Populismo, Rinesi

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I Si éste no es el pueblo Hegemonía, populismo y democracia en Argentina Eduardo Rinesi Gabriel Vommaro Matías Muraca (compiladores) i BIBHUMA Biblioteca de Humanidades "Prof. Guillermo Oblols" httpt/.'www. bib huma, fahc e. unlp.« du. ir bibhumi@fthc:e, unlp.edu. ar Tel / :: ax: 54-0221-423 5745 Calle 48 entre 6 y 7 - 1er. subsuelo PRES 1 i j| 11 i !

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I Si éste no es el pueblo Hegemonía, populismo y democracia

en Argentina

Eduardo Rinesi Gabriel Vommaro

Matías Muraca (compiladores)

i BIBHUMA Biblioteca de Humanidades "Prof. Guillermo Oblols"

httpt/.'www. bib huma, fahc e. unlp.« du. i r bibhumi@fthc:e, unlp.edu. ar Te l / : : ax : 54-0221-423 5745 Calle 48 entre 6 y 7 - 1er. subsuelo

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Populismo y república Algunos apuntes sobre un debate actual

Eduardo Rinesi (UNGS) y Matías Muraca (UNGS-UNMdP)

"La justicia, es decir, la igualdad..." Marilena Chaui

Durante los últimos años se ha vuelto muy frecuente, en las discusiones políticas argentinas y latinoamericanas, la contraposición entre dos formas de concebirse y practicarse la política, entre dos tradiciones políticas y teórico-políticas, que se presentan, en los modos en que el problema suele ser plan­teado, como inexorablemente enfrentadas: la populista y la republicana. De manera muy ostensible, los estilos políticos desplegados por algunos gobiernos <lc la región (el de Hugo Chávez en Venezuela, el de Evo Morales en Bolivia, i l de Néstor Kirchner —y luego el de Cristina Fernández— en Argentina) han Mtimulado en sectores políticos y teórico-políticos muy diversos el desarrollo de un tipo de pensamiento que viene oponiendo a los principios (identificados i niño "populistas") que animan esas experiencias los preceptos que esos mis­inos sectores tienden a identificar con la defensa de la idea de "república". El propósito de estas páginas es —primero— examinar la pertinencia misma de esta • niu i-aposición y—segundo, y complementariamente— sugerir la posibilidad de pensar de un modo muy distinto la propia relación que es posible establecer i tu iv los principios y valores del populismo y del republicanismo.

Quizás deberíamos comenzar entonces señalando, no sólo (porque esto es in.i', o menos evidente) que estas dos palabras están lejos de tener significaciones unívocas, y (fue es en buena medida por esto por lo que no es sencillo plantear la

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discusión acerca de la relación que es posible establecer entre lo que ellas nombran, sino que estas dos palabras se acercan al campo donde esa discusión se hace posible cargando sobre sus espaldas reputaciones muy distintas. En efecto, si las ideas de república y de republicanismo son ideas que, casi independientemente de las muchas cosas muy distintas a las que pueden aludir, están decididamente bien connotadas y son precedidas, adonde quiera que vayan, por la "buena fama" que desde hace muchos siglos las corteja, la palabta "populismo" es, decididamente, una palabra con "mala fama", una palabra maldita del lenguaje político moderno, que nombra (también: independientemente de los muchos perfiles que ha asumido, de las muchas identidades políticas concretas en las que se ha hecho cuerpo a lo largo de la historia) una cierta anomalía, una cierta patología, una cierta deformidad. En el mejor de los casos, una rareza; en el peor, una perversión.

En efecto, la palabra populismo es una "mala palabra" para las tradiciones políticas y teórico-políticas que conocemos, y de manera particular para dos cuya influencia en nuestros debates intelectuales y prácticos es especialmente significativa: la liberal y la marxista. En la tradición liberal, "populismo" es el nombre de un problema serio, porque la tradición liberal está asociada a la idea de que el sujeto último de la política es el individuo, y el populismo remite en cambio a la idea de un sujeto colectivo (de contornos, por lo demás, inquie­tantemente confusos): el pueblo, en nombre del cual los liberales encuentran siempre motivos para temer que sean invadidos o amenazados los derechos y garantías de esos individuos. En la tradición marxista, es el nombre de una típica confusión ideológica, porque la tradición marxista está asociada a la idea de que los sujetos últimos de la historia son las clases, y la idea de "pueblo" (cuya relación con esas clases es siempre, por decir lo menos, equívoca) resulta para ella, por lo tanto, una idea distorsionante, oscura, o incluso encubridora. En una y otra tradición (y por cierto que no solamente en ellas), la palabra "popu­lismo" sirve por lo tanto para designar una forma "mala", "falsa", "inadecuada" (y en principio marginal) de la política o del pensamiento sobre la política: un problema, un exceso, un desarreglo.

Esto viene siendo así desde hace tiempo, y por eso es que también desde hace tiempo constituyen instigantes invitaciones a un pensamiento alternativo sobre la cuestión (sobre la cuestión particular del populismo y, por esa vía, sobre la cuestión más general de la política: de su naturaleza, de su condición, de sus rasgos distintivos) los trabajos de los pensadores que, como Ernesto Laclau (pensamos aquí en su ya clásico trabajo de 1978, del que se habla en otros artículos de este mismo libro), vienen tratando de rescatar al concepto

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de "populismo" de su marginalidad y de otorgarle una dignidad teórica un poco más estimable. En esa misma línea, pero además en el sugestivo contexto signado por las experiencias políticas latinoamericanas que mencionábamos al comienzo (y por el tipo de críticas que suelen dirigírseles), Laclau ha avan­zado algunos pasos más en su muy reciente libro La razón populista, donde el concepto de "populismo" es colocado muy decididamente en el centro de la reflexión -de cualquier reflexión— sobre la política. Es que, en la gran tradición del posestructuralismo contemporáneo, Laclau no piensa la política como el ámbito de la administración de una comunidad preconstituida por individuos (como lo hacen los liberales) o por clases (como lo hacen los marxistas) o por lo que fuera, sino como la operación misma de esa (por cierto: siempre precaria) constitución, y por lo tanto no piensa la apelación al "pueblo" como un modo distorsionante, errado o enfermizo de nombrar la verdadera estofa de esa comunidad, sino como uno de los modos posibles de instaurarla (cf. Laclau 2005). Lo que podría decirse de otro modo diciendo que el "exceso" al que con toda justicia se asocia la tradición populista no es, para Laclau, un "problema" que deberíamos reprochar a una teoría inadecuada sobre lo social, sino la forma misma de toda sociedad, y que el populismo -cuyo rechazo ha formado parte de una operación teórica de invención de una normalidad "as­cética" perfectamente imaginaria— es en realidad, bien vistas las cosas, la forma última de la política.

Esta sugerente "reivindicación" teórica del populismo, que por otra parte no es unánimemente aceptada ni siquiera entre quienes podrían simpatizar, y sin duda simpatizan, con los gobiernos que en la región suelen recibir hoy este calificativo1, abre una serie de ricos caminos teóricos para recorrer con más cuidado, así como no pocos problemas igualmente dignos de atención. Para no mencionar aquí más que uno solo, correspondería preguntar en este punto lo siguiente: si en efecto estamos dispuestos a aceptar que el populismo constituye algo así como la forma final o la verdad última de la política, o -dicho de otro modo- que no hay política que no sea en cierto sentido populista, ¿para qué conservar la propia palabra "populismo"? Si toda política es populista, ¿por qué

1 Al respecto vale la pena remitir a los interesantes textos de Carlos Vilas considerados en otros trabajos de este mismo volumen. Vilas no considera al populismo ninguna forma anormal, patológica o desviada de la política, desde ya, pero sí reclama, contra la posición de Laclau -que tiende a hacer de él, en cambio, algo así como una forma política universal- circunscribir el uso de esa categoría para designar con ella un fenómeno asociado a ciertas específicas circunstancias históricas y a ciertas también circunscriptas determinaciones —por así decir— estructurales, que W han dado a ese concepto, en la historia de las ideas políticas occidentales y latinoamericanas, M I especificidad y su sentido.

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no dejar de lado de una vez esca palabra y hablar simplemente de "política", a secas? ¿O será posible, y eventualmente conveniente, distinguir un "sentido amplio" y un "sentido propio" de la palabra "populismo" y decir que toda política es populista "en sentido amplio" (es decir: que toda política supone algo que es del orden del exceso, de la construcción de un sujeto que no viene dado ni es idéntico a sí mismo), pero que algunas formas de la política son populistas "en sentido estricto" y otras nói ¿Y dónde radicaría, si pudiéramos sostener una idea como ésa, ese carácter "populista" de algunas expresiones políticas (tipos de discursos, estilos de conducción o de gobierno), que permitiría todavía dis­tinguirlas de otras "no populistas" y que justificaría que mantuviéramos aún en uso esa palabra? Como quiera que (suponiendo que se la juzgue pertinente) se responda esta pregunta, nos parece que el interés de la reivindicación que hace Laclau del populismo radica en otro lado: en el hecho de que, habiéndoselo vinculado tradicionalmente —como decíamos— con la idea de una falla, una imperfección o una patología, su "promoción" al rango de condición misma de la política obliga a replantear las ideas más convencionales sobre esta última, poniéndola a ella, por esta vía, en el campo de la falla, la imperfección, la in­adecuación, el exceso. En otras palabras: que la reivindicación laclauiana de la idea de "populismo" y su transformación en cuasi-sinónimo de "política" no es tan interesante por lo que nos enseña sobre el populismo como por lo que nos enseña sobre la política.

Para tratar de avanzar rápido, digamos que hoy son muchos los trabajos que, en el campo de nuestras ciencias sociales, han elegido explorar algunas de las líneas que se abren a partir de estas sugerencias. Las mismas, sin embargo, parecen haber impactado poco o nada en el mundo de la política argentina y latinoamericana actual, donde la palabra "populismo" sigue teniendo aproxi­madamente las mismas connotaciones negativas y descalificatorias con las que se la carga desde hace tiempo. Al punto que quienes en el campo de la política nacional o regional juegan más o menos evidentemente el papel de "populistas" (característicamente, ya lo dijimos, los miembros de varios de los gobiernos de la región) tienden a negar cada vez que pueden que la categoría maldita de "populismo" describa adecuadamente la identidad que cotresponde dar a sus gobiernos, y quienes ocupan el lugar de la oposición a esos equipos guberna­mentales no se cansan en cambio de disparar en contra suya ese reconocible latiguillo, y de contraponer al pecado que el mismo nombraría un conjunto de virtudes presuntamente "republicanas", entre las que suelen destacarse las asociadas con la división de poderes, la no personalización de las decisiones y el pluralismo ideológico, valores por los que los gobiernos "populistas", altiva-

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mente convencidos de encarnar la unánime voluntad del "pueblo", y siempre dispuestos a dar fieras peleas en su nombre, no manifestarían -según se argu­menta insistentemente— la debida devoción.

De las diversas cuestiones que en este punto se abren hay dos que parece especialmente interesante considerar. Una se refiere a la caracterización misma de lo que se entiende por "república" y por "republicanismo", tradición ésta que en el discurso de quienes hoy tienden a reivindicarla entre nosotros queda asociada a los ya indicados valores de la división de poderes y el respeto a las libertades de los ciudadanos de una manera que, como trataremos de mostrar, corre el serio riesgo de resultar por lo menos muy parcial. La otra se vincula con la importancia del diagnóstico "republicano" acerca de la tendencia confronta-tiva o pendenciera de los gobiernos populistas en general (y de los populismos latinoamericanos y argentino en particular), siempre empeñados en establecer divisiones en el cuerpo social, siempre obstinados en buscar rivales por doquier, siempre obsesionados por la lucha sin cuartel contra sujetos con los que no se preocuparían lo suficiente por establecer condiciones de diálogo amable y civilizado y a los que, en su intransigencia o en su ciega belicosidad, prefieren tratar como enemigos irreductibles antes que como miembros de una misma comunidad nacional. Quizás valga la pena que empecemos por acá.

Porque, como quiera que se la juzgue, lo cierto es que esta propensión conflictivista y combativa existe (muy visiblemente, por lo demás) en los go­biernos populistas actuales en nuestra región, y seguramente en todo gobierno populista, y que la misma no parece poder explicarse —como tienden a hacerlo las versiones más pobremente "personalizantes" o "psicologicistas" de la crítica a las orientaciones de estas políticas gubernamentales- por el "carácter" (peleador o rencoroso o inflexible o agresivo...) de un individuo o de un grupo de indi­viduos, sino que se asocia, en efecto, con el corazón mismo de la concepción populista que estos gobiernos que consideramos, como con toda razón obser­van sus críticos (y aunque ellos mismos lo nieguen, repetimos, cada vez que pueden), expresan cabalmente. Y que tiene siempre, necesariamente, un núcleo conflictivista o agonal, en la medida en que está siempre asociada a la idea de una confrontación entre los intereses del "pueblo" y los de los sectores que lo amenazan o lo niegan: el anti-pueblo, los ricos, la oligarquía. Por supuesto, es evidente la imprecisión de todos estos términos, y ostensible la dificultad que encontramos para traducirlos, digamos, "sociológicamente". Pero es que éste es exactamente el punto: el punto es que no estamos ante clasificaciones sociológicas, sino ante categorías políticas, que precisamente por eso definen identidades que se configuran en la oposición y a través de la oposición con otras.

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Así, en resumen, es cierro que hay un "confliccivismo" en la tradición po­pulista, conflictivismo que le es con mucha frecuencia criticado por quienes querrían un pensamiento político, o un modo de acercarse a los fenómenos de la política, menos "desintegrador" y más armónico, sistémico o consen-sual. Apenas hay que decir, por lo demás, que esta crítica al "conflictivismo" populista es la perfecta contractara de la otra crítica que esa misma tradición suele recibir, a saber, la de ser demasiado poco combativa y demasiado amiga de los compromisos y los acuerdos y los consensos entre las clases y grupos antagónicos. Sobre esto, sobre estas dos críticas simétricamente opuestas al populismo, nos gustaría apuntar, muy rápidamente, tres cosas. Una: que si las críticas al "conflictivismo" populista suelen correr por cuenta de quienes sostienen posiciones "liberales" o "conservadoras", "funcionalistas" u "orga-nicistas", sobre el orden social (suelen ser, para decirlo de modo muy torpe, críticas "por derecha"), las críticas al "consensualismo" populista suelen estar a cargo de quienes defienden posiciones asociadas a las ideas de la división de la sociedad en clases irreconciliables y de la inevitable lucha entre esas clases (suelen ser, en otras palabras, críticas "por izquierda"). Dos: que la existencia misma de estas dos críticas, antagónicas y complementarias, revela algo muy interesante acerca del populismo, a saber, su propio carácter dual en punto a la cuestión del conflicto y del consenso. El populismo es, en efecto, conflictivista y también consensualista, y en esta ambivalencia se encuentran sus problemas, su riqueza y su interés. Y tres: que la existencia de estas dos dimensiones o de estos dos componentes del modo populista de pensarse la política se asocia al hecho de que la propia palabra "pueblo" (de la que se deriva "populismo") tiene también una doble valencia, una doble significación. Así, el componente "conflictivista" que tiene el populismo (y que suele serle reprochado por sus críticos "por derecha") se asocia al hecho de que la palabra "pueblo" define a un sujeto colectivo particular, a la identidad de los pobres, y su componente "consensualista", organicistay armonizador (que suele serle reprochado por sus críticos "de izquierda") se asocia al hecho de que la misma palabra "pueblo" define también a un sujeto colectivo universal, a la identidad del conjunto de los miembros del cuerpo social.

Pero lo que querríamos subrayar para terminar de redondear lo que venimos diciendo hasta acá es que, así como esa tensión entre los dos significados de la palabra "pueblo", esa tensión, digamos, entre el pueblo como parte (como una parte que se opone a otra: el anti-pueblo -decíamos-, la "oligarquía", los ricos o los explotadotes) y el pueblo como todo (como un todo que abarca tanto a los ricos como a los pobres, tanto a los explotadores como a los explotados), ese

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"exceso", en fin -para retomar la terminología y la lógica del razonamiento de Laclau-, del significado de la palabra "pueblo" respecto de sí mismo, no es, evi­dentemente, un "problema" de la palabra "pueblo", así también la tensión entre las dos dimensiones que conviven dentro de la tradición populista (la conflictivista o "belicosa" y la consensualista o "armonizadora") no es tampoco un "problema" que la tradición populista tenga que resolver, o la razón por la que el populismo deba ser rechazado como una forma mala, patológica o viciada de la política, sino exactamente lo que hace delpopidismo un modo ejemplar de constitución de lo político como tal. En efecto, hay política exactamente porque hay esa tensión (esa tensión y esa pretensión: la [pre] tensión de una parte que quiere ser el todo y la simultánea afirmación de un todo -que además se llama igual que esa parte pretenciosa- que le niega a esa parte, y a cualquier parte, el derecho a semejante pretensión), y no es sino pura ideología anti-política la que, queriendo creer en la posibilidad de un discurso político no confrontativo, lamenta que este o aquel político sea —qué cosa fea, caramba— "tan peleador".

Ahora bien, ¿decían otra cosa los autores clásicos de la tradición que solemos llamar "republicana"? ¿No hay acaso para estos autores, siempre, un núcleo de conflicto irreductible en la base de toda sociedad, una división originaria de lo social, como dice por ahí el viejo Claude Lefort, un eje que inexorablemente parte en dos el cuerpo de la comunidad, que impide la reconciliación de esa comunidad consigo misma y proscribe incluso la propia idea de una totalidad posible, o sólo la admite como la idea de un perpetuo movimiento de totaliza­ción, siempre incompleto, siempre fallado'1'. En efecto, los autores en los que ahora estamos pensando (a la cabeza de los cuales situamos, para no remontarnos más allá de los albores de la modernidad filosófica y política, al Maquiavelo de los Discursos sobre la primera década de Tito Livid) habían observado con razón que toda sociedad estaba atravesada por la lucha entre lo que Maquiavelo llamaba "dos espíritus contrapuestos: el de los grandes y el del pueblo" (1987: 39). Pero no se habían limitado a observar esto, sino que habían advertido con no menos razón que esa oposición y esa lucha eran buenas, y no malas, para la conquista y la expansión de la libertad. Como Quentin Skinner ha destacado en más de una ocasión, es aquí donde radica una de las novedades más importantes y al mismo tiempo más escandalosas del pensamiento maquiaveliano: no en la mera constatación de la existencia de contraposiciones y conflictos, sino en el señalamiento de que la libertad es hija de estos antagonismos más que de su aplacamiento o de su moderación (Skinner 1978 y 1984).

En efecto, todas las leyes que se hacen en pro de la libertad nacen de la desunión, escribía Maquiavelo, y quienes, pensando en la antigua Roma, condenan esa

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desunión, y los frecuentes tumultos en los que la misma se exptesaba, atacan en realidad "la causa principal de la libertad" en esa república (Maquiavelo: 39). Contra la tradición humanista anterior, Maquiavelo insiste en que los conflictos y las luchas deben ser celebrados y no lamenrados ni reprimidos, porque es por medio de ellos, a través de ellos, que pueden mejorar las leyes y las instituciones que protegen, garantizan y permiten ampliar la libertad. Querríamos entonces subrayar las dos partes de este argumento: por un lado, el aliento a la expresión de las contradicciones sociales, a los conflictos y a las luchas, y a la manifestación, en esas luchas, de los deseos e intereses particula­res que buscan imponerse; por el otro, el hecho de que lo que a través de esos conflictos y esas luchas se mejora son las leyes y las instituciones de la república, leyes e instituciones que tienen una importancia decisiva en el argumento de Maquiavelo, y que definen el lugar de lo universal, la instancia que nos permite indicar que hay algo, más allá de los intereses particulares en pugna —y mejo­rando permanentemente justo gracias a esa misma pugna—, que es una cosa de todos, una cosa pública, una res publica.

Así, hay república porque hay, gracias a las instituciones y a las leyes, un campo, un terreno, un horizonte común, un espacio que, por así decir, es de todos, es universal, pero al mismo tiempo sólo hay república (sólo podemos evitar que la república se corrompa y se pierda, o se convierta en otra cosa) cuando ese campo común es un campo... de batalla: un campo donde se encuentran (en el doble sentido de que se reúnen y de que se enfrentan) los deseos, intereses y valores contrapuestos de los distintos sectores sociales, de las distintasparticidaridades que, de modo insanablemente conflictivo, conforman el cuerpo social. De manera que la tradición republicana está asociada a una forma de la tensión entre lo particular y lo universal (y entre la dimensión de conflicto entre las distintas particularidades y la dimensión de consenso que exige cualquier forma délo un ¡versal) muy parecida, y —a poco que se reflexione sobre ello— perfectamente homologa, a la que habíamos encontrado ya habitando el corazón de la tradición populista.

Por cierto, sería interesante considerar el modo en que esta tensión fue pensada y procesada en el marco de los distintos sistemas teóricos modernos que hunden sus raíces en el republicanismo maquiaveliano: por un lado, en lo que John Pocock ha llamado la "tradición republicana atlántica", que, inspira­da en el pensamiento político florentino del renacimiento, va enhebrando las obras de James Harrington primero y de los autores de El federalista después; por el otro, en la tradición republicana continental que, también partiendo de la obra del mayor exponente del Renacimiento político italiano, se prolonga

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en los trabajos de Baruch Spinoza y de Carlos Marx, y que ha sido objeto de distintas recuperaciones por parte de autores tales como Antonio Negri y Louis Althusser.2 Pero una exploración semejante excede por completo las posibilida­des y las pretensiones de este breve texto. Digamos apenas, entonces, que será sólo cuando la idea de república pierda su conexión con la idea de conflicto (y su compromiso con la idea del pueblo comoplebs, como la parte de los pobres) para adoptar una entonación mucho más calma (y un compromiso exclusivo con la idea del pueblo comopopulus, como conjunto de los ciudadanos) que se volverá posible y verosímil la crítica al "confrontacionismo" populista a partir de la reivindicación del ideario republicano.

Pero no nos adelantemos: volvamos un momento a Maquiavelo. El autor de los Discursos, dijimos, admiraba la constitución romana, la distribución del poder entre los distintos grupos y clases sociales que ésta establecía y la estabilidad que esa división de poderes garantizaba. Esta preocupación por la estabilidades decisiva: lector de Polibio, Maquiavelo se preguntaba qué tipo de constitución era capaz de permitir a un pueblo evirar la fatal circularidad entre las distintas formas de gobierno (la corrupción de la monarquía en tiranía, de la aristocra­cia en oligarquía y de la democracia en desenfreno), y celebraba los gobiernos "mixtos", en los que "cada poder controla a los otros, y en una misma ciudad se mezclan el principado, la aristocracia y el gobierno popular", como los más adecuados para una república perfecta. Enseguida ofrecía dos ejemplos de este tipo de república: Esparta, a la que la virtud de un legislador, Licurgo, había dado de una vez una constitución que distribuía doctamente el poder entre el uno (el rey), los pocos (los nobles) y los muchos (el pueblo), y Roma, donde no fue la virtud de un solo hombre, sino la desunión del cuerpo social y la lucha entre sus miembros, lo que forjó el vigor y la estabilidad de la república. En Roma, en efecto, tras la abolición de la monarquía el principio monárquico fue preservado, por los mismos que habían depuesto a los viejos reyes, a través de la creación de la figura de dos cónsules, que al principio se dividían el poder con un senado aristocrático. Excuido del gobierno, el pueblo se levantó entonces contra la nobleza, que, "para no perderlo todo, se vio obligada a conceder su parte al pueblo": así surgió la institución de los tribunos de la plebe, "después de lo cual fue mucho más estable aquel estado" (Maquiavelo: 35-7).

En todos estos pensamientos, la idea de república, la noción de la existencia de una cosa pública, no sólo no se contrapone a la idea de conflicto, sino que la supone y que se sostiene sobre ella. La res publica, la cosa pública, es una "cosa" conflictiva. Conflictivay común, entonces, y ambas cosas til mismo tiempo: esa tensión, que le da vida y la enriquece, no es pues una molestia que padezca, sino la materia misma que hi constituye. Ver Pocock (1975), Negri (1994) y Althusser (1997). Sobre el "maquiavelismo" del "último" Althusser, ver también el notable trabajo de De lpola (2007).

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Así, fueron las luchas, "los tumultos que hubo en Roma desde la muerte de Tarquino hasta la creación de los ttibunos" (38s), los enfrentamientos entre los nobles y los reyes, y más tarde entre los plebeyos y los nobles, los que dieron a la ciudad su estructura virtuosa y su estabilidad. Buen republicano, Maquiavelo celebra la idea de división de poderes, de control recíproco entre los mismos, de lo que la tradición anglosajona llamaría después los checks and balances entre los poderes del Estado, pero, a diferencia de muchos republicanos anteriores, Maquiavelo escandaliza al mundo sugiriendo que las buenas leyes, que la justa constitución de una república virtuosa y que la misma estabilidad que resulta de ella no surgen de la paz sino de la guerra, no son hijas del aplacamiento de los conflictos sino de su exacetbación, y que una constitución será tanto mejor, en consecuencia, cuanto más estimule t\o de los conflictos que pueden seguir mejotándola y perfeccionándola. La teoría de Maquiavelo sobre la vir­tud de las instituciones republicanas, en síntesis, es inseparable de una teoría sobre la virtud —y no sobre los inconvenientes— del conflicto, de un canto a la apertura —y no al cierre— de la historia y de una celebración de la lucha —y no de la armonía— entre las clases.

Ahora bien: estas idea acerca de la separación, el conflicto y las luchas, que nunca tuvieron, a decir verdad, muy buena prensa (tampoco, desde ya, en los días de Maquiavelo, tan ampliamente condenado por sus contemporáneos como lo sería después por su posteridad), se convertirían en el blanco mismo de todas las críticas y en el objeto de todos los repudios cuando las guerras civiles, sociales y religiosas de las últimas décadas del siglo XVI y la primera mitad del XVII hicietan de la paz social el problema fundamental, la cuestión decisiva, el objetivo primordial del pensamiento político europeo. Estamos pensando ahora, como es obvio, en la obra gigantesca de Thomas Hobbes, quien había aprendido deTucídides, antes incluso de experimentarlo en su propio país, que nada podía ser peor para un pueblo que la guerra civil, y que desarrolló una teoría colosal al servicio de la idea de que era necesario oponer a la anarquía y al desorden la fuerza de un poder monolítico, compacto e indiscutido capaz de garantizar el orden y la paz.

Claro que el costo de esta paz hobbesiana era -como ha sido, también, de sobra comentado— considerable: la garantía del sosiego y el orden en los que Hobbes pensaba era la autoridad absoluta de un soberano no necesariamente obsequioso, y el autor del Leviatán no vacilaba si tenía que decidir (como de hecho tenía que hacerlo a cada paso de su argumentación) entre esa autoridad y los derechos y las libertades de los subditos, que su teoría se ocupaba de abolir desde el comienzo y de modo radical, con la misma fuerza con la que rechazaba

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también desde el principio cualquier hipótesis de división de unos poderes q quería vastos, incondicionados y macizos. En cierto sentido, podría afirmai que una parte importante de la historia del pensamiento político norocciden posterior a Hobbes es la historia de los distintos intentos por corregir o moriget las consecuencias más indeseables de esta idea acerca de la paz, por asociar, p agregar a este piso mismo de la convivencia entre los hombres que es la p por la que Hobbes tan ansiosamente bregaba grados crecientes de autonon y libertad para los individuos y para los grupos.

De ahí que muchos autores hayan vuelto entonces sobre algunas de I viejas ideas de la tradición republicana, y que hayan vuelto a poner sobre tapete el postulado de la división de poderes, los controles recíprocos entre I mismos, los checks and balances entre quienes los detentan, etc. Desde el curio y original pensamiento de John Locke (un republicanismo proto-liberal con i decisivo componente cristiano y una entonación entre anarquizante y revol cionaria) hasta el constitucionalismo —por lo demás, nada homogéneo— de 1 autores de El federalista, pasando por el anti-despotismo, de raíces romanas maquiavelianas, de Montesquieu, una cantidad de autores retoman, en efect contra los aspectos más perturbadores del pensamiento de Hobbes, un conjui to de elementos de la tradición republicana que Hobbes había rechazado a fervor. Del mismo modo, desde Benjamín Constant y Madamme de Staél t adelante, una no menos célebre galería de autores liberales se empeñará en i movimiento semejante contraías tendencias centralizadoras del estado franc pos-revolucionario, en el que no es difícil observar, como por cierto se lo 1 hecho reiteradamente (Jaume 1990; Ribeiro 1998) la primera encarnacu histórica concreta del tipo de estado que había tematizado Hobbes.

Pero como estos autores —sobre todo a medida que el ciclo de las granel revoluciones se va afirmando y dejando su lugar al tiempo de la consolidack; de los órdenes liberal-burgueses modernos que las seguirían- tienden a recuper. estos elementos de la vieja tradición republicana en el marco de una preou pación general por la estabilidad no menos pronunciada que la que carácter zaba al autor del Leviatán, y que los aleja no menos que a aquél de cualqu¡< elogio del conflicto o de los "tumultos", el rescate de esos viejos tópicos tiende realizarse de un modo que los desconecta definitivamente de cualquier teoría i¡ conflicto social y de la lucha de clases. En efecto: es posible afirmar que la ¡di de la división de poderes esgrimida, después de Hobbes y del estado jacobiiu contra Hobbes y contra el estado jacobino, ha perdido la estrecha relación qi. tenía en Maquiavelo con una teoría del conflicto social y de la lucha de clases, que, en la medida en que lo ha hecho, ha cambiado fuertemente su naturaleza

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Queda ahora la división de poderes, quedan las instituciones, queda el control recíproco y los checks and balances, pero "quedan", por así decir, como las pie­zas de un puro juego institucional, como un conjunto de "buenas maneras" republicanas, como la pura corteza de un árbol que ha perdido la energía vital que recogía del suelo fértil de las luchas sociales. Es a través de este movimiento que el republicanismo se convierte -lejos ya de las potencialidades teóricas y políticas que exhibía en sus formulaciones anteriores: la de Maquiavelo y la de algunos de sus lectores más consecuentes y más sagaces- en lo que hoy solemos mentar cuando se lo invoca.

Cuando se lo invoca, por ejemplo, en la América Latina de comienzos de este siglo XXI, en la que, como indicábamos al comienzo, sé ha vuelto una especie de deporte continental alegar los valores del republicanismo para criticar rodos los reales o presuntos vicios que, con razón o sin ella, se le suelen imputar a los equipos gubernamentales calificados como "populistas". "Republicanis­mo" versus "populismo": ésa parece ser hoy, en efecto -y como ya dijimos-, la cuestión. Lo que aquí hemos tratado de señalar, resumiendo mucho el ar­gumento que venimos desplegando, son dos cosas. La primera es que, en esta oposición, la palabra "populismo" sigue designando, de acuerdo a la tradición más convencional, y a contramano de algunas sugestivas producciones teóricas recientes, una cierta "anomalía", una forma presuntamente "inadecuada" de la política, que estaría caracterizada por uno de dos (o por los dos) pecados com­plementarios: la tendencia ("conflictivista") a pensar el cuerpo social fracturado y dividido en dos grandes grupos -el "pueblo" y sus enemigos- y la tendencia ("consensualista"3) a tratar de maniobrar con los límites siempre difusos y fluidos entre ellos. Contra esta pretensión, hemos tratado de sugerir, más arriba, que estas dos tendencias, lejos de constituir ninguna anomalía ni ningún pecado, definen la naturaleza misma de la política: que no hay política si no hay el su­puesto de una división del cuerpo social y el consiguiente intento por definir las identidades y las posiciones de los grupos contrapuestos. La crítica a lo que se insiste en presentar como una forma patológica de la política suele esconder una condena "anti-política" de la política misma.

Lo segundo que hemos venido señalando es que, en la contraposición re­publicanismo/populismo que estamos analizando, la palabra "republicanismo" tiende a identificar un tipo de pensamiento que configura hoy, precisamente,

3 L a tradición marxista tenía una palabra para referirse a la posibilidad de generar consensos en medio del conflicto: hegemonía. La deriva que ha llevado últimamente, en el lenguaje periodístico y político argentino, al desplazamiento desde esa categoría hacia la mucho más empobrecedora de "hegemonismo" (generalmente asociada con la condena de un "régimen" personalista, autoritario y anti-liberal) es indicativa de un fuerte y lamentable empobrecimiento teórico.

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Populismo y repúblic;

una de las formas de esa condena anti-política de la política, en la medida en que configura -lejos ya de cualquier reflexión sobre la historia como lucha y el presente como un siempre frágil equilibrio entre fuerzas enfrentadas- una forma de negación de lo que Claude Lefort (a quien ya hemos mencionado más arriba) caracterizó una vez como los dos principios constitutivos de la política, a saber, el conflicto y el poder (Lefort 1981). Incapaces de pensar su necesidad e incluso su productividad, los sedicentes republicanos latinoameri­canos y argentinos de estos días (seamos menos enfáticos: los republicanos que sólo lo son en un sentido parcial-y que a nosotros nos parece poco interesante- de la palabra) optan en cambio por sacar a uno y otro (al conflicto y ai poder) fuera de la cancha: a desconocerlos como datos del mundo y a convertirlos en el resultado del "carácter", las taras o los caprichos de una persona o de un puñado de personas. Así, en lugar de pensar el lugar del conflicto en la polí­tica, prefieren condenar la presunta manía por estimularlo que exhibirían los integrantes de los gobiernos "populistas". Así, en lugar de pensar el problema dé.poder, prefieren denunciar la presunta "inclinación hegemónica" (Botana: 18), cuando no incluso el "autoritarismo" de los gobiernos. Lo que no parecen advertir es el modo en que, pensando de este modo, es la propia política la que se les escurre entre las manos.

Por eso es que nos pareció interesanre, si no desarrollar, al menos dejar indicada, en estas páginas, la posibilidad de realizar un. ejercicio diferente: el de recuperar una idea distinta sobre la república y sobre la política, una idea que hunde sus raíces en los principios fundamentales del republicanismo clásico, hoy reemplazados por los de un republicanismo distinto y también -hemos sugerido- más pobre. Ahora bien -se nos pregunrará-: ¿es legítimo este movimiento? ¿Es justa la invitación a dirigir la mirada hacia un mundo de ideas y debates tan remoto, sepultado por muchos siglos de discusiones posteriores y por los modos en los que hoy y aquí se plantean las cosas, se usan las palabras y se presentan los problemas? Desde luego que sí. Una de las tareas de la historia de las ideas, como ha argumentado convincentemente Quentin Skinner, a quien también ya hemos citado, es ayudarnos a comprender mejor, no (o no sólo) las ideas del pasado, sino sobre todo las nuestras: a adquirir una visión autoconciente de nuestros propios conceptos y problemas a través del expediente de oponernos a nosotros mismos otros modos de plantearlos. Así, el historiador de las ideas debería acruar "como un arqueólogo, trayendo a la superficie tesoros intelectuales enterrados, sacándoles el polvo y permitiéndonos reconsiderar lo que pensamos de ellos", dice Skinner (1999: 90), y, por esa vía, lo que pensamos del modo en que pensamos.

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Eduardo Rinesi y Matías Maraca

Eso es lo que hemos querido apenas sugerir con nuestra demasiado rápida visita a las ideas del viejo Maquiavelo (que por cierto podríamos y deberíamos haber ampliado con un vistazo más generoso a las de algunos de los grandes republicanos ingleses del siglo XVII que tanto interesan, justamente, a Skinner: Milton, Nedham, Sidney...): que acaso podamos enriquecer nuestra propia idea sobre la política (sobre la ciudadanía, sobre la libertad, sobre el Estado) si, en lugar de aceptar acríticamente el modo en que una cierta tradición teórica y política recoge hoy el legado de varios siglos de discusiones sobre la repúbli­ca, hacemos el ejercicio de volver a asistir a esas discusiones en los textos de algunos de los grandes autores republicanos del pasado. No por pura práctica de erudición histórica, desde ya, ni tampoco para quedarnos a vivir en esos textos, sino para preguntarnos de qué modo esos textos pueden ayudarnos a ilu­minar nuestros propios problemas y debates. Pues bien: ¿qué encontraríamos, si tuviéramos aquí el espacio para llevar adelanre ese ejercicio, en esos grandes textos republicanos del pasado?

Brevemente (y sólo en relación con los problemas que aquí hemos presenta­do), nos parece que es posible señalar que encontraríamos, además de la consta­tación y hasta la celebración del conflicto, sobre la que ya llamamos la atención, otras tres cosas. La primera es una idea de ciudadanía activa, vale decir, la idea de que el ciudadano no es un individuo que apenas quiere ver respetado un cierto conjunto de derechos y garantías, sino un sujeto que busca su realización a través de la participación activa en el espacio colectivo de la vida pública. La segunda es una idea de libertad como sinónimo, no de no-dominación, sino de autonomía, con un corolario igualmente poderoso: el de que ningún individuo puede ser libre en una comunidad que no lo es. En una comunidad —en otras palabras- que no puede darse a sí misma sus propias leyes, porque está sujeta a los dictados de una potencia imperial, o a los de un ejército de ocupación, o a los de un organismo financiero internacional. La tercera es una idea acerca del Estado, que en esta perspectiva no sólo no representa necesariamente una amenaza para la liberrad de los sujeros (como tiende a suponer el republicanismo de matriz liberal), sino que posiblemente constituya o pueda constituir, si se sostiene y se gestiona sobre bases democráticas, una herramienta para luchar por ella, una palanca para conquistarla y un instrumento para sostenerla.

Pues bien: la hipótesis que anunciábamos un poco más arriba, y que tras este breve recorrido podemos atrevernos ahora a postular, es que estas ideas republi­canas "clásicas" no sólo no son contrarias a las del populismo que —contra el tipo de pensamiento que hoy se reivindica como republicano entre nosotros— nos gustaría reivindicar, sino que son su perfecto complemento. Y que por lo tanto

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Populismo y república

valdría la pena el ejercicio teórico de tratar de pensar juntas esas dos tradiciones teóricas y políticas: la republicana y la populista, articular sus categorías (que no son tan distintas) y sus lógicas (que son iguales) para tratar de encarar las preocupaciones que aquí hemos dejado expuestas: una preocupación por lo público, por la cosa pública, que acepte que esa cosa pública es siempre, nece­sariamente, una "cosa" conflictiva, una preocupación por la suerte de los pobres, por la posibilidad -por la necesidad— de inclusión de los excluidos en un orden que, sin embargo, sólo lo es porque los niega y los rechaza4... Preocupaciones que lo son, como se ve, al mismo tiempo por la parte y por el todo: por la parte pobre del todo social y por la calidad ("institucional", desde ya, pero sobre todo ética) de ese mismo todo, pero que saben que el todo es siempre menos que la (imposible) suma de sus partes. Podríamos terminar estas líneas diciendo que, por estas razones, el bien común, la felicidad pública y la justicia son quimeras imposibles. Preferimos terminarlas afirmando que, exactamente por las mismas razones, lo que es imposible es no seguir empeñándonos en realizarlas.

AriaÍa feano^ * ¡ d c a S d e S e b a S t ¡ á n B a r r o s ^ ™liza - esre mismo libro