
sola mano. Ahora se agrandan, los chicos, se descuidan, y los
gerontes empiezan a remontar de a poco, casi siempre sin cartas,
y cuando lo s tengan nerviosos, contra la s cuerdas , peleándose
entre ellos, les van a ganar una falta con las ma nos vacías.
Entonces, en la televisión, aparece el negro Sosa.
No se puede creer .Pienso que nad ie lo pued e creer porque se produce un silen-
cio y las palabras de Sosa van entrando en los baleros de todos
como la comunicación de un golpe de estado.
175
J
Es una provocación, dice Sosa, que a este lugar se lo llame
Puerto Apache. Es una provocación sostener que ocupamos
treinta manzanas de la Reserva. Es una provocación tratarnos de
okupas y de depredadores. Acá vive gente decente, dice Sosa, y
no vamos a permitir intrusiones, no vamos a permitir que se
haga política con un problema social, no vamos a permitir que
nos traten como a delincuentes. Nuestro asentamiento tiene
Y a lo mejor estaba. ¿Por qué no? Era temprano, todavía. El
suceso del día iba a producirse un poco más tarde: a esa hora
Cúper y yo ya estábamos dando vueltas por los hoteles. Es así.
Uno anda por un lado y la realidad por otro.
Lo que más me impresiona es lo que dice Rosa:
—Nun ca vi nada igual —dice—. Tanta sangre suelta...
El Chueco dice que el suelo de toda la pieza estaba lleno de
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apenas diez manzanas, se diga lo que se diga, y esto se puede
demostrar. Todo se puede demostrar, dice Sosa, señor periodis-
ta. Yo lo invito a entrar conmigo y a recorrer nuestro barrio, el
barrio qu e levantamos co n nuestro único esfuerzo y sin la ayudade nadie. Y usted va a ver, y todo el país va a ver, qu e vivimos en
un barrio modelo, limpio, seguro y decente. Nosotros estamos
dispuestos a dialogar, dice Sosa, con las personas correspon-
dientes. No con las fuerzas de seguridad. La s fuerzas de seguri-
dad tienen una misión que cumplir y nosotros tenemos que res-
petar a las fuerzas de seguridad. Pero no es con un comisario con
quien no s tenemos qu e sentar a dialogar, dice Sosa.
O sea, Sosa dice que el que se va a sentar a dialogar es él.No sé si te queda claro.
Capaz que no, porque después de escuchar al negro Sosa en
la televisión no sabemos ni cómo nos llamamos.
Estas declaraciones, me entero en el barcito de López, Sosa
las hizo unas horas antes del suceso del día.
Yo miro la remera del Negro, el chaleco de cuero sin man-
gas, los bigotes que le bajan por los costados de la boca.
Detrás de Sosa y del periodismo, los linyeras ecologistas se
acomodan las vinchas y levantan otra vez las pancartas. La Pe
Ef e cierra el cordón. Atrás, Puerto Madero duerme la resaca de
otro domingo de otoño después de una mañana tormentosa.
Uno se distrae y la vida pasa.
Por ejemplo, el suceso del día me deja con la boca abierta.
El avance del negro Sosa es espeluznante. Pero estaba can-
tado. El suceso del día no. Eso no se lo esperaba nadie.
Me acuerdo de que cuando volví de la casa del Pájaro, cerca
del mediodía, pregunté por ella. Y me acuerdo de que alguien
me dijo que no sabía nada. Por eso pensé que estaría durmiendo.
176
sangre.
Sí, dice Garmendia: era un charco de sangre que iba de pa-
red a pared. Y el olor... El olor parecía...
Se queda callado, Garmendia. Y a nadie se le ocurre olor a
qu é tenía la muerte. Entonces Rosa repite:
—Nun ca vi tanta sangre suelta.
El muerto es Mano de Manteca, ¿te acordás? El tarado que
se rompió los huesos al principio, cuando me estaba pegando.
De Mano de Manteca nunca más se supo nada. Pensé, in-
cluso, que lo habían rajado. Un matón no puede ir por la vida
rompiéndose los huesos cada vez que tiene que darle un par de
pinas a alguien. Pero no. La moto de Rocha quedó en la puerta.
Dicen que se llamaba Rocha, y que trabajaba para Sosa. Hoy to-
dos son tipos de Sosa: Tony, el Enano, el Lobito, los muchachos
de las motos... Tipos de Monti, de Barragán, de Sosa...
Bueno. Esa tarde reaparece, Rocha. El asunto parece que
siguió estos pasos: la gorda Susana cuenta que una prima suya le
dijo qu e Juana la Loca quería incorporar un a atracción fuerte al
Laguna Roja. Por eso le dice al negro Sosa que está pensando en
Guada. El negro Sosa lo procesa y también se queda pensando
en Guada. Entonces hoy a la tarde le dice a Rocha que vaya a
buscar a Guada porque quiere hablar con ella. Y Rocha fue. Dejó
la moto en la puerta, golpeó, le abrió Isa y él se metió en la casa.
Parece qu e cuando entró a la pieza y la vio a Guada que se había
despertado sin entender nada perdió lo s pedales y se le fue enci-
ma, la empezó a tocar, le dijo qu e tenía que ir con él, que Sosa la
llamaba, pero qu e antes le iba a hacer un favor. Así que Isa se
metió en el medio, lo quiso echar a Mano de Manteca, y él le
pegó un revés con el yeso y la sacó de la pieza.
De dónde salió el estoque nadie tiene la menor idea.
177
Pero la cuestión es que cuando Rocha se le acercó de nuevo
a G uada y le puso la mano sana encima ella le acertó con un
estoque un puntazo en la femoral y el tipo se desangró. Se supo-
ne que despu és de la prime ra se comió dos o tres heridas más, en
el vientre. Pero lo mató la primera. Y ahí quedó, en medio de su
propia sangre.
De Guada y de Isa no se sabe más nada.
M e acuerdo de Julieta y de Ramiro.
Mañ ana o pasado les voy a escribir una ca rta.
Por algún lado hay que empezar .Veo un pibe, en la otra esquina, fuma ndo un cigarrillo.
Cuando abro la puerta de mi casa me doy cuenta de que el
pibe no está fumando un cigarrillo. Escucho el silbido fuerte y
me avivo de que acabo de pisar el palito. Me freno. Miro en la
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Las cosas fueron as í porque se cuentan as í. U na mina de l
hotel de Juana la Loca le contó a una prima de la gorda S usana lo
qu e a ella le había contado otra mina del hotel de Juana la Loca
qu e lo conocía de vista a Rocha. Pero a la gorda Susana no hay
dónde encontrarla. Y a la prima tampoco. Lo cual es una lásti-
ma, porque por mucho que le haya contado la mina de l hotel a l a
pr ima —y la pr ima a la gorda— no le puede haber contado lo
qu e no vio ni escuchó. Por eso se supo ne que con la prima o sin
la pr ima la gorda Susana la s vio, a G uada y a la madre , y que
habló co n ellas. O con una de ellas, por lo menos. Quién sabe.
La cues t ión es que Guada desaparec ió de Puerto Apache .
Abro el segundo paquete de cigarrillos que compré a la ma-
ñana y prendo un o.
Hay que tener cuidado con los animales heridos.
Una ley dice que cuando tus amigos ya no pueden vivir don-
de viven vos tampoco. No la inventó el Indio Solari. La inventé
yo . Pero es real.
Por eso vuelvo a mi casa poniendo un poco en orden las
ideas. Eso no quiere decir nada más que eso. No entiendo bien
la s cosas. O no quiero entenderlas. Me lleno de premoniciones:
un hormigueo en todo el cuerpo que me dice sin lugar a dudas
qu e llegó e l momento, que es ahora, y que ya no queda mucho
tiempo: hay que saltar. Como saltan la s ratas, lo s desesperados,
los que quieren seguir viviendo. No sé qué hay que hacer. Pero
sé qu e tengo qu e salir voland o.
El sillón de paja, en la puerta de casa, sigue en su lugar.
Las luces están apagadas.
Me acuerdo de Jenifer .
178
oscuridad. Paro las orejas. Huelo el aire. Siento el golpeteo del
corazón atolondrado. Muevo la mano derecha en busca del 38
qu e llevo atrás, en la cintura. De todas m anera s sé que estoy cla-
vado en la puerta y que contra el resplandor de afuera soy unblanco fácil si alguien me ve desde adentro. Mi mano llega al
revólver. No pasa nada. Si hay alguien en mi casa no está en esta
pieza que es el comedor , la sala y la cocina, todo jun to . Así que
entro, m e pego a la pared, espero que los ojos se acostumbren a
la s sombras. No se oye nada. Ni adentro ni afuera. Pero esto es
una t r ampa .Las cosas se aclaran cuando quiero entrar al dormito rio. Em-
pujo la puerta con la punta del borcego derecho. Espero. Y apenas
m e asomo un tipo se me viene encima. Es un bloque de piedra.
U na furia desatada qu e empieza a surtirme como un a má quina de
pegar. Por suerte no se ve nada y un m ontón de golpes siguen de
largo. D e todas maneras me da un par de veces en el estómago y se
m e corta el aire. No sé cómo consigo engancharlo por el cuello
desde atrás con los dos brazos. Así que trato de estrangularlo un
poco mientras recupero la respiración. Siento que tengo el puño
derecho contra la oreja izquierda del tipo. Le refriego el 38 contra
la oreja y entonces descubro la primera señal del miedo del otro.
Es un sudor tibio. Tiene sudor de miedo en la cara. Pero no afloja.
Es como estar abrazado a una columna de piedra. Si lo dejo reac-
cionar me liquida. Perdido por perdido me juego. Lo suelto de.
golpe, lo empujo, y cuando se está yendo de boca le sacudo un
culatazo en la nuca co n alma y vida.
Se oye un crujido.
E l tipo de piedra gime.
Y se cae.Entonces le llueven una docena de patadas que tiro al bulto.
179
Algunas le pegan en las costillas y en la espalda. Se hace un ovi-
llo, el tipo, y rueda por el suelo. Se para un poco más allá, cerca
de la pared donde Jenifer tenía la foto de su madre. Entonces soy
yo el que se zambulle contra él. No se recuperó y no me espera.
Así que le doy con la cabeza en el pecho. Es un buen impacto.
La pared de tablas de madera no es nada gruesa y la tiramos aba-
jo. Caigo sobre el hombre de piedra. Y le cruzo la cara con puñe-
Por eso tampoco le voy a dar el gusto de preguntarle si
Maru también ya trabajaba para Monti. O si ya curtía con
Monti.—Tómatelas —le digo.
—Sí —me dice.—Raja. Desaparece. Ahórcate.Se arrastra por el suelo. Sale por el fondo. Se pierde más allá
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tazos de ida y vuelta, puñetazos con la mano llena por la culata
del 38. Creo que me salpica algo de sangre. Supongo que le rom-
pí un poco la boca o la nariz. No estoy seguro.
Éste es mi turno para matar a alguien.
Prendo la luz. Hecho un guiñapo, en el patio de atrás de la
casa, entre los restos de la parecita de madera, está Tony.
En los asados de los domingos al mediodía con el Pájaro y
con el Ombú había ensaladas de lechuga, tomate y cebolla. Tonycomía el tomate de la ensalada. El Ombú no.
Es el momento de saldar las deudas chicas.
—La última transa —le digo—, cuando faltó guita...
Tony se sigue cubriendo la cara con los brazos y me miracon los ojos perdidos de un toro acorralado.
—Sí —me dice.
No sé por qué. Supongo que quiere decirme que entiendede qué le hablo. Lo tengo encañonado con el 38.
—Los encargados de cobrarle a Monti eran vos y Maru —ledigo.
—Sí —me dice.
Ahora le encuentro más lógica a la respuesta.
—Pero nunca cobraron ni dejaron de cobrar —le digo.—No.
Quiere decirme que nunca cobraron ni dejaron de cobrar.
Ni él ni Maru. Hay que entender, entonces, que nunca faltó gui-
ta en ninguna cobranza. Hay que entender, entonces, que parasaber lo que pasaba había que estar ya del otro lado de la historia.No había sido mi caso.
—Ya trabajabas para Monti —le digo.—Sí —me dice.
No voy a matarlo.
180
de lo que se alcanza a ver desde acá.
Prendo más luces.En el ropero, en la cómoda, en los muebles del dormitorio
que Jenifer compró una tarde en un supermercado, Tony meplantó unos cuantos ravioles. En la pieza de los chicos también.
Si en este momento me cae la yuta voy en cana como por un
tubo. No me preguntan quién soy, qué hago, cuándo pienso mo-
rirme. Entierran directamente mis huesos en el más oscuro y
perdido de todos los calabozos. Hay gente que sale de la cárcel
antes de entrar. Y hay gente que pierde su destino. Son cosas
que pasan. Todo depende de quién te pide la captura.Por eso me siento en una silla y enciendo un cigarrillo. Es el
mismo lugar en el que estaba sentado la noche que vinieron a
buscarme los matones que me mandó el Ombú. Me acuerdo que
miraba un gol de tiro libre que había hecho la Bruj i ta Verón y
que entonces el Lazio ganaba 3 a 0.Escucho por última vez un disco de Gilda.
Dice:
Dime qué tepasa,
pedacito del alma.
Dime qué te pasa,
pero dímelo ya.
Dímelo,
¿qué te está pasando?
Cuéntame,
¿qué estás ocultando?
En un viaje que hicimos a Bariloche hace cuatro años, ya lo
dije, me quedé con una bombachita blanca de Maru. De vez en
181
cuando me gustaba tocar esa bombachita, olería, sentir el p e r fu -
m e d e Maru e n t r e l a s p i e r n a s . A h o r a h a y m e r c a e n l a
b o mb ach i t a . H ay p ap e l e s en la r e m e r a qu e ella m e t ra jo de
Miami , en las dos o t res camisas q ue me qu e d an , en un bolsillo
de l saco azul que me puse el otro dí a p a ra ir al cementerio . . .
Por eso ya no quiero hacer lo que vine a hacer.
N ad a .
Lo más probable es que de p ro n t o me dé cuenta de que ten-
go h amb re .Entonces oigo qu e atrás lo s muchachos abren o t ra vez la
p u e r t a . Me doy vuelta. Y lo veo veni r a Cúper. Viene corriendo.
Espérame, d ice . Me alcanza. N o sólo no va a trabajar en el ce-
menterio . Tampo co quiere d is t r ibuir la verdura de Puente Roto.
Antes m e caso con una mi n a de guita, dice. Una de esas minas
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No quiero nada.
Miro la hora.
Es co mo un a t imba.
Cada minuto qu e pasa pone m ás cerca el preciso momentoen que la Pe Efe va a caer en esta casa como si en esta casa estu-
v iera a t r incherada un a b an d a de una docena de t ipos armados
hasta lo s dientes.
A n t e s de i rme abro el sobre que me dio el secretario de p a r -
te de la señora. Encuentro, por supuesto, plata. Dólares. Billetes
nuevos. Legales. Billetes de cien . D os paquet i tos p ro l i jos co n
su s fajas de papel se l ladas por un banco.
No hay diez mil dólares.
H ay más.
Apago el cigarrillo en el suelo. Me paro . Me guardo el sobre.
Me calzo el 38 atrás, en la cintura. Me miro en el espejo del boti-
quín de l baño. La columna de piedra , aunque parezca m ent i ra , no
logró tocarme la cara. Estoy casi sano. En cualquier mom ento vo y
a cumplir 30 años, pienso. La vida pasa. No hay derecho.
Así que me voy.
No me l levo nada.
Camino rumbo a l a salida.
En el aire se huele el aire dulce de la laguna. Es una noche
clara. Después de la tormen ta de la ma ñan a el día se fue arre -
glando y ahora salió un a luna amarilla qu e dibuja en el horizonte
el perfil bajo de Puerto Apache. Lo s muchachos qu e están de
guardia m e abren la p u e r t a y salgo a l a Costanera . N o tengo du -
das. Voy a cruzar por el puente que hay ent re el Dique 4 y la
Dársena Norte . Como siempre . Voy a cruzar el cordón de los
mu ch ach o s de la policía. Voy a ent rar en la ciudad , un domingo
a la noche, sin saber qu é hacer.
182
de los bares de la calle Corrientes que a él lo vuelven loco.
Así que nos vamos juntos.C ru zamo s el p u e n t e . C ami n amo s p or Leandro Alem p a ra la
plaza Sa n Martín. Hace un p o co de frío.—¿ Qué pasó? — m e pregunta Cúper.
A él le gusta que yo le cuente historias.
183
ÍNDICE
Capítulo 1 Cúper 9
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Capítulo 2 Maru 23
Capítulo 3 Palacio Apache 36
Capítulo 4 El Ombú 49
Capítulo 5 Televisión 61Capítulo 6 La batalla 73
Capítulo 7 U n paraíso argentino 86
Capítulo 8 El almacén 99
Capítulo 9 Gilda 114
Capítulo 10La Mona Lisa 127
Capítulo 11E1403 140
Capítulo 12 El Pájaro 155
Capítulo 13 C'estfini 169
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Esta edición de 2.000 ejemplares
se terminó de imprimir en
Artes Gráficas Candil S.H.,
Nicaragua 4462, Buenos Aires,
en el mes de agosto de 2002.
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P U E R T O A P A C H E J u a n M a r t in i
Puerto Apache, síntesis de una realidad transformada. La ciudad como
plano de los cambios inm ediatos: cartografía clandestina definida más
Juan Martini
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por incidencias sociales que por accidentes geográficos. Muy pocas
páginas le alcanzan a Juan M artini para p resentar a los personajes y crear
la atmósfera de esta novela: la delincuencia, el hampa de suburbio, la
nueva lujuria y la nueva pobreza de la ciudad de Buenos Aires, y un
lenguaje que es capaz de transm itir lo inmediato con una frescura y una
intensidad poco frecuentes en nuestras letras. A partir de peripecias
urbanas despojadas de cualquier aspecto moralizador, los lectores
entramos, accedemos a Puerto Apache. Y la superficie que descubrimos
en su interior refleja, como ha hecho siempre la mejor narrativa,.un
mundo imaginario cuya conexión con el mundo presuntamente real
ilumina los bordes menos visibles que la experiencia reconoce.
Con una escritura austera, ceñida e imaginativa, con una percepción
extraordinaria, el autor de libros como La máquina de escribir y El autor
intelectual nos convoca, nos obsesiona y nos subyuga. Un tema de
actualidad, que proyecta la hondura del presente en la proyección del
futuro, en los carriles sabios y perdurables de la literatura.
N A R R A T I V A S
Impreso en la Argentina
www.edsudamericana.com.arÍ 9 5 0 0 | | 7 2 2
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