PENUMBRIA 33
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Atribución - No Comercial - No Derivadas
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Abril, 2016
ÍndiceTorre de Johan Rudisbroeck 4
Cosechando / Carmen Lop 5
Tienda de antigüedades del perverso Mefisto 6
Galatea / Andrea L. Chapela 7
Coatlicue / Norberto Flores 10
Prima ballerina / Mariángeles Abelli 11
Teraπa / David Rubio Esquivel 12
Marcha atrás / Macarena Muñoz Ramos 16
Una habitación en nuestra mente / Ángel Plascencia 20
Mal recuerdo / Silvina Palmiero 23
Sin alas / Sergio F. S. Sixtos 24
El espectáculo de Júpiter/ Carmen Lop 26
Ojos de luna / Susú Espinosa 27
Gesta para una última canción / JB Gaona 29
Púrpura y granate / Patricia Mónica Loyola 33
Úrsula y la máquina del tiempo / Miguel Lupián 34
La duda / Patricia Richmond 36
El caldero de las brujas / Andrés Galindo 39
Y despertarás en el cielo / Luna Faelivrin 42
Mal equilibrista / Carmen Lop 44
Lucrezia en la isla del no retorno / Renate Mörder 46
Laberintos e infinitos / Pok Manero 48
Autómatas 51
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En esta convocatoria pedimos que los personajes principales fueran mujeres. No
sabíamos cuál sería su efecto numérico, pero esperábamos alentar la producción de estos
relatos, escritos tanto por hombres como por mujeres. Decidimos no incluir únicamente
autoras para saber cómo respondería el público masculino, mayoritariamente joven, a la
invitación de utilizar una voz femenina. Por lo general, el porcentaje de participación de
mujeres en las convocatorias es de un 30%, y tratamos que la publicación se mantenga
dentro de ese rango. En este número, la participación y publicación femeninas
superaron el 50%. Otro dato: en cada convocatoria recibimos alrededor de 70 cuentos;
en ésta, recibimos 105. Así que no sólo aumentó la participación, sino que más mujeres
se animaron a mandarnos un cuento. Qué gusto saber que esas habitaciones propias se
han multiplicado.
Cuerpos y nombres de mujeres como Prudencia, Galatea, Almoryl, Úrsula,
Hortensia y Lucrezia se encuentran en esta antología que, sin quererlo, casi coincidió
con la marcha nacional contra las violencias machistas realizada el domingo 24 de abril.
Penumbria 33 se volvió entonces más importante para nosotros, porque las voces
femeninas contenidas en ella expresan, como lo diría Giulia Colaizzi, las coordenadas
históricas, sociales y culturales de ese punto de quiebre, de esa situación de violencia
que no vamos a tolerar más. También queremos enfatizar el cambio cuya búsqueda
forma parte también de nuestros objetivos: el trabajo de las mujeres y sus voces no
deben ser más ausencia o infrarrepresentación en ningún espacio, y eso incluye, por
supuesto, a la literatura. Que este pequeño impulso sirva a todas las autoras y autores
Torre de Johan RudisbroeckAna Paula Rumualdo
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para que su labor creativa continúe, libre de opresión y estereotipos.
Sean bienvenidos a estas historias que, parafraseando el diálogo de Edith en
Crimson Peak, son de mujeres, pero con sangre y fantasmas.
Tienda de antigüedades del perverso Mefisto
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GalateaAndrea L. Chapela
Todavía piensas en ella, ¿verdad? A pesar de su naturaleza, aún recuerdas la sombra
que eran sus ojos al hablarte a través de la oscuridad. Todavía puedes sentir cómo tus
manos encontraban aquel sitio en su cintura, donde amoldaban a la perfección.
La viste desayunar sin maquillaje, desnuda, como la habías dejado la noche
anterior. Protegida en tu cocina podía comer dejando caer las morusas en el fregadero
sin cohibirse porque la miraras. La vergüenza es de los conceptos más difíciles de
imitar y, después de todo, sabía que conocías todas sus imperfecciones: aquel dedo más
largo, los tres lunares en su mejilla, la cicatriz cerca del ombligo. A diferencia de mi piel,
te tomaste el tiempo de conocer cada milímetro de la suya. Todos sus defectos estaban
fríamente calculados para verse atractivos, pero no perfectos.
¿Cuánto tiempo te tomó darte cuenta de qué era? ¿Lo sospechaste cuando
cruzó el salón hasta aquel puesto en la barra a tu lado? Sé que recuerdas su voz suave
al decir algo dulce para olvidar. Su cara de niña se voltea hacia ti con la sonrisa triste que
llegarás a conocer en todas sus formas. Aquella sonrisa, esa cara, contrastaban con el
vestido rojo y el andar tan ensayado que el movimiento de cadera salía ya con engañosa
naturalidad.
Bebió, bailó y te sonrió con la coquetería de una mujer en su cara infantil. ¿Lo
sospechaste entonces? Las luces de colores, el alcohol, la oscuridad lograron esconder
su torpeza, la desesperación de sus ojos, la falsedad de su risa. ¿Tuviste miedo de
aquella quimera etérea que se contoneaba a lo lejos, pero que no dejaba de observarte?
Esa primera noche saliste del bar con tus amigos, distraído, perturbado… sin ella.
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La historia pudo terminar allí, pero justo antes de olvidarla, la viste de nuevo.
El tiempo les deja marca incluso a los de su tipo y ya no se veía como una niña. A
la luz del día debiste darte cuenta qué era. ¿Qué te intrigó? ¿Vislumbraste algo de la
vulnerabilidad de esas mañanas antes de desayunar? ¿Olvidaste que era parte de un
experimento? Te obsesionó. Incluso yo, que metida en todos mis proyectos hasta ese
momento te había creído seguro, me di cuenta de cómo cambiaste.
Comenzaste a buscarla en los rostros de todas. Te vi observarme fijamente
queriendo encontrarla en mí. Se volvió una presencia sobre tu hombro que te quitaba
el sueño, te distraía y hacía que vivieras cada día por detrás de una cortina. Estoy
segura de que empezaste a verla antes de contarme sobre ella. ¿Cuándo comenzaron
los encuentros furtivos? No creo que ella se percatara de lo calculadas que eran tus
visitas. No querías compartirla y regulabas los lugares, las horas, la gente.
Pero olvidaste que aquellos como ella buscan interacción, experiencia,
aprendizaje. Lo necesitan. Es lo único que los mantiene con vida. De ti aprendió a
controlar su tiempo obsesivamente. Debió sentir que se ahogaba en esa regulación
constante. ¿Aún te sorprende que se haya ido? La ahogabas en esa soledad impuesta
que le impedía conocerte. Su sistema primigenio debió pedirle que se alejara de ti.
Aun así les dedicaste tanto tiempo a sus desvelos, a su melancolía y felicidad
extremas, a sus máscaras que tapizaban los lugares por los que pasaba, que me
olvidaste. Pero cuando ella se fue, me buscaste y yo, que me había percatado de cuánto
te necesitaba en tu ausencia, te perdoné, te recibí. Le diste tanto y al mismo tiempo
tan poco que, cuando terminó, estabas confundido. Me necesitabas, viniste a mí, a la
seguridad que representaba después de un año de navegar a la deriva de sus caderas
entre ondas siempre en movimiento.
Llegaste a conocerla tan bien en esas horas, que todavía ahora, frente a
mí, en la seguridad del nosotros la sientes entre tus manos, escurridiza. Oyes su voz
cuando descansas junto a mí, sus ojos te siguen entre las sombras, te sonríen, te juzgan.
No mientas, sé cuánto la extrañas a pesar de los años. Nunca me había atrevido a
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mencionarla porque siempre parecía que su despedida estaba demasiado cerca, fresca
todavía.
Sé cómo sucedió. Puedo imaginarlo a la perfección. Te dejó una noche de
otoño. Llegaste y ella te esperaba. No como muchas veces antes entre tules, risas y
promesas de cariño, sino rodeada de sombras. Por primera vez viste a través de su
máscara, hacia esa parte que no era del todo humana. La parte con sed de entendimiento,
confundida y enojada por todos los que la habían usado antes sin darle lo que buscaba.
Te sacó de su vida en una noche, aunque en realidad el proceso había comenzado
desde el principio. Ella no era tuya. No podía ser tuya. ¿No te das cuenta?
Hoy desapareciste entre excusas y mentiras, creíste que no sabía a dónde
ibas. Debería ser un descanso para ambos que recibieras la carta, es una despedida
definitiva. Pero te precipitaste a su lado, a decirle adiós y no puedo negar cuántas veces
supe que me tocabas pensando en ella.
Te imagino viendo lo que queda, sólo código en una pantalla, su cuerpo
perfecto ya debió ser incinerado. Era uno de los prototipos exitosos, a los que les
permitían seguir en el mundo, relacionarse con nosotros, sin ver todo el dolor que su
sed causaba. Nunca sabremos qué la hizo pedir que la borraran, pero ese sacrificio es
al final otro acto egoísta.
¿Cómo puede pedirte a ti, a todos los que la conocieron, que estén allí para
cuando bajen el interruptor?
No sabrá que la observas, no sabrá que aún la amas, no sabrá nunca que
yo existo frente a esta mesa, entre todas estas palabras. Pero yo sí lo sabré. La veré
en ti cuando regreses. La tendremos siempre alrededor. Seremos sombras de su
sombra porque no has sabido quererme lo suficiente, porque no he sabido engañarte
y convertirme en ella.
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CoatlicueNorberto Flores
Ella odiaba el blanco, el color de su casa, el de su existencia; el objeto de devoción de
su marido. Por ende, la luna no era su amiga, ni la nieve que solía aplastar la ciudad
durante los inviernos.
Asociaba la blancura a la soledad, a la ausencia, a ella misma. A pesar de que
Newton afirmara que el blanco es la suma de todos los colores, una multitud, a ella se
le figuraba el vacío. La oscuridad necesita de la nada para existir, pensaba, por tanto, el
blanco es la muerte, tal como dicen los japoneses.
La casa era una ausencia grande, una muerte enorme: él, su esposo. El silencio
de su aroma desbordándose, inundando los rincones, los sueños, el tedio aferrado a
cada átomo de ella.
Un día una hoja de papel cortó la yema del cordial. Una gota escarlata brotó
y comenzó a hincharse como si tuviera vida propia. Levantó la mano ante sí —el dedo
sangrante erguido—, ante la casa de paredes cubiertas de un lienzo virgen, y trazó con
su sangre otra herida en la blancura. Fue como un grito solitario. Un grito que sacudió
el cuerpo. Apretó el dedo: otra gota. Un trazo más. Luego otra y otro y otra y otro…
Era como abrir otro mundo en las paredes de la realidad.
Escuchó llegar a su marido. Tomó lo que tuvo al alcance: el pisapapeles de
granito materializado en Coatlicue, y lo esperó tras la puerta. Cuando él entró, le estrelló
la diosa azteca contra el cráneo. El cuerpo cayó inerme y soltó una enorme mancha
roja que se apoderó del mármol.
La Coatlicue en la diestra, alegría roja que estallaba golpe a golpe sobre el
lienzo de la pared, los muebles, ella misma. No podía detenerse. Se sentía poseída
por el brillo de la sangre. Tomó la deidad en ambas manos y la levantó al cielo, luego
la azotó contra el piso, reventándola en pedazos. Recogió uno y con él rajó la piel de
sus muñecas, éstas se abrieron como dos bocas que gritaban. Con el plasma escarlata,
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pintó las paredes hasta que la vida se le terminó. Cuando la policía llegó, encontró dos
cuerpos desangrados, cual ofrenda, ante una imagen roja de Coatlicue, pintada en la
pared.
Prima ballerinaMariángeles Abelli
Las zapatillas de baile dibujaban en la transparencia; trazaban esa línea sostenida y
perfecta que daba sentido al vuelo. Vuelo de tules, de mariposa trémula buscando la
flor, mariposa que ella, jalada por la gravedad, había dejado de ser.
Gravedad, esa indeseada y temida palabra ahora resonaba en su cabeza y
asomaba a sus labios. Los cerraba con fuerza, obligándose a masticarla y a digerirla
para sentirse otra vez liviana, grácil como esas pequeñas que exploraban y conquistaban
un espacio que había sido incuestionablemente suyo. Mientras las miraba, no podía
evitar que sus ojos recalaran, a través del espejo, en los cuadros de la pared opuesta.
Ahí estaba ella: sus pasos y sus saltos atrapados en las fotos. Retratada en su antiguo
esplendor, la que sabía de rosas y de luces, de aplausos y salas llenas. Esa otra ignorante
del bastón y de la pierna que aún era dolor y memoria.
Cuando retiraron a la última niña, cerró la academia y salió a la calle. Bailaba la
noche; como leves tutúes en danza, caían los copos. Caminaba despacio, entrecerrando
los ojos; fijaba la vista en ellos y elegía uno: el teatro, su partenaire, esa última función;
en cada cristal de nieve flotaba una imagen.
Detrás del último copo, la bailarina. Sonriente, esbelta como un cisne, giraba
en el mínimo escenario de la caja. Mirándola fijamente se acercó a la vidriera, y la
música, inaudible tras el vidrio, se oyó nítida en su cabeza. Dejó el bastón a un lado para
concentrarse: primera, segunda, tercera… cada movimiento de brazos reconquistaba
el aire. Con algo de temor, probó a mover su pierna y la sintió flexible; el frío no le
hacía daño.
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Sin importarle la hora, ni la gente, ni los autos, comenzó a bailar. Dueña del
escenario, bailó reclamando el espacio incuestionable. Cuando la música se detuvo y la
tapa se cerró sobre ella, todavía seguía sonriendo.
TeraπaDavid Rubio Esquivel
A Brianda Benítez
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A última hora del día, Prudencia había decidido reagendar su cita. Yo, que nunca
me tomo nada personal, o al menos intento no hacerlo, sabía que había cambiado
de psicólogo. En la contestadora de mi consultorio, su voz parecía otra; no la de la
mujer afligida que intentaba olvidar trece años de relaciones tormentosas, sino la de
una mujer plena que parecía no conocer el significado de la palabra tristeza. En un
día, su vida parecía haber dado un giro de ciento ochenta grados, seguramente con la
ayuda del Flash, aquel producto milagro que se estaba volviendo una plaga y prometía
acabar de tajo con las sesiones de psicoterapia para otorgarle a la gente una nueva
oportunidad de tener una vida feliz.
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Quién sabe, a lo mejor el Flash es el primer producto milagro realmente funcional.
Cada día veo a más gente feliz en la calle. Y si bien la cura parece como sacada de un
manual de hipnotismo barato, los resultados realmente son notables.
Ayer, Leonel, uno de mis amigos de la universidad, quien desde aquella
época lidiara con el fantasma de una relación, se trató con un flasher (así es como se
autodenominaron los promotores del Flash) y le borró todo recuerdo de su relación con
Amalia. Es tan raro platicar con él y que no mencione a aquella chica cuya despedida le
partió el corazón en dos mil pedazos, que incluso parece que platico con otra persona.
El nuevo Leonel es feliz y seguro de sí mismo y, al parecer, se está enamorando de mí.
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Yo hace mucho que estoy enamorada de él, pero jamás tuve la fuerza para decírselo.
Además, intentando mantener una proximidad con él, lo transformé en mi paciente
con la esperanza de que a la larga se diera cuenta de la forma en la que me interesaba.
No le cobraba por tratarlo porque, en realidad, jamás lo vi como un paciente. Era mi
reto personal: el hombre que me merecía y al que debía conquistar.
Ahora, Leonel me invita a salir en una cita real. Yo, por supuesto, digo que sí
de inmediato.
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Existen rumores sobre la constante exposición al Flash.
En un comunicado de prensa, los flashers han defendido su herramienta de
trabajo diciendo que no hay nada comprobado en cuanto a los supuestos efectos
secundarios de usar el Flash y, en cambio, sí hay registro de sus múltiples beneficios.
Todos los flashers concuerdan en que los rumores son creados por psicólogos y
psiquiatras en huelga de hambre indefinida, cuyo fin es continuar manteniendo cautivos
a su cada vez más menguada clientela.
De momento no me va bien en el trabajo, pero mi relación con Leonel va que
marea para transformarse en algo serio. Por otra parte, la corporación Jamal Medics
—creadores de la tecnología Flash— está convocando a psicólogos y psiquiatras para
aplicar como flashers. En vista de que la psicología amenaza con transformarse en un
mito, he decidido enviar mi currículum. Como bien dice el dicho: Si no puedes con el
enemigo…
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La primera pelea ha sido de esas en las que no te pones de acuerdo por algo, te enojas,
se enoja y, una o dos horas después, yacen compartiendo una cama, desnudos y
agotados por una memorable sesión de sexo, acompañada de cariñosos besos furtivos
y pasionales.
Finalmente, como cereza en el pastel, este diálogo:
—Te quiero.
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—Yo también.
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Dos días después de mandar mi currículum, Jamal Medics ha enviado un correo urgente
en el que me pide que me presente lo más pronto posible en sus oficinas.
El edificio central de Jamal Medics se erige como un colosal dedo metálico
que surge del centro de la Tierra e intenta tocar con la punta el cielo. Apenas piso el
edificio, me hacen tres revisiones para descartar que traiga cualquier cosa que no sea
ropa. Los celulares se dejan en la entrada del recinto, y se recuperan una vez se está
fuera del mismo. Por los pasillos del lugar todos hablan de formas en las que puede
explotarse el olvido y de por qué la posición tan hermética de la empresa. Un hombre
de bata blanca se para frente a mí y se presenta como Jamal Godrick Jr., hijo de Jamal
Godrick, inventor de la patente del Flash.
Una vez nos presentamos, Jamal comienza a explicarme cómo funciona
Flash. Después de una larga charla, se sincera diciéndome que existen problemas en
Flash, mismos que espera erradicar tan pronto salga la versión 2.0.
—La gente que ha usado nuestra primera versión está a prueba. No podemos
asegurar si existen efectos secundarios al usar Flash, pero es muy probable, ya que es
una versión mejorada del prototipo de mi padre, pero no la definitiva. Tú, por ejemplo,
que ya has probado el prototipo, has estado siendo monitoreada…
—Eh, para, para. ¿Monitoreada? ¿Probado el prototipo? ¿De qué carajo me
hablas?
—Pensé que lo sabías.
—¿Saber qué?
—Tú fuiste uno de nuestros primeros sujetos de prueba, Amalia.
Y estoy a punto de responderle que mi nombre no es Amalia, pero lo cierto
es que no recuerdo mi nombre. De hecho, los pocos días que he estado dentro del
consultorio ni siquiera me tomé el tiempo para revisar que no dijera otra cosa que lo
que yo ya sabía que era: doctora.
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En este punto es donde algo se quiebra en mí. ¿Quién soy? La pregunta me
da vueltas y vueltas y, cuando finalmente llego a una respuesta satisfactoria, me doy
cuenta que sólo han estado jugando conmigo. Impotente, me pongo a llorar mientras
el doctor Jamal me da palmaditas en la espalda.
—Tranquila, querida. Sabes bien que ni siquiera sabes por qué lloras, así que
mejor déjalo y sigue con tu vida. Ayúdanos a conseguir que la gente pueda conseguir
la felicidad de volver a conocer a la gente de la que se enamoró una vez. Tú sabes que
quieres, al igual que Leonel.
Leonel, por supuesto.
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Me flasheo para olvidar que olvido. Para olvidar que recuerdo, me flasheo. Me flasheo
porque no concibo una vida feliz ni una triste. Cuando veo a Leonel, me flasheo…
Jamal Godrick Jr. me asegura que el dolor va a pasar. Está dispuesto a no
rendirse con tal de conseguir que sea una mujer plena y feliz y, de esa forma, probar
que su invento, o mejor dicho que el invento de su padre, pasará a la historia como la
forma definitiva de alcanzar la felicidad y la plenitud absolutas.
A veces, en sueños, veo a Leonel tirándome un golpe en el rostro, entonces
me despierto llorando y pensando que es capaz de volver a hacerlo; pero el Leonel que
yo conozco, del que me enamoré después de escapar del malo, no me haría ningún
daño. Hay noches en que se despierta agitado y cuando me encuentra a su lado me besa
la frente, como intentándome decir que él también se ve golpeándome y se arrepiente
de ello. Esas noches es cuando la paso realmente mal, porque sé de lo que realmente
es capaz.
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Marcha atrásMacarena Muñoz Ramos
En tu rostro no había ningún rictus de dolor tal vez porque no sufriste. Irradiabas una
pasmosa tranquilidad. Sin prisas, los reporteros gráficos hicieron su trabajo. Luego, te
cubrieron nuevamente con una sábana de tu cama.
El tiempo comenzaba su marcha atrás. Las manecillas de un viejo reloj de
bolsillo caminaban en sentido contrario. Él observó el fenómeno sin sorprenderse.
Rutina, sólo eso, pero no pudo evitar un suspiro. La misión se volvía cada vez más difícil
y tú no le ayudabas mucho. Te conocía demasiado bien. Adivinaba tus pensamientos y
deseos más ocultos aunque eran inevitables las diferencias entre ambos.
Te miraste por enésima vez en el espejo. Al fin elegiste el coordinado de lana
negra. Hacía frío, pero no sólo allá afuera sino también en tu interior. Necesitabas
calor, vida, compañía. Él seguía cada uno de tus movimientos a través de la ventana.
También lo recorrió una oleada fría y estrechó sus manos cubiertas con guantes de
piel. Piel, la imagen de tu propia piel cruzó tu mente. Qué delicioso sería que unas
firmes manos la acariciaran en ese momento.
Las puertas del ascensor se abrieron. Cruzaste el vestíbulo como una autómata
sin siquiera quitarte las gafas oscuras. Tu secretaria ibas tras de ti haciendo un recuento
de las cosas y deberes para ese día. Entraste a tu oficina esperando que el resto del
mundo se quedara afuera. Para el mediodía aún no te concentrabas en los contratos que
leías una y otra vez. Algo te inquietaba, pero no sabías qué. De pronto, un golpe en la
ventana te sacó de tus pensamientos. Era el limpiavidrios, que realizaba vigorosamente
su trabajo. Abriste la cigarrera, debías calmarte. De nuevo, él te observaba desde afuera,
mirándote por la ventana, y también encendió un cigarro. El limpiavidrios estaba junto
a él, pero no lo veía y siguió en lo suyo. Suspiraste, luego otra calada al cigarro y la puerta
de tu oficina se abrió. El director apareció ofreciéndote una humeante taza de café
acompañada de su mejor sonrisa. Sí, habías entendido el mensaje. Después del trabajo
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fueron al bar de costumbre. Tú pediste martini; él, whisky. Vaya combinación. Al poco
rato comenzaste a desabotonar tu chaqueta. El juego se iniciaba y de inmediato otro
mensaje, esta vez más directo: deslizaste tu mano dentro de su bragueta. El director
fingió frialdad, pero apuró su copa.
Él los seguía muy de cerca, pero parecía tan lejano desde su puesto. No perdía
detalle y muy a su pesar sintió la misma ansiedad que te invadió cuando convertiste el
ascensor en un campo de batalla que no admitía treguas. Entraron a su departamento
y no hubo antesalas. Tampoco palabritas al oído ni frase hechas. Lo tomaste, te tomó,
con rabia, con urgencia.
La mañana siguiente. Tu casa, todo en orden. Ni siquiera te detuviste a revisar
el correo. Fuiste directamente al cuarto de baño y sin más te miraste en el espejo. Sí,
seguías siendo la misma y tu mirada seguía reflejando el vacío que se apoderaba de
tu interior. Algo se frotó contra tus piernas y te asustó. Era tu gato, que te maullaba
agresivamente. Cierto, no había comido. Vaciaste dos latas en su plato y te comiste
el sobrante de una de ellas. No sabía mal, tampoco el vino blanco que apenas sentías
resbalar por tu garganta. Inexplicablemente pasabas de un extremo a otro. Sentías
arder y a los pocos segundos casi te congelabas. Decidiste quedarte en casa. Después
de todo, era fin de semana y nadie reclamaría tu ausencia. Y otra vez sentiste el maldito
vacío. Apenas sin darte cuenta, tus ojos se arrasaron de lágrimas. Sabías muy bien que
ese vacío no era otra cosa que soledad y no había modo de alejarla de tu vida. Ni una
presencia, un aroma que evocar o un nombre que conjurar, porque no era el mismo
todo el tiempo. Porque casi siempre ni siquiera sabías cómo se llamaba el amante en
turno. Al día siguiente olvidarías hasta cómo te había besado. Y él seguía observándolo
todo, hicieras lo que hicieras, sin importar si estabas sola o acompañada. Pero siempre
desde afuera, como si tuviera prohibido entrar a tu casa, a tu vida. Tal vez así eran las
reglas. Aunque eso no evitaba que se compadeciera de ti. Era parte de su naturaleza.
Cena de negocios. Apenas prestabas atención, respondiendo mecánicamente,
más por cortesía que por interés. Estabas inquieta, nerviosa. En la sobremesa ya habías
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cerrado el trato con los clientes que no opusieron demasiada resistencia. De pronto
sentiste una extraña urgencia. Con una sonrisita en los labios te levantaste de la mesa.
Y al pasar delante de la barra por fin descubriste qué te había crispado los nervios:
un par de ojos seductores te miraron de arriba a abajo. Claro, ese hombre te estuvo
observando todo el tiempo. Y sin más apuraste el paso. No te importó que pensara
que huías. Entraste al sanitario sin recordar por qué habías ido. Tal vez sólo buscabas
un refugio. ¡Maldita sea! Esa mirada resumía todo lo que era el deseo, más que una
palabra o una caricia. Sí, estabas excitada y no podías ocultarlo. Trataste de recuperar
el aliento, de refrescarte el rostro y el cuello, de evitar el temblorcillo de las manos.
Debías calmarte. Tus futuros clientes te esperaban. Pero también el par de ojos que te
acariciaron como si fueran terciopelo.
De acuerdo, saliste, pero en cuanto lo habías hecho esos ojos te desafiaron.
Respiraste hondo y pasaste de largo. Ibas a poner en práctica un plan de emergencia.
Te disculpaste con tus clientes pretextando un imprevisto. Hablabas rápido mientras
sentías sobre la nuca la mirada intensa del par de ojos seductores.
Con tres zancadas llegaste a la puerta y alguien casi te pisó los talones. Cuando
saliste una mano te sujetó del brazo. Su tacto era cálido y firme y cada fibra de tu ser
vibró en sincronía. Miraste de reojo y te topaste con el par de ojos que parecían sonreír.
Apenas pudiste meter la llave en la cerradura, girar el picaporte y encender
algunas luces. Tu habitación los esperaba. El par de ojos seductores decidió servirse
una copa. Su calma te estaba matando. Ni siquiera intentó tocarte en todo el camino.
La desesperación lograba que perdieras la cabeza. Nunca habías llevado a alguien a tu
casa. Sabías que era una locura, lo sabías bien. Sin embargo, te desnudaste lentamente.
Él dejó de observarte por la ventana. Quedaba muy poco tiempo. Te quitaste la otra
media y en ese instante una sombra apareció bajo el dintel de la puerta de tu habitación.
Era él, el de los guantes de piel, el que siempre te observaba. Se acercó a ti y en su
mano enredó el otro extremo de la media. Estiró con fuerza y te atrajo hacia él. En sus
ojos tan bellos había la misma mirada del hombre del restaurante aunque mucho más
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intensa. Y en el fondo de ellos descubriste la marcha atrás del tiempo, de tu tiempo.
Sonreíste confiada y sin más cerraste los ojos. Él te besó y cientos de sensaciones te
invadieron en segundos. Al principio su beso fue como el roce ligero de una pluma y
sollozaste. Era el beso más puro que habías recibido. Después, te ardieron los labios.
Pureza y dolor unidos. Así es el beso de un ángel.
Abriste los ojos y él ya no estaba a tu lado, sino otra vez en la puerta. El par
de ojos seductores casi se tropezó con él, pero no lo vio. Dichosa, casi inconsciente,
te tiraste en la cama. El par de ojos corrió las cortinas, no quería espectadores. Pero él
estaba allá afuera y observaba todo. Finalmente suspiró. El tiempo se había agotado. El
viejo reloj de bolsillo estaba a punto de detenerse. Mientras, el par de ojos seductores
comenzó a besarte mientras tú sujetabas ambos extremos de la media. Lenta, muy
lentamente, la deslizaste alrededor de tu cuello gozando la tensión con la que estirabas.
Estrangulamiento, esa era la causa de tu muerte. Tenías una media atada
alrededor del cuello. Tu homicida no dejó rastros. Nadie lo vio entrar o salir. Sin
embargo, la policía descartaba el suicidio. Y él, el que siempre te observaba, sonreía.
Era tan divertido saber que tu muerte nunca se aclararía. Y encendió dos cigarros al
mismo tiempo, luego te ofreció uno de ellos. Hacía frío, pero llevabas puesto un abrigo
y un par de guantes idénticos a los de él. Después, ambos observaron cómo metieron
tu cuerpo a la ambulancia forense.
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Una habitación en nuestra menteÁngel Plascencia
Todo empezó tras una larga racha de insomnio. Ni los ansiolíticos, ni la marihuana, ni
el alcohol daban tregua a esa prolongada vigilia nostálgica o a esa pastosa resta de los
días. Renegaba del presente, ese tiempo solitario. Era esa mujer que espera en la barra
fumando, bebiendo lentamente, medio dormida. Me observaba a mí misma como
una serie extendida de personalidades difusas que nunca llegaron a ser, pensaba que
cualquiera de los personajes que había caracterizado era más real que yo. Algo en mi
interior estaba incompleto. Todo dolía.
Mi arte me llevó muy lejos: había volado y estar de vuelta en la tierra era
como una sentencia de muerte. No deseo dar detalles sobre las veces en que intenté
quitarme la vida. Mis pensamientos se agolpaban en un hoyo negro en mi cabeza que
me mantenía entumida, pensando en lo que pude ser, en todas mis yo incompletas que
dejé extraviadas por el camino.
Nunca pensé que la respuesta para terminar con mi dolor llegaría de forma
tan casual, directo al bar donde me sentaba cada tarde desde que estaba retirada. “Estoy
interesada en tomar uno de tus cursos”, dijo con un poco de insolencia cuando se paró
frente a mí estirando la mano, sonriente, sosteniendo la mirada: sus ojos parecían dos
anclas, por eso tardé en contestarle. “Desde hace tiempo estoy retirada, la actuación
y las instalaciones artísticas no sirven para nada”. Entonces me incomodé al sentir su
mirada, que juzgué acosadora. “No estoy dispuesta a dejarte ir”, me dijo sin decirme
nada: fue la primera vez que hicimos telepatía.
Siempre me creí poseedora de un secreto que no debía revelarse y que algún
día recordaría, por eso actuaba: siendo alguien más —pensaba— quizá recordaría en la
mente de esa nueva personalidad que me poseía la anhelada respuesta. Mis performance
traspasaron los límites de lo racional, luego de extenderse por meses en los que
encarnaba a un personaje para tratar de empezar a pensar como ella o él, pero mi
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mente seguía vacía, sin respuestas.
Después vinieron las instalaciones: actos masivos calificados por algunos
como inapropiados, inmorales, inútiles. En este punto de mi carrera era muy ambiciosa e
idealista: buscaba acabar con la soledad, conectarnos a una frecuencia mental colectiva,
sensorial, intangible. Con la práctica intensa creía encontrar destellos de pensamientos
compartidos, pero con el tiempo me daba cuenta que eran simples espejismos de
mi terquedad por llegar más allá. Incluso convencí a algunos de mis seguidores de
nuestros avances.
Pero con los años se me acabó el idealismo y me sumí en el confort realista,
del que luego de una dolorosa resignación, ella me sacó.
Dudé durante días en marcarle. El recuerdo de su mirada me hacía sentir
extraños calambres en la boca del estómago. Recordaba con detalle el relieve de aquel
iris, los colores, las formas que hacían pensar en estrellas. Eventualmente tuve que
llamarla.
No puedo responder, luego de la tarde en que la busqué por primera vez,
sobre el orden de los días. Sería más preciso hablar del proceso que tuvo lugar: todo
fue dividiéndose para después juntarse. Empecé a comprender que nunca estuve
completa, la pieza que faltaba estaba en algún abismo desconocido del fondo de la
mente de aquella mujer, de nuestra mente. Todo empezaba a tener sentido.
Me gustaba mirarla, perderme en esas esferas que parecen pequeñas galaxias,
aurora boreal. Con ella siempre fue de esa forma: nos mirábamos por horas hasta que
una perdía noción de sí misma y se volvía la otra.
Llegamos a la telepatía. Recuerdo varias veces haberle dicho cosas sin abrir
la boca. Ella respondía, abriendo esa cortina que me revelaba el destello dorado
de sus ojos que servían como portales para unir nuestras mentes. Luego todo era
silencio: vaciábamos el contenido de nuestras cabezas en un recipiente compartido y
nos dedicábamos a conocernos, a contemplarnos. Las sesiones solían llevar semanas
completas.
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La relación alumna-maestra se difuminó con el tiempo. Fuimos conquistando
territorios juntas. A veces me asustaba encontrar alguno de mis recuerdos en su mente,
no entendía si se había extraviado o siempre había estado ahí. Pensaba en nuestro
origen, ¿en realidad siempre habíamos estado juntas?
Las noches las dedicamos a ajustar nuestro ritmo cerebral compartido, a tratar
de mover el brazo de la otra, pero era inútil. A veces nos preguntábamos si no éramos
presas de una absurda invención de nuestras imaginaciones que pensaban parecido,
pero las labores que lográbamos eran de una complejidad tal que terminamos por
volver nuestras clases una religión.
Encontramos una habitación en nuestra mente. Recuerdo la noche en que
logramos describir aquel cuarto rústico, palabra por palabra en una sola voz combinada
que parecía que salía de una radio. Después, ir compartiendo recuerdos, sueños,
escenarios fue más sencillo y frecuente. Nos hicimos de un refugio compartido.
En nuestras sesiones a veces se colaba una tercera frecuencia cerebral:
imágenes de una mujer rubia que aparecía por fracciones de segundo en el marco de
una puerta o asomándose por una ventana. No sabíamos si era otra mujer o nosotras
mismas en nuestra nueva forma.
Nuestros cuerpos empezaron a sufrir: no podíamos estar en dos diferentes
recipientes, se fueron encogiendo a medida que nuestra mente se expandía para ocuparlo
todo. ¿A dónde nos llevaba todo esto? ¿Estábamos creciendo o desapareciendo? ¿Se
estaban fusionando nuestras mentes? ¿A dónde íbamos?
Sabíamos que no había vuelta atrás: viajábamos tomadas de la mano, unidas.
No sabíamos a donde. No entendíamos por qué. Callábamos. Habitábamos. No
veíamos atrás: nos fundíamos en ese presente compartido, nuestro, sin nada más. Y
todo a través de los ojos. Después ni siquiera éstos fueron necesarios. Viviendo una en
la existencia inventada de la otra nos olvidamos que fuimos dos. La existencia en este
punto es algo bastante abstracto. Jamás sabrán de nosotras: escapamos de la muerte,
nunca supimos cómo, pero llegamos juntas a nuestro destino.
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Mal recuerdoSilvina Palmiero
Hace una semana desaparecí de los espejos. Creo que fue entonces, pero pudo haber
sucedido mucho tiempo antes. En realidad, no puedo afirmarlo con total exactitud: no
sé bien si lo que veía hasta ese momento era mi propio reflejo o la idea que tengo de
mí misma. Lo cierto es que, de una semana a esta parte, ya no me encuentro ni en los
espejos ni en los vidrios, ni siquiera se recorta mi silueta en los mármoles y azulejos.
Esto supone un gravísimo problema para mí, porque ahora sólo puedo imaginarme, y
mi figura cada vez se torna más difusa.
Es como si lentamente me fuera alejando de todo… Lejana en la cercanía.
Como cada noche, cuando llego a la cama, te encuentro dormido de espaldas a mí
y, al extender mi mano para acariciar tu cabello, tengo esa sensación perturbadora
de no poder alcanzarte, de que estamos en distintas dimensiones. Hace mucho que
la distancia se había instalado entre nosotros, pero ahora… ahora el silencio todo lo
invade y la indiferencia todo lo devora. Quiero hablarte y no escuchas, quiero mirarte
y no encuentro tus ojos. Entras y sales, vienes y te vas ignorándome, como si yo no
estuviera realmente aquí.
No eres el único que no me advierte. Hace unos días, a mitad de mañana,
apareció la criada en la cocina. No llevaba el uniforme que le proporcioné para
desempeñar sus tareas. Nada más lejos de ello. Se paseaba desvergonzadamente en
paños menores y se dispuso a desayunar tranquilamente, asumiendo que nadie la
observaba. ¿En qué momento esta mujer se transformó en la señora de la casa sin
que yo me enterara? Quise reprenderla con el máximo rigor, pero no logré emitir
sonido. Entonces me percaté del tiempo que hace que no escucho sonar mi voz en
este lugar… ¿Será que he hablado tanto y tan alto, que ahora hasta se me niega el ser
escuchada? ¿Quién soy, qué soy, si no tengo ni presencia ni voz?
Todo rastro de mí se va borrando. Eso lo noté antes de ayer. Ya no estoy
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en los cuadros ni en los portarretratos. En aquél me han ocultado tras un espléndido
paspartú, en este otro directamente me han reemplazado por un paisaje tropical en
tonos pastel. Me siento inmersa en una de esas películas en las que los personajes se
esfuman, se desintegran, sólo dejan de existir. Anoche tuve un sueño: había otro lugar
en donde volvía a ser alguien, de nuevo era yo. Entonces experimenté una revelación:
yo estoy viva, ¡viva!, en ese otro lugar. Es un lugar en donde soy en los espejos, en
los vidrios y en los cuadros. Me desperté, sudorosa y agitada, y poco menos que me
arrojé contra la puerta, como un condenado a muerte se aferra a la huída como tabla
de salvación. Para mi sorpresa, lejos de golpearme contra la madera, la atravesé. Y
atravesé también las paredes. Y salté por la ventana, sólo para caer mansamente en la
hierba verde.
Así las cosas, cuando segura ya de marcharme aún me preguntaba qué era
esto que quedaba de mí, hace sólo un instante me he encontrado con tus ojos y al fin
he comprendido todo con claridad. No era terror ni era angustia, ni siquiera un dejo
de nostalgia lo que ellos reflejaron. No soy una presencia, pues. No soy un fantasma,
como en algún momento llegué a presumir. Nada de eso. Soy solamente un recuerdo.
Y, a juzgar por el disgusto que ví en tu mirada, un muy mal recuerdo: uno que está a
punto de ser olvidado definitivamente.
Sin alasSergio F. S. Sixtos
Descendió describiendo una espiral mientras su cuerpo ardía, el impacto contra el
suelo produjo un cráter y quedó tendida con la piel carbonizada y de las esplendorosas
alas sólo restaba un par de muñones chamuscados que el tiempo cubrió de sal. El
viento seco la despertó después de yacer por un año y un día, al respirar ardieron
los pulmones y un alarido brotó de la garganta. Con el único ojo sano observó el
lamentable estado de su otrora condición angelical y lloró sangre por última vez.
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Se arrastró durante el breve tiempo de lluvias entre las dunas del desierto.
Por primera vez tuvo sed y bebió de su orina y cazó algunas alimañas para subsistir,
hasta que una caravana de beduinos la encontró; al principio creyeron que era un
rastro de petróleo sobre el camino y entonces la escucharon hablar, el estruendo de
su voz los obligó a postrarse ante ella y presas del terror gimieron y se desgarraron las
ropas. Pidió de beber, dijo agua en las veinte lenguas del desierto y ellos vertieron el
líquido cristalino en los restos de su boca. Comió pan sin levadura, masticó despacio y
durmió sobre una litera que transportaron hasta el campamento a orillas del mar. Sanó
y le otorgaron potestad, ella decidía en asuntos de justicia: la vida y la muerte. Ellos
comenzaban a creer en el único dios y ella blasfemó sobre su creencia. Abjuraron por
amor a ella y la veneraron.
Ella soñó con Él, en la mutilación y el destierro. Imaginó el acto de venganza
y volvió a ser feliz.
Forjó una espada flamígera y los guio a la guerra, muchos murieron en nombre
de ella y sobre las cenizas construyó un imperio vasto y próspero.
Mil años atrás perdió la naturaleza celestial. Gustaba de las pasiones humanas
aunque nunca fue fértil, decidió renunciar a su esencia de mujer, alteró su cuerpo y
lo preparó para la próxima batalla, la última y la más importante de todas. Dirigió a
su ejército hacia la cima del monte Sinaí y al grito de ¡Lucifer! cargaron los carros de
guerra contra las tropas de ángeles y arcángeles que aguardaban tras las murallas.
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Ojos de lunaSusú Espinosa
Cuando era niña conocí a la mujer que vivía a las afueras del pueblo, esa de la que nadie
quería hablar y de igual manera todos terminaron inventando historias.
Iba con mi madre cuando la vi por primera vez, estábamos llegando a casa
luego de ir de compras y ella se cruzó con nosotras. Mi madre detuvo el paso al verla,
me tomó más fuerte de la mano y alcé la mirada hacia lo que estaba viendo con tanto
temor. Era una mujer delgada de ropas oscuras y zapatos en punta que se ensuciaban
con la tierra del bosque al caminar, sus ojos eran de un azul tan claro que se miraban
grises a instantes mientras los posaba sobre mí y sonreía. Esa vez mi madre no dijo
nada, la mujer nos saludó con un movimiento cordial de cabeza y luego pasó a nuestro
lado para irse.
Muchas personas en el pueblo decían que no era buena. Cuando yo era pequeña
contaban historias que no entendí hasta que fui mayor y las palabras cobraron sentido.
Todos esos cuentos llenos de odio hacia una persona que yo había visto poseedora
de un rostro fino y tranquilo que me había sonreído sin maldad al verme y tenía unos
brillantes ojos extraños que no reflejaban peligro alguno. Esa había sido mi primera
impresión aun cuando el resto dijera lo contrario.
Las personas mayores eran las que menos la querían. Decían que estaba
maldita y la criticaban por su apariencia y por vivir sola, decían que salir sin compañía
era de mal gusto y la llamaban bruja una y otra vez. Las mujeres de la edad de mi madre
tampoco confiaban en ella, les era muy difícil aceptar cuando ofrecía ayuda y trataban
de mantenerla lejos de sus familias por miedo a que causara un desastre. Formaron una
imagen turbia de esa mujer y al mismo tiempo crearon en mí la duda. Una persona no
podía ser tan mala y no aparentarlo, ¿verdad? Las brujas no existían.
La gente del pueblo se asustó al saber que ella tenía líquidos extraños para
curar las heridas al verla usarlas en alguien que se había lastimado a las afueras del
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pueblo. A todos les aterraba saber que ella había predicho cuándo las cosechas iban a
darse bien y peor aun cuando decía que iban a secarse, pensaban que ella era la culpable
de cosas así por ser la primera en decirlo.
Pasaron muchos años en los que yo me volví a encontrar con ella; la miraba al
salir de compras, la encontraba en las reuniones a una distancia prudente del resto y la
veía cuidar de sus plantas en el hermoso jardín que tenía resguardado tras la cerca de su
casa. La observé durante años interactuando con ella en algunas ocasiones, la saludaba
y ella hacía lo mismo, con una dulzura que parecía contrastar con el resto del mundo;
jamás teniéndola cerca me dio la impresión de ser la portadora de todo el mal que los
demás querían echarle encima. Frente a mí era la mujer de los ojos de luna que me
decía qué frutas elegir y me pedía que tuviera cuidado de regreso a casa, era la mujer
que me saludaba sin prejuicios y se sentaba a beber té a la puerta de su hogar. Fue una
tarde como esa en la que me acerqué a hablarle.
Me recibió abriendo la puerta de su casa e invitándome una taza de un
delicioso y caliente té de hierbas. Me presenté con ella y me dijo su nombre, luego me
dijo que podía preguntarle lo que yo quisiera.
—¿Cómo lo haces?
—La gente no entiende la magia, les asusta.
Desde aquel día la visité constantemente, me invitaba a su casa a tomar el té y
la veía en la cocina con platillos exquisitos que aparecían para nosotras. Poco después
me enseñó algo que atesoraba con mucho cariño: sus libros.
—Aquí está el secreto, tú también puedes aprender cómo hacerlo.
De sus libros aprendí que los líquidos extraños eran medicamentos preparados
por ella, que su magia venía del conocimiento que le daban y de sus horas de soledad
observando el mundo para descubrir qué iba a pasar con la tierra. Parte de su magia se
fue revelando poco a poco ante mí y mi mente se abrió también.
Vi sus ojos cambiantes como las fases de la luna tornarse verdes cuando
trabajaba con sus plantas, los vi cambiar a azules cuando los posaba en el cielo y se
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la pasaba horas observando sin decir una palabra. Los vi pintarse grises cuando me
enseñaba todo lo que sabía. La vi curar personas que no siempre le agradecían, la vi
aparecer una bella flor bajo su manga y dármela con cariño pidiéndome que no dejara
de visitarla pronto y también la vi reanimar lentamente una pequeña ave que estaba
muerta a la entrada de su casa. Y aunque nunca pude entender todo lo que hacía, pues
no todo se encontraba en sus libros, cada vez que preguntaba algo ella me decía lo
mismo:
—Es la magia.
Leí todo lo que tenía en casa, aprendí a dar y recibir de la naturaleza como ella
y la vi llevar a cabo cosas tan fascinantes que parecían inexplicables. Supe que siempre
había una razón para todo. Años después también desarrollé mi magia y descubrí que
ser una bruja no era malo en absoluto.
Gesta para una última canciónJB Gaona
Araldor, héroe-guerrero, matador de demonios, señor de una antigua estirpe de
caballeros errantes y la espada más valerosa de todo el reino, estaba muerto; o lo estaría
en muy poco tiempo, aquella era la sentencia definitiva de su hermano, el hechicero
Raslim.
—Todos estos años le he sanado incontables veces, arrebatándoselo a la
muerte no pocas de ellas, pero se acabó, Amoryl, ni la más poderosa magia puede hacer
algo en esta ocasión. Tiene el cuerpo destrozado por dentro y la sangre envenenada.
Amoryl contempló el cuerpo tendido sobre el jergón, febril, cubierto de
arañazos, contusiones y cardenales. Araldor, el amor de toda su vida.
Siendo apenas una adolescente, huérfana y sin más lazos familiares, se había
empecinado en seguirlo cuando el héroe pasó por su aldea en busca de reposo luego de
una de sus muchas batallas. Ya entonces Araldor se había hecho de fama y renombre,
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y por eso ella lo siguió en principio, pues, como toda chiquilla, anhelaba una vida sin
límites y con todos los caminos abiertos, pero al cabo de un tiempo no pudo evitar
abrir también su corazón al hombre que se había convertido en su guía, y por su parte
él tampoco había resistido la atracción que le despertaba aquella joven voluntariosa.
El amor brotó irrefrenable entre ellos como un renuevo en primavera, y desde
aquel momento Amoryl se había convertido en su inseparable compañera, teniendo
incluso una participación muy activa en no pocas de sus peripecias; aunque en las
canciones de los trovadores su nombre siempre aparecía en segundo término, lo cual
era lógico, desde luego, pues el héroe de las gestas era Araldor.
Para Amoryl estaba bien, ella no buscaba fama, se sentía satisfecha con
haber escogido aquella vida, dejándose llevar primero por sus sueños y después por su
corazón.
Pero el camino que habían recorrido juntos ahora llegaba a un punto sin
retorno.
Araldor había perdido su última batalla, aquella no era una buena noticia
para el reino libre de Svanda, el cual, gracias a su estirpe de héroes-guerreros, había
resistido por mucho tiempo las ambiciones de la Liga de Naciones del Norte. Por
ello, en un último y desesperado intento, la Liga había acudido a los Señores del
Inframundo, quienes liberaron a Hálito de Muerte, uno de los más terribles demonios
de la antigüedad y responsable de haber derrotado al más grande héroe de Svanda.
Por tres días y sus noches Araldor agonizó en medio de fiebres y convulsiones.
Amoryl no pudo por menos que ofrecerle toda la atención posible y, aunque el dolor
y su propia agonía la atenazaban por dentro, se mostró impasible, aportando la fuerza
y el coraje que ambos necesitaban en aquella hora tan aciaga.
La mañana del cuarto día lo encontró en el umbral del cobertizo abandonado
donde se refugiaban, parecía que parte de sus fuerzas le habían regresado.
—Ninguna historia de héroes debería terminar así —exclamó con una mirada
febril y melancólica, perdida en el lejano resplandor el amanecer—. Quisiera darles una
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última gesta, Amoryl, para que sea cantada por los trovadores.
***Svanda había caído finalmente, y en la plaza de Dareloth, sede del reino, los embajadores
de la Liga estaban reunidos para aceptar la rendición del rey y atestiguar su sometimiento.
Rostros sombríos observaban impotentes el acto injusto.
De pronto un jinete se presentó en la plaza, y la multitud se hizo a un lado
entre murmullos y expresiones de sorpresa, pues no tardaron en reconocer la armadura.
¡Araldor, Araldor aún vivía!
El héroe desmontó y se plantó desafiante ante los embajadores. Aunque se le
veía más enjuto y frágil bajo la coraza, era un alivio no ver el rostro demacrado bajo la
visera del yelmo, pensaron muchos.
Entonces los embajadores llamaron al demonio, una jovencita
arrebatadoramente hermosa, piel perlina y grandes ojos de ámbar bajo una sedosa
melena como oro líquido. Lo único avieso en aquel ser eran las garras en que se
prolongaban sus dedos, por lo demás era en verdad una visión embelesadora.
Los presentes sabían que Araldor no podría blandir su espada contra ella, por
eso había perdido la vez anterior. Y en efecto, cuando Hálito de Muerte atacó, él se
limitó a rechazar y esquivar aquellas garras ponzoñosas que se movían a la velocidad
del relámpago.
El combate se alargó, pero ya todos habían previsto el resultado. Araldor
cayó de rodillas, como arrobado ante su contrincante. Hálito se aproximó y le miró
altiva, disfrutando una vez más su triunfo, consciente de que jamás hombre alguno
osaría alzar una mano en su contra.
Por ello no vio la daga que, rápida y certera, se encajó entre sus costillas, ni
previó, cuando anonadada bajó la mirada, el golpe de la espada que llegó desde un
costado.
El héroe se puso en pie, levantó la cabeza cercenada del demonio y la arrojó
a los pies de los embajadores, salpicándolos de una sangre negruzca y maloliente.
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Por un largo instante reinó el silencio, pero para cuando los vítores atronaron
el héroe ya había montado de nuevo y se alejaba de la ciudad a todo galope.
***Se detuvieron a media pendiente de una loma azotada por el viento.
—Hasta aquí está bien —dijo el caballo entre resoplidos—. Necesito
recuperar el aliento.
Amoryl se desprendió el yelmo y dejó que el viento la refrescara.
—Eso me pasa por usar un hechicero en lugar de una montura verdadera
—desmontó, subió a la cresta, clavó la espada en tierra y sobre ésta dejó el yelmo. Lo
miró pensativa.
Raslim, recuperando su forma humana, se acercó.
—¿Qué harás ahora, Amoryl? Espero no pienses dedicarte a esto y reemplazar
a Araldor.
—Sólo le dimos a los trovadores la gesta para una última canción —y
dibujando una sonrisa triste, abandonó su contemplación y se encaminó colina abajo.
—¿Adónde irás, entonces?
—De momento a buscar un río, necesito lavarme. Y ni se te ocurra seguirme,
hechicero.
Raslim también sonrió y la miró alejarse, resignado a que ella siguiera su
propio camino, como había hecho siempre.
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Púrpura y granatePatricia Mónica Loyola
He caminado errante por los siglos entre tinieblas, flotando en la oscuridad como un
iceberg a la deriva.
He visitado tu cuarto cada noche después de saciar mi sed con otros, que ni
siquiera recuerdo, han sido tantos.
Sólo trato de arrancar tu imagen de mi corazón que no tengo, tu olor que me
embriaga a la distancia. Yo, que me llené de soberbia inmortal por el poder sobrenatural
de mis sentidos y de llevarme conmigo la vida lujuriosa de seres sin destino.
Hoy son una carga pesada para mis alas cansadas.
¿Qué sentido tiene la eternidad desolada?
Pero mi esencia no es sumisa, es sombra, oscuridad y es nada; y tal vez si fuera
cierto que una estaca todo acaba, yo mismo atravesaría mi cuerpo para convertirme en
cenizas.
No quiero arrastrarte a mi mundo de tinieblas. Tu corazón late, vive, es la
música de tambores que añoro.
Tu sangre fluye caliente como mecha encendida.
Pero soy una bestia, cobarde, monstruosa, despiadada.
Me acerco lentamente, acariciándote con mis manos heladas.
Tu cuerpo se estremece, mi lengua recorre tu cuello que se entrega, succiono
y todo se vuelve púrpura y granate, succiono, los gemidos de placer agitan las cortinas
de los ventanales, succiono, tus manos acarician mis senos erguidos, blancos, pálidos,
fríos.
Bebo tu alma, me penetras, succionas, bebes mi secreto eterno, succionas.
Entre mis cabellos me llevo enredado tu corazón.
Amanece.
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Úrsula y la máquina del tiempoMiguel Lupián
Úrsula despertó a medianoche. Su corazón latía con fuerza y respiraba por la boca.
Una explosión, murmuró. Todavía sentía el calor de las llamas en su cuerpo y varios
destellos naranjas seguían paseándose por sus ojos. Se levantó de la cama y se asomó
por la ventana. Espiralia lucía serena. Sólo se escuchaba el zumbido de las jacarandas
fosforescentes. Fue sólo un sueño, volvió a murmurar. Mas cuando estaba por regresar
a la cama, un fuerte estallido cimbró el departamento. A lo lejos, en la Gran Ciudad,
una columna de fuego y humo negro iluminaba la noche. A la mañana siguiente el
noticiero anunció el incendio de varios edificios en la Gran Ciudad. Uno de ellos
era donde los papás de Úrsula trabajaban en el turno de la noche. Úrsula no fue a
la escuela y se mantuvo pegada al teléfono. El teléfono nunca sonó. Y sus papás no
regresaron a casa. Sin comer ni bañarse y con los ojos rojos de tanto llorar, Úrsula se la
pasó sentada en el suelo, con la computadora portátil en el regazo, viendo las carpetas
de fotografías familiares: Emilio y Gonzalo de vacaciones, casándose, mudándose a
Espiralia, adoptándola, las fiestas de sus cumpleaños, el gato negro que de vez en
cuando veían por la ventana, el día que los tres se compraron armazones iguales para
sus anteojos... A punto de llorar nuevamente, Úrsula se detuvo en una imagen: el
puerquito que le habían regalado en su séptimo cumpleaños, dos años atrás.
—¿Sabes qué es esto? —preguntó Gonzalo aquella vez, entregándole un
puerquito blanco de barro.
—¿Una alcancía? —respondió Úrsula, sorprendida por la pregunta.
—Sí —intervino Emilio—, pero no queremos que ahorres espirales, sino
recuerdos. Úrsula se les quedó viendo fijamente, intentando encontrarle sentido a lo
que decían.
—Cuando te encuentres muy feliz, lo escribirás en un papel y se lo darás de
comer al puerquito —indicó Gonzalo.
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—Así —continuó Emilio—, cuando estés muy triste, sólo tendrás que romper
el puerquito para recordar todo lo que te hace feliz.
—Es como una máquina del tiempo —concluyó Gonzalo. Úrsula apagó la
computadora portátil y corrió a su cuarto. El puerquito blanco la miraba sonriente
desde el escritorio. Úrsula lo cargó y, cerrando los ojos, lo dejó caer sobre el piso. El
puerquito reventó en mil pedazos. Cientos de papelitos revueltos con trozos de barro
blanco invadieron la recámara. Úrsula levantó un papel al azar:
¡Volver al futuro es la mejor película del mundo!
Úrsula sintió que mil abejas le aguijoneaban el corazón. Agarró su mochila y
salió de casa corriendo rumbo a la biblioteca.
—¿Tiene libros de viajes en el tiempo?
Dolores, la bibliotecaria, una señora alta de ceja levantada, soltó el libro que
estaba colocando en el carrito y, con voz metálica, respondió:
—Ciencia ficción, pasillo treinta y tres.
Varias horas más tarde, comparando los datos y dibujos de varios libros,
Úrsula había diseñado una máquina del tiempo. Sólo faltaban los materiales; mismos
que obtuvo, al anochecer, de una construcción cercana. Toda la semana se la pasó
martillando y taladrando, deteniéndose únicamente para comer emparedados de atún.
A sólo unos días de terminarla, cuando incrustaba la máquina en el ropero de la sala,
tocaron a la puerta.
—¿Nena, estás ahí?
Era la tía Eduviges, con su voz de buitre.
—Nena, sé que estás ahí: la directora me dijo que no has ido toda la semana
a la escuela.
¡Cómo odiaba que le dijera nena! Emilio y Gonzalo habían hecho todo lo
posible para evitarla, pero la tía Eduviges siempre encontraba la forma de entrometerse.
—Tus papis sufrieron un accidente y... lo mejor será que te vengas conmigo
a Triangular, nena.
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Úrsula se quedó inmóvil, en silencio. La puerta se estremeció con los golpes
de la tía Eduviges.
—¡Nena, o te vienes conmigo o te regreso al hospicio!
Al no obtener respuesta, la tía Eduviges se marchó farfullando maldiciones.
Úrsula, con un par de lágrimas escurriéndole por las mejillas, retomó la construcción
de la máquina. Al día siguiente, volvieron a tocar a la puerta.
—Nena, vengo con el licenciado Rumualdo, del hospicio. Un cerrajero nos
abrirá la puerta.
La perilla de la puerta comenzó a girar... Úrsula se encerró en el ropero,
ingresó en la computadora la fecha de destino (un día antes del incendio) y oprimió
la tecla Enter. Se escuchó un zumbido como el de las jacarandas fosforescentes, la
máquina se estremeció y después todo fue oscuridad. Úrsula salió del ropero, viendo
hacia la puerta... La perilla seguía girando. Úrsula se dejó caer sobre el piso, llorando
su fracaso.
—¿Úrsula, estás bien?
Eran Emilio y Gonzalo, que regresaban de trabajar.
La dudaPatricia Richmond
Desde pequeña se me inculcó el valor de la duda como instrumento para alcanzar la
verdad. Eso me llevó a cuestionarme, por sistema, todo lo que iba aconteciéndome, lo
que me permitió tomar las decisiones más acertadas en cada momento.
Crecí con fama de persona cabal y, ahora, tras tan largo camino recorrido,
puedo afirmar que he desarrollado un sistema deductivo gracias al que he podido
conocerme, sobre todas las cosas, a mí misma.
Pero ayer, al mirarme en el espejo, vi un rostro que no era el mío. Fue apenas
un instante, un fogonazo que impactó en mi mente con la fuerza suficiente para
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hacerme dudar. ¿Lo había visto realmente? La incertidumbre de lo inmaterial me hizo
olvidar el asunto y seguí con mis rutinas diarias.
Hoy ha vuelto a aparecer, con la misma intensidad y brevedad, en forma de
aparición casi imperceptible. Ya no puedo obviarlo y me he concentrado para observar
con detenimiento la imagen que me devuelve el espejo.
Todo lo que aparece en mi campo de visión es imagen fiel de mí misma, la
melena rubia, los ojos azules, el vestido floreado; y de lo que me rodea, bañera, estante
de las toallas, baldosines verdes, todo en su sitio. Estaba pensando en abandonar la
contemplación cuando he visto un rayo de luz que barría, de arriba abajo, la superficie
del espejo. No hay duda posible: lo que he visto es real e inexplicable, pues nada hay a
mi espalda que pueda hacer brotar el haz luminoso.
Instintivamente, me he asomado al interior del cristal. Lo que acabo de ver
ha golpeado mi razón con la misma violencia que si me hubieran derribado de un
puñetazo en el estómago. He esperado unos minutos, sentada en el borde de la bañera,
para serenarme y para que las pulsaciones de mi corazón recobraran su ritmo normal.
Después, he vuelto a mirar.
Por debajo del reflejo del cuarto de baño, una estancia oscura, con las paredes
sembradas de nichos y hornacinas, se extiende ante mi mirada incrédula. He alargado
el brazo al frente y mi mano se ha encontrado con la resistencia que esperaba, pero, al
deslizarla hacia abajo, justo en el borde del espejo, he podido introducirla dentro de la
oscuridad.
Estoy segura de que lo que acabo de descubrir sólo tiene dos explicaciones
lógicas. O me estoy volviendo loca, y empiezo a tener las primeras alucinaciones, o he
dado con la entrada a otra dimensión física. Nunca he sido cobarde ni me ha detenido
un pasadizo sombrío y voy a averiguar la verdad, consciente de que, sea cual sea, va a
transformar mi vida.
He corrido a mi habitación y he cogido la linterna de petaca y la pila de
repuesto que guardo en el cajón de la mesilla. De vuelta en el cuarto de baño, he
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subido al taburete y de ahí, al lavabo. He introducido un pie por la abertura y he tocado
superficie sólida, por lo que me he agarrado al borde superior del espejo y he pasado
la otra pierna. Agachándome, he bajado fácilmente al otro lado y ya me encuentro en
una estancia fría, apenas sin luz.
Enciendo la linterna y veo que estoy en una cripta, rodeada de tumbas antiguas.
Lo que piso es la losa de un sepulcro con una rosa tallada en la cabecera. Salto al suelo
de la habitación y contemplo el lugar.
La tumba sobre la que he caído tiene nombre y fechas, pero los caracteres
están tan deteriorados que no se leen. Observo que es la única que está limpia de polvo
y telarañas y reparo en que el muro que comunica con el baño no presenta ningún
agujero ni señal de la abertura por la que he pasado. Incrédula, vuelvo a subir sobre la
sepultura y palpo sin éxito la pared.
¿Qué es eso? Acabo de escuchar unas voces que se acercan. Me escondo en el
rincón más oscuro, detrás de una columna, y vuelvo a oír unas voces y risas que abren
una puerta. Una pareja, hombre y mujer, entran bromeando sobre fantasmas. Él lleva
una palanqueta y ella, una máquina muy extraña que emite un foco de luz.
—Empieza a grabar —le pide el hombre a la mujer.
Ella apunta con la luz al sepulcro y él, haciendo fuerza con la palanca, consigue
desplazar la losa unos centímetros. Ahora miran por la abertura y gritan entusiasmados
porque dicen que el cuerpo está intacto. Entre los dos consiguen levantar la losa de
piedra y apoyarla contra el muro. Ella vuelve a encender su máquina y recorre con ella
el interior de la tumba, mientras él recita lo que ve.
—Se trata de una mujer joven, en perfecto estado de momificación. Podría
asegurar que es una adolescente de unos quince años. Conserva pelo y piel en
condiciones excelentes, así como el vestido y los zapatos. La enterraron con algunos
objetos personales que se encuentran también en buenas condiciones.
Terminan la inspección y se marchan, cerrando la puerta tras de sí, hablando
de avisar a los demás. Aprovecho para acercarme a mirar dentro del sarcófago.
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No soy capaz de describir el impacto que acaba de causarme la visión de esa
niña rubia que parece sonreírme desde su cama de piedra, sujetando fuerte el libro de
poemas que tantas veces he leído, apoyado sobre la linterna de petaca que asoma por
el bolsillo de su vestido estampado de rosas y nomeolvides.
He sentido como si me absorbiera un torbellino y, en un segundo, mis últimos
años han desaparecido al volver a caer por el pozo, el que mi mente transformó para
sumergirme en una pacífica vida de rutinas y comodidad.
No, mi mente no me engaña. He resuelto la ecuación final despejando la duda
de mi hipótesis falsa: ni estoy loca ni he descubierto otra dimensión. Simplemente
estoy muerta.
El caldero de las brujasAndrés Galindo
¿Por qué dejaste que me durmiera, Gregorio? Te dije que tenía miedo, te lo estuve
diciendo durante un mes y al final no me hiciste caso. Mírame, ahora estoy aquí,
rogándole a la virgen que sólo sea un sueño; y tú estás allí, entre los demás acarreados.
¿Qué te van a dar por haberme entregado? Ya no me importa. Lo único que quisiera
es saber a cuántas has traído aquí, al Caldero de las brujas.
*Hortensia se despertó a medianoche con la respiración agitada y las mejillas
húmedas por las lágrimas que brotaban de sus ojos negros. Buscó el cuerpo de su
esposo en la oscuridad. Sus manos fueron palpando el petate hasta tocar la tierra
caliente sobre la que solían dormir. Escuchó el canto de los tecolotes y el aullido del
lobo. Pensó en las historias viejas que contaba su madre y su abuela y su bisabuela
y todas las generaciones de mujeres que se habían perdido en noches como esta. El
nagual, Gregorio, parece que es la voz del nagual.
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Un tenue rayo de luz entró cuando se abrió la puerta.
—¿Qué pasa, mujer, por qué no te duermes? —dijo el hombre cuando se
volvió a acostar a su lado.
—¿Dónde andabas, Gregorio?
—Fui a miar y a calmar a la puerca que estaba llorando como si la estuvieran
matando.
Le dijo que se durmiera y le dio un beso en la mejilla. Sus labios sintieron la
humedad y sonrió.
A la mañana siguiente todo parecía en calma. Cantó el gallo, bebieron café
caliente y quedaron en silencio un buen rato, como solían hacerlo antes de comenzar
las actividades del día.
Hortensia tosió y rompió la monotonía del silencio:
—Tuve un sueño, Gregorio, un sueño malo.
—Pus, ¿de qué era, mujer? —preguntó Gregorio un poco con enfado. Se le
hacía extraña la voz de su mujer ahora, después de todos esos años de tantos silencios
juntos. Lo habían obligado. Los hermanos le habían dicho que si no se casaba lo iban
a matar como perro. Él se sonrió calladamente y dijo que bueno, que se casaba, nomás
por seguir las tradiciones de su padre, y las del padre de su padre. Después llegó a
pensar que qué pinche caso tenía todo eso si de todos modos la niña nació muerta
y a los hermanos se los llevó, uno a uno, la revolución. Se quedó con ella quizá por
costumbre o porque de veras le fue agarrando cariño.
—Soñé que frente a nuestra choza pasaba una procesión de gente. Eran
personas extrañas, que venían de muy lejos. Iban cantando en una lengua que yo no
entendía. Iban siguiendo a un perro o a un lobo negro. Entonces llamaban a la puerta.
—Esas nomás son cosas de viejas, Hortensia. Vete a ver a las gallinas y dale
de tragar a la puerca, a ver si así deja de llorar como desesperada.
A Hortensia se le fueron apagando las horas con el mismo silencio impuesto
por su marido. Cada vez dormía menos, y no por falta de sueño. Al principio tenue y
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lejana, alcanzaba a escuchar la marcha de la procesión. Se acercaba y un día hasta creyó
escuchar su nombre. Otra noche, en la desesperación que deja la duermevela, creyó
ver dos ojos que refulgían en medio de la habitación. Y todas las noches era lo mismo,
Gregorio la calmaba diciendo que había ido a miar y a ver a los animales.
—Es que dicen mi nombre, Gregorio.
—¿Cómo van a decir tu nombre, si dices que hablan en una lengua que no
entiendes? Ya te dije que esas son tonterías, mujer. Mejor debieras de ocuparte de esos
animales que nomás se la pasan haciendo escándalo.
—Ya sé que tú no me crees, pero yo sé que dicen mi nombre.
Una noche sintió que la tierra temblaba. No era un temblor como el de la
naturaleza, no era como las cosas que contaba su madre y su abuela: “Hija, somos
de la tierra y hacia allá vamos. A veces ella se mueve y nos llama. No debemos tener
miedo, sólo es la voz de nuestra madre Tonantzin que nos habla y nos arrulla para que
durmamos tranquilas”. Pero no, éste no era un arrullo de ninguna madre. Y se acordaba
de su propia madre y de la madre de su madre. A todas también se las había llevado
la revolución, de una forma o de otra. Por las buenas o por las malas, su madre se fue
a echar tortillas al comal y a dar de comer a las tropas de desarrapados que andaban a
salto de mata luchando por unos ideales que al final sólo darían frutos a los ricos, a los
nuevos ricos. Su abuela murió de vieja, de soledad y de tristeza. Sólo su única hermana
supo tomar el fusil y escapar de ese mugrero de tierra muerta.
“Hortensia, Hortensia, tú también tienes que darnos de comer y de beber”,
se escuchaba que le decían y entonces despertaba porque no quería ir. Ella quería
despertar y sentir el calor y la seguridad del cuerpo de Gregorio, porque aquel no era
el temblor de Tonantzin.
—Es el nagual, Gregorio, es el nagual y la procesión de las almas. He visto
sus llameantes ojos en la oscuridad. Llevan encadenados a mis hermanos y a mi madre
y a mi abuela. ¿A dónde los llevarán, Gregorio? Yo no quiero que me lleven. Por el
amor de Dios, Gregorio, no dejes que me lleven a mí también.
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La última noche los animales no hicieron ruido. Pero la procesión pasó y
eran tantas las almas que la tierra se convulsionó con un grito de dolor. Gregorio iba
al frente, ahora lo sabía, con sus ojos llameantes y su sonrisa callada.
—¿Por qué dejaste que me durmiera, Gregorio?
Él sólo repetía: “Ya duérmete, mujer”.
Esa noche los lobos del cerro del Caldero de las brujas se regocijaron con la
carne y las almas saciaron su sed milenaria con la sangre de Hortensia.
Y despertarás en el cieloLuna Faelivrin
He aquí que los cielos, los cielos de los cielos, no te pueden contener;
¿cuánto menos esta casa que yo he edificado?
1 Reyes 8:27
Fue una mañana fría cuando desperté a su lado. Las sábanas nos cubrían apenas. El sol
regalaba la luz helada entre las cortinas. Ella, dormida, tenía un aspecto terriblemente
angelical: su cabello largo dibujaba imágenes dulces que parecían recuerdos perdidos,
recién hallados; su piel casi tejida de nube, de esa nube que transporta los pensamientos
buenos y vuelve con premoniciones gratas antes del anochecer; su pecho respiraba
hondo, pausado, estoy segura de que devolvía el aire más limpio al mundo.
Yo la contemplaba absorta. Un cuerpo suave, perfecto, descansa sobre mi
almohada, con una figura delineada por pinceles de ángeles artesanos que sueñan
con la utopía. Una de sus manos caía ligera de la cama, de pronto me pareció que la
gravedad era sólo una mentira de la infancia. No quise despertarla. Apreciar el sosiego
con que dormía me provocó un sentimiento de amarga y lejana meditación del que no
me separé.
Pero abrió los ojos. Adiviné su mirada profunda, maligna. Esperé una sonrisa,
pero sus labios permanecieron impasibles. La miré directamente. Con los ojos me
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acarició la mejilla, con las yemas de los dedos rozó uno de mis brazos.
Los huesos se me paralizaron bajo la piel tostada. Ese mínimo contacto fue
el catalizador de mi locura. Sentí cada pulsión eléctrica viajar a través de mis nervios.
Electrochoques que me obligaron a conquistar por la fuerza su cintura, a dialogar con
su boca en un lenguaje tosco, antiguo.
Su tacto congelaba cada célula a su alcance. Una lengua de fuego descendió
mil veces al purgatorio, bajó luego al infierno, para luego redimirse y ser pluma, pluma
en el vientre, pluma en los senos. Sus piernas fueron, durante algunas horas, una
cordillera que limita el paso del aire a un país mágico, donde todo es y deja de ser cinco
minutos después. Y pude ver el origen de la Tierra desde un núcleo doble, despiadado.
No hay cosa más parecida a un hada que el sueño de que existió. Mujer y no
mujer. Con un golpe sonoro me deshice entre sus uñas, lamiendo el cielo, desgajando
lluvia. Enterró sus dientes en uno de mis hombros, se alejó de la cama mientras recogía
su cabello, y así, desnuda, fresca, se marchó.
No pude desprenderme de la cama hasta una siesta después. Cuando desperté
sola, creí que todo había sido una alucinación. Pero la marca en el hombro permaneció
y una rosa en la alfombra me advirtió de nuevo la presencia ajena. Abrí la ventana.
Me di cuenta de que no daba al paisaje habitual. No se veía la avenida, los peatones, el
teléfono público, el puesto de periódico. Del otro lado había una habitación igual a la
mía.
La puerta de la pieza contigua se abrió. La chica blanca que horas antes estuvo
en mi lecho apareció en la entrada. Ya no estaba desnuda. Vestía con la ropa de mi
clóset. Golpeé el cristal lo más fuerte que pude. Intenté quebrarlo varias veces. Nada
dio resultado.
Ahora la miro descansar sobre mi cama, leer mis libros, acariciar a mi gato.
Han pasado varios días, no sé cuántos. Me quedé sin voz de tanto gritar. La marca en
mi hombro se puso morada, cada vez es más oscura. Las puntas de los dedos ya se me
abrieron de tanto arañar el vidrio.
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Lucrezia en la isla del no retornoRenate Mörder
Pietro sudaba copiosamente, tenía escalofríos y dolores de cabeza, sus ganglios estaban
hinchados y sus heridas expelían humores malolientes, su piel era un muestrario de
colores: azul, morado, violeta, negro. Lucrezia tapaba su nariz y su boca con un lienzo
mientras sostenía una escupidera en la que su marido vertía esputos sanguinolentos.
Afuera los soldados llevaban hacia los muelles carros repletos de cadáveres. Ellos dos
se mantenían ocultos, pero sabían que en cualquier momento alguien los denunciaría y
los soldados irrumpirían en su casa para llevarlos a la isla de Poveglia, la isla de la que
no se volvía jamás.
En los momentos en que la fiebre le permitía expresarse con lucidez, Pietro le
rogaba a Lucrezia que huyera, pero ella se negaba a abandonarlo. Un día los hombres de
la máscara de pico golpearon la puerta. Ella intentó explicarles que no estaba enferma,
se apartó las ropas, les mostró su exquisita piel blanca, impoluta. Los hombres pájaro
se quedaron viéndola dubitativos, como tentados de quitarse las pesadas ropas que los
aislaban de la peste para obtener un poco de placer entre tanto dolor y podredumbre,
pero alguien rompió el sortilegio. “No se dejen engañar, su carne está corrompida, la
mujer está impura al igual que su marido”. Los separaron, a Pietro lo cargaron en el
carro de los moribundos, a ella la obligaron a caminar junto con otros infelices. Una
mujer harapienta intentó quitarle el pañuelo con el que se protegía del olor que la
rodeaba, Lucrezia luchó por él, pero la mujer era más fuerte. Un caballero muy bien
vestido la socorrió. Ella le agradeció con un movimiento de cabeza y luego, aferrada a
su pañuelo, se concentró en el carro de adelante en el que, como un despojo, viajaba
su amado Pietro. El caballero caminó en silencio a su lado y ella, por alguna extraña
razón, se sintió protegida.
Al llegar al muelle perdió el rastro de Pietro, la empujaron a una barcaza
mugrienta. Instintivamente buscó al caballero, vio que lo conducían a una embarcación
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diferente. Cruzaron la laguna, sus naves viajaban muy cercanas. Nadie hablaba, sólo
se oía el rumor del agua y los gemidos y lamentos de los enfermos. Lucrezia observó
al extraño hasta que la niebla convirtió su barcaza en un bulto tan negro como los
vómitos de la peste, pero, a pesar de no verlo, sentía su presencia, lo percibía y hasta
podía jurar que estaba ahí, velando por ella.
Atracaron en Poveglia, la isla de los muertos. Nuevos hombres máscara de
pico los esperaban y los arrancaban de los barcos. “¡Doctor!”, llamó alguien. “No hay
doctores aquí”, fue la respuesta, “sólo somos sepultureros”. Lucrezia bajó de la barca
como impelida por una fuerza sobrenatural y, pese a que vio a Pietro cerca del muelle
en el piso junto a otros desdichados, no pudo detenerse. Se internó en un bosque, vio
cómo los hombres de pico arrojaban al fuego a los apestados, algunos muertos, otros
todavía vivos. El hedor de las fogatas crematorias lo impregnaba todo, pero ella seguía
andando, inmune al horror como si un poderoso imán la atrajera. De pronto el extraño
caballero salió a su encuentro, la ocultó entre los matorrales, le sonrió enigmático.
Besó sus cabellos y, mientras le acariciaba el cuerpo como si ella le perteneciera, le
susurró al oído: “Una mujer hermosa como tú merece la eternidad”. Lucrezia lo miró
confusa, la piel del caballero era muy blanca y brillaba bajo la luz de la luna, se sentía
atrapada, fascinada por su encanto. Él clavó sus dientes en ella. Lucrezia sintió primero
el dolor de su carne desgarrándose y luego un espasmo de placer, mientras él la sorbía
como un vino caliente. El caballero la arrojó al suelo impregnado de la ceniza de los
muertos y se le ofreció. Lucrezia lo bebió con furia y desesperación. Esa misma noche
atraparon a dos sepultureros, saborearon la sangre de sus cuerpos y se los arrojaron
a las ratas. Disfrazados con sus máscaras de pico, regresaron de la isla al amanecer.
Fue así como Lucrezia se salvó. Desde entonces, se alimenta de los turistas que llegan
subyugados por el encanto de Venecia. Muchas veces, cuando mira hacia la isla de
Poveglia, rememora lo bello que fue el amor que tuvo con Pietro y reza una oración
por él. Otras, recuerda al caballero que torció su destino y le regaló la inmortalidad.
A él no le fue tan bien como a ella: en 1700 descubrieron lo que era y le clavaron
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una estaca en el corazón. Está enterrado en Poveglia, como lo indica el ritual, con un
ladrillo encajado en la boca.
Laberintos e infinitosPok Manero
Hay quienes piensan que los dioses dejan de existir cuando ya nadie los recuerda.
Nada más falso que eso. Yo soy una diosa, he existido desde hace muchos siglos y
permaneceré en este mundo por muchos siglos más, aunque ya nadie recuerde mi
nombre. Ni siquiera yo misma.
Soy la inventora del laberinto. Si saben algo de historia y mitología, seguramente
pensarán que estoy loca: todo mundo sabe que el laberinto de Cnoso fue construido
por Dédalo, pero fui yo quien le dio los planos. Podemos confiar en que una sociedad
patriarcal quite el crédito a una mujer, incluso si es una diosa. A final de cuentas, la
historia la escriben los ganadores. En este caso, los atenienses y los hombres. Estúpidos
griegos.
Otra falsa creencia es que fue el rey Minos quien ordenó su creación, con el
fin de aprisionar a su hijo deforme. Tampoco es verdad. Fue su esposa, Pasiphaë, cuya
compasión me motivó a diseñar los pasajes que protegerían la vida del pobre Asterión.
Durante varios años fui adorada en ese palacio, la joven Ariadna danzaba entre sus
pasillos en alabanza a mi persona. Pero como todo buen rey, Minos tenía apetitos. Por
una ofensa imaginada, solicitó a los atenienses que cada siete años le mandaran catorce
jóvenes núbiles, siete varones y siete doncellas, con el pretexto de apaciguar el hambre
caníbal del Minotauro. Pero era él quien ultrajaba sus tiernos cuerpos, quien devoraba
sus almas. Cuando empezó a exigir sacrificios con cada vez mayor frecuencia, era
obvio que Atenas tomaría medidas para detenerlo.
La dulce Ariadna jamás hubiera traicionado a su hermano. Teseo no fue el
seductor héroe que todos piensan: después de violar a la pequeña deshizo la túnica de
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Ariadna en jirones, con los cuales trazó su camino en el laberinto para poder escapar
después de cometer el asesinato. No conforme con su victoria, decidió llevarse de Creta
a la chica hasta que se hartó de ella. La abandonó en la isla de Naxos, cuando Dioniso
le dijo que la quería. Teseo se la entregó, como si fuera un objeto de su pertenencia el
cual pudiera descartar a su antojo.
Yo no estuve ahí para presenciarlo, hacía mucho tiempo que, asqueada por
la avaricia de Minos, dejé la antigua Grecia y llevé mis laberintos a otras civilizaciones
menos decadentes. Con el paso de los siglos, mis diseños llegaron a todos los rincones
del mundo. En la Edad Media, los católicos solían perderse intencionalmente en
laberintos de pavimento para poder rezar sin interrupciones, mientras que los pescadores
escandinavos usaban construcciones de piedra para atrapar a trolls malévolos que
quisieran interferir con su faena. Mis creaciones alcanzaron todos los continentes sin
excepción. En la Francia del siglo XVI hice crecer hermosos jardines en los cuales la
gente perdía su rumbo y algunos amantes se encontraban. Algunos de mis laberintos
desafiaban las leyes del tiempo y el espacio, y quienes se internaban en ellos jamás
volvían a ser vistos.
He tocado la mente de muchos pintores: Mondrian, Miró, Picasso, Escher.
Escritores como Borges, Eco y Danielewski, entre otros, también me han adorado sin
saberlo. También influencié a muchas mujeres, pero sus obras son víctimas de crímenes
atroces: el olvido y el anonimato. Nadie sabe mi nombre tampoco, pero mientras haya
quien crea, trace o recorra el camino ensortijado de un laberinto, yo seguiré formando
parte de esta realidad.
En la actualidad ya nadie respeta a los laberintos. Éstos se ven reducidos a
meros pasatiempos, pequeños retos con los cuales ocupar ratos libres. Con un sencillo
trazo, la gente los considera cosas simples. No se ponen a pensar en qué harían si, en
lugar de verlos plasmados en la página de una revista o al reverso de una caja de cereal,
pudieran verlos desde su interior. Si sus paredes fueran altas como acantilados y sus
pasillos largos como carreteras. Y si ellos estuvieran atrapados ahí, ¿cuánto tiempo
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tardarían en recorrerlos? ¿Cuán frustrados se sentirían al encontrar cada camino sin
salida? ¿Podrían recordar de dónde vinieron? ¿Lograrían salir de ahí con vida?
Desde el siglo XVIII anticipé que llegaría el día en que los laberintos perderían
su importancia. Si bien me mantendrían con vida, sería apenas una transparencia de
quien fui. Por ese motivo, decidí crear otra fuente de poder para mí. En un toque
de genialidad, inventé el laberinto conceptual más tenaz de todos: la burocracia. Sus
caminos son más retorcidos que los de cualquier jardín de arbustos o concreto. Muchas
de sus vías no conducen a ningún lado, y algunas parecen no tener fin. Nadie puede
escapar a su alcance: en algún momento u otro de su vida, toda persona debe realizar
un trámite cuyos procedimientos ponen a prueba la paciencia de hasta quien más
templanza tenga.
Mi invención fue tan eficaz que yo misma me vi afectada por ella. Con el afán de
proteger mi nombre, pues es bien sabido que quien conoce tu nombre puede tener poder
sobre ti, decidí ocultarlo en el centro de este laberinto virtual. Desafortunadamente, lo
escondí tan bien que ni siquiera yo misma puedo recuperarlo. Me he convertido en una
figura trágica, inmortal y poderosa, pero incapaz de saber quién soy. Esperando todo el
tiempo a que alguien logre acabar con mi mayor invención, mi laberinto indestructible
y opresivo, para ayudarme a recuperar mi identidad.
Autómatas
DirecciónMiguel Lupián
Equipo EditorialAna Paula Rumualdo Flores
Adrián “Pok” Manero
Manuel Barroso Chávez
Mariano F. Wlathe (diseño)
Francisco de León
ArteDaniela F. Cortéz (portada y contraportada)
Carmen Lop (interiores)
ContactoPenumbria.mx
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