Pronzato, Alessandro - Las Mil y Una Monjas

142
LAS MIL Y UNA MONJAS ALESSANDRO PRONZATO COLECCIÓN HINNENÍ

description

88yuzu99, bagaza

Transcript of Pronzato, Alessandro - Las Mil y Una Monjas

LAS MIL Y UNA MONJAS

ALESSANDRO PRONZATO

COLECCIÓN HINNENÍ

H I N N E N I

102

ALESSANDRO PRONZATO

LAS MIL Y UNA MONJAS

Figuras, problemas, situaciones de la vida religiosa

TERCERA EDICIÓN

EDICIONES SIGÚEME Apartado 332

S A L A M A N C A

1 9 7 1

Tradujo ALFONSO ORTIZ, sobre el original italiano Le mille e una suora, publi­cado en 1969 por Piero Gribaudi, de Torino - Censor: JUAN S. SÁNCHEZ -

Imprímase: MAURO RUBIO, obispo de Salamanca, 16 de septiembre de 1970.

© Piero Gribaudi Editare, 1969 © Ediciones Sigúeme, 1970

Núm. Edición: ES 484

Es propiedad Printed in Spain

Depósito legal: S. 3. 1971. Gráficas Ortega, Asadera, 17 - Salamanca

C O N T E N I D O

Presentación 9

r. El camino 17 2. «Te Deum» al revés 33 3. El confesor estropeado 37 4. Creer en la fe 45 5. Un incidente en la clase 47 6. La monja ante el tribunal 55 7. Las columnas 61 8. La tela de la castidad 67 9. La reforma de sor Paula 69

1 o. Distracción 79 11. Réquiem a nueve voces (desiguales) 81 12. La verdad en bandeja 95 13. ¿Quién ha abierto la puerta ? 99 14. El enemigo en casa 105 15. Billetes para el tren... en latín 109 16. Obligación de inventar 115 17. La reliquia de sor Marta 117 18. Cada día se nos da una vocación 131 19. Crisis en la cocina 133 20. Mayor libertad 139 21. Un matrimonio que hay que hacer 145 22. Un granito de locura 153

Continúa la reforma de sor Paula 159 La presencia real... del cordoncillo rojo . . 173 Los sueños (feos) de una superiora 175 ¿Demoler o construir? 181 La lección 191 Una monja ¿tiene que ser «viril»? 197 Entrevista al fundador 199 Testigos de lo imposible 211 Monjas herejes 221 Profanaciones en el convento 231 Callos en el corazón • . . 235 Virtud en desorden 241 Meditación de una superiora 249 La telaraña • • 255 El equilibrio 261 Las palabras 267 Han llamado a sor Celestina 271 La distancia 281

P R E S E N T A C I Ó N

«.Bendígame, hermana, porque usted ha pecado...-»

Un tipo curioso, cuando iba a confesarse, apenas se daba cuenta de que se abría la puerta de la rejilla, declaraba:

—Bendígame, padre, porque usted ha pecado. En su picardía, un tanto impertinente, había arbi­

trado este recurso para asegurarse la indulgencia del confesor: recordarle su condición de pecador y de­finir de esta manera su común solidaridad.

Esta frase viene como anillo al dedo para mi si­tuación actual.

Empecé ...Pero yo os digo1 escribiendo: «Bendí­game, hermana, porque he pecado».

Ahora me toca modificar la frase de este modo: «Bendígame, hermana, porque usted ha pecado». No es que me niegue a reconocer mi condición de peca­dor. Lo único que quiero es subrayar que este se­gundo pecado que cometo —de presunción, como el primero— ha sido provocado por los pecados ajenos. La verdad es que este libro habla, entre otras cosas, precisamente de los pecados de las monjas.

Pero vayamos con orden. Se trata de reanudar aquella conversación familiar

que empecé con ...Pero jo os digo.

l. A. PRONZATO, ...Piroyo os digo. Sigúeme, Salamanca 51969.

9

Entonces —lo confieso— esperaba que mis inter-locutoras serían todo lo más un centenar.

Poco a poco me fueron informando de que el audi­torio había ido creciendo... tremendamente, hasta lle­gar a decenas de millares. Y esto, sinceramente, me asustó y me trastornó un poco.

Todavía hoy me siento desconcertado, perplejo, preocupado por mi responsabilidad (créame usted, hermana, que, no es un lugar común, la pluma me pesa quintales).

Así, pues, en el prólogo a ...Pero jo os digo había prometido que seguiría pecando todavía. Pues bien, alguna religiosa me ha echado en cara con mucha de­licadeza, desde luego, el que no haya mantenido mi promesa.

En particular, había anunciado un tomo de Comen­tarios a los evangelios de los días de fiesta.

Escribí ciertamente el libro. Mejor dicho, intenté escribirlo. Puse en él todo mi empeño. Pero poco a poco me di cuenta de que no podía continuarlo, y abandoné la empresa. Me resultaba difícil, por no de­cir imposible, comentar el evangelio solamente para las monjas.

¡Qué caramba! Hay en circulación demasiadas es­piritualidades separadas, especializadas, «adaptadas para nosotras». Y no me parecía justo limitar el evan­gelio a una perspectiva particular. Consideraba —y sigo considerando— que el evangelio tiene que ser «adaptado» a todos indistintamente. Todos tienen que leerlo de la misma manera.

Por eso eché en el cesto las primeras páginas. Y escribí un Comentario a algunos trozos evangéli­cos, «adaptado» a todo el pueblo de Dios, incluidas las religiosas. Y así es como salieron los Evangelios molestos. 2

2. A. PRONZATO Evangelios molestos. Sigúeme, Salamanca 31971

¡0

Alguna monja, siempre con muchísima delicadeza, como es lógico, me dijo:

—Resultan un poco duros. Algunas páginas me parecen un poco ásperas...

Le respondí: —Tiene usted razón, hermana. He cometido un

Secado de excesiva prudencia y cobardía. El evange-o no es «un poco duro», sino tremendamente duro.

No es molesto, sino molestísimo. Procuraré reme­diarlo la próxima vez...

Por eso me parece, en conciencia, que he mante­nido mi primera promesa. Al menos parcialmente; o si se quiere, de otra manera.

Después anuncié un ...Perojo os digo..., número dos. Especialmente había un tema, ya tratado, pero con

excesiva ligereza, que parecía haber excitado la curio­sidad de muchas religiosas. Alguna no dudó en pre­guntarme :

— ¿Cuándo salen los pecados de las monjas? —Estoy esperando a que los cometan, intentaba

defenderme. Y ahora, finalmente, voy a poner manos a la obra. Este libro, tengo que admitirlo, es fruto de una

hora de cólera. De una cólera verdadera, muy fea, explosiva.

Leed la narración «Réquiem a nueve voces «des­iguales». Pero no os escandalicéis, por caridad. Se trata de un caso real, de una situación real, que puedo documentar en todos sus detalles. Y apenas tuve co­nocimiento de él, al principio me quedé profunda­mente humillado, pero luego explotó mi cólera. Y empuñé la pluma.

Inaudito. Precisamente la narración aparentemente más inverosímil, la más horrible, incluso cruel, es la que ha sido transcrita sencillamente de la realidad. Si la he insertado en este volumen, después de mu­chas vacilaciones, variando sólo ligeramente los tonos, no es porque la considere «significativa». Al contra-

/ /

rio, la considero verdaderamente como un caso lí­mite, único, irrepetible.

He querido conservarla porque constituye una ad­vertencia: ciertas «clausuras» pueden ¡legar a conducir incluso a situaciones que parecen increíbles.

A aquel primer pecado me fue relativamente fá­cil ir añadiendo otros.

Como era inevitable, al avanzar en mi trabajo, se me impuso ante los ojos con perentoria evidencia una segunda realidad: junto a los pecados estaban también las virtudes (¡y qué virtudes!). Junto a las miserias estaban también las grandezas (¡y qué grandezas tan colosales!). Y surgieron entonces las figuras de sor Estrella, de sor Jacinta, de sor Celestina, de las tres monjas del «buzón de recomendaciones», que se me presentaban por doquier.

Como si no fuera suficiente, cayó entre mis manos el diario de sor Inés, con la autorización de su pro­pietaria, para que pudiese tomar de él todo lo que ne­cesitase, para que lo modificase, para que lo adaptase, para que le prestase mi estilo. No me lo hice repetir dos veces. Así es como se fue configurando LMS mil

y una momas. Un libro que nació de un momento de cólera, o, si se prefiere, de un profundo desengaño; alimentado a la par con pecados y virtudes, con mise­rias y grandezas; reforzado por las observaciones de un testigo ocular.

¿De qué libro se trata? ¿A qué género pertenece? No lo sé. ¿Un texto de meditación? Sí y no (de todos mo­

dos, es cierto que las páginas del diario de sor Inés son la continuación ideal del ...Pero jo os digo).

¿Un libro de lectura espiritual? Quizás. ¿Un volumen que hay que tirar, en la primera oca­

sión, sobre la cabeza del autor? Puede ser. Sólo una cosa tengo que decir. No quiere ser un

libro polémico. Si hay algo que aborrezco instinti­vamente es la pelea.

12

Me repugnan ciertas «sistematizaciones» arbitra­rias, parciales y partidistas: por aquí el bien, por allá el mal; aquí la razón, allí la sinrazón; en mi campo el grano, en el de mi vecino la cizaña.

Creo que honradamente no se pueden —permí­taseme una expresión muy a la moda— «instrumenta-lizar» las páginas de este libro, invocarlas como sostén de una tesis en daño déla opuesta. Creo, objetivamente, que hay para todos. En lo bueno y en lo malo. Todos podrán tomar para sí, al mismo tiempo y con toda tranquilidad, un trozo de reprimenda y otro de elogio, uno de culpa y otro de mérito, una porción de aplau­sos y otra de silbidos.

Y si hay alguien que merece ser tachado de culpa­ble absoluto, único, total, éste debe ser exclusiva­mente el autor de estas narraciones.

Es verdad que no faltan páginas severas, capítulos agresivos, expresiones hirientes, frases mordaces. Tam­bién en este punto me siento bastante tranquilo.

Ciertos enfados, ciertos... mordiscos, ciertos alfi­lerazos, derivan exclusivamente de un profundo su­frimiento. Este libro extraño —tallado en carne viva sobre una realidad actual y unas situaciones caracte­rísticas de este «momento» de la vida religiosa y de toda la Iglesia, tan tormentoso y tan fascinador —es fruto de un amor verdadero, intenso, obstinado, a pe­sar de algunas —inevitables— desilusiones.

Solamente el que ama encuentra el coraje de pro­testar cuando contempla el ideal pisoteado, achicado, empobrecido.

Solamente el que sufre tiene derecho de gritar. El sufrimiento, de cualquier clase que sea, no es nunca hermoso, bonito, apetitoso. El sufrimiento, a veces, hace gritar, y obliga a uno a lamentarse. Este es un libro nacido de un sufrimiento íntimo. Y eso es todo.

Si a veces me he sentido autorizado a expresar frases hirientes, la verdad es que algunos episodios han herido también mi piel, incluso han llegado más adentro.

B

Si a veces doy la impresión de ser «malo», puedo decir con toda serenidad que ante todo he sido «malo» conmigo mismo.

Si me he esforzado en hablar claro a todos, es por­que me he acostumbrado a hablar claro —y hasta cruelmente—conmigo mismo.

Si me atrevo a enfrentarme con cuestiones delica­das, con problemas tajantes, es porque estoy íntima­mente convencido de que, para salir de ciertas crisis, el primer paso que hay que dar es el del coraje, el de la capacidad de mirar las cosas cara a cara.

Pero ¿por qué continuar precisando y adelantando acontecimientos? Me doy cuenta de que, de este modo, hago una notable injuria a la inteligencia y a la intui­ción de las monjas. Las cuales, en nú caso, se han encargado siempre de desmentir, regularmente y de una manera inequívoca, las previsiones más pesimis­tas y de demostrar el escaso fundamento de ciertos temores.

Cuando leyó las pruebas de ...Pero jo os digo algún «experto» me dijo mondo y lirondo:

—¡Pero tú estás loco! ¿Qué es lo que se te ha me­tido en la cabeza? ¿Presentar un libro de meditación concebido según una fórmula totalmente inédita, fuera de los cánones consagrados por el uso centenario, y además con un estilo desgarrado...? ¿Es que no co­noces a las monjas? ¿No sabes que, si no tienen la papilla ya mascada, —preludio, tres puntos, coloquio, propósito final bien precisado en sus detalles—, son incapaces de meditar? ¡Ya verás qué chasco! Te has hecho demasiadas ilusiones... Yo conozco a las mon­jas...

Y el caso es..., que millares de monjas han acep­tado con gusto la novedad y, casi podría decirlo, la provocación de un libro decididamente insólito.

Los mismos «expertos», ante Evangelios molestos, sen­tenciaron :

14

— Ciertamente, con un libro como éste estás per­diendo gran parte del público «religioso».

Te quedas sin la simpatía de las monjas. ¿No sa­bes que un evangelio presentado de esta manera no obtendrá nunca el «visto bueno» para pasar por la puerta de los conventos?

Y el caso es... que aquel libro no solamente tras­pasó impunemente las puertas de muchísimos Insti­tutos, sino que se coló incluso en la capilla.

Lo cual demuestra, no ya que tenían razón mis li­bros, sino que ciertos individuos tienen una «experien­cia» basada en sus propios prejuicios, en ciertos es­quemas mentales que, evidentemente, les sientan muy bien.

La imagen tradicional de la monja «cerrada», in­fantil, tímida, desconfiada ante todas las novedades, necesitada de tutela y protección, agarrada exclusiva­mente a un reglamento estrecho, enferma de mora-lismo crónico, entorpecida por un velo que le impide ver las cosas con sus propios ojos y razonar con su propia cabeza, es una imagen que parecen necesitar solamente algunos pretendidos «expertos» que toda­vía circulan libremente, por desgracia, en el mundo de la vida religiosa.

Pero es una imagen desmentida categóricamente por la realidad más viva, más escueta, más fresca del mundo religioso de hoy.

has mil y una monjas apela únicamente a la sensibi­lidad, al equilibrio, a la inteligencia de semejantes monjas que se escapan de aquella imagen superada, o al menos, de la mayoría de ellas.

De todos modos, si este libro no fuese «aceptado», no me enfadaría con nadie. Atribuiría las culpas ex­clusivamente al autor. Cuyo pecado de presunción, esta vez, no se vería justificado ni perdonado por los pecadillos de los demás.

En esta ocasión siento el deber de agradecer cor-dialmente la ayuda de todas aquellas personas — ma-

15

dres generales, superioras, simples religiosas - que han colaborado en mi trabajo, proporcionándome ma­terial de documentación, sugerencias, o presentán­dome dificultades y problemas.

Naturalmente, las gracias más conmovidas van a mis religiosas del «buzón de recomendaciones» o del «buzón de milagros». Las cuales también esta vez han aceptado ser «cómplices», regalando a este libro la riqueza de sus oraciones y de sus sufrimientos.

Y ahora, también una palabra a usted particular­mente, reverenda superiora.

No. No quiero que frunza usted las cejas ante alguna página «poco agradable».

No me ponga esa cara tan larga, reverenda madre. No me la merezco, créame.

Vamos a mirarnos cara a cara. Los dos tenemos el mismo ideal, el mismo amor, los mismos sueños, la misma esperanza, la misma preocupación, la misma confianza. Así pues, perdóneme, madre. Porque también usted, probablemente, ha pecado. Un poco, por lo menos.

16

1 EL CAMINO

La jornada de sor Estrella empezó... la tarde anterior.

La «encargada de noche» había recibido un tele­grama de casa, anunciándole que su madre estaba grave.

Había que sustituirla. Naturalmente, ella se ofreció enseguida. No era

ésta una novedad, en aquella pequeña comunidad del hospital.

En cuestión de sustituciones, de trabajos suple­mentarios, de tareas pesadas y antipáticas, sor Es­trella presentaba siempre su propia candidatura. «Ten­go las espaldas robustas». Y la candidatura, como era natural, era aceptada unánimemente. Gracias a las espaldas robustas de sor Estrella.

Todas confiaban en aquellas espaldas. Eran como dos columnas firmes, como una especie de amén de todas las situaciones imprevistas y de todos los casos difíciles.

Por eso, aquella noche, sor Estrella después de estar un cuarto de hora con las hermanas, tras la cena, se marchó a su faena. Sabía que al día siguiente no

f>odría descansar porque le tocaría estar ocupada en a sala de operaciones. Pero estaba segura de que sal­

dría adelante. Encima de la mesa de la enfermería puso un sobre

y una hoja de papel. En los intervalos entre una 11a-

2 17

mada y otra podría escribir a casa. Había recibido una carta de su hermano, de un tono más bien áspero: «... tu última carta es de hace seis meses, con unas cuantas líneas de felicitación para navidad. Me parece que te has olvidado de nosotros; no es justo. Está bien que tengas tanto trabajo con los enfermos, pero también nosotros podemos necesitarte. Papá, por ejem­plo, no está bien; los sustos ordinarios del corazón, pero esta vez son más graves que antes y todos esta­mos un poco preocupados...».

Después de darse una primera vuelta para hacerse cargo de la situación general (sor Estrella tenía dos ojos limpísimos, escrutadores, en los que brillaban, según las circunstancias, rasgos de inteligencia, de ternura, de autoridad, de picardía; una rápida ojeada le bastaba para captar todos los detalles), la improvi­sada encargada de noche se sentó frente a la mesa.

«Queridísimo papá...». Iba corriendo el bolígrafo. Los recuerdos se agol­

paban tumultuosamente. No siempre tenía la oportu­nidad de poder dedicarles cinco minutos. Había que coger al vuelo aquella ocasión única. ¡Quién sabe cuándo volvería a presentarse!

Ya hacía tiempo que la había perdonado. Hasta pocos minutos antes de que empezase la

ceremonia de la profesión, sor Estrella había estado mirando, con un ansia que se iba convirtiendo en an­gustia, la puerta de entrada de la iglesia. Finalmente, en el último momento, apareció también papá.

—Me la has hecho buena; pero... La verdad es que la cosa había sido sonada. En el

pueblo, la «fuga» había suscitado muchos comenta­rios. Nadie había sospechado jamás que Sandra, una muchacha brillante, de temperamento vivaz, alegre, que tenía también sus admiradores, pudiese tomar el camino del convento.

—Pero ¿cómo se te ha metido en la cabeza una idea semejante?

18

—No es cuestión de cabeza, ni tampoco de ideas, papá.

— ¿Entonces, qué? — ¿Cómo explicar ciertas cosas? Mira, es cuestión

de caminos. El camino de la mayor parte de las mu­chachas conduce a una casa, a un marido, a unos hi­jos. El camino de otras, precisamente el mío, es más bien un camino que se alarga poco a poco, y a los lados en vez de las aceras y de los palos de la luz (¿te acuer­das que quería contarlos, la primera vez que me lle­vaste en tren?), están todas esas personas que sufren, que tienen necesidad de la limosna de un poco de amor. Y entonces una se para, se inclina, les regala el corazón a los demás, a todos, sin distinción. Pero, al decir esto, me he olvidado del personaje principal: Dios...

— Al Señor le encontrabas también en casa. Somos gente de Iglesia, lo sabes bien. Tu pobre mamá...

Sandra, después de la muerte de mamá, había ocupado su puesto en la familia. Siete hermanos además del padre, en que pensar.

Ya desde entonces había manifestado aquella que sería después su característica peculiar. Una mujer que debía mantener firmes las riendas en su mano. Autoridad, inteligencia, entrega, sensibilidad, enorme capacidad de sacrificio.

Entonces hizo ya «las pruebas generales» de la vida religiosa.

En el convento, sucesivamente, irla oyendo ha­blar de los «despegos» necesarios. Despegos de tantas cosas...

Sandra, ya desde entonces, con su sentido prác­tico lo había simplificado todo, contentándose con «despegarse» del individuo más peligroso: de si misma. Así se sentía libre para «apegarse» a los demás. Con aquel único despego le eran posibles todos los «apegos» a las necesidades de los demás.

Veintitrés años. Cuando se dio cuenta de que sus

19

hermanos ya no la necesitaban, se marchó por «su» camino.

Le faltó sin embargo el coraje para confesar su destino a papá.

Fue su única debilidad. Su única mentira. Dijo entonces que se marchaba a la ciudad, a las monjas, para hacer ejercicios espirituales. Y se vistió su traje más bonito. Un día más tarde escribió una carta muy larga a su familia, intentando explicarles que ya no volvería más.

Pero ¿cómo lograr explicar los motivos profun­dos de una vocación? ¿Cómo justificar la elección de un camino desacostumbrado, en donde en lugar de la acera y de los palos de la luz están unas personas que sufren? ¿Explicar por qué, a pesar de amar inten­samente a los niños, se renuncia a tener su propia fa­milia y los niños que se recogen en los brazos son siempre los de otros?

A sor Estrella no le gustaba hablar mucho de sus propias «experiencias». Creía que, cuando está por me­dio el Señor, se necesita cierto pudor y que algunas cosas se estropean al sacarlas a relucir. Y además existe siempre el peligro de caer en el ridículo.

Pero un día, observando una estampa en la que es­taba escita una frase de Claudel: «¿Tiene la vida al­gún valor, si no es para darla?», se dejó escapar este comentario:

—Es una frase bonita. Yo no hubiera sido capaz de escribirla. Pero me parece que siempre he sabido que esto era así...

Y luego, como arrepentida de la confidencia, ha­bía dirigido la conversación por otros derroteros.

—Yo no entiendo nada de esto..., había susurrado papá, aquel día, después de la ceremonia. —La verdad es que me la has hecho buena. Marcharte así, tan de pronto..., por lo visto, los ejercicios espirituales van a durar más de lo previsto... Y añadió suspirando. —¡Paciencia!, con tal que tú estés contenta...

20

— Sí, papá, yo soy feliz cuando logro regalar un poco de mi alegría a los demás.

— ¡Ya! «los demás»..., «los demás»... Y se dio media vuelta, pasándose el pañuelo por

los ojos. «Queridísimo papá, tienes que perdorname por mi

largo silencio...» En el corredor sonó el timbre. Sor Estrella se le­

vantó. Sabe ya de quién se trata. José Gambino. Un tumor

en el pulmón, con dolores atroces. —La inyección, hermana; ya no puedo más. —Procure resistir. No le conviene abusar de los

calmantes... — ¡Sí, hermana! Procuro resistir...; pero el dolor

lo tengo yo, usted está bien. Y cuando uno no tiene nada, es fácil decir a los demás: «Tenga paciencia..., tenga paciencia...» Póngame esa inyección, que si no, voy a hacer algún disparate... Si usted no tiene que pagar la inyección...

«...¿Te acuerdas, papá, cuando te hablaba de un camino que en lugar de la acera...?».

De nuevo suena el timbre. Y sor Estrella deja inmediatamente el bolígrafo.

Y así hasta siete veces. A las cuatro, cree conveniente avisar al médico de

guardia. Que esta noche está nervioso. Ha tenido que renunciar al partido televisado. ¡Precisamente en aque­lla ocasión tenía que tocarle el turno! Y no había podido encontrar a un infeliz colega, dispuesto a sus­tituirlo.

Sor Estrella no estaba al tanto del asunto. Pero pronto se encargaron los humores del médico de po­nerla al corriente.

—¿Pero no es usted capaz de salir del apuro? ¿Será necesario molestar a todo el mundo? Y además, sabe usted muy bien que en «esto» no hay nada que

21

hacer. Ni siquiera el Padre eterno... Me parece que a ustedes, las monjas, les gusta fastidiar a la gente.

Cinco minutos más tarde al salir de la habitación: —Hermana, póngale un cardiotónico... de prisa.

Y... si viene otra crisis, llámeme inmediatamente. Sin perder tiempo, por favor. Porque ustedes no hacen más que complicar las cosas, y soy yo responsable de todo.

Tuvo que morderse la lengua. Sor Estrella tenía «la respuesta fácil». Era capaz de fulminar a cualquier interlocutor con sus ojos, antes que con sus palabras. Y también éstas sabían llegar puntualmente al blanco.

Especialmente si se trataba de alguna injusticia, si estaban por medio los débiles, los indefensos, era ca­paz de plantarle cara a cualquiera, desde el asistente hasta el director del hospital. En esas ocasiones sus palabras eran tajantes. Sus ojos se bajaban solamente cuando había obtenido lo que deseaba.

Pero cuando se trataba de desahogos, de provo­caciones, sabía dominarse y dejar la respuesta para el día después. Su venganza, entonces, consistía en una observación serena, en un tono festivo o indulgente, y siempre con una alusión al incidente del día anterior.

«Estoy segura, papá, de que comprenderás que so­lamente el mucho trabajo...».

Después de una nueva interrupción, sor estrella se decidió a rezar el rosario. Le sería difícil encontrar tiempo durante la jornada; «más valdría prevenir las ocasiones» (era su expresión habitual).

En cuestión de oración no transigía. Es verdad que no se atrevía a meterse en sofisticadas cuestiones de espiritualidad. Nunca había tenido tiempo para leer a los místicos, a no ser algunas páginas de santa Teresa y de san Juan de la Cruz. Pero su vida interior era sólida, su piedad genuina; pocas cosas, pero esenciales. Tenía las ideas sumamente claras sobre los puntos fundamentales de la vida religiosa.

Cierto día, una hermana, viendo cómo luchaba en

22

la capilla contra el sueño y contra un cansancio indes­tructible, se sintió autorizada para dispensarla benig­namente :

— Sabe usted bien que también el trabajo es ora­ción. Y usted hoy ha trabajado tanto...

Ella replicó con la acostumbrada vivacidad: —¿Y quién se lo ha dicho? Yo no estoy muy con­

convencida. ¿Por qué no se dice también que «traba­jar es comer» y no se continúa cavando durante la comida? ¿Por qué no se dice que «trabajar es dormir» y no sigue usted tecleando sobre la máquina para es­cribir durante la noche? Si «trabajar es orar», podría igualmente ser dormir o comer... Pero a ninguno se le ocurre creer esto...

Yo, cuando trabajo, estoy convencida de que rea­lizo una acción religiosa, sagrada. Le doy gloria a Dios con mi trabajo, no hay duda. Pero después, siento la necesidad de rezar.

¿No se acuerda usted de lo que escribió aquella monja de clausura americana, en el libro que hemos leído en el refectorio? Decía: «Podemos dormir con espíritu de oración. Y así, incluso el roncar, puede dar gloria a Dios. Sin embargo..., roncar no quiere decir rezar». Está claro, ¿no es así?

Querida hermana, si no rezamos, el trabajo nos agota. No solamente el cuerpo. Agota también el alma».

Sor Estrella lograba simplificarlo todo, incluso en este terreno. Si algunos especialistas de exégesis es­piritual, que han derramado garrafones de tinta para especular sobre Marta y María, hubiesen estudiado un poco de cerca a esta religiosa, que no había leído demasiado libros, probablemente habrían notado que sus ideas estaban bastante enmohecidas.

En ella la relación entre contemplación y compro­miso apostólico era sumamente estrecha y había al­canzado el máximo de unificación. Resultaba difícil separar los dos polos en su jornada. La contempla-

23

ción del amor de Dios para con los hombres la empu­jaba a trasmitir este amor a los hermanos a quienes servía. Su contemplación no se limitaba al tiempo que pasaba en la capilla. Era capaz de «contemplar» incluso junto al lecho de un enfermo. Y su «acción» no se agotaba en una sala del hospital, sino que con­tinuaba en la Iglesia.

Paradójicamente, sor Estrella podía ser Marta cuando rezaba y María cuando ponía inyecciones.

Virgen fiel, ruega por nosotros. Espejo de justicia, ruega por nosctros... Había conseguido rezar el rosario sin verse inte­

rrumpida más que dos veces. Quizás podría terminar la carta antes de la misa.

Reina de los apóstoles, ruega por nosotros. Reina de los mártires, ruega por nosotros...

Esta vez, el que hacía sonar el timbre era el «pro­fesor».

Sor Estrella besó el pequeño crucifijo y marchó en aquella dirección.

El profesor Jaime Cantín estaba hospitalizado desde hacía dos meses. Profesor de filosofía en el instituto, anticlerical rabioso, ateo declarado, colicistitis cró­nica calcular.

Con sor Estrella había intentado entablar alguna vez discusiones sobre temas religiosos. A veces le pinchaba con preguntas irónicas o con comentarios más bien picantes.

La monja le contestaba con toda sencillez, sin de­jarse enredar en cuestiones doctrinales, y le escuchaba sonriendo por no poder mantener la conversación en un plano intelectual, que no era el suyo.

La semana pasada el profesor, de pronto, había dejado las armas de la polémica y le había dicho en un tono que manifestaba cierto embarazo:

—Oiga, hermana. Usted sabe muy bien que no me entiendo muy bien con Dios, y mucho menos con

24

los curas, frailes y monjas. Pero... cuando se encuentra uno con una criatura como usted, siente una especie de terremoto en el cerebro. Me gustaría más encon­trarme con un sacerdote docto, con un teólogo. A esos me los devoro de un trago, aunque intenten calentarme la mollera con Rahner, Küng, Tillich y Cox. Pero usted..., ¡usted me ha dejado la cabeza tarumba! Un poco de psicoanálisis, y estaba tan se­guro de poder liquidar cualquier vocación religiosa. Pero usted, su manera de portarse, su equilibrio, su serenidad..., todas esas cosas no las podrá explicar Freud jamás. Con tipos como usted la lógica común, la ciencia, la filosofía, se vienen abajo. Se da uno cuen­ta de que es algo así como pretender examinar un estreptococo utilizando un vulgar par de gafas.

¡No es que ahora empiece a comprender, ni que me conmueva el voto de castidad! ¡No faltaría más! Pero..., no consigo reírme ahora de él. ¡Maldición!

No se haga usted muchas ilusiones sobre mí. No he caído en vuestra trampa ni quiero nada con los curas. Ya verá como no siente usted nunca la alegría de anunciar triunfante a sus compañeras: «¡Se ha con­convertido! ¡Ha pedido la comunión!». Ni mucho menos.

Saldré del hospital dentro de poco —al menos así lo espero— tan ateo como he entrado. Pero usted ha clavado una espina en la almohada de mi ateísmo. ¿Cómo podré seguir estando seguro, tranquilo de mis propias teorías, de mis propias negaciones, después de haberme encontrado en circulación a una monja como usted? Es como si uno se hubiese convencido, después de habérselo demostrado con pruebas irre­futables, de que la luna está deshabitada; y luego, un día, se encuentra con una mujer, vestida de una ma­nera absurda, que le dice tranquilamente: «¡Yo vengo de la lunal Más aún, tengo todavía la residencia en la luna». ¿Se da usted cuenta del jaleo en que me ha metido?

25

Por toda respuesta, sor Estrella fingió que estaba ocupándose exclusivamente del hígado, bastante es­tropeado, del profesor.

— ¿Le pasa algo? Ahora precisamente acabo de re­zar el rosario. Ya lo sabe usted: es una extraña cos­tumbre que todavía conservamos los habitantes de la luna...

«Querido papá, para poder escribirte cinco líneas he empleado toda la noche...».

Y ya era tiempo de ir con las otras hermanas a la capilla para la meditación y la misa.

¿Siempre tan segura, sor Estrella? ¿Tan imper­meable a las dudas, al desánimo? ¿Imperturbable frente a las tempestades? (¿pero es que sabía lo que eran las tempestades?) ¿Intocable por la obscuridad? ¿Inmunizada frente a las crisis?

Bien, no bromeemos. Era una monja de carne y hueso, con todas sus debilidades. Como todas las de­más. Lo que pasaba es que en ella la religiosa no había ahogado con sus dedos virtuosos a la mujer (que es lo que a veces ocurre, por desgracia). Se había rehusado a realizar esa acción, en la que parece com­placerse cierta ascesis, de las manías destructivas.

Sor Estrella era, ante todo, una mujer en el pleno sentido de la palabra. Una mujer rica de intuición, sensibilidad, capacidad de amar con ternura. Con su propio temperamento: autoritario, exuberante, sin­cero, generoso, activo. Con un agudo sentido de la dignidad personal, de la responsabilidad. Con una aversión visceral hacia toda doblez, hipocresía, tor­tuosidad diplomática. Con una tremenda capacidad de «comprometerse» con todo el que fuese víctima de una injusticia.

La vida espiritual de sor Estrella era sólida, por­que estaba construida sobre una base humana ro­busta.

Había comprendido que la gracia no está hecha

26

para tapar los agujeros, o peor aún, el vacío del te­rreno humano.

No había sentido nunca la tentación —muy fre­cuente en otras almas— de contruirse una caparazón como ciertos moluscos, por el simple hecho de que tenía ya una espina dorsal bien derecha.

No había pensado jamás en sustituir la espina dor­sal por una vela encendida, la sinceridad por una novena, el deber cumplido lealmente por las «prác­ticas de piedad», el coraje por el «sacrificio», el equi­librio por la mortificación.

Nunca se había engañado con la idea de que la «gracia de estado» le dispensaba de una seria prepara­ción y de una real competencia en su trabajo de en­fermera.

En ella la mujer y la monja convivían en perfecto acuerdo. Y se completaban mutuamente, sin que una tuviera que cargar con los gastos de la otra.

Y cuando la monja se encontraba en dificultades, entonces era la mujer la que le daba una mano. La mon­ja estaba segura, al estar protegida por la mujer. (¿Qué hay de extraño en ello? ¿Dónde acaba la gra­cia? ¿Acaso una plenitud de humanidad no es tam­bién fruto de la gracia?).

Podéis ir en pa%. Dentro de poco se encargaría la enfermera de tur­

bar la paz de sor Estrella. —¿Todavía el corredor sin barrer? Aprisa, aprisa...,

dentro de poco vendrá el médico. La enfermera echó la escoba lejos, chillando: —¿Pero que se cree usted? Yo no soy una máqui­

na.:. Es muy bonito hablar. Pero cuesta más mover brazos... Además, me importa un comino el médico y me importan un comino todas las monjas del mundo...

Sor Estrella siguió adelante. Se había dado cuenta inmediatamente de que la muchacha había sido pro­tagonista de un enésimo enfado con su novio.

27

Se acercó al lavabo, dejando que cayera un hilo de agua helada sobre su rostro. Sus ojos se iban po­niendo pesados. Empezaba a sentir un ligero dolor de cabeza.

Cuando se cruzó con el médico, éste le saludó con un gruñido. Señal evidente de mal humor. Como su­cedía siempre que el doctor había pasado el domingo en la montaña, esquiando. Podía esperarse lo peor en la sala de operaciones.

—Hermana, el bisturí. —Tijeras... —Algodón, aprisa. Las frases secas del cirujano se veían acompañadas

únicamente por el chirrido del electrobisturí. —Hermana, dése prisa con esa aguja. Sor Estrella tenía ya la máscara totalmente empa­

pada de sudor. Aquel pequeño e incipiente dolor de cabeza se iba transformando en una realidad consis­tente y fastidiosa.

—Kocher. La monja colocó el instrumento en las manos del

cirujano. —¿Pero qué hace usted? He dicho Klemmer y

usted me da las pinzas de Kocher. ¿Las ve o no las ve?

—La verdad es que pidió usted las pinzas de Kocher... —precisó sor Estrella.

—Una de dos: o usted se equivoca o yo soy ton­to... Pero mientras no se demuestre lo contrario, to­davía sé lo que me digo. ¡No está mal! ¡Una monja que quiere hacerme pasar por idiota!

Y las pinzas saltaron sobre el suelo. El anestesista, los dos asistentes, las tres enfer­

meras, el técnico, estaban plenamente convencidos de que el doctor había dicho «Kocher». Pero estaban también convencidos de que las espaldas de sor Es­trella eran robustas. Y nadie se atrevió a abrir la boca. Era natural.

28

Ahora el chirrido del electrobisturí acompañaba a la voz del cirujano que se ponía a doctorar en el te­rreno ascético:

— Si no me equivoco, en los conventos tendrían que enseñar cierta virtud que se llama humildad...; pero, por lo visto, yo no estoy al día y la humildad ha sido abolida, como tantas otras cosas que hasta ayer se consideraban importantes. Por lo demás, la Iglesia, recientemente, ha dejado entender con clari­dad que está dispuesta a ir del brazo hasta con el diablo.

—Hermana, ¿me quiere dar un porta-agujas? ¿Ha entendido usted bien? Un porta-agujas...

Sor Estrella llegó al comedor después de las dos. Las primeras horas de la tarde pasaron bastante

tranquilas, a no ser por aquella bendita jaqueca. Hacia las cinco estalló una pequeña tormenta,

cuando el médico de guardia se enfrentó con ella: —¿Por qué no le ha puesto la neboclisis al señor

Cardoso? —le preguntó bruscamente. A sor Estrella le hubiera gustado recordarle al

doctor que precisamente él le había prohibido tomar iniciativa en cuestión de neboclisis sin su explícita autorización. Pero no le dio tiempo, porque el doctor había explotado ya en una granizada de insolencias:

—¡Ya!, vosotras, las monjas, quién sabe lo que tenéis en el sitio del corazón. Dejáis que reviente el enfermo, con tal de que haya recibido los sacramentos; vosotras es lo único que os interesa. El cuerpo está destinado a los gusanos, según vosotras. Y el alma, por lo visto, no tiene necesidad de neboclisis...

Hacia las seis llegó el capellán: —¿Ha ido a ver al señor Gambino, padre? —¿Está mal? —Creo que no pasará esta noche... —Entonces, hermana, haga usted el favor de pre­

parármelo, o de avisarle..., en una palabra, invitarle a recibir la unción de los enfermos.

29

—Me parece, padre, que esta tarea... — Se equivoca usted, hermana, ustedes en estos

asuntos lo hacen mejor. Además..., si no asumís es­tos encargos, ¿qué es lo que hacéis en los hospitales ? ¿Poner inyecciones y guardar los armarios? ¡Para pinchar a un enfermo sobra con los seglares! El concilio, por otra parte... ¿qué le parece a usted?

Sor Estrella, esta vez, tuvo que morderse la len­gua para no comunicarle al reverendo padre lo que le parecía. Y no era precisamente algo muy agradable, aunque no saliera a relucir el concilio. De todos modos, más valdría dejar la «comunicación» para el día siguiente. Entonces estaría más tranquila.

El médico, antes de abandonar la sala, fingió que pasaba casualmente por el corredor donde sor Estre­lla dirigía la distribución de la cena:

—Siento mucho lo acaecido. Pero..., también us­tedes, benditas hermanas, buscan siempre el momento menos oportuno para meter la pata y hacerle perder la paciencia a un pobre diablo que, teniendo una se­mana muy cargada, se ve sometido a un stress notable. De todos modos, perdóneme... Buenas tardes.

A sor Estrella le hubiera gustado saber cuál era el «momento oportuno» para no tirar las pinzas al suelo.

Le hubiera gustado también que le informasen detalladamente sobre los líos que había organizado.

Y finalmente estaba curiosa por saber lo que era el stress. Se imaginaba que también le tocaba a ella.

Dejó para el día siguiente la consulta sobre estos puntos.

Por ahora le bastaba saber que también ella tenía una semana bastante intensa. Y la superiora ni siquiera le concedía una tarde para ir a esquiar...

Puso al día dos fichas clínicas, miró el reloj. Era hora de volver a la comunidad.

Había llegado a mitad del corredor, cuando co­rrieron a decirle que el señor Gambino quería verla.

30

Antes de morir, tenía que confiarle un encargo de­licado.

Cuando entró en el refertorio, las demás hermanas se marchaban ya de la sala de recreo a la capilla.

La superiora llegó casi al mismo tiempo a la sopa (fría).

Las palabras de la superiora, por el contrario, fueron más bien calientes:

—El horario, hermana: el horario... ¿dónde vamos a llegar a este paso ? ¿dónde va acabar la vida de comu­nidad? Si todas hiciesen como usted...

«...Reventarían de dolor de cabeza», le hubiera gus­tado decir a sor Estrella. Pero calló, limitándose a tra­zar unos cuantos surcos, con la cuchara, sobre el plato.

La superiora estaba nerviosa. Todavía no había logrado digerir una violenta discusión con el admi­

nistrador del hospital. A las diez sor Estrella todavía andaba por la ca­

pilla. Estaba de turno como sacristana, aquella semana. Tenía que preparar la misa para el día siguiente. San Efrén de Siria, ornamentos blancos.

Cuando hubo dejado preparado el misal en el atril, se sentó en el banco. Empezó a repasar la carta que tenía entre las manos.

«Queridísimo papá, ¿te acuerdas cuando te hablaba de un camino a lo largo del cual, en lugar de las ace­ras y de los palos de la luz, hay tantas personas que sufren?

Pues bien, ahora estoy en disposición de descri­birte mejor aquel camino que se alarga hasta el in­finito.

Hay siempre muchas personas que piden la li­mosna de un poco de amor.

Pero también hay otras. Está el enfermo que no logra soportar el dolor.

31

Está el médico de guardia, fastidiado por no haber podido ver el partido.

Está el cirujano que, cuando va a esquiar, se di­vierte luego tirando las pinzas al suelo.

Está el capellán empeñado en apelar al concilio. Está el otro médico cansado por causa del stress. Está la enfermera con su mal genio porque ha re­

ñido con el novio. Está la superiora nerviosa porque el administra­

dor le ha dicho... Pues bien,

el enfermo que ya no puede resistir, el médico de guardia privado del partido, la enfermera de mal genio, el médico con su stress, el capellán con sus citas conciliares, la superiora con sus nervios,

tienen necesidad de desfogarse, de «descargarse». Y naturalmente, «se descargan» sobre una monja

que, por fortuna, tiene las espaldas robustas. Sin embargo, papá, soy feliz. El camino es siempre hermoso, a pesar de esto.

Más aún, es hermoso precisamente por esto. En medio del camino, además, hay Uno que tam­

bién tiene necesidad de «descargan) el peso de la cruz. Y yo, como tú sabes, tengo las espaldas robustas».

Cuando hubo terminado, todavía tuvo fuerzas para sonreír.

Al hacer la genuflexión, sor Estrella rozó con su frente el pavimento.

32

2 «TE DEUM» AL REVÉS

Del diario de sor Inés

Primer día del año: es suficiente una acción vul­gar, como la de sustituir el viejo calendario con el nuevo, para verse asaltada una, por todas partes, de un huracán de pensamientos un tanto molestos.

Ahora comprendo por qué la gente, en este día, se escapa por la dirección del jolgorio. Se trata de un instinto de defensa. Para no verse obligado uno a' encontrarse cara a cara con unos pensamientos in­quietantes. Para eludir la provocación de ciertos ba­lances catastróficos. Para evitar la cita con numero­sos acreedores exigentes

Ahora me encuentro con trescientas sesenta y cinco hojas en la mano. Dominada por una sensación de vacío. Con centenares de remordimientos apegados a rni piel. Y con un acreedor importuno que llama in­sistentemente a la puerta. Este acreedor se llama ideal. Y yo le he firmado unas cuantas letras. Ahora me veo obligada a confesarle, una vez más, que no he respe­tado mis compromisos, que no estoy en disposición de pagar mis deudas. Y tendré que pedirle que tenga un poco de paciencia, que me conceda un nuevo plazo.

Sí. Hoy me toca hacer las cuentas con el ideal. ¡Cuántas veces me he llenado la boca con esta pa­

labra! Sin darme cuenta de que se trataba de una pa­labra comprometedora, sumamente peligrosa.

3 33

Tras haber hablado de ideales durante muchos años, arrastrada por el entusiasmo, ha llegado el tiempo de las comprobaciones.

Y me doy cuenta dolorosamente de que mis ac­ciones han ido desmintiendo regularmente al ideal.

Y entonces, instintivamente, me he visto obligada a echarle las culpas al ideal, a cargarle con las res­ponsabilidades de mis fallos. Como si hubiera sido él el que me ha traicionado con sus excesivas preten­siones, con sus «imposibilidades».

Pero no. El ideal no traiciona. No falta a su pala­bra. Respeta sus compromisos. Es la realidad la que traiciona.

Pero no me gusta aceptar esta evidencia. Y realizo una acción irresponsable y mezquina al mismo tiempo. En vez de acercarme al ideal, intento acercar el ideal a mi medida, o sea a mi pereza, a mi cobardía, a mi mediocridad, a mi «realismo» (y tengo la desver­güenza de definir toda esta mercancía sospechosa como «medidas del sentido común»).

De esta forma, mis años han estado caracteriza­dos por una tremenda «destrucción de ideales».

Ideales recortados, empequeñecidos, estrechados, envilecidos, escondidos, reducidos a mis dimensiones.

Dios ve todo esto... Suenan en mis oídos aquellas palabras que oímos en las primeras páginas de la Biblia: Y vio Dios que era bueno.

Todo era «bueno» en el punto de partida. Todo estaba en su lugar. Una criatura perfectamente equi­pada: corazón, inteligencia, voluntad, talento. Una vo­cación. Una misión estupenda.

Y ahora... Dios ve que soy un desastre. Podía haber construido un avión supersónico.

34

Modifiqué el proyecto original, le di nuevas dimen­siones. Y a base de «reducciones», ha salido un aero­plano de papel, como ése con el que se diviertenl os niños.

Y Dios ve que soy un verdadero desastre:.. Mi vida es la documentación de los desengaños

de Dios. También yo me doy cuenta de ello, finalmente... Y a pesar de todo, Dios sigue teniendo confianza

en mí. Más aún, realiza una acción increíble. No acepta la triste realidad. Se niega a tomar en

consideración mi fracaso colosal. Y he aquí, que en vez de reducir sus propias pre­

tensiones, las aumenta. Y lleva más allá el ideal. Un ideal mayor todavía. No se queda corto.

He demostrado que soy incapaz de alcanzar la cima de una colina. Y él me invita, perentoriamente, a subir hasta el Mont-Blanc.

Dios no reduce nunca sus pretensiones. Siempre va más allá.

«No tienes siquiera cien pesetas en la cartera. Y Yo te pido un millón.

Eres incapaz de caminar, por eso tienes que correr. No sabes nada. Pero en adelante tendrás que ense­

ñar. Lo exijo yo». Es lo mismo que ha pasado otras veces. Con Pe­

dro, por ejemplo. Después de su negativa, Cristo no lo manda al último lugar, no le estropea la «carrera». Después del fallo clamoroso del examen, no lo sus­pende. Por el contrario, lo pone como cabeza de la Iglesia.

El año nuevo es un acto de confianza y de espe­ranza por parte de Dios.

Los demás ya no se fían de mí. He dado demasia­das pruebas descorazonadoras.

Ni yo misma creo en mí. Solamente Dios es el que se empeña, a pesar de

todo, en creer en mí.

35

Los demás me condenan. Yo misma me condeno. Pero Dios ofrece por mí sus garantías. No ha ago­

tado todavía las reservas de su paciencia y de su es­peranza.

Un montón de hojas. Números y números. Y en cada hoja, bajo cada número, hay una firma: la firma de la esperanza de Dios.

¿Querré hacerle fracasar una vez más? ¿No querré ofrecerle al Señor al final de este año,

la posibilidad de cantar una especie de grandioso Te Deum al revés?

¡Precisamente para darle gracias por no haber ma­tado sus esperanzas sobre mí!

36

3 EL CONFESOR ESTROPEADO

Jueves, día de confesiones. La moto de don Mario subía zumbando por la

senda que conduce al convento. El ruido del motor resonaba contra las laderas del monte y señalaba an­ticipadamente la llegada del sacerdote.

Entonces las monjas se retiraban a la capilla para el examen de conciencia. Todas, menos la portera, que esperaba a don Mario en la sacristía, con la acos­tumbrada bandeja, la acostumbrada servilleta blanca, y el acostumbrado vaso de limonada. Siempre lo mis­mo. La única excepción era el día del santo del con­fesor. Entonces, sobre la mesita, al lado de la bandeja, había también una caja de chocolatinas, bien provista, con una tarjeta autógrafa de la reverenda madre superiora.

Don Mario era párroco de una aldea cercana. Un puñado de casas. Doscientas almas en total. Y los pecados de los parroquianos le concedían tiempo su­ficiente para ocuparse también de los pecados de las monjas.

Un sacerdote apacible, que no había perdido el trato con los libros de teología. Y sobre todo, dispo­nía de notables reservas de paciencia. Lo cual siempre resultaba útil.

También aquel día respondió al saludo devotí­simo de la portera: «Ave María purísima». Se bebió

37

el acostumbrado refresco, dejando sobre la acostum­brada bandeja la acostumbrada servilleta inmaculada y se dispuso a escuchar los acostumbrados pecados.

Se dejó hundir en el sillón, abrió la puertecilla, puso la oreja derecha junto a la rejilla y conectó con la conciencia de la reverenda madre superiora.

Las monjas iban pasando una tras otra a aquel oscuro cuartucho separado de la sacristía por un muro espeso —«el muro del arrepentimiento», lo llamaba en broma don Mario—, en cuyo centro se abría un ventanuco cuadrado, encargado de dejar pasar, alter­nativamente, los pecados de la reverenda penitente, los consejos paternales del confesor, el dolor de la monja y la absolución del sacerdote.

Y después de haber dejado filtrar fielmente el con­tenido de la conciencia de la reverenda madre supe­riora, de sor María Rosa, de sor Lidia, de sor Josefina, de sor Judit, de sor Alejandra, de sor Federica, de sor Cecilia, de las dos monjas de la cocina, seguidas por las tres de la lavandería y de las dos de la adminis­tración, el ventanuco cuadrado quedó a disposición de la conciencia de sor Clara. Entretanto sor Victo-rina esperaba su propio turno en la capilla, haciendo compañía al Señor con gestos de asentimiento (real­mente demasiado amplios, para que no se insinuase la duda de si sor Victorina se encontraba en el huerto de los Olivos, junto a los tres apóstoles predilectos ...y dormilones).

—Padre, bendígame porque he pecado. En esta semana he tenido muchas distracciones durante las prácticas de piedad y...

— ...me he dejado vencer por el sueño durante la meditación de la mañana—, completó oportunamente don Mario.

¿Qué estaba pasando? ¿Se había estropeado el ventanuco? ¿O se había estropeado el confesor?

Sor Clara se quedó con la boca abierta, llena de

38

confusión. De todos modos, logró recuperarse. Y siguió con un hilo de voz incierta, como quien camina temblando, vacilante, por un corredor oscuro, des­pués de haber oído un ruido sospechoso, o entre­visto una sombra.

—He murmurado y he perdido también... —...la paciencia con mis superiores. Sor Clara quiso hacer un último intento, con la

absurda esperanza de que se tratase de una equivo­cación:

—He faltado a la modestia... — ...con los ojos, pero sin malicia. Ya no había duda. Algo funcionaba mal. Algo

andaba estropeado en el ventanuco. Se invertían las las partes, se mezclaban, se confundían, creando una gran confusión, al menos en esta parte de la rejilla.

Sor Clara balbuceó: —He descuidado... —...la oración personal. —Me acuso además... —...de haber faltado al silencio... —Y de haber servido de... —...escándalo a las demás hermanas con mis im­

perfecciones a la observancia de la santa regla. Sor Clara se dejaba desahogar: —Me acuso finalmente... —...de no haber combatido bastante contra mi

defecto predominante... Basta, hija. Es inútil conti­nuar. ¿No te das cuenta de que conozco yo mejor que tú tus miserias? ¡Las he oído tantas veces! Y no me interesan. Como tampoco le interesan al Señor, cré­eme. El Señor quiere escuchar de ti otros pecados, mucho más importantes, y que tienes escondidos cui­dadosamente, cerrados bajo llave, quién sabe dónde.

Sor Clara, de la otra parte del muro, se sentía des­fallecer. Tenía la cara ardiendo, no creía en sus pro­pios oídos, no comprendía lo que pasaba. El confesor tan paciente, tan manso, el bueno de don Mario es­taba perdiendo los estribos.

39

—Le aseguro, padre..., Dios me ve... —...Y yo te escucho. Mejor dicho no te escucho,

no oigo lo que quisiera, lo que siempre he estado es­perando durante tantos años, desde que vengo a con­fesar... ¡qué desengaño! Siempre el mismo programa desde este agujero, todos los jueves. Pero las noticias, aunque no sean unas noticias muy consoladoras, que me interesan, que le interesan al Señor...

—No entiendo, padre... —Naturalmente; sabes demasiadas cosas y no en­

tiendes nada. No comprendes lo esencial. —Usted me confunde... — ¡Ojalá sea así! Escucha, hija, ¿haces examen de

conciencia? ¿tomas en tus manos tu alma, tu vida, y la escuadriñas a conciencia, sin piedad, incluso en los rincones más escondidos?

—Ciertamente, padre. Al menos hago todo lo po­sible.

—No lo dudo. ¡Se hacen tantas cosas! Se hacen incluso cosas para no hacerlas. Para no hacerlas como

.es debido, desde luego. Escucha: ¿qué es lo que sacas de ese examen de conciencia? ¿los pecados verdaderos, auténticos, o más bien los sustitutivos del pecado ? Sí, porque existen pecados genuinos y pecados sustitu­tivos. Aunque no hablen de ellos los libros de teolo­gía moral. Lo mismo que existen pecados fáciles y pecados difíciles. Y tampoco esto está en los libros de teología moral, pero no importa. Y a fuerza de con­tentarse uno con los pecados disimulados, con los pe­cados fáciles, termina construyendo, incluso en la confesión, un monumento a su propia mediocridad. Y la santidad se queda en los ... nichos, que, por lo demás, están todos ocupados.

—Padre, tengo tal jaleo en la cabeza... —No te preocupes, hija, más vale la confusión que

tener la cabeza vacía. De todos modos, las cosas son más claras de lo que tú te crees. Mira, esta vez haré yo la confesión en tu lugar sirviéndome de tus mismas

40

expresiones. Solamente, ¿cómo decirlo?, dándole un poco la vuelta en ciertos casos... Fíjate, vamos a se­guir tu mismo orden. ¿Me permites?

— Sí, padre.

- —Está bien. Primero. He tenido demasiadas dis­tracciones fuera de la oración. He estado distraída en el locutorio, en el corredor, en la clase, en el recreo. He estado distraída, y por eso no me he dado cuenta de la presencia del Señor en el niño que lloraba, en aquella mamá que me iba recitando el rosario de sus propias calamidades, en aquel pobre que me ha cau­sado repugnancia cuando pasé a su lado, en aquella hermana quejicosa, en aquella mujer que viene a ayudarme en la cocina, en aquel trabajo molesto, en aquella cruz que no me esperaba (Cristo, hija mía, se puede encontrar fácilmente en la iglesia..., pero fue­ra... ¡cuántas citas perdidas..!).

Segundo. He murmurado demasiado poco y he per­dido muy pocas veces la paciencia conmigo misma. Con mis debilidades, con mis defectos. Me estoy con­tentando fácilmente con lo que soy. Me estoy adap­tando a mi mediocridad. No he tenido ni una sola reacción violenta, ni una sola sacudida; nunca me he enfadado de verdad, ni he reaccionado contra mi vida gris e insignificante, ni una sola vez me he revuelto contra este cómodo vaivén que me adormece. No tengo ánimos para murmurar, para criticar severa­mente, para rebelarme contra mi tácita renuncia a la santidad.

Tercero. He tenido los ojos demasiado cerrados (meditación aparte). No he tenido fuerzas para abrirlos a la realidad molesta. No he tenido ánimos para ha­cérmelos quemar con las miserias ajenas. El hambre. La violencia desencadenada. Los cuerpos quemados por el napalm. Las injusticias cometidas incluso por muchos cristianos. El exterminio sistemático de tribus

41

enteras de la América latina. El desempleo. La deses­peración de tanta gente. Y además, los sufrimientos, los desengaños, los cien pequeños dramas de los que me rodean.

Cuarto. He rezado demasiado. Demasiado fácil­mente. Con excesiva ligereza. Dejando que las pala­bras anticipasen e incluso sustituyesen al corazón. Me he atrevido a decir demasiadas veces: «Padre nuestro», sin preocuparme antes de sentir, de crear, de vivir ver­daderamente la hermandad con todos mis semejantes.

He recurrido con excesiva precipitación a la ora­ción. O sea, he despertado demasiado pronto al Se­ñor, que duerme sobre la barca, sin haber procurado poner antes en su lugar las cosas que andaban des­quiciadas. La oración se ha convertido, de esta manera, en una excusa cómoda para mi pereza, en una nega­tiva tácita a enfrentarme con mi duro «oficio» humano.

He rezado más para obtener lo que quiero yo, que para hacer lo que quiere el Señor.

Quinto. He amado demasiado el silencio. Incluso cuando debería haber podido y debido hablar. He ha­blado mal de Dios, sin calor, sin convicción, más por costumbre que por una irresistible urgencia interior.

Sobre todo he hablado demasiado poco con la vida.

He gastado demasiadas palabras y he hablado de manera demasiado avara con los hechos.

Sexto. Me acuso además de no haber escandali­zado bastante a las otras hermanas con mi fe que de­biera trasportar las montañas y que no transporta nada, con mi santidad que no se ve, no porque esté escondida, sino porque no existe, con mis locuras evangélicas que siguen indefectiblemente ahogadas en un mar de falsas vivencias y de poco sentido común.

Esa falta de escándalo (¡obligatorio!) por falta de fe, santidad y locura.

42

Séptimo. Finalmente me acuso de haber comba­tido demasiado contra mi defecto predominante y de haber olvidado con ello el combate por la virtud predominante. O sea, por la caridad. Por eso he te­nido la ilusión de que avanzaba en el camino de la virtud... y me he alejado de Dios que es amor.

Ya es bastante, hija mía. ¿No te parece? — Sí, padre, si usted lo cree... —Y ahora te doy la absolución por los pecados

que has confesado tú. Y sobre todo, por los que he confesado yo.

—Gracias, padre. Sor Clara se acercó titubeando y llamó enérgica­

mente a las espaldas de sor Victorina, la cual evidente­mente continuaba haciendo compañía a Jesús. En Getsemaní.

Le hubiera gustado avisarle: —Tenga usted cuidado, que hoy el confesor está

estropeado. Pero sor Victorina, restregándose los ojos, había

entrado ya en el cuarto oscuro y estaba estableciendo contacto, a través de ventanuco cuadrado, entre su propia conciencia y los oídos de don Mario.

A sor Clara le bastaron cinco minutos, arrodillada en el banco, con la cabeza entre las manos, para orde­nar sus ideas.

Al final, le hubiera gustado ir a anunciar a la reve­renda madre superiora,

a sor María Rosa, a sor Lidia, a sor Josefina a sor Judit, a sor Alejandra, a sor Federica, a sor Cecilia, a las dos monjas de la cocina, a las tres de la lavandería, a las dos de la administración:

43

—¡Don Mario, el confesor, está estropeado! Pero precisamente por eso he sido capaz de «arreglar» mi vida.

Seguramente habrían dicho que estaba loca. Pero ella se hubiera puesto muy contenta. El jue­

ves habría tenido un pecado menos que confesar.

44

4 CREER EN LA FE

Del diario de sor Inés

Para mí, uno de los síntomas más estremecedores de la actual «crisis de fe» (una fórmula, por lo demás, que hay que usar con mucha cautela: ¿qué «fe» es la que está en juego? ¿la fe auténtica, o una idea, una re­presentación abusiva de la fe?) es que no se cree bastante en la fe.

No se trata de una paradoja. Creemos en todas las «verdades de fe». Creemos en muchas cosas. Pero, realmente, creemos demasiado poco en la fe. Quiero decir, en la fuerza de expansión, en el poder de seduc­ción de la fe.

Intentamos ayudarla con medios, con muletas que la sostengan.

Nos afanamos, quizás, por difundirla con técni­cas copiadas sin reparo alguno de la publicidad. Y pensamos que de esta manera le hacemos un buen servicio.

Creemos más en los argumentos y en las demostra­ciones de las verdades de la fe, que en la fuerza de la fe en sí misma, pura y sencilla.

Sin embargo, el único «medio» apto para difundir la fe es la fe misma; la fe vivida, como es lógico.

Más que los argumentos que la sostienen, es la fe misma la que constituye el argumento principal, irresistible.

45

La fe es el único milagro capaz de asombrar toda­vía a nuestro mundo distraído y desencantado.

Se ha dicho: «Después de haber visto a un santo es difícil no creer». Pero el santo es, precisamente, uno que vive de la fe, no de las palabras.

La fe pertenece al campo de la vida. Y la vida se transmite —es una ley de la naturaleza— solamente con la vida. No con las palabras. No con las demos­traciones. No con los libros.

El que vive de la fe, hará vivir también a los demás.

Y añadiría: la fe se transmite por contagio. Para que una fe sea auténtica, debe ser contagiosa (o sea, una especie de «santa calamidad» pública). Tiene que poseer una fuerza irresistible de seducción.

Y entonces se comprende cómo el verdadero drama, la verdadera crisis que debe preocuparnos no es que se pueda «perder la fe». Sino que nuestra fe no sea contagiosa.

Solamente hay un peligro, gravísimo, para la fe: que sea insignificante. Que no haga daño.

46

5 UN INCIDENTE EN LA CLASE

Sor Juliana, maestra elemental, subió a la cátedra, sin temor alguno, a pesar de su edad tan joven. Des­envuelta, segura de sí, preparadísima.

Los libros los había estudiado al dedillo, se los conocía hasta el último detalle. Había preparado los tratados en serio. No le gustaban las aproximaciones, el poco más o menos, la superficialidad, el empirismo, todos esos males que no resultan ni mucho menos imaginarios en nuestra escuela.

Así, se acercó a la cátedra en la escuela de Val-perdiz como si estuviera diciendo: «¡Ahora os voy a demostrar que valgo!» Y de esa su excepcional va­lía se darían pronto cuenta los alumnos, los padres de los alumnos, el inspector de primaria. Y hasta las otras hermanas, colegas de enseñanza, con muchos años de experiencia a las espaldas, tendrían que ad­mitir —aunque fuera a regañadientes— que aque­lla joven maestra sabía 'lo que se hacía. ¡No faltaba rnás! A sor Juliana no le cabía la menor duda.

Subir a la cátedra era algo bien fácil. Bastaba con tener un diploma.

Pero una vez en la cátedra, se encuentra uno ante un pelotón de alumnos de carne y hueso. O sea, no unos niños analizados científicamente, casi vivisec-cionados, en los severos tratados de psicología, ni tampoco unos chavales aprisionados en las redes infalibles de los solemnes textos de pedagogía.

47

Muñecos de carne y hueso, embutidos en unos bancos reales, inquietos y movedizos. Títeres dotados de inteligencia, voluntad, y... uñas negras. Monigotes compuestos de alma, cuerpo y travesuras. Pequeños «animales racionales» con los dedos metidos en la nariz e incluso, en una fase más evolucionada, en el tintero.

Y ya sabemos cómo van las cosas. Incluso para una monja.

Hay que abandonar los tonos magistrales, la ca­beza alta, el pecho erguido, el diploma en un bolsillo y «el escolar» en el otro.

El diploma tiene que acabar en el cajón. Y por lo que se refiere al alumno, que siga en el

bolsillo. Lo hemos colocado magníficamente. No tiene ningún secreto para nosotros. La psicología lo ha demostrado pieza a pieza. Tenemos el esquema ante los ojos. Se nos ha hecho ver su funcionamiento. La mar de sencillo.

Por lo que atañe a la educación del muchacho, no existe más que el embarazo de la elección: Sócra­tes y Lambruschini, Platón y Rousseau, san Agus­tín y Pestalozzi, Locke y Froebel, Dévaud y Montes-sori han elaborado un montón de teorías. Basta con poner determinados ingredientes y saldrá un producto perfectamente confeccionado.

La didáctica, a base de exprimirnos el cerebro, nos ha proporcionado algunos métodos muy al día. Con la aplicación de esas fórmulas estamos convenci­dos de que la enseñanza será asunto de coser y cantar.

Conocemos todo lo del niño. Sabemos hasta cómo tendremos que comportarnos cuando el pequeño, además del cartapacio, traiga a la escuela la tosferina o la escarlatina.

Lo dicho: tenemos al «escolar» en el bolsillo. Y luego, se llega a un Valperdiz cualquiera. Y,

si tenemos la mollera en su sitio, después de algunas horas nos damos cuenta de que algo no va, no funcio-

48

na según estaba previsto. Ha tenido que haber algún error.

Por ejemplo, aquel mequetrefe que se mueve en el primer banco no es igual al que tenemos en el bol­sillo. Ni tampoco aquel pepón del fondo, a quien na­die gana en el juego de bolas, pero que no sabe qué hacerse con los acentos y que tiene una enemistad personal con la «hache», y que en compensación no soluciona ni un problema y comete errores de a metro en la lectura. Y aquel rubiales de junto a la ventana, que maltrata el cuaderno durante una hora, y que pa­rece que va a dar a luz un nuevo Quijote, y luego pre­senta su obra maestra brevísima, concisa: «A mí me gusta ir a pescar al lago con mi papá». Ni tampoco el hijo de la panadera que está riñendo continuamente con el hijo del sastre y que, cuando se le pregunta sobre las plantas de hoja perenne, anuncia triunfal-mente: «Las plantas de hoja perenne son el pino, el abeto y la lechuga».

Sí, hay algo que no va, que no funciona. Hay una distancia inmensa entre el alumno que estudia en los libros y aquellos otros de carne y hueso, que están sentados en esos bancos. La distancia de la realidad.

En clase se han olvidado de proporcionarnos la única definición humilde y por eso mismo aceptable: el niño, esa cosa desconcertante.

Basta cualquier cosa, un plumín roto, una mosca en el tintero, un estornudo, para desencadenar la hi­laridad general, para echar por tierra todos los mo­dernísimos métodos didácticos.

Hemos señalado escrupulosamente las «recetas»: todos los ingredientes aplicados en el momento opor­tuno. Y nos ha salido un enorme mamarracho.

Y hasta la higiene nos traiciona. Aquellas manchas que aparecen en el brazo de Carlos, ¿son una señal de escarlatina o bien la huella de una fantástica ex­cursión entre las fresas?

En una palabra, ¿dónde ha ido a parar el «escolar»

49 4

que teníamos en el bolsillo con tanta ingenuidad? Se nos ha escapado por todas partes.

Los alumnos de carne y hueso, nervios, uñas ne­gras, caprichos, pelos desordenados, impulsos in­sospechados, dedos en la nariz, manchas en el cua­derno, embutidos en los bancos, parecen reírse de Sócrates, Lambruschini, Pestalozzi y compañía.

Es lo que sucede en Valperdiz. Y es lo que sucede en todas las escuelas del mundo. No hay que asustarse. Al contrario, hemos de ale­

grarnos. De lo contrario, la escuela se convertiría en un almacén en donde entran sacos vacíos, y salen —si no hay agujeros— sacos llenos. La escuela se transformaría en un laboratorio aséptico y en una escuálida cadena de montaje.

A sor Juliana no le faltaba ciertamente la inteli­gencia. Desde los primeros días se había dado cuenta de que había algo que no encajaba con toda la pre­cisión que le habían garantizado los expertos. Más aún, se advertían desfaces notables.

Pero no quería rendirse. Le resultaba difícil ad­mitir que el «método» tan perfeccionado, tan moder­nizado, no admitía suficientes garantías de éxito. Ex­perimentaba cierta repugnancia al tener que admitir que los chavales no se parecían mucho, regularmente, a los niños de las páginas de sus libros.

Fue necesario un pequeño incidente para que se declarase vencida.

Entre tanto, había tenido lugar la visita del ins­pector, que había definido aquella escuela como «un modelo de armoniosa actividad, de espontaneidad y de disciplina».

Pero sor Juliana estaba siempre insatisfecha. Subía a la cátedra cada vez menos segura de sí

misma. Más aún, los últimos días se había sentido terriblemente desconcertada.

El incidente sucedió una mañana del mes de mayo.

50

Fuera, la primavera extendía su repertorio más sugestivo. Las golondrinas se volvían locas. Las mi­radas de los chiquillos, más que hacia la pizarra, se dirigían fuera de las ventanas: era necesario —cada diez minutos— reclamar severamente la atención de los alumnos para poder seguir la clase decentemente.

Más aún, aquella mañana, además de los ojos, también los oídos de los niños se sentían atraídos más allá de las ventanas de la escuela.

¡Qué caramba! Habían llegado las «barracas» para las ferias del pueblo.

Sor Juliana empezó con la lección de religión. Se había preparado a conciencia, como de ordi­

nario. Frecuentemente había sostenido, en las discu­siones con las demás hermanas, la tesis de que la lec­ción de catecismo es la más difícil y comprometida. Y que solamente una ligereza inexcusable nos hace creer que podemos salir adelante sin muchas dificul­tades y sin una preparación específica de estas lecciones.

Por su parte, sor Juliana se había inventado un método «sumamente eficaz», en relación con las tres facultades del alma, cuya manifestación tiene lugar en este orden: conocimiento sensible, razón y vo­luntad.

Por eso la lección estaba articulada en un esquema bien preciso: exposición, esto es, creación de la base sensible; explicación, esto es, acentuación del elemen­to intelectual; aplicación, esto es, búsqueda de la re­lación con la vida.

También aquella mañana parecía que el método funcionaba a la perfección, a pesar de las dificultades del tema: el cielo y el infierno.

Sor Juliana había empleado para la primera fase la pizarra. Sus dibujos hacían suscitar, de vez en cuan­do, un ¡oh! de admiración en la boca de sus alumnos. Esta vez había dibujado en camino amplio, bien som­breado, de bajada, que desembocaba en un abismo tremendo, en el que se vislumbraban terribles lenguas

51

de fuego. En la parte opuesta, un sendero tortuoso, áspero, difícil, desierto, que terminaba en un palacio encantado, rodeado de un parque grandioso.

También la segunda fase había transcurrido im­punemente.

El desastre tuvo lugar durante la fase de la «apli­cación», cuando la maestra se puso a precisar: «Va a terminar en el infierno el que hace..., el que co­mete..., el que se niega...».

La fase sucesiva «para ir al cielo se necesita...», fue interrumpida por la mano levantada de Paquito:

— ¡Pero hoy..., yo quiero ir al tiovivo! — ¡También yo!—: se asoció Pedrín inmediata­

mente. ¡Yo también! ¡Yo también! ¡Yo también! gri­taron a la par veinte voces.

Sor Juliana se quedó pálida. Miró, desconcertada, en dirección a la pizarra. En su dibujo, por desgracia, faltaba el camino que «interesaba» a aquellos moni­gotes. El camino que conduce al tiovivo.

Es curioso lo que me sucede. Después de haber leído centenares de páginas sobre los «intereses vi­tales del niño», me he quedado estupefacta, como si fuera una principiante. Creía que lo sabía todo sobre los intereses..., pero el interés por el tiovivo no estaba en los libros. Hay cosas que no me las han dicho en la escuela...

¿Por qué no he comprendido hasta ahora que la teoría no se suministra desde fuera como la medicina, sino que se infiltra a través de la inteligencia, de la sensibilidad, de la intuición, del corazón, esto es, a través de toda la persona del profesor?

«Se enseña no lo que se quiere, ni lo que se sabe, sino lo que se es». Una frase que he oído repetir mil veces. ¡Pero qué difícil resulta convencerse de que en la cátedra no basta con poner el peso de la propia cultura, sino que se necesita colocar el peso de la pro­pia persona!

52

No basta con que los niños aprenda». Tienen que aprenderme.

Desde entonces, sor Juliana se fue adentrando en el camino de la sinceridad. Una sinceridad despiadada consigo misma,' hasta llegar incluso a sentirse mal físicamente.

¡Cuántas confusiones! He confundido mi misión de profesora con la de

«domadora», armada de lápiz rojo y de... castigos. He confundido la obra educadora con el trabajo

de doma. Me he contentado con el funcionamiento, con la

disciplina, con el orden externo. Sin preocuparme de promover una íntima adhesión, un crecimiento in­terior de mis alumnos.

Estaba convencida de que subía a la cátedra sola­mente a dar, a enseñar. Y no sospechaba siquiera que existía un intercambio mutuo entre cátedra y bancos, una especie de «crecimiento» recíproco, entre maestra y alumnos. Se enseña y se aprende, se da y se recibe al mismo tiempo. Y se crece a la par.

La cátedra no es la sede del presidente del tribunal. Puede ser también el banquillo de los acusados. Y los chavales son los jueces más exigentes y más sinceros de mi vida. Sí. También de mi vocación. Cuando en la cátedra hay una monja, también la monja es «pe­sada». No puede librarse de un molesto examen. Tam­bién la monja tiene que aceptar el riesgo de ser juz­gada.

Pensándolo bien, los libros, el método, constituían una excusa que me dispensaba del coraje de amar de verdad. Los niños tienen que ser amados en serio-N o se contentan con un vago y equívoco sentimenta. lismo, ni con una genérica «simpatía» para con ellos.

Para ellos la maestra tiene que ser «la que ama». Sor Juliana llegó a clase con los ojos bajos. Se puso entre los bancos.

53

Fuera, la primavera seguía desplegando todo su repertorio.

Las golondrinas seguían volviéndose locas. Y además estaban las «barracas». Y dijo: —Ayer, en el dibujo de la pizarra me olvidé de

una cosa. Me equivoqué. Tenéis que perdonarme. No existe solamente el camino que lleva al infierno y el que conduce al cielo. Está también el camino que lleva al tiovivo. Y es un camino muy importante... Vamos a corregir el dibujo, que está equivocado. Me ayudaréis vosotros —que entendéis bien del asun­to— a trazar el camino que he olvidado. Veremos dónde debemos colocarlo. Lo buscaremos, y estu­diaremos juntos, porque yo todavía no sé donde co­locarlo... y nos daremos cuenta que también allí está Jesús esperándonos...

— ¿En el cielo? preguntó Mauro. —No. No solamente en la puerta del cielo. Tam­

bién al lado de las «barracas»... La atención de los chavales se había ido dirigiendo,

casi insensiblemente de la ventana a la maestra. Que temblaba, como en tiempo de exámenes.

Aquél era un verdadero examen. Un examen de reválida. Delante de veinte chavales. Y muy severos.

54

6 LA MONJA

ANTE EL TRIBUNAL Del diario de sor Inés

No sé si nos hemos planteado alguna vez, con suficiente seriedad y sobre todo con la intención de sacar unas cuantas consecuencias prácticas, ciertas pre­guntas que no nos resultan muy cómodas:

¿Cómo nos ven los demás? ¿Cómo nos juzgan? ¿Cómo les gustaría que fuésemos? ¿Qué defectos encuentran en nosotros? Me parece que no nos preocupamos mucho del

juicio de los demás. Como si tuviéramos miedo —a pesar de nuestras continuas profesiones de humi ldad-de enfrentarnos con un juicio inquietante ante un tri­bunal del que podríamos salir con los huesos rotos.

Es inútil que nos lamentemos de no ser compren­didas. Es pueril la postura de quien la emprende con­tra la cabeza dura y la insensibilidad ajena. Si los de­más no nos entienden, es solamente porque no hace­mos mucho por hacernos comprender.

La vida religiosa tiene que ser «signo». Pues bien, el signo es algo muy sencillo, muy evidente, intuitivo.

Un aviso en la carretera escrito en una lengua mis­teriosa puede ser todo lo exacto que se quiera. Pero no cumple con su misión de señal.

Un intento importante en este sentido me parece

55

que es la encuesta realizada por una religiosa francesa, sor María Villatte, publicada en el libro que tengo encima de la mesa en este momento: Les religieuses comment les voit-on?

Se trata de un estudio hecho entre las alumnas y las ex-alumnas de institutos religiosos de doce diócesis.

La edad de las personas entrevistadas varía entre los diecisiete y los treinta años.

La investigación se basa en una doble pregunta: ¿Por qué las muchachas de hoy sienten tan poco

atractivo por la vocación de religiosa de enseñanza? ¿Cómo podría la vida religiosa convertirse en signo

del reino para el mundo actual? Todas las respuestas me parecen sumamente sig­

nificativas. Algunas, en particular, resultan verdadera­mente notables y constructivas. En algunos puntos consiguen armonizarse de manera sorprendente con las exigencias expresadas en los documentos conci­liares.

De todos modos, es un trabajo que tiene el mérito indiscutible de registrar las reacciones de las jóvenes de hoy ante la vida religiosa, y más específicamente, ante la vocación de la enseñanza.

Me voy a limitar a referir algunas de las respuestas más estimulantes.

Entre los motivos que pueden frenar el deseo de hacerse monja, suelen enumerarse los siguientes:

— la vida religiosa en sí misma con sus duras exigencias;

— la mentalidad de las religiosas (atrofia de su personalidad, estrechez de sus horizontes mentales, su vida burgués y egoísta);

—el distanciamiento del mundo real; —el hábito religioso; -—contestación de la misma vida religiosa (falta

de autenticidad, eficacia y utilidad dudosa de las reli­giosas de enseñanza).

56

He aquí algunas de las observaciones a propósito del «distanciamiento del mundo real».

«Las monjas ven el mundo como en el cine, sobre una pantalla».

«No se dan cuenta de la intensidad de los hechos, porque no han tenido que hacer las cuentas, perso­nalmente, con ellos».

«El problema que hoy se plantea es, de manera muy simple, el saber si el modo de vivir de las monjas cuadra con los datos de la vida moderna. A esto tengo que responder que no. El mundo moderno está carac­terizado por un continuo progreso, búsqueda, evolu­ción en todos los sentidos. Pues bien, las instituciones monjiles son voluntariamente estacionarias desde el tiem­po de su fundación».

«Cuando uno emprende el camino de la santidad, no tiene derecho a mantenerse detrás, a quedarse en la retaguardia, a hacerse arrastrar. Hay que ser pre­cursores».

Dos defectos fundamentales se achacan a las es­tructuras actuales de la vida religiosa:

i. despersonalizar a los miembros de la comuni­dad;

2. separarlos del mundo exterior, aislándolos en un ambiente cerrado en sí mismo.

Por eso se rechazan claramente dos tipos de monjas: — la «monja buena», infantil y sin personalidad; — «el ser aparte», cuya existencia es ficticia y fuera

de la realidad. De todas las respuestas se deduce un tema domi­

nante: la consagración no debería transformar a la monja en una «separada», sino hacerla más cercana a los demás, atenta a sus dificultades (que debería conocer para poder compartirlas), abierta a todo lo que le interesa.

El «ser aparte» se convierte en el blanco de los tiros más frecuentes que disparan las muchachas. «Nun-

57

ca me he acercado a una religiosa, porque me parecía un ser aparte, incapaz de comprender mis dificultades». «Aislada tras un muro infranqueable». '(Responde siem­pre con fórmulas más o menos vagas, más o menos piadosas». «Una compostura artificial». «Las relacio­nes con ellas no son naturales». «No son verdaderas».

En todos estos casos se denuncia un hecho gra­vísimo: el individuo que queda absorbido por el papel, por la función, incluso por el hábito. Desapa­rece la persona y queda solamente el escuálido fun­cionario.

Todavía se desecha con mayor dureza otra imagen deformadora de la monja: la de la monja moralista.

Viene descrita de esta manera: «impasible», «im­perturbable siempre en su hábito de santidad», «juz­ga al mundo sin conocerlo», «pronuncia innumera­bles condenaciones en la moral», «parece un catecismo ambulante», «su moral está hecha de prohibiciones», «considera como chica perdida a la que ha visto ha­blando en la calle con un muchacho», «condena por sistema las novedades», «no respeta la libertad de opinión de los demás, sino que quiere imponer siem­pre sus propias ideas», «está especializada en dar con­sejos, en echar sermones», «toma decisiones en lu-lugar de una», «no es posible discutir con ella obje­tivamente», «se conoce ya de antemano su respuesta».

Se trata evidentemente de exageraciones. Es un lenguaje despiadado, a veces injusto. Pero del des­precio de estas imágenes deformadas de la monja («monja buena», «el ser aparte», la moralista), se des­prende la exigencia esencial de las alumnas: no pue­den admitir que una mujer consagrada, por el hecho mismo de su consagración, se sienta distinta, separada, rehuyendo los sentimientos y las actividades que po­drían traducir su personalidad peculiar.

Para estas jóvenes la religiosa ideal es la que ha logrado integrar perfectamente todos los valores, hu­manos y cristianos; la que ha sabido preservar su pro-

58

pia individualidad. De ella se espera no una «función», sino la comunicación de su mismo ser.

Una de las palabras que se leen con mayor frecuen­cia en las respuestas del cuestionario es «alegría». Bastará con una sola cita. «El primer testimonio de una religiosa lograda es la alegría».

Con las distintas exigencias indicadas ha sido po­sible construir la imagen de la religiosa ideal, al me­nos en sus rasgos esenciales. Hela aquí: «Es una monja con la personalidad desarrollada y la afectividad equi­librada. Su fe ha unificado todo su ser y la ha acer­cado a los demás, haciéndola atenta a sus dificultades, presente en el mundo actual. Es tanto más humana y tanto más mujer cuanto más vive en Dios por en­cima de todo».

Me parece especialmente interesante esta última observación: el vivir de Dios, el estar consagrada, tiene que hacer a una criatura más humana y más mujer. Y esto, hemos de reconocerlo, no siempre sucede así...

He aquí el testimonio de una muchacha a pro­pósito de la tensión obediencia-libertad:

«Me parece que cuanto más libertad haya en la vida religiosa, tanto más obediencia habrá, tanto más se cumplirá con gozo».

Finalmente, a propósito de la castidad, se puede ver cómo la idea de la entrega total a Dios y a Cristo está acompañada por la idea de fecundidad, de aper­tura a los demás, de un amor más amplio, de una ma­yor disponibilidad.

Precisamente porque se aprecia un estrecho vínculo de estas dos ideas, se siente el escándalo de ver cómo en ciertas monjas el voto de castidad «estrecha el co­razón».

«Me gustaría ver a las religiosas más maternales, menos tacañas, menos avaras en manifestar su afecto, sin caer sin embargo en el sentimentalismo. Sufre

59

una al ver a esas mujeres —que tienen a veces la edad de nuestras madres— cómo se muestran tan poco piadosas».

Por el contrario, he aquí cómo expresa otra el misterio característico de la virginidad consagrada. Se citan algunos casos de «religiosas bien logradas», y se añade:

«Al tomar el hábito, no perdió ninguna de sus cualidades de mujer ni de sus sentimientos»;

«Ama a las personas, no por obligación, sino por sí mismas»;

«Toca los temas más delicados como una madre con su propia hija»;

«Es capaz de alegrarse con las cosas humanas». No queda mucho que añadir. Quizás haya mucho que meditar.

60

7 LAS COLUMNAS

Fue una fiesta memorable. Ecce sacerdos magnas. ¡También usted, profesor..., qué honor! ¡Eminencia reverendísima! ¡En mi calidad de... (el flash de los fotógrafos), le ruego, excelencia...! El cronista en­cargado de apuntar las personalidades. Hay un tele­grama de parte de...; el timbre de la calle; la sacris­tana a punto de desmayarse; la portera que no sabe qué hacer en medio de aquel jaleo; la reverendísima madre que distribuye inclinaciones de cabeza casi automáticamente a todos, e incluso una —frenada sólo a la mitad— ante su propia secretaria que le viene a anunciar la llegada del gobernador.

Un cardenal, tres obispos, el telegrama del santo padre, media docena de monseñores, un subsecreta­rio, tres diputados, la serie de bienhechores, las ex-alumnas, las familias más «cercanas» al Instituto, per­sonalidades variadas, el alcalde, el gobernador, al­gunos uniformes militares, una veintena (al menos) de talares, sin contar los clergyman (aunque, en esta oca­sión podrían haberse puesto la sotana que es mucho más decorosa: observó sor Rosario), y una pinto­resca variedad de hábitos monjiles.

Un marco imponente, tal como requería la impor­tancia del acontecimiento: bendición de la nueva iglesia («muy hermosa, a un justo medio entre lo moderno y lo antiguo»: comentó su eminencia), e

61

naugu ración de la nueva ala del convento (oficinas, salón de reuniones y las clases «concebidas según las más avanzadas técnicas sugeridas por la didáctica», aprobó el inspector).

Saldría un elegante «número único». Papel de lujo, numerosas fotografías, el telegrama

del santo padre en primera página, luego el retrato de la fundadora a la derecha, y la imagen de su eminen­cia a la izquierda. Se ocuparla de él sor Angélica, poetisa, pintora, escritora oficial del Instituto.

«Una jornada memorable», escribía sor Angélica. Una jornada distinta de las demás.

Solamente para tres monjas era una jornada com­pletamente igual a todas las restantes. Esto es, prece­dida por largas horas de insomnio, luego la comunión traída por el capellán, luego un montón de horas rellenas con algún que otro rosario y los acostum­brados dolores, finalmente la conclusión que variaba sensiblemente: unas veces a las diez, otras a media noche, e incluso a las dos. Lo mismo que ayer, lo mis­mo que el mes pasado, lo mismo que hace dos años.

Habitaban en el rincón designado con el nombre de «enfermería».

Tres pequeñas habitaciones. Una frente a otra. Sor Luisa, sor Teresa, sor Cecilia. Nadie sabía con precisión cuánto tiempo hacía que estaban enfermas. Las hermanas más jóvenes las habían visto siempre en cama.

Tres fichas clínicas. El médico había escrito allí unas cuantas palabras abstrusas. Para sor Luisa: pa­narteritis nudosa. Que la interesada traducía sencilla­mente: violentos dolores en las piernas.

Para sor Teresa: neuralgia al trigémino y, como si no bastase, cardiopatia crónica.

Para sor Cecilia: mielitis funicular. Pero ella sa­bia solamente que estaba paralizada en la mitad in­ferior del cuerpo y que sentía tremendos dolores y las sensaciones más contradictorias: en ciertos momentos

62

la parecía que estaba cerrada en un frigorífico, e in­mediatamente después tenía la impresión de verse metida en una bañera de agua hirviendo.

La iglesia presentaba un aspecto formidable. Las autoridades puestas en fila en los primeros bancos. No faltaba nadie. El cronista del periódico católico estaba seguro de tener en la libreta la lista completa de personalidades presentes. Pero nadie había pen­sado en avisarle de que faltaban tres nombres. Tres nombres de monjas sin importancia, que eran las co­lumnas de la casa. Tres nombres de monjas insigni­ficantes, que eran las criaturas que «contaban» verda­deramente en el Instituto (en la vida religiosa, como en todo el evangelio, son frecuentes estos trueques de posición, que ningún cronista celoso, aunque sea de un periódico católico, es capaz de percibir). Tres monjas para las cuales aquella había sido una jor­nada como todas las demás.

Las llamaban «buzón de recomendaciones», o bien «buzón de milagros». Para cualquier necesidad, bas­taba con llamar a una de aquellas tres puertas.

—Sor Teresa, me encomiendo a sus oraciones... —Escuche, sor Cecilia, hay un sacerdote... —He venido a pedirle un favor, sor Luisa. La

mamá de una alumna mía... Crisis, desgracias, situaciones desesperadas, nece­

sidades de toda clase —desde el éxito en los exámenes para conducir, hasta una grave decisión vocacional:— bastaba con dirigirse al «buzón de recomendaciones» o penetrar furtivamente en el «buzón de milagros». Se podía contar con la mielitis funicular de sor Cecilia, o con la panarteritis nudosa de sor Luisa, o con la neuralgia al trigémino de sor Teresa.

En aquellas extraordinarias cajas fuertes había siempre algo. Las reservas no se agotaban jamás. Había abundancia de dolores en las piernas, dolores de cabeza, sufrimientos tremendos; montones enor­mes de horas de insomnio; capitales de silencio;

63

tesoros inmensos de paciencia. Y habla tres cajas fuertes abiertas a disposición de todo el mundo.

La espiritualidad de sor Teresa era sencillísima. Varias veces la había explicado ella misma. Decía:

Dios es omnipotente. Y yo no sirvo para nada. Dios lo sabe todo. Y yo soy una ignorante. Dios es dueño del universo. Y yo soy una pobre

monja. Dios no tiene dolor de cabeza. Mientras que yo lo

tengo en abundancia. Y mi dolor de cabeza le puede servir.

A sor Cecilia le bastaba con la imagen del cru­cifijo. Toda su espiritualidad partía de allí. Y las con­sideraciones que se hacía eran perfectamente lógicas:

Cristo tiene los brazos clavados. Pero abraza a todo el mundo. No excluye a nadie de la gracia de su misericordia.

Cristo tiene los pies clavados. Pero camina por todos los rincones del mundo llevando la salvación.

También yo, salvando las diferencias, pensaba sor Cecilia, me encuentro en la misma situación. Es­toy clavada aquí. Pero me parece que no excluyo a nadie de mi amor. Estoy segura de caminar, de re­correr todo el mundo, de estar presente en todas partes, de participar en todas las miserias y nece­sidades...

Una mañana sor Luisa había llamado al sacerdote a toda costa, a pesar de no ser día de confesiones:

—Me acuso de haber perdido la paciencia, de ha­berme lamentado con el Señor y de haber dado es­cándalo...

—¿Qué ha pasado? —Escuche, esta mañana a una hermana joven,

que me preguntaba cómo estaba, le dije: «Tendría usted que probarlo».

64

—¿Y luego? —Luego, nada más. —¿Eso es todo...? —Sí. ¿Me da la absolución?

Durante la visita a los nuevos locales, el arqui­tecto fue el centro de la atención y de las felicitacio­nes de todos. En cada sala el grupo de las autorida­des le rodeaba; y él explicaba, ilustraba, ponía de re­lieve, documentaba: cemento armado, solidez, paredes maestras, soluciones audaces: eran los términos usa­dos con mayor frecuencia. Y todos se lo creen. A na­die se le ocurría dudar de que la solidez de la casa se debía a tres débiles y atormentadas columnas, que estaban allá arriba en la enfermería.

Y terminó la jornada «distinta a las demás». Para las tres monjas terminará un poco más tarde:

a las once, a media noche o quizás a las tres de la madrugada.

Finalmente, todo el convento se ha hundido en la obscuridad. Se advierte, casi palpable, un clima de cansancio, de pesadez.

De pronto, poco antes de medianoche, se enciende una luz allá arriba, en la enfermería. La habitación de sor Cecilia.

Poco después se enciende también la luz de la her­mana enfermera.

Luego la de la superiora. Luego la del capellán. Por fin la de la portería, unos instantes antes de

que se abra para que pase el coche del médico. Entre tanto, se advierte por aquí y por allá algún

ruido extraño. Parece que proviene de las clases re­cién terminadas. O quizás del moderno salón de reu­niones. Pero nadie se fija en ello. Todos los que es­tán despiertos a aquella hora se dirigen apresurada­mente a la enfermería, que está en la parte opuesta.

«Te recomiendo a Dios omnipotente, carísima

5 65

hermana, y te pongo en sus manos como criatura suya...». Es la primera vez que se intercambian los papeles. Son lo demás, finalmente, los que «reco­miendan» a sor Cecilia. Una modesta restitución.

«Cuando tu alma salga del cuerpo, venga a tu encuentro el espléndido coro de los ángeles...».

Los ruidos se hacen más insistentes; ahora tiene lugar un ligero desprendimiento, como si cayese una granizada de piedrecitas.

«Reconoce, Señor, a esta criatura tuya...» ¡Oh!, será un «reconocimiento» sumamente fácil, natural. No hay duda alguna.

Una vez salido el capellán, la superiora empieza la letanía de los santos.

Santa María, ruega por ella. Vosotras todas, santas vírgenes y viudas, rogad... La respuesta muere en la boca de los presentes.

Al mismo tiempo que la última respiración de sor Cecilia.

Un instante de silencio. Luego la superiora com­pleta la invocación con voz firme:

— ...¡Rogadpor nosotras! (Luego no sabrá explicar si aquello fue un error voluntario, o no).

Por el corredor semioscuro se advierte una especie de terremoto.

La superiora, bajando las escaleras, se cruza con la ecónoma que le grita:

—¡Ha sucedido un desastre!.. ¡Una cosa terrible!.. ¡Se ha hundido la parte nueva!

— ¡Dios mío!.. Hay que hacer algo... Hay que te­lefonear al arquitecto... ¡De prisa!

Pero se recupera enseguida: —No, ¡dejarlo estar! ¿Qué importa el arquitecto?

66

8 LA TELA DE LA CASTIDAD

Del diario de sor Inés

Cuando la incomprensión, los equívocos más gro­seros, las adulteraciones más desastrosas son pro­vocadas por mis hermanas, entonces la desilusión es tremenda. Se experimenta un sentimiento de amar­gura, de humillación. Como uno que hubiera sido ofendido en su afecto más profundo. Y no queda más salida que el llanto.

Sucedió hoy en una discusión con sor Emilia. Todos los problemas, según ella, se reducen a la

necesidad de «una mayor compostura religiosa». Nunca he conseguido que aceptase la idea de que más importante que «defender» es «atacar». Y si el corazón no funciona, todo lo demás no sirve para nada.

Así, pues, hoy me he dejado enredar en la ené­sima discusión con sor Emilia.

Indiqué, con mucha discreción, según creo, la oportunidad de hacer desaparecer cierto indumento, molesto, inútil. Podría sustituirlo muy bien otro más práctico. Por lo demás, se vería notablemente alige­rado el trabajo del guardarropa.

Sor Emilia se metió furiosamente conmigo: —Usted puede decir lo que quiera. Pero ese in­

dumento no se toca. Lo hemos llevado siempre... Procuré mantenerme en calma y logré incluso

citar el Perfectae caritatis: el hábito religioso tiene que «...responder a las exigencias de la buena salud, ser

67

apto para los diversos tiempos y lugares, y para las necesidades del ministerio».

Sor Emilia dijo (su «compostura religiosa» le im­pedía, desde luego, meterse contra un texto conciliar) con el aire de quien posee un arma secreta:

—¿Pero no ha entendido usted todavía que ese indumento es la mejor salvaguardia de la pureza?

— No. Todavía no lo había comprendido. Ni lo comprenderé jamás. Y me niego absolutamente a comprenderlo. ¡La pureza dependiendo de un trozo de tela! Y de esa tela particular..., porque la otra no ofrece suficientes garantías...

¡Qué amargura! ¡Ver cómo la grandeza, la belleza y la libertad de la propia entrega gozosa al Señor se ve envilecida de esa manera! ¡Reducida a una cuestión de tela! Nunca jamás me habría imaginado que se pudiese llegar a semejante degradación.

No queda otra cosa más que llorar. Con la certeza de que solamente las lágrimas repararán el ultraje y podrán devolver el esplendor a un ideal que amo inmensamente y que, por eso, exijo que sea respetado en sus confines sagrados de libertad y espontaneidad.

Precisamente porque amo este ideal, me rebelo con todas mis fuerzas contra el intento de mortifi­carlo de esa manera y de reducirlo a una cuestión de metros cuadrados.

Querida sor Emilia, la castidad es un problema de corazón, no de tela. De crecimiento en el amor, no de «salvaguardia». De liberación, no de contrición. De ligereza, no de peso.

Para mí existe una sola definición aceptable de la castidad: estar locamente enamorada de Cristo.

Si no es así, incluso miles de kilómetros cuadra­dos de esa tela no lograrán jamás salvaguardar la pu­reza.

Todo lo más, cubrirán el vacío espantoso de un corazón que no funciona.

68

9 LA REFORMA DE SOR PAULA

Me he encontrado con una monja la mar de cu­riosa, ocupada en un trabajo originalisimo, segura­mente único en el mundo.

Les predicaba a una comunidad de religiosas de la enseñanza, en un pueblo de la costa adriática. Me fijé enseguida en ella. Estaba en el primer banco y tenía en las rodillas una carpeta marrón llena hasta estallar.

No había hecho más que abrir la boca. Ella se apresuró a abrir la carpeta. Cayeron algunas hojas. Mientras se inclinaba a recogerlas, se le cayó al suelo la pluma, yendo a parar delante de mi mesa. La supe-riora puso cara de mal humor, algunas hermanas sa-sacudieron la cabeza, otras se esforzaron por apagar una risita irónica naciente, que amenazaba conver­tirse en contagiosa. Una le pasó su propio lapicero a la monja de la carpeta marrón, que se puso final­mente a tomar apuntes en algunas fichas.

Pude individualizarla fácilmente en el corredor, por culpa de aquella carpeta marrón llena hasta es­tallar, que tenía bajo el brazo.

—Padre, perdóneme por el jaleo de la capilla...; tenía miedo de haberle hecho perder la paciencia.

—¡No se preocupe por tan poca cosa.. I ¡Son co­sas que pasan en los momentos menos oportunos! Pero... tiene que tener usted una buena colección de

69

sermones en ese mamotreto. Una mina que abriría el apetito a más de un predicador en busca de temas...

Enrojeció visiblemente. —Se equivoca usted, padre. Es un trabajo que estoy

haciendo, desde hace varios años... La columnita del termómetro de mi curiosidad

subió descaradamente a una velocidad vertiginosa. Estaba decididamente amoscado por el hecho de que aquella monjita no encontrase nada mejor, que hacer su trabajo mientras yo predicaba.

— ¿Es que va a publicar usted alguna cosa? — ¡Quién sabe, a lo mejor alguna vez..!; se trata

de una obra gigantesca, fruto de mi presunción, quizás... desproporcionada a mis débiles fuerzas y al tiempo que me queda libre de la enseñanza y de las tareas comunitarias. De todos modos, ya he recogido centenares de fichas, he puesto en orden millares de apuntes. ¡Quién sabe si dentro de veinte años..!

No abandoné la presa. El asunto era demasiado interesante para que se me escapara.

Y así, lo supe todo, o casi todo, sobre el trabajo de sor Paula.

«Reforma» se ha convertido en la palabra de orden en las casa religiosas. Todas se han puesto a reformar, a poner al día, a renovar, a revisar las cosas.

También a sor Paula le vino la idea de reformar algo. Pero encontró que los diveros campos estaban todos ocupados. Las diversas «reformas» estaban ya todas iniciadas, desde la del hábito hasta la del manual de oraciones. No había ni el más pequeño espacio disponible para una minúscula «revisión».

Pero un día sor Paula tuvo una idea luminosa; dio un salto, explotó en un grito de alegría, no se sintió ya inútil sino más bien algo importante, buscó una vieja carpeta marrón, marchó a la tipografía y se hizo cortar unas fichas del formato doce por veinte.

¿Cómo no lo había pensado antes? ¡Todavía que­daba un rincón libre! Hasta ahora, nadie se había

70

preocupado de la revisión del vocabulario. Y puso manos a la obra. Quizás alguien, algún día, le agrade­cería esta idea, y sobre todo su realización.

—Fíjese usted, padre; yo tengo el defecto de ser demasiado sensible al lenguaje de mis hermanas y también... al de ciertos predicadores (bajó los ojos; yo, por mi parte, les pasé distraídamente por el pa­vimento). Advierto inmediatamente cuando hay algo que desentona. Algo que no va, que no tiene los pa­peles en regla con el espíritu evangélico, con la teolo­gía — ¡por favor! ese poco de teología que aprendí por mi cuenta—, con la espiritualidad, o, sencillamente, con el buen gusto. Frases anticuadas, modos de ha­blar incorrectos, palabras dulzarronas que cubren el vacío, expresiones enfáticas que no sirven más que para enmascarar la pobreza de pensamiento, locu­ciones casi automáticas, especies de bla-bla-bla a las que no corresponden ninguna realidad seria.

Algunas veces el hablar equivocado es el fruto, casi una cristalización, de una conducta equivocada. Otras veces pasa lo contrario. El lenguaje incorrecto provoca, poco a poco, una conducta poco ortodoxa.

Por eso, creo que es urgente limpiar nuestra voca­bulario religioso. Denunciar los errores. Tirar por la ventana los vocablos insulsos. Restituir su primitivo esplendor a las palabras que se han ensuciado por la ligereza o los abusos.

Yo estoy convencida de que tenemos que ser honradas con las palabras Tratarlas bien. Si no, las palabras se vengan de nosotros. Y se trata de una ven­ganza terrible, aunque sea a largo plazo...

Por todos estos motivos me he comprometido a hacer una limpieza, a reparar las equivocaciones, a realizar una depuración despiadada, a poner un poco de orden entre las páginas de nuestro vocabulario, que debería ser un modelo de claridad y de coherencia.

¿No cree usted, padre, que existe cierta conexión entre la renovación de la vida religiosa y la reforma del vocabulario ?

71

Tras muchas insistencias, logré que sor Paula me dejase unas cuantas fichas, que sacó, entre mil vaci­laciones, de su carpeta marrón llena hasta estallar. Le prometí que se las devolvería y que (¡ay de mí!) tendría la máxima discreción.

En cuanto a la primera promesa pienso mante­nerla sin mucha fatiga.

De la segunda, por el contrario, he aqui los resul­tados.

Abuso

Término utilizado en la jerga religiosa en frases como «evitar abusos...», «prevenir intolerables abu­sos...», y otras semejantes.

Casi siempre, en esos comunicados, se prohibe un uso legítimo con la finalidad de impedir los abusos. En el caso de que los abusos se hayan realizado efec­tivamente, entonces tienen que «pagarlos» especial­mente aquellos que no los han cometido.

Creo, en este punto, que es lógico plantearse la cuestión de si la tarea de una formación auténtica no consistirá tanto en impedir los abusos (con el sis­tema indicado), cuanto más bien en promover el sen­tido de responsabilidad de cada individuo.

Los abusos disminuyen sin más, casi automáticamente, cuando crece la conciencia. No cuando crecen las prohi­biciones. Y una formación que no desarrolle la con­ciencia tiene que ser lo suficientemente honrada para declarar su propio fracaso.

Una madre no le impide al hijo que vaya a la es­cuela por miedo de que cometa el abuso de traer a casa un suspenso...

¿Y qué diríamos si sobre la puerta del paraíso terrenal Dios hubiera fijado un cartel de esta clase: «Para prevenir posibles y gravísimos abusos, el pro­yecto de la creación del hombre no se realizará»? (es inútil especificar que el peor abuso es el pecado).

72

El hecho de que Dios haya aceptado el riesgo de la libertad del hombre, ¿no nos dice nada? Y él sería el único capaz de cortar, en su raíz, todos los abusos...

Amistades (particulares)

¿Existe alguna amistad que no sea «particular»? Un mínimo de reflexión nos obliga a reconocer que por su misma naturaleza la amistad tiene que ser «particular».

Jesús tiene conmigo una amistad particular. Afor­tunadamente.

Pues ¿cómo esta palabra, en los conventos y, según creo, también en los seminarios, se ha visto acompañada de una nota de infamia? (entre parén­tesis: demasiado usada. A fuerza de oírla resonar en los oídos con tonos apocalípticos, algunas personas can­didas y sanísimas han realizado un brutal "descubri­miento de aberraciones que jamás habían sospechado; tengo un montón de testimonios de ello).

Pensándolo bien, se ha cometido una colosal in­justicia precisamente en contra de la amistad. Se han atrevido a bautizar con el nombre sagrado de amis­tad precisamente a su caricatura, o sea a lo que es su enemigo particular, a lo contrario de la amistad: a lo que divide, destruye, corrompe, envenena, degrada.

Se ha llamado amistad a una realidad malsana, anormal, equívoca. Se ha designado con el nombre de amistad lo que representa su perversión.

¡Qué equivocación! No se daban cuenta de que las pretendidas «amistades particulares» eran real­mente «enemistades particulares», o más bien «odios particulares».

De este modo, por abuso de un nombre (sagrado), la amistad —que siempre es «particular», lo repito una vez más— se ha convertido en una realidad sos­pechosa, perseguida incluso por los reglamentos.

73

Y miles y miles de personas, prácticamente, se han visto privadas del derecho a la amistad, que es un elemento fundamental para el equilibrio de un indi­viduo normal.

Hay que tener el coraje de introducir de nuevo en el vocabulario y en la práctica de la vida religiosa la «amistad particular». Quitándole el sambenito que le habíamos colgado. Restituyéndole el perfume de lim­pieza que se le había quitado. Concediéndole de nuevo los títulos sagrados que le habíamos arrebatado.

Una amistad es algo sagrado, grande, colosal. Y si no, es odio recíproco, quererse mal.

¡Por favor! ¡No confundamos las «amistades par­ticulares» con las «enemistades particulares»! Ya he­mos tenido demasiadas cosas que lamentar por culpa de esas confusiones (y demasiadas personas han su­frido horriblemente y han soportado humillaciones dolorosas). Las palabras se vengan. No lo olvidemos.

Apegos

Por lo visto, los más peligrosos son los «apegos de la carne». Pero una observación atenta y realista me autoriza a avanzar la hipótesis de que los más nefastos son los apegos mentales.

Concilio

Algunos se empeñan en considerar esta palabra como un neologismo sospechoso, que obliga a una larga y prudente sala de espera antes de poder pasar a la acción, a la práctica cotidiana. Además, no es raro que algunos usen la palabra concilio solamente para declarar: «En nombre del concilio hoy dice cada uno lo que quiere».

A esto es demasiado fácil objetar: «Lo malo es que también hay gente que no hace decir al concilio todo

74

lo que el concilio quiere, todo lo que le desagrada a él personalmente». Estamos empatados.

¿Sería demasiado pedir que no se tuviera miedo de esta palabra?

¿Es quizás absurdo esperar que esta palabra y su contenido empiecen finalmente a tomarse en serio?

Ejército

Término empleado con bastante frecuencia para indicar el conjunto de religiosos (y de religiosas, ¿qui­zá como auxiliares?) que, como es conocido, se ponen a seguir a Cristo.

Se trata, sin embargo, de un término impropio, que es preciso evitar. A no ser que alguien descubra, en el evangelio, que Cristo empleó la palabra «ejér­cito» para señalar al grupo de cuantos le seguían. Estoy esperando algunas citas sobre este asunto. Aunque me muestro un tanto escéptica sobre el re­sultado de esa investigación.

Un lavado de cerebro, conveniente a todos aque­llos que se han aficionado a esta palabra, sin llegar a comprenderla bien, puede ser el siguiente: pensar en las palabras de Jesús: «El que quiera venir en pos de mí..., tome su cruz y sígame». Y ver luego si es posible tadavia imaginar a los que llevan una cruz detrás de Jesús como componentes de un ejército.

Excesos

Un término usado en nuestros ambientes en una sola dirección. Pero se trata de una deporable arbi­trariedad lingüística.

Es verdad, hay que estar atentos a los excesos. Pero que quede bien claro: ¡a todos los excesos! Los excesos de quienes condenan al pasado en bloque, y los de quienes se quedan asomados exclusivamente al

75

S>asado. Los excesos de quienes quieren tirarlo todo por a borda, y los de quienes se empeñan en no cambiar

nada. Los excesos del manirroto que echa por la ventana la ropa con el niño dentro y los del tacaño que se empeña en lavar al niño con un dedo de agua turbia. Los excesos del que se equivoca porque in­tenta hacer algo, y los del que no se equivoca porque se ha apoltronado en sus prejuicios aceptados como certezas.

Gritémoslo si es necesario. El peor exceso es el del inmovilismo. Especialmente cuando se trata de «vida religiosa», la cual, precisamente por ser vida, implica movimiento, crecimiento, desarrollo, cambio.

El peor exceso es el de la religiosa que pretende seguir a Cristo quedándose parada.

El que está firme parece fiel. Pero en realidad, peca de infidelidad. Y se hace responsable de las infide­lidades de los demás, porque con su actitud, con su exceso de inmovilismo, provoca a los demás a ex­cesos contrarios.

Hábito (religioso)

Personalmente estoy por la abolición. Pero un momento, no os asustéis. Estoy por la abolición del hábito como problema.

Procuremos no crear problemas ficticios. Ya son demasiados y muy angustiosos los problemas reales. No tenemos ninguna gana de inventar otros falsos. El hábito no constituye problema (el concilio habla de él en términos de adaptación a tiempos y lugares, de exigencias de ministerio y de buena salud: por tanto, si acaso, es una cuestión de sentido común y de hi­giene). O mejor: el vestido constituye un problema solamente cuando no existe. Pero cuando nos tomamos el lujo de discutir —por parte de gente que ha hecho el voto de pobreza— qué clase de hábito adoptar, en-

76

tonces me parece excesivo pretender que se trate de un problema. Más bien de un lujo.

Por tanto, propongo que esta palabra no se use más en términos de «problema». Al menos, hasta que no se hayan resuelto los verdaderos y gordos proble­mas de la vida religiosa en nuestro tiempo. O tam­bién, si se quiere, hasta que millones de personas no hayan resuelto el problema (real, para ellos) del ves­tido.

Posconciliares

Expresión usada —a veces incluso en los conven­tos— para calificar a los elementos «progresistas» (he aquí otro término usado indebidamente: ¿es po­sible en la vida religiosa no ser progresista? ¿qué vamos a ser entonces?). Y siempre con un matiz —a veces demasiado marcado— de ironía y de desapro­bación.

Pues bien, me pregunto: ¿es lícito a un cristiano (mucho menos a una monja) ser pre-conciliar? ¿esto es, pensar, razonar, actuar como si el concilio no hu­biese existido, o como si tuviéramos que considerarlo como un incidente lamentable que ha venido a per­turbar nuestra siesta de cada día?

Por eso propongo que quede abolido este tér­mino, no porque sea incorrecto, sino por ser super-fluo. Es perfectamente lógico que una monja de hoy sea posconciliar. No podría ser de otro modo.

¿Hay alguien, quizá, que al hablar de un «niño», sienta la necesidad de especificar: «con manos, nariz, ojos y oídos»? Es lógico que, si es niño, tendrá que tener unas piernas, unas manos, una nariz. Si no, sería un ser anormal.

77

Privilegio

Es una palabra que aparece con excesiva frecuen­cia en los labios de las personas consagradas. Se uti­liza también, con demasiada insistencia, en cierta predicación vaporoso-melifluo-sentimental, miserable­mente pobre de fundamentos teológicos.

Está anticuada. Por eso, hay que evitarla. Recuerdo, de pasada, que «anticuado» para un cristiano es todo aquello que no tiene en cuenta la novedad evangélica. Por ejemplo, un bautizado que no ame a sus propios enemigos, será un anticuado, un viejo, un superado.

Según el episodio que se lee en el evangelio (Jn 13, 4-6), el único privilegio para un seguidor de Cristo es el de servir.

Pero es sumamente improbable que quien está empeñado verdaderamente en «servir», encuentre luego tiempo para usar la palabra «privilegio». Por tanto, más valdría eliminarla sin rodeos de nuestro voca-ublario.

78

10 DISTRACCIÓN

Del diario de sor Inés

La distracción más trágica para una monja —y no sólo para una monja— es ciertamente la de olvidarse de vivir.

Algunos se contentan con ir viviendo. Vivir significa crecer, desarrollarse. En la línea

de la libertad, de la responsabilidad, del amor. Significa «salir», ponerse al descubierto, escoger

continuamente sin contentarse con las buenas inten­ciones.

Significa abrirse a los demás, aceptar dolorosa-mente, discutirse a sí mismo las propias ideas, la pro­pia mentalidad.

Vivir quiere decir superarse, ir más allá, aceptar lo imposible como la única posibilidad y la única medida de la propia conducta.

Ir viviendo significa instalarse, confundirse en el anonimato común, aceptar todos los compromisos, delegar a los otros las propias responsabilidades, verse dominado por el miedo, perderse en el confor­mismo más mortificante, cerrarse en una cómoda cueva de certezas, que en el fondo son solamente prejuicios.

Quiere decir contentarse. Quiere decir ser «realista», caminar con los pies

bien plantados en tierra, no dar un paso más largo que la propia pierna.

79

Ir viviendo quiere decir olvidarse de vivir. ¡Qué sorpresa en el juicio final 1 Las maletas lle­

nas, rebosantes de toda clase de mercancías. Todo en orden, cada cosa en su sitio. Pero, ¡qué chasco!, me he olvidado de alguna cosa allá abajo... Con tantas cosas que hacer era inevitable que me olvidase de una cosa sin importancia.

Me he olvidado de vivir.

80

11 RÉQUIEM A NUEVE VOCES

(DESIGUALES)

El último golpe de tos se apagó una fracción de segundo antes de que la reverendísima madre abriese la boca. Hasta las sillas más renqueantes de­jaron de hacer ruido.

—Como sabéis, hoy he tenido una charla con el padre Bernardino. Le he planteado todas las cuestio­nes referentes a la vida de nuestro... glorioso —po­demos decirlo sin faltar a la humildad— Instituto. Hemos discutido juntamente esos problemas que tan íntimamente me afectan a mí y, estoy segura, a todas vosotras...

Los ojos miopes de la reverendísima madre es­cudriñaron todos los rincones de la sala.

Siete cabezas se bajaron casi simultáneamente. Solamente quedó inmóvil la de sor Hermenegilda. Pero era una cuestión de artrosis cervical, no de indi­ferencia por los problemas del Instituto; por otro lado sor Hermenegilda manifestó su propio asenti­miento con un largo y profundo suspiro: provocado éste, no ya por la artrosis cerebral, sino por la sensibi­lidad ante los problemas del Instituto.

La reverendísima madre tomó nota y prosiguió: —De manera particular nos hemos detenido larga­

mente en el examen de la crisis de vocaciones... Breve pausa para acomodar el brazo derecho del

sillón que se había salido de su sitio. Pero esto, desde

6 81

hacía por lo menos doce años, no era considerado como un incidente, dada su notable frecuencia.

—...crisis que, desgraciadamente, nos afecta tam­bién a nosotras, como podéis ver fácilmente.

Sí. Ya lo creo que lo veían. A pesar de las abun­dantes dioptrías de algunas y a pesar de la luz polvo­rienta que caía de la lámpara de veinticinco bujías, plantada allá arriba, en medio de un techo que conser­vaba restos de antiguos frescos.

Lo veían. Y podían incluso contarlo. Nueve en total, comprendida la reverendísima madre. No era un cálculo demasiado complicado.

—El padre Bernardino me ha puesto especial­mente en guardia contra la tentación de buscar el ca­mino más fácil para salir de esta crisis que nos preo­cupa...

La larga interrupción que siguió se llenó casi exclusivamente con los golpes de tos de sor Anastasia : bronquitis crónica, un verdadero tormento especial­mente por la noche, ¡sólo se necesita paciencia y es­perar el calor!: lo ha dicho también el doctor que, hay que reconocerlo, sabe lo que se hace prescri­biéndole el enésimo jarabe; y además todo por la gloria de Dios y el bien de las almas (de otro parecer

geramente distinto debería ser sor Aniceta, pero el pa­recer de sor Aniceta no contaba para nada. Ante todo porque la propietaria se guardaba muy bien de mani­festarlo en alta voz. Y además porque sor Aniceta dormía en la habitación de al lado, escuchando las continuas toses de sor Anastasia...; y por eso su opi­nión no era desinteresada, como debería serlo cual­quier opinión digna de respeto).

La reverendísima madre esperó a que se acabase el largo suspiro, casi el lamento, de sor Hermene-gilda (causado esta vez, sin ninguna duda, por la ar-trosis cervical).

-^Es inútil recordar que los consejos de este santo religioso merecen todo nuestro respeto. Ni siquiera

82

se deberían discutir, dada su autoridad. La doctrina del padre Bernardino...

Sor Gabriela, la intelectual del convento, teniendo en cuenta que se entraba en su terreno específico, intervino oportunamente:

— Es verdad. ¡Los libros que ha leído ese hombre! Tiene que tener una biblioteca en la cabeza. Incluso está suscrito a revistas teológicas especializadas. Un día me dejó un ejemplar de «La peana del clero», que contenía un importante artículo sobre los graves peligros de una renovación insensata. ¡Lástima que con mis pobres ojos...!

— En cuanto a director de espíritu —continuó la reverendísima madre— su fama no se limita a nuestra ciudad.

Aquí fue sor Judit la que se sintió llamada a dar su opinión, a causa de sus relaciones familiares (el blasón de su familia era bastante ilustre):

—No es ni mucho menos un director espiritual para gente común, para mujeres de cuatro cuartos. Sus penitentes pertenecen a las familias más notables de la zona. Sus consejos son buscados por los miem­bros de la aristocracia local. La condesa de Celorio, por poner un ejemplo, hizo que fuera el padre Bernar­dino el que administrase la primera comunión a su hijo, un angelito en carne y hueso. La ceremonia se desarrolló en presencia de unos cuantos íntimos, toda gente importante, en la capilla privada, una joya de arte y de estilo. Y causó sensación en el gran mundo la conversión de la duquesa de Vinerola que, tras una vida no muy edificante..., un poco mundana, por así decirlo..., transcurrió sus últimos meses san­tamente clavada en su sillón, haciendo obras bené­ficas, y dejó todo su mobiliario a nuestro convento...

La reverendísima madre no consiguió esta vez reanudar, como habría deseado, el nudo de su exposi­ción, ocupada como estaba en arreglar el brazo del sillón. Se trataba ahora de un verdadero incidente,

83

ya que se había separado —y era la primera vez que sucedía— el brazo de la izquierda.

Se aprovechó de ello sor Isidora que desempeñaba en la comunidad el cargo de enfermera:

— ¡Lástima que su salud sea tan débil! Si no, a estas horas habría convertido a medio mundo.

En realidad el padre Bernardino, alto, sutil, ojos celestes, paso moderado, impecablemente peinados sus cabellos blancos, había gozado de un cuarto de hora (pongamos, unos treinta años) de celebridad, espe­cialmente en el mundo de la nobleza.

Tenía fama de gran estudioso. ¡Lástima que no pudiera concentrarse demasiado a causa de los fre­cuentes y tremendos dolores de cabeza que lo asal­taban!

Confesor muy solicitado. ¡Lástima que las crisis del hígado le obligasen a estar lejos del confesionario durante largos períodos del año!

Predicador elocuentísimo, a pesar de su voz cas­cada. Y no importa que la «gente vulgar» no apre­ciase como debía «la sustancia» de sus sermones.

Los superiores se habían mostrado siempre bas­tante comprensivos con él. Al volver de sus visitas de compromiso, el padre Bernardino se veía regular­mente dispensado de las prácticas comunes de la ma­ñana y podía levantarse tarde, con el tiempo sufi­ciente para ordenarle al hermano de la cocina la co­mida especial para el almuerzo —este bendito estómago que me está haciendo siempre guiños y que no quiere entrar en razón a su edad...—.

Los superiores sabían que el prestigio del padre Bernardino entre los personajes de alto rango se re­flejaba de mil maneras en el convento.

Ahora, sin embargo, habiendo muerto «su» con­vertida más ilustre, la duquesa de Vinerola, habiendo muerto también la condesa de Celorio, habiéndose «retirado por cierto tiempo» el concejal Morente des­pués de algunos asuntos no muy limpios, el padre

84

Bernardino se había quedado casi desocupado. Toda­vía quedaba, es verdad, el ex-angelito hijo de la con­desa de Celorio. Seguía viviendo, y hasta vivía dema­siado. Pero andaba siempre siguiendo a las estrelli-tas del cine. Y no sentía mucha necesidad, como es lógico, de consejos espirituales.

Por otra parte, las crisis de hígado se iban acen­tuando cada vez más y los dolores de cabeza resulta­ban cada vez más molestos. Por eso le era imposible dedicarse ahora al apostolado, como en aquellos «buenos tiempos».

En el convento le habían arrinconado. Con mucha delicadeza, pero con firmeza. Para postre, última­mente, se había manifestado un principio de arteries­clerosis.

Por eso, su esfera de acción había quedado res­tringida al Instituto de «Nuestra Señora de la eterna juventud». Aquí su autoridad no había experimentado mengua alguna y su prestigio seguía inalterado. Y la reverendísima madre, escuchándole, ni siquiera había experimentado la sospecha de que la edad, las crisis de hígado, los dolores de cabeza, el principio de arte-rioesclerosis, pudiesen influir negativamente en la se­renidad de ciertos consejos, en la actualización teo­lógica de ciertas actitudes, y sobre todo en la amplitud de horizontes del padre Bernardino.

—En resumen, el padre Bernardino me ha puesto en guardia contra la tentación de la facilidad.

—¿Qué tentación? —preguntó sor Emiliana. — Sería... la ilusión- de resolver la crisis de voca­

ciones abriendo las puertas a las jóvenes. Hay que actuar con prudencia. La juventud de hoy es un ver­dadero desastre, un verdadero castigo de Dios, peor que el diluvio y las plagas de Egipto juntamente. «No acepte a ninguna joven en el Instituto —me dijo textualmente el padre Bernardino—; trastorna­rían a toda la comunidad. Al poco tiempo, os llegaría la revolución... Por el bien del Instituro tenga usted

85

mucho cuidado con las jóvenes de hoy...» ¡La revo­lución..!

Siguió una pausa llena de embarazoso silencio, roto solamente por un suspiro, casi un susurro, de sor Hermenegilda (esta vez hubiera sido necesario un médico —y seguramente que él tampoco lo habría acertado— para saber si se trataba de artrosis cer­vical o de miedo por la revolución).

—A las jóvenes de hoy las conocemos bien, de­masiado bien...

— La verdad es que no tenemos contactos muy estrechos con ellas...

La objeción, un tanto atrevida, había partido de sor Águeda, la cual, por ser la más joven de la comu­nidad (sólo 59 años, cumplidos el mes pasado), se sentía en la obligación de esbozar una defensa de la juventud.

Pero la reverendísima madre deshizo la objeción con una mirada severa en dirección a sor Águeda.

— Por lo demás, no es necesario leer los periódicos ni siquiera escuchar la radio —¡Dios nos guarde! — (siete cabezas se bajaron prontamente acompañadas de un suspiro más largo que de ordinario)... para saber cómo van por fuera las cosas, en ese mundo corrom­pido y corruptor. Lo dice también un sabio proverbio de nuestros mayores: «No es necesario ser una gallina para darse cuenta de que un huevo está podrido». Y la juventud de hoy está podrida. Empezando por su cerebro. Ciertas ideas estrambóticas, ciertas ilusiones locas...

Una vez más sor Isidora, la enfermera, se apresuró a ir en ayuda de la reverendísima madre.

—No es necesario discutirlo. ¿Os acordáis todas, no es así? Lucía Terencio, la última joven que vino a llamar a nuestras puertas...

Bastó aquel nombre para alborotar el gallinero. Aquella habitación fúnebre se animó de golpe. Ocho sillas y un sillón se movieron, se agitaron, empezaron

86

a saltar. El suelo, de madera, empezó a chirriar de manera alarmante.

La reverendísima madre procuró apaciguarlas con­cediendo la palabra a sor Judit, maestra de novicias, actualmente en paro forzoso.

— Sí. Aquella joven se puso bajo mi dirección. Me armé de paciencia y de oración. Más paciencia que oración, es la verdad. Pero pronto tuve que aca­bar la obra, porque no había nada que hacer. Venía de la universidad y se imaginaba que lo sabía todo. No aceptaba ningún consejo. Discutía de todo. Sacaba a relucir discursos heréticos sobre el respeto a la per­sonalidad, la obediencia responsable (como si no su­piesen hasta las sillas que la responsable de todo es la reverendísima madre), la apertura al mundo que, como todas sabemos, totus in maligno positus, la madurez hu­mana (como si la santidad no sirviera para nada), el envejecimiento de las estructuras y otras mil ton­terías.

— ¡Una presunción inmensa!, recalcó sor Gabriela, la intelectual. Ni siquiera yo, que he devorado más de un libro, logré convencerla jamás de lo equivocado de sus ideas. Me contestaba que mis volúmenes esta­ban enmohecidos y que el vendaval del concilio los había reducido a polvo.

(Conviene señalar que el último libro había sido «devorado» por sor Gabriela unos días antes de su segunda operación de cataratas. Y hacía de aquello unos doce años).

Pero sor Judit no estaba ni mucho menos dispues­ta a ceder las riendas de la conversación a cualquiera:

—Una desesperación, creedme. Quería reformarlo todo. Se reía descaradamente cuando decíamos «re­verendísima madre». Sentenciaba que bastaba decir «madre», un término que ya lo dice todo, y que «re­verendísima» era tan inútil como la cola de los carde­nales, y además anti-evangélico.

—¿Donde vamos a ir a parar sin el respeto hacia la

87

autoridad?, dijo sor Aniceta levantando la mirada y cruzándola por casualidad con la de la reverendísima madre —¡y además pretendía que teníamos que sus­cribirnos al periódico «El Porvenir»...

— ¡No faltaba más! —exclamó sor Anastasia—'! Un periódico en nuestro convento! ¡Con fotografías! ¡Con todas esas noticias tan horrorosas que traen! Los hechos de la crónica negra, cosas terribles... ¿qué quedaría de nuestra paz religiosa? ¡No se puede seguir a Dios y alabarlo en medio del jaleo y las desgracias que suceden en el mundo!

—Incluso en la iglesia no había nada que le cua­drase. «Demasiadas devociones y poca liturgia», se lamentaba. «Demasiado poco lugar para la oración personal». Tenía la desvergüenza de llamar «intermi­nables y enojosas» las letanías que rezamos todos los días, que no duran más de doce minutos, compren­didas las intenciones particulares y las súplicas contra el peligro de epidemia. Y tenía la temeridad de citar el evangelio para sostener sus blasfemias: «Cuando rezéis, no gritéis como hacen los paganos: ellos se creen que son escuchados a fuerza de palabras, Mateo 6, 7». Lo sé, porque me lo repetía a cada momento.

— El que reza se salva, el que no reza se condena, sentenció sor Emiliana.

—Pero ella sostenía que hay que distinguir, en nuestras oraciones, lo que de verdad se «reza» de lo que - solamente se «charla».

— Tonterías, cortó sor Aniceta. A la gente de esa ralea le gustaría limitarse a una señal de la cruz antes de acostarse.

— Y quizá se dispensase también de ello, al sentirse demasiado cansada, susurró sor Anastasia.

—Pero sus despropósitos llegaban a ser insoporta­bles cuando hablaba de la santa regla. Decía que al­gunas cosas no le iban, que... a ver si me acuerdo de la palabrota que empleaba..., que eran..., anacrónicas, eso es.

88

—O sea, fuera de tiempo, superadas, se dignó ex­plicar sor Gabriela.

—Como si nuestro venerado fundador (que no pertenece desde luego a la edad media, ya que vivió sólo en el siglo xvn) no hubiese entendido nada de los tiempos modernos y tuviese necesidad de las luces de esos sabihondos de hoy...

La voz de sor Emiliana se había hecho tajante, como sucedía siempre que intervenía en defensa de la regla. Sor Emiliana, sesenta años de profesión re­ligiosa, emanaba austeridad desde la punta de la toca hasta las sandalias. Parecía la imagen de un estilita. Y su columna, la que la lanzaba hacia las cimas de la perfección, era precisamente la regla.

Nunca la había visto nadie sonreír. Y, en realidad, solamente debió sonreír una vez, al término de un coloquio con un monseñor de la curia que, por en­cargo de la Congregación de religiosos, había intentado convencerla de modificar alguna cosa en el «Direc­torio» del Instituto. Naturalmente, fue ella la que ven­ció, sin ceder un palmo de terreno, o mejor dicho, de «santas tradiciones», a su antagonista, molesto por haber chocado con semejante refugio blindado. Fue entonces cuando apareció una sonrisa fugaz, un re­lámpago prontamente reprimido y reducido a la «com­postura religiosa».

Sor Emiliana era la historiadora cualificada, la in­térprete autorizada y... el guardia civil inflexible de la regla.

Una figura noble, en el fondo, e incluso un poco patética. Que sugería la idea, siempre brillante, dé una intrépida luchadora.

Pero penetrando un. poco cruelmente bajo la cor­teza de tan fácil admiración, era posible registrar unas cuantas ideas equivocadas.

Sor Emiliana hablaba con frecuencia de... «espíritu de la regla». Lo malo es que no se daba cuenta de que introducía en el recinto intocable del «espíritu» la

89

«letra», las costumbres más ridiculas, las tradiciones más insignificantes con todo su anacronismo, las cosas más marginales, las minucias más tontas. En una pa­labra, en el saco del «espíritu» metia a la fuerza el oro y la hojarasca, los objetos preciosos y la quincalla, el grano y la paja. Hablaba del «espíritu del venerado fundador» y con esas palabras abrazaba hasta las co­millas, los puntos suspensivos y... el espacio entre las líneas.

Sor Emiliana confundía la fidelidad con la rigidez, la perfección con la ley, el calor de la comunidad con el orden, el espíritu religioso con el comportamiento ex­terno, la santidad con la desaparición de la humanidad, la gloria de Dios con el fracaso del hombre, la fe con las prácticas de piedad, la humildad con la ignorancia, la mortificación con la demolición sistemática de los talentos naturales, el amor con el respeto, el evangelio con la prudencia, la docilidad con el silencio vil, las bienaventuranzas evangélicas con los true­nos y relámpagos del Sinaí.

Intrépida y conmovedora en el seguimiento de Cristo hasta el Calvario, se había olvidado de seguir adelante, hasta la alegría de la mañana pascual.

Tipos como sor Emiliana legitiman una pregunta que podría parecer indiscreta. Se muestran y son ala­bados como defensores de una Congregación. Pero ¿no serán acaso, con buena fe, como es lógico, sus enterradores? La pteocupación obsesiva por salvar el «pasado», ¿no llevará inevitablemente a perder el «porvenin> ?

Más todavía. Sería interesante ver cómo piensan los venerados fundadores (figuras ricas en inventiva y en

90

capacidad para comprender e incluso anticipar los tiem­pos), muy distintos de esos inflexibles repetidores y, me atrevería a decir, mecánicos guardianes de un museo...

Desgraciadamente nos toca ver ahora cómo pien­sa sor Emiliana a propósito de la bendita Lucía Te-rencio.

— Un día tuvo la osadía de venir a decirme que nuestra vida tiene que adaptarse a los tiempos y a las nuevas exigencias y que había que suprimir todas las cosas que ya no son actuales. Llegó a sostener incluso que la finalidad de la vida religiosa no es la observan­cia de la regla. La regla sería, según ella, solamente un medio para conducir al fin, esto es, a un aumento de amor. Si no lleva a ese fin, no sirve para nada. Fue entonces....

— Fue entonces cuando sor Emiliana se puso en­ferma, completó la enfermera. Precisamente ella, que nunca jamás había estado en la cama un solo día. Que no sabía lo que eran las inyecciones ni las pas­tillas... Yo procuré curarla con todo los medios, co­mo es natural... pero, como recordaréis, sor Emiliana empezó a ponerse bien solamente el día en que la «reformadora» salió del convento.

—No tenía espíritu religioso, setenció gravemente sor Judit.

—Todas las jóvenes de hoy carecen de espíritu religioso, pontificó sor Aniceta.

— No tienen humildad... — Perseverancia. — Vida interior. — Espíritu de sacrificio. — Obediencia. — Abandono a la voluntad de Dios. — Ganas de trabajar. — Hemos de estar atentas, si no, nos traerán la

revolución a estos sagrados muros y arruinarán el Instituto.

91

La conclusión, lógicamente, fue de la reverendísi­ma madre.

El viejo péndulo —que había señalado las largas horas de ocio y los avaros sueños de santidad de la duquesa de Vinerola —dejó caer nuevos mazazos sobre las nueve tocas. . .

Terminada la «recreación», se había consumado el sacrificio. Había habido tiempo suficiente para de­cretar la condena a muerte del instituto de «Nuestra Señora de la eterna juventud». Todas a una.

Ni siquiera la intelectual sor Gabriela se había visto libre de la sospecha de que condenar al ostra­cismo a las jóvenes, condenarlas sin procurar enten­derlas, suspenderlas sin intentar interpretar sus exi­gencias, juzgarlas sin desear estudiar su mentalidad, su comportamiento, sus impulsos y sus debilidades, equivale a no entender el tiempo en que se vive. Quiere decir vivir cincuenta años retrasadas. Quiere decir provocar la muerte de una congregación. Quiere decir resolver la crisis vocacional lo mismo que un médico resolvería un dolor de cabeza degollando a un paciente...

Así pues, réquiem por una Congregación. A nueve voces desiguales. Ahora las monjas se dirijen a la capilla. Dada la discusión precedente, parece un cor­tejo fúnebre. En cabeza la reverendísima madre llevando la cruz. La cruz del mando. Sigue sor Emi­liana, el espíritu y la letra, las cosas esenciales y las comillas. Luego sor Gabriela, que desde la última operación de cataratas no ha podido «devorar» nin­gún libro, pero sin que esto tenga importancia, ya que las verdades elementales no se aprenden en los libros, y ella no las aprendería jamás, con o sin cata­ratas. Luego la artrosis cervical de sor Hermenegilda. Detrás la bronquitis crónica de sor Anastasia, seguida siempre (dada la proximidad de habitación) por sor Aniceta, a la que se añade la esperanza (de verse esta noche en paz) de la enfermera sor Isidora, siempre

92

demasiado, ocupada, y la indiferencia de sor Judit, vacante (por ahora). Cierra la procesión sor Águeda. Es la más joven. Y tendrá todavía mucho tiempo hasta que alguien la sustituya en la última fila.

«Oh venerado fundador, que has querido conce­dernos el alto honor de llamarnos a formar parte de esta tu gran familia, que has reunido bajo el nombre de 'Nuestra Señora de la eterna juventud' y has deseado lanzarnos por los caminos del mundo a desplegar el coraje apostólico y la novedad evangélica, perdona benignamente nuestras faltas y debilidades, compa­dece nuestra lentitud en el camino difícil de la per­fección, ayúdanos a ser fieles a tu glorioso ideal y bendícenos, haz prosperar y multiplicar cada vez más esta familia tuya y nuestra».

La voz de sor Emiliana, ahora, había llegado a ser estentórea. En la capilla brillaba solamente la llama del Santísimo. Pero sor Emiliana no tenía ne­cesidad de luz, porque no tenía necesidad de leer aquella oración. Se la sabía muy bien de memoria. Sus labios se movían en la oscuridad, mascullando con seguridad las palabras. ¿Y el corazón? Trescien­tos sesenta y cinco días multiplicados por sesenta años suman veintiún mil novecientas «réplicas». Al final es lógico que pueda uno llegar a olvidarse del signi­ficado de una oración. No es posible pretender mila­gros.

«Amén», respondieron ocho voces, no precisa­mente a coro.

Terminaron las honras fúnebres. Es increíble. Hasta el fundador había sido invitado a participar en las exequias de su criatura.

El que no había participado era el padre Bernar-dino. Estaba indispuesto. Pero su ayuda no era es­trictamente indispensable. Ya había suministrado —po­díamos decir— los últimos sacramentos.

Las nueve hijas de «Nuestra Señora de la eterna juventud» se encaminaron lentamente, en un profundo

93

silencio, hacia la escalera, chirriante, que conducía al piso de las celdas: los últimos pasos de la jornada, a través del difícil camino de la perfección.

Sor Hermenegilda, la portera, se paró a echar el cerrojo de la puerta de entrada. Desde la calle le llegó un ágil taconeo que le hizo emitir un profundo sus­piro (de desaprobación):

—Juventud depravada, que sólo piensa en di­vertirse, murmuró.

La verdad es que la que pasaba junto a las paredes del convento era Lucía Terencio.

Lucía Terencio, pasando junto al portal, sacudió la cabeza con una sonrisa indulgente.

Lucía Terencio se dirigió hacia la casita que es­taba al fondo de la calle.

Lucía Terencio llamó a la puerta de Mariana, una viejecita que se había quedado en el mundo sola en compañía de sus propios achaques, y que reciente­mente había cogido una peligrosa pulmonía.

Lucía Terencio venía a pasar la noche junto al lecho de Mariana.

Lucía Terencio llevaba bajo el brazo las notas del último examen de la universidad,

Y junto con las notas, una carta de correo aéreo. Don Arturo le anunciaba a Lucía Terencio que se viniese al Neuquen, en la Argentina. También había trabajo allí para ella.

Y el doctorado en medicina no le vendría mal. Sino todo lo contrario.

Cuando apareció Lucía Terencio, Mariana levantó la cabeza de la almohada. Sonrió.

Era una bella sonrisa la suya, a pesar de los dos únicos dientes que le quedaban.

94

12 LA VERDAD EN BANDEJA

Del diario de sor Inés

Se me ocurren unas cuantas reflexiones sobre el trato que le reservamos a la verdad. A veces nuestro respeto es más bien un insulto.

Aceptamos una verdad con la condición de que sea una verdad aplaudida, tranquila, confortable. Que haya recibido una consagración oficial, que esté ga­rantizada por el número. En una palabra, que tenga las credenciales de la fuerza, del poder.

Sin darnos cuenta, repetimos el mismo desafío descarado que le dirigieron a Cristo sus enemigos en el Calvario:

«Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz y creeremos». No llegamos a concebir una verdad crucificada,

pisoteada, abandonada. Para abrazarla tenemos nece­sidad de que quede separada de la cruz y del riesgo, del escándalo y de la soledad, y de que se nos pre­sente en la bandeja de la «seguridad», a ser posible por una mano con guante morado, o en alguna hoja «oficial».

Tenemos necesidad, para reconocer la verdad, de verla escoltada por un cortejo triunfal, entre el reso­nar de los aplausos.

Entonces se despierta en nosotros, arrebatador, el impulso generoso e irresistible de correr en ayuda de los vencedores...

95

Estamos presentes en todos los triunfos, en to das las ceremonias, en que se coloca sobre el pecho de la verdad la medalla de la gratitud pública.

Pero, ¿dónde estábamos cuando la verdad yacía sola en medio del camino bajo el fango de los «pru­dentes», buscada y amada exclusivamente por algunos valientes pioneros que hoy son designados con ei nombre de «profetas», pero que entonces tenían que mantenerse aparte como leprosos, aplastados por la sospecha, o convertidos en objeto de la calumnia de demasiada gente?

¿Dónde estábamos escondidos? ¿En qué dirección se movía nuestra lengua? ¿Qué hemos pagado, en la moneda de la audacia, del riesgo personal, del esfuerzo, por esa verdad?

Me acuerdo con emoción de aquella composición poética, que encontré en un libro escrito por un sacer­dote:

Cuando un hombre se lanza, no digáis: «Es un imprudente, un orgulloso». Decid más bien: «Quizás no podía ser de otro modo, quizás no sabía enterrar el talento recibido». Hombres prudentes ¿qué mérito tenéis en ser prudentes? Estáis sentados entre vuestros semejantes, comentando la prudencia de las naciones, trepando por los espejos, por un sentimiento de piedad, y hasta de caridad, con tal de hacer inofensiva aquella luz escandalosa en la cual él murió como un esclavo, como un criminal. Tenéis un corazón debilucho. La verdad os quema. ¡Qué valientes sois inventando palabras tranquilizadoras, adormecedoras, enterrando tesoros..!

96

Un poco de... un poco de... un poco de perejil, una pizca de sal una migaja de pimienta... Sírvase templado. Ningún escándalo haya entre nosotros... Señalar con el dedo a los que avanzan bajo los golpes y las calumnias... Están manchados de polvo y de fango. La verdad es que han caminado por caminos no trillados. Se han herido, se han desgarrado. Han penetrado en la jungla. Escribas, grandes maestros, habéis recorrido sólo carreteras de primera, pisoteadas por todos, sobre las cuales se seca y muere el grano del sembrador.

Vosotros conserváis la vida, envejecéis plácidos y honrados. Tendréis los aplausos, los sillones, las medallas, que el mundo reserva a los que le sirven. Pero el Padre, desde la más alta cumbre, bajará al encuentro de los hijos perdidos...

Frente a una verdad que se me presenta bonita y confeccionada, limpia, pronta para el uso y el con­sumo —como un pescado al que se le han quitado de antemano todas las espinas—, siento instintiva­mente una especie de remordimiento. Casi tengo miedo de mirarla cara a cara. Temo que me pre­gunte:

— ¿Dónde estabas en los tiempos difíciles? ¿Qué has hecho para buscarme? ¿Te has desollado los pies a través de los interminables caminos de la espera y del sufrimiento? ¿Has dejado algún desgarrón en-

7 97

tre las zarzas del riesgo y del coraje? ¿Te has consu­mido los ojos en la esperanza? ¿No has sentido ver­güenza de mí cuando todos se burlaban y me volvían las espaldas?

Entonces me sentiría a disgusto. Lo mismo que me siento embarazada siempre que me dejan sola con una persona que me han presentado hace unos pocos instantes. No sabe uno qué cosa decir. Nos conocemos hace tan poco tiempo ... No tenemos nada en común...

No es posible gozar íntimamente de una verdad, si no está uno un poco comprometido con ella, si no nos ha costado nada.

Cuando pienso en ciertos homenajes ficticios y tardíos a la verdad, me acuerdo de Marianito «el trueno», el de mi pueblo. Le habían puesto este mote porque era tan sordo que no oía ni siquiera el ruido del trueno. Sin embargo no faltaba a ninguna reunión. Más aún, se colocaba en primera fila delante del ora­dor. Con el rabillo del ojo miraba a los que estaban a su lado. Cuando éstos aplaudían, él no dudaba en unirse a la aprobación universal.

Marianito «el trueno», era sordo. Nosotros, por el contrario, oímos muy bien. Y tenemos además, por desgracia, un olfato muy

fino. Que nos permite comprender cuándo ha llegado la hora de bajar a la plaza para unirnos a la marcha triunfal. Sin peligro de coger siquiera un constipado.

98

13 ¿QUIEN HA ABIERTO LA PUERTA?

Había pasado ya un mes. Y el episodio seguía todavía sepultado bajo una espesa capa de silencio. Nadie, en público, se había arriesgado a comentarlo. Ni siquiera se había pronunciado el nombre de la protagonista.

Sor C. se había marchado, una mañana de niebla, a finales de octubre. Todo había pasado a la chita callando. La comunidad reunida en la capilla para la meditación. Los corredores envueltos en la oscuridad.

La superiora había subido, inmediatamente des­pués de sonar el despertador, a la habitación de sor C.

—Dios sabe el dolor que usted nos procura con este paso tan doloroso que se ha decidido a dar, es­pero que después de una atenta ponderación... De todos modos, sepa que yo le he perdonado; y a pesar de todo rogaremos siempre por usted, esperando que no se olvide del todo, fuera, en el mundo, de este poco de bien que habrá recibido, de todos modos, durante estos años de vida religiosa.

Sor C. no había respondido nada, con los ojos bajos, las manos nerviosas en torno a la maleta.

La superiora, agotadas las últimas y embarazosas recomendaciones, había intentado darle un abrazo. Pero este gesto, ya bastante dudoso en el punto de partida, se había detenido a la mitad, y se había redu­cido a un vulgar golpecito en la espalda, algo así

99

como un intermedio entre la caricia y la tentativa de eliminar una mota de polvo.

Sor C. había bajado apresurada apenas escuchó que el coche de su cuñado se paraba en la puerta del convento. Fuera, la niebla le hería el rostro con mil invisibles espinas. El camino estaba desierto. Miró a su lado. Solamente la miraban dos grandes ojos amarillos. Respiró profundamente y en seguida notó que la niebla le raspaba la garganta. Se dirigió ligera hacia los dos ojos amarillos.

El ruido del motor pareció que quedaba arro­pado por la oscuridad y no llegó a distraer a las mon­jas del tercer punto de su meditación.

Luego, el silencio pareció ser la consigna de toda la comunidad. Un silencio ronco, como el del que se considera víctima de una ofensa.

Finalmente, una tarde, durante la recreación, la superiora intentó con mucha circunspección, sacudir un poco la ceniza, para ver qué es lo que quedaba bajo aquella impasibilidad general.

— ¿Quién sabe lo que hará ahora aquella bendita muchacha...!

—¿No ha recibido ninguna carta?, preguntó sor Juliana.

—Nada. Ni siquiera una línea... —Por lo visto está avergonzada, insinuó sor Marta. Evidentemente los tizones, sepultados durante un

mes bajo la ceniza, estaban con ganas de ser remo­vidos. Y la superiora no tuvo necesidad de rebuscar­los durante mucho tiempo.

Sor Romualda sopló robustamente sobre las brasas:

—Fui a retirar el hábito religioso de su habita­ción. Estaba tirado allí, sobre la cama, de una ma­nera...; lo coloqué en un armario del guardarropa y desde entonces no he tenido ánimos para tocarlo.

—Yo creo que estará encerrada en casa todo el

100

día. Quién sabe cuándo encontrará ánimos para darse una vuelta, aseguró sor Angela.

Sor Agustina dogmatizó categóricamente: —Apuesto cualquier cosa a que se ha arrepentido

ya mil veces de su decisión. Y a esta hora, si no fuese por su amor propio, habría vuelto a suplicarle a la reverendísima madre que la volviera a aceptar.

Entonces todas, por turno, se encargaron de atizar el fuego.

—La verdad es que en los últimos tiempos hacía la vida imposible a todas, además de a sí misma, ase­guró sor Marta.

—Andaba siempre con una cara..., afirmó sor Miguela.

Sor Tomasa recalcó: — ¡Ay de quien le dijera algo! Estallaba como si

le hubiese mordido una víbora. Un día que intentaba hacerle comprender cómo necesitaba más espíritu de sacrificio —además, estábamos en cuaresma— y que nuestra vida consiste en seguir a Jesús que lleva fa­tigosamente la cruz; me replicó secamente: «¿De verdad? Nunca me había dado cuenta, desde que estoy en el convento. Se ve que el Señor ha tomado otro camino...».

—Y a mí una vez me dijo que era una «vieja momia con serrín en el cerebro y una piedra en lugar del co­razón...». ¡Y decir que le había hecho una observación que me parecía obligada, únicamente por su bien...!, lamentó sor Teodora.

—Cuando falta la vida interior es inevitable que termine una de ese modo, sentenció sor Victorina.

—Cuando no se ama a la propia comunidad, quiere decir que se tiene ya un pie en el mundo, ase­guró sor Amelia.

—A mí me parece que tenía los dos fuera, completó sor Luisa. Por lo demás, los enfermos de su sala ya habían notado algo raro en su comportamiento. Y en estas cosas, como es sabido, los seglares tienen un olfato que no engaña.

101

—Ciertamente, yo no envidio su condición. Tiene que ser terrible. Faltar a sus propios compromisos, traicionar una vocación, dar escándalo a tanta gente, sin contar con la desagradable figuta que se obliga a hacer a todo el instituto, del que no se ha recibido más que bien. ¡Me asusto sólo de pensarlo! Tener que presentarse ante el tribunal de Dios con un peso se­mejante de responsabilidad...

El último fogonazo había partido de sor Emilia. En este punto se levantó sor Benjamina, la única

que no había abierto la boca en medio del guirigay general.

Y esto sorprendió bastante a las hermanas, cons­cientes de que las relaciones entre sor Benjamina y sor C , a pesar de no ser borrascosas, tampoco eran cierta­mente tales que pudiesen legitimar la más mínima y malévola sospecha de «amistad particular». Diversi­dad de temperamento, bastante acentuada, y eso era todo.

Sor Benjamina se acercó a la superiora: — Si me lo permite, me marcho de la recreación. — ¿Es que no está usted bien? —No..., quiero decir, sí...; pero no es nada. —De todos modos, si le ocurre algo, dígaselo a

la hermana enfermera. Sor Benjamina corrió a la capilla. Se pusif> de ro­

dillas en su sitio, en el primer banco a la izquierda, frente a la lámpara del Santísimo.

«Jesús, por poco estallo. ¿Podré al menos desaho­garme contigo? ¡Se necesita mucho atrevimiento y una buena dosis de hipocresía para entablar un pro­ceso de esta clase! ¡Sor C. en el banco de los acusados, y las demás con las togas de jueces acusadores..!

Jesús, tú lo sabes. Yo no estaba de acuerdo con sor C , ¡cuántas veces tuve que pedirle perdón por algo, para poderme acercar con suficiente tran­quilidad a la comunión! Pero me parece que no es justo lo que hemos hecho esta tarde.

102

Cuando una hermana se va, no se debe hacer una encuesta para definir sus responsabilidades. Más bien, es necesario tener el coraje para examinar nuestras responsabilidades. ¿Verdad que no me equivoco?

No me interesan las culpas de sor C ; solamente tú puedes juzgarlas. Me interesan las nuestras, mis culpas. Y precisamente en relación con ella.

¿Qué es lo que le hemos dado? Mejor dicho, ¿qué es lo que no le hemos dado?

Cuando se manifestaron exteriormente los pri­meros síntomas de la crisis que atravesaba, la hemos «aislado», como si se tratase de un enfermo conta­gioso. La hemos rodeado de sospechas, de miradas severas, de un silencio enervante. Las más observantes la han atontado con «advertencias saludables» que, en estos casos, cuando no están justificados por una intensa y sufrida participación interior, obtienen el efecto contrario.

Jesús, tengo la impresión de que la puerta para que se marchase se la hemos abierto un poco entre todas.

Por allí andan diciendo que ha faltado a sus com­promisos. No lo sé. De todos modos, no son cosas que me atañen; lo que sé es que el día de la profesión, sor C , asumió compromisos solemnes, es verdad. Pero también la comunidad aceptó unos compromisos para con ella. Pues bien, ¿los hemos mantenido? ¿Hemos creado un clima de hermandad en el que pu­diese respirar aire de familia, como sucede entre per­sonas que se aman de veras, para las cuales el amor no es una palabra convencional sino una realidad vivida, manifestada en todas las circunstancias?

Indudablemente, sor C , se había hecho religiosa porque había sentido la atracción de un ideal. Pero luego, ese ideal lo ha visto encarnado, mejor dicho, deformado, envilecido, en una realidad tan mezquina, tan poco atrayente... ¿Quién se atreverá a negar que la suya ha sido una crisis de desengaño? ¿Y quién

103

puede excluirse de haber provocado, con su propia mediocridad, ese desengaño?

La verdadera tragedia, el verdadero escándalo no es que se haya marchado, sino más bien que las que nos hemos quedado no tengamos el coraje de pre­guntarnos: ¿En qué cosa soy yo también culpable de esta decepción?

El desaire al Instituto no consiste en el hecho de que haya saltado la tapia, sino en que ninguna de las 'fieles' se sienta un poco cómplice. En que nadie se dé cuenta de que una pobrecita puede mirar tam­bién, suspirando, por encima de la tapia, cuando 'dentro' el espectáculo es más bien mortificante.

Señor, perdóname. Perdónanos... Una te ha aban­donado..., nosotras hemos quedado. Pero tú, proba­blemente, no sabes qué hacer con nuestros juicios severos. No te sirven. Mira, más bien, si hay alre­dedor un cirineo dispuesto a desgarrarse las espaldas para llevar la cruz contigo..., si hay alguien dispuesto, como Pedro, a llorar sus propias deficiencias, y no las traiciones ajenas.

Señor, hazme comprender, haznos comprender todo esto; si no, incluso los 'casos dolorosos' como el de sor C , se convertirán en ocasiones para alimen­tar nuestra soberbia de religiosas 'ejemplares' y 'fieles'. Y perdóname si no he tenido el coraje de decir esas cosas allí fuera, si me he 'refugiado' en la capilla para un desahogo que, si no hubiera sido tan cobarde, hubiera estado mejor en otro sitio».

En aquel momento entraron en la capilla las hermanas.

Sor Benjamina las había oído acercarse y levantó la cabeza.

Todo, aparentemente, había vuelto a estar como antes. Parecía como si, al sonido de la campanilla, la ceniza hubiera vuelto de nuevo a cubrir los tizones.

En la capilla brillaba solamente una llama. Allá, frente al primer banco, a la izquierda.

¡04

14 EL ENEMIGO EN CASA

Del diario de sor Inés

Me he puesto a jugar a los contrarios. Un juego muy sencillo. Enfrente, instintivamente, cosas opues­tas, realidades incompatibles. Figuras, imágenes que, puestas de frente, se ponen a darse puñetazos inmedia­tamente como dos camorristas.

Mi juego es bastante inocente y pueden aceptarlo todos, pero hasta cierto punto...

Por ejemplo, si digo «madurez» y opongo «infan­tilismo», creo que todos estarán de acuerdo. Si digo «generosidad» y pongo enfrente a un individuo que aprieta los dientes y las uñas en «su» manzana, dando puntapiés a los demás cuando se le acercan, creo que nadie tendrá nada que objetar.

Pero siempre que en mi juego pienso en «vida religiosa», irremediablemente, le contrapongo «mez­quindad».

Y aquí los «especialistas» arrugarán la frente y mos­trarán su desacuerdo. Paciencia. Por lo demás, no sé por qué tienen que preocuparme los especialistas.

Seguramente que esa gente no prestará atención a estas tonterías.

Así pues, adelante. El camino está despejado. Po­dremos hacer unas cuantas cabriolas, caminar sobre la cuerda de alguna opinión personal más bien extra­vagante, revolearnos juguetones en algún prado, sin

105

que ciertas personas hipercríticas nos dejen helados con su mirada de disgusto.

Decía que, en mi opinión, lo opuesto al ideal re­ligioso es la me2quindad. Una monja fracasada es una monja mezquina.

Como un gran pintor que se pusiese a blanquear paredes. Como un célebre novelista que se compro­metiera a componer exclusivamente esquelas mortuo­rias. Como un médico de fama mundial que se dedicara a limar callos. Diríamos: son unos fracasados.

Puez bien, la señal de fracaso de una religiosa es su mezquindad.

Lo malo es que la mezquindad de una monja no es asunto personal suyo. Si un gran pintor coge la brocha gorda, paciencia. Allá él. Todo lo más, privará a algún museo de una docena de obras maestras, pero no impedirá, no obstaculizará la vocación artística de los demás.

Por el contrario, una religión mezquina es un asunto que interesa, que estropea, que envenena a una comunidad entera.

La mezquindad es una planta parasitaria que puede vivir sólo a expensas de los demás. A expensas de la vida, del aire, de la espontaneidad, de la alegría, de la sangre de los otros.

Donde brota la mezquindad, todo el ambiente, sin remedio, se entristece, se pone anémico, pierde su vigor.

Se trata de un peligro gravísimo contra el cual, hay que reconocerlo, no estamos suficientemente pre­paradas. Más aún, cuando se presenta, cuando se tiene experiencia de él, constituye siempre una dolorosa sorpresa contra la que nos encontramos totalmente desarmadas.

Recuerdo con sincera nostalgia, con cierta dosis de sentimentalismo, los años de noviciado. Son de los recuerdos más serenos y alegres de mi vida. Pero

106

he de reconocer que en este punto, la formación re­cibida ha sido del todo insuficiente.

Nos ha escondido el peligro más grave. Nos han enseñado y explicado, los peligros exteriores. Cómo combatirlos y rechazarlos.

Y hemos salido valientes y decididas, dispuestas a sostener el ataque enemigo. ¿Por qué tener miedo? Estábamos armadas de arriba abajo, acorazadas, pre­paradas para eludir los golpes más traicioneros. Con sólo dos dedos de frente la victoria podía conside­rarse segura.

¡Qué equivocación! Esperamos a los enemigos de fuera, y no nos damos cuenta de que los más peli­grosos están «dentro». En el recinto sagrado del con­vento. Estamos a la mira para parar los ataques de frente, y no advertimos que los golpes nos llegan por la espalda.

La hierba venenosa de la mezquindad se aferra a nuestras espaldas con todos sus tentáculos: sospe­chas, envidiejas, murmuraciones, chismorreos, hipo­cresías, tonterías, desplantes, acusaciones, indiscre­ciones, vanidad, mala intención, deslealtad, inter­pretaciones maliciosas, pequeñas maldades... Y nos chupa la sangre, nos enrarece el aire, nos quita el es­pacio de libertad.

Al principio quedamos desorientadas, desquiciadas, casi incrédulas. ¿Cómo es posible una cosa semejante? ¿Precisamente aquí en el convento? ¡Y yo que había soñado siempre con un ambiente..!

Luego nos faltan las fuerzas para reaccionar. Nos encontramos como vacías de recursos, acobardadas, desilusionadas. El ideal ha perdido todo su encanto. Las grandezas que antes nos conmovían, ahora están pisoteadas. Los sueños más hermosos se han vuelto de pronto irrisorios. La bandera ha caído a tierra, deshilacliada, como un trapo cualquiera.

Y la mezquinidad celebra sus propios triunfos so­bre estas ruinas.

107

Lo repito. El verdadero enemigo de la vida re­ligiosa es la mezquindad. O sea, personas invitadas a la grandiosa fiesta del Esposo, que se ponen a dis­cutir con el tendero el precio de la lejía. Personas llamadas a seguir a Cristo hasta el Calvario, que se retrasan para recoger la basura.

La vida religiosa es una planta que, si tiene raíces sólidas como debería tener, no puede temer la tem­pestad. Solamente ha de tener miedo de esa atmós­fera densa, húmeda, oprimente, enervante, malo­liente, que la va sofocando poco a poco. Esto es la mezquindad.

Los rasgos esenciales de ciertas religiosas han sido descritos de este modo por un conocido escri­tor: «En vez de procurar la libertad se aferran a la observancia. Y las energías que no emplean en vivir, las emplean en hacer cuentas y en vigilarse mutua­mente». Es verdad, aunque sea cruel.

Dije al principio que la mezquindad es el signo del fracaso de una monja. Ahora, sin embargo, he de aña­dir que la capacidad de superar el ataque de la mez­quindad, el no dejarse paralizar ni ahogar por ese sofocante parásito, el luchar contra esos asquerosos tentáculos, es la señal segura de éxito en la vida re­ligiosa.

Entonces, la religiosa verdadera, completa, es la que ha superado también la prueba de fuego de la mezquindad. La que no ha traicionado sus propios sueños. La que no ha recortado sus propias ilusiones. La que no se ha dejado asfixiar por el aire venenoso. La que ha abierto todas las ventanas. Y respirando profundamente ha dirigido su mirada hacia las cum­bres del ideal.

108

15 BILLETES PARA EL TREN...

EN LATÍN

Fue ella misma la que pidió que viniera el sacer­dote con los santos óleos.

La superiora había intentado, no sin cierto sudor frío, aludir al tema como quien no quiere la cosa. Pero sor Jacinta había ido derecha al asunto:

—Yo soy una ignorante. No tengo estudios. Pero no creo que se necesite mucha inteligencia para com­prender que es el fin. O el principio, si se quiere. El oxígeno, los médicos nerviosos, todas estas aten­ciones... Haga el favor de llamar al capellán.

La superiora, para ganar tiempo, intentó demos­trar que la situación no era todavía tan dramática:

—No hay ninguna urgencia... Y además, son las dos de la madrugada.

Pero ella, una vez más, cortó por lo sano: —Cuando alguna tiene que tomar el tren, el ca­

pellán se despierta a las cuatro para darle la comu­nión. Ahora... estoy a punto para tomar el tren del cielo. Creo que estoy autorizada a molestar al sacer­dote a las dos.

Sor Jacinta había estado siempre en primera línea. Desde el día de su consagración solemne, había tra­bajado en las fronteras de la humanidad. Siete años en un sanatorio.

Luego la madre general la había mandado llamar:

109

— ...Considérelo como un" acto de confianza por parte del Instituto.

Y fue a parar de enfermera a un manicomio. Diez años.

Una vez más, volvió a verse en la antigua habita­ción de la madre general. La madre general era nueva:

— Conozco su generosidad. Sé que nunca ha dado un paso atrás frente a un sacrificio que se le pidiera por el bien del Instituto.

Y a sor Jacinta se le pidió que fuera a la cárcel. Y allí estuvo treinta y cinco años.

— ¡Treinta y cinco años seguidos en la cárcel! —No, no fueron seguidos. Todos los años iba a

la casa-madre para hacer ejercicios espirituales. —Y ¿cómo ha podido aguantar durante tantos

años a esa gentuza? Sor Jacinta perdía los estribos. Pero sólo un poco.

En sus ojos relampagueaba en seguida una señal inefable.

—No tienen que llamarlos así. No, no es justo. Sabéis bien que soy una ignorante, que no he estu­diado. Pero ustedes se equivocan, no pueden saber... Todos eran buenos...

—¿También Mario Candeal? - S í . Mario Candeal, veinte años, por un cuchillo me­

tido en el vientre de un amigo en la taberna: la primera tarde que vio a sor Jacinta le tiró al hábito el plato de sopa. La segunda tarde, por el contrario, se limitó a soplarle encima la ceniza de su cigarrillo. Pero fue «un asunto sin importancia», aun cuando los ciga­rrillos se los hubiese proporcionado sor Jacinta, la cual, naturalmente, siguió proporcionándoselos como si nada hubiera ocurrido.

—¿Era buena la María Terroba? — Sí, desde luego, también ella, pobrecita. ¡Había

sufrido tanto! María Terroba, asistenta de varias familias de la

110

ciudad, un pulmón deshecho. Pero diligente; si no, nadie la hubiera tomado para trabajar. Una noche ahogó a su hijo que no dejaba de gritar...

Siempre que María Torroba veía a sor Jacinta, la saludaba con un esputo en la cara.

—¿También Luis Ruberte? —Desde luego, también era bueno en el fondo. Luis Ruberte, quince años por violación y otras

cuentas atrasadas con la justicia, le lanzaba encima a sor Jacinta una tremenda sarta de insultos vulgares, palabrotas y blasfemias.

—Pero Marcos Torres... ¿No querrá decir usted..? ¡Aquél ni siquiera quiso recibir al sacerdote cuando iba a morir!

Cuando tocaban el tema de Marcos Torres, sor Jacinta se ponía nerviosa.

—Dejad en paz a Marcos Torres. ¿Qué sabéis vosotras de él? Sí, es verdad que en la enfermería rechazó al sacerdote. ¿Y qué? Tenía un carácter un poco difícil. Había que comprenderlo y saber mane­jarlo...

— Y ¿cómo lo hacía usted? ¿Le invitaba quizás a recitar los salmos penitenciales ?

—No, porque era él el que me invitaba a rezar juntos el avemaria todas las noches.

—¿Y le dio usted la absolución de todos sus pe­cados?

— En cierto sentido sí... Sí, ya sé que quieren to­marme el pelo. De todos modos, poco antes de morir, me entregó un papel escrito. «Jamás lo haré con un sacerdote —me dijo—. Pero a sor Jacinta le puedo dar toda la lista de mis canalladas». Naturalmente yo no tuve el coraje para leer aquel papel y lo tiré al fuego. Hay que respetar el secreto de las conciencias... Yo soy una ignorante, no he estudiado; pero, ¿creéis que la misericordia de Dios no encontró alguna ma­nera, después de aquella confesión escrita, de hacer llegar a Marcos Torres la absolución, casi, por así

111

decirlo, a escondidas, sin pasar a través de la vía jerárquica?

Les hubiera gustado a aquellas hermanas que se divertían en pincharle, sacarle los ojos para ver de qué estaban hechos. Tenían que poseer ciertamente algún dispositivo milagroso que le permitiese a sor Jacinta penetrar profundamente y descubrir la bondad, incluso en aquella «gentuza». Inclinarse a coger los restos de la sopa, pasarse el pañuelo por la cara para limpiar la saliva, sentir sobre la carne la quemazón de ciertas palabras soeces, y comprender que Mario Candeal, María Terroba, Luis Ruberte, en el fondo, eran buenos... La sopa tirada, el esputo en la cara, los ultrajes eran solamente la «corteza». Había que arrancar aquella corteza para que apareciese el tesoro de bondad oculto en el fondo de aquellos seres.

—En resumen, sor Jacinta, ¿le reza usted a su «san» Marcos Torres?

—Yo le rezo al buen ladrón, aun cuando no esté en la lista oficial de los santos; pero seguramente es santo, porque lo canonizó Jesús en la cruz.

—¿Le ha concedido ya alguna gracia especial? — Sí, me ha ayudado a comprender, también a mí,

que soy una pobre ignorante, que ninguno de nos­otros tiene derecho a llamar malo a un hombre. A no ser que... —añadía con un guiño de malicia en los ojos— no hayamos derramado la sangre en la cruz por él... Decimos muchas veces: «ése es un sinver­güenza, aquel otro un ladrón». Y nos quedamos tan tranquilos. Se necesita tener cara... Cristo derramó su sangre por aquel sinvergüenza, por aquel ladrón. Y nosotros no tenemos ningún derecho para juzgar así, no tenemos ningún derecho a tocarlos porque es­tán defendidos por Ya sangre de Cristo... Fijaos bien, yo soy una ignorante, no he estudiado, no he leído ninguno de esos grandes libros, pero estoy segura de que esa gente solamente ha cometido el error de

112

no haber sido suficientemente amada por nosotros. Se trata de una cuestión de corazón...

Sí, era cuestión de corazón. Y fue el corazón el que le obligó a retirarse a sor Jacinta. A separarla de la prisión para llevarla al hospital, sin pasar esta vez por el despacho de la madre general (que ya no era la de las veces anteriores).

Incluso un corazón como el de sor Jacinta puede gastarse. Especialmente si todos se empeñan en te­ner un trozo de él. Y ella no lo había regateado a nadie.

Si en la cárcel había descubierto la bondad de los hombres, en el lecho de la enfermería tenía que con­seguir la certeza de la bondad de Dios. Aquel Dios que le mandaba regularmenre un ataque de angina de pecho que la dejaban deshecha.

Cinco años para aprender la bondad de Dios.

Cuando se retiró el sacerdote, sor Jacinta le hizo una señal a la superiora para que se acercarse.

La superiora se acercó a aquel rostro sepultado entre almohadas —parecía el rostro de un niño— hasta rozar la sonda de oxígeno

—Madre, por favor, vamos a rezar juntas el Mi­serere en latín.

- ¿ E n latín? —Sí, en latín. La superiora comenzó con voz incierta: —Miserere mei, Deus, secundum magnam misericor-

diam tuam... —Basta ya. Tenía necesidad de escuchar por úl­

tima vez estas palabras... Son el billete del tren para el cielo. Secundum magnam misericordiam tuam. ¡Qué hermosura! Ya lo sabe usted, madre; yo soy una ig­norante, no he estudiado latín, pero sé lo que signifi­can esas palabras. Magnam... magnam... Una cosa grande, grande, enorme, que ni siquiera podemos ima­ginarnos, y es inútil leer todos esos librotes, porque es mucho más grande todavía... Secundum magnam

113

misericordiam. La misericordia de Dios es grande, infinita. Como una montaña, y más todavía... Mi miseria, mis pecados..., como un grano de arena. Mario Candeal, María Terroba, Luis Ruberte, Marcos Torres, sus delitos, como un grano de arena. Toda la malicia de los hombres... como un grano de arena. Y la misericordia de Dios... una montaña enorme. No hay proporción... Lo sabe usted bien; soy una igno­rante, no he estudiado; pero he entendido lo que quie­re decir secundum magnam mtseri... Y Sor Jacinta se subió al tren. Estaba ya, cara a cara, mirando a la Mise­ricordia.

114

16 OBLIGACIÓN DE INVENTAR

Del diario de sor Inés

Si me preguntasen qué es lo más importante para acercarnos al prójimo, respondería sin duda alguna: la fantasía. Y escandalizaría a un montón de gente. Le haría fruncir el entrecejo a los «primeros de la clase».

Ellos, los «primeros de la clase», saben, desde los pupitres, que en relación con el prójimo lo que se necesita es la caridad.

Pero yo insisto, con la testarudez que todos me reconocen (de buena gana): ¿Es posible la caridad sin la fantasía? ¿Puede haber verdadero amor sin imaginación? ¿Puede amarse a una persona sin «in­ventarla» continuamente?

Cuanto más leo el evangelio, más insistentes y provocativas se vuelven estas preguntas, exigiendo una respuesta concreta.

Por ejemplo, Zaqueo. No sería, seguramente, un tipo simpático, ni tampoco muy recomendable. Ni siquiera el párroco más indulgente estaría dispuesto a firmarle un certificado de buena conducta. La suya no era ciertamente una fama de santidad. Además, en cuestión de dinero, no sentía muchos escrúpulos. En una palabra, un individuo del que conviene estar un poco lejos. Una persona de bien no puede comprome­terse con un Zaqueo. ¡Era demasiado bien conocido!

Pero Jesús hace una etapa fuera de programa pre­cisamente en casa de Zaqueo, obligando a caer de las nubes (o del sicómoro, es lo mismo) al propio intere-

115

sado, y escandalizando abundantemente a los prime­ros de la clase de Jericó.

¿Qué es lo que sucedía? Sencillamente esto: Cristo amaba de verdad a Zaqueo. Y amándolo no se con­tentaba con conocerlo, sino que lo inventaba.

Los demás conocían a la samaritana como una pecadora. Cristo la inventa como apóstol.

Los demás conocían al ladrón como un delin­cuente digno del patíbulo. Jesús lo inventa como el primer santo de su reino.

Los demás se limitan a ver a las personas como son. Cristo las ve como podrían ser.

Con frecuencia noto que algunas de mis herma­nas, por la tarde, vuelven a la comunidad tristes, desilusionadas, presas de la desconfianza, dominadas, aplastadas por una especie de fatalismo ante el peso del mal que los rodea, y frente al cual se veo impor-tentes. Poco a poco se van haciendo pesimistas. Con un pesimismo oscuro, trágico.

Al acercarnos a nuestro prójimo, tendríamos que armarnos de paciencia, de atención, de respeto ante su misterio.

A todos los desheredados de la tierra podemos ha­cerles un gran servicio: revelarles lo que podrían ser, librarles de la realidad presente —pesada, obscura, nauseabunda— para introducirlos en el porvenir. Su porvenir.

Lo malo es que muchas veces tenemos unos ojos que solamente son capaces de ver.

Los ojos del amor saben inventar.

116

17 LA RELIQUIA DE SOR MARTA

Un objeto misterioso en el convento. Nos lo ha ha traído sor Marta, hace algunos meses. Lo había sacado con mucha atención, con mil precauciones, del fondo de la maleta de madera —una «cosa» en­vuelta en un pañuelo de seda, atada con una cinta dorada, de esas que se usan para los regalos de na­vidad— y lo había dejado, como si estuviese reali­zando una acción litúrgica, en el fondo del armario. La madre vicaria observaba la escena con aire emba­razoso, y estaba ya apuntando en sus labios una pregunta, cuando se la tragó apenas oyó que sor Marta le indicaba:

— ...es mi secreto. Nadie lo sabrá jamás. Tras unos pocos días, el objeto misterioso dejado

en el fondo del armario era secreto solamente por lo que se refería a su contenido Pero su existencia se conocía en la cocina, en la sala de recreo, en la biblio­teca y hasta en la portería. Toda la casa hablaba de él.

Brotaron los cometarios más sabrosos, las supo­siciones más sutiles, las interpretaciones más abiga­rradas.

Se charlaba, se susurraba, se insinuaba. Se discutía, se rumoreaba, se murmuraba... Solamente los superiores mostraban cierto desin­

terés, más o menos templado y vigilante, por la cues-

1/7

tión (la madre vicaria, sin embargo, no se perdonaba aquella pregunta tragada con demasiada precipita­ción), pero su destacada complicidad en las investiga­ciones podía considerarse segura.

En realidad, en todo el convento se había desen­cadenado una auténtica caza del objeto misterioso. Que ahora se veía envuelto no sólo por el pañuelo de seda, sino por la curiosidad de la monja de la lavande­ría, de la cocina, de las profesoras, de la administra­dora, de la portera, de la sacristana, de la secretaria, de la enfermera, de la encargada del guardarropa, de la directora. Y todo ello envuelto por la impaciente indiferencia de la madre general, de la madre vicaria y de las dos consejeras.

La única que no parecía intrigada en el asunto era sor Marta. Siempre alegre, expansiva, sin darse cuenta del bullicio que había provocado con aquella «cosa» sacada de su maleta. O, quizás, fingía que no se daba cuenta.

Las preguntas terminaban siempre golpeando — ¡muy delicadamente, como es lógico!— en la misma tecla.

Podía partirse de muy lejos, quizás de las misiones del sudeste asiático, dar alguna vuelta por los santos lugares, hacer un rodeo por la América Latina, dete­nerse en la dimisión de un cardenal de curia, pero siempre se sabía que el punto de llegada, la verdadera meta, era aquélla. No podía ser de otro modo.

Si una hermana le preguntaba a sor Marta: —¿Qué tal le ha ido a su sobrino en los exámenes?,

todas lo traducían así: —¿Te decides finalmente a revelarnos el contenido

de la envoltura misteriosa? Sor Marta se escapaba de sus manos con toda

naturalidad, como una anguila. Pero su sencillez era interpretada (así van las cosas...) como astucia re­finada.

Un día, sor Ana, la «teóloga» oficial de la casa,

118

planteó brutalmente, sobre el tapete, delante de todas, un caso bastante atrevido en su formulación (a sor Ana, dada su probada ortodoxia, se le consentía cierta audacia de horizontes Hasta el penitenciario de la catedral le había hablado a la reverendísima madre de la solidez de la doctrina de sor Ana). Dijo, pues:

—Vamos a procurar resolver todas juntas un pro­blema interesante. Hipotético, naturalmente. Imagi­nemos una monja que, habiendo vivido en el mundo hasta la edad de 24 años, haya tenido la oportunidad de conocer a una persona... de otro sexo..., digamos más bien un joven, y que este joven haya sido precisa­mente... ¿cómo decirlo?... su novio — ¡no hemos de asombrarnos! ¡en el .mundo puede pasar cualquier cosa!— Pues bien, ¿puede esta monja, repito que es un caso hipotético, llevarse al convento un regalo del novio? ¿le es lícito conservarlo, aunque sea con el permiso tácito o presunto de la superiora? En caso de respuesta negativa, como me parece lógico, esta religiosa ¿falta contra la pobreza —lo que está fuera de duda— o también contra alguna otra virtud?

A las toses generales siguió un embarazoso si­lencio. Roto de pronto por una sonora carcajada de Sor Marta.

— ¡Pero qué pregunta más tonta! Si una monja para seguir su propia vocación, ha renunciado libre y espontáneamente al novio, no veo por qué ha de cos-tarle tanto renunciar a cualquier regalo que el novio le haya podido dar.

Esta vez ni siquiera el penitenciario de la catedral hubiera podido salvar a sor Ana.

Tras él fracaso de la «teóloga» entró en acción sor Virginia. Era la compañera de habitación de sor Marta. «Solamente usted, si tiene los ojos bien abier­tos, podrá iluminarnos el misterio», le indicaban las hermanas.

Sor Virginia se esforzó en abrir los ojos todo lo más posible. Pero, por desgracia, sor Marta tampoco

119

los tenia cerrados. Y cuanto trajinaba con el célebre «envoltorio», lo cual sucedía con cierta frecuencia, adoptaba todas las precauciones oportunas.

Cuando advertía demasiado interés, por la mañana, apenas la regla le permitía dirigir la palabra a su rom­

anera, le indicaba con un tono entre enfadado y romista:

—Tenga cuidado, que es peligroso acercarse de­masiado a las reliquias...

De esta manera sor Virginia no tuvo más remedio que confesar el fracaso de su propia misión a las «mandatarias»:

—¿Entonces? —No hay nada que hacer. Parece como si guardase

la santa sábana. Pero... me ha parecido que salía de la envoltura un cordón negro, algo así como un vulga­rísimo cordón de zapato.

—¿Un cordón? — Sí, o algo parecido. La «teóloga» adelantó sin más ni más una hipó­

tesis muy atrevida: —¿Será acaso un cilicio? — ¡Pero qué cilicio! —exclamó riendo sor Ro-

mualda—. No creo que lo use mucho. Está siempre alegre y con gana de juerga.

La «teóloga» tuvo que tragar saliva por aquella aguafiestas que ponía en ridículo su hipótesis:

—¡No está mal! ¿Es que acaso los grandes santos iban por ahí con cara de funeral? ¿Se ponían acaso a gritar a diestro y siniestro: mirad, mirad cómo me mortifico ?

Nadie se atrevió a levantar objeciones. Sobre todo, porque sor Ana estaba a punto de enfadarse de ver­dad. Y en ese caso no eran ciertamente hipótesis las que llovían de su boca...

De todos modos, la curiosidad general no se apla­có después de aquel incidente. Más aún, aumentó en intensidad. Y se concentró, se incubó y explotó pre-

6

120

cisamente en sor Virginia, que un día decidió que no podía resistir más.

Obró con circunspección. Se fijó en que sor Marta estaba ocupada (estaba hablando con la superiora, y tendría para rato; además, estaba prohibido subir a la habitación durante el día). Y subió corriendo las escaleras.

— Si me permite, madre superiora —dijo sor Marta—, aquella caja de chocolatinas que me rega­laron el otro día se la mandaré a casa a mis sobrinos.

— Sí, sí, como quiera. Más aún, mándeles además este paquete de caramelos para la mamá.

Sor Marta subió también las escaleras. Entró en la habitación en el instante en que sor Virginia, con la cinta dorada en la mano, estaba abriendo la envol­tura del pañuelo de seda.

—¿También usted aquí? De momento me he lle­vado un buen susto... Pero... ¿qué está usted haciendo?

—La reliquia... —murmuró la pobrecilla— . Se le saltaron los nervios. —Pero ¿quién le ha autorizado a meter las narices

en las cosas de los demás? Un poco de educación... Luego se contuvo, viendo el rostro pálido de su

compañera. —Pues bien. Abra usted el paquete, ya que lo tiene

en la mano. No se quede ahí pasmada. —¡Un zapato!; exclamó sor Virginia con el poco

aliento que le quedaba en la garganta. — Sí, un zapato. Feo y roto. Y si se fija usted bien,

verá que tiene un buen agujero en el centro de la suela.

—¿Y de quién es?; preguntó sor Virginia. —De mi novio..., si es que mi ex-novio puede

tener noventa años... Estoy bromeando: es un zapato de mi anciano párroco.

—¿Santo? —No, si santo quiere decir canonizado oficialmen­

te por la Iglesia. Pero ¿qué importa?

121

Así fue como sor Marta aquella tarde, durante la recreación, se vio obligada a hablar de su viejo pá­rroco.

Todas las hermanas formaban un auditorio extraor­dinariamente atento. Ni siquiera la «teóloga», durante su narración, se atrevió a abrir la boca.

Don Emilio Gante, párroco de Forja durante 57 años (la cifra es ya bastante elocuente).

Forja no existe como pueblo. Son sólo unas cuan­tas de casas diseminadas alrededor de una decena de colinas maravillosas.

Es legítima la sospecha de que el creador haya tirado desde arriba un puñado de casas y que éstas, con la complicidad del viento, vinieran a caer arraci­madas sobre un territorio más bien extenso. Esto es Forja.

Don Emilio Gante fue depositado allí, un domingo de otoño de finales de siglo, por un elegante lando. Aquella misma tarde, naturalmente, el lando se mar­chó. Y el nuevo párroco se quedó solo, junto a la iglesia, en medio de un apretado racimo de casas.

Enseguida se hizo cargo de la situación. Seis ki­lómetros para llegar a Bedegón. Cuatro kilómetros y una cuesta empinada para subir a Carrasco. Y así por el estilo. Una geografía imposible.

Pero don Emilio no se desanimó por ello. Tenía las piernas sólidas, los pulmones en orden y una dosis incalculable de buena voluntad. Lo único que tenía que hacer era adquirir una buena reserva de zapatos...

No era un sacerdote a la moda. Sin embargo, pensándolo bien, caminaba constantemente delante de todos.

Nunca se llenó la boca con palabras abstrusas ni gargarizó teorías pastorales, de esas que llaman de vanguardia. Pero el hecho es que jamás logró nadie verlo refugiado en la retaguardia. Y también en la aceptación de la cruz caminaba, con la cabeza bien en alto, sin lamentaciones, delante de todos.

122

Fidelísimo hasta el escrúpulo en las cosas esen­ciales. Pocas líneas. Pero las que importan. Y la cons­trucción daba una impresión extraordinaria de so­lidez.

Parecía como si en sus oídos solamente hubiera resonado aquel mandato del evangelio: «id».

Esa sencilla palabra tuvo el poder de catapultar a don Emilio hacia todos los caseríos de la parroquia. 17 en total.

Donde había un enfermo que visitar, un dolor que tomar sobre las espaldas, una alegría que compartir, una ayuda que proporcionar, una reprimenda que ha­cer, allí llegaba don Emilio. Puntualmente. Con los zapatos llenos de polvo, la frente perlada de sudor.

Con el correr de los años, el montón de zapatos usados había ido asumiendo proporciones gigantes­cas. El número de kilómetros llegaba a ser astronó­mico. Y aquel montón de zapatos deshechos era el testimonio más elocuente de la fidelidad a un manda­miento.

El número increíble de kilómetros recorridos eran otros tantos hilos que tenían sólidamente atados al corazón del párroco todos los caseríos de un pueblo deshilacliado.

Oración. Sensibilidad acentuada. Humildad. Capa­cidad de interesarse, activamente, por todos. Los en­fermos podían gozar de sus atenciones más exquisitas. Y hasta puntualísimo.

«Había que ver sus registros de archivo. Cuando se decidió a confiármelos, aunque fuera parcialmente, a causa de su vista, tuvo que experimentar segura­mente un buen disgusto. Se acercaba con la poltrona a la escribanía, como si quisiese guiar mi mano e im­pedir que hiciese tonterías».

Conocía a todos personalmente Seguía asiduamen­te todas sus peripecias, hasta las de aquellos que se marchaban a la ciudad. Los había bautizado, unido en matrimonio Y también... confirmado. Sí, porque

123

tenía el genio fácil. En el verano, el acostumbrado y rapidísimo coscorrón; en el invierno, por el con­trario, tomaba una extremidad del manteo y se servía de él a modo de látigo.

Los parroquianos, cuando le encontraban por el camino, le oían saludar con un simpático: «adiós, pillin». Don Emilio trataba de «pillines» a todos: ni­ños, adultos, ingenieros, labradores, profesores.

Se ha observado que todos parecemos iguales. Co­mo si nos hubieran hecho en serie. Una pátina de cal nos blanquea a todos. Todos encuadrados con medidas uniformes y despersonalizantes. Don Emilio era un ejemplar único, inconfundible, irrepetible.

Se salía, y con mucho, de los acostumbrados es­quemas convencionales, con toda la fuerza desbordan­te de su personalidad, con sus dotes, sus virtudes ex­cepcionales y también con sus defectos (que también eran personalísimos)...

Gestos, palabras, actitudes, enfados, sonrisas, cos­corrones. Todo tenía un sello inimitable.

Imposible catalogarlo. Imposible encuadrarlo. ¿Será esta la ocasión de recordar a Bernanos?

«Me pregunto qué tenéis en las venas hoy, vosotros, los jóvenes sacerdotes. En mi tiempo formaban hom­bres de Iglesia; sí, hombres de Iglesia, cabezas de la parroquia. Tenían en el puño al pueblo, aquellos, sólo con levantar las cejas; ahora los seminarios nos envían clérigos de cuatro cuartos, pequeños vagabun­dos que se imaginan que trabajan más que todos, porque no llevan nada a cabo. En vez de mandar no hacen más que lamentarse».

Don Emilio sabía mandar, ya lo creo. Y desde luego Bernanos se habría encontrado muy a gusto con un párroco de su estilo.

A los 90 años bien cumplidos conservaba una me­moria prodigiosa. Un corazón sencillo y puro de niño y... una voz que, con ocasión de ciertas predicaciones

124

«huracanadas», hacía temer por la incolumidad de los cristales de la iglesia.

La vista era lo único que se le había estropeado en los últimos años. En compensación, tenía la misma picardía —bien administrada—, la misma astucia, la misma inteligencia, el mismo corazón, las mismas pier­nas acostumbradas a masticar millares de kilómetros, el mismo olfato (¡cuántas veces quise engañarle con monedas de peseta en vez de las de duro, pero nunca pude! ¡Se daba cuenta de la trampa incluso antes de tener la moneda entre las manos!).

Casi ciego —decía siempre la misa de la Virgen o de los difuntos porque las sabía de memoria—, un día tropezó en la escalera de la plaza del municipio, y cayó directamente al asfalto de la calle, dándose un golpe en la cabeza. El médico sospechó que se trataba de una fractura de cráneo. Le obligó a estar en cama:

—Mañana por la mañana pasaré a recogerle. Ire­mos al hospital para hacer unas radiografías. No se mueva, por favor.

Al día siguiente, cuando la ambulancia llegó a la casa parroquial, tuvo que esperar a que don Emilio... terminase de cantar la misa. Desde la Iglesia llegaba su voz, sonora y bien templada, entonando el «Dies irae», con todos los versículos cantados por él, porque no había un sacristán que le respondiese.

Se veía obligado a hacer que le leyera los perió­dicos alguna buena persona, casi siempre Luciana, sobre todo «para conocer las directivas del papa y del obispo». Porque su obediencia no entendía de dis­tingos. «Y yo, que no era muy buena persona, algunas veces me aburría y para poner a prueba aquella obe­diencia tan compacta le leía el Boletín del obispado inventando las disposiciones más extravagantes. Pues bien, a él no se le ocurría la más mínima protesta. Y solamente cuando le revelaba mi trapisonda, exhalaba un profundo suspiro de alivio y me daba el inevitable coscorrón».

125

Un día, Luciana dejó filtrar, a través de las rejillas del confesionario, una noticia algo insólita:

Señor cura, tendría intención, ya lo he decidido..., hacerme monja.

—¿Y es ése acaso un pecado? —No. Pero me gustaría saber su parecer... —Mi parecer es tan importante como el del al­

calde, ese bendito anticlerical; o sea, no importa nada. Lo que importa es la llamada de Dios. Y frente a esa llamada, si es verdadera, hay que estar atento y marchar tras ella... Mira por donde: ¿es que has reñido con Lorenzo?

- N o . —¿No me dirás tampoco que has sentido una

vocecita...? —No, señor cura, ninguna vocecita; lo que pasa

es que... cómo decirlo, no tengo más remedio que hacerme monja. No hay otra salida.

—Está bien. Tampoco yo, hace ochenta años, oí ninguna voz. A pesar de que entonces tenía los oídos en óptimo estado de servicio Sin embargo para mí fue una cosa más segura, más indiscutible que un cañonazo. Y si no me hubiese hecho sacerdote, me hubiera sentido un traidor. Pero dime... ¿está Lorenzo de acuerdo?

—Desde luego que no parece muy entusiasmado. Le ha sabido mal. Pero respeta mi decisión.

—Pues no te preocupes Si no, me encargaré yo de aquel pillín... Si es necesario con la punta del manteo.

—Mis padres, sin embargo... —Estáte tranquila. Les hablaré yo. Los bauticé

y los casé yo. Y además, les he confirmado más de una vez. Pero te conviene conseguir el licenciado. De todos modos, no te es muy necesario, con tu ca­beza tan dura...; pero antes, tienes que licenciarte. Tu padre y tu madre han hecho muchos sacrificios

126

para darte estudios; tienen derecho a esa satisfacción. ¿Has entendido, pillina?

— Sí, señor cura. —¡Está bien! Debería decirte que estoy contento

de ti. Pero no conviene correr. Esperaré a decírtelo cuando sepa que eres una monja como yo la entiendo. Como yo la entiendo, ¿entendido? Porque si no, no vale la pena. Cuando está por medio una vocación, hay que llegar hasta el fondo, no hacer comedias. El Señor no te ha llamado para recitar comedias, ¿entendido ?

—Sí, señor cura. —Y puesto que has venido a confesarte, de pe­

nitencia.. , bien, de penitencia prométeme que no te creerás nunca una «criatura privilegiada», como si solamente tú hicieras sacrificios y tuvieses en el bol­sillo, seguro, el billete para el cielo. No se hace una monja para ir con más seguridad al cielo. Al cielo te­nemos que ir todos juntos, y quizás hasta encontre­mos al alcalde un poco más alto que nosotros. Ade­más..., tienes que pensar siempre que tú has hecho un estupendo negocio al escoger al Señor. Pero hay que ver si la otra parte, esto es el Señor, ha hecho de verdad un negocio escogiéndote a ti. Así pues, esta penitencia: olvidar, borrar de tu vocabulario de mon­ja la palabra «privilegio» o «almas privilegiadas», que es lo mismo. Lo harás en penitencia de tus pe­cados y también... de los míos. Y ahora, a casa. Un momento..., espera. Me olvidaba darte la absolución. Fíjate bien lo que me obligas a hacer, pillina...

Intentó resistir hasta los límites de lo imposible. Y si no hubiera sido por los ojos, lo habría conseguido.

«Una mañana subíamos la cuesta de mi caserío acompañando un funeral. Varios kilómetros de su­bida, bastante dura. Don Emilio, con su voz tan bien timbrada (y sus 90 años), pasaba sin solución de con­tinuidad del De profundis al Miserere y del Miserere al De profundis.

127

Ni un minuto de respiro. Y aquellas pausas en las que, según las exigencias de los profesores de canto —¿no es verdad, sor Julia?— había que res­pirar, él las empleaba para increpar a las mujeres, culpables, según él, de caminar demasiado despacio.

Yo estaba echando el hígado y no lograba ni siquiera conservar su paso —ni mucho menos can­tar— y como yo, casi todas las demás.

Don Emilio subía impertérrito, cantando el Mi­serere y el De profanáis sin darse cuenta de que las de­más íbamos tras él, respirando penosamente. Aquella escena era el símbolo de su vida...».

Pero tuvo que rendirse. Don Emilio se vio obli­gado a tomar la decisión más dolorosa. Renunciar a la parroquia. El gesto le costó tremendamente. Pero la preocupación del bien de «su» gente prevaleció sobre las demás consideraciones.

El mismo quiso recibir al nuevo párroco, sesenta años más joven.

«Lo veo una vez más, aquel día, en la puerta de la iglesia, con el sol iluminando despiadadamente todas las arrugas de su rostro. Don Emilio ofreció una de sus más bellas lecciones. Tenía los ojos de todos clavados encima, a la caza de una lágrima.

Pero él no hacía más que gritar para sujetar a un grupo que intentaba echársele encima. Nada de lamentaciones. Todo lo contrario; no hacía más que seguir las bromas de los demás».

Después de 56 años de parroquia, hubiera sido hermoso —y poético— morir en el campo de ba­talla entre «su» gente. Pero supo realizar también esta renuncia. Y aceptó serenamente, humildemente, como si no tuviese derecho a nada, un rincón en el asilo de la ciudad vecina.

Cuando se enteró de la muerte de don Emilio, Leoncia llamó a la puerta de la casa parroquial. Te­nía un pañuelo de seda bajo el brazo. Murmuró una excusa a la nueva criada y subió al desván. Cogió

128

del gran montón el primer zapato que tuvo al al­cance de su mano («para poder entrar en el cielo bastan éstas, ¡y todavía sobran!» —observó—), lo envolvió en el pañuelo y se precipitó por las escaleras, mientras la criada seguía quejándose de que ella no entendía nada.

Cuando terminó, sor Leoncia miró alrededor. Ninguna daba la menor traza de querer levantarse, a pesar de que ya hacía un cuarto de hora que había tocado la campana para terminar el recreo. Entonces encontró, quién sabe dónde, ánimos para reanudar su discurso:

—¿Comprendéis ahora lo que significa para mí el zapato de un viejo párroco ? Una reliquia. Y quizás, algo más que una reliquia. Un remordimiento con­tinuo, una advertencia severa.

Me hace pensar en la responsabilidad del hábito que llevo. Y a veces me hace avergonzar. Porque tengo miedo de que digan que no significan nada. No, no os escandalicéis demasiado a prisa, por favor. Procurad comprenderme; fijaos, los zapatos destro­zados con las suelas gastadas y la sotana llena de polvo de mi antiguo párroco... Esos sí que son «signos». Eran la documentación, bien clara, al alcance de todos, de que don Emilio amaba a sus feligreses, se sacrifi­caba por ellos, los buscaba, consumía por ellos hasta las últimas migajas de su vida.

Hoy hablamos mucho de diálogo El sí que sabía dialogar. Bastaba con mirar sus zapatos...

La gente veía su sotana polvorienta, sus zapatos rotos. Y comprendía. Comprendía lo que quiere de­cir el amor de un sacerdote a su parroquia. Los za­patos, la sotana... eran un buen «signo».

Solamente con mirar los zapatos de don Emilio me hago perfecta cuenta de lo que quiere decir un «signo».

Nuestro hábito, todos los signos exteriores que llevamos, cumplen su función, están en su puesto

9 129

si les corresponde una realidad interior. Tienen que expresar y manifestar lo que hay «dentro». ¡No cubrir el vacío! Son ellos los que tienen que explicar. Y no ser explicados.

El signo, para ser eficaz, para ser comprendido, tiene que constituir la realización externa de una rea­lidad interior. Tiene que haber una perfecta coinci­dencia entre los dos campos. Si no, el «signo» se con­vierte en una mentira.

En una palabra, hemos de conseguir que se nos «perdone» el hábito que vestimos. ¿He dicho una bar­baridad..? Dispensadme, no quería echar un sermón. Tengo miedo de haber dicho una barbaridad...

Pero ni siquiera la «teóloga» presentó una ob­jeción.

La madre general, por su parte, dijo en tono ame­nazador:

—Mañana por la mañana, ¡ay de la que abra el libro para la meditación!

Y se levantó.

130

18 CADA DÍA SE NOS DA

UNA VOCACIÓN Del diario de sor Inés

Lo que he dicho a propósito del amor para con el prójimo, creo que vale también para ese prójimo que está más cercano a mí misma, mi propio yo.

También aquí se advierte una desconsoladora ca­rencia de fantasía y creatividad.

El hecho es que nos amamos demasiado poco a nosotros mismos. Y también esta vez los «primeros de la clase» fruncirán el ceño. Dirán que no hago más que decir tonterías. Paciencia. Si no estuviesen en circulación esas tonterías, ¿qué harían los «primeros de la clase?» Estarían desocupados.

El amor propio. En los años de formación nos han enseñado a descubrirlo bajo todos los disfraces, a vislumbrar todas sus posibles desviaciones, a comba­tirlo despiadadamente, a anularlo inexorablemente. Es muy justo.

Pero tengo la impresión de que junto a ese amor propio venenoso hemos eliminado también un amor propio beneficioso e incluso obligatorio.

Realmente, incluso en los conventos, veo a mu­chas personas que han tenido la grave equivocación de no amarse bastante a sí mismas. Si se amasen de ve­ras, no aceptarían ciertamente ser tan mezquinas, tan mediocres, tan insulsas, tan tremendamente lejanas

¡31

de su ideal. No se adaptarían tan fácilmente a ser una burda caricatura de sí mismas.

El pecador, en el fondo, es uno que no se ama a sí mismo. Ama una imagen deforme, infiel, equivo­cada, de sí.

«He pecado contra Dios». Pero también, casi po­dríamos decir que antes que contra todos, he pecado contra mí.

El egoísta no es uno que se niega a amar al pró­jimo. Es uno que, precisamente por no amar al pró­jimo, no se ama a sí mismo (porque debería saber que solamente abriéndose a los demás, amando a los demás, se realiza a sí mismo).

Amarse a sí mismo quiere decir comprometerse a hacernos lo que deberíamos ser. No aceptarnos como somos. Negarnos a toda caricatura. Inventarnos.

Quiere decir que esta sor Inés que conozco, con sus defectos, su soberbia, su pereza, sus ruindades de cada día, no es sor Inés. Es otra. Una lamentable imitación. Una falsedad. Una careta tragicómica.

La verdadera sor Inés está escondida bajo un cúmulo de egoísmo, de indiferencia, de mentira, de cobardía. Y esta sor Inés auténtica, sofocada, grita que quiere ser liberada. Pero su voz es todavía débil. Porque la corteza que la cubre sigue siendo demasiado espesa.

¿Lograré amarme lo bastante para poder liberar la obra maestra, renegando de toda imitación?

¿Tendré suficiente amor propio para inventarme tal como debería ser, rehusando la caricatura?

¿No tendré ya miedo a salir de la oscuridad, para imaginarme una sor Inés santa?

Cada día se nos da una vocación. Y cada día nos inventamos. Si no, seremos los peores enemigos de nosotros

mismos. Quiero buscar a la santa que está escondida dentro

de mí. .

132

19 CRISIS EN LA COCINA

Sor Clementina se dio cuenta de que estaba en crisis mientras estaba pelando las patatas.

¿Os parece cómico? No tanto. Para una religiosa como sor Clementina, llamada a amar a Dios y a. sus hermanos, afanándose todo el día entre las cacerolas y el friegaplatos, incluso la acción más vulgar como el pelar patatas puede convertirse en un síntoma impor­tante de la salud de la propia vocación.

Entonces... ¿qué había sucedido? Sencillamente esto. Antes, cuando pelaba las patatas, estaba con­vencida, no solamente de que pelaba patatas, sino de que salvaba almas. Ahora, cuando se prepara a hacer este trabajo, es consciente únicamente de que pela patatas.

Antes, mientras se afanaba entre las ollas, experimen­taba la alegría de prestar un servicio a la comunidad. Ahora tiene la impresión de que «se sacrifica» por las hermanas.

Se dirá: matices imperceptibles. Pero el éxito o el fracaso de una vocación religiosa depende precisa­mente de matices de esta clase.

Un día había oído decir a un predicador de ejer­cicios una frase que se le grabó en el alma. Además, la anotó diligentemente en un papel. Podría ser aquel el programa de su vida. «La monja, aunque haga mu­chas cosas, no hace más que una. Pero, haciendo siempre la misma cosa, hace muchas cosas».

133

Hasta hacía poco aquella certidumbre se había mantenido en pie. Sor Clementina no se sentía limi­tada por las paredes de la cocina. Cuando se ponía el delantal blanco, le parecía que se encontraba al mismo tiempo entre los negros de Tanganika, en una leprosería de Corea, en las barracas del Nordeste brasileño, en una aldea desolada del Vietnam, en el barrio negro de una metrópoli americana.

Miraba la enorme mancha de humedad estampada en el techo, y tenía la impresión de encontrarse ante un mapa con todos los continentes donde desarro­llaba su acción. Los itinerarios de su corazón.

¿Una jornada monótona? Por el contrario, era extraordinariamente variada.

Preparaba el cocido, su especialidad, con una re­ceta que le había enseñado su madre: y mientras llevaba a cabo esa acción, siempre igual, sabía que hacía al mismo tiempo otras muchas cosas: enseñar, curar, devolver la alegría de vivir a una persona des­esperada, aconsejar, denunciar las injusticias, y hasta predicar.

Pero ahora, no. Se había convertido en la monja cocinera y basta. Condenada a repetir las mismas ac­ciones, siempre monótonas, su horizonte era más bien limitado. De la olla al torno, del torno al plato de las hermanas. Y eso es todo. Por la mañana y por la tarde. Hoy, mañana, el día de navidad, un año, diez años, y quién sabe cuánto tiempo todavía, hasta que sus manos no pudiesen apretar más el cuchillo y sus ojos dejasen de distinguir el caldo del agua de fregar.

¿Quién se acordaba de ella? Todo lo que hacía se daba por descontado; una cosa sumamente normal a la que estaba habituada toda la casa. Se acordaban, excepcionalmente, cuando se le había escapado un puñado más de sal. O cuando el arroz estaba pasado. Entonces las quejas tenían una dirección bien precisa. Entonces, y solamente entonces, la comunidad se daba cuenta de la presencia de sor Clementina.

134

De esta forma, después de siete años de vida re­ligiosa, sor Clementina había comenzado a acortar sus pasos. Sus horizontes se le habían cerrado alrededor, la oprimían, la apretaban dentro de un cerco, la sofo­caban.

Un delantal blanco. Cocina, cocido, mancha de humedad en el techo. Y el Señor en la capilla.

Aquella tarde la superiora llegó a la cocina mien­tras sor Clementina estaba desplumando media do­cena de pollos, amontonados en la gran mesa rec­tangular.

—Tiene usted carta. Sor Clementina se pasó las manos por el delantal,

antes de tomar la carta. Era de su madre. «Queridísima hija: Contesto a tu carta. Perdó­

nanos si hemos dejado pasar tanto tiempo. Pero esta­mos ocupados con mil cosas, y además nuestras ma­nos están más acostumbradas a la azada que a la pluma.

Nos has hablado de tu vida llena de sacrificios, y hemos leído y vuelto a leer muchas veces tu carta, y a mi personalmente me han venido las lágrimas a los ojos. Es verdad que la vida de una monja es di­fícil, pide renuncias, humillaciones, trabajo que nadie ve, solamente Dios. Por eso todos los de la familia, aunque nos ha costado mucho tu partida, estamos contentos y orgullosos de que hayas podido seguir ese camino difícil y sabemos que con tus oraciones y tus sacrificios atraes las bendiciones del cielo sobre todos nosotros, que tenemos tanta necesidad, y que somos malos, y que perdemos la paciencia cuando las cosas van mal.

Y ahora paso a darte algunas noticias. Padre ha vuelto del hospital sin que su reúma

haya tenido ninguna mejoría: al contrario, parece que se ha puesto peor. También el corazón le da al­gunos sustos. El médico viene a verlo, pero sólo por venir.

755

Ayer, por ejemplo, después de que le dije que me parecía imposible que no hubiese ningún remedio, perdió la calma y dijo: '[Qué le vamos a hacer! Ha trabajado demasiado. El motor ya no funciona. Por otra parte, es mejor que esté en una silla que en el cementerio, ¿no le parece?'.

La situación en casa no es muy alegre, y ver al padre sentado melancólicamente en una silla, en un rincón del patio, nos llena el corazón de tristeza.

Como si esto fuera poco, el granizo este año ha desolado nuestras viñas, estropeando toda la cosecha de uva que, como sabes, es nuestro único recurso. Si vieras qué desolación... Pero se necesita paciencia; si el Señor lo ha permitido, quiere decir que está bien así y que quizás nos lo merecemos por no haber rezado bastante».

(Pero sor Clementina recordaba muy bien que el año anterior su madre, hablándole de la estupenda cosecha, le había escrito: «Todo es mérito tuyo, de tus oraciones»).

«Por eso Juan el pobrecillo, ha decidido ir a buscar trabajo a la ciudad, ya que la tierra reserva estas sor­presas, y los jóvenes quieren un poco de seguridad para el porvenir. Gracias a un amigo, que tiene in­fluencias, ha podido encontrar un sitio en una fá­brica de coches. Trae a casa una buena paga, pero no sé cuánto tiempo resistirá trabajando de esta manera. Fíjate, se levanta todas las mañanas a las cuatro y me­dia. Tiene que pasar dos horas en tren para llegar a la ciudad. Le han puesto en la cadena de montaje. Yo no sé explicarte qué es eso de la cadena de mon­taje. Pero me parece que él tiene que realizar una acción cada tantos segundos, siempre la misma; y si no la realiza durante el tiempo debido, corre el peligro de pararlo todo. Si recuerdo bien, cada día tiene que repetir 1.900 veces ese trabajo; es una cuenta que ha hecho Carlitos, que ya va por el tercer

136

curso y sabe mucha aritmética, y el maestro está con­tento con él.

Cuando llega a casa, después de otras dos horas de tren, Juan tiene que ponerse todavía a hacer los trabajos más pesados del establo.

Yo y la María procuramos hacer lo demás: la casa, los niños, el padre, los campos, no nos dejan muchos momentos libres. Y por la tarde, cuando vamos a acostarnos, te aseguro que nos parece tener los huesos molidos y apenas tenemos fuerza para de­cir juntos el padrenuestro, el avemaria y un responso por nuestros queridos difuntos.

Y además están todas las preocupaciones que muchas veces ni siquiera nos dejan dormir.

De todos modos, tiramos para adelante sin per­der ánimo. Pensamos en tu vida de sacrificio y encon­tramos con ello la fuerza para no lamentarnos de nues­tras pequeñas fatigas y de nuestros pequeños fasti­dios de cada día.

Un saludo de parte de todos. Un beso de tu madre». Sor Clementina se sentía como un acusado a quien

se le acaba de leer la sentencia definitiva. Aquel pa­pel que tenía en las manos constituía una acusación despiadada contra su vida huraña, sembrada de la­mentos insoportables.

Tenía la impresión, la revelación, de que se habían trastocado las situaciones. De que ella había asumido los compromisos con el Señor, y que sus familiares los cumplían.

¿No era una especie de lujo espiritual hablar, en su caso, de pobreza?

¿Dónde estaba el convento? Y ¿quién estaba «dentro»? ¿Ella o los suyos? ¿Quién era fiel?

¿Quién llevaba la cruz detrás de Cristo? ¿Quién pagaba de veras por todos?

¿Era insoportable despertarse a las cinco y cuarto? ¿Y su hermano que a aquella hora estaba ya en el

137

tren camino de la ciudad? ¿Era más pesada la prepa­ración de la comida que el trabajo de un hombre-máquina en la cadena de montaje?

¿Y quién se daba cuenta del trabajo de su madre? ¿Y cómo es que su madre no se sentía «limitada»

en su propio ideal por aquella jornada monótona y pesada?

¿No nos imponemos nosotros mismos la más humillante limitación cuando nos resignamos a vernos «limitados» por la actividad a la que nos dedicamos, cuando nos referimos al «sacrificio» del cargo que se nos ha encomendado, cuando somos incapaces de imponer a la monotonía gris de las cosas cotidianas, a su mezquindad, el esplendor y las ilusiones de nues­tro ideal y de nuestro corazón?

Somos nosotros los que tenemos que forzar y dilatar las dimensiones de las ocupaciones más vulgares, y no vernos ahogados por ellas.

Sor Clementina se daba cuenta ahora de que las cuatro paredes de la cocina se habían estrechado pavorosamente, hasta llegar a aplastarla, porque antes había algo, «dentro», que se había estrechado y em­pequeñecido. La cocina convertida de repente en una cosa mezquina era la documentación externa de un fenómeno de empobrecimiento interior.

Sor Clementina volvió a meter en el sobre y luego en el bolsillo de su delantal la carta de su madre.

Por entonces se limitó a formular un simple pro­pósito: no hablaré nunca jamás de mi «vida de sa­crificio».

La hermana cocinera levantó sus ojos hacia el techo. Seguía allí la gran mancha de humedad. Pero ya no era solamente una gran mancha de humedad.

Era un mapa en el que estaban señalados los iti­nerarios más aventureros de una monja «grande e im­portante».

Sor Clementina decidió partir enseguida. Respetar todas sus citas. Tendrá que llegar muy lejos. Recorrer todos los continentes.

Por eso, se puso a desplumar los pollos.

20 MAYOR LIBERTAD Del diario de sor Inés

«Desde los primeros tiempos de la Iglesia hubo hombres y mujeres que, por medio de la práctica de los consejos evangélicos, decidieron seguir a Cristo con mayor libertad e imitarlo más de cerca» (Per­fectas caritatis i).

Me basta con esta expresión: con mayor libertad. Encierran una dimensión fundamental y una orienta­ción esencial de la vida religiosa.

«Con mayor libertad». Es como un grito, un aleluya que derriba, de golpe, las murallas de Jericó de ciertas concepciones estrechas y de ciertos equí­vocos demasiado alimentados hasta el presente.

Hay gente que considera la vida religiosa como una serie de pesos suplementarios que uno se echa voluntariamente a la espalda con la finalidad de al­canzar más méritos (y eso que hay de más, las sobras, son destinadas a la salvación de las almas de los demás). Al aumentar la carga, aumentan los títulos, aumenta la caridad de la propia existencia. Se sigue a Cristo con la espalda inclinada y hasta se llegan a proferir fórmulas un tanto discutibles de faquirismo religioso.

No. «Con mayor libertad». La vida religiosa tiene que liberar, no esclavizar. Hacer ligeros, no entorpe­cer. No es cuestión de peso, sino de elasticidad.

A una criatura consagrada Dios le dice: «Levanta la cabeza. Eres libre».

¡39

Se entra en el convento para encontrar la libertad, no para perderla.

El éxito o el fracaso de una vocación religiosa depende sobre todo de la liberación lograda o perdida.

Pienso hasta dónde nos llevarían los votos si los considerásemos y viviésemos con esta función li­beradora.

La castidad, por ejemplo. Debería hacer a una criatura libre, alegre, con una capacidad de amar más extensa y más profunda. Debería dilatar el cora­zón, potenciar la sensibilidad. Debería ser la victoria del espíritu sobre la marioneta.

Por el contrario, veo a veces monjas agriadas, ensombrecidas, con el corazón endurecido, con la sensibilidad desquiciada, sin espontaneidad, sin calor.

Veo religiosas en quienes la castidad es verdadera­mente «una virtud que se venga». O sea, que descarga sobre los demás el precio del propio sacrificio, hacién­dolas suspicaces, curiosas, malignas, obsesionadas únicamente por los pecados de la carne, pesimistas, ca­paces de descubrir solamente «cosas feas» por doquier, inclinadas a ver el mal exclusivamente en ese sector, con un afán sospechoso de condenar cualquier clase de alegría humana: esa es la virtud que se venga.

Reí ligiosas en quienes la castidad busca compen­saciones y se traduce en deseo de poder, en sed de dominio sobre las demás, en ambición, o bien, en acen­tuados intereses económicos.

No hay duda. En esos casos la castidad no ha lo­grado «liberar», sino que se ha convertido sencilla­mente en un peso (aun cuando se lleve, en muchos casos, con seriedad y espíritu de sacrificio).

Es una castidad que ha fracasado en su objetivo principal. Una virtud que entorpece, que pesa, que se resuelve en un antitestimonio, en vez de ser una estu­penda fuerza de liberación.

También la obediencia es creadora de libertad. Esto puede parecer inverosímil, porque estamos in-

140

diñados a oponer la obediencia a la libertad. Pero no son dos realidades antitéticas, sino complementarias. La obediencia, si es auténtica, se convierte en una fuerza liberadora.

La obediencia considerada como posibilidad de realizar la propia vocación. Por tanto, la obediencia considerada como un ponerse en las manos de Dios. «No es la obediencia de los inferiores que descargan sus responsabilidades sobre los dernás. Sino la obedien­cia que se convierte en la búsqueda consciente de los planes de Dios, para acertar con ellos y colaborar desde el puesto en el que Dios nos ha colocado, uti-zando los medios que nos ha concedido para este fin» (J. - M. Tillará).

No se puede decir que una madre no sea libre porque no puede abandonar a sus hijos para irse de paseo por donde quiera.

La madre es libre precisamente en cuanto que rea­liza su propia vocación de madre que la «ata», la pone «al servicio» del bien de sus hijos.

La obediencia, por tanto, se coloca en la línea de la vocación de la persona.

Y no hemos de olvidarnos de que, con el voto de obediencia, se ata la propia voluntad ante todo y esencialmente a la voluntad de Dios. Se convierte uno, de esta manera, en «pobre de sí mismo», para ligarse a la voluntad de Dios a través de la mediación de la voluntad del superior. La obediencia nos hace pensar en la comunión con el Padre, bajo el soplo del Espíritu, para unirnos a él íntimamente, sin ninguna constricción exterior. La adhesión plena y total al Padre (que fue la postura típica de Cristo, modelo de toda obediencia religiosa) nos hace madurar en la libertad. Nos permite entrar en su plan de salvación (ya que —no hemos de olvidarlo— el nuestro es un Dios para-el-hombre). Por eso la obediencia, al li­brarnos del capricho y del individualismo, de los inte-

141

reses personales, nos convierte en colaboradores del plan de salvación de la humanidad.

La obediencia como expresión de auténtico «sen­tido comunitario».

La obediencia como capacidad de leer la voluntad del Padre en la voluntad de un hermano, esto es del superior. Sin que por esto tengamos que dimitir de nuestro juicio personal y de nuestras propias respon­sabilidades. «No se hace profesión de obediencia para dejarse vivir bajo la guía de superiores que tomen las decisiones por los demás, ni tampoco para ganar, con cualquier acción que se realice un poco a ciegas, el mérito de la obediencia. El voto no nos dispensa de pensar en nuestra propia vida y nuestro propio ho­gar. Al contrario, lo exige. Pero prohibe que la última decisión se tome sin recurrir a la voluntad de un su­perior. No para que éste se contente con dar su placet, sino para que juzgue si el deseo del religioso es con­forme o no con la voluntad divina, tal como las Cons­tituciones y los talentos personales la precisan» (J. - M. Tillard).

La obediencia como responsabilidad. Responsa­bilidad también, y sobre todo, ante los dones del Espíritu que se nos conceden a cada uno.

La obediencia como victoria sobre el miedo. Porque la finalidad de la obediencia consiste en lle­varnos a un crecimiento en el amor. Y donde hay amor, desaparece el temor. «No hay miedo en el amor; al contrario, el amor perfecto expulsa el miedo, porque el miedo supone un castigo, y quien teme no ha lle­gado a la perfección en el amor» (i Jn 4, 18).

Vista desde esta perspectiva, «la obediencia re­ligiosa, lejos de disminuir la dignidad de la persona humana, la hace llegar a su pleno desarrollo, aumen­tando la libertad de los hijos de Dios» (JPerfectae cari-tatis 14).

Finalmente, la pobreza tiene que ser otra gran fuerza liberadora. No en el sentido de que nos libre

142

de las llamadas «preocupaciones materiales», que cons­tituyen el drama cotidiano de millones de auténticos pobres; en tal caso, en vez de ser un signo de comunión, sería un signo de separación.

Sino en el sentido de que, habiendo encontrado a Dios, una criatura se ve «liberada» de todos los de­seos de posesión, de toda forma de avidez, de todo in­dividualismo egoísta; más aún, estos deseos son estir-pados de raíz.

Sobre todo, la pobreza del corazón. Esto es, libres del estorbo de nuestro yo. Y por eso abiertos, disponibles a la acción de Dios. En este sentido, María es el pobre por excelencia. La libertad se con­vierte entonces en capacidad de acoger la Palabra para dejarla que obre en nosotros. Y esto conduce, inevitablemente, al espíritu de maravilla por las «gran­des cosas» que realiza en nosotros el Señor.

De esta forma la pobreza verdadera, total, de la

Eersona es una fuerza liberadora en cuanto que, al bramos de los estorbos, concede libertad de acción

a la gracia de Dios. La pobreza, finalmente, nos hace libres para en­

tregarnos a los demás. Hay una escena muy signifi­cativa, a este propósito, en la novela El último justo, de Schwarz - Bart. El protagonista llega a un campo de concentración alemán. Allí es despojado de todo. En cierta ocasión se enfrenta con otro judío que comparte su misma suerte trágica. Urgando en su bolsillo se da cuenta de que le ha quedado un pedazo de chocolate. Lo saca y se lo ofrece al otro... Un an­ciano, al observar esta escena, exclama:

—Haces bien en dárselo. Es muy importante el dar. Sobre todo cuando no se tiene nada...

He aquí una frase verdaderamente luminosa. So­lamente el pobre es capaz de dar. «Realmente el po­bre —aquel que no tiene absolutamente nada y que intuye que el movimiento mismo de la vida es el del don—, precisamente cuando es radicalmente incapaz

143

de dar algo, se encuentra libre de dar a alguien. Y cuanto menos tiene, más libre es para dar algo, esto es, su propia persona. Por tanto, solamente cuando se parte de nada se da todo... Esto nos coloca en el ca­mino de una verdad fundamental: no tener nada que dar, quiere decir dar de sí mismo. Y darlo todo de sí mismo dignifica darse, significa crear... De esta manera so­lamente el pobre es creador. El rico no tiene la posibi­lidad de crear. Y si le doy vuelta a la proposición, llego a esta afirmación: «Solamente el Creador es po­bre» (J. Cardonnel).

O sea, se puede juzgar la vida religiosa de mil maneras. Y muchas veces se captan solamente los aspectos superficiales. Pues bien, la verdadera madu­rez de una monja consiste en la «liberación» reali­zada, que ofrece la posibilidad de un crecimiento en el amor. De toda religiosa sería necesario poder decir: ¡He aquí una criatura libre!

San Pablo nos indica claramente la meta de nues­tra vocación: «Vosotros, hermanos míos, habéis sido llamados a la libertad...» (Gal 5, 13).

Pero la libertad, como todas las cosas grandes, tiene que ser conquistada, tiene que ser pagada. No es lícito aguardar a que nos llueva encima como un regalo gratuito. Hay que ser dignos de la libertad. Esto es, es preciso tener condiciones de persona libre.

También de los conventos se puede repetir aquella célebre paradoja: «No falta la libertad; lo que faltan son las personas libres».

«Se encuentra en la esclavitud más angustiosa el que está preso en una libertad arrogante. Pero posee la libertad en toda su inmensidad y pureza aquel que está preso por Dios» (F. Thompson).

144

21 UN MATRIMONIO

QUE HAY QUE HACER

Lo sabían todos. Era ya un secreto a voces. So­lamente la interesada, como sucede con frecuencia en casos semejantes, no se daba cuenta del asunto. Y eso que el fenómeno estaba asumiendo proporciones cada vez más gigantescas.

He aquí que sor Domiciana se había enamorado. Esto puede pasar también a los 45 años. Y puede pa­sar —aún cuando parezca extraño—, que alguien se enamore de las palabras.

Sor Domiciana se había enamorado precisamente de las palabras. De acuerdo: eran palabras escogidas, elegantes, refinadas, de un sonido especialmente ar-» monioso, aristocráticas, difíciles, lo suficiente para poseer cierta pátina de distinción. Pero al fin y al cabo, palabras.

¿Cómo había pasado? Todo se debía a unos cuan­tos encuentros casuales y absolutamente superficia­les. Nada serio.

Había leído por encima alguna revista. Había hojeado algunos tomos. Otros libros, por el contrario, los había colocado con orden en los estantes de la biblioteca. A otros textos significativos, finalmen­te, les había abierto las hojas con todo cuidado. Pero de las obras importantes tenía un conocimiento más profundo... habiendo leído distraídamente su recensión en algunos periódicos.

10 ¡45

Y así había caído hasta el fondo. Kerigma, pneumatología, tensión escatológica,

dinámica posconciliar, dimensión carismática de la Iglesia, formalismo alienante, pluralismo ideológico, fe existencial, condicionamientos sociológicos, con­cepción psicotécnica del hombre, inhibiciones, sote-riología, moralismo sofocante, visiones teológicas, irenismo. He aquí una muestra, más bien incompleta, de los amores de sor Domiciana.

Disertaba sobre «una insuficiente reflexión antro­pológica», sobre los «tabús que derribar», «dicoto-tomías que hacer desaparecer», «estructuras enveje­cidas» y «supra-estructuras» que también han de caer.

Pero luego, cuando «dialogaba» con sor Feliciana, la hortelana, o bien con sor Antonia —82 años, dura de oído— se engolfaba en doctas disquisiciones sobre el «proceso de secularización» e incluso sobre «des-mitologización».

Con sor Clara no, con ella no había nada que hacer. Todo era inútil. Un día le había anunciado solemne­mente el fin de la «era constantiniana». Y ella —tres infartos, complicados con diabetes y con un malestar pulmonar, tres veces extremaunciada— había obser­vado candidamente:

—Pues yo, gracias a Dios, espero que estoy bas­tante preparada...

¡Chasco total! ¡Imposible el «diálogo», con sor Clara!

Pero con las demás sor Domiciana no ocultaba sus propias relaciones de avanzada familiaridad con las palabras a la moda. Había, sin embargo, algo que no encajaba, algo que contradecía a esta extraña familia­ridad. Por debajo de las declaraciones oficiales de per­fecta armonía, no se necesitaba mucha perspicacia para darse cuenta de que la convivencia debería ser un tanto difícil, más aún, decididamente borrascosa.

Sor Domiciana hablaba continuamente de «diá­logo». Pero sus conversaciones eran un monólogo

146

exasperante y egoísta. Ella en la cátedra, los demás en los bancos, para aprender dócilmente sus doctrinas. Y si alguna hermana, sobre todo de las que ella cata­logaba sarcásticamente «del Antiguo Testamento», se atrevía a contradecirle, se encerraba en un desdeñoso mutismo.

Predicaba con calor la «tolerancia», el «pluralismo ideológico». Pero en la práctica se mostraba tolerante exclusivamente para con las que compartían hasta el fondo sus ideas.

Se batía heroicamente por «una más acentuada autonomía» y «un mayor sentido de responsabilidad». Deploraba con palabras hirientes «la inmadurez psi­cológica de demasiadas religiosas». Pero apenas había algún sacerdote de paso, se precipitaba a pedirle un coloquio particular. Tenía siempre «angustiosos pro­blemas» que consultarle. Que luego, normalmente, eran tonterías. Y los consejos de los «reverendos» eran especialmente apreciados solamente cuando compagi­naban con sus puntos de vista o justificaban lo que estaba haciendo por su propia cuenta. De lo contrario, tronaba contra la «desoladora insensibilidad y la tre­menda incompetencia de muchos sacerdotes ante los problemas de la vida religiosa». Y se tomaba el lujo de atravesar «tremendas crisis de fe». Hasta el pró­ximo sacerdote de paso.

Sostenía «la necesidad imprescindible del trabajo manual como elemento esencial del equilibrio humano y espiritual». Propugnaba «un retorno a la vida del campo como antídoto indispensable contra el des­gaste nervioso impuesto por la civilización moderna, excesivamente tecnificada». Pero había dejado helada con una mirada de compasión a la pobre sor Feliciana que, creyendo con toda su buena fe que la podría ayudar a «desintoxicarse», le había propuesto:

— ¿Por qué no viene a ayudarme al huerto? ¡Qué ingenuidad!

Tocaba insistentemente la tecla de la «disponibi-

147

lidad». Pero la total disponibilidad por el desarrollo del propio talento natural, que era, con permiso de Wagner, la música, restringía considerablemente, hasta dejarla anulada, la disponibilidad para todo lo demás. Y la hermana, ingenua, que confiando en esa tan cacareada «disponibilidad», se atreviese a molestarla en sus músicas, seguro que no volvería a cometer el mismo error otra vez...

Entendámonos. No es que sor Domiciana no es­tuviese disponible. Todo lo contrario. Lo que pasa es que no encontraba nunca tiempo para estarlo. O bien, eran las demás las que no acertaban nunca con el horario de su disponibilidad.

«Ruptura» era el hit motiv de su campaña, llevada intrépidamente contra el «envejecimiento de las es­tructuras». En realidad, ya había realizado alguna «ruptura», aunque fuera de modestas proporciones (no importa, también por una rendija pueden pasar algunas cosas...). Por ejemplo, había «roto» con la sinceridad. Y también un poco con los permisos. Se arreglaba lo mejor posible, con un poco de maña y abundantes subterfugios. Seguía los senderos más complicados y tortuosos, alguna vez las veredas pe­ligrosas, para obtener lo que deseaba. En cuestión de artes diplomáticas, no tenía nada que envidiar a na­die. Y todo con la máxima discreción. Para «no verse condicionada por el ambiente mezquino», desde luego.

Otro de sus caballos de batalla era el «poco más o menos», «la falta de una seria y adecuada prepara­ción profesional de muchas monjas en el ejercicio de sus tareas específicas». Aquí sor Domiciana adop­taba un lenguaje valiente, despiadado, lanzaba pala­bras categóricas. Y tenía razón. Mil razones. Porque nadie mejor que ella poseía una competencia en el asunto y podía observar las cosas desde cierta distan­cia, garantía de imparcialidad. La verdad es que ha­bía distribuido, generosamente, entre unas cuantas co-

148

laboradoras voluntarias celosas, pero ingenuas, todas las tareas de su oficio. No se había quedado con nada. Y así, ella podría dedicarse a una «observación im­parcial». Y poder poner de relieve las «pecas», las «horribles» meteduras de pata de las que gozaban el privilegio de cargar con la tarea que a ella le corres­pondía.

«Profundizar» era la palabra que brotaba con mayor frecuencia en sus discursos. Y con razón. La verdad es que tenía, habitualmente, una docena de libros em­pezados. A la semana siguiente ya había cambiado. «Hay que estar atentas a la producción, ponerse al día», se justificaba. El aggiornamento, por razones evi­dentes, se refería a las primeras ocho o diez páginas de cada volumen.

Solamente en la meditación de la mañana sor Domiciana encontraba dificultades para «profundizar». Pero era culpa de «un horario anticuado, que no te­nía en cuenta las exigencias individuales». La verdad es que no había terminado todavía de leer, con sufi­ciente velocidad, como era su costumbre, las primeras veinte páginas, cuando ya la «corista» anunciaba el final de la meditación ¡Precisamente cuando era el momento de «profundizar»!

En materia de «libertad» no se atrevía a hablar en público a pesar de ser un tema que tenía muy en el corazón y que le era bastante simpático. «Es un tema sospechoso para ciertas mentalidades del siglo pa­sado... y se corre el peligro de acabar en la hoguera. Hay que compadecerlas. Dada la formación que han recibido, están inmaduras para comprender ciertas instancias». De esta forma se contentaba con rumiar unos cuantos pensamientos profundos sobre el ar­gumento, junto a la jaula que «albergaba» a un es­pléndido mirlo. «Se encuentra a las mil maravillas, pobrecito». Y ciertamente el mirlo tenía que compren­der y apreciar de manera especial el discurso sobre la libertad.

149

También usaba cierta prudencia en el lenguaje a propósito de «claridad de planteamientos» y «senci­llez rectilínea y atrevida en relación con los superio­res». Y se limitaba a murmurar. Un poquito. Desde luego, solamente el mínimo indispensable. Y además estaban las hermanas «de confianza», que aceptaban sus mismas posiciones un tanto «avanzadas» y que compartían sin reservas su «claridad» de plantea­mientos.

Por el contrario, el tema en que se detenía de buen grado, abiertamente, con toda su pasión, era el del «retorno a la actitud evangélica de servicio». Y aquí es preciso reconocer que sor Domiciana estaba casi siempre en actitud de servicio. A no ser en los mo­mentos de fregar platos, que se reducían a un cuarto de hora después del desayuno, la comida y la cena. Pero era natural; entonces ella estaba «ocupada» en la lectura de periódicos y revistas variadas. Pero le­vantaba inmediatamente la cabeza de las hojas, pronta a ponerse al servicio de las hermanas, apenas se en­jugaban éstas las manos de vuelta del fregadero.

Entonces, ¿no se preocupaba ninguna de avisar a sor Domiciana del ridículo en que se estaba metiendo hasta el cuello?

Por otra parte, ¿dónde encontrar los ánimos para sacar a relucir ciertas cosas?

Pensó en ello sor Dolores. Mejor dicho, no pensó mucho. Sucedió algo increíble y ella se vio arras­trada por la fuerza sin saber siquiera por qué. Sor Dolores era una criatura mansa, sencilla, taciturna. «Un tanto limitada», la había definido sor Domiciana. Y ella, realmente, se limitaba a cumplir con su propia obligación. Y bastante bien, por cierto.

v Había hecho de la observancia de la regla la base de su propia ascética. Una observancia fiel, exacta, casi escrupulosa.

Nadie le había visto nunca equivocarse en lo más

750

mínimo. Incluso en la recreación hablaba poquí­simo, y casi siempre con monosílabos.

Las hermanas, un poco maliciosas, habían des­cubierto inmediatamente el medio infalible para ha­cerle perder la paciencia: bastaba con inventar alguna modificación que hacer en las reglas, alguna conce­sión especial, alguna atenuación particular en cuestión de disciplina. En casos semejantes sor Dolores su­fría de verdad. Y comentaba, sacudiendo la cabeza:

—Virgen santísima, ¿adonde va a ir a parar el espíritu religioso?

Un día se leyó públicamente una carta circular (preparada por las más jóvenes y revoltosas, con la sonrisa indulgente de la superiora), firmada por la reverendísima madre general, en la que se obligaba a todas las monjas a asistir, todas las tardes, al tele­diario y al «Carrusel deportivo», reduciendo las su­cesivas «prácticas comunes» a un par de minutos de visita a la capilla, cada una por su propia cuenta. Sor Dolores cayó en la trampa. Pasó la noche sin dor­mir. Fue su primera crisis de vocación.

Sor Dolores ayudaba en la cocina y servía a la mesa. En el refectorio se observaba un silencio ri­guroso, excepto en algunas festividades. Y en el re­fectorio, alguna vez, las hermanas sometían a sor Dolores a auténticas torturas chinas con tal de obli­garle a abrir la boca. Hacían señales misteriosas, inventaban incidentes, le invitaban a acercarse y mur­muraban palabras incomprensibles. Pero parecía que sor Dolores tuviese los labios cosidos con doble hilo.

Pero aquel día sucedió lo inesperado. Todo pasó en un abrir y cerrar de ojos. Sor Domi­

ciana había llamado a la sirviente con una señal de la cabeza. Cuando se le acercó, con el tenedor indicó la chuleta que tenía en el plato. Luego, con los nudillos de la mano, golpeó sobre la mesa. Un gesto demasiado significativo.

151

Sor Dolores, esta vez, explotó. Y la explosión hizo saltar los sellos de su boca. Empezó a hablar. Casi a gritar.

Todas se miraron a la cara. Incrédulas, divertidas, curiosas. Algo sensacional, por encima de toda ima­ginación. Como si la momia de Amenofis i (dinastía xvn, 1558-1530 a. C.) se hubiese aparecido en mitad de la sala y se pusiese a hacer cabriolas entre las mesas.

Pero no había duda. Era precisamente la mansa, la taciturna sor Dolores la que estaba gritando:

-—¿No se acuerda usted de lo que cantábamos esta mañana durante la misa? Se lo diré, para que se acuer­de: Pan vivo, solamente de ti quiero vivir. Entonces, ¿por qué se lamenta de que la chuleta esté dura si le basta con el «Pan vivo»?.. Sí, todo el mundo es capaz de hablar. Palabras... palabras... palabras...

— Deo gratias, concluyó la superiora, concediendo una recreación que no concedía el calendario.

Pero la fecha era «histórica» y había que festejarla. La primera falta, las primeras palabras fuera de

lugar de sor Dolores, podrían servir quizás para arran­car a sor Domiciana de su apego morboso a las pala­bras bonitas.

Y quién sabe, le podrían hacer comprender que el noviazgo con las palabras, si duraba demasiado, sin llegar nunca a un compromiso decisivo, era bastante peligroso y ridículo.

Todos tenemos el derecho a enamorarnos de las palabras con tal de que sepamos luego explicarnos claramente. Con los hechos.

152

22 UN GRANITO DE LOCURA

Del diario de sor Inés

Estoy convencida de que hay que partir de aquí, de esa senda polvorienta por donde camina un grupo de hombres. Y Cristo, que se separa del grupo, di­rige una mirada por entre las hojas de una higuera en busca de frutos. Que, como es lógico, no hay. Porque no es tiempo de higos.

Pero Jesús no se resigna a las evidencias de la lógica. Maldice al árbol, incapaz de producir frutos cuando «no es tiempo».

Este episodio parece desconcertar a muchos, en el campo cristiano. Les gustaría reducir su importan­cia. Se ingenian para hacerlo aceptable, casi inofen­sivo. Personas preocupadas por eliminar toda aspe­reza en el camino de la fe consideran este hecho como un lamentable «incidente». Y, como no lo pueden borrar del evangelio, andan en busca de explicaciones para hacerlo «razonable». O bien, se esfuerzan por hacer tragar la pildora amarga, envolviéndola en una capa dulzarrona de «exageración». Como si la «exage­ración», en la conducta de Cristo y sus seguidores, fuese de excepción (rarísima), y no más bien la regla general.

A mí, por el contrario, este incidente de la higuera maldita me viene estupendamente, no me perturba lo más mínimo. O, quizás, me perturba muchísimo.

153

Pero por razones diametralmente opuestas a las que incitan a ciertos doctorcitos a atenuar sus consecuen­cias explosivas.

Si hay una presentación del cristianismo que me fastidia es precisamente la de aquellos a quienes, armados de silogismos «rigurosos» y de pruebas «irre­futables», les gustaría demostrar que todo es claro, lógico, evidente, natural.

Conozco a un sacerdote perteneciente a la llamada categoría de los intelectuales que, cuando habla de sus debates con los «adversarios», prorrumpe irreme­diablemente en estas expresiones: «He demostrado, como dos y dos son cuatro, que...».

Yo no siento mucha necesidad de que dos y dos sean cuatro. En aritmética sí. Pero, en el cristianismo, esto me deja totalmente indiferente. No me sorpren­dería que fueran cinco o seis, o quizás tres. Más aún, me atrevo a decir que sentiría un gran entusiasmo si el resultado fuese distinto del que aprendimos en los bancos de la escuela. Cuando Dios está por medio, las cuentas no siempre salen según nuestras mezqui­nas operaciones. Tengo la impresión de que su cifra lo cambia todo, que trastorna todas las reglas.

Cuando se ven ciertos tratados llenos de termino­logía docta y de gráficos científicos, se tiene la sensa­ción de que el cristianismo se convierte en una especie de geometría.

Muy señores míos, vuestros estudios tan ansiosos de exactitud me asustan un poco y me hacen sonreír. En vuestras páginas llenas de teoremas y de líneas precisas yo no hago más que poner un dibujo muy conocido, una sencilla cruz, y estoy seguro de que toda vuestra geometría salta por los aires. Con una pobre cruz plantada en su propia carne, el cristianismo se convierte en locura, necedad, escándalo, y no en cien­cia exacta.

No es que desconfíe de vuestras doctas demos-

154

traciones. Sencillamente, lo único que hago es pensar que los clavos ofrecen mayor garantía de «sostén».

¿Todo evidente? ¿Todo natural? Siento la sos­pecha, cuando habláis así, de que no habéis leído nunca el sermón de la montaña y de que habéis arran­cado de vuestro evangelio la página de las bienaven­turanzas...

¿Todo lógico? No lo creo. Escuchad un poco. Un manirroto que deja plantado a su padre, su casa y su trabajo, y se va a dilapidar su patrimonio con las «malas mujeres», cuando vuelve sin un céntimo en el bolsillo, sería lógico que recibiese un castigo ejem­plar. Pero no. Es acogido con un gran festín. Y en vez del castigo, recibe un abrazo afectuoso de su padre, «el traje más hermoso, el anillo en el dedo, y las san­dalias en los pies».

¿Es «lógico» que el primer papa que, animado por las mejores intenciones, intenta ahorrarle al Señor su pasión, se sienta apostrofar con el nombre de «Satanás», mientras que Judas recibe el título de «ami­go» en el mismo instante en que consuma su trai­ción?

¿Es «lógico» que la adúltera se escape con una sen­cilla recomendación: «de ahora en adelante no peques más» ?

¿Es «lógico» que un bandido obtenga un puesto seguro en el paraíso sencillamente por haber acom­pañado a un condenado como él en el monte Cal­vario?

¿Es «lógico» que yo tenga que poner la otra me­jilla a quien me ha dado un bofetón?

¿Es «lógico» que sea preciso perder la propia vida para ganarla?

No, señores míos, el cristianismo no es nada «ló­gico». No es una cosa totalmente natural... Si así fuese, deberíais mostrarme antes que no se han pro­nunciado jamás frases como éstas: «Así pues, voso­tros sed perfectos como vuestro Padre celestial es

155

perfecto»; o bien, «sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso», o «amaos los unos a los otros, como yo os he amado».

No se le hace al cristianismo un buen servicio cuando se reducen sus exigencias, cuando se atenúan sus «exageraciones», cuando se sustituye su misterio con unas cuantas formulitas claras, al alcance de todos.

Cuando hayáis «servido» el sermón de la montaña en el plato del sentido común, cuando hayáis limitado el alcance de las bienaventuranzas con alguna norma de conducta moral, cuando hayáis reducido las exi­gencias de Cristo a una especie de urbanidad entre personas educadas, ¿creeréis acaso que habéis hecho más aceptable al cristianismo? Todo lo contrario. Lo habéis vuelto insignificante.

Llega el momento en que las paradojas evangé­licas, encerradas demasiado tiempo por los sistemas filosóficos, rompen las rejas de las disertacions sabi-hondas, hacen estallar la corteza de la «racionalidad» que las sofoca, y entonces sus fragmentos golpean la cara de aquellos mismos que habían querido hacer con ellas un muro de protección.

Llega el momento en que un hombre, un Charles de Foucauld, por ejemplo, decide tomar en serio el cristianismo, y entonces todos se dan cuenta, mara­villados, de cuáles son los verdaderos horizontes del mensaje predicado por Cristo. Basta una oscura monja, sepultada en el carmelo de Lisieux, para obligar al mundo entero a hacer las cuentas con su vida «insig­nificante».

Aparece un papa Juan, y millares de volúmenes escritos por teólogos «eruditísimos» se presentan como inexorablemente superados y son condenados a verse cubiertos por dos dedos de polvo, mientras que el pueblo de Dios sale al aire libre y dilata sus pulmones respirando un aire impregnado de evangelio.

¿Y si, en vez de hacer «aceptable» el cristianismo,

156

nos empeñásemos en restituirle su aspereza, su inco­modidad, las espinas que le hemos quitado?

¿Si, en vez de convencer, procurásemos escanda­lizar?

¿Si, en vez de demostrar a golpes de silogismos, intentásemos ofrecer las «pruebas» de nuestra vida?

¿Si, en vez de preocuparnos por parecer personas «razonables», decidiésemos ser un poco más locos?

Los santos. Sí, ellos no tuvieron miedo de presen­tarse con la bandera de la locura, de la exageración. No dudaron en escandalizar a un montón de perso­nas de sentido común. Y nosotros, ahora, leemos su vida. Quizás en el refectorio. Y nos entusiasmamos, nos llenamos de orgullo por sus «golpes maestros». Nos conmovemos frente a sus exageraciones.

No está mal. Ahora tienen una aureola en la ca­beza, están colocados en un nicho, tienen un puesto importante en el calendario. Son santos «oficialmente». Y por eso podemos aceptar tranquilamente todo lo que han hecho. Existen todas las garantías de seguri­dad, ofrecidas precisamente por su santidad declarada.

Pero si en el convento hubiera una sencilla monja, sin una patente oficial de santidad, sin una aureola plantada sobre el velo, sin milagros que presentar, pero que practicase el evangelio a la letra, que reali­zase algunas locuras, que escandalizase a la medio­cridad general con sus «extravagancias», ¿cómo la consideraríamos? ¿cómo la trataríamos? ¿desequili­brada o santa?

Tengo la impresión de que si viésemos con nues­tros ojos un cristianismo vivido hasta sus últimas consecuencias, quedaríamos todas asustadas y escan­dalizadas. Si viésemos un santo en carne y hueso, privado de credenciales (quiero decir, sin que nadie hubiese escrito su vida, sin que ninguna «autoridad» nos susurrase al oído: «ése es un santo»), lo tendríamos por loco.

157

Por otro lado, pensándolo bien, es justo que la santidad forme parejas con la locura.

Nuestro cristianismo no alcanza las cimas de la santidad precisamente porque somos demasiado razo­nables, demasiado prudentes, demasiado cobardes para «exponernos» (al soplo del Espíritu).

Decía el papa Juan: «La locura es el grano de sal que le impide marchitarse a la prudencia».

La única manera lógica de vivir nuestra propia fe consiste en ser un poco «irrazonables».

La única prudencia consentida es la que conduce a los «excesos evangélicos».

Entendámonos. No quiero decir ni mucho menos que la fe se oponga a la razón. No. Sencillamente, la supera.

No desconfío de la razón. Sencillamente, cuando se trata del cristianismo, creo que se debe «ir más allá».

Cuando Dios anda de por medio, los equilibrios racionales me parecen inútiles e inadecuados.

Si Cristo viniese a inspeccionar mi convento, lo mismo que aquel día cuando miró entre las hojas de la higuera, ¿qué buscaría?

La higuera, pobrecita, estaba en paz con su... conciencia, con los reglamentos, con la estación. La suya era una «observancia» que no dudaríamos en calificar de «ejemplar». Todo en su lugar, en perfecto orden. Funcionamiento indiscutible.

Sin embargo... Como si Cristo dijese: ¿y eso es todo ?

158

23 CONTINUA LA REFORMA

DE SOR PAULA

He vuelto a ver la vieja carpeta marrón, todavía más hinchada que la otra vez Y apegada a la car­peta, naturalmente, a sor Paula. Que ha retirado apresuradamente las fichas precedentes, pasándome algunas otras inéditas

Esta vez se ha limitado a recomendarme la máxima discreción.

Así se me priva de la satisfacción de mantener por lo menos el cincuenta por ciento de las promesas formuladas.

«.Alma buena»

Expresión muy frecuente en el mundo monarcal para señalar a determinados individuos. Permite vis­lumbrar cierta ingenuidad —¿incurable?— y un co­nocimiento psicológico bastante rudimental. El uso excesivo — e impropio— que se hace de la misma ha acabado por hacerla sospechosa. Realmente no es más que un juego de niñas conseguir de ciertas mon­jas el diploma de «alma buena». Lo conceden con toda facilidad.

Una brizna de hipocresía, una pizca de «devoción», un poco de barniz religioso, alguna que otra frase que derrame «unción», un título por lo menos en la

159

tarjeta de visita, quizás una cartera generosa: y el examen queda superado. Se es «alma buena» por todos los siglos de los siglos. Pero yo me niego a decir amén...

Esta mañana sor Pascuala agitaba entre sus manos, desolada, el modesto reloj que se le había parado.

Me preguntó: — ¿Conoce usted algún alma buena que me lo

arregle? Le contesté: —Para, usted, evidentemente, alma buena es la del

relojero que le hace la reparación gratis. ¿No es así..? Se quedó parada, sin saber qué decir. Luego

confesó: — Bueno..., si me lo hace por amor a Dios, mucho

mejor. ¿Qué se cree usted? Tengo el permiso de la superiora, y si hay que pagar algo..., lo que sea justo...

—En ese caso, más que del alma del relojero me preocuparía de sus manos, o sea, de que sepa cumplir con su obligación lo mejor posible. El alma es otra cosa. No tiene nada que ver con las ruedecillas de su reloj.

Desde esta mañana he dejado de ser un alma buena para sor Pascuala...

Actividad

«Mi actividad», «nuestra actividad», «me he visto obligada a interrumpir mi actividad», y frases seme­jantes... son muy corrientes en la jerga religiosa.

Sería conveniente que, cuando pronunciamos la palabra «actividad», reflexionásemos un instante en el hecho de que la acción más importante y decisiva de la historia del mundo, la Redención, se realizó a través de la pasividad de la pasión y muerte de Cristo.

Jesús ha salvado al mundo dejándose traicionar, dejándose flagelar, dejándose abofetear, dejándose clavar en una cruz. Una gran pasividad la suya, bajo la furia

160

de las acciones de los hombres y bajo la acción de la voluntad del Padre.

Desde esta perspectiva, la única exacta, la del Cal­vario, para un cristiano la palabra «actividad» se ve rodeada de un marco más bien inquietante y de unos horizontes verdaderamente «desconcertantes».

Sor Valeriana está inactiva desde hace seis años. Su cuerpo es el campo de acción, ya sin defensas, de achaques sumamente varios y particularmente gra­ves. Sus manos apenas tienen fuerzas para repasar el rosario.

Sor Valeriana hace seis años que no deja el lecho. Hace seis años que es «pasiva» bajo la acción de las enfermedades.

¿Pero no es ella la monja más «activa» de todo el convento?

Personalmente, cuando tengo necesidad de algo, me recomiendo precisamente a la acción y la eficacia de la «inactividad» de sor Valeriana.

¿Adonde iremos a parar a este paso ?

Una frase que expresa la preocupación, el descon­cierto, el escándalo y las previsiones más apocalíp­ticas de ciertas religiosas ante cualquier reforma (incluso la conciliar), ante cualquier intento de aggior-namiento, ante cualquier cambio por tímido que sea.

«¿Adonde vamos a parar?». La última vez que es­cuché esta expresión fue hace solamente media hora. De la boca de sor Angeles.

Se comentaba la reforma de la corte pontificia, decretada por Pablo vi con el «motu propio» Pontifi-calis domus. Hemos leído el comentario de un perio­dista, según el cual desaparecía finalmente «el Vati­cano, pintoresco, anacrónico, causa de escándalo para gran parte del pueblo cristiano; el Vaticano de los cargos inútiles, de los trajes fastuosos, de los privi-

n 161

legios hereditarios, de la unión entre el papado y una clase social, de la confusión entre lo sagrado y lo profano».

Entonces explotó sor Angeles: —¿Y creéis que se pueden aceptar estas cosas con

tanto entusiasmo? Para mi son noticias como la car­tilla de racionamiento en tiempos de guerra... Se empezó reduciendo la cola de los cardenales que, si queremos ser sinceros, daba tanto lustre y solemnidad a las sagradas funciones.

Continuaron los obispos, algunos de los cuales han sustituido la preciosa cruz rectoral por una sen­cilla cruz de madera, que es como un puñetazo en un ojo; otros se empeñan en que los fieles les llamen «padres» y no «excelencia», un título que, hemos de reconocerlo, era mucho más digno.

Ahora se deshace la corte pontificia, se va el ma­yordomo, se licencia al monseñor y el guardarropa.

Dentro de poco, seguramente, despedirán tam­bién a los guardias suizos, con sus trajes pintorescos y maravillosos que obligan a pasmarse —lo he visto con mis propios ojos—, incluso a los turistas protes­tantes, que es mucho decir...

A este paso, ¿adonde vamos a parar.,? Llamé aparte a sor Angeles, y le dije: — Esté tranquila. No se preocupe. ¿Qué quiere

usted? ¡Todo lo más iremos a parar a... Belén! Y no estaría mal. La Iglesia, después de haber an­

dado tanto, «va a parar» al punto de partida. Una meta maravillosa. Que justifica todos los esfuerzos y todas las reformas en esta dirección. ¡Y todos los despidos!

Dones

Se dice ordinariamente de una persona: «tiene do­nes». O sea, talentos. ¿Cómo saberlo? Cuando uno los tiene en la vitrina o en la caja fuerte, esos no son dones.

162

Estoy segura de que un individuo tiene dones solamente cuando veo que los da, esto es, cuando los pone a la disposición, al servicio de los demás.

Los dones están hechos para ser dados. Solamente cuando uno los reparte, puedo compren­

der que tiene dones.

Escándalo

En los conventos se habla siempre de los escán­dalos de los demás. Escándalos que se refieren casi exclusivamente a un sector determinado, en el área del noveno y del sexto mandamiento.

No sé si alguna de nosotras ha tenido alguna vez el coraje de preguntarse: ¿cuál es el escándalo más grave que una religiosa puede dar al hombre de hoy?

No pretendo que mi diagnóstico tenga el carisma de la infalibilidad ni tampoco que sea completo.

Pero me parece que el escándalo más intolerable para el hombre de hoy es que el ideal religioso pueda deshumanizar a ciertas personas que pretenden vi­virlo.

Una religión que es mensaje de amor, que es amor, no puede endurecer el corazón de una persona, no puede deshumanizarla ni incluso, sencillamente, ha­cerla «menos humana».

Cuando esto sucede (por una trágica deformación, por una práctica equivocada), entonces el hombre de nuestro tiempo se queda gravemente —y a veces irremediablemente— escandalizado.

Jóvenes y viejos

El choque entre jóvenes y viejos se da incluso en los conventos. Pero, ¿quiénes son los viejos y quiénes los jóvenes? Creo que habrá que trabajar mucho, clarificar muchas cosas, antes de llegar, en nuestro

163

diccionario, a una definición aceptable, por encima de toda polémica.

Entre tanto, será conveniente desbrozar el terreno de numerosos prejuicios. El más peligroso de los cua­les es que la juventud o la vejez es sencillamente una cuestión de años y de carnet de identidad. Es más bien cuestión de corazón, de mentalidad, de apertura a los demás.

Dos ejemplos servirán para aclarar mi pensamiento y deshacer algunos criterios aceptados demasiado fácilmente.

He aquí una monja de 70 años. Cuando se acerca a una hermana joven no adopta una postura de su­perioridad, no saca a relucir en cada momento su pro­pia «experiencia», no habla sin ton ni son de «sus tiempos». Está convencida no solamente de que tiene algo que enseñar a aquella hermana, nacida cuando ella había celebrado ya las bodas de plata de la vida religiosa, sino también de que puede aprender de ella. Alguna idea que rectificar. Alguna actitud que considerar bajo otro punto de vista. Alguna seguridad que poner en discusión.

Aquella monja de 70 años es joven, a pesar de su edad.

Y ahora fijémonos en una de 20 años. Desprecia­tiva para con las ancianas. Convencida de que no tiene nada que aprender de ellas. Ni siquiera se digna prestarles su atención. Condena indiscriminadamente todo el pasado. Si las ideas ajenas no coinciden con las propias, las descalifica sin más ni más. No sabe valorar en su justa medida el peso del testimonio de vida ofrecido por personas que ella juzga «anticuadas» o «limitadas». Considera como únicas experiencias válidas las propias.

Esa monja es vieja, a pesar de sus 20 años. Dejemos, por favor, de mirar la fecha de nacimiento

o el carnet de identidad para decir si una persona es

164

joven o vieja. Observemos, más bien, su postura fundamental en relación con los demás.

Entonces, viejo es aquel que es cerrado, que tiene la cabeza totalmente ocupada, que no tiene espacio libre para ninguna novedad, para nada distinto. Es uno que ha cerrado ya.

Joven es aquel que sigue abierto, disponible, con el cerebro libre de prejuicios, dispuesto a crecer, a cambiar, incluso dos minutos antes de morir. Es uno que se niega a cerrar, a echar el cerrojo. Porque re­conoce que tiene siempre necesidad de los demás.

La tumba de Dios

Titulo de un libro muy conocido, escrito por Robert Adolfs, que ha escandalizado (el título, no el libro que ninguna ha leído) a muchas de mis hermanas.

Sin embargo, la tumba de Dios puede estar en cualquier comunidad.

Se alimentan antipatías, envidias, celos. Crecen con aspereza las desconfianzas mutuas. Se crea un clima de sospecha en torno a ciertas

personas. Se interpretan las palabras ajenas. Se juzgan (siempre en el sentido más desfavorable)

las acciones ajenas. Una monja queda «aislada» y expulsada del tejido

vivo de la comunidad. Cuando una persona es viviseccionada, «fichada»,

descalificada con la mayor desenvoltura, y la pobre-cilla tiene que cargar para siempre con el sambenito de aquella desconfianza (y a veces, en la nueva casa se ve incluso precedida por aquellas sospechas...).

Cuando una comunidad se mantiene en pie por vínculos artificiales o jurídicos y no por relaciones de auténtica fraternidad.

165

Cuando no existe la posibilidad de expresar libre­mente (lo cual no quiere decir desconsideradamente) su propio pensamiento. O bien se finje sencillamente que se «consulta», sólo para dar una apariencia de le­galidad, pero haciendo luego lo que se quiere e im­poniendo el propio arbitrio.

Cuando la vida comunitaria no es signo, epifanía, expresión del amor de Dios.

Cuando la falta de amor verdadero, creador, vivo, entre todos los miembros impide la presencia real de Cristo en la comunidad.

Entonces se puede decir que en aquella comuni­dad está la tumba de Dios.

Más aún, la comunidad misma es tumba de Dios.

Más allá (véase también Cielo)

Hay aquí un problema gordo (no gramatical). Se trata de realizar un trabajo enorme de «acerca­miento». El más allá tiene que acercarse al más acá. El cielo tiene que acercarse a la tierra.

Una espiritualidad que no tiene en cuenta las consecuencias de la encarnación, ha alejado abusiva­mente, desmesuradamente, los dos términos que Cristo ha venido a unir para siempre.

Realmente el cielo empieza en la tierra. El más allá se construye aquí. La vida futura está ya iniciada.

¿Lejos el cielo? ¿Quién lo ha dicho? Todo lo que es verdaderamente amor, es cielo. Todo lo que está más allá del egoísmo, de la am­

bición, de la tacañería, de la indiferencia, del abuso, del orgullo, es el más allá que está aquí, junto a mí, dentro de mí.

Si yo logro ir más allá de mí misma, de mi como­didad, de mis antipatías, de mi vanidad, de mi estre­chez, entonces es cuando construyo, cuando vivo ya el cielo.

166

Todo el terreno ganado al egoísmo es un espacio en donde el cielo puede echar sus propias raíces.

Todo lo que está construido sobre el amor es vida futura anticipada desde hoy.

¿Es acaso imposible esa reducción de distancias, ese acercamiento?

Pobrera

También yo, naturalmente, he hecho voto de po­breza. Hasta ahora no he tenido ningún motivo para arrepentirme. Lo considero como un elemento esen­cial de liberación. Y procuro vivirlo en todas sus di­mensiones, sin reducirlo a una cuestión jurídica de permisos arracados a los superiores.

Pero desde hace algún tiempo ya no tengo ánimos para repetir la frase que antes me venía frecuente­mente a los labios: «mi pobreza», o bien «nosotras, que somos pobres».

Esto empezó cuando, en una revista informativa, leí el siguiente episodio:

«En un suburbio miserable de Santo Domingo vive una pequeña comunidad de religiosas nortea­mericanas, que se han esforzado en adaptar toda su vida (casa, vestidos, alimento, etc.), a las condiciones típicas de aquel suburbio. Y con una abnegación total se dedican a la enseñanza y a la educación social al servicio de los habitantes que se encuentran en la miseria.

Sin embargo, en el curso de una conversación con los amigos del barrio las religiosas se quedaron consternadas al saber que la gente entre quienes vi­vían las llamaban tutumpotes, un término popular que en Santo Domingo sirve para designar a los ricos.

—Pero ¿cómo es posible?; preguntaron las mon­jas estupefactas.

—¿No vivimos exactamente como vosotros?

167

Y he aquí la respuesta: — Sí. Pero vosotras coméis, y nosotros no». Un episodio que se presta a mil reflexiones. Que

demuestra cómo resulta muy difícil ser pobre de ver­dad, si se acepta la comparación con millones de per­sonas miserables que no han hecho voto de pobreza.

¿Y entonces? Entonces, nada. Sé que los teólogos, especialistas en «vida religiosa», os demostrarán en cuatro palabras que estoy equivocada al hablar de esta manera, que el voto de pobreza se coloca en otro plano, que no implica necesariamente...

Bien; dejémoslos tranquilos. Sencillamente, me gus­taría que antes de pronunciar la acostumbrada frase «nosotras, que somos pobres», pensásemos en el epi­sodio de Santo Domingo.

¿No consistirá acaso una manera de vivir el voto de pobreza en evitar airear demasiado nuestra pobreza? Además, se evitaría así el riesgo de que se nos echase en cara la «diferencia», como les sucedió a aquellas religiosas.

Prudencia

¿Hay mucha o poca en los conventos? Según se mire. Una insistencia excesiva y desconsiderada en la prudencia puede ser la mayor imprudencia.

Es preciso establecer qué es la prudencia. O sea establecer para qué sirve la prudencia.

Será conveniente sacudir un poco el polvo a los viejos teólogos, y quizás a santo Tomás. El cual nos dice que la prudencia es una virtud que no tiene fin propio, sino que está en función de otras virtudes.

Por tanto, la prudencia no tiene que cultivarse por sí misma, sino que hay que ponerla al servicio de algo distinto.

En este caso, la prudencia debería estar en función también de la audacia evangélica. «En función» no

168

quiere decir mitigar, anular, moderar. Quiere decir ayudar, sostener, incrementar.

A veces, sin embargo, sucede todo lo contrario. En nombre de la prudencia se suprime prácticamente toda audacia evangélica, se anula todo intento en aque­lla dirección.

En este caso es fácil ver cómo un exceso de pru­dencia constituye la máxima imprudencia.

Superior

En el vocabulario religioso reformado yo pondría esta sencilla definición: «Superior es aquél que obe­dece». No, no estoy con ganas de hacer paradojas. Es la realidad más genuina, os lo aseguro.

Un superior que sea digno de este nombre tiene que obedecer. Nadie obedece tanto como un superior, si se acomoda a la imagen evangélica del pastor.

El superior ha sido puesto a la cabeza de una co­munidad de hermanos no para ser el guardia-civil de la regla, el administrador de los bienes, ni tampoco el distribuidor de permisos, sino para estar al ser­vicio. O sea, para ayudar, para guiar a la comunidad y a cada uno a realizar su propia vocación de amor.

Por eso tiene que estar sobre todo en actitud de escucha. Escucha ante Dios para descubrir su plan (¡y no el propio!), en relación con el fin peculiar del Instituto, la presente situación y las posibilidades de cada religioso de los que se le han confiado.

En escucha de los individuos. Para descubrir su personalidad, temperamento, carismas, aspiraciones.

Esta doble escucha es en sustancia una doble ciencia.

Por eso un teólogo ha podido escribir: «Superior es aquel que, después de haber buscado —en la ora­ción, en la reflexión, en el diálogo con los herma­nos— descubrir la voluntad divina sobre el conjunto

169

de la comunidad y sobre cada uno de sus miembros, se compromete a obedecer lo más plenamente posible a esa voluntad» (J.-M. Tillard). Y concluye: «No es el guar­dián de la observancia, sino el educador de la caridad mediante la fidelidad a la observancia. Del superior depende el que la comunidad sea ante todo una es­cuela de caridad o una escuela de disciplina».

En sustancia, de la obediencia del superior de­pende el tono, la calidad de amor de toda una comu­nidad.

Tener ra^ón

Es una frase muy corriente en nuestros ambientes. Y con frecuencia se la entiende mal.

Se discute o, según las que están más «al día», se dialoga para tener razón.

En términos cristianos el tener ra%ón no significa nada. Porque la única manera válida y lícita de tener razón es la de amar. Se tiene razón solamente cuando se ama, no cuando se discute o cuando se usan todas las sutilezas de la lógica o las argucias del derecho.

También en este campo hemos de decir que el ejemplo nos viene verdaderamente de arriba. Dios realmente quiere tener razón de nuestras negativas, de nuestra resistencia, de nuestra obtusidad, única­mente amándonos.

La cruz: he aquí la prueba decisiva del tener rascón por parte de Dios.

Por eso, la expresión «tener razón» puede ser aceptada en nuestro vocabulario solamente con la condición de que esté acompañada, vigilada, garan­tizada, por aquella otra palabra fundamental: «amor».

He leído en un libro de un escritor contemporá­neo esta frase: «Tener razón sin amor. Mucho mejor estar equivocado».

170

Tradiciones

Una palabra muy explosiva, sobre todo en nues­tros tiempos. Basta con echarla en medio de una con­versación para que se advierta inmediatamente un estallido.

La comunidad se divide en dos partes. Aparecen dos trincheras opuestas. La discusión se pone al rojo vivo y, aunque continuase durante cincuenta años, sería imposible encontrar un terreno común de en­tendimiento.

Unas ven solamente tradiciones que defender, que mantener a toda costa, únicamente por el hecho de que son tradiciones. Otras, cuando oyen hablar de «tradiciones», piensan irremediablemente en un ene­migo que derrumbar.

¿Cómo lograr hacer comprender a las unas que todo lo que es viejo no es necesariamente bueno y que todo lo que es nuevo no es necesariamente malo o sospechoso? ¿Y cómo convencer a las otras de que no todas las tradiciones tienen que ir al desván y que no todas las novedades merecen una aprobación in-condicionada?

Las tradiciones hay que mantenerlas y respetar­las, no solamente en virtud de su antigüedad, sino de su actualidad, de su validez para nuestro tiempo.

Las tradiciones hay que rehusarlas cuando impi­den vivir el boy de la vida religiosa.

Un padre conciliar —me parece— ha hablado de ciertas tradiciones calificándolas de «cadenas de oro que nos ligan a un pasado glorioso, lo mismo que a un perro a su caseta de lujo, pero que nos impiden correr la aventura del evangelio hoy».

En una palabra, el pasado no puede convertirse en un peso, aunque esté cargado de gloria, sino que tiene que ser un resorte.

Pío xr (también aquí tengo que decir «me parece», porque todavía no he logrado encontrar la referencia

171

exacta) dijo un día: «Yo amo muchísimo las tradi­ciones. Por eso me esfuerzo en crear siempre algunas nuevas».

He aquí la solución del problema. El vocablo «tradiciones», por su misma salud, no tiene que ir exclusivamente del brazo del verbo «defender», sino también del verbo «inventar».

En conclusión: una palabra que hay que usar con mucha cautela.

172

24 LA PRESENCIA REAL...

DEL CORDONCILLO ROJO Del diario de sor Inés

La superiora nos ha informado que el jueves, fiesta del Corpus, no habrá procesión.

— La haremos un día de la próxima semana. Así podrá participar en ella, para dar mayor lustre a la función, monseñor X. También el capellán está de acuerdo.

Después de esta comunicación, sor Magdalena, que tiene la lengua un poco suelta, me susurró al oído.

— ¡No está mal! Se trata de una atrevida innova­ción, quizás en relación con las nuevas teorías ho­landesas sobre la presencia real. ¿Qué te parece? Ahora, en vez del santísimo sacramento, van a lle­var en la procesión, bajo el baldaquino, a monse­ñor X. Por otra parte, es natural. Después de la promoción del laicado, teníamos que llegar a la pro­moción de los monseñores...

Yo ya sé que sor Magdalena, cuando está enfadada, usa palabras teñidas de ácido sulfúrico.

Lo que me asombra, más bien, y lo que incluso me humilla, es que se obre con tanta desenvoltura —y sin provocar jamás, ni siquiera aceptar una dis­cusión abierta— en cuestión de liturgia.

173

La procesión forma parte integrante de la fiesta del Corpus. Sin procesión, la fiesta se queda cortada, como si fuera un extraño doble del jueves santo.

Y la presencia o la ausencia de un monseñor no me parece que sea un motivo válido para realizar ciertos cambios.

La eucaristía es el «sacramento de cada día». Y la procesión tiene que ser el triunfo —si queremos hablar de triunfo— de lo cotidiano.

El «sacramento de lo cotidiano» que pasa a nuestro ambiente de cada dia, por los corredores, por el atrio, por el parque, en contacto con el cuadro de nuestra vida, hecha de trabajo, de monotonía, generosidad, cansancio, sufrimientos, desalientos, ocupaciones, sin relieve exterior.

Y me gusta ver al «sacramento de lo cotidiano», llevado procesionalmente por nuestro capellán. El cual no tiene cordoncillo rojo. Todo lo contrario, su so­tana no suele estar muy limpia. Que camina cojeando, que encuentra la manera de desentonar por lo menos dos veces en cada versículo del Pange lingua. Pero que es nuestro capellán de cada día. El que comparte nuestras jornadas grises. El que soporta nuestros de­fectos, lo mismo que nosotras soportamos los suyos. El que está «comprometido» con nuestra vida de cada día.

Todo lo más, el «monseñor» puede dar lustre a nuestros días feriales, viniendo quizás de vez en cuando a dictarnos la meditación a las cinco y media de la mañana.

Pero para el Corpus nos la bastamos nosotras. Con nuestro polvo ferial. Que se pone a brillar cuando pasa el baldaquino.

174

25 LOS SUEÑOS (FEOS) DE UNA SUPERIORA

No se ha dicho que una superiora tenga que soñar exclusivamente con angelitos mofletudos, sonrosados, traviesos, que vuelan de una nube a otra, ocupados en dar lustre a las aureolas de los santos.

No, no siempre sucede así. También una supe­riora puede tener sueños feos, horribles.

Le pasó la otra noche a madre Pelagia. Una mu­jer escuálida, enérgica, de ojos severos, que maneja estupendamente los registros, insuperable directora de orquesta de la vida de comunidad, si tuviese entre sus manos una batuta.

Así, pues... Es interesante descubrir, antes incluso que su contenido, las causas de los sueños feos de madre Pelagia. Porque los sueños horribles de aquella noche fueron dos. Separados por un rosario, como veremos.

No es cuestión de molestar a Freud, ni tampoco a Jung. La psicología de madre Pelagia es más bien sencilla, casi elemental. Y no se exige demasiada penetración para trazar sus líneas esenciales. Ni si­quiera en cuestión de sueños.

Una mala digestión, eso es todo. Una cosa común y ordinaria, ¿no es verdad? Le puede pasar a millones de personas. Y también a una superiora.

Pero en nuestro caso resulta curioso averiguar la

175

causa de la mala digestión de madre Pelagia. Y des­cubrimos entonces el rostro regordete, las mejillas encendidas de sor Rosa. Inaudito. Precisamente ella. La monja más mansa, silenciosa y pacífica de todo el convento. Siete años de vida religiosa. Y ni una sola desobediencia, ni una mala cara a una hermana, ni una explosión. Su reino, la cocina.

Aquel día, sin embargo, sor Rosa presentaba una cara inédita, totalmente insospechada. De pronto. Como un tintero que se rompe contra una pintura maestra.

Había llamado a la puerta de la superiora, después de haber dejado sobre la calefacción el delantal azul impregnado de los olores de la cocina y decorado con algún goterón de sopa.

Entró con paso incierto y se plantó delante de la mesa de despacho con los brazos cruzados y los ojos bajos, llorando...

— ¿Qué pasa, hija? —He venido para un permiso. - D í m e . —¡Quiero telefonear a mí casa! Han puesto el

teléfono en la taberna de al lado y quiero llamar a mi hermano Santiago.

—Pero ¿qué pasa? —No sé lo que pasa en mi casa. Precisamente

por eso quiero telefonear. —Pero si has recibido una carta de tu padre ayer

mismo. Decía que todos están bien, me parece. La he leído línea a..., quiero decir que he leído alguna línea por encima...

— Sí... la carta... Precisamente por la carta me pa­rece que hay algo que no va bien en mi familia. Y tengo que saberlo.

—Pero ¿qué te pasa? ¿Estás loca? Lee atenta­mente y verás...

—Usted no entiende. Perdóneme. Usted no puede entender. Nosotros somos de la montaña. Gente un

176

poco desconfiada. De pocas palabras. Pero tenemos el pudor de nuestros sentimientos, no sacamos a re­lucir nuestras cosas...

—¿A relucir? —A relucir en la carta, madre. Los míos saben

que las cartas se abren en el convento. —¿Y entonces? —Entonces escriben unas cuantas cosas, sin im­

portancia. ¿No se da cuenta de que las cartas son todas lo mismo?

—Pero aquí estamos en familia... Además, se trata de un acto de humildad.

—Ciertamente, de humildad por mi parte. Pero a ellos, ¿quién puede obligarles a hacer ese gesto de humildad? Ellos no han entrado en el convento como yo. Ellos han escogido otro camino de perfección. La perfección de coger leña, de ir de acá para allá en las montañas. ¡Y bien dura! Por la noche parece como si estuvieran los pulmones aplastados lo mismo que las tortas que preparo el viernes, y las espaldas quedan atravesadas por surcos profundos que hacen daño. La perfección de la inseguridad por el por­venir, ¡esa sí que es pobreza verdadera, madre!, la perfección de no tener el dinero suficiente para com­prar el vestido de la primera comunión a Ana, y los zapatos nuevos a Jorge, y así tiene que ir a la escuela con los zuecos y se ríen detrás los compañeros. La perfección de no poder dormir por la noche porque Luisito no hace más que llorar o porque Paquito tiene fiebre. La perfección del silencio, porque allá arriba, en la montaña, no hay con quien poder cam­biar cuatro palabras. La perfección de la honradez, de la limpieza. La perfección, la santidad del pueblo de Dios, si usted lo quiere, como ha dicho don Sergio en el sermón.

—Deje en paz los sermones de don Sergio, por favor. Después de todo, aquí no vienen a cuento.

— ...Y si yo he renunciado a todo voluntariamente

12

777

y con alegría, con gran alegría, ellos han conservado sus derechos..., tanto más cuanto que se han visto privados de mi ayuda. ¡Y sabe Dios que la necesita­ban! Por eso, le repito...

—Basta, basta; si no, no sé donde vas a parar. Estás demasiado nerviosa. Nunca te he visto así. Me asustas, de verdad.

—Entonces, ¿no me deja telefonear? ¿No puedo saber qué es lo que no va bien por casa?

—Estáte tranquila, por favor. Y no te olvides de la providencia de Dios, que es mucho más importante que todas tus preocupaciones. Vete más bien a la capilla a pedirle al Señor que te eche un poco de agua en la cabeza, que me parece que está demasiado ca­liente. Y hasta creo que necesitas un jarro de agua bendita.

Sor Rosa salió dando casi un portazo. Tomó de nuevo el delantal, se lo pasó furtivamente por la cara, y se volvió a sus cacerolas con los ojos un poco más mojados que de ordinario.

Esta fue la razón de que la cena se detuviese en el estómago de madre Pelagia. Los jugos gástricos, las enzimas desarrollaron a conciencia su trabajo con la acostumbrada energía, pero se vieron obstaculizados desastrosamente por algunas frases que resonaban en su interior: usted no me entiende, quiero telefonear... Sacar a relucir... nuestras cosas... Esa es la pobreza auténtica... La perfección de la honradez..., he renun­ciado voluntariamente... Pero ellos... Sus derechos...

Aquellas palabras no contribuyeron ciertamente a ablandar la comida... Todo lo contrario.

De esta forma la superiora se fue a la cama con un bloque de mármol en el estómago

Necesitó un par de horas para conciliar el sueño. Pero pasó, fotograma a fotograma, frase a frase, la escena de la tarde. El rostro encendido y regordete de sor Rosa. Los brazos cruzados como para pedir cuentas...

178

Y se la encontró delante con aquella cara inocen­tona y pacífica, encendida por el enfado. La verdad es que ya no estaba con los brazos cruzados. Tenía agarrado un sobre. La dirección perfectamente le­gible: «Reverenda madre Pelagia, superiora...». Alargó la mano para coger la carta. Pero sor Rosa retiró brus­camente el brazo.

— Un momento, un momento. Un poco de pacien­cia. Antes la obligación, madre. Tengo que abrirla yo y leer su carta. Me lo ha ordenado la reverendísima madre general. Usted mis cartas, y yo las suyas. ¿En­tendido? La humildad es igual para todos.

Sacó, de debajo del delantal, un cuchillo larguísimo de cocina, abrió el sobre y sacó la carta.

—¿Pero está usted loca? Démela. Son cosas mías. Pero ella se echaba para atrás, sin separar los ojos

de la carta, acompañando la lectura con el dedo y sub­rayando con una larga sonrisa los trazos más intere­santes.

Madre Pelagia lanzó un grito y se puso a perseguir a la rebelde. La carrera le obligaba a resollar penosa­mente, los pies le dolían terriblemente, el corazón parecía estar a punto de estallar, y además aquel trozo de mármol le aplastaba el abdomen.

Sus ojos empezaron a verse rodeados de niebla. Pero realizó un supremo esfuerzo, se echó sobre la desdichada y logró coger la carta.

Se encontró con la mano que apretaba, casi hasta desgarrarla, la funda de la almohada, y con la cofia empapada en sudor.

Tras unos minutos de desconcierto, volvió a sen­tir la familiaridad con las paredes de la habitación.

Empezó a desgranar el rosario. Misterios doloro­sos, naturalmente. Al final, se dejó escapar: ¡vaya con la mosquita muerta! Que no era una nueva letanía.

De todas formas, en la oscuridad vislumbró el cuadro colgado en la pared de enfrente: dejad que los

179

niños vengan a mí. Y se volvió a dormir con aquella consoladora visión.

Volvió a verse en el grupo de los apóstoles que rodeaban a Jesús. Era la hora de la distribución del correo; llegó sor Rosa con una extraña gorra de co­rreos y telégrafos metida en la cabeza, la cartera en­vuelta en el mandilón azul.

Cristo hizo que le entregase el fajo de cartas. Se apartó. Las abrió todas, detalladamente. Luego lla­mó, uno a uno, a los apóstoles, y prosiguió la distri­bución de la correspondencia que les había llegado de sus familias.

Cuando le tocó el turno a madre Pelagia, el Maes­tro, entregándole una carta, le dijo:

—Noticias feas... Palideció. Por la espalda le corrió una especie de

escalofrío. Una especie de descarga eléctrica. ¿Era el timbre del despertador? Madre Pelagia se

acercó a la ventana para mirar el horizonte. — ¡Pero qué sueño tan ridículo! ¡No faltaba más!

El Señor abriéndoles la correspondencia a los após­toles... ¡Una comunidad como aquella! Algo inconce­bible, que solamente sucede en sueños.

Cuando bajó a la capilla para la misa, esperó a la puerta a que llegara sor Rosa.

— ¡Hija mía, qué sueños tan feos me obligas a tener! Acuérdate de confesarte de eso.

Esta vez sor Rosa miró a los ojos de la superiora. En el banco se puso a pensar que es muy dura la

vida religiosa, si una pobre monja de cocina es res­ponsable incluso de los sueños (feos) de la superiora.

¿Quién podrá salvarse? Y le pareció que estaba ya con un pie en el infierno.

180

26 ¿DEMOLER O CONSTRUIR?

Del diario de sor Inés

Buenas noticias de América. Siento ganas de ir a tocar la campana, de reunir en la sala a todas las hermanas y de pasarles alegremente por la nariz esta magnífica carta que he recibido. Se trata de una carta un poco larga, doscientas cuarenta páginas, que he podido leer en la traducción francesa. Me la ha escrito una clarisa, sor Mary Francis, a la que no conozco, cuyo nombre me era incluso desconocido hasta el otro día. Pero leyendo este libro extraordinario que ha publicado, La ca%a a los ídolos, tengo la impresión de que es mi amiga de siempre. El que ella viva en el pequeño convento de Roswell y yo unos cuantos miles de kilómetros más al este, es una vulgar cuestión de geografía.

Me dicen que, después de haber escrito el libro, sor Mary Francis ha sido elegida abadesa. Estupendo. Me alegro sinceramente. Suponiendo que se trate de una recompensa, es sin duda bien merecida.

Abro un pequeño paréntesis. ¿Por qué en varios lugares se acogen con todos los honores y se toman terriblemente en serio las noticias referentes a la «muer­te de Dios» y no se preocupan, honradamente, de controlar la exactitud y fundamento de semejantes noticias, acudiendo a otras personas que estarían en disposición de proporcionar los elementos interesantes

¡81

e incluso algún seco (o dulce, si se quiere) mentís? A esta pobre clarisa, por ejemplo. Me refiere con toda sencillez muchas noticias de primera mano a propó­sito de Dios. Me proporciona una cantidad impre­sionante de informaciones maravillosas sobre Dios.

Sor Mary Francis y la docena de pobres clarisas del minúsculo convento de Roswell me aseguran que Dios está vivo, ya lo creo. Ellas se encuentran con él, lo ven, lo escuchan, le hablan todos los días. ¿Las prue­bas? Basta con leer las páginas estupendas sobre la oración o las que dedica a explicar el significado de la vida en común: una documentación que nos deja asom­brados y con unas ganas inmensas de aprender final­mente a rezar.

Entonces, ¿por qué se toman en consideración las doctas disquisiciones de los teólogos de la «muerte de Dios» y se ignora desenvueltamente el testimonio preciso de la docena de contemplativas del monaste­rio de Roswell? ¿Es acaso más digno de atención Gabriel Vahanian que Mary Francis? ¿Son acaso más seguras las áridas tesis de un libro que las noticias proporcionadas por testigos oculares? ¿Hemos de creer en el certificado de defunción extendido por unos sabihondos doctores, más que en la crónica y las re­laciones que nos ofrecen un montón de monjas ocu­padas en el diálogo con Dios vivo?

Cerrado el paréntesis. En su «caza a los ídolos» anidados entre las pa­

redes de los conventos —los ídolos de la superficiali­dad, de la suficiencia, de la presbicia, de la miopía, de la neurosis, del egoísmo— sor Mary Francis ha denunciado, entre otros, el tremendo error que se puede cometer en los años de formación y de búsque­da ansiosa de la perfección, el de destruir la naturale­za. A la peligrosa palabra de orden «demolir» ella contrapone el mandamiento «construir». Construir, na­turalmente, sobre la base humana, teniéndola en cuenta, reforzándola, no suprimiéndola.

182

Resumo brevemente su pensamiento que toca, se­gún creo, uno de los puntos más delicados de la for­mación religiosa.

Una falsa espiritualidad agita continuamente mil fantasmas delante de nuestros ojos. Enferma de un dualismo crónico que opone de manera irrenconciliable el cuerpo y el alma, el espíritu y la materia, la natura­leza y la gracia, ve en la naturaleza solamente un ene­migo que combatir, humillar y aniquilar. Y se engaña al creer que puede caminar por el camino de la per­fección solamente el que ha logrado desembarazarse de la naturaleza.

Puede suceder que algunos «se inflamen del deseo de despojarse del hombre viejo, pero de una manera totalmente extraña a las intenciones de Cristo. Se as­pira, de este modo, a destrozar esa naturaleza que Dios nos ha dado y se empeña uno en ser el gran santo que Dios no ha querido nunca, esto es, un santo que no sería uno mismo». Desde los bancos del ca­tecismo hemos oído repetir centenares de veces que Dios nos ama con un amor individual, grande y único. Que había aceptado morir en la cruz por uno solo de nosotros. Sin embargo, una vez adultos, nuestro an­helo de perfección se reduce a veces a un esfuerzo por convertirnos no en aquel individuo desarrollado e irrepetible que Dios ha creado de una manera única, sino en un compuesto neutro y descolorido de la «perfección».

Dios nos ha dado una naturaleza específica, una personalidad distinta, una determinada combinación de cualidades. Pero nosotros nos empeñamos en que hay que poner la hoz en las raíces, de que es necesario cavar bien hondo hasta destruir el suelo mismo de aquella construcción para levantar otra, de nuestra invención, copiada quizás de algún manual de espi­ritualidad. Sentimos la necesidad de deshacernos de esa personalidad para tejer otra completamente dis­tinta.

183

¿Cómo es posible que Dios apruebe operaciones de esa clase, que constituyen una desaprobación tácita de su creación? Es como si quisiéramos corregir lo que Dios ha creado y nos esforzásemos con nuestro celo en borrar los errores que él hubiera cometido al dotarnos de esta determinada naturaleza... Dios no exige que yo sea perfecta como sor Claudia. No pre­tende que yo me convierta en santa Isabel, sino en santa Inés. No quiere que yo le ame con una naturaleza de hombre sino con mi propia naturaleza de mujer.

«En la mezcla de sol y de sombra que la omnis-cencia divina reúne en proporciones misteriosas en cada uno de nosotros, él no sugiere nunca que tome­mos la hoz para abatir todo hilo de sombra, sino sola­mente la luz que vaya arrinconando progresivamente esa sombra».

No hemos de olvidar que la gracia construye sobre la naturaleza. No sobre las ruinas de la naturaleza.

«Cuántas frustraciones, cuántas tétricas depresio­nes, cuántas amargas desilusiones en la vida espiri­tual se deben a la energía malgastada en la lucha contra las cosas, que por el contrario deberíamos haber in­tentado perfeccionar. En cada virtud se encuentra el germen de un vicio. Somos una raza decaída. Sin em­bargo, cada vicio en el sentido más profundo no es más que una virtud vuelta al estado salvaje, hundida en la ruina».

«El ejército glorioso de los santos está constituido por innumerables copias de Cristo. Pero no hay dos que sean iguales. Cada santo ha amado y servido a Dios con una combinación distinta y personal de calidad, de conocimientos, de capacidad. Ninguno de ellos ha agarrado a su propia naturaleza por el cuello para ahogarla, ni ha apaleado su propia personalidad sa­cudiéndola hasta la muerte. No. Ha forjado su propia santidad bajo la dirección de la gracia partiendo de la única naturaleza que tenía a su disposición. Ha acep-

184

tado la personalidad que Dios le había dado y la ha perfeccionado a través de la fe y del amor».

En una palabra, hay que elegir entre una equívoca «doctrina de destrucción», llamada hipócritamente «per­fección», y la invitación que nos dirigen los santos del cielo cuando gritan: «construid, construid».

Bastará un ejemplo práctico para iluminar estas diversas perspectivas. Tomemos el caso de una re­ligiosa hipersensible. Esa hipersensibilidad podrá ser considerada de dos maneras: o como una hierba mala que ha nacido en el campo de la propia vida espiritual, y que hay que extirpar a toda costa, o bien como una delicadeza concedida por Dios que, por haberse des­viado, tiene que ser enderezada dulcemente por la gracia.

En el primer caso la religiosa se siente en la obli­gación de combatir el exceso de sensibilidad esfor­zándose en hacerse impermeable a los ataques, insen­sible a los pequeños incidentes que le hieren, indi­ferente a las palabras punzantes. Es inútil. Realmente, si es ésa su naturaleza, no logrará nunca hacerse im­pasible a la más mínima afrenta o al más pequeño malentendido. No logrará nunca construirse una co­raza en torno al corazón. No se le escapará ni un solo matiz y olfateará cualquier atmósfera borrascosa. Se trata sencillamente de esto: en el plano de las emocio­nes, ella no está construida para ser como un saco de patatas. No podrá nunca llegar a serlo. Si sigue lu­chando de esa manera, es probable que pronto caiga víctima de la neurosis.

En el segundo caso, la religiosa no pretenderá que su naturaleza no tiemble al más pequeño malen­tendido. Por el contrario, se esforzará en enderezar su propia sensibilidad a fin de conseguir una delica­deza extrema para con los sentimientos y las exigen­cias de los demás. En este caso, realizará un trabajo constructivo bajo el punto de vista espiritual, en vez de demolir. No desarraigará su propia hipersensibi-

185

lidad (lo cual es imposible y se resolverá en una colo­sal pérdida de tiempo). Sencillamente, la enderezará al servicio de los demás. Y así adquirirá una perso­nalidad equilibrada y vivirá felizmente construyendo, creando felicidad en torno a sí.

La religiosa hipersensible que lucha por extirpar su propia sensibilidad puede convertirse en la per­sona más cruel de toda la comunidad, porque con­centra en sí los esfuerzos en vez de gastarlos en gene­rosidad y servicio; concentra en sí misma toda la gama divina de delicadeza en vez de derramarla sobre los demás.

Cuántas energías mal empleadas en nuestra for­mación. Estamos llamados a construir con determi­nados materiales que Dios nos ha proporcionado, y nos empeñamos en un trabajo de demolición.

Paradójicamente podemos afirmar que, con la gra­cia divina, hay que encontrar en los mismos defectos la fuente de la virtud.

Hasta aquí sor Mary Francis. Se trata de problemas que nos atañen individual­

mente. Porque cada una de nosotras es la principal responsable de su formación. Cada una de nosotras tiene que convertirse en una misma. Esto es, reali­zarse plenamente. Con el propio rostro particular, su propia personalidad, sus propias características incon­fundibles, sus propias dotes, sus propias actitudes pe­culiares. Encontrarse a sí misma, ser una misma ante todo en el plano humano, para ofrecer una base sólida a la gracia.

¿Por qué tantas carencias en el plano humano? Por qué el «espíritu religioso» les hace olvidarse a algunas de las virtudes sencillamente naturales, como la rectitud, la sinceridad, la honestidad, el equilibrio? ¿Por qué empeñarse en construir a la monja a costa dé la mujer? ¿Por qué pretender llegar a la religiosa apeando a la persona?

No es posible subir por el camino de la perfección

186

echándose a espaldas a la naturaleza, o bien aver­gonzándose de ella o envileciéndola. El camino hay que hacerlo juntamente. Es toda la persona la que tiene que tender a la perfección. Dios quiere conocer el rostro humano, con esos rasgos inconfundibles que él nos ha dado. ¡Ay de nosotros si nos empeñamos en borrarlos!

¿Cómo es posible rezar si no somos nosotras mis­mas? La oración es un encuentro con Dios. Por eso, es encuentro con Dios de una persona, no de un fan­tasma, no de una copia «trucada».

¿Cómo es posible darse a los demás si no se tiene una personalidad completa incluso en el orden hu­mano? Acabaremos robando. Seremos unas mentiro­sas, porque declaramos que «nos damos a nosotras mismas» y el «nosotras mismas» no existe, ha sido destruido, se ha desvanecido. Los demás tienen de­recho a encontrarse con una persona, con una persona que sea «signo» de Dios, no con una máscara o un robot religioso.

La operación fundamental de toda formación con­siste en armonizar la gracia con la naturaleza. Al «hombre nuevo» con las tendencias, los talentos, y todo el «material» humano. A la monja con la mujer. Al espíritu religioso con el temperamento, el carácter peculiar de la persona.

El más trágico de los desengaños es el de «prefa-bricar» a la monja —según unos modelos establecidos de antemano— y apoyar luego esta constitución arti­ficial sobre cualquier persona indiferentemente, o lo que es peor, sobre las ruinas de la persona.

No. A la monja hay que inventarla caso por caso, según la naturaleza particular de cada una. La monja tiene que injertarse de manera vital sobre la mujer, más aún, diría que tiene que esbozarse sobre la mujer con la yuda de la gracia.

Cuando se construye a la monja sobre .el esquema de una espiritualidad abstracta independientemente de

187

la persona, sin preocuparse del «nervio vital», del montaje genuino, de los enlaces esenciales, la más tenue brisa de viento se encargará de poner en eviden­cia la precariedad de la construcción. Ciertas «crisis», hoy tan frecuentes son, en realidad auténticos cismas, separaciones. Mejor aún, son la «fijación» de un cisma ya realizado: la mujer por una parte, la monja por otra. Son la denuncia de una pretensión absurda: que la monja, prefabricada en el laboratorio, se mantenga en pie sin una base natural armoniosa.

He dicho que estos problemas atañen a cada uno. Pero también atañen a los responsables de nuestra formación.

Escribo estas líneas con la mayor serenidad, tran­quilamente, sin animosidad alguna. Pero también con la mayor firmeza.

No. No existe una formación estándar. No podéis pretender tener en la mano el molde de la religiosa ideal para meter dentro a todas indiferentemente —abu­sando de su «docilidad»— y sacar luego una serie de monjas perfectas, parecidísimas, bien diseñadas, sin signos particulares, sin relieve, barnizadas, pintadas por la «compostura religiosa».

No. La uniformidad, el nivelamiento, no son señal de éxito de una formación religiosa. Por el contrario, son signos del fracaso de ciertas educaciones estandar­dizadas.

Cuando se obtiene como resultado la uniformidad, quiere esto decir que se ha adoptado el camino más fácil, el método más vulgar y expeditivo. Con tal de obtener iguales medidas no se ha reparado en dar algunos hachazos —quizás en la cabeza, o en los pies, o en el corazón— cortando en la carne viva, hasta cancelar la identidad, las líneas características de una persona. Fabricación en serie, como las máquinas. Ese es un pecado contra la creación, que busca siem­pre la variedad, la particularidad, la diversidad. Dios no sabe qué hacerse con cien, con mil monjas per-

188

fectas del mismo modo. Quiere ver la perfección de cada naturaleza. La obra maestra es siempre algo único, irrepetible, absolutamente original, no una copia.

Sor Teresa tiene que hacerse santa con su tempera­mento vivaz, alegre, expansivo, burlón. Esas carac­terísticas no pueden quedar sofocadas bajo la más­cara de la «compostura religiosa». Tienen que ser excitadas, desarrolladas, armonizadas, por el bien de los demás. Y con ello ganará mucho la vida de la co­munidad y el equilibrio personal de sor Teresa.

Sor Lucía tiene una inteligencia aguda, investi­gadora, inclinada a examinar todos los aspectos de los diversos problemas con un notable talento crítico. No es posible atrofiar esa inteligencia con dosis ma­sivas de humildad. Ni ahogar ese espíritu crítico en un baño de mortificación y de «docilidad». La humildad puede y tiene que coexistir con la inteligencia, sin anularla. Y la docilidad no excluye la crítica.

Es preciso más bien desarrollar al máximo esas características armonizándolas delicadamente con otras virtudes, como la lealtad, la sinceridad, el entusiasmo (que impedirán ceder a la tentación de la murmura­ción), el sentido de la medida y de la realidad. Y sobre iodo con el amor

Si en sor Lucía crece juntamente con todo lo demás un gran amor —a la Iglesia, a la vida religiosa, al Ins­tituto, a las hermanas—, entonces su inteligencia «crítica» no tiene que darnos miedo. Será una inteli­gencia constructiva, útil para el bien de la comunidad. Más aún, la misma comunidad tendrá necesidad, por su propia «salud», su equilibrio y su mejoría de las observaciones, de las críticas de Sor Lucía

Es más fácil decirle a sor Lucía: «cierra los ojos», «renuncia a pensar», «resígnate», «sé virtuosa», «trá­gate todo sin rechistar». Una formación digna de este nombre, respetuosa del material humano proporcio­nado por Dios, sabrá más bien decir: «Ten los ojos bien abiertos. Pero abre al mismo tiempo el corazón».

189

Leamos atentamente, por favor, el evangelio. Vea­mos qué variedad de tipos, de mentalidades, de tem­peramentos, reinan al mismo tiempo en la pequeña comunidad que sigue a Cristo.

En una palabra, se trata de enderezar más bien que de deshacer. De orientar más que de ahogar. De desarrollar armoniosamente más que de encuadrar. De descubrir, de inventar, más que de descalificar. De trabajar con el material humano que se tiene a dispo­sición más que de realizar arbitrariamente sustitucio­nes con trazos prefabricados. De promover más que de desarraigar. De sacar a luz la obra maestra que Dios ha escondido en cada individuo, liberándola de las incrustaciones que la ocultan, más que de reducirlo todo al estado líquido para poder colarlo fácilmente en un molde predispuesto de antemano por nosotros.

El pecado capital de algunos educadores es el miedo, la negación de la diversidad. Para ellos existen solamente medidas, criterios, características estándar (fijadas arbitrariamente, según el propio talante y los propios gustos). Y todos los que no entran en aque­llas dimensiones son amputados y desechados. Muchas veces se juzga malo o poco ortodoxo lo que es senci­llamente distinto. Unidad no significa uniformidad. Espíritu religioso no quiere decir nivelamiento ge­neral. Docilidad no quiere decir falta de iniciativa. Formación no equivale a empresa de demolición.

Es preciso que cada una, una vez que se ha «hecho» monja, pueda reconocerse «a sí misma». No a una figura exangüe, a una copia estereotipada y evanes­cente.

Cada monja, sintiéndose plenamente realizada tan­to en el plano humano como en el sobrenatural, tie­ne que poder repetir aquella maravillosa y atrevida oración que salió de los labios de santa Clara: «Sé alabado, Señor mío, por haberme creado».

190

17 LA LECCIÓN

Sor Paulina. Desde hace ventitrés años, maestra de la guar­

dería. Y desde hace tres años, superiora de la pequeña

comunidad de Cascarosa (dos monjas comprendida ella).

Desde hace dos horas, metida en un nuevo hábito. Desde la tarde anterior, en medio de un descon­

cierto de pensamientos contradictorios. No se había mirado al espejo. Porque no tenía un

espejo a su alcance y porque, si lo hubiera tenido, no lo hubiera utilizado porque la regla lo prohibía. Pero estaba segura de que se había convertido en la criatura más desgarbada del mundo. Desde hacía dos horas.

—Me pregunto si había mucha necesidad de cam­biar el hábito a las monjas. Como si el porvenir de la Iglesia dependiese de nuestro vestido. ¡Qué cosas pa­san! ¡Con tantos asuntos sin arreglar que hay en el mundo, se preocupan algunos ahora del vestido de las monjas!; por lo demás, a mí me sentaba muy bien, tal como era.

«Superado», lo había definido un escuálido pro­fesor del seminario, con el rostro punteado de lunares, en la última «jornada de aggionarmento» de la ciudad. Y a ella le habían entrado ganas de preguntarle si no

191

había acaso, alrededor, otras cosas más «superadas». La guerra, por ejemplo. También el hambre debería haber sido «superada». Y la paga que la administra­ción (muy católica) les concedía: eso sí que estaba «superado».

Esto era lo que rumiaba sor Paulina. — ...Y también la madre general, una santa mujer

sin duda..., pero en esta ocasión no se había mostrado muy enérgica, y había accedido. Circulares a todas las casas, disposiciones terminantes, como si fuese in­minente el apocalipsis...

Y nosotras, inmediatamente, al precipicio. Y fuera la toca almidonada que daba cierta distinción, fuera el finísimo velo, sustituido por una espeie de ridículo pañolón que apenas llega a la espalda.

...Y luego, las jóvenes... Parece como si se aver­gonzasen de llevar la gloriosa divisa que habían ves­tido generaciones y generaciones de hermanas, mucho más santas que ellas. Querían deshacerse de ella a toda costa. Decían que era molesta, poco racional, dema­siado vistosa. Apelaban a la simplicidad, precisamente ellas que hacían gastar al Instituto un montón de di­nero en libros, que les llenan la cabeza de tantas ideas raras, mientras que nosotras no tenemos necesidad de tanta ciencia, porque tenemos que ser humildes... Digo yo...

¿Es posible que estos defectos se hayan manifes­tado de pronto? Antes nadie se había dado cuenta... A este paso a fuerza de simplificaciones llegaremos a vestirnos como mujeres del mundo y entonces ¡adiós la vida religiosa! ¿En qué nos distinguiremos de las demás?

El concilio... sí... ¡una cosa muy bonita! Los medios de comunicación social, algo admirable.

Así ahora, el sábado por la noche, podemos oír en la televisión un sermón decente, porque nuestro párroco no inventará la pólvora; y además, podemos ver al papa y otras funciones del Vaticano, y así la gente

192

puede contemplar a alguien más que a los divos del cine y a las cantantes que, entre otras cosas, visten de manera indecente.

El ecumenismo, algo maravilloso. Y ahora que todos esos herejes reconozcan que están fuera del camino y que se traguen todas sus ideas estrambóticas, para que puedan volver a Roma.

El apostolado de los laicos, no está mal. Final­mente tendrán que echarnos una mano para tirar del carro.

La Constitución sobre la sagrada Escritura, mag­nífica. El mundo iría un poco mejor si la gente, en vez de leer ciertas novelas y ciertas revistas llenas de suciedad, abriese de vez en cuando la Biblia. Sin em­bargo, convendría eliminar algunas páginas escabrosas.

Y también el Decreto sobre los sacerdotes se ne­cesitaba; había que decirles unas cuantas cosas claras, que tienen que rezar más, que tienen que estar con más frecuencia en el confesionario, y no ser demasiado desenvueltos, con el cigarro siempre en la boca, y siempre con ideas originales por la cabeza...

Y también la reforma litúrgica está bastante bien, aunque personalmente yo no tenía mucha necesidad, porque ya entendía casi todo lo que el sacerdote decía en latín, mientras que aquellos que estaban acostum­brados a hablar detrás de las columnas seguirán char­lando como siempre, y el domingo, cuando el sa­cerdote diga: «Podéis ir en paz», Jorge seguirá di­ciendo lo mismo: «Menos mal»; ¡qué desvergonzado! ¡y decir que he tenido yo en clase a aquella cabeza rota!

Pues bien, después de haber hecho todas esas cosas tan hermosas, después de haber escrito tantas cons­tituciones interesantes, aunque un poco difíciles y largas (yo todavía no las he leído a fondo, ya que tengo bastante trabajo con los crios) esos benditos padres —también ellos con un vestido «superado», según el profesor de la cara manchada de pecas— se

193

han empeñado en meterse con el hábito de las monjas. Con todo el respeto por la Iglesia docente, no tenían competencia en el asunto...; al fin y al cabo son hom­bres. Y los hombres, ya se sabe, no tendrían que interesarse nunca por los vestidos de las mujeres.

Además, nuestro venerado fundador, si nos ha dado este hábito, es porque tendría sus buenas ra­zones.

Sor Paulina no se dio cuenta de la contradicción en que había caído: también el venerado fundador era un hombre, y los hombres en cuestión de hábitos femeninos...

Por lo demás, tampoco tuvo tiempo de darse cuen­ta de ello, porque entretanto se había detenido frente a la puerta un cochazo largo, de donde desembarcó Claudia, acompañada de su papá.

Al notario señor Barbosa, una espingarda de dos metros de alto, con un cuello interminable que le daba una facha de oruga, no se le escapó la «reforma»:

— ¡Hermana, qué sorpresa! Está bien. Ya era hora de que también ustedes se pusiesen al día. Si me lo permite, le diré que el hábito de antes era un poco ridículo...; hay que caminar con los tiempos; si no, el mundo irá de una parte y ustedes se encontrarán en la Iglesia solamente con cuatro beatas olfateando el incienso y masticando rosarios. Las mortificaciones iban bien para la edad media; pero hoy, la vida que hacemos llena de trabajos y fastidios es ya una colosal penitencia...

A sor Paulina se le pusieron los nervios en tensión. Tuvo que morderse la lengua para no pronunciar un torrente de palabras, desde luego muy «apropiadas», que se le estaban a punto de escapar. Se contuvo; al fin y al cabo, el notario señor Barbosa estaba en la lista de bienhechores después del «generoso» regalo del televisor.

— ¡Qué le vamos a hacer...!; nosotras no hacemos más que obedecer...

194

— De todos modos, mis felicitaciones, hermana... Adiós Claudia, cuidado con ser caprichosa. Adiós, tesoro...

Sor Paulina, mientras arrastraba a clase al «te­soro», convirtió en pensamientos las palabras que poco antes se había tenido que tragar. Una hermosa cabeza sobre aquel cuello de gusano. Ya. Ellos están siempre ocupados en caminar con los tiempos y no pueden estar en casa con la niña durante el día (por la tarde, la abuela se ocupará de ella), y por eso nos las mandan a nosotras que nos hemos quedado ancladas en la edad media... Además, me gustaría saber si ese cocha­zo de lujo, que no tienen ni siquiera los cardenales, le sirve de cilicio...; la penitencia, probablemente, la hará el sábado por la noche delante de la mesa verde del casino de Sanremo... Por si no bastase, tiene la desvergüenza de decir que nuestro hábito era ridículo. Precisamente él, que firma sin reparo alguno cheques y más cheques para comprar esos horribles y ridí­culos sombreritos que su mujer trae a la misa de once...

Quién sabe adonde habría llegado, siguiendo el hilo de sus pensamientos, si no se hubiese presentado en la puerta Roberto, acompañado de su mamá.

— ¡Anda! ¿qué es lo que veo? ¿qué es lo que ha pasado ?

Roberto, un simpático chaval, dos ojos llenos de picardía, una mata de ensortijados cabellos, había dejado la guardería hacía dos semanas. Había sjdo el elemento más despierto, el más precoz, el más do­tado de todos los que sor Paulina había tenido entre los bancos de la escuela maternal durante 23 años.

Había aprendido a leer quién sabe cómo. Se ha­bían dado cuenta de ello un día, por casualidad, en la mesa, viendo que descifraba con desenvoltura la etiqueta de la botella de agua mineral.

Por eso lo habían aceptado en la escuela «sub-judice» porque apenas tenía cinco años y medio.

195

—Si la superioridad no se opone, no tengo el me­nor obstáculo: había dicho la maestra.

De esta forma Roberto, de pronto, había dejado el babero para vestirse el uniforme de la escuela, había dejado los lapiceros de colores para tomar los libros.

Le habían bastado diez días para aburrirse en la nueva escuela. Afortunadamente había logrado con­vencer a un amigo para que le pasase el libro de lec­tura de segundo grado. Pero la maestra... lo había devuelto a la guardería.

Explicó la mamá: — Precisamente esta mañana recibió la maestra una

carta del inspector. Dice que no se puede, que no es regular. Que la ley no admite excepciones. Hasta que no cumpla los seis años, no hay nada que hacer. Y me lo han traído a casa hace media hora. Me entraron ganas de llorar y derramé unas lágrimas. De rabia. Pero él... como si no hubiese pasado nada. Dejó en una silla los libros y el uniforme. Y se fue a buscar el babero. Dijo que le devolvieran los lápices de co­lores y exclamó solamente: «me voy a la guardería...».

Tendría que haberlo visto. Hermana, con qué naturalidad. Sin inmutarse lo más mínimo...; séquito el uniforme escolar del que estaba tan orgulloso, y al momento se quedó tan contento con el babero blanco.

Sor Paulina se dirigió a la cátedra. Abrió un cajón, tomó el evangelio, lo deshojó nerviosamente, hasta que encontró la página «exacta». Y leyó: «En verdad os digo: si no cambiáis y no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Le 18, 3).

Sor Paulina bajó la cabeza. Aun sin la ayuda del espejo, sabía que tenía la cara roja de vergüenza.

Desde hacía dos minutos.

196

28 UNA MONJA

¿TIENE QUE SER «VIRIL»? Del diario de sor Inés

No es raro oír a veces a los predicadores empe­ñarse en demostrar que una de las cualidades esen­ciales de la monja tiene que ser la «virilidad».

Quién sabe por qué la expresión «hombre afemi­nado» suena como un insulto, mientras que la otra paralela «mujer viril» es aceptada como un elogio o un ideal que realizar.

Que quede bien claro. La perfección de la mujer es la femineidad. No la virilidad.

Esto es. Femineidad no quiere decir dulzarronería, languidez, desmadejamiento, afectación, expresiones acarameladas, sentimentalismos. Quizás estas sean de­formaciones de la femineidad, no sus manifestaciones auténticas.

Una vez precisado esto, no hemos de tener miedo de considerar la femineidad como el cumplimiento natural, la realización total de la naturaleza de una mujer, y por tanto de una monja.

Una vez más recuerdo las palabras de sor Mary Francis, cuando escribe en el libro que cité anterior­mente :

«La religiosa que tiene miedo de su propia naturaleza de mujer, que se ve trabada por ella, o lo que es peor, que la combate, es una víctima de la neu-

197

rosis. Lo más contrario que hay a una vocación de religiosa es el olvido, el desprecio o la destrucción del propio carácter femenino».

«Sin darse cuenta de ello, la religiosa puede des­truir aquello que podría glorificar mejor a Dios en ella. Dios creó a la mujer para amar y para ser amada. La hizo tierna y graciosa. Le dio una naturaleza rica, ardiente, una capacidad de sufrimiento que le es abso­lutamente peculiar. Dios la preparó para la matermidad no sólo físicamente sino también mentalmente y en el plano emocional».

«Por eso, es muy triste que muchas religiosas ten­gan miedo de ser mujeres, y ahoguen su naturaleza femenina, intentando estrangularla con sus dedos virtuosos.

La auténtica razón de ser de la mujer es el amor. Cuanto más ame una mujer a su propio marido y a sus propios hijos, mejor esposa y madre será. Esposa de Dios, realmente tal, es la religiosa que ama a Dios y a su inmensa familia de almas con todo el inmenso amor que ha contenido en su corazón de mujer.

Una mujer consagrada a Dios no pierde ninguna de sus cualidades femeninas naturales. Por lo menos, no debería perderlas. Debería sencillamente descu­brirlas de nuevo en un plano más elevado».

Mulierem fortem... Sí... Pero no hay que equivo­carse en este texto. La mujer fuerte no es la mujer viril. Sino la que es tan fuerte que no renuncia a su propia naturaleza y que adquiere precisamente la máxima perfección de la femineidad.

Los conventos de mujeres tienen que albergar a «mujeres fuertes».

No a mujeres «viriles», o, peor aún, a personas de género neutro.

198

29 ENTREVISTA AL FUNDADOR

Sor Lucía se presentó en la puerta del cielo a las ocho de la mañana. Tenía en la mano derecha un cuaderno de notas, y en la otra un bolígrafo.

Carecía de toda maleta que estuviese llena de mé­ritos. Pero no tenía necesidad de ella. Porque sor Lucía no tenia ningunísima intención, al menos por ahora, de verse considerada en la categoría de las benditas almas. La vida le gustaba tal como era, sin adjetivos, incluso sin el comparativo «mejor».

Desprovista de equipaje, pero bien provista de audacia. Habíale sido confiada la dirección de la re­vista oficial del Instituto. Y quería demostrar inme­diatamente a los superiores que su confianza era le­gítima (aunque pensase lo contrario sor Cesárea, su oponente...), intentando un golpe periodístico sen­sacional.

San Pedro la miró con ojos burocráticos. — Certificado de bautismo... —La verdad es..., creo que no se necesita en mi

caso. Vea usted, Santidad (del rostro austero de san Pedro brotó una débil sonrisa, pronto corregida), he venido aquí no con la intención de quedarme..., quizás más tarde...

—Entonces, ¿qué es lo que quiere? —Tengo que hablar con una persona que se en­

cuentra aquí arriba.

199

— ¿Y cómo sabe usted que está aquí? —¡Caramba! Terminó el año pasado su proceso

de beatificación... Largo, severo, minucioso, nada de bromas, ¿qué cree usted? Hicimos todo lo posible. Hasta milagros hemos encontrado. Se superó el es­collo tremendo de las «virtudes heroicas». Y además, la biografía escrita de sor Cesárea. Y las fiestas solem­nísimas. No se pondrá usted ahora a contarme una historia, ¿verdad? Perdóneme, Santidad, por mi len­guaje un poco irreverente...

El rostro de san Pedro, ahora, trasparentaba cierto fastidio.

—En una palabra, ¿de quién se trata? —Del beato F. - ¡ A h í Mientras hurgaba por un grueso registro, san

Pedro se informó: —¿Usted quién es? —Una hija suya. La barba del guardián tuvo una violenta sacudida.

La aureola se le puso de través. —Sí. Una de las miles de hijas suyas que hay es­

parcidas por todo el mundo. Espero que Su Santidad estará informado de que el beato F. ha fundado una Congregación femenina, hoy floreciente...

—Sí. sí... pero, ¿para qué quiere ver al beato F. ? ¿No podía utilizar los canales normales de comunica­ción, por ejemplo, la oración?

—Vea usted, Santidad, la oración sirve para mu­chas cosas. Sirve para todo, pero no para llenar las páginas de un periódico. Y yo tengo necesidad de esto. En una palabra, he venido para entrevistar al beato F. Creo que la exclusiva nos pertenece a nos­otros, ¿no le parece?

El rostro de san Pedro se descompuso. —En ese caso, no hay nada que hacer. Los perio­

distas no son bien vistos por estos lugares; no piensan más que en noticias escandalosas. Se complacen en

200

las desgracias de los demás. Yo mismo lo he podido experimentar...

— ¡Ya! En su caso el periodista tenía otra clase de plumas, era un gallo...

Sor Lucía comprendió que había metido la pata. Y no la cabeza.

San Pedro se quedó algunos momentos en silencio, la frente arrugada, y la mano derecha acariciando su poblada barba.

— ¡Bien! Vista su desenvoltura, no me gustaría que volviera usted abajo con las manos vacías. Entonces..., vamos a ver qué puedo hacer por usted, sin saltarme el reglamento. Podríamos preparar un encuentro en una zona neutral. Así, usted no pasará por esta puerta que le está prohibida.

—Como usted quiera. Pero, ¿ni siquiera se me per­mitirá dar una ojeada «por dentro»?

—No. Prohibido totalmente. No quiero tener líos con los... superiores.

—Al menos podré saber el horario que rige por aquí arriba...

Esta vez del rostro de san Pedro brotó una sonrisa irónica.

— ¡Sí! El horario... ¡Esto sí que es curioso! Pero, hija mía, ¿qué tiene usted en la cabeza? Aquí no hay ninguna clase de horario. Por el simple hecho de que hemos suprimido el tiempo; nada de relojes, nada de calendario. Estamos inmersos en la eternidad. Vosotros no podéis saber qué es la eternidad, porque pensáis en términos de manecillas de reloj. De todos modos, para darte una idea aproximada: un momento cual­quiera de vuestra jornada, está fijado aquí arriba para siempre, prolongado hasta el infinito...

—No me gustaría que estuviera fijado para siem­pre precisamente el momento de despertarnos por la mañana, a las cinco y media... Sería para mí un desas­tre; el cielo se convertiría en purgatorio.

201

Una sonora carcajada de san Pedro se vio truncada por la llegada de un querubín que anunció a media voz:

—Todo está a punto. Sor Lucía fue conducida por el ángel a una sala

luminosísima. Las paredes brillantes, de color celeste. ¿Estarían hechas de ladrillos, o de cristal o de aire?

A una señal de su acompañante, se dejó hundir en una poltrona comodísima. ¿Una poltrona o una nube?

Miró afuera, a través de aquellos trozos de cielo que debían ser las ventanas.

Un susurro. La monja se dio media vuelta. El án­gel había desaparecido.

Otro susurro. Y sor Lucía esta vez se encontró delante del fundador. Se parecía bastante al retrato que había en la sala de recreo de la casa madre.

Se sentía intrigada. ¿Tendría que besarle la mano? ¿Habría que arrodillarse o bastaría con una inclina­ción profunda? ¡Qué desconcierto! No había pensado antes en resolver los problemas del ceremonial.

Por eso se limitó a mordisquear la pluma y a em­borronar ia primera hoja de sus notas.

Pero la sonrisa benévola del fundador la serenó inmediatamente.

—Padre... ¿nos reconoce incluso con el hábito re­formado ?

— ¡No faltaría más! Es otra cosa la que se nece­sita para reconocer a una persona. Sólo cuando no hubiera nada más importante, más profundo, más re­velador en vuestra identidad, me fijaría en el hábito. Pero el día en que me viese obligado de verdad a fiar­me del hábito para reconoceros (y recalcó esta palabra), entonces todo habría acabado. Ya no os reconoce­ría más.

Hubo una breve pausa. Luego la voz, que parecía un soplo, continuó:

—Espero que tampoco los demás tengan nece­sidad del vestido para reconoceros. Que la gente no

202

se haya vuelto... tan loca, que confunda el recipiente con el contenido, la validez de un libro con sus pastas.

Sor Lucía lo iba anotando todo con una escritura nerviosa, según iba escuchando aquel soplo. Y en­tretanto, iba buscando en su cerebro la pregunta si­guiente.

— Ha hablado de identidad. ¿Cree que hay graves alteraciones en esa identidad en nuestro Instituto? ¿Me puede decir cuáles son para que podamos re­pararlas?

—¿Has visto alguna vez a un médico acudir a un presunto enfermo y decirle: «Fíjate que tienes dolor de estómago»? No..., me gustaría que fueseis voso­tras las que vinieseis a denunciar espontáneamente vuestros achaques. Cuando se nota cierto malestar, no se necesita mucho para localizarlo y descubrir sus causas

Sor Lucía apretó la pluma. —Dispense una pregunta atrevida ¿Ha quedado

usted satisfecho de la... ¡cómo decirlo!... promoción oficial, esto es, de su canonización? Para nosotras ha sido una gran felicidad después de tantos esfuerzos..., incluso económicos.

—Estoy contento, naturalmente, de vuestra ale­gría. Por mi parte he de decir que aquí arriba me encuentro estupendamente, como antes... ¡Ya había encontrado mi puesto! —respondió con una sonrisa maliciosa el fundador.

—¿Ha leído su biografía, escrita por sor Cesárea? ¿Cómo la juzga?

Esta pregunta no se podía ciertamente definir como «candida», si se tiene en cuenta el resquemor exis­tente entre sor Lucía y sor Cesárea. No hay que escandalizarse. La envidia, como es sabido, es una hierba que crece a veces incluso en los graciosos jardines rodeados por las santas paredes.

De todos modos el beato F. simuló que no había captado esa pequeña malicia.

203

—Hay dos tipos de biografías. Las que describen a una persona como era en realidad. Son muy raras, dada la dificultad de la empresa. Hay otras que trazan unos rasgos del personaje, describiéndolo no como era en realidad, sino como es en el cerebro del que escribe. El libro de sor Cesárea, ¿a cuál de estas cate­gorías pertenece?

Por toda respuesta sor Lucía dejó caer el bolígrafo (que no hizo ningún ruido, al tocar el suelo) y tragó un poco de saliva. Luego, después de recoger la plu­ma, continuó:

— ¿Está satisfecho del desarrollo del Instituto? — ¿Habla usted de los edificios o de las personas?

¿De las obras o del testimonio? —De las personas..., tartamudeó sor Lucía. — ¿Por lo que hacen o por lo que son? ¿En rela­

ción con el número o por su autenticidad?... ¿Auten­ticidad en el plano humano, cristiano, religioso...? —especificó el fundador—.

La interlocutora se vio sorprendida por aquella exigencia de precisión. No daba pie con bola. Por eso procuró desviar la conversación:

—¿Cuál es, según usted, la persona más impor­tante del Instituto?

—Debería indicarnos antes cuáles son según usted las religiosas que no son importantes...

—Por lo menos dígame, en confianza, si hay al­guna santa escondida...

—Hay una que se llama sor Lucía... No. No es una broma. Cada una de vosotras tiene una santa «escondida» dentro. Tenéis que tener cuidado de no ahogarla.

Una vez más la periodista se vio obligada a desviar la conversación que estaba tomando un sesgo desa­gradable.

—¿Qué piensa de los contrastes entre jóvenes y ancianas, entre progresistas y conservadoras?

—Para mí existe una sola distinción válida en el

204

interior del convento. La que hay entre una monja — sin adjetivos—, y la que no lo es.

—Me permita insistir, padre. Habrá que reconocer que hay muchos peligros para la vida religiosa, al menos en el mundo exterior.

— El verdadero peligro, para una monja, es que no sea ella misma «peligrosa» para los demás. Permí­tame una paradoja: la religiosa verdaderamente pe­ligrosa es la que no es «peligrosa». Quiero decir, peligrosa para la tranquilidad, el vivir pacífico, la mediocridad de los demás. Una monja que no sea dañina, que no contagie: he ahí el peligro que hay que precaver. Las alarmas excesivas contra los peligros ex­ternos son un reconocimiento implícito de nuestra debilidad interior, o sea de nuestra capacidad para ser peligros públicos.

— ¿Por qué hay tantas monjas que tienen un miedo «visceral» ante las llamadas novedades?

— Es que no han pensado quizás que las ideas van envejeciendo y que mueren de la misma manera que los hombres.

No han pensado nunca en que la vida es un con­tinuo cambio.

No han pensado nunca en que la peor traición a la verdad consiste en congelarla, en repetirla mecánica­mente, sin preocuparse de descubrirla día a día, de verificarla después de cada provocación del reloj, esto, es después de.cada acontecimiento. Dios no está so­lamente en el pasado. Todo cristiano, y por eso toda religiosa, tiene que esforzarse en vivir el hoy de Dios.

Finalmente no han pensado nunca en que una de las palabras claves de la Biblia: sal fuera. A cada cre­yente Dios le repite este mismo: sal fuera. Sal fuera de tu mentalidad, de tu cómoda seguridad, de tus prejuicios, de tus sólidas certezas. ¡Ay de la que quiere acomodarse en la verdad! La verdad está siempre más allá, se encuentra siempre delante, nos precede siempre. Hay que buscarla continuamente.

205

Un filósofo vuestro, si mis informaciones son exactas (el beato F. sonrió con picardía), ha escrito que el único elemento estable del cristianismo está constituido por el mandamiento de Jesús de no pararse jamás.

El soplo se había ido haciendo cada vez más arrebatador. Y Sor Lucía no tuvo más remedio qué cortarlo.

—Pero..., habrá que admitir que algo está cambian­do incluso en nosotras, el diálogo por ejemplo...

La voz se hizo de pronto severa: —Una cosa es hablar de diálogo, y otra realizarlo

de verdad. Quizás os engañéis al creer que para el diálogo se necesita un solo órgano: la boca. ¡Lo que se necesita es el oído!

—Ciertamente, el concilio... — También aquí hay que aclarar las cosas. Me

permito una pregunta más: los documentos del con­cilio ¿están hechos para ser comentados, interpretados, para escribir libros sobre ellos, para tener en torno a ellos una infinidad de cursos de aggionar mentó, o bien para ser vividos, para que calen en la realidad coti­diana?

Quizás algunas se queden con la conciencia en paz, tranquilamente, jugando, charlando... Pero el mejor comentario, la interpretación más auténtica del con­cilio tendrían que ser sus frutos. Para conocer el concilio, para saber lo que ha dicho, más que abrir un libro habría que abrir... a un cristiano. O bien, abrir la puerta de un convento. Las explicaciones, mejor dicho, las ilustraciones, las tienen que propor­cionar las acciones de las personas.

—Reconocerá usted, sin embargo, que la confu­sión es notable.

—También los miopes tienen la impresión de una gran confusión delante de sus ojos enfermos.

—La cosa es distinta. ¡No estoy de acuerdo! Per­dóneme, padre, por mi impertinencia... Pero estoy convencida de que la confusión existe también en la

206

realidad, y no solamente en los ojos de los que miran. —Es verdad, es verdad, hija mía. Pero el que

tiene la vista buena sabe ver un poco más allá. Un arquitecto logra realizar su proyecto en medio del polvo, de los cascotes que caen, del desorden, de las pasarelas basculantes, de los andamios provisionales... Quiero decir que cuando hay cierta preparación, cuan­do las ideas están claras en la cabeza, cuando se posee una cultura sólida, cuando se sabe lo que se quiere, cuando uno es capaz de ver a lo lejos, se ve claro in­cluso entre la confusión. Además, precisamente los que se lamentan repitiendo la misma solfa: «hay una gran confusión», contribuyen a aumentarla.

—Me gustaría conocer su punto de vista sobre la actual crisis de obediencia.

En el rostro apacible y afable del fundador apa­reció un relámpago de cólera.

—¿Por qué os empeñáis siempre en separar las cosas? ¿Por qué contraponéis realidades que pueden y que deben ir siempre de acuerdo, la cruz y la alegría, la novedad y la tradición, la tierra y el cielo, la fe y la búsqueda, la obediencia y la responsabilidad, la crí­tica y el amor, la autoridad y la colaboración, la in­teligencia y la humildad, la presencia de Dios y la del mundo, la docilidad y la dignidad, la mortificación y el gozo de vivir, la prudencia y la audacia, el orden y la iniciativa, la disciplina y la capacidad de razonar, la fidelidad y la inventidad? ¿Por qué habláis de «cri­sis de obediencia» y no ponéis al lado la «crisis de au­toridad?

Sor Lucía se dio cuenta de que eran más las pre­guntas que el fundador le planteaba que las que ella pudiera proponer a su entrevistado. Consultó rápida­mente sus folios.

—¿Cómo le gustaría a usted su Instituto? —Es más fácil responder diciendo cómo no lo

querría. He aquí: no me gustaría sencillamente que se convirtiese en un museo.

207

—Dígame al menos que es lo que no va... —per­done mi lenguaje poco teológico y poco diplomático— lo que le da más fastidio.

—Los pensamientos y las reflexiones que tienen como elemento —más o menos esencial, más o menos reconocido— el dinero. Las cuentas de la vida reli­giosa en ese caso tendrán que ser siempre pasivas, aun cuando las cifras digan lo contrario... ¿Me ha com­prendido?

—Creo que sí... ¿Y cuál es el peligro más grave para una monja?

—Me parece que ya te lo he dicho: ser insignifi­cante. Ser inofensiva.

—Y el peligro mayor para la vida religiosa en ge­neral ?

—El individualismo, sin duda alguna. Podría ci­tarte miles de ejemplos a este propósito. Pero se los dejó a vuestros predicadores —si puedes, invítales sencillamente a que se ocupen sobre todo de estas cosas, dejando aparte las polémicas, los párrafos mo-ralísticos, las posturas demagógicas baratas—. Me li­mito a subrayar el hecho de que el individualismo amenaza incluso al sentido del pecado. Hay demasiadas monjas que evitan el pecado más por miedo a hacerse mal que por miedo a hacer mal. Saben medir las conse­cuencias de un pecado solamente en el recinto de su propia alma. Y son incapaces de considerarlo en su trágica realidad de calamidad pública.

—¿Qué es lo que le gustaría ver desaparecer de nuestras costumbres?

El beato inclinó la cabeza y se quedó silencioso un buen rato, pasándose los largos dedos sobre el rostro ligeramente aureolado.

—Teniendo que escoger, diría que me gustaría la abolición de la «jornada de vocaciones». ¿Os imagi­náis una «jornada del noviazgo»? ¿Esto es, una jor­nada para sensibilizar a la opinión pública sobre el

208

problema de la familia, para hacer propaganda de la belleza de la vida conyugal?

No. El problema de las vocaciones para un Ins­tituto es un problema de fascinación, de contagio, no de palabras, ni tampoco de acusación a «los tiem­pos» y a la juventud que se niega al sacrificio. Para poder decir que los jóvenes son incapaces de sacri­ficio hay que estar seguros de haberles presentado un ideal verdaderamente fascinante y un testimonio que responda a las exigencias y a los deseos de nuestro tiempo.

¿Entiendes? La vida de una monja es una palabra en favor o en contra de la vocación religiosa. Una monja, quiera o no quiera, con su vida, sus actitudes, con su mentalidad, puede constituir una atracción o bien determinar .una repugnancia hacia la vida reli­giosa.

Se trata de una cosa bastante desagradable, pero, en conciencia, me siento obligado a comunicártela. La crisis de vocaciones en un Instituto, atañe y acusa no sólo a las que están fuera sino a las que están «dentro».

—Actualmente, uno de los temas más discutidos, una causa de notables y, a veces, ásperas disensiones, es «el espíritu del fundador». ¿Cuál es su opinión al respecto?

—Creo que antes habría que ponerse de acuerdo sobre lo que quiere decir «espíritu» y lo que quiere decir «letra». De todos modos habría que tener pre­sente que el espíritu de los fundadores ha sido un espíritu de creatividad. En mi estado actual, estoy seguro, ya no existe el orgullo. Por eso puedo hablar libremente sin falsa modestia. Cada fundador ha sa­bido captar las exigencias de su propio tiempo. «In­ventó» algo para responder a ellas. Cada fundador ha sido un inventor, un amante de la novedad, una persona dotada de mucha fantasía.

Por eso, la fidelidad al espíritu del fundador lleva

209 u

consigo una capacidad de crear algo nuevo, en rela­ción con los problemas del mismo tiempo. El «es­píritu» no puede convertirse en una armadura anacró­nica que estorbe los movimientos, que impida res­ponder oportunamente a las reales necesidades de hoy.

—Un último problema, padre. ¿No cree que Dios, un día u otro, se cansará de ver tantas cosas feas por el mundo?

—Probablemente su atención se fija más bien en las cosas hermosas. Que, afortunadamente, no esca­sean ni siquiera en los conventos.

De todos modos, por la mañana, cuando te le­vantes, abre las ventanas, observa bien, abre los ojos y los oídos. Y conocerás la respuesta de Dios a pro­pósito de las cosas feas del mundo. Cada aurora es una respuesta de Dios.

—He terminado... Perdone el atrevimiento. Le pido un favor personal. Aconséjeme un libro apropiado para mí, de actualidad, naturalmente...

—Es una obra escrita en colaboración: Mateo, Lucas, Marcos, Juan.

—Un último recuerdo, padre... —Intente pensar en esta realidad: la vida religiosa

tiene que ser «signo». Tendrá materia de meditación hasta que vuelva por aquí para quedarse.

Fue realmente un golpe periodístico sensacional. La entrevista con el fundador resultó explosiva. Cambiaron muchas cosas en el Instituto. Sor Lucía se vio «liberada» del cargo de directora

de la revista. En el número que habría debido reproducir la

entrevista apareció un artículo con el título: «Defensa del espíritu auténtico del beato F. contra ciertas de­formaciones peligrosas». Escrito por sor Cesárea.

Y sor Lucía lo leyó con mucha atención. Estru­jando entre sus manos un cuaderno lleno de apun­tes tomados a vuela pluma.

210

30 TESTIGOS DE LO IMPOSIBLE

Del diario de sor Inés

Hace tiempo que en nuestro Instituto se ha supri­mido el libro oficial para la meditación en común. (A propósito: la semana pasada en una reunión me encontré con una monja que me dijo: «Figúrese, en mi comunidad el libro de meditación fue impreso en el año... ¡Bah! No tengo ánimos para manifestarle la fecha. Bástele con saber que de los caracteres usa­dos en sus páginas la S sigue teniendo todavía la for­ma de F. El hecho no necesita comentarios).

Durante varios meses he estado buscando afano­samente un libro de meditación «apropiado» para mí. Habré cambiado unas doce veces. Y lo mismo le ha pasado a todas las otras hermanas.

Durante bastante tiempo no logré descubrir el libro que me viniese como anillo al dedo. Quizás porque sobrevaloraba la importancia del libro. Este debe tener simplemente la función de estímulo, de provocación. No tiene que pensar, que profundi­zar, que digerir en mi lugar. No tiene que ser una es­pecie de papilla artificial, homogénea, como la que hoy se les da a los niños. Todo estudiado en el labotarorio, pesado escrupulosamente, tantos gramos de proteínas, tantas vitaminas, todo calculado en relación con la edad. Introducción, tres puntos, una dosis exacta de sagrada Escritura, de fundamentos teológicos (que

211

ofrezcan garantías de seguridad y de facilidad), de «elevaciones» espirituales, de «hechos» edificantes (sin exagerar demasiado, para que no se distraiga ni com-

lazca la curiosidad), de aplicaciones prácticas. Y so-re todo, un coloquio exuberante y un propósito

preciso. Hoy, afortunadamente, me veo libre del afán de

esta búsqueda. He encontrado el «libro» que me in­teresa.

No me viene como anillo al dedo, no ; todo lo contrario, me hace un daño tremendo. Me muerde por todas partes.

No tiene los ingredientes bien dosificados, equili­brados; por el contrario, a veces me ofrece una mez­cla explosiva. Ni siquiera está «puesto al día». No tiene en cuenta los recientes resultados de la investi­gación psicológica, limitándose a presentar al hombre con su antiguo —y a veces ya muerto— sello de fa­bricación divina, vagabundo por los caminos del re­celo, perseguido tenazmente por Dios, envuelto en la tremenda aventura del Calvario y con los ojos abier­tos ante la maravillosa realidad de la mañana de pascua.

Pero es el libro exacto. Porque no me dispensa del esfuerzo, no me pre­

senta una autopista con la señalización clara, elimi­nando toda clase de dudas. Me introduce por unos senderos imposibles e intrincados, donde sólo se comprende algo después de haber llegado hasta el fondo, cuando los pies están hinchados y hacen daño.

Las cosas que me dice no son cómodas ni bonitas. Solamente se iluminan cuando se transfieren, se «prue­ban», en la vida cotidiana.

Y los coloquios que provocan no son ni mucho menos idílicos; a veces toman un tono borrascoso y se parecen a una discusión.

£

212

Desde que «descubrí» el evangelio y la sagrada Escritura en general, para mí no existe el problema del libro de meditación.

Cada día me reserva una sorpresa. Esta mañana, por ejemplo, tuve que vérmelas con

una narración del primer Libro de los Reyes. Instinti­vamente me propuse pasar adelante. Páginas áridas, peripecias extravagantes, nombres rarísimos, una autén­tica inflación de guerras.

Luego, casi por casualidad, me detuve unos ins­tantes en el capítulo 13. Ya no logré levantar los ojos. Descubrí una página de maravillosa grandiosidad y, lo que parece más extraño, de asombrosa actualidad para la vida religiosa.

Al «hombre de Dios» se le concede una misión que ha de realizar en Betel. Yavé le da una consigna precisa: «No comerás pan ni beberás agua ni volverás por el camino por el que has venido».

Cuando el profeta se dispone a volver, el rey des­concertado todavía por lo que ha presenciado le ofre­ce hospitalidad: «Ven conmigo a casa para descansar. Te haré además un regalo». La negativa es absoluta.

Hay una palabra de Dios que le impide detenerse. Pero en el camino de regreso le sale al encuentro un

colega, un «viejo profeta» que con un engaño logra convencerlo para que vaya a su casa. «Entonces el hombre de Dios se marchó con él, comió pan en su casa y bebió agua».

«Y... después de haber comido pan y bebido agua, ensilló el asno y se volvió». Y en el camino, le alcanzó el castigo de Dios. «...Se encontró con un león que le mató. Su cadáver yacía en el camino,, y el asno estaba a su lado; y también el león se quedó junto al cadáver».

Una escena dramática, tremendamente sugestiva. Un desconcertante velatorio fúnebre, con el cadáver del profeta tendido en medio del camino, las heridas cubiertas de polvo, el asno a un lado y el león al otro. «También el león estaba junto al cadáver».

213

Me parece que en todo esto puede encontrarse un símbolo inquietante del «riesgo» de la vida religiosa.

La vida religiosa es una aventura profética, que sigue una trayectoria establecida por Dios, y que se desarrolla bajo el signo de lo «imprevisible».

No se permite ninguna parada. Están prohibidos los compromisos y las componendas. Está prohibido instalarse. «No comerás pan ni beberás agua ni vol­verás por el camino por el que has venido».

Cuando la vida religiosa se detiene, se instala, toma en consideración las sugerencias del sentido común, cede a las prácticas diplomáticas, elimina los riesgos, tiende la mano para obtener privilegios, busca «com­pensaciones» por aquello a lo que ha renunciado, y organiza su vida, asegurándola en vez de ponerla en peligro, entonces se ha consumado la traición.

Y llega el castigo de Dios. Tanto más terrible cuanto que no hay alrededor ningún león que mata, sino que se trata de una muerte tranquila, indolora, bien compuesta, casi elegante. Una muerte con todas las apariencias de vida. Y los honores, los agradeci­mientos, los favores que se prodigan, son en realidad honras fúnebres.

¡Cuántos «viejos profetas» en nuestro camino! Pro­fetas que dan a entender que están en relación direc­ta con Dios, y que por eso se sienten autorizados a imponer sus propias medidas.

El «viejo profeta» del legalismo. El «viejo profeta» del juridicismo. El «viejo profeta» del formalismo. Gente preocupada exclusivamente por la observan­

cia, el comportamiento, el orden, el funcionamiento exterior.

El «viejo profeta» del triunfalismo. Que no ha entendido que el mayor éxito del cristiano es el fra­caso de la cruz.

El «viejo profeta» del infantilismo. El «viejo profeta» del inmovilismo. «Siempre se

214

ha hecho así». Enfermo de presbicia, capaz de ver solamente en el pasado. Incapaz de distinguir un ideal inmutable de su expresión concreta, ligada a los tiem­pos y a los lugares. Sin la elasticidad indispensable para comprender que puede ser uno fiel al ideal, in­cluso cuando (mejor dicho, precisamente cuando) se descubren modos nuevos, más aptos para manifestarlo, para expresarlo, para vivirlo.

El «viejo profeta» de la facilidad. Que pretende salvar e incrementar la vida religiosa reduciendo sus «pretensiones», endulzando sus exigencias, colocán­dola «más al alcance» de todos.

El «viejo profeta» de la seguridad. Que ve el con­vento como un refugio, o como un despacho donde se obtiene el billete que nos asegura un puesto impor­tante en el cielo.

El «viejo profeta» de la superficialidad. Que en­gaña a ciertas monjas y las hace sentirse «al día» sola­mente porque han conseguido un carnet de conducir o han eliminado una docena de pliegues de la toca o han participado en un congreso.

El «viejo profeta» del aburguesamiento. «En de­finitiva, también nosotras tenemos nuestras exigen­cias... Y además, el día de hoy, es preciso mantener cierto nivel... Llevamos ya una vida llena de sacrifi­cios y de renuncias; por eso tenemos derecho... Por otra parte, hay que ser realistas, no se puede pretender demasiado...».

El «viejo profeta» del miedo. El que para evitar los barrancos, obliga a caminar por medio del camino, obstaculizando el tráfico; «el justo medio» es su slo­gan y tiene que haberlo descubierto quién sabe dónde, pero no en el evangelio, donde el justo medio se en­cuentra siempre irremediablemente en un extremo.

Y se hace una llevar por el asnillo retozón de la «observancia» exterior. Sin corazón, sin audacias, sin espontaneidad, sin creatividad. «Estar en orden con...»

215

es el mapa de este continente en donde hay de todo, excepto vida.

Los «viejos profetas» no saben reconocer el dina­mismo imprevisible de la vida religiosa.

Quieren reducirla a dimensiones aceptables, veri-ficables, confortables.

Quieren reducirla a medidas de utilidad. Quieren reducirla a horizontes de sentido común. Quieren reducirla a criterios contables. Quieren reducirla a organización. Y logran de esta manera llevarla a la última re­

ducción: la muerte. A fuerza de «reducciones», se llega hasta el cadáver de la vida religiosa. Un cadáver que vela a aquellos mismos que lo han provocado.

Cuando la vida religiosa, en vez de ser la vanguar­dia del pueblo de Dios, se pone al seguro de la reta­guardia, en vez de ser la avanzadilla, haciéndose arras­trar pesada y penosamente, entonces ya no existe como vida religiosa. Sino como fantasma.

De varias partes se pregunta con una hipócrita preocupación si sigue habiendo sitio para las monjas en el mundo de hoy. Si sigue habiendo «posibilidades» para la monja en la Iglesia del año 2.000. No faltaba más, queridos amigos.

Aun cuando lo hubiesen perdido todo, aun cuando se les hubiese cerrado toda perspectiva, a las monjas les queda siempre una posibilidad inaudita: ser una misma.

Frente al hombre del año 2.000, arrodillado ante el ídolo de la eficiencia, la monja podrá resultar in­dispensable con su desafío de aparente inutilidad.

Al hombre del año 2.000, orgulloso de sus «po­sibilidades», la monja le podrá ofrecer el inquietante testimonio de lo imposible.

No, querido amigo V., la monja no es la que en­seña la urbanidad, a tu hija.

No, querida señora L., la monja no es aquella «que tiene manos de hada para bordar...».

216

Esas «dulces criaturas» no se resignan a ser tan inocentes como creéis.

No se han encerrado en el convento para que la hija del señor V. aprendiese a mondar la naranja sin meter el cuchillo en los ojos del vecino, o para que la señora L. se llenase de admiración ante ciertas «labo­res», o para que el concejal F. pudiese sentirse bueno y generoso con las limosnas que da dos veces al año (debida y vistosamente registradas en el boletín del Instituto).

Si bajo el hábito, un poco extraño, hay de verdad una monja, entonces estáis arreglados, señor V., y usted, señor concejal F., y usted también, señora L. ; os espera un tremendo rapapolvo. Todos estáis bajo acusación. Esa monja constituye la denuncia más des­piadada contra la poquedad de vuestra vida, contra las «sustracciones» de vuestras acciones. Hace saltar vuestros límites tranquilizadores.

Os dice: Pero cómo, ¿os contentáis con tan poco? ¿Os limitáis a las vacaciones en el mar o en la montaña, a algún crucero, a vuestra cuenta en el banco, al éxito en los estudios, a la casa llena de electrodomésticos, a los vuelos interplanetarios, al amor en la única di­rección del sexo, a un título en la tarjeta de visita, a un sillón en un salón importante? ¿Tan poco? ¿Valía la pena que se os hubiera confiado un capital inmenso como la vida para que lo gastéis en tonterías, en quin­calla barata que impresiona solamente a los imbéciles, sin que lo disfrutéis más que en tan pequeña parte?

La monja se convierte en un elemento peligroso para el orden público cuando es verdaderamente mon­ja, o sea, cuando es testigo de lo imposible.

El mayor servicio que la religiosa auténtica puede hacer al mundo es el de demostrar cuáles son las rea­les posibilidades del hombre. Posibilidades que lle­gan incluso a confinar con lo imposible.

Se sostiene que el hombre moderno cree demasiado en si mismo. No hay nada más falso. Se limita a creer

217

en sus propias «posibilidades». No tiene ánimos para creer en lo imposible. No se atreve a sospechar que también lo imposible está a su alcance.

Decía san Basilio: «El hombre es la criatura que ha recibido la orden de convertirse en Dios». He aquí la meta más inverosímil y aparentemente imposible del hombre.

El hombre está hecho para lo imposible. La única medida digna del hombre —y del cris­

tiano— es precisamente lo imposible. «Dios significa que no hay nada imposible» (Su-

livan). Frente a un Francisco de Asís, si uno no es impa­

sible, se experimenta cierto sentimiento de cólera. Porque descalifica nuestras grandes conquistas, de­denuncia nuestra mediocridad, manifiesta los «límites» que nos hemos impuesto.

Si somos honrados, hemos de reconocer que Fran­cisco produce un gran fastidio. Porque nos hace ver cuál es el verdadero progreso humano y cristiano y qué conquistas podemos realÍ2ar. El testimonio de su vida «loca» es una inexorable requisitoria contra nuestra incapacidad para llegar hasta el fondo de nos­otros mismos, con nuestra costumbre de pararnos a mitad del camino.

Me acuerdo cuando mi padre me llevó un domingo a ver los aviones de un cercano campo militar. A mi abuela, mientras un avión a punto de partir hacía girar vertiginosamente sus hélices, se le ocurrió decir:

—Me gustaría mucho tener en el patio uno de esos. Imaginaos qué fresco podríamos tener con tan enormes ventiladores...

Pues bien, esa ocurrencia de mi abuela que enton­ces nos hizo estallar de risa, me parece la demostración paradójica de nuestra situación: aprovechar sólo una mínima parte de nuestras posibilidades. Tener a dis­posición una potencia tremenda que podría levan­tarnos hacia el cielo y traspasar los océanos, y servir-

218

nos de ella exclusivamente para obtener un poco de fresco en los días de calor... Limitarnos a un progreso que nos dispense del esfuerzo.

El hombre cree demasiado poco en sí mismo. Se contenta demasiado fácilmente. Se adapta a medidas que son ridiculamente indignas de su grandeza. Y se empeña en reducir a sus propias dimensiones a los demás. Intenta reducirlos a razón. «Ven conmigo a casa para comer. Te haré también un regalo». Es la conjura del compromiso común. Es la abdicación co­lectiva a la grandeza auténtica.

La vida religiosa cumple con su misión profética cuando rechaza esta equívoca e interesada hospita­lidad. Cuando no acepta detenerse, instalarse. Sino, -que, con su imprevisibilidad, sus excesos, su ir más allá, se convierte en elemento explosivo, en rigurosa contestación (en el plano vital) de la torpeza y de la aquiescencia general.

Por tanto, el problema de la vida religiosa se colo­ca en una precisa y cruda alternativa: o se está en la vanguardia o se condena una a muerte. O se corre más aprisa que los tiempos o queda una superada, hundida en el ridículo de la cabeza a los pies. O pro­fetas o cadáveres. O exploradores o fracasados. O santos o fantoches.

No, no somos, como alguno quisiera, la crema que cubre el pastel. Somos la levadura que hace fermentar la masa.

No nos adaptamos a formar parte del folklore. Queremos ser los fastidiosos perturbadores de la tran­quilidad pública. No aceptamos la parte de elementos decorativos en vuestras fiestas populares. Somos in­corregibles aguafiestas.

Nuestras manos no están hechas solamente para manejar la aguja. Saben arrojar tremendas piedras en las aguas estancadas de vuestro «bienestar».

219

Y cuando no nos veáis en la vanguardia, gritad que os hemos traicionado. Tenéis pleno derecho para ello.

Cuando nos veáis demasiado «prudentes», dema­siado manejables y acomodaticias, incapaces de asom­brar y de escandalizar, cuando no os molestemos, cuando os produzcamos solamente un poco de com­pasión y ternura, gritad que hemos desertado. Tenéis razón.

«El hombre de Dios» tiene un porvenir cuando camina por delante de los tiempos, cuando es «signo» del futuro. Cuando es testigo de lo imposible.

Pienso con tristezas en las espléndidas ocasiones que nos hemos dejado escapar en estos últimos años. Podíamos y debíamos ser una avanzadilla en el campo de la justicia, del respeto a la persona humana, de la promoción de la mujer, de la igualdad entre todos los hijos de Dios, de la Iglesia abierta al mundo. Y tenía­mos en la mano la carta definitivamente vencedora: el evangelio... Sin embargo..., ¡en algunos casos nos hemos dejado adelantar incluso por los códigos civiles!

¡Mirad hasta dónde me ha conducido el asnillo retozón del hombre de Dios! (capítulo 13 del Libro de los Reyes...).

Una vida religiosa que se atiene a la legalidad, que se hunde en el anonimato, que se aburguesa, que se queda bloqueada en el inmovilismo, que se reduce a un escueto moralismo, es la muerte. La muerte de la esperanza.

220

31 MONJAS HEREJES

Desapareció el sol y un pelotón de nubarrones negros, dispersados por el horizonte, se fueron poco a poco adueñando del cielo. Tras algunas persecu­ciones y una precisa maniobra de rodeo, en menos de una hora lograron soltarse entre sí. Luego se abajaron sobre la ciudad. Una especie de enorme mancha os­cura, rasgada de pronto por el primer relámpago.

El bochorno se hacía cada vez más opresivo. Los hombres, pegados a las paredes de sus casas, contem­plaban aquel amenazador temporal de agosto. Alter­nando la preocupación con la esperanza. «Podremos gozar finalmente de un poco de fresco..., con tal que no llegue el granizo». Los hombres fueron desalojados de sus cómodos puestos de observación por los pri­meros pesados goterones que se estrellaron sobre la tierra, levantando un velo de polvo. Precipitadamente se cerraron puertas y ventanas.

Las monjas llegaron a la sala de recreación en el momento en que un trueno pavoroso hacía temblar los cristales.

Pero su temporal interior iba a comenzar unos minutos más tarde.

Las nubes venían de muy lejos. Nada menos de de Holanda. Fue sor Inmaculada quien, como de or­dinario, las atrajo sobre el recinto del convento. Una operación que realizaba frecuentemente y de buen grado.

221

Sor Inmaculada. Era una especie de monumento de la casa. Un monumento construido sobre el pedes­tal de su propia cultura. Y ella se había instalado tan a gusto, esperando ser catapultada a alguna órbita im­portante. Los superiores, para hablar de ella, habían acuñado una expresión estándar: «ciertamente... ¡con esa cultura!». A tan conspicuo homenaje se unía la admiración de las demás monjas.

Esto durante algunos años. Pero recientemente algunas hermanas jóvenes, sin miedo alguno ante el monumento, habían empezado a poner en duda la seguridad del pedestal, a discutir la validez de las opi­niones y a buscarle las cosquillas a la preparación de sor Inmaculada, especielmente a propósito de ciertos temas. Las disenciones, durante las conversaciones más o menos públicas, se hacían cada vez más fre­cuentes. Y esto con el escándalo de las monjas más ancianas, indignadas de que se pudiese discutir una doctrina tan vasta y segura.

Realmente, la formación teológica de sor Inmacu­lada se debía a algún que otro manual escrito por teó­logos de cuarta categoría. Su aggiornamento, más o menos aproximado, se basaba en revistas no tan es­pecializadas. Sus opiniones, tomadas de prestado de algún personaje muy brillante, pero de escaso peso intelectual. Su preparación psicológica, decididamente pobre.

Sor Inmaculada había incluso publicado un libro. Nada menos que un libro de más de 600 páginas sobre Los silencios de la bienaventurada Virgen. La mole del libro estaba muy en armonía con el tema tratado. Pero ella había indicado tan ufana que «no había que quitar ni una sola coma».

Según las previsiones de la autora, el libro sería buscado, comprado, devorado por millones de monjas de todos los Institutos y de todas las nacionalidades.

Las previsiones se habían revelado demasiado op­timistas. Y a excepción de alguna que otra copia dis-

222

tribuida gratuitamente, la obra de sor Inmaculada estaba olvidada en el desván. Y aquellos quintales de papel impreso se le habían quedado atragantados en el estómago a la ecónoma, por razones evidentes. Y no servían como digestivo las aseveraciones de la autora: «Esté tranquila. Los tiempos todavía no están maduros. Ya verán cuando cese esta enorme confusión del posconcilio...». Pero la ecónoma no parecía muy convencida porque recordaba las previsiones aireadas unos años antes. La ecónoma, pobrecilla, no se en­tendía muy bien con la cultura.

En los últimos tiempos la especialización de sor Inmaculada era Holanda. Su idea fija. Parece como si hubiese emprendido la cruzada contra la iglesia de Holanda o, mejor dicho, contra aquella «mesnada de herejes».

Esta tarde, mientras fuera caían las gotas de lluvia, sor Inmaculada lograba descubrir en el periódico una leve noticia referente a los holandeses.

— ¡Qué barbaridad! Pero ¿cómo es posible sostener esta enormidad? El último teólogo de nuestros se­minarios estaría en disposición de refutarle con santo Tomás en la mano. Huelen a herejía a más de mil kilómetros.

Fue el primer aviso del temporal interior. Sor Isabel, tercer año de letras, dirigió su vista

relampagueante en todas direcciones en busca de so­lidaridad con su propia indignación. Y estalló de re­pente :

—Tengo la impresión de que usted, sor Inmacu­lada, distribuye los certificados de herejía con dema­siada facilidad. Piense que ya no estamos en tiempos de la Inquisición. Que la caza a las brujas terminó ya hace tiempo. Además, por lo que he leído, me parece que en Holanda, no sólo los teólogos de profesión, sino incluso los simples clientes del bar, estarían en disposición de ponerle en dificultades en el terreno teológico.

223

Sor Inmaculada encajó el golpe con suficiente ele­gancia y pasó al contrataque.

—No querrá negar, quizá, que el Catecismo ho­landés está lleno de herejías...

— Pero ¿conoce usted el holandés? - N o . . . —¿El alemán...? ¿el inglés? —Entonces, ¿cómo puede pronunciar una senten-

tencia contra ese catecismo que ni quisiera ha podido leer?

—He seguido la discusión sobre el tema a través de los periódicos y revistas.

—Debería decir: «ciertos periódicos» y «ciertas revistas».

—De segura ortodoxia; precisó sor Inmaculada con una sonrisa cargada de segundas intenciones.

—¿Y le parece éste un método científico? ¿Meterse a doctor sin un conocimiento serio de primera mano? ¿Sentenciar sobre la base de los «se dicen» de sacris­tía? ¿Condenar partiendo de posiciones preconcebi­das? ¿Descalificar apoyándose en meros prejuicios? ¿Es honrado todo esto ? A mí me parece una colosal presunción. ¡Qué maravilla! Con la cultura que a usted se le atribuye...

—Yo piso en terreno firme. —No. Usted está sensiblemente metida en un con­

vento. Y en su propio monumento. Con sus acostum­brados libros y sus acostumbradas revistas. Interro­gando a sus acostumbrados personajes coreográficos. Siempre los mismos... Personas doctas, dignas de este nombre, que han estado en Holanda durante meses enteros, aseguran que la realidad es más compleja de lo que se cree y son muy cautos a la hora de juzgar. Y usted, a miles de kilómetros de distancia, sin mo­verse de sus libros y periodicuchos, sin. dar un paso fuera de la puerta, esto es, fuera de su propia menta­lidad, está tan segura de haberlo comprendido todo,

224

de poder enseñar a los demás, evitando tener adver­sarios...

Poco a poco los relámpagos y los truenos, en la sala, se fueron cruzando sin solución de continuidad, mientras que la lluvia golpeaba en los cristales.

Sor Isabel, tras el retumbar de los primeros true­nos, empezó a descargar el granizo.

—No es que quiera convertirme en abogado de los holandeses. No estoy ni a favor ni en contra. Estoy sencillamente por la seriedad y la honradez en la dis­cusión. A mí no me interesan las herejías de los demás, verdaderas o presuntas. Me parece que antes de meter la nariz en las herejías holandesas deberíamos ocu­parnos de las herejías que pululan en nuestra casa. ¿Por qué murmurar de las espinas del huerto del vecino, cuando en nuestro jardín crecen orgullosas las ortigas?

Interviene con aire embarazado la superiora: — ¿Quiere precisar, por favor? — En seguida, madre. Los ejemplos abundan. Ayer

mismo por la tarde en esta misma sala hubo una con­versación «edificante» sobre el tema: «¿Cuál es la vir­tud más grande?» Pues bien, cuando una de nosotras dijo que la humildad, nadie puso una objección, nadie protestó, nadie se escandalizó, todas estuvieron de acuerdo, quizás en nombre de la humildad. Pues bien, todos saben, incluso los niños del catecismo, que la caridad es la base y la cima del cristianismo.

— ¡Está bien! No estábamos en la universidad... Se trata de una cosa de familia, a la buena...; se justi­ficó sor Angeles, poniéndose colorada.

— Y cuando durante la comida se leyó un artí­culo de un conocido «especialista» sobre «el espíritu religioso» y nos endilgaron hasta cinco páginas sobre el hábito, nadie advirtió la metedura de pata. Nadie sospechó que insertar el problema del vestido dentro del espíritu religioso no era algo muy ortodoxo.

225 15

— Un desliz se le puede escapar a cualquiera: in­tervino indulgente sor Inmaculada.

—A todos, menos a los holandeses. Y solamente nos metemos con ellos. Pero nadie se da cuenta de que un gran personaje oficial tuvo el coraje de pre­sentar al amor como un «medio» a disposición de los superiores para obtener más fácilmente la obediencia por parte de los subditos. ¿Entendido? La obediencia, que debería ser el medio para llegar a una plenitud de amor, se convierte de pronto en un fin y pone a su disposición al amor, que debería ser lo principal. ¿No son éstas herejías? Pues bien, precisamente usted, sor Inmaculada, dijo que había sido «magistral» aquel discurso...

—Pero, ¿qué nos va a nosotras? No hemos estu­diado y no podemos juzgar de esas cosas.

La intervención esta vez fue de la sacristana. — Muy bien. Entonces traslademos la conversa­

ción de las herejías doctrinales a las prácticas. Preci­samente usted, sor Clotilde, se hace algunas veces culpable de herejía en el campo litúrgico. Durante la octava de pentecostés preparó una casulla roja, no digo deshilachada, pero ciertamente muy modesta. Y luego, en la fiesta de los santos mártires Macabeos — tercera clase—, preparó una casulla flamante.

—Pero era la visita de la reverendísima madre ge­neral...

— ¡Precisamente por eso! —Pobrecilla. Es tan buena nuestra sacristana...;

exclamó sor Dorotea. — Aquí no ponemos en discusión su bondad ni su

sacrificio... Y también usted sor Dorotea, ¿recuerda que no quería ir a confesarse con don José, cuando supo que iba vestido de clergyman'i Me parece que con un poco de barniz de catecismo es posible dis­tinguir la absolución de los pecados de los pantalones del confesor...

— Usted, esta tarde, lo ve todo negro.

226

La observación, un tanto brusca, fue de la supe-riora que no escondía su propia preocupación por el sesgo que iba tomando el temporal.

El granizo de sor Isabel, sin embargo, no dis­minuía.

— Puede ser. De todos modos, quede dicho que las herejías prácticas existen en nuestros conventos. ¡No faltaba más! O, si no queremos hablar de herejía, digamos más bien cisma, que quiere decir «separa­ción», «rotura».

La separación entre lo que profesamos y lo que somos.

Entre lo que decimos y lo que hacemos. Entre nuestro rostro interior y la cara que pre­

sentamos fuera. Entre el «creo» y la vida. La separación entre nuestro voto de pobreza y esa

especie de capitalismo espiritual que nos hace sentir­nos superiores a los demás en méritos, sacrificios, renuncias, «prácticas», y nos impulsa a juzgar al mun­do y a sentirnos aisladas de él mediante el pedestal de nuestras virtudes o, «incluso», de nuestra per­fección.

Y la hipocresía que constituye la forma más trá­gica del cisma de la verdad de la persona.

Y el individualismo que viene contaminando obs­tinadamente a nuestra espiritualidad, incluso en las celebraciones litúrgicas, ¿no es la documentación de la separación del tejido de la comunidad —la comunidad humana—? ¿no es la abjuración práctica de la espe­ranza social de la salvación, esto es, de la «suerte co­mún», que liga nuestro destino al de todos los demás ?

Ciertas espiritualidades de evasión, ciertas concep­ciones angélicas de la vida religiosa: he aquí otro ejemplo de cisma, de separaciones del alma y del cuerpo, de la gracia y de la naturaleza.

Y cuando, durante los meses pasados, discutía­mos acaloradamente sobre un alfiler que abolir o

227

mantener en nuestro hábito, mientras que todo el mundo estaba angustiado por la tragedia de Biafra, ¿qué éramos? ¿herejes o cismáticas? Lo uno y lo otro juntamente. No éramos ni siquiera cristianas. Ni si­quiera criaturas humanas, me atrevería a decir.

Millares de niños que mueren de hambre..., la amenaza del más horrible genocidio de después de la guerra..., y nosotras discutíamos sobre un alfiler. En el periódico vi una fotografía espeluznante: en un mercado ponían a la venta dos ratones. Y nosotros veíamos solamente nuestro alfiler..., no veíamos a aquellos niños con el vientre enorme, la piel adherida al esqueleto, los cabellos prematuramente blancos, an­tes de caer....; teníamos un alfiler en los ojos que nos impedía ver aquel drama. Y ésta no es solamente una rotura. Es una fosa, un abismo...

Y aquella hermana que se hace culpable de algo, que se convierte en una cruz para toda la comunidad. Pues bien, precisamente entonces tendría necesidad de verse recuperada por nuestro amor. Sería necesario el desafío obstinado de nuestra caridad. Toda la co­munidad «cubriéndola» con su propio amor, lleván­dola «con humildad y serenidad», «encargándose» de sus miserias. Sin embargo, con frecuencia levantamos un muro de desconfianza y de frialdad, cuando no de hostilidad entre nosotras y ella. He aquí otro cisma.

Y nuestra comunión de la mañana..., signo de unidad. Mientras que entre nosotras hay tantas divi­siones, críticas, antipatías. Sí, la presencia real en la eucaristía. Todas creemos en ella. Pero ¿por qué no nos preocupamos de realizar esa otra presencia real de Cristo a través de la comunidad, fundada en el amor y mantenida por vínculos de auténtica frater­nidad?

—Parece un Savonarola...; exclamó una voz in­definida.

—Podría continuar hasta el infinito descubriendo herejías y cismas en nuestra casa. Luego, si tenemos

228

tiempo, podremos ocuparnos también de los «herejes» holandeses. Pero, antes, hemos de reparar las equivo­caciones que hemos cometido con la verdad y con la autenticidad de nuestra vocación...

Yo misma, que he hablado esta tarde, que he po­lemizado, que he condenado, me he puesto en el nú­mero de los herejes. También yo he provocado una rotura, y quizás algo más...; por eso os pido perdón. A sor Inmaculada, ante todo. Os puedo decir, sin embargo, que ha sido solamente el sufrimiento lo que me ha hecho explotar así. Un sufrimiento, un des­engaño, acumulado por dentro durante muchos meses. Y el sufrimiento, si hace gritar, como me ha pasado esta tarde, si provoca desgarrones, puede servir tam­bién para llenar los abismos, para curar las heridas. Me gustaría que así fuese...; perdonadme.

Siguió un silencio embarazoso. El temporal se fue alejando con sordos bramidos.

La superiora, finalmente, le hizo una señal a sor Va­lentina para que leyese el evangelio de mañana.

Duodécimo domingo después de pentecostés. Pa­rábola del buen samaritano.

«Y he aquí que se levantó a hablar un doctor de la ley...

...y Jesús le dijo: vete y haz tú lo mismo». — Si me permitís, me gustaría solamente añadir

una palabra. Hubo un momento de admiración, de perpleji­

dad. Se trataba de sor Eduvigis. La monja más silen­ciosa, más esquiva de la casa.

—Me parece que también el samaritano fue un hereje, un cismático. Pero Jesús nos lo propone como modelo. ¿Por qué? Muy sencillo: supo hacer las co­sas «exactas». Él sacerdote, el levita, tenían las ideas «exactas», pero hicieron las cosas equivocadas. El te­nía las ideas un poco confusas pero hizo lo que debía. ¡Qué evangelio tan extraño y estupendo! ¿No os

229

parece? Había empezado a hablar un doctor y termina con una indicación del Señor para «hacer». Para ha­cer, como aquel samaritano hereje. Que, quizás, era un ignorante como yo... Es algo semejante a lo que nos ha pasado esta tarde. Las discusiones de los doc­tores sirven para poco. Lo esencial es que hagamos las cosas exactas. Cuando se hace la verdad, como dice el evangelio, entonces puede encontrarse uno con la sorpresa de estar de acuerdo en las ideas con las demás...

Sor Isabel se quedó largo rato en la capilla, des­pués de las oraciones en común.

Cuando subió a su habitación, tenía bajo el brazo un libro. Mejor dicho, un libróte de más de 600 páginas.

230

32 PROFANACIONES

EN EL CONVENTO Del diario de sor Inés

Una de las acusaciones más comunes, en relación con el mundo actual, es que se está perdiendo el «sentido de lo sagrado».

Naturalmente, no tengo las credenciales para in­tervenir a propósito del problema de la «desacrali-zación».

Me limito a considerar las cosas bajo un punto de vista monacal, en un sector particular. Y a de­nunciar un equívoco bastante difundido en nuestros ambientes. Precisamente las personas que se muestran escandalizadas frente a la «pérdida del sentido de lo sagrado», pisotean prácticamente ciertas realidades sa­gradas. Sienten horror, precisamente, a la «profana­ción» ; y no se dan cuenta de que ellas mismas cometen, con la mayor desenvoltura y frecuencia, verdaderas y auténticas profanaciones.

El hecho es que estas personas, convencidas de­fensoras y al mismo tiempo decididas profanadoras de lo sagrado, no saben colocar lo sagrado dentro de una perspectiva verdaderamente cristiana.

Expliquémonos. Tener el «sentido de lo sagrado» significa recono­

cer la irrupción, en una deternimada realidad humana, del totalmente-otro, esto es, de lo divino.

231

En el Antiguo Testamento, era sagrado todo lo que contenía o expresaba la presencia de Dios. Sagrada era el arca de la alianza. Sagradas eran las Escrituras, porque encerraban la presencia de Dios en su palabra.

La actitud ante lo sagrado se veía dominada por el temor, el respeto, la adoración.

Lo sagrado permanecía en cierto sentido escon­dido, inviolable, distante, intocable. Lo sagrado no podía ser una cosa pública, común, usual.

Jesucristo realiza en este aspecto una gran revo­lución. Separa lo sagrado de los lugares y de las cosas, a las personas. Inaugura una sacralidad humana. La ver­dadera ciudadanía dada por él está basada en el ca­rácter sagrado de la persona.

Esta operación se puede sintetizar en aquellas pa­labras de san Pablo: «Derribó el muro...». Realmente derribó el muro, el límite infranqueable, que separaba a la criatura del mundo sagrado. La misma criatura se convirtió en un mundo sagrado.

Cristo vino a sustituir la presencia simbólica de Dios en el «santo de los santos» por una presencia efectiva, real, en plena humanidad. La encarnación no es más que estar los dos juntos: Dios presente en el tejido mismo de la humanidad.

Jesús pudo lanzar el desafío: «Destruir este tem­plo». El comenzó un nuevo culto, «el culto en espí­ritu y verdad». El lugar de este culto ya no es el templo, sino el hombre. La hostia ofrecida es una hostia viva. El sacrificio de este nuevo culto son el trabajo, el amor, los compromisos y el cuerpo mismo del hombre (ofrecido en el martirio).

«Os exhorto, por tanto, hermanos, por la mise­ricordia de Dios, que ofrezcáis vuestro cuerpo como hostia viva, santa, agradable a Dios, en culto espiri­tual como os corresponde» (Rom 12, 1).

De esta forma, el hombre, con la totalidad de su vida, con su cansancio, sus conquistas, es el que da culto, el que da gloria a Dios. Así se comprende la

232

estupenda expresión de san Ireneo: Gloria Dei, vivens homo. El hombre vivo, esto es, con su propia inteli­gencia, libertad y amor, constituye la gloria de Dios.

Si es Cristo el que vive en mí, entonces todo cris­tiano es un ser «habitado». Es un tabernáculo.

Por eso es exacta la afirmación de que en el cris­tianismo el único «lugar sagrado» es el hombre, por­que se convierte en morada viviente de Dios.

Desde este momento el hombre puede sentir un orgullo intocable ante cualquiera. Frente a todas las potencias y abusos, aunque sean de parte del César, surge un límite, un muro insuperable: el carácter sa­grado de la persona.

Incluso el hombre más débil, sin grandeza exte­rior, incluso el hombre en cadenas, puede oponer a todas las tiranías, a todas las intimidaciones, los dere­chos inviolables de esa virtud que lleva en el fondo de sí mismo: soy la morada del totalmente-otro, soy un ser habitado, está en mí la presencia de lo divino.

Cambia el lugar sagrado, que pasa de las cosas a las personas. Pero no cambia la postura frente a lo sagrado, que tiene que basarse en el temor, en el respeto, en la adoración.

Sin embargo son frecuentes las profanaciones en este aspecto. Incluso en los conventos.

Cuando una persona es juzgada con desenvoltura. Cuando se penetra forzadamente en su intimidad. Cuando su misterio es saqueado por manos bru­

tales. Cuando su secreto más profundo aparece en el mer­

cado de la crítica y de la desconfianza. Cuando una persona se convierte en «pública». Cuando se tiene la pretensión de «ficharla», de

fijar definitivamente su rostro interior, de catalogarla. Cuando su libertad queda conculcada. Cuando una persona es tratada como objeto o

como instrumento.

233

Cuando es «dosificada». Esa es la verdadera profanación. Eso es lo que quiere decir «violentar». La persona pierde su carácter misterioso, único,

intangible, para convertirse en algo público, usual, profano. Pierde el propio «sentido» auténtico y se con­vierte en simple mercancía expuesta a la curiosidad general. Entonces todas las cosas pierden su «sentido». Todo se hace profano. Se pierde el sentido de lo sa­grado. Cuando se pisotea a una persona se pisotea al Otro, que ha establecido su propia morada en aquella persona.

«Quítate las sandalias, porque el lugar donde estás es un lugar santo» (Ex 3, 5). ¿Por qué nos olvi­damos de esta severa advertencia cuando nos acer­camos a una persona?

¿Por qué no tomamos en serio la declaración de Pablo v i : «También nosotros rendimos culto al hombre?».

Iluminado por el Espíritu, bautizado en el fuego, seas lo que fueres..., eres trono de Dios, eres la morada, el instrumento, la luz y la divinidad; tu eres Dios Dios, Dios, Dios.

(Sergio de R.)

Y ahora, si te atreves, intenta profanar esa rea­lidad sagrada.

234

33 CALLOS EN EL CORAZÓN

Reverenda madre: Espero que se le permita a un antiguo enfermo

expresar su propia gratitud de una manera un tanto extraña, esto es, poniendo en el papel lo que ha visto, lo que ha apreciado, y también —si me lo p e r m í t e ­lo que ha desaprobado durante algunos meses de es­tancia en el hospital.

Estoy seguro de que aceptará usted también los puntos negativos. En nombre de ese mismo «fin po­sitivo», al que usted apelaba siempre que se sentía en la obligación de hacerme algún reproche que con frecuencia se traducía en un tremendo rapapolvos.

Sinceramente. Siempre me ha admirado su entre­ga, su espíritu de sacrificio, su abnegación. Ver a una monja que trajina durante todo el día en una sala, ocupada en mil asuntos avasallada, teniendo que aten­der a timbres, médicos, teléfonos, enfermeros, parien-* tes, enfermos, blanco de todas las lamentaciones, presa de todas las exigencias, constituye un espectáculo que desconcierta, que incluso llega a conmover. Tanto más, si se piensa que es una criatura como nosotros, con un corazón, dos pulmones, una sensibilidad y unos nervios exactamente como los nuestros.

Créame. En un mundo lleno de egoísmos, en me­dio de hombres aplastados por la dictadura del dinero, codo a codo con gente que considera al prójimo en

235

relación con su propia utilidad, representa un verda­dero milagro observar a una monja que vive y se des­gasta por los demás. Que, por la tarde, no hace las cuentas de lo que ha ganado, sino únicamente de lo que ha dado.

No. Usted no se reserva. Nadie le ha visto remo­lonear. Nadie podrá quejarse de su falta de entrega.

Ustedes, monjas del hospital, trabajan. Diría in­cluso que trabajan demasiado. Y es ése precisamente un aspecto que no me llega a convencer.

Lo sabe usted muy bien. No soy un experto en sus problemas. Por eso puede ser que meta la pata hasta el fondo.

Tengo la impresión de que están ustedes literal­mente aplastadas por las «obras», de que se han de­jado enredar inexorablemente en el engranaje de la «actividad». De esta forma, sus compromisos crecen de manera inversamente proporcional al número de vocaciones. Y no han sido capaces de reducir sus di­mensiones, de renunciar a algo. Por motivos exclusi­vamente apostólicos, no lo dudo (y esto es un honor para ustedes).

Las consecuencias de esta situación son evidentes: padecen ustedes un excesivo desgaste físico, nervioso y —si se me permite— incluso espiritual.

Además, no ofrecen ustedes ese testimonio que yo considero fundamental: el testimonio de la inutilidad. Me explico. Nosotros, hombres de nuestro tiempo, somos esclavos del mito de la eficiencia. Razonamos en términos de rendimiento, producción, utilidad.

Y ustedes nos siguen por el mismo camino. Intentan que los demás les acepten, haciéndose

útiles. Quieren «explicarse» más por lo que hacen ustedes,

que por lo que son. La monja que se pasa todo el día en medio de ajetreos, se convierte de esta forma en algo comprensible para todos; incluso los más «le-

236

janos» la entienden. Es útil, sirve para algo. Y preci­samente esto me parece el mayor error.

Una monja debería conservar, en su propia iden­tidad, una zona de misterio. No tiene que ser comple­tamente «clara». Debería constituir, para nosotros, un enorme signo de interrogación.

A los hombres de nuestro tiempo, enfermos de utilitarismo, obcecados por el ideal del rendimiento, la monja tiene que tener el coraje de lanzar el desafío de su aparente inutilidad Una especie de provoca­ción. Para recordarnos que existe algo distinto. Para obligarnos a revisar, en nuestros cálculos, la escala de valores. Para poner en crisis nuestras grandezas. Para denunciar el vacío de nuestras jornadas, que nos­otros definimos como «llenas». Para subrayar la vulga­ridad de nuestras cosas «importantes». Para echarnos en cara nuestro dar vueltas al vacío.

Lo sé muy bien. Las necesidades son inmensas. Y vuestra generosidad se ve impaciente por respon­der a tantas exigencias. No seré yo ciertamente el que os diga que os bajéis las mangas. Todo lo contrario, sería el primero en escandalizarme si os viese ociosas y sin hacer nada.

Pero estoy convencido de que debéis alcanzar ese difícil equilibrio entre el «servicio a los hermanos» y el «testimonio de la inutilidad».

Cuando el super-trabajo os hace irritables, ásperas, nerviosas, no nos escandalizamos (sabemos cuáles son los límites físicos y nerviosos de una criatura, a la que la consagración a Dios no hace ciertamente impermea­ble a la fatiga). Simplemente nos quedamos profunda­mente desilusionados. Como si se nos negara algo.

Entonces, ¿qué es lo que pretendemos? Pretendemos que seáis monjas, ante todo. No

robots. Pretendemos que tengáis el coraje de «perder el

tiempo» por el Señor. Cuando el exceso de actividad os obliga a reducir el tiempo de la oración, los timados

237

somos precisamente nosotros. Las horas robadas a la capilla no ceden en ventaja de la sala de enfermos.

Pretendemos que logréis «perder el tiempo» con vosotras mismas. Concediéndoos la distensión y el reposo necesario. No os olvidéis de que el trabajo gasta también el alma, no solamente el cuerpo. La reflexión, el recogimiento, la profundidad, son indis­pensables para vuestra serenidad y vuestro equilibrio, tanto interior como exterior. Por eso somos nosotros los que nos beneficiamos de vuestro «descanso». La contemplación os hará necesariamente más activas.

Finalmente, pretendemos que sepáis «perder el tiempo» con nosotros. El enfermo, además de la úl­cera, tiene también problemas. Además de medicinas, tiene necesidad de afecto. Además de inyecciones, exige comprensión. La monja no puede limitarse a proporcionarle, junto con las pildoras, alguna que otra palabra genérica de aliento o a echarle algún sermón. Tiene que escucharle. Y por eso, tiene que disponer de una buena dosis de «tiempo que perder». Si no, se reduce a una distribuidora automática de me­dicinas, consejos, alimento, advertencias.

Usted misma, un día, me explicó que en un enfer­mo está la presencia de Cristo paciente. Pero entonces, ¿para qué tanta prisa?

Muchas veces, al tener que preocuparse de dema­siadas cosas, vuestro conocimiento del enfermo se reduce a un conocimiento de su ficha clínica, del diagrama de temperatura, de la terapia. El termómetro y las radiografías son instrumentos tremendamente insuficientes para comprender al enfermo.

Se necesita un poco de lógica. Si el enfermo es una especie de «sacramento» de Cristo, entonces tenéis que acercaros a él, no sólo para dar sino para recibir, no sólo para enseñar, sino para tener informaciones. El mayor regalo que podéis hacer a un enfermo con­siste en ofrecerle la posibilidad de que él os ofrezca algo (quizá sus dolores) y no sólo recibir de vosotras.

238

Ciertamente, afanándoos como ahora, podréis de­jarnos admirados de vuestra eficiencia, de vuestra entrega, pero probablemente no lograréis aquello que es la tarea específica de una monja.

Entonces, si no es abusar demasiado de su pacien­cia le voy a dar unos cuantos consejos.

150 enfermos quiere decir 150 mentalidades dis­tintas, 150 sensibilidades distintas, 150 situaciones distintas.

Por eso, se necesita una notable apertura, una gran elasticidad mental y un acentuado esfuerzo de com­prensión personal, y sobre todo una intuición psico­lógica refinada. Cada hombre es un mundo único. No existe una clave «universal» que vaya bien par? todos. ¡Ay de los que usan esquemas genéricos, de los que emplean fórmulas homogéneas!

¿Sería demasiado pedirle, hermana, que no juzgue a un enfermo, que no se porte ante él tomando como base — su ficha de partido o de asociación religiosa, — el periódico que lee, — las limosnas («para sus pobres») o las flores («para

la capilla») que le entregan sus parientes. — los sacramentos que recibe más o menos espontá­

neamente, — la situación familiar más o menos regular, — los signos exteriores de reverencia?

¿Sería demasiado pedirle, hermana, que sienta afec­to por alguno exclusivamente en relación con sus necesidades reales?

¿Sería demasiado pedirle, hermana, que no morti­ficase el esplendor de su voto de pobreza en ciertas odiosidades, con ciertas tacañerías, con ciertos cál­culos mezquinos que sirven exclusivamente para los fines de la administración y que atraen sobre su... cofia apreciaciones totalmente injustas?

¿Sería demasiado pedirle, hermana, que manifes­tase en toda su belleza el voto de castidad, presentando

239

un corazón desmesurado, capaz de contener todos nuestros dramas, nuestras ansias, nuestras esperanzas?

¿Sería demasiado pedirle, hermana, que no mos­trase una actitud «profesional»? Sé muy bien que la costumbre, la experiencia, la muchedumbre de «casos» pueden contribuir a crear una corteza de aparente indiferencia. Pero precisamente su corazón tiene que lograr vencer esa corteza.

Por su sala han pasado decenas de millares de en­fermos. Pero cada uno de los que llegan por primera vez tienen el derecho de ser considerados como el pri­mero, como si fuese el único.

En este punto, hermana, me veo obligado a con­fesarle un pecado fruto de mi malicia, sin duda alguna. Pero que podría ser significativo de un estado de alma bastante difundido entre mis antiguos colegas:

Un día, cuando estaba verdaderamente mal, vien­do que se mostraba usted bastante fría en relación conmigo, escuchando algunas de sus genéricas ex­hortaciones a la paciencia, me sorprendí deseándole una pequeña pero dolorosa crisis gástrica. Para que «probase» y supiese lo que quiere decir.

Pues bien, estoy verdaderamente arrepentido de aquel deseo maligno. Y le pido sinceramente perdón. Pero tenga usted presente esto y no permita que su sensibilidad quede apagada por la costumbre o por cierta deformación profesional.

Es lo último que le pido. Que no se acostumbre al dolor de los demás. Que no acepte con excesiva resignación los sufrimientos de los demás.

A fuerza de dar, corre el peligro de que le salgan a uno callos en las manos. Y también en el corazón.

Pero si esto llegase a suceder, sería la muerte de la monja. Y el fracaso de la misericordia.

Sumamente agradecido, su seguro servidor, que besa su hábito,

R. C.

240

34 VIRTUD EN DESORDEN

Del diario de sor Inés

No soy ciertamente pesimista. Me niego a perte­necer a la categoría de estos jueces despiadados que ven por todas partes hipocresías, podredumbre, polvo, ruinas, telarañas y cosas torcidas.

Por el contrario, estoy convencida —con un con­vencimiento sacado de la experiencia, de la observa­ción directa— de que en los conventos no falta ese producto esencial que se llama virtud.

Hay abundancia de virtud en nuestras casas. Afor­tunadamente. Puedo comprobarlo cada día.

Cada día descubro, con un sentido de alegre sor­presa, tesoros de virtud. Especialmente en aquellas hermanas que, aunque no comparten mis ideas, están en disposición de poner en el platillo de la balanza el peso (un peso decisivo) de su propia vida de abne­gación, de sacrificio, de conmovedora entrega.

Sin duda alguna hay gran abundancia de virtud en los conventos.

Lo malo es que, con bastante frecuencia, no son virtudes perfectamente disciplinadas.

Por eso, el conjunto da impresión de desorden. Procuremos fijarnos en ese desorden. Analizar, al

menos sumariamente, las causas y los puntos funda­mentales.

241 16

Para que reine el orden en el campo de las virtudes, se necesita que haya un vértice o, si se prefiere, una jerarquía.

Tiene que haber una jerarquía de valores. Es me­nester determinar lo que es «fin» y lo que es «medio».

Pues bien, en el cristianismo, y con mayor razón en la vida religiosa, la cima hacia donde todo converge es necesariamente el amor.

Por eso todas las virtudes tienen que conducir a esa meta precisa. Tienen obligación de pagar su con­tribución específica para el aumento del amof.

¡Ay si una virtud pretende «hacer su propio ca­mino» sin desembocar en la caridad!

Una virtud que no provoca un aumento de caridad es una virtud sospechosa.

Una virtud que no conduce al amor es una virtud que se ha equivocado de camino. Por eso es falsa. Una virtud «loca», diría Chesterton.

Por ejemplo, una castidad que no amplíe el cora­zón, que no lo haga tan ancho que pueda contener los sufrimientos, los problemas y las angustias del mundo entero, una castidad que no haga capaces de «más amor», es una castidad insubordinada, indisci­plinada, rebelde, desobediente, que traiciona su propia misión. Es una virtud «desordenada». Es una «virtud horrible».

Pero no basta con colocar el amor en la cima, confiándole la dirección de la orquesta. Es preciso que conserve sus propios elementos de amor autén­ticamente cristiano.

Y aquí subrayo dos especies de rotura, que son dos arbitrarias separaciones.

Se tiende a separar el amor a Dios del amor a los demás. Pero los dos mandamientos están íntimamente ligados como si fueran dos caras de una misma reali­dad. Uno constituye la verificación, la prueba del otro. Así puedo estar segura de que amo a Dios, solamente si soy capaz de amar a los demás. La caridad para con

242

el prójimo nos presenta la comprobación práctica, infalible, de nuestro amor para con Dios. Y esto puede evitar toda equivocación y toda ilusión.

Podemos decir que la calle está estrechamente li­gada con la iglesia. Por la calle (o por el corredor, o en una sala, o en una clase, en cualquier lugar en donde me encuentre con el prójimo) es donde demues­tro, donde ofrezco, la prueba de lo que he aprendido en la iglesia. La postura «exacta» en la Iglesia se tra­duce en una postura «exacta» en la calle.

Si los que viven junto a mí siguen con su hambre inextinguida de amor, de comprensión, de alegría, de confianza, de aliento, esto quiere decir que soy incapaz de rezar. La verdad es que si rezase de verdad, si amase a Dios de verdad, sería capaz de amar a mi prójimo.

Una deficiencia en el campo de la caridad revela, crudamente, una insuficiencia en el campo del amor a Dios.

Las relaciones «equivocadas» con el prójimo de­nuncian una relación «equivocada» con Dios.

Más todavía. Se tiende a separar la justicia de la caridad. Hay cosas que deberían realizarse por deber de justicia, otras simplemente por deber de caridad. De este modo la caridad se convierte en una especie de lujo espiritual, en «algo de más», a lo que no estoy obligada estrictamente.

Semejante distinción, si es válida desde un punto de vista jurídico, me parece insostenible en una pers­pectiva cristiana.

Justicia quiere decir «dar a cada uno lo suyo». Pero ¿qué es lo «suyo» de cada persona, según el men­saje de Cristo? Esto es ¿qué es lo que tiene derecho a esperar una persona cualquiera de un cristiano? ¿Qué es lo que puede pretender? Me parece sumamente lógico: el amor.

Por eso, una criatura tiene derecho al amor. Y si un cristiano se niega a amar a su propio hermano como

243

a si mismo, o mejor aún, «como Dios nos ha amado», falta a la caridad, pero también a la justicia, porque niega lo que es justo; le roba al otro «la parte de amor» a la que tiene derecho.

La justicia, para un cristiano, tiene que tener las dimensiones enormes del amor.

Por tanto, el amor en la cima. Todo tiene que con­verger hacia allá.

Toda virtud auténtica tiene que dar su contribución a la caridad, aumentarla. No le está permitido «llevar su propio camino», independiente.

Amor en sus dos expresiones inseparables: para con Dios y para con los hermanos.

Amor como justicia. Pero veamos alguna otra virtud fuera de orden.

La humildad, por ejemplo. El tema de la humildad sale a relucir algunas veces a propósito, pero con frecuencia a despropósito. Se tiene entonces la impre­sión de que existe una auténtica inflación en este terreno. ¡Y" quiera el cielo que se trate de un producto genuino!: en tal caso, la inflación sería una riqueza inestable.

Por desgracia, en el escaparate de cierta espiritua­lidad se pone en venta, con el nombre de humildad, un producto que es un mezquino sustituto, una cari­catura, una máscara de la humildad genuina: la insig­nificancia.

O bien, se llega al colmo del descaro y del engaño exhibiendo como humildad una mercancía que no tiene nada que ver con ella.

Una religiosa que dice: «¡basta con estos libros que le llenan a uno la cabeza! No tenemos ninguna necesidad de saber tantas cosas; tenemos que ser hu­mildes», esa religiosa no defiende la humildad, sino su propia ignorancia, o su propia pereza.

La verdadera humildad no tiene nada que ver con la ignorancia.

La humildad auténtica (como, por lo demás, la

244

fe digna de este nombre), no tiene miedo de la cultura, de la inteligencia, del estudio, de la investigación. Y por otra parte, la inteligencia —si es realmente tal—, es necesariamente humilde. Un genio inmenso como santo Tomás consideraba bajas sus propias obras. Por el contrario, conozco a monjas que consideran «oro» sus propias cuatro nociones de catecismo (según una formulación típicamente infantil) y no permiten que se toquen esas pocas ideas (nr mucho menos profun­das) que han sacado de una preparación sumamente modesta. ¿Es esto humildad?

Los verdaderos peligros para la humildad no pro­vienen del saber «demasiado», sino del saber «de­masiado poco». La soberbia se manifiesta también al no reconocer que se ignoran muchas cosas.

Se habla de humildad y luego, hurgando un poco, nos damos cuenta de que se trata solamente de una colosal presunción.

Hay personas eruditas que pasan años y años in­vestigando una cuestión (pienso, para poner un caso concreto, en el terreno bíblico) y presentan los re­sultados de su trabajo precisando: «me parece», «se­gún mi opinión personal», «teniendo en cuenta»..., «es probable que...». Y he aquí a una monja que se define humilde, pero que, apenas escucha distraída­mente ciertas opiniones que contrastan con sus puntos de vista, inmediatamente explota: «¡se trata de tonte­rías!». Y se siente autorizada para echar por tierra estudios serios, efectuados por especialistas, aunque no tenga más títulos que presentar que una total in­competencia en la materia y una falta de preparación desastrosa. ¿Se trata entonces de humildad o de pre­sunción?

Humildad no significa solamente conocerse a sí misma, sino también reconocer el valor y la competen­cia de los demás. Significa aceptar lo que pueda col­mar nuestras lagunas. O, por lo menos, no condenarlo a la ligera.

245

Además, me parece que la humildad, para no ser una máscara, tiene que manifestarse... en un rostro sonriente. La capacidad de sonreír, el sentido del humor, son expresiones concretas de humildad.

Cuando veo ciertos rostros oscuros, cecijuntos, du­do de que sus legítimos propietarios sean personas humildes.

El ser verdaderamente humilde no llega a tomarse tremendamente en serio (ni toma tremendamente en serio lo que hace ni el puesto que ocupa), sino que sabe sonreír. Y reírse de sí mismo ante todo.

El humorismo es señal segura de inteligencia Pe­ro también de humildad. La sonrisa, el buen humor, la alegría: he aquí la mejor higiene que garantiza el perfecto estado de salud de la propia alma.

Otra virtud desordenada puede ser «el despego del mundo».

Hay un despego del espíritu del mundo: obliga­torio, evangélico, profundamente «religioso».

Pero ¡ay si eso despego del mundo conduce a una separación radical, a una postura de necia superiori­dad! Es el pecado típico del fariseísmo, contra el cual Cristo tuvo sus palabras más fuertes.

El despego del mundo no tiene que traducirse jamás en una ausencia de responsabilidad ante todo lo que sucede fuera del área sagrada del convento.

«Despego del mundo» no debe suponer un «la­varse las manos», un no sentirse «corresponsables». Del bien y del mal.

Un convento —sean o no sean conscientes de ello sus inquilinos— no está nunca separado del mundo. Por el contrario, está en relación directa y continua con el mundo exterior.

Cualquier acontecimiento que tenga lugar en su sagrado recinto, va a terminar fuera, salta el muro, se difunde por millares de kilómetros de distancia. Se quiera o no se quiera.

El bien que se realiza «dentro» no queda circuns-

246

crito, sino que produce un efecto beneficioso en toda la humanidad.

El mal que se realiza «dentro» determina radiacio­nes peligrosas para todos, envenena el aire en el mun­do entero.

Las pequeñas miserias, mezquindades, críticas, an­tipatías, hipocresías, dobleces, no se quedan «en casa». Llegan muy lejos.

Se dice, comúnmente, que «los trapos sucios hay que lavarlos en casa». Puede ser. De todos modos, es cierto que la suciedad ataca a todos. Las salpicaduras del agua saltan a millares de kilómetros.

Frente a la miseria, el odio, la violencia, las feal­dades, el hambre, un convento tiene que sentirse «co-rresponsable». No hay un solo acontecimiento del mundo exterior —en el bien o en el mal—, que no quede modificado o agravado por lo que sucede en esos «sagrados muros».

Por tanto, hablemos de «despego del mundo» (en sentido exclusivamente evangélico). Pero no nos en­gañemos, realizando la función de jueces o de simples espectadores. Cualquier cosa que suceda «fuera», no le es lícito a una monja declarar: «a mí no me importa».

Un último aspecto del desorden. Se encuentra cuando ciertas virtudes son conside­

radas solamente desde un punto de vista negativo. El silencio como ausencia de palabra. Pero en tal caso estamos ante el mutismo, que es un defecto.

El silencio no consiste esencialmente en no hablar, sino en dejar hablar a alguien. No quiere decir sola­mente tener la boca cerrada, sino abrir los oídos. No es simplemente ausencia de palabras, sino presencia de la Palabra.

Lo mismo pasa con la soledad. Esta no puede re­ducirse a evitar la compañía de los demás. Sino que tiene que ser la aceptación de la compañía de Al­guien. Paradójicamente puede decirse que está uno

247

solo para no estar solo. La soledad cristiana es una soledad llena de la presencia de Dios.

Finalmente, ocurre lo mismo con otra postura fun­damental del espíritu: el recogimiento.

¿Hemos pensado alguna vez que el recogimiento no es una cosa negativa, sino una acción? Recogi­miento viene de «recoger».

¿Qué es lo que hemos de recoger? Se trata de recoger las huellas, las invitaciones, los

indicios, las indicaciones de la voluntad de Dios, que se encuentran en los acontecimientos, en las diversas circunstancias de la existencia. Recogerlos y amonto­narlos, guardarlos e interpretarlos en lo más profundo de nosotros mismos.

Por tanto, el recogimiento es fatiga, trabajo, ac­ción. No un cómodo repliege sobre sí mismo. Es apertura, no clausura.

Podríamos continuar. Pero me parece que ya he proporcionado elementos suficientes para individuali­zar las virtudes sospechosas o insubordinadas.

No basta que en los conventos haya abundancia de virtud. Esas virtudes tienen que vivir en armonía; tienen que presentar su rostro auténtico, no una más­cara; tienen que ser productos genuinos, no sofis-ticaciones; tienen que ser completas, no recortadas.

En una palabra, hay que evitar el desorden en el campo de las virtudes. De lo contrario, se corre el pe­ligro de recoger frutos amargos. E incluso venenosos.

248

35 MEDITACIÓN DE UNA SUPERIORA

La madre Natalia cerró de pie la última carta. Se aseguró de que en la mesa quedaba todo en orden. Bajó a entregar a la portera el paquete de la correspon­dencia. Luego entró en la capilla. Las cuatro de la tarde. Todas las monjas estaban en su puesto de tra­bajo. Era la hora más tranquila de la jornada. Y la superiora podía concederse un breve descanso. Casi siempre en la capilla.

Se quedó arrodillada durante unos minutos, luego se sentó. El calor opresivo se mezclaba con el cansan­cio y la somnolencia.

Madre Natalia tomó distraídamente el libro que se encontraba en el banco —era el puesto de sor Ire­ne—, e intentó leer por encima algunas páginas. Pero su mirada cayó en una estampa bastante usada, utili­zada evidentemente como señal. Por detrás, una be­llísima frase (la escritura nerviosa de sor Irene, no había duda); leyó: «Si los superiores fueran más hom­bres y menos santos, obrarían más santamente y serían menos inhumanos» (Minzoni).

Su primer impulso fue el de romper la estampa. Pero quizá sería mejor llevársela a la habitación, colo­carla en la mesa bien visible, y luego hacer que viniera sor Irene...

Después de un breve titubeo, madre Natalia volvió a colocar la estampa en su lugar primitivo y cerró el libro.

249

Dio un profundo suspiro. ¡Bah! No es la frase en sí lo que me preocupa.

Puede ser verdadera, pero puede resultar también fal­sa. Según se mire... Por otra parte, no es la santidad la que hace menos humanos. Por el contrario diría que es precisamente la falta de santidad lo que hace menos humanos. Las deficiencias en el plano de la humanidad no derivan de un exceso de santidad, sino más bien de una escasez de santidad. El problema con­siste en ser santos y humanos al mismo tiempo, en igual medida. De todos modos, dejemos en paz la frase... Lo que me preocupa es la cuestión de sor Irene, en la que yo tengo una parte considerable...

El asunto iba arrastrando desde hacía año y medio. Sor Irene iba a la universidad; un carácter bastante cerrado, sumamente sensible, muy tímida.

Desde el primer momento, esto es, desde que se le había preguntado con ánimos para..., la superiora había intuido que no era oportuno insistir, que no se podía exigirle a la joven religiosa aquel compromiso, teniendo en cuenta su temperamento, sus dotes na­turales... Un cúmulo de circunstancias que hacían du­dar, seriamente, de la oportunidad de confiarle aquel encargo.

Pero madre Natalia, quién sabe por qué (todavía no lograba explicarse el motivo de aquella obstina­ción), había insistido: «en nombre de la obediencia»... Sor Irene había inclinado la cabeza. Había puesto todo su empeño, es preciso reconocerlo. Pero había sido un desastre. Ampliamente previsible, por lo demás.

Varias veces se la encontró llorando. «La obediencia ante todo, hija mía...». O bien:

«La gracia de estado puede hacer milagros». O : «Se necesita un poco más de humildad...». Siempre así.

Sor Irene, a punto de estallar en una crisis nerviosa, se había dirigido al confesor exponiéndole el caso con toda sencillez.

—Tienes que obedecer, aunque te cueste.

250

—Pero no se trata de que me cueste, padre. Me parece incluso que puedo decir en conciencia que acepto con gusto el sacrificio. El hecho es que no pue­do, absolutamente... No soy la que era... Estoy des­hecha. Sería como pedirle a un paralítico que subiera una montaña...

— Hija mía, como frecuentas la universidad te fi­guras que sabes muchas cosas. Pero todavía no has apendido que obedeciendo no se equivoca una jamás.

(Siempre hay algún confesor en circulación que se olvida de buen grado de que, sí que «cuando se obe­dece no se engaña uno jamás», pero que a veces es posible equivocarse... cuando se manda).

Por eso sor Irene había decidido dejarse ir ahogan­do, poco a poco, sin oponer la menor resistencia. Se había cerrado todavía más en sí misma, se había hecho más taciturna todavía, limitándose a contactos forma­les con las demás hermanas. Defendía su obstinación, su propio drama, su propio sufrimiento, bajo una espesa capa de silencio desdeñoso. Y si alguno inten­taba acercarse a ella, sacaba las púas como un erizo.

Madre Natalia puso su cabeza entre las manos. Sudaba abundantemente. De todos modos logró rezar.

«Señor, concédeme la fuerza para ayudar a esta hija mía. No, no se trata de 'salvar la cara', de salvar el prestigio de la autoridad. Hay algo mucho más importante que salvar.

Una frase del concilio me viene a la mente con particular insistencia: Los 'superiores... ejerciten la autoridad con espíritu de servicio a sus hermanos, de modo que expresen la caridad con la que Dios los ama'. Qué fácil resulta olvidarse de esta tarea funda­mental. Mis actitudes, mis gestos, deben transparentar el amor divino. He aquí en qué consiste la autori­dad: tu rostro, Señor representado por un rostro huma­no de bondad.

La autoridad, de esta manera, es un problema de

251

transparencia... Se trata de dejar pasar ante todo el amor divino. Sin embargo..., por mi parte, ¡cuánto estorbo, cuánto material opaco!...

Dios mío, ayúdame a no confundir tu voluntad con la mía, el servilismo con la obediencia, la pasividad con la docilidad, las inclinaciones y las sonrisas y los 'sí, reverenda madre' con el amor, la sinceridad con la rebelión, los talentos naturales con la soberbia, las debilidades físicas con el empobrecimiento del espí­ritu religioso.

Señor, hazme comprender que las personas con las que puedo contar de veras son las que no usan la palabra como incensario...

Ayúdame a desconfiar de mi juicio en relación con las personas que no estimo demasiado o que no me aman.

Debo esforzarme en meterme dentro del pellejo de los demás sin obligarlos a que ellos se metan en el mío.

No puedo pretender el monopolio de tus inspira­ciones.

No tengo que apelar continuamente a la humildad. A veces es necesaria una palabra de ánimo, de elogio. La humildad no puede prescindir de ciertas elementa­les exigencias psicológicas.

Señor, te pido inteligencia. Sí, precisamente inte­ligencia. Esto es, esa capacidad de 'leer dentro'. Me parece, en efecto, que la palabra viene del latín: intus legere...

Y ya que estamos hablando del significado de las palabras, será oportuno quitarle el polvo al sentido profundo de 'autoridad'. También aquí entra el latín, augere, esto es, acrecentar, aumentar. Una persona crece desde dentro, y no por superposición de preceptos exteriores. La autoridad tiene que promover, urgir el crecimiento interior de las personas.

Señor, ¡qué difícil es la autoridad según tu modelo! Autoridad que sea verdaderamente servicio, que sea

252

amor, respeto a las personas, confianza, capacidad inmensa de perdón...

Es tan fácil, por el contrario, olvidarse de tantas cosas importantes... Tendría necesidad, por lo menos, de media docena de estos momentos cada día, para refrescar mi memoria.

Te ruego que me hagas recordar por lo menos tres cosas esenciales:

— que para ser una buena superiora hay que ser una superiora buena;

— que cuando mando tengo que obedecer; — que eres tú el que ocupa el centro del convento:

y yo no tengo que equivocarme de lugar; de lo con­trario, sucederán catástrofes irreparables.

Una última cosa, Señor. Te pido, que todos los que en esta casa tengan alguna pena, puedan encon­trar fácilmente la puerta de mi habitación. Y que cuando sea yo la que tenga alguna pena, pueda en­contrar siempre la puerta de la capilla...».

Cuando volvió a su habitación, madre Natalia abrió un cajón del escritorio, buscó en medio de los papeles y finalmente sacó una estampa.

Empuñó la pluma y escribió: «Un superior está encargado de traducir la volun­

tad de Dios. Pero sucede a veces que la traducción está equivocada. No hay que asustarse. Dios es tan difícil... Lo esencial es corregir a tiempo los errores, conside­rando que la fidelidad al texto original vale inmensa­mente más que el prestigio del traductor».

Luego hizo llamar a sor Irene.. — Escuche... Le propongo un intercambio... Tengo

necesidad de la estampa que tiene usted en el libro de la capilla..

Sor Irene tuvo un movimiento de susto. Se sobre­saltó. Pero la superiora la tranquilizó inmediatamente:

—No me entienda mal. He tenido necesidad de ella, de verdad. Y pienso que me seguirá siendo útil.

253

En cambio, acepte esta. Al menos, como señal puede servir... Lea...

Sor Irene levantó la cabeza. El erizo había ocultado todas sus púas. Ahora podía romper la coraza y manifestar su

propio sufrimiento. Que ya no existía. Porque alguno se había ya apoderado de él.

Sor Irene sonrió. Una sonrisa amplia, de admiración... No había visto nunca a la autoridad tan arriba,.

254

36 LA TELARAÑA

Del diario de sor Inés

Querida hermana en Cristo: No es el resentimiento lo que me impulsa a escri­

birle en este momento. La he perdonado ya, sin reservas, gozosamente. Desde el primer momento, apenas lo «supe». Y no tengo la más pequeña inten­ción de retirar aquel perdón, ni de hacérselo pesar.

Tampoco tengo intención de «aclarar» las cosas, de defenderme, de demostrarle que se ha equivocado tremendamente por lo que a mí me atañe. De aportar las pruebas de mi inocencia. No faltaría más. Me basta con un solo tribunal. Con un solo juez. Ante el cual, no tengo por qué afanarme en acumular pruebas o en alegar excusas. Porque él sabe.

Con él no son necesarias las «aclaraciones». Porque ya está todo claro.

Además, entre mí y él está de por medio una cruz. Es garantía, no de imparcialidad sino de parcialidad. Dios no es nunca neutral. Es «parcial» (como el amor). Siempre se pone de parte del débil, del oprimido. Dios se pone de mi parte. O sea, de parte de mis mi­serias, de mis insuficiencias. Por eso, la cruz me per­mite respirar. Porque es el signo de la parcialidad de Cristo conmigo.

Comprenda, pues, mi desconfianza, y también mi indiferencia por los tribunales humanos, que tienen

255

la equivocación, a mi juicio, de ser demasiado impar­ciales, y de estar formados por personas qu£, para la salvación del reo, no han pagado una sola gota de sangre.

No me importa tener razón. Créame. Sentiría un atroz remordimiento si emplease un solo minuto de tiempo para demostrarle que tenía razón, y que he sido acusada injustamente. Por lo demás, sé que tengo infaliblemente razón solamente cuando creo en la mi­sericordia de Dios (un Dios que toma en su corazón mi miseria) y «cuento» con las pruebas de su amor.

Me gustaría sencillamente referirle la situación en que llegué a encontrarme desde el momento en que usted decidió hablar (con todas excepto conmigo — úni­camente por «mi bien»-- y no tengo motivo alguno para dudar de la rectitud de sus intenciones).

Así pues... Sucedió que sor Inés, de pronto, se vio envuelta en una apretada telaraña de sospechas, des­confianzas, hostilidades. Al principio de trataba de algo impalpable. Poco a poco se fue haciendo cada vez vez más concreto, pesado, oprimente...

No entiendo nada. No logro comprender. No sé qué es lo que sucedió.

Pero aquel clima de frialdad, de desconfianza, lo siento encima de mí, apegado a mi piel, tanto más intolerable cuanto más envuelto en la oscuridad.

Algunas hermanas que mantenían las distancias. Otras que me evitaban claramente. Alusiones irónicas. Frases partidas por la mitad. Sonrisas de inteligencia. Advertencias severas, pero genéricas. Miradas de través. Preguntas sibilinas. La superiora que dice y que no dice, que me pone

en guardia contra peligros que me acechan sift precisar su naturaleza, que me habla continuamente de «pru­dencia».

256

Permisos que me son negados sin un motivo razo­nable o concedidos con mil precauciones.

Personas que me caen a las espaldas furtivamente, en los momentos y lugares más insospechados, alu­diendo las excusas más fútiles.

Me siento aislada. Separada de la vida de comunidad. Sin coraje. Sin espontaneidad. Perseguida por fantasmas. Atormentada por oscuros presentimientos. Entre otras cosas, me doy cuenta de que mi pre­

sencia resulta embarazosa para muchas personas, y yo misma me encuentro a disgusto con todas.

Se va apagando poca a poco la alegría de vivir. Tengo miedo. No tengo fuerzas para luchar. Por

otra parte, ¿cómo es posible combatir con los fan­tasmas ?

Y así durante dos, seis, diez meses. Luego, de repente, por una circunstancia total­

mente casual, la revelación. Ahora todo está c\aro. Aún cuando me encuentro

desconcertada, consternada frente a un suceso tan inverosímil.

Ahora comprendo el significado de ciertas pregun­tas, de ciertas actitudes, de ciertas insinuaciones, de ciertas alusiones, incluso en los sermones oficiales.

Ahora he vuelto a encontrar el hilo inicial de aque­lla pegajosa telaraña. Y es un hilo, me disgusta decirlo, que parte de la boca de usted. Un episodio totalmente insignificante e inocente en su vulgaridad. Una frase que se refería a una situación precisa y por tanto inseparable de aquella situación que la justificaba.

La protagonista del episodio era yo, no lo niego. Así como reconozco que aquella frase salió de mi boca. Pero, míreme en los ojos: no tengo ningún motivo para enrojecer por aquel hecho ni por aquellas palabras.

Usted lo vio. Usted lo escuchó. Nada malo. Lo

17 257

peor es que se ha querido ver y oír «más allá». Por eso añadió usted al hecho una explicación personal y a mis palabras una interpretación personalísima. En cierto momento ya no fue posible distinguir el episo­dio de la explicación, y la frase de la interpretación abusiva. Y ya sabemos adonde van a parar esas cosas. De la explicación se llega a un arbitrario proceso a las intenciones. Y de las «interpretaciones personales» se va deslizando una, casi sin darse cuenta, a la desfigura­ción total de las cosas.

Después se sintió usted en la obligación de susurrar el asunto a los oídos de algunas hermanas «de confian­za». Las cuales lo transmitieron inmediatamente a otras, también «de confianza». Y puesto que en un convento todas son personas de confianza para al­guien...

Finalmente se sintió usted obligada en conciencia a «poner al corriente» a la superiora.

Solamente se olvidó de poner al corriente a la interesada. Pero un olvido pueden tenerlo todos... No es cuestión de hacer un drama.

De esta forma, la historia, pasando a través de una docena de casas periféricas —gracias a confidencias de hermanas que se encontraban casualmente con oca­sión de unos días de retiro o de cursos de aggiornamento (he aquí un ejemplo de ecumenismo)—, llegó final­mente hasta los superiores.

Y en este punto el modesto arbusto inicial había crecido desmesuradamente, había producido follaje copiosísimo, había hecho brotar numerosísimos y ro­bustísimos ramos, y sus ramas se habían visto pobladas de una bandada, de un rebullicio, de un guirigay inenarrable. El arbusto había hecho carrera y se había convertido en un roble colosal.

Las cosas se habían falseado. N o ; honradamente no las reconozco. Aquello no había sido el hecho inicial. Aquellas no habían sido mis palabras. Forzo-

258

sámente tenía que desconocer su paternidad (o su maternidad).

No lo niego, me he sentido humillada, envilecida. Como uno que ha llevado a sus espaldas, durante meses, un muñeco de papel que a traición le ha col­gado por detrás algún gracioso.

Ahora me gustarla sencillamente decirle esto: usted no ha visto, no ha oído bien Por eso necesita una vi­sita al... cardiólogo. Sí, al cardiólogo. En estos casos, realmente, cuando la vista falla y el oído se estropea, lo que pasa es que el corazón no funciona. Usted no puede fiarse de sus ojos ni de sus oídos —ni mucho menos tiene derecho a mover la lengua—, por el sim­ple hecho de que en el corazón hay algo que no va.

No es fácil comprender a una persona. Toda cria­tura, en su intimidad, habla en un lenguaje cifrado, cuya clave y fórmula sería necesario tener a disposición. Además hay zonas profundas, protegidas celosamente contra la curiosidad, contra las miradas superficiales e indiscretas.

Pueden algunos vivir codo a codo, hablar, escu­char, verse mutuamente sin entender nada del mis­terio mutuo. No. Los ojos no sirven. Ni los oídos. Lo repito: sirve exclusivamente el corazón.

El amor es la única clave. La fórmula para inter­pretar ese lenguaje cifrado.

El amor es la longitud de onda indispensable para poder ponerse en comunicación con los continentes más auténticos de una persona, para captar su mensaje más profundo.

«Nuestro creador nos ha dado el amor como ex­presión de nuestro rostro humano» (san Gregorio de Nisa). Y solamente el amor consigue fotografiar el rostro de un hombre sin peligro de dejarlo reducido a una caricatura.

Hay una manera segura de condenarse a no enten­der nada de una persona: colocarse en el plano de la murmuración, de las quejas, de la crítica.

259

El delator, el tejedor de sospechas, el que juzga y condena desenvueltamente es el verdadero ignorante, en el sentido que ignora lo profundo de una persona, porque presume de conocerla sirviéndose de la clave, de la fórmula equivocada poniéndose en una longitud de onda distinta.

Pero cuando, al acercarse a una persona se excluye el corazón, todos los demás sentidos acaban por traicionar.

Una última cosa. He sabido con certeza que otras dos hermanas se han encontrado en mi misma situación. Con las mismas consecuencias. Y siempre porque al comienzo era usted la que había visto u oído.

Me gustaría preguntarle fraternalmente: ¿no ha pensado nunca en lo que significa hacer sufrir a al­guien durante semanas, durante meses?

¿No se ha dado nunca cuenta de lo que quiere decir envenenar el aire, quitar la alegría de vivir, matar la espontaneidad de los demás?

El sufrimiento es un bien, de acuerdo. Pero el cargo de «proveedor de cruces» no resulta muy sim­pático. Y espero que usted no querrá desempeñar esa función en el Instituto.

He terminado. Creo que ya me he librado de esa telaraña que usted había tejido a mi alrededor. Todavía, sin embargo, siento algunas trazas pegajosas en mi piel.

Pero no importa. Lo esencial es que ahora hemos logrado mirarnos a los ojos. No para acusar. Sino para descubrir una solidaridad de común miseria y debi­lidad. Entonces también aquella telaraña puede con­vertirse en, una cuerda. Que nos liga. Y nos ayuda a escalar. A las dos juntas.

Cordialmente, Sor Inés.

260

37 EL EQUILIBRIO

Un departamento de primera clase. El tren se des­liza veloz, con alguna sacudida, entre filas de árboles desnudos, con sus ramas cubiertas de una capa de hielo.

En un sillón, una señora en cuyo rostro la abundan­cia de cosméticos permite vislumbrar una lucha —ya desesperada— con los años. La atención de la señora va de una revista ilustrada al minúsculo y estupendo

yorkshire terrier, de color azul y oro, acurrucado sobre un cojín.

En el sillón de enfrente, una muchacha que de vez en cuando intercambia, susurrando, alguna palabra con su madre; ésta responde con monosílabos, parece ausente y finge mirar por la ventanilla.

La señora, tras una prolongada caricia al cachorro, sumergió definitivamente sus ojos miopes en las pá­ginas de la revista. El título es visible desde el lado opuesto: «El mundo increíble de las sepultadas vivas».

En cierto momento, indicando algunas fotografías con un gesto muelle de su blanca mano, entre un dis­creto tintinear de pulseras y brazaletes, la señora ex­clama :

—Dígame usted, señorita, si en el "siglo de las conquistas espaciales son todavía posibles y tolerables estos residuos medievales..., una manera de vivir bárbara, con privaciones crueles...

261

La mujer separa los ojos de la ventanilla, tiene un sobresalto, intenta hablar, pero queda detenida por un gesto, discreto e imperioso, de su hija.

—Me pregunto yo si la religión tendrá que volver a los tiempos oscuros de los padres del desierto, con todas estas penitencias absurdas y estas mortificacio­nes nauseabundas. Yo soy practicante. Voy a misa casi todos los domingos, he hecho regularmente los pri­meros viernes de mes, practico la caridad, soy de las damas de san Vicente de Paúl, cada dos meses nos encontramos en mi villa para jugar a la canasta en favor de los pobres del barrio. Pero me niego a admitir que Dios pueda pretender de una criatura un sacrificio tan inhumano. Ya sé que al cielo no se llega en carroza; lo dijo ayer mismo el padre Isidoro predicando —¡co­mo solamente él sabe hacerlo! — en la misa de mediodía de la catedral. Pero nadie ha dicho que tengamos que presentarnos ante Dios con los pies descalzos, con los hábitos hechos jirones y el cuerpo cubierto de cilicios. Y además, mire estas fotografías; juzgue usted, seño­rita, que viste con mucho gusto, debo admitirlo: ¿le parece lógico que una mujer, una joven, se deje em­butir en un hábito tosco y pesado como éste?

La muchacha toma entre sus manos la revista-Observa atentamente las fotografías en color..., in­tenta imaginar aquel vestido en su propio cuerpo, precisamente como estará dentro de poco...

El otro día, durante la borrasca de su casa (su padre es uno de los más brillantes y conocidos aboga­dos de la ciudad), ella salió a pasear con su mejor ami­ga, la única que lo sabía. Por última vez. Recorrieron lentamente los pórticos, mirando distraídamente las vitrinas. Se paró, de pronto, ante una boutique de alta moda.

—Ven, vamos a representar una comedia. Nos di­vertiremos.

En la tienda fueron examinando detenidamente

262

cada objeto. De pronto... ¡aquel sombrerito escarlata, tan sofisticado!

Se lo probó delante del gran espejo, mientra un par de clientes snob estaban observándola.

La modista se puso dos pasos detrás de ella, tomó un aire extasiado, se mordió el labio inferior, entornó ligeramente los ojos, alargó los brazos y exclamó en­fáticamente :

—Amiga mía, parece hecho adrede para usted. ¡Sen­cillamente maravilloso!

Por toda respuesta, resonó una carcajada. Las dos jóvenes se precipitaron hacia la salida, entre la cons­ternación de la modista y de sus clientes snob.

Todavía ahora, recordando el episodio, no lograba retener la sonrisa.

—Sí, hace usted bien en reírse, señorita. Pero ha­bría que llorar también al mismo tiempo. Pobres cria­turas... (la mano blanca y ensortijada seguía acarician­do el pelo azul y oro del minúsculo jorkshire terrier); cabe esperar solamente que, con el progreso de la instrucción y de la cultura, esas horribles prisones que encierran a víctimas inocentes sean obligadas a cerrar sus puertas por falta de clientes...

La mujer separó de nuevo la mirada de la ventani­lla. Tuvo un brote de cólera. Pero también esta vez su hija logró frenarla.

Pensaba en el doctorado en leyes conseguido unos meses antes. La última concesión a sus padres, sobre todo al abogado.

La señora, entre tanto, estaba expresando al re­visor su disgusto por el «pésimo funcionamiento» de la calefacción del coche.

—Parece que estamos en Siberia..., este pobre ani-malito está sufriendo, ¿no lo ve?

El hombre murmuró alguna excusa y volvió al corredor cerrando la puerta corrediza.

La voz chillona pudo de esta manera volver a la solfa interrumpida.

263

—Mire, señorita, yo comprendo a las monjas que trabajan en los hospitales, que atienden en los asilos a las personas ancianas, que enseñan. Son personas útiles a la sociedad. Se hacen beneméritas con su abne­gación. Llego incluso a comprender a las misioneras que van a África para llevar la civilización a aquellos salvajes. Me conmueven esas otras que marchan a América del Sur para ocuparse de los enjambres de mocosos que vienen al mundo con tanta ligereza por parte de aquellas... conejas. Lo entiendo todo esto. Pero las monjas de clausura no me entran en la cabeza; ¿qué utilidad tienen para la sociedad? Todo el día rezando, hasta gastarse las rodillas, mientras que en el mundo hay tantas necesidades que atender... Lo sé bien yo, que a través de la obra de san Vicente...; dispénseme, es la hora del almuerzo...

La señora volvió del coche restaurante expresando sus naturales protestas («la carne parecía una suela de zapato; y Tatú ni siquiera la ha querido probar, po-brecito...»), mientras que la muchacha y su mamá estaban colocando la maleta en la plataforma.

— ¿Bajan ya ustedes? Siento no poder seguir go­zando un poco de su simpática compañía y continuar aquella interesante discusión...

—Yo la continuaré. No faltaba más; —dijo la joven— aunque sea... con la boca cerrada; dentro de poco llamaré a la puerta de ese convento del que habla su revista...

La señora se puso lívida. Alargó los brazos en un gesto de desolado estupor. Sus ojos parecían salirse de las órbitas, exclamó:

—Imposible. —Mi padre sostiene que sólo hay una cosa impo­

sible: hacer que vuelva al tubo la pasta dentrífica. Todo lo demás...

—Bien, pero una muchacha como usted... —...que desea solamente convertirse en una de esas

264

monjas inútiles que usted ha visto hace poco en la revista.

—No entiendo. Y yo no sé explicárselo. Como tampoco sabría

demostrar la utilidad de las monjas de clausura. ¡Qué quiere usted señora!... Quizás esas personas inútiles son indispensables para el equilibrio del mundo...

—¿El equilibrio? La última pregunta se perdió en medio del ruido

de los vagones del tren y de los avisos del altavoz. Ya había pasado bastante tiempo. Sin embargo,

de vez en cuando, sor Isabel de la Visitación se sor­prendía pensando en el departamento de primera clase, con el tren deslizándose velozmente, con alguna que otra sacudida, a través de las filas de árboles desnudos, con sus ramas cubiertas de una capa de hielo; la mamá mirando por la ventanilla... y sobre todo, aquella señora de la cara empolvada, con la mano llena de ani­llos acariciando un estupendo cachorro de raza acu­rrucado sobre un cojín.

Pensaba en su última respuesta: «para el equilibrio». Al principio le había parecido tremendamente inex­

presivo. Casi se avergonzaba de no haber sido capaz de decir algo más convincente.

Pero ahora, tras algunos años de vida monástica, se daba cuenta de que ésa era precisamente la respues­ta exacta y exhaustiva. Para el equilibrio del mundo...

«Absurda», la había definido la señora. Pero ella estaba dentro en aquella vida «absurda».

Y comprendía, que, por el contrario, era absoluta­mente lógica y normal.

Natural el hábito «tosco y pesado», el cinturón de cuero los pies descalzos las manos que, en invierno, se llenaban de sabañones las largas horas de oración el trabajo la comida frugal tomada en pie el silencio...

265

Perfectamente lógico que una monja anciana se arrodillase ante las más jóvenes, implorando humil­demente que rezasen para que fuese una buena reli­giosa.

Perfectamente lógico que aquellas mujeres, algunas de las cuales habían salido de la universidad o habían dejado hacía poco la carpeta de secretaria, el viernes, para rezar el Miserere, extendiesen por tierra el velo, símbolo de su dignidad, y se echasen encima, con los brazos en cruz...

Todo lógico todo normal, todo natural. Para el equilibrio del mundo Algunas veces sor Isabel de la Visitación se sor­

prendía inventando una historia un tanto curiosa. Después de la creación, el mundo se puso a correr

como un tren enloquecido. Entonces Dios, para apagarlo, provocó el diluvio. Pero el mundo, una vez en tierra seca, emprendió

de nuevo su corrida desenfrenada. Y Dios vio aquel tren enloquecido, con sus manos

tendidas deseosas de detener los egoísmos desenfrenados, las necedades, la ambición, la violencia, las murmuraciones, el odio, el rumor, la estupidez, la superficialidad, todas las cosas sucias. Entonces decidió impedir que aquel tren, alocado,

saliese de sus rieles y fuese al abismo con toda su carga explosiva...; por eso Dios creó las monjas de clausura diciendo:

— ¡Hágase el equilibrio!

266

38 LAS PALABRAS

Del diario de sor Inés

Han empezado los ejercicios espirituales. Un predicador, que no ha encontrado ninguna

dificultad para adoptar el tono exacto, para sintonizar perfectamente con el auditoria. Me parece bastante incisivo. Por lo demás no se empeña en dar recetas infalibles. No le gusta airear fórmulas prefabricadas. Se limita a presentar el evangelio y la vida religiosa con todas sus duras exigencias, y también con todo su hechizo, sin retroceder jamás delante de las difi­cultades que hoy se experimentan particularmente, sin callar ciertos sufrimientos y ciertos desajustes, y de­jando que cada una saque las consecuencias prácticas. De este modo tiene una la impresión de que va bus­cando juntamente, hasta llegar a aprender juntos, y finalmente, hasta arriesgarse juntos, rehusando las soluciones demasiado fáciles.

Una de las cosas que más aprecio en estos días es el silencio. Sentía una necesidad inmensa de él.

Sobre todo —y es la novedad de este año— nos dejan bastante tiempo disponible para la reflexión y la meditación personal. De esta manera se evitan los for­cejeos, los programas super-concentrados, las ansias intensivas de los años pasados. Ya no se nos considera como sacos que hay que llenar en el menor tiempo posible y con la mayor cantidad (y variedad) de mer-

267

canela disponible. Se le otorga confianza a la capaci­dad de trabajo y de meditación de cada una. Se han dado cuenta, finalmente, de que el problema principal no consiste en llenar, sino en asimilar.

Me gustaría, sin embargo, expresar el pensamiento que me atormenta desde hace tiempo. Se refiere pre­cisamente al silencio.

¿Por qué excluir las palabras solamente durante el período de los ejercicios espirituales? ¿Por qué no extender el experimento durante un período de tiem­po considerable?

Nuestras palabras se han hecho sospechosas. Re­presentan un peligro constante de epidemia. Por eso deberían ser puestas en cuarentena.

Me doy cuenta de que hablamos demasiado. Con excesiva facilidad. Mostramos frecuentemente mucha ligereza con las palabras más sagradas, y nos las en­contramos delante, vacías de significado, gastadas, de-valuadas, como monedas sin curso.

El abuso ha acabado desconsagrándolas, ensucián­dolas.

Hemos traicionado a las palabras. Y las palabras nos traicionan a su vez. Se han hecho hostiles. Peor aún, indiferentes. Se han encerrado dentro de sí mis­mas, y no logramos captar su intención, su significado profundo, su esperanza.

Nos hemos acostumbrado a utilizar las palabras demasiado deprisa, sin amor, casi por un proceso automático, y así hemos roto el vínculo que nos unía a ellas. Ese es nuestro pecado contra las palabras.

Las palabras están tiradas como migajas a nues­tros pies, sin valor alguno, consumidas por el uso y el abuso, desconsagradas, vacías de su significado.

Y siempre que tenemos necesidad de ellas, las torturamos. Nos obstinamos en hablar. Delante de un enfermo, en la clase. Frente a una persona desesperada. Pero nos damos cuenta de que las palabras nos trai­cionan. Incluso las más verdaderas, las más justas,

268 .-I

suenan a falso, están totalmente desentonadas. N o dicen nada.

¿No hemos pensado nunca en que las palabras traicionan porque han sido antes traicionadas en nues­tra vida?

Es inútil engañarse hablando, hablando, con la esperanza de que la «vida» venga detrás, casi automá­ticamente, como los vagones del tren detrás de la locomotora.

Tiene que suceder lo contrario. Es la vida la que arrastra a las palabras. Son las acciones las que dan un contenido, una autoridad, una eficacia, un sello de verdad a las palabras que pronunciamos.

Hay que dejar de hablar. Es necesario, antes, vivir ciertas realidades. Luego

se podrá hablar. Las palabras, para ser creídas, tienen que tener las credenciales de la vida.

Intentemos, por tanto, poner en cuarentena las palabras. Empezando por las más altas, como Dios, amor, sacrificio, pobreza, aguante, fraternidad, es­píritu de fe.

Esas palabras volverán a recobrar su esplendor, su valor y su fuerza primitiva.

Hay otra observación, complementaria de la an­terior, que me pellizca la pluma en este momento.

Con frecuencia las monjas damos la impresión de personas que disponen, por un privilegio excepcio-nalísimo del Espíritu Santo, de soluciones prontas para toda clase de problemas, incluso los más difí­ciles. Nos parecemos a esas máquinas automáticas que distribuyen consejos.

Exactamente como ciertos poetastros extemporá­neos, que tienen en su cajón diversas composiciones estándar. Y las sacan a relucir según los acontecimien­tos: matrimonio, funeral, primera comunión, ono­mástica de la madre, bodas de plata del párroco, bautizo, doctorado, medalla de oro a la maestra.

Lo mismo nosotras. Tenemos palabras apropiadas

269

para cada situación. Palabras de aliento y de repri­menda, de consolación y de exhortación, de confianza y de resignación. Tenemos en los cajones de nuestra mente las explicaciones de todo y para todos.

Esta «facilidad de palabra», estos consejos baratos, estas soluciones ya dispuestas, aparentemente son dic­tadas por un compromiso apostólico, por exigencias de caridad. Pero realmente muchas veces no esconden más que egoísmo, mero comprometerse con una rea­lidad incómoda, huida de un compromiso serio.

Son la excusa para no aceptar, para no sentir sobre la propia piel las dificultades y las miserias ajenas.

Es más fácil aconsejar que comprender. Es más fácil invitar a la resignación que precipi­

tarse para salvar. Es más fácil explicar que participar. Es más fácil dar soluciones que comprometerse. Es más fácil demostrar el valor de la cruz (de los

demás) que hacer de Cirineo. Se ofrecen recetas, sin tener el coraje de aceptar

el riesgo de «contagio» del dolor ajeno. En realidad se escoge el camino más fácil. El de

las palabras. Mientras que sería necesario meterse por el camino de la pasión.

El que lo explica todo con la mayor desenvoltura es una persona que buye. Que defiende la incolumidad de sus propias espaldas. Tiene razón Sullivan: «La explicación, frecuentemente, no es más que la forma de la negativa».

Jesús ante la muerte de Lázaro no dio explica­ciones.

Sencillamente lloró. Eso es: las lágrimas (como expresión de participación real, como capacidad de comprometerse con el misterio del mal y del dolor), junto con el silencio y la vida, constituyen el elemento indispensable para la reconsagración de las palabras.

270

39 HAN LLAMADO A SOR CELESTINA

— ¿A quién desea que llame? Parece como si se hubiera hecho monja para re­

petir, veinte o cuarenta veces cada día, aquella frase: —¿A quién desea que llame? No sabía decir otra cosa. Había pronunciado la primera vez aquella frase

hace cuarenta años. Cuando la madre general le dio el cargo de portera: «acéptelo con generosidad. Ade­más..., se trata de una solución provisional».

En el hecho de la generosidad estaba perfecta­mente de acuerdo. Si una monja no es generosa, ¿qué es lo que ha ido a hacer al convento?; sería como una máquina, como un coche sin motor.

Sin embargo, sobre la «solución provisional» no se hacía demasiadas ilusiones. Sabía muy bien que incluso su vida sobre la tierra es sencillamente, una solución «provisional».

Así pues, tomó el manojo de llaves y bajó a tomar posesión de su reino.

—¿A quién desea que llame? Una portera está hecha para llamar a los demás. Sor Celestina no hizo otra cosa durante cuarenta

años. Cambiaban los medios, a medida que el pro­greso se metía por las paredes sagradas del convento. Se había pasado de la vieja campana gangosa, con su sonido áspero, al timbre eléctrico, y últimamente al

271

teléfono. Pero su tarea fue siempre la misma: llamar a los demás.

La lista de personajes que se presentaban a la puerta era sumamente variada. Y era también excepcional la variedad de voces en el teléfono. La portera tenía una sola certeza: aquella gente podía buscar a cual­quiera menos a ella.

—¿A quién desea que llame? Todas las respuestas eran posibles: la madre ge­

neral, la ecónoma, la maestra de música, la cocinera, la superiora, y hasta sor Ceferina, llena de achaques, enferma desde hacía quince años, que tardaba más de diez minutos para llegar al locutorio.

Sólo era imposible una respuesta: —Llame a sor Celestina. Nadie venía al convento porque tuviera necesidad

de ella. Una regla general, que se había ido consoli­dando durante los cuarenta años de «llamar». Y no hubo la más mínima excepción.

La misma sor Celestina comentaba este hecho con las hermanas con un humorismo ensombrecido por una imperceptible pátina de tristeza:

—¿Qué queréis? Yo he sido llamada «una sola vez». Por el Señor. Desde entonces me he dedicado a llamar a los demás. A usted, sor Roberta, que es literata, le pido que no se rasque mucho el cerebro para la nota de mi difunción; escriba sencillamente así: «Llamada para llamar a los demás».

¿Se sentía «sacrificada»? Ciertamente. Por otra parte, ¿es posible seguir al Señor sin ser «sacrificados»?

Pero ¿valía la pena? Quiero decir, ¿valía la pena hacerse monja, acariciar un ideal excepcional, soñar un camino extraordinario, para encontrarse recorriendo un corredor de cuarenta metros, con un manojo de llaves en la mano, una puerta que abrir, unas maletas que colocar, una campana que tocar, un receptor de teléfono que levantar, esto es, las cosas comunes y vulgares que existen en la tierra?

272

Es necesario precisar. No estamos llamados a ha­cer, sino a ser. Cuando está de por medio una vocación, no importa lo que se hace, sino lo que uno llega a ser. La llamada del Señor no significa estar llamado a realizar cosas grandes: significa poseer un corazón grande.

Solamente los hombres pequeños necesitan le­vantarse sobre el pedestal de acciones extraordinarias, que hagan ruido, que llamen la atención, que consti­tuyan una noticia, para sentirse importantes; las per­sonas verdaderamente grandes pueden llevar las za­patillas de cada día, pero su paso será siempre majes­tuoso.

Por lo demás, sor Celestina se sentía importante, ¡ya lo creo! Y era consciente de la importancia de las cosas que hacía. Las de siempre, las de cada día. Eran los utensilios de su oficio. Pata ella ser portera quería decir abrir una puerta, repetir aquellas frases, coger el teléfono, pero quería decir sobre todo tres cosas: un saludo, una sonrisa, un avemaria.

—Buenos días. Y era su saludo más «religioso». Deseaba a una

persona que tuviese una jornada «buena», o sea, digna de un hombre y de un .cristiano. Una jornada llena de amor. Una jornada «protegida» por la pre­sencia de Dios.

Cuando sor Celestina le repetía a cada visitante su esplendoroso «buenos días», era un deseo sencillo, pero también una severa llamada a su responsabili­dad. Como si dijese: ten cuidado con no desperdi­ciar tu jornada. Atención a no engañar a Dios. A no traicionar la confianza, las esperanzas del Señor so­bre ti.

Además, sor Celestina se divertía proponiéndoles a las hermanas una adivinanza. Alguna caía, sin re­medio.

—¿Qué se necesita para abrir una puerta? —Una llave.

18 273

—No. ¡Una sonrisa! —...Queridas mías, el convento es la casa de Dios,

es la familia de Dios. Y en la casa de Dios solamente puede estar la alegría. La portera, ya lo veis, está encargada precisamente de tranquilizar a las personas que llaman a nuestra puerta de que no se han equi­vocado de casa, de que no han llegado a una cámara ardiente sino a un lugar en donde el Señor llena los corazones de gozo. Y la portera lo hace todo esto con su sonrisa. Por tanto, tendríais que agradecerme por todas las informaciones «acertadas» que doy so­bre vosotras.

Sor Celestina no tenía una memoria excepcional. A veces se olvidaba de su dolor de cabeza, o de su descanso, o de la monotonía, o de las piernas que se habían ido endureciendo en el asiduo caminar por aquellos cuarenta metros de comedor. Pero nunca se olvidaba de su sonrisa.

Finalmente, el avemaria. La regalaba a todos. Desde el pescadero al obispo. Desde el cobrador hasta el bienhechor.

—¿A quién desea que llame? Y mientras recorría los siete pasos que la separa­

ban del teléfono, iba susurrando el avemaria. «No tienen necesidad de mí, pero ciertamente tienen ne­cesidad de mi avemaria».

Cualquiera que dejase el convento se veía enri­quecido, «comprometido», informado. Todo por culpa de una pequeña monja de la que nadie sentía necesi­dad, a no ser para abrir la puerta. Pero la pequeña monja, sin importancia, a través de las acciones más comunes, lograba aplicar a la piel del visitante algo esencial: un saludo que era un compromiso, una son­risa que era una preciosa información, una oración que era un regalo.

Cuarenta años llamando timbres, recitando ave­marias, abriendo una puerta, ocupándose de las ma­letas, diciendo «buenos días», sonriendo, y nadie, du-

274

rante esos cuarenta años la había llamado a ella. Todos se servían de ella; le quitaban tiempo, le daban prisa, le hacían subir millones de escalones, le gasta­ban capitales de paciencia, le saqueaban millones de avemarias, pero nadie tenía necesidad de ella.

Se había ido haciendo más pequeña, por lo menos en apariencia. Su rostro decorado por una sutil tela­raña de arrugas. Su sonrisa, por el contrario, era siempre la misma.

—Buenos días. La mujer había respuesto al saludo con una leve

inclinación de cabeza. Iba vestida de negro. Cincuenta años, quizás al­

gunos menos; se había sentado en el extremo del banco del locutorio.

—¿A quién desea que llame, señora? —Ni siquiera lo sé. Tengo necesidad de todos.

Y no me gustaría ver a nadie. Sor Celestina había arrimado una silla y se había

acercado al banco. La mujer daba.vueltas a un pequeño pañuelo con

sus manos nerviosas. Se lo pasaba lentamente por los ojos enrojecidos, lo volvía a poner en el bolso, para tomarlo de nuevo inmediatamente. Cada poco dirigía la pequeña monja de rostro decorado por una tela­raña de arrugas una mirada dura, acusadora.

Sor Celestina intentaba que no se transparentase el ansia que la consumía interiormente. Disimula­damente espiaba cada movimiento de la visitante. Así, cuando ésta abrió por enésima vez el bolso, no se le escapó el hecho de que junto con el pañuelo aparecía una fotografía, tamaño 6 x 9 , que cayó por tierra.

Sor Celestina la miró por un instante. Un muchacho robusto. Vestido con un jersey oscuro, las botas hundidas en la nieve, la picota brillante dirigida ha­cía una cumbre de punta afilada. La boca, anchísima, abierta en una sonrisa muy dulce. Al lado, una mo­chila bastante cargada.

275

—¿Ve esa mochila?.. Yo debería vivir para esa mochila... ¿le parece justo? ¿se puede vivir para una mochila?

Emiliano estudiaba tercero de filosofía y letras. Brillantísimo en los estudios. Temperamento reflexi­vo. Atento a todos los problemas de su tiempo. Su personalidad se imponía sin esfuerzo entre sus compañeros. «Un tipo como ése es una excepción. Quién sabe con qué materia ha sido fabricado...»: decían de él los amigos en plan de broma. Bueno. Un poco esquivo, un tanto duro, sencillo, generoso, con una generosidad discreta.

Volvía de la ciudad el sábado por la tarde. El do­mingo su despertador sonaba a las cuatro. Partía ha­cía la montaña. Siempre solo. Decía que con la mon­taña se entiende uno mejor solo y que hay que evitar el ruido si uno quiere arrebatar sus secretos fascinan­tes. En realidad, amaba la soledad.

—Pero al menos usted podría acompañarle. Es peligroso dejar que se vaya un hijo solo a la mon­taña...

La señora no logró sonreír a esa ingenua obser­vación de sor Celestina. Murmuró:

—El era valiente, ¿sabe usted? Había frecuentado la escuela de alpinismo .. ¿quién hubiera sido capaz de seguirle en ciertas escaladas?

—Perdóneme, señora, si he dicho una tontería. Yo no entiendo de esas cosas...

En realidad sor Celestina conocía las montañas solamente a través de la ventana de la portería. Y las únicas ascensiones, para ella, eran las de la escalera, y le bastaban, especialmente en estos últimos años, para hacerle jadear.

La fotografía, ahora, estaba allí, sobfe el banco. También aquel domingo se levantó temprano.

La mochila, como de ordinario, estaba ya preparada por la mamá. Entre tanto, él iba controlando aten­tamente todo el material.

276

—Voy a intentar una subida difícil. Por favor, ¡no pongáis esa cara! ¿no os fiáis de mí? Os traeré flores alpinas. A las cinco de la tarde estaré de vuelta para ir juntos a la misa vespertina.

A las ocho de la tarde partió una escuadra de so­corro, acompañada por el padre de Emiliano. Ella se quedó en casa torturando el rosario, con lá cara aplastada contra la ventana

(A través de la puerta entreabierta, una monja que buscaba a la portera descubrió a sor Celestina sentada frente a una señora vestida de negro. Un hecho in­sólito en el convento. Se hablaría seguramente de ello en la recreación. Cada poco, la monja tosía para llamar la atención. Sonó el teléfono. La monja, comproban­do que la monja no se movía, corrió a levantar el receptor).

Volvieron después de la medianoche. Mi marido se dejó caer en un sillón. Y durante media hora no logró abrir la boca.

La oscuridad rota por las antorchas. El chirrido de las botas sobre la nieve helada. Todos, temblando por el frío asesino. Las voces y las llamadas chocando contra las paredes apretadas del precipicio y haciendo eco a lo lejos. Y luego un silencio terrible, los oídos atentos a captar una respuesta que no llegaba...; el perro policía que, de pronto, se enfurece, empieza a ladrar furiosamente, se abalanza en cierta dirección. Precisamente mientras el jefe de escuadra anuncia:

—En este momento termina el plazo del seguro. No puedo permitir que mis hombres corran riesgo. Volveremos mañana...

(¿Quiere ver a la ecónoma? Espere un momento, que voy a probar con este teléfono; yo no entiendo mucho de esto y la portera está ocupada, perdóneme).

Al día siguiente se encontraron con la guardiana del refugio. Afirmó que había visto al joven bajar por la otra vertiente. Estaba segura. No podía equi­vocarse. Era un joven de espaldas cuadradas. Cabe­llos oscuros..

277

En su casa el despertador seguía sonando todavía a las cuatro. El domingo. Y todos los días de la se­mana. Su marido, en vez de ir a la fábrica, se marchaba a la montaña.

Y así durante siete meses. Siete meses con el des­pertador sonando a las cuatro cada mañana. Y un hombre que vuelve deshecho, humillado, cuando es ya de noche, como si se avergonzase de que lo viera la gente, y se deja caer en un sillón. Y ni siquiera después de media hora pronuncia una palabra; ya no hay nada que decir.

—¡Siete meses...! ¡Siete meses...! ¿Sabe usted lo que esto significa? ¿sabe usted cómo llega uno a odiar una ventana, un sillón, y toda una casa? Hay gente que muere en cinco minutos, ¡qué fortuna! Para mí... ha habido ya siete meses de agonía. Y todavía estoy aquí, por desgracia. Con una mochila...

A Emiliano, o sea, a aquello que quedó del mucha-chote robusto no se lo habían dejado ver. La mochila, sí. La habían encontrado a cien metros del lugar en donde el perro, la tarde anterior, se había puesto a ladrar...

—Dígame, hermana, ¿se puede odiar a todo el mundo? Pues bien, yo odio a todos, a la guardiana del refugio, a los hombres de la escuadra de socorro y a su jefe, a mi marido que no la emprendió a puñe­tazos contra aquel individuo que pensaba en el seguro mientras yo perdía a mi hijo...

Sor Celestina tenía ahora los ojos bajos, como si también ella se sintiera culpable.

—Y los médicos..., que me vengan a decir que no murió por la caída, sino por congelación... Y ahora, hermana, entienda lo que quiere decir en esta tra­gedia, tener un pensamiento que se le mete a una en el cerebro y se le convierte en una especie de cáncer: mi hijo que me llama, durante toda la noche..., que tenía necesidad de mí..., y yo estaba allí, con la cara aplastada contra la ventana rezando el rosario. ¿Me

278

sirvió para algo el rosario?... Ahora dígame: ¿es justo, es humano, seguir viviendo en estas condiciones? ¿Puede una madre contentarse con una mochila en lugar de su hijo? ¿Puede resistir con ese cáncer en el cerebro? Y entonces me pongo a blasfemar contra Dios todo el día...

—Una manera de rezar...; el Señor lo entiende bien, murmuró sor Celestina.

— Por esto le he dicho que no sabía ni siquiera yo a quién quería ver en este convento. Tampoco sé lo que he venido a hacer aquí. Nadie puede hacer nada por mí. Nadie me puede restituir a mi hijo. Palabras, palabras, palabras...; en todo este tiempo no he oído más que horribles palabras de aliento. ¡Que náusea! Peor aún que ese pensamiento que me perfora el ce­rebro. Y el único a quien me gustaría escuchar, el que podría decirme por qué; sí, él, el Culpable, ése se está callado. Quizás tiene miedo de mis blasfemias...

Era la primera vez que sor Celestina veía el rostro del dolor enfrente de ella. Un dolor sin careta. Abierto como una espantosa herida, desesperado. Frente al cual se avergüenza uno de airear palabras de aliento. Porque para tener el derecho de pronunciar una sola palabra de aliento es preciso haber sentido en su propia carne aquella horrible herida.

—Yo no quiero consolarla. Además soy una pobre monja portera. No sé hablar. No lograría encontrar las palabras justas; pero las palabras justas en estos casos son solamente las que se quedan en la garganta... Pero, en vez de palabras..., fíjese, cuarenta años de vida religiosa me han hecho el corazón lo bastante grande para contener su dolor, su desesperación, todo..., se lo aseguro.

Se llevó la mano al corazón. Sentía un agudo dolor precisamente allí, y también en la cabeza... un peso, como una piedra que le aplastaba; al principio un cos­quilleo cada vez más urgente, ahora como un martillo; había empezado precisamente cuando la señora le ha-

279

bló de aquel pensamiento que era como un cáncer que le devoraba el cerebro...

La señora volvió a colocar la fotografía en el bol­so. Se levantó. Luego abrió de nuevo el bolso y le dio la fotografía.

—Tome. Yo tengo otra grande en casa. También sor Celestina se levantó, fatigosamente.

Sentía como un trueno en la cabeza. —Adiós, señora. Le aseguro que le pediré expli­

caciones al Señor. Sí. Le preguntaré por qué ha hecho una cosa semejante. De verdad.

La mujer dirigió de nuevo sus ojos a la pequeña monja de rostro decorado por una apretada telaraña de arrugas. Pero no era ya una mirada dura, hostil, acusadora. Era una mirada, cómo decirlo... de com­plicidad.

Desde la puerta miró todavía por un instante a la monja y se mordió el labio inferior.

Sor Celestina tuvo apenas tiempo para seguirla con un avemaria; tuvo apenas tiempo de agradecer a la hermana que había atendido al teléfono en su lugar.

Apenas tiempo para pensar: «La segunda llamada desde hace cuarenta años...».

Y se cayó sobre el suelo del corredor. («Hemorra­gia cerebral»: escribirá más tarde el doctor).

Poco después, el corredor se llenó de gente. Sor Celestina levantó los párpados un instante, descubrien­do dos ojos llenos de una gozosa maravilla. Y mur­muró:

— ¡Dios mío, dos llamadas en un solo día...! Luego: —Dejadme marchar..., tengo prisa..., tengo que

pedirle una explicación. Y su mano derecha dejó caer un manojo de llaves. La otra mano, por el contrario, dejó caer una fo­

tografía, de tamaño 6 x 9 .

280

40 LA DISTANCIA

Del diario de sor Inés

Fiesta de la Asunción. La Virgen, glorificada en cuerpo y alma, puede aparecer ante nuestros ojos envuelta en un esplendor que nos ciega y coloca a una distancia inaccesible.

Todos los privilegios de la Virgen, todos los dones con que Dios ha enriquecido a su madre, constituyen su grandeza y nos llenan de alegría. Pero pueden también inducirnos a ver a la Virgen «demasiado dis­tante». Objeto de nuestra devoción, de nuestro amor, de nuestra veneración filial. Pero no «a nuestro al­cance».

Sin embargo, la única definición que puede resu­mir la relación maravillosa que tiene la Virgen con nosotros me parece que podría ser esta: «La que nos precede».

La Virgen es la que nos precede siempre. Constantemente por delante de nosotros. Anticipando nuestros propios pasos. Nos la encontramos siempre «por delante». Hasta su inmaculada concepción, pensándolo bien,

no es en cierto sentido más que un «precedernos» en aquella condición de amistad con Dios a la que nos­otros llegaremos a través del bautismo.

Su fiat precedió a nuestra aceptación de los pla­nes de Dios. Precedió al «sí» de toda la Iglesia.

281

Su vida entretejida de silencio, hecha de cosas ordinarias, entre las paredes de una casa modesta, en medio de ocupaciones comunísimas, fue un an­ticipo de nuestra vida sin relieve exterior, con su «terrible cotidiano», con sus acciones insignificantes.

Nos precede precisamente en la pequenez, en el silencio, en las cosas ordinarias.

Para demostrarnos que la pequenez, nuestra nada, puede convertirse en teatro de las «cosas grandes» que realiza el Señor. Que del silencio nace la Palabra. Que de nuestra casa modesta, de nuestras ocupaciones «limitadas», puede salir la salvación del mundo.

Y también hoy, fiesta de su glorificación total, en cuerpo y alma, la Virgen nos precede en ésa que habrá de ser nuestra condición final.

Por eso, no nos es lícito hablar de distancia. María no está allá lejos, inaccesible. Si la vemos

lejana, esa distancia no es más que la medida de nues­tra mediocridad, de nuestras cobardías, de nuestra incapacidad para seguir a «la que nos precede».

Se trata de una distancia que condena nuestro miedo a la santidad.

De una distancia que denuncia las barreras que levantamos para defendernos contra la acción ince­sante de la gracia.

En esté sentido, la Virgen constituye realmente nuestro remordimiento.

Ella es la única criatura que se ha convertido en lo que debería ser.

La que ha desarrollado con toda exactitud y fide­lidad la tarea que Dios le había encomendado.

La que ha resultado una obra maestra. La que ha llegado hasta el fondo de sí misma. La única criatura en la que se da una coincidencia

perfecta entre el proyecto y su realización. La única criatura que no ha traicionado las ilusio­

nes de Dios. La única criatura que no ha engañado a Dios.

282

Nosotros, por el contrario... ¡Qué distancias tan pavorosas en nuestra vida! Nosotros, verdaderamente, somos las criaturas de

la distancia. Distancia entre lo que somos y lo que debería­

mos ser. Entre el «credo» y la vida. Entre las palabras y los hechos. Entre nuestra vocación y nuestra respuesta. Entre el ideal y la realidad. Entre la obra maestra (que deberíamos producir)

y el mamarracho (que presentamos). Entre el modelo y la caricatura. Entre los inmensos sufrimientos de tanta gente

y nuestro miedo de amar. Entre las exigencias del mundo en que vivimos

y nuestra cerrazón de corazón. Entre las esperanzas de Dios y nuestras horrorosas

insuficiencias. Entre la fidelidad, obstinada, de Dios y nuestras

continuas traiciones. Por eso precisamente la fiesta de la Asunción no

tiene que ser la fiesta de la distancia que separa a María de nosotros. Ha de ser, más bien, la demostra­ción de nuestras vacilaciones, de nuestra exasperante lentitud. De nuestra distancia.

Ser madre, antes que un honor, es una función. Y la Virgen, en relación con nosotros, realiza pre­

cisamente esa función de remordimiento perenne vivo, acucíente.

Por su parte bastó un «sí». Y ya sabemos las con­secuencias que tuvo aquel «sí», aquella maravillosa aventura que empezó con aquel «sí» vivido hasta el fondo.

Nosotros, por el contrario, hemos pronunciado millares de «sí». Pero nos hemos quedado agazapados en nuestra mezquindad.

Al final de esta jornada viene espontáneamente a

283

mis labios una invocación que no está contenida en las letanías que rezo cada día. Una letanía nueva. Que sintetiza eficazmente todo lo que he escrito en estas páginas.

«María, remordimiento nuestro, ruega por nos­otros»...

284