Porcupines and Contradictions-Antología

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Antología, Libro Diagramado por Jiménez Oviedo /0838558

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PORCUPINES AND CONTRADICTIONS

A las almas caídas en el trasegar de la vida, a lo que me han visto caer

y sus manos han apartado de mí

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Título original: PORCUPINES AND CONTRADICTIONSTraducción: Olga María SomovaDirección Editorial: R.A.J. Proyectos Editoriales, S.A.

Para Colombia:Coedición con DISTRIBUIDORA PARALELO, S.A., Colombia

©Andrmnoid Olegov, 2010©Por la presente edición: Editorial Gatomalo, Ltda., 2010

Traducción cedida por Somov Languages Institute, S.A.

ISBN: 84-8280-900-9

Editorial Gatomalo, Ltda. Cll 170N No. 26-90 Bogotá, Colombia

Impreso en Colombia

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PORCUPINES AND CONTRADICTIONS

Impreso en Bogotá, Colombia

Editorial Gatomalo

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Sea esta la ocasión para reencontrarnos con el autor alemán Andrmnoid Olegov y sus relatos cortos después de dos años de su última antología “La última parada camino a Quebec” en 2008. En esta ocasión han sido 4 los relatos seleccionados por el mismo autor, donde se mezclan la intriga de lo desconocido, la inverosimilitud llevada al extremo, y una antropoginia que nos lleva a pensar si estamos siendo muy benévolos con nuestros semejantes. “Edith”, “Víctor”, “George” y “Sanatorio Mental” son relatos que dejan entrever experiencias distorsionadas de la realidad de Olegov, llevadas a extremos a la vez taciturnos e impre-decibles. Olegov continúa con sus relatos de extensión considerable para la etiqueta de cuento, pero así prefiere él sean llamados antes que novelas cortas. Relatos cortos, cuatro, suficientes para una antología riquísima en anécdotas e intrigas recogidas en esta nueva publicación traducida al castellano por Olga María Somova del Instituto de Idiomas Somov, que a nombre de Editorial Gatomalo, me complace presentar-les.

PRESENTACIÓN

Antonio de la HozEditor en Jefe Editorial Gatomalo

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ÍNDICE

1. Prólogo .......................................................................... 12. EDITH ........................................................................... 33. VÍCTOR ........................................................................ 154. GEORGE ..................................................................... 275. SANATORIO MENTAL ............................................... 41

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Cuando me pongo a escribir, empiezo literalmente con una frase o una línea. Siempre necesito tener esa primera línea metida en la cabeza, se trate de un poema o un relato. Siempre lo he hecho, pero fue sólo hasta que conocí a un joven profesor de letras del Tecnológico de Munich que me di cuenta de ello. “Todo puede cambiarse, pero esa línea se cambia muy pocas veces”, repetía sin ningún asomo de complejos, no obstante mi figura risiblemente magnificada para la época en las esferas literarias.

El mundo es una amenaza para muchos de los personajes de las historias. La gente que se elige para escribir sobre ella siente una amenaza, y creo que la mayoría de la gente siente el mundo como un lugar amenazante. Confieso yo, que la verdad, me había sentido algo amenazado antes de leer el libro, por lo que allí pudiera encontrarme sobre percepciones de alguien tan cercano a mí, como lo es el autor de estas historias.

Es posible, en un poema o en una historia corta, escribir sobre obje-tos cotidianos utilizando un lenguaje coloquial y dotar a la vez a esos objetos –una silla, persianas, un tenedor, una piedra, un anillo– de un inmenso, incluso asombroso poder. Es posible escribir una línea de un aparentemente intrascendente diálogo y transmitir un escalofrío a lo largo de la columna vertebral del lector (el origen del placer estético, como diría Nabokov). Esta clase de literatura es a la que me ha acos-tumbrado Andrmnoid Olegov desde que lo conocí hace ya no menos de 15 años, y estoy muy seguro que quienes nos hemos dejado atrapar por la crudez y lucidez de sus letras, no resultaremos para nada decepcio-nados. Esta es la clase de literatura que me interesa, y de la que nunca podría prescindir.

PRÓLOGO

Raymond Carver

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“EDITH”

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Edith no soportaba el trabajo que hacía. No se lo cargaba ni un poqui-tico. Le sacaba de quicio cuando cualquier desprevenido vociferaba a riñón puro, que la vida de las putas era una vida alegre. La vida de Edith no estaba ni cerca de serlo. Ni la suya, ni la de las demás. The Krusty Krab estaba ubicado en el hígado de la ciudad. En un lugar más olvidado que los buenos valores, que los mejores valores. Un lugar de esos a los que sólo se mira cuando se teme que los problemas de ahí, burlen los límites que los apresan, límites por demás, jamás definidos por nadie. No oficialmente. A ciencia cierta, ni el viejo Mar que llegó a las aceras del lugar cuando aún olía bien, podría dar certitud sobre dónde es que termina el mundo bien, y dónde es que la escoria de la ciudad ha hallado refugio del odio visceral de la suciedad. Como era apenas lógico, los ricos en materiales no residían ni cerca de este edén de desdén en medio de la nada, en medio del todo. En el centro. Los límites eran como una gran nube lluvia. Mejor, como un enorme círculo de polución que cuanto más estrecho, volvíase más y más denso hasta que en todo su foco, los más repulsivos seres de rostros grises agacha-ban sus densas caritas para hacer el quite a las miradas incriminatorias de la distinguida suciedad. Lo más peligroso, lo más tóxico, lo más cor-rosivo para los pulmones de todo buen feligrés, estaba en el centro de la ciudad. La más vil escoria. Putas, desechables, más putas. Uno que otro borrachín desprevenido que amanecía una que otra noche en uno que otro lugar. Así, el centro de la ciudad. Así, el Krusty Krab, centro del centro de la ciudad. Así la habitación de Edith, centro del centro del centro de la ciudad.

Edith llegó al Krusty Krab cuando tenía trece años. Cómo llegó ahí, es algo de lo que no le gusta hablar. Tampoco le gusta que los pocos que lo saben, lo hagan. El Krusty Krab era como ese lugar donde no los peores hombres, pero sí los de menos dinero, iban a desfogar sus más indignas pasiones. El Krusty Krab era un mítico templo

EDITH

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de luces dulces y ventanas tristes, donde cualquiera con unos peniques en el bolsillo, era bienvenido para saciar todos los deseos retorcidos de su mente. La perversión no tenía límites en el Krusty Krab. Edith llevaba 6 años en el lugar, y en ese tiempo, había visto a al menos unas sesenta chicas ocupar alguna de las habitaciones de la casa. Muchas eran sólo niñas, como la que era encerrada a la fuerza en el cuarto de junto con un hombre bajito, justo cuando Edith preparábase para es-capar. El chaparrín hedía por cada poro a whiskey barato de Panamá. Edith nunca había visto a esta niña antes. Parecía novicia pues la pobre gritaba como vomitando las amígdalas mientras Pericles la entraba a la habitación a empujonzotes fuertes y secos. Otras no eran tan niñas. En fin. La mayoría, como Edith, como la pequeña de las amígdalas, no podían huir del lugar por más que lo deseasen. Sus realidades estaban condenadas al andar torcido de un cangrejo indiferente. La autoridad ahí tomaba forma en un gordo semipelón con la cara llena de granos y la barba peor afeitada de la historia. Debía usar la cuchilla con me-nos filo desde las cavernas. Pericles era el encargado de la seguridad. Irónico. Quien debía protegerlas de los clientes pesados, era uno de los más pesados que podían tener. Y lo peor, éste ni siquiera pagaba por los servicios. Pericles empezó a trabajar con la Madame incluso antes de que el Krusty Krab existiera. Cuando abrieron el lugar, como cualquier carcelero, Pericles recibía su paga efectiva y sin un día de retraso. En eso la Madame siempre ha sido la mujer más respetuosa y considerada del Madammundo. Sólo en eso. Con el tiempo, el joven que sólo debía golpear borrachos y cuidar la entrada, comenzó a interesarse en las chicas. Comenzó a entrar en ellas. La Madame no vio esta actitud bien de inicio, pero luego se dio cuenta que no era tan mal negocio. Pericles siendo el animal instintivo que se había vuelto, ya no necesitaría más dinero, y adivinad quien salvaría ese dinero. Se volvió como un acu-erdo secreto donde ninguno de los dos tuvo que lidiar una sola palabra. Pericles recibía alimentación y tenía bandera blanca para obrar en gana con cualquiera de las chicas. A cambio sólo debía hacer lo que de por sí ya hacía desde siempre: golpear borrachines y como ribete, a una que otra chica que se le pusiera agreste. No había poder sensato en la co-marca capaz de inducir algo de razón en la enorme cabeza de Pericles. Ni siquiera la Madame que aparte de ser la dueña, también vivía en la casa. Afortunadamente para ella, el simio calvo sólo tenía ojos para las chicas. Para las chicas chicas.

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Pensó Edith que había tenido suficiente. Que si bien dejó ir su niñez, no perdería toda su juventud así como así. En el Krusty Krab las chicas siempre se contaban todo. Hablar era la mejor terapia que podían co-stear sus míseras vidas. Se contaban cosas como cuando alguna tenía en mente escapar. Desgraciadamente, de esos planes de libertad, que las chicas supieran, ninguna nunca lo logró. Siempre tenían extraños accidentes que Pericles y la Madame no dudaban en recordarles todo el tiempo. Las chicas nunca dejaban solas a las más pequeñas. Sabían que como sea que las hubieran traído, debía haber sido una treta muy baja de la Madame, de Pericles, o de cualquier otro mercachifle hijo de su madre. Entre todo, Edith era a la que mejor se le daba hablar con las pequeñas. Esto quizá porque era ella quien había llegado más joven al lugar. Más joven al llegar, no más vieja ahora. Por eso le dolió tanto a Edith, oír a esa pequeña resistirse entre lágrimas al otro lado de la pared, y saber que para cuando saliera el chaparro de la habitación, ella, Edith, no estaría para reanimarla. El plan de Edith era sencillo. Tan sencillo como salir por la puerta de enfrente al menor descuido de Pericles. Un plan algo desahuciado, pero al final lo más difícil era haber tomado la decisión. La Madame no sería problema, pues en las noches cuando el negocio tenía más vida, más reposaba ella en su habitación, la última del ático. Era una casa grande. Debía serlo para albergar tanta amargura y desdichas; para recibir cada noche más y más desventuras; para cobrar a las chicas lo que sea que hubieran hecho mal en otra vida. Como si no tuviera límites la infelicidad. La habitación de Pericles es-taba abajo. Justo en el fondo. Justo tras el cuarto de los cacharros. Ese hecho, no afectaba los planes de Edith, pues el gordito pelón nunca estaba ahí. En las noches Pericles o estaba en la barra aprovechando la diligencia del nervioso barman -licor gratis era otra ventaja del acuerdo -, o estaba arriba molestando a alguna de las chicas que no estuviera de turno; que no estuviera de cliente. Ya si algún efusivo quisiera pasarse de listo bien fuera abajo, o en las habitaciones, los mismos alaridos de las chicas le dirían al orangután que algo anda mal. Claro que eso nada garantizaba, pues en las habitaciones, el muy cerdo podía también no escuchar nada si un bonachón se dejaba ver con cualquier cinco peniques.

Y sí. Edith escapó tal como lo había planeado. Casual como bofetada en iglesia; impasible como iglesia en Holocausto. Para la desdicha de Edith, cuando no iba a más de 5 metros de la puerta, por el

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otro lado llegaba a tumbos el venezolano. Era tan grande la perra que traía el pobre, que siendo Edith su doncella por excelencia, no pudo siquiera reconocerle las espaldas. “¡Adioshh mami!” Y entró. Subió las gradas hasta el ático como Pedro por su casa. Se llamaba Pedro. Los escalones que subían hasta allá, eran más ruidosos que una ca-beza estallando cuando alguien olvida cerrarle la válvula de helio de la boca. Ahí arriba, fuera de su habitación, la Madame alerta ya esperaba a quién había osado subir a molestarla. El venezolano era uno de sus mejores clientes. No iba mucho, pero cuando lo hacía, era bastante gen-eroso con las propinas. Esa noche parecía haber estado divirtiéndose ya, pues sin mediar palabra un fajo de billetes dejó caer a los pies de la Madame. “Hola Pedrito”. “Aggghh”. Edith aún no podía creer que lo hubiera logrado. Caminaba tan despacio como tentando al demonio; como si tentara a Pericles a que se asomara y la viera alejándose. Pero eso no pasaría. Seguro. Era una noche agitada. Edith seguía alejándose con una parsimonia exagerada hasta en Escandinavia. De repente se detuvo. Pensó que hace mucho que no salía de la casa. Que la última vez fue cuando pescó esa terrible gripe, y la Madame no la llevó al hos-pital, sino a la farmacia más fraudulenta del condado que estaba a unas cuantas cuadras de la casa. Las luces intermitentes del Krusty Krab to-davía parpadeaban en la sombra de Edith mientras ella, estoica, seguía recordando. En la farmacia, un viejo hombre, tal vez un ex doctor, pero uno de esos con la credibilidad de un chivo paranoico, le revisó las palmas de las manos y le dijo que no tenía nada de qué preocuparse, que todavía tendría una “larga vida”. Hizo énfasis en la palabra “larga”. La suya era seguro la mirada más pervertida del gremio de los galenos. Acto seguido le dio como 500 calmantes de esos que le duermen a uno hasta la voluntad, y le dijo que no hiciera ningún esfuerzo porque en la noche la necesitaría rozagante para el chequeo que iría hacerle. Y no precisamente uno de rutina. Las luces en la sombra de Edith se apagaron por unos segundos. Volvieron a parpadear. A lo lejos podía leerse “The K_usty K_ab”. Era tan viejo el letrero y tan mezquina la Madame.

Edith más estúpida que estupefacta seguía sin moverse. Atoníta la muy tontita. Se daba cuenta que el exterior estaba lleno de cosas que para ella nunca habían existido. Un desahuciado teatro con tablas en cuanto hueco habían hecho los indeseables para pernoctar. Lo que por su es-

tructura parecía una iglesia o un templo, pero que por unos

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más que explícitos carteles y tres equis gigantes justo debajo de la cruz, debía ser una suerte de templillo erótico. Un cine. Uno muy interesante. Eso, o definitivamente la Madame sí tenía competencia y nadie lo supo jamás. Al menos no Edith. Los desechables, desechados yacían entre los desechos. Los perros deshechaban los nudos de los desechos donde los desechados yacían desechables. Hasta el oloroso viejo Mar libraba ahí tirado. Sonidos, ningún otro aparte del inquieto zumbido del letrero del “K_usty K_ab”. Era como de chispas; como si el letrero fuera a es-tallar y a caerle en la cabeza a Pericles. Sería interesante, pensó Edith. También se escuchaban las risas y las blasfemias de los borrachos que llegaban de todas direcciones al Krusty Krab. Edith se daba cuenta, que los muy hijos de su madre ya venían así de pesados desde otros lugares. Probablemente, debía haber otro antro en el sector, o quizá alguna tien-dilla de licores. Era una cuadra larga la del Krusty Krab y Edith no iba ni por la mitad. Se había detenido justo a la mitad de la mitad.

Arriba en la casa, la Madame buscaba a Pericles para que llevara al venezolano donde Edith, porque el pobre diablo estaba tan abombado que ni siquiera recordaba la habitación de su musa. Pero Pericles tam-poco estaba de lo más lúcido. Lo que sí recordaba Pericles, era que acababa de dejar a Edith con un cliente. Bajaron al bar y Pericles in-vitó un trago al venezolano. El pobre que había olvidado la voluntad en algún cenicero, no pudo refutar la invitación de grandulón. A los diez minutos de estar en la barra, Pericles vio al chaparrito de olor panameño bajar por los escalones. Sin demora, señalando al enano, le-vantó de su butaco al venezolano de un solo jalón. “Vamosh”, le dijo. El paciente invitado apenas y se podía mantener en pie. Buena rasca la que se había metido antes de llegar a la casa. Subieron casi que a gatas. Pericles lo dejó en la puerta de Edith. En ese momento, la Madame ba-jaba de su habitación quien sabe a hacer qué. Quizá por un trago, quizá por dos. Ahí, frente a la puerta, vio a Pericles imperturbable como si su alma se hubiera desdoblado para hallar un elíxir más allá de lo terrenal del cosmos. No movía una pestaña el gorilón. Su mirada perdida en el horizonte del aldabón de la puerta. Al pobre simio también le habían rendido los diez minutos de brindis con el venezolano. Sus ojos cual ventanas sucias e irritadas, coqueteaban con cerrarse y dejarle ciego por el resto de la noche. Apenas y no se caía. “¡Eh, bestia! ¡¿Qué haces ahí?!” Pericles señaló la puerta y balbuceó “venesholano”. “¡¿Lo has metido ahí?!” preguntó la mujer ya medio alterada. El saco de

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plomo asintió. “¡Pero si te he dicho que lo lleves donde Edith, animal!” “Shí”, respondió Pericles como sin entender aún el regaño. “¡La puerta de Edith es esta!”, y giró la perilla de la puerta de al lado. El simio, ya alterado, golpeó con su mano la puerta de al lado, su puerta, la del “venesholano”, y reafirmó: “¡EDISH!”. Para ese momento la Madame ya había entrado a la habitación de al lado, y desconcertada veía como lo único que se movía ahí dentro eran unas hormigas que marchaban en hilera desde una esquina del piso hasta algún lugar más allá del techo. El cuarto estaba vacío. Ningún rastro de Edith por ninguna parte. La Madame salió desconcertada e histérica. Para cuando iba a increpar a Pericles, éste con una sonrisita de imbécil le señalaba la otra puerta, y, entre lo que la lucidez de su lengua y su aliento a dragón de Panamá le permitían, le repetía como medio cantado y medio susurrado: “Edisshh, Edisshh”. La mujer lo apartó de un codazo sin mediar palabra alguna. Abrió la puerta del orangután mientras él continuaba con su risita de idiota dibujada en la cara. La puerta azotada se mecía en el interior mientras la mujer y el simio pelón daban un paso al frente. Ante sus ojos, encontraron un cuadro que petrificó a la mujer. Sobre la cama, el venezolano yacía boca abajo con una catarata de babas escurriendo por su almohada. La perra que traía el pobre, como que lo había privado al primer contacto con el colchón. “¿Pedrito?”. Saliendo del baño por el alboroto, se asomó la pequeña niña que Pericles había empujado adentro, adentrado empujo, y valerosa clavó su vista en la mirada inquisidora de la Madame. Le miró la mirada. “¡¡Pero si te he dicho que lo lleves donde Edith, animal!!”. La paciencia de Brutus se había saturado de gritos, y de una cachetada seca mandó al suelo a la pobre mujer. Tratando de articular lo mejor que su lengua se lo permitía, el primate sólo repetía “¡E-D-I-S-H! ¡E-D-I-S-H! ¡E-D-I-S-H!”, mientras señalaba a la niñita atenta a lo que pasaba. La Madame en el suelo se sostenía la mejilla como si se le fuera a caer. Miraba con recelo a la niña como esperando una explicación. “Mi nombre es Edith señora. Pericles me ha traído esta tarde.” Amarga coincidencia. La borrachera del simio ya lo había hecho caer privado por la pared hasta yacer in-consciente junto a la puerta. Ciego, con las ventanas por fin cerradas, repetía como en medio de sueños “Eyish… Eyish… Eyish…”. Afuera en la calle del Krusty Krab, o mejor, del “K_usty K_ab”, dónde Edith se había detenido, donde las luces parpadeaban sobre su sombra, ahora no parpadeaban sobre nada más que sobre el asfalto cascarudo.

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“VÍCTOR”

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El amor a una hermana puede tomar muchas formas. Después de lo que Víctor me dijo al teléfono, algo me hizo saber que debía dirigirme a su casa, que era apremiante que lo hiciera. Lo hice. Al llegar me detuve frente al gran portón blanco. A mi oído algo susurró que nada de lo que llegaría a ver jamás, podría grabarse mejor en mi mente como lo que me aguardaba tras esa puerta. Mi lengua estaba a punto de explotar en nano partículas de júbilo y miseria.

La historia de Víctor es sino rara, sí ocurrente. Tuve siempre problemas para relacionarme con otros. Siempre cambiantes, en ocasiones mis problemas no eran siquiera problemas. En mi defensa, nunca aprendí a nadar en vasos de agua. Llegué a sentirme orgulloso de mi repudio a todo pseudohumano que osaba interponerse en mi ruta, la 51, hacia la muerte. Mi meta, mi but, era morir de viejo, infeliz e insatisfecho; quería morir mal, y que mirando atrás, no sintiera el más mínimo aso-mo de contrición que humedeciera mis mejillas. Víctor fue como el ombligo de mi escuálido torso. Para nada lo necesitaba, pero todos, sin excepción, nos debemos a ese sello, a veces hueco, a veces florido, que seguro rotula algo que nunca conoceremos. Aprendimos a ver al omb-ligo como un pequeño punto simétricamente ubicado en nuestro abdo-men; como un puntito que si bien inútil es, al menos no desarmoniza con el resto de nuestro ilustre afinado cuerpo. La historia de mi ombligo podría ser la del peor de todos, la del más enfermo, la del más sádico, la del más infeliz. Ningún otro ombligo del Planeta Ombligo pudo haber sido tan especial. ¿Para bien o para mal? Quién sabe. De lo que sí doy ciega certeza, es que lo vivido y lo aprendido junto a Víctor, lo hace para mí el ombligo más fascinante que jamás pude haber encontrado.

Víctor, como mi ombligo, era mi marca. Nada ni nadie faltaba en mi aventura hacia donde el fin de todo, siempre expectante, aguarda porque lleguemos a aliviar su perpetua espera. No necesitaba a nadie

VÍCTOR

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para llegar más allá; o al menos eso creía yo. Hoy, viendo a Víctor en el cuadro más sublime que jamás haya visto, intento ver atrás y fallo mientras busco lo que hubiera sido mi vida sin el más ocurrente de los ombligos; sin el más ocurrente de la ocurrente Familia Marx. Ni siqui-era su padre, el legendario y más negro que la polución, Groucho Marx, lucía a mí tan interesante como Víctor. Su elocuencia tan enfermiza y llena de incógnitas siempre capciosas, y teorías más distópicas que la misma fe en dios, no tenía comparación con nada en el mundo que yo pudiera concebir. Groucho y Víctor eran únicos como ellos solos. Pero esa familia era más que este par de brillantes caballeros. En aquella fa-milia, no sólo padre e hijo eran las estampas del hogar. Toda la familia Marx, padre, madre e hijos, acabaron con mi gratuita idea de que yo era especial. Víctor o Vicky como lo llamábamos su hermana y yo para sacarlo de quicio; el negro Groucho escupiendo insurrectas máximas que sacarían de quicio al apaciblísimo León XIII; la señora Marlene, mostrando siempre su adepta devoción a un par de incrédulos que la determinaban sólo cuando sentían alimentarse; y Catalina, la pequeña de la casa. Catalina robó mi corazón el primer día que la vi a través de la ventana de su cuarto sin puerta ni bisagras. Los Marx Spitzer fueron lo único que se ocupó de mi cabeza durante unas dos semanas desde que los conocí; desde las últimas dos semanas contando hoy.

El viejo Groucho dedicaba su audacia a la política. Era militante de un movimiento de izquierda, el PDA, que infaustamente para él, lo acusaba de haber vendido su alma a los grandes oligarcas de la ultra-derecha de Distopia. En mi mente grabada está la omnipresente lucidez de Groucho. Sobre su sonrisa de tintos labios, vive galante un super-poblado mostacho cual eterna mueca de satisfacción. De en medio de los tintos, saliendo de sus entrañas, una gran protuberancia marrón en forma de dedo. Tan marrón como si llevara semanas de haber sido am-putado. Groucho escupía por este puro dedo, toda la polución de su emponzoñadísimo corazón.

Doña Marlene, madre de Víctor y contraparte de Groucho en la falacia que ambos acordaron con el fondo blanco de alguna iglesia años atrás, era la suertuda acreedora de mi devoción. La figura materna a la que me resistí hasta que mamá se hartó de mí, e inconsideradamente decidió morirse, había cautivado de nuevo mi facultad para ser hijo. Sentí que

quería una madre; incluso extrañé a la mía, pero eso no viene

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al caso. No creía en la abnegación de nadie que no fuera ella después de haberla conocido; después de haber observado el amor tan desver-gonzado que Marlene, 1, 60 de estatura, siempre esbelta, y con las gafas con más aumento que yo había visto en mi vida, profesaba a ese par de ingratos y al cínico Groucho que ya ni a pernoctar llegaba a casa. No llegaba a dormir el muy socarrón. Lo sé porque a veces mientras con Víctor construíamos cargas caseras para volar algunos confesion-arios del sector, pasábamos noches en vela, preciso junto a la entrada principal. No había modo de que alguien entrara por ese gran portón escandaloso, sin que nosotros lo viéramos por la oscurecida ventana del cuarto de Víctor. La había oscurecido porque siempre se quejaba de la excesiva escasez de privacidad de sus quehaceres. Groucho nunca llegó a su lecho en varias noches, y de eso damos fe su hijo y yo en medio de veladas pariendo unos inofensivos explosivitos.

Víctor y yo teníamos muchos planes. Nos conocimos por accidente cu-ando él gritaba a todo pulmón mi canción preferida en el vagón del subterráneo contiguo al mío. Congeniamos en casi todo, desde nuestra desidia por las demás personas a quienes considerábamos no dignas de vivir en el mismo planeta que su hámster Gamín, hasta los deseos de consumir la vida a nuestro antojo, antes de que ella nos consumiera a nosotros. En una noche, la primera que me invitó a su casa, hicimos al menos unos siete planes para divertirnos un poco a costa de algo de histeria colectiva de nuestra sociedad, o suciedad como Víctor me enseñó a llamarla. Pero dos semanas nos fueron muy poco tiempo. Sólo alcanzamos a trabajar el plan al que yo más había depositado mi verd-ulera fe de mortal. Se trataba de pequeñas botellas artesanales adobadas con un poco de nitroglicerina y algo de pólvora que yo robaba del labo-ratorio que mi casero oculta celosamente en su sótano. Quién sabe si el pobre roñoso guarda ese tipo de cosas para volarnos en pedazos, y así compensar la mierda de vida que le impuso algún irresponsable, tal vez un tal dios. La idea era depositar cautelosamente las botellas en alguna esquina del confesionario, de modo que permaneciesen inapreciables hasta la descarga, cuando Víctor y yo estaríamos suficientemente cerca para gozar el júbilo de la histeria, pero suficientemente lejos para no quedar ni brutos, ni ciegos, ni sordomudos. Para llegar al lugar de privi-legio que albergaría nuestras botellas cargadas de entusiasmo y esper-anza, no tuvimos que debatirlo mucho. Los confesionarios del sector, aquellos ornados cubículos donde los ingenuos acudían en

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cofradías para que otro roñoso como mi casero, en su facultad de rep-resentante cuasi celestial del todopoderoso, les dejara muy en claro que sus vidas no les pertenecían y que nunca podrían librar el pecado que aportaban desde su mismo nacimiento. Este representante del poder divino, era risiblemente electo por otros roñosos en un poder más ter-renal que Gamín cuando en días soleados se revolcaba cual epiléptico en la mierda de su jaula. Ahora sería nuestro turno. Seríamos nosotros quienes absolveríamos la injusta realidad del abnegado anciano al ser-vicio de Dios. Curaríamos las culpas de los fieles que ofrecían al abuelo sus rodillas hincadas. Que ofrecían sus cabezas gachas para que el po-bre hombre escupiera sobre ellas.

Era Víctor el encargado del trabajo sucio. Se presentaba ante el vie-jo de turno con un cinismo blasfemo, como un resignado joven que agobiado por su vida pecadora, se hincaba ante él para implorar la mi-sericordia divina del Creador, siempre majestuoso y el más noble de todos los seres. Una vez, intrigado por qué tanto les decía Víctor a los pobres hombres, le pedí que dejara su teléfono encendido mientras hacía su show sobre el roble o el cedro del confesionario. Así lo hizo. Dar oídos a la cantidad de irreverencias que Víctor sacaba de la nada, mientras el anciano lo abofeteaba, me hacía sentir apenado de no tener yo tal elocuencia y tal persuasión. Cada viejo le ordenaba recitar tres ridículas plegarias que el idiota de Víctor olvidaba incluso antes de salir de la iglesia.

Fueron sólo cinco o seis los días que Víctor y yo trabajamos con ver-dadero ímpetu día y noche. Reunirnos temprano en la mañana, buscar nuevos templos en el sector, preocuparnos por que el párroco no lo reconociera, cuidar que no hubiera niños cerca al confesionario, esperar el boom. Lamentablemente, las casi treinta veces que lo intentamos durante este tiempo, el único que notaba el frasco que dos bellacos ocultaron a los pies del Padre, era el conserje que cada noche recogía los desechos de los cerdos visitantes del templo, incluidos nosotros y el viejo roñoso. Cada noche regresábamos afectados a casa de Víctor a revisar que había fallado; qué cable conecté mal; por qué no dio señal ni luz el control remoto; cuánta pólvora había desperdiciado Víctor en la comida de Gamín para hacerlo retorcer del dolor de panza; porqué los botellines resistíanse a educar esa parte de nuestra suciedad que tan

indistintamente habíamos elegido nosotros. No dábamos con

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ninguna respuesta. Lo único que nos restaba era trabajar con más en-tusiasmo toda la noche, y al día siguiente poner toda la actitud positiva en que el éxito vendría a nosotros. Puedo decir hoy, que Jorge Duque Linares debería introducirse su actitud positiva por donde más le irrite al caminar. El escándalo y el caos que Vicky y yo pretendíamos, nunca llegó. La justicia divina y terrenal que queríamos imponer a la insolen-cia del aire que respiramos, nunca se hizo presente. Ahora con lo que veo aquí sentado, con lo que acaba de ocurrir, es más que seguro que nunca ocurrirá. Jamás.

La hermana menor de Víctor cumplía con el único requisito para que yo me enamorara de alguien: me recordaba a mí mismo. Todo en la peque-ña Catalina Marx Spitzer me hacía creer que era mi yo femenino la que recelosamente me observaba desde su cuarto, sin puerta ni bisagras que la protegieran de mi depravado amor. Hablaba poco, pero yo no necesi-taba oírla. Suficiente era saber que mi presencia la perturbaba al punto de encerrarse en el baño hasta que me despedirme de Marlene, y acto seguido, el reverberante golpe del gran portón blanco. Sentir el eco del golpe que llegaba hasta la última de las habitaciones era su señal para abandonar su escondrijo. Víctor no era feliz hablando de su familia y yo lo sabía. Aún así, jamás rehusó contestar ninguna de mis capciosas preguntas acerca de qué tipo de hombres le gustaban a Catalina, qué color era su pijama, o de si recogía los cabellos que dejaba en el jabón cuando lo usaba. Un día, sin que yo se lo pidiera, me llevó un jabón y me dijo que Catalina lo acababa de usar “con la furia de un judío pobre, marica”. Me contaba Vicky, lógico preguntándole yo primero, que Catalina no tenía muchos amigos; que todo el tiempo tenía el ceño fruncido bien fuera porque Gamín no se defendía de la mala vida que él le daba, o porque nadie quería darle un masaje en las piernas antes de acostarse. La aflicción de la que Víctor me hablaba, confirmaba mis teorías acerca de ella. Pero también me dijo Víctor que no me engañara; que si bien ella no era la persona más carismática de todo Distopia, la aversión que yo creía ella sentía por mí, si bien era real, no estaba ni cerca en cuanto al ímpetu con que lo hacía: “¡T-E D-E-T-E-S-T-A H-U-E-V-Ó-N!”. No debería hacerlo. Lo único que hago es incomodarla un poco con mi corrompido amor; fuera de eso, no hago mucho. Es más, Catalina y yo nunca hemos cruzado una sola palabra. Ella no parece ser buena conversadora, y aunque yo tampoco lo soy –mea orgullo-, sí soy un cínico, y de los buenos. La pasión que me apega a Catalina

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es una realidad que por nuestras mismas realidades, nunca fue. Y ahora con lo que veo yacer en esa cama, seguro nunca lo será.

No me sorprende lo que ha ocurrido hoy. Pese a que fueron sólo dos semanas desde aquella noche en el subterráneo, algo me dice que no era una cuestión de tiempo; que los péndulos de la eternidad morirían de aburrimiento esperando a que alguien descifrara la verdad acerca de Víctor. En mi caso, creo que lo di por causa perdida al segundo día. Para todos era el más elocuente de los escuchas de sino. Así llamaba Víctor a quienes lo topaban sin más explicación que una de esas ocasio-nes cuando la vida, siempre afanosa, se equivoca. Hablar de él como un orador sería una ofensa para los verdaderos hijos de Cicerón, y para él mismo. La desfachatez del hijo de los Marx Spitzer no permitiría jamás que se le “insultase” de tal manera. Me decía todo el tiempo que odiaba los estereotipos, pero creo supo que para mí, él siempre fue mi único estereotipo indescifrable.

El caos que pretendíamos, que veíamos tan real; el que nos hacía ba-bear en un comienzo, tornábase cada vez más comprometido. El cuadro de todas las mañanas en mi mente, había desaparecido. Ya no veía una multitud correr aterrada sin consuelo ni sentido. Ya no los veía suf-rir como sabiendo que sus temores serían destapados ante su prójimo. Ya no veía en medio de la histeria general al viejo en falda corriendo en círculos con las llamas de la justicia trepando entre sus piernas. El semblante de Víctor, siempre recio, empezaba a cambiar. Ya no me gol-peaba en el brazo por titubear, por ejemplo. Mis moretones de respon-sabilidad daban lugar ahora a risibles sermoncillos de tres palabras que lejos estaban de inspirarme aunque sea un poco de respeto. Reconvenir con palabras simplemente no iba con él. Víctor no hablaba más de lo necesario para mofarse de alguien, o para corregirme un poco. Y eso. Para él era suficiente una mirada; una mirada incriminatoria; un mora-do incriminatorio. Pero algo en él había cambiado. Parecía como si hu-biera sucumbido, como el resto de mortales, ante la inclemencia de lo trivial. Me narraba situaciones para mí tan pueriles, como cuando algún estúpido escribe sobre su amigo, y los planes que tenía con él. Cosas que a nadie le interesan. Estúpido quien escriba tales nimiedades, pero más estúpido aún, quien sabiendo cómo lo juzgo, siga leyendo para descubrir cómo les acabó de ir.

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Así pues Víctor cambiaba, y yo lo había notado. Cosas que a nadie le interesan. Estúpidos. Me llamaba para decirme que Gamín lo mi-raba con odio y le hacía temer por su vida; que había descubierto que Groucho no usaba calcetines en los días de luna llena. Cosas de ese tamaño. Eran cada vez más recurrentes estas llamadas. Me aflige decir esto, pero empecé a hartarme de Víctor. Algo desagradecido después de todo lo que me había enseñado, pero de verdad me hastiaba muchísimo con esas historias que a mi incumbencia, ni cinco centavos. El interés que mi mente inconsciente tan laboriosamente había construido por él, desaparecía gracias a su actitud. Lo que me atrapaba tanto del hijo del gran Groucho y la no menos sagaz Marlene, y hermano del amor de mi vida, se había ido no sé en qué momento. Ya no estaba. Quería seguir aprendiendo de él, pero no podía. Me era más que imposible. Ya ni me hacía reír con sus sátiras sobre las fatigas de los demás. A pesar de todo, confieso que nada de esto me sorprendió, pues como dije antes, pedir a las manillas de un reloj tiempo para entender a Víctor, sería pedirles que muriesen, pues nunca volverían a moverse.

Ahora, quiero entender qué fue lo que pasó, y por qué lo hizo. Admito pude haberlo visto venir; no me culpo. Vaya pérdida se habría evitado la humanidad. Dos noches atrás, yo llegaba a casa tras nuestras cada vez menos intensas noches de trabajo. El teléfono sonó cuando yo rellenaba con cenizas los frascos de mi casero que horas antes había saqueado. Era Víctor. Me dijo que acababa de ser tan feliz como nunca lo había sido; que lo impensado pero que él siempre supo llegaría, acababa de ocurrir. Me dijo Víctor que acababa de dar un masaje en las piernas a su hermana. “Nunca la vi tan feliz huevón”. Nada tendría de raro si no estuviéramos hablando de Vicky, el ególatra, el presuntuoso pedante que escupía en la cara de los bondadosos. Le pregunté que a qué se debía su actitud, que porqué lo había hecho, que cuál fue la reacción de ella. Era de ella de quien realmente me interesaba hablar. Me dijo que sólo sintió como que debía hacerlo. Empezó a describir todo antes que yo atinara a la siguiente pregunta. “Huevón, verla así, con las piernitas estiraditas bajo mis manos profundas. Esa fuerza, esa gracia. Cata me hizo escupir el alma por los ojos. Nunca me sentí tan bien como cuando anoche. Anoche no me apuntaba con ese ceño triste y fruncido que se pone cada mañana; todas las mañanas. Nunca tanta paz en su rostro. La miré a los ojos. Cata tiene ojos avellana. ¡Avellana Huevón!” Lo inter-rumpí porque si bien antes no daba un centavo por sus ano-

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dinas aventuras en el baño con Gamín, ahora hablaba de la mujer que tenía preso mi corazón entre sus falanges. Víctor no tenía idea cuánto me afectaba escucharlo. Le dije que estaba agotado y que mejor nos viéramos al día siguiente, ayer, en la iglesia principal; y que por nada olvidara empacar las botellas que habíamos hecho esa misma noche.

Al otro día, ninguna de las seis botellas que llevamos funcionó. Vaya sorpresa. Yo traté de irritarme un poco. A Víctor no parecía importarle nuestro nuevo fracaso. Él sólo quería hablarme más de su experiencia de la noche anterior. Me dijo que había pasado la oscuridad en vela es-perando a que Catalina se levantara en la mitad de la noche y le pidiera otro masaje. Él, presto en el marco de su cuarto sin puerta ni bisagras, le diría que sí antes que ella terminara de pedírselo. No ocurrió. Pero apenas y se levantó en la mañana, le dijo a Víctor que nunca había dor-mido tan bien en toda su vida; que después de esa noche, no volvería a dormir jamás, sin uno de sus masajes en las piernas, sin que Víc-tor le frotara sus piernitas torneadas e inhóspitas para mí. Esa misma tarde fueron muchas las ocasiones que esa tarde Víctor. Mis oídos es-taban sangrando y mi cabeza retumbaba sin consuelo por la ligereza de sus palabras. Lo último que le escuche fue algo como “es todo lo que necesito”. Le di la botella que no habíamos usado, la séptima, y le dije que tenía que hacer algo en casa. Sabía que esa botella sería la última de nuestra historia. Esa noche no iría a su casa, a casa de mi Catalina, a trabajar para el día siguiente. No más moretones en mis brazos; el pobre Gamín, no sabría más de mis pesadas burlas sobre sus orejas. En cuanto a Víctor, estaba seguro que tampoco me llamaría. No lo haría ni para seguirme hablando de Catalina, pues era la noche, el momento en que las manos se juntaban con las piernas. El momento en que él la satisfacía, y para mi infortunio, se satisfacía él también.

Ya es casi una hora desde que Víctor llamó. No creí que lo fuera a hacer tan pronto después de que lo deje hablando solo ayer, y de la dicha de su vida desde hace un par de noches. No lo haría a menos que no hubiera entendido mi mensaje y quisiera seguir hablándome de Cata. Efectivamente, era esa la razón. La ira me invadió, y cuando me dis-puse a decirle cuánto me venía igual lo que él o su hermana pudieran haber sentido en la noche, o si Gamín había intentado matarlo mientras dormía, no me dejó decir siquiera una palabra. Lo único que me dijo

fue: “Ahora que lo he encontrado, no lo dejaré escapar...”.

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De su boca sólo salió silencio, y yo sin reacción y sin nada entender, no pude cuestionar que quería decir. Degolló el silencio para sentenciar: “…Y al final sí lo logramos, ¿sabes?” No le entendí, pero sabía que trataba de hacerme captar algo. Acto seguido vine hacia acá.

Acá me hallo ahora con ustedes. Mientras venía para acá escuché un impúdico carro de bomberos a toda velocidad, y los gritos desahucia-dos de la gente dirigiéndose presurosa a la plaza de la iglesia donde Víctor y yo estuvimos ayer. Antes de entrar, esperé unos minutos frente al escandaloso portón blanco. Locas ideas cruzaban en todos los senti-dos dentro de mi cabeza. Sabía que algo importante me esperaba al otro lado de la puerta. No sentí necesidad de llamar a la puerta. Como todo el mundo, los Marx Spitzer también esconden una llave bajo el tapete para casos de emergencia. Sin pensarlo entré, no sin antes soportar el estruendo del gran portón blanco al abrirse y cerrarse. A la izquierda, la habitación de Víctor tal como la habíamos dejado la última vez que trabajamos; dos noches atrás. Adentro, por doquier los residuos de nuestras infructuosas últimas seis botellas. Digo siete. Adentro, nadie fuera de Gamín patas arriba con el hocico abierto y sus dos enormes dientes amarillos apuntando hacia el sol. Finalmente los encontré. Esta-ban en la habitación sin puertas ni bisagras de Catalina. Ella yacía sobre la cama; tenía los ojos etéreamente sellados. Miraba al cielo de la habit-ación como por toda la eternidad. Y te vi a ti. Tenías en tu carota viciada una expresión de tranquilidad que jamás había visto; algo escalofriante. Estabas hincado al pie de la cama con tu cabeza librada sobre su regazo. No tus manos; tu cabeza estaba en las piernas de Cata. Nada se movía en esa habitación; nada. Ni siquiera ustedes. Ciertamente no estaban dormidos.

Han pasado como tres horas y no todavía no me puedo mover. Es como que no me hago a la idea; como que la idea no se hace a mí. Los veo y espero a que Marlene regrese y se entere de las buenas nuevas. El viejo Groucho, según mis cuentas, no vendrá por aquí al menos hasta el domingo. No me interesa saber por qué lo hiciste, Víctor. Si lo hiciste porque sí; si lo hiciste por amor; si lo hiciste por Gamín. No me interesa en absoluto. Al menos no por ahora. Inmutables van tres horas en las que no les he apartado la mirada un solo instante. No espero que todo sea mentira y muevas una mano y ella sus piernas. No. Lo que si me gustaría saber es cuánto tiempo me tomara a mí correr con

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su suerte y llegar a su reencuentro en los confines de la eternidad. Lo que no entendí cuando me llamaste en la mañana, tiene ahora todo el sentido del mundo. A esta hora el caos de la iglesia debe haber sido so-focado. Sé que lo disfrutaste tanto como yo. Tenías razón. Lo logramos, huevón. Se ven hijueputamente bien desde esta silla. Como que sí eran el uno para el otro. Y también tenías razón sobre ella, Víctor. No la dejaste escapar.

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“GEORGE”

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Los bomberos llegaron a las 11 de la noche y 1 minuto. A esa hora ya no había mucho contra que luchar. Pudo ser peor. No lo fue. La sangre no es lo único escandaloso. No se pudo ver cómo las almas suplicaban antes de abandonarse en la ingravidez del cielo y de la luna. Oscuros e inciertos. Fue tremendo suceso. El apartamento estaba en el piso 12. 12 menos y el cuarto de fogones en el sótano hubiera hecho todo más trágico, más mágico, más pánico; más sublime. La gloria no siempre arriba triunfal. Claro que el fuego sí se vio desde toda la ciudad porque además de que se tratara de un chiquero pequeño, el edificio está en todo su centro. El calentador, el horno, la cocineta: Incrédulos que no quisieron explotar. Ni siquiera un intento los muy tercos. A George no lo mató el fuego. No tuvo la dicha de sentir como el calor consumía sus pulmones hasta hacerlos estallar. A George lo acompañó, en cambio, el infortunio de algo de humo en sus fosas mientras dormía. Infeliz George. Todo le salió mal. Hasta debía tener pesadillas. Pesadillas mientras el denso visitante asía sus entrañas. Pobre George. Desdichado porque mientras conocía las delicias de lo indeseado, de los temores de lo pro-pio inconcebible, fue descortésmente interrumpido. Triste George. Cu-ando conocía estos deleites, efímeros como los sueños que los alojaban, la puta muerte lo sorprendió. Tus sueños vanos e ilusorios se los cargó la puta muerte, George. A la muerte que tanto se la espera; que tanto la esperabas. Tantos días, tanta calma, tanto tedio. A la muerte por y para la que se nace. Tanto amor, tanta moral, tanto odio. Tantas decepciones. Tanto tiempo que ni la eternidad daría fe de él. Tanto que la esperaste y la muy déspota te interrumpió en uno de esos pocos momentos cuando la vida parece valer la pena, George. En una pesadilla. En una de tus pesadillitas, George. La muerte se la hizo a George.

El cuerpo de George no se rostizó. No se chamuscó. Ni un poquitico. Ni un solo recuerdo. Un poco de rubor negro sobre sus mejillas. El humo no brotaba de su cuerpo. No se escabullía por entre su piel.

GEORGE

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No humo en las orejas, no humo en la nariz, no humo en las palmas de las manos. Lo encontraron en su viejo sillón con una pipa como las que debía usar en su juventud. De esas pipas con las que hacía mágica, la incertidumbre de su existencia. El olor de las cortinas mojadas abrazá-base con el opio sobre la alfombra. El olor y el opio eran uno solo. Olía a opio no fumado. A sándwich de alfombra con una pizca de opio en la parte de arriba. A sándwich de opio al carbón con salsa de poliéster. Viejo opioso. Sólo un poco de rubor; no más. Se quemó el ala este del apartamento. Se quemó el ala oeste. El ala sur, el ala norte, el ala con-servadora, el ala radical, el ala estratégica, el ala asada, el ala militar. El ala alo. El alo ala. Ni siquiera tenía alas el apartamento. Ni siquiera sé qué quieren decir con “alas”. Ni siquiera sé si me siguen. Si me siguen, es su problema, no el mío. La cocina, la habitación, el salón comedor, los baños. Baño para orinar, baño para cagar. Baño con Rolling Stone, baño con Los Hermanos Karamazov. Todo a su lugar. Qué audaz eras, Georgie.

Tenía un gran estudio George. Ahí se salvaron unas pocas cosas. Casi que no se salvan. El valor: Muy poco. George valía muy poco. Un libro de Hesse con Sinclair y Demian de la mano como un par de mariquitas. El Ser Ahí de Heidegger que resistió para joder la vida de cualquier otro chaval de cualquier otra escuela de cualquier otro país. Cualquiera. Jean Paul vivió por fin librándose de Simone, pero su mirada era triste; el muy idiota la debía extrañar. Un muro. Sartre. Revolución. Preparen, apunten, muerte. Vejete opioso y existencialista. ¡Ah simpaticazo de primera este George!

Un diario también salvó sus enaguas en el rocío de la habitación. Se salvó de arder en el frenesí de calor. Era un diario que Georgie visitaba un día, una semana, un mes, nunca. Otro día, nunca, otro mes, otro año. Tampoco era un Honoris Causa en disciplina el pobre gazmoño. En ese cuaderno estaban los acontecimientos tal vez los más impor-tantes de la vida de George. Todo en ese cuaderno cubierta color verde mohoso, color descascarado por la clemencia del tiempo que se sentía triste siendo inclemente; en ese cuaderno pesado como el casco de una mula adulta con hambre y en celo; las hojas como de cartón puesto al sol entre un tendido de guineos justo después de haberse dado un gran duchazo con leche. La letra ahí signada era seguro la más bella sobre

la faz de la Tierra. ¿Faz? Es como cuando se está encima de

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la Tierra y entonces se está sobre la faz de la Tierra. Georgie seguro fue escribano en otra vida. Debió transcribir los edictos de Tomás de Torquemada, o del mismísimo Corazón de León. Georgie debió ser par-te del más grande descalabro de la fe cristiana encarnada en los pelones de sotana. La fe encarnada. Georgie debió encarnarse a unos cuantos en su otra vida; se los cargó el muy inmisericorde. La letra más bella sobre toda la donde uno se pone para estar sobre la faz de la Tierra. La letra inquisidora del despiadado San George Gui de Praga, setecientos y mierda de años después, escribía ahora la rutina de George. Escribía lo que o significaba mucho para él, o significaba tanto o menos que su propia existencia.

El libro marcaba la primera entrada un 29 de abril de 1948. La última: quién sabe. Está muy viejo el libro este. Quizá no tiene última entrada. Quizá no tiene entradas. Quizá es sólo una salida que no da a ningún lugar. Quizá la vida de George no es ningún lugar. Quizá George nunca tuvo entradas. Quizá el libro me lo diga…

Georgie fue un hijo de inmigrantes que vio cómo sus padres huían de nuevo, pero esta vez sin él:

“29-Abr-1948: Van 3 días y estoy seguro que no regresarán. La señora Smith ya me ha traído a vivir con ella. Tiene muchos gatos. Me gustan los gatos. Me gusta verla tomar brandy”.

Seguro empezó el diario porque se sentía solo más allá del brandy, más allá del queso. Más allá de los gatos. Debajo de la mierda de gato.

Perdió su virginidad el día de su graduación; tal vez tenía 15 o 17:

“17-Sept-1954: Dalia tiene la sonrisa más hermosa de todo Glasgow. Bueno, no la más bella, pero seguro la más grande. Hago violeta en mis ojos con el azul de la punta de mi lápiz si la suya no es la sonrisa más grande de todo Glasgow. Anoche me dijo que sí. Me dijo que sí. No me importa que fuera más fea que Sofia Coppola, que no se pareciera ni un poquito a mi Tea Leoni. Me dijo que sí. Nos escondimos debajo de la mesa de los refrescos. Justo en el centro de la cancha de balon-cesto. Me dijo que sí. Ahí me dejo tocar por en medio de sus piernas. Olía como a pescado un sábado en una mañana lluviosa a

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la orilla de un mar seco y sediento. Los cangrejos morían de sed uno a uno. Yo olía como a jabón azul que se ha partido en como mil ped-acitos cuando ya lo han usado mucho. Todo era blando y peludo ahí abajo. Pensé en un Giordano, en un Droopy. Quería que Elmo estu-viera ahí abajo para arrancarle unas carcajadas con mis dedos. Mis dedos. Mis dedos perdían el rumbo mientras escarbaban más y más tras sus calzones azul cielo triste, sin nubes, apolillado. Esperamos a que todos se fueran, a que la música se hubiera cansado, a que las luces estuvieran durmiendo. A que no quedara más ponche. A que la algarabía del fin de todo, del fin de nada, se hubiera largado del salón dejándonos completamente solos. Esperamos para que Elmo pudiera reír a borbotones. Seguros que no había nadie más, lo hicimos. Sólo Dalia y yo. Pfff. No duré ni un minuto pero grité como un semental con voz y pito de orco. Un bramido que retumbaba en los tableros de la cancha. La pobre Dalia ni alcanzó a abrir bien las piernas. Qué poco caballeroso. Qué me importa. Seguro tendrá muchos más con ese par de piernas que se abren de par en par antes de que uno acabe de pedírselo -¡A gentilhombre el Georgie!-. Esta mañana me dijo que no la llamara nunca, que lo que hicimos nunca debió ocurrir. Dalia ya no quiere que le escupa mi néctar en su polen. No quiere que me hidrate con su deshidratación. No quiere flores en su cielo triste. No quiere sa-ber nada más de mis dedos en sus calzones fáciles. No quiere que Elmo ría. No quiere, no quiere, no quiere. No me quiere dar una oportunidad. Pff. Menos mal. Tamaño peso me he quitado del lomo... ¡Pero anoche me dijo que sí! ¡Que sí!”.

“18-Sept-1954: El conserje de la escuela nos ha visto salir de bajo la mesa. Su padre ahora lo sabe. Ese viejo roñoso que hace y deshace con las entrañas de quienes no le lamen el trasero. Ese viejo. Guineo judío hijo de su madre. Vendrá por mí. Estoy seguro. Dalia. Malditas tus piernas como el viento. Intrépidas como una gaviota en ayuno. Maldita tu suavidad. Maldito tu olor a atún, a sardina, a lata. Maldito tu Gior-dano. ¡Maldita seas Dalia Cucci!”.

Pobre George. El muy ingenuo, el muy inexperto, el muy puro. Tuvo que huir no sin antes estrechar la mano de su primer polvo y darle las gracias. Vamos conociendo a Georgie poco a poco. Su vida, sus polvos, sus vacíos. Se descubre Georgie. Se devela Georgie. Misoginia, agal-

las, primer polvo.

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“22-Sept-1954: Creo que ya no me atrapó el lacayo ese Cucci. Tanto alboroto por una chica. Ni que lo valiera. Ni que fuera una doncella. Ni que no hubiera hecho reír su Elmo cuando mis dedos presionaban su ombligo de arriba abajo. Se nota que conoce a su hija. Dalia, todavía no conozco una sonrisa más grande que la tuya. En las vías del tren me han dado trabajo en el vagón de los caballos. Debo estar presto a la menor cagada para recogerla antes de que los equinos embarren sus finas patas en la mierda de sus traseros. Soy la mierda de sus cu-los. Soy mierda de caballo. Pero no todo es tan mágico. También debo comer, dormir y cagar. Pero mi mierda nadie la recoge. Es un buen trato. Viajo por todo el país. Tengo amigos que me cagan sus desilu-siones en la cara. Si me aburro de ellos no hay problema porque en la siguiente estación serán remplazados. Creo que me voy a quedar aquí por un tiempo. Además, no creo que en esta vida pueda volver a Dalia mientras el viejo Cucci esté vivo. Mientras esté esperando cobrarme la ligereza de mi néctar, de mi maní, del polen de su hija. Dalia, todavía te pienso, hermosa.”

No es esta una lectura estricta de las memorias de George. A nadie le importa conocer al pie la vida de un viejo que murió solo como un grillo en un mundo sin cosas para saltar. Un grillo que murió triste. Un grillo con patas inútiles como una obra de arte. Un grillo inútil. Un grillo como una flor según Wilde. A nadie le interesa al pie la vida de un viejo opioso que no dejó más que un libro añejo con olor a descom-puesto. Nadie sólo quiere abrir sus ojos, cerrar sus ojos, cambiar pági-nas, muchas páginas. Nadie sólo desea pasar páginas, muchas, pocas, ninguna. Nadie no tiene reglas. Nadie tiene criterio. Nadie sólo quiere avanzar; siempre. Nadie sólo quiere poner un dedo, abrir sus ojos, leer. Nadie lo está haciendo en medio de la nostalgia del opio perdido en lo incierto del calor de una alfombra de tigres con viruela.

La siguiente anécdota afortunada, escogida con algo de ligereza, se re-monta a seis años después de la anterior. Se remonta a después. Lo hace porque se le da la gana. A George dejaron de importarle los días. Se-guro era un hombre muy ocupado. Fecha exacta. No, gracias. George sólo rendía pleitesía a meses y a años:

“Nov-60: Vito me dice que podemos hacerlo. Que es cuestión 33

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de entrar, tomar la alfombra, subirnos en ella y despegar. Ah Vito tan ligero y ocurrente. Cómo se le ocurre que vamos a volar en una al-fombra así como así. Para eso necesitamos la llave. No lo juzgo. Su segundo hijo acaba de nacer. Vito debe estar desesperado. Debe que-rer sacarse uvas de las ojeras. Meterse duraznos por los orejas. Debe querer sentarse en una piña y que ésta entre por su trasero para aliviar la comezón de sus entrañas. Quiere rascarse las angustias. Le puso al chiquillo Fredo. Qué nombre tan inmundo. Porqué no habrá pensado en algo menos feo. En algo menos Fredo. Se le hubiera perdonado pecar de ligero con cosas tan insubstanciales y comunes como Carlos, como Alejandro, como Amigo, como Te Quiero. Le hubiera puesto Mi-erda. Así cada vez que lo hiciera enojar, pensaría en que esa mierda con Mierda esta compleja. Que Mierda anda heavy. Que el ambiente está heavy. Que los amigos de Mierda lo están volviendo mierda. Que los amigos de Mierda son una mierda. Y la mejor parte sería cuando le pegara. Vito podría sacarle la mierda a Mierda ya fuera a patadas, a pellizcos o a remojaditas de dedos magullados en limonada de sal para los días de calor. A Mierda no le quedarían ganas de volver a joder a su padre. Se lo diré a Vito. El nombre debe ser Mierda. Mierda es menos Fredo. (…) No robaré ninguna alfombra sin la seguridad de tener la llave. Se lo diré a Vito. Mejor sigo barriendo antes de que llegue el jefe. Oh, maldito hijo del albor”.

George debía tener ya unos 21 o 23 contando, barriendo, odiando.

“Nov 60: Estúpido Vito. Siempre fuiste un imbécil de primera. Te creías inmortal o qué. Te creías a prueba de balas o qué. Siempre tuve un mal presentimiento. ¿Qué le diré a Fredo, a Mamma? Que estábamos ro-bando una alfombra y que no contento, quisiste despojar a la matrona de su collar de ágatas, pero que cuando ésta se resistió, la empujaste contra su armario, y antes de que yo me diera cuenta, tenías un enorme depilador alojado en tu cuello. Que no me di cuenta cuando la mujer lo sacó quien sabe si de su trasero o del tuyo, y le encontró lugar en tu aorta; que mientras ella yacía como sin conciencia, pero con los ojos abiertos de la impresión, yo encendía la alfombra con la llave que tanto me costó robar días atrás. Estúpido Vito. No sólo te moriste. Fredo, Mamma, tu otro hijo. Mamma estaba embarazada, Vito. Me lo dijo anoche para que la ayudara a planear como decírtelo. Te lo diría

mañana, Vito. Siempre me dijiste que Michael te parecía un

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buen nombre. Michael. Creo que se lo haré saber. ¿Cómo? No sé. Aho-ra vuelo y me pierdo en los rieles inviolables del tren una vez más. El tren preserva mi pellejo de nuevo. El óxido de las vías se escurre a mis pulmones. Mis pulmones. Otra vez huyo de la vida. Otra vez debo em-pezar de nuevo, Vito. Sólo llevo una alfombra que ya debe estar siendo rastreada por la policía, y un escrupulosísimo cuaderno verde, Vito”.

Mala suerte para George. Tal vez como unos nacen para una vida in-mutable, la vida de George sólo se trataba de huir. Huir de su vida. Huir de su nueva vida. George huía desde el comienzo. George huía en trenes. George huía de sus errores. Huir del perdón. Huir de Vito, de su perdón. George huía de la vida. No evito pensar que también había caballos en algún lugar de ese tren. Sería muy triste para George si de no haberlos.

Georgie se casó a los 24, 25, 27. A quién le importa:

“Abr-64: Gran día. Te entrego mi alma, mi libertad. Prometo jamás dejarme ver mientras te engaño. Prometo que cuando estés enferma mis excusas para no acompañarte serán las más elaboradas. Prometo que la muerte nos separará. Tu muerte. Prometo que en los momentos difíciles no huiré; no hasta que tu padre haya muerto. Prometo que al casarme hoy contigo, seré el mejor de los esposos. Hay tanta gente aquí. Tu familia es especial. No sé a quién le importa menos quién. Si ellos a los invitados, si los invitados a ellos, si ellos a ti, si tú a ellos. Ya sé. Tú, ellos, todos. Ninguno de ustedes me importa más que aquella mosca atrapada en ese gran pastel blanco. Sonríen de maravilla. Tenéis todos un 10 en cinismo. No sé porqué vistes de blanco. Pura ya no eres. Y cuando lo hicimos por vez primera tú y yo, tampoco lo eras. Era más estrecho bajo el vestido triste de mi amada y bocona Dalia. Y esa tam-bién era una bandida. Hoy tu padre y la esperanza de una vejez lejos de los trenes, lejos de la mierda de caballo, me han traído aquí. Aquí con-tigo, querida. No quiero que ningún guineo judío me desolle por culpa de un poco de mi néctar en el polen de su hija. No quiero morir por culpa de un Elmo. No quiero que la muerte de Vito haya sido en vano. No quiero envejecer en un cuarto de dos por dos con un compañero de celda con problemas de hormonas. No dormiré en la misma celda con un Wendy Carlos. Ni de riesgos. Por eso, vengo hoy aquí. Vengo a jurarte mi infidelidad; a dar fe de cuanto te desprecio, de

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cuanto los desprecio. Prometo ser fiel a lo que siento por ustedes hasta el día de mi muerte. Me divierten todos expectantes ante mí. Soy dueño de sus vidas, de su interés. Dejen de mirarme. No voy a aguantar. Si me hacen reír echaré todo a perder. Qué hago. Piensa, piensa. La mosca. Ha dejado de patalear. Ha de haber sido diabética. Pobre. No me mi-ren. Pff. Está bien, acabemos con esta función: Acepto.”.

Georgie, qué la has hecho. Dónde la dejaste. Mi pipa. Que desorden. Esos bomberos siempre dejan todo vuelto una mierda. Mierda por aquí, mierda por allá. Mierda y más mierda. Y mis zapatos parecen no dar más. Parecen haber lidiado suficiente con este mar de mierdas movedi-zas. No les gusta estar tan ruborizados. Me piden que claudiquemos. Yo les digo que no. ¿Cómo será la vida de George como el hombre de la casa? Georgie con familia. Un egoísta misántropo en familia. Ver para creer.

Efectivamente, no era esa la vida para George. Definitivamente George no había nacido para deberse a nadie, al menos no a una mujer:

“Jun-67: Metí la pata hasta la ingle. Me irrita el trasero. Fue una cagada monumental. Soy soltero de nuevo. La escandalosa esa se veía muy alterada, y mi suegro, bueno, creo que él tampoco estará muy tranquilo. Tanto alboroto por un poco de sexo. Ni que nos hubiéramos amado de verdad. Ni que existiera el amor. Debería aliviarle que no haya sido con otra mujer. Después de todo, no es la mujer el ser que más odia a las de su propia especie. Cínica. Además, ni que fuera la primera vez que la engañaba. También debería agradecerme por eso. Si la afectó tanto habernos visto hoy, cuánto sufrimiento no le habré ahorrado las veces anteriores. Está bien. Admito responsabilidad por dejarme atrapar. Mea culpa. Pero entiendan que tampoco soy perfecto. Qué esperan de mí. Y de las veces anteriores, bueno, debo decir que no fueron lo mismo. En esas ocasiones sí se trató de mujeres. Todas féminas desabridas ávidas de amor, de alguien que las tomara por el cabello y las montara como las perras en celo que probaban ser desde el mismo momento que decidían presentarse ante mí. Ahora, este chico, bueno, fue diferente. Se sintió de maravilla. Fue más apasionante. Más sangriento. Mi pito, falsa modestia, no es tan pito como el promedio. Mi pito es capaz de hacer reír al Elmo más depresivo de toda la Plaza.

Es tan pícaro mi pito, que hasta lo lastimó. El sudor por en-

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tre sus nalgas tornábase rojo a medida que yo iba y venía. La luna era roja. Las perlas de la bandida eran rojas. Sus cosméticos eran rojos. Ingenua. Nuestro reflejo en el tocador donde ella trataba de disimular sus asimetrías cada mañana, era también rojo. Ella era roja. Mi mente era roja. Él sabía a sal. A sal y a hierro. Sabía a rojo. Mi pito pintó la noche de rojo. A diferencia mía, él ya había vivido aventuras como ésta infinidad de veces. Aún así, sólo mi pito ha podido pintar sus sueños de rojo. En cuanto a mí, tampoco lo dejé que me jodiera. El marica era él, no yo (…) Ya ni me molesto en volver al trabajo, la desleal de mi ex-mujer, ya le habrá ido con la historia a su padre. Adiós pequeña. Adiós a tu frígido Elmo. Adiós a tu padre. Adiós a mi vejez despreocupada. Espérame maldito tren. Apuesto que hay mucha mierda de caballo para mí ahí adentro”.

Con razón eras misógino, Georgie.

“Dic-69: Sí, acepto. Lo he hecho de nuevo. Me llamarán estúpido, pero no pude evitarlo. Creo, siento que esta vez sí funcionará. Soy un crédu-lo, lo sé. Si queréis, condenadme por ello. No me importa. Ustedes no son nadie. Con que me perdone cualquier extraño, cualquier señor, todo estará bien. Que me perdone el señor de la joyería. Si no lo hace, un tal P. Jackson tendrá noticias de mí. Mi esposa. Bueno, ésta no es muy diferente. Asimétrica, padre acaudalado, gran Elmo, le gusta mi pito. Está bien. Sólo espero que este pito mío no me meta en problemas de nuevo”.

“Dic-69: Bueno, lo admito, me equivoqué. Qué me iba yo a imaginar que la casa de campo de sus padres tenía un jardinero atlético cuyos ojos me miraban a gritos. Me decían que querían que sus sueños tam-bién fueran en rojo; que quería darme a probar de su sal; que él tam-bién tenía un Elmo, uno que yo nunca había probado. En eso se equivo-caba. Hace ya dos años que conocí en rojo, el Elmo de los hombres. Yo también tengo el mío, pero éste nadie me lo toca. Desaté mi alivio en el Elmo de este jovenzuelo. Le di el amor que tanto le gustaba. Lo llené con mi néctar. Él no tenía una flor, pero yo le dije que para mí, él era una flor. Y efectivamente. Su Elmo resultó ser el más risueño de todos los que había conocido. No Dalia, no muchacho en rojo, no esposa No. 1, no esposa No. 2, no mierda de caballo, no óxido en mis pulmones, no Glasgow… Se está tardando mucho este tren.”

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¡Dónde la has dejado George! No la encuentro. Sabes George, siento como que quiero ser como tú. Te leo y siento que no he vivido nada. Tu vida, tus huídas, tus esposas, tus Elmos. Marica, infiel, cobarde. Los trenes, la mierda, los caballos. Vito, George. Cínico, George. Da-lia, George. La pasaste bueno Georgie. ¡Pero por el amor de Lutero, George! ¡Dónde diablos la has dejado! Mis manos, mis pies, mis zapa-tos. Mi pipa. El rubor, tu rubor, me ha manchado a mí también. Todo se ha vuelto negro, George. Tu apartamento, George. Las alas, George. Tus libros, George. Yo, George. Esto es una mierda. ¡Mi pipa, George! Los bomberos son una mierda. Por qué tienen que mover todo de lugar… Pues sí, ¿habrás tenido hijos, George? Quién sabe. Ya no puedo con el olor a opio. Ansiedad. George. Yo también quiero de tu alfombra. Te extraño George. Me haces falta. Quiero probar de tu sándwich. Quizá estoy desperdiciando mi vida, George. No he viajado en tren. No he recogido mierda de caballo. No he sido mierda de caballo. Jamás he huido de ninguna parte. Mi Elmo no ha sido violado, George. Tal vez mi Elmo deba soñar en rojo. La luna, sus carcajadas. Tal vez mi Elmo haya nacido para morir de risa. Maldita alfombra. George marica infiel cobarde misógino te extraño.

La última hoja. Mierda. Se me arrancó. No importa. No es la primera. A George también se le arrancaron. Las doblaba y las metía en la parte del libro donde se supone deberían estar. No pegó ninguna, y no fueron pocas las que se cayeron. Maldito haragán, George. Pues veamos lo que dice aquí George, veamos que tienes que decir en tu defensa. Esto es todo George. Aquí termina todo, George. Es el momento para que justifiques tu existencia; para que pruebes que fuiste especial, George. Lo has hecho bien hasta ahora. No me decepciones. Es más, si no dijera nada la hoja esta, no deberías nada a nadie, George. Tu deuda con la vida, la suya contigo, está más que saldada, George. La saldaste con tinta roja y muchas carcajadas. Tu pito, Elmo. El opio. ¿Y si le prendo fuego a esta alfombra? ¿Y si le doy un mordisco a tu sándwich opioso, George? Mi ansiedad. Mi opio. Mi pipa. ¡Por favor George! ¡Dámela! Leo esto y me voy, George. Lo prometo. Estoy muerto. Me pesan los ojos. Necesito quitarme todo este rubor; toda esta mierda de los zapa-tos. Voy a recompensar a mi Elmo todo lo que le he privado hasta aho-ra. Lo haré por ti, George. Con mi opio. Viviré George. Viviré George.

Viviré con mi opio, George. Estoy cansado. Me quiero ir.

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¡Venga última hoja!

“Oct-¿? …Ya no sé qué fecha es hoy pero…

-¡¡¡Hela aquí!!! ¡¡¡Mi pipa!!! Me largo de aquí. Adiós George.

...

“Oct-¿? …Ya no sé qué fecha es hoy pero es domingo, es octubre, y las calles blancas pierden su encanto mientras la nieve las tapa más, y más, y más, y más (…), y ya casi, y más, ya casi, ¡y ya! Suficiente: Está buena esta yerba. Estos muchachos de hoy en día. Saben cómo divertirse los beatos. Éste que me ha tocado de vecino sí que sabe cómo divertirse. Ah afectado el chico este. Ahora veo porque el toxicómano vive como chimenea. Pff. Qué calidad. En serio, ¿qué día será hoy? Me divierto. A quién le importa. El Elmo de este chico debe tener algo. Un Elmo con sabor a opio. Un Elmo que cuando ría vomite humo en sus carcajadas. Gran detalle de su parte haberme facilitado su pipa. Asumo que la facilitó. No la hubiera dejado en la ventana a mi alcance de no quererlo así. No ha de importarle. Debe tener muchas. Ah opio. Pff. Me siento cansado. Como que te hace dar sueño la yerba esta. Mis sueños emergen tras el humo. Toman forma. Me llaman. Sueños en rojo. Pff. Humo negro, humo gris. Elmo. Humo en rojo. Humo de caballo. Espérenme. Voy tras de ustedes. ¡Espérenme! Quiero verlos. Sueños. Quiero vivir en ustedes. Quiero vivir lo irreal. Quiero vivir entre Elmos. Quiero verte de nuevo Dalia. Tengo sueño. Qué cansan-cio. Pff. Quiero que la mierda no me persiga más. Quiero no huir más. Quiero engañarme. Quiero ser yo quien miente. Que cansancio. Tengo sueño. Pff. Voy por el humo. Puedo flotar. El humo rojo me detiene. Esta será mi última huída. ¡Esperen!

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“SANATORIO MENTAL”

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El plan era tan sencillo como entrar al edificio y sacar toda la infor-mación que pudiera. Era entrar al edificio y sacar toda la información que pudiera. No más, no menos. Información; entrar, averiguar, llevar. No me dieron más detalles. Algún interés particular, algo que deba atañerme más: Nada. Alguien a quien deba contactar, un paciente en particular: ninguno. Entrar, intrigar, salir. No me dijeron cómo hacerlo. Hazlo. Cómo diablos iba a hacerlo; eso y sólo eso era lo que debía incumbirme. Quise preguntarme para quién iba a hacer ese trabajo, porqué me eligieron a mí. Lo pensé mucho, las intrigas se marearon dentro de mi cabeza. Al final, entre responderme y tal vez afligirme más, y no hacerlo, preferí seguir feliz con mi ignorancia. Había acep-tado, iba a hacerlo y eso era todo lo que me incumbía. Pensé en cómo iba a entrar a la clínica y sin parecer un intruso, sin parecer el intruso que era. Necesitaría una fachada, tal vez ayuda de alguien. Necesitaría también un pretexto, una excusa para lo que iba a escudriñar. Necesitar-ía una coartada por si me descubriesen. Necesitaba tantas, pero tantas cosas, que al final me dije no nene, no vale la pena preocuparse tanto. Decidí hacerlo sin más ni más. No iba a preocuparme más. Sólo iba a hacerlo.

En lo primero que pensé fue mierda, esta cosa va a estar como difícil. Me acomodé la bata blanca que me había conseguido en un bazar; del bolsillo saqué mis gafas de marco descomunal sin nada de aumento. En la entrada estaba el encargado leyendo un periódico. Entré y le dije buenos días señor, que dice el portero de aquí junto que si por favor pu-ede ir a su edificio un momento. El zoquete detuvo la lectura, me miró de arriba abajo, pero al final se subió a su bicicleta llena de sospechas y se marchó. Me dejó solo en su lugar de trabajo. Como oficina habría sido precaria, pero para un vigilante que no ganaría más de un mínimo, estaba más que bien. Tenía poco tiempo para explorar el territorio, para escrutar su oficina. El ausentado no tardaría mucho en re-

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gresar con la ira y el rencor de quien ha sido engañado en su buena fe. Lo primero que hice fue chequear el teléfono y efectivamente tenía una de esas claves que ponen para que trágicos inoportunos no joroben con sus llamadas de emergencia. Ayuda, una ambulancia, un doctor, alguien haga algo por favor. No era la primera vez que me pasaba; lo de los teléfonos con código, digo. En la mayoría de las clínicas esos tiestos son para uso exclusivo entre los diferentes pabellones. Nadie fuera del recepcionista podía usarlos, y sólo sería para llamar a otro encargado. Seguí explorando; del teléfono me ocuparía después. Sobre el escrito-rio, aparte del teléfono y un diario de 25 centavos de hace una semana, no había nada más. En el único cajón de la mesa esa, encontré una pila de papeles, en su mayoría, planillas de registro de visitantes. También había una que otra resolución del director de la clínica con restricciones para el personal. Por lo que alcancé a leer, eran resoluciones de esas que nadie cumple: registrar a todos los visitantes, nunca dejar el lugar de trabajo, entregar un reporte un 31 de diciembre. Nimiedades. A favor del inepto quiebra-reglamentos ese, debo admitir que mi actuación es-tuvo más que notable so pesa mis exageradas gafas de precoz devora-libros, y mi sospechosa bata blanca sin ninguna identificación.

Detrás de su escritorio había una silla por incómoda a la vista. Tenía un cojín que forrado en flores escandalosas, que hace mucho había dejado de ser acolchado. Y los restos del comején desparramados por todo el suelo. A un lado de la silla, como diagonal, se distinguía una suerte de agujero; como una puerta sin puerta. No me quedaba mucho tiempo pero tampoco me iba a quedar con la intriga. Me asomé. No daba a nada, a nada especial. Mejor dicho, lo que había en el fosco y sombrío hueco ese, era el baño-vestier de los guardias. Había una chaqueta y un pantalón pendiendo de la pared; había también un par de botas aba-tidas sobre el suelo. El sanitario, uno sin tapa, estaba justo de frente a la entrada del lugar. No puede evitar pensar en cómo sería cagar sin una puerta que cobije tu pudor y tu vergüenza. Un lavamanos medio oxidado, un espejo cansado de tantos rostros reflejados. Y si a ellos les ocurría lo que a mí todo el tiempo, debía serles muy incómodo tener sus cosas entre el hedor de la mierda cuando no quiere abandonar las mansas aguas de la taza. Yo no dejaría jamás ahí mi ropa, y menos por horas, que es lo que todo se demora en ablandar; ellos no tenían opción. Algo me dijo que mi tiempo había terminado, y apenas y había subido

tres escalones a la clandestinidad del segundo piso, escuché

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la bicicleta frenar y la reja que se abría. Para cuando debió alcanzar el escritorio, yo ya debía estar escondido en el primer consultorio que me encontré.

No tenía mucho tiempo. Debía revolver el interior del pabellón tanto como pudiera. Explorar en cada ala, en cada piso, en cada habitación. Ningún lugar sería exento de mi intromisión. Mi misión en esa clínica era conocer tanto como la lógica y la razón me lo permitiesen. Ningún detalle, ningún cabo podría quedar libre. Sabría de cada doctor, de cada enfermera, del ingenuo de la puerta. Todos serían desnudados por mí en el poco tiempo que tenía, en las horas que me restaban hasta el cambio de turno del personal, siendo optimista; o hasta que descubrieran mi embuste y me sacaran escoltado por una tropa de gendarmes, siendo realista.

Estaba en el cuarto de reposo de los internos. Una especie de sala con grandes ventanales que ofrecían una tentadora vista a los jardines del lugar. Todo tan sublime, sin un segundo de prisa. Tan lleno de paz que me repugnaba. Me repugnaba el hecho de que nadie ahí dentro podía ver lo que yo veía, no cómo yo lo veía. Toda la tranquilidad, el sosiego; la naturaleza confabulada con un jardinero que sin duda sabía lo que hacía. Los jardines afectados más fieles a lo que pudo haber sido el edén, de haber existido el edén, claro. Doctores y enfermeras no podían verlo porque la rutina no se los permitía. Debían haberlo procesado en sus días de novicios, cuando recién llegaron al lugar. Para ellos de-bía haber cosas más significativas que apreciar el reflejo del sol sobre el rocío de las flores, que sentir los olores de las flores viajar todo el camino arriba e incrustársele a uno la nariz. En cambio, ellos sí se in-quietarían cuando un interno no quisiera tomar sus medicinas, cuando un interno se retorciera cual odalisca sin tener ningún historial. Eso, en tanto los doctores y las enfermeras que no apreciarían de nuevo las virtudes de la naturaleza que les rodeaban. En lo que concernía a los pacientes, bueno, ellos sí que menos sonreirían a los guiños en verde y multicolor de los jardines, pues si bien ellos no devinieron en bocadil-los de la rutina, no lo hicieron porque no tenían juicio alguno; las pastil-las que les daban cada hora se lo habían llevado todo. Cápsulas por y para la voluntad de una horda de orates.

Había un televisor de esos que cuelgan casi del techo. Un 45

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televisor que caía del cielo de la sala. En frente un canapé y varios sillones más pequeños. Todos almohadillados, blandos como un pan árabe. Ni una sola esquina, ni un ángulo, nada que pudiera lastimar el torpe físico de los loquitos. Yo no acababa de inspeccionar el lugar, cu-ando al fondo de un corredor, sentí que alguien se aproximaba. Venían como de una sala aún más grande al otro extremo del ala, una sala de paredes altas y poca iluminación. Era una enfermera muy señorial, una señora con un copete enorme y un birrete blanco que llevaba casi en la coronilla; tras suyo, un grupo de internos cual ánimas en pena. 8, 12; no alcanzaba a distinguirlos bien. Todos vistiendo esas batitas azul cielo, pero no de un cielo refulgente; más bien un cielo como tímido. Casi a todos les llegaban a los tobillos; a los que no, les llegaban unos centí-metros más arriba. Venían todos juntos, marchaban en la ligereza del tiempo. Las expresiones que se veían tras la mujer de estampa solemne, no eran de humanos; eran como unos caparazones sin nada adentro. Como hubiera querido una puerta de esas de vidrio que se abren cuando alguien se acerca. Hubiera confirmado que ellos no tenían alma.

Las ánimas levitan. Las que venían a mí no, no señor. Arrastraban sus pies de modo que avanzaban un metro cada cinco o seis pasos, cada cinco o seis arrastres de pie. Sólo se escuchaba la fricción de sus pantu-flas también cielo triste, sobre el tapete que escondía de cabo a rabo los años del lugar. El lugar había conocido mejores épocas. De prisa cabal-leros, decía la mujer. Uno avanzaba, y el de atrás tomaba su lugar; el otro avanzaba, y el de más atrás tomaba su lugar. Todo a una velocidad etérea y uniforme. Avanzaban todos sin conciencia. Sin conciencia de quien iba atrás, sin conciencia de quien iba adelante, sin conciencia de nada. Cuando me di cuenta ya estaban a mi alrededor acomodándose por toda la sala. Todos en silencio. Unos iban al suelo y acosaban con sus ojos al televisor que ni siquiera estaba encendido. Otros parecía que iban a forcejear por un lugar en los muebles, pero antes del primer agravio, uno cedía y se sentaba en el suelo con su cabeza sobre el re-gazo del que había quedado arriba. Caminaban, paraban, se devolvían. Miraban por los ventanales como esperando que alguien o algo les lla-mara, que alguien les dijera ven, aquí es mejor que allá. La dama del copete estrepitoso y la enorme cruz roja estampada en la cabeza me dijo, casi que sin mirarme, llega tarde joven; encárguese de ellos, yo ya regreso. Y se fue. Yo no sabía qué hacer con todos esos entes. Nunca

me había sentido tan solo como me sentía con la compañía

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de esos doce hombres en esa habitación. Pero lo importante, era que mi plan iba a cómo daba lugar. Había entrado al edificio, me había mez-clado con los internos, y lo más importante, nadie sospechaba nada, en gran parte, por mi bata blanca y mis anteojos de marco descomunal sin nada de aumento.

Ya era como después de medio día. Me di cuenta que la hora del alm-uerzo había pasado porque a los pacientes les duplicaron sus dosis de sedantes para que todo el personal se pudiera ausentar a la vez. Habían ido a la cocineta del lugar en la que por cierto, yo ya había estado. La inspección de campo, que llaman. Yo no fui con ellos porque para todo lo que debía hacer, lo último que me interesaba era un sándwich de lechuga y un vaso de yogurt que era todo lo que había en la cocineta esa. La mañana se había ido, pero no la había perdido, pues ya tenía los primeros detalles en la bolsa. En las pocas horas que llevaba en el pabellón, que para mi infortunio eran casi las mismas que me queda-ban hasta el cambio de turno, había logrado el objetivo más inmedi-ato. Había inventariado el personal del edificio. Y si bien no me costó mucho trabajo, su valor no era para nada prescindible.

Pabellón 7, Internos Pseudointelectuales: * Seguridad y recepción: un hombre, 35 a 40 años, precaución precaria, nunca deja su escritorio. * Doctores: Uno, Jefe del Pabellón, siempre en su oficina. * Enfermeras: Dos. Enfermera Jefe y joven novata. La primera se aus-enta cada 2 horas, regresa por no más de cinco minutos, y parte otras 2 horas. La segunda se muestra nerviosa y en consecuencia, es cordial y colaboradora. * Internos: doce, todos eruditos y académicos en decadencia, todos con sus imposturas intelectuales, arrojados a ese agujero por perder la razón –o tenerla demasiado-, sedados con pastillas una vez cada hora.

Para el registro, doy por hecho que ninguno de los mencionados habrá de descubrir mi identidad.

La enfermera joven, la novata, de inicio me dio la impresión de ser una persona ante todo reservada; si se quiere, hasta un poco parca. Vaya equivocado que me encontraba. Esa chiquilla de ojos pequeños e inex-presivos resultó ser la persona más atenta y cortés que habría

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de conocer en todo ese edificio. Con ella fue la única con la única que tuve verdadero contacto en todo el día. Bueno, con ella y los locos. Ni con la enfermera matrona y sus prologadas desapariciones, ni con el recelo el recelo del portero que no me podría ver ni en pintura, ni con el doctor del que nunca vi más que su silueta tras el vidrio lluvioso de su oficina. La chica me dio toda la ayuda que necesitaba sin siquiera darse cuenta. Fueron casi 6 seis horas que hablamos sin parar, seis horas en las que estuvimos sentados uno frente al otro; seis horas en las que yo preguntaba y ella respondía; seis horas hablando del hospital, del pabellón, y de nuestros pacientes. Seis horas de ella y de mí; seis horas sin ninguna interrupción de no haber sido por las apariciones fugaces de la matrona, y uno que otro chiflado carismático que quería convertir nuestro tête-a-tête en una pequeña tertulia. A veces era ella quien los llamaba a confirmar algo de lo que no estaba segura, o a contar algo que ella sabía ellos sabían mejor. Algunas respuestas de los orates me desconcertaban; las otras sólo eran de orates. Tanta elocuencia. Tantos sedantes en su organismo debían haber hecho mella de algún modo en su organismo, pero a juzgar por su oratoria, parecía que nunca se hubieran tomado una píldora. No podían ser más locuaces cuando les cedíamos la palabra. Claro que después, con más calma, me di cuenta que se debía a que la chica estaba tan concentrada en responder a mis preguntas, que no les había dado ni una pastilla en toda la tarde. Quizá lo había olvidado; quizá quería dar más dinámica a nuestra charla con las intervenciones de los orates. En un par de ocasiones me preguntó algo sobre mí, no recuerdo qué. Yo le respondía como acto reflejo casi que sin dejarla terminar la pregunta. Debieron ser pormenores, cosas muy intrascendentes.

Lo que me faltaba era pan comido. No podía estar más seguro de eso. Estaba adentro y tenía la confianza que no se rehusaba a nada. De haber tenido más tiempo hasta hubiera sido más atento con ella; la verdad es que no era ni fea. Me respondía absolutamente todo. Le podría haber preguntado cómo se sintió cuando su padre abusó de ella, si le gustó; me habría respondido con una enorme sonrisa y la mejor voluntad del mundo. Había notado que su carácter sumiso se debía al peso de un oficio no deseado, a la presión de una mujer mayor dándole ordenes todo el tiempo como si fuera su madre. Para estar seguro le pregunté si era su madre; me dijo que no con otra sonrisa condescendiente. Yo

le dije que no debía preocuparse por nada, que conmigo no

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tenía que quedar bien; que yo era más novato que ella y que ni siquiera había estado en una clínica. Todo a tu manera nena, le dije. Sólo sonrió. Y qué haces aquí, me dijo. Soy otro estudiante al que no le gusta lo que estudia. Iba a comenzar con mis inventos fantásticos pero afortunada-mente no hubo necesidad. Soy un estudiante, con eso le bastó. No me preguntó qué estudiaba, porqué estaba precisamente en ese pabellón, nada. Y mejor así porque hasta hubiera arriesgado fachada inventando cualquier majadería de esas que tanto me gustan. Le hubiera dicho que era un aventajado estudiante de Psicoanálisis de la Academia Jüng de Auschblinka, y que el Instituto Suizo para las Ciencias me había enviado a elaborar un reporte sobre Conductas Post-Sobreexposición Mediática en Académicos en otrora ilustres; o que estudiaba Creación Audiovisual o alguna estupidez por el estilo, y que quería meterme en la cabeza un director checoslovaco que se hizo célebre gracias a un ambiente como en el que estábamos. Así pues, me gané su confianza sin más ni más. Yo me resbalaba con interrogantes sobre su humanidad; ella se secaba con una sonrisa y me daba respuestas; unas concisas, otras no tanto. Lo mejor era cuando divagaba. Esos momentos eran los más fructíferos, cuando me contaba cosas que mis preguntas jamás hubieran averiguado. Lapsos en que se alejaba de nuestra realidad, en que ignoraba lo que yo le había preguntado y se regaba a hablar como si llevara años esperando alguien que la escuchara.

Mientras nosotros hablamos los internos no paraban de moverse por todo el salón. Les prendí el televisor pero a los cinco minutos ninguno miraba la caja de colores. Se movían sin parar. Escudriñaban en to-das partes, en cada cenefa, en cada cojín. Se asomaban al cubículo de las medicinas; babeaban el vidrio mientras contemplaban su interior. Cuando no toman sus drogas se ponen inquietos, me dijo la chiquilla. Eso veo, le dije. Se agitaban, se calmaban; sudaban, temblaban. La temperatura nunca dejó de ser la misma. Todo era tan inestable en esa sala. Lo más raro era que entre toda esa confusión, nunca ninguno dijo una palabra. No se hablaban entre sí. Era como si no vivieran juntos y todos fueran muy timoratos para romper el hielo. Me daba cuenta que no eran mudos cuando venían a nosotros y sacaban de la nada una cita filosófica, recitaban un alejandrino sin nada antes ni después, o cosas por el estilo. Había uno que no paraba de caminar en cuatro patas por el cuarto. No hacía ni decía nada. De cuando en cuando gateaba hasta algún compañero y restregaba su cabeza contra piernas de él.

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¿Y él? Le pregunté. Ah, ese es Rafael. Importante por un gato que se inventó en una novela, o una novela que le escribió a un gato, no sé; el hecho es que se cree gato, y bueno, no nos pareció mal una mascota entre tanta gente.

La chica seguía contándome más y más anécdotas. Hablaba sobre los hábitos del recinto, lo que era normal, lo que no. Me contaba de esos pequeños incidentes que habían tenido por drogas mal medicadas, o que aunque bien medicadas, provocaban contraindicaciones en ciertos pacientes. Quiso ser más gráfica y llamó a uno de los pacientes. Fabius, ven aquí por favor. Dile al muchacho qué te ocurrió con la Tretinoina que te dimos. El hombre, un gordito medio bajo, se hincó y me ofreció su cabeza gacha. Ve esto joven -me preguntó-. La Tretinoina me con-virtió al calvinismo… Y justo cuando creí que se iba a parar para volver a lo que sea que estaba haciendo, se alteró y comenzó a declamar un discurso con tanto ímpetu que hasta me sentí regañado. Y es que ust-edes muchachos, ustedes no entienden nada. No quieren entender nada. El viajero y la memoria están condenados a vivir cada vez más lejos el uno del otro. Ustedes muchachos habitantes del séptimo cielo, ustedes no se imaginan lo que viene hacia ustedes. Hay una o dos revoluciones que se avecinan y tienen que ver con el trasplante de la memoria. Según estudios recientes, no estamos muy lejos de implantarles chips de me-morias a personas con Alzheimer. Les darían un pasado artificial. Si eso ocurre, ¿qué pasa con el yo? ¡¿Qué pasa con el yo muchachos?! ¿lo saben? ¡No! No lo saben; ustedes no saben nada. WTF, pensaba yo. El viejo no se detenía …porque muchachos, el yo se irá, todo quedará in-concluso. Nietzsche se encargó de matar a Dios y Foucault se encargó de matar al hombre. ¿Qué queda para ustedes muchachos? Nada. Y cuando nada este en el universo, cuando el todo sea la ausencia de nada, y nada quede, y nada importe, resurgirán de entre las cenizas, los de-spojos de la humanidad. Paradigmas, no habrá paradigmas. Será uno y sólo uno el ser que renazca entre la nada. Será sólo uno el que beba del vino nuevo. Será uno hecho de despojos. Será el cadáver exquisito el que beberá del vino nuevo. Y ustedes muchacho, ustedes no estarán ahí para contarlo. Se detuvo como para tomar aire. Aquí viene, dije. Tomó una bocanada de aire inmensa y antes de retomar su perorata, volvió a agacharse ante nosotros y sentenció: y así joven, así es como me volví calvinista. Miré a la chica y ella me sonrió. Ese es Fabius; escribió un

libro sobre la memoria y nunca pudo superarlo, me dijeron

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que hizo otras cosas interesantes, pero nunca superó lo de la memoria; pudieron más sus vanguardias y sus cadáveres exquisitos.

Como ya lo dije, hablamos unas cinco o seis horas. Seis horas hasta que un timbre ensordecedor retumbó en todo el edificio y nos interrumpió. Era el fin de la jornada, el cambio de turno. El doctor jefe del pabel-lón salió con su portafolio y su sombrero con la prisa del malhechor que acaba de hacer su trabajo. Me causó gracia verlo tan apurado pues confirmaba la imagen que yo tenía él: que para ese hombre era una verdadera tortura el hecho de estar encerrado todo el día en una oficina, que no había manera que abstrajera su mente de la realidad, pero que el pobre hombre no tenía más opción que ansiar con sus riñones a que la señal señala fuera dada, a que el timbre resonara, y así marcar su tarjeta de salida y alejarse del lugar antes que le alcanzáramos a decir adiós jefe. La enfermera mayor que había aparecido unas dos veces en toda la tarde, apenas y nos determinó para decirnos mañana puntuales, p-u-n-t-u-a-l-e-s. Los internos, para esa hora ya habían sido sedados para toda la noche; habían recibido su vale por un sueño feliz. Sólo quedábamos la chica y yo. Yo ya tenía toda la información que necesitaba. Los se-dantes que debían ser obviados lo habían sido. Había conocido a algu-nos de los internos, hasta les había hablado. Ya habían hablado lo que tenían que hablar. Ya tenía algo que escribir en mi reporte. Me despedí de la chica. Ella dijo algo como espérame voy por mi bolso. Yo le dije de acuerdo y mientras iba por su bolso, me fui. Cuando salí el ingenuo desconfiado al que mentí horas atrás ya no estaba; el cambio de turno. Era otro vigía el que me miraba con recelo mientras yo le decía hasta mañana señor, que tenga una buena noche. Hasta mañana Sísifo. Esa noche llegué a casa, escribí el reporte. A la mañana siguiente lo envié. Nunca supe si quedaron satisfechos, si les gustó mi trabajo o no. Nunca me volvieron a contactar. Si me quedó bien, no sé, no me importa. Da igual, pruebo otra vez; fracaso otra vez, fracaso mejor.

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