Pérez Reverte. Sin Memoria y Sin Vergüenza
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Sin memoria y sin vergüenza
Arturo Pérez Reverte – XL Semanal – 15 / 9 / 2.014.
Se va el caimán. Transcurre, indiferente, el año en que acabó la guerra de la
Independencia. Que, como saben ustedes, y también todos los escolares y
todos los políticos de este país, empezó en 1808 y acabó seis años después,
en 1814: el año en que se libró la última batalla española de esa guerra, la de
Toulouse, que ya tuvo lugar en suelo francés. Hace, vamos, dos siglos. Y se va
el aniversario, o la efeméride, o como quieran llamarlo, no de esa batalla en
concreto, sino de toda la guerra, sin pena ni gloria. Sin dejar nada tras de sí.
Recordarán ustedes a presidentes de países serios conmemorando hace poco
la liberación de Europa en las playas de Normandía. Y hace menos, a las
autoridades francesas homenajeando a los republicanos españoles que
liberaron París. Y ahora, háganme el favor de recordar algo parecido en
España durante los últimos seis años, en relación con el bicentenario del único
hecho histórico en treinta siglos en el que, banderitas y trompetazos patrioteros
aparte, los españoles estuvimos de acuerdo. Incluso aceptando el hecho de
que España se batió en esa guerra contra el enemigo equivocado, lo cierto es
que hablamos de la gran hazaña colectiva, la primera certeza de nación
solidaria que, con sus luces y sombras, obra en el patrimonio común de los
españoles, resumida por Napoleón en aquellas palabras dichas en Santa
Helena: «Desdeñaron su interés sin ocuparse más que de la injuria recibida. Se
indignaron con la afrenta y se sublevaron ante nuestra fuerza. Los españoles
en masa se condujeron como un hombre de honor».
Lo triste es que la guerra de la Independencia, aparte de ser el conflicto más
cruel vivido en tierra española -más todavía que la Guerra Civil-, fue durante
mucho tiempo lugar coincidente, símbolo de identidad a disposición de quien,
de buena fe o por necesidad táctica, quiso asumirlo como propio. Rara fue la
facción política, de las infinitas que tuvimos hasta un pasado reciente, incluidos
el franquismo y la República, que no hizo suyo el mito de la nación libre e
indomable. Y raro es el intelectual serio que ignore que, pese a los altibajos y
vaivenes de la Historia y la política, a la contaminación patriotera y vil del
franquismo, a la estupidez de una izquierda superficial e inculta, y a la
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indiferencia, cobardía o estupidez de los medios de comunicación, la guerra
contra Napoleón sigue siendo clave para entender una España discutible tal
vez en su conformación actual, pero indiscutible en su origen, en su cultura
colectiva y en su dilatada memoria.
Pese a todo, no hemos tenido en estos seis años ni un homenaje oficial serio,
ni una reflexión general útil. Cero patatero: todos escurriendo el bulto. Sólo
heroicas iniciativas particulares, ayuntamientos bienintencionados,
publicaciones dispersas, algunas notables exposiciones locales. La de la
Independencia ha sido para España, desde un punto de vista oficial, la
epopeya colectiva que nunca existió. Aquí, es la lectura final, sólo hemos tenido
guerritas, igual que tenemos nacioncitas. Por parte del Estado -si aceptamos
llamar Estado a este disparate en el que nos expolian y languidecemos-, no
hubo absolutamente nada. O casi. Búsquenme ustedes las imágenes de la
Normandía correspondiente: del Bailén, la Zaragoza o los Arapiles. Nada. Ni
siquiera eso. Ni siquiera una foto de Zapatero con cara de tonto solemne, o de
Rajoy con lagrimita patriotera de telediario.
Permítanme contarles una anécdota personal que quizás lo define todo.
Después de la publicación de una novela mía sobre el Dos de Mayo, el alcalde
de Madrid, hoy ministro de Justicia, me invitó a una reunión para iniciativas
sobre esa fecha. Propuse colocar, como en París tras la sublevación contra los
nazis, placas conmemorativas para un recorrido por los lugares donde el
pueblo se batió aquel día. Por ejemplo, la cárcel -hoy ministerio de Exteriores-,
donde los presos pidieron permiso para salir a pelear y regresaron por la
noche. «Estupendo, lo vamos a hacer», dijo el alcalde. Hasta hoy, claro. Meses
más tarde, un concejal me lo explicó todo: «Pensamos después que placas
recordando actos de violencia no es algo positivo. Va contra la convivencia y
todo eso».
Así que ya lo saben ustedes. Conmemorar -lo que no significa celebrar- la
violencia no es positivo. Toda violencia es mala, Pascuala. Así que mejor
olvidarla, o dejarla para el tricentenario de 2114, que estará más fría, y que allí
se las apañen. Suponiendo, ésa es otra, que para entonces alguien pronuncie
la palabra España sin que le dé un ataque de risa. Mientras tanto, para
entretenerse, échenle un vistazo a lo que prepara Francia para conmemorar el
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bicentenario de Waterloo el año que viene. Sin complejos. Vean, comparen, y
si les convence, compren.
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